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CHANO LOBATO, MAESTRO DEL CANTE

Juan Miguel Ramírez Sarabia, Chano Lobato, nacido en Cádiz en


1927, es uno de los grandes maestros del cante flamenco actual.
Su cante es la quintaesencia de esa magnífica tradición de artistas
gaditanos que cuenta con nombres inolvidables como los de
Enrique el Mellizo, Ignacio Espeleta, Aurelio Sellés, El Flecha de
Cádiz, Pericón, Manolo Vargas o La Perla. En su persona se reúnen
las consabidas y tópicas cualidades que han estado siempre
presentes en el mejor arte flamenco de Cádiz: sentido insuperable
del ritmo y del compás, gracia natural y luminosa, sobriedad y
economía de los recursos expresivos, habilidad para integrar
formas musicales de muy diferente procedencia, encanto y sabor
flamencos, etc. Todo ello es parte de Cádiz, sin duda, todo eso es
Chano Lobato, en efecto; pero no es sólo eso.
La pluma sabia de Fernando Quiñones ya nos puso en alerta
hace tiempo en contra de la parcialidad del tópico gaditano:

“Entre la afición mal informada o mal dispuesta, los estilos


flamencos gaditanos son sinónimos exclusivos de gracia y
ligereza, de ingenio, levedad y puro encanto volandero. Tan nos
libre Dios de negar aquí esos valores como de no añadir que sobre
ellos (...) el cante de Cádiz posee también una profundidad de
sentimiento y expresión, una amplitud de matices y una carga
emotiva y dramática tan considerable como las que poseen los
géneros más afamadamente patéticos.” (Fernando Quiñones, De
Cádiz y sus cantes, Ediciones del Centro, Madrid 1974, pág. 109)

El tópico es la pereza del pensamiento, es la verdad sabida e


inamovible que piensa por nosotros, pero que nos impide pensar
por cuenta propia. Los tópicos fijan y encierran verdades parciales,
pero sirven también para acuñar sólidos prejuicios convirtiéndolos
en moneda corriente. Por eso es saludable sospechar de ellos y
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examinarlos con atención para no caer en la trampa del lugar


común y de la frase hecha.
En el caso que nos ocupa la frase hecha dice así: “Chano
Lobato, maestro de la gracia y el compás.” Sí, pero no. Esa no es
toda la verdad. Para glosar la riqueza del magisterio y de la
personalidad de Chano Lobato como máximo representante actual
de la tradición flamenca gaditana no podemos quedarnos ahí sin
más, plácidamente instalados en lo que todo el mundo sabe o cree
saber de sobra. Angel Alvarez Caballero lo ha expresado con
acierto:

“Ahora, cuando lleva ya alrededor de tres lustros como cantaor de


primer rango y con un prestigio siempre creciente, muchos siguen
hablando de Chano Lobato como del maestro de la gracia y el
compás. Es así, evidentemente, pero conceptos semejantes
vienen a dar por ciertas una suerte de limitaciones que me niego
rotundamente a admitir para uno de los cantaores más completos
y más geniales de nuestro tiempo.” (A. Alvarez Caballero, “Chano

Lobato: un joven cantaor de 70 años”, en Candil, año XX, nº 110,


mayo-junio de 1997, pág. 2711)

Chano Lobato no es sólo un cantaor especialista en los


estilos festeros y en los cantes livianos o un artista tocado
exclusivamente por el carisma de la simpatía, por más que sea ésa
la imagen superficial que tiene de él el público mayoritario o
algunos flamencólogos despistados. Es indudable que conoce a la
perfección todos los secretos del ángel y la gracia, que domina
como nadie las claves musicales de la alegría y la ironía
flamencas, pero posee también de manera singular la llave que
abre la misteriosa y escondida puerta del duende. Derrama, sin
duda, a manos llenas la salada claridad de Cádiz, pero es al mismo
tiempo capaz de contagiar como pocos la honda y desconsolada
queja del dolor y de la pena.
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En su repertorio, amplio y variado, se suman los estilos más


