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Desde

su aparición en 1977, el Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine,


avalado por el más prestigioso autor del genero, ha venido publicando la
mejor y más reciente producción de relatos de los nuevos valores de la
ciencia ficción, creando un amplísimo e inestimable fondo editorial del que,
en estas selecciones, ofrecemos mensualmente lo más destacado.
Esta segunda selección incluye un nuevo relato de Asimov perteneciente a
su ya clásica serie del Club de los Viudos Negros, una novela corta de
Randall Garrett ambientada en un mundo ucrónico en el que reinan los
descendientes de Ricardo Corazón de León, una reflexión (seguida de un
desafío al lector) de Martin Gardner sobre el viejo tema del tubo que
atraviesa la Tierra, y sendas narraciones de Tanith Lee, Sharon Webb y
Gene Wolfe.

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Tanith Lee & Sharon Webb & Martin Gardner & Gene Wolfe &
Isaac Asimov & Randall Garrett

Isaac Asimov Magazine 2


Isaac Asimov Magazine - 2

ePub r1.0
Titivillus 29.09.2017

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Título original: Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine
Tanith Lee & Sharon Webb & Martin Gardner & Gene Wolfe & Isaac Asimov & Randall Garrett, 1986
Traducción: Lucía Solavagione & Luis Vigil & Celia Filipetto & Magdalena Martínez & Pablo Di
Masso
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Al hablar de literatura se suele abusar de términos como «nuevo» u «original»,
olvidando a menudo que los creadores, en cualquier campo, parten necesariamente
de lo ya creado, e incluso los más innovadores son, fundamentalmente,
continuadores.
La ciencia ficción no podía ser una excepción, y su marcado carácter ruptural, su
especificidad como fenómeno cultural de nuestro tiempo, no debe hacernos olvidar
su sólida conexión tanto con la narrativa del pasado como con otras manifestaciones
contemporáneas. Por más que alguien imagine situaciones o escenarios «nuevos»,
sólo puede hacerlo a partir de lo que otros han imaginado, enraizándose de una u
otra manera en nuestra tradición cultural. Y esto, lejos de ser una servidumbre,
constituye la base misma sobre la que se asienta la ciencia ficción, la base sin la cual
no podría ser más que un castillo en el aire, un desvarío ininteligible e
intransmisible. Por eso algunos autores explicitan a veces con toda claridad los
antecedentes de sus extrapolaciones, o se inspiran abiertamente en un tema clásico
para ampliarlo o cuestionarlo desde un nuevo enfoque.
Los relatos de la presente selección ilustran de forma elocuente la fusión de lo
tradicional y lo nuevo en la ciencia ficción, a la vez que ejemplifican algunas de las
maneras en que un autor puede administrar su —nuestro— legado cultural.
Randall Garrett nos ofrece un sorprendente remake de un clásico de la novela
policiaca. Sharon Webb nos advierte desde el mismo título que su patética narración
se inspira en un inolvidable tema musical. Gene Wolfe nos remite directamente a la
mitología grecolatina, desde la inquietante perspectiva de la moderna ingeniería
genética. Y Asimov se retoma a si mismo en un nuevo episodio de sus ya clásicas
aventuras de los Viudos Negros.
Recordarnos en qué mundo estamos y de qué mundo venimos para abrir nuestra
imaginación a otros mundos, a otras posibilidades: tal vez sea ésta la principal razón
de ser de la que ha sido llamada con toda propiedad «la narrativa del cambio».
Carlo Frabetti

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El descongelamiento
Tanith Lee

Cuando una persona permanece congelada durante doscientos años,


¿podemos estar seguros de que al despertar será la misma? Tanith Lee,
conocida autora de narraciones de «fantasía heroica» (o «espadas y
brujería», como prefieren llamarlo otros), plantea en este relato, con
acerbo humor, una inquietante posibilidad.

Primero las mujeres, dijeron.


A continuación le aplicaron un rastreador de historia a la mujer en cuestión y me
llamaron.
—No, gracias —dije.
—Oye —dijeron—, eres una descendiente directa por línea sanguínea de Carla
Brice. ¡Por Dios! ¿No te interesa? Éste es un momento extraordinario, una
oportunidad única. Ella va a necesitar apoyo, alguien que la entienda. Un contacto.
Vamos. No seas tan fría.
—Seguro que Carla está más fría que yo.
Se rieron para mantener la informalidad. Luego mencionaron la beca que me
había dado el Instituto, sólo para que estuviera por allí y colaborara. Para una artista
casi desempleada eso era toda una tentación. Además me recordaron que en el
período inicial no habría demasiada publicidad, así que si más tarde quería sacar
algún provecho material de mi experiencia como testigo, siempre y cuando nuestra
Carla estuviese de acuerdo… Me imaginé rica en muy poco tiempo, con un mínimo
esfuerzo, y sucumbí a la tentación.
Lo que demuestra claramente mis tres cualidades más importantes: haraganería,
optimismo y una estupidez ciega. Lo que a su vez resume, más o menos, toda la
historia. Y quizá sea por este motivo que me han pedido que la escriba para los
archivos de la raza humana. No se me ocurre otra cosa mejor para destruir y hacer
naufragar las esperanzas de esa humanidad frenética, engrillada y gimiente.
Pero volviendo a Carla, era —creo— mi bis-bis-bis-bis-bis-abuela. Poco más o
menos. No puedo decir que la precisión sea otra de mis virtudes. Lo importante es
que, por las razones que fuera, Carla había contraído a los treinta y tres años una rara
enfermedad cardíaca, val… va… bueno, como se llame. Le quedaban unos meses, o
menos, y optó (junto con otras setenta personas durante ese año) por someterse a una
Suspensión Criogénica hasta que encontrasen una cura. La Sus Cri se había vuelto
cada vez más popular desde los años 80, 1980. Es el método por el que se mantiene
un cuerpo en estasis refrigerada, preservando así por tiempo indefinido la carne, los

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huesos y todo el resto en perfecto y prístino estado dentro de una caja de cristal
escarchado, ¿recuerdan? (Y si no, pongan una bandeja de agua en el congelador y
verán cómo les queda). Puede que ya no les parezca tan agradable, pero no me
sorprende. En 1993, setenta y una personas, entre las que se encontraba mi cuarta,
quinta o sexta bisabuela Carla, vieron en este método la única alternativa posible
frente a la muerte. En los doscientos años que se sucedieron, otras cuatro mil
personas siguieron su ejemplo. Congelaron sus malignidades, sus corazones
inconstantes y sus tejidos corroídos, y a medida que la luz se apagaba en aquellos
ojos nublados, seguro que soñaron con su resurrección en un futuro fabuloso.
Qué cosas tan extrañas tiene el futuro. Cada segundo que viene es el futuro.
Ahora es el presente. Y ahora ya es el pasado.
Todos aquellos cuatro mil noventa y uno que depositaron sus fisonomías en los
compartimientos de las cámaras frías del mundo esperaban un futuro. Y aquí estaba.
Aquí estábamos.
Y justo en el medio de ese futuro que yo ingenuamente llamaba «ahora», estaba
yo, Tacey Brice, una artista de tres al cuarto, pintora de platillos voladores baratos
para los espacíanos. En ese año de 2193 hubo un auge en la observación de los
platillos voladores. Quizás lo recuerden o no. Casi tan importante como el auge
histórico que se dio entre 1930 y 1990. Los psicólogos nos dijeron que era nuestra
inadecuación humana que buscaba por todas partes una figura paterna materna para
remplazar a Dios. Además, nos estábamos desesperando. Habíamos penetrado en
nuestro sistema solar hasta un punto peligroso, pero no nos habíamos encontrado con
nadie en el camino.
Eso es otra cosa rara. Cuando uno lee las especulaciones del siglo XX, se da
cuenta de cuántas esperanzas habían puesto en nosotros. Sería todo o nada. O bien el
mundo se convertiría en una maquinaria rara y milagrosa con domos de plástico y
acero balanceándose en la estratosfera, o bien todo se acabaría con una onda
radiactiva. No había pasado nada de todo eso. Habíamos tenido problemas, por
supuesto. En más de doscientos años pasan cosas. Había habido la Tragedia de Fisión
y la Inundación del Mundo en el 14. Hubo la limpieza de la enorme polución junto
con el racionamiento que eso implicó y una horrible pandemia. Todo eso nos retrasó,
es evidente. Pero no nos detuvo. Así llegamos al 2193 bastante ilesos, con una
tecnología maravillosa aunque no tan maravillosa como habían profetizado. Un lugar
con puertas que se abrían sólo cuando habían visto quién llamaba y con una colonia
en Marte, pero donde quedaba todavía por resolver el problema del desempleo y el
problema geriátrico. Allí arriba, en el espacio, había unas seiscientas máquinas
zumbadoras que no iban a ninguna parte, emitiendo información sobre la Tierra. Pero
todavía no habíamos descendido en Alpha Centauro. Y si la máquina para eliminar
las basuras se atascaba, se atascaba. Lo que quiero decir (superfluamente, porque
ustedes ya lo saben) es que su futuro, el de esos cuatro mil noventa y uno, su futuro,
que era nuestro presente, no era tan espectacular como ellos se lo habían imaginado o

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temido. A excepción de los fármacos derivados del Vena Salenic, que habían
conseguido que la mayoría de las enfermedades pasaran a ser obsoletas.
Y de repente, un día, a alguien se le ocurre la idea.
—Eh, chicos —sugirió ese alguien—, ¿os acordáis de todas esas cajas cerradas y
congeladas que tienen en los centros médicos? Sabéis, aquéllas con los carcinomas
sobre hielo y con los valudidums. Bueno, ¿no creéis que sería genial descongelarlas y
meterles un poco de salud dentro?
—De locura —dijeron los demás, y casi se mueren de gusto.
Después de eso organizaron la cosa a escala global. Y antes que nada, para no
arriesgarse a un bochorno público, optaron por descongelar una sola caja helada, en
una cierta intimidad. Quizás hubiesen puesto todos los nombres en un sombrero.
Como sea, escogieron el nombre de Carla Brice o Brr-Ice, si les gustan los juegos de
palabras[1].
Y como Carla Brr-Ice podía sentirse un poco demasiado fría volviendo a la vida
doscientos años después de que la hubieran crionizado, buscaron una descendiente
por línea sanguínea para que la cogiera de su fría mano de treinta y tres años. Y ésa
era Tacey Brr-Ice. Yo.

La habitación de abajo era rosa, de un rosa frío como un helado de fresa. Había
cuarenta doctores de todo tipo merodeando alrededor del bloque de cristal. Me
recordaron una manada de lobos junto a un cadáver que no podían decidirse a comer.
Pero bueno, a mí también me estaba por dar un ataque de nervios allí, en la galería
para los espectadores donde me habían sentado. La cuenta atrás había empezado
hacía dos días y me habían hecho entrar hoy al mediodía. Hacía una hora que habían
limpiado el cristal. Podía ver una especie de mancha que poco a poco dejó entrever
las formas de una mujer desnuda. Enseguida me di cuenta, aunque estuviera allí
rígida como una piedra y totalmente indefensa, de que ella pertenecía a ese tipo de
mujer que me aterrorizaba. Era grande y bien formada, con una melena de cabellos
pelirrojos. Era de aquellas que nadan al aire libre en todas las estaciones del año, que
esquían, que salvan rápidos en una canoa, que llegan a ser coordinadoras de una
colonia en la Luna. Del tipo de las que muerden. El valudidums la había detenido,
pero era lo único que hubiese podido hacerlo. Ni un niño, ni una bestia, ni un hombre
hubiesen podido con ella. Y por cierto, tampoco una mujer. ¡Dios mío! Y ésta era la
múltiple bisabuela a quien yo estaba por ofrecer una mano de apoyo.
Pasó otra hora y allí abajo, en la habitación color fresa, empezó a ronronear uno
de esos mecanismos con dial y clicks. Los lobos se arremolinaron para matar. Una
leona muerta, ésa era Carla. Luego la caja empezó a sacudirse y se escuchó un grito.
Yo no podía ver nada porque todos los médicos estaban garabateando notas.
—¿Qué pasa?
El joven médico destacado para sentarse conmigo en la galería de espectadores
suspiró.

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—Creo que ha abierto los ojos.
El joven médico era negro como el espacio y hermoso como las estrellas allí
suspendidas. Pero ni siquiera me miraba. Se notaba que estaba enamorado de Carla,
la leona. Yo era, simplemente, una pesada que él tenía que aguantar durante dos o tres
horas mientras contemplaba a la diosa que yacía abajo.
Pero ahora los médicos se retiraban. Me acordé de la historia de la Bella
Durmiente y de Blancanieves. Sus ojos estaban muy abiertos. Cobre marrón para
armonizar con la melena. No parecía estar aturdida. Parecía más bien desdeñosa. Tal
como yo la había imaginado. Luego la tapa de la caja de cristal empezó a correrse.
—Jesús —exclamé.
—Qué raro que digas eso —dijo el médico negro. Seguía con sus ojos
maravillosos fijos en Carla, pero se puso profundo y enigmático—. Qué raro que
todavía sigamos usando estas exclamaciones religiosas y pasadas de moda como
Dios, Cielos, Jesús, tanto tiempo después que las despojáramos de su contenido. El
éxito de este experimento de suspensión y restauración de la vida también tiene que
ver con el mismo tema —murmuró; sus larguísimas pestañas rozaban el cristal—.
¿Has leído algo sobre la controversia que despertó este proceso? En una época se
consideró incompatible con la fe religiosa.
—¿Ah, sí?
Seguí mirándolo. Mil veces mejor que mirar a Carla, con sus ojos abiertos y aquel
médico inclinado sobre ella con una hipodérmica.
—La idea del alma —dijo él—, la parte inmortal que sobrevive a la muerte. Pero
¿qué sucede con un alma atrapada durante años, siglos, en un cuerpo vivo pero
estático y congelado? En un limbo físico, en una muerta viviente. ¿Ves el problema
que se le plantearía a alguien religioso?
—Yo…
—Pero por supuesto, hoy… —extendió las manos— ya no existen este tipo de
barreras para el pensamiento lúcido. Ahora sabemos que la fuerza vital reside en el
cerebro y, a partir de ahí, en los nervios motores, en la médula espinal y en los
centros reflejos. El alma no existe.
Luego se calló y casi se desmaya. Me di cuenta de que Carla lo estaba mirando.
Miré y la vi sentada, un poco recostada en el brazo de un médico. El médico le
estaba contando dónde estaba, qué año era y cómo —para esa misma tarde— el
valudidums no sería más que un mal recuerdo, y que luego podría salir a ese nuevo
mundo maravilloso con su encantadora descendiente, que podía ver allí arriba en la
galería.
Tuvo el detalle de dirigirme una mirada. Duró algo así como 0,09 de un
miniinstante. Traté de despegar los labios y regalarle una calurosa sonrisa de
bienvenida, pero antes de que pudiese conseguirlo, ella había vuelto a mirar al
médico negro.
En ese momento alguien vino y me sacó para celebrarlo con alcohol, y dos horas

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más tarde, cuando ya lo había celebrado un poco demasiado, me hicieron subir por un
lujoso corredor para que me encontrara con Carla en vivo y en directo.
Esta vez estaba vestida. Había tomado una ducha y le habían hecho una serie de
pruebas post-descongelamiento, le habían puesto unas inyecciones y le habían dado
el anti-valudidum. El cabello parecía tenerlo en llamas, como un fuego en el bosque.
Llevaba esa bata brillante que te ponen en los centros médicos, pero en ella parecía
un diseño exclusivo. Hasta tenía la piel bronceada, o quizás eran mis ojos aturdidos
que me la hacían ver toda bronceada y resplandeciente. No era posible que alguien
tuviera tan buen aspecto, que pareciera tan saludable, después de doscientos años
congelada, y si lo era, no tendría que ser así. La habitación estaba repleta de flores,
frascos de perfume y pinturas exóticas, cortesía del Instituto. Y luego me empujaron
hacia ella.
Sin asombrarse me miró con una mezcla de aburrimiento y diversión. Como si
hubiese llegado a las heces de la copa.
—Aquí está Tacey —dijo alguien.
Carla habló con voz de terciopelo marrón.
—Hola… Tacey. —Era evidente que mi nombre tenía algo raro. No importaba,
por el momento parecía pasarlo por alto—. Creo que somos parientes.
Estaba borracha, pero eso no parecía ayudarme mucho.
—Soy tu bis… sí, somos parientes, pero… —dije. El «pero» pretendía ser el
prólogo a un adulador discurso sobre su belleza y juventud. No valía la pena, ni
siquiera hacerle notar lo asustada que estaba. Seguro que ya se había dado cuenta,
además, porque bajo su mirada de alto voltaje sentía que me estaba encogiendo como
una sombra. De todos modos, antes de que yo pudiese terminar con mi retahila de
hipos sincopados, el médico dijo:
—Tacey es su nexo, señora Brice, con este mundo tal como es ahora.
Carla se limitó a levantar una ceja depilada, exquisitamente congelada durante
dos siglos: si Tacey era el nexo, ese mundo ya podía irse de paseo.
—Mi piso —continué con la misma gracia— es pequeño pero…
¿Qué iba a decir ahora? Que estaba dispuesta a gastarme toda la beca del Instituto
en faldas y perfumes y esquíes y rifles automáticos o lo que Carla quisiera. Que yo
podía largarme y dejarle el piso para ella sola. (No le gustarían los murales espaciales
en las paredes).
—Es un pu… un puente —me salió—. Hasta que te aclimitis… mates.
Me miraba como si estuviese loca, o más bien, como si supiera que ésa era mi
estupidez habitual. Al final entendí el mensaje en sus ojos de cobre: no te preocupes.
Eso era todo: no te preocupes. Eres una pena, me informaron los ojos cobrizos de
Carla, como si yo ya no lo supiera. No te disculpes. No puedes cambiar nada. No
espero nada de ti. Me quedaré mientras me tenga que quedar cerca de tu presencia
inútil, y tú podrás volar a mi alrededor y quemarte las alas, a mí me da lo mismo.
Cuando me vaya bien, me iré volando sobre tu cielo como si fuese un meteorito. No

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me puedes ofrecer ayuda, ni eres interesante, ni puedes darme nada que no pueda
conseguir por mí misma.
—Qué amable eres, Tacey —dijo Carla—. Acércate, querida, y déjame besarte.
No sé por qué me la imaginaba todavía fría apenas salida de la caja helada pero
tenía ya el calor de la sangre. Avergonzada, dejé que me rozara con sus labios
meteóricos. Igual me quemaría.
—Esto merece un brindis —dijo el médico—. Pero me temo que la señora Brice
podrá beber sólo zumo de rosas por el momento.
Carla le sonrió y yo tuve la visión de un rosal destripado por sus dientes, espinas
y todo. Los leones beben sangre, no rosas.
Volví a casa paralizada y empecé a dar vueltas tratando de cambiar cosas de lugar.
En la mitad de un intento de volver a pintar una pared, me dejé caer sobre una
almohada y me quedé dormida. Al día siguiente estaba rabiosa, con esa rabia que sólo
se siente contra todo lo que nos deja impotentes. ¡Maldición! Que venga y que vea
todas esas naves espaciales, las naves centrales y los monstruos de ojos saltones que
se enroscan por toda la pared. Y no saques la cocina automática de la alcoba para
limpiar los tubos de aprovisionamiento que están detrás y que no ves desde hace tres
años. Ni quites la planta del distribuidor automático de agua fresca. Ni compres
nuevos adornos, cortinas, alfombras o sábanas. Y pon las mejores pinturas sobre la
mesa donde no podrá evitar verlas.
La visité una vez más durante el mes que estuvo en el Instituto. No tuve el coraje
de presentarme sin nada, aunque sabía que cualquier cosa que le ofreciera no sería
nunca la correcta. Por cierto, tuve el impulso de reventar mi primer cheque de la beca
y mi W-I y comprarle un estilete pequeño y antiguo, de acero de Toledo. Estaba claro
que sería para cometer un asesinato, y cuando se lo entregara, le haría una reverencia
y le diría: «Para ti, Carla. Estoy segura de que ya encontrarás en quien usarlo». Pero
por supuesto, me faltó el coraje. Le compré un frasco de un perfume caro que no
necesitaba y fui recompensada con la visión de Carla poniéndolo sobre un estante con
otros tres frascos empaquetados, cada uno dos veces más grande que el mío. Llevaba
una bata de seda color ámbar que casi me obligó a ponerme las gafas de sol. No nos
dijimos mucho. Salí de su habitación a trompicones, con quemaduras de sol y
pelándome. Y esa noche pinté otra nave espacial en la pared.
El día que salió del Instituto me mandaron un móvil. Se suponía que tenía que
recogerla y llevarla hasta el piso para que ella se sintiera en casa. Yo estaba
descompuesta.
Antes de encontrarme con ella, el médico encargado me metió en su oficina.
—Hemos tenido suerte —dijo—. La señora Brice es una mujer muy
independiente. Su readaptación ha sido, por cierto, notable. No se han producido
ninguno de los traumas ni de los rechazos que nosotros temimos. Me pregunto si los
demás pacientes que tienen que ser revividos del estado de criogenización
demostrarán el mismo grado de adaptación.

