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Madurar para la santidad

Se han escrito muchos libros sobre la santidad y constantemente siguen apareciendo


otros nuevos. Yo mismo ya he tenido la oportunidad de escribir sobre este tema, por eso puedo
dirigir a los que estén interesados a algunas publicaciones, entre ellas las mías. En este texto,
sin embargo, me gustaría fijarme en la santidad de un modo algo diferente, desde otro ángulo.
Quiero examinar su dinámica desde la perspectiva del proceso de la maduración, para luego
detenerme en los métodos a los que recurrió San Maximiliano para alcanzar la perfección.
Pero antes de llegar a la figura de este franciscano, diré algunas palabras sobre la misma
santidad y, a continuación, sobre el proceso de maduración en general. Estas dos cuestiones
serán una forma para preparar el tratamiento de un tema más fundamental, es decir, la
madurez espiritual, que es lo que más me interesa.

El único fin importante de la vida

El hombre no nace santo, sino que se hace santo. Alcanza la perfección espiritual
cuando se abre a la gracia divina, que suscita las fuerzas que laten en él. Con la ayuda de
Dios, desarrolla todas las posibilidades que recibió cuando fue creado. A pesar de sus
debilidades, de las caídas y los pecados cometidos, el hombre confía firmemente en que Dios
lo asistirá en su lucha contra las debilidades y colaborará con él en sus esfuerzos para mejorar
moral y espiritualmente. El hombre desea salir al encuentro de Dios. Se dirige hacia Él,
avanzando por los caminos sinuosos de su vida personal, en medio de la vida del mundo. Al
fiarse de Dios y aceptar su ayuda con alegría, el hombre permite que los gérmenes de
santidad, que le fueron ofrecidos en el momento de su nacimiento, maduren en él cada vez
más, adquieran su plena forma y puedan irradiar su esplendor. Porque, ¿qué es la santidad
sino la apertura confiada a la acción de la gracia de Dios? El hombre solo la alcanza por haber
confiado en Dios más que en sí mismo, por haber creído en la ayuda de Dios más que en sus
propias fuerzas.

La santidad no es la culminación del camino de la vida, sino el camino mismo. El


esfuerzo para alcanzarla es lo que da el sentido necesario a la existencia humana. Es el fin
oculto (y, al mismo tiempo, la fuerza) de cada palabra, de cada acto y decisión que el hombre
realiza día tras día, cada semana, durante meses y años. Nadie puede competir con la
perfección de Dios, el único Santo; Dios es, al mismo tiempo, la fuente de la santidad /
perfección para toda la creación. El hombre se hace santo cuando confía en Dios y acoge sus
dones con amor.

El deseo de santidad proporciona fuerzas. Al descubrirlas y cuidarlas, a pesar de las


dificultades internas o externas que pueda haber, el hombre vive con una clara esperanza para
el futuro. E incluso si cae, trata de levantarse rápidamente, porque cree que Dios está con él y
le brinda su apoyo para convertirse en una persona moral e intelectualmente mejor. Quien
aspira a la santidad no se desanima, incluso en las situaciones más difíciles. También alienta a
los demás para que crean en la victoria definitiva del bien.

Quien no vive deseando la santidad, y desprecia su importancia y la fuerza que esta


proporciona, se empequeñece, muere espiritual y moralmente, su vida se convierte en una
mísera existencia. Alguien así va perdiendo lentamente lo que es más preciado en la
humanidad, es decir, su elemento divino. Al alejarse de Dios, el hombre se aleja al mismo
tiempo de sí mismo. Como no se preocupa por la fuente divina de su vida, comienza a vivir
una vida aparente. Se mueve en la superficie de la existencia. A partir de ese momento sus
planes de vida quedan limitados por los deseos terrenales, más o menos materiales y
sensuales, de ahí que sean de poca duración y superficiales. Alguien así ve en Dios más a un
"competidor" que una ayuda; más bien ve en Él un foco de amenaza potencial para su
felicidad o vida placentera, entendidas de un modo muy estrecho, que a un amigo que sabe
cómo aconsejar apropiadamente y cómo brindar apoyo en el camino hacia la verdadera
felicidad.

La santidad auténtica es el estado del óptimo desarrollo de las capacidades espirituales,


intelectuales, físicas y mentales del hombre. Es como la cumbre peculiar de la existencia. Por
tanto, alcanzarla es la única tarea sensata, la más importante ante la cual se encuentra toda
criatura racional. La santidad no es un añadido, sino el despliegue de algo que el hombre lleva
dentro desde que su nacimiento. El germen de la perfección lo lleva dentro desde que vino al
mundo. Este fermento, incluso si uno no es completamente consciente de ello, es una fuente
de nobles deseos, un fuerte anhelo de una vida plena, bella y sabia. Al mismo tiempo, es una
fuerza invisible que permite elevarse y fortalecer la armonía interior. El germen de la
santidad, presente en el hombre, es una fuente inagotable de grandes deseos y, al mismo
tiempo, proporciona la inteligencia para conciliar contradicciones, para enlazar la realidad
material con la espiritual, lo terrenal con lo celestial. Por eso, cuando se vive y desarrolla, la
santidad aparece como una bella armonía de realidades que aparentemente se excluyen
mutuamente.

La santidad brota a partir de raíces nobles. Es dinámica y atrevida. Rica en fantasía


divina –con una creatividad y coraje que resultan incomprensibles para los "mortales
comunes"–, constituye un don en todos los aspectos muy especial. Por su propia naturaleza, es
humilde, porque nunca se exterioriza, sino que siempre se manifiesta a través de las palabras,
las obras y los sentidos del hombre. Dado que el único verdaderamente Santo es Dios, solo
aquellos que se acercan a Él se hacen santos: aquellos que viven según sus mandamientos,
realizan obras de caridad y son predicadores de la verdad. Puesto que la santidad es más una
semilla que un árbol, consiste más en un plan espiritual de edificación que en un edificio
acabado, la semilla de la santidad puede morir si uno deja de cuidarla. Entonces, la semilla de
la santidad puede que nunca se desarrolle, al igual que puede suceder que de un brote nunca
surja una flor, ni que de una mañana se siga el día; la condición para su desarrollo es acoger la
gracia y seguir a Dios.

La santidad, como plenitud de la vida

La vocación a la santidad está inscrita en el código genético del hombre, en su ADN


espiritual. El hombre la lleva en sí mismo desde el principio, desde el primer momento de la
creación, desde el momento en que Dios le confió la vocación de haber sido creado a su
imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26-27). San Pedro Apóstol se refirió a esta verdad. En la
segunda carta, escrita justo antes de su muerte, es decir, entre los años 64 a 67, dirigió el
siguiente mensaje a sus destinatarios:

«A vosotros gracia y paz abundantes por el conocimiento de Dios y de Jesús nuestro Señor. Pues
su poder divino nos ha concedido todo lo que conduce a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento
del que nos ha llamado con su propia gloria y potencia, con las cuales se nos han concedido las preciosas
y sublimes promesas, para que, por medio de ellas, seáis partícipes de la naturaleza divina, escapando de
la corrupción que reina en el mundo por la ambición; en vista de ello, poned todo empeño en añadir a
vuestra fe la virtud, a la virtud el conocimiento, al conocimiento la templanza, a la templanza la paciencia,
a la paciencia la piedad, a la piedad el cariño fraterno, y al cariño fraterno el amor» (2 P 1, 2-7).

Desde su nacimiento, el hombre lleva en sí mismo invisibles dones de Dios, pero


fuertemente impresos en su interior. Pedro escribe que “su poder divino nos ha concedido
todo lo que conduce a la vida y a la piedad”, y que nosotros, los seres humanos, lo que
debemos hacer es comprometernos fervorosamente para desarrollar plenamente los dones
recibidos del Creador. Por ello, el hombre siente un fuerte deseo de entablar una amistad con
Dios, una amistad libre que debería poner en práctica en todas las circunstancias de su vida.
Esta amistad, si se acoge debidamente, no limita ni empobrece al hombre de modo alguno,
sino que ciertamente lo desarrolla y perfecciona, convirtiéndole en "consorte de la naturaleza
divina".

El desarrollo humano consiste en "añadir" amor a todo aquello que ya ha recibido de


Dios. En efecto, el amor es el "añadido" más importante que Dios espera del hombre respecto
de los dones que Él le ofrece. En realidad, es la "respuesta" del amor humano al amor de Dios,
que lo llamó a la vida y le confirió una noble vocación, al mismo tiempo que le concedió
numerosos dones, para que pudiera hacerlos realidad. Por consiguiente, independientemente
de si una persona se siente digna o indigna, si es débil o fuerte, pecadora o exenta de pecado,
lleva en sí una vocación divina. Lleva en su alma una nostalgia de Dios, un fuerte anhelo de
encontrarse con Él, incluso cuando lo desconoce o cuando ensordece deliberadamente su voz.
Entonces siguen siendo actuales las siguientes palabras de San Agustín: “Nos has hecho,
Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.

En el caso de Agustín, la inquietud del corazón lo llevó a un encuentro personal con


Cristo; fue cuando entendió que el Dios que buscaba lejos era un Dios cercano a cada ser
humano, un Dios cercano a cada corazón humano. Se encuentra en lo más profundo del
hombre, incluso más adentro que aquello que en él sea más personal.

Dios es la voz de la conciencia, la valoración de la vida humana y la inquietud del


corazón del hombre. Dios llama constantemente a la puerta del corazón humano, suplicándole
que se abra. Lo hace con tacto, sin imponerse, sin forzarlo para que lo acoja. Podría usar la
coerción, puesto que es un Dios todopoderoso, pero también respeta la libertad humana
"todopoderosamente", de la cual Él es el Dador, por lo que solo llama y, después, espera con
paciencia. Al mismo tiempo, le otorga las gracias necesarias para que el hombre pueda
escuchar su voz y quiera acogerlo. Él sufre cuando no es recibido, pero aun así no fuerza al
hombre a abrirle la puerta. Finalmente, envía a su Hijo, Jesucristo, a enseñar al hombre "desde
dentro", le instruye en su interior para que pueda abrirse a su Creador, pero lo hace de tal
modo que no le fuerza a nada. Dios quiere que el hombre sea libre en su perfección moral,
desea que su bondad, amor y amistad no se vean forzados, sino que surjan como fruto de su
libre obrar.
Dios desea firmemente poder "colmar" la obra de la creación, pero no quiere hacerlo sin
la colaboración activa de aquel a quien le confirió el don de la “imagen”. Así pues, la santidad
es, por parte del hombre, la realización consciente y libre del don de la semejanza, el deseo de
ser homoiosis con Dios, el único Santo. Dios, desde siempre, sale al encuentro del hombre, lo
busca cuando éste se extravía, lo llama por su nombre, lo invita a la mesa... Sin embargo, todo
lo demás depende de él: también puede salir al encuentro de Dios, abrirle el corazón cuando
llama a su puerta, responderle cuando le llama, pero también puede darle la espalda y seguir
su propio camino, cerrándose egoístamente en su propio yo. Así es la naturaleza de la libertad,
que le brinda al hombre la oportunidad de elegir, de mostrarse a favor o en contra de algo, le
permite aceptar la acción de Dios en su vida o rechazarla.

A lo largo de toda su vida terrenal, el hombre dispone del libre albedrío, por lo que
puede elegir libremente. Solo gracias a ello escribe la historia de su santidad o pecado,
mediante actos heroicos o criminales. La vocación natural del hombre consiste en hacer
madurar la santidad en él, o permitir que esa semilla de la santidad –sembrada en el terreno
de su vida, codificada en su naturaleza– madure y dé frutos maduros. ¿A qué frutos nos
referimos? Se trata de las buenas obras y las palabras, de las elecciones sabias / responsables,
de la belleza espiritual. De esta manera, la vida humana se inscribe en el marco de la santidad.
Cada vez que el hombre se aparta de este marco, cuestiona o descuida esta vocación,
destruyéndola por el pecado, se sume en la tristeza, la inquietud, el desgarre interior, el
conflicto, que fácilmente puede llevar a una tragedia.

La maduración de la santidad consiste en que el hombre permita de modo consciente y


creativo que Dios manifieste en él cada vez más su Presencia, para que pueda ayudarle a
madurar espiritualmente y enriquecerse en todos los aspectos de la vida. El hombre no puede
llegar solo al Cielo; de hecho, no sabe qué es el Cielo real ni dónde está. Tampoco es capaz de
encontrar a su yo auténtico únicamente mediante sus propias fuerzas. Sin embargo, cuando la
santidad, cuya semilla lleva dentro, crece dentro de él, Dios desciende del Cielo hacia él, lo
encuentra y lo hace más hermoso. El hombre sabe entonces que Dios se inclina sobre él y lo
contempla desde las profundidades de su infinitud y su riqueza, sabe que da una nueva calidad
a su existencia, un nuevo corazón y una nueva mente, y se alegra por ello. Pero Dios hace
algo más: no saca al hombre del mundo, sino que junto con él transforma el mundo y lo
perfecciona.
La santidad es aquel elemento que integra la vida humana del modo más fuerte y
duradero. Tiene la capacidad de reunir sus emociones, deseos, planes para el futuro, su vida
familiar y su actividad profesional, de tal modo que todo forme una unidad. La diversidad de
estos elementos ya no lo desgarra internamente, como ocurría antes, cuando carecía de un
verdadero centro espiritual. Cuando aparece en él la santidad, las adversidades acaban
creando un todo armonioso. ¡El hombre santo es agradecido! Vive sintiéndose agradecido
hacia Dios y las personas. Es consciente de que gran parte de lo que posee no es el resultado
de sus esfuerzos personales, sino un don recibido de Dios o de las personas. A pesar de las
dificultades e incluso del sufrimiento, disfruta de la vida porque ha descubierto su fuente
divina, de la que continuamente puede extraer nuevas fuerzas, un fervor renovado para seguir
perfeccionándose y para su crecimiento continuo.

El santo rebosa de alegría. La regala a las personas cercanas, pero también a aquellos
con quienes se encuentra fortuitamente. Al igual que los rayos del sol, que irradian a los
alrededores, esta alegría entraña esperanza y optimismo, especialmente para aquellos que se
ven privados de ello. Una persona santa no solo se anima a sí mismo, sino también a los
demás, a no quedarse quietos, los alienta a no conformarse con el bien ya logrado, sino que
exhorta a hacer nuevos esfuerzos constantemente, para alcanzar nuevos grados de perfección.
El santo ve a los necesitados a su alrededor y sale a su encuentro. Pero, sobre todo, sale al
encuentro de Dios, porque ve en Él la fuente de la felicidad, tanto la personal como la de los
demás.

La santidad también tiene profundamente un carácter misionero. Por eso, aquellos que
viven con este anhelo de santidad o están en proceso de realizarla, no se detienen, no miran
hacia atrás, no se dejan influenciar por lo que otros hagan o digan, sino que solo miran a Dios.
Él es su ideal y la fuente de su fortaleza, solo confían en Él y solo le temen a Él. Con la
mirada fija en Dios, la persona santa desea desarrollar, de la mejor manera posible, lo que ha
recibido de Él. Por eso, está comprometida en el desarrollo de sus capacidades intelectuales y
espirituales. Quiere realizar lo mejor posible las tareas y obligaciones que le han sido
encomendadas. En una palabra, aquel que realmente aspira a la santidad quiere desarrollar su
vida al máximo, elevarse por encima de la mediocridad, hasta el heroísmo. El santo no quiere
competir con la perfección de Dios, sino responder al gran amor de Dios que experimenta.
Esto es lo que supone ir madurando hacia la santidad. Diría que es un proceso integral,
durante el cual el hombre, consciente del don de la imagen que lleva inscrita, se propuso
realizar simultáneamente el don de la vocación para acercarse al ideal más importante de su
vida, que es Dios.

La pureza y la constancia son componentes importantes de una santidad madura. Estas


actitudes son muy importantes, puesto que quienes desean la santidad deben desearla con un
corazón casto y constante. En su vida, debe ser puro y constante en sus deseos. Cuando sus
intenciones son puras, significa que solo está buscando la gloria de Dios, no la suya. Solo Él,
el Ser Supremo, es el objetivo de sus esfuerzos y de su empeño, de sus luchas diarias, del
querer levantarse de sus caídas y del perdón. Quien lucha por alcanzar la santidad, también se
esfuerza por aumentar la gloria del Creador; entonces, esa persona habla de Dios y solo quiere
hacer su voluntad. También es constante en sus deseos. No desea la santidad solo "de vez en
cuando", sino siempre, cada día, y cada día más. Sabe que la santidad es la vida misma, es un
obrar constante, es diálogo y silencio; sabe que la santidad se actualiza tanto cuando está en el
trabajo como durante el descanso, cuando come o cuando duerme, de modo que afronta todo
lo que se le presenta con prudencia y poniendo en ello toda su atención.
Todo requiere tiempo y paciencia.

La maduración es un período entre la infancia y la edad adulta. Se trata de un proceso,


es decir, una realidad extremadamente dinámica y activa, constantemente en camino, que va
cambiando, a veces mejora, otras empeora, se perfecciona o debilita. La maduración se
caracteriza también por ciertas transformaciones visibles, en la estructura y la apariencia del
cuerpo (la llamada maduración biológica), el psique (llamada maduración mental), las
actitudes en relación con personas del mismo sexo, así como con las personas del otro sexo (la
llamada psicosexual), así como el papel social que se desempeña (la maduración social). El
proceso de maduración no es uniforme para todas las personas. Depende en cada caso de
muchos factores diferentes, tanto genéticos como de género, pero también de factores
ambientales, climáticos, culturales o espirituales. Por todas estas razones, la maduración
durante pubertad es un proceso extremadamente complicado, una realidad muy compleja. Su
transcurso no depende únicamente de la persona en cuestión, sino que es el resultado de
muchos elementos diferentes. La propia situación de la vida, el estado de salud, la
inteligencia, las convicciones internas, la fe, el contexto histórico próximo y el más alejado, la
vocación, el modo de realizar los propósitos asumidos, etc.: todo ello tiene un impacto
importante en el efecto final, es decir, en la plena madurez.

La maduración no tiene lugar en un vacío existencial. No se trata de un procedimiento


artificial o impuesto. No es el resultado del esfuerzo de la razón o la voluntad, sino que se
refiere a toda la persona, en su integridad. En el proceso durante el cual la persona va
madurando participan activamente la edad, las personas que conoce y los acontecimientos en
los que participa, con son las alegrías y los sufrimientos, los deseos y desafíos o planes que se
propone. No hay nada que no tenga importancia. Todo tiene un valor determinado.

En el transcurso de sus vidas, el hombre y la mujer se van convenciendo sobre si su


escala de valores es la correcta o si, en cambio, es prácticamente inexistente. Solo desde la
perspectiva de lo que ha sucedido en el pasado, de lo que ya han experimentado, son capaces
de hacer una evaluación objetiva sobre si las decisiones que tomaron tenían valor o si fueron
inadecuadas. Cuando miran hacia atrás, hacia su pasado, pueden juzgar su comportamiento
anterior, y así ver si las elecciones que hicieron fueron provechosas o no, si el camino elegido
de la vocación fue el apropiado o si les causó una decepción. Por lo tanto, no tratan el
presente de un modo absoluto, sino que intentan verlo como un terreno de “posibilidades”
ocultas necesarias para lograr los objetivos que se había propuesto.
La sabiduría es uno de los frutos de la madurez. Es como una composición peculiar de
conocimiento y experiencia, de conocimiento teórico y práctico de la vida. Una persona
madura es más consciente de sí misma y de la seriedad de la situación en la que se encuentra.
Conoce sus deseos, incluidos los nobles, pero no ignora la propia debilidad. Como cualquier
otra persona, experimenta altibajos; sin embargo, en todas estas experiencias trata de
mantener la paz de espíritu, porque sabe que la vida se compone de todos estos
acontecimientos. Como ya dejó de contar consigo mismo, de apoyarse en sus propias fuerzas,
el hombre maduro se abre sabiamente a los demás, pidiéndoles y aceptando la ayuda que les
brindan. Una persona así se abre especialmente a Dios, en quien ha descubierto la fuente de la
bondad.

