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Hollywood desde adentro

Por Guido Segal


En Otros Cines

La ciudad de oropel. Tinseltown, uno de los tantos apodos con los que se
conoce a Los Ángeles, nació como resultado de la expansión de Hollywood a
comienzos del siglo XX. Ya entonces alguien vislumbró que, de lejos, todo
parece oro, pero de cerca se trata más bien de oropel (“tinsel”), un pedazo de
latón que nos engaña y encandila con su falso fulgor. Y, aún así, no deja de ser
la Capital del Entretenimiento del Mundo –otro de los tantos apodos de L.A.–,
el lugar de donde provienen muchas de las películas y series que a todos,
seamos de donde seamos, nos marcaron de por vida.

Hace ya tres largos años que me mudé de Buenos Aires a la Ciudad de


Ángeles –tercer sobrenombre y último que nombro, lo prometo– para intentar
dar un salto de calidad en mi carrera como guionista de cine y televisión. Cada
vez que vuelvo de visita a la Argentina, me preguntan lo mismo: ¿Vas mucho a
la playa? No, poquísimo. ¿Conociste a muchas celebridades? Algunas; tuve
reuniones con Tom Cruise, que a viva voz me explicaba que “si al público no le
gusta, hay que hacer la película de vuelta”; o Guillermo del Toro, que al
escuchar mi acento debió haberse acordado de Federico Luppi y me abrazó al
grito de “¡Maestro!”.

¿Es glamorosa la industria? Y ahí es donde, con toda honestidad, explico que
no, que todo lo importante pasa en oficinas bastante impersonales, que tu
proyecto se juega la vida en las manos de un par de agentes impecablemente
trajeados tomando macchiatos, managers que te llaman desesperados por
saber si la última versión de guión está lista o productores sexagenarios cuya
idea de qué mejor representa el aquí y ahora no siempre está actualizada.

Hollywood es un laberinto de oficinas a las que hay que ganar acceso, una
serie de fortalezas blindadas donde se decide qué va a ver el mundo, qué se
viene, qué tiene valor y qué no. Adentro hay muebles de diseño y ropa de
primera gama, frases desmedidamente elogiosas (“¡Si no puedo vender tu
serie es que fracasé en mi trabajo!”, me dijo mi agente recientemente) y la
promesa del éxito profesional y económico; afuera de esas torres fortificadas
hay asfalto hirviente y homeless enojados, muchos de los cuales acampan
sobre Hollywood Boulevard, cuyo Paseo de la Fama supo alguna vez ser
glamoroso. Si uno logra entrar en el juego, esta ciudad puede ser el paraíso
californiano. Si no, termina pareciéndose más a Sodoma y Gomorra.

La peregrinación a La Meca. Triunfar en esta ciudad es ridículamente difícil. Es


como tratar de meter una pelota de ping pong en un vaso a 50 metros de
distancia. ¿Por qué intentarlo, entonces? En mi caso, porque sentí que en
Argentina había alcanzado un techo profesional. Que luego de haber escrito
múltiples guiones para productoras que hacen televisión de aire (Underground)
o de crear contenidos para cable (Pakapaka, Discovery Channel, History
Channel), quería ir más allá de las fórmulas repetitivas a las que la tele recurre
desde tiempos inmemoriales.

Quería venir a un lugar donde existe una industria estable y donde el guionista
es una figura central, sobre todo en televisión, respetado tanto en lo profesional
como en los montos que cobra. Quería salir del modelo único de director/autor
que escribe sus propios guiones y venir a un lugar donde los guionistas tienen
su propio sindicato (WGA), donde la televisión se escribe colectivamente en
writers rooms y donde existe el concepto de showrunner, una especie de sumo
sacerdote del guión que supervisa contenidos, elige al elenco y dirige la
cadena de montaje incluso más que directores y productores.

