Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
La Ciencia Politica - Marcel Prelot PDF
La Ciencia Politica - Marcel Prelot PDF
Traducida por
T homas Moro S impson
EUDEBA S.E.M.
Fundada por la Universidad de Buenos Aires
"P L A N E D IT O R IA L 1972/1973"
( Ó ) 1964
EDITORIAL UNIVERSITARIA DE BUENOS AIR ES - Rivadavia 1571/73
Sociedad de Economía Mixta
Hecho el depósito de ley
IMPRESO EN LA ARGENTINA . PRINTEO IN ARGENTINA
INTRODUCCIÓN
I. La política
La definición de política que adoptaremos se apo
ya tanto en la historia de las palabras como en la
historia de las ideas, se inspira ampliamente en las
concepciones y el vocabulario actuales.
En las ciencias humanas es necesario remitirse a
la opinión general. Los sociólogos han observado una
correspondencia directa entre la formación del len
guaje y la creación del derecho. Lo mismo se aplica
a los conceptos políticos. Con fretuencia basta aclarar
la posición tradicional y medir exactamente su valor
para que se desvanezcan numerosos equívocos. En lu
gar de soluciones diversas y controvertidas, prevalece
la que goza de la más amplia aceptación.
La palabra “política” se origina en las palabras
griegas polis, politeia, política, politiké.
— é polis: la Ciudad, Estado, el recinto urbano, la co
marca, y también la reunión de ciudadanos que
forman la ciudad;
— é politeia: el Estado, la Constitución, el régimen po
lítico, la República, la ciudadanía (en el sentido
de derecho de los ciudadanos);
— ta política: plural neutro de políticos, las cosas po
líticas, las cosas cívicas, todo lo concerniente al
Estado, la Constitución, el régimen político, la Re
pública, la soberanía;
— é politiké (techné): el arte de la política.
Para los antiguos, la política pragmateia es el es
tudio o el conocimiento de “la vida en común de los
hombres según la estructura esencial de esta vida,
que es la constitución de la ciudad”1
1 Eric W eil, Philosophie politique. París, Vrin 1956.
pág. 11.
5
1
LAS VICISITUDES DE LA
CIENCIA POLÍTICA
CAPITULO I
LA POLITOLOG1A CLÁSICA
I. El nacimiento de la politología
La politología —o sea el conocimiento sistemáti
co y ordenado del Estado— ha constituido una cien
cia desde sus orígenes. Los griegos son a la vez los
creadores de la política y de la ciencia política. 1 “La
Grecia antigua— dice Edmond Goblot— madre y rec
tora de la civilización europea, le imprimió su carác
ter dominante: la ciencia” . 12
Y, entre los griegos, Aristóteles fue no solo el
principal promotor del conocimiento científico, sino
también el autor de un gran descubrimiento: el de
que cada ciencia tiene su individualidad. Le debemos
a él la política, la ciencia política y la situación de
ésta en el seno de las ciencias.
La clasificación aristotélica se apoya en la distin
ción de tres operaciones del espíritu: saber (théórein)
hacer (prattein) y crear (poíein). En consecuencia,
de acuerdo con el Estagirita existen tres grandes
categorías de ciencias: las ciencias teóricas, las cien
cias prácticas y las ciencias poéticas. Las ciencias teó-
1 Una parte de los estudiosos contemporáneos solo lla
ma Ciencia política a lo que es ciencia positiva. Pero histó
ricamente la ciencia corresponde al “conocimiento” sin
especificación. Tal es el sentido de la palabra griega epis-
teme y de la alemana Wissenschaft. Para una distinción —
aquí inútil o más bien prematura —entre la política como
arte, sabiduría o ciencia, remitimos a nuestros estudios:
Ampleur et limite de la création dans VArt et la Science
politique, en “Mélanges Jamati”, París, C.N.R.S., 1956, pág.
269 y siguientes; Morale et Politique en “Universitat und
Christ”, Zurich, EVZ, 1960 pág. 64 y sig., y al opúsculo pró
ximo a aparecer en la colección “Mesopé”: Connaissance de
la politique.
2 Le systéme des Sciences, París, A. Colin, 1922.
17
ricas son las matemáticas, la física y la metafísica;
las ciencias poéticas incluyen la lógica, la retórica y
la poética; situadas entre ambas, las ciencias prácti
cas son la ética, la económica y la política.
La ética es la ciencia del comportamiento perso
nal, el conocimiento de la conducta del individuo, la
moral.
La económica es la ciencia de la familia, de su
composición y del mantenimiento del hogar, el o'ikos.
La política es la ciencia de la constitución y de
la conducta de la Ciudad-estado.
La política ocupa prácticamente la cúspide de la
jerarquía, porque su objeto, la Ciudad-estado, engloba
toda la organización social. En su base, la Ciudad-es
tado se compone de familias: esposos, niños, esclavos;
se constituye luego por la asociación de familias a
través de relaciones, ya muy esparcidas en la aldea,
que se podría denominar con exactitud “colonia de
familias”; y, finalmente, por la asociación de varios
pueblos. La Ciudad-estado completa, originada en
las necesidades de la vida, existe porque las satisface
todas, habiendo llegado al punto de bastarse absolu
tamente a sí misma. 8
La política domina teóricamente a las otras cien
cias, porque regula todas las actividades humanas.
Se ve claramente —dice Aristóteles— que entre to
das las artes el fin de aquellas que se podría llamar
ordenadoras o rectoras es más deseable o más impor
tante que el de las artes que les están subordinadas. 34
El significado de las expresiones “ordenadora” y “rec
tora” se capta aún mejor si empleamos la palabra de
origen griego, “arquitectónica”, que indica a la vez
la primacía intelectual y material de la política. Siem
pre en la Ética a Nicómaco, Aristóteles subraya que
3 Cf. Politique d’ Aristote, ed. M. Prélot, París, P.U.F.
1950, pág. 1 y sigs.
4 Ethique á Nicomaque, trad. Thurot, París, Didot
1823, pág. 4; esta traducción antigua,pero excelente.ha sido
reeditada en los clásicos Garnier. [Vid: Moral a Nicómaco,
trad. castellana de Patricio de Azcárate, en Obras Selectas¡
Ed. El Ateneo, 2? ed., Buenos Aires, 1959, lib. I, cap. I
pág. 239].
18
‘‘hay algo de más noble y más elevado en ocuparse
del bien y del contenido del Estado en su totalidad
que en el de un solo hombre, aunque podamos limi
tarnos a lo concerniente a un solo hombre” . 56
Sin embargo, la frontera entre la ética y la polí
tica no es siempre trazada claramente. “El objeto de
la ética es una especie de política”: esta otra afirma
ción del Estagirita .muestra que hay en él alguna
incertidumbre en lo relativo a la delimitación de las
diferentes artes. Además, incluye en la política una
serie de elementos que, desde nuestro punto de vista,
más bien formarían parte de la ética y de la económi
ca: la procreación, la educación, y hasta la música.
