Está en la página 1de 19

Autismo, síndrome de Asperger y trastorno

semántico-pragmático: ¿Donde están los


límites?
Dorothy Bishop
Presentado en 1989 en el British Journal of Disorders of Communication
Departamento de Psicología, Universidad de Manchester
Traducción: Cristina Fanlo
Texto original: Autism, Asperger’s syndrome and semantic-pragmatic disorder:
Where are the boundaries?

Los criterios de diagnóstico del autismo se han matizado y hecho más objetivos desde que
Kanner describiera el síndrome por vez primera, por lo cual existe hoy en día una consistencia
razonable en el modo en que este diagnóstico se aplica. Sin embargo, mucho niños no cumplen
estos criterios, pero muestran algunos de los rasgos del autismo. Cuando existe un problema en
el desarrollo del lenguaje, estos niños tienden a clasificarse como casos de disfasia de desarrollo
(o de una determinada deficiencia específica del lenguaje), mientras que los que aprenden a
hablar a una edad normal pueden ser diagnosticados con el síndrome de Asperger. Se
argumenta que, en vez de pensar en categorías diagnósticas rígidas, deberíamos reconocer que
el síndrome nuclear del autismo se difumina en otra formas más suaves del trastorno en las
cuales el lenguaje o en comportamiento no verbal pueden estar desproporcionadamente
deteriorados.
Tabla de contenidos
 La naturaleza y el propósito del diagnóstico
 Desarrollo del concepto de autismo
 Descripción del síndrome por Kanner
 Especificación de los criterios diagnósticos
 Variabilidad en la interpretación de los criterios diagnósticos
 Cambios en el cuadro clínico con la edad
 Las zonas limítrofes del autismo
 Subtipos de los Trastornos Generalizados (o Profundos) del Desarrollo
 Síndrome de Asperger
 Relación entre el Autismo y el Trastorno de Desarrollo de Lenguaje
 La nocion de un continuo autista
 Implicaciones en la terapia de habla y lenguaje
 Referencias

Christopher, de 4 años de edad, ha sido remitido a un centro multidisciplinario de desarrollo


infantil, debido a una preocupación por su fracaso en desarrollar un lenguaje y un
comportamiento social normales. Le han reconocido un neurólogo infantil, un psiquiatra
infantil, una terapeuta del lenguaje y un psicólogo. En la reunión conjunta sobre el caso, el
neurólogo infantil sugiere que el niño tiene una disfasia de desarrollo, basándose en que su
comprensión lingüística es pobre y su lenguaje expresivo fuera de la normalidad, pero la
audición es normal, la habilidad para realizar tareas no verbales, tales como copiar o hacer
puzzles, es correcta y no existe ningún signo neurológico. Sin embargo, el psicólogo piensa
que el niño es autista, ya que, junto con su problema de lenguaje, su comportamiento social se
ha desarrollado de forma limitada: no juega bien con otros niños y es poco afectuoso con sus
padres. El psiquiatra infantil comenta que las dificultades de lenguaje y sociales del niño no
son lo suficientemente severas como para poder diagnosticar al niño con autismo infantil:
inicia comunicación con otros, establece contacto ocular y le gustan el juego turbulento y las
volteretas, pero tiende a ser rechazado por los demás niños, ya que quiere que éstos
participen en sus actividades repetitivas y no es sensible a las necesidades de los otros niños.
Christopher puede hacer frases largas y complicadas, pero sus respuestas a preguntas que le
hacen son a menudo poco apropiadas, y con frecuencia hace él mismo preguntas de otros,
mientras ignora las respuestas que recibe. El psiquiatra sugiere un diagnóstico de síndrome
de Asperger. La terapeuta del lenguaje dice que un análisis del lenguaje de Christopher
muestra que éste es normal desde el punto de vista fonológico y gramatical, pero que existen
muchas anomalías en la forma de usar el lenguaje, y la comprensión en un contexto
conversacional es pobre. Ella sugiere que se trata de un caso de trastorno semántico-
pragmático. El psicólogo responde que el trastorno semántico-pragmático es simplemente
otro nombre para el autismo. Se le pide a un pediatra americano que está de visita que
comente el caso. Examina a Christopher cuidadosamente y sugiere que es un caso de PDD-
NOS (trastorno generalizado del desarrollo no especificado en otra parte).

Este escenario es ficticio, pero ilustra la confusión que rodea el uso de la terminología de
diagnóstico en un área en la cual la neurología, la psicología y la terapia de lenguaje convergen.
Este artículo pretende examinar las distintas etiquetas de diagnóstico existentes en la
actualidad, para analizar hasta qué punto se usan con consistencia y si realmente la
terminología existente es adecuada para describir el rango de los trastornos que se encuentran.

La naturaleza y el propósito del diagnóstico


Llegado a este punto, el lector puede preguntarse por qué son importantes estas cuestiones.
¿Importa realmente qué etiqueta le ponemos a un niño? Con toda seguridad, lo importante es
identificar los problemas y trabajar para solucionarlos. Antes de analizar varias categorías
diagnósticas, es necesario responder a estas preguntas y dar alguna justificación del porqué
usar etiquetas. Ha habido muchas críticas sobre el modelo médico de aproximación a los
trastornos del desarrollo, considerándolo inútil en el mejor de los casos y contraproducente en
el peor. Una vez que le ponemos una etiqueta a un niño, tendremos probablemente
expectativas preestablecidas y podemos olvidar su individualidad. Además, podemos
considerar que la etiqueta es una explicación. Una vez que hemos decidido que la etiqueta
de autista se aplica a Christopher porque tiene problemas al relacionarse con los demás, nos
encontramos a nosotros mismos diciendo: Christopher no se puede relacionar con los demás
porque es autista. Aunque estos inconvenientes sean reales, el abandono de las etiquetas
diagnósticas supondría una serie de peligros. Sin ellas, no podemos generalizar a partir de la
experiencia pasada para planificar un tratamiento o dar un pronóstico. Esto se ilustra bien en
un relato presentado en Hansard hace pocos años. Un Miembro del Parlamento, que intentaba
presionar para obtener más ayuda especial para los niños con dificultades de lectura, preguntó
a los poderes relacionados con este tema cuántos niños eran disléxicos en su región.No
creemos en las etiquetas para los niños, por lo tanto no registramos estos datos fue la respuesta
que obtuvo. Las categorías diagnósticas proporcionan asimismo una estructura para reunir
información en un entorno clínico y son vitales si queremos investigar las causas probables y
los medios apropiados para tratar los distintos trastornos. Esto no quiere decir que debamos
adoptar una aproximación no crítica a las etiquetas que actualmente se usan. Debemos
considerarlos como un modo útil de resumir información, pero tenemos que estar alerta frente
a la posibilidad de mejorarlos. Argumentaré que en el caso de trastornos como el autismo,
puede que sea necesario alejarse de una aproximación estrictamente categórica basada en el
síndrome. Por último, debemos estar en guardia frente a los diagnósticos como concreción de
los trastornos y no tratarlos como conceptos explicatorios.

