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Carmen
Amaya

AMAYA AMAYA, Carmen. Barcelona, 1913-Bagur (Barcelona), 1963.


Bailaora y cantaora. Hija del tocaor El Chino, sobrina de La
Faraona, hermana de Paco, Leonor, María, Antonia y Antonio
Amaya y casada con Juan Antonio Agüero. También conocida en
sus principios como La Capitana. Se inició en su arte desde muy
niña, acompañada por su padre, y a los seis años de edad debutaba
en el Restaurante Las Siete Puertas de su ciudad natal, para
proseguir bailando en la Taberna de El Manquet, en el Chiringuito de
La Puerta de la Paz, en el local denominado el Cangrejo Flamenco,
en Casa Escaño y en otros lugares barceloneses. Debutó en París,
en el Teatro Palace, donde actuaba Raquel Meller, junto a La
Faraona y Carlos Montoya, para volver después a Barcelona y
continuar nuevamente en varios escenarios, entre ellos en La
Taurina, donde la descubre el critico Sebastián Gasch, que escribe
de ella un elogioso artículo.

En 1923, viaja por primera vez a Madrid, para bailar en un local


situado en los bajos del Palacio de la Música. Al año siguiente llevó
a cabo una gira por diversas ciudades españolas, formando parte de
la compañía de Manuel Vallejo. De nuevo en Barcelona, baila en el
Teatro Español, recomendada por José Cepero. En 1929, figura en
el Colmao Villa Rosa, que regentaba, en Barcelona, Miguel Borrull,
y, en 1930, actúa en la Exposición Internacional. La contrata el
empresario Carcellé y recorre varias capitales, entre ellas San
Sebastián, en 1935, presentándola en Madrid, Luisita Esteso,
durante un espectáculo en el Coliseum. El mismo año trabaja en los
teatros madrileños de La Zarzuela, con Conchita Piquer, Miguel de
Molina y otros destacados artistas, y en el Fontalba. También rueda
la película La Hija de Juan Simón, con Angelillo, y toma parte, en
Barcelona, en una revista musical. Después de su interpretación en
la película María de la O, emprende una gira por provincias en 1936,
sorprendiéndole la guerra civil en Valladolid.
Se traslada a Lisboa, debutando en el Café Arcadia, acompañada
por el pianista Manuel García Matos, llevando en su elenco entre
otros intérpretes a su padre y al Pelao Viejo. Viaja seguidamente a
Buenos Aires, donde debuta en compañía de Ramón Montoya y
Sabicas, en el Teatro Maravillas, con un enorme éxito, teniendo que
intervenir las fuerzas de orden público, incluso los bomberos, en su
segundo día de actuación, para mantener el orden en las taquillas.
Después de un año consecutivo en el citado teatro, realizó un
recorrido por ciudades del interior de Argentina, para retornar a
Buenos Aires y al mismo escenario, consumando una temporada de
cuatro meses. Desde 1937 a 1940, se suceden sus actuaciones en
Uruguay, Brasil, Chile, Colombia, Venezuela, Argentina, Cuba y
Méjico, en cuya capital, en 1940, simultaneaba sus actuaciones en
el Teatro Fábregas con las que realizaba en el Tablao El Patio.
Durante esta etapa de su vida artística, en la que une a su grupo
artístico a varios miembros de su familia, realizó películas en
Buenos Aires junto a Miguel de Molina y fue admirada por los
músicos Toscanini y Stokowsky, quienes hicieron de ella públicos
elogios. Se presenta en Nueva York, en 1941, concretamente en el
Beach Comba, para pasar al poco tiempo al Carenegie Hall, en
unión de Sabicas y Antonio de Triana. El entonces presidente de los
Estados Unidos, Roosevelt, la invita a una fiesta en la Casa Blanca,
y le regala una chaqueta bolera con incrustaciones de brillantes.
Aparece en la portada de la revista Life y es admirada por los más
famosos astros del cine y el arte nortea-mericanos. Desde 1942 se
convierte en una de las principales atracciones de Hollywood, donde
interpreta una versión de El amor brujo de Falla, en el Auditorio
Bowl, ante veinte mil personas, con la Orquesta Filarmónica.