Un hombre maduro no cede fácilmente ante los contratiempos de la vida. Con la ayuda
de otros, y sobre todo de Dios, los afronta; al hacerlo cuando sufre caídas, pide ayuda para
poder levantarse, mientras que cuando sale vencedor agradece por el apoyo recibido. Sucede
que en situaciones extremas, aparentemente sin salida, se manifiesta plenamente su belleza
interior, su fuerza de voluntad y el apego a los valores auténticos. Como ya ha descubierto su
dignidad, la persona madura sabe tratar a los demás con respeto. No mira con envidia a los
que están mejor que él. No se escandaliza fácilmente por lo que ve. No emite sentencia
rápidas, porque es paciente, sensato y prudente.

El hombre madura a lo largo de toda su vida terrenal. Este proceso nunca se interrumpe,
no hay vacaciones ni momentos vacíos. Está en constante movimiento, en un desarrollo
constante que tiende hacia una determinada plenitud. Por eso, la maduración, por su carácter,
se acerca a la santidad, la cual no “cae” desde lo alto, no viene de algún lugar, no procede del
exterior, nadie la impone, porque siempre ha estado oculta dentro del hombre, como la fruta
oculta en potencia en las raíces del árbol. La semilla de la santidad, que ha sido sembrada por
el Creador en la vida de sus criaturas, rociada con el agua de la gracia de Dios, se desarrolla y
crece gracias también a la colaboración del hombre, que orienta su vida hacia Dios. Pero todo
esto requiere tiempo y paciencia. También requiere una actitud humilde para no desanimarse
por la falta de efectos rápidos y visibles. Hay que abandonarse confiadamente en Dios, que es
quien determina el tiempo y la forma de acercarte a Él.

Colaboración con la gracia de Dios.

Madurar espiritualmente significa abrirnos a la gracia de Dios cada vez más, aceptando
con alegría lo que ésta nos trae. Los frutos de la presencia de Dios en el hombre son muchos.
Confiere el don de un comportamiento sabio y sensato, proporciona la capacidad de distinguir
entre el bien y el mal (cf. Heb 5, 13-14), permite elegir propuestas beneficiosas y rechazar las
que son desfavorables, ayuda a tomar soluciones apropiadas, permaneciendo fieles a lo que se
reconoce como bueno. Una persona espiritualmente madura sabe cómo evitar situaciones
desagradables e incluso dolorosas. No solo lucha contra el pecado, sino que también trata de
evitar las ocasiones que conducen al pecado. Se enfrenta a las tentaciones de modo que
cuando aparecen, busca socorro en Dios, quien la ayuda a combatirlas.

El hombre espiritualmente maduro es capaz de evaluar el valor ético de la situación en


la que se encuentra, o bien de las propuestas que se le hacen. Sabe como son las personas, por
lo que le resulta fácil para él interpretar su valor intrínseco y la importancia que tienen en su
vida. Esto hace que sabe a quién ofrecerle la posibilidad de colaborar con él, y a quien
descartar para una posible cooperación. Cuando una persona madura en la fe, cuando se
enriquece espiritualmente, entonces no solo adquiere valiosas experiencias de vida, sino que
profundiza en su significado y, de este modo, va creciendo en sabiduría. Esta, le permite
resistir al mal, rechazar las propuestas de falsos maestros y nutrirse con una enseñanza sólida
(cf. Ef 4: 11-14; cf. Jer 3:15; 23,4).

La fe, que madura junto con el hombre, fortalece al mismo tiempo su voluntad y su
razón. Un creyente sabe más y, al mismo tiempo, puede hacer más porque es más libre. La fe
no debilita su libertad, sino que la ennoblece y la fortalece. Y esto es así porque la fe acerca al
creyente a Dios, la fe también acerca su libertad al ideal divino de la libertad.

Cuando uno se mira a sí mismo en Dios, tiene la capacidad de purificarse de aquello que
no es la verdadera libertad, que la infringe o la debilita. Al mismo tiempo, extrae de Dios la
fuerza que necesita para ennoblecer el amor, para que sea maduro y bello. Este proceso se
refiere por igual a todas las virtudes, incluida la responsabilidad. Como gracias a la fe el
hombre se mira en Aquel que tiene “enfrente”, es decir Dios, su responsabilidad es
completamente positiva.

El hombre madura que es rico en la fe ya no trabaja bajo presión, apresuradamente, sin


pensar. Tampoco se deja llevar por el hechizo de imágenes o valores ilusorios. Es capaz de
combatir las tentaciones más rápido o se libera de aquellas a las que antes cedía. En definitiva
su vida se vuelve más feliz. Y no se trata de una felicidad momentánea, de vivencias efímeras
de placer, sino de la alegría duradera que proviene de tener esos valores que no pasan, no
desaparecen. Sin embargo, esto solo es posible o bien cuando la persona es madura, o bien
cuando trata de ir madurando. En cambio, cuando la persona no es madura o no trata de
alcanzar la madurez, corre mucho riesgo, pues entonces es fácil sucumbir a la tentación,
rendirse al estado de ánimo del momento, lo que puede llevarlo por el mal camino, destruir la
felicidad anhelada o mermar su pleno sentido.

Los autores bíblicos, quienes asociaron la sabiduría con la madurez y los jóvenes con un
comportamiento irracional o incluso estúpido, ya advirtieron contra esto. El autor del Libro de
los Proverbios escribió que «La necedad se pega al corazón del joven» (Prov 22, 15). Los
autores del Nuevo Testamento, en sus afirmaciones, siguieron este mismo espíritu. San Pablo
comparó las personas inmaduras con los niños que no pueden distinguir entre el bien y el mal,
entre la verdad y la mentira (cf. 1 Cor 13, 11). En otro lugar, agregó: »Hermanos, no seáis
niños en vuestros pensamientos, antes bien, comportaos como niños en los que toca a la
maldad, pero en lo que toca a los pensamientos, sed adultos» (1 Cor 14, 20).

Las relaciones con los demás son la medida de la madurez

La infancia es un período de relativa corta duración y es solo una "introducción" a la


vida adulta. Por lo tanto, uno no puede detenerse en esta primera etapa e ignorar o
menospreciar la siguiente, que es la más importante. En la vida espiritual ocurre algo
parecido: esta nace, va creciendo, madura hasta adquirir la sabiduría. Un hombre
espiritualmente maduro tiene un mayor sentido de la responsabilidad que el que acaba de
entrar en el camino espiritual. También experimenta de diferente manera los momentos de
sufrimiento, la presencia de otras personas a su alrededor, los momentos de soledad. No se
desanima rápidamente cuando surgen dificultades, no se rinde fácilmente ante las
adversidades, no renuncia a la ligera al camino que había elegido. Él sabe que la vida humana
tiene forma de ola, es decir, sube y baja, pero siempre es la misma ola y está en el mismo mar.
Una persona madura, porque cree en el amor de Dios, busca siempre el apoyo de Dios, a Él le
pide ayuda, y cuando esta llega, la recibe de buen grado. Se aferra a las palabras del apóstol
Juan, quien afirmó que «tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo
el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).

Es una lástima que para muchos, el hecho de estar “entre” otras personas se haya
convertido en incómodo, difícil, incluso agotador, cuando de hecho debería ser de otro modo.
El ser estar de forma sabia “para” los demás, y saber estar “con” ellos es uno de las señales
importantes de la madurez espiritual y, al mismo tiempo, es un medio para crecer en madurez.
Sin embargo, esta actitud no se adquiere por la fuerza, ni se recibe gratuitamente. Surge del
amor al prójimo, pero para hacerla realidad, se requiere de un esfuerzo persona, e incluso a
menudo hace falta sacrificio. No se trata solo de que una de las partes asuma el sacrificio, sino
de cada una de las personas involucradas en el diálogo deben estar dispuestas a asumirlo. El
padre Kolbe puede enseñarnos mucho sobre esta cuestión, y por eso tengo la intención de
escribir sobre ello.

No se puede obligar a nadie a amar, o bien a servir, a sacrificarse por otro. El hombre
tampoco puede subordinar a nadie para que esté al servicio de sus propios propósitos o
intereses. Así como no podríamos obligar a Dios por la fuerza a que nos enviara a Su Hijo,
Jesucristo, ningún ser humano puede ser obligado a amar. Solo la persona libre puede amar, y
hacerlo de de forma libre. Solo un amor así es, a la vez responsable y maduro. Al amar, la
persona madura se pone del lado de la persona que ama en diferentes momentos y en
diferentes niveles de su vida, y lo hace siempre de una manera creativa. Entabla una relación
con el prójimo, permanece siempre accesible, reacciona de la manera que él necesita. Solo la
persona madura está en condiciones de ayudar sabiamente, salir al encuentro del otro para
ayudarlo cuando sea necesario, dar consejos adecuados a quienes lo soliciten. Una persona así
da lo que tiene, o de lo que previamente ha recibido de otros. Finalmente, enseña a aceptar la
voluntad de Dios y su misericordia. Acepta la vida tal como es. No está continuamente
persiguiendo otra cosa, algo mejor, más provechosa para sí mismo. Sabe encontrarse bien en
cualquier situación. Todo le habla, suscita y fortalece en ella la fe, le llama al amor, prende en
el fervorosos deseos. El hombre espiritualmente sabio sabe darse cuenta de la acción de Dios
en aquellas situaciones y lugares donde otros, los espiritualmente inmaduros, lo niegan.

Maximiliano es un ejemplo excepcional de esta actitud. Él veía la majestad de la


presencia de la presencia de Dios en cada momento de su vida, tanto más la vio en el campo
de exterminio de Auschwitz. ¿La vio con sus sentidos? ¡No! No vio la presencia de Dios a
través de los ojos del cuerpo sino del espíritu. Él no podía oírlo como se puede oír el sonido
de un automóvil que pasa, sino de forma más interna. Oía a Dios, tal como se oye la voz de
Dios. La majestad del Ser Supremo, su amor y sus leyes, le eran conferidos hasta tal punto,
que todo su ser quedó colmado con el don de la gloria. En él, la presencia de Dios lo
fortalecía, le brindaba la fuerza, el amor y el coraje necesarios para actuar en defensa del
hombre y de su dignidad, para ponerse del lado de la verdad y, finalmente para entregar su
vida. Había algo en él, del espíritu del Apóstol san Pablo, quien exhortaba a sus hermanos en
la fe: «Hermanos, incluso en el caso de que alguien sea sorprendido en alguna falta, vosotros,
los espirituales, corregidlo con espíritu de mansedumbre; pero vigílate a ti mismo, no sea que
también tú seas tentado» (Gal 6, 1).

Maximiliano era uno de aquellos hombres fuertes en la fe. Gozaba de la madurez y la


fuerza espiritual. Por eso, se sentía obligado a ver las necesidades de los demás y salir a su
encuentro para ayudarlos. No se trataba solo de algún tipo de ayuda, sino de una ayuda sabia,
ajustada al lugar y al tiempo, adaptada a las personas que la necesitaban. Al ayudar, no
buscaba beneficios o provechos personales. Como quiso que Dios fuera su Señor, estaba lleno
de un fuego que procedía de fuentes divinas. Brindó ayuda desinteresada a los demás, siempre
dispuesto a entregar a su vida. Y como tenía la mirada fija en Dios, permaneciendo a la
escucha de su voz, no tenía miedo de la voz de las personas, no tenía miedo de sus mandatos o
prohibiciones. Kolbe miraba más allá y veía más alto; vivía esperando aquello que sucedería
cuando Dios fuera "todo en todos" (cf. 1 Cor 15, 28).

Ir alcanzando poco a poco el ideal

El proceso de maduración del creyente está orientada a Dios; Él es su modelo definitivo,


el modelo final. Quien cree, sabe que la vida no es un juego de fuerzas ciegas, sino que tiene
un significado oculto que trasciende todos esos sentidos que el mundo parece sugerir. El
hombre de fe mira a todos y a todo lo que lo rodea desde la perspectiva de los valores en los
que cree, por los cuales está dispuesto a sacrificar su vida. Es en este contexto que percibe los
acontecimientos, el sufrimiento y la alegría que experimenta. Él mira y evalúa la vida terrenal
desde la perspectiva de la vida eterna, y por lo tanto le da un significado más profundo a todo
lo que ve y a aquello en lo que participa. No desprecia el presente, pero no se cierra en él. No
limita sus horizontes a lo que ven sus ojos, porque le da más importancia a aquello que siente
su corazón y lo que ven sus ojos interiores. La fe le enseña que la vida presente es solo el
comienzo de una realidad mayor, que alcanza la eternidad, que es donde se revelará la vida
verdadera y auténtica. La fe es, por lo tanto, la maestra del nuevo futuro. San Pablo nos lo
recordó cuando escribía en la carta a los cristianos de Éfeso, que el Señor ha dado a la Iglesia
maestros de fe, «para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para
la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el
conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef.
4, 12-13).

La maduración no es algo que se alcance de una sola vez, ya acabado. No es un acto de


voluntad de una sola vez. No es un instante, sino toda una vida, una historia. Tampoco es la
obra de un solo hombre, sino, como escribí anteriormente, se trata de la colaboración de las
personas con Dios. La presencia y la acción de Dios son indispensables. Sin su ayuda, la
madurez de la fe, pero también cualquier otra forma de madurez, es prácticamente imposible
(cf. Jn 15, 2.5). Dios no solo nos traza el camino, sino que, siendo Él el Camino, camina junto
con el hombre. Lo acompaña, lo consuela y lo levanta cuando éste se cae. Él le enseña qué es
lo que tiene que hacer, y qué es lo que debe decir. También está con él cuando experimenta
momentos de purificación (cf. Za 13, 9; 1P 1, 6-8), la noche oscura, que es indispensable, para
que el hombre pueda ascender a un nivel superior, para que pueda alcanzar un mayor nivel de
crecimiento. Dios es el objetivo y el camino de la madurez espiritual. El apóstol Pablo
escribió:

«No es que ya lo haya conseguido o que ya sea perfecto: yo lo persigo, a ver si lo alcanzo como yo he
sido alcanzado por Cristo. Hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio. Solo busco una cosa:
olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, hacia
el premio, al cual me llama Dios desde arriba en Cristo Jesús. Todos nosotros, los maduros, debemos
sentir así. Y, si en algo sentís de otro modo, también eso os lo revelará Dios». (Flp 3, 12-15)

Es la misma vida, pero al mismo tiempo es diferente

El proceso de la maduración de la santidad en el hombre se puede comparar con el


proceso de maduración del vino. Esta analogía, aunque no es del todo acertada y quizás pueda
parecer un poco extraña, sin embargo permite captar mejor el sentido de lo que estoy
hablando. Independientemente de la fase de maduración, el vino es siempre el mismo, pero a
la vez también es diferente, incluso muy diferente. Con algunas excepciones, todos los vinos
deben pasar por el proceso de maduración antes de aparecer en las tiendas. Este proceso
puede durar desde varias semanas hasta muchos años. Durante el proceso de maduración, el
vino experimenta numerosos cambios, durante los cuales su aromas y su sabor adquieren un
carácter más noble, y el vino se enriquece y se vuelve más pleno. El sabor de la uva, muy
pronunciado inmediatamente después de la fermentación, va cambiando hasta conseguir el
sabor del vino, enfatizando los aromas característicos de otras frutas, flores, hierbas o aromas
de diversos animales o minerales. El vino que ha pasado por el proceso de maduración es,
aparentemente, el mismo vino que era antes del proceso de fermentación, pero al mismo
tiempo es diferente, más noble, más lleno de sabor y de atractivo.
La crianza del vino es un proceso que se realiza lentamente, en contacto con una
pequeña cantidad de oxígeno o, en casos especiales, puede tener lugar sin oxígeno del
exterior. Desde el punto de vista químico, la maduración es el proceso de modificación de las
moléculas aromáticas contenidas en el vino. Muy a menudo, se trata de la oxidación, lo que
hace que las moléculas modifiquen su estructura y, por lo tanto, actúen de manera diferente en
el sentido del olfato.
Algo similar sucede en el caso de la maduración de la santidad. También es un proceso
largo y lento que tiene lugar en contacto con Dios, con una pequeña cantidad de elementos del
mundo o, como en el caso de los ermitaños, ellos lo viven separados, como aislados del
mundo. Pero se trata de un aislamiento momentáneo, es un alejamiento que sirve solo para
poder saborear mejor el verdadero sabor de la vida, y así descubrir las raíces del poder y de la
verdadera alegría, para compartirlo luego con los demás. La persona (hombre o mujer) que es
realmente santa, va adquiriendo los olores de Dios, a la vez que se desprende de aquellos que
no lo son. Cuando lo logra, lo mira todo y a todos con ojos diferentes. Desde aquel momento,
él lo ve todo de un modo más amplio y más profundo. Él conversa y escucha de manera
diferente, habla de otra manera.
La santidad, cuando madura, significa que el hombre se ha identificado aún más con
Dios, y por lo tanto se identifica también con todos aquellos que se identifican con Él. Desde
entonces, el amor de Dios habita en él, y por eso lo irradia a su alrededor. La perfección
definitiva de la santidad no es un conjunto de diversas unidades separadas, en el que cada
unidad permanece encerrada en sí misma, y donde todo gira alrededor de sus propios
intereses, buscando provechos personales, sino que es un océano de amor que fluye de Cristo,
que es su fuente, y se derrama a todos los que pertenecen a Cristo. Kolbe dio numerosos
ejemplos de esto a lo largo de su vida, pero el más legible o tangible fue, sin duda alguna, el
gesto que realizó en el campo de Auschwitz al dar su vida por amor a otro preso: esto fue el
verdadero triunfo de Dios. Maximiliano demostró que el amor de Dios se derrama en los
corazones de quienes le pertenecen (cf. Rm 5, 5).

El camino que transcurrió san Maximiliano

¿Cómo maduró la santidad de Maximiliano? ¿De qué medios se sirvió? Kolbe


aprovechó todos los caminos posibles que la vida le brindó, para que su santidad pudiera
madurar. Trató de servirse de todo con fervor, tanto las alegrías como las penas, los momentos
de gloria como aquellos en los que era crucificado, tanto el trabajo como el descanso, todo lo
usó para acercarse al ideal. Por lo tanto, no despreciaba nada ni rechazaba nada. Y aunque a
menudo parecía ignorar lo que estaba experimentando, sin embargo todo lo miraba desde la
perspectiva de Dios. Esto, a su vez, le permitía distanciarse de la realidad cotidiana. La fe le
decía que cada camino conduce a Dios; solo hay que emprender el camino que se presenta, y
seguirlo con valentía. Sabía que Dios está presente en todo, especialmente en la vida de las
personas que encontraba en su camino, especialmente en los débiles y los necesitados.
Al analizar sus cartas, así como sus notas de los retiros en los que participó, los artículos
que escribió para la revista El caballero de la Inmaculada, etc., todo ello nos permite
identificar las tres herramientas más importantes que Kolbe usó para santificarse, a saber:

- deseos nobles y fuertes,


- diligencia y espíritu trabajador,
- obediencia

Cada uno de estos elementos tenía ramas espirituales, es decir, numerosos matices y
conexiones, y tomados en conjunto le dieron la energía necesaria para un crecimiento
espiritual constante, para poder ir superando sabiamente las numerosas adversidades con las
que se encontraba, y al mismo, para buscar las soluciones correctas para las dificultades que
no faltaban en su vida tan activa. Como era un hombre de fe, Maximiliano sabía que Dios se
manifiesta a través de las personas y de los acontecimientos; por eso, no menospreciaba nada,
ni tampoco a nadie con quien se encontraba en su camino. Los deseos positivos y los
objetivos claros que se había propuesto, así como su buena disposición para sacrificarse con el
fin de conseguirlos, y su espíritu de oración, la ascesis, y su absoluta obediencia... Todos estos
fueron solo algunos de los medios de los que Kolbe se sirvió para alcanzar la perfección, para
ser más él mismo, y para pertenecer más a Dios, así como para ser más maduro y, finalmente,
para ser santo.