Desarrollo del concepto de autismo


Descripción del síndrome por Kanner
En su primera descripción del síndrome (1943), Kanner afirmó que la condición que
describía era substancialmente diferente y única frente a lo que se había descrito hasta el
momento. En este artículo, no intentaba especificar criterios de diagnóstico estrictamente
definidos, sino que presentaba historias detalladas sobre los casos de ocho niños y tres niñas,
anotando las siguientes características:

1. Incapacidad para relacionarse con la gente, incluyendo miembros de la propia familia del niño,
desde su nacimiento.

2. Fracaso para desarrollar el lenguaje, o bien uso del lenguaje anormal, no comunicativo en su
mayor parte. Se observaba la inversión pronominal en todos los niños que podían hablar (ocho
casos) y ecolalia, preguntas obsesivas y uso ritualista del lenguaje en algunos de ellos.

3. Respuestas anormales frente a objetos y acontecimientos ambientales, tales como comida,


ruidos altos y objetos móviles. Kanner consideraba que el comportamiento del niño estaba
gobernado por un deseo obsesivo y ansioso por mantener la invarianza del ambiente, lo que
implicaba una limitación en la variedad de la actividad espontánea.

4. Buen potencial cognitivo con una memoria mecánica excelente y resultados normales en el test
no verbal de Seguin.

5. Normales desde el punto de vista físico. Algunos niños eran un poco patosos al andar, pero
todos tenían una coordinación muscular fina buena.
Muchos psiquiatras descubrieron que la imagen clínica descrita por Kanner encajaba con casos
asombrosos que habían visto en sus propias clínicas, pero no se produjo un progreso
continuado en la documentación y comprensión del autismo. Kanner (1965) se quejó de la
existencia de dos corrientes relacionadas en la psiquiatría infantil. Algunos psiquiatras
infantiles no aceptaban que el autismo era un síndrome distinto y sugerían que era inútil trazar
límites afinados entre el autismo y otros tipos de desarrollo atípico. Otros aceptaban que el
autismo era un síndrome, pero aplicaban este diagnóstico de moda de forma demasiado
amplia. … se convirtió en un hábito el diluir el concepto original de autismo infantil
diagnosticando como tal múltiples condiciones dispares que muestran uno u otro síntoma
aislado como parte integrante del síndrome en su conjunto. Casi de un día para otro, parecía
que el país estaba poblado por una multitud de niños autistas. Wing (1976) observó que otros
profesionales interpretaban el resumen de Kanner sobre las características de su síndrome de
un modo demasiado restringido, de tal modo que no se diagnosticaba autismo a menos que el
niño no mostrara ningún signo de conciencia de la existencia de otras personas, a pesar de que
ninguno de los casos de Kanner estaba tan severamente afectado. Para añadir confusión, había
una discusión continúa sobre si el autismo era una forma temprana de esquizofrenia, un debate
que al que no ayudaba nada el hecho de que no hubiera consenso sobre la naturaleza y el
diagnóstico de la propia esquizofrenia.
Especificación de los criterios diagnósticos
Rutter (1978a) documentó el caos que reinó durante varios años después del primer trabajo de
Kanner, en los cuales una gran cantidad de terminología (por ejemplo, autismo infantil,
psicosis infantil, esquizofrenia infantil) se aplicaba de forma poco consistente a los niños que
mostraban algunas o todas las características clínicas de los primeros casos de Kanner. Rutter
abordó la cuestión de hasta qué punto se podía considerar que el autismo era un síndrome y
cómo se relacionaba con otros trastornos. Concluyó que, aunque había aún muchas cuestiones
sin resolver, los investigadores deberían, para evitar ambigüedades, adoptar los siguientes
criterios en relación con el comportamiento antes de los 5 años de edad para definir el autismo:

1. Aparición antes de los 30 meses de edad.

2. Desarrollo social deteriorado, con una serie de características especiales y desacoplado con el
desarrollo intelectual del niño.

3. Retraso y desviaciones en el desarrollo del lenguaje, que también posee algunas características
definidas y que está desacoplado con el nivel intelectual del niño.

4. Insistencia en la invarianza, como se muestra por medio de patrones de juego estereotipados o


resistencia al cambio.

A diferencia de Kanner, que hizo una clara distinción entre retraso intelectual y autismo, Rutter
argumentó que ambos diagnósticos no se excluían mutuamente. Mediante tests convencionales
de medición del CI para clasificar a los niños, se observó que la mayoría de los niños que
cumplían los criterios de autismo tenían también retraso mental. Aunque esto parecía estar en
contradicción con el artículo original de Kanner, hay que recordar que éste basó su observación
sobre el buen potencial intelectual de los niños en el hecho de que éstos tenían buena memoria
mecánica y habilidad para hacer puzzles. Estudios posteriores mostraron que muchos niños
autistas tenían estas habilidades, a la vez que eran muy limitados en otras áreas de
funcionamiento. La extensión del retraso mental asociado con el autismo afectará a la terapia y
el pronóstico, pero el nivel del CI no es el la actualidad un factor que decida si el niño debe ser
diagnosticado o no con autismo.

Rutter advirtió que estos criterios diagnósticos pueden dejar muchos temas sin
solucionar, en particular el tema de si existían o no diversos subtipos de autismo y cómo
clasificar a los niños que mostraban algunas pero no todas las características del autismo. No
obstante, como base para revisar la investigación, hizo mucho hincapié en apoyar los criterios
propuestos como los mejores disponibles para definir el síndrome del autismo de un modo
válido y con contenido. Aunque sus criterios diagnósticos también ha sufrido críticas
(Waterhouse, Fein, Nath & Snyder, 1987), han sido ampliamente adoptados y han constituido
la base para la tercera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales
(DSM-III) publicado por la American Psychiatric Association en 1980 y revisado en 1987
(DSM-III-R). En su ultima revisión, el término de trastorno autista remplazó el deautismo
infantil, reconociendo tanto el hecho de que muchos trastornos autistas aparecen por primera
vez en la niñez, como que el término de autismo infantil no resulta apropiado para los
individuos autistas que maduran y se convierten en adultos.
Variabilidad en la interpretación de los criterios diagnósticos
Esta clarificación de los criterios diagnósticos fue ampliamente bienvenida como un paso para
que los investigadores pudieran seleccionar niños con características comunes y comunicarse
entre ellos teniendo claro que hablaban del mismo síndrome. Sin embargo, subsistían puntos
difíciles cuando se trataba de aplicar estos criterios.