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—Entonces, ¿es cierto que los revivirán a todos? —pregunté con poca
convicción. Estaba contenta de estar allí, posponiendo mi cuarto congreso con aquella
mujer aterradora.
—Dentro de un mes. Todo depende de los resultados finales de los análisis post-
resucitación de la señora Brice. Pero, como ya dije, no creo que haya ningún
problema en este aspecto.
—Y, ¿cuánto tiempo… —Tragué saliva—, cuánto tiempo cree que Carla querrá
quedarse conmigo?
—Bueno, parece que ella se siente bastante ligada a ti, Tacey. Es todo un
cumplido, sabes, cuando Se trata de una mujer como ésa. Un espíritu orgulloso y
voluble. Pero necesita un ancla por el momento. Todos necesitamos anclas. Quizás,
su compañía te beneficie. ¿No crees?
No le contesté y él dedujo que era porque me sentía abrumada. Empezó a
describirme ese glorioso acontecimiento —para el que ya se había establecido una
fecha—, cuando todos los criogenizados serían revividos de forma tan simultánea
como la situación lo permitiera. El proceso saldría al aire por los cinco canales de los
Espaciales y todos lo podríamos ver. Una vez más, el triunfo de la tecnología nos
traería un minuto o dos de catarsis trascendental. Me acordé del hermoso médico
negro y de sus palabras sobre la religión. Y así era como la remplazábamos (cuando
no estábamos admirando platillos volantes), derramando lágrimas sentimentales por
esos cuatro mil noventa idiotas que salían dando tumbos del congelador.
—Un último aviso —dijo el médico encargado—. Quizás te hayas dado cuenta (o
tal vez no, no sé) de que hay lapsos ocasionales en el comportamiento de la señora
Brice.
Vaya noticia más sorprendente. Carla cometía lapsos.
—¿De qué tipo? —le pregunté, gozando malignamente por algo que creía
imposible.
—Trivialidades. Un estado de ánimo, una aberración, como si fuese una pequeña
desorientación. Esto es de esperar en una mujer que vuelve a la vida después de
doscientos años y en un mundo que ya no le es familiar. Tal como te he dicho, creí
que iba a ser mucho peor. Esos errores de comportamiento son inevitables. No tienes
por qué asustarte por eso. En esos momentos, la influencia más positiva sobre la
señora Brice será un ambiente normal fuera del Instituto. Y tu presencia.
Casi me eché a reír.
Lo hubiese hecho si en ese momento no se hubiese abierto la puerta y hubiese
aparecido Carla envuelta en un abrigo imitación de lince rojo.

Ni siquiera intenté una conversación. A solas en el móvil, con el piloto


automático conduciéndonos por la autopista de cemento, no teníamos ni siquiera que
fingir para que los demás se quedaran tranquilos. Carla estaba convencida de que yo

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era idiota y yo me comportaba como tal. Aunque debo confesar que de vez en cuando
sacaba una de sus garras de seda y me daba algunos golpecitos juguetones. Como
cuando me preguntó que quién me peinaba. ¿Quién me peinaba? Pero me limité a
contarle sobre las peluquerías automáticas y se calló. Más tarde me preguntó cosas
menos abstractas. Si había todavía bibliotecas, fue una. Otra fue si yo dormía bien.
Todo esto lo estaba viviendo como en una especie de estupor. Me engañaba a mí
misma cuando decía que esto se iba a acabar pronto. Después el móvil se metió en el
ascensor automático de mi bloque de pisos, las puertas se abrieron y salimos. Cuando
mi puerta me reconoció y se abrió de par en par, tomé plena conciencia de que Carla
y yo íbamos a estar muy cerca durante un tiempo. Un mes como mínimo, mientras el
Instituto computara los análisis finales. Quizás más, si Carla tenía mi misma vena
haragana en alguna parte de su estructura de bronce y acero.
Caminó por el piso y se detuvo, llameante, entre los platillos voladores y los
muebles manchados de vino. La piel de imitación parecía cazada por ella. Era una
cabeza más alta de lo que yo jamás llegaría a ser. Y a continuación me sorprendió con
algo que nunca me hubiese imaginado.
—Estoy cansada, Tacey —dijo Carla.
Nada de bromas, ni de vitriolo, ni de miradas desde el Olimpo. Se deslizó hacia la
habitación. Yo ya había pensado que la cama sería suya y que el sofá sería para mí.
Se detuvo delante del panel digital que yo ya había reajustado para que respondiera a
su dedo.
—¿Me disculpas? —dijo en voz alta.
Su voz parecía salir de un sopor. Yo bostecé.
—Por supuesto, Carla.
Permaneció detrás de los paneles cerrados durante horas. El día se puso rojo sobre
la ciudad, los colores como siempre realzados por el control de tiempo que funciona a
unos trescientos kilómetros más arriba. Di vueltas de un lado a otro, incapaz de
comer o descansar o leer o hacer garabatos. Estaba descubriendo la sensación que
producía haber tenido un piso y, de pronto, perderlo. Carla dominaba incluso desde el
otro lado de la puerta.
A eso de las 19, llamé. No hubo respuesta.
Intimidada, opté por retirarme. No pondría música, ni siquiera con los cascos, ni
siquiera muy bajito. Podría despertar a la abuelita. Mira, si la puedes despertar de un
sueño de doscientos años en el congelador, bien la puedes despertar de ocho horas de
siesta.
A las veinticuatro horas, todavía no había salido del dormitorio.
Cobarde. Golpeé otra vez y dije en voz muy baja:
—Buenas noches, Carla. Hasta mañana.
En el sofá tuve pesadillas; con Carla, para ser más explícita. Algunas eran muy
realistas, como aquélla donde los bonos del estado que Carla tenía no servían de nada
y ella era muy pobre y se quedaría conmigo toda la vida. O aquellas que parecían de

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comic, donde un lince de falsa piel roja se metía debajo de mis mantas y me mordía.
O las surrealistas en donde Carla venía flotando hacia mí cubierta sólo por su
maravilloso cabello y todo lo que tocaba ardía y yo le decía: «Por favor, Carla, no me
quemes la alfombra. Por favor, Carla, no me quemes el sofá». Por último, estaban las
que eran un simple sueño y donde Carla se inclinaba sobre mí silbando como una
anaconda (si es que las anacondas silban). Quería, aparentemente, que yo siguiera
durmiendo y por alguna razón yo no quería. Me sentía como en un estado de coma.
Lo extraño de este sueño era que los ojos le habían cambiado de un color cobre a un
amarillo topacio brillante, como los de un lince…
Creo que me desperté a las cuatro de la mañana. Quizás fue el ruido de la
lavadora lo que me despertó. O quizás fuese el de la máquina de la basura. O el del
secador. O el de cualquiera de los aparatos que existen en todos los pisos modernos.
Porque todos estaban enchufados. Parecía una casa de locos. El ruido era también de
locos. Todas las luces estaban encendidas. Y en el medio del caos: Carla. Estaba casi
desnuda, como yo la había visto la primera vez pero tenía ese tipo de desnudez que
parece llevar ropa, bien cortada, firme y sin fallos. Del tipo que te hace desear estar
metida en una piedra. Había en ella algo de hechicera en medio de sus pócimas, las
máquinas parecían en erupción a la potente luz de los focos. Se me ocurrió algo
tonto: Carla se está volviendo loca. Entonces ella se giró y me vio. Tuve la sensación
de que me habían sellado la boca pero conseguí articular:
—¿Estás bien, Carla?
—Sí, querida. Vuelve a tu cama ahora.
Eso es lo último que recuerdo hasta el día siguiente a las 10 de la mañana.
Al principio me dije que quizás Carla y los aparatos habían sido otro de mis
sueños. Pero cuando me fijé en el medidor de energía me di cuenta de que no. Estaba
dándole vueltas a la cocina automática cuando Carla salió del dormitorio con su bata
ámbar.
No dijo nada. Se sentó a la mesa y me permitió ser su esclava. Me dispuse a
prepararle el enorme desayuno que había sugerido. Después le preparé el baño.
Cuando el medidor de agua se cerró en la mitad del proceso, Carla me sugirió que le
agregara unas fichas más para que la bañera estuviera llena hasta arriba.
Mientras se bañaba me senté a la mesa y tuve otro ataque de nervios.
Por supuesto, era normal que Carla fuese curiosa. En 1993 no se habían inventado
todavía los aparatos que nosotros teníamos, o al menos, no se habían desarrollado
hasta el nivel actual. ¿Por qué no levantarse por las noches y encenderlo todo? ¿Por
qué tenía que parecerme siniestro? Quizás lo que me preocupaba era el no haberme
despertado con tanto ruido. Vale. Carla era una hipnotizadora.
Pensándolo mejor, ¿no tendría que pedir un rastreador de historia sobre Carla para
poder saber lo que ella era?
Pero, para ser sincera, lo que más me molestaba era el descenso en el medidor de
energía, el medidor de agua que se había llevado en una mañana un tercio de mis

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fichas de agua para la semana. Y Carla, que con todo desparpajo me dejaba a mí
pagar el lujo de sus cuentas.
¿Qué podía decirle? Nada. Sabía que me dejaría sin palabras antes de que yo
pudiese ni siquiera empezar.
Cuando salió del baño le pregunté si quería ir a dar una vuelta. Dijo que no, pero
que yo podría ir a la biblioteca, si no me molestaba, y recoger los libros y las cintas
grabadas que ella ya había solicitado. Miré el medidor del teléfono. También lo había
usado.
—Pienso jugar al ermitaño por un tiempo, Tacey —murmuró Carla detrás de mí,
mientras yo me separaba del medidor—. No quiero verme envuelta en una de esas
historias publicitarias. Me imagino que la noticia de mi resucitación aparecerá hoy.
Las cintas de los periódicos sensacionalistas la estarán explotando. Pero según tengo
entendido, por las leyes de publicación de noticias que se promulgaron en los años
80, a menos que yo me acerque a los periodistas, por mi propio pie, ellos no pueden
acercarse a mí.
—Sí, es cierto. —Miré implorante al vacío—. Me imagino que no te negarás a
ello, ¿verdad, Carla? Es un montón de dinero. No tienes por qué ser tú la que se
ponga en contacto con los periodistas. Si quieres, yo lo puedo hacer por… ti.
Hizo un ruido parecido al de una leona con la garganta llena de gacela. Sentí que
los pelos del cuello se me ponían de punta cuando vi que se me acercaba. Cuando su
mano elegante, cálida y enorme se apoyó sobre mi cabeza, sentí escalofríos.
—No, Tacey. No me interesa la idea. No necesito dinero. Me han dicho que mis
inversiones están floreciendo.
—Pensaba en m… Pensaba en mí, Carla. Po… podrían venirme bien para pagar
las cuentas.
La mano se movió sobre mi cabeza y me palmoteo apenas. Agradecí no haberle
regalado el cuchillo de Toledo después de todo.
—No, no creo. Creo que te sentará mejor seguir siendo como eres. Ahora ve
corriendo a la biblioteca, querida.
Fui porque, por encima de todo, estaba contenta de alejarme de su lado. Articular
esa débil queja había vaciado completamente mi reducida reserva de coraje.
Temblaba cuando llegué al ascensor. Se me ocurrió la locura de irme de la ciudad y
abandonar mi piso con Carla dentro y desaparecer. Había algo más que una mera
sensación de malestar. Él cazador y la presa. Y cuando me arrastré fuera todavía
sentía su aliento de fiera en los talones.
Recogí los veinte libros y las cincuenta cintas y pagué el préstamo. Los llevé al
piso y los puse delante de mi abuelita color ámbar. Estaba demasiado asustada como
para esconderme. Y mucho más como para desobedecerla.
Me senté en el patio de sol, aunque era el día de control del tiempo para la lluvia.
A través de los cristales oía las cintas que estaban educando a Carla sobre todos los
aspectos de la vida contemporánea; sociología, política, economía, geografía y sexo.

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Cuando me llamó, le preparé el almuerzo. Luego el aperitivo y luego la cena.
Después de eso estaba demasiado nerviosa como para poder dormirme. Me
desmayé en el cuarto de baño sentada en el cubículo de la ducha. Tuve pesadillas con
Carla. Carla que comía ensalada. No me desperté hasta las 10 de la mañana.
Comprobé que faltaban fichas en todos los medidores.
Cuando pisé el vidrio desintegrado creí que era azúcar. Después noté que el
distribuidor de agua fresca estaba en noventa y cinco bits. Allí donde antes estaba la
planta había sólo un poco de tierra y un reguero de raíces.
Miré a mi alrededor y vi que por todas partes había hojas rotas y terrones de
tierra. Había una hoja al lado de la habitación de Carla. Golpeé la puerta y mi corazón
también empezó a dar golpes como para hacerle compañía a mi mano.
Pero Carla no quería desayunar, no tenía hambre.
Sabía por qué. Se había comido mi planta.

Que no quepa duda de que lo primero que pensé fue en llamar al Instituto. Pero,
por alguna razón, no lo hice. Primero, no quería llamar desde el piso porque no quería
que Carla me oyera. Segundo, no quería salir y dejarla sola porque temía que hiciera
algo peor. Pero, por otra parte, me sentía aterrorizada en su proximidad. Un lapso, un
error, había dicho el médico encargado. ¿Habría hecho algo igual en el Instituto?
Presentía que no. Lo había reservado para mí. Pura malicia juguetona.
Estuve temblando durante una hora hasta que, presa del pánico, apreté el botón de
las llamadas y dije los números. No oí que la puerta se abriera. Parecía como si ella
hubiese sabido exactamente cuándo… atacar; sí, ésa era la palabra que buscaba.
Sentí su presencia. Ni siquiera me tocó. Solté el botón de llamadas.
—¿A quién llamabas? —preguntó Carla.
—A un chico con el que solía salir —dije, pero me salió ronco, tembloroso y
entrecortado.
—Bueno, sigue. No te cortes.
Su voz lejana, aburrida, divertida e indiferente a todo lo que yo pudiese hacer me
paralizó como una garra de acero. Y noté que tenía que darme la vuelta y enfrentarme
con ella. Tenía que mirarla a los ojos.
El desprecio que se leía en ellos casi me aniquiló. Quise hacerme un ovillo y
rodar debajo de la alfombra pero no podía dejar de mirarla.
—Pues si no puedes llamar a nadie, prepara mi baño, querida —dijo Carla.
Le preparé el baño.
Era así de fácil. Por supuesto.
Tenía magnetismo. Era irresistible.
No podía…
No podía.
En parte, porque todo parecía increíble. No me podía imaginar acusando a Carla,

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delante de los médicos del Instituto, de haberse comido la planta de la casa. ¿Quién
me hubiese creído? Era una locura. Quiero decir, una locura hasta para ellos. Y, en
ese momento, abandoné la idea porque a mí también me parecía lo mismo.
No obstante, en algún lugar de mi mente se repetían aquellas frases del médico
encargado: lapsos ocasionales de comportamiento… un estado de ánimo, una
aberración… Y como contraposición a esa frase, no pude dejar de recordar aquella
otra dei hermoso médico negro, aquella que había dejado caer enigmáticamente como
si fuese una broma cultural: ¿Qué sucede con un alma atrapada durante años, siglos,
en un cuerpo vivo pero estático y congelado?
Mientras tanto, con su presencia, con la simple fuerza de su persona me había
impedido llamar. Y esa misma fuerza era la que no me dejaba hablar de ella con nadie
en la calle, me hacía ir con la boca cerrada a la verdulería, me arrastraba a prepararle
comidas. Era como si también pudiese hacerme quedar dormida y despertarme
cuando ella quisiera.
¿No es cierto que el tiempo vuela cuando uno se lo está pasando bien?
Veinte días, todos más o menos parecidos, se sucedieron. Carla no hizo nada
especialmente raro, al menos nada que yo pudiese ver o detectar. Pero también es
cierto que yo ya no me despertaba por las noches. Y tenía la teoría insensata de que
me amañaba los medidores, porque no estaban bajos pero funcionaban como si lo
estuviesen. Ya no me quedaban plantas. También me faltaba ropa interior de papel
que yo tenía guardada, aunque después resultó que estaba debajo de la cama de Carla,
donde yo la había metido cuando la cama era todavía mía. Veinte días, veinticinco. El
mes de los análisis post-resucitación de Carla estaba por concluir. Una mañana, iba
yo dando tropezones por el piso, como una autómata, limpiando, porque la máquina
de quitar el polvo se había atascado y Carla se había pasado cinco minutos en actitud
de mudo reproche sobre el polvo… Iba dando vueltas en ese estado mezcla de terror,
estupidez y servilismo masoquista que ella me había enseñado, cuando sonó la señal
de la puerta.
Abrí la puerta; allí estaba el médico negro con un maletín pequeño de cintas de
archivo. Me sentí transparente y así fue como me trató. Miró a través de mí hacia la
habitación vacía donde esperaba haber encontrado a mi abuelita.
—Mucho me temo que tu contestador no funciona —dijo. (¿Por qué tenía el
presentimiento de que Carla le había hecho algo al contestador?)—. Quisiera ver a la
señora Brice, si es que puede dedicarme unos minutos. Hay algo que me gustaría
discutir con ella.
En ese momento, haciendo una entrada espectacular, Carla apareció en la puerta
del cuarto de baño. El médico la había visto desnuda en la caja helada, pero no con
una desnudez que se perfilaba vaga y generosa debajo de una toalla húmeda. El
efecto fue previsible. La miró transfigurado y Carla le regaló la mejor de sus sonrisas.
—Siéntese —le dijo—. ¿De qué quiere hablarme? Tacey, querida, ¿por qué no
haces un poco de café?

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La querida Tacey se fue a hacer un café. Sobre el ruido de la máquina oí lo que le
decía.
—Es que el doctor No-sé-qué estaba un poco preocupado por una posible
amnesia. Ninguna de las áreas de la memoria parecía estar físicamente afectada, pero
verá, en algunas partes de la grabación…
—Deme un ejemplo, por favor —dijo Carla.
El médico bajó las pestañas como si quisiera borrar las cintas.
—Algunas confusiones sobre lugares, nombres. Por ejemplo, su segundo marido,
Francis, usted lo llama Frederick. Y luego, quizás lo más extraño: el doctor No-sé-
cuánto habló con usted sobre el desastre de los satélites del 91 y usted parece no
haberlo recordado…
—¿Se refiere al funcionamiento defectuoso del Ixion 11, que se rompió y se
estrelló en el oeste, y que costó trescientas vidas? —preguntó Carla. Parecía un libro
de texto hablado.
Se inclinó hacia adelante y desde la máquina de café vi cómo él temblaba de los
pies a la cabeza.
—El doctor No-sé-qué y el doctor Tampoco-entendí-qué —dijo Carla— tendrán
que ser un poco más comprensivos con mi estado de ánimo al volver a la vida. Pero
bueno, no puedo permitir ahora que usted se vaya sin más después de haber venido
hasta aquí. ¿Qué le parece si viene a cenar la noche antes del gran día? Tacey ve a
muy poca gente de su edad. Y en cuanto a mí, digamos que usted haría muy feliz a
una anciana de doscientos años.
El aire entre los dos estaba tan electrificado que se podían ver las chispas. Lo que
ella quería decir con «el gran día» era, evidentemente, el día en que los cinco canales
espaciales transmitirían la liberación de sus cuatro mil noventa compañeros de
refrigerador. Pero parecía que él ya no se preocupaba demasiado por esos
descongelamientos.
El café hirvió en la máquina. Me di cuenta de que me había puesto a llorar. Nadie
lo notó.