En cambio, distingue con claridad entre la polí
tica, que es el conocimiento de las cosas cívicas, y la
económica, que es la ciencia de las cosas domésticas.
Ésta engloba los conocimientos relativos a la casa, al
ajuar, al oikos, a todo aquello a lo que correspondería
bastante bien la palabra alemana Wirtschaft. Aristó
teles considera tres tipos de relaciones sociales: entre
esposos, entre padres e hijos, y entre amo y esclavo.
Agrega el conocimiento de la administración del
ajuar de la casa. Sobre este último punto pasa rápi
damente, pero otros Económicos son más completos,
en especial El Económico de Jenofonte (427-355), an
terior al de Aristóteles, donde el autor expone las
reglas teóricas de una buena administración de un
dominio rural, siempre haciendo depender la econó
mica de la política. El Estagirita estima que estas dos
disciplinas no deben confundirse, puesto que las re
laciones de subordinación de la familia y las relacio
nes de sujeción entre amo y esclavo son por completo
diferentes de las relaciones de ciudadanía. Aristóteles
rechaza desde el principio la idea de que el Estado
sería una familia ampliada, tesis que se vuelve a en
contrar en algunos doctrinarios de la política. Por lo
tanto, no hay entre la familia y la ciudad una dife
rencia de grado, sino de naturaleza.
I
5 Op. cit., pág. 7. fVid: ed. esp. citada. Lib. I, cap. I,
págs. 240-241.]
19
II. La tradición Antigua y Medieval
El vínculo entre la Antigüedad griega y latina
fue anudado por Cicerón, de quien puede decirse que
era un romano helenizado. Los títulos mismos de la
República (Tratado de la República) y De legi-
bus (Tratado de las leyes) indican su filiación pla
tónica.
Siguiendo también una inspiración aristotélica,
Cicerón acepta como básica la noción de Ciudad, pero
amplía el marco y la define de un modo mucho más
jurídico. Pone a ésta en boca de Africanus, Escipión
el Africano, quien en el diálogo de la República figu
ra como el héroe cívico al que se dirige la admiración
del gran orador: Est igitur, inquit Africanus, res pu
blica, res populi; populus autem non omnis hominum
coetus quomodo congregatus, sed coetus multitudinis
juris consensu et utilitatis communione sociatus (“La
República es la cosa del pueblo, y el pueblo mismo
no es,no importa qué conjunto de hombres, sino una
colectividad unida por un acuerdo de derecho y por
una comunidad de interés”).
Si con Cicerón permanecemos exactamente en la
línea política griega, la Ciudad convertida en Repú
blica ha crecido, sin embargo, hasta alcanzar las di
mensiones imperiales de Roma, lo que hace que se
la conciba como una aglomeración cuantitativamente
importante. Entrevemos ya la concepción moderna
de masa. Por otra parte, Cicerón, abogado romano,
pone en primer plano el aspecto jurídico de la Ciu
dad: el derecho común a todos, aceptado por todos,
efectivamente obedecido por todos. Se encuentra así
claramente especificada la naturaleza particular de
la sociedad política.
La revolución cristiana, si el fenómeno se con
sidera sociológicamente (la revelación cristiana, si
se lo considera filosóficamente), trae profundos cam
bios morales y psicológicos, pero técnicamente trans
curre dentro de los moldes antiguos. San Agustín,
“educado —como él lo afirma— en los escritos de la
Escuela”, toma sus ideas políticas de De República y
de De Legibus de Cicerón. Y hasta se ha podido re-
20
constituir, recurriendo a sus citas, el texto considera
blemente mutilado de Cicerón.
Sin embargo, Agustín modifica la definición cice
roniana de Estado. Populus est coetus multitudinis
rationalis rerum quas diligit concordi communione
societus.6 Como el pueblo de Cicerón, el pueblo de la
“Ciudad de Dios” es también un agregado humano,
una multitud razonable, pero unida por la pacífica y
común posesión de lo que ama y no por el derecho y
la utilidad.
Pasamos de una concepción jurídica a una con
cepción afectiva, de una noción que el lenguaje actual
calificaría de “societaria” a una noción “comunitaria”.
San Agustín prepara así ese sometimiento del Esta
do respecto de la Iglesia, que tendrá tan gran reper
cusión en el pensamiento medieval. El problema es
demasiado vasto para ser tratado aquí. 7 Basta recor
dar, desde el punto de vista que nos ocupa, que el
prototipo social sigue siendo la Ciudad. Hay en el
obispo de Hipona una transposición y ampliación del
ideal terrestre, una sublimación de la idea de Ciu
dad; pero sin que ésta sea abandonada. San Agustín
modifica la definición de Estado, propuesta por Cice
rón, para negar la perfección al Estado romano. De
tal modo la noción puede aplicarse a otra comunidad
que trasciende la ciudad carnal a la ciudad espiritual:
Civitas Dei. La concepción agustiniana se halla en
cuadrada en una vasta concepción dél mundo, en una
filosofía y aun en una teología de la historia.
El “agustinismo político”, para hablar como mon
señor Arquilliére, domina el pensamiento medieval.
Sin embargo, el representante más eminente de este
pensamiento, Santo Tomás de Aquino, vuelve a la
concepción de los autores paganos. No acepta las
modificaciones de San Agustín. Más exactamente, to-
6 S an A custín, De Civitate Dei, XIX, 24; La Cité de
Dieu, traducción de L. Moreau, París, Garnier, t. III, 1899,
4a ed., pág. 256# [Véase: La Ciudad de Dios, trad. cast. de
J. C. Díaz de Beyral, Buenos Aires, Ed. Poblet, 1941, t. II,
págs. 475-476].
7 Cf. M. P rélot, Histoire des idees politiques, París,
Dalloz, 2* ed., 1961, cap. x: UL’Augustinisme politique”.
21
ma de San Agustín una definición de Ciudad que es
en realidad la de Cicerón, y mediante una pequeña
habilidad dialéctica, de la cual ni los santos mismos
están siempre exentos, omite decir que San Agustín
había citado a Cicerón para refutarlo. Por otra parte,
la posición de Santo Tomás se explica muy bien. Es- ¡
tima que la definición ciceroniana es perfectamente
válida para la naturaleza, mientras que San Agustín
se ha ocupado de lo sobrenatural. Además, Santo To
más estudia a Aristóteles, de quien Guillaume de :
Moerbecke, un dominico flamenco, tradujo al latín
un texto considerablemente mutilado de La política.