El deseo de grandeza

Muchas personas logran muy poco en la vida, o simplemente no consiguen nada, porque
no quieren nada. Solo logra algo quien de verdad quiere algo. También hay quienes trabajan
mucho, pero sin unos objetivos claramente definidos, y así gastan sus energías inútilmente,
invirtiendo mal en sus habilidades. En una palabra, pierden el tiempo y los dones que han
recibido.
Tener unos objetivos específicos para realizarlos significa ser libre a la hora de crearse a
sí mismo, de darse la forma final, de forjar la propia imagen esculpida del material que le
brindó la vida, a pesar de las dificultades, los vientos contrarios y los obstáculos. Solo la
persona que conoce el valor y la fuerza de la libertad puede cumplir la misión de su vida;
porque una persona así sabe que fue creado como un ser libre, y cree firmemente que Dios
está con él en su camino. “Dios te creó sin ti; pero Él no te salvará sin ti [contra ti]"” Estas
palabras de San Agustín ilustran perfectamente el papel que el hombre tiene que jugar para
alcanzar la perfección. La vida del hombre no es inútil, no está privada de un propósito, sino
que está inscrita en la asombrosa lógica de los designios de Dios para la humanidad. La
obediencia de Maximiliano, sobre la que escribiré más ampliamente en otro capítulo, no era
una esclavitud, sino una expresión de su libertad personal, cuyo sabor anticipado había
recibido de Dios, y que fue perfeccionando constantemente. También era una expresión de su
disposición para descubrir el significado / dimensión más profundos que revela el propósito
oculto de la existencia, que brinda el sentido último y definitivo de lo que experimentabna,
incluido el sufrimiento y la muerte.
Cualquiera que lea con atención la rica correspondencia que mantuvo san Maximiliano,
los bocetos de sus artículos y sus notas espirituales debe ver / percatarse de la profunda
conciencia que tenía de haber sido llamado a algo especial. En parte, sin duda alguna, este
convencimiento surgía de la fe, que enseña que Dios llama a su criatura a vivir en comunión
con Él, en unión con Él, lo que lo obliga a ir más allá de las meras posibilidades humanas, a
trascender las limitaciones humanas, en una palabra, a plantearnos objetivos elevados y a
tratar de realizarlos. La misión personal de san Maximiliano, su camino particular hacia la
santidad, es decir, hacia la plena madurez en unión con Dios, formaba parte del propósito
general de la vida, común a todos, es decir, la vocación a vivir una unidad con Dios. Este
camino le pertenecía, pero al mismo tiempo era diferente de el camino segudo por sus
hermanos o por sus seres queridos. Su futuro y la obra futura que emprendería dependía de su
aceptación y de su seguimiento. Él lo sabía. Era consciente de que cuanto más se involucrara
en este camino, cuanto más viviera en comunión con Dios, tanto más estaría con los demás;
también sería más él mismo, entraría más en sí mismo, actuando en colaboración con el
Espíritu Santo, tanto más viviría unido a los demás.
Kolbe no reconoció de inmediato la singularidad de su camino de vida y de su vocación.
No reconoció de inmediato todos los detalles, remolinos, los diversos altibajos por lo que
tendría que pasar, los desafíos que le esperaban y la posibilidad de tener que ofrecer
sacrificios. Tampoco sabía cuál sería el alto precio que tendría que pagar por el amor que
había recibido de Dios y de sus seres queridos, y que compartiría con los demás. Él ignoraba
el valor definitivo o el pleno significado e lo que experimentaba, pero no ignoró los
acontecimientos en sí. Cada uno de dichos acontecimientos se los tomaba en serio,
atribuyéndoles un papel importante a lo largo de toda su historia. No trataba selectivamente lo
que le iba trayendo la vida, pero tampoco lo trataba todo por igual; él sabía ordenar los
asuntos, para poder decidir qué era lo más importante y que era menos importante, sabía
establecer una jerarquía apropiada. Y, trataba de ver la presencia y la acción de Dios en todo,
aunque no en todo lo que le sucedía la presencia de Dios fue igualmente intensa.
La oración fue de gran ayuda para él. Muchas veces y en diversas ocasiones,
Maximiliano habló sobre la oración, su importancia, sus valores, destacando que era
indispensable. Son tantas sus palabras sobre la oración, que no me detendré a hablar de
ninguna de ellas, simplemente me limitaré a afirmar que cada situación de la vida era buena
para rezar, por lo que podía beneficiarse y sacar provecho de cada una ellas. La oración lo
movilizaba para dar siempre el máximo de si mismo, también para no ceder ante las
dificultades o caer en el desánimo, para no quejarse. Al rezar, Kolbe contemplaba la presencia
de Dios en su vida y a su alrededor, en las personas que conoció y en las situaciones en las
que participó.
Su oración estaba dando frutos. Es lo que encendía su celo, también era lo que le
enseñaba a exigirse a sí mismo de forma sabia, exigencias que luego realizaba
sistemáticamente. La oración le brindaba la disponibilidad para sacrificarse, a la vez que le
proporcionaba espíritu de diligencia en el trabajo. La oración le enseñaba a Maximiliano
cómo liberarse de las preocupaciones mundanas que suelen perturbar, provocan caos y
suscitan tristeza. También le mostraba el camino para profundizar cada vez más su intimidad
con Dios, lo que le proporcionaba, a cambio, la oportunidad de recibir de Él la ayuda que
necesitaba para llevar a cabo sus nobles deseos. En la oración, él agradecía a Dios por los
dones que había recibido, amándolo cada vez más.
Creía firmemente que Dios se entregó completamente a él y le ofreció a María como
una ayuda del cielo, pero no solo eso, sino que se la dio como su Guía. Él la acogió en su vida
y le obedeció en todo, sin ningún “pero”, por completo. El no miraba lo que otros hacían o
dejaban de hacer, no se fijaba en su comportamiento para seguirlo, puesto que tenía su mirada
fija en María. A Ella se dirigía para preguntarle qué debía hacer, y cómo debía hacerlo. Por
supuesto, Kolbe no era indiferente a lo que sucedía a su alrededor. No hacía la vista gorda a
los que actuaban mal, ni era indulgente con los que hablaban falsedades. Su comportamiento
negativo le dolía, incluso mucho, pero se desmoralizaba, estas actitudes no debilitaban su
celo, no le apartaban de su camino. Rezaba por su conversión y los exhortaba para que se
enmendaran. Sabía, sin embargo, que lo más importante para toda persona es, siguiendo el
modelo de la Inmaculada, fijar la “mirada” en Dios, respetar su voluntad y seguir su voz, que
era impecable. Lo hizo desde el principio, desde su temprana juventud.
La regla de vida

En las anotaciones que Maximiliano hizo durante los ejercicios espirituales de 1915,
leemos:

Tu fin: glorificar, adorar y servir a Dios y, por medio de ello, salvar el alma. Servir significa: querer lo que
quiere Dios. Déjate llevar por Dios, en lugar de querer tú conducir a Dios. Medita a menudo sobre esto:
toda tu grandeza, santidad y dignidad dependen únicamente del cumplimiento de la voluntad de Dios; el
resto: la fama, la riqueza, las comodidades, los trabajos, las conversiones, las oraciones, las penitencias e
incluso el martirio, separado de la voluntad de Dios no son nada, solo una pérdida de tiempo y un pecado.
Entrégate a Dios por completo y serás feliz.
Por eso, estudio al Crucificado, Aseméjate a Él.
Trabaja, trabaja, trabaja todo lo que puedas, trabaja para acrecentar lo más posible la gloria de Dios,
mediante la salvación de tu alma (como cristiano) y la de los demás, el mayor número posible (como
sacerdote, religioso).
Dios es el fin; todo lo demás es un medio. Abandona la patria, todo por Dios, por la voluntad de Dios.
y solicitarla. Sólo eso quiere Dios1.
Ama a Dios por sí mismo, y sufre y trabaja por Él con serenidad y amor, cada vez más serena y
amorosamente. Ama a Dios, ámalo con los hechos, hazle el don de ti mismo, de todos y de todo; quédate
siempre con Él (recogimiento), ya que Él también lo hace así2.

Los ideales juveniles todavía estaban vivos en el padre Kolbe. Volvía a ellos de buen
grado, los renovaba, los profundizaba, es decir, los actualizaba. Cinco años más tarde, les dio
unos rasgos más específicos, en la llamada Reglamento de vida. Lo editó en 1920, es decir,
dos años después de su ordenación sacerdotal, que recibió el 28 de abril de 1918 de manos del
cardenal Mons. Basilio Pompilje en Roma.
La idea principal del Reglamento de vida era el propósito firme y consciente de llegar a
ser santo. Al formular este fin, el p. Kolbe no lo hacía movido por delirios. Sabía que lograr
este objetivo no sería fácil, y que los deseos, aunque fueran importantes, no serían suficientes.
Era plenamente consciente de sus debilidades, por eso en el Reglamento de vida habla las
herramientas imprescindibles para lograr este noble objetivo, que son un don del cielo. Las
herramientas, como veremos, eran muchas, pero todas estaban al alcance de las posibilidades
humanas. Sin embargo, no se concentraba en los medios, sino en el esfuerzo para acercarse a
Dios; solo esto era importante para él, todo lo demás era solo un medio. Kolbe sentía que

1
Ejercicios Espirituales 1915, E.K. nº 965, p. 1599-1603.

2
Ejercicios Espirituales 1916, E.K. nº 966, p. 1608.
cuando estuviera cerca de Dios, cuando estuviera unido a Él, sería fácil para él desapegarse de
todo lo que no era Dios, de aquello que nos aleja de Él. Sabía bien que saboreara los dulces de
Dios, sabría luchar contra el pecado, viviría en obediencia, sería propiedad exclusiva de Dios,
sin reservas. Así es como lo expresó en el Reglamento:

Debo ser santo, lo más grande posible.


La máxima gloria posible de Dios mediante la salvación y la más perfecta santificación propia y de todos
los que viven ahora y de los que vivirán en el futuro, por medio de la Inmaculada = M.L3.
Debo excluir el pecado mortal, así como el pecado venial deliberado. Serenidad a propósito del pasado.
Repara con el fervor el tiempo perdido.
No dejaré pasar: a) ningún mal sin repararlo (destruirlo) y b) ningún bien que yo pueda hacer, acrecentar
o al cual pueda contribuir de cualquier modo.
La obediencia, tu regla = la voluntad de Dios por medio de la Inmaculada. Eres un instrumento.
Haz lo que estás haciendo; no te preocupes de ninguna otra cosa, ni buena ni mala.
Actúa siempre tranquilo, que tu acción sea amorosa. Mantén el orden, y el orden te guardará. Preparación,
acción, efecto. Acuérdate siempre de que eres cosa y propiedad absoluta, incondicional, ilimitada,
irrevocable de la Inmaculada; quienquiera que seas, cualquier cosa que tengas o puedas, todo lo que haces
(pensamientos, palabras, obras) y soportas (cosas agradables, desagradables, indiferentes), le pertenece
completamente a Ella. Por consiguiente, que Ella disponga a su (no a tu) completo agrado. Así también le
pertenecen a Ella todas tus intenciones; por tanto, que las transforme, añada otras, las quite a su agrado
(Ella, en efecto, no puede causar daño a la justicia). Ocúpate de Ella, de su culto, de sus cosas y deja que
Ella se ocupe de ti y de las tuyas. Reconoce que has recibido todo de Ella y que nada procede de ti. Todo
el fruto de tus obras depende de la unión con Ella, del mismo modo que Ella es instrumento de la
misericordia de Dios. Mi vida (cada instante suyo), mi muerte (dónde, cuándo y cómo) y mi eternidad te
pertenecen totalmente, oh Inmaculada. Haz de todo ello lo que te plazca.

Todo lo puedo en Aquel que me conforta, por la Inmaculada

Vida interior. Primero todo para sí mismo, luego todo para los demás 3.

Como la santidad era el objetivo más importante de su vida, por lo tanto, todo lo demás
era solo una herramienta para lograrlo. Sin embargo, vale la pena señalar que entre las
herramientas, la más importante, paradójicamente, ¡era la vida misma! Así que Kolbe no
consideraba la “herramienta” como un objeto material, sino que la relacionaba con la vida; la
vida era la “herramienta” para alcanzar la santidad. Solía recordar esto a los miembros de la
Milicia de la Inmaculada: “Pero, ante todo, los Caballeros de la Inmaculada recuerdan que son
instrumentos en manos de la Inmaculada"4.

3
Reglamento de vida, en: 1920, E.K. nº 971, p. 1617-1618.
Por lo tanto, también la “forma” de entrar en contacto con los demás, las relaciones con
ellos, los pensamientos y las palabras, la forma de realizar las tareas, etc., todo eso eran un
medio importante para lograr la santidad. Maximiliano lo miraba todo y a todos desde la
perspectiva del camino hacia la santidad, viendo en ello una herramienta o bien un obstáculo.
Dos años más tarde, Maximiliano confirmó la validez del Reglamento de vida. Prueba
de ello fue un artículo que publicó en la edición de abril del “Caballero”. Se trata de un texto
muy importante. Maximiliano reflexiona sobre la grandeza y la santidad. En este artículo se
pregunta sobre qué es lo uno y lo otro. ¿Cuál es la diferencia entre ambas cosas? También se
pregunta cuál de ellas es más fácil de lograr y cuál es más valiosa. Como veremos, Kolbe no
tiene dudas de que el único deseo valioso es el deseo de ser santo. Pero la santidad no solo es
la más noble, sino también la más simple y fácil de lograr. El camino hacia la santidad está
abierto ante cada uno de nosotros, cualquiera puede recorrerlo y todos pueden llegar a su
destino. Solo hay que querer y someterte a sus exigencias requisitos. Escuchemos los
argumentos del santo:

Todo santo es un gran hombre, pero no todo gran hombre es a su vez santo, aunque en muchas ocasiones
haya prestado grandes servicios a la humanidad. Sin embargo, existe entre ellos cierta semejanza.
Paso por alto los personajes famosos por los bienes que han acumulado, los que deben su fama a su fuerza
física, o aquellos catalogados como "grandes" en la memoria de la humanidad, aunque hayan sido
malhechores o criminales.
No hablo de éstos, aunque a veces compiten entre sí con maquinaciones delictuosas a fin de hacerse
célebres. Llamo la atención sólo sobre los genios del pensamiento humano.
El genio y el santo tienen muchas características en común.
Sobresalen por encima del ambiente que les rodea, atraen involuntariamente sobre sí la atención de los
demás, siendo personas fuera de lo común. Ambos se han propuesto objetivos de dimensiones insólitas y,
confiando en abundantes dones de la naturaleza o de la gracia, tienden a conseguir esas intenciones
pasando a través de espinas y de toda clase de obstáculos y dificultades. Su camino lo hacen difícil no
sólo personas envidiosas, sino a veces también los amigos, aun con buena fe. Si alcanzan la cima deseada,
o logran acercarse a ella, ambos encuentran imitadores, que, con la mirada fija en ellos y con resultados
más o menos satisfactorios, tratan de seguirlos en el nuevo camino. Y el recuerdo de un santo, como el de
un genio, pasa de generación en generación. La historia nos presenta incluso personas que han sido a un
tiempo santos y genios, como S. Pablo, S. Agustín, Sto. Tomás, S. Gregario Magno y otros muchos. Sin
embargo, hay una diferencia substancial entre un santo y un genio que no tiende a la santidad. El sueño de
este último es la gloria. Por ella, por la aprobación de los hombres, afina su ingenio, sacrifica su tiempo,
utiliza sus capacidades y a veces soporta sacrificios muy grandes. Perfeccionándose en una sola dirección,
descuida a menudo aspectos muy importantes y así destruye en sí mismo el equilibrio y la armonía, y a

4
E.K. nº 1088, p. 1997.
veces perjudica también a los demás con su propio desorden. El santo, en cambio, tiene ante sus ojos
únicamente la gloria de Dios. No se preocupa de los juicios de los hombres y está por encima de ellos.
Subordina convenientemente tanto las facultades del alma y del cuerpo como el mismo cuerpo, a la razón,
y ésta por su parte se somete al gobierno de Dios. Por ello, saborea la paz del vencedor
Cuando se desencadena una tempestad y de todas partes caen los rayos de la burla, la maldad y la envidia
llena de odio; cuando la calumnia y el desprecio acometen y los amigos se alejan o incluso añaden sus
ofensas a las de los enemigos, entonces el genio se agobia bajo su peso, desvaría, sufre y se siente infeliz.
El santo es superior a todo eso. También él a veces siente dolor, pero enseguida se tranquiliza gracias a la
oración y, con la confianza puesta en Dios, continúa su camino con serenidad.
Llega una enfermedad más grave, la vejez se acerca: a veces el genio deja de ser un genio, sus facultades
intelectuales se debilitan; el santo, en cambio, avanza siempre sin preocuparse de su estado de salud o de
su edad; es más, las enfermedades y las aflicciones son para él una escalera hacia una mayor perfección y
en su fuego se purifica, como el oro.
La herencia de un genio beneficia a la humanidad, pero muy a menudo también la perjudica. Napoleón
fue un genio como jefe, pero ¡cuántas lágrimas hizo derramar! ¡Cuánta sangre! Y al final dejó debilitada a
su propia patria. En nuestra época los ferrocarriles, las imprentas, los telégrafos, los teléfonos, etc., en
lugar de difundir la cultura, se han convertido en difusores de falsedad y de podredumbre moral. [Cuántos
talentos literarios, que merecen compasión, han dado una mano para perturbar el orden, para alejar a sus
lectores del Creador! [Cuántas almas de jóvenes han sido envenenadas por libros y malas revistas!. .. Un
santo pasa siempre "haciendo el bien" [cfr. Me 7,37J siguiendo el ejemplo de Jesús, y dondequiera que
vaya lleva la verdad y la felicidad, y arrastra, con su ejemplo, hacia la Bondad increada. No todos pueden
ser genios, mientras que el camino hacia la santidad está abierto a todos5.

Kolbe opinaba que una santidad madura, entendida como el máximo desarrollo de los
dones de la naturaleza y de la gracia, está al alcance de toda persona. Esto significa que toda
persona no solo puede ser santo, sino que incluso está obligado a serlo. Basta con que tenga
este deseo y permita a Dios que lo conduzca.
Maximiliano consideraba que la verdad sobre la vocación a la santidad oculta en sí
misma algo más, algo más profundo. Este franciscano sugería que Cristo no rechaza a nadie,
no desprecia a nadie, no ignora a nadie, sino que trata a todas las personas por igual. Ya qque
Cristo murió por todos, independientemente de la lengua idioma, la procedencia, el color de la
piel, la religión que uno profesa, etc., todos gozan de la misma llamada a la santidad, es decir,
a vivir la comunión con Dios6. Como Cristo dijo que no hay mayor amor que cuando el
5
E.K. nº 1005, p. 1863.

6
Nos lo recordó el Concilio Vaticano II, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium (nº42): «
Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la
perfección dentro del propio estado. Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de
las cosas del mundo y un apego a las riquezas contrario al espíritu de pobreza evangélica les impida la
prosecución de la caridad perfecta. Acordándose de la advertencia del Apóstol: Los que usan de este mundo no
hombre da su vida por su amigo, para Maximiliano esto significa que el amor es la mayor
expresión de la santidad, su esencia, su luz más clara y brillante.

La laboriosidad, instrumento de crecimiento

Para Maximiliano, los deseo nobles deben ir a la par con la laboriosidad, es decir, con
un esfuerzo constante, una disposición para trabajar para hacer aumentar el bien y seguir por
el camino de la perfección espiritual.
Kolbe tenía una amplia comprensión del trabajo, y dicha concepción la iba ampliando
sin cesar. Abarcaba tanto el esfuerzo espiritual como el trabajo físico, desde el ir conociendo
la voluntad para obedecer a Dios, hasta el esfuerzo para ir descubriendo las necesidades del
prójimo con el fin de tratar de satisfacerlas. Como hizo de su vida una “herramienta” en
manos de la Inmaculada, por eso le permitía que se sirviera de él como Ella quisiera.