Lo que yo quería hacer era programar la cocina automática para la comida,


comprar un poco de vino, largarme del piso y dejar a aquellos dos solos. Pasaría la
noche en uno de esos hoteles populares y aparecería a las 10 de la mañana del día
siguiente. No me avergonzaba admitir que ése era el estado de ánimo al que ella me
había reducido. Hasta estaba agradecida de poder hacer algo así. Pero Carla no me
dejó.
—¿Salir? —preguntó—. Pero si toda esta fiesta es para ti, querida.
Estábamos a solas. No tenía por qué mantener las apariencias. Las dos sabíamos
que yo era su esclava. Las dos sabíamos que su alma congelada durante tanto tiempo
se había convertido en fuego y me había reducido a una cosa derretida que se

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arrastraba por el suelo. Así que aquello sólo podía ser crueldad. Parecía estar
haciendo un experimento, como había hecho con los aparatos de la casa. La disección
psicológica de un habitante inferior del futuro.
Lo que tenía que hacer, entonces, era ir a una de las peluquerías automáticas y
comprarme un vestido con el segundo adelanto que me habían dado. Carla, que por
supuesto no venía conmigo, se las arregló para instigar y supervisar todas estas
aventuras. Cuando llegó el momento de elegir el vestido, allí estaba ella a mi lado.
Ése, me indicó con su aura indiferente y omnipresente. Era caro, morado y con oro. A
cualquier otra persona le hubiese quedado genial. Pero a mí, no. Con el vestido se fue
la poca energía que me quedaba.
Llegó la gran noche (antes del gran día para el que ya había empezado, de hecho,
la cuenta atrás) y ahí estaba yo, adornada como un regalo de fin de año y con mi alma
atormentada enroscada dentro de mí. Sonó la señal de la puerta y la esclava, como
correspondía, fue a abrir. Entró el ángel negro y me saludó con educación mientras
casi me pasaba por encima.
Era tan hermoso que tuve que hacer un esfuerzo para no salir corriendo. Pero el
aura de Carla, los deseos de Carla (tenía la impresión de que los comunicaba por
telepatía), me detuvieron.
Luego apareció Carla. Todavía no la había visto arreglada. El vestido era de piel
de león y parecía real, a pesar de las leyes que existían contra la caza. Su cabello era
una cascada castaña y suave que dejaba al descubierto una oreja de la que colgaba
una estrella de oro. Me fui a la cocina, abrí una botella y me la bebí casi toda.
Los dos eran de buen comer, aunque ella comía más que él. Desde que vivía
conmigo, Carla comía muchísimo; quizás estaba muerta de hambre después del
ayuno. Yo era la camarera, así que tuve que esperar a que ellos terminaran. Cuando al
final pude sentarme, la comida estaba congelada porque el calentador de mi lado de la
mesa no funcionaba bien. No importaba, no tenía nada de hambre. Había dos tipos de
vino. Yo bebí del barato. Iba por la segunda botella y me sentía tan triste que podría
haber aullado, pero al mismo tiempo me iba alejando de mi propia tristeza como si
pudiera observarla desde una gran altura.
Bailaron juntos al son de la música. Yo bebí más vino. Mañana estaría muy muy
descompuesta. Pero eso sería mañana. Cuando volví a levantar la vista ya se habían
metido dentro de la habitación y las puertas estaban cerradas. La crueldad de Carla
había sido horrible y no podía soportar la idea de otros agregados, tales como
gemidos de éxtasis provenientes del interior, que aumentarían mi frustración. En
consecuencia, vestida como un paquete de Año Nuevo, con mi peinado de peluquería
automática y con una botella de vino en la mano, salí a tropezones hacia la noche.
Podría haberme encontrado con un ladrón, un violador, un asesino o hasta con
una de las numerosas patrullas policiales que recorren la ciudad para prevenir la
actuación de aquéllos. Pero no me encontré con nadie que se fijara en mí. Nadie
quería ser mi amigo, ni robarme, ni violarme, ni darme un trabajo o una razón de ser,

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ni hacerme feliz, ni siquiera hacer el amor conmigo. Así que si han pensado que yo
fui un Judas, tengan en cuenta lo que les acabo de decir. Si alguno de vosotros,
patanes, se hubiese fijado en mí esa noche…
No tuve, que esperar hasta la mañana para vomitar. Había un lavabo muy mono
en la Avenida del Este. Nunca lo olvidaré. Pasé bastante tiempo allí.
Cuando el maravilloso amanecer que nos ofrecía el control del tiempo se
expandió sobre la ciudad, ya había pasado lo peor. Y a las 10 de la mañana estaba
arrastrándome hacia casa, temblorosa, amargada, endurecida pero sobria. Hasta fui
capaz de tomar nota de los anuncios y de los carteles de neón que anunciaban por
todas partes que ése era el gran día. El día de los cuatro mil noventa. El día del
descongelamiento. Me pregunté vagamente si Carla y el Príncipe de las Tinieblas
estarían todavía celebrándolo en mi cama. Seguro que ella era fría. Broma. Vale. Es
mala.
La puerta de mi piso me dejó entrar. El lugar estaba tal como lo había dejado. Las
persianas bajas, la mesa con todos los platos y vasos. La puerta del dormitorio
firmemente cerrada.
Apreté el botón para levantar las persianas pero no hubo ninguna respuesta. No
me sorprendió. Eso, de por sí, me tendría que haber servido de prueba para ver hasta
dónde había llegado su influencia y para tomar conciencia de que ya no podía volver
atrás. Y sin embargo, lo único que me preocupaba era ver lo que haría la puerta del
piso a partir de ese momento. Lo que hizo fue no reaccionar. Ni siquiera cuando puse
las manos sobre el cristal, método que por lo general se reserva para los invitados. Me
había dejado entrar pero no me dejaba salir. Carla le había hecho algo. Como lo había
hecho con el contestador, con los medidores y conmigo. Pero ¿cómo?… ¿Poder
personal? Ridículo. Yo era una idiota amorfa y por eso me había podido anular. Sin
embargo, cuarenta y un médicos, con un montón de análisis y preguntas, algunas de
las cuales, al parecer, no había sabido contestar, comían de su mano. Y quizás sus
habilidades psíquicas hubiesen aumentado. No hay nada como practicar para alcanzar
la perfección.
¿Qué sucede con un alma atrapada durante años, siglos, en un cuerpo vivo pero
estático y congelado?
La habitación estaba a oscuras, con las persianas irreversiblemente bajas y las
luces irreversiblemente apagadas.
Después de un rato se abrió la puerta del dormitorio y salió Carla. Desnuda otra
vez y luminosa en la oscuridad. Me sonrió con compasión.
—Tacey, querida, ya que se te ha pasado el malhumor, aquí hay algo que me
gustaría que me quitaras de en medio.
Otra vez la dicotomía. Quería echar raíces allí mismo, pero ella me hizo ir hasta el
dormitorio. De verdad que brillaba. Como si se hubiese untado el cuerpo con algo
luminoso. Imaginé lo que me encontraría en la habitación y empecé a notar náuseas,
pero me sentía tan desprovista de sentimientos que todo daba igual. Luego me

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encontré otra vez en el vano de la puerta y ella dijo:
—Ya está bien, Tacey.
Y yo dejé de vomitar, me enderecé y vi lo que había quedado del hermoso médico
negro, envuelto en la piel de león ensangrentada.
Los leones beben sangre, no rosas.
Algo se aflojó dentro de mí en ese momento. Quizás fue el último acto de
sumisión, la rendición final. Supongo que inconscientemente había estado luchando
contra ella desde el principio porque si no, nunca hubiese conseguido esos retazos de
libertad que tuve. Pero ahora me sentía vacía y destruida, así que me limité a
preguntar con humildad:
—La planta era una lechuga. Pero el hombre… ¿por qué el hombre?
—No lo entiendes, ¿verdad, pequeña? —dijo Carla. Me acarició el pelo con
cariño. Ya no temblaba. Como los perros, me sentía relajada con el cariño desdeñoso
de mi ama.
—Uno era verde y vegetal. El otro negro, hombre y carne. Formas diferentes.
Platos típicos. No tengo ningún interés en probarte, entiéndeme, porque tú tienes una
apariencia muy parecida a la mía. Pero por supuesto otros, a los que les ha tocado ser
negros y hombres, pueden sentirse tentados de probar mujeres de piel pálida. No te
preocupes, Tacey. Tú estás a salvo. Tú me diviertes. Eres mía. Una especie protegida.
—Sigo sin entender, Carla —susurré mansamente.
—Bueno, primero limpia y después te lo explicaré. No tengo que pediros
disculpas por lo que hice a continuación porque, por supuesto, vosotros sabéis muy
bien a qué me refiero: a la indiferencia de la esclava total. Recogí los restos del
amante que Carla había desayunado y los tiré en la máquina de la basura, que dio
cuenta de ellos con absoluta eficacia.
Luego limpié la habitación, me di una ducha y le preparé a Carla café con
bizcochos. Era casi mediodía, la hora en que los cuatro mil noventa iban a ser
revividos y saldrían de sus cajas heladas ante los ojos de incontables espectadores.
Carla también quería verlo, así que encendí mi aparato y le quité el sonido. A
continuación Carla me dijo que me sentara; me senté sobre un cojín y ella me
explicó.
No sé por qué razón no puedo recordar sus palabras textuales. Quizás porque me
lo explicó de forma muy técnica y yo cogí la esencia, pero no los detalles. Lo diré
aquí con mis palabras, aunque ya sé que muchos de vosotros conocéis muy bien esta
historia. Después de todo, bajo supervisión, a veces podemos tener niños. Cuando
crezcan, tendrán que saberlo. Tendrán que saber por qué no tienen ninguna
posibilidad y por qué nosotros tampoco la tuvimos. Y para que me entiendan, que
comprendan que no fui una traidora, porque, en realidad, tampoco tuve ninguna
oportunidad. Haraganería, optimismo y una estupidez ciega. Supongo que más
optimismo que otra cosa. Cuatro mil noventa y una personas dormidas en estasis
helada, conscientes de que no tenían almas y que no podrían sobrevivir, soñando un

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futuro de curas y en volver a despertarse en ese futuro. Y la Tierra, que a su vez
soñaba con benévolos visitantes de otros mundos, las figuras del padre y de la madre
para que nos guiaran y nos ayudaran. Les mandábamos señales intermitentes, señales
que no cesaban de decir: Aquí, estamos aquí. Aquí. Aquí.
Me imagino que todos tenemos alma. O tenemos algo que no tiene nada que ver
con el cerebro, ni con los centros nerviosos ni la médula espinal. Quizás eso también
muere cuando nosotros morimos. O quizás se escapa. Sea como sea, ésa es una de las
cosas que la Suspensión Criogénica no puede retener. El cuerpo, con todas sus
válvulas, órganos y conductos, yace prístino en un limbo, y cuando lo resucitan con
los fármacos apropiados, con los impulsos y estímulos, vuelve a vivir, se le curan las
enfermedades y vuelve a ser un recipiente perfecto de… nada. Es como una
habitación vacía, una casa desocupada. El habitante se ha largado.
En alguna parte, allá afuera, en la noche estrellada del espacio, interceptaron una
de esas llamadas intermitentes. No fueron las figuras padre madre sino una raza
extraña, rapaz y belicosa. Sólo querían dominarnos. ¿No les habíamos dado acaso
suficientes pistas? Pero al llegar se encontraron con un mundo totalmente
incompatible con sus formas gaseosas e incorpóreas. Eso sí que fue una sorpresa para
ellos. Pero no se dieron por vencidos. Con su tecnología superior desarrollaron un
proceso que les permitió entrar dentro de un cuerpo humano y vivir cómodos dentro
del recipiente. No obstante, ese proceso no funcionó. ¿Por qué no? La conciencia
humana (¿el alma?) era demasiado fuerte para vencerla. No pudieron con ella. Ni
siquiera dormida pudieron desalojarla. Dormida, la conciencia (¿alma?) está todavía
presente, o al menos sigue conectada. Los cadáveres no les servían. Un hombre que
se había muerto de viejo o con un automóvil encima, era inutilizable. El cuerpo tenía
que estar entero, si no, de nada les valía. Allá arriba, en sus platillos volantes que
nosotros veíamos de vez en cuando, escupían y perjuraban. Miraban la Tierra y se les
caía la baba, sopesando con avidez el globo, toda una raza de esclavos a su
disposición. Pero no había manera de que pudieran conseguir sus objetivos hasta
que… se enteraron de todos aquellos que dormían en sus cajas de Suspensión
Criogénica, aquellos pedazos de hielo sin alma, esperando el día en que la ciencia los
descongelase y los curase y los pusiera de pie, saludables y vacíos.
Si os faltan inquilinos, poned un anuncio. Nosotros lo hicimos. Y ellos vinieron.
Carla fue la primera. Cuando sus ojos se abrieron detrás del cristal, había en ellos
otra mirada. No la de Carla Brice. Ya no. Algo distinto.
Curiosa, cruel, fuerte, indómita, extraña, letal.
Ella sola podía dominar a cientos de humanos porque su influencia aumentaba
minuto a minuto. Pronto habría cuatro mil noventa como ella, abrirían los ojos y
sonriendo despectivos darían las gracias por las emisoras al mundo que habían venido
a conquistar. Al mundo que conquistaron.
Nosotros les dimos «casas» hermosas, sanas y movibles para que vivieran dentro
de ellas, y billones de esclavos para servirles, para que jugaran con ellos y billones de

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seres que les proporcionarían más cuerpos para ser congelados y convertirse así en
futuras «casas» para sus otros colegas. Y nuestras colinas verdes y despolucionadas
para que pudieran regocijarse.
En cuanto a Carla, se mantuvo quieta y callada mientras fue necesario. Lo
suficiente como para pasar los análisis y para comunicar telepáticamente a su gente
toda la información que pudiesen necesitar sobre la Tierra antes de su llegada.
Y ahora ella estaba sentada y me observaba, la meteórica y avasalladora Carla que
no era Carla, sus ojos en la oscuridad —topacios brillantes, iris de cobre— revelando
su naturaleza inflamable detrás de la carne viva de una mujer muerta.

Pueden obligarme a hacer lo que quieran, y me han obligado a escribir esto. No


me han hecho nada especialmente malo y quizás eso nunca suceda tampoco. En ese
sentido he tenido suerte.
Para ellos, tengo un interés histórico, como Carla lo tuvo para nosotros, al
principio. Soy la primera esclava. Quizás por eso me dejen viva, quizás por eso no
me maten por capricho.
Lo que, supongo, significa que soy todo un éxito, después dé todo.

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Variación sobre un tema de Beethoven
Sharon Webb

Decía Hólderlin, refiriéndose al arte, que las olas de la vida no


producirían tan hermosos y sutiles diseños si no se estrellaran contra las
rocas del destino. Cabe, pues, preguntarse si el hipotético triunfo del
hombre sobre su destino no significaría la desaparición del arte. Y cabe
preguntarse también, como lo hace la autora en este conmovedor relato,
si la muerte del arte no sería un precio demasiado alto por la
inmortalidad.

Lo llevaron ante el Comité de Vesta cuando tenía once años de edad. Notaba la
vejiga tensa por la presión hasta el punto de dolerle. El sudor le mojaba las palmas de
las manos.
La noche anterior, su nombre se había iluminado en el gran tablón de anuncios
del dormitorio: David Defour.
Nunca antes lo había visto allí.
—Te ha tocado —le dijo uno de los chicos, con aire de enterado, lo que le hizo
sentirse pequeño e ignorante.
—¿Qué es lo que me ha tocado? —Sus ojos llevaron la pregunta de un chico a
otro—. ¿Qué es lo que me ha tocado?
—Te han elegido a ti.
—Sí —corroboró otro.
—Te van a castigar.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—¿Por qué?
—No te van a castigar, tonto —dijo una nueva voz—. Te han seleccionado.
El recién llegado, un chico mayor del dormitorio de arriba, pasó un brazo sobre
los hombros de David con gesto protector.
—Te han seleccionado a ti —añadió—; debes de ser muy especial.
—¿Me han seleccionado… para qué? —El miedo estaba creciendo en él,
empujando hacia arriba su corazón, que parecía estar ahora en su garganta, latiendo
atropelladamente. Había oído algo antes, murmuraciones y fragmentos de
conversación, pero siempre lo había ignorado. Ahora, todo volvía a su mente,

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haciendo que sus labios lo preguntaran—. ¿Para qué?
—Bueno, pues vas a ser fa-mo-so —pronunció exageradamente el chico mayor,
apretándole con fuerza el hombro—. Podrás tener todo lo que desees. Sin embargo,
luego… bueno, supongo que tendrás que morir.
Los ojos del chico buscaron los suyos.
—Me pregunto cómo será… eso de morir.
David empujó su cuerpecillo fuera del brazo que lo retenía y corrió con toda la
fuerza de sus delgadas y morenas piernas hacia el cuarto de baño.
Quería vaciar su vejiga. Quería llorar.
Lo mismo que ahora.
Los miembros del Comité, los tres, vestían sus túnicas gris oscuro, porque estaban
reunidos en cónclave formal. La mujer alta y de rostro cuadrado que era la presidenta
tocó con una maza de cristal el resonador que tenía delante. Sonó una llamada.
—David Defour —dijo la mujer—, acércate a la presidencia.
El miedo destelló en su delgado rostro. Sus piernas temblaron. Sus rodillas
vacilaron.
—No tengas miedo —intervino la segunda mujer, rompiendo el protocolo, quizá
porque era una buena persona y quizá porque recordaba lo que suponía tener once
años y estar asustado.
Se puso en pie ante ellos, mirando a los miembros, sentados a lo que le parecía
una gran altura.
—David Defour —habló de nuevo la presidenta—, ¿sabes por qué has sido
llamado ante el Comité?
Él parpadeó, alzó la barbilla y movió la cabeza de un modo casi imperceptible.
—¿Tu respuesta es no?
Logró encontrar su voz, contestando en un tembloroso tono de soprano:
—Es no.
—Muy bien. Miembro Conway, lea la Revelación.
El miembro Conway contempló a David con ojos gris acero. Luego bajó la
mirada y comenzó a leer:
—Desde los albores del tiempo, la Humanidad supo que era mortal. Durante
eones luchó por ir más allá de su propio ser. En un sentido fracasó, en otro tuvo un
magnífico éxito. Y siempre estuvo la búsqueda.
»La búsqueda llevó a la Humanidad en muchas direcciones, encontrando éxitos y
fracasos en cada una de ellas.
»Entonces la Humanidad halló el éxito definitivo… y el fracaso definitivo.
Porque, cuando la Humanidad mató a la muerte en sus laboratorios, también mató la
necesidad de alcanzar la inmortalidad. Cuando la muerte murió, también murieron la
poesía y la música de la Tierra. La filosofía se apagó. El arte se convirtió en polvo. La
ciencia fue amordazada. Y sólo permanecieron sus ecos.
»Y así fue como la Humanidad comprendió que los grandes logros reflejan

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grandes pérdidas. Y así fue como la Humanidad descubrió la necesidad de elegir
entre sus miembros a aquellos pocos que, al serles negada la inmortalidad, se la
debieran crear por sí mismos, para el beneficio de todos.
»Y es con este propósito con el que tú, David Defour, has sido convocado aquí en
este día…
El miembro Conway lo atravesó con una mirada.
—¿Aceptas la responsabilidad con que te carga la Humanidad?
Fríos vientos atravesaron su cuerpecillo, congelando sus visceras y penetrando
hasta sus huesos. Se quedó allí temblando, con sus ojos desorbitados, tratando de dar
un sentido a todo lo que había oído.
La presidenta dijo:
—Lo acostumbrado, David, es contestar «la acepto».
Su boca se abrió, se cerró, se abrió de nuevo. Su voz vibró en su garganta, como
una abeja apresada que al fin escapa volando:
—La acepto.

