Era el último día del taller y sabía que era la última
oportunidad que iba a tener. Recuerdo que al principio
alguien ya había pedido permiso para grabar la sesión y había recibido una negativa por respuesta. ―Quiero hablar con libertad durante la clase y no quiero que, en algún momento de mi vida, alguien malentienda algo que haya dicho, saque todo de contexto y me meta en problemas después. Por supuesto, yo no iba a hacer pública la grabación, solo necesitaba poder repasar los ejercicios. Claro, tenía la lista en una nota en el celular y estaba en el grupo de WhatsApp, pero no era lo mismo leerlo que escuchar las indicaciones de Pablo de viva voz; así que puse el celular a grabar sin decirle a nadie y juré que jamás le mostraría la grabación a nadie, para no meterlo en problemas. Ese día salí de ahí con mas que el repaso de los ejercicios. Me habían dado una golpiza hacia nada por andar metiendo la nariz en donde no me llamaban, y, aunque en el momento actúe con el cerebro, en el fondo me había cagado de miedo. Aun lo estaba. Lo notaba en mi vida diaria, en las ganas de no salir a la calle, en el miedo de pasar por la misma zona donde vivía uno de los tipos que me agredió, en la manera en la que giraba la cabeza cuando detectaba que el ruido de un par de pasos se habían acercado a mi demasiado rápido y de forma repentina. Me sentía parte de un experimento de Pávlov, aceptando y reforzando el condicionamiento que sentía se me estaba imponiendo. Pero ya saben lo que dicen, “si cuando te caes del caballo no te vuelves a subir, no volverás a montar otra vez.” Así que me obligaba a salir, a caminar con calma y no correr, a no cerrar los ojos esperando otro golpe, a no torcer el gesto cada vez que se acercaba alguien relativamente parecido a los tipos que me golpearon esa vez. Ese día Pablo nos dio un regalo. Nos pidió gritar y sacar con ese grito todo aquello que no quisiéramos tener dentro. Cuando escuché sus palabras sonreí. Eso era justo lo que necesitaba y él me estaba dando permiso y excusa. Cuando llego mi turno, hice exactamente lo que tenía pensado. Lo que sentía. O al menos así fue al principio, hasta que trato de cambiar la indicación al poco rato de iniciar los gritos. No sé por qué lo hizo, supongo que tendrá sus razones y serás buenas y válidas para él, pero yo lo sentí como cuando empiezas a follar y después de tres o cuatro estocadas la chica te dice que mejor no; entonces tuve que guardarme mi(s) verga-gritos, dar las gracias por el delicioso y brevissimo momento y volver a ser un remedo de lo que sentía. Aun así, ayudó. Pude abrir las compuertas un momento y no pensar, dejar que lo que no tenía que estar ahí dentro fluyera. Sabía que aún había mucha mierda dentro, pero ya no sentía que fuese a reventar y salpicarlo todo.
León, quizá nunca veas esto, pero muchas gracias por ese día. Del corazón de uno al corazón de otro.