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El coran

El Corán consta de 114 azoras y abarca temas muy diversos, desde la naturaleza de Dios
(compasiva y misericordiosa) hasta las leyes que deben regir los asuntos mundanos de los
hombres, como no usurpar la propiedad ajena por métodos ilícitos y no cazar animales durante
las peregrinaciones.

De los dictados del libro sagrado del Islam se desprende «una receta para la armonía en
la vida cotidiana», dice el jeque Anwar al-Awlaki, imam, o guía espiritual, de la mezquita de Dar
al-Hijara, situada en las afueras de Washington. «En el Corán, Dios nos manda que seamos
caritativos con el prójimo, lo que implica llevar una vida ética. Tales conceptos no son nuevos;
el Corán confirma muchas de las enseñanzas ya consignadas en la Biblia. A fin de cuentas, la
esencia del mensaje coránico de Dios es el siguiente: "Trata a los demás mejor de lo que ellos
te tratan a ti":», resume el imán. Para los musulmanes el Corán es también un modelo poético, la
fuente de la más pura lengua árabe memorizada por los escolares y recitada por los adultos en todas
las circunstancias importantes de su vida. En una religión que prohíbe estatuas e iconos, este libro
es la prueba tangible de la fe, y todo buen musulmán lleva en el bolsillo un pequeño ejemplar, muy
usado.

El Islam no es sólo una religión, es también una ley que regula el comportamiento del mu-
sulmán en todas las circunstancias de su vida religiosa, social e individual, y el Corán es la fuente de
todos sus preceptos. De igual modo

que los versículos de la Biblia se pueden sacar de contexto para servir a otras causas,
también la interpretación del Corán está sujeta a tergiversaciones. Un versículo que aconseja a las
mujeres adoptar un atuendo y una conducta discretos, y que es aceptado por los musulmanes como
un buen consejo práctico, es objeto de otras interpretaciones que han proporcionado a los talibanes
una razón de peso para recluir a las mujeres afganas en sus casas. El significado de los versículos
que prescriben el yihad contra los enemigos de Dios es para la mayoría de los intérpretes del Corán
el «esfuerzo» o la «lucha» interior que debe librar cada individuo en la búsqueda de la iluminación
y la pureza espiritual. Pero otros versículos que describen la lucha armada de Mahoma contra sus
adversarios proporcionan a los radicales de hoy un pretexto, aunque distorsionado, para em-
barcarse en una guerra santa contra los infieles.

Tales interpretaciones no se pueden invalidar, porque el Islamismo carece de una jerarquía


religiosa. Si bien un imán puede ofrecer a su greyguía y erudición, la autoridad última reside en las
escrituras, lo que permite a cada individuo hacer su propia lectura de la Palabra de Dios. El Corán
admite ese dilema (azora III:S): En él hay aleyas precisas que constituyen la esencia del Libro.
Otras son equívocas. Quienes tienen en sus corazones dudas, siguen lo que es equívoco
buscando la discrepancia ansiando su interpretación. Pero su interpretación no la conoce
sino Dios.

Dios prohibió la coacción religiosa, pero instó a Mahoma a proclamar la nueva doctrina
entre la gente de la región, ardua tarea habida cuenta de los sanguinarios conflictos tribales y los
cultos idólatras que abundaban en La Meca del siglo VII, centrados mayormente en la Kaaba. En
este santuario de forma cúbica se celebraban ritos paganos en honor de un panteón de deidades.
Mahoma y sus adeptos fueron ridiculizados y atacados por su fe en un Dios único e invisible.
Tras un decenio de persecuciones, Mahoma y sus seguidores emigraron a Medina, a unos
300 kilómetros de La Meca, donde el profeta hizo nuevos conversos y asumió el gobierno de la
ciudad. Al cabo de unos años regresó a La Meca al frente de un pequeño ejército de fieles, tomó la
ciudad, destruyó los ídolos de la Kaaba y consagró el templo al Dios de Abraham. Desde entonces
los peregrinos reverencian la Kaaba como el santuario más sagrado del Islam y reviven anualmente
el viaje del profeta a La Meca al realizar el hayy, peregrinación que congrega a 2,5 millones de
musulmanes de todo el orbe, en la que dan vueltas alrededor de la Kaaba siguiendo las huellas de
Abraham y de Mahoma.

El hayy es, junto con el ayuno en el mes santo del ramadán, la oración, la caridad y la
profesión de fe, una de las cinco obligaciones culturales del Islam, los pilares de la religión. A la
peregrinación santa está obligado todo musulmán al menos una vez en su vida.

«¡Ahora ya soy un hayyi!», exclamó un beduino de mediana edad que vive en los desiertos
pedregosos del sudeste del mar Muerto. Su entusiasmo era el propio de un musulmán que regresa
de su primer hayy.

Cuando murió el profeta en el año 632 d.C., la religión islámica se instauró en toda la penín-
sula Arábiga, llevando a las tribus paz y unidad por primera vez en su historia. Los árabes impulsaron
la expansión de la nueva religión bajo el gobierno de los cuatro primeros califas sucesores de
Mahoma. Un siglo más tarde, los ejércitos islámicos habían creado un gran imperio que abarcaba
desde la India hasta la costa atlántica de la península Ibérica, extendiéndose por el norte de África
y Oriente Medio.