El primero de ellos es que el lenguaje utilizado para describir los síntomas necesita de una
interpretación subjetiva. Considere la siguiente descripción de una discapacidad cualitativa en
la relación social recíproca:

En la infancia, estas deficiencias se manifestaron por una falta de caricias, falta de


contacto ocular y respuesta facial, así como por indiferencia o aversión hacia el afecto y el
contacto físico… Los adultos pueden ser tratados como intercambiables, o bien el niño puede
agarrarse mecánicamente a una persona específica (DSM-III-R).

¿Significa esto que un niño no es autista si se aproxima a otra gente, parecen gustarle las
caricias o establece contacto ocular? Varios autores han mostrado que hay muchos niños que
presentan un deterioro sostenido en sus relaciones sociales, pero que no muestran aversión al
contacto físico con la gente y pueden, por ejemplo, responder positivamente cuando se les hace
cosquillas (Rutter, 1978a; Mundy, Sigman, Ungerer & Sherman, 1986; Volkmar, Cohen & Paul,
1986). Para obtener una mayor consistencia en el diagnóstico, es crucial que distingamos entre
anomalías que tienen que estar necesariamente presentes para establecer un diagnóstico de
autismo y comportamientos que son característicos, pero no aspectos invariables del autismo.
En el DSM-III-R, los criterios para el autismo se han especificado de tal modo que la presencia
de uno o dos comportamientos sociales más normales o comunicativos, tales como el contacto
ocular o disfrutar con las caricias, no descarta el diagnóstico si otros aspectos de la interacción
social recíproca (por ejemplo, imitación, juego social o habilidad para establecer relaciones con
sus iguales) son claramente anormales.
Cambios en el cuadro clínico con la edad
Aparte de los problemas para decidir qué comportamientos constituyen características
diagnósticas necesarias y suficientes, pueden darse desacuerdos cuando no se consigue
apreciar cómo puede cambiar el cuadro clínico con la edad. Rutter (1978a) afirmó
explícitamente que el diagnóstico debería estar basado en el comportamiento antes de los 5
años de edad, y la descripción del DSM-III-R anterior menciona específicamente que ésta es la
manera en que la discapacidad social se manifiesta en la infancia. En su estudio original,
Kanner (1943) describió cómo cambian los niños autistas cuando se hacen mayores:

Entre los 5 y los 6 años, abandonan gradualmente la ecolalia y aprenden de modo


espontáneo a usar los pronombres personales adecuadamente. El lenguaje se vuelve más
comunicativo, al principio como un ejercicio de pregunta-respuesta y más adelante, con
mayor espontaneidad en la construcción de frases. La comida se acepta sin dificultad. Los
ruidos y los movimientos se toleran mejor que antes. Las rabietas de pánico disminuyen. La
tendencia a la repetición adquiere la forma de preocupaciones obsesivas. Se establece
contacto con un número limitado de personas, de dos formas: las personas se incluyen en la
vida del niño en el mismo grado en el que satisfacen sus deseos, contestan a sus preguntas
obsesivas, le enseñan a leer y a hacer cosas.

Este cambio en el cuadro clínico puede ser sorprendente para el profesional al que se le ha
enseñado que el niño autista tiene un profundo deterioro en sus relaciones sociales y
problemas de lenguaje, y tiene delante a un niño de 10 años que, aunque resulta social y
lingüísticamente raro, intenta hacer amigos, busca a los demás e inicia de buen grado una
conversación con ellos. En el DSM-III-R se hace énfasis en el cuadro clínico cambiante, dando
más ejemplos de comportamientos anómalos característicos de niños de más edad.