—David, estoy aquí para facilitarte la transición. ¿Quieres hacerme alguna


pregunta?
Miró el suave y terso rostro que había al otro lado del escritorio, tratando de leer
en él sin lograrlo… tratando de darle algún sentido a aquel asombroso día, sin
lograrlo tampoco.
Tras el cónclave del Comité le habían llevado al Nivel Médico, le habían
inmovilizado y allí su cuerpo había sido escrutado tan íntimamente que había
acabado por enrojecer de vergüenza. Aguzado metal tomó muestras de sus tejidos, de
su sangre. Luego llegó el veredicto: Tiempo de decisión, sesenta meses lunares.
Luego lo alimentaron, y le dieron algo a beber. Bebió con gran gusto; la comida la
movió de un lado a otro del bol. Luego lo llevaron allí, ante el hombre de suave
rostro, con mejillas sonrosadas y piel tan tersa como la seda.
—No vas a permanecer en Vesta, David. Hoy mismo partirás hacia Renacimiento.
Eso está en la Tierra. Vivirás allí… —consultó el dossier sobre David—, durante
sesenta meses… hasta tu Decisión Final.
El consejero captó el sentimiento que cruzó por el rostro de David. Sonrió
discretamente: había visto ya antes aquella expresión.
—Te gustará aquello. A todo el mundo le gusta. Al cabo de un tiempo lo
preferirás. Y en Renacimiento te encontrarás entre la gente como tú.
¿Abandonar Vesta? ¿El dormitorio? ¿Todo lo que conocía? Empezó a
estremecerse. Nunca había conocido otro lugar. Le iban a arrancar de su hogar, de
Madre Jacobs y Madre Chin. Cálidas lágrimas empujaron sus párpados, y sólo logró
retenerlas parpadeando con fuerza.
¿Y su música… también iban a quitarle su música? ¿Lo iban a separar de su

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flauta? ¿De su cítara?
—Por favor, déjenme quedarme. No molestaré a nadie.
—No podemos hacerlo, David. Mañana, los chicos con los que vives comenzarán
sus tratamientos. La comida que tú comas, la bebida que tú bebas será diferente a la
de ellos. Lo lamento, pero tienes que irte hoy mismo.
Una débil voz, quebrada por la desesperación, suplicó:
—¿Puedo llevarme mis cosas?
—Madre Chin ya las ha empaquetado. Todo está ya a bordo del saltador —en
respuesta al parpadeo de esperanza en los ojos del chico, el consejero añadió—. Todo
está allí, David. Tus instrumentos musicales también. Especialmente tus
instrumentos. Y encontrarás muchos más en Renacimiento. Muchas cosas más.
Se alzó de repente.
—Creo que será mejor que subas ya a bordo. Es un largo viaje.
—Pero no puedo irme aún. Tengo que despedirme.
—No, David. Hemos descubierto que es mucho mejor cortar rápida y
limpiamente.
Se acurrucó, solitario, en el vacío compartimento del saltador. Cuando la puerta se
cerró, se quedó mirándola unos minutos con aire ausente, y luego se abandonó a las
lágrimas.
El tripulante, contemplando su consola, se dio cuenta y, muy sabiamente, le dejó
llorar un rato antes de apretar el botón de llamada y activar el visor del chico.
—Hola, David. Soy Heintz. Estoy aquí para ayudarte durante el viaje —dijo la
voz desde la pantalla—. Si miras a la derecha de tu compartimento, verás un botón
marcado agua y otro marcado zumo. Yo te recomiendo el zumo, es realmente bueno.
Estaba muy sediento. Apretó el botón y un tubo de bebida surgió de la pared.
Era bueno; le calmó la sed.
Heintz esperó hasta que el suave sedante hubo hecho efecto. Entonces dijo:
—¿Has montado alguna vez en saltador?
David negó con la cabeza.
—El capitán acaba de subir a bordo, David. Partiremos dentro de pocos minutos.
Sintonizaré tu pantalla para que puedas ver la partida; pero antes quiero que extiendas
la red. Tira de la palanca que hay frente a ti.
Una luz verde se encendió ante su nariz; bajo ella, se veía una pequeña palanca.
Tiró de ella y una red, sutil como la tela de una araña, emergió de las paredes del
compartimento y lo envolvió, suave pero firmemente, dejándole libres únicamente los
brazos.
—Bien. Cuando estemos en camino podrás soltarlo, pero sólo después de que yo
te haya dado la señal para ello. Mientras, puedes explorar tu compartimento con toda
libertad. Si quieres algo de mí, aprieta el botón marcado Sobrecargo.
La pantalla se apagó.
Justo sobre su cabeza brillaba una plateada hilera de botones. En uno ponía

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música. Lo apretó y apareció un seleccionador numerado. Indeciso, marcó un número
al azar y se echó hacia atrás, cerrando los ojos. Comenzó a sonar el suave tañido de
una cítara, seguido por el crescendo de un senticello. Un arreglo sobre una pieza para
piano muy antigua, pensó. ¿Qué era? Lo había oído antes, en su clase de Historia de
la Música, pero no recordaba ni el título ni el nombre de su compositor. La música,
inenarrablemente triste, pareció inundarlo. Apretó dos morenos puños contra sus ojos
para detener el flujo de cálidas lágrimas, pero éstas corrieron por entre sus cerrados
dedos y hallaron el camino de su barbilla, mientras la Patética de Beethoven sonaba
en la plateada cinta.
Una ligera voz lo estremeció:
—¿Llorando un poquito? Lo mismo que todos los demás —un suspiro—. ¡Qué
aburrido!
Una chica más o menos de su edad lo miraba desde la visipantalla. Sus ojos eran
francos y azules, y su nariz estaba tachonada de pecas marrones.
—Esperaba que fueras diferente.
—No estoy llorando —él se frotó los ojos vigorosamente, al tiempo que lo
negaba—. Estaba a punto de echar un sueñecito.
Bostezó aparatosamente, mientras miraba de reojo la cara de la chica.
—¿Quién eres?
—Lisa. ¿Y tú?
—David. ¿Dónde estás?
—En el compartimento diecisiete. Tú estás en el ocho.
—Pensaba que era el único.
La chica lanzó una risita.
—¿Acaso tienes un vacío entre las orejas?
La risita lo irritó profundamente.
—¿Qué es lo que quieres decir?
—¿Acaso creías que el saltador iba a hacer un viaje exclusivamente para ti?
—Bueno, no… —Su barbilla se alzó un tanto.
—Sí que lo creías —ella rió de nuevo.
¡Vamos! ¿Pero quién se pensaba que era esa cría?
—¿Por qué no desapareces? —Tendió la mano hacia el botón marcado no
molestar.
—Espera… no me apagues. Espera. ¡Por favor!
El toque de pánico en su voz le hizo detenerse, con la mano sobre el botón.
—Por favor —repitió ella—. Quiero hablar un rato… me encuentro muy sola…
La miró durante un largo instante.
—¿Adónde vas?
—Al mismo lugar que tú.
—¿Y cómo sabes adónde voy yo?
—Tengo mis métodos. Espera… ¿Oyes eso? Nos marchamos.

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El zumbido subliminal que había estado escuchando desde que había subido a
bordo dejó paso a una fuerte vibración que, más que oírse, se sentía.
—Las compuertas se están abriendo —dijo ella—. Mira.
El rostro de la chica disminuyó hasta convertirse en un óvalo de diez centímetros
en un rincón de la visipantalla. El resto de la misma se llenó con una vista de las
tremendas compuertas de Vesta abriéndose al vacío absoluto. Un millón de puntos,
estrellas, agujereaban la negrura del espacio.
Se le formó un nudo en la garganta, y no había forma de deshacerlo. Realmente se
marchaba. Abandonaba su hogar… quizá para siempre.
—¿Vas a volver a llorar?
Logró mostrar una cara de indignación y desprecio.
—No.
—Muy bien. No creo que pudiera soportarlo. Mira… ya hemos salido.
El último vestigio de las puertas de la cámara de vacío quedaba atrás. Ahora en la
pantalla no había más que negrura y fuego de estrellas… y una imagen de diez
centímetros de una chica pecosa.
—Pronto podremos soltarnos de la red —dijo ella.
—¿Cómo es que sabes tantas cosas? —inquirió él. La hallaba molesta y, al mismo
tiempo, le resultaba infinitamente reconfortante estar hablando con alguien, de modo
que no sabía a qué sentimiento abandonarse.
—La experiencia —contestó ella—. Todo esto ya lo he pasado antes.
El escepticismo de él creció:
—¿Cuándo?
—Esta mañana. Subí a bordo la primera, en Hoffmeir.
—¡Hoffmeir!
—Sí. ¿Acaso creías que sólo elegían gente en Vesta?
Agitó la cabeza. Lo cierto es que no había pensado en todo aquello.
—Luego nos detuvimos en Hebe. Después vinimos a Vesta. Ésta es mi tercera
partida —lo dijo con el aire de una veterana saltadora del Cinturón.
—¡Oh! ¿Cuántos somos?
—Nueve, por el momento, en los compartimentos de atrás. Delante está lleno de
mayores que van de vacaciones o en viaje de negocios. No me interesa esa gente.
¿Cuál es tu talento?
—La música.
—Yo voy a ser escritora. Paso todo el tiempo leyendo. Incluso me he leído los
Archivos. Y tengo un vocabulario enorme —lo miró especulativamente—. La
mayoría de la gente dedicada a la música que he conocido era muy sensible. ¿Lo eres
tú?
Él no supo qué responder.
—Creo que tú también lo debes ser. Supongo que siempre te han tenido entre
algodones, así que trataré de echarte una mano. Necesitarás de alguien como yo en

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Renacimiento.
—No necesito a nadie.
Ella suspiró.
—No quería ser tan brutal. Aunque parece que no puedo evitarlo. Lo que sucede
es que tienes un aspecto tan desvalido…
Él mantuvo apagada la pantalla durante más de cinco minutos, hasta que la
soledad amenazó con embargarlo. Encendió de nuevo la pantalla, marcando el
compartimento 17.
—¿Liss? —susurró—. ¿Liss?
Su rostro apareció: pecoso, sonrosado y con los ojos un tanto hinchados. En sus
mejillas se veían rastros de lágrimas.
—¿Vas a hablar conmigo, David? —preguntó, tímidamente.
—Supongo que sí.
La barbilla de ella tembló un poco.
—Lamento haberte irritado tanto.
—No te preocupes.
—Es que hablo demasiado. Siempre ha sido así. Y no lo hago con mala intención.
De repente cesó la continua, aunque casi imperceptible, aceleración.
—¡Caída libre! —exclamó Liss.
Se encendió la luz del compartimento, mientras Heintz decía:
—Los pasajeros pueden soltarse de la red.
David bajó la palanca que había frente a él. La mayor parte de la red protectora
desapareció, dejándole sujeto sólo por una especie de correa elástica. Descubrió que
podía moverse libremente, rebotando en las paredes acolchadas del compartimento.
Pronto lo convirtió en un juego: Uno, dos (techo, pared), tres, cuatro (pared, pared),
cinco, seis (silla, pared).
Se enroscó como una pelota, abrazándose las rodillas. Si se empujaba con los
dedos de los pies desde el respaldo de la silla, así, rebotaba de espaldas en el techo,
volviendo en dirección a la silla. Techo, silla, techo. Un poco desviado, fue hacia la
visipantalla. Detenido justo cuando iba a estrellarse con ella por la correa de
retención, vio en la pantalla a Liss, que también estaba rebotando, como una pelota
encima del chorro de un surtidor.
Heintz, vigilando desde su consola, lanzó una risita y agitó la cabeza. Nunca
había conocido a un chico que, antes o después, no descubriese aquel juego. Suponía
que era algo natural en ellos. Y tampoco dejaba nunca de provocar un resultado
natural.
Al cabo de unos minutos, un David algo verdoso y una Liss pálida y sudorosa se
agarraban a sus asientos con una mano vacilante, mientras tendían la otra hacia el
botón marcado Sobrecargo.
—Ya estaba preparado para esto, chicos. —Heintz apretó los botones de los
compartimentos ocho y diecisiete y una nube de Neutravert fue nebulizada en el

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interior de ambos—. Respirad lenta y profundamente.
En treinta segundos habían desaparecido las náuseas de David, así como buena
parte de sus ánimos.
—Creo que voy a dormir un poco —le dijo a la imagen de la pantalla.
—Yo también —y, al cabo de un momento—. Buenas noches, David.
—Buenas noches, Liss.
Las manos se alzaron hacia la visipantalla, como para tocarse una con otra, y
luego se quedaron dormidos hasta que fue la hora de tender las redes para el aterrizaje
en la Tierra.

Desembarcaron en la Terminal Atlántico-Biscayne, en una cálida mañana azul.


Los ojos de David, deslumhrados por los reflejos cristalinos del océano, se
estrecharon hasta convertirse en unas rendijas. Las cercanas olas saltaban por encima
de las burbujas transparentes de los centros comerciales y los apartamentos que
habían crecido en los bordes de la terminal, una isla hecha por el hombre. Kilómetros
más allá, al oeste, emergía el perfil de Miami Beach, como si fuera un oasis de acero
recortándose sobre el desierto del mar.
Aunque era un día caluroso, él sintió un escalofrío mientras contemplaba el mar:
nada lo había preparado para aquello, nada que antes hubiera olido… el aroma del
mar se aferraba a su nariz. El aire salado le oprimía el cuerpo y parecía resistirse al
movimiento de entrada y salida de sus pulmones. Una delgada película de sudor
perlaba su frente.
Una mujer vestida con un uniforme azul estaba diciendo algo:
—… pero os aclimataréis pronto. Iremos inmediatamente al vehículo de efecto de
aire. Llegaremos a Renacimiento después de la, comida.
Vio a Liss y se acercó a ella. Era más alta que él, mayor de lo que le había
parecido. Notando una repentina timidez, le dio la espalda e hizo ver que
contemplaba el océano. Al cabo de un momento ella le cogió la mano. Su tacto le
parecía firme y amistoso.
Sintiendo pesadas las piernas por la gravedad de la Tierra, estremeciéndose por el
esfuerzo al cabo de tan sólo unos metros, caminaron la corta distancia hasta el pasillo
rodante marcado «Embarcadero de transbordadores».

—Esta comida es bazofia pura —dijo Liss arrugando la nariz con asco.
Él la entendía. Hasta el momento, la comida de la Tierra le parecía primitiva y…
bueno, muy terrícola, comparada con su dieta allá en Vesta. Y el agua tenía un
regusto metálico.
—Creo que tendremos que acostumbrarnos a esto. —Liss apartó el plato y se
colocó en una posición más confortable en el asiento de al lado en el vehículo de aire.

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El brazo de ella, regordete y carnoso, estaba apretado contra el de él, huesudo y flaco.
Dubitativo aún, David pensó que aquello le agradaba: Descubrió de pronto que las
chicas olían de forma diferente que los chicos, y se extrañó de no haberse dado
cuenta antes. Pero lo cierto era que, hasta el momento, no les había prestado mucha
atención a las chicas. Siempre las había creído exasperantes y poco merecedoras de
su atención. Y, desde luego, liss era exasperante; pero, en cierto modo, resultaba
agradable tenerla cerca. Concluyó que Liss no estaba mal. Probablemente no fuera
una chica típica y se preguntó si todas las chicas de Hoffmeir serían como ella.
—¿Cómo son las cosas allá en tu asteroide?
—¿Quieres decir cómo son en comparación con Vesta? Bueno, Hoffmeir es
mucho más pequeño, claro, como cabría esperar de un habitat construido por el
hombre. Y más nuevo; pero vivimos en el interior, al igual que vosotros en Vesta. Y
la gente de Hoffmeir es mucho, muchísimo más inteligente.
Él se volvió hacia ella, sorprendido, y con ese movimiento apartó su brazo.
—¿De qué me estás hablando?
—Es cierto. Todo el mundo sabe que los vestanos son simples técnicos. En
Hoffmeir hay mucha variedad. ¡Vaya, si la misma Universidad que nosotros tenemos
es la mejor de todo el Sistema! Eso es lo que dicen los archivos. Además, en una
sociedad tan pequeña y selecta como la de Hoffmeir, lo que prima es la inteligencia.
Casi le había engañado. Desde luego, era una chica de lo más típico. De hecho,
era tan típica que casi resultaba destacable. Seguro que Hoffmeir estaba lleno de
chicas con la cabeza tan llena de espacio como ella. Su voz rezumó desprecio:
—Apostaría lo que fuera que cualquiera de mi dormitorio es el doble de
inteligente que tú.
—¿Vivías en un dormitorio? —Sus ojos se agrandaron y luego aparecieron unas
arruguitas en los rabillos de los mismos—. Oh, claro…
—¿Qué quieres decir con eso de «oh, claro»? ¿Dónde vivías tú?
—Con mis padres.
Él notó cómo se le abría la boca de asombro. .
—Mientes. —Desde luego, ella debía de creerle muy estúpido para contarle una
patraña como aquélla. Nadie conocía a sus padres hasta el día en que le daban la
bienvenida a la comunidad de los adultos. Ni siquiera un niño de dos años hubiera
sido tan tonto como para contar una mentira tan grande.
—No es ninguna mentira. Ya sabía que los vestanos no se distinguen por su
inteligencia, pero tú eres la prueba de que, en realidad, son estúpidos.
—¿Que yo soy estúpido?
—Sí, lo eres. —Buscó en su cinturón y sacó un pequeño holocubo—. Míralo.
Él apretó la luz del cubo. Un hombre y una mujer sonrientes estaban sentados a
una mesa decorada con los verdes cubos de luz del Día de la Renovación. Una chica,
Liss, entró, llevando una vinifuente ceremonial. La colocó ante ellos y el hombre
llenó tres copas. Las manos se alzaron en un brindis formal.

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Una dedicatoria tridimensional pasó flotando:

A nuestra hija en este día de alegría.


Que pueda encontrar su camino.

David se quedó mirando el holo con aire de incredulidad.


—¿Y ahora, me crees?
—No entiendo… —empezó a decir él—. ¿Cómo es que tú…?
Se interrumpió, sin saber cómo expresar todas las preguntas que se le acumulaban
en la mente. Para empezar, sólo a algunos dignatarios y a un puñado de privilegiados
les estaba permitido reproducirse, pero además, nunca se les permitía criar a su hijo
ellos mismos. Simplemente, era algo que no se hacía. Al fin acabó por comentar:
—Deben de ser muy importantes.
—Lo son. —Echó un poco hacia atrás los hombros—. Mi padre pintó el retrato
oficial del Primer Ministro Gerstein. Y mi madre es poeta laureada del Cinturón… y
eso incluye a tu preciosa Vestá.
Él enarcó una ceja, inquisitivamente.
—Entonces, si hacen esas cosas, eso significa… eso quiere decir que…
—Sí —admitió ella—. Que son mortales.
De repente, el vehículo se zambulló bajo la cobertura de nubes.
—¡Mira! —La nariz de Liss se apretó contra el curvado cristal, seguida
rápidamente por la de David. Una arrugada alfombra verde de montañas se extendía
bajo ellos.
El vehículo se coló entre dos montañas, zumbando por un estrecho desfiladero,
bajando de nuevo, siguiendo un plateado y ondulado arroyo que caía por una
pedregosa cascada hasta penetrar en un boscoso valle.
David se sentía algo mareado por el vuelo y un poco borracho por la alegría.
Nada que antes hubiera experimentado, ni siquiera la caída libre en el saltador, se
podía comparar a aquel vuelo.
El vehículo cayó de nuevo, evitando apenas las copas de los árboles. El arroyo se
convirtió en un río que salta sobre las rocas que encontraba en su camino. Por
delante, los árboles daban paso a un pequeño claro. El rápido vuelo del vehículo cesó
para convertirse en una suave caída vertical.
Había gente esperándoles.

El hombre que se había puesto al frente del grupo dijo:


—Queremos que hoy descanséis. En lugar de reuniros a todos para haceros un
discurso, hemos preferido organizar charlas de orientación privadas.
Iban caminando por un zigzagueante camino de grava que atravesaba los espesos
bosques. Al lado, un riachuelo brillante saltaba de piedra en piedra, gorgoteando en

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su camino hacia el río. Aquí y allí, pequeñas construcciones en madera surgían bajo
los árboles, como hongos marrones.
El esfuerzo de caminar, de arrancar jadeos del pesado aire, era casi superior a sus
fuerzas. Notó cómo le vacilaban las rodillas. Una firme mano le agarró y le sostuvo.
—Ya hemos llegado. —El hombre abrió la puerta de una de las cabañas.
La casita tenía una única habitación, con un pequeño cuarto de baño en un
extremo. Un cilindro cama estaba enrollado contra una pared. El hombre tiró de una
anilla y se abrió.
—Descansa un poco, David. Luego… —señaló la bancada de comunicadores que
estaba en la pared opuesta—… ya te enterarás de más cosas sobre Renacimiento. Y,
cuando hayas descansado, vendrá alguien para llevarte a cenar.
El hombre sonrió y pasó una gran mano por el cabello del chico.
—Sé lo confuso que resulta todo, David. Sé cómo te sientes.
Él alzó la vista, sorprendido e incrédulo. Nadie podía saber realmente cómo se
sentía él.
El hombre siguió mirándole, pero era como si no le viese. Al cabo añadió:
—Ésta también fue mi cabaña. Hace veintidós años.