diversos: alegrías y malagueñas, cuplés festeros y tarantos,
bulerías y soleares, chuflas y cabales, zambras o rumbas y polos o
cañas, cantiñas y peteneras, tanguillos y tonás, guajiras y
seguiriyas, boleros y tientos-tangos; además de farrucas,
romances, fandangos, cartageneras, pregones, etc. Todos ellos
interpretados, recreados, con idéntica maestría, con talento y
personalidad, con el mismo conocimiento de sus peculiaridades e
igual capacidad para transmitir emoción y sabor flamencos. El
magisterio de Chano abarca una inmensa cantidad de registros y
de matices, posee, concentrada, toda la riqueza del amplio arco
melódico del flamenco. Su voz y su sentir transitan del duende a la
gracia y de la gracia al duende con la naturalidad y la aparente
facilidad que sólo poseen los elegidos. Su sabiduría cantaora es el
más vivo ejemplo de cómo el duende y la gracia no están
separados en el cante jondo, sino en continuidad, viven en la
unidad de los contrarios, son dos caras de lo mismo: el rostro
pavoroso y sobrecogedor y el rostro sonriente y amable de la vida,
el sentimiento del mundo como caos que nos destruye y espanta y
el sentimiento del mundo como cosmos que nos sostiene y acoge.
Si la voz del duende grita angustiada “¡Dios mio! ¿Por qué?”, la voz
de la gracia exclama alborozada “¡Viva Dios!”.
El duende es el dolor de la tierra, la gracia es la sal de la
tierra. El duende nos encara con la muerte y nos viste de luto, la
gracia nos rescata de ese angustioso hechizo y pone sobre el luto
un vestido de inocencia. El duende unge nuestra frente con ceniza
y la gracia pone alas en nuestro corazón y lo resucita. El duende
sabe de nuestra fatalidad, la gracia es testimonio de nuestra
efímera libertad. La gracia surge como negación superadora del
duende, como su otra verdad, es una negación en la que se
conserva la experiencia que el duende proporciona, pero
distanciándose de ella por un momento, recuperando una
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luminosa inocencia. Es gracia enduendada, exaltada, patética,


natural y no sofisticada. No es gracia a secas, superficial, frívola o
ligera, sino gracia jonda, honda, luz y claridad que procede de la
sombra, alegría que sabe lo terrible pero no se deja abatir, aterrar,
por ello. La gracia del cante jondo representa un alma humana,
terrenal, que levanta el vuelo y no un ángel que vuela sobre
nuestra cabeza. El duende se abre a la certeza de la muerte,
mientras que la gracia proclama el gozo instantáneo de estar
vivos y canta el milagro, el regalo de la vida. Pero no hay que
confundir la gracia con lo “gracioso”. La gracia es una cosa seria,
no es diversión intranscendente o pasatiempo, no es una simple
evasión de la realidad de la muerte, porque surge como breve
respiro ante su angustia, como liberación jubilosa de su amenaza
y de su presencia. La gracia es la expresión de la vida que se
sobrepone y levanta su ánimo después de haberlo encogido y
espantado ante la temible presencia de la muerte. El duende y la
gracia son las dos grandes metáforas flamencas del ser pasional
del hombre: el duende es la raíz de nuestra pasión, la gracia es su
efímero esplendor.
Chano Lobato es un cantaor magistral y jondo porque es
capaz, como muy pocos, de unir en su arte estas dos caras del
flamenco más auténtico y esencial. Sabe conjugar en su cante la
luz y la sombra, el grito del júbilo y el grito del dolor, las heridas y
las caricias, las lágrimas y los besos. Es un maestro del cante
porque reúne en su personalidad las múltiples condiciones
necesarias para que se dé el gran artista flamenco: fidelidad a la
tradición, naturalidad expresiva, dominio absoluto del compás y
de las peculiaridades de cada estilo, afición sin medida y humildad
para no dejar jamás de aprender, entrega emotiva incondicional,
respeto casi reverencial hacia el arte que practica y una capacidad
privilegiada de comunicación con el público que le escucha.
Chano Lobato no cuenta en su árbol genealógico con
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grandes precedentes artísticos, pero ha sentido, respirado y