La vida es el tiempo de actuar

La laboriosidad era un rasgo característico de la forma de estar en el mundo de


Maximiliano. Era más un sembrador que un granjero que se alegra de sus cosechas, era más
un sirviente que un dueño, trataba más de estar a la escucha de la voz de Dios que de ser
predicador que habla en su nombre. Quería conocer a Dios y sus intenciones cada vez más
profundamente. En las situaciones en las que se encontraba, no utilizaba clichés ya conocidos,
sino que buscaba constantemente nuevas actitudes, nuevas formas de expresar su fe y su
amor.
En el contexto del trabajo y la laboriosidad, son interesantes las notas que hizo el joven
clérigo Kolbe durante su primer retiro en Cracovia, en el año 1912, poco antes de la decisión
de sus superiores de enviarlo a Roma. En dichas notas se planteaba una pregunta importante:
¿Qué hacer para lograr el objetivo? ¿Cómo se debe actuar, qué herramientas utilizar para
realizar los propios ideales? Al principio, quizás pensaba en primer lugar en su vocación
religiosa, en su sacerdocio, pero, ¿acaso solo se refería a eso? Cabe suponer que su pregunta
contenía una preocupación más profunda, el deseo de lograr cada noble propósito, cada idea
hermosa que fuera objetivamente buena. El joven clérigo quería saber, ya desde temprana
edad, cómo debía actuar, qué debería hacer o de qué tendría que abstenerse, y eso, no solo
se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan (cf. 1 Co 7, 31 gr.)». También el Papa Francisco
escribió, en la exhortación apostólica Gaudete et exúltate, sobre la vocación a la santidad en el mundo
contemporáneo, exhortación publicada el 9 de abril de 2018.
para poder perseverar en su vocación, sino también para poder desarrollarla constantemente,
para perfeccionarla sin cesar, santificándose así según los planes de Dios.
Kolbe, no solo se hacía preguntas, sino que también buscaba respuestas, pero éstas
debían ser claras, concretas, factibles, íntegras, es decir, tales que abarcaran cuerpo y alma,
razón y voluntad. A la edad de dieciocho años ya sabía que para lograr un objetivo importante
tenía que comprometerse por completo. No podía actuar a medias; la razón no puede desear
una cosa diferente a lo que anhela el corazón; y la voluntad no debe ir en dirección contraria a
las exigencias que requiere la fe; Maximiliano establece el camino para alcanzar el fin e
indica los medios que se utilizarán para llegar hasta allí. Por consiguiente, todo debe
funcionar de forma conjunta, de modo armonioso, unas cosas apoyando a las otras,
complementándose o correginedo. He aquí el modo como razonaba el joven seminarista
Maximiliano, como el padre Kolbe confirmó en años posteriores:

a) Intelecto: conocer a Dios mediante la meditación bien hecha, la buena lectura, sobre todo la santa
comunión: la mitad del día para la preparación y la otra mitad para dar gracias; la preparación y la
acción de gracias consisten en cumplir bien los propios deberes. Visita al Santísmo Sacramento:
confíate en todo al Señor, dale gracias y rézale.
b) Corazón: amar
c) Voluntad: servir fielmente, cumplir la voluntad de Dios: 1) Los mandamientos2) las leyes de la Orden
(defienden de la transgresión de los Mandamientos), 3) las órdenes de los Superiores. Puedes estar
siempre seguro (incluso cuando te sirves de algo que es de tu agrado) de cumplir la voluntad de Dios
(mientras ... ¿los seglares, incluso los sacerdotes?) ¿Cuál es la muerte feliz? [poder decir] a las
puertas de la muerte: "Señor, he cumplido siempre tu voluntad". Muchos se perdieron por no
conocer la gravedad de sus pecados pese a haber tenido la oportunidad de conocerla 7

El objetivo, el ideal, la visión del futuro, todo ello le daba la sentido al trabajo,
justificaba los esfuerzos: cuanto más noble era el objetivo, más noble era el trabajo. Por lo
tanto, si el objetivo era la santidad, cualquier tipo de trabajo, siempre y cuando fuera decente,
era apropiado, incluso necesario. La pereza era un pecado porque el camino hacia la
perfección conducía a través del trabajo. Kolbe no aceptaba una tal situación en la que los
grandes ideales no estuvieran acompañados por el esfuerzo y el trabajo sistemático. Y no se
refería solo al esfuerzo físico, sino también al trabajo espiritual, como la oración, el ayuno y la
mortificación. Solo cuando el ideal camina codo a codo con la laboriosidad, la persona llega a
algo importante en su vida; de este modo, madura y se santifica.

7
Ejercicios Espirituales 1912, E.K. nº 962, p. 1582.
Madurar mediante el trabajo

Para Maximiliano, cada trabajo era importante. Todo esfuerzo que conducía a la
realización de un bien particular también perfeccionaba a la persona trabajadora, haciéndola
más madura y al mismo tiempo más cercana a Dios. Kolbe veía el trabajo no a través de los
beneficios que aporta o de lo placentero que pueda ser, sino a través de lo muy necesario que
es para alcanzar la madurez plena, lo cual equivale a la máxima cercanía con Dios. De ahí que
a menudo repitiera que, antes está el modo como se realiza el trabajo que la calidad del
mismo: incluso un trabajo insignificante, si se emprende de buen grado, con entusiasmo,
diligencia y precisión, perfecciona más al hombre que un trabajo importante realizado de
cualquier manera. Este pensamiento ya está presente en los primeros textos de Maximiliano,
entre otros en las notas del mencionado retiro del año 1912. Allí, hace importantes
comentarios sobre el trabajo, que aún resultan ser actuales. En estas anotaciones nos recuerda
la verdad de que el hombre ha sido creado para el trabajo y, por lo tanto, no puede
despreciarlo ni evitarlo en su camino hacia la madurez de la santidad:

El hombre ha sido creado para trabajar (Gn 3, 19; Jb 5,). Haz lo que se te ha ordenado, aun cuando en
ello haya imperfecciones:
1) con fidelidad, sin perder ni un minuto y no de cualquier manera, sino bien;
2) con prudencia, para no causar daño al cuerpo ni al alma;
3) ofrécete prestado al trabajo (cf. 1 Tes 5,17; Sal 18,15; Lc 18,1), la inteligencia y las manos al trabajo,
pero el corazón con Dios;
4) por Dios; no por el reconocimiento humano;
5) ayuda a los más débiles, o bien ten compasión de ellos.
Sé un instrumento dócil en las manos de la Orden. Obtendrás sólo lo que hayas pedido mediante la
oración (el éxito en el estudio, etc.). Cuando no veas el fruto, no te preocupes, ya que es como el grano de
trigo. No te preocupes por la falta de capacidad, pues ésta es la voluntad de Dios y a veces los incapaces
han confundido a los sabios faltos de humildad8.

Tres años más tarde, ya siendo estudiante de la Pontificia Facultad de Teología de San
Buenaventura-Seraphicum, seguía exhortando a emprender el trabajo con fervor:

Trabaja, trabaja, trabaja todo lo que puedas, trabaja para acrecentar lo más posible la gloria de Dios,
mediante la salvación de tu alma (como cristiano) y las de los demás, el mayor número posible (como

8
Ejercicios Espirituales 1912, E.K. nº 962, p. 1585-1586.
sacerdote religioso). Con el corazón puro, con la intención pura —leemos en sus notas del retiro romano
que realizó en el año 19159.

Tras regresar a su país, hacía lo mismo. Exhortaba a los habitantes de Niepokalanów a


no ceder ante el desánimo cuando no veían frutos tangibles de su esfuerzo. Trataba de
convencerlos de que, a pesar de que su empeño no era materialmente visible, contribuía en
gran medida a su crecimiento espiritual. Les explicaba que a veces sucede que los frutos del
esfuerzo, del trabajo y del sufrimiento son visibles solo para aquellos que creen.
En Niepokalanów la jornada laboral era de ocho horas, como en otras plantas o centros
de trabajo diseminados por todo el país10. Él mismo era un ejemplo de hombre trabajador para
los demás: descansaba poco y trabajaba mucho.
En una conferencia pronunciada en Niepokalanów el 8 de noviembre de 1936, habló
sobre el valor de cada trabajo, enfatizando la importancia que tiene la intención con la que
éste se realiza:

La gente corriente del mundo valora el trabajo según el esfuerzo y los resultados visibles. Pero Dios juzga de
otra manera, es decir, según la pureza de intenciones que motivan el trabajo. Puede ocurrir que alguien trabaje
con intensidad y que se vean los resultados de su trabajo. Él está satisfecho de ello, pero entonces la intención
es menos pura. La Inmaculada se siente insatisfecha a pesar de los resultados de ese trabajo. Puede haber otro
que desea hacerlo todo lo mejor posible, pero sus capacidades no alcanzan para ello, es con frecuencia
castigado y es desplazado de un sitio a otro. Puede sentirse afligido, pero la Inmaculada se alegra y está
contenta, porque sus intenciones fueron puras. Puede ocurrir que alguien cumpla bien sus obligaciones, pero
no se atribuya los méritos, sino que se los adjudica a la gracia de Dios. Su intención es, evidentemente buena,
y la Inmaculada también se siente muy satisfecha de él. Si alguien trabaja con pereza, con parsimonia y sin
celo, si busca la comodidad, trata de estar aquí y allá, entonces la gente y la propia Inmaculada están
insatisfechos de él. La Inmaculada se fija en los corazones, en la voluntad. Por esa razón, si a alguien le ocurre
que, a pesar de sus mejores intenciones los resultados que consigue no son buenos, no debe preocuparse,
porque la Inmaculada sí que está satisfecha de él11.

El trabajo y la perfección iban de la mano, uno apoyaba a lo otro. Kolbe sabía que cuando no
hay ganas para esforzarse, entonces la semilla de la santidad permanece sin llegar a germinar
y puede que nunca se desarrolle. En cambio, al trabajar y colaborar con Dios, el hombre vive
9
Ejercicios Espirituales 1915, E.K. nº 965, p. 1600.

10
Sobre el trabajo diario en Niepokalanów, ver la obra del P. Sotowski, Opowieść o św. Maksymilianie. Audycje
w Radiu Niepokalanów 2011, p. 232n.
11
Conferencia nº 57, Conferencias ascéticas de San Maximiliano María Kolbe, Ed. Mercy Press, en preparación,
2020
con la esperanza de crecer espiritualmente e intelectualmente, también éticamente y
moralmente. Por eso, Kolbe seguía escribiendo, alentando y advirtiendo, cuando decía que no
hay madurez sin un esfuerzo sistemático, no hay santidad sin laboriosidad, que no hay fruto
sin la siembra paciente de la semilla de Dios. Él vivió la verdad evangélica que afirma que
Dios da a los que le piden, sale al encuentro de aquellos que se acercan a Él, responde con
amor al amor del hombre («porque todo el que pide recibe, quien busca encuentra y al que llama
se le abre» Mt 7,8). Y aunque Dios, que es Padre de todas las criaturas, se entrega a todos
siempre, y sobre todos y cada uno derrama un rocío de gracia («hace salir su sol sobre malos y
buenos, y manda la lluvia a justos e injustos» Mt 5 ,45), pero si la persona se protege con un
paraguas para detener el flujo de la gracia divina, con toda certeza no quedará empapado del
amor de Dios y la vida divina no florecerá en él. Por lo tanto, alentaba al esfuerzo y a la
colaboración con la gracia de Dios:

Los santos no son unos ”blandengues” a los que hay que empujar continuamente. El santo tiene que ser
dinámico, enérgico y tener gran iniciativa. Eso no significa que deba trabajar mucho, con la lengua fuera... Lo
que tiene que hacer es ser como el coche con todos sus accesorios. El coche tiene que ser conducido por el
conductor, pero es el coche el que circula. El conductor sólo cambia las velocidades y conduce hacia la
derecha o izquierda, gira, etc. Y el coche será perfecto, cuando ande tal y como quiera el conductor. Cuando
sea necesario ir lentamente, deberá ir lento, y cuando no, rápido. Si hace falta girar a la izquierda, irá a la
izquierda, etc.

Cada uno de nosotros debe dejarse guiar de esa manera, pero también debemos andar nosotros mismos, como
el auto. Nadie empuja por detrás al coche. Si la Inmaculada ordena trabajar hay que poner en el trabajo toda la
energía, el entusiasmo y la capacidad, y si ordena descansar hay que hacerlo, de la misma manera que si
ordena ir al recreo. Y el alma que cumple todo esto de manera perfecta hace mucho por la causa de la
Inmaculada12.

Dios es el “chofer” de la vida humana. Él dirige al hombre, lo conduce por caminos


difíciles y sinuosos hacia una meta segura. Maximiliano creía que cuando una persona trabaja,
es capaz de leer las inspiraciones que Dios le brinda, a la vez que le permite que lo vaya
llevando como Él quiera. Consciente de ello, Kolbe iba allí adónde Dios lo llevaba, hacía
aquello que Dios le pedía que hiciera. En este espíritu, también en la situaciones en las que
internamente no podía hacer nada o cuando tenía que abstenerse de procesar materiales,
siempre que esto fuera expresión de su obediencia a Dios o a sus superiores o bien como

12
Conferencia nº 87, Conferencias ascéticas de San Maximiliano María Kolbe, Ed. Mercy Press, en preparación
2020
resultado de la debilidad física o la enfermedad, entonces convertía esta pasividad forzada en
un intenso trabajo espiritual que perfeccionaba al hombre, haciéndolo aún más noble, si cabe.

La oración es también un trabajo

San Buenaventura, gran hermano de san Maximiliano en la familia franciscana, escribió


sobre la oración en una pequeña obra sobre La imitación de Cristo:

Por lo tanto, procurar ser amigo de la oración. La oración hará que seas humilde, paciente y obediente.
También hará que poseas todos los bienes. Finalmente la oración, os digo, hará que poseerás a Dios, tanto
en esta vida como en la vida eterna. San Francisco decía, justamente, que le parecía imposible que alguien
hiciera progresos en el servicio a Dios sin ser amigo de la oración…
¡Queridos hermanos! No dudo que si así te comportas, en un tiempo muy breve alcanzarás una gran
perfección. Que estas palabras de sustituyan a mi persona. Léelas a menudo, y cuando las leas, recuerda
que yo estoy conversando contigo y te digo estas palabras. Cada noche, cuando ya te dispongas para
acostarte, examínate sobre si te comportaste en ese día tal como yo te escribí 13.

También Kolbe consideraba que la oración era una “herramienta” indispensable para el
crecimiento espiritual, así como para poder levantarse de las caídas, luchar contra el pecado,
descubrir el plan de Dios y discernir e interpretar las señales puestas en el camino del hombre.
Kolbe también descubrió muy pronto el valor y la importancia de la oración para la vida
espiritual y siempre se mantuvo fiel a ella. Sus biógrafos recuerdan la visión de las dos
coronas que tuvo en su tierna infancia. Claude R. Foster la describe de la siguiente manera:

Mariana (la madre de Kolbe – nota del autor) un tanto desesperada, con su corazón sensible de madre,
con los ojos humedecidos de lágrimas y algo dudosa, le dijo en voz baja:
– Oh, Mundek, no sé qué será de ti…
La cuerda más sensible de la conciencia de Raimundo tembló al oír aquellas palabras de su madre. Si su
madre le hubiera dado una bofetada habría sido más fácil, pero esas palabras le destrozaban el corazón.
Amaba a mamá con un amor tan profundo que solo pensar en hacerla llorar lo hacía sufrir. Salió corriendo
de la casa. Sentía las mejillas calientes y sonrojadas de tanta vergüenza, algo dentro le apretaba el
corazón. ¿Dónde buscar consuelo? Con certeza, el único lugar era donde siempre sentía la paz de espíritu,
iría corriendo a su Madre Celestial, allí en la iglesia parroquial. Apretando sus manos cruzadas sobre el
corazón, abandonó confiadamente su preocupación a la Virgen: «Mi santa Mamá, ¿qué será de mí? Mi
madre está llorando por mi culpa. Haz que yo pueda mejorar, ayúdame a ser obediente ... ». Lo que
sucedió después solo se lo confesó a Mariana, de quien conocemos este secreto, es decir, que al niño que

13
San Buenaventura, O naśladowaniu Chrystusa, (en: Pisma ascetyczno-mistyczne, Warszawa 1984), p. 210.
estaba arrodillado ante el altar con la imagen de la Virgen María, le ocurrió que de repente la imagen
cobró vida14.

La oración era muy importante para él. La consideraba como el deber más importante
del creyente. Lo afirmaba claramente en sus notas del retiro que tuvo lugar del 18 al 26 de
octubre de 1917, justo antes de la ordenación al diaconado: «Oración, es un deber de
importancia primordial del clero – escribió. – Es más eficaz que la palabra y el buen ejemplo.
De ella brotan las conversiones. Humilde, confiada, perseverante. Por su medio puedes
obtener todo para ti y para los demás»15.
La oración – como enseña la vida – no está libre de esfuerzos o fatigas, de sufrimiento y
sacrificio. A menudo consiste en la lucha dolorosa del ser humano con la voluntad de Dios,
aceptando aquello que Él quiere, lo que espera o lo que nos envía. Con frecuencia consiste en
un combate interior en el que el hombre lucha consigo mismo. A menudo le lleva a sufrir un
desgarre entre su propia voluntad, su sensibilidad y la voluntad de Dios, que le muestra una
misión diferente a la que él deseaba, que lo envía con una tarea y lo coloca en un lugar
extraño para él, que le causa sufrimiento. Quien ora se acerca a la actitud de Jesús cuando
rezaba en el Huerto, cuando sudaba con un sudor agónico (cf. Mt 26, 36-42). La elección que
uno debe hacer en la oración puede ser dolorosa y trágica. Y aunque al final, al aceptar la
propuesta de Dios, la persona siente un profundo sentimiento de paz, no obstante debe haberlo
pagado antes con lágrimas.
La oración, concebida como una conversación con Dios, no siempre es un diálogo fácil.
«La oración es la elevación de nuestra mente a Dios»16 – escribió Kolbe; en ella, la persona
decide apartarse y ocultarse bajo la sombra de sí mismo, dejar sus planes para el futuro, su
propia visión de la vida. Solo entonces podrá comprender las propuestas que le hace Dios y
aceptarlas. La oración no es una conversación banal de tipo social. No es un diálogo libre de
obligaciones, sin consecuencias. Los autores espirituales están de acuerdo en afirmar que
quien reza, debe estar dispuesto a sacrificarse, minar el propio cuerpo, los deseos, los propios
planes…debe tratar de unirse con el poder divino, porque solo entonces será capaz de vencer
la propia voluntad.
No es fácil para el hombre aceptar la voluntad de Dios en su vida. Alcanzar la madurez en la
oración hace surgir ciertas exigencias. Obliga al hombre a atemperar su ego, llama a estar
14
San Massimiliano Maria Kolbe. La missione e il martirio. Claude R. Foster. Edizioni Immacolata

15
Ejercicios Espirituales 1917, E.K. nº 968, p. 1611.

16
Ejercicios Espirituales 1915, E.K. nº , p.
dispuestos a asumir la penitencia y la mortificación necesarias, así como el ayuno y el
sacrificio. Hay momentos en que el hombre piensa que ya nadie lo entiende, tiene la
impresión que todos se han alejado de él, se han esfumado. En estas situaciones, la oración es,
un combate para que uno pueda perseverar en la esperanza, es un grito de confianza en el que
la personas sabe que, a pesar de las muchas dificultades por las que está pasando, Dios está
cerca, le ama y ayuda en la lucha contra las certezas humanas. Quienes creen, viven
convencidos de que «nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso sino contra los
principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los
espíritus malignos del aire» (Ef 6, 12). Cuando, a pesar de las dificultades, el hombre no deja
de rezar, entonces hace cada vez más espacio para Dios en su vida, comienza a confiar más en
Él, a la vez que cuestiona los argumentos que tenía hasta entonces. El padre Kolbe enseña esta
actitud en la oración.