El problema más inmediato era cómo iba a acceder a la gente que podía darle
luz verde a mi trabajo. Y entonces articulé un plan de acción, ejecuté un
movimiento estratégico: apliqué al Master de Guión de UCLA, programa por el
que pasaron Francis Ford Coppola o Alexander Payne. Honestamente, pensé
que sería una excusa, un buen ámbito para conocer a gente del medio a la cual
poder venderles mis proyectos. Lo que no esperaba era encontrarme con una
escuela militar, donde tenía que terminar una versión de guión cada 10
semanas... y en inglés. Y no cualquier inglés. Mis compañeros, que algún día
serán los showrunners de turno, eran todos talentos natos, esperando a ser
descubiertos. Ahí entendí que realmente había venido a aprender. Bajé la
cabeza, me puse a trabajar en mejorar mi vocabulario y en ser más sintético,
porque así se escriben los guiones acá: economía de palabras, mucho ritmo
narrativo, siempre tener al lector atrapado.

En contra de mi ingenuo pronóstico, UCLA realmente moldeó mi estilo de


escritura y mis conceptos, me enseñó los secretos de cómo Hollywood logra
entretener al mundo entero hace más de un siglo. Y, de paso, me ofreció la
posibilidad de conocer a esas figuras que yo buscaba, incluyendo a Ryan
Murphy, Jordan Peele o Barry Jenkins. En uno de esos encuentros fue que
conocí a Paul Green, socio fundador de Anonymous Content y productor de
Birdman, Revenant: El renacido y En primera plana (Spotlight). Tuve el
atrevimiento de contarle sobre High Priest, la serie sobre la vida del gurú del
LSD Timothy Leary que venía desarrollando, y vi un brillo en sus ojos. Así fue
como empezó mi verdadera aventura hollywoodense.

La maquinaria. De la mano de Anonymous empecé a entender cómo funciona


realmente la cosa. El mercado televisivo está en una expansión nunca antes
vista, y la demanda de contenidos parece inagotable: a Netflix, HBO, Hulu o
Amazon se suman ahora las nuevas señales de Disney y Apple, sin contar
televisión de aire, las webseries o el mercado internacional, al cual cada vez se
le presta más atención (La casa de papel o Dark surgen a menudo en
conversaciones). Ese boom es prometedor, pero a la vez implica que cada vez
es más difícil crear contenidos originales y que uno sale a un mercado
hípercompetitivo, donde es sumamente difícil captar la atención del espectador.
Para eso es necesario crear un relato único, con personajes seductores y
posibilidades narrativas a largo plazo. Todo eso debe estar plasmado en el
piloto de la serie y en la biblia, el documento que explica los planes a futuro
para varias temporadas.

Bajo la firme directiva de Paul, reescribí el piloto de la serie unas diez veces. Él
me pedía que High Priest tuviese una pizca de Mad Men y otra de Masters of
Sex, pero que a la vez fuese original. Que captara la magia de los años '60,
que retratara como nadie antes la psicodelia, que plasmara las complejidades
políticas en torno a Reagan y Nixon, que erotizara al espectador en cada
episodio. Nunca trabajé tanto ni fui tan exigido. Fue agotador, pero al final logré
satisfacerlo. Y no en vano: el guión llegó a manos de Alejandro González
Iñárritu y Darren Aronosfky, de quienes esperamos pronto una respuesta.
Logramos que Ethan Hawke considere interpretar a Leary, lo cual nos daría el
empujón necesario para vender la serie.

Y ahí es donde surge un nuevo obstáculo: una vez que uno tiene al apoyo de
una productora, necesita talento de peso para vender todo como un paquete.
El famoso packaging por el cual los agentes cobran y que desencadenó el
conflicto entre el sindicato de los agentes y el de los guionistas, que reclaman
como injusto pagarle a los representantes por hacer el maridaje entre guión,
director y estrellas. Como dije, triunfar en esta ciudad es complejo. Finalizado el
guión y con el apoyo de una de las mayores productoras de Hollywood, aún
falta conseguir grandes nombres y cumplir con un paso crucial: “pitchear” la
idea y tratar de venderla. Y así llegamos a los grandes nombres: HBO, Disney
y Netflix.