La falta de una perspectiva ontogenética puede producir gran confusión, tanto a padres
como a profesionales. Una madre a la que se le ha dicho que su niño de 3 años tiene autismo y
que este trastorno es incurable, puede malinterpretar esto en el sentido de que no puede
esperar ningún cambio en absoluto en las habilidades o en el comportamiento de su hijo. La
gente con estas ideas es probable que se conviertan en seguidores de tratamientos no
convencionales, cuyos patrocinadores explotan el hecho de que los padres no esperan ningún
cambio, y por lo tanto están dispuestos a atribuir cualquier cambio que ocurra al tratamiento.
Las zonas limítrofes del autismo
Se han considerado tres razones para el desacuerdo en relación con el diagnóstico del autismo:
utilización de distintos criterios de diagnóstico, subjetividad de los síntomas utilizados como
criterios de diagnóstico y cambios en el cuadro clínico con la edad. El reconocimiento de estas
dificultades y los intentos para superarlas has conducido sin duda alguna a un consenso mucho
mayor en lo que se refiere a cómo se aplica la etiqueta de diagnóstico. Sin embargo, a pesar de
que la especificación de criterios de diagnóstico bien definidos ha facilitado el que diferentes
observadores se pongan de acuerdo sobre qué niños son autistas, seguimos todavía con el
problema de cómo clasificar al niño que es claramente no normal, tiene algunas características
autistas, pero no cumple los criterios de autismo o de cualquier otro trastorno. No hay duda de
que dichos niños existen. Virtualmente todo síntoma característico del autismo puede ser
observado en niños que no encajan en esta categoría de diagnóstico. Rutter (1966) investigó en
los archivos del hospital Maudsley correspondientes a un periodo de más de 9 años, para
localizar a todos aquellos niños preadolescentes a los cuales se les había dado un diagnóstico
inequívoco de psicosis infantil, síndrome de esquizofrenia infantil o autismo infantil, y
comparó las anotaciones de este grupo psicótico con las de un grupo de control clínicamente
heterogéneo, formado por niños no psicóticos que eran atendidos en el mismo departamento,
acoplados por edad y por cociente de inteligencia. Se comparó la frecuencia de los distintos
síntomas para los dos grupos y, tal y como se esperaba, la frecuencia de las anomalías en las
relaciones interpersonales, en el lenguaje y en los fenómenos ritualistas y compulsivos era
mayor en el grupo psicótico que en el no psicótico. No obstante, todos los tipos de
comportamientos anómalos observados en el grupo psicótico se encontraron también en los
niños no psicóticos, por ejemplo ecolalia en 29 de los 63 niños psicóticos y en 19 de los 63 niños
no psicóticos; inversión pronominal en 19 de los niños psicóticos y 8 de los no psicóticos;
relaciones anormales en 26 de los niños psicóticos y 12 de los no psicóticos. Rutter concluyó
que las diferencias entre ambos grupos residían fundamentalmente en la forma de los síntomas
y hasta cierto punto en su severidad. En un estudio epidemiológico, Gillberg (1984) descubrió
que, mientras que los casos de autismo se detectaban con facilidad utilizando los criterios de
Rutter, se identificaron a muchos otros niños con rasgos autistas.
Subtipos de los Trastornos Generalizados (o Profundos) del
Desarrollo
La Asociación Americana de Psiquiatría (1980) reconoció la existencia de casos que se parecen
al autismo, pero que no cumplen los criterios de diagnóstico para este trastorno. Se tuvieron en
cuenta las preocupaciones existentes al abordar estos casos en la revisión del DSM-III realizada
en 1987. En el DSM-III-R, los trastornos generalizados del desarrollo incluyen todos aquellos
trastornos en los cuales existe un deterioro cualitativo en el desarrollo de (1) la interacción
social recíproca, (2) la comunicación (verbal y no verbal) y (3) la actividad imaginativa. El
trastorno autista es un tipo de trastorno generalizado del desarrollo severo, que aparece en la
temprana infancia o en la infancia, en el cual una serie de discapacidades sociales y
comunicativas severas se asocian con un repertorio marcadamente restringido de actividades e
intereses. Sin embargo, se reconoce que puede darse un trastorno generalizado del desarrollo
de una forma menos severa y prototípica, en cuyo caso se aplica la etiqueta de trastorno
generalizado del desarrollo no especificado en otra parte (PDDNOS).
Síndrome de Asperger
En el Reino Unido, no se usa de modo generalizado el diagnóstico de trastorno generalizado del
desarrollo, habiéndose hecho muy popular el diagnóstico de síndrome de Asperger para
referirse a individuos con algunos rasgos autistas, pero que no encajan en todos los criterios del
autismo (Tantam, 1988). La descripción de este síndrome por parte de Asperger fue realizada
un año después que la publicación original de Kanner, pero era mucho menos conocida. Los
niños descritos por Asperger se caracterizaban por ser pedantes, patosos, con intereses
obsesivos y un comportamiento social deficiente. Wing popularizó su trabajo en un artículo
publicado en 1981, y observó que existían muchas similitudes entre el síndrome de Asperger y
el de Kanner, lo cual dificultaba el saber si estaban describiendo el mismo síndrome con
diferentes grados de severidad o trastornos distintos. El punto de vista más popular parece el
de que el síndrome de Asperger es un sinónimo del autismo de un tipo menos severo (Schopler,
1985). Sin embargo, parece que hay algunas ventajas en mantener este término. En primer
lugar, todavía existe un debate de hasta qué punto se solapa el síndrome de Asperger con el
autismo (Nagy & Szatmari, 1986; Szatmari, Bartolucci, Finalyson & Krames, 1986; Rutter &
Schopler, 1987). En segundo lugar, el pronóstico para el síndrome de Asperger es
considerablemente mejor que para el autismo clásico. Por este motivo, varios especialistas (por
ejemplo, Wing, 1981; Howlin, 1987) han abogado en favor de usar el término desíndrome de
Asperger, aunque aceptando que las diferencias entre éste y el autismo pudieran ser
simplemente una cuestión de grado. Tantam (1988) argumentó que, sin esta categoría, se
dejaba a estos niños en un limbo diagnóstico, y en consecuencia, sus problemas no eran
reconocidos ni se les proporcionaban cuidados para ellos, ya que sus déficits no eran lo
suficientemente severos o extendidos como para ser considerados con el términos autista. El
número de niños afectados no es despreciable: Gillberg y Gillberg (1989) encontraron que el
síndrome de Asperger era cinco veces más frecuente que el autismo. Otra razón práctica para
conservar el término de síndrome de Asperger es que puede ser un diagnóstico más aceptable
para padres y profesionales, muchos de los cuales tienen una visión estereotipada del autismo,
basada en el cuadro clínico de niños pequeños (Wing, 1986).
Relación entre el Autismo y el Trastorno de Desarrollo de Lenguaje
Las anomalías del lenguaje constituyen un síntoma central del autismo. Esto plantea la
cuestión de cuál es la diferencia entre el autismo y el trastorno de desarrollo del lenguaje.
Churchill (1972) propuso que no existía una diferencia cualitativa entre la afasia de desarrollo y
el autismo, y que su única diferencia era el grado. Wing (1976) observó que, mientras que es
bastante fácil reconocer a los niños que tienen el síndrome clásico descrito por Kanner y
diferenciarlos de los casos igualmente clásicos de trastorno de desarrollo del lenguaje
receptivo, las zonas límite de estas condiciones no son claras.
Si los niños con estos problemas pudieran ordenarse por series regulares, empezando
por los niños más autistas en un extremo y extendiéndose hasta el niño que más claramente
tuviera sólo un trastorno del desarrollo del lenguaje receptivo, el decir dónde estaba la línea
divisoria necesitaría del juicio de Salomón.

Este tema se planteó en una serie de estudios realizados por Bartak y sus colaboradores
(Bartak, Rutter & Cox, 1975, 1977). Empezaron recogiendo, a partir de un cierto rango de
colegios especiales y unidades hospitalarias, una muestra de niños con problemas severos de
comprensión del lenguaje hablado, excluyendo a aquéllos que tenían problemas auditivos
significativos o una inteligencia no verbal baja. Estos niños se dividieron a su vez, en base a los
criterios de Rutter, en 19 que cumplían la definición de autismo infantil y 23 que claramente no
la cumplían y a los cuales se refirieron como el grupo con afasia receptiva de desarrollo. El
estudio confirmó que es posible tener un trastorno severo del lenguaje receptivo sin ser
necesariamente autista, indicando así que los problemas sociales y de comportamiento de los
niños autistas no pueden explicarse de manera simple como consecuencia secundaria de los
problemas para comprender el lenguaje hablado. Este estudio relató también la amplia
naturaleza de los problemas comunicativos de los niños autistas, que se extendían de la
comunicación no verbal a la comunicación verbal también. Este estudio no confirmó el punto
de vista de Kanner de que los niños autistas tenían una competencia adecuada en el lenguaje,
mientras que los niños afásicos no la tenían. Por el contrario, los niños autistas tenían
problemas de comunicación más severos y más extensos que los niños afásicos. Mientras que
los niños afásicos se caracterizaban por un lenguaje inmaduro, era mucho más probable que los
niños autistas mostraran rasgos desviados, tales como ecolalia, inversión pronominal,
expresiones estereotipadas y lenguaje metafórico. Sin embargo, aunque las características del
lenguaje pudieran diferenciar al grupo autista del grupo afásico, había algunos niños que no
podían clasificarse en ninguno de los dos grupos, ya que su comportamiento y su lenguaje se
situaban entre estas dos categorías.

