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Espacio para el psicoanálisis

Los niños y los videojuegos

El argumento que suele presentarse, desde la perspectiva de los mayores, hace hincapié en la violencia que se pone de
manifiesto en muchos videojuegos. Foto: Archivo El Litoral

Luciano Lutereau (*)

Con cierta regularidad nos preguntamos si los niños pueden (o deben) jugar a tal o
cual videojuego. Para un psicoanalista de niños esta pregunta es el pan de cada día.
No obstante, no es un aspecto sobre el cual el psicoanálisis pueda decir demasiado,
no más de lo que ya han dicho Platón o Aristóteles.

El argumento que suele presentarse, desde la perspectiva de quienes nos consultan


(padres, maestros, etc.), hace hincapié en la violencia que se pone de manifiesto en
dichos juegos. Juegos en los que se dispara, se mata, se roba, etc. El temor explícito
es que los niños aprendan conductas inmorales, que se apresten para vivir en una
sociedad sin límites y sean antisociales en potencia. Sin embargo, el verdadero
interrogante que se plantea apunta a otra cuestión, radica en el alcance de la ficción:
¿por qué un niño imitaría sin condiciones aquella clase de juegos? ¿Acaso eso no
implicaría suponer que la frontera entre el juego y la realidad es frágil y quebradiza?

Estas dos preguntas no son novedosas. Están directamente formuladas en la


República de Platón y la Poética de Aristóteles. Mientras que para el primero la Polis
debía excluir a los poetas, dado que no enseñaban modelos de virtud a los jóvenes
piénsese que, en ese entonces, los expulsados eran Homero y los trágicos (es decir,
aquéllos que hoy más quisiéramos que nuestros niños lean), para el segundo la
ficción permitía la recuperación de un goce estético inofensivo, con cierto valor de
purificación del alma. Respecto de la importancia de la imitación en la infancia,

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Aristóteles decía lo siguiente:

“La imitación es connatural para los hombres desde la infancia y precisamente en


esto consiste una de las ventajas de los hombres sobre los demás animales, pues los
hombres son los más capaces de imitar y aprender por imitación. Además, es natural
que todos disfruten con las obras de imitación”.

Dicho de otro modo, el debate que pareciera estar implícito en las preguntas
anteriormente formuladas no tiene que ver tanto con los tipos de juegos (y sus temas)
como con el modo en que entendamos lo que un niño hace al jugar. Asimismo, una
primera conclusión que podría sacarse de esta disquisición sobre la filosofía antigua
es que, al jugar, los niños aprenden. Pero, ¿qué “aprenden” los niños al jugar si la
cuestión no pareciera vincularse con el contenido del juego (si es de muñecas o de
autos, de amor o de guerra, etc.)? Para responder a esta pregunta sí es preciso
realizar un rodeo por lo que el psicoanálisis puede decir acerca del juego.

En primer lugar, el juego podría delimitarse por oposición a la práctica utilitaria. En


la vida cotidiana, nuestros actos están coordinados en función de fines, definidos por
las metas a que llevan, mientras que el juego es lo inútil por sí mismo: no se juega
más que para jugar. Al mismo tiempo, la experiencia lúdica implica una
discontinuidad con el mundo del día a día; siempre es preciso resguardarse un poco
para jugar, esto es algo que los niños se ocupan de cuidar con esmero. Por último,
una tercera nota distintiva del juego es el tiempo en que acontece, dado que la
discontinuidad anterior requiere de un segundo momento que la inscriba como tal.
Dicho de otro modo, el juego invita al testimonio. Esto es algo evidente en los niños,
cuando después de jugar en el encuentro con un adulto rápidamente buscan dar
cuenta de lo que han hecho cuando jugaban. “Hoy jugamos a”, suele ser lo primero
que dicen los niños a sus padres cuando salen del consultorio. Esta necesidad del
testimonio es un aspecto fundamental, en la medida en que le da al juego su estatuto
temporal: el juego se construye como una memoria esto es lo que los psicoanalistas
llamamos “inconsciente”; sólo habrá sujeto del juego una vez que éste haya entrado
en la narración. De ahí que la cláusula inicial del juego pueda resumirse en una
especie de “Dale que yo era”, como si para jugar fuese necesario dejar a un lado lo
que uno sabe de sí mismo, para ganar un efecto novedoso, el del acontecimiento, la
experiencia y el aprendizaje.