El tour de ventas. Tuve tres reuniones fundamentales en una semana. Había


que tener el discurso afinado, la sonrisa constante y cuidar cada detalle: la
apariencia, las formas, tener las respuestas a mano. Todo empezó en HBO,
donde, para mi sorpresa, me encontré con Nikolaj Coster-Waldau, de la
recientemente finalizada Game of Thrones, en la sala de espera. Esperando en
un espacio impersonal, la definición misma de Hollywood. Los ejecutivos de
HBO fueron de lo más amables, la serie va con su mandato y tienden a hacer
shows de época. Surgió un tema que es tendencia en la industria y que fue
foco de las tres reuniones: la diversidad. Viniendo de Argentina, soy latino y
eso hoy en día es un bien preciado. Buscan más voces latinas (y más voces
femeninas, sobre todo). Fue un encuentro alentador, pero es solo el primero de
una cadena de negociaciones, el largo camino a convencerlos de que inviertan
generosamente en una serie que no será barata de hacer.

El caso Disney fue similar, con la distinción de que una serie sobre drogas,
sexo y contracultura no encaja con su mandato. Pero no olvidemos de que
Disney adquirió recientemente a Fox y todo su paquete de subsidiarias,
incluyendo la producción de televisión. Me incentivaron a generar contenidos
latinos y dijeron que me tendrían en cuenta a la hora de armar un writers room
para una serie que responda a ese perfil.

Sin embargo, la reunión más interesante fue con Netflix. Se dio en un cuarto
circular con amplios sillones igualmente circulares, una especia de habitación
del Pentágono cool, sin escritorios ni luces de tubo. Los ejecutivos se dejaron
caer en los sillones y había todo tipo de snacks saludables, desde chips de
alga hasta ensaladas de quinoa. Uno de los ejecutivos resultó ser venezolano,
y había vivido siete años en Buenos Aires. Conocía a la perfección las series
argentinas y confesó ser fanático de El marginal, de Underground, para
quienes yo había trabajado. Tomé impulso y les conté sobre El río sin nombre,
un thriller que escribí para hacer en la Argentina. Eso les interesó mucho,
porque Netflix quiere hacer contenido regional y así conseguir la fidelidad de
los públicos locales, a modo de ofrecerles luego sus series originales de éxito
mundial. Más allá del diálogo abierto con el mayor productor de contenidos
actual, aprendí mucho sobre su modelo de negocios, sobre el por qué de las
apuestas locales y sobre cómo miden el éxito, cifras que jamás comparten.
Llegué para venderles una serie norteamericana y se interesaron mucho en
una argentina. Es el fenómeno Roma, supongo. Lo súper local es hoy en día
universal. La industria está cambiando, y rápido.

El futuro. El futuro parece alentador. Sabía que sería complejo hacerse camino
en este monstruo del entretenimiento, pero ni en mis más remotos sueños
imaginé que estaría trabajando con gente que impulsa a los proyectos de David
Fincher o J.J. Abrams. Me hubiese sido imposible imaginar que estaría reunido
con Netflix vendiéndoles ideas originales mías, o que sabrían tanto sobre el
cine y la televisión argentinas. Todo puede pasar entre este año y el próximo.
¿Habrá novedades pronto? ¿Podré convertir mis guiones y a las preciadas
criaturas que los habitan en los próximos hits internacionales, en las nuevas
series que generan adicción y pasiones en públicos de las más remotas
geografías? Confío en que pronto lo sabré y podré compartir la respuesta. A
ver si resulta que al final, detrás del oropel, había oro verdadero y puedo, como
tantos otros ilusos que peregrinan hasta aquí, convertir un sueño en una
realidad.

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