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H. G. Wells.

Biografía
Constantino Bértolo Cadenas.
Texto tomado de http://mural.uv.es/jorgon/hgwells.htm [adaptación]

La casa donde Herbert George Wefls vino al mundo estaba situada en la calle principal del
pequeño pueblo de Bromley (Kent), muy cercano por entonces a Londres y hoy en día
integrado como un barrio más en la capital británica. En el momento de nacer, su padre,
Joseph, y su madre Sara, eran propietarios de una reducida tienda de objetos de porcelana y
otras variedades de menaje doméstico. No era un buen negocio, y el nacimiento de H. G.
Wells, tercer hijo varón del matrimonio, aumentó las preocupaciones en la familia. Los
padres, que se habían conocido siendo sirvientes, él jardinero y ella doncella, en una
mansión noble de la comarca, y que a base de ahorros y esfuerzos habían logrado montar
aquel negocio, se vieron en la necesidad de encontrar nuevas fuentes de ingresos para sacar
adelante a la familia, y así ella vuelve a tomar su antiguo empleo y el padre aporta nuevas
entradas monetarias gracias a su habilidad como jugador de cricket, deporte tradicional
inglés semejante al béisbol. [...]
Los primeros estudios los realizó en una escuela privada, regida por un antiguo
conserje llegado a maestro, Thomas Morley, dotado de escasas habilidades pedagógicas y
aún menores conocimientos. De aspecto feroz y de carácter colérico, seguía al pie de la
letra la antigua máxima de que «la letra con sangre entra». Su frase favorita era «la primera
ley del cielo, señores, es el orden». De aquellas circunstancias, que Wells relata en su
novela Kipps, guarda rá siempre un amargo recuerdo. En alguna de sus cartas escribe
literalmente: «No recuerdo que me enseñaran nada en la escuela. Nos señalaban lecciones y
sumas y luego nos las oían. Pero nuestra pérdida era principalmente negativa, crecíamos
embotados.»
A los ocho años sufre una caída y se fractura la canilla de una pierna, debiendo
guardar cama durante algunas semanas. El médico del pueblo colocó mal el hueso y hubo
que romperlo de nuevo y reparar el error. Durante largo tiempo ha de permanecer instalado
en la sala de su casa, y encerrado entre sus cuatro paredes descubre un enorme horizonte: la
lectura. A lo largo de la convalecencia devora los libros que su padre le proporciona y se
desarrollan en él el hábito y el placer de la lectura. Dickens y Washington Irving son sus
primeros novelistas favoritos. Con razón hablará de aquella caída como de uno de los
momentos más afortunados de su vida.
Finalizados los estudios de cultura general y contabilidad, entra de ayudante de caja
en un almacén de tejidos, pero sus tendencias a estar en la luna y soñar despierto, añadidas
a su mínima falta de interés, no le convierten precisamente en el empleado óptimo para el
desempeño de dicho oficio. Lo despiden y pasa entonces y durante una breve temporada a
ayudar a un pariente que dirige una escuela, tarea que le satisface y le permite dedicar
tiempo a su vicio favorito: los libros.
Pero la desgracia parece acompañarle. La escuela quiebra por falta de alumnos y
nuevamente ha de trabajar en un almacén de paños, donde aparte de desarrollar tareas
manuales ha de permanecer interno durmiendo en el triste barracón de los trabajadores. Un
día, cuando a las once de la noche apagan la luz y ha de interrumpir su lectura, decide
abandonar no sólo aquel lugar, sino también aquel camino en la vida.
Tomada aquella decisión, se aleja del almacén y, andando más de cuarenta
kilómetros, va a ver a su madre en la mansión de Uppark, donde ésta trabaja como criada
de confianza. Aquel adiós y aquella caminata los recordará como «tal vez lo más grande de
cuanto he realizado en mi vida».
Pasa entonces una breve temporada viviendo con su madre y entra en contacto,
merced a su acceso a la biblioteca de los señores de la casa, con la obra del filósofo
evolucionista Herbert Spencer; lee a Platón, a Voltaire y algún ensayo político que, como
Los derechos del hombre, de Paine, uno de los padres del socialismo inglés, le causará
profunda huella. En este intercambio placentero reconstruirá un telescopio desmantelado,
que por azar encuentra, y contempla hechizado la armonía muda e imperecedera de las
estrellas y planetas, que desde entonces servirán de fondo a todas sus imaginaciones.
La necesidad económica lo obliga a colocarse de nuevo como mancebo en una
botica, que años más tarde describirá en su novela El sueño, que, al igual que gran parte del
resto de sus escritos, contiene pasajes autobiográficos. Al tiempo se matricula en una
escuela nocturna y, encontrándose con un buen maestro y ayudado por su pasión y
curiosidad por el estudio, se interesa por aprender los conocimientos científicos del
momento: la astronomía, la geología, la física, la biología, a la vez que se convierte en un
evolucionista y admirador de Charles Darwin.