Revisando estos estudios, Rutter (1978b) que, a la vez que existían diferencias
importantes entre la afasia receptiva de desarrollo y el autismo infantil en cuanto a severidad,
rango y naturaleza de los problemas de lenguaje, así como en términos comportamentales, la
existencia de casos que eran intermedios entre las dos condiciones reforzaba la dificultad de
trazar un límite definido. Observó asimismo que, tanto en el grupo disfásico como el grupo
autista, cuanto más autista era el lenguaje, más autistaera el comportamiento, lo que indicaba
que se puede hablar de grados de autismo en niños que no tienen el síndrome en su totalidad.
Además, Rutter apuntó que el autismo y las dificultades del lenguaje tienden a aparecer en las
mismas familias, concluyendo queexisten importantes relaciones funcionales entre el autismo y
por lo menos algunos casos de disfasia.

Esta última cita ofrece cierta claridad en el hecho de que la disfasia de desarrollo puede no
ser una condición unitaria. El diagnóstico de disfasia de desarrollo se ha realizado
tradicionalmente por exclusión: en efecto, es una categoría por defecto, que se aplica a los
niños cuyas dificultades de lenguaje no pueden ser incluidas en otra categoría diagnóstica.
Según Bishop y Rosenbloom (1987), el término de afasia de desarrollo es equívoco, en el
sentido de que parece que existe una condición unitaria con una única etiología, y sería mejor
hablar de modo más neutro de trastornos de desarrollo del lenguaje específicos e intentar
desarrollar una subclasificación de dichos trastornos en base a una lingüística positiva y a otras
características. Es ampliamente reconocido que hay muchos niños con trastornos de lenguaje
específicos que son sociables y amistosos, y no presentan el comportamiento obsesivo y
ritualista característico del autismo. Sin embargo, Bishop y Rosenbloom describieron una
forma de un trastorno de desarrollo del lenguaje específico, llamado trastorno semántico-
pragmático, que parecía ser una excepción a la regla general. En este trastorno, existe un
retraso en el desarrollo temprano del lenguaje, pero el niño desarrolla después un habla fluida
y compleja con una articulación clara. Aunque el cuadro clínico del niño cuando es pequeño
puede estar dominado por algunas dificultades receptivas, que le llevan a un diagnóstico
de afasia receptiva de desarrollo, al crecer estos niños pueden mejorar considerablemente y
tener buenas puntuaciones en los tests de comprensión de elección múltiple. Sin embargo, los
problemas de comprensión siguen siendo evidentes en situaciones menos estructuradas,
cuando los niños tienden a dar respuestas hiper-literales o tangenciales. A diferencia de otros
niños con deficiencias del lenguaje, los que presentan este perfil de lenguaje solían presentar
rasgos autistas suaves, pero la poca severidad o la escasa extensión de estos rasgos hacía que no
fueran suficientes para tener un diagnóstico de autismo.

Estas observaciones clínicas fueron en cierto modo apoyadas por un informe preliminar
de Rapin (1987), que estudió a niños de 3 a 5 años que tenían un diagnóstico de autismo o de
trastornos del desarrollo del lenguaje. En este estudio, se clasificaba el trastorno de cada niño,
primero en función de la deficiencia de lenguaje observada, y en segundo lugar, en base a si
cumplían o no los criterios diagnósticos del autismo. De este modo, el trastorno de desarrollo
del lenguaje y el autismo no se consideraban como mutuamente excluyentes, y se podía atribuir
a un niño ambas condiciones a la vez. Los trastornos de lenguaje de los niños de este estudio se
clasificaron en base al marco nosológico de Rapin y Allen (1983), que incluye una categoría
de síndrome semántico-pragmático. Este se solapa substancialmente con el trastorno
semántico-pragmático de Bishop y Rosenbloom (en efecto, nosotros hemos utilizado la
terminología de Rapin y Allen para evitar el uso de términos alternativos que describen
condiciones similares, aunque nos resistíamos a utilizar la palabra síndrome que sugiere un
diagnóstico con límites claramente definidos). Rapin observó que el síndrome semántico-
pragmático estaba normalmente asociado con el autismo, aunque los trastornos de lenguaje en
los niños autistas no se limitaban a este tipo de trastornos. No obstante, 7 de los 35 casos
clasificados con síndrome semántico-pragmático no cumplían los criterios de diagnóstico del
autismo, lo que confirmaba que se puede tener este tipo de trastorno del lenguaje sin las
extensas anomalías sociales y de comportamiento necesarias para tener un diagnóstico de
autismo. ¿Qué podemos concluir acerca de la relación entre el autismo y el trastorno de
desarrollo del lenguaje? Mientras se consideraba que la disfasia de desarrollo era una condición
unitaria diagnosticada por exclusión, la imagen era confusa, con algunos que sugerían
similitudes con el autismo y otros que encontraban diferencias acusadas. El reconocimiento de
la naturaleza diversificada de los trastornos de desarrollo del lenguaje abre una vía a seguir, En
general, no ayuda el tratar un trastorno específico de desarrollo del lenguaje y el autismo como
puntos de un espectro continuo: la mayor parte de los niños que tienen trastornos de desarrollo
del lenguaje tienen problemas de comunicación más restringidos que los de los niños autistas, y
que no están asociados con ninguna anomalía del comportamiento o sociabilidad. Sin embargo,
aparecen algunos niños que, a la vez que no encajan en los criterios de autismo, muestran
algunos rasgos autistas en conjunción con las dificultades de lenguaje, y son normalmente
aquéllos que presentan un cuadro clínico de trastorno semántico-pragmático. Debido al hecho
de que la afasia de desarrollo es un diagnóstico que se realiza fundamentalmente por defecto,
estos niños se han clasificado tradicionalmente bajo esta categoría, pero está en cuestión el que
esto sea apropiado, ya que lleva al uso de una única etiqueta para incluir numerosos tipos de
dificultades distintas.

La nocion de un continuo autista


Cuantos más estudios se realizan en cuestiones de diagnóstico, más fuerte es la impresión de
que las dificultades para reconocer las fronteras del autismo no son meramente una
consecuencia de la naturaleza subjetiva y elusiva de los síntomas. Más bien, parece que estamos
tratando con un trastorno que no tiene fronteras claras. Wing (1988) ha sugerido que más que
pensar rígidamente en términos de un síndrome discreto de autismo, deberíamos ser
conscientes de que existe un continuo de trastornos autistas. Ella considera que el síntoma
nuclear de este trastorno es la deficiencia social. Los niños con esta deficiencia social se
caracterizan por una triada de déficits en reconocimiento social, comunicación social y
comprensión social. En cada uno de estos campos, se reconoce un amplio rango de severidad
de la deficiencia. En la esfera de la comunicación social, por ejemplo, el niño más severamente
afectado puede no hacer ningún esfuerzo en absoluto para iniciar un tipo de comunicación; los
niños más moderadamente afectados pueden utilizar el lenguaje para alcanzar algún fin, tal
como el conseguir un objeto; la forma más suave de deficiencia corresponde a dificultades
sutiles para reconocer las necesidades de los interlocutores en una conversación. Wing
consideraría que un niño está en el continuo autista si muestra esta triada de deficiencias
sociales, con independencia de la existencia o no de otros síntomas. Sin embargo, observó que
de hecho tienden a darse deficiencias en otras áreas, que coexisten con la triada social, en
concreto actividades repetitivas y estereotipadas, coordinación motora pobre y respuestas
anormales a estímulos sensoriales. En lo que se refiere al lenguaje, el niño que presenta la
triada de deficiencias sociales tendrá por definición problemas en el aspecto pragmático del
lenguaje. Además, pueden darse problemas con los aspectos más formales del lenguaje
(gramática, fonología), asociados con las deficiencias sociales, pero hay muchos casos en que
no se dan.