Santo Tomás había hecho un comentario literal de
esta obra en In libros poliiicorum Aristotelis expo-
sitio (Exposición sobre los libros políticos de Aristó
teles) . En consecuencia, la concepción tomista es sim
plemente una formulación detallada de las doctrinas
aristotélicas. La Ciudad forma una unidad indivisa,
constituida bajo una autoridad suprema, donde cada
uno conserva su propia autonomía mientras contri
buye al ordenamiento general.
Sin embargo, Santo Tomás se aleja del Estagiri-
ta en un punto: con él la política pierde la primacía
que le había asegurado Aristóteles. Aunque conserva
el primer lugar entre las artes prácticas, ya todas las
ciencias y las artes no convergen más hacia la polí
tica, sino hacia la teología. La política, como las de
más ciencias, es su sirvienta, ancilla Theologiae.
Por otra parte, además de ocuparse de la Ciudad
antigua, de la cual tiene una concepción doctrinal,
pero no histórica, Santo Tomás participa en las preo
cupaciones de su tiempo por medio de una obra que
en francés se titula Du góuvernement royal (Del go
bierno real), y en latín De regimine principum (Del
régimen de los príncipes), o, sin duda más exacta
mente, De Regno (Del reinar). Este opúsculo incon
cluso, cuya pertenencia a Santo Tomás niegan algu
nos autores, fue escrito entre 1265 y 1267. Es un arte,
o más bien una ética del gobierno, destinada al rey
de Chipre, Hugues II Lusignan. Como el joven prín
cipe murió a los dieciséis años, Tomás, cargado de
trabajo, renunció a terminar su obra. Pero lo que
22
escribió refleja un fenómeno nuevo, muy pronto
dominante. La noción de Estado pasa de la colectivi
dad popular al gobierno, del gobierno a la persona de
quien gobierna, del Estado al reino y del reino al
príncipe.
III. Las concepciones modernas
El Príncipe: tal es, en efecto, el título del libro
que inicia la politología moderna. En sus dos prime
ros siglos, ciertamente, toda la atención la reclama
el detentador del poder absoluto. Es a él a quien es
necesario conquistar y a quien conviene instruir. La
política se inclina hacia la psicología y la pedagogía.
Sin embargo, bajo estos aspectos nuevos conti
núa fluyendo la corriente antigua. Impulsado por un
realismo cruel y por necesidades imperiosas, Maquia-
velo da a su libro el título de El Príncipe, pero solo lo
considera como un elemento de una “Política” que
constituiría el conjunto de su obra. Ya en el comienzo
de El Príncipe, en efecto, Maquiavelo distingue entre
repúblicas y principados. Da a la palabra “república”
un sentido preciso: el de gobierno temporario. En
este lugar no habla de los Estados que se gobiernan
de ese modo, y no porque sean poco interesantes, sino
porque trató de ellos en sus Discursos sobre la prime-
ra Década de Tito Livio.
La filiación aristotélica del secretario florentino
es segura. Ha leído y meditado una traducción italia
na de la Política publicada en 1435 por el erudito
Leonardo Bruni, traducción cuyas ediciones se multi
plicaron desde 1470.® Pero la inspiración del florentino
no es la de Aristóteles. El Estagirita dirige sus inves
tigaciones hacia el buen gobierno que asegura una
vida buena a sus buenos ciudadanos. Maquiavelo tie
ne en vista un objetivo más directo y brutal: un go
bierno eficaz para “una Italia unida y desclericaliza-
da”. En consecuencia, la política es el arte del Estado,
dirigido menos a la felicidad de los miembros de la
Ciudad que a la obtención de su obediencia. Pero ya8
8 Agustín Renaudet, Machiavel, París, 1956, nueva ed.
23
se trate del bien de los hombres o de su obediencia,
el objeto del conocimiento político sigue siendo el
Estado, concebido así como un cuerpo político.
Esta noción todavía aparece nítidamente en Bo-
din, quien con Althusius, un autor menos conocido,
hace dar a la ciencia política un paso decisivo.
El tratado de Bodin abarca toda la ciencia poli-
tica, con los diversos órdenes de hechos que com
prende y las leyes fundamentales que la integran. 9
J. C. Bluntschli destaca su importancia al poner al
primer capítulo de su Geschichte des allgemeinen Sta-
atsrechts und der Politik seit der 16. Jahrhun dert
biszu Gegenwart. (Historia del Derecho general del
Estado y de la política desde el siglo xvi hasta la
actualidad) el título de “Die Staatslehre Bodins” (La
teoría del Estado, de Bodin) . 10 San Agustín, en este
aspecto mejor ubicado que Santo Tomás, no solo
posee una vasta erudición y una gran experiencia
personal: sabe aprovechar directamente los elemen
tos que ofrecen los hechos y las instituciones de su
tiempo. La concepción tomista, bastante libresca, em
pleaba simplemente las categorías políticas de Aris
tóteles. Jean Bodin, que lo conocía bien, modifica y
enriquece (aunque cae también en desviaciones la
mentables) el esquema aristotélico, con el aporte de
puntos de vista que son tanto el resultado de su re
flexión personal como del paso de la Ciudad-estado
al Estado monárquico, transición que tiene lugar a
principios del siglo xvi. 1515 es la fecha de la difu
sión de El Príncipe, y también de la batalla de Ma-
rignan y del advenimiento de los Valois-Angu-
lema con Francisco I. La monarquía francesa, toda
vía feudal con sus predecesores, se convierte en mo
narquía moderna con su sucesor Enrique II, soberano
ya casi clásico.
Bodin ve claramente en el Estado el producto de
una evolución secular que engendra un equilibrio
de derechos- y obligaciones en el seno de un grupo
u Cf. H .B a u d rii .i .ard , Jean Bodin et son temps, París,
1853.
10 Esta obra se publicó en Munich en 18C4.
24
más complejo que el estudiado por el Estagirita. No
solo hace del Estado el “recto gobierno de varias
familias”, sino que interpreta las desigualdades com
probadas por él como causa de una división del tra
bajo que, para decirlo en términos actuales, se re
suelve ella misma en una solidaridad orgánica.
A tal concepción del Estado, que en ciertos as
pectos puede calificarse ya de “sociológica”, agrega
Johanes Althusius una concepción no menos impor
tante. Ya hemos dicho que su gran obra se denomina
Política sistemática (Política methodice digesta).
Apareció en Herborn en 1603. Eue reeditada en Gro-
ninga en 1610, y nuevamente en Herborn en 1614.
En cada edición aumentó el número de páginas, hasta
duplicar su volumen. Althusius define allí la política
como el arte de constituir, cultivar y conservar la
vida social. Le da, en consecuencia, el nombre de
simbiótica, que toma del griego.
