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El argumento que suele presentarse, desde la perspectiva de los mayores, hace hincapié en la violencia que se pone de
manifiesto en muchos videojuegos. Foto: Archivo El Litoral
Con cierta regularidad nos preguntamos si los niños pueden (o deben) jugar a tal o
cual videojuego. Para un psicoanalista de niños esta pregunta es el pan de cada día.
No obstante, no es un aspecto sobre el cual el psicoanálisis pueda decir demasiado,
no más de lo que ya han dicho Platón o Aristóteles.
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Dicho de otro modo, el debate que pareciera estar implícito en las preguntas
anteriormente formuladas no tiene que ver tanto con los tipos de juegos (y sus temas)
como con el modo en que entendamos lo que un niño hace al jugar. Asimismo, una
primera conclusión que podría sacarse de esta disquisición sobre la filosofía antigua
es que, al jugar, los niños aprenden. Pero, ¿qué “aprenden” los niños al jugar si la
cuestión no pareciera vincularse con el contenido del juego (si es de muñecas o de
autos, de amor o de guerra, etc.)? Para responder a esta pregunta sí es preciso
realizar un rodeo por lo que el psicoanálisis puede decir acerca del juego.
Aprendemos porque tenemos memoria; o, mejor dicho, el aprendizaje que nada tiene
que ver con una función cognitiva es la capacidad de generar experiencias en las que
poder encontrarse a posteriori. En ningún momento crecen tanto los niños como
cuando tienen la posibilidad de tener experiencias. En otros tiempos, el lugar
privilegiado de la experiencia infantil eran las vacaciones, donde se construían los
relatos y recuerdos que acompañarían a un niño durante todo un año. Esa
experiencia decantaba en todo tipo de objetos, que motivan hasta nuestros días la
industria del “souvenir”: trenzas, pulseras, caracoles, etc. Esos objetos maravillosos
del verano son los índices de que se ha vivido lúdicamente durante un lapso de
tiempo. Asimismo, llevemos esta reflexión a otro fenómeno mínimo y casi invisible:
las bolsitas de cumpleaños, ¿quién no ha visto a niños llorar porque no pueden
llevarse un recuerdo de una fiesta? Antes que un bien egoísta, esos recuerdos que
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valen menos por lo que esconden en su interior, son la huella que permite apropiarse
de esa experiencia de juego que es cumplir años con otros. Todo juego, en última
instancia, es también una celebración con otros.
Por eso, de regreso a nuestra pregunta inicial, respecto de los juegos que podría
jugar un niño, la pregunta no es si juega a tal o cual cosa, sino el modo en que lo
hace. Eso que hace el niño, ¿le genera una experiencia? ¿Tiene el ánimo de compartir
lo que ocurre cuando pasó un determinado nivel? ¿De golpe no siente uno que es el
niño quien nos está enseñando algo? Si esto ocurre, ¡es porque antes debió haber
estado aprendiendo! Valga aquí el juego de palabras, “aprender” es “aprehender”.
¡Cuántas veces nos pasa que, en realidad, somos los adultos los que por un prejuicio
moral no estamos dispuestos a escuchar lo que un niño tiene para decir!
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