El mundo del Islam, edificado sobre los logros intelectuales de las culturas persa, griega y
romana, protagonizó una explosión de conocimientos en todos los campos de las ciencias, la
filosofía y las artes que sólo igualaría el Renacimiento. Mientras Europa languidecía entrando en una
oscura Edad Media, el Islam daba al mundo una refinada civilización, cuya dimensión intelectual se
materializó en un centro de saber, Al-Azhar, en El Cairo, con eruditos y pensadores musulmanes.
Mientras, los comerciantes marítimos propagaban su fe por el sur de Asia, China y la costa oriental
de África.

El floreciente imperio del Islam fue puesto a prueba a finales del primer milenio, cuando
Europa occidental emprendió diversas cruzadas en Oriente Próximo para arrebatar Tierra Santa al
control musulmán, en particular los lugares sagrados del cristianismo en Jerusalén. Aunque
diezmados e inicialmente vencidos, los musulmanes se reagruparon y derrotaron a los ejércitos
invasores cristianos, cuyo sangriento legado, las matanzas de miles de inocentes árabes –tanto
musulmanes como cristianos–, además de los judíos de Jerusalén, ha pervivido hasta hoy en la
memoria de los habitantes de la región.

Mientras Europa alcanzaba su esplendor en el Renacimiento, el mundo islámico


continuó prosperando bajo el Imperio otomano, fundado a finales del siglo XIII. Al término de
la primera guerra mundial se produjo la caída y desmembración de este poderoso imperio,
cuyos territorios, mayoritariamente musulmanes, quedaron subdivididos en los países de
Oriente Medio que hoy conocemos.

Aunque algunas naciones musulmanas se han enriquecido gracias a sus recursos


petrolíferos, la mayoría de ellas son pobres y están cada vez más desmoralizadas por su posición
en el mundo. Pocas sociedades musulmanas disfrutan de las prerrogativas civiles que se tienen
por elementales en Occidente, como la libertad de expresión y el derecho a votar en unas
elecciones justas. Y sus índices demográficos se están disparando: en los países m usulmanes,
cuatro de cada diez personas tienen menos de 15 años.

Muchos miembros de estas sociedades recurren a los movimientos políticos Islamistas


para afirmar su identidad y reclamar el control de sus propias vidas. Muchos musulmanes, sobre
todo en el mundo árabe, albergan un resentimiento contra Estados Unidos por el apoyo que
presta a Israel, por su presencia militar en Arabia Saudí, sede de dos lugares santos del Islam, y
por sus prolongadas sanciones económicas a Iraq. «Para muchos musulmanes, en especial los
que viven en las sociedades más tradicionales, la cultura popular estadounidense se parece a
un paganismo trasnochado, a un culto que venera el dinero y el sexo –dice el imán Anwar al-
Awlaki–. Estas personas ven el Islam como un oasis de valores familiares a la antigua usanza.»

Actualmente algunas naciones musulmanas, como Irán y Arabia Saudí, basan su sistema
de gobierno en la sharia, la ley coránica, que es en sí misma objeto de debate e interpretaciones.
Otras, como Malaysia y Jordania, combinan estos principios tradicionales de justicia con otras
fórmulas gubernamentales y sociales más modernas y laicas.

Para la mayoría de los 1.300 millones de musulmanes que pueblan el globo, el Islam no
es un sistema político. Es un estilo de vida, una disciplina basada en la observación del mundo
a través de los ojos de la fe. «El Islam dio a mi vida algo que le faltaba», declara Jennifer Calvo,
una chica de 28 años nacida en Washington, D.C. Por sus rasgos físicos se diría que acaba de
salir de un cuadro de Botticelli. Tiene el rostro aguileño y unos llamativos ojos azules, realzados
por el pañuelo blanco que con suma pulcritud lleva metido por dentro de su larga túnica.
Jennifer fue educada en el catolicismo y trabaja como enfermera.

«Solía deprimirme intentando vivir de acuerdo con nuestra cultura demencial y


ajustarme a la imagen que nos impone de lo que debería ser una mujer –prosigue–, el énfasis
que ponemos en la belleza exterior (el pelo, el maquillaje, la ropa) y nuestra avidez de riquezas
materiales. Sentía un vacío perpetuo.»

Hace dos años abrazó el Islam pronunciando estas palabras: «La ilaha illa Allah,
Muhammad rasul Allah» («No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su enviado»). Es la profesión
de fe que se viene haciendo desde hace 1.400 años.

«Ahora es todo mucho más fácil –concluye–. Sólo tengo que rendir cuentas a Dios. Por
primera vez en mi vida, estoy en paz.»

Para Jennifer y para la mayoría de los musulmanes, eso es lo que representa la llamada
islámica a la oración ritual, elemento esencial del culto. Arrodillados ante Dios cinco veces al
día, todos al unísono, con el rostro vuelto hacia hacia La Meca, encuentran la paz.

Publicado en National Geographic España en enero de 2002.

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