La palabra simbiótica muestra bien la concep
ción fuertemente articulada que Althusius posee del
Estado. El Estado es, en la cúspide, una comunidad
política superpuesta a las comunidades más simples,
a las familias, a las corporaciones, después a las so
ciedades más complejas, las comunas y las ciudades.
Siguiendo el método que más tarde se llamará gené
tico, Althusius llega a una concepción contractual, y
sin embargo orgánica, de la soberanía. Se pasa por
gradaciones de las sociedades más simples a la socie
dad estatal. Por ello se puede considerar a Althusius
como el precursor de las doctrinas políticas que más
tarde serán calificadas de federalistas o aun de cor
porativas. Otto Gierke, quien en el siglo xix hizo
conocer a Althusius, el cual fue casi ignorado duran
te largo tiempo, hizo de él el fundador del derecho
social, del Genossenschajt$recht.
Con él se comienzan a advertir también las bi
furcaciones posibles del Estado. Mientras que Al
thusius considera al Estado como una federación de
grupos ligados por un contrato del que surge la sobe
ranía, Bodin afirma el carácter unitario e indivisible
de esta soberanía. Mientras que Althusius es un “or-
ganicista popular”, para quien la autoridad reside en
25
el pacto concluido por los elementos orgánicos qu*
constituyen el Estado. Bodin es un “monarquista uni<
tario”, partidario de la soberanía, que reposa en 1;
persona del príncipe.
Bodin acelera, sin duda involuntariamente,, lj
tendencia generada por los acontecimientos. El Prín-
cipe prevalece definitivamente sobre el Estado y do-
mina la politología de los siglos xvi y xvn. En unj
galería suntuosa se suceden el príncipe conquistado]
imaginado por Maquiavelo, y el príncipe cristiane
concebido por Erasmo. Bossuet y Fenelón, escritore¡
políticos, son figuras eminentes de preceptores de
príncipes. Aquél realiza la sustitución mediante lj
identificación del príncipe con el Estado, cuandc
afirma: “Todo el Estado se halla en él” . 11
De manera opuesta, la Escuela del Derecho na
tural y de gentes redescubre la concepción social
Puffendorf y Barbeyrac vuelven al término Civitai
Utilizan también la expresión “sociedad civil” coij
preferencia a status, que conserva para los latinistas
su imprecisión primera, y con preferencia a res pu
blica, que tiende a perder cada vez más su sentid*
general (según Bodin) para tomar su sentido res
tringido (según Maquiavelo).
Ésta es también la acepción que propone Mon
tesquieu. Pero éste no cita sus fuentes y con fre
cuencia presenta como propio lo que toma de lo
demás. Sin embargo, entre sus recopilaciones de no
tas de lecturas, un tomo no vuelto a encontrar s<
denominaba Política, y su biblioteca de La Brédi
contenía dos ejemplares de la Política de Aristóteles
La tentativa más completa de elucidar el voca
bulario político de su tiempo es sin duda la de J. J
Rousseau. Al final del capítulo VI del libro I de
Contrato social, capítulo de importancia considera
ble, pues trata en él del “pacto social” o sea de
contrato social mismo, ofrece las siguientes explica
ciones acerca de su vocabulario: “La persona públic
que se constituye así mediante la unión de todos lo
11 B o ssuet , Politique tirée des propres parole
VÉcriture sainte, libro V, art. 4, 1* proposición.
26
otros tomaba en la Antigüedad el nombre de Ciudad,
y se la denomina actualmente república o cuerpo po
lítico, al cual sus miembros llaman Estado cuando
es pasivo, soberano cuando es activo, y potencia al
compararla con sus semejantes Y Rousseau protes
ta contra las desviaciones que ha sufrido el término
Ciudad. “La verdadera significación de esta palabra
—advierte— hase casi perdido entre los modernos:
la mayoría de ellos confunde el recinto urbano con
una Ciudad y a su habitante con el ciudadano. Igno
ran que las casas constituyen el mero poblado y que
los ciudadanos conforman la Ciudad.” El ginebrino
es de este modo fiel a la tradición helénica. Sin em
bargo, hace de “social” el equivalente de politikos y
no de koinónikos. En el “contrato social”, la palabra
“social” se refiere a la sociedad civil, o sea a la Ciu
dad, la República, el Estado. Rousseau.mismo entien
de que realiza una obra de político. Nos ofrece el
Contrato social como un extracto de una obra más
amplia dedicada a las “instituciones políticas”, y en
Les confessions (Las confesiones) afirma que hu
biera querido trabajar en ella toda su vida. El Con
trato social se llamó durante algún tiempo De la
société civile. (De la sociedad civil) (se conserva un
manuscrito en el cual este título fue preferido mo
mentáneamente). En cuanto al subtítulo conservado,
es todavía más revelador: Principes de droit politi-
que (Principios de derecho político). Anteriormente
Rousseau había dudado entre Essai sur la constitu-
tion de l’État (Ensayo sobre la constitución del Es
tado) ..., sur la formation du corps politique (sobre
la formación del cuerpo político)... sur la forma-
non de VÉtat (sobre la formación del Estado)..., sur
Ja forme de la République (sobre la forma de la Re
pública) .
Pero estos tanteos terminológicos traducen sim-
>lemente matices y no una incertidumbre sobre el
óndo de las cosas. De Aristóteles al siglo xviii, la
radición es una y segura. Hay, como lo expresa muy
)ien Paul Janet, quien escribió la historia de este
>eriodo, “una ciencia del Estado, no de tal o cual
ístado en particular, sino del Estado en general con-
27
siderado en su naturaleza, en sus leyes y en sus fot
mas principales” . 12 Es la ciencia política, y nadi
derivó entonces de ella otra rama del conocimient
de la vida social.
I. La politología sustituida
por la ciencia económica
Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo
xviii existe ya una fisura en este hermoso bloque. El
uso cada vez más generalizado de un término que
se origina a principios del siglo xvii, el de economía
política, provoca una incertidumbre creciente.
De la herencia aristotélica hemos visto florecer
la rama fértil constituida por la política. La otra
rama, la económica, bastante débil ya en el Estagi-
rita, se marchitó rápidamente. Bajo la influencia del
cristianismo las relaciones de familia tomaron cada
vez más el aspecto de relaciones personales atinentes
no a la económica, sino a la ética. Y la desaparición
de la esclavitud redujo sensiblemente la importan
cia de relaciones entre amo y servidor. Aun aquí, el
cristianismo tiende a colocar estas relaciones bajo el
imperio de la moral. En consecuencia, solo quedó a
la económica la administracic i del patrimonio y el
cuidado de la casa.