La oración personaliza la realidad

A través de la oración, Maximiliano daba al trabajo un carácter sagrado, y a las


herramientas que utilizaba para trabajar les atribuía los rasgos de los seres vivos. Por lo tanto,
esto significa que él humanizaba las piezas o herramientas de las máquinas de impresión
utilizados en la editorial: la máquina de impresión más antigua se llamaba comúnmente
“abuela”; el motor más fuerte de la planta de energía, “Ursus”, y su predecesor se llamaba
“abuelo”. Este tipo de tratamiento no solo fortalecía el cuidado que tenían los religiosos por
las herramientas de trabajo, sino que también hacía surgir una especie de comunidad
espiritual, de cooperación específica entre personas y las herramientas para proclamar la
gloria de Dios.
La laboriosidad, la acción y el procesamiento eran una expresión de su respeto y amor
por el Creador. El trabajo también era la mejor manera de expresar su amor por las personas
con las que quería compartir la buena nueva de salvación. De ahí que no midiera el fruto del
trabajo según el volumen de producción que se había conseguido, sino más bien por el grado
de amor, por la conexión que el trabajador tenía con Dios. Esto lo supo ya desde casi sus
inicios, pues en el año 1924 escribía:

El fruto del trabajo, pues, no depende de las habilidades, ni tampoco de los tratamientos, del dinero,
aunque todo ello son dones de Dios útiles para la Acción Católica, sino únicamente del grado de unión con Dios.
Si esto faltara, o si este vínculo se debilitara, todos los otros medios no sirven para nada. En cambio, cuando este
vínculo es fuerte y está vivo, todo lo resto se encontrará fácilmente17.

Kolbe, por lo tanto, también valoraba a los hermanos enfermos que experimentaban
dificultades y se veían afectados por debilidades físicas o espirituales. No se quejaba por el
hecho de que no pudieran estar trabajando en el taller. No solo que no los despreciaba ni se
olvidaba de ellos, sino que, por el contrario, estaba interiormente convencido precisamente los
hermanos enfermos y físicamente débiles son los que mejor llevan a cabo su labor en el
departamento de trabajo. Solía compartir este convencimiento con los demás. Así pues, por
ejemplo, en una conferencia que predicó en 1936, aseguraba a los hermanos que padecían
alguna enfermedad o sufrimiento:

El sector de trabajo más importante. A veces, voy entre los enfermos y les digo: “Vosotros sois el
departamento más importante del trabajo... Vosotros estáis en esa privilegiada situación en la que no veis los
frutos de vuestro trabajo y vivís de aquello que otros han hecho por vosotros. No veis los efectos de vuestro
sufrimiento con vuestros propios ojos. En vuestro caso, el amor propio nada puede hacer, entre vosotros no
hay lugar para ese amor. En otros sectores de trabajo sí se ven los efectos, y a veces a alguno se le pasa por la
mente la idea de que nadie conseguiría lo que él consiguió, y que todo hay que atribuírselo a su capacidad y a

su inventiva. [...] Aquí, en la enfermería, estáis fuera del alcance de estas tentaciones, aunque jamás
podremos librarnos plenamente de ellas y, menos aún, de las tentaciones que dimanan del amor propio”18.

La mentalidad moderna no propicia este punto de vista. Las personas contemporáneas


tienen dificultades para creer que los débiles, los enfermos, los afectados por alguna desgracia
que los excluye de cualquier actividad profesional, que los padres o madres que dejan de
trabajar para dedicarse a criar a sus hijos son “uno de los departamentos más importantes” del
trabajo. La modernidad cree que solo aquellos que pueden “ver los efectos y resultados de sus
esfuerzos” son los que realmente trabajan. Por el contrario, Kolbe consideraba el trabajo en
una clave espiritual diferente. Como veía en él como una herramienta indispensable para la
maduración de la santidad, que tiene naturaleza espiritual, y por lo tanto es invisible, por eso,
creía que cualquier tipo de trabajo, pero especialmente el que resulta del sufrimiento, era

17
M. Kolbe, Tajemnica powodzenia w akcji katolickiej, „Rycerz Niepokalanej”
3(1924), s. 193-194, [w:] Pisma, t. VI, s. 307.
18
Conferencia nº 56, Conferencias ascéticas de San Maximiliano María Kolbe, Ed. Mercy Press, en preparación
2020.
importante. Este tipo de trabajo, el que va asociado al sufrimiento, también le tocó realizarlo
cuando estaba en el campo de concentración de Auschwitz.

Un tipo especial de "acción" en Auschwitz

La estancia en Auschwitz fue, para Maximiliano, un tiempo de intenso trabajo, no solo


físico, sino también espiritual, y quizás más bien se trataba de un trabajo interno que externo.
Sabemos mucho sobre el primero. La lista de estudios sobre el arduo trabajo de los
prisioneros de los campos de concentración alemanes es muy larga. Constantemente surgen
nuevos estudios que enriquecen nuestro conocimiento existente sobre este tema. Sin embargo,
tenemos menos información sobre el trabajo espiritual del franciscano, no obstante, este fue el
más importante.
La estancia en Auschwitz fue un tiempo extraordinario, difícil y llevado al límite de las
posibilidades humanos. Muchos caían en la desesperación, la incredulidad o incluso algunos
cometían el suicidio. Benedicto XVI se refirió a estos estados extremos en su discurso que
pronunció en Auschwitz el 28 de mayo de 2006:

¡Cuántas preguntas se nos imponen en este lugar! Siempre surge de nuevo la pregunta: ¿Dónde estaba
Dios en esos días? ¿Por qué permaneció callado? ¿Cómo pudo tolerar este exceso de destrucción, este
triunfo del mal? Nos vienen a la mente las palabras del salmo 44, la lamentación del Israel doliente: "Tú
nos arrojaste a un lugar de chacales y nos cubriste de tinieblas. (...) Por tu causa nos degüellan cada día,
nos tratan como a ovejas de matanza. Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos rechaces
más. ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y nuestra opresión?
Nuestro aliento se hunde en el polvo, nuestro vientre está pegado al suelo. Levántate a socorrernos,
redímenos por tu misericordia" (Sal 44, 20. 23-27). Este grito de angustia que el Israel doliente eleva a
Dios en tiempos de suma angustia es a la vez el grito de ayuda de todos los que a lo largo de la historia —
ayer, hoy y mañana— han sufrido por amor a Dios, por amor a la verdad y al bien; y hay muchos también
hoy19.

¿Qué fue Auschwitz para san Maximiliano? Creo que no me equivoco si digo que su
estancia en Auschwitz fue un período de gran trabajo espiritual. El corazón de dicho trabajo,
su punto central, era sin duda alguna la oración y la esperanza. Kolbe rezó intensamente para
permanecer fiel al amor, y con toda certeza luchó para perseverar con la esperanza de
encontrarse con Dios en la eternidad. Muchos a su alrededor, en aquellas condiciones dejaban
de rezar y perdían la esperanza. Él lo sabía. Todos los días se encontraba con el drama de los

19
Benedicto XVI. Discurso de Benedicto XVI pronunciado en Auschwitz-Birkenau, el 28 de mayo de 2006.
prisioneros que dejaban de orar o perdían la esperanza de que Dios estaba allí, actuando.
Kolbe tenía fuertes deseos de poder ayudarlos, quería proteger en ellos el amor por prójimo, y
la esperanza de que Dios existe. En este sentido, trabajaba esforzándose duramente, con gran
empeño de su parte. El sufrimiento externo no era nada comparado con su sufrimiento interior
y espiritual.
El Papa Benedicto XVI recordó este drama, diciendo:

Nosotros no podemos escrutar el secreto de Dios. Sólo vemos fragmentos y nos equivocamos si queremos
hacernos jueces de Dios y de la historia. En ese caso, no defenderíamos al hombre, sino que
contribuiríamos sólo a su destrucción. No; en definitiva, debemos seguir elevando, con humildad pero con
perseverancia, ese grito a Dios: "Levántate. No te olvides de tu criatura, el hombre". Y el grito que
elevamos a Dios debe ser, a la vez, un grito que penetre nuestro mismo corazón, para que se despierte en
nosotros la presencia escondida de Dios, para que el poder que Dios ha depositado en nuestro corazón no
quede cubierto y ahogado en nosotros por el fango del egoísmo, del miedo a los hombres, de la
indiferencia y del oportunismo20.

Kolbe no tenía la intención de penetrar el misterio de Dios, tampoco habría podido


hacerlo; de hecho, nadie está en condiciones de hacerlos. Él solo quería “entrar” en él,
establecerse en familiarizarse con el misterio de Dios. Quería mirarse a sí mismo, también
quería mirar tanto su sufrimiento como el de los demás, los horrores del campo de
concentración “desde adentro”, desde el lado de Dios. Eligió a María Inmaculada como su
guía para conducirlo a Dios. Con la ayuda de la Esclava del Señor, rezaba para que el
Altísimo bajara del cielo y encontrara su criatura en aquel lugar trágico en el que se
encontraba. Kolbe rezaba para que pudiera estar dispuesto para aceptar la voluntad de Dios
siempre que ésta se le presentara. También le pedía que fuera misericordioso con todos: tanto
con los prisioneros como con los verdugos. Suplicaba a Dios que no se alejara del hombre, a
pesar de que cometía tales atrocidades. ¿Acaso fue escuchado? ¿Su trabajo espiritual trajo
frutos? ¡Por supuesto, creo que sí! Dos hechos parecen testificar de ello: su muerte heroica, es
decir, el sacrificio de su vida que ofreció libremente y surgió del amor, y el momento de la
muerte en sí, el 14 de agosto, en la víspera de la Asunción de la Santísima Virgen María.
Infligían la muerte por odio y con un deseo de excluir a Dios de aquel mundo que
promocionaba aquellos campos de exterminio. El movitov y el momento de la muerte de
Maximiliano fueron como una chispa divina, un rayo de luz del cielo, la voz de Dios, que
proclamaba que Él seguía amando al mundo, que es misericordioso y que la victoria final le
pertenece.
20
Benedicto XVI. Discurso de Benedicto XVI pronunciado en Auschwitz-Birkenau, el 28 de mayo de 2006
Maximiliano fue al cielo en la víspera de unaa fiesta mariana. Su muerte fue un modo
de “entrada” en la festividad del Shabat, un tiempo escatológico, el tiempo del eterno de
descanso, de la alegría y la comunión con Dios. La Biblia dice:

Libertad y obediencia
Volveré a la obediencia en un capítulo separado de esta posición, pero ahora quiero
decir que estaba en la corona de las virtudes de Maximiliano. ¿De dónde vino un gran amor a
la obediencia? ¿Qué justificó él? ¿De dónde sacó su comida para permanecer en obediencia?
San Buenaventura, ya mencionado anteriormente, escribió sobre esta virtud:

Y habiendo concluido el día séptimo la obra que había hecho, descansó el día séptimo de toda la obra que
había hecho. 3 Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque en él descansó de toda la obra que
Dios había hecho cuando creó (Gen 2,2-3).

La libertad y la obediencia

En otro capítulo de este libro volveré al tema de la obediencia, sin embargo ya ahora
quisiera subrayar que esta virtud estaba en la corono de las virtudes de san Maximiliano. ¿De
dónde sacaba un amor tan grande por la obediencia? ¿cómo lo justificaba? ¿de dónde sacaba
el alimento para perseverar en la obediencia?.
San Buenaventura, a quien ya hemos citado anteriormente, escribió lo siguiente en
relación con la virtud de la obediencia:

Leemos en el libro “Vida de los Padres del desierto”, que cierto Padre dijo que aquel que siempre fuera
obediente para con Dios hasta las capas más profundas de su alma tendría mayores méritos que el
ermitaño que vive solitario en su ermita. También dijo que un santo Padre le contó que había visto en el
cielo cuatro grandes coros: el primero de ellos estaba formado por aquellos que por Dios soportaban con
perseverancia intensos sufrimientos; los que formaban el segundo coro eran aquellos que acogían y daban
refugio a los pobres; el tercer coro eran aquellos que vivían un vida solitaria; finalmente el cuarto coro lo
formaban aquellos que por Dios vivían la obediencia. Luego vio que los que vivían la obediencia
llevaban en sus cabezas una corona de oro más que el resto. Le dijeron que esto recibieron mayor gloria
porque lo que hacían movidos lo por la obediencia, mientras que todos los demás se guardaban algo para
sí mismo por propia voluntad. El sacrificio movido por la obediencia es mayor que todos los otros
sacrificios u ofrendas, y esto es así porque en el primer caso su don ofrecido es su propia voluntad. Por
eso, querido hermano, si deseas hacer grandes progresos espirituales y quieres agradar a Dios, trata de ser
obediente en todo aquello que te manden hacer21.
21
San Buenaventura, O naśladowaniu Chrystusa, (en: Pisma ascetyczno-mistyczne, Warszawa (1984), p. 209.
Maximiliano fue fiel a esta enseñanza. Sabía que la realización de grandes fines no se
puede lograr sin un gran esfuerzo, sin algún tipo de ofrenda o sin sacrificarse. Los que aspiran
por alcanzar la perfección, la libertad interior y el amor puro deben saber, decía Kolbe,
contemplando a María en el misterio de su Inmaculada Concepción, que no lo lograrían solos,
con sus propias fuerzas. Deben necesariamente abrirse al Espíritu de Dios. Su mente y
voluntad deben subordinarse a los criterios y a la guía de Dios. Siguiéndolo a Él, el alma
aprende a superar las dificultades y a soportar las tribulaciones, a enfrentar las dificultades
que conlleva la vida, que además lleva la carga del egoísmo, la torpeza, la incompetencia y el
orgullo. Dios le confiere al alma obediente nobles deseos, le brinda nuevas fuerzas y la llena
de alegría. A partir de ese momento, el alma deja de confiar en sí misma, ya no sigue su
propia voluntad, ni se guía por su propia sabiduría, y deja de pedirse consejo a sí misma. De
ahora en adelante, anhela la obediencia en sí misma; renuncia a su propia voluntad y
habilidades mentales, entregándose por completo a la soberanía de Dios.
Así es como lo que comprendía Kolbe. Al contemplar a la Virgen Inmaculada, descubrió
en Ella el valor único e irremplazable de obediencia. Aunque María “no sabía” cómo Dios
querría cumplir sus promesas, Ella le fue obediente. Ella se sometió a la voluntad de Dios,
considerando que la sabiduría de Dios era mayor que la sabiduría humana. Y justamente en
ese momento, cuando negaba su propia grandeza y se entregó voluntariamente a las manos de
Dios, se convirtió en alguien auténticamente grande (en las palabras “He aquí la esclava del
Señor”) se volvió extremadamente grande.
Kolbe siguió el ejemplo de María; enseñaba que algo completamente análogo ocurre en
la vida de todos los que escuchan a Dios o en la vida de aquellos a quienes Dios envía como
sus intermediarios. María, después de todo, no habló directamente con Dios, sino con su
mensajero. Cuando el hombre se entrega en las manos de Dios, cuando le confía su vida y se
convierte en una herramienta sumisa en sus manos, entonces permite a Dios actúe plenamente
en su vida. De ese modo, propicia que su santidad madure y comience a dar fruto. En una
carta al hermano Felicissimus lo expresó de esta manera:

Querido hijo: la mejor manera de Amar a la Inmaculada es dejarse guiar por Ella en todo a través de la
santa obediencia. Su voluntad está plenamente fundida con la voluntad de Dios, y nosotros tenemos que
empeñarnos en hacer que nuestra voluntad sea cada vez más conforme a la suya. Así, aun cuando no
sintiéramos en absoluto amor hacia ella, el amor esencial será cada vez más profundo 22.

22
Carta al Hno. Felicísimo Sztyk, Niepokalanów, junio de 1937
Kolbe a menudo volvió al tema de la obediencia.. Se refería al valor que tiene y
subrayaba que era indispensable para la vida espiritual, como una herramienta para alcanzar la
plena madurez y un medio absolutamente necesario para la santidad. Explicaba de varias
maneras que lo que al principio puede parecer incomprensible, extraño o incluso algo ilógico,
a través de la obediencia alcanza un valor milagroso y produce un efecto increíble. Trae
buenos frutos.
Como veis, queridos Hermanos -terminó el P. Director- hubiese bastado una mínima desviación de la senda
de la obediencia, para dejar de lado las grandes cosas que Dios me destinó en sus planes. Sed, pues,
ciegamente obedientes en cada caso, si queréis que los planes de Dios se cumplan en vuestras personas23.

En otra ocasión, durante la meditación matutina que dirigió antes de regresar al Japón,
el 13 de agosto de 1930, dijo:

La ciudad de la Inmaculada surgió, se desarrolló y seguirá desarrollándose asentada sobre ese único
fundamento, la obediencia. Por eso, debemos tratar de profundizar cada vez más en esa virtud, porque así
seremos más de la Inmaculada y Ella nos gobernará más a nosotros y a toda La ciudad de la Inmaculada.
Entonces La ciudad de la Inmaculada alcanzará su objetivo, podrá irradiar y conseguir cada vez más almas
para Ella...Y el que no quiera ir por ese camino, será mejor que se vaya por otra senda y no nos moleste;
porque únicamente aquél que es instrumento de la Inmaculada, puede colaborar en Su causa...24.

Maximiliano estaba profundamente convencido de razón que llevan estas palabras.


Realmente creía que lo que estaba haciendo nació de la obediencia, y que justamente por eso
resultó ser tan fructífero, y se desarrollaba y fortalecía cada vez más. Se entregó a sí mismo,
junto con su fuerza espiritual y física, su capacidad intelectual y sus dones organizativos, bajo
la dirección de Dios. Tenía muchas visiones, pero no confiaba ciegamente en ellas, sino que
verificaba su autenticidad y el valor evangélico que tenían en la oración, la meditación y en
conversaciones con sus superiores. No se fiaba de la fuerza de su voz interior, por lo que más
bien quería escuchar a Dios y a otras personas. No identificaba la voluntad de Dios con los
sentimientos. Sometía sus ideas a la verificación de diversas instancias externas, entre la que
también incluía el factor tiempo.
Kolbe pertenecía a la categoría de los visionarios. No se fiaba de las visiones concretas
que tenía, sino que más bien trataba de verificar su valor y su procedencia en la vida
23
Conferencia nº 4, Conferencias ascéticas de San Maximiliano María Kolbe, Ed. Mercy Press, en preparación
2020.

24
Conferencia nº 7, Conferencias ascéticas de San Maximiliano María Kolbe, Ed. Mercy Press, en preparación
2020.
cotidiana. Como no quería deambular por las callejuelas sin salida del egoísmo humano,
decidió seguir la obediencia como guía, consejera y maestra. El modelo de esta actitud, como
ya mencioné anteriormente, era la Inmaculada, quien fue totalmente obediente a Dios.
Mirando desde fuera la actividad de Maximiliano, uno podría decir que hizo solo lo que
quería, que estaba donde tenía la intención de estar. La persona que pensar esto, ¿tendría
razón? ¿Qué le respondería el franciscano? Con toda certeza negaría abiertamente tal opinión.
Para comprender adecuadamente su espíritu de obediencia, hay que hacer una distinción
importante entre libertad y obstinación. Este es un tema fundamental, una cuestión de gran
importancia. La fe dice que el hombre fue llamado a vivir la libertad en la obediencia, no a
sacrificar su libertad. Maximiliano era libre, pero no era obstinado. Hacía propuestas de forma
audaz y libre, trazaba amplias visiones, establecía objetivos a largo plazo, encendía con
entusiasmo las mentes y el espíritu de mucho, pero no se obstinaba con terquedad. Cuando fue
necesario, cedió a la voluntad de sus superiores, aceptó y llevó a cabo todo lo que le
aconsejaron, o bien se abstuvo de hacer lo que le mandaban detener, pero nunca renunció a su
libertad creativa. Su mayor libertad era obedecer a Dios, porque de Él había recibido el don de
la libertad. Como la fe le decía que Dios también actúa a través de la voluntad de sus
superiores, mediante sus consejos y decisiones, por es también les mostró siempre obediencia,
perfeccionando así aún más su libertad.