Estaba demasiado cansado, demasiado inquieto, para poder dormir. Como un


muñeco de trapo, se quedó tirado en la pequeña cama y miró, con aire embotado, a su
alrededor. Las ventanas estaban abiertas y el pesado y cálido aire entraba en la
habitación trayendo extraños olores y sonidos. En una ocasión trinó un pájaro y el
sonido le hizo sobresaltarse, tratando de catalogarlo en su mente. Los únicos pájaros
que había en Vesta eran las gallinas y patos del Nivel de Manutención, y las
descarnadas imágenes de los holos en Educación.
El sol, entrando por la ventana, trazaba un rectángulo de luz que parecía
polvoriento yeso dorado, en el centro de la habitación. En el rectángulo se alzaba un
grácil atril para música, con partituras colocadas encima. Su propia cítara y su flauta
se hallaban junto al atril. Se sintió agradecido por tenerlas, por lo que representaban
de continuidad en su vida.
Al otro lado de la habitación, conectado a la bancada de comunicadores, había un
triple teclado. ¿Tenía teclas amplificadoras? La curiosidad le puso en pie y le impulsó
a través de la habitación. Teclas amplificadoras. Casi no podía creerlo. En Vesta sólo
había un sinfonizador que se le pudiera comparar. El suyo… o, mejor dicho, el que le
habían dejado utilizar a él, era apenas un juguetito comparado con éste.
Se quedó en pie frente al aparato, con los dedos tendidos, temeroso de tocarlo,
pero tentado más allá de lo soportable. Apretó el control marcado soloboe y tocó un
fragmento de una melodía que llevaba un tiempo rondándole por la cabeza. El
sinfonizador le hizo eco con una quejumbrosa voz aflautada. «Recuérdalo», dijo en
un susurro, al tiempo que apretaba el botón memoria. El bajo seguía, no… dos

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bajos… revoloteando alegremente en los registros inferiores. «Ahora, juntos». El trío
hizo ecos en la pequeña habitación. David, escuchando con oído crítico, apretó
retrasar, y luego el código para el bajo I y el bajo II. «Repetin», se dijo. Mejor, pensó,
con sus ojos oscuros brillando ante el sonido que llenaba la cabaña. Mejor. Lo
memorizó todo, maravillándose ante lo intrincado del sinfonizador. Podía eliminar
docenas de pasos mecánicos, los no creativos. Ya no había retrasos entre la idea y su
realización.
Activó de nuevo las voces de los bajos, tocándolas una contra la otra en una
discusión. Las voces se alzaron y él lanzó una risita ante aquellos graznidos de pato.
Ahora una persecución… un choque. Un final de dibujos animados: dos airados bajos
con picos de pato… tropezando una y otra vez el uno contra el otro, quejándose
enloquecidos hasta quedar afónicos, con sus graznidos convirtiéndose en alicaídos y
poco frecuentes cuacs.
Se le ocurrió una idea. Se llevó el sensor a la boca y subvocalizó: «Come-patos,
come-patos, come-patos, come-patos». Apretó una tecla amplificadora,
susurrándolo… c-o-m-e-p-a-t-o-s. Ahora, recortarlo… c’c’c’c’M-p-a-t-o-s.
Jugó con los controles hasta que tuvo a su monstruo galopando tras los patos-
bajo. Comenzó con un paseo de pies pahnípedos en los registros inferiores: C’C’mme
. Ominoso. Tecleó los patos con un cuac débil y chillón.
C’C’mme, C’C’mme.
Luego un suspirar, p-a-t-t-t.
Hacerlo rodar diecisiete tonos abajo: C’C’mmme.
P’P’tos.
Nerviosos graznidos de pato y luego la persecución: C’C’mme. P-a-t-t-t-o-s.
CCC-me… mmme.
Y acabó con un deliciosamente horrible chillido de pato y el monstruo exhalando,
C’C’mmmmmme.
Visiones de revoloteantes plumas de pato flotaban en su mente. Cosquilleado por
la imagen que él mismo había creado, se echó a reír.
—Buenas tardes, David —dijo una voz masculina desde el comunicador.
Sobresaltado, miró hacia arriba.
—Vamos a comenzar tu orientación. Por favor, mira la pantalla…
En la visipantalla apareció la imagen de un mapa de satélite.
—El saltador aterrizó aquí… —Una ampliación del mapa, luego el escenario en
Atlántico-Biscayne—. Subisteis al vehículo de efecto de aire y llegasteis aquí. —
Aparecieron las montañas verdes, señaladas por un puntero luminoso en el mapa de
satélite—. Estáis en un área conocida con el nombre de Zona Natural de Blood
Mountain, que forma parte de la región de Norteamérica antes conocida como
Georgia. Esta Zona Natural tiene más de 4000 kilómetros cuadrados, de los que se le
permiten utilizar a Renacimiento alrededor de 180.
La imagen se enfocó en una pequeña área, y David reconoció las cabañas

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marrones, cerca de la pista de aterrizaje.
—Tú estás aquí, en la vivienda seis.
Las imágenes reales captadas desde el satélite dieron paso a un mapa estilizado,
que mostraba el centro de estudios, los comedores y un gran lago de recreo. Al borde
del lago se veían unas salas de exposiciones, teatro y conciertos.
—Pronto aprenderás a moverte por aquí, David. Ahora, queremos contarte
algunas cosas acerca de Renacimiento. Como los otros, has llegado sabiendo muy
poco del modo en que aquí funcionan las cosas. Así es como estaba planeado;
queremos que cada uno de vosotros descubra por sí mismo cómo es nuestro estilo de
vida. Aunque la forma de ser enviado aquí te resultase brusca y sufrieras por ello un
grave malestar, esto te ha permitido contemplar tu nueva vida sin prejuicios ni
actitudes previas.
»Aquí vivimos una vida muy simple. Simple pero enriquecedora. Ya hallarás
suficiente complejidad en tu trabajo y en las interacciones con tus profesores y tus
compañeros. También esto es deliberado. Hemos buscado crear un ambiente que sea
propicio a la creatividad y que, esperamos, simule un tiempo antiguo, más simple, en
el que la Humanidad se enfrentaba con un período de vida más corto.
»Mientras estés aquí aprenderás algo más que la simple disciplina de tu arte. En
Renacimiento aprenderás a reverenciar las ideas y la cultura que ha creado la
Humanidad a lo largo de su historia.
»Cada uno de vosotros tiene asignado un tiempo para su Decisión Final. En tu
caso, David, ese tiempo es de sesenta meses lunares. Dentro de sesenta meses, si
decides no seguir con nosotros, tendrás que tomar tu Decisión Final para iniciar tu
tratamiento de inmortalidad. Pasado ese momento, tu cuerpo habría madurado
demasiado para que el tratamiento pudiera empezar con éxito.
»Naturalmente, esperamos que te quedes con nosotros… No obstante, si decides
abandonarnos, no habrá reproches, ni eso significará ningún demérito para ti.
»Pronto conocerás a tus maestros, David. Si tienes alguna pregunta, el
comunicador te la contestará.
La voz calló.
Sonó una llamada en la puerta, y luego se abrió.
—Estoy explorando —dijo Liss, y cerró la puerta tras ella.
—¿Cómo has sabido dónde estaba?
—Muy sencillo, se lo he preguntado al comunicador. Ven y te enseñaré dónde
estoy yo. —Señaló por la ventana hacia un desfiladero, casi oculto tras un seto de
hermosos árboles oscuros—. ¿Ves esos árboles? Bueno, pues detrás hay un pequeño
puentecillo. Si lo cruzas, más allá hay un sendero que lleva directamente a mi puerta.
Lanzó una risita y continuó:
—Es algo así como la casa de la bruja en Hansel y Gretel, ¿no te parece?
Él la miró con el rostro totalmente en blanco.
Ella estudió su expresión y suspiró.

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—¿Es que no sabes nada de mitología? —Agitó la cabeza—. ¡Técnicos! Bueno,
supongo que tendré que llevarte de la mano para que… —Se calló—. Ya empiezo de
nuevo, ¿no? Lo lamento; pero, por favor, no me mires con esa cara. Me da
escalofríos.
Parecía tan contrita y tan sincera, que David sonrió.
—De acuerdo.
—Sin embargo, me gustaría mucho contarte la historia de Hansel y Gretel —dijo,
pero enseguida añadió—: Es decir, si tú lo deseas.
—Bueno, pues adelante.
—¡Oh! Ahora no. Esta noche. Es una historia para antes de irse a la cama.
Enséñame tus cosas, anda. —Señaló el sinfonizador—. ¿Qué es eso?
Él le explicó cómo funcionaba.
—Interesante —admitió ella—. Entonces, tú también puedes trabajar de dos
maneras. Igual que yo.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, en mi cabaña el comunicador tiene un procesador de textos. Puedo
usarlo para escribir, pero, en medio de la habitación, más o menos donde está ese atril
tuyo para música, tengo un mueble de lo más raro. Es como una mesa, con una tapa
curvada que se puede usar para cerrarla. ¡Y delante tiene un taburete para sentarse!
—¿Y para qué se supone que sirve?
—¡Para escribir! —Ella esperó su reacción, sonriendo cuando el asombro se le
pintó en el rostro—. Incluso hay un montón de hojas de papel y plumas en esa mesa.
¿Te imaginas algo tan primitivo? Le pregunté al comunicador acerca de esas cosas.
¿Sabías que, en los viejos tiempos, muchos escritores empleaban ese método para
escribir?
Él negó con la cabeza.
—Creo que lo intentaré así. Es muy romántico, ¿no te parece? En cualquier caso,
veo que tú tienes aquí algo parecido. —Fue hacia el atril de la música—. ¿Qué es
esto?
David examinó las hojas. Algunas estaban en blanco, a excepción del pentagrama
impreso. Otras eran composiciones para cítara y para flauta.
—¿Cómo suena esto? —preguntó Liss, tomando una hoja al azar.
Él la miró con sorpresa: estaba titulada «La canción de David». El compositor era
alguien llamado T. Rolfe. Tomó su flauta y empezó a tocar, lentamente al principio,
pues era una pieza complicada, con más rapidez y soltura cuando empezó a sentir la
emotividad de la música.
—Es hermoso —dijo Liss cuando terminó.
—Estoy de acuerdo —dijo la mujer que estaba en la puerta y que había llegado
sin que ninguno de los dos se diera cuenta—. No puedo imaginar que sea posible
tocarlo con más sentimiento.
David alzó la vista con una sensación de placer. El placer desapareció cuando la

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vio, y algo frío, como con muchas patas, comenzó a caminarle por el estómago.
La mujer era vieja. Vieja en un modo que David jamás había visto. Era pequeña y
andaba encorvada. Unos sabios ojos oscuros ardían en un rostro de carne arrugada y
envejecida. Su cabello flotaba en locos mechones canosos alrededor de su cara. La
piel suelta hacía que su barbilla y su cuello fueran una sola y arrugada masa continua.
Se estremeció.
—Te he oído tocar la música que compuse para ti —dijo, y por eso he entrado.
Voy a ser tu maestra, David.
Mientras él se quedaba sin saber qué decir, Liss intervino:
—Oh, entonces usted debe de ser T. Rolfe.
—Tanya.
—¿Aprenderá David a escribir música como usted?
La vieja sonrió, multiplicando por diez las arrugas que surcaban su rostro.
—Ya veremos.
Cuando se hubo ido, David siguió en silencio, reflexionando sobre aquella idea de
la vejez hecha carne.
—Es agradable —afirmó Liss—. ¿No crees?
Él la miró, anonadado.
—Es… es fea…
—Sólo es una vieja —aseguró Liss—. Debe de tener casi cien años.
¡Casi cien años! Madre Chin, la mujer de rostro terso que cuidaba de su
dormitorio, tenía casi doscientos. Y Madre Jacobs era aún mayor. Notó cómo se le
agarrotaba la mandíbula.
—¿Cómo pueden soportarlo? ¿Cómo?
Ella le tocó el hombro y luego le dio unas palmadas.
—Lo lamento, me había olvidado. Nunca antes habías visto seres mortales, ¿no?
Él negó con la cabeza, con aire desdichado.
—Tú no le tienes miedo a eso, ¿verdad, Liss?
La sorpresa apareció en el rostro de ella.
—Bueno, no. Supongo que no. Y, ahora —dijo, cambiando de tema—, sugiero
que investiguemos dónde dan la cena. Supongo que será bazofia, pero, con el hambre
que tengo, no me importa.

Más tarde, aquella misma noche, yacía solo en su cabaña, tan desdichado y
temeroso como un animalillo que se encuentra por primera vez separado de sus
compañeros de carnada. A lo lejos gritó un búho. Cerca le contestó otro.
Sobresaltado, se semiincorporó, mirando a través de la ventana las profundas sombras
y el claro de luna. Nada se movía.
Inquieto, se volvió a recostar. Quería estar en casa, arropado en su litera del
centro, encima de Jeremy y debajo de Martin, arrullado por los suaves ronquidos y

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los otros sonidos apagados del sueño. No se quedaría allí. No se quedaría. Ni aunque
le torturasen.
Poco a poco el enfriamiento y el sueño le embargaron.
Soñó que caminaba solo por umbríos bosques. Al cabo de un tiempo supo que
estaba perdido. Le entró el pánico y comenzó a correr hasta que llegó a un seto de
árboles y un puentecillo sobre el arroyo. Con sus pies volando sobre el sendero,
corrió, gritando: «Liss, Liss». Se abrió la puerta de la cabaña, que era la casa de la
bruja malvada. Tanya Rolfe estaba en el hueco, llamándole con manos que parecían
garras.
Se agitó y murmuró en sueños. Fuera de su ventana un búho planeó con alas
silenciosas, capturando con sus garras a un pequeño ratón.

INTERLUDIO
David contempló las correcciones que Tanya Rolfe había hecho en su
composición. No había manera; en los tres años que llevaba en la Tierra, jamás le
había devuelto una partitura sin aquellas odiosas correcciones. Arrugó las hojas con
una mano y las tiró al suelo.
La anciana agitó lentamente la cabeza.
—¡David, David! Estás aquí para aprender. Y estás aprendiendo; pero eres como
una planta joven, que aún no ha crecido del todo. Es demasiado pronto para esperar
una cosecha.
Demasiado pronto, siempre, era demasiado pronto. Esperó su siguiente
admonición.
—Debes arrastrarte antes de poder caminar, David. Y caminar antes de correr.
La anciana lo miró fijamente, y luego se echó a reír.
—Odias mis discursitos casi tanto como odias mis correcciones.
La barbilla de él se alzó desafiante.
—¡Oh, David! ¡Eres siempre tan impaciente! Aquí sólo podemos establecer unos
cimientos. Tu música ha de crecer… ha de madurar, a medida que tú mismo maduras.
Puede llevarte media vida antes de que compongas algo que tenga un valor
imperecedero. Quizá tardes más en lograrlo. Quizá no lo logres nunca.
Tocó los controles del comunicador y recibió otra copia de la partitura.
—Empecemos de nuevo, David, desde esta nota. Bueno, éste es un buen
principio, pero no te lleva a ninguna parte…

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Oyó su voz repasando la composición, pero las palabras no le quedaban grabadas
en la mente, porque lo que ella le había dicho antes le daba vueltas y más vueltas en
la cabeza.
Quizá media vida. Tal vez más. Puede que nunca.

II
Golpeó a la puerta de la casa de Tanya Rolfe. Se oyó el sonido de una silla
rozando el suelo y luego una voz:
—Adelante.
En el arrugado rostro se dibujó una sonrisa.
—Buenos días, David. Esperaba que hoy vinieras a verme.
—¿Por qué? Hoy no me toca lección.
—No. —Los oscuros ojos lo observaron detenidamente—. Pero la mayoría de
mis chicos y chicas vienen a verme cuando llegan a este punto. Ven a sentarte
conmigo. Sírvete una taza de té, David. —Le tomó de la mano, lo llevó hasta una
silla y luego esperó a que se hubiera servido té de una vieja tetera de porcelana.
Un olor de azafrán y de limón emanaba de la taza. Mientras daba un sorbito, le
parecía que Tanya Rolfe era como aquella tetera… desconchada y frágil por la edad,
pero llena de algo bueno que le calentaba por dentro.
—Ya se acerca tu Decisión Final, ¿no?
—Es mañana —asintió él.
—¿Tan pronto? —Suspiró profundamente y el aliento le salió con un silbido
aflautado—. Pensé que aún faltaba un mes o dos. ¡Tan pronto!
Por un momento, un velo pareció ocultar sus ojos, llenándolos de una mirada de
vulnerabilidad.
Se preguntó cómo no lo había visto antes… Cómo no había visto lo frágil que ella
era, lo frágil que se había vuelto en los últimos años. La mano con que aguantaba su
taza era de porcelana traslúcida, entrecruzada por delgadas venas azules.
Desmayadamente, se dio cuenta de que nunca antes la había visto. No había
escuchado el débil silbido del aire mientras entraba y salía en sus pulmones. No se
había fijado en la hinchazón del tobillo y del puente de su pie. No se había dado
cuenta del esfuerzo en sus movimientos. Apretó el puño, notando cómo las uñas se le
clavaban en la palma.
Ella dejó la taza y le tomó la mano entre las de ella, abriéndola y relajando los

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curvados dedos.
—Deseas saber lo que pasará con tu música si nos abandonas.
Él asintió con la cabeza.
—Eres un músico muy hábil, David. Tienes una técnica que puede mejorar con el
tiempo y la práctica. También tienes talento. Eres musical. Pero tienes algo más… —
Hizo una pausa, mirando por la ventana algo que se hallaba más allá del alcance de su
mirada—. Es algo que han llamado «el divino descontento». Yo pienso en ello como
en un ansia de salir de mi propio interior, de ir más allá… de formar parte de algo
más, mucho más grande, y eso sin dejar de ser Tanya Rolfe.
»Es el descontento de una ola pensante que lame la playa, moviendo las arenas y
sabiendo que, cuando haya desaparecido, otra borrará todas las huellas de su paso. Y
por ello siente rabia… —Un toque de pasión teñía su voz—. Rabia. —Se echó a reír
—. Otros lo llaman «el síndrome de la picazón».
—Pero, si no me…
—Seguirías siendo inteligente, David, y competente. Pero estarías tratando de
moldear un hierro que se enfría. Y, al cabo de un tiempo, dejaría de importarte.
Él asintió con la cabeza, se alzó, caminó hacia la puerta y luego se volvió.
—¿Siempre ha sucedido así? ¿Es totalmente seguro?
—No puedo afirmar que sea inevitable que la chispa desaparezca, David. Pero
puedo asegurarte que siempre ha desaparecido. —Su mano, suave como el vuelo de
una polilla, le tocó en el hombro—. Siempre ha desaparecido.

Fue colina arriba, notando cómo forzaba sus músculos, sintiendo cómo la
respiración salía en rápidos jadeos. La luz del sol, filtrada por las nuevas hojas de
mayo, bañaba el esponjoso suelo del bosque bajo sus pies.
Buscó una alta cima, un lugar desde el que pudiera contemplar Renacimiento. Por
una vez quería verlo entero. Si podía verlo completo, quizá pudiera hacer que
encajase mejor en su mente.
Pasó sobre un tronco caído y en descomposición que estaba en su camino y se
quedó helado. A sus pies estaba enroscada la muerte centelleante. Escuchó el sonido
del cascabel con sólo parte de su cerebro. Otra parte, observaba, orquestando
activamente su mismo pavor… Una maraca resonando; un tam-tam imitando el latido
de su corazón. Acelerando. Silencio. Un silencio que susurraba en su mente a 440
ciclos por segundo… aumentando hasta un alarido, diez mil ciclos, veinte mil, más.
Pulsando más allá del campo auditivo. Sintiéndolo en las tripas.
Si le mordía. Si sus colmillos se le clavaban en una vena, en una arteria… estaba
demasiado lejos para conseguir ayuda.
Sus músculos se contrajeron. Saltó, corriendo entre los árboles con un ronco
acompañamiento de metal que sonaba en su cabeza, corriendo con un tam-tam
redoblando en su pecho, en su garganta.

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¿Le habría mordido? ¿Lo habría notado si le hubiese mordido?
La razón le decía que estaba a salvo, el miedo le empujaba hacia adelante. Sus
músculos seguían impulsándole. Corrió, hasta que su cuerpo se rebeló y le quitó toda
fuerza y también la respiración. Cayó hecho un ovillo al pie de un gran arce,
recostando su espalda contra él en busca de apoyo.
—Cobarde —se dijo a sí mismo en voz alta en cuanto hubo recuperado el aliento
—. Cobarde.
Pero una parte de él se alzaba en su defensa: ¿qué otra cosa podía haber hecho?
No quería morir.
No quería morir.

Caminó de regreso, montaña abajo, hasta llegar al arroyo que había junto al claro.
Un chico alto y muy delgado moldeaba barro mojado, dándole forma de espiras,
sobre una piedra plana que salía del agua. Alzó la vista.
—¡Ah, David! ¿Has estado en lo alto de la montaña?
Era algo más que una frase casual. Más pronto o más tarde todos hacían ese
camino, solos… como si fuera una necesidad biológica, igual que comer o beber,
como si la montaña pudiera dar una respuesta que el valle no podía dar. David asintió
con la cabeza.
—He estado en lo alto de la montaña, M’kumbe.
—¿Sopla el aire más suave allí? —La tensión de la pregunta se evidenciaba en la
forma en que los largos dedos negros martirizaban la húmeda arcilla.
No sabía qué responderle.
Los ojos negros miraron a los suyos y los dedos se movieron.
—Hago mis propias cosas… aquí. —La masa de arcilla se alzó ante la presión de
los dedos del chico, que fue formando una protuberancia, como una espina
descarnada que surgiese de la tierra—. Sube y se cae. Puedo ser un dios para esta
pequeña montaña. Pero, al fin, sólo es arcilla.
Dejó caer su puño, aplastando la espina de barro. Luego la apretó hasta
convertirla en una torta aplanada, amasándola con sus pálidas palmas y sus largos
dedos negros y dividiéndola con una curva en forma de ese.
—Arriba y abajo. Yin y yang. —Los dedos se detuvieron por un instante—. Liss
te anda buscando. Lleva toda la mañana buscándote.

La encontró en su cabaña, sentada en el alto taburete, frente a su escritorio,


escribiendo.
—¿Un poema? —preguntó.
—Una carta. A mí misma. —Siguió escribiendo unos momentos más, luego dejó
la pluma y alzó la vista—. Es un modo de aclarar mis pensamientos.