En el siglo xvii se produce otro de estos cambios,
ya vistos en la historia de la politología, que mo
difica completamente el sentido del término “eco-
S ómica”. Montchrestien publica en 1615 un Traite
’économie politique (Tratado de economía política),
dedicado al joven rey Luis XIII y a su madre, la
regente, María de Médicis. Explicitada en una súpli
ca, la idea de Montchrestien es que el Estado debe
lomportarse, con respecto a sí mismo, como si se
;ratara de una casa cuyos limitados recursos deben
tdministrarse juiciosamente. Montchrestien opone a
a conducta dispendiosa del Estado, encamada par-
icularmente en los pródigos de Valois, la idea de
29
una gestión económica, o sea “familiar”. El Príncip
debe aplicar al Estado las leyes de administración di
un hogar. De este modo Montchrestien hace que si
reúnan y confundan dos órdenes de conocimient)
que el Estagirita había distinguido cuidadosamente
Llama economía política a las reglas de una buen)
administración de los bienes del reino.
Esta concepción recibe pronto el aval de un horri
bre que no solo es un escritor, sino también, si puedi
decirse, el primer ministro francés de Economía na¡
cional: Sully, quien en su vejez publica sus Sage\
et royales économies d’État domestiques, politique,
et militaires (Prudentes y reales economías de Esta;
do domesticas, políticas y militares, 1634). Transpor.;
tada del hogar al Estado, la economía se convierte ei
el arte de la administración de las cosas materiales
Unido a “economía”, que es el sustantivo, el adjei
tivo “política” es equivalente a estatal. En su origina
obra dedicada a los Trois ages de Véconomie (Trej
edades de la economía), M. André Piettre dice mu]
acertadamente: “el carácter nacional de la economií
sobrepasa en mucho su carácter crematístico” . 1 Máj
adelante da a esta economía el calificativo de “mo|
narquizada”, invocando a Hauser para quien el rej
es “el legislador y el regulador de la vida política’j
Y aun en quien es considerado el primero de lo|
grandes economistas modernos, en Adam Smith, 1)
economía política conserva su dependencia tradicioj
nal respecto de la política. Ésta es entendida comí
“una rama de los conocimientos del legislador y de
hombre de Estado, que se propone enriquecer a lí
vez al pueblo y al soberano, particularmente con el
objeto de proporcionar al Estado renta sufk míe pa
ra el servicio público”.
Pero la posición de Adam Smith aparece prontc
como una supervivencia. Desde la segunda mitad de]
siglo xviii la economía se aleja de la política. Se con
vierte en un sistema lógico de asuntos económicoi
que deben ser “considerados en sí mismos, por ello!
mismos y para ellos mismos”, según una fórmula dei
i Editions ouvriéres, P arís, 1955. pág. 200.
30
bida a André Piettre. El conocimiento de estas cosas
Eorma un mundo aparte. La económica de nuevo es
tilo no solo se ha separado de la política, sino que
pretende una autonomía total. El orden natural, para
hablar en el lenguaje de los fisiócratas, obedece a
jus leyes propias. Tiene sus mecanismos espontáneos
Y sus automatismos reguladores. Así la economía es
illa misma una fisiocracia, o sea un gobierno de la
naturaleza, mientras que la política, sea cual fuere
il régimen considerado, es un gobierno del hombre,
ma antropocracia.
La economía reivindica su autonomía tanto en el
jrden práctico como en el orden intelectual. En el
>rden práctico, en tanto que actividad humana, re
pudia las exigencias morales de las teorías medie
vales, pero quizás rechaza aún más la dominación
política de los regímenes en vigor. En el orden in-
¡electual, la economía desea ser una ciencia inde
pendiente con respecto a las otras ciencias, y sobre
;odo con respecto a la ciencia del gobierno del Estado.
Si bien el hecho de haber arrebatado a la política
jna vasta parte de su dominio era ya grave, el desa
rrollo de la economía le es aún más perjudicial, pues
ísta manifiesta casi inmediatamente la pretensión de
remplazaría. La economía no solo quiere separarse
le la política, sino desvalorizarla colocándola en un
segundo plano, poniendo en tela de juicio su impor-
¡ancia y su existencia. En esto concuerdan las dos
íscuelas rivales del liberalismo y del socialismo.
En muchos aspectos, la idea fundamental del in-
lividualismo liberal está quizás constituida, más que
por las nociones de libertad y de individuo, por el
íoncepto de espontaneidad. Los fenómenos econó-
picos son una manifestación de la naturaleza: sur
gen inevitablemente y se organizan por sí mismos.
De acuerdo con la famosa frase de un clérigo ita-
íano, il mondo va da se. La economía se halla some
tida a leyes “naturales”. En consecuencia, la política
iada tiene que hacer en este terreno. Si interviene,
erá para ponerle obstáculos a esta rueda maravi-
osa, que de otro modo giraría por sí misma. El libe-
alismo concluye en una concepción minimalista del
31
Estado, en la que se le deja el menor sitio posible
En la vida del hombre común la política no es máj
que una excepción o un episodio. Como se ha com
probado más tarde: “El hombre de la era liberal e
el hombre menos politizado que ha existido”.2
En lo que se refiere al antipoliticismo, en el fon
do el socialismo se halla de acuerdo con su advei
sario. Los reformadores franceses casi no se parecei
en nada, pero tienen un punto en común: todos de
sean la desaparición del poder político, pero no sol
tal como existe, con sus accidentes actuales, sino e;
sí mismo, en su esencia. Hay sin duda un socialism
partidario de la conquista del poder. Pertenece, co
Blanqui, a la filiación de Babeuf. Tal es también 1
posición que tomará Luis Blanc. Pero no se trata d
pensadores de envergadura, y sus teorías tendrá
menos importancia que su acción. La primacía de 1
económico, la desvalorización y la exclusión de 1
político se expresan en la famosa parábola de Sainl
Simón. Pero es sobre todo Proudhon quien le dio u
extraordinario relieve. El séptimo estudio de V idé
genérale de la révolution au xix siécle (La idea g<
neral de la revolución en el siglo xix) se titula: “D
solución del gobierno en el organismo económico1
Para el autor, la única y verdadera revolución es 1,
revolución “social”, que opone a las seudorrevolu
ciones “políticas” de 1830 y 1848. Ella remplazará e
Gobierno por el Taller: “Ponemos la organizació)
industrial en lugar del Gobierno, y las fuerzas eco
nómicas en lugar de los poderes políticos” .3
La idea de la disolución del gobierno en la socie
dad no es menos fundamental en Marx, al menos el
cierto Marx, porque sus concepciones variaron mij
cho. Es sin embargo innegable que su pensamiento
tal como se lo comprendió hasta el día en que fu¡
revisado y corregido por Lenin, es antipolítico. íJ
forma actual de los regímenes y el Estado mismo so
superestructuras que deben ser completamente el)
minadas por la evolución económica, que conduce
2 G eorges L avau, “Science politique et Sciences d
l’homme”, Esprit, abril 1956, pág. 506.