***

El hombre no nace santo, sino que se santifica hasta llegar a serlo; la santidad de vida
produce la santidad moral. En la vida de Maximiliano, esta última se manifestaba de diversas
maneras: en las actividades cotidianas, en las elecciones que hacía, en las obras que inició, o
en aquellas que desarrolló y finalmente en el sacrificio de la vida. En todo, quería asemejarse
cada vez más a María y, a la vez, estar más cerca de Cristo.
Kolbe maduraba espiritualmente, logrando sistemáticamente una perfección cada vez
mayor. Colaboró intensamente con Dios, permitiendo que la semilla de santidad, que había
recibido al ser creado, madurara más y más en él, tomara una forma plena y madura. Fue
obediente haciendo la voluntad de Dios, siguió con entusiasmo a Cristo y amó a los que Dios
puso en su camino. El sacrificio de su vida en el campo de Auschwitz fue la máxima y
definitiva expresión de la obediencia de Maximiliano al amor. Las herramientas de las que se
sirvió en el proceso de maduración de la santidad eran sus nobles deseos, el trabajo y la
acción. No se cansaba ni se rendía. Él seguía siendo espiritualmente joven y creativo en su
libertad, gracias a lo cual se asemejó a Dios, la fuente y el dador de la libertad auténtica,
Kolbe continúa enseñando y atrayendo a muchos con su ejemplo.
La fe es el inicio y el contenido del camino

La fe no lleva al hombre a una vida sin dolor, sino más bien a adquirir una habilidad
importante, gracias a la cual deja de controlar todos los asuntos, con la que ya no quiere
contar solo consigo mismo, confiando en sus propias fuerzas físicas, intelectuales o
espirituales. La fe permite al hombre abrirse a alguien más fuerte que él. Quien cree empieza
a confiar sin reservas en Dios en todo lo que experimenta o bien en todo aquello en lo que
participa, pero sobre todo se entrega a Dios confiadamente. Una persona así trata con seriedad
las palabras de Jesús, que nos dice que «todo es posible al que tiene fe» (Mc 9,23). Y por si
fuera poco, el creyente no solo confía que todo lo puede con la ayuda de Dios, sino que está
convencido, con total certeza, de que las hermosas ideas que surgen en su corazón, los deseos
nobles o fines elevados son también dones de Dios. Así lo cree puesto que Él es el Creador del
mundo invisible, del mundo de nuestros encuentros con Él, de la libertad de nuestras elecciones,
de la amistad, del amor…Este invisible interior está lleno de la fuerza creadora de Dios. También
es propiedad del hombre y de Dios al mismo tiempo, ya que Él ha hecho la hombre ”co-creador”
de la belleza y del bien, de la continuación de la obra de poner orden en el mundo (cf. Gen 1,28),
cuyo principio lo inició Dios en el acto bíblico de la creación.
Según Lev Shestov (1866-1938), la fe es una “posibilidad” y al mismo tiempo es “una
lucha loca por lo imposible”. También agregó que “la fe comienza cuando, a la luz de la
obviedad, todas las posibilidades terminan, cuando la experiencia y la razón afirman sin dudar
que no hay esperanza para el hombre, y ya no puede haberla”25. Entonces, cuando para los que
no creen todo llega a su fin, más allá del cual hay solo un vacío o la imposibilidad, para el
creyente, por el contrario, empieza el inicio de una aventura. Con la ayuda de la fe, estas
personas incluso “vuelan”, se elevan por encima de las cosas aparentemente imposibles,
adquieren un sentido de libertad, casi extraño o completamente extraño para los que están
cerca, pero que no creen en Dios e ignoran la fuerza, que la fe proporciona. Los creyentes, en
cambio, están llenos de esperanza, optimismo, coraje y, con frecuencia lo están en situaciones
aparentemente sin esperanza, humanamente sin salida.

25
Gnoza a filozofia egzystencjalna, [w:] Gnoza a filozofia egzystencjalna. Eseje filozoficzne (z dodaniem listów
Lwa Szestowa, Martina Bubera, Edmunda Husserla i Mikołaja Bierdiajewa oraz szkicu Mikołaja Bierdiajewa -
Fundamentalna idea filozofii Lwa Szestowa), wybrał, przełożył, notą i przypisami opatrzył C. Wodziński,
„Biblioteka Aletheia”, Warszawa 1990, s. 62.
Aquellos que creen, al mismo tiempo, confían firmemente en que Dios, a pesar de
muchas voces y signos aparentemente opuestos, no se ha retirado de la historia del mundo,
sino que todavía está presente sigue actuando. Quien cree fija su mirada hacia arriba, donde
habita Dios. Por lo tanto, mira más allá, y lo mira todo a través del prisma de la grandeza de
Dios. Cree en todo lo que dice Dios, y al mismo tiempo nunca lo que ve con sus propios ojos
no deja de asombrarle. Él recuerda que el Creador está infinitamente lejos, en un lugar
separado y diferente de todo lo que encuentra en su vida, pero al mismo tiempo vive
profundamente convencido de que Él está muy cerca, le resulta ser más cercano que todas las
criaturas, en definitiva, que lo acompaña a lo largo de todo su viaje terrenal.
Quien cree sabe que Dios es quien crea su pensamiento y lo mantiene en la existencia, y
que todos los días de su vida lo abraza con su amor y lo mantiene con su fuerza. Esto no
significa que el creyente desprecie las cosas terrenales o que no le preocupen las cosas de este
mundo o que se haya olvidado de ellas. ¡Nada de esto! No se olvida de nadie ni desprecia
nada, lo que sí hace es que lo eleva todo a un nivel superior, lo ennoblece. El creyente, solo
por el poder de la fe, nunca deja de esforzarse por subir (escalar) a un nivel superior, cada vez
más cerca de Dios.
Aquellos que no creen subestiman la fuerza de la fe. Les parece que es innecesaria, e
incluso piensan que solo representa una carga, un conjunto de verdades y reglas innecesarias,
principios más o menos detallados, sin las cuales la vida sería mucho más simple y fácil. ¿Y
qué piensan los creyentes al respecto? Creen que la fe les proporciona alas con la ayuda de las
cuales pueden elevarse por encima de la gris y difícil vida cotidiana y volar, ver más y más
lejos, vislumbrar otros horizontes que suscitan la esperanza de un mañana mejor. La fe,
consideran ellos, es esencial para cualquiera que quiera ser mejor espiritual o moralmente
hablando.
Tales anhelos, así como el deseo de volverse más resistente a las tentaciones del mundo
o de estar más profundamente convencido de la rectitud o legitimidad de aquello en lo que
uno cree, a veces pueden ser parecidos a la lucha frenética consigo mismo y con el entorno. A
menudo son hostiles o luchan abiertamente contra todos los deseos / aspiraciones positivos e
intentos de progresar en el bien. Un entorno externo hostil utiliza todo tipo de medidas para
negar o cuestionar tales esfuerzos, e incluso trata de desanimarnos sugiriéndonos que no tiene
sentido, que el empeño que el hombre pone en ir en la buena dirección no vale la pena, que el
esfuerzo se desperdiciará. En tales situaciones, la fe le ayuda, puesto que lo empuja a confiar
en que a pesar de las muchas adversidades internas o externas que se le presentan, podrá subir
subir más alto y alcanzar nuevas cimas de la vida espiritual, que hasta ahora le eran
desconocidas. La fe lo convence de que será capaz de realizar gestos e incluso de hacer
sacrificios tales que, quien no cree no podrá decidirse a hacerlo. Quien tiene una fe viva
parece ser sordo a lo que le dicen aquellos que tratan de disuadirlo de tomar buenas decisiones
o de hacer determinadas renuncias; persiste en sus nobles deseos y metas, creyendo
firmemente que provienen de Dios. No renuncia a ellos ni se rinde, sino que sueña con el bien
y hace todo lo posible para realizarlo o incluso para multiplicarlo. Se involucra en lo que la
vida le propone de varias maneras, se compromete, y la inteligencia que precisa para llevarlo
a cabo lo saca de la fe, porque confía en que el poder del espíritu de Dios realmente obra en
él. Una persona así cree profundamente que lo que ha planeado es factible, porque proviene
de la inspiración de un Dios, que no solo inspira sino que también la apoya dándole las
gracias necesarias. El creyente quiere ser mejor y, al mismo tiempo, alienta a otros para
desearlo.
La fe es la respuesta que el hombre le da a Dios, quien tanto desea entablar un diálogo
con él, entablar una relación de amor con él, colmarlo con la verdadera felicidad. Dios no
obliga a nadie a aceptar su presencia en la vida; Él solo ofrece una propuesta, a la cual el
hombre puede responder con la fe, pero no está obligado a hacerlo. Sin embargo, quienes
acogen con confianza al Dios que sale a su encuentro y tratan de vivir de acuerdo con sus
indicaciones, desde aquel momento en adelante, las cosas aparentemente imposibles o
claramente imposibles se vuelven posibles. Quien cree, descubre que tiene alas y aprende a
volar. Entonces, ya puede elevarse por encima del tono gris de la vida cotidiana, por encima
de la pequeñez humana y de las actitudes que infligen sufrimiento, que causan daño e
injusticia…. y de ese modo podrá mantener la esperanza de que todo será mejor y que,
finalmente, la verdad volverá a tener voz.

Para aquel que cree, los tiempos siempre son a la vez fáciles y difíciles

Maximiliano vino al mundo en un momento y lugar donde la fe aún era algo muy
estable, y su autoridad todavía no había sido cuestionada, al menos no en una escala como sí
ocurrió más tarde, cuando Kolbe murió con una inyección de fenol en el campo de
exterminio. Las ideologías socialista-comunista y fascista-nazi justo empezaban el proceso de
erosión de los fundamentos cristianos de la cultura europea, subordinando lentamente al
hombre, así como a la sociedad, el arte y la moral. En 1894, cuando Maximiliano nacía en
Zduńska Wola, un alto porcentaje de personas creían que todo un conjunto de creencias
(incluidos las de carácter religioso) se explicaban por sí mismas, por lo que las aceptaban y
practicaban. Sin embargo, con el paso del tiempo, la situación comenzó a deteriorarse
notablemente. El año 1848, descrito por los historiadores como la “Primavera de las
Naciones”, fue el primer presagio serio de lo que sucedería más tarde. El proceso de
descomposición de la situación hasta aquel momento se intensificó después de la Primera
Guerra Mundial, la cual dio un golpe mortal a las monarquías europeas, y también afectó
indirectamente los fundamentos religiosos de la sociedad europea.
El gran colapso económico de principios de la década de los años 30 del siglo XX y el
colapso del orden liberal, visible en casi todas partes de Europa, alentaron el surgimiento de
ideologías y movimientos monolíticos que, con una fuerte retórica y disciplina, fueron un
refugio para muchas personas a quienes el desorden que se imponía les resultaba insoportable.
La Segunda Guerra Mundial aceleró mucho este proceso. Se cumplieron los peores
presentimientos de los profetas de la destrucción al mostrar claramente cuán terrible puede ser
el hombre cuando se aparta de Dios y rechaza sus mandamientos.
A la par con los cambios políticos y económicos, tenía lugar una polarización de las
creencias religiosas, los valores y los estilos de vida, lo que obligó a las personas a tomar
decisiones individuales. Las grandes ideologías impusieron el tipo de forma de pensar del
rebaño, obligando a la fuerza a adoptar ciertas actitudes y pensamientos, y su posterior caída
condujo al colapso de las creencias y convicciones, y finalmente a la subjetividad imperante.
De este modo, surgía una nueva civilización, nacida de la audacia de la razón, que ahogaba la
voz de Dios cada vez más y se mantenía cristiana solo en las formas. Además, cortaba por la
raíz la esfera de las necesidades espirituales del hombre, y además obstaculizaba o incluso
bloqueaba con eficacia su relación personal con Dios. En lugar del anhelo y los valores de
Dios, que él es el Dador de todo, esta ideología introdujo la codicia, despertando en las
personas los impulsos más bajos: el deseo de poseer, usar, gobernar, conquistar, sin dejar (o
dejando muy poco) espacio para las virtudes, como la magnanimidad, la fidelidad y la
compasión ... El egoísmo y la búsqueda de beneficios individuales o de clase se convirtieron
en un objetivo importante de la vida. Un nuevo hombre estaba naciendo lentamente: sin
personalidad, hueco, vacío, controlado desde fuera, temeroso de la libertad, es decir, un
hombre sin Dios.

La fe es la fuente de una fuerte esperanza

¿Cómo reacciona Kolbe? ¿Es consciente de los cambios que estaban teniendo lugar?
¿En qué medida participa en ellos? Ante todo, Kolbe no se asusta y ni se desespera, lo cual no
carece de importancia. Sostiene que quien realmente cree en Dios, quien se lo toma en serio
en su vida, no se asusta, no se deja llevar por el pánico. También está lejos de la omnipresente
tentación del pesimismo y la resignación. Las situaciones difíciles que ve o en las que se
encuentra enredado no despiertan en él terror o desaliento, sino que son un llamamiento aún
mayor y más fuerte para un retorno a la fe auténtica, para renovarla y fortalecerla. En cada
situación en la que Kolbe se encontraba, el trataba de mantener la paz de espíritu,
manteniendo una esperanza firme en poder encontrar una salida vencedora. ¿Por qué? ¡Tenía
dos razones importantes para ello!
Primero, creía que Dios todo lo sabe. Él sabe perfectamente lo que está sucediendo en el
interior del hombre y lo que está ocurriendo con cada persona, tanto en su interior como en su
entorno. Él todo lo tiene bajo su control, todo lo gobierna bajo su soberanía. Imagino que
Kolbe, que tenía un doctorado en teología, a menudo volvía a recordar la historia del profeta
Elías, del Antiguo Testamento.. Sabía que este gran testigo de Dios también tenía situaciones
en las que estaba desesperado, por ejemplo cuando se percataba de cuántos de sus
compatriotas se habían alejado de Dios, traicionando a su Señor, entregándose a la idolatría
(cf. 1 Reyes 19,14). En esa difícil situación en la que él mismo se encontraba, así como
aquellos que permanecían fieles a Dios, Elías experimentó una visión de Dios. Oyó una voz
que le exhortaba a no ceder ante la desesperación, le decía que no tuviera miedo, que no se
sintiera tentado por la desesperanza y que no abandonara su fe, sino que confiara. Dios le
daba esta certeza: «Dejaré un resto de siete mil en Israel: todas las rodillas que no se doblaron
ante Baal y todas las bocas que no lo besaron » (1 Reyes 19,18).
Maximiliano se comporta de manera similar. Anima a los demás que tener prudencia y
mantener la paz de espíritu. Exhorta a confiar en un mañana mejor. Y lo hace todo en nombre
de la fe, la cual le dice que «Dios siempre está presente, en el pasado, en el presente y en el
futuro»26. La paz interior, el dominio de sí y una confianza profunda que sacaba de la fe, todos
estos valores Kolbe los mantuvo siempre, incluso en medio de los horrores de la Segunda
Guerra Mundial en la difícil situación en la que se encontró Niepokalanów, con la dispersión
de los frailes y la prohibición de seguir publicando el “Caballero de la Inmaculada”.
Permaneció firme e inamovible junto a Dios porque sabía que la victoria final le pertenecía a
Él. Ciertamente compartió a el Padre Donat Gościeński, a quien le escribió un mes antes de
ser arrestado por la Gestapo, el 17 de enero de 1941:

26
Pobrecitos…E.K. n` 1113, p. 2038,
Quedémonos tranquilos. Si la causa de la M.1. es obra de la Inr~ac~lada, este~os seguros de que ninguna
dificultad podrá perjudicarla: pero SI no lo es, entonces que se derrumbe. Cuando cumplimos lo que la
conciencia nos indica, podemos mirar al futuro con serenidad, a pesar de nuestras faltas. Le encomiendo a
la Inmaculada y pido una oración27.

Al leer estas palabras, el lector debe sentirse impresionado por el dominio de sí, la paz
de espíritu y el optimismo cristiano que emanan. Efectivamente, hay en ellas mucha luz y
esperanza, a pesar de la difícil situación bélica y los horrores que la guerra conllevaba, con
miles de víctimas y una creciente brutalidad. Y en esta situación, ¿qué hace el franciscano de
Niepokalanów? ¿Cómo reacciona? ¿Qué dice? En nombre de la fe en el Todopoderoso, pide a
todos la calma y mantener el espíritu de prudencia. Él convence a los destinatarios de que
Dios es más grande y más fuerte que las personas y sus ideologías, también que aquellos
sistemas mortales. Por lo tanto, nada sucede “fuera” de Él, nada ocurre sin su voluntad, nada
sin su consentimiento. Él respeta la libertad humana, pero ésta no es absoluta, porque solo Él
es absoluto. Entonces Dios es soberano de todo, es Él quien lo controla todo, conduciéndolo
todo al fin establecido. Él es el Señor de todos y de todo.
Como todo está en manos del Altísimo, uno no debe tener miedo. De ahí que al hombre
no le esté permitido caer en el pánico o en la desesperación, puesto que esta actitud
contradeciría la fe. La fe nos recuerda que Dios, aunque sea invisible para nuestros ojos
corporales, existe; Él sabe muy bien lo que estamos experimentando, y que a menudo lo
pasamos mal y ante situaciones difíciles nuestra fe y nuestras creencias vacilan; hacemos
promesas, que no siempre mantenemos, y caemos. Entonces, afirma Kolbe, tanto más
deberíamos fiarnos de Dios, dejar que nos guíe, abandonarnos confiadamente en sus manos y
vivir con la certeza de que nos conducirá por un camino seguro hacia la salvación.
En segundo lugar, Kolbe opina que incluso los mayores pecados que pueden propiciar la
incredulidad en Dios, que suelen generar una visión distorsionada del hombre, sin embargo no
pueden justificar la incredulidad. Por lo tanto, él estaba convencido de que incluso los grandes
pecadores están en condiciones de recordar que son criaturas de Dios y pueden regresar a la
fe. Y aunque no conocía el tiempo ni las circunstancias en que esto sucedería, creía
firmemente que sucedería. Él vivía esta verdad profundamente, lo cual era una fuente
inagotable de energía para su apostolado. Sacaba fuerzas de esta verdad para mantener la
esperanza a pesar de tantas señales que la contradecían. La verdad acerca del Dios vivo, que
actúa en todo momento, suscitaba su optimismo, que a menudo faltaba a las personas que

27
Carta al P. Donato Gościński, Niepokalanów, 17 de enero de 1941
encontraba en el camino. Él oraba incesantemente para que no le faltaran las fuerzas para
aceptar y confesar esta verdad sobre Dios, que siempre sale victorioso.
Haciendo referencia a las anteriores palabras, escribió en su artículo La nueva era,
publicado en el Caballero de la Inmaculada en 1924:

Gente de poca fe, ¿por qué la duda penetra furtivamente en vuestro corazón? Encended en todas partes el
amor y la confianza en Mana Inmaculada y muy pronto veréis brotar de los ojos de lo pecadores más
endurecidos las lágrimas del arrepentimiento, vaciarse las cárceles, aumentar el número de los obreros
honestos, mientras la paz y la felicidad destruirán la discordia y el dolor, porque ha llegado una era
nueva28.

