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Ilustre y hermosísima María,

mientras se dejan ver a cualquier hora


en tus mejillas la rosada aurora,
Febo en tus ojos y, en tu frente, el día,
y mientras con gentil descortesía
mueve el viento la hebra voladora
que la Arabia en sus venas atesora
y el rico Tajo en sus arenas cría;
antes que de la edad Febo eclipsado
y el claro día vuelto en noche oscura,
huya la Aurora del mortal nublado;
antes que lo que hoy es rubio tesoro
venza a la blanca nieve su blancura,
goza, goza el color, la luz, el oro.
Tal y como recuerda Rosa Navarro Durán en La mirada al Texto (Ariel, ed. 2007),
todo texto presenta una organización interna que está condicionada por los límites que la
configuran y por el género en que se inscribe. El escritor, al dar forma a su obra y al acotar su
espacio, parte de unos esquemas fijos que la tradición literaria le da.

Así, los dos cuartetos y los dos tercetos que dan forma el poema de Góngora, se
articulan tal y como exigían las preceptivas para el soneto, pues, el análisis de su
macroestructura, en términos de Van Dijk (La ciencia del texto, Paidós, 1983), indica que
Góngora, gran conocedor de la tradición, construye una unidad en los dos cuartetos que
concluirá en los tercetos.

El poeta barroco no inventará “ex nihilo”, sino que reconocerá en este y en el resto de
su obra la “auctoritas”, es decir, el conjunto de obras que él mismo deconstruye para volverlas
a construir después, provistas de un nuevo sentido y de acuerdo a los ideales del Barroco.
Reconocemos en el texto de Góngora alusiones a Garcilaso de la Vega que, junto con Boscán
y Herrera, acomoda a las letras castellanas una estructura fija italiana como el soneto.

Comienza, pues, el poeta con el recurso de la apóstrofe con el que se dirige a doña Mª
Osorio Pimentel, esposa de don Pedro de Toledo, hermano del duque de Alba. Misma alusión
que encontramos en la Égloga III de Garcilaso para expresar un manido tópico literario ya en
el Renacimiento y al que los poetas del Barroco también sabrán sacarle beneficios. Este tópico,
“colige, virgo, rosas” de Ausonio, comparte muchos aspectos con el “carpe diem” horaciano.
Pero de estas ideas totalizadoras, se desprenden otras como las del “tempus fugit”, el “quotidie
morimur” o el de la “vita flumen”. Porque el hombre barroco, a través de la insistencia en ellas,
transformará el equilibrio renacentista en angustia por el paso del tiempo y en lo insustancial
de las cosas mundanas (aspecto ya trabajado por la mística española y europea).

El hipérbaton, recurso que en la poesía de Góngora adquiere matices admirables, abraza


todo el poema. Todas las ideas que el poeta quiere expresar en su acto perlocutivo, encajan en
un solo enunciado en el que fluyen pares de adverbiales enlazadas en los cuartetos por la
coordinada “y”, con el que inicia el v. 5 (y que en cierto modo frena el contenido significativo
del poema), frente a las adverbiales de los tercetos, que se desbocan a través de la
yuxtaposición. En este fluir de ideas también colaboran los encabalgamientos (v.v. 2 y 3; v.v.
5 y 6; v.v. 12 y 13), que practicaban, ya con acierto, los poetas cancioneriles y renacentistas
como Garcilaso o Fray Luis para romper, cada vez con más frecuencia, la esticomitia tal y
como advierte Domingo Caparrós en Métrica española (UNED, ed. 2019). Así pues, es al
final del poema donde hallamos de una manera reiterativa (y tal vez a modo de letanía) el verbo
principal (“goza”). Estos imperativos, cuya realización depende de la figura del interlocutor,
además de situar el contenido significativo del poema en el “aquí” y “ahora”, hacen asomar la
figura del emisor o locutor, según la terminología que Ducrot en Presupuestos y
sobreentendidos (1984) ofrece para la persona que se responsabiliza del discurso. En este caso,
el propio poeta. También el modo imperativo, (estratégicamente situado al final del poema para
intensificar sus matices) en ese juego de contrapuntos del que tanto gusta el poeta barroco,
contrasta significativamente con los presentes de indicativo que recorren el texto (“se dejan
ver”, v.2; “mueve”, v.6; “atesora” v.7; “cría”, v.8; “huya”, v.11; “venza”, v.13). Con ellos, a
su vez, según recuerda J. A. Martínez en La oración compuesta y compleja (Arco Libros,
1996), el autor expresa un enunciado en el que él mismo se involucra porque la durabilidad de
los acontecimientos queda patente para todos los implicados en el texto.