3 París, Garnier, 1851, pág. 283.
32
la revolución social. La única realidad es la econo
mía, y en este punto Marx se halla muy cerca de las
concepciones de los reformadores franceses, en las
que se apoyó considerablemente. Su visión del por
venir es la de un “languidecimiento del Estado”.
Cuando el proletariado sea dueño del poder, no habrá
más poder ni habrá más Estado, porque la autoridad
política es la consecuencia de la lucha de clases.
En sus rasgos fundamentales, la economía polí
tica de los siglos xix y xx ya nada tiene que ver con
la política, ni tampoco con la economía en el sentido
etimológico del término. Las nuevas definiciones la
califican, de acuerdo con la concepción francesa clá
sica de J. B. Say y de Pellegrino Rossi, de “ciencia de
la riqueza”; según autores más recientes es la “cien
cia del cambio”, y M. F. Peroux agrega a la palabra
“cambio” el adjetivo “oneroso”. Al mismo tiempo
se le busca un nuevo nombre. Algunos proponen el
de “crematística”, que se encuentra ya en Aristóteles;
Dtros, “plutología”, y algunos, particularmente los
ingleses, cataláctica. En Francia, bajo la influencia
de A. Landry, se ha vuelto a “económica” simple
mente como sustantivo, pero se dice con más espon
taneidad “ciencia económica”, entendiéndose que el
hnérito principal del término es sancionar —palabra
y cosa— la desaparición de la política.I.
II. La politología sustituida por la sociología
• Se produce otro cisma, que no deja de mostrar
semejanzas, en sus orígenes y en sus resultados, con
?1 de la economía. Es el que ahora separa lo político
le lo social.
Esta dicotomía no es nueva. Cierta distinción en
re lo “político” y lo “social” aparece ya desde el
“enacimiento del Estado. Ya en Bodin y Althusius
lemos encontrado la idea de que existiría lo social
úera de lo político, o sea un elemento social distin
guible, si no diferente, de lo político. Diríamos ac-
ualmente que estos dos autores consideran el Estado
orno un fenómeno de superposición. Pero la “sim-
liótica” de Althusius, la concepción del “recto go-
33
r
43
CAP171 I O
LA POLITOLOG1A DESMEMBRAI;
Y ABANDON \I]
I. El nuevo clima
Contrariamente a lo que podría creerse ahora, la
Primera Guerra Mundial no' contribuye en absoluto a
sacar del marasmo a la ciencia política. Ésta conti
núa, al igual que antes, fuera de los recintos uni
versitarios. Un viento de árido tecnicismo minucioso
sopla entonces sobre las Facultades de Derecho. En
cuanto a las obras, constituyen más bien un retro
ceso, tanto en número como en importancia.1
En cambio, la Segunda Guerra Mundial da el im
pulso decisivo al renacimiento politológico, qiife co
menzará desde la ocupación y el armisticio. En un
mundo extremadamente politizado, la convicción de
que la ciencia política no puede ser ignorada oficial
mente surge pronto y se extiende de un modo irre
sistible.
Hemos explicado en otra parte cómo la “década
decisiva” (1945-1955) marca el “fin de una extra
ordinaria carencia”,12 por lo cual nos limitaremos a
poner de relieve dos factores secundarios, pero muy
directos, de la transformación del clima. Uno es ex
terno y de imitación; el otro, interno y de tradición.
En el renacimiento de la politología tiene gran
importancia, ante todo, el ejemplo norteamericano.
Las universidades de los Estados Unidos poseían cáte
dras sobre gobierno desde fines del siglo xix; crearon
1 Confrontando Economía y Ciencias políticas, Gaétan
Pirou solo cita a André Siegfried y Célestin Bouglé, con
referencia a obras anteriores a 1914. Introduction á l’Écono-
mie politique, París, Sirey, 2* ed., 1945.
2. Cf. nuestro análisis .ya citado, “La fin d’une extraor-
dinaire carence”, Revue Inter, d’hist. pol. ét constit., P.U.F.,
enero-junio de 1957, pág. 1.
53
y sin duda extendieron su departamento de ciencias
políticas, paradójicamente favorecidas por los acon
tecimientos europeos, que provocaron la partida ha
cia el otro lado del Atlántico de hombres como Cari
Friedrich, Mario Einaudi, Waldemar Gurian y mu
chos otros. En compensación, y particularmente a
través de la Unesco, el prestigio norteamericano actúa
sobre muchos jóvenes espíritus que van directamente
a la ciencia anglosajona sin sentirse obligados a los
rodeos y precauciones de sus antecesores.8
Sin embargo, la brusca ascención de la ciencia
política solo pudo producirse porque durante todo el
siglo xix y comienzos del xx las Facultades de De
recho han sido, a pesar de las reticencias y las hosti
lidades, la verdadera Escuela de la Ciencia política.
Si, entre los constitucionalistas, Raymond Carré
de Malberg quiso ser un jurista puro,34 si León Du-
guit no hizo ciencia política más que de un modo
inconsciente y “esporádico”,8 Maurice Hauriou debe
ser considerado, en cambio, entre los grandes politó-
logos. Se advertirá ello más adelante, cuando nos
ocupemos de las instituciones. Desgraciadamente, M.
Hauriou presenta un pensamiento profundo y origi
nal bajo la forma de libros de texto indigeribles, cu
ya riqueza escapa al público, inclusive al considerado
intelectual. Por otra parte, el deán de Toulouse,
quien se esforzó por animar el derecho constitucio
nal mediante la sociología, no pidió jamás inspira
ción a la ciencia política.
Tal es, en cambio, la actitud de la línea de pen
samiento, que cuenta ya cuatro generaciones, cuya
obra se extiende desde los Éléments de droit consti-
tutionnel et comparé (Elementos de Derecho consti
tucional y comparado), de Adhémar Esmein, en 1895,
hasta la tesis de Auguste Soulier, en 1939.
A fines del siglo xtx , los Éléments son la prime-
3 Cf. Mattwtce PTTVERrER, Méthodes de la Science politi-
que. París, P.U.F., 1959, pág. 48.
4 Fue después de él y a su pesar que su obra adquirió
contenido político.
8 Marcel Waline, “Influence de Duguit”, op. cit., pág.
159.
54
ra obra francesa que hace época en materia consti
tucional. Contiene un estudio de los regímenes de
libertad en que se le concede espacio considerable a
la historia de las ideas, a la comparación de las ins
tituciones y al examen del juego de fuerzas.