Mencioné que Kolbe escribió estas palabras en 1924, muchos años antes de la Segunda
Guerra Mundial. ¿Los siguientes años cambiaron algo en sus creencias? ¡Yo no lo creo! Más
bien fortalecieron y profundizaron aún más sus puntos de vista juveniles. Con el paso de los
años, se iba fortaleciendo en sus convicciones juveniles, por lo que creía cada vez más que
para aquellos que son de Dios, casi todo se vuelve posible. Estos no cuentan con ellos mismos
ni con sus propias fuerzas, no confían en las posibilidades o medios humanos, sino que ponen
toda su confianza en Dios, pues saben que Él no los defraudará. Creo que una cierta
confirmación de lo que estoy diciendo puede ser una carta que Kolbe escribió al hermano
Sergiusz Pęśka el 17 de enero de 1941, poco antes del último arresto de la Gestapo. La carta
es tan importante que vale la pena citarla aquí en su totalidad:
Querido hijo,

Hace tiempo que no recibo noticias tuyas. He oído que también ~onde están ustedes ha surgido alguna
dificultad. Pero es algo que tiene que suceder. En esta tierra siempre estará presente la libre voluntad, y no
sólo libre, sino también frágil. No hay que maravillarse, pues, de que todos tengan debilidades. En medio
de las tempestades, exteriores e interiores, se necesita mucha, muchísima tranquilidad. Esta le faltó a los
Apóstoles cuando surgió la tempestad del mar: sin embargo, Jesús les reprochó después su poca fe (cfr.
Mt 8,26). Si las Niepokalanów y la causa de la Milicia de la Inmaculada son obra de la Inmaculada,
estemos tranquilos: cualquier tempestad, externa o interna, servirá sólo para purificar y reforzar la obra;
si, al contrario, no proceden de Ella, que se derrumben; ni siquiera las añoraremos. Sin embargo, la
experiencia vivida hasta hoy y más aún la voz de la obediencia indican expresamente que todo procede
bien. Ciertamente, si ésta no fuera obra de la Inmaculada, el demonio estaría tranquilo; pero dado que
éste la ve a Ella en toda la obra, entonces "pone insidias a su pie"; de todos modos, al final Ella aplastará
siempre su cabeza [cfr. Gn 3,15]. A ti, querido hermano, y a todos los hermanos, os deseo una paz mucho
más grande.

La paz sea con vosotros29.

28
Una nueva era, E.K nº 1069, p. 1963.

29
Carta al P. Sergio Pęsiek, 17 de enero de 1941, E.K nº 943, p. 1562-1563.
Kolbe escribe que la victoria definitiva, cuando llegue, será siempre obra de Jesucristo.
No obstante, esta convicción no debería ser motivo para que la persona se desmovilice. No
solo no debería desvincularse, ni siquiera puede justificarse para sentirse libre del deber de
actuar, puesto que este es, en realidad, de deber de colaborar con Dios. Por supuesto, siempre
hay que mantener las debidas proporciones, un equilibrio correcto entre el Creador y la
criatura; no obstante, el hombre está llamado a actuar. Recibió esta misión en el acto de la
creación, cuando el Creador le encargó que sometiera la tierra y la llenara (cf. Génesis 1,28).
San Maximiliano, convencido de la verdad contenida en estas palabras, abogó por procurar
tener «una fe viva, la humildad y la confianza ilimitada de San José. Como Abraham: "qui
contra spem credidit" "(Rom 4,18930, que consideraba indispensable para poder colaborar de
forma fructífera y para la victoria definitiva del bien. De hecho, no hay necesidad de hacer
tales consideraciones, pues no se siente dicha necesidad. Cuando el creyente empieza a llevar
a cabo este tipo de consideraciones, empieza a convertirse en teólogo. Deja de dialogar con
Dios, para empezar a hablar sobre Dios. De alguna manera ubica la fe “a un lado” de su
persona, la contempla, formula preguntas y busca respuestas. “Siempre que tiene lugar una
reflexión sistemática alrededor de la fe, ya tratamos con la teología”31, es decir, cuando el
creyente confronta su experiencia personal con la fe que profesa. En tales situaciones, el
creyente entra en un diálogo, más o menos crítico, que o bien profundiza su fe o bien la hace
más superficial.
Maximiliano recibió de Dios el don de la fe, que acogió con solícito cuidado y alegría,
profundizándola y desarrollándola. Él también se sirvió de ella. La fe era para él como las alas
para un pájaro, como el agua para los peces o el combustible para un automóvil. El pájaro no
hace consideraciones sobre sus alas, sino que las usa para volar. El pez no usa el agua por
placer, sino que vive sumergido en ella, respira y se nutre de aquello que encuentra.
Simplemente el agua es indispensable para que pueda vivir. Nadie compra un auto sin un
depósito de combustible. Estas son cuestiones tan obvias que se omiten en la conversación.
De manera similar ocurre con la fe de Maximiliano: él vivía de fe, la respiraba, se servía de
ella para «volar» en las alturas de su existencia; y cuando se hizo necesario, descubrió en ella
la fuerza para testificar, dando un testimonio sobre quién era y qué propósitos se disponía a
llevar a cabo.

30
Meditaciones durante los ejercicios de 1918, E.K p. 1944.

31
Peter L. Berger, Pytania o wiarę. Sceptyczna zachęta do chrześcijaństwa, Jerzy Łoziński, Varsovia 2007, p.
16.
La fuerza de la fe permitió a Maximiliano diseñar grandes obras y, con entusiasmo,
hacer todo lo necesario para llevarlas a cabo. Nunca se desanimaba ni se quejaba; cuando algo
no salía como él esperaba, tampoco caía en la frustración; cuando tuvo que renunciar a
algunos de sus planes misioneros, simplemente los posponía, dejaba para más tarde su
realización, por ejemplo, en el caso de una nueva casa conventual. La fe también fue para él
una fuente de esperanza. Él confiaba firmemente en la bondad del hombre, creía que a pesar
de las muchas debilidades y dificultades que aparecían, el hombre estaba en condiciones de
convertirse y ser bueno. Justamente por eso, creía firmemente en un futuro positivo del
mundo, a pesar de todos los signos opuestos que veía a su alrededor.

La fe también es una maestra responsable

¿Cómo explicaba Kolbe lo que es el acto de fe? En el año1935 se expresó largamente


sobre este tema. Lo hizo en un artículo que se publicó en las páginas de la revista mensual
japonesa “Mugenzai no Seibo no Kishi”32. Esto es lo que Kolbe escribió sobre la cuestión:

Muchos son las interpretaciones sobre la cuestión: ¿qué es la fe religiosa? Por eso no será inútil una
explicación clara sobre la importancia de este tema.
Algunos explican la fe como "confianza", otros como "una especie de sentimiento religioso", o presentan
otras interpretaciones.
De todos modos, en pocas palabras, la fe es el reconocimiento de una verdad que hemos oído o que
hemos conocido de otra manera.
Por ejemplo, cuando alguien me habla de un tifón que ha afectado a un país lejano, o cuando leo o me
informo acerca de dicho tifón por otro medio y yo lo acepto como un hecho realmente ocurrido, entonces
se dice que yo he tenido fe en el que habló o escribió.
En el acto de fe, pues, hay dos elementos: reconocer que aquel que testimonia algo está también
informado sobre ello y el reconocer su veracidad. El conocimiento indica en este caso la conformidad de
la mente de aquél que testimonia con la realidad; la veracidad, al contrario, indica la conformidad del
testimonio hablado o escrito con la mente, es decir, con la conciencia de aquél que testimonia.
Eso es cierto y se refiere a cualquier acto de fe, incluso en el ámbito natural, que no tiene ninguna
relación con la fe religiosa.
Del mismo modo, la fe religiosa tiene un fundamento propio y se apoya en el conocimiento y en la
autenticidad de la Sabiduría increada, que conoce todas las cosas de manera completa y en su veracidad
absolutamente perfecta, que no puede contradecir a la verdad ni una sola vez.
Por consiguiente, si a través de un razonamiento se conoce algo como revelación divina, la autoridad de
esa revelación procede de la Sabiduría y de la veracidad divina infinitamente perfecta, y nosotros
reconocemos este hecho como una verdad basándonos precisamente en ese fundamento. Y eso es un
maravilloso acto de fe.
Sin embargo, para cumplir este acto de reconocimiento es indispensable un auxilio particular de Dios, un
auxilio que supera las fuerzas naturales del hombre. Este auxilio particular lo llamamos "gracia divina".
La definición de la fe religiosa, pues, debería ser la siguiente: "La fe es un acto de la razón que, siguiendo
los órdenes de la voluntad, movida por la gracia divina, reconoce una verdad revelada".
Con frecuencia puede ocurrir que una persona, por más que haya estudiado la religión, oído debates de
muchas personas sobre el tema, leído mucho, reflexionado y meditado profundamente, si lo ha hecho sin

32
6[1935] nr 11, s. 2n.
pedir a Dios la gracia de la fe con una oración humilde y sin hacer nada para obtener esta gracia, puede
ocurrir que esa persona no haga ni un solo acto de fe33.

Maximiliano afirma aquí algo muy importante acerca de la fe. Escribe sobre algo tan
difícil como actual, incluso indispensable para acoger la fe y vivir en la fe. He aquí que
Kolbe, rico en experiencias espirituales, escribe que la humildad y la oración son las alas de la
fe. Estas dos actitudes son necesarias para acoger a Dios en la propia vida. Gracias a la
oración y a la humildad, el hombre puede ver la acción de Dios en el mundo y acogerlo en su
vida. Gracias a la fe, el hombre ve más allá y de modo más profundo, se percata del sentido
que tiene aquello que antes le parecía sin importancia, o bien carecía de sentido más profundo.
Quien cree es capaz de ver lo que otros no perciben, o puede aceptar lo que otros cuestionan.
Porque la persona que cree puede elevarse por encima de la vida cotidiana, por encima de lo
ordinario y de los comportamientos de los demás más comunes, de poca importancia. El
creyente está dispuesto para rechazar las opiniones de millones y aceptar la justa opinión de
Dios. La fe le da la fuerza para superar el odio humano, el mal o el daño. No obstante, la fe no
solo le permite elevarse por encima de la pequeñez humana, cuya fuente es el pecado, sino
que también le da fuerzas para combatirla, mostrando lo que es grande y noble. Esta actitud es
ajena a los que no creen, porque solo la fe puede dar aquella fuerza que saca de Dios.
Una cosa importante en la vida del creyente es saber notar el momento apropiado, es
decir, leer e interpretar el “signo de los tiempos”, comprender cuál es el deseo de Dios para
con su persona, qué quiere, cuáles son sus expectativas. Por lo tanto, el creyente espera que la
fe lo ayude a reconocer la importancia de un acontecimiento que está viviendo o en el que está
participando. También es una fuente de un conocimiento concreto. Ayuda a discernir la
importancia del momento vivido, a la vez que confiere la inteligencia y la fuerza necesarias
para poder adoptar una actitud adecuada y perseverar en ella hasta el final.
Esta actitud es extremadamente importante en las situaciones en las que se encuentra el
hombre contemporáneo. Es indispensable, absolutamente necesario hacer que Dios se
convierta en el horizonte de la propia vida. Solo cuando Dios es el horizonte del hombre,
cuando este dirige su mirada hacia Él y lo mira fijamente, no se “marea” ni espanta al ver lo
que está sucediendo en el mundo. En una ocasión le pregunté a un pescador cómo evitar el
mareo en alta mar, lo cual cuando ocurre hace que navegar sea imposible. El mejor remedio
contra el mareo –respondió después de un momento de reflexión– es fijar la mirada en el
horizonte. Esta actitud funciona no solo en el caso del mareo en el mar. De hecho, concierne a
toda la vida humana. Es decir, lo que nos asegura poder tener una vida feliz es saber centrar la

33
E.K nº 1069, Artículo en Mugenzai no Seibo no Kishi, p. 1963.
atención en lo que realmente es importante, no en cosas insignificantes, en los detalles, en lo
es poco esencial y fugaz. Cuando el hombre hace de Dios el horizonte más importante de su
vida –Aquel que siempre está ante cada uno de nosotros–, aún sabiendo que es inalcanzable,
cuando se centra con todo su ser en Él, cuando desea que Él sea el Garante supremo, la fuente
principal de su sentimiento de seguridad, entonces podrá tener la esperanza de que al
experimentar momentos difíciles podrá salir victorioso de aquella opresión momentánea, de
los desgarres existenciales, del sufrimiento. Para un creyente, Dios constituye una gran fuerza,
una fortaleza frente a las dificultades. Lo que he estado exponiendo hasta ahora lo expresa con
mucha habilidad el escritor francés Antoine de Saint-Exupéry, cuando escribe que observó
que: «no son los mismos el que marcha hacia el niño enfermo, el que marcha hacia la bien
amada, el que marcha hacia la casa vacía, aunque en el instante parezcan semejantes»34.
De hecho, todos corren, pero no todos lo hacen hacia la misma meta. Alguno puede
correr para salvar su vida, otro corre para encontrarse con la bien amada (o con el amado),
mientras que otros corren para encontrarse con la "casa vacía". Solo la fe puede determinar la
dirección correcta, es decir, la buena dirección o el propósito de la vida. Solo ella es fuente de
fuertes y nobles deseos, y a la vez es la esperanza de su realización. Los tiempos en los que le
tocó vivir a Maximiliano fueron sacudidos por los fuertes temporales de la ideología nazi. Los
azotes tormentosos de aquella guerra terrible destruyeron las vidas de millones de vidas,
naciones y países, pero él, alado por la fe, se elevó por encima de todo y “corrió” hacia el
hombre necesitado. La dirección que debía tomar se la marcó la fe; ésta también le dio las
fuerzas que necesitaba para alcanzar su objetivo.

La fe revela la plena verdad sobre el hombre

Para poder adoptar una decisión sabia y responsable, uno debe moverse dentro del
ámbito de los valores. Sin una referencia constante a la verdad, sin una confrontación
constante con una escala objetiva de valores, sin el combate contra las inclinaciones
subjetivas del hombre, el necesario discernimiento no puede ser pleno, por lo que será difícil
para la persona tomar la decisión correcta. Esto también se refiere al hecho de poder evaluar
adecuadamente de lo que la vida conlleva. Así, el poder atribuir el valor objetivo de la
situación que uno está experimentando, o bien poder descubrir la dignidad de las personas que
uno encuentra en su camino, todas estas situaciones plantean la necesidad de tener un punto
de referencia objetivo, una escala de valores adecuada. Esto también se aplica al hombre:
34
Ciudadela, A de Saint Exupéry, Free-editorial
quien ignora la verdad sobre el hombre contenida en la Biblia, encontrará difícil (o tal vez
incluso le resultará imposible) descubrir la dignidad de la persona con la que se encuentra
accidentalmente en su camino: el pobre, el perseguido o el marginado; esto también se refiere
a la dignidad oculta resultante de su procedencia, de su vocación. Por lo tanto, al no tener en
cuenta dicha verdad uno puede ser fácilmente tentado a valorar al otro únicamente sobre la
base de lo que ve, de su posición social o económica, olvidando aquello que es más
importante –aunque invisible para nosotros–, es decir, su origen divino y su vocación a vivir
la comunión con Dios.
Es absolutamente necesario conocer el trasfondo sustancial para interpretar la magnitud
de los desafíos que afronta el hombre, sus aspectos negativos o positivos, y luego las fuentes
de las que puede sacar fuerzas para resolverlos, para volverse aún más humano. En una
palabra, aparece la necesidad de una verdad específica que es la única que puede revelar la
importancia de la situación, al tiempo que indica las mejores formas de resolverla. De ahí que
se plantee la siguiente pregunta: ¿cuál es la verdad necesaria para poder descubrir plenamente
la dignidad humana? ¿A quién uno debe acudir en busca de ayuda para volverse
verdaderamente más humano? ¿A quién se debería pedir consejo? ¿Dónde buscarlo? Cabe
suponer que, de hecho, toda persona sabe bien que, aunque esta verdad es necesaria para que
pueda vivir plenamente, descubrirla plantea dificultades considerables, y aún más, a la hora de
aceptarla cuando aparece. Dicha verdad le obliga a renunciar parcialmente a su propio yo,
para luego posicionar el centro de su existencia en Dios.
Cuando hablo de la verdad necesaria para una existencia plena, no me refiero a verdades
matemáticas o a aquellas verdades que son el objeto que las ciencias empíricas estudian. Más
bien, se trata de verdades que van más allá de los límites de las ciencias exactas, y sin
embargo obligan a todos. El mundo está edificado sobre la base de dichas verdades. La
existencia de estas verdades es lo que asegura su existencia y desarrollo exitoso; en cambio,
cuando estas faltan, se crea el caos, dando lugar a conflictos devastadores o la degradación del
individuo. Estas verdades incluyen indudablemente las verdades morales. También abarcan
aquellas que se refieren a la vida futura, con las posibles recompensas o castigos que nos
esperan por las buenas o malas acciones realizadas a lo largo de la vida terrenal. Casi todos
debaten sobre estas verdades, independientemente del tiempo y el lugar; sin embargo, no
todos acuden a su Fuente. Al no aceptar a su Dador, también rechazan sus enseñanzas. Los
efectos de esta actitud son más que deplorables. Estas personas suelen estar horrorizadas ante
imágenes de violencia o ante la injusticia manifiesta. Se escandalizan cuando ven el
sufrimiento, la maldad, el daño, especialmente cuando se inflige a los más débiles e
indefensos, pero con gran dificultad aceptan los mandamientos de Dios, a lo que se oponen.
Al ver la propagación del mal en el mundo, se preguntan: ¿por qué? ¿Dónde está la justicia?
¿Cuándo (finalmente) el mal se encontrará con el castigo justo? Al preguntarse dichas
cuestiones, buscan respuestas y soluciones a las dificultades. El problema es que a menudo
quieren resolver las dificultades de una manera humana, sin tener en cuenta a Dios,
rechazando su sabiduría y su ayuda.
Estas preguntas las formulan tanto los filósofos y teólogos como los poetas y los santos.
Se las planteó, entre otros, el escritor polaco Adam Mickiewicz (1798-1855)35, uno de los tres
poetas del romanticismo polaco. El poeta no solo plantea preguntas sobre cuestiones
existenciales difíciles, sino que también las responde, especialmente en la segunda parte de la
obra Dziady. En este drama romántico, leemos que durante el rito dirigido por un Hechicero
aparecen tres tipos de espíritus, los cuales transmiten las verdades morales a los allí reunidos,
que deben servirles como valiosas indicaciones para poder tener una conducta apropiada. En
primer lugar aparecen los espíritus ligeros: Józia y Rózi. Los niños no pudieron llegar al cielo
porque pasaron sus vidas jugando. Nunca padecieron sufrimiento alguno, por lo que no
merecían ir al cielo. Entonces, reciben dos semillas de mostaza del Hechicero, gracias a las
cuales sus culpas serán perdonadas.
El segundo tipo es el espectro del Señor del Mal. Este va acompañado por las almas de
víctimas sometidas a aves rapaces, que le impiden satisfacer el hambre y la sed. El espíritu
sufre todo el tiempo, pero su culpa es tan grande que ninguno de los participantes del rito
puede ayudarlo. Con ello, el autor sugiere que nadie que se haya comportado como un ser
humano puede esperar ayuda de otro humano.
El último en aparecer es el espíritu medio: una joven muchacha, Zosia. Se trata de la
pastora más bella de todo el pueblo, que rechazó el amor de todos sus admiradores. No supo
suscitar el interés de ninguno de ellos. El Hechicero no puede ayudarla, por lo que tendrá que
vagar sola durante dos años más, y una vez haya trascurrido este tiempo podrá ir al cielo. El

35
Adam Mickiewicz nació en la Nochebuena de 1798, en Nowogródek, Bielorrusia. La región estaba en la
periferia de Lituania y había formado parte del Gran Ducado de Lituania hasta la tercera partición (1795). El
padre del poeta, Mikołaj Mickiewicz, un abogado, era polaco y miembro de la nobleza polaca (szlachta) La
madre de Adam era Barbara Mickiewicz, y le estuvo impartiendo clases durante su infancia en
Nowogródek.En septiembre de 1815, Mickiewicz se matriculó en la Universidad Imperial de Vilna, Tras
graduarse, fue profesor en una escuela secundaria en Kaunas hasta 1823. En 1818 publicó su primer poema:
"Zima miejska" ("Ciudad de Invierno"). Su primera obra de relevancia fue "Grażyna", traducida a más de quince
idiomas.A lo largo de su vida luchó por la independencia de Polonia con respecto a Rusia, de donde estuvo
exiliado desde 1824 por sus actividades revolucionarias durante su época de estudiante. Estuvo viajando
por Europa, dejando tras de sí un inmenso legado literario. Sus obras más conocidas son Pan Tadeusz y Dziady.
destino de Zosia nos hace suponer que uno no puede menospreciar los sentimientos que otros
tienen para con nosotros, sino que debe corresponder a ellos de alguna forma.
Maximiliano no preguntaba de dónde venía el sufrimiento, porque sabía cuál era la
respuesta. Para él, Dios era la fuente de la verdad más importante sobre el hombre y el
mundo, sobre sus problemas y dificultades. Al conocer bien a Dios, también conocía al
hombre, y al creer en el Dios-Amor, también amaba al hombre. Él constantemente
profundizaba la verdad de la fe, para que, al conocerla mejor, también sirviera al hombre
mejor y de manera más creativa. Él amaba al prójimo sinceramente, a todos y a cada uno
amaba de forma inconmensurable, independientemente de su situación y condición. En el
texto "Nuestro objetivo", les recuerda a los miembros de los Caballeros de la Inmaculada
sobre la necesidad del amor, cuyo modelo es Dios:

Dios es amor, Trinidad Santísima. Por eso, también el amor entre las personas que se unen para formar
una familia es un eco auténtico del amor divino. El amor recíproco entre un padre, una madre y un hijo.
Ese amor se verifica con más fuerza en el terreno espiritual, que une entre sí el intelecto, la voluntad y el
ser. Cualquier representación de ese amor, incluso el más espiritual, el más perfecto, seguirá estando
siempre infinitamente distante de la misma fuente del amor: Dios [...]Dios se inclina hacia su criatura y se
une a ella con un amor que absorbe todo aquel espacio infinito, la cuenta entre los de su familia, hace de
ella una hija suya36.