aprendido el flamenco en el barrio de Santa María en el que nació
de la forma más natural, como algo inherente a su propia vida,
imposible de separar de ella. El cante y su memoria más lejana
están unidos como las dos caras de una moneda. El cante está
presente en las calles de su infancia, en su casa familiar, en las
fiestas de vecinos, en la tienda del Mataero o en las ventas a las
que acudían los flamencos pa buscarse la vía. En ese aprendizaje
vital, no se ha limitado a recoger el legado de los grandes
cantaores gaditanos que le precedieron antes mencionados, sino
que ha bebido también directamente de la fuente de los grandes
clásicos del siglo XX: Manuel Torre, Antonio Chacón, la Niña de los
Peines, Tomás Pavón, Manuel Vallejo, Antonio Mairena o Manolo
Caracol. Esa fidelidad a la gran tradición del cante más genuino le
convierte hoy en uno de los eslabones fundamentales entre el
pasado y el presente de nuestro arte, hace de él uno de los
últimos flamencos de cuerpo entero, recreador incesante de las
formas más antiguas. Por eso su voz tiene, al mismo tiempo, el
sabor de lo viejo y de lo nuevo, la sabiduría añeja de lo que quedó
bien acuñado para siempre y la frescura milagrosa que nunca deja
de sorprendernos y conmovernos.
La naturalidad expresiva es otra de las grandes virtudes de
Chano. No hay en su cante nada que suene a artificioso, que esté
al servicio de una espectacularidad fácil y demagógica. Eviden-
temente, como él mismo dice con ironía en muchas de sus
actuaciones, su voz no es la de Pavarotti. Ni falta alguna que le
hace. Su voz no es la de un virtuoso, es quebrada y justa de
facultades, su expresividad musical es intuitiva y espontánea,
ajena a todo aprendizaje teórico, pero posee un sentido de la
medida y de la proporción, un dominio del tempo sonoro, de la
melodía y del ritmo que para sí quisieran los más grandes músicos
del mundo. Baste un dato que cualquiera puede verificar por su
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cuenta: Chano Lobato se pone simplemente a hacer compás con


las palmas acompañando el toque de una buena guitarra y parece
que en el escenario está sonando una orquesta sinfónica. Pero no
se trata sólo del compás, cuyo dominio en él es absoluto e
insuperable, sino del conocimiento de cada estilo para darle el
sentido musical y emocional que requiere. Su voz está llena de
hondura y sentimiento, de escalofríos y emoción, cuando dice la
malagueña; sobrada de temple y solemnidad cuando canta por
soleá, rebosante de angustia cuando se trata de la seguiriya o la
toná. Y si se trata de alegrías, bulerías, tanguillos, etc..., lo mejor
es callarse y escuchar.
Chano ha desarrollado la mayor parte de su ya larga carrera
artística en el llamado cante atrás o cante para bailar. Dicho de
otra manera, se ha curtido en la humilde Universidad nocturna del
cante, se ha acostumbrado a estar en segundo plano sin rechistar,
sirviendo al baile de los más grandes como el más grande. En esta
faceta tal vez solamente Antonio Mairena pueda colocarse a su
altura en este siglo. Desde que diera el salto adelante, asumiendo
todo el protagonismo, se ha revelado como un maestro
indiscutible e imprescindible, pero no ha perdido su condición de
hombre humilde, tal vez humilde en exceso. Posee la humildad de
los verdaderamente grandes. No deja de sorprenderse cuando
recibe los múltiples homenajes que en los últimos tiempos suscita
su figura de flamenco de ley y de hombre cabal, sencillo y buena
gente. Suele acordarse en esos momentos de triunfo de aquellos
artistas que, a igualdad de merecimientos, no disfrutaron jamás
del reconocimiento público y mayoritario. No vive el flamenco
como un profesional competitivo y receloso, al estilo de tantos
otros que no dejan jamás de mirarse en el espejo de su vanidad.
Es ajeno a toda clase de rencillas y disputas bizantinas movidas,
a fin de cuentas, por inconfesables celos artísticos. Su sencillez y
humanidad, ese no darse importancia que de continuo practica,
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han contribuido también, para bien y para mal, a mantenerlo