Durante el primer tercio del siglo xx el contacto
con la vida pública anima las obras de Joseph Bar-
thélémy, que en su gran Traite de Droit Constitu-
tionnel (Tratado de Derecho Constitucional, 1933),
y en numerosas monografías registra su experiencia
electoral y parlamentaria.
Entre las dos guerras, J. J. Chevallier publica
dos volúmenes sobre L’évolution de l’Empire bri-
tannique (La evolución del Imperio británico, 1931)
y un Barnave ou les deux faces de la Révolution
(Barnave o las dos caras de la Revolución, 1936),
cuya influencia se comprueba en Gouverneur Morris
{Gobernador Morris), de Adhémar Esmein.® El autor
de estas líneas publicó en 1936 VEmpire fasciste (El
Imperio fascista), y, en 1939, un cuadro de L’évolu
tion politique du socialisme frangais (La evolución
política del socialismo francés).
El mismo año se distingue en particular, entre
las tesis de la generación siguiente, L’instabilité mi-
nistérielle en France sous la lile. République (La
inestabilidad ministerial en Francia bajo la Tercera
República), de Auguste Soulier.7
Debe observarse, sin embargo, que en estas obras
la ciencia política presente en todas partes, no se
afirma a cara descubierta, sino que toma la aparien
cia del “punto de vista”. En la Conferencia de agre
gación, Luis Rolland usó este recurso con virtuosis
mo, rehaciendo las lecciones, más o menos logradas,
de los candidatos, según dos planos alternativos: uno
0 En espera de la tesis (de Letras) de P aul Bastid so
bre Sieyés et sa pensée, París, Hachette, 1939.
7 Hay que considerar también, durante la misma época,
la acción perseverante y fecunda de Boris Mirkine-Guetzé-
vitch. Cf. M. P rélot, “Adieu á Boris Mirkine- Guetzévitch”,
en Revue Internationale d’histoire politique et constitution-
nelle, París, P.U.F., 1955, pág. 1; y Prefacio a Carl F ríe-
drich , La démocratie constitutionnelle , París, P.U.F., 1958.
55
propiamente jurídico, y el otro formulado “desde el
punto de vista de la ciencia política”. En esta pers
pectiva se muestra claramente que el estudio del
Estado, de los fenómenos constitucionales y rela
ciónales, contiene algo más que lo que capta y ex
plica el Derecho. Para ser completa, la visión del
constitucionalista debe tomar en cuenta las diferen
cias existentes entre la situación concreta que obser
va directamente y los esquemas dogmáticos que
construye en su condición de técnico.
Sin embargo, la resistencia de los especialistas
en Derecho Público formados en la escuela del Dere
cho Privado, o de los que sufren la influencia ger
mánica de Laband, es lo suficientemente fuerte para
que Iq teoría del punto de vista permanezca implíci
ta, sin ser nombrada.
Le tocó a Georges Burdeau efectuar la revolución,
ya latente pero todavía insegura de sí misma, de ha
cer pasar el Derecho Constitucional de la situación
de ciencia principal a la de ciencia complementaria.
Separándolo deliberadamente de las ciencias ju
rídicas, Georges Burdeau hizo del Derecho Constitu
cional el punto de partida y el elemento de apoyo de
la ciencia política. La reedición, en 1949, en forma de
primer tomo de un Traite de Science politique, (Tra
tado de Ciencia Política), de su libro Le pouvoir et
VÉtat (El poder y el Estado), aparecido en 1943, mar
ca el paso decisivo. Burdeau se acusa en el prefacio
de “presuntuosidad” e “ingenuidad”. Pero mientras
su obra se terminaba y se imprimía dejó de ser una
temeridad para convertirse en un testimonio.8
II. Redescubrimiento de la política
Transacción y transición, la teoría del punto de
vista había permitido introducir prácticamente sin
escándalo los temas de la ciencia política, temas que
8 Otro signo de un cambio total de clima lo constitu
la publicación por M auhice D uverger, después de 1945,
de su primer curso de derecho constitucional; en 1948 lo
titulará, sin cambiarlo mucho, Manuel du droit constitución-
nel et de Science politique.
56
en los programas de enseñanza figuraban nominal
mente como jurídicos. Al mismo tiempo, esta teoría
abre intelectualmente el camino a una noción autó
noma de la ciencia política: la de interés selectivo.9
Es propio del espíritu humano elegir en el seno
de la realidad, en sí misma indiferenciada, aquello
que desea conservar. Intereses muy distintos pueden
manifestarse con respecto a los mismos datos globa
les. Un paisaje no es en sí mismo más que un con
junto de elementos diversos, entre los cuales solo
la persona del observador establece una conexión. No
tiene el mismo sentido para el pintor que ve en él
un conjunto de colores y de líneas; para el poeta que
lo siente como la traducción de un estado de alma-,
para el general interesado en la mejor utilización tác
tica del terreno; para el geólogo que adivina bajo el
suelo las capas rocosas; para el agricultor, en fin, que
se pregunta cuántas bolsas de trigo podrá recoger.
Todas estas elecciones son legítimas e igualmente
válidas.
De igual modo, el politólogo no se considera como
el propietario de un dominio medido y limitado, sino
como un investigador a través de todo lo social. Co
mo otros adeptos de las ciencias humanas, lo que él
descubre es la realidad social; pero la considera de un
modo diferente, y le concede un interés que es el
único en experimentar.
A lo que la noción de punto de vista tenía de pa
sividad, al ligero perfume de diletantismo que toda
vía conservaba, la teoría del interés selectivo opone
una concepción activa, un espíritu de investigación y
de descubrimiento. Siente predilección por los fenó
menos constitucionales, pero tiene sin embargo una
curiosidad mucho más vasta. Ningún asunto que pue
da aportar algo al conocimiento político es dejado de
lado a priori. Un examen metódico elige en las cien
cias ya existentes todo lo que puede ser utilizado,
y los vacíos se llenan con nuevas investigaciones. Pe-
9 La teoría del “interés selectivo” ha sido formulada
particularmente por R. M. Mac Iver y Charles H. P ace
(Society. An introductory Analysis, Londres, 1950).
57
ro el conjunto y el detalle se hallan ligados por una
cierta unidad de enfoque.
La teoría del interés selectivo se halla implícita
en la creación de los Instituís d’études politiques (Ins-
títulos de estudios políticos), emprendida por Re*
né Capitant desde 1945. Subyace también en los tra
bajos de la Unesco en 1948, en relación con el esta
blecimiento de la lista-tipo, de la que pronto nos ocu
paremos, y sobre todo en el intenso movimiento de
curiosidad que va a convertir a la ciencia política,
como lo dirá Julliot de la Morandiére en el Instituto,
en “la ciencia de moda”.