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—Tres personas me han dicho que querías hablar conmigo.
—Quiero hablar contigo. Pero, por el momento, vamos a dar un paseo. —Bajó del
taburete y tomó un pequeño cesto de mimbre que había en un rincón de la habitación.
—¿Qué pasa?
—Nada.
Ella contemplaba algún punto por encima de la cabeza de él, como si allí hubiese
algo de la más tremenda importancia.
La tomó por los hombros, haciéndola mirarle.
—¿Qué es lo que sucede, Liss?
Ella se pasó el cestito de una mano a otra.
—Nada. Que me gustan muchísimo las moras silvestres. —Su barbilla se alzó
desafiante, pero enseguida apartó la vista—. De hecho, me gustan tanto, que he
decidido que deseo seguir comiéndolas por siempre.
Las manos de él cayeron lentamente hacia sus costados. Se apoyó contra la
barandilla del pequeño puente, tratando de pensar. De toda la gente que había allí,
Liss siempre había parecido la más segura.
Las comisuras de los labios de ella se alzaron, pero los ojos no compartían ese
intento de sonrisa.
—Hay un viejo dicho, David: «Es prerrogativa de la mujer cambiar de idea sin
motivo». ¿Nunca lo has oído?
Él negó con la cabeza.
Se formaron unas arruguitas alrededor de los ojos de ella.
—¡Técnico! —Y luego la vieja broma—: Voy a tener que llevarte de la mano.
Comenzaron a caminar. Caminaron largo rato, antes de llegar a las espinosas
matas de las zarzas donde estaban las moras, antes de que él preguntase:
—¿Por qué, Liss?
Las manos de ella volaron por entre las espinas, cogiendo las moras maduras,
manchándose los dedos de rojo. Sin responderle, tendió el brazo hacia el interior de
una espesa mata y, con un grito, apartó la mano, vacía. Un profundo rasguño se
curvaba a través de su piel y pequeñas gotitas de sangre aparecían aquí y allí, para
combinarse en una línea rojiza. Comenzó a llorar, con unos sollozos
desproporcionados para el daño que se había hecho; le temblaban los hombros y su
pequeña nariz respingona se había puesto roja.
La contempló, sintiéndose totalmente inútil.
El cestito cayó al suelo, desperdigando las moras sobre la hierba, y ella siguió
llorando, cerrando los puños. Y luego, entre sollozos que le quitaban el aliento,
gimió:
—¿Es que nunca sabes nada? ¿Nunca sabes nada?
Se sintió acusado, pero no sabía de qué.
—¡Técnico! —Ella inspiró profundamente, de modo entrecortado—. Se supone
que ahora tendrías que consolarme. Es lo que siempre pasa en las novelas.

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Alicaído, tendió la mano sin saber qué hacer, y le dio unas palmaditas en la
cabeza, despeinándola luego con los dedos.
Sin que hubiera explicación para ello, de repente ella se echó a reír. Empezó con
algo que estaba entre el jadeo y la risita, y luego creció hasta convertirse en unas
carcajadas de manicomio, hasta que tuvo que sentarse en el cálido césped nuevo.
Resultaba contagioso y él se encontró en el suelo junto a ella, también riendo.
Abrazándola, riéndose y luego besándola sobre las moras desperdigadas. Y le pareció
que quizá los dos estuvieran locos, pero no le importaba.
Lanzando sus ropas en un montón manchado de rojo, se abrazaron con fuerza,
rodando por el suave y tibio suelo, apretándose con carnes frías y ardiente necesidad.
Luego, riéndose de las manchas de moras en sus cuerpos, corrieron desnudos sendero
abajo hasta el lago y se zambulleron en un agua tan helada que pareció que les iba a
parar el corazón.

Después de que se hubieron vestido, caminaron bajo los rayos del sol, primero
rápido, tratando de entrar en calor. Tomaron el sendero que subía por la parte de atrás
de una sierra. Bajo ellos podían ver el claro. En el brillante cielo azul, una línea
creció hasta tomar la forma de un disco.
—Mira —dijo Liss—, el vehículo.
El vehículo de efecto de aire detuvo su carrera hacia adelante y descendió
suavemente al suelo del valle. Las puertas se abrieron soltando su carga: siete niños.
—¿Te acuerdas del día en que llegamos, David?
Él asintió con la cabeza, contemplando el pequeño grupo. Uno de los chicos se
mantenía apartado del resto, con los hombros hacia atrás, las piernas algo separadas,
tratando de aparentar más valor del que realmente podía tener. ¡Parecía tan pequeño!
Ella hizo eco a sus pensamientos:
—¿Alguna vez fuimos tan pequeños?
—Supongo que sí.
—Debió de ser más difícil para ti —comentó ella—. Te sacaron de un dormitorio
y te trajeron aquí. Yo nunca viví así… estábamos solos mis padres y yo. Ya en casa
estaba acostumbrada a estar sola. Pero ¿sabes?, creo que tú te las has arreglado mejor
que yo.
Se sentó, cogiéndose las rodillas con las manos.
—Yo he descubierto que necesito tener gente alrededor. Tú has descubierto que
no lo necesitas.
Él enarcó una ceja.
Ella rió, arrugando la nariz.
—Bueno —dijo picaramente—, a veces también tú necesitas compañía. Pero la
mayor parte del tiempo lo pasas dentro de esa cabaña tuya, como un pie
confortablemente arropado en su calcetín.

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—¿Es ésa tu opinión poética?
—Quizá no sea poética, pero desde luego es mi opinión. No creo que sepas ni la
mitad de las cosas que pasan aquí.
—¿Como qué?
Los ojos de ella se nublaron.
—¿Sabías que Tanya Rolfe se está muriendo?
Las palabras le golpearon como un puño en la boca del estómago.
—¿Cómo lo sabes? —Pero ya estaba recordando lo frágil que la había visto
aquella mañana, el sonido silbante de la respiración surgiendo de sus pulmones.
—Tuve que poner al día su obituario.
La palabra no le decía nada.
—La nota de su muerte. Es una vieja costumbre en el periodismo… y los
escritores siguen manteniéndola aquí: tienen en el comunicador una nota de ésas para
toda persona importante, por si la necesitan en caso de que muera repentinamente. La
suya estaba atrasada; tuve que añadirle su nuevo conserere y varias sonatas.
»Me dijeron que lo hiciera enseguida. En cualquier caso, ya sabes que me resulta
imposible dejar de meterme en la vida de los demás… —Alzó la vista hacia él—.
Una cosa me llevó a otra, de modo que marqué en el comunicador el código de su
ficha médica.
—¿Es eso lo que te decidió a comer moras… por siempre?
Ella negó con la cabeza.
—No exactamente. —Tendió la mano hacia él—. Ayúdame a ponerme de pie.
Acompáñame hasta mi cabaña y te lo mostraré.
Tendió una mano y la puso en pie de un tirón. Caminaron por el curvado sendero,
sin hablar, sin sentir necesidad de hablar, hasta que llegaron al viejo puentecillo que
llevaba hasta la cabaña de Liss.
—Al final no trajimos ninguna mora —dijo ella, mirando el vacío y manchado
cestito.
—Tendrás mucho tiempo para coger otras.
—¿Y tú?
Abrió la puerta de la cabaña, entrando antes que ella.
—No lo sé.
Ella caminó hasta el escritorio y revolvió los papeles, acabando por sacar uno:
—Lee esto.
—¿Tu carta a ti misma?
Ella agitó la cabeza.
—No, un poema.
Él leyó, marcando la cadencia con un dedo con el que se golpeaba una rodilla.
—¿Qué te parece? —le preguntó cuando hubo acabado—. Sé honesto.
—Siempre soy honesto —protestó él.
—Sé que lo eres. Por eso he querido que lo leyeras.

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—Pero yo no soy un poeta.
Ella se sentó en un sillón, junto al de él, y se quedó mirando al ancho suelo de
tablones.
Él la contempló un instante y luego dijo:
—Parece bastante bueno. Lo has hecho bien en lo técnico, en cuanto a las
imágenes que empleas, son…
—Vulgares.
—Yo no he dicho eso.
—No es necesario que lo digas. Se te ve en la cara.
—Ya te he dicho que no soy un poeta.
—Ni yo tampoco. —Ella tomó el papel de sus manos y lo dobló en dos,
aplanando el doblez con una uña—. Soy un poco lenta. Me ha llevado tiempo
descubrirlo, pero ahora que ya lo sé, no tiene sentido demorarlo más. ¿No crees?
Él consideró cuidadosamente sus palabras y luego dijo:
—Tienes que tomarte algún tiempo, Liss. Todos lo hacemos. La decisión no surge
de repente.
—Yo ya he decidido tomarme tiempo… todo el tiempo del mundo.
—¿Estás segura?
—He pensado mucho en ello. Soy lista. Tengo don de gentes. Y también tengo un
don con las palabras. Pero eso no me convierte en poeta, David. Ni siquiera en
aprendiz de poeta. Simplemente, no tengo ese don. Podría vivir para siempre y,
aunque no perdiera esta habilidad creativa que tengo… no sería suficiente. Podría
estar escribiendo hasta que esta cabaña se derrumbase, hecha polvo —hizo un gesto
con el brazo hacia afuera de la ventana—… o hasta que esas montañas se hundiesen
en el mar… y daría igual.
Hizo una mueca.
—No es fácil acabar admitiendo lo que debería haber resultado obvio desde el
principio.
Él la atrajo hacia sí, torpemente, apoyándole la cabeza en su hombro.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
Tras unos minutos, ella se volvió a sentar erguida.
—Me falta aún un mes antes de mi Decisión Final, pero eso no va a cambiar
nada. —Le miró fijamente—. ¿Sabes?, sigo pudiendo escribir. Nada creativo, claro.
Y supongo que eso es lo que voy a hacer. Básicamente soy una recopiladora; para eso
sí que sirvo, y mucho. No hay demasiada gente que sea buena en eso.
Se puso en pie, arreglándose la ropa. Luego caminó hasta el pequeño
suministrador, apretó un botón y extrajo dos recipientes de zumo.
—En cierto modo, es todo un descanso. Ya no tengo que demostrarme nada a mí
misma. —Le entregó un zumo y dio un largo trago al otro—. No tengo que hacer otra
cosa más que existir.
Dio vueltas al recipiente del zumo, preguntándose qué decirle, y acabó por no

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decir nada.
Ella se sentó de nuevo a su lado.
—Es curioso cómo resultan las cosas, ¿no? —En su rostro se dibujó una pequeña
sonrisa—. Nunca pensé que sería yo la que acabaría siendo una técnica.

Liss comió con apetito, mientras David llevaba su comida de un lado a otro del
plato, haciendo con ella montones y claros, sin comer nada.
Ella se burló de él:
—Ya eres tan delgado como un palo. Si pierdes más peso las hormigas se te
llevarán.
Él esbozó una sonrisa, pero siguió sin poder comer.
Tras la cena, mientras el sol del atardecer se escondía entre nubes púrpura,
caminaron hacia la sala de conciertos al aire libre, que colgaba en la orilla, sobre el
lago.
—¿La has escuchado ya? —le preguntó ella.
Él negó con la cabeza.
—No quiso ni dejarme ver la partitura. —Estaban a punto de escuchar el
«Conserere de Estío» de Tanya Rolfe, que se estrenaba aquella noche, y se daban
perfecta cuenta de que aquélla iba a ser su obra postuma.
Se sentaron en la parte de atrás. Tras el escenario, los últimos colores del
atardecer brillaban sonrosados sobre las montañas, en el extremo opuesto del lago.
—Esto estaba planeado, ¿sabes? —dijo Liss, admirando la puesta de sol—. El
visiógrafo ha sido Lindner. Creo que es un genio. Nadie puede combinar como él la
Naturaleza y el artificio.
El escenario se alzó silencioso ante ellos, llevando al director y a la pequeña
orquesta. Hubo un silencio… y luego empezó un mesurado coro de cigarras,
contestado por las parpadeantes luces de un centenar de luciérnagas.
El coro se incrementó una y diez veces, mientras las diminutas luciérnagas se
convertían en diez mil puntos de luz girando lentamente a través del oscuro cielo,
para formar constelaciones de frío fuego.
Un sinfonizador suspiró, luego un coro del viento susurrando entre las hojas
jóvenes se convirtió en el tema pronunciado por un solitario soloboe.
David se sintió arrastrado por la música y por los sutiles cambios que había en el
cielo, a su alrededor. Sucesivamente sintió amor, luego dolor y una terrible sensación
de pérdida, y por fin esperanza. Comenzó una pulsación de cuerdas y de colores, tan
delicada que la sentía como un dolor en su garganta. Luego silencio. Negrura. Noche,
hasta que un solitario punto de luz… una estrella errante, creció convirtiéndose en
una enorme bola de fuego y un magno coro de alegría.
Notó cómo las lágrimas le subían a los ojos y parpadeó para retenerlas. Se sentía
vagamente avergonzado por estar a punto de derramarlas, y sin embargo los ojos

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acuosos le hacían eco en toda la audiencia. Se unió a los otros en el aplauso, juntando
lentamente las manos al principio y luego más sonoramente. El palmeante sonido de
apreciación creció en velocidad y luego se produjo el cumplido definitivo…
Espontáneamente, la audiencia inició la respiración rítmica, suspirante, que
simbolizaba una actuación inspirada. Inspirada, con una tremenda inspiración, con
una inspiración que era el aliento de la vida.
Un foco solitario se clavó en la delicada figura de Tanya Rolfe. Salió al escenario
del brazo de Lindner, el visiógrafo, caminando lentamente, con pasos inseguros. Se
quedó quieta, con la cabeza echada hacia atrás, como para coger más aire.
Las respiraciones rítmicas aumentaron en intensidad hasta que los dedos de David
empezaron a notar una picazón y se sintió como mareado. Junto a él, Liss suspiró,
temblando al borde de la inconsciencia. Aquí y allí, gente de la audiencia se
desplomaba, traspuesta por la hiperventilación. Y, a pesar de todo, aquello siguió,
hasta que Tanya Rolfe hizo una señal a Lindner y ambos salieron lentamente del
escenario.

Dejó a Liss en el sendero, cerca de su cabaña.


—¿Quieres estar solo?
Él asintió con un gesto.
—Entiendo —le besó suavemente y se giró, luego se detuvo y le dijo—: David,
hemos sido amigos… eso es importante, ¿no?
Se lo quedó mirando.
—¿Le dirás a una amiga cuál es tu decisión, cuando la tomes?
Entonces fue él quien la besó. Permanecieron aferrados unos minutos, como dos
animalillos perdidos, y luego la empujó suavemente y, sin decirle adiós, caminó hacia
el puentecillo.
Paseó solitario un rato, sin darse cuenta de adónde iba. Descubrió que estaba
cerca de la casa de Tanya Rolfe. Aún brillaba una luz en su ventana.
Llamó quedamente a su puerta; no tuvo respuesta; llamó de nuevo. La puerta
estaba abierta y entró.
Todavía vestida, yacía en su cama. Sus ojos estaban cerrados. Por un momento
agónico creyó que estaba muerta. Luego un débil silbido escapó de los pulmones de
ella.
Se quedó mirándola, deseando despertarla, no queriéndolo. Era como una vela, ya
casi consumida, chisporroteando con un último brillo… desafiando a la noche.
Se quedó allí durante largo rato, observando los surcos del tiempo en su rostro y
en su cuerpo. Las lágrimas que había contenido en el concierto rodaron por su rostro.
—¿Valió la pena? —musitó—. ¿De veras valió la pena?

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Dejó la casa, cerrando la puerta silenciosamente al salir. Tenía hasta la mañana de
mañana. Y luego la Decisión Final. No había vuelta atrás posible. No se podía
cambiar de idea una vez pasado aquel punto.
Caminó en la oscuridad durante una hora o dos, tratando de ordenar sus
pensamientos sin lograrlo. La luz de la Luna rielaba en el negro lago y los árboles
tenían sombras de tinta china. Se sentía cansado y desorientado. Allá arriba había un
lugar en el que podría descansar.
El sendero hacía una curva en el pequeño edificio de troncos al que llamaban
capilla. Abrió la puerta y entró. Nunca antes se había preocupado por ir a aquel sitio,
pero sabía que otros sí que lo usaban.
Se sentó en la parte de atrás de la débilmente iluminada habitación, mirando hacia
abajo, a una pequeña arena oscura. El banco en el que estaba sentado estaba hecho de
madera y tenía un respaldo curvado y muy duro.
Frente a él había un tablero de mandos. Apretó uno, al azar.
La arena tomó un débil tinte azulado y se formó un hexagrama tridimensional.
Una voz suave, casi subliminal, dijo:
—La Estrella de David. —Un hombre, con una larga barba blanca que flotaba al
viento y que asía dos tablas de piedra con las manos apareció. David contempló
aquello un rato, sin acabar de prestarle atención mientras la voz seguía ronroneando
—:… No matarás.
No matarás.
Si se quedaba allí, ¿no era eso lo que iba a hacer? ¿Consigo mismo? Un escalofrío
le recorrió la espalda. Apretó los controles.
Un círculo se movió frente a él: Yin y Yang, tan dividido como lo estaba su
mente.
Otro botón. Una cruz… con un hombre clavado a ella. Tan impotente como una
mariposa en una caja. Con ojos de sufrimiento.
Otro botón. Un girasol, con sus pétalos abriéndose.
Otro. Una serpiente enroscada sobre sí misma para formar el número ocho.
Confuso, apretó la mano sobre los controles, para apagarlos, pero en lugar de esto
lo que hizo fue confundirlos. Bajo él, las escenas cambiaban como las formas móviles
de un caleidoscopio. El girasol transformándose en una luna creciente con una
estrella… la estrella convirtiéndose en el hexagrama… abriéndose en una cruz… una
serpiente que se fundía sobre el centro del girasol. Y entre tanto suaves voces
susurrando:
—Alá… ilusión… no matarás…
Corrió. Corrió hasta que el fresco aire se llevó las escenas de su cabeza.
De regreso a su cabaña y ya sin esperanzas de dormir, marcó un código en el
comunicador. Comenzaron a caer hojas de la máquina: una docena, dos docenas,

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más… las obras completas de Tanya Rolfe.
Tomó su cítara y comenzó a tocar con ella lo que podía de su música. Sentado en
el suelo, con las piernas cruzadas, tocó, con sus dedos saltando de un grupo de
cuerdas a otro, saltando con facilidad el ángulo de noventa grados.
Sólo mientras tocaba su mente se relajaba. Ningún pensamiento parpadeaba
conscientemente, pero la corriente que había por debajo cantaba en las cuerdas
tañidas. Ella no moriría, no podía morir, en tanto que fuera tocada su música.
Tocó hasta que sus dedos sangraron, y entonces dejó a un lado la cítara y tomó la
flauta.
Hojeó las partituras de su música, dejando pequeñas manchas de sangre en las
páginas. Al fin llego a la portada de su último conserere.
Leyó:

CONSERERE DE ESTÍO
por
Tanya Rolfe

Y, debajo de eso, la dedicatoria:

A David Definir, que seguirá viviendo.

¿Por qué no se lo había dicho ella? ¿Por qué no? Notó en la garganta un nudo que
era demasiado duro para poder disolverlo con lágrimas.
Miró la inscripción, sabiendo que aquello podía tener dos significados y sabiendo
también que, para Tanya Rolfe, sólo podía tener un significado. Y también supo por
qué ella no se lo había dicho.
Ella sabía que él tenía que decidir por sí mismo.
Cuando la noche se difuminó en tonos grisáceos, salió de la cabaña llevando
únicamente una flauta de pastor, de cañas: la flauta de Pan. Y una pequeña grabadora
colgada del cinturón.
El agotamiento le había traído un cierto tipo de paz. Exhausto, se derrumbó al pie
de una gran haya, junto al claro. El primer rayo del nuevo sol comenzó a colorear las
colinas.
Aplastó una brizna de yerba con sus doloridos dedos, haciéndola rodar entre ellos,
inhalando su fuerte y dulzón aroma.
Era bueno estar vivo. ¿Cómo sería no estarlo, no hallar lo que había tras el nuevo
día, no ver el próximo martes, no volver a bajar por las pendientes de abril?
Un conejo hizo crujir unas ramas al borde de las zarzamoras, mordisqueó incierto
una brizna de hierba, apuntó sus orejas de terciopelo en su dirección. Sintió piedad
por él. Era tan pequeño, tan efímero. Su vida escapaba mientras él lo miraba.

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Pero era lo que debía ser.
Tomó la flauta de Pan y entonó una melodía en clave menor para aquel
animalillo. Era un tema, lo recordaba bien, de Beethoven. No sabía exactamente por
qué aquel tema le parecía importante, pero en cualquier caso así era. De alguna
manera, le hablaba del fin de las cosas… y de los inicios. La melodía colgó en el
cálido y dulzón aire por un momento y, de algún modo, aquel momento le pareció un
poco más vivo.
Entonces las ideas, las variaciones, surgieron incontenibles de aquella flauta.
Lanzó una carcajada y puso en marcha la pequeña grabadora que colgaba de su
cadera. Y en su mente podía escuchar la orquestación… crecientes cuerdas, luego el
tema susurrado por una flauta, contestada por un kleidófono, coreada por el órgano. Y
ahora unos platillos apagados, una variación con la trompa de Weidner. Todo estaba
allí, todo estaba allí porque en su ser estaba el crear.
Y se dio cuenta, repentinamente, de que estaba muy hambriento. No era extraño.
Se estaba haciendo tarde. Ya era hora de que les dijese que se iba a quedar en
Renacimiento… pero sólo si le daban un buen desayuno.

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Un tubo a través de la tierra
Martín Gardner

El gran maestro contemporáneo de los pasatiempos lógicos retoma en


esta ocasión un tema clásico de la especulación científica y de la
narrativa de ciencia ficción: el tubo que atraviesa la Tierra de parte a
parte. Si el asunto le parece trivial, intente contestar las siete preguntas
del cuestionario siguiente.