Habiendo destacado en sus estudios, es propuesto para seguir con una beca estudios
superiores en la Escuela Normal de Ciencias de Londres y, lograda su admisión, se traslada
a Londres para cursar diversas disciplinas. Entre sus nuevos maestros destaca la presencia
de T. H. Huxley, eminente fisiólogo, defensor de Darwin y abuelo del futuro novelista
Aldous Huxley. Para H. G. Wells aquellos años de estudio constituyeron sus primeros
momentos de felicidad.
Instalado en Londres, ya casado con Isabel, una parienta lejana y de quien se separa
pronto, desarrolla una actividad exhaustiva: estudia, investiga, da clases particulares y
comienza a publicar en una revista científica sus primeros trabajos de carácter pedagógico.
Terminados los cursos de la Escuela Normal, se sitúa como profesor auxiliar en una escuela
de mediana calidad donde dejará un recuerdo de maestro exigente, preparado y dotado de
excelentes condiciones para la enseñanza. Al tiempo se casa por segunda vez con una
antigua alumna, Catherine Rollins, y colabora en diversas revistas y periódicos. Aquellos
tiempos de tremendo esfuerzo, unidos a la estrechez económica en que vive, resienten
gravemente su salud. Pesa por entonces cuarenta kilos. Una mañana, y luego de un ligero
trabajo físico, tiene un vómito de sangre. El diagnóstico es claro: tuberculosis. Abandona la
enseñanza y dedica su tiempo a redactar colaboraciones en la prensa, al tiempo que dirige la
sección de Ciencias Naturales de una academia de enseñanza por correspondencia,
incluyendo el papel que tal práctica podría representar en el futuro y que las actuales
universidades a distancia han corroborado.
Entre 1893 y 1894 Wells escribe una especie de relato fantástico, Los eternos
argonautas, que aparece de forma periódica en la revista «National Observer». Cuando esta
revista se cierra, su editor, Henley, crea la «New Review» y desea para ella una novela
sensacional, ofreciéndole una cantidad estimable a Wells para que escribiese una,
recogiendo el tema de aquel antiguo relato: un viaje al futuro.
En quince días de arduo trabajo rehízo aquel material y terminó La máquina del
tiempo, que aparece primero en forma de serie y más tarde como libro. Fue un éxito
instantáneo. Se hablaba del libro en todas partes. Se vendía. Se calificaba a su autor como
hombre genial. De pronto se había convertido en un autor de fama, a quien todos los
periódicos pedían colaboraciones. Abandona, aunque no de forma total, el periodismo y se
dedica a escribir. En el mismo año publica La visita maravillosa, y en los tres años
siguientes tres novelas que cimentaron y acrecentaron su prestigio: La isla del doctor
Moreau, El hombre invisible y La guerra de los mundos. [...]
El socialismo de Wells se basaba en la idea de que el progreso de la humanidad
pasaba por la necesidad de erradicar la pobreza e incrementar la cultura. Veía en la
educación el arma principal para la transformación del mundo. Resumía sus ideas en el
eslogan «el hombre para el hombre», en oposición al comunismo, que lo entendía como «el
hombre para el Estado», y al cristianismo, «el hombre para Dios». [...]
Su buena posición social, su más que sustanciosa fortuna y el éxito social que lo
acompañó durante el resto de sus días no diluyeron sus ideales de buscar y defender la
verdad y la libertad. Estuvo siempre al lado de los desventurados y de los perseguidos:
apoyó el movimiento sufragista, luchó desde la tribuna de sus libros y escritos periodísticos
contra la hipocresía de la moral burguesa, participó activamente en las campañas laboristas
y continuó defendiendo la necesidad de educar a la humanidad. Aporta libros de
divulgación histórica y científica con esa mira y continúa, dice en su biografía, «dándole
cada día al martillo del trabajo literario». [...]
Desde la Primera Guerra Mundial desarrollará una exhaustiva labor dando
conferencias, publicando nuevos libros y haciendo oír su voz desde los mejores periódicos
mundiales. Su objetivo es conseguir que los hombres superen sus motivos de
enfrentamientos, crear una conciencia común entre todos los pobladores del mundo e
instrumentar una organización, la Sociedad de Naciones (antecedente de la actual ONU),
que gobernase el Estado Tierra. La segunda guerra mundial supuso el fracaso de sus
esperanzas.
Acosado por los achaques físicos que le habían perseguido a todo lo largo de su
vida, tuberculosis y lesión de riñón, se refugió durante sus últimos años en su finca de
Easton Glebe, dedicado a la revisión de sus obras completas. El trabajo siguió siendo su
horizonte cotidiano. En la tarde del 13 de agosto del año 1946 llamó a su sirvienta y le
pidió un pijama. Desde su lecho miró a los amigos que lo acompañaban y les dijo:
«Proseguid: yo ya lo tengo todo». Pocas horas después murió. Como el viajero del tiempo,
también él había entrado en el futuro.

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