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ABY WARBURG Y EL PSICOANÁLISIS.

“UN COMPLEJO AMASIJO DE SERPIENTES EN MOVIMIENTO”:


TENSIONES Y CONTORSIONES DE LA IMAGEN O LA IMAGEN PARA WARBURG EN SU RELACIÓN CON EL INCONSCIENTE1

Eleonora Cróquer Pedrón


Centro de Investigaciones Críticas y Socioculturales
Instituto de Altos Estudios de América Latina
Universidad Simón Bolívar

Warburg con Freud (I)


Sobredeterminaciones de la imagen: la imagen-síntoma en Warburg, según George Didi-Huberman

El síntoma es el efecto de lo simbólico en lo real


(Jacques Lacan. Seminario XXII, inédito: RSI)

[C]uando un síntoma sobreviene, es un fósil –una “vida dormida en su forma”– el que, contra todas las expectativas, se despierta, se mueve, se
agita, se debate y quiebra el curso normal de las cosas
(Georges Didi-Huberman. La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg )

A propósito de la relación entre esa “ciencia sin nombre” concebida por Aby Warburg (1866-1929) más allá de la
contemplación estética de las “bellas artes” privilegiada por sus contemporáneos, para dar cuenta del “complejo amasijo
de serpientes en movimiento” que hace a lo vivo de la imagen en la historia cultural de Occidente, como expresión de un
pathos tenaz indisociable del armonioso ordenamiento de las formas en/de la cultura, y esa ciencia por completo novedosa
–el psicoanálisis– propuesta por Sigmund Freud (1856-1939) más allá del saber médico de su época, para explicar el
vínculo entre las representaciones (psíquicas) y las energías (libidinales), contrapuestas, contrariadas y perturbadoras, que
pulsan inquietas en el inconsciente de eso que llamamos la subjetividad humana, quisiera detenerme en el capítulo “La
imagen síntoma. Fósiles en movimiento y montajes de la memoria” del estudio de Georges Didi-Huberman sobre este
“raro” historiador del arte judío-alemán y sus maneras de asumir la intrínseca problematicidad del objeto –alusivo y
elusivo al tiempo– al cual dedicó todo un trayecto de investigación, análisis y elaboración teórica, “en el límite de un

1
“Un complejo amasijo de serpientes en movimiento” refiere a la imagen abstraída por Georges Didi-Huberman (2010 [2007]) de ese texto
medular de Aby Warburg, El ritual de la serpiente (2004 [1988]), presentado por el autor en 1923 ante los médicos y pacientes del sanatorio
psiquiátrico de Belleveu, en Suiza, como testimonio del reanudamiento intelectual de su trabajo, luego de la crisis psicótica que supuso su reclusión
en 1918. De cara a los tres cortes que organizan mi exposición a propósito de una posible relación entre Aby Warburg y el psicoanálisis, esta
imagen funciona como una suerte de hilo conductor, toda vez que podría llegar a sintetizar metafóricamente eso que pienso, de la mano de Didi-
Huberman, como una aproximación warburgiana a las sobredeterminaciones de la imagen en la cultura, estrechamente vinculada a la noción de
inconsciente de Freud; es decir, a la polivalencia y plasticidad de la presencia significante de la imagen a lo largo del tiempo, en tanto tensionada
y contorsionada por el complejo amasijo de representaciones (psíquicas) y pulsiones (libidinales) que hacen a lo “vivo” de su expresión sensible en
la cultura. Y, un paso más al respecto, como una manera de concebir la historia de la cultura, en general, y de la imagen, en particular, en tanto
que atravesadas por su propio combate, nunca del todo resuelto, con las fuerzas de lo monstruoso que pulsan más allá de lo que de ellas se
desprende como un dominio consciente –una tekné– sobre las formas.
riesgo psíquico esencial”, como dijera Giorgio Agamben (2010 [2007]: 23): La imagen superviviente. Historia del arte y
tiempo de los fantasmas según Aby Warburg (2009 [2002]).
A fin de introducir el último apartado de su libro acerca de Warburg y el psicoanálisis, y después de sendos
capítulos dedicados a la “imagen-fantasma” y la “imagen-pathos”, en tanto concepciones referidas al tiempo (pasado) y al
cuerpo (ausente) que agitan la quietud inmanente de la imagen en el presente complejo de su realización, elaboradas por
Warburg a partir de esa zona de diálogos heterogéneos y heterodoxos entre la extraña aproximación a la iconología que
perseguía en cada una de las constelaciones trazadas en sus ensayos sobre la cultura visual en el Renacimiento, y la
historiografía, la antropología cultural, la filosofía y la ciencia de entre siglos, de entre las cuales se iban afinando tanto
la singularidad de su mirada como la razón de ser última de ese trabajo sobre la memoria –el Atlas Mnemosyne (1924-
1929)– que con afán de filólogo reuniría al cabo de su vida, Didi-Huberman afirma:

La tentativa warburgiana es tan modesta como ardua, tan honesta en su principio como vertiginosa en su
realización: contra toda historia del arte positivista, esquemática o idealista, Warburg quiso simplemente respetar
la esencial complejidad de sus objetos. Lo cual implicaba afrontar intrincamientos, estratificaciones y
sobredeterminaciones: cada objeto de la historia del arte probablemente fue mirado por Warburg como un
complejo –fascinante y temible– amasijo de serpientes en movimiento.
¿Cómo describir la madeja moviente de los tiempos más allá de la historia en banda continua de las filiaciones
vasarianas? ¿Cómo describir la madeja moviente de las imágenes más allá de esas actividades demasiado
encerradas en sí mismas y sabiamente jerarquizadas que nuestras academias llaman las “bellas artes”? Es para
responder a tales cuestiones para lo que se introducen las nociones de Nachleben y Pathosformeln: para mejor
pensar, en el contexto de los estudios sobre la cultura visual en el Renacimiento, lo que quería decir
sobredeterminación, lo que la polivalencia y la plasticidad de las imágenes exigían del historiador, el intenso
trabajo en el seno de las cosas y de los símbolos. La palabra “sobrevivencia” permitía aprender la
sobredeterminación temporal de la historia y la expresión “fórmula de pathos” la sobredeterminación significante
de las representaciones antropomorfas tan familiares a nuestra cultura occidental. En ambos casos, un trabajo
específico de la memoria –esa soberana Mnemosyne grabada en el frontón de la biblioteca de Hamburgo–
enmarañaba y desenmarañaba alternativamente los hilos de la madeja moviente.
La sobredeterminación de los fenómenos estudiados por Warburg podría formularse a partir de una condición
mínima que describe el latir oscilante –el “eterno culumpio”– de instancias que actúan siempre unas sobre las
otras en la tensión y la polaridad: improntas con movimientos, latencias con crisis, procesos plásticos con
procesos no plásticos, olvidos con reminiscencias, repeticiones con contratiempos… Propongo llamar síntoma a la
dinámica de estos latidos estructurales.
El síntoma designaría a ese complejo movimiento serpentino, ese intrincamiento no resolutivo, esa no-síntesis que
hemos abordado anteriormente desde el ángulo del fantasma y después del del pathos. El síntoma designaría el
corazón de los procesos tensos que tratamos, después de Warburg, de comprender en las imágenes: corazón del
cuerpo y del tiempo. Corazón del tiempo-fantasma y del cuerpo-pathos, en ese borde operativo de las
representaciones por defecto (como la cuasi invisibilidad del viento en el cabello o los drapeados de Ninfa) y de
las representaciones por exceso (como la cuasi tactilidad de las carnes torturadas de Laocoonte). A lo que
apunta la temporalidad paradójica del Nachleben no es a otra cosa que a la temporalidad del síntoma. A lo que
apunta la corporeidad paradójica de las Pathosformeln no es a otra cosa que a la corporeidad del síntoma. A lo
que apunta el significado paradójico del Symbol según Warburg no es a otra cosa que a la significancia del
síntoma –entendido aquí el síntoma en su sentido freudiano, es decir, en un sentido que contradice y subvierte
todas las semiologías médicas existentes– (247-248; énfasis del autor).