Maximiliano también amaba al hombre cuando, aparentemente, este no merecía este


amor, cuando no era digno de él, cuando no correspondía al amor o incluso emitía una costosa
factura. Las actitudes del amor ilimitado por el hombre finalmente se demostraron en
Auschwitz.

La fe revela la dignidad de la persona: el prójimo


La convicción de que todas las personas, independientemente de dónde vivan, de la
lengua que hablen o de la religión que profesen, forman un mismo género humano, es
relativamente reciente. Durante mucho tiempo los diferentes pueblos no se reconocían entre sí
como pertenecientes a una misma familia humana y, como consecuencia, las personas no se
consideraban cercanas entre sí. Durante siglos, el hombre defendía celosamente el título de ser
únicamente miembro de su propio clan, ideología o nación. El rechazo de una civilización con
un tal división d lo debemos a la Biblia y la filosofía.

El Dios bíblico, al dirigirse a su pueblo, el Pueblo Elegido, con el que establece una alianza,

36
E.K. Nuestro fin, nº 1326, p. 2431
El nazismo alemán negó los siglos de desarrollo espiritual en el mundo. Al socavar la
primacía de Dios, negó la dignidad humana. Él redujo su comprensión de la humanidad a un
grupo étnico de su elección, a una raza. Como resultado, aquellos que no le pertenecían
fueron despojados de la dignidad que les ofreció el Creador. Maximiliano, junto con él, los
prisioneros de todos los campos de exterminio y miembros de otras naciones perdieron su
dignidad humana a los ojos de los nazis. Fueron privados de su identidad, derechos y llamado
a la perfección. Los prisioneros de los campos de exterminio ya no tenían su nombre,
apellido, su vocación anterior y su historia. Kolbe comenzó a aparecer solo en los registros del
campamento como Häftling 16670.
La fe permitió a Maximiliano defender su humanidad, también en Auschwitz, al mismo
tiempo que defendía la dignidad de sus compañeros de prisión. Lo hizo en nombre de la fe en
el único Dios. Desde el principio, el monoteísmo fue una garantía de la verdad de que todas
las personas son iguales, que disfrutan de igual dignidad e igual vocación, cuya culminación
es la comunión con Dios y la felicidad eterna.

¿Qué salvó la dignidad de Maximiliano? Fue la fe! Sacó de él la fuerza espiritual e


intelectual necesaria para no olvidar su dignidad, quién era y quién debería ser. Fue de las
fuentes de la fe que sacó fuerzas para defender su humanidad y dar su vida por su prójimo.
Gajowczyk no era Häftling 5659 para él, como quería el atormentador nazi, sino una persona,
su vecino, un hombre que también cuenta con una identidad específica en la que se escriben
su historia de vida y su vocación (tenía una esposa e hijos). Como un buen samaritano, Kolbe
se inclinó sobre la situación de Gajowniczek y decidió dar su propia vida por él. Expresó su
fuerte oposición a la ideología nazi. Rechazó sus actitudes paganas, dividiendo a las personas
en "su" y "extraños", mejor y peor. Kolbe defendió las mejores tradiciones del humanismo
europeo, al que llamó nazismo. Defendiendo a Dios y al amor, defendió los logros de la
civilización europea, que surgió de la fe en el único Dios que es el Padre de todas las
personas.
Maximiliano miró al hombre a través del prisma del contenido que conlleva la fe
cristiana, enseñando que "todos somos hermanos" (cf. Mt 23,8). La batalla final y más
importante tuvo lugar en el corazón del campo de concentración de Auschwitz, en la plaza del
campamento. Hubo un momento decisivo en el que resultó si el nazismo y su odio darían un
golpe final a la civilización cristiana y su visión del hombre, o serían superados. Kolbe sintió
el drama del momento, y la fe era su sabiduría y fuerza. El descubrimiento en extraños de
alguien igual a él, y aún más, de su vecino, y la disposición simultánea de dar su vida por él
fueron una victoria sobre la ideología pagana difundida por el nazismo.
La fe se convirtió para Maximiliano en una especie de instancia "externa", evaluando a
los nazis y sus obras. Refutó la división que introdujeron en señores y esclavos. La fe era que
solo había una humanidad, que todas las personas son iguales, por lo tanto, nadie tiene
derecho a privar a nadie del título de dignidad humana. Ella enseñó que la verdad no es
propiedad de ningún sistema político o cultural, sino que es única e idéntica para todos, obliga
a todos y juzga a todos. También recordó que no hay una narrativa diferente sobre el mundo
para los ricos y diferente para los pobres. La creencia en la existencia de un Dios implicaba
que había una sola antropología, según la cual todas las personas eran iguales y disfrutaban de
la misma dignidad. Que todos son hijos del mismo Dios que es su Padre y que son sus hijos. A
lo largo de su vida, Kolbe vivió la verdad de las enseñanzas de San Pablo Apóstol, registradas
en la Carta a los Colosenses: "Y aquí no hay griego ni judío, circuncisión o incircuncisión,
bárbaro, escita, esclavo, libre, pero Jesucristo lo es todo" (3 11).
La revelación del Evangelio habla de la unidad íntima de la humanidad, tanto en origen
como en vocación. En los tiempos oscuros del nazismo, Kolbe fue un testigo valiente y claro
de esta verdad, defendiéndola hasta su muerte. Su conocimiento de la verdad, su Dador
divino, un Dios justo y misericordioso, le permitió evaluar objetivamente lo que sucedía a su
alrededor y tomar la única decisión correcta en la situación en la que se encontraba.

¿Cuál es la esencia de la misericordia?

¿A qué se está haciendo? ¿Cómo saber si alguien es (o no es) misericordioso? Parece


que la actitud de misericordia se reduce en gran medida a un sentimiento noble seguido de
actos específicos. Por lo tanto, la misericordia sería más el dominio del corazón que la razón.
Entonces, una persona misericordiosa sería alguien que mira holísticamente, que mira al
mundo y a sus habitantes no a través del prisma de sus necesidades individuales, que no busca
satisfacer intereses personales, sino que se apresura a ayudar a otros. Tal persona no pregunta
por qué pobreza, sufrimiento, tristeza, desacuerdo, pero hace mucho para eliminar tales
situaciones.
El término latino misericordia incluye tanto la realidad del corazón (cor, cordis) como la
pobreza (avaro). Por lo tanto, ser misericordioso significa ser un corazón cercano a quienes
experimentan una forma particular de pobreza: material, espiritual o cualquier otra. Entonces
se trata de algún tipo de cercanía, que es supremacía, desprecio, indiferencia. Una persona
misericordiosa va más allá de los límites de la lógica humana, más allá de los límites de los
derechos humanos o tradiciones, políticas o sistemas creados por personas; anclada en la
lógica del amor de Dios que ama su creación, la persona misericordiosa se vuelve sensible a
las necesidades de aquellos con quienes se encuentra.
¿Para quién fue misericordioso Maximiliano? En general, se cree, y no sin razón, que
fue misericordioso con Gajowniczek, que en Häftling 5659 descubrió a su vecino, una
persona muy necesitada, ofreciéndole lo más valioso: su vida. Pero solo? ¿La misericordia de
Maximiliano solo estaba relacionada con este interno? Estoy de acuerdo en que su
misericordia fue dirigida a Gajowniczek, pero quiero agregar eso no solo a él. Kolbe también
amaba a Karl Fritzsch. ¿O tal vez incluso amaba al comandante del campamento alemán más
que a Gajowniczka? Al parecer, solo la pregunta suena extraña. Creo que Maximiliano,
Häftling 16670, fue igualmente misericordioso con Fritzsch que con Gajowniczek. Volveré al
tema del comandante en otra parte de este libro, hablando sobre la libertad, pero aquí quiero
llamar la atención sobre la singularidad del comportamiento franciscano. ¿Qué significaba la
actitud de Maximiliano para el comandante? ¡Muchos! Primero, al hablar con él, a pesar de su
comportamiento bestial, Kolbe redescubrió su dignidad humana. Al escuchar sus preguntas y
responderlas, el franciscano todavía veía en él a una persona que nadie más podía ver, a quien
Fritzsch ni siquiera podía ver, ¿por qué? Se convirtió en un elemento pasivo de la ideología
inhumana. Sacrificó su propia dignidad, su propia humanidad. Se convirtió en un esclavo, un
ejecutor ciego de las órdenes del sistema que propaga la muerte y la destrucción. En segundo
lugar, sentirse conmovido por el llanto del otro, salir de la línea y reportarse a la muerte son
componentes de la misericordia, una actitud natural ante el sufrimiento humano. El drama en
Auschwitz tuvo lugar frente a Fritzsch. Tocó a los presentes en el patio de armas y los
interpuso, generando simpatía, pero al mismo tiempo pensativo. También pidió a Fritzsch que
examine seriamente su conciencia. Su gesto fue un fuerte llamado a la responsabilidad.
el destino del otro, por la justicia y la compasión. Visto desde esta perspectiva, la actitud
franciscana fue una oportunidad para que Fritzsch se hiciera preguntas importantes: ¿Quién
soy yo? Que estoy haciendo ¿Quién es la otra persona para mí? ¿Pero el comandante se hizo
estas preguntas? ¿Leyó el significado de la obra de Kolbe? Lo dudo! Sin embargo, esto no
socava la grandeza de la ayuda que se le ofrece.
El corazón de Karl Fritzsch, un miembro de las SS, no latía al ritmo de la dignidad
humana. Golpeó la ideología nazi, las órdenes, las órdenes, la moda y las tendencias de la
falsa ideología. ¿Qué hizo Maximiliano? No dejó la línea para culpar, acusar, enviar a muerte
a personas inocentes. Dejó las filas solo para testificar de su vida; por lo tanto, se acercó a
Fritzsch, queriendo ayudarlo en primer lugar. ¡La intención del franciscano era tocar su
corazón! Kolbe tuvo el coraje de recordarle al Obersturmbahnfuhrer Karl Fritzsch acerca de la
dignidad del hombre, que había olvidado o nunca había descubierto.
Esta es la esencia de la misericordia cristiana. Al practicarlo, un creyente no hace nada
solo porque la situación de alguien lo conmueve. No ayuda a un "algún" general con una cara
anónima. No viene al rescate solo porque una o muchas personas lo necesitan. El que hace
misericordia cristiana es similar al evangélico Samritan que acude en ayuda de la persona en
la carretera porque ve que se viola la dignidad humana y, por lo tanto, lo protege, lo lava, lo
lleva a la posada y, cuando tiene que irse, se va. pago al anfitrión
"Lo cuidó" (cf. Lc 10, 30-35). Esta actitud expresa la esencia de las caritas cristianas
más plenamente. El creyente, al ver a un hombre necesitado, se acerca y se inclina sobre él
porque vio en él una dignidad similar a la suya. Él viene en su ayuda, sanando sus "heridas",
espirituales y corporales, para traerlo de regreso al diálogo con Dios. Es importante tratar
ambas heridas, aunque a menudo las heridas espirituales, y por lo tanto invisibles a la vista,
son más profundas y más difíciles de curar.

Kto wierzy, nie żyje i nie umiera nadaremnie

Wiara oświetla nie tylko aktualną, widoczną stronę życia, ale również jest (albo być powinna) mocnym
światłem na życie wieczne. Maksymilian, który stał na placu obozowym, był z powołania kapłanem, lecz w
pierwszym rzędzie był tym, który wierzył w Boga i życie wieczne. Wierzył w ostateczną, Bożą sprawiedliwość,
która nagradza dobrych i karze złych. Wierzył, że Bóg, chociaż niewidzialny, jest i działa w świe- cie. Jest
obecny mimo tylu potworności, jakich dopuszcza się człowiek, albo właśnie dlatego jest obecny, że dzieją się
takie potworności. Brak Boga, wykluczenie Go z historii, wyrzucenie poza nawias życia człowieka uczyniłoby
to życie koszmarem. Nadzieją na lepsze jutro jest wiara w niezachwianą obecność Boga w historii.
Mocna wiara, że Bóg jest, że jest ponad wszystkim i wszystko może, że jest Bogiem wszechmocnym, była
dla Maksymiliana wielkim skarbem, niewyczerpanym źródłem duchowej siły i nadziei. Słowo „ponad” było dla
niego nad wyraz bogate w treści. Przerastały one jego ludzką inteligencję i wyobraźnię. Kolbe wierzył, że
wszystko pochodzi od Boga i do Niego prowadzi, On sam zaś jest niezależny od nikogo, zwycięski. Wolność
Boga jest doskonała, niewyobrażalna dla człowieka, nieskrępowana niczym i nikim, a Jego potęga przewyższa
potęgę wszystkich wokół, również ideologię nazistowską. Mocny tą wiarą Kolbe stał na placu obozowym. Nie
stał biernie, ale rozmawiał ze swoim Bogiem. Modlił się. Jego stanie tylko pozornie było więc bez znaczenia.
Nie był jednym z masy, ale jedynym, wyjątkowym. Był źródłem światła i nadziei dla pozostałych, nawet dla
oprawców.
Kiedy wierzący staje pośród innych, jego obecność przestaje być zwykłą obecnością człowieka, słabego,
nieporadnego, cierpiącego. Nie jest już tylko i wyłącznie człowiekiem, ale człowiekiem wierzącym. Jest
„obecnością” Boga pośród ludzi. Staje pośród ludzi, aby działać, nieść potrzebną pomoc, wsparcie i odwagę
pozostałym. Nie jest dla nich ciężarem, ale źródłem nadziei na lepsze jutro, źródłem siły dla stawienia czoła, w
sposób mądry, temu, co niesie czas, panoszącemu się złu czy niesprawiedliwości. Obecność tego, kto wierzy,
nigdy nie jest daremna, bezowocna. Postawa Maksymiliana miała wiele z tego, o czym pisze święty Paweł w
liście skierowanym do mieszkańców Tesalonik (1Tes 2,1-8):…………………………………………………….

Obecność Maksymiliana na placu obozowym i w bunkrze nie była więc daremna. Nie była pozbawiona
sensu, zbyteczna i niepotrzebna. Nie był ofiarą ślepego losu. Nie był ciężarem dla współwięźniów. Nie
oczekiwał od nich słów pociechy, lecz sam pocieszał. Udzielał duchowego wsparcia, dawał nadzieję na
ostateczną sprawiedliwość, na zwycięstwo dobra, na królowanie Boga. Oddalał lęk, który ma w sobie siłę
destrukcji własnej godności i szacunku względem innych. Człowiek, który się lęka, który boi się stracić życie,
jest skłonny do bestialstwa. Kolbe był z nimi, aby obronić ich przed ślepą siłą lęku. Dla współwięźniów był
źródłem siły do wytrwania w dobrym aż do końca, dla oprawców natomiast - głosem sumienia, że wartości
nigdy nie umierają, że nie da się uśmiercić godności człowieka.
Maksymilian modlił się, aby jego wiara i wiara innych nie ustała. Modlił się, aby mimo okropności, której
doświadczali, nie przestali wierzyć w człowieka i w końcowe zwycięstwo dobra. Ponieważ wierzył w Boga,
który rządzi światem, był przekonany, że jest On również obecny w Auschwitz. Był pewny, że Stwórca, który
dał życie człowiekowi, przenika jego wnętrze, zna jego pragnienia i lęki, jego obawy i nadzieje. Czy recytował
w duchu słowa Psalmisty (Ps 139(138),1-3.4-5)? Nie wiemy! Sądzę, że nie, ale z całą pewnością żył ich
duchem:…………………………………………………………………………………..

Jego postawa przypominała raczej Apostoła, który pełen skromności, „jak matka troskliwie opiekująca się
swoimi dziećmi”, dawał świadectwo swojej wierze w obecność Boga.
Święty Piotr w Pierwszym Liście napominał chrześcijan, aby mieli zawsze gotową odpowiedź (apo-logia)
dla każdego, kto zapyta ich o logos - uzasadnienie ich wiary (por. 1P 3,15). Maksymilian miał taką odpowiedź.
Było nią świadome i pokorne przyjęcie krzyża sytuacji, w jakiej się znalazł, z głębokim jednocześnie
przekonaniem, że Bóg jest z nim, że jest obecny.
Ważny jest sposób, w jaki wierzący staje pośród wydarzeń świata. Ważny jest również styl, w jakim zwraca
się do innych, wypowiadane słowa, gesty, które czyni, jego cielesna powierzchowność, która może przybliżać
lub oddalać tych, z którymi się spotyka. Wszystko to jest bardzo ważne. W dużym stopniu zależy od tego
skuteczność jego bycia razem, obok lub bycia dla. Przypadek Maksymiliana jest tego potwierdzeniem.
Świadkowie procesu beatyfikacyjnego zeznawali, że - w odróżnieniu od wielu innych podobnych sytuacji -
skazani na bunkier głodowy, wśród których był Maksymilian, nie złorzeczyli (Bogu i ludziom), nie przeklinali
swoich oprawców, nie wyrzucali Bogu, że ich opuścił, że o nich zapomniał. Dalecy byli od desperacji. Nie utra-
cili wiary, ale przeciwnie, dochowali wierności, a być może ją wzmocnili czy wręcz odzyskali. Z bunkra śmierci
więc, zamiast przekleństw i złorzeczeń, jak było zazwyczaj, dochodziła modlitwa, śpiewy, poważne rozmowy.
Obecność Mak- symiliana-kapłana nie była zatem bez znaczenia. Dlatego też ważna jest nie tylko obecność, ale
także sposób obecności tego, kto wierzy, a nawet więcej - sposób jest często ważniejszy od samej obecności.
Kiedy wierzący przestaje być dla innych „ciężarem”, przyjmując rysy troskliwej matki czy miłosiernego
ojca, zaczyna przynosić owoce. Jego bycie nie jest już daremne, ale niezwykle ważne, potrzebne, wręcz
konieczne. Jest obecnością nieodzowną. Wtedy tylko owoce jego trudów, cierpienia czy śmierci nie zostaną
rozproszone przez wiatry historii, nie będą pożarte przez drapieżne wilki różnych błędnych ideologii, ale
zajaśnieją czy też przyciągną całym swym pięknem w odpowiednim czasie.

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