Aprendemos porque tenemos memoria; o, mejor dicho, el aprendizaje que nada tiene
que ver con una función cognitiva es la capacidad de generar experiencias en las que
poder encontrarse a posteriori. En ningún momento crecen tanto los niños como
cuando tienen la posibilidad de tener experiencias. En otros tiempos, el lugar
privilegiado de la experiencia infantil eran las vacaciones, donde se construían los
relatos y recuerdos que acompañarían a un niño durante todo un año. Esa
experiencia decantaba en todo tipo de objetos, que motivan hasta nuestros días la
industria del “souvenir”: trenzas, pulseras, caracoles, etc. Esos objetos maravillosos
del verano son los índices de que se ha vivido lúdicamente durante un lapso de
tiempo. Asimismo, llevemos esta reflexión a otro fenómeno mínimo y casi invisible:
las bolsitas de cumpleaños, ¿quién no ha visto a niños llorar porque no pueden
llevarse un recuerdo de una fiesta? Antes que un bien egoísta, esos recuerdos que

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valen menos por lo que esconden en su interior, son la huella que permite apropiarse
de esa experiencia de juego que es cumplir años con otros. Todo juego, en última
instancia, es también una celebración con otros.

Por eso, de regreso a nuestra pregunta inicial, respecto de los juegos que podría
jugar un niño, la pregunta no es si juega a tal o cual cosa, sino el modo en que lo
hace. Eso que hace el niño, ¿le genera una experiencia? ¿Tiene el ánimo de compartir
lo que ocurre cuando pasó un determinado nivel? ¿De golpe no siente uno que es el
niño quien nos está enseñando algo? Si esto ocurre, ¡es porque antes debió haber
estado aprendiendo! Valga aquí el juego de palabras, “aprender” es “aprehender”.
¡Cuántas veces nos pasa que, en realidad, somos los adultos los que por un prejuicio
moral no estamos dispuestos a escuchar lo que un niño tiene para decir!

El juego ocupa en la infancia el mismo lugar que el enamoramiento en la vida de un


adolescente (y algunos adultos). Sólo a través del amor y el erotismo conservamos la
capacidad de jugar. De la misma manera que nuestros vínculos amorosos hacen
soportable los dolores de la vida, el juego sirve al niño para poder sobreponerse a la
adversidad de un mundo sin fantasía. Un niño sin juego es un niño expuesto a la
tristeza, aunque después de la delimitación del juego que aquí propusimos también
podríamos pensar que no todo lo que habitualmente se llama “juego” implica jugar.
Por lo tanto, el juego es mucho más (o algo muy distinto) que la diversión, es una
cosa bien seria. La pregunta no debería ser si un niño puede jugar videojuegos
violentos, sino que nosotros deberíamos preguntarnos por qué la industria del
entretenimiento nos le da otra posibilidad de vivir el tiempo que no sea “pasar el
rato”, pasar de una cosa a otra sin solución de continuidad. Un niño no juega para no
aburrirse éste es otro prejuicio de los adultos; en el juego, un niño crece y se apropia
del tiempo, con un caballo de juguete, un tablero o un joystick.

(*) Psicoanalista. Lic. en Psicología y Filosofía por la UBA. Magíster en Psicoanálisis


por la misma Universidad, donde trabaja como docente e investigador. Profesor
adjunto de Psicopatología en UCES. Autor de varias publicaciones, entre ellas los
libros: “Los usos del juego” (2012) y “¿Quién teme a lo infantil?” (2013).

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