Pero, aunque todo el ideario de Góngora esté encajado en un solo enunciado, tal y como
hemos admitido, el poeta, siguiendo las preceptivas retóricas, hará evolucionar la unidad
temática sirviéndose para ello de las posibilidades que los cuartetos y los tercetos le ofrecen.
Hace uso de los cuartetos (donde quedan patentes los tópicos “collige, virgo rosas” y “carpe
diem”) para la descripción de la juventud femenina, que, a diferencia del equilibrio de Garcilaso
en la Égloga III, en Góngora alcanzará cotas hiperbólicas. Ofrece, así, el poeta la descripción
de las mejillas mediante la metáfora homérica de la “Aurora de rosados dedos” (“en tus mejillas
la rosada aurora”), la de la mirada a manos del dios de la luz y la belleza (“Febo en tus ojos”
v.4) y la del pelo (vv. 7 y 8) mediante los ríos de Arabia o las arenas del Tajo (locativos
recurrentes también en la poesía barroca, no por poco el mismo Cervantes indica en el
“Prólogo” del El Quijote que para todo el que quisiera mostrarse en una historia como erudito,
habría de introducir en la misma el nombre del río Tajo). Pero poco tiempo va a hacer durar el
poeta estas bonitas cualidades en el rostro de la mujer. Encajan todas ellas y con insistencia en
el adverbio anafórico “mientras” (v.v. 2 y 5), que aporta, frente a los implacables “antes” de
los tercetos (v.v. 9 y 12), un aspecto de durabilidad y calma. Porque es en los tercetos donde se
hace patente la angustia del paso del tiempo (que desemboca en tópicos como “tempus fugit”,
“quotidie morimur” o “vita flumen” a los que antes aludiamos) ya que hallamos los referentes
a los que aludía en los cuartetos con marcas de fatiga y aburrimiento. De tal manera,
encontraremos ya una mirada oscurecida a través de un “Febo eclipsado”, v.9; unas mejillas ya
no rosadas en el momento en que “huya la Aurora del mortal nublado” y unos cabellos ya no
dorados pues, en ellos, la nieve ha impuesto su blancura.

La idea del fluir de las cosas también va a quedar reflejada en la isotopía semántica de
los verbos “huya” (v. 11) y “venza” (v. 13), en el adverbio “hoy”, o en el participio “vuelto”
(v. 9). Todos los elementos colaboran de la angustia. Pero esa angustia se verá también
reflectada en la rima encadenada que presentan los tercetos, pues, como indica Domínguez
Caparrós en Análisis métrico y comentario estilístico (UNED, ed. 2019), las rimas
encadenadas que presentan nuestros tercetos (CDC : EDE), colaboran en el soneto con la idea
de la fluidez y, por extensión, con lo caduco. Por su parte, las rimas abrazadas de los cuartetos
(ABBA : ABBA), aproximan la lectura al detenimiento y la reflexión.

El desequilibrio y la tensión barroca también se hace patente en el ritmo acentual.


Encontramos en numerosos inicios de verso, disonancias significativas que oscurecen el
carácter yámbico fundamental del endecasílabo, funcionando como acentos antirrítmicos, y
que intensifican su valor por ocupar la primera posición de los versos en los que colaboran:
“mientras” (v. 2), “mueve” (v. 6), “antes” (v.v. 9 y 12), “huya” (v. 11), “venza” (v. 13) y “goza”
(v. 14). Sería extrarrítmico el acento 7º (Fé-bo) del verso 9, que aparece inmediato al acento
rítmico 6º en “e-dád” (que dota al verso de ritmo heroico). En cuanto a la rima consonante, tal
y como advierte Dámaso Alonso en Poesía española (Gredos, 1971), hemos de advertir unos
finales en los cuartetos de “vocales claras” (según la terminología del crítico), en la que vemos
un predominio de finales en -a, frente a los numerosos finales en -o de los tercetos, que
constituirán las “vocales oscuras” y que podrían también estar apuntando a la idea de la muerte
que resalta con el adjetivo antepuesto “mortal” del v. 11.

Porque también los elementos descriptivos cohesionan el texto y lo conducen a la


angustia temporal del Seiscientos. Encontramos un gran predominio de adjetivos antepuestos
(“ilustre y hermosísima María” v.1; “rosada aurora”, v.3; “gentil descortesía”, v.5; “rico Tajo”
v.8; “mortal nublado”, v.11; “rubio tesoro”, v.12; “blanca nieve”, v.13), cuya posición no
obedece sólo a cuestiones rítmicas, sino a cuestiones, no tanto ornamentales, como expresivas
tal y como Gonzalo Sobejano estudia en El epíteto en la lírica española, Gredos, 1970 . Así,
frente a la riqueza de antepuestos, la pobreza de postpuestos: “hebra voladora” (v. 6) y los
antitéticos “claro día” y “noche oscura” (de ecos místicos) del v.10, que contribuyen en el
poema al bello desequilibrio barroco del que venimos hablando.

Como hemos podido ver, son muchas voces las que resuenan en los versos de Góngora.
Van estos ecos desde la antigüedad clásica (Homero, Horacio, Ausonio), a poetas del
Renacimiento de corte petrarquista, o místicos como San Juan de la Cruz. Esta polifonía que
en este caso tiene que ver con la transtextualidad, ya la acepta Quevedo, cuando asume esta
imagen del diálogo con la literatura del pasado en sus versos: “vivo en conversación con los
difuntos y escucho con los ojos a los muertos”. Pero dicha transtextualidad no se queda en el
Seiscientos, sino que, según cuenta R. Adrados en El río de la literatura (Ariel 2012), llega a
nuestros días en todas y cada una de las obras en las que la angustia se adueña de un autor.

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