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La Plegaria Eucarística, en el corazón de la celebración

La Plegaria Eucarística es ante todo eso: una oración, una plegaria. Está situada en
el mismísimo centro de la celebración, no por cronología, sino por importancia. Es
una oración que proclama el presidente de la celebración –algunas partes las
pueden hacer los sacerdotes concelebrantes, si los hay–, pero al hacerlo lo hace en
nombre de toda la asamblea: no es una oración personal ni individual suya.

Es una plegaria de acción de gracias, pero también lo es de consagración. En ella


se pide el Espíritu Santo para que transforme el pan y el vino en Cuerpo y la Sangre
del Señor, y para que transforme también a quienes van a recibirlo, de forma que
obtengan un don precioso de Dios: la unidad, la comunión, ser un solo cuerpo y un
solo espíritu.

Hoy tenemos en el rito romano varias plegarias, sobre todo cuatro, numeradas de
esa manera: «Plegaria Eucarística I», «II», «III» y «IV». Son las de uso más
extendido. Luego tenemos la plegaria V, que tiene cuatro versiones: «a», «b», «c»
y «d», y que se usan en las misas llamadas "por diversas necesidades", aquellas
que utilizamos especialmente en las ferias del Tiempo Ordinario para pedir algo
concreto a Dios: por la Iglesia, por el mundo, por todo tipo de necesidades. Tenemos
también dos plegarias que giran en torno a la temática de la reconciliación, y que en
este Año Jubilar de la Misericordia darán mucho juego. Finalmente hay tres
Plegarias Eucarísticas adaptadas a su uso en las misas con niños, cada una
orientada a niños de distinta edad.

No siempre hubo tantas plegarias en el rito romano. De hecho, desde que allá por
el siglo VI – VIII se compusieron los primeros libros litúrgicos por escrito, la plegaria
ha sido única: el llamado "Canon Romano” ", que actualmente se corresponde a la
"Plegaria Eucarística I". El Concilio Vaticano II quiso incorporar esas otras plegarias,
algunas de ellas de nueva composición, como la III, y otras, como la II, que son
reelaboraciones de textos antiquísimos de la tradición. Así la celebración litúrgica
se enriquece con nuevos formularios y permite adaptarse mejor a las circunstancias
pastorales.

Hemos dicho que los textos escritos del Canon Romano son aproximadamente del
siglo VII. ¿Qué se hacía antes? ¿Cómo era la Plegaria Eucarística en los primeros
siglos de la Iglesia? Un testimonio muy hermoso nos lo da una obra que se remonta
a mediados del siglo II de nuestra era: la "Primera Apología" del filósofo y mártir San
Justino. Las apologías eran escritos dirigidos por cristianos a las autoridades del
Imperio Romano –de hecho muchas veces al mismo emperador– en los que se
intentaba defender a los cristianos de las falsas acusaciones que servían como
pretexto para las persecuciones.

En la "Primera Apología" de San Justino hay un momento en que explica cómo es


la celebración de la Eucaristía. Es la descripción más antigua de la celebración que
conservamos, y es impresionante ver que, en esencia, es lo mismo que nosotros
celebramos. Cuando llega el momento de la Plegaria Eucarística, Justino dice
simplemente que el que preside da gracias a Dios según sus fuerzas, y que todos
se unen diciendo "Amén". Esto significa sencillamente que al principio la Plegaria
Eucarística se improvisaba.

Pero entonces, ¿se improvisaba al arbitrio del que presidía? Un documento que se
remonta al siglo III, la así llamada "Tradición Apostólica" atribuida a Hipólito de
Roma incluye un esquema de plegaria para orientar al presidente de la celebración,
porque improvisar un texto así no es fácil: hay unas partes, una sucesión lógica, que
veremos en artículos posteriores. No era un texto para utilizar directamente, sino un
esquema. Por cierto, ese esquema de la "Tradición Apostólica", un poquito
retocado, es lo que nosotros conocemos hoy como "Plegaria Eucarística II".
Impresiona escuchar unas palabras que fueron compuestas hace mil setecientos
años para dar gracias a Dios, y que nosotros seguimos hoy utilizando con la misma
frescura.

La epíclesis
Una palabra extraña: "epíclesis". ¿Qué significa? Algo muy sencillo: la epíclesis es
cuando en una oración en la liturgia pedimos a Dios el don del Espíritu Santo, para
que descienda sobre algo o sobre alguien. Epíclesis significa sencillamente
invocación.