Interviene así mismo en un gran número de películas, entre ellas


Sueños de gloria, Piernas de plata, Vea a mi abogado, Carmen
Amaya y sus muchachos, Las amarguras de un torero, El sombrero
de Paraná y Sigan al chico, realizando igualmente sus primeras
grabaciones discográficas. Vuelve a Europa y se presenta en el
Teatro de los Campos Elíseos de París, para hacerlo también en
Londres y en teatros holandeses, desde donde pasa a Méjico y
después otra vez a Nueva York y Londres, para seguir por Sudáfrica
y Argentina, retornando a Europa.

En 1947, reaparece en España, en el Teatro Madrid, con el


espectáculo titulado Embrujo español. Obtiene un resonante éxito
en el Princes Theater londinense en 1948, y en su siguiente gira por
América, recorre Argentina en 1950. Al año siguiente vuelve a bailar
en España, presentándose en el Teatro Tívolí de Barcelona,
después de varias actuaciones en Roma. Continúa actuando en
Madrid, París, Londres, y diversas ciudades de Alemania, Italia y
otros países europeos. En Londres, le felicita la reina inglesa, y
aparece en la prensa una fotografía con el siguiente texto: «Dos
reinas frente a frente». La Europa del norte, Francia, España,
Estados Unidos, Méjico y América del Sur son los itinerarios que
sigue con su elenco en los años siguientes. En 1959, alcanza un
gran triunfo en el Westminster Theatre de Londres y en el Teatro de
La Zarzuela de Madrid, inaugurándose en Barcelona la Fuente de
Carmen Amaya en medio del homenaje popular; con este motivo
celebra una función benéfica en el Palacio de la Música, que
registró el mayor lleno de su historia. Su última película fue Los
Tarantos de Alfredo Mañas. Reclamada por los principales coliseos
del mundo, desde 1960 a 1963, año de su muerte por afección
renal, vuelve a realizar continuas giras por Europa y América, hasta
que su enfermedad se lo impide, estando en Gandía, tras haber
bailado por última vez en Málaga.

Su fallecimiento constituyó una gran aflicción para todo el mundo


flamenco, siéndole otorgada la Medalla del Mérito Turístico de
Barcelona, el Lazo de Isabel la Católica y el titulo de Hija Adoptiva
de Bagur. Su entierro convocó a un gran número de gitanos de
Cataluña y de distintos puntos de España y Francia. Enterrada en
Bagur, donde vivió sus últimos días, sus restos descansan
actualmente en Santander, en el panteón de la familia de su marido.
A los tres años de su defunción, en 1966, se inauguró su
monumento en el Parque de Montjuic de Barcelona, y en Buenos
Aires le fue dedicada una calle, mientras que en Madrid, en el
Tablao Los Califas, se le tributó un homenaje en el que intervinieron
entre otros artistas Lucero Tena, Mariquilla y Félix de Utrera.
También en 1970, se le ofreció un homenaje en Llafranch (Gerona).
La personalidad de Carmen Amaya, artista que gozó en vida de la
admiración general y entusiasta de todos sus compañeros de arte,
ha sido glosada por diversos críticos, flamencólogos y escritores, así
como exaltada por los poetas, entre ellos Fernando Quiñones, autor
del poema Soneto y letras en vivo para Camen Amaya. De estos
comentarios transcribimos una selección: Vicente Marrero: «En
Carmen Amaya puede verse la asombrosa convicción con que a
veces suele danzar. Gitanilla desgarbada, flaca, menuda, casi
incorpórea. morena, con cara de ídolo trágico y remoto, pómulos
asiáticos, de ojos largos cargados de presagios. brazos retorcidos,
nerviosa desgreñada como un bicho malo, mimbreña y violenta. Con
su repajolera gracia gitana, no es sólo una millonaria más de
Norteamérica. sino una de nuestras grandes bailarinas, que ha
acertado, pese a algunos efectos no siempre de buen gusto, con el
secreto de la danza y su baile no puede explicarse a la luz de
ninguna técnica; nació con el baile dentro un baile hecho de oro
añejo. Carmen Amaya. que éste es su nombre, no es una mujer
diferente en cada uno de sus bailes, como suele suceder con otras
grandes figuras de la danza.
Es la misma siempre, y no se ha propuesto otra cosa. La ficción no
pertenece a su arte. No es bailarina; es bailaora. Con su arte de
ámbito reducido, de valoración personal más que escénica, ha
sabido imponerse en todos los países, donde ha conquistado
admiradores frenéticos. Caso asombroso si pensamos que con
bastante frecuencia el baile flamenco es un baile vedado a los
mismos españoles, sobre todo en algunas regiones de la
península... En los bailes de Carmen Amaya se ha querido ver con
exageración un carácter morboso, truculentamente patético, con
correspondencia a una moda mundial que desorbita los
sentimientos clásicos. No alcanza ese juicio desacertado el secreto
de su éxito y no es del caso refutarlo. Es verdad que Carmen Amaya
prodiga el nervio y la velocidad; es más: se ha criticado que no usa
ni siente la majestad ni el quietismo tan característicos de las
bailaoras en contraste necesario con el vértigo que llega a su
tiempo, en el que ella -dicen los que la critican- con tanto aire y
voltaje, evapora la esencia misma del flamenco.