Muchas historias y novelas de ciencia ficción han tenido como tema principal un
tubo que pasa directamente por el centro de la Tierra. Al parecer, Plutarco fue el
primero en preguntarse qué le ocurriría a un cuerpo que cayese por un tubo de esta
naturaleza, y, al parecer, Galileo fue el primero en contestar correctamente dicha
pregunta. En la Francia del siglo XVIII, Voltaire y el astrónomo Pierre Maupertuis
debatieron esta cuestión.
La novela de ciencia ficción Through the Earth («A través de la Tierra») de
Clement Fézandié, maestro de una escuela pública de Nueva York, es, que yo sepa, la
que ofrece el ejemplo más antiguo del uso del tubo. Los cuentos de este escritor sobre
«Los secretos del doctor Hackensaw» aparecieron de forma regular en Science and
Invention, de Hugo Gernsback, antes de que éste comenzara con Amazing Stories en
el año 1926, y a menudo me he preguntado por qué estos cuentos no se han reunido
jamás en forma de libro. Through the Earth se publicó por primera vez en la revista
St. Nicholas, volumen 25, en cuatro entregas que abarcaron de enero a abril de 1898.
En la novela de Fézandié, el tubo se perfora simultáneamente desde Estados
Unidos y Australia, utilizando electricidad suministrada por la energía de la marea.
Un sistema de refrigeración instalado en el tubo contrarresta el intenso calor que
existe en el interior de la Tierra; además, el tubo está tapizado con un metal resistente
al calor denominado carbonita. Dentro del tubo se mantiene el vacío para eliminar la
resistencia del aire. La repulsión electrónica evita la fricción entre el vehículo sellado
y la pared del tubo. William Swindon, de 16 años, se ofrece voluntariamente como
primer pasajero, pero el lector deberá echar un vistazo a la publicación por entregas o
bien encontrar un ejemplar de este libro raro para enterarse de lo que ocurre durante
el viaje.
En 1929, la Appleton publicó Earth-Tube («Tubo terráqueo»), de Gawain
Edwards, seudónimo del experto en cohetes G. Edward Pendray, que trata de una
guerra entre Estados Unidos y Asia. Después de perforar un agujero que atraviesa la
Tierra, y de tapizarlo con un metal denominado undulal, los asiáticos introducen en el

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tubo hombres y tanques de undulal, que emergen cerca de Buenos Aires y se
proponen conquistar las Américas. El plan se malogra, pues Estados Unidos descubre
una forma de destruir el undulal.
En ciencia ficción se han utilizado como medio de transporte tubos más cortos
que comunican directamente una ciudad con otra. Si se prescinde de la fricción y la
resistencia del aire, para impulsar un tren no hace falta combustible, pues la gravedad
lo conduce hasta el centro del túnel y, luego, el impulso adquirido le hace recorrer el
resto de la distancia. En este concepto se basa la novela de Alexander A; Rodnykh
titulada Subterranean Self-propelled Railroad between St. Petersburg and Moscow
(«Ferrocarril subterráneo autopropulsado entre San Petersburgo y Moscú»), publicada
alrededor de 1900, y una novela de 1915 de Bernhard Kellermann en la que se habla
de un tubo similar que va de Nueva Jersey a Francia. La idea de utilizar la gravedad
para arrancar y parar un vehículo se emplea en realidad en muchos sistemas de
transporte subterráneo colocando curvas verticales al comienzo y al final de los
proyectos, y de todos es conocida la utilización de este principio en los salones donde
se juega a los bolos para devolver las bolas al jugador.
El profesor alemán que aparece en Sylvie and Bruno Concluded (1893), de Lewis
Carroll, explica a Lady Muriel cómo el túnel recto permite la existencia de un tren de
gravedad. L. Frank Baum utiliza un tubo de gravedad como forma de transporte en
Tik-Tok of Oz.
Si consideramos que la Tierra es homogénea, dejamos de lado la resistencia del
aire, la fricción, las fuerzas de Coriolis y demás detalles, no resulta difícil calcular
que un vehículo que cae recto a través del centro de la Tierra, completaría el recorrido
en algo más de 42 minutos. Lo que sorprende es que este tiempo es independiente de
la longitud del tubo. Por corto que sea un túnel que va directo de un punto de la
superficie terrestre a otro, el tiempo que dura un viaje es de aproximadamente 42
minutos, o bien 84 minutos, si el viaje es de ida y vuelta.
No es ninguna coincidencia que la velocidad máxima de un cuerpo que cayera por
el tubo sea precisamente la velocidad (tal y como la calculó Newton) a la que un
satélite ha de lanzarse horizontalmente para ponerlo en órbita circular alrededor de la
Tierra. En condiciones ideales (falta de atmósfera, Tierra con forma esférica, etc.), el
satélite completaría una órbita en aproximadamente 84 minutos.
Supongamos que el eje de la Tierra es perpendicular al plano de la eclíptica, y que
un satélite gira alrededor de la Tierra de polo a polo, en un plano que cruza el Sol.
Supongamos, además, que el Sol proyecta una sombra del satélite sobre el eje de la
Tierra. La sombra oscilaría de un polo al otro en perfecta correspondencia con la
oscilación de un tren de gravedad —un satélite interno— en el interior de un tubo que
fuera de polo a polo. Es una forma de decir que el tren oscilaría con un movimiento
armónico simple. En realidad, un tren de gravedad que marchara sobre unas vías
rectas y cubriera una distancia cualquiera a través de la Tierra, oscilaría con un
movimiento armónico.

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Tampoco es ninguna coincidencia que esos 84 minutos a los que se hace
referencia más arriba constituyan el período del denominado péndulo de Schuler, que
es un péndulo imaginario gigante de longitud igual a la del radio de la Tierra y que
oscila justo por encima de la superficie terrestre.
Supongamos que dentro de unos cuantos siglos se logran superar todas las
dificultades técnicas y que se puede construir un tubo sin aire, sin fricción y
adecuadamente refrigerado que conecte las metrópolis del Polo Norte y el Polo Sur.
Si se sitúa el tubo a lo largo del eje terrestre, se eliminan las fuerzas de Coriolis. Por
el túnel, unos vehículos cilíndricos transportan mercancías y pasajeros de un polo al
otro en 42 minutos.
¿Cuántas de las siguientes preguntas puede usted contestar antes de leer las
respuestas aquí?

1. Al viajar el vehículo desde el Polo Norte hacia el centro de la Tierra, ¿su


velocidad aumenta, disminuye o permanece invariable?
2. ¿La aceleración aumenta, disminuye o permanece invariable?
3. Si viajáramos en uno de estos vehículos y éste se detuviera en su camino de
descenso hacia el centro de la Tierra, ¿pesaríamos más o menos, en una báscula
de muelles, de lo que pesamos en la superficie terrestre?
4. ¿En qué punto del viaje se experimentaría gravedad cero?
5. ¿En qué punto alcanza el vehículo su máxima velocidad y cuál es ésta?
6. Si un vehículo se precipitara por un tubo similar que atravesase el centro de la
Luna, ¿sería el tiempo de un viaje de ida inferior o superior a los 42 minutos?
7. Se ha escrito una famosa narración de ciencia ficción en la que se narra un
intento de excavar un profundo agujero debajo de la corteza terrestre. En ella,
resulta que la Tierra es un organismo vivo, y que cuando se abre su epidermis,
emite un grito potentísimo. ¿Cuál es el título de la narración y quién la escribió?

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La mujer que amaba al centauro Pholus
Gene Wolfe

Ya nadie duda de que la ingeniería genética es una de las ramas de la


ciencia y la tecnología avanzada que más contribuirán a transformar
nuestro mundo en los próximos años. Para bien o para mal. Prometeo ha
roto sus cadenas y el doctor Frankenstein está becado en Harvard.

El teléfono de Anderson sonó y, por supuesto, era Janet. Antes de colgar el


auricular, Anderson salió de la cama y miró el reloj; eran las cuatro y veinte de la
madrugada. La luz de la luna reflejada en la nieve derretida dejaba ver un falso
amanecer a través de las ventanas.
Anderson encendió la luz de la mesa de noche y encontró rápidamente las
zapatillas, pero las dejó caer; no había tiempo para zapatillas. El pequeño caballo
acuático que Dumont le había dado —también Dumont estaría allí seguramente—
sacó la cabeza y la espumosa cabellera de la superficie del agua del acuario y emitió
un chillido tan agudo que sonó como el gorjeo de un pájaro.

Su semejanza era tan notable, que ningún mortal


jamás podría diferenciar a uno del otro.
Blanca como la nieve era su armadura,
blancos como la nieve sus corceles.
Jamás sobre el terrestre yunque
había brillado armadura tan extraña,
y jamás corceles tan briosos
bebieron de las terrestres aguas.

Anderson no podía recordar quién había escrito aquello.


Antes de irse a la cama, había llenado el impecable termo metálico con café
caliente, pensando que no lo iba a necesitar y que lo bebería con el desayuno para no
desperdiciarlo. Se puso una camisa de leñador, pantalones de lana de cazador,
calcetines gruesos, botas de caza con suela de goma, chaleco, abrigo forrado de piel y
un gorro del ejército. Controló que los guantes y la brújula estuviesen en el bolsillo
del abrigo. La pancarta ya estaba en el coche y las cadenas estaban puestas. Arrancó
sin mayor dificultad, recorrió la carretera a toda velocidad y luego bajó por la calle
silenciosa. Ahora voy, Janet; ahora voy, Pholus o quienquiera que seas. Maldición.
Al comenzar el invierno, Anderson solía salir con el traje que usaba en el campus,

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con el mismo abrigo y el mismo sombrero. Había aprendido la lección, después de
atravesar la nieve a duras penas, mucho antes de que las balas de ametralladora
destrozaran a la débil y asustada sirena, la mujer pájaro cuyas plumas dispersas había
recogido junto con Dumont cuando los soldados se fueron del lugar. Había una
compañía de ventas por correo que vendía toda clase de prendas de abrigo. Los
precios eran altos, pero la calidad, excelente.
Jamás sobre el terrestre yunque… ¿Cómo continuaba el poema?
Era algo así como…

Sobre las verdes olas que se ondulan y mecen suavemente,


la bella Anfitrite cabalga sobre su concha de plata;
sus traviesos delfines tiran de las riendas de seda;
escuchad su dulce voz y contemplad su majestuoso paso sobre las aguas.

No, no era así; eso era Darwin, el padre o quizás el abuelo del Darwin de
Dumont, el Darwin del Beagle. Anderson cogió la carretera interestatal. A medida
que avanzaba, las luces rojas traseras de los coches que viajaban delante de él se
parecían cada vez más a los ojos de una bestia, iluminando la nieve acumulada a
ambos lados de la carretera.
Finalmente, sólo para oír una voz, Anderson dijo en voz alta:
—Venden de todo menos cera de Ulises; pero, total, yo no necesito cera. —Había
estado pensando en el toro con cabeza de hombre, Nin de Asiría, al que también
habían matado, y el recuerdo de sus alas le trajo a la sirena nuevamente a la memoria.
En ese momento, la radio comenzó a murmurar algo, como si hubiesen sentido su
soledad.
—Hola, hola. Aquí, Sombelené llamando a Peirithous. Adelante, Peirithous.
—Estoy aquí, Sombelené —contestó Anderson. No sabía dónde había descubierto
Janet aquel nombre; no había sido en ninguna de las referencias que él conocía.
—Pasa la señal de Dells, Peirithous. A unos doscientos metros verás una carretera
sin ninguna señalización a tu izquierda. Nosotros estamos a unos cinco kilómetros de
allí.
—Diez-cuatro y fuera, Sombelené —contestó Anderson. Odiaba los seudónimos
y estaba seguro de que, de cualquier forma, el ejército sabía quiénes eran ellos.
Como para confirmar sus pensamientos, oyó el estrepitoso sonido de un
helicóptero proveniente de arriba, cada vez más fuerte y más cercano. Pasó sobre su
coche, volando casi a nivel de la copa de los árboles y a una gran velocidad. Luego,
desapareció detrás de las montañas.
—Hola, llamando a Sombelené. Helicóptero en el camino.
—Diez-cuatro, Peirithous.
Janet lo sabía y quienquiera que fuese el que estaba con ella lo sabía también; y,
por supuesto, en su helicóptero los soldados lo sabían.

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«Salve, amados pájaros», exclamó,
«camaradas de la marea y el océano».

Anderson pasó una valla anunciando un tipo de bote pequeño llamado Apolo II y
se desvió bruscamente hacia la siguiente carretera sin señalización. Podían verse las
huellas recientes de un coche en la nieve, e inmediatamente Anderson comenzó a
mirar hacia ambos lados, a pesar de que sabía que desde la carretera era muy difícil
que pudiese ver algo. Aunque podía ser. ¿Cómo era aquello…?

¿Te los llevarás todos, Galileo? Pero éstos


quedarán aquí,
el laurel, las palmeras y los himnos,
los pechos de las ninfas cuando reposan…

El sol comenzaba a asomar detrás de las montañas cubiertas de nieve, y Anderson


sintió que su estado de ánimo mejoraba inexplicablemente. Iba a luchar y sabía que
lucharía por la única causa que merecía la pena. Era la primera vez que no podía
recordar una cita, pero sí recordaba lo que aquello significaba, y no sólo en su mente,
sino también en los pies y en las manos, en el vientre, el corazón y la mente. Era muy
importante ganar la lucha, pero lo más importante era luchar por algo que sabía que
merecía la pena. No podía estar en ningún otro sitio que no fuese allí.
Cuando llegó a la cima de la montaña vio los coches, las pancartas y el tumulto de
gente. El helicóptero había aterrizado justo detrás de un pequeño bosque de abedules,
y había dos camiones del ejército de color verde oliva opaco. Clavó los frenos y el
coche patinó peligrosamente, pero Anderson maniobró con habilidad, tal como lo
anunciaba un automovilista en la televisión. El coche giró noventa grados y se deslizó
por el hielo hasta llegar abajo, deteniéndose a unos pocos metros del camión más
cercano.
Anderson salió del coche rápidamente, cogiendo su pancarta del asiento trasero
de la misma forma que el antiguo Anderson hubiese cogido un arma. En la pancarta
podía leerse: LA VIDA INTELIGENTE ES SAGRADA. Levantó los brazos para
mostrarla, a pesar de que sabía que las cámaras aún no estaban allí. Algunos soldados
lo miraron fijamente; eran jóvenes reclutas en su mayoría, muchachos de menos de
veinte años.
Janet corrió hacia él, salpicando barro con las botas; su cabello rubio brillaba
vivamente sobre el mono rojo de esquí.
—Andy, me alegro de que hayas venido. Han ido a buscar una grúa, quitarán los
coches del camino.
—Si hacen eso, formaremos un cordón humano cogiéndonos de las manos
delante de la grúa. No podemos pedirle a esa gente que se siente, con tanto lodo.

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Mientras decía esto, miraba a los otros manifestantes. Sólo eran seis, cinco de los
cuales eran mujeres de mediana edad. Sus intenciones eran muy buenas, pero no
estarían mucho tiempo protestando sin alguien que las dirigiera.

Enviadme al menos a la guerra,


y dejadme guiar a los Mirmidones,
así los griegos tendrán una esperanza.

Dumont salió de su camión y cuando vio que Anderson estaba allí le saludó con
la mano. Su abrigo se parecía mucho al de Anderson, pero su rostro era más delgado
y mostraba una incipiente calvicie.
—Todavía no sabemos lo que es. Algunos de nuestros miembros están
entrevistando al granjero que lo vio, es posible que sea un caprípedo.
—Vaya —dijo Anderson. Un sátiro, y no por mera coincidencia, se parecía a la
representación convencional del demonio; algo bastante más difícil de defender en
público que un pequeño Eros alado.
—¿Me necesitáis? —preguntó Dumont.
—Todavía no —contestó Janet—, quédate en la radio.
Un oficial se acercó desde el helicóptero, caminando con dificultad sobre el lodo
cubierto de nieve. Anderson pudo ver las águilas plateadas de su chaqueta de
campaña. Águilas romanas, pensó Anderson. La aviación griega… una espiral con
alas. Apuesto a que no lo sabe, ni le importa.
Un hombre con barba que Anderson no había visto antes se apartó del grupo de
manifestantes y preguntó:
—Esa nueva criatura, ¿podremos verla?
—No lo llames criatura —dijo Anderson—, di él o ella; es más fácil para ellos
disparar a una criatura que a una persona. Puede que sí, pero lo más probable es que
no lo veamos.
—Podrás verlo y hasta incluso hablarle si sigues viniendo —dijo Janet sonriendo
al hombre de barba—; puede que hoy tengamos suerte.
El hombre le devolvió la sonrisa detrás de la barba y levantó la cabeza mirando a
lo lejos.
—Hay más de uno allí, ¿verdad? He oído hablar de ellos alguna vez; esto lo hace
sentir a uno como Adán.
—Estamos en el margen de una de las zonas más boscosas de Wisconsin —dijo
Anderson—. Mucha gente los trae aquí y la mayoría se pierden. Un amigo mío, que
es estadístico, dice que son descendientes de un grupo en extinción del que pocas
personas se acuerdan. Ellos lo saben y por eso se recluyen en sitios como éste. Hay
también un pequeño grupo en Minnesota y otro en Michigan.
—Se cree que en las montañas Smokey viven muchísimos de ellos. El doctor
Dumont piensa ir allí este verano —agregó Janet.

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—¿Profesor Anderson? —Era el coronel.
—Soy yo —contestó Anderson.
—El dossier que vi de usted era bastante incompleto, pero me pareció reconocerle
por la fotografía. ¿Qué es lo que enseña usted, biología, biofísica?
—Literatura clásica.
—Vaya, eso sí que es interesante. A mí me gusta mucho Sherlock Holmes, y
también Kipling. Supongo que la ingeniería biológica será un hobby para usted.
Anderson respondió negativamente con la cabeza.
El coronel miró a su alrededor como esperando ver al minotauro saliendo de un
establo.
—En su momento, me encargaré de que se siga un procedimiento autorizado.
Ahora, todo esto es muy confuso.
—La cuestión es de qué lado está la confusión.
—Supongo que podría plantearse de ese modo. ¿Le han contado lo que mataron
ayer en una calle de Filadelfia? Un gato con cabeza de serpiente; era del tamaño de
un perro pequeño.
—Hay muchos gatos del tamaño de un perro pequeño, y me atrevería a decir que
la mayor parte de ellos son más listos que un cazador. Sin duda, era el primer intento
de alguien que quería hacer un animal mitológico.
El coronel pareció no prestarle atención.
—Hacen esas cosas y luego no las pueden dominar; para colmo, en lugar de
destruirlos, dejan que se pierdan por ahí. Es curioso, todas las cosas que han sido
descubiertas o inventadas por grandes científicos se convierten finalmente en objetos
que cualquier hombre medio puede hacer en el sótano de su casa. La televisión, por
ejemplo; uno puede coger las herramientas y fabricarse un aparato de televisión tan
bueno como cualquiera de los que venden por ahí; o los aviones; sé de un hombre que
llegó a fabricar un avión en el garaje de su casa.
—Si los hermanos Wright no hubiesen construido el primer avión en una tienda
de bicicletas, ahora no existiría ningún avión —dijo Anderson.
—Puede ser —contestó el coronel poco convencido. Anderson estaba seguro de
que creía que había sido Boeing quien había inventado el primer avión—. En
cualquier caso, mis órdenes son dejar este sitio completamente limpio. Usted y sus
seguidores están interfiriendo.
—No son mis seguidores, sólo piensan igual que yo.
—Su dossier dice que usted es uno de los líderes, profesor Anderson. Usted es un
hombre y ellas son casi todas mujeres; además es usted culto y el más alto de todos.
Si estuviese en mi lugar, ¿quién creería que es el líder?
—Si yo estuviese en su lugar, estaría equivocado en eso y en un montón de cosas
más. —Pero ya no prestaba atención a la conversación. Un camión se acercaba desde
la montaña. Al principio, Anderson pensó que era un camión remolcador del ejército,
pero luego el hombre de barba y algunas mujeres comenzaron a animarse y Anderson

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pudo ver las letras en el costado del vehículo.
El coronel dijo algo inaudible al capitán, el capitán murmuró una frase al sargento
y éste gritó a las tropas, que inmediatamente se pusieron en fila. Janet y el hombre de
barba volvieron corriendo a retomar sus puestos en el grupo disperso y Dumont salió
de su camión para unirse a ellos. Anderson se dio cuenta enseguida de que esto era lo
que todos estaban esperando. El ejército demostraría que estaban cumpliendo su
misión sin ninguna violencia y luego contagiarían a millones de telespectadores con
la emoción de la cacería.
Los manifestantes, por su parte, expondrían el caso ante esa misma audiencia,
tratando de despertar compasión por la presa en los telespectadores.
Un hombre que llevaba un micrófono salió del vehículo, seguido de otro
encargado de la cámara. Guiados por un instinto infalible, ambos se dirigieron a
Janet. Anderson hubiese querido hacérselo notar al coronel, pero éste estaba muy
ocupado inspeccionando las tropas del fondo. El hombre del micrófono anunció en
voz baja a qué canal televisivo pertenecía y avisó que todo lo que se grabara se
emitiría en las noticias del mediodía.
—Deben comprender que es una persona a la que están por asesinar —dijo Janet
sin preámbulos—. Probablemente, alguien con el corazón y la mente de un niño.
—¿Realiza usted estas especies de creaciones vivientes?
Dumont se inclinó hacia el micrófono mirando la cámara.
—Yo sí. Es completamente legal hacerlo y moralmente impecable. Es diferente
que la búsqueda de bacterias, ya que esto no trae epidemias. Lo que ocurre es que el
resultado de nuestros trabajos no cuenta ni siquiera con la protección que las especies
salvajes tienen.
—¿Con qué propósito realizan estos trabajos? —preguntó el periodista.
Janet posó su mano sobre el hombro de Dumont, y Anderson, aunque sabía que
ella estaba posando para las cámaras, sintió un suave estremecimiento por la belleza
de su perfil.
—Hemos perdido a muchos de los habitantes de este mundo. La enorme ballena,
el gorila, dos especies diferentes de leopardo, y todos en los últimos diez años.
Ahora, los humanos podemos hacer realidad un antiguo sueño, podemos ver a los
amigos que nuestros antecesores soñaron. El mundo es lo suficientemente grande
como para que todos vivamos en él y nosotros no queremos ser los únicos habitantes
de este planeta.
Las patrullas comenzaron a alejarse andando. Aparentemente, se proponían
distraer a los miembros del equipo de televisión. Anderson envió a dos manifestantes
con cada patrulla, indicándoles que se colocaran entre la víctima y el arma del
soldado si podían, y si se atrevían. Detrás de él, oyó que el hombre de barba estaba
hablando ahora.
—Dios le dio al primer ser humano el poder de nombrar a las demás criaturas, y
en el lenguaje de la Biblia nombrar significa crear. «Al principio era la palabra…».