En todos los sacramentos vamos a encontrar una epíclesis. Por ejemplo, cuando es
ordenado un sacerdote, el obispo, después de imponer las manos sobre su cabeza
–imponer las manos es el gesto ritual que significa precisamente la petición del don
del Espíritu– pronuncia una solemne oración en la que pide al Espíritu que confiera
el don del sacerdocio a esta persona.

También en la Eucaristía encontramos un momento de petición solemne del Espíritu


Santo. De hecho son dos momentos, y ambos están relacionados entre sí. Los dos
se encuentran en la Plegaria Eucarística. Uno lo tenemos muy claro. El otro quizás
no tanto.

Si vemos al sacerdote imponer las manos sobre las ofrendas rápidamente nos
ponemos de rodillas para el relato de la institución, para la consagración. Justo
antes de la consagración, el sacerdote, al imponer las manos, invoca el don del
Espíritu sobre el pan y el vino. No es una acción humana la que transforma los
dones en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino la acción del Espíritu, que se invoca
solemne: "por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu
Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro
Señor". Así lo pide la Plegaria Eucarística II. Es Dios quien salva, Él es quien
transforma el pan y el vino.
La Iglesia ha querido resaltar este doble momento de la epíclesis y la consagración
pidiéndonos un gesto de oración y de adoración, que es ponernos de rodillas: desde
que el sacerdote impone las manos sobre las ofrendas hasta que acaba la
consagración del cáliz.

El otro momento de invocación solemne del Espíritu Santo nos pasa un poco de
largo en la plegaria. Después del relato de la institución el sacerdote vuelve a pedir
el Espíritu. Esta vez no lo invoca sobre los dones, sino sobre la asamblea, sobre
aquellos que van a recibir esos dones consagrados. El Espíritu transforma el pan y
el vino, y también transforma a la comunidad cristiana, a "los que vamos a participar
del Cuerpo y Sangre de Cristo".

¿Cómo somos transformados por medio del Espíritu al recibir el Cuerpo y la Sangre
del Señor? O, dicho de otra manera: ¿cuál es el fruto de la comunión? Pues
precisamente ese: la comunión, la unidad. Escuchemos de nuevo la Plegaria
Eucarística II: "te pedimos que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos
participamos del Cuerpo y sangre de Cristo". Y la Plegaria III: "que formemos un
solo cuerpo y un solo espíritu".

La comunión es acción del Espíritu. No la construimos nosotros únicamente con


nuestra amistad, o nuestra afinidad, o nuestra cercanía. Es un regalo de Dios que
brota de poder participar del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Comulgamos, pues, para
estar en comunión o, como diría San Agustín: "nos convertimos en aquello que
recibimos". Si recibimos el Cuerpo de Cristo es para ser nosotros también el Cuerpo
de Cristo, que es la Iglesia, y estar unidos sin división alguna por medio del amor.
El memorial y la ofrenda
En la Eucaristía lo que celebramos es el memorial de la muerte y resurrección de
Cristo, y lo hacemos con los signos que Él nos dejó para ello en la Última Cena.
Esto se expresa en la Plegaria Eucarística de forma muy breve pero muy intensa,
justo después de la consagración, y antes de la "segunda epíclesis" sobre la
asamblea.

Jesús dejó a sus discípulos un regalo y una tarea en la Última Cena: "haced esto
como memorial mío". ¿Qué es el memorial? Es algo que nosotros hemos heredado
del pueblo de Israel.

El memorial no es un mero recuerdo. No se trata solamente de recordar aquello que


sucedió, meramente como algo del pasado, que no tiene influencia o repercusión
en el presente. Ciertamente celebrar el memorial de la muerte y resurrección de
Cristo, que es lo que hacemos en la Eucaristía, supone recordar, hacer memoria de
ese acontecimiento central en nuestra salvación. Pero no se limita a ello. Si fuese
así, un mero recordar, sería como mirar una fotografía de un ser querido: lo
recordamos, sí, pero eso no hace que esté con nosotros.