Al hablar de un continuo autista, damos por hecho la existencia de una sola dimensión, en
la cual una condición tal como el síndrome de Asperger constituye una forma más suave del
mismo trastorno subyacente que se da en el autismo. Sin embargo, las anotaciones clínicas
sugieren que las condiciones semejantes al autismo no solamente difieren en términos de
severidad, sino también el patrón de síntomas. Así, la etiqueta de síndrome de Asperger se
aplica de forma característica a niños patosos con intereses restringidos, cuyo desarrollo
temprano del lenguaje no presenta retraso y que pueden tener un CI verbal por encima del CI
de rendimiento (Wing, 1981). Como contraste, los niños con deficiencias en el lenguaje que
encajan dentro del trastorno semántico-pragmático presentan de forma característica y en
primer lugar un retraso en el desarrollo del lenguaje y problemas de comprensión evidentes, y
su CI muestra una clara discrepancia en favor del CI de rendimiento. Para representar esta
situación de forma adecuada, necesitamos no una, sino dos dimensiones, tal y como se muestra
en la Figura 1.

Figura 1. Modelo bi-dimensional del continuo autista

La validez de pensar en términos de un continuo bi-dimensional del trastorno es que permite


retener la terminología y las definiciones que pertenecen al síndrome nuclear, a la vez que
apreciamos las relaciones con otro tipo de trastornos más suaves (Wing, 1986). Nos ayuda
también a desarrollar una aproximación cuantitativa para evaluar los síntomas. Por ejemplo,
en vez de anotar simplemente que las relaciones sociales son anómalas, nos movemos en el
sentido de evaluar la severidad de la deficiencia en las distintas áreas de funcionamiento. De
hecho, el objetivo va desde tratar de encontrar procedimientos más efectivos para distinguir a
los niños autistas de los que no lo son, hasta idear medios objetivos para medir las estructuras
representadas en los ejes de la Figura 1. Esta tarea se complica por el hecho de que el cuadro
clínico puede cambiar de forma muy espectacular con la edad. Sin embargo, es posible que
merezca la pena trabajar hacia una aproximación cuantitativa, ya que esta aproximación es
probablemente más válida para el pronóstico que la confianza en etiquetas diagnósticas que
engloban un amplio rango de severidad.

La dimensión llamada comunicación verbal significa la competencia en aquellos aspectos


del lenguaje relacionados con el significado y la utilización. Si se añadiera otra dimensión que
correspondiera al dominio de la forma del lenguaje (gramática y fonología), entonces podrían
representarse en el mismo diagrama otros tipos de trastorno del lenguaje. Se postula que se
encontraría un grupo de niños con déficits acusados en la forma del lenguaje, pero con una
capacidad de comunicación y habilidades no verbales relativamente normales,
correspondientes a la categoría tradicional de afasia expresiva de desarrollo y que, por lo
menos en los niños más mayores, este subconjunto estaría claramente separado del trastorno
semántico-pragmático. Los niños con autismo serían variables en esta dimensión.

Este modelo es simplemente un instrumento teórico para describir el rango de los


trastornos que han sido descritos clínicamente y las relaciones entre ellos, y su validez está por
demostrar. Está implícito en este modelo que las categorías tradicionales tales como el autismo
y el síndrome de Asperger no son trastornos distintos, de ahí el representarlas como solapadas.
Una forma de poner a prueba este modelo es el adoptar la aproximación de investigación que
utilizaron Bartak et al. (1975), en la cual se comparan los niños que han sido diagnosticados con
varias categorías diferentes, para ver hasta qué punto pueden distinguirse claramente entre
ellos. Sin embargo, es importante reconocer que nuestra habilidad para detectar diferencias
cualitativas entre los grupos dependerá de las variables que midamos, y que semejanzas
superficiales entre los trastornos pueden conducir a malentendidos. Por ejemplo, Gillberg
(1988) observó que el síndrome de Rett, que tiene una evolución y un cuadro clínico diferente,
no se reconoció durante muchos años como diferente del autismo, debido a que muchos de los
síntomas de comportamiento son similares. En el área del lenguaje, existen algunos trastornos
neurológicos que están asociados con anomalías verbales que son muy parecidas al trastorno
semántico-pragmático, por ejemplo el síndrome de Williams (Udwin, Yule & Martin, 1987) y la
hidrocefalia (Swisher & Pinsker, 1971). Sin embargo, el presentimiento del autor es que, cuando
se analizan en detalle, los perfiles de lenguaje pueden ser parecidos solamente en el hecho de
que impliquen un habla fluida y compleja. Debemos probablemente esperar el desarrollo de
técnicas de evaluación más sofisticadas antes de que podamos resolver esta cuestión.

Por lo tanto, los progresos que se realizan en la clasificación siguen un camino tortuoso,
en el cual aparecen nuevos desarrollos que confirman tanto el reconocimiento de la
continuidad entre condiciones que previamente se consideraban diferentes, como el
descubrimiento de distinciones claras entre categorías preexistentes. Dadas las incertidumbres
existentes, ¿cómo podríamos reaccionar al dilema diagnóstico planteado al principio de este
artículo? Aunque podemos poner en cuestión hasta qué punto las etiquetas diagnósticas de
la Figura 1 se corresponden con síndromes distintos, son sin embargo útiles para hacer
descripciones taquigráficas. Para mayor claridad en la comunicación, sería aconsejable el evitar
el uso del diagnóstico de autismo, salvo para niños que cumplan con los criterios diagnósticos
convencionales (Rutter, 1978a; American Psychiatric Association, 1987), pero es importante
tener en cuenta que el diagnóstico no puede ser excluido sin tomar en consideración la historia
temprana del niño, y no se descarta simplemente porque el niño muestre interés en los adultos
o establezca contacto ocular. Cuando un niño no cumple los criterios de diagnóstico del
autismo y desarrolla un habla gramatical a una edad normal, pero presenta la triada de
anomalías descritas por Wing (1988), de una forma entre suave y moderada, parece que el
diagnóstico más apropiado es el de síndrome de Asperger. Algunos psiquiatras utilizan el
síndrome de Asperger de un modo más amplio, incluyendo a cualquier niño con una
inteligencia en los límites de la normalidad y con rasgos autistas que no cumpla los criterios de
autismo, incluso si existe una discapacidad en el lenguaje. De hecho, el síndrome de Asperger
se transforma entonces en un sinónimo de la categoría americana detrastorno generalizado del
desarrollo no especificado en otra parte (PDDNOS). La desventaja de usar esta etiqueta de esta
manera es que engloba un amplio rango de niños cuyas necesidades educativas serán muy
variables.