alejado de los círculos de poder flamencológicos. Para bien porque
ello le ha procurado independencia y honestidad y le ha
mantenido al margen de polémicas absurdas que no llevan a
ninguna parte y sólo responden a un afán excesivo de
protagonismo: que si éste es mejor que aquél o aquél mejor que
éste, que si payos o si gitanos, que si la llave del cante la merece
fulano o mengano, zutano o perengano, y tantas otras
apasionadas y estériles discusiones del mismo jaez. Para mal
porque su curriculum de premios y distinciones oficiales,
digámoslo así, era, hasta hace pocos años, incomprensiblemente
escaso. Sin embargo, no hay mal que por bien no venga, goza
desde hace mucho tiempo del cariño y la admiración del público y
del respeto unánime de sus compañeros de profesión.
En lo tocante a afición, entrega y respeto por su arte Chano
es un caso paradigmático. Jamás sale a cantar marcando algún
tipo de distancia entre él y el público o apoyándose en alguna de
las muchas formas negativas de fingimiento escénico. Al
contrario, se le nota abrumado por una exigencia interior,
queriendo gustarse ante todo a sí mismo para no defraudar a
nadie, pendiente de lo que sucede a su alrededor y cercano a
quien le escucha. Su predisposición es la de quien oficia un
antiguo rito y no la de quien actúa envarado o distante ante
gente desconocida. Sus famosos chistes-anécdotas o casos
verídicos hilarantes no responden al deseo superficial de resultar
gracioso y simpático, son la forma de vencer la timidez y la
soledad de un artista preocupado ante todo por mantener
vibrante el hilo de la comunicación, porque Chano Lobato es
también un maestro para conocer al público que tiene delante y
para comunicarse con él, percibe al instante lo que es adecuado
en cada momento de sus actuaciones y dosifica a la perfección su
arte. Sabe que una gran mayoría va buscando en él al mago de la
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fiesta y el ritmo, pero nunca olvida al aficionado más exigente, a


aquel que sabe que lo propio del cante es lastimar y conmover el
hondón del alma. Entre fiesta y fiesta, en medio de tanta luz y
tanta sal como es capaz de repartir con creces, deja siempre
buena muestra de su pellizco y hondura. Este respeto hacia los
públicos más diversos lo corroboran sus propias palabras:

“-Yo estoy mu encima, mu pendiente del público; me da mucho


reparo, veo el sacrificio, eso que haces tú de venir y te sientas y
esa silla... Yo soy mu responsable. De verdad, esta es una
declaración que nunca la he hecho, pero es así. Y entonces estoy
mu pendiente, no quiero herir; hay cantes que requieren una
monotonía y sin embargo les doy una vivencia pa no cansar a esta
persona que está un poquito verde en este aspecto, pero también
a los nuestros esos cachitos se los dejo caer. ¿Comprendes? Yo soy
mu buen aficionao. ¿Eh?, y te escucho a ti y te digo <<¿Esto cómo
es?>>, aunque tengo ya setenta años te lo digo; quiero aprender
siempre.” (“Chano Lobato: retrato de cantaor con sal”, entrevista
concedida a Ramón soler Díaz y aparecida en Candil, nº 109, año
XX, marzo-abril de 1977, pág. 2678)

Chano Lobato canta con el dominio de los estilos lógico en un


profesional, pero con la afición desmedida de quien sabe que el
cante nunca está hecho, siempre está por hacer, poniendo el
corazón en cada tercio y rebuscándose hacia dentro para dar en
cada momento lo mejor de sí mismo. Fidelidad, naturalidad,
humildad, afición, entrega y respeto hacia su arte son las bases
fundamentales de su magisterio flamenco, los pilares sobre los
que se sostiene su enorme figura como modelo a seguir por las
generaciones presentes y futuras de cantaores.
Con su maestría, Chano rompe los esquemas y pone en
evidencia los tópicos: con 72 años cumplidos tiene más frescura,
juventud y fuerza que todos los jóvenes flamencos juntos y siendo
payo es capaz de volver locos por bulerías a todos los gitanos.
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En definitiva, Chano Lobato sigue impartiendo en cada una


de sus actuaciones una lección luminosa, mágica e imborrable del
flamenco más viejo que es, al mismo tiempo, por paradójico que
parezca, el más nuevo. Su arte está a la altura del de los más
grandes maestros y su voz vibrante y emotiva nos hace saborear
y disfrutar extasiados del cante más verdadero, ése que siempre
perdurará por encima de modas o caprichos pasajeros.
Quiero terminar esta semblanza de Chano Lobato con el más
reciente recuerdo que conservo de él. En su última actuación en el
Teatro Romea de Murcia, Chano compartió cartel con una de las
supuestas revelaciones del nuevo flamenco. El contraste entre
ambos fue tan abismal que no pude soportarlo. Chano había
cantado primero con verdad y magia deslumbrantes y lo que vino
después más bien parecía una espantosa caricatura. Me salí a la
calle, impaciente, a fumar un cigarro antes de que terminara el
triste espectáculo. Quise, así, preservar la memoria del milagro
que anteriormente había acontecido. En la plaza del Teatro Romea
vi a Chano dirigirse hacia el hotel con su porte elegante de
flamenco antiguo, como un ángel feliz y cansado, y me dije para
adentro con admiración y respeto: “¡Ahí va un gran maestro!”.

JOSE MARTINEZ HERNANDEZ

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