Celebrar el memorial es ante todo celebrar una presencia en el "hoy" que nos toca
vivir: la presencia de Cristo, de su salvación. Sin que los acontecimientos de nuestra
salvación –su Misterio Pascual, su muerte y resurrección- se repitan, la gracia que
desde ellos se derrama llega a nosotros, porque Cristo está presente en la liturgia
de la Iglesia. No es un mero recuerdo. Es una presencia. Y una presencia eficaz,
que nos llama a un encuentro que cambia nuestra vida.

El memorial también nos abre una perspectiva hacia el futuro, que de alguna
manera se anticipa: la gloria que un día viviremos, si Dios quiere, en su presencia
para siempre, se anticipa y se nos da en la precariedad de nuestra vida y nuestra
historia, para que podamos caminar hacia una plenitud mayor.

Por eso en la Plegaria Eucarística se dice, por ejemplo: "al celebrar el memorial de
la muerte y resurrección de tu Hijo…". El memorial significa por tanto celebrar lo que
sucedió, convencidos de su presencia que nos hace participar de la salvación,
abiertos a caminar hacia la plenitud que nos aguarda.

Dicho de otra manera, celebrar el memorial hace entrar la salvación en nuestra


historia, en nuestro "hoy", cargándolo de sentido. Dice San Pablo en 1Cor 11, 26:
"cada vez que coméis este pan y bebéis de este cáliz (hoy) proclamáis la muerte
del Señor (ayer) hasta que Él vuelva (mañana)".
¿Cómo celebramos el memorial ritualmente? Por medio de signos. Pero no unos
signos cualesquiera, elegidos a nuestro arbitrio, sino los que Cristo nos ha dejado
en la Última Cena. Dice la Plegaria Eucarística II: "te ofrecemos el pan de vida y el
cáliz de salvación". Los gestos y signos de la Última Cena, el banquete pascual de
Cristo, nos siguen sirviendo hoy para celebrar el memorial, de modo que, al hacerlo
nos ofrezcamos también nosotros juntamente con Él, haciendo de nuestra vida una
alabanza a Dios, un culto "en espíritu y en verdad".

Ofrecemos, por tanto, no algo nuestro sino lo que Él nos ha dado previamente: su
Cuerpo entregado por nosotros; su Sangre derramada por nosotros. Y esa ofrenda
es tan tremenda, tan importante, que no podemos menos que unirnos a ella con
nuestra propia vida, de modo que, al recibir el Espíritu en la celebración, también
nuestra vida sea entrega auténtica al Padre, unidos a Cristo, con los hermanos.

Celebramos en comunión
El Concilio Vaticano II nos ha recordado que para entender lo que es la Iglesia el
concepto que tenemos que poner en el centro es la comunión. La Iglesia es el
Pueblo de Dios unido en la misma fe, con una comunión que es don de Dios y signo
para el mundo.

La plegaria eucarística no es ajena a esta realidad, y al celebrar lo más importante


para la Iglesia, que es la Eucaristía, expresa esa comunión, y lo hace a tres niveles.

En primer lugar nos recuerda que estamos en comunión con todas las comunidades
cristianas dispersas a lo largo y a lo ancho del mundo que formamos parte de la
Iglesia, y que con la misma fe celebramos la Eucaristía. Nuestra comunidad local
no está aislada del resto de la Iglesia. Por eso nombramos en la plegaria a toda la
Iglesia y al Papa. También somos conscientes de que nuestra Iglesia local no es
solamente la asamblea que se ha reunido para celebrar la Eucaristía, y por eso
nombramos al obispo diocesano, a todos los pastores que le ayudan en su tarea, y
a todos nuestros hermanos que comparten el peregrinar de la fe sobre esta tierra.

Por ejemplo, la plegaria eucarística II lo hace de esta manera: "Acuérdate, Señor,