La “sobredeterminación” a la que se refiere Didi-Huberman –“sobredeterminación temporal de la historia” y


“sobredeterminación significante de las representaciones antropomorfas”– es esa característica común a todas las
formaciones del inconsciente, de las cuales el síntoma constituye su expresión pathos-lógica fundamental. Formaciones que,
como el sueño, el lapsus y/o el chiste, según Freud, lejos de ser “insignificantes” o de transmitir un significado “errado”
y/o “errático”, se comportan más bien como significantes abiertos a la serie de asociaciones (analogías, concomitancias,
ocurrencias, recurrencias, olvidos y rememoraciones) sobre las cuales podría llegar a desplegarse su significación profunda.
Es decir: significantes que tienden a manifestar siempre de manera encubierta y diferida la “enmarañada” verdad subjetiva
–ese “complejo amasijo” de representaciones arcaicas reminiscentes, deseos reprimidos, fijaciones libidinales y pulsiones
orgánicas– que se agita más allá del dominio consciente del “yo” y que de este modo busca la manera de burlar las
defensas y resistencias que le impone la represión –defensas y resistencias que laten en el origen del malestar que
indirectamente traducen. Es decir: a partir de un doble trabajo de condensación (metafórica) y desplazamiento
(metonímico) que, mientras revela la existencia de un sentido latente (traumas sumergidos, anhelos rechazados y/o
impulsos vividos y revividos en conflicto), vela su representación manifiesta.
En este orden de ideas, según Didi-Huberman, y aunque no pueda hablarse aquí de una “influencia” de Freud
propiamente tal, las imágenes para Aby Warburg pueden llegar a funcionar, en el sentido más freudiano del término,
como un síntoma de las representaciones (psíquicas) y las pulsiones (libidinales) que se mueven en esa suerte de
inconsciente de la cultura del cual emergen y en el cual se sumergen a lo largo del tiempo, en función de causas
subjetivas y epocales profundas susceptibles sin embargo de ser leídas e interpretadas, tanto en sus filias como en sus
fobias, en sus disposiciones al placer y en sus gozosos desbordamientos; o, dicho de otra manera, de cuyas tensiones
dependen tanto sus desapariciones y reapariciones históricas (“temporalidad paradójica del Nacleben”), como las
contorsiones que inscriben el movimiento en la aparente quietud de su presencia (“corporeidad paradójica de las
Pathosformeln”)… Por ello, para Didi-Huberman, a diferencia de otros críticos y biógrafos del autor, el pensamiento de
Warburg –y su atención a la “significancia” por recomponer de la imagen– no deja de tener concomitancias evidentes
con el de Freud, quien ya en sus tempranos trabajos sobre el cuerpo contorsionado de la histérica –esa especie de Ninfa
atravesada por la pulsión, que el ojo fascinado de Charcot había petrificado en sus “actitudes pasionales”– pensaba los
excesos, parálisis y desmayos de sus pacientes como la expresión de una dinámica de tensiones psíquicas complejas que,
referida a una memoria traumática superviviente, parecía demandar una escucha por venir en la cultura2.

2
En el capítulo VII, “Psicología de los procesos oníricos”, de La interpretación de los sueños (1898-1899), Freud expone el siguiente ejemplo,
respecto de la sobredeterminación de las formaciones del inconsciente y su consecuente disposición al análisis: “En una ocasión fui llamado a
consulta para examinar a una muchacha de aspecto inteligente y decidido. Su toilette me llamó inmediatamente la atención, pues contra todas las
costumbres femeninas, llevaba colgando una media y desabrochados los botones de la blusa. Se quejaba de dolores en una pierna, y sin que yo le
diera indicación alguna, se quitó la media y me mostró la pantorrilla. Su queja principal es la siguiente, que reproduzco aquí con sus mismas
palabras: siente como si tuviera dentro del vientre algo que se moviera de aquí para allá, sensación que le produce profundas emociones. A veces
es como si todo su cuerpo se pusiera rígido. Al oír estas palabras, el colega que me había llamado a consulta me miró significativamente. No
eran, en efecto, nada equívocas. Lo extraño es que la madre de la sujeto no sospechase su sentido, a pesar de que debía de haberse hallado
repetidamente en la situación que con ellas describía su hija. Esta no tiene idea alguna del alcance de sus palabras, pues si la tuviera no las
pronunciaría. Se ha conseguido, por tanto, en este caso cegar de tal manera a la censura, que una fantasía que permanece generalmente en lo
preconsciente ha sido acogida en la conciencia bajo el disfraz de una queja y como absolutamente inocente” (1996: 718; énfasis del autor). Y más
adelante, concluye categórico: “aquel emperador romano que hizo ejecutar a uno de sus súbditos por haber éste soñado que le asesinaba, no
estaba en lo cierto. Debía haberse preocupado antes de lo que el sueño significaba, pues muy probablemente no era aquello que su contenido
manifiesto revelaba, y aun cuando un sueño distinto hubiese tenido esta significación criminal, hubiera debido pensar en las palabras de Platón, de
que el hombre virtuoso se contenta con soñar lo que el perverso realiza en la vida” (719). Para concluir, añade: “Por gustosos que saludemos,
como investigadores modestos y exentos de prejuicios, la tendencia a incluir los fenómenos ocultos en el circuito de la investigación científica,
mantenemos nuestra convicción de que dichos estudios no llegarán nunca a procurarnos ni la demostración de una segunda existencia en el más
allá ni el conocimiento del porvenir. Diríamos, en cambio, que el sueño nos revela el pasado, pues procede de él en todos sentidos. Sin embargo,
la antigua creencia de que el sueño nos muestra el porvenir no carece por completo de verdad. Representándonos un deseo como realizado, nos
lleva realmente al porvenir; pero este porvenir que el soñador toma como presente está formado por el deseo indestructible conforme al modelo
de dicho pasado” (720).
Un paso más al respecto de esta coincidencia evidente entre Warburg y Freud, este interés compartido por el
inconsciente manifiesto tanto en el cuerpo del individuo cautivo por la pulsión como en la imagen que lo captura en el
gesto de su rememoración traumática, para Didi-Huberman, particularmente atento a la coyuntura que en el caso de
Warburg reuniera la materialización de una idea (Nachleben, Pathosformel, Symbol) con el devenir de una experiencia de
vida (su propia esquizofrenia diagnosticada y sometida a un tratamiento psicoanalítico), habría que tejer aún más allá lo
que más bien se presenta como la contingencia fecunda de un “encuentro” que como una “filiación” expresa. Esto es:
explorando los factores heterogéneos (teórico-metodológicos y subjetivos a la vez) que se anudan en el surgimiento de un
punto de vista warburgiano de lo psicopatológico en la cultura; o sea, de las implicaciones de ese pathos fundamental e
ineludible del sujeto dividido por el Nombre del Padre que organiza no sólo la existencia incómoda del individuo en la
cultura, sino la constitución profunda de lo cultural como renuncia padeciente a la satisfacción inmediata de la pulsión,
según explicaría Freud en su conocido texto de 1929, El malestar en la cultura. Por una parte, el deseo manifiesto del
autor por dar con un “desplazamiento epistemológico” capaz de distinguir en la imagen no sólo los valores de la forma
(sus aspectos compositivos y principios arquitectónicos), sino también la intensidad de las fuerzas (los afectos, las pasiones,
las pulsiones) que las ponen en movimiento; y, por otra, su propia locura y el contacto que ella supuso con el
psicoanálisis: “¿cómo una antropología de las imágenes ha debido tener en cuenta un trabajo de la memoria inconsciente?
¿Cómo ha tenido que exigir, en un momento dado, algo así como una metapsicología? ¿Cómo ha llegado a utilizar un
modelo teórico particular, paradójico –el síntoma en sentido freudiano–, que hacía de la Kulturwissenschaft en general y
de la historia del arte en particular una verdadera psicopatología de los objetos de la cultura?” (251; énfasis del autor).
En este sentido, según insiste en señalar Didi-Huberman:

La “psicología histórica de la expresión” soñada por Warburg –como fundamento teórico de su antropología de
las imágenes– fue considerada, pues, antes que nada, como una psicopatología. La historia warburgiana de las
imágenes trata de analizar el placer de las invenciones formales en el Renacimiento, pero también la
“culpabilidad” de retenciones memorativas que pueden manifestarse en ellas; evoca los movimientos de creación
artística, pero también las compulsiones de “autodestrucción” presentes en la exuberancia misma de las formas;
subraya la coherencia de los sistemas estéticos, pero también lo “irracional” de las creencias que en ocasiones
les sirven de fundamento; investiga la unidad de las épocas estilísticas, pero también los “conflictos” y las
“formaciones de compromiso” que pueden atravesarlas y disociarlas; considera la belleza y el encanto de las
obras maestras, pero también la “angustia” y las “fobias” de las que ofrecen, decía Warburg, una “sublimación”.
Todo este vocabulario –sorprendente en la pluma de un historiador del humanismo– demanda, desde luego, ser
interrogado en su arqueología teórica. Nos indica ya que, si el símbolo estuvo en el centro de las preocupaciones
teóricas de Warburg, no fue en calidad de una síntesis abstracta de la razón y lo irracional, de la forma y de
la materia, etc., sino como el síntoma concreto de una separación incesantemente presente en la “tragedia de la
cultura” (257; énfasis del autor).

Y en este sentido, como nos enseña también el psicoanálisis de Freud, “[s]e podría decir que la historia del arte
warburgiana, tanto en sus modelos de tiempo –el Nachleben– como en sus modelos de sentido –la Pathosformel–, aspira
a aprehender sus objetos predilectos a partir de sus efectos críticos” (258; énfasis del autor). Y decir, además, que “[e]n
el baile de estas ‘crisis decisivas’, Warburg terminará por ver a toda la cultura occidental agitada por una oscilación
sintomática [entre el éxtasis maníaco y la caída depresiva, como llegara a afirmar el autor en sus notas autobiográficas]
que él mismo había sufrido en sus propias carnes” (258):

Hay, por tanto, subyacente a los efectos críticos, un orden de las causas que Warburg, en 1929, termina por
aprehender en el vocabulario psicopatológico de la esquizofrenia (notación deleuziana avant la lettre, según
parece) o de la psicosis maníaco-depresiva (notación ligada de hecho al trabajo terapéutico llevado a cabo con
Ludwig Binswanger). Ya en 1889 Warburg había designado este orden de causas hablando de “movimientos
inmotivados” (ohne Motivierung) no naturales “ligados al deseo” (in Zuammenhang mit dem Wunsch)…
Cuarenta años más tarde –es decir, poco antes de su muerte– el “psico-historiador” tenía a su disposición el
concepto freudiano de inconsciente. Pero, como si temiese que la noción sustantiva ( das Unbewusste) le alejara
de la dinámica que pretendía caracterizar, prefirió, una vez más, llevar su búsqueda a los amasijos de serpientes
en movimiento: prefirió hablar de una “dialéctica del monstruo” (Dialektik des Monstrums).
¿El orden de las causas? Se trata del eterno conflicto con una temible, soberana e innombrable cosa. Temas
omnipresentes en los últimos años de Warburg: el “combate con el monstruo” (Kampf mit dem Monstrum) en
nosotros mismos; el “drama psíquico” (Seelendrama) de la cultura entera; el nudo “complejo y dialéctico”
(Complex und Dialektik) del sujeto con ese misterioso Monstrum definido en 1927 como una “forma causal
originaria” (Urkausaliltätsform). Tal fue, a ojos de Warburg, la fundamental e “inquietante dualidad”
(umheimliche Doppelheit) de todos los hechos de cultura: la lógica que hacen surgir deja también que se
desborde el caos que combaten; la belleza que inventan deja al mismo tiempo que asome el horror que
rechazan; la libertad que promueven deja vivas las coerciones pulsionales que tratan de quebrar. Warburg
gustaba de repetir el aforismo Per monstra ad astra (del que la célebre expresión freudiana Es war, soll Ich
werden parece ofrecer una variante) (259; énfasis del autor).

Warburg con Freud (II)


Más allá del desnudo femenino: una lectura de la desnudez en Botticelli, entre Warburg y Freud

La historia de la ambigua relación entre los hombres y las ninfas es la historia de la difícil relación entre el hombre y sus imágenes
(Giorgio Agamben. Ninfas)

Las imágenes son el resto, la huella de todo lo que los hombres que nos han precedido han esperado y deseado, temido y rechazado. Y puesto
que es en la imaginación donde algo como la historia se ha hecho posible, es también en la imaginación donde ésta debe decidirse de nuevo una
y otra vez
(Giorgio Agamben. Ninfas)

En su libro Venus rajada (2005 [1999]), desde una perspectiva en la que parecen entrecruzarse y esclarecerse las agudas
anotaciones de Aby Warburg acerca del “complejo amasijo de serpientes en movimiento” –y/o de lo que ello podría
significar respecto de un cierto inconsciente cultural– que hace de la imagen simultáneamente y de manera indisociable
una formalización sublime de lo humano en la cultura y un síntoma de lo monstruoso que respira más allá de su
espectralidad inquietada, y las lecturas en torno a las formaciones del inconsciente de Sigmund Freud y su relación nunca
del todo transparente con lo que dictan de sí el “buen juicio” y la conciencia, Georges Didi-Huberman se aproxima al
desnudo de la Venus de Botticelli (hacia 1484-1486) y de otras figuras femeninas pintadas por este artista italiano en el
marco del primer Renacimiento –que es el Renacimiento conflictivo y complejo del paganismo en Occidente, como no se
cansaría de demostrar Warburg en sus análisis interdisciplinarios acerca de la figuración en la temprana modernidad, y su
recuperación alusiva y elusiva al tiempo de temas y modelos mitológicos supervivientes de la Antigüedad clásica. Entre
Warburg y Freud, pues, y en contra “de toda historia del arte positivista, esquemática o idealista”, como por otra parte
enseñara este “raro” historiador de las imágenes judío-alemán atravesado por el pathos, el propósito en torno al cual
Didi-Huberman organiza su exposición es el de “restituir” a la imagen del cuerpo desnudo de la diosa naciente y de otras
representaciones botticellianas de lo femenino su desnudez; es decir, ese sentido cargado de energía libidinal, en tanto
“tacto enmascarado” de Eros y de Tanatos (texto de placer y texto de Goce, al tiempo, para decirlo en términos del
semiólogo salvaje, Roland Barthes), que la mirada “denegadora” de la historiografía decimonónica, en su opinión, no cesa
de desconocer:

¿Volver a pensar la desnudez más allá de los ropajes simbólicos con que se adorna el desnudo en su
representación? En primer lugar, habría que acceder a una fenomenología de ese tacto enmascarado que Freud
describe muy bien como el reverso bífido –tacto de Eros y tacto de Tanatos– de todas las idealizaciones, todas
las autodefensas psíquicas contra la acometida en nuestro interior de los llamados procesos “primarios”.
Tendríamos entonces que rastrear y descubrir en la propia Venus ese eje camuflado, inquietante, en el que el
tacto de Tanatos se funde con el de Eros: frontera insensible, desgarradora, no obstante, en la que conmoverse
–emocionarse por la belleza púdica de Venus, es decir sentirse atraído, y casi acariciado por su imagen– se
transforma en estar afectado (es decir, en haber sido herido, en haber sido invadido por el negativo
correspondiente a esta misma imagen). Aquí desnudez rima con deseo, pero también con crueldad. Georges
Bataille no está muy lejos, desde luego. ¿Pero y Botticelli? ¿No se corre el peligro de reinventar a Venus al ir en
pos de semejante “trabajo negativo” o de tales “semejanzas crueles”?
Hay que salir al paso de esta objeción, o de esta sospecha de anacronismo (luminosos humanistas contemplados
por modernos excesivamente sombríos), señalando que la operación idealizadora que lleva a cabo Kenneth Clark
con respecto al desnudo, este aislamiento de algunos aspectos en detrimento de todos los demás, esta amnesia
de las relaciones, traiciona por completo, y por así decirlo, academiza –en un sentido muy anacrónico, el del
siglo XIX– la complejidad, la fecundidad mismas del Renacimiento humanista. El historiador aísla o depura
cuando busca a cualquier precio la unidad de los fenómenos que estudia, la eucronía de las temporalidades cuyo
relato ordena. Mas, el objetivo de una historia del arte no es en absoluto la unidad del periodo descrito, sino, y
por el contrario, su dinámica, lo que presupone movimientos en todos los sentidos, tensiones, rizomas de
determinismos, anacronismos probados, contradicciones no resueltas. No es pues a un historiador positivista o
idealista, sino a un lector de Nietzsche –versado en los conflictos y enredos de Apolo con Dionisios– a quien
hay que dirigirse para entender algo más de las desnudeces botticellianas. Y ocurre que ese lector de Nietzsche,
Aby Warburg, fue el fundador de la propia materia disciplinaria iconológica y que inició su revolucionaria obra
dentro de la historia del arte con una tesis sobre El Nacimiento de Venus y La Primavera de Botticelli (2005
[1999]: 37-38; énfasis del autor).

A partir de su propia interpretación, entonces, una interpretación abiertamente freudiana del mecanismo represivo
que opera tras la idealidad del “desnudo” privilegiada por Kenneth Clark, como representante fundamental de una
perspectiva conservadora de las “bellas artes”, que sostiene su lectura sobre una doble operación de aislamiento e
investidura simbólica del cuerpo punzante de la mujer que se impone como centro de la representación en el lienzo 3 ,

3
Cita, Didi-Huberman, al respecto, un fragmento significativo del ensayo fundamental de Freud “Inhibición, síntoma y angustia” (1925): “Al
procurar evitar las asociaciones y conexiones del pensamiento, el yo de estos enfermos no hace sino seguir uno de los más antiguos y
fundamentales mandamientos de la neurosis obsesiva: el tabú del contacto. A la interrogación de por qué la evitación del tocar, del contacto y del
contagio desempeña en la neurosis un papel tan importante, apareciendo como un contenido de complicadísimos sistemas, hallamos la respuesta de
que el tocar y el contacto físico constituye el fin más próximo de la carga del objeto, tanto agresiva como amorosa. El Eros quiere el contacto,
pues tiende a la unión, a la supresión de los límites espaciales entre el yo y el objeto amado. Pero también la destructividad que antes de la
invención de las armas, que permiten combatir a distancia, sólo podía tener efecto en el cuerpo a cuerpo, supone el contacto físico, la
Didi-Huberman distingue en el texto inaugural de Warburg, “El Nacimiento de Venus y la Primavera de Sandro Botticelli.
Una investigación sobre las representaciones de la Antigüedad en el primer Renacimiento italiano” (2005 [1932]), escrito
en 1893, la peculiaridad de un “enfoque” que, cifrado en la idea de “empatía” entre el artista y las maneras que hacen
a la singularidad de su “estilo”, consigue “encaminarse hacia el ‘tacto camuflado’ de las imágenes”, sin negar por ello el
carácter indirecto de su expresión. Por el contrario, a los ojos de Warburg, y a través de una maniaca deriva asociativa
como esas que hicieran a la singularidad de su estilo, en la que se cruzan elementos históricos y subjetivos, referencias
culturales diversas de la filosofía, la literatura y el arte y apuntes de un archivo más bien íntimo, tendente a demostrar
la tensión expresa en el pintor “entre la implicación personal y la distancia”, según Didi-Huberman, es de manera
sintomática como éste se asoma en la representación. Esto es: apenas sugerido por la cabellera ondulante al viento que
interrumpe la aparente impasibilidad del cuerpo de Venus en el cuadro alegórico sobre su nacimiento; y/o, también, por
el movimiento profuso del drapeado que viste apenas el cuerpo contorsionado de la Ninfa protagónica de La Primavera4.
“La primera cuestión que se planteaba Warburg ante los cuadros de Botticelli es de un orden casi táctil: es una
cuestión de empatía”, afirma Didi-Huberman al respecto; y continúa:

No obstante, en el mismo pasaje –las más o menos quince líneas de su prólogo– Warburg consideraba dicha
fuerza bajo el criterio de un corte y una contradicción […]
¿En qué consiste la tensión? Warburg había advertido muy pronto en Botticelli un “dualismo entre la implicación
personal y la distancia”. Visualmente, esto significa que las obras del pintor se hallan atravesadas por una
contradicción tan extraña como admirable: los sujetos –los cuerpos, los rostros, las miradas– permanecen
impasibles interiormente, al tiempo que toda la pasión correspondiente a las escenas representadas se desplaza
hacia fuera, la mayoría de las veces muy cerca, a la orilla de los cuerpos. De forma que, para representar el
pathos –ese elemento psíquico, pático, ciertamente empático–, Botticelli se da por satisfecho con un simple
“movimiento externo”, como afirma Warburg: se limita a un simple viento agitando los cabellos (los de la Venus,
por ejemplo) o los atavíos (los de las tres Gracias en La Primavera, por ejemplo) de los personajes pintados.