El autor recomendaría utilizar el término de trastorno específico semántico-


pragmático para niños que no son autistas pero que inicialmente presentan un cuadro de
retraso en el lenguaje y deficiencia en el lenguaje receptivo, y que después aprenden a hablar
claramente y con frases complejas, con anomalías semántico-pragmáticas que se van haciendo
cada vez más obvias a medida que su competencia verbal crece. Aunque al principio pueda ser
difícil diferenciar a estos niños de otros con otros tipos de trastornos del lenguaje, el patrón de
los déficits verbales se va distinguiendo cada vez más a medida que crecen.

¿Qué se puede decir acerca de la acusación de que el trastorno semántico-pragmático es


simplemente otro término para designar el autismo? Este tema se ha rodeado de gran
confusión y controversia, en gran parte también porque el que estas dos categorías sean
sinónimas puede interpretarse de dos maneras.

La interpretación más extrema es que todos los niños que se han diagnosticado con el
trastorno semántico-pragmático cumplen de hecho con los criterios de diagnóstico del autismo.
Es indudable que el diagnóstico de autismo no se hace siempre cuando procede hacerlo, ya sea
por una renuencia a utilizar esta etiqueta negativa, o bien por falta de conocimiento de cómo
cambia el autismo con la edad. No obstante, los datos preliminares del estudio de Rapin (1987)
confirmaron que un niño puede tener un trastorno de lenguaje semántico-pragmático y no
cumplir necesariamente los criterios del autismo.

Todo este tema se complica todavía más por el hecho de que, así como Bishop y
Rosenbloom (1987) restringieron el uso detrastorno semántico-pragmático a los niños con un
trastorno específico del lenguaje que no eran autistas, Rapin (1987) no consideraba ambos
diagnósticos como excluyentes entre sí. Se podría decir que, de hecho, utilizó el término
de síndrome semántico-pragmático para describir anomalías en el eje horizontal de la Figura 1,
por lo que este síndrome podía encontrarse con o sin las anomalías sociales no verbales
características del autismo. Desde el punto de vista lógico, esta es una posición defendible, pero
se producirán malentendidos si algunas personas usan este término como diagnóstico
alternativo del autismo, mientras otras consideran que las dos etiquetas son compatibles. Es de
esperar que la designación de trastorno específico semántico-pragmáticopara niños no autistas
con este perfil de lenguaje podrá disipar algo de esta confusión.
Existe una interpretación alternativa de la reivindicación de que el autismo y el trastorno
semántico-pragmático son la misma cosa: esta afirmación puede tomarse simplemente en el
sentido de que los dos trastornos están en un continuo y no son cualitativamente distintos.
Desde este punto de vista, cualquier trastorno que caiga en el dominio mostrado en la Figura
1 puede ser considerado como autista. A la vez que puede ser útil enfocar la atención sobre los
aspectos comunes existentes entre los trastornos, el extender de este modo la terminología
puede causar más malentendidos que clarificaciones.
Por último, deberíamos tener cuidado con el abreviar el trastorno semántico-pragmático
con las siglas SPD (en inglés), ya que estas iniciales se utilizan por los psiquiatras para referirse
al trastorno de personalidad esquizoide (en inglés, schizotypal personality disorder, SPD), una
clasificación cuya relación con el autismo es altamente controvertida (Nagy & Szatmari, 1986).

Implicaciones en la terapia de habla y lenguaje


Debido a que los conceptos sobre la naturaleza del autismo han cambiado, también han
cambiado las ideas sobre la naturaleza de la deficiencia de lenguaje en el autismo. Kanner
(1943) hizo unas descripciones detalladas sobre las anomalías en el uso del lenguaje en los
niños autistas, pero consideró que la falta de habilidad para establecer relaciones sociales era el
problema primario, del cual se derivaban las dificultades de lenguaje como síntoma. Muchos
psiquiatras adoptaron el punto de vista de que, aunque el niño autista fracasaba en la
comunicación, la capacidad subyacente del lenguaje estaba intacta. Rutter (1978b) ha revisado
los trabajos que ponen en cuestión esta postura, y ha concluido que, aunque la deficiencia del
lenguaje no puede explicar todos los demás síntomas, los déficits sociales y de comportamiento
se acompañan de discapacidades genuinas del lenguaje y de la función comunicativa. Al haber
cambiado el concepto de los déficits de lenguaje en autismo, también han cambiado las
actitudes sobre el papel del terapeuta del lenguaje. Cuando el autismo se consideraba como un
trastorno puramente afectivo, la terapia de lenguaje era claramente irrelevante. Una vez que se
constató la auténtica severidad de los déficits de lenguaje en los niños autistas, esta postura
cambió espectacularmente, y se produjo un impulso masivo hacia el aprendizaje del lenguaje,
con la esperanza de que si se superaban las dificultades verbales, se resolverían a su vez otros
problemas. Actualmente, se ha alcanzado una postura más equilibrada. Se reconoce que los
niños autistas tienen unas dificultades del lenguaje que constituyen un foco válido para su
remedio, pero es claro que las aproximaciones tradicionales que hacen énfasis en el dominio de
las propiedades formales del lenguaje no son en absoluto apropiadas: el entrenar a los niños
para hablar no va a implicar una transformación de su conducta. El niño autista no necesita
tanto aprender a hablar como aprender a usar socialmente el lenguaje para comunicarse.
Todavía se encuentran personas que consideran que la terapia de lenguaje no es apropiada
para niños diagnosticados con autismo, pero esta actitud proviene generalmente de la falsa
creencia de que los terapeutas de lenguaje se preocupan únicamente de la articulación y de los
ejercicios gramaticales. Rutter (1985) ha observado que el asumir que el único lugar para
educar a un niño que ha sido diagnosticado con autismo es una unidad especial para niños
autistas constituye una postura rígida que no ayuda en absoluto. Argumenta que hay que
considerar el nivel y el patrón de los handicaps al decidir en qué lugar se va a educar al niño:
algunos niños pueden progresar bien en una unidad para niños con deficiencias del lenguaje o
con discapacidades mentales, o bien pueden asistir a un colegio normal, con el apoyo adecuado.
Este tratamiento flexible es especialmente adecuado, sobre todo si empezamos a considerar el
espectro de problemas autistas en su sentido más amplio y encontramos cada vez a más niños
con deficiencias sociales y de lenguaje de una severidad desproporcionada.