de tu Iglesia extendida por toda la tierra, y con el papa N., con nuestro obispo N. Y
todos los pastores que cuidan de tu pueblo, llévala a su perfección por la caridad".
Así celebrando la Eucaristía, estamos en comunión con la Iglesia Universal, que
peregrina hacia la casa del Padre.
Pero también estamos en comunión con los difuntos, que siguen perteneciendo a la
comunidad eclesial, y por eso los recordamos en la Eucaristía, intercediendo por
ellos. La comunión no se rompe con la muerte, y de esa manera los que ya partieron
y pueden necesitar de la ayuda de nuestra oración, en virtud de la comunión de los
santos, son también destinatarios de nuestra oración, a veces con nombre y
apellidos, y en cualquier caso pidiendo siempre por todos los difuntos: "Acuérdate
también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección
(N., N. …) y de todos los que han muerto en tu misericordia: admítelos a contemplar
la luz de tu rostro". Es expresión de nuestra comunión con la así llamada "Iglesia
purgante", los difuntos que están purificando sus faltas de amor en espera de gozar
de la plenitud de la vida eterna.
Y nos falta la tercera dimensión de esa comunión: la que se refiere a la Iglesia
triunfante, a los santos. Si con los difuntos lo que hacemos es interceder y pedir, a
los santos –los que ya gozan de la plenitud del cielo- les pedimos que intercedan
por nosotros: a la Virgen María en primer lugar, a los apóstoles, a los mártires, a
todos los santos… Estamos en comunión con los bienaventurados, nosotros que
caminamos en la esperanza de la bienaventuranza eterna.

Y así, cada día, en cada una de las celebraciones de la Eucaristía, hacemos


presente la comunión con la Iglesia. No solamente encerrados en la pequeña
realidad de nuestra parroquia o de nuestro grupo, sino abiertos a la gran riqueza
que supone el misterio de comunión que Cristo ha querido que sea su Iglesia para
llevar su Palabra de vida hasta los confines de la tierra, hasta que Él vuelva.

Un admirable resumen de la Historia de la Salvación


La Plegaria Eucarística IV del Misal Romano es una plegaria peculiar. Está inspirada
en las antiguas plegarias orientales de tipo "alejandrino", aunque bastante
simplificado, que contiene en orden todos los elementos que hemos ido analizando
en artículos anteriores.

Su característica principal, que resalta enormemente respecto de otras plegarias,


es que resalta muchísimo la alabanza a Dios, y expone con profusión los motivos
de dicha alabanza.

Normalmente en las otras plegarias eucarísticas esta alabanza se circunscribe ante


todo al prefacio, la parte que va antes del Santo. La Plegaria Eucarística IV también
lo hace, pero prolonga esa alabanza después del santo, de modo que encontramos
que, en el prefacio, se hace la alabanza del Dios creador, mientras que después del
santo y antes de la primera epíclesis –sobre los dones– se hace una hermosísima
alabanza del Dios que en Cristo nos ha redimido.

Por tanto, si juntamos ambas partes, separadas por el Santo, tenemos un admirable
resumen de la Historia de la Salvación. Por eso esta Plegaria no se puede utilizar
cuando hay un prefacio propio –por ejemplo, en Cuaresma–, dado que si se quitase
su prefacio propio la plegaria perdería sentido.

Veamos los elementos de alabanza a Dios que nos propone la plegaria en su


prefacio, antes del Santo:
– Dios es único: "porque tú eres el único Dios vivo y verdadero que existes desde
siempre y vives para siempre".
– Dios es luz: "luz sobre toda luz".
– Dios es creador: "Porque tú solo eres bueno y la fuente de la vida, hiciste todas
las cosas para colmarlas de tus bendiciones y alegrar su multitud con la claridad de
tu gloria".

Después del Santo –por falta de espacio no podemos reproducir los textos– se nos
presenta a Dios, creador de la humanidad a imagen suya; a un Dios cercano y
compasivo que no abandona al hombre cuando pierde su amistad, sino que una y
otra vez reitera su alianza, especialmente por los profetas. Así se sintetiza el Antiguo
Testamento: una historia de la fidelidad de Dios ante la infidelidad del hombre.

Sigue la alabanza dando gracias a Dios, que envía a su Hijo, igual a nosotros en
todo, que anuncia la salvación a los pobres, la liberación a los oprimidos y a los
afligidos el consuelo; que murió y resucitó por nosotros, destruyendo la muerte y
dándonos así nueva vida, y que finalmente nos envió el Espíritu Santo para que su
obra llegase a plenitud. Por eso se pide ese mismo Espíritu, hoy, sobre los dones
del pan y del vino que se han colocado en el altar.

Estamos en Cuaresma, y esta plegaria no la escucharemos en las celebraciones,


pero sería muy hermoso retomar el texto completo y meditarlo, sabiendo que, en
esa Historia de la Salvación, también cabemos cada uno de nosotros.

Ramón Navarro Gómez


Delegado Episcopal de Liturgia

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