aprehensión manual. ‘Tocar’ a una mujer ha llegado a ser un eufemismo de usarla como objeto sexual. No ‘tocarse’ los genitales es frase usada
para prohibir la satisfacción autoerótica. Y como la neurosis obsesiva persigue al principio el contacto erótico, y luego, después de la regresión, el
contacto disfrazado de agresión, nada hay que pueda serle prohibido más rigurosamente ni tampoco más apropiado para constituirse en nódulo de
un sistema prohibitivo. Ahora bien: el aislamiento es la supresión de la posibilidad de contacto, el medio de sustraer algo a todo contacto. Y
cuando el neurótico aísla una impresión o una actividad por medio de una pausa, da a entender simbólicamente que no quiere que los
pensamientos relativos a esta impresión o actividad entren en contacto asociativo con otros pensamientos” (1996: 2854; énfasis del autor).
4
En la nota preliminar de este texto de Warburg, “El Nacimiento de Venus y la Primavera de Sandro Botticelli. Una investigación sobre las
representaciones de la Antigüedad en el primer Renacimiento italiano” (1893), el autor establece su punto de partida en una observación acerca
de la “empatía estética” que funda la relación entre el artista y sus creaciones, a la cual atribuye hondas implicaciones psicológicas: “En el
presente trabajo me propongo comparar los conocidos cuadros mitológicos de Sandro Botticelli, el Nacimiento de Venus y la Primavera, con las
representaciones equivalentes de la literatura poética y teórico-artística contemporánea con el objeto de clarificar cuáles fueron los aspectos de la
Antigüedad que interesaron al artista del Quattrocento.// En este contexto es posible seguir paso a paso cómo los artistas y sus mentores veían en
‘la Antigüedad’ el modelo de un movimiento externo intensificado y cómo se apoyaban en los modelos antiguos siempre que se trataba de
representar motivos accesorios en movimiento –tanto en el ropaje como en los cabellos.// Al mismo tiempo, esta constatación tendrá consecuencias
en el ámbito de la estética psicológica, ya que allí, en el entorno de los artistas y de sus creaciones, se hace posible estudiar el sentido que el
proceso de la ‘empatía’ estética desempeña en la conformación de los estilos” (2005: 73).
Warburg sentaba ahí las premisas de una argumentación dialéctica sobre la animación de la imagen, de donde
iba a surgir un concepto decisivo, hoy en día algo olvidado, el de la “fórmula de lo patético” ( Pathosformel)
(39-40; énfasis del autor).

Más adelante en su análisis, el autor se detiene en una segunda observación de Warburg referida a la
“‘atmósfera psíquica’ de los cuadros de Botticelli” con la cual, en su opinión, ese “oscuro moderno” lector de Nietzsche
“se arriesgaba, siete años antes de la Traumdeutung freudiana, a establecer el paradigma del sueño como eje
interpretativo completo” (40) 5 . Desde esta perspectiva, el apunte warburgiano acerca de la imagen como desprendida de
un estado de “despertar” a la conciencia, u organizada como si las figuras representadas acabaran de emerger de un
sueño del cual conservarían alguna memoria, le permite avanzar en su propósito de restituir la desnudez –impura,
conflictiva, tocada por la pulsión– a los cuerpos femeninos pintados por Botticelli, más allá de la idea “defensiva” del
desnudo –puro, estático, higienizado– impuesto por la tradición, al tiempo que adelanta una significativa explicación de
la imagen síntoma para Warburg, sobre la cual volverá algunos años después, como hemos visto, en La imagen
superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby Warburg:

Uno no puede sino asombrarse ante el carácter dialéctico de esta observación: Warburg no propone en ella el
sueño como un contenido interpretativo, sino como una “llamada a la interpretación”, lo que es muy diferente.
No se trata en ningún momento de presuponer en Botticelli una “pintura de los sueños”, un onirismo cualquiera.
Pero Warburg nos sugiere que lo relativo a la representación y a la tarea de objetivización del mundo visible
–cuerpos humanos, espacios construidos, verosimilitudes narrativas– se halla sometido, en Botticelli, al contra-
motivo, al síntoma recurrente, anadyomeno, de una figurabilidad: una tarea psíquica en la que se desarrolla toda
la subjetivización de mundos fantasmáticos. Decir aquí que la representación se halla sometida al síntoma es
constatar que su estabilidad aspectual –su vocación de suscitar un cierto reconocimiento de las formas, una
cierta referencialidad– se halla sometida a algo que se presenta a la vez como surgimiento, aparición de un
rasgo inesperado, impensable, en la trama de lo representado, y como disimulo, desaparición del mundo donde
ese mismo rasgo sería pensable. Las “fórmulas de lo patético” según Warburg decididamente no son del ámbito
de una simple teoría de la expresión, sino del de una teoría del síntoma.
[…]
Así se conformarían las imágenes, y las de Botticelli en un grado especial: entre un despertar a las “causas
externas” y una remanente obsesión de los sueños, los deseos inconscientes, las “causas internas”. Ésta sería la
dialéctica de las imágenes: lo que describen se halla partido por un síntoma; y lo que les obsesiona se halla,
simétricamente, cruzado por un olvido. A ojos de Warburg, como a los de Freud o a los de Benjamin, las
imágenes fueron pues, antes que nada, tensiones en marcha, situaciones impuras. Mas la impureza es el signo
mismo de una complejidad dinámica, de un proceso en marcha, algo que aún no ha encontrado el
apaciguamiento de los resultados acabados. La impureza expresa el movimiento y la sobredeterminación: las
“fórmulas de lo patético” warburgianas ganarían mucho si se analizasen, no mediante “actitudes pasionales”
5
En el fragmento referido por Didi-Huberman, Warburg expresa: “Si bien Botticelli tiene en común con la mayoría de sus contemporáneos la
observación atenta de los detalles, al reproducir figuras humanas su predilección por los estados de ánimo serenos le conduce a dotar a las
cabezas de esa belleza estática y ensoñadora que, aún hoy, es admirada como el distintivo peculiar de sus creaciones. De algunas de las mujeres y
los jóvenes de Botticelli podría decirse que acaban de pasar del sueño a la conciencia del mundo exterior pero que, a pesar de encontrarse en el
mundo, las imágenes oníricas resuenan todavía en su mente.// Resulta claro que el temperamento artístico de Botticelli, con su preferencia por la
belleza serena, requería de un impulso externo para elegir como temas escenas de agitación apasionada. Botticelli estaba más dispuesto a la
ilustración de ideas ajenas cuando que en ello le ayudaba brillantemente la otra cara de su personalidad, su capacidad para la descripción
minuciosa. Pero no sólo por esto encontraron las invenciones de Poliziano un oído atento y una mano solícita en Botticelli; el movimiento externo
de aquellos elementos ornamentales sin voluntad propia, de los ropajes y el cabello, con que Poliziano caracterizaba las obras de arte de la
Antigüedad, constituía un distintivo externo fácil de manejar, disponible siempre que se tratara de intensificar la sugestión de vida. A Botticelli le
gustaba utilizar la ligereza de este repertorio figurativo para mostrar seres humanos enardecidos, o simplemente agitados interiormente” (Warburg,
2005 [1893]: 112).
estilo Charcot, sino a la luz del “trabajo” que Feud analizó en el sueño y en el síntoma: condensación y
desplazamiento, disimulo y plasticidad, insensibilidad frente a la contradicción, disociación del afecto y de la
representación, etc.
¿Se puede hablar de todo esto referido a la “simple indumentaria” de la Venus botticelliana? ¿No resultará acaso
contradictorio indagar semejante trabajo psíquico en este desnudo femenino, justo después de haber desechado
todos sus ropajes de idealidad? A esta pregunta hay que responder con dos argumentos. Por un lado, la
desnudez –objeto de nuestro estudio– no significa simplicidad, y no puede en ningún caso limitarse a la
evidencia esquemática de lo que denominamos, a efectos de género artístico, un “desnudo”. La desnudez es
materia de trabajo, porque giran en su interior la representación del cuerpo y ese “tacto camuflado” del que
hablaba Freud, tacto de Eros y tacto de Tanatos reunidos en la misma operación. Por otra parte, si pretendo
desechar los “ropajes de idealidad” es únicamente porque reducen la desnudez al desnudo y el trabajo
fantasmático a un aislamiento de la mente, a una falsa pureza (41-43; énfasis del autor).