Referencias
1. AMERICAN PSYCHIATRIC ASSOCIATION (1980). Diagnostic and Statistical Manual, Third
Edition (DSM-III). Washington, DC: APA.

2. AMERICAN PSYCHIATRIC ASSOCIATION (1987). Diagnostic and Statistical Manual, Third


Edition, Revised (DSM-IIIR). Washington, DC: APA.

3. BARTAK, L., RUTTER, M. & COX, A. (1975). A comparative study of infantile autism and
specific developmental receptive language disorder. I. The children. British Journal of
Psychiatry, 126, 127-145.

4. BARTAK, L., RUTTER, M. & COX, A. (1977). A comparative study of infantile autism and
specific developmental receptive language disorder. III. Discriminant function analysis.
Journal of Autism and Childhood Schizophrenia, 7, 383-396.

5. BISHOP, D. V. M. & ROSENBLOOM, L. (1987). Classification of childhood language disorders.


In W. Yule & M. Rutter (Eds.) Language Development and Disorders. Clinics in Developmental
Medicine, No. 101/102. London: Mac Keith Press.

6. CHURCHILL, D. W. (1972). The relation of infantile autism and early childhood schizophrenia
to developmental language disorders of childhood. Journal of Autism and Childhood
Schizophrenia, 2,

7. 182-197.

8. GILLBERG, C. (1984). Infantile autism and other childhood psychoses in a Swedish urban
region. Epidemiological aspects. Journal of Child Psychology and Psychiatry, 25, 35-43.

9. GILLBERG, C. (1988), The neurobiology of infantile autism. Journal of Child Psychology and
Psychiatry, 29, 257-266.

10. GILLBERG, C. (1989). Asperger syndrome in 23 Swedish children: a clinical study.


Developmental Medicine and Child Neurology, in press.

11. GILLBERG, C. & GILLBERG, C. (1989). Research note: Asperger syndrome: some
epidemiological considerations. Journal of Child Psychology and Psychiatry, in press.
12. HOWLIN, p. (1987). Asperger’s syndrome-does it exist and what can be done about it? In:
Proceedings of the First International Symposium on Specific Speech and Language Disorders
in Children.

13. London: AFASIC.

14. KANNER, L. (1943). Autistic disturbances of affective contact. Nervous Child, 2, 217-250.
Reprinted in Kanner, L. (1973) Childhood Psychosis: Initial studies and new insights. New
York: Wiley.

15. KANNER, L. (1965). Infantile autism and the schizophrenias. Behavioural Science, 10, 412-
420. Reprinted in Kanner, L. (1 973) Childhood Psychosis: Initial studies and new insights.
New York: Wiley.

16. MUNDY, P., SIGMAN, M., UNGERER, J. & SHERMAN, T. (1986). Defining the social deficits
of autism: the contribution of non-verbal communication measures. Journal of Child
Psychology and Psychiatry,

17. 27, 647-655.

18. NAGY, J. & 5ZATMARI, p. (1986). A chart review of schizotypal personality disorders in
children. Journal of Autism and Developmental Disorders, 16, 351-367.

19. RAPIN, t. (1987). Developmental dysphasia and autism in pre-school children: characteristics
and subtypes. In: Proceedings of the First International Symposium on Specific Speech and
Language Disorders in Children. London: AFASIC.

20. RAPIN, I. & ALLEN, D. (1983). Developmental language disorders: nosologic considerations.
In U. Kirk (Ed.) Neuropsychology of Language, Reading and Spelling. New York: Academic
Press.

21. RUTTER, M. (1966). Behavioural and cognitive characteristics of a series of psychotic children.
In I. K. Wing (Ed.) Early Childhood Autism. Oxford: Pergamon.

22. RUTTER, M. (1978a). Diagnosis and definition. In M. Rutter & E. Schopler (Eds) Autism: A
reappraisal of concepts and treatment. New York: Plenum Press.

23. RUTTER, M. (1978b). Language disorder and infantile autism. In M. Rutter & E. Schopler
(Eds.) Autism:

24. A reappraisal of concepts and treatment. New York: Plenum Press.

25. RUTTER, M. (1985). The treatment of autistic children. Journal of Child Psychology and
Psychiatry, 26,

26. 193-214.

27. RUTTER, M. & SCHOPLER, E. (1987). Autism and pervasive developmental disorders:
concepts and diagnostic issues. Journal of Autism and Developmental Disorders, 17, 159-186.
28. SCHLOPLER, E. (1985). Editorial: Convergence of learning disability, higher-level autism, and
Asperger’s syndrome. Journal of Autism and Developmental Disorders, 15, 359.

29. SWISHER, L. P. & PINSKER, E. J. (1971). The language characteristics of hyperverbal


hydrocephalic children. Developmental Medicine and Child Neurology, 13, 746-755.

30. SZATMARI, P., BARTOLUCCI, G., FINALYSON, A. & KRAMES, L. (1986). Letter: A vote for
Asperger’s syndrome. Journal of Autism and Developmental Disorders, 15,515-517.

31. TANTAM, n. (1988). Asperger’s syndrome. Journal of Child Psychology and Psychiatry, 29,
245-255.

32. UDWIN, 0., YULE, W. & MARTIN, N. (1987). Cognitive abilities and behavioural
characteristics of children with idiopathic infantile hypercalcemia. Journal of Child Psychology
and Psychiatry, 28, 297-309.

33. VOLKMAR, F. R., COHEN, 0.3. & PAUL, R. (1986). An evaluation of DSM-IIl criteria for
infantile autism. Journal of the American Academy for Child Psychiatry, 25, 190-197.

34. WATERHOUSE, L., FEIN, D., NATH, 3. & SNYDER, D. (1987). Pervasive developmental
disorders and schizophrenia occurring in childhood. In G. L. Tischler (Ed.) Diagnosis and
Classification in Psychiatry: A critical appraisal of DSM-IIL Cambridge: Cambridge University
Press.

35. WING, L. (1976). Diagnosis, clinical description and prognosis. In L. Wing (Ed.) Early Infantile
Autism, 2nd ed. Oxford: Pergamon.

36. WING, L. (1981). Asperger’s syndrome: a clinical account. Psychological Medicine, 11, 115-129.

37. WING, L. (1986). Letter: Clarification on Asperger’s syndrome. Journal of Autism and
Developmental Disorders, 16, 513-515.

38. WING, L. (1988). The continuum of autistic characteristics. In E. Schopler & G. B. Mesibov
(Eds.) Diagnosis and Assessment in Autism. New York: Plenum.

También podría gustarte