- Pero para que la selección fuera posible se nece
sitaba un criterio que diera fundamento y justificara
la elección. Por lo tanto, la primera y fatal consecuen
cia del renacimiento de la ciencia política debía ser
necesariamente un debate sobre su objeto. Pero no
era necesario, en cambio, darle las proporciones que
adquirió; apenas redescubierta, la ciencia política fue
declarada “inencontrable” y se la buscó en todos los
lugares donde no estaba.101
A los que buscaban demasiado lejos una respues
ta que, como ya lo hemos visto, la tradición y el uso
ponían al alcance de la mano, Jean Dabin y la
Escuela de Lovaina recordaban, con un buen sentido
imperturbable, que “aquí no puede haber dudas: la
ciencia política no es ni puede ser otra cosa que la
ciencia del Estado. Tal era el objeto de la política
en la antigüedad... No hay razones para que el ob
jeto de esta ciencia haya desaparecido desde Platón,
Aristóteles y Cicerón”.11
G5
el orden perfectamente conjetural de los libros de
La política de Aristóteles. La presentación preferible
se desprende para nosotros de la lógica de las insti
tuciones, o sea de los datos que constituyen la espe
cialidad del constitucionalista.
El politólogo no es un crítico literario, pero no es
indiferente a la belleza de la forma. Se siente feliz
de encontrar un escritor político que sea también un
escritor, como Fran^ois de Chateaubriand en la Mo-
narchie selon la Charte (La monarquía según la Car
ta). Tampoco será insensible a algunas torpezas ex
presivas, o a los rasgos moralmente reprobables de
la inspiración del autor. Pero nada de esto es para
él esencial. Lo que busca en el autor, sin recibir siem
pre el honor de una respuesta, es su pensamiento
acerca del Estado, del poder, de sus caracteres y sus
orígenes, de su transmisión legítima, de la manera
en que ha sido establecido, de la parte de iniciativa
que deja a los ciudadanos, etc.7 En un análisis seme
jante, la crítica literaria cae en numerosos contra
sentidos. Si bien hay estudios de Saint-Beuve sobre
Proudhon y de Albert Thibaudet sobre Barrés y Mau-
rras que poseen una rara penetración, los relativos a
J. - J. Rousseau caen en frecuentes errores, porque el
crítico literario no ha distinguido en él el verdadero
sentido de las palabras, cuya extrema importancia
para el autor del Contrat Social hemos considerado
anteriormente.
El politólogo no es un historiador. Sin duda que,
de acuerdo con la fórmula de la Escuela histórica, las
ideas se desarrollan, o sea que no son el fruto del
azar, ni tampoco el resultado de factores individua
les solamente. Pertenecen a un movimiento vital de
los espíritus, del cual no constituyen más que una
expresión. Todas tienen la marca de la época y el
sitio en que se desarrollan. Por lo tanto, deben ser
estudiadas en su tiempo, en el lugar en que son ela
boradas, y en relación con la vida de su autor. Pero
el punto de partida histórico no puede seguir preva-
7 Sobre las dificultades que enfrenta el politólogo
esta cuestión, ver M. P rélot, Histoire des idées politiques,
op. cit., pág. 8.
66
r
CAPITULO VI
LAS INSTITUCIONES POLITICAS
I. Primacía de la institución
A diferencia del nombre dado al primer tema, el
título del segundo: Las instituciones políticas, no
provoca objeciones. Lo hallamos tanto en la nomen
clatura de la Unesco como en el nombre de varias
materias de la Licenciatura en Derecho de 1954: “De
recho Constitucional e Instituciones políticas”, “His
toria de las instituciones y de los hechos sociales”,
‘Instituciones judiciales”, “Instituciones internacio
nales”, “Instituciones financieras”.
La invariabilidad del vocabulario corresponde al
hecho de que las instituciones son la parte más sóli
da de la ciencia política. Como se apoyan en los
textos y las costumbres jurídicas’ ofrecen una indi
cación más precisa en lo que se refiere a las fuentes,
j poseen un aspecto máfc definido que los otros fenó-
nenos de los que se ocupa la ciencia política. Son
también la parte más elaborada de la politología,
)uesto que, con el nombre de Derecho Constitucio-
íal, las instituciones fueron estudiadas oficialmente
lurante largos años —desde la monarquía de Julio,
r sobre todo desde la Tercera República—, lo que
lio origen a grandes obras tanto en Francia como
n el extranjero.
Por otra parte, y más recientemente, fue elabo-
ada una teoría de las instituciones que, a pesar de
lgunas oscuridades iniciales, logró ser ampliaménte
ceptada en los medios más diversos, en particular los
Movimientos juveniles y las organizaciones sindicales.
Con las instituciones llegamos así al núcleo duro
resistente del conocimiento político. La politología
io es, al menos de manera directa, el conocimiento
e los hombres, ni tampoco de las relaciones entre
75
1
101
CONCLUSIÓN
I n t r o d u c c ió n 5
P . LAS VICISITUDES
r im e r a parte
DE LA CIENCIA POLÍTICA
I. La politología clásica........................... 17
II. La sustitución de la politología ........ 29
III. La politología desmembrada y aban
donada .................................................. 44
3 Sarg e n to s 11 5 6 , L anús.
'
LA CIENCIA POLÍTICA
Marcel Prélot
El libro del profesor Prélot ofrece un análisis amplio
de un tema de viva actualidad, pues se desarrolla en
torno de las posibilidades, carácter y objetivo de una
ciencia política —"politología", en términos técnicos—,
cuyos orígenes rastrea en los textos aristotélicos, pa
sando de la concepción antigua y medieval a las con
cepciones modernas.
La parte histórica presenta una crónica breve y estimu
lante de las vicisitudes de esta ciencia a través de los
siglos, en sus íntimas y a veces confusas relaciones con
la economía, el derecho y la sociología: en la parte
sistemática hallará el lector —especialista o profano—
un cuadro orgánico en el que ocupa su justo lugar el
análisis de las ideas políticas, creadoras de instituciones
y acontecimientos; de las instituciones políticas, cuya
primacía corresponde al Estado en la concepción mo
derna, y de la vida política, donde se pone de relieve
la dialéctica del poder y la fuerza. Finalmente se
hallará también en este panorama un análisis de las
relaciones internacionales, aspecto de la ciencia política
que en nuestro tiempo ha dejado de ser uña cuestión
académica para convertirse en un tema de apasionante
interés común.
EL P E R S O N A L IS M O - E . Mounier
LOS G R U PO S DE P R E SIO N -J. Meynaud
A R IS T Ó T E L E S Y EL L IC E O -J . Brun
EL D E R E C H O R O M A N O MrVilley
LA S O R G A N IZ A C IO N E S IN T E R N A C IO N A L E S - P
Gerbert