Entre el surgimiento y el disimulo, la referencia de Warburg a la Afrodita anadyomena presente en las Stanze
de Poliziano que, escritas hacia finales del 1400, habían despertado la empatía de Botticelli y nutrido de modelos arcaicos
los aspectos figurativos contemplados por su pintura, vincula a la Venus del artista tanto con el horror como con el pudor
–el pudor al cual la imagen alude en el gesto de cubrir su desnudez con los brazos, y el horror de una violencia
originaria eludida en la representación. Y ello porque, como bien señala Didi-Huberman, siguiendo de cerca a Warburg, en
las Stanze, que Botticelli conocía bien, la emergencia de la diosa responde a la historia mitológica que cuenta la
castración de Urano por Saturno y la caída de su órgano genital amputado en las aguas tormentosas del mar Egeo. De
este elemento, así como de la presencia del tema del rapto erótico tanto en La Primavera como en otros cuadros de
Botticelli, se sirve Didi-Huberman para explicar la dimensión dialéctica de la imagen que Warburg señalaba en su manera
de insistir sobre el movimiento de los drapeados de Ninfa y de los cabellos de Venus (que en algún momento recuerdan,
por cierto, el “complejo amasijo de serpientes en movimiento” que corona la cabeza temible de la Gorgona)6:

En otro poema –escrito en latín– consagrado a Afrodita anadyomena, Poliziano rimaba el horror de la
castración del Cielo con el pudor de la diosa naciente. Lo que, con sólo dos palabras, es decir mucho acerca del
aspecto dialéctico de la imagen; la desnudez de Venus emergens se le antojaba al poeta humanista tan ligada al
horror como al pudor. Toda la sensualidad, toda la dicha y la delicadeza afrodisíacas del cuerpo desnudo se
inscribían de golpe sobre un trasfondo de horror, de muerte y de castración. Al considerar El Nacimiento de
Venus –y la flagrante ausencia de todos esos elementos negativos–, se comprende entonces que Warburg haya
podido sugerir la idea de un desplazamiento de lo patético en lo que denomina el “elemento secundario”
(Beiwerk), es decir, el viento agitando cabelleras y drapeados femeninos.

6
“Con esto damos por terminadas nuestras disquisiciones a propósito del Nacimiento de Venus de Botticelli. En una serie de obras de arte
emparentadas por el objeto que tratan –el cuadro de Botticelli, el poema de Poliziano, la novela arqueológica de Fancesco Colonna, el dibujo
procedente del círculo de Botticelli y las descripciones de obras de arte de Filarete– se pone de manifiesto la inclinación, nacida del conocimiento
que entonces se tenía del mundo antiguo, a recurrir a las obras de arte de la Antigüedad siempre que se trataba de encarnar la vida en su
movimiento externo” (Warburg, 2005 [1893]: 87).
Como de costumbre, las observaciones de Warburg van mucho más lejos de lo que a primera vista dan a
entender: esbozan un modelo interpretativo del propio trabajo figural. Trabajo de disimulo, puesto que Botticelli
parece no conservar en su cuadro sino el pudor, parece ocultar todo el horror del relato originario cuyo sistema
íntegro de polaridades míticas conocía, empero, vía Poliziano. Trabajo de desplazamiento, puesto que únicamente
los “elementos secundarios” recogen el pathos de la escena (48-49; énfasis del autor).

Warburg con Freud (III)


Del síntoma al Sinthome: Aby Warburg y El ritual de la serpiente (1923)

La relación con la serpiente de aquellos que buscan la redención oscila entre la devoción cultual, la cruda aproximación sensorial y la sublimación.
Como demuestran los cultos de los indios Pueblo, esta relación fue, y sigue siendo hasta el día de hoy, una evidencia del proceso de transición
entre la apropiación mágica e instintiva y el distanciamiento espiritual que convierte al reptil venenoso en el símbolo de las potencias demoníacas
de la naturaleza, que el ser humano tiene que superar dentro y fuera de su alma
(Aby Warburg. El ritual de la serpiente)

A veces me parece que, como psicohistoriador, he intentado diagnosticar la esquizofrenia de la cultura occidental, a partir de sus imágenes, en un
reflejo autobiográfico. La ninfa extática (maníaca), por un lado, y el dios fluvial en duelo (depresivo), por otro.
(Aby Warburg. Citado por Gombrich en Aby Warburg. Una biografía intelectual)
Respecto del vínculo entre Warburg y el psicoanálisis, de nuevo –un vínculo que, como hemos visto, según Didi-Huberman,
pasa por la atención prestada por Warburg a las sobredeterminaciones que hacen a la dimensión sintomática de la
imagen en la historia cultural de Occidente (y/o a la manifestación sensible en la imagen de una tensión nunca del todo
resuelta entre los afectos, pasiones y pulsiones que inscriben en ella el movimiento); y, a raíz del anudamiento singular
entre ese interés teórico-metodológico y su propia experiencia de la psicosis, por la emergencia de un punto de vista
warburgiano de lo picopatológico en la cultura… Traigo a colación la conferencia presentada por el autor como
“testimonio” de “sanación psíquica” y “reanudamiento intelectual” al cabo de su estadía en la clínica de Bellevue, en
Kreuzlingen (Suiza), bajo los cuidados de su médico e interlocutor, el Dr. Ludwig Binswanger, psicoanalista heterodoxo y
amigo cercano de Freud, durante los tormentosos años de desvarío y padecimiento que atravesaron su biografía, y poco
antes de la puesta en acto de ese trabajo titánico –y maniaco, en gran medida– sobre el archivo de las imágenes y la
memoria convocante capaz de reunirlas en el espacio anacrónico de la supervivencia, que fue su Atlas Mnemosyne.
Como afirma Warburg lapidario en una carta final dirigida al Dr. Saxl, colaborador incansable de sus
investigaciones, la conferencia, “Imágenes de la región de los indios Pueblo de América del Norte”, dictada el 21 de abril
de 1923 ante los médicos y pacientes de Bellevue, y publicada por primera vez en 1988 como El ritual de la serpiente,
emergía de las tensiones y contorsiones de lo pathos-lógico en Warburg como una “criatura monstruosa” (2004 [1988]:
68): la “horrible convulsión de una rana decapitada” (67). Y, en este sentido, más allá del “complejo amasijo de
serpientes en movimiento” al cual dedica ese trabajo de elaboración a medias etnográfico, a medias iconológico a medias
autobiográfico, por la vía de una suerte de ascensión de lo monstruoso de sí, en ella parece cristalizar algo de lo que
Jacques Lacan definió a partir de la escritura de Joyce como el paso del síntoma al Sinthome; es decir, de una expresión
de lo pathos-lógico en la experiencia enajenada del ser a una ética del Goce irreductible al Sujeto allí re-anudado –ese
Sujeto que, podríamos pensar, encontrará en la verdad de su síntoma (lo monstruoso de sí) las últimas claves para una
concepción de la historia de la cultura, en general, y de la historia del arte, en particular, como la que había buscado
desde sus primeras investigaciones, cifrada en la imagen y su relación con el inconsciente.
En su conferencia “Joyce, el síntoma I”, dictada el 16 de junio de 1975 como apertura del 5to Simposium
International James Joyce y publicada en la revista psicoanalítica L’âne (1982, n° 6), Jacques Lacan introduce su idea de
un desplazamiento del “síntoma” al “Sinthome” en la escritura de Joyce, que luego retomará en su Seminario XXIII del
75-76. Ante el vacío de una metáfora paterna fallida, el síntoma en Joyce (su problema con el nombre arruinado del
Padre) se manifiesta como el punto de almohadillado sustituto donde vuelven a anudarse lo simbólico y lo imaginario con
lo real del cuerpo en un puro Goce inherente a la singularidad de una escritura sudada/signada para la posteridad. En el
caso de Joyce, de esa metáfora surge una literatura donde la letra (letter) no cesa de demostrar su cualidad de desecho
(litter); y eso es lo que Joyce entrega de sí a la publicación: los restos de su inconsciente desparramado en la página. No
hay, por tanto, en el trabajo que supone su escritura algo así como una “deposición” o “superación” del síntoma; sino,
más bien, una investidura distinta del síntoma como causa fundamental –Sinthome– de “lalengua” que se escribe (es
decir, que se traza) en su nombre (http://www.bibliopsi.org/docs/lacan/Lacan-Joyce-el-Sintoma-1975.pdf)...
En este orden de ideas, del síntoma al Sinthome –esto es: del pathos al ethos que marca el tránsito de una
persona atravesada por la pulsión a un Sujeto responsable de las profundidades convulsas de su inconsciente–, Didi-
Huberman se refiere al trabajo realizado por Aby Warburg en El ritual de la serpiente de la siguiente manera:

¿En qué sentido puede decirse, pues, que la conferencia de 1923 es una obra decisiva e incluso fundacional? Por
extraño que pueda parecer, yo diría que su lección resulta ser de orden epistemológico, y hasta metodológico.
En ella Warburg hace de una “regresión” una “invención”: retorna a los deslumbramientos de su periplo en
territorio hopi para darse –a través de la locura– las condiciones de una renovación y una profundización de
toda su investigación. En efecto, será a su retorno de Kreuzlinger cuando emprenda, a pesar de las dificultades
de su estado, trabajos cuya fecundidad asombra: Mnemosyne, por supuesto, pero también los escritos teóricos, los
seminarios sobre el método, las incursiones en la historia contemporánea, las exposiciones…
Así, pues, en Bellevue Warburg conseguirá esta verdadera proeza: hacer de su propia contorsión (en un problema
que no nos concierne) una construcción (de la que hoy día todo historiador debería saber beneficiarse). Procede,
gracias a Binswanger, a un extraordinario trabajo de anamnesis, remontando el camino de la prueba a la
experiencia y de ésta al conocimiento. Conocimiento de un estilo nuevo (y de ahí nuestra famosa “ciencia sin
nombre”) puesto que extraía de su propia puesta en peligro los fundamentos de su eficacia. Conocimiento
(Erkenntnis) capaz de transformar la “confesión” (Bekenntnis) de un “esquizoide” en teoría cultural de los
esquizos simbólicos, capaz, en suma, de transformar un pathos (o un síntoma) en teoría cultural del pathos (o
del síntoma). No puedo dejar de imaginarme la fascinación que hubiera sentido Gilles Deleuze por un
movimiento semejante –no menos que la de Michel Foucault, que, sin duda, hubiera observado cómo la historia
de una locura puede dar lugar a la arqueología de un saber– (332-334; énfasis del autor).

En efecto, es en el marco del sanatorio de Belleveu y a través de un texto escrito como “reanudamiento de sí”,
donde Warburg elige desplegar su rememoración de un interés etnográfico pasado por los indios hopi y sus rituales
mágicos de invocación a la lluvia: la danza de hombres con máscaras y la danza con serpientes vivas, que sobreviven en
el trazo infantil del dibujo escolar, más allá del trabajo de incorporación de los indios a la modernidad occidental en el
cual se empeñan maestros y evangelizadores. Ese mismo Warburg, autor de una “ciencia sin nombre”, que allí se
demuestra capaz de articular (“en el límite de un riesgo psíquico esencial”) su interés antropológico por las causas
profundas que pulsan en la imaginación humana (en las fantasías a través de las cuales se manifiestan y en los fantasmas
que las organizan), con un agudo y extenso conocimiento de las imágenes que constituyen su expresión sensible en la
cultura. Un Warburg que no sólo se ocupa en describir la función de la “máscara” como símbolo fundamental del ritual,
y en comprender el “elemento trágico” al cual ella remite, sino que también la asume empáticamente en sí, según queda
registrado tanto en el texto como en la significativa imagen fotográfica del autor “enmascarado” que reposa enigmática y
documental entre sus páginas:

Tal coexistencia de la civilización lógica con una causalidad mágico-fantástica, revela el singular estado de
hibridación y transición en el que se encuentran los Pueblo. Ellos no son hombres del todo primitivos, que
dependen sólo de sus sentidos, y para los cuales no existe una actividad referida al futuro; pero tampoco son
como el europeo, que confía su porvenir a la tecnología y a las leyes mecánicas u orgánicas. Los Pueblo viven
entre el mundo de la lógica y el de la magia, y su instrumento de orientación es el símbolo. Entre el hombre
salvaje y el hombre que piensa, está el hombre de las interconexiones simbólicas. Para comprender este nivel de
razonamiento simbólico, las danzas de los Pueblo pueden ofrecernos algunos ejemplos.
La primera vez que contemplé la danza de los antílopes en San Ildefonso, al principio me pareció ver algo muy
inocente y casi cómico. Pero para el folclorista que tiene como objetivo descubrir las raíces biológicas de las
expresiones culturales humanas, no hay reacción más peligrosa que la de reírse al ver costumbres aparentemente
graciosas. Reír del elemento cómico del folclor es un grave error, porque en ese preciso instante se pierde la
comprensión del elemento trágico (Warburg, 2004 [1988]: 27)

Un paso más al respecto, por otra parte, y en ese mismo escenario, Warburg se detiene en el ritual indígena
de la serpiente, que supone la danza con cascabeles vivas entre los indios de la comunidad a la cual se aproximaba desde
un interés que ya entonces trascendía –es evidente, dado el contexto que elige para su rememoración– lo meramente
intelectual; es decir, con un interés que también era subjetivo y vital. Las serpientes puestas en movimiento allí por la
danza viva de los indios son la imagen que dispara el ímpetu de sus asociaciones hacia una comprensión de la
polivalencia del animal como “símbolo intercultural para responder a la pregunta: ¿cuál es el origen de la descomposición
elemental, de la muerte y del sufrimiento en el mundo?” que, en su opinión, subyace no sólo al ritual, sino a lo humano
en la cultura. Porque, como demuestra una historia occidental de la representación del tan terrible como fascinante reptil,
“ahí donde el impotente sufrimiento humano comienza a buscar la salvación, la serpiente como imagen y como explicación
de la causalidad no puede estar muy alejada” (2004 [1968]: 62).
Entonces, en un sorprendente giro de la observación etnográfica empática al tejido iconológico de una erudición
manifiesta, que es también el giro del relato del viaje rememorado a la asociación referencial de un saber acerca de la
supervivencia de las imágenes de la Antigüedad clásica en la historia occidental de la cultura que se reanuda en este
texto, el símbolo de la serpiente aparece ante sus ojos como una privilegiada pathosformeln. Una “fórmula del pathos”
que, al tiempo que refiere a las energías terribles del horror, encarna asimismo la posibilidad de sanación del hombre
atormentado por sus más profundas dolencias subjetivas. “Per monstra ad astra”, dos imágenes le sirven a Warburg, entre
otras que extrae de su extenso conocimiento del arte y de la cultura en Occidente, para señalar esta compleja duplicidad
de la serpiente. Por una parte, el grupo escultórico de Laocoonte, donde el temible animal es agente del sufrimiento del
hombre que lo combate; y, por otra, la representación de Asclepio, antiguo dios de la salud, donde el reptil fascinante se
enrosca en el bastón que acompaña a la figura como símbolo de sanación:

Para el hombre profano es natural considerar estas manifestaciones de la religiosidad como una peculiaridad de
la barbarie primitiva, totalmente ajena a la cultura europea. Sin embargo, resulta que en Grecia, justo en el país
donde se originó la civilización europea, hace dos mil años se practicaban rituales igual de extravagantes, como
los que hoy podemos observar entre los indios.
Por ejemplo, en el culto orgiástico a Dioniso, las Ménades también bailaban con serpientes vivas, llevándolas en
una mano y sobre la cabeza a modo de diadema, mientras que con la otra mano sostenían al animal que debía
ser desgarrado durante la ascética danza sacrificial en honor del dios. A diferencia del ritual Moki, el delirio del
sacrificio sangriento era el punto culminante y la razón fundamental de la danza religiosa.
La abolición del sacrificio sanguinario, como principal concepto de purificación, marca el paso de la evolución
cultural de Oriente a Occidente. La serpiente participa siempre en este proceso de sublimación religiosa: su
relación con el hombre puede servir como medida para determinar el grado de transformación que ocupa la
religión entre el fetichismo y la creencia en la redención divina. En el Antiguo Testamento, la serpiente
representa, al igual que la antigua Tiamat en Babilonia, el espíritu del mal y de la tentación. En Grecia también
se la conoce como despiadada devoradora de las profundidades: la Erinia está envuelta por serpientes
ondulantes, y los dioses, cuando dictaminan un castigo mortal, envían como verdugo a la serpiente. Este
concepto de la serpiente como poder destructivo infernal también está representado en el mito y en el conjunto
de esculturas de Laocoonte, que expresa un simbolismo aún más trágico y poderoso. En esta famosa escultura de
la antigüedad, la venganza de los dioses es ejecutada por una serpiente que sofoca al sacerdote junto con sus
hijos, convirtiéndose de esta manera en la personificación por antonomasia del sufrimiento humano. El adivino
que intentó proteger a su pueblo de la malicia de los griegos, sufre la venganza de unos dioses parciales. De
esta manera, la muerte del padre y de sus hijos surge como símbolo de la Pasión de la antigüedad: la venganza
de los dioses ejecutada por el demonio vengativo, sin justicia y sin esperanza de redención. He aquí un cuadro
ejemplar del pesimismo trágico de la antigüedad (49-51).

La visión de la serpiente como demonio en la cosmovisión pesimista de la antigüedad, tiene su contraparte en el


dios-serpiente, en el que podemos reconocer la humana y transfigurada belleza de la época clásica. Asclepio,
antiguo dios de la salud, tiene como símbolo una serpiente que enrolla su bastón. Este dios muestra los rasgos
característicos que califican al salvador del mundo en el arte plástico de la antigüedad.
Y este sublime y acuánime dios de las almas difuntas tiene sus raíces en el mundo subterráneo, en el que vive
la serpiente. Su adoración primaria la recibe representado como serpiente. Es él mismo el que se enrosca en el
bastón: es el alma extinta de los difuntos que prevalece y reaparece en forma de serpiente. Esto revela que la
serpiente no es solamente, como afirmarían los indios descritos por Cushing, el mordisco letal que, siempre listo
para el asalto, extermina despiadadamente; sino que, al cambiar de piel, demuestra de forma vital cómo aún
abandonando la piel el ser puede continuar viviendo. La serpiente desaparece debajo de la tierra y pronto vuelve
a aparecer en la superficie. El regreso desde el subsuelo, que es el lugar donde descansan los muertos, en
combinación con su facultad para renovar su piel, convierte a la serpiente en el símbolo más natural de la
inmortalidad y de la resurrección de una enfermedad o de un peligro mortal.
En el templo de Asclepio que está situado en la isla Cos, en Asia Menor, una estatua mostraba a este dios
representándolo transfiguradamente con características humanas, con un bastón en el cual se enrolla una
serpiente. Pero la verdadera esencia de su potencia divina no se manifestaba en la inanidad de esta estatua de
piedra, sino en la presencia vital de las serpientes que eran alimentadas, cuidadas e idolatadas ritualmente,
como sólo los Moki son capaces de hacerlo (53-54).

En definitiva, concluye Warburg: “La relación con la serpiente de aquellos que buscan la redención oscila entre
la devoción cultual, la cruda aproximación sensorial y la sublimación. Como demuestran los cultos de los indios Pueblo,
esta relación fue, y sigue siendo hasta el día de hoy, una evidencia del proceso de transición entre la apropiación mágica
e instintiva y el distanciamiento espiritual que convierte al reptil venenoso en el símbolo de las potencias demoníacas de
la naturaleza, que el ser humano tiene que superar dentro y fuera de su alma” (64). Una batalla “en cuya domesticación,
abolición y sustitución”, por otra parte, a los ojos de Warburg, “está empeñada la civilización moderna” (65).

Índice de las ilustraciones

Pierre Aristide André Brouillet. Une leçon clinique de Charcot (1887; Universidad de Descartes, París).
Anónimo romano de un relieve griego ejecutado en Atenas. Ménade (siglo V a.C.; Museo del Padro).
Sandro Botticelli. El Nacimiento de Venus (hacia 1484-1486; Galería de los Uffizi, Florencia).
Sandro Botticelli. La Primavera (hacia 1480-1481; Galería de los Uffizi, Florencia).
Gian Lorenzo Bernini. Medusa (1630; Museo Capitolino, Roma).
Aby Warburg (fotografía del autor con máscara ritual, hacia 1896; en El ritual de la serpiente, 2004 [1988]).
Anónimo romano a partir de un original griego del siglo III a.C. Laocoonte y sus hijos (grupo escultórico del período
helenístico; Museos Vaticanos, Roma).
Asclepio, dios de la medicina (Museo Capitolino, Roma).

Referencias

Agamben, Giorgio (2010 [2007]). Ninfas. Traducción de Antonio Gimeno Cuspinera. Valencia: Pre-Textos.
Didi-Huberman, Georges (2009 [2002]). La imagen superviviente. Historia del arte y tiempo de los fantasmas según Aby
Warburg. Traducción Juan Calatrava. Madrid: Abada editores.
_____ (2005 [1999]). Venus rajada. Traducción Juana Salabert. Madrid: Losada.
Freud, Sigmund (1996). (1996). “El malestar en la cultura (1929). En Obras completas. Traducción Luis López Ballesteros
y De Torres. Madrid: Biblioteca Nueva.
_____ (1996). “Inhibición, síntoma y angustia (1925-6). En Obras completas. Traducción Luis López Ballesteros y De
Torres. Madrid: Biblioteca Nueva.
_____ (1996) “La interpretación de los sueños” (1898-9). En Obras completas. Traducción Luis López Ballesteros y De
Torres. Madrid: Biblioteca Nueva.
Lacan, Jacques (1975). “Joyce, el síntoma I”. En <http://www.bibliopsi.org/docs/lacan/Lacan-Joyce-el-Sintoma-1975.pdf>.
Warburg, Aby (2010 [2003]). Atlas Mnemosyne. Traducción Joaquín Chamorro Mielke. Madrid: Akal.
_____ (2005 [1932]). “El Nacimiento de Venus y la Primavera de Sandro Botticelli. Una investigación sobre las
representaciones de la Antigüedad en el primer Renacimiento italiano (1893). En El renacimiento del paganismo.
Aportaciones a la historia cultural del Renacimiento europeo. Edición a cargo de Felipe Pereda. Madrid: Alianza.
_____ (2004 [1988]). El ritual de la serpiente (1923). Traducción Joaquín Etorena Homaeche. México: Editorial Sexto
Piso S.A.

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