Superficial y desconsideradamente ha llegado a considerársele


como a la fuerza ciega, en bruto, irreflexiva, inclinada a efectismos,
el tipismo de relumbrón que se doblega a fáciles exigencias. Pero
Carmen Amaya no es una intuitiva o una seudobailaora sin cánones,
que improvisa, con un cuerpo de centavo, sabiduría y salero.
Dotada como la más, conserva la arquitectura cañí de sus bailes, y
es -lo que nunca podrían ser Lola Flores y sus imitadoras- una
maestra cuando quiere bailar según las reglas del baile flamenco,
en el que hay dos suertes bien distintas: el parado y el furioso. La
aparición de Carmen Amaya, su éxito extraordinario, surtió su efecto
en un momento cuando la danza española parecía adormecerse en
un manierismo que estéticamente no iba más allá del buen gusto.
Algunos críticos franceses lo han explicado como retorno a la
violencia. Su explicación, posiblemente, es más elemental. Se trata
de un retorno a la fuerza originariamente tensora del baile. Baile, el
suyo. con la virtud que, de un modo particular, escondían los palillos
de la Argentina: virtud de hacer cavilar hasta las fronteras mismas
de lo misterioso. No importa que la veamos una y otra vez. Siempre
sorprende. No se sabe lo que quiere. No se sabe muchas veces
adónde va. Y cuando nos damos cuenta de ello, lo notamos como
se nota el relámpago en su súbito zigzag, cargado con toda la
electricidad de la naturaleza. Podría decirse de su baile todo lo que
se quiera; pero los más puritanos del flamenco, tan celosos de las
tradiciones, pasando por alto algún que otro paso fuera de lugar o
cierto sensacionalismo repajolero, no tendrían que objetar nada a su
ciencia infusa, si diese más salida a los brazos, que deslucen en su
flamenco al lado de la atención que prodigiosamente concede a los
pies, sin que se olvide, claro está, que el flamenco está siempre en
evolución, en creación constante».
Sebastián Gasch: «De pronto un brinco. Y la gitanilla bailaba. Lo
indescriptible. Alma. Alma pura. El sentimiento hecho carne. El
tablao vibraba con inaudita brutalidad e increíble precisión. La
Capitana era un producto bruto de la Naturaleza. Como todos los
gitanos, ya debía haber nacido bailando. Era la antiescuela, la
antiacademia. Todo cuanto sabía ya debía saberlo al nacer.
Prontamente, sentíase subyugado, trastornado, dominado el
espectador por la enérgica convicción del rostro de La Capitana, por
sus feroces dislocaciones de caderas, por la bravura de sus piruetas
y la fiereza de sus vueltas quebradas, cuyo ardor animal corría
pareja con la pasmosa exactitud con que las ejecutaba. Todavía
están registrados en nuestra memoria cual placas indelebles la
rabiosa batería de sus tacones y el juego inconstante de sus brazos,
que ora levantabanse, excitados, ora desplomábanse, rendidos,
abandonados, muertos, suavemente movidos por los hombros. Lo
que más honda impresión nos causaba al verla bailar era su nervio,
que la crispaba en dramáticas contorsiones, su sangre, su violencia,
su salvaje impetuosidad de bailaora de casta». Alfredo Mañas:
«Ante Carmen, ante su baile, los gitanos guardan un silencio
respetuoso que, rápidamente, se convierte en una catarata de
alabanzas desorbitadas, sin medida. Y las alabanzas dejan paso al
orgullo que justifica y exalta la raza».

Diccionario Enciclopédico
del Flamenco. Edit.Cinterco 1986

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