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Anderson comenzó a seguir a una de las patrullas. A pesar de las armas y los
equipos, los jóvenes soldados se movían mucho más rápido que él. Las huellas de sus
pisadas eran claras, pero Anderson los perdió de vista cuando se internaron en el
bosque. Nuevamente, se oía el ruido del helicóptero. Anderson utilizó el palo de su
pancarta como bastón. El viento, que movía las ramas de los árboles, traía un aroma
primaveral y parecía llevar algo más puro que el aire. Anderson sintió nuevamente,
tal como le había ocurrido en el coche, que era un privilegiado. Después de algo más
de un cuarto de hora, pudo ver a los soldados nuevamente, o quizás era otra patrulla.
Se habían detenido para examinar unas huellas que sus propias pisadas habían ido
tapando; casi inmediatamente reanudaron la marcha. Anderson apuró el paso,
esperanzado al no haber oído ningún disparo, todavía…
El sol había ascendido lentamente por sobre los árboles. El zumbido del
helicóptero cruzó el cielo dos veces, pero luego se desvaneció. La brújula de bolsillo
que Anderson había comprado unos meses atrás se había perdido en la nieve. Pudo
ver el abrigo de Dumont a lo lejos, una mancha negra moviéndose en la nieve; luego,
vio el traje rojo de Janet frente a él.

Oh, padre Júpiter, si alguna vez te he ayudado,


concédeme este único deseo.

Anderson gritó llamándoles y ellos respondieron enseguida; algo en sus voces le


dijo que estaban tan perdidos como él y habían estado discutiendo hacia qué lado ir.
Un fino hilo de agua casi helada corría ondulante atravesando la nieve muy cerca
de donde ellos estaban. Había también un grupo de rocas cubiertas de nieve. El sol,
demasiado alto ahora como para servir de guía, brillaba a través de los pocos copos
de nieve que revoloteaban en el aire.
—Bueno, aquí estamos —dijo Janet sonriendo—. Los tres cabecillas, los líderes.
Apuesto a que tú tampoco conoces el camino de regreso, ¿verdad, Andy?
—Lo encontraremos —dijo Anderson moviendo la cabeza.
—Espero que Paul lo haya logrado.
Anderson supuso que Paul era el hombre de barba.
—Creo que deberíamos dividirnos —dijo Dumont en el preciso momento en que
una pequeña figura se movió entre los arbustos cubiertos de nieve, acercándose hacia
ellos en forma indecisa. Sus orejas terminaban en punta y su rostro parecía el de un
niño inteligente y enfermizo. Dos pequeños cuernos asomaban entre los rizos
oscuros. Al principio, Anderson pensó que llevaba un trozo de tela rojo. Janet se
arrodillo frente a él, mirándole con lástima, y el trapo rojo cayó al suelo. Envueltos en
él estaban los dedos, todos cubiertos de sangre.
—¡Tu brazo! —dijo Janet en un susurro—. Dios mío, tu pobre brazo.
Dumont y ella comenzaron a improvisar utensilios para curarlo. Hasta ese
momento, Anderson no se había dado cuenta de que si el ejército llegaba a herir a

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alguno, ellos tendrían que curarlos. Volver a buscar la brújula que había perdido e ir a
pedir ayuda era demasiado. Sintió un desprecio por sí mismo tan fuerte como la
euforia que había experimentado antes. Aun así, estaba obligado a mirar el brazo
herido del fauno como si tuviese vendas y penicilina.
—¡Le han disparado! ¿Cómo pudieron disparar a este pequeño cuerpo, a este
pobre niño? —dijo Janet.
Dumont estaba haciendo un torniquete en la parte superior del brazo del fauno.
—Vendrás a casa con nosotros, pequeño. Yo sé de un sitio donde podrás quedarte
hasta que esto mejore.
—No son heridas de bala —dijo Anderson.
Janet y Dumont le miraron fijamente; el pequeño fauno apartó sus enormes ojos
de él.
—He estado en la marina, he visto películas y recuerdo una vez que uno de los
hombres de nuestro cuartel se apoderó de algunas municiones y disparó a un teniente.
He visto heridas de bala en otros sitios y vosotros también. Las balas perforan la piel
al entrar y dejan alrededor una aureola azulada. Si todavía tienen velocidad al salir
del cuerpo, dejan un agujero cónico en la piel. Si pasan por el hueso, lo destrozan, y
estos huesos no están quebrados. Hay heridas profundas pero es principalmente la
carne la que está destrozada. Cualquiera que sea la bestia que atacó este brazo, lo hizo
con los dientes; yo diría que fue un perro.
Luego, lentamente, entre sollozos y a pesar de las inocentes evasiones, todo se
descubrió: el gemelo muerto, las huellas similares pero no idénticas, las de un oso; el
terror en aquellos bosques helados. La lengua de cabra le impedía pronunciar bien las
palabras (Anderson recordó a un niño ceceante que vivía enfrente de su casa cuando
era pequeño), pero pronto se acostumbraron a ello. Después de un rato, les resultaba
difícil mirarse a los ojos.
—Finalmente alguien lo hizo —dijo Dumont— ¡al menos una vez, y
probablemente más! Yo no he sido.
—Nunca pensamos que hubieses sido tú —dijo Anderson.
—Esas huellas no pueden ser las de un centauro —dijo Dumont vacilante
mientras alternaba su mirada entre Anderson, Janet y los alrededores—. Un centauro
mataría con sus patas o con las manos, pero sus dientes no serían más peligrosos que
los tuyos o los míos. ¿Un hombre lobo?
—Quizás —respondió Anderson— ¡pero existen otras posibilidades!; Anubis y
Set, o incluso Narashimha, el hombre león de los Vedas. Sean lo que sean, tendremos
que utilizar nuestra conexión con los otros para llevar a los soldados hasta ellos antes
de que maten a un ser humano.
Dumont asintió inclinando la cabeza, pero los ojos de Janet brillaban de ira.
—¿Seríais capaces de hacer algo así? ¡Vosotros queréis verlos muertos, muertos a
tiros!
Inmediatamente salió corriendo. Anderson corrió tras ella y Dumont detrás de él.

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No habían hecho más de unos pocos metros cuando Anderson oyó el galope de un
caballo.
Anderson lo había visto antes sólo una vez. Entonces era de color roano; el torso
humano, los brazos y el rostro, blancos. Ahora, Pholus era negro, más grande que
cualquier caballo, muchísimo más grande que cualquier hombre, musculoso como un
gigante. Janet, cogida de su espalda, rodeando esos brazos poderosos con sus frágiles
manos, parecía una niña, una niña pequeña en un sueño. Los podría haber aplastado
con sus poderosas patas, pero en el último momento se hizo a un lado, levantando una
espuma de nieve y lodo; hiriéndoles, sin embargo, con su mirada salvaje. Anderson
vio que algo rojo se movía. Quizás Janet había levantado su mano, quizás no. Se
detuvo, jadeante.
Dumont siguió corriendo, menos ágil todavía que Anderson; ciega y
estúpidamente.
A Anderson no le importó. En un pequeño claro encontró al fauno y lo cogió de la
mano. La carretera y los coches, todas las reliquias de aquel siglo veinte ya
agonizante menos él estarían en la dirección opuesta a la que Pholus había tomado.
Anderson caminó con dificultad hacia ellos.

Entre otros de menor jerarquía se advirtió una frágil forma,


un fantasma entre los hombres, solitario
como la última nube de una tormenta que se desvanece,
cuyo trueno es su toque a muerto; él, imagino,
había posado su mirada en la desnuda belleza de la Naturaleza,
como Acteón, y ahora ha huido por senderos equivocados,
con débiles pasos sobre la soledad del mundo;
y sus propios pensamientos, a lo largo de ese abrupto camino,
perseguían, como feroces sabuesos, a su padre y a su víctima.

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La mirada hacia atrás
Isaac Asimov

Los relatos de Asimov sobre el club de los Viudos Negros son


sobradamente conocidos a través de varias antologías. Lo que pocos
saben, sin embargo, es que dichos relatos —de los que éste es uno de los
últimos exponentes— están inspirados en una organización real, de la
que el propio Asimov es miembro: los Trap-Door Spiders.

Si Emmanuel Rubin sabía cómo no ser didáctico, jamás puso en práctica ese
conocimiento.
—Al escribir un cuento —dijo—, lo mejor será que conozcas el final. En un
cuento, el final sólo lo es para el lector. Para él escritor, se trata del comienzo. Si en
cada momento no sabes exactamente adónde te diriges, jamás llegarás a destino… ni
a ninguna parte.
El joven invitado de Thomas Trumbull a aquel banquete mensual de los Viudos
Negros, parecía todo ojos al mirar fijamente cómo temblaba la desordenada barba
gris de Rubin y cómo brillaban sus gruesas gafas; también era todo oídos al escuchar
la firme voz decibélica de Rubin.
Se veía claramente que el invitado rondaba los veinte años; era bastante delgado,
y tenía la frente un tanto abultada y el mentón más bien diminuto. Su ropa
resplandecía, como si hubiera estrenado un traje para la gran ocasión. Se llamaba
Milton Peterborough.
—¿Significa eso que hay que escribir un esquema, señor Rubin? —preguntó con
un ligero temblor en la voz.
—No —repuso Rubin con énfasis—. Puedes hacerlo si lo deseas; yo jamás lo
hago. No es preciso que sepas exactamente qué camino vas a seguir. Has de conocer
el destino, eso es todo. Una vez que lo tienes claro, cualquier camino puede
conducirte a él. A medida que vas escribiendo, vas mirando hacia atrás desde ese
destino conocido, y es esa mirada hacia atrás la que te guía.
Mario Gonzalo, que dibujaba rápida y cuidadosamente una caricatura del
invitado, con unos ojos increíblemente grandes que iba llenando de una inocencia
infantil, dijo:
—Vamos, Manny, esa clase de argumentos rígidos pueden funcionar con tus
historias de misterio de segunda categoría; pero un verdadero escritor trabaja con
personajes, ¿no? Crea gente, y esa gente se comporta de conformidad con el carácter
del personaje; probablemente, para sorpresa del autor, eso es lo que guía la historia.
Rubin se volvió lentamente y dijo:

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—Mario, si te refieres a novelas largas, invertebradas, y eso suponiendo que estés
refiriéndote a algo en concreto, es posible que un escritor experimentado y con
talento se vaya por las ramas y produzca algo pasable. Pero siempre se puede
distinguir el libro en el que se ve que el autor sigue adelante sin saber adónde se
dirige. Y aunque por consideración a sus virtudes se le perdone su carácter amorfo, ya
le estás perdonando algo, y eso constituye un esfuerzo y una desventaja. Una historia
con un argumento bien pensado, donde todo encaja perfectamente, es, por otra parte,
la obra más noble de la literatura. Puede que sea mala, pero jamás tendrá que pedir
perdón. La mirada hacia atrás…
Al otro extremo de la sala, Geoffrey Avalon lanzó una mirada resignada hacia
Rubin y dijo:
—Tom, creo que cometimos un error al decirle a Manny desde el comienzo que el
joven era aspirante a escritor. Despierta sus más bajos instintos, y por lo demás, los
más verborrágicos. —Removió el hielo de su copa con el dedo índice, y juntó
ominosamente las oscuras cejas.
—Lo cierto es —dijo Thomas Trumbull con el rostro arrugado extrañamente
plácido— que el muchacho quería conocer a Manny. Admira sus cuentos, Dios sabe
por qué. Es hijo de un amigo mío, y además, es un joven agradable. Pensé que
trayéndolo aquí, lo expondría al aspecto menos atractivo de la vida.
—A nosotros tampoco nos hará daño vernos expuestos a la juventud de vez en
cuando —repuso Avalon—. Pero detesto verme expuesto a las teorías literarias de
Rubin… ¡Henry!
El camarero, hombre callado y sosegadamente eficaz, que servía en todos los
banquetes de los Viudos Negros, estuvo a su lado enseguida, aunque para ello parecía
no haberse movido.
—¿Qué desea, señor?
—Henry, ¿qué son estas extrañas cosas? —inquirió Avalon.
—Esta noche tenemos un bufet de comidas. El chef ha preparado una variedad de
platos indios y paquistaníes.
—¿Con curry?
—Con bastante curry. A petición especial del señor Trumbull. Enfurecido bajo la
mirada acusadora de Avalon, Trumbull se limitó a decir:
—Quería curry, y además, soy el anfitrión. —Manny no comerá y se pondrá
insoportable. Trumbull se encogió de hombros.

Rubin no estuvo del todo insoportable, pero sí bastante ruidoso, y sólo a Roger
Halsted no pareció afectarle la diatriba rubiniana contra todo lo indio.
—Esto del bufet es una buena idea —dijo, dándose unos toquecitos en los labios
con la servilleta, y con una sonrisa beatífica se dis—, puso a servirse un tercer plato
de todo.

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—Roger, si no paras de comer, cuando comencemos la sesión de preguntas aún
estarás mascando —comentó Trumbull.
—Adelante —repuso Halsted alegremente—. No me importa.
—Te importará más tarde —comentó Rubin—, cuando te ardan las paredes del
estómago.
—Además, tú eres quien debe empezar el interrogatorio —le indicó Trumbull.
—Si no os importa que hable con la boca llena —repuso Halsted.
—Empieza, pues.
—¿Cómo justificas tu existencia, Milton? —inquirió Halsted con voz apagada.
—No puedo justificarla —repuso Peterborough, casi sin aliento—. Quizá pueda
cuando me gradúe.
—¿En qué universidad estudias y cuál es tu especialidad?
—En Columbia, y hago química.
—¿Química? —repitió Halsted—. Hubiera jurado que estudiabas literatura
inglesa. Durante el cóctel me pareció oír que eras aspirante a escritor.
—Cualquiera tiene derecho a ser aspirante a escritor —replicó Peterborough.
—Aspirante —dijo Rubin sombríamente.
—¿Y qué quieres escribir? —preguntó Halsted.
Peterborough titubeó; con un ligero tono defensivo repuso:
—Bueno, siempre he sido fanático de la ciencia ficción. Desde que tenía nueve
años.
—Dios santo —murmuró Rubin, elevando los ojos al cielo en muda súplica.
—¿Ciencia ficción? —dijo al instante Gonzalo—. Es lo que escribe tu amigo
Asimov, ¿no es así, Manny?
—No es amigo mío —repuso Rubin—; se aferra a mí por pura admiración
irreprimible.
—¿Queréis dejar de hablar entre vosotros? —pidió Trumbull levantando la voz
—. Prosigue, Roger.
—¿Has escrito alguna cosa de ciencia ficción?
—Lo he intentado pero no se lo he enseñado a nadie. Aunque voy a hacerlo.
Tengo que hacerlo.
—¿Por qué tienes que hacerlo?
—Porque hice una apuesta.
—¿Qué clase de apuesta?
—Bueno —dijo Peterborough con aire desvalido—, es más bien complicado… y
embarazoso.
—No nos importan las complicaciones —le indicó Halsted— e intentaremos que
lo embarazoso no nos afecte.
—Bueno —comenzó Peterborough, y en su rostro apareció algo que hacía años
que no se veía en los banquetes de los Viudos Negros: un sonrojo ricamente matizado
—, conozco a una chica y estoy medio co… quiero decir que me gusta, pero me

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parece que yo no le gusto a ella. El problema es que ella va tras un jugador de
baloncesto, un verdadero imbécil… mide un metro noventa hasta las cejas, y por
encima de esa altura no tiene absolutamente nada. —Peterborough sacudió la cabeza
y prosiguió—: No tengo mucho a mi favor. Con la química no puedo impresionarla;
pero ella se está especializando en literatura inglesa, por lo que le enseñé algunos de
mis cuentos. Me preguntó si alguna vez había intentado vender alguno; le dije que no.
Entonces le comenté que tenía intención de escribir algo y venderlo, y ella se echó a
reír. Eso me fastidió, y me acordé de algo. Parece ser que Lester del Rey…
—¿Quién? —le interrumpió Rubin.
—Lester del Rey. Es un escritor de ciencia ficción.
—¿Otro de ésos? —comentó Rubin, despectivo—. Jamás había oído hablar de él.
—Bueno, no es un Asimov —admitió Peterborough—, pero no está mal. Lo que
quería decir es que él empezó su carrera cuando leyó un cuento de ciencia ficción y le
pareció horrible. Le dijo a su novia que era capaz de escribir algo mejor. Entonces, la
novia lo retó a que lo hiciese. Así lo hizo él, y lo vendió.
»De modo que cuando esta chica se rió de mí, le dije que me creía capaz de
escribir un cuento y venderlo. A lo que ella contestó que apostaba a que no lo haría.
Entonces, yo le aposté una cita contra cinco dólares. Si yo vendo el cuento, ella tiene
que salir a cenar y a bailar conmigo una noche que yo elija. Y la chica aceptó.
»Así que no me queda más remedio que escribir ese cuento, porque ella dijo que
saldría conmigo si lo escribía y le gustaba, aunque no lograse venderlo, lo que quizá
signifique que yo le gusto más de lo que creía.
James Drake, que había estado escuchando con aire pensativo, se mesó el ralo
bigote gris con un dedo y dijo:
—O que está muy segura de que no escribirás el cuento.
—Lo escribiré —insistió Peterborough.
—Adelante, pues —dijo Rubin.
—Es que existe un impedimento. Puedo escribir el cuento, estoy seguro.
Dispongo de buen material. Hasta tengo el final como para poder darle esa mirada
hacia atrás que usted menciona, señor Rubin. Pero carezco de un móvil.
—¿Un móvil? —preguntó Rubin—. Creí que habías dicho que ibas a escribir un
cuento de ciencia ficción.
—Sí, señor Rubin, pero es un cuento de misterio y ciencia ficción, y necesito un
móvil. Tengo el modus operandi del asesinato, e incluso la forma de perpetrarlo, pero
me falta un porqué. Pero pensé que, viniendo aquí, podía hablarlo con usted.
—¿Que podías qué? —preguntó Rubin levantando la cabeza.
—Sobre todo con usted, señor Rubin. He leído sus cuentos de misterio, no leo
exclusivamente ciencia ficción, ¿sabe?, y creo que son geniales. Es usted muy bueno
inventando móviles. Pensé que podría ayudarme.
Rubin respiraba agriadamente e intentaba dar toda la impresión de que su aliento
era una pura llama. Había cenado principalmente arroz y ensalada, y de puro

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famélico, se había servido dos raciones de coupe aux marrons, pero ni siquiera ese
dulce motivo le había puesto de buen talante.
—A ver si ponemos las cosas en claro, mi joven universitario —le dijo—. Has
hecho una apuesta. Te arriesgarás con esa chica, o al menos tratarás de sacarle todo el
partido que puedas escribiendo un cuento que le guste y que quizá se venda… Ahora
bien, quieres ganar la apuesta engañando a la chica y pidiéndome que te escriba ese
cuento. ¿No es así?
—No, no es así —se apresuró a negar Peterborough—, en absoluto.
Yo voy a escribir ese cuento. Solamente quiero que me ayude con el móvil.
—O sea que salvo eso, escribirás el resto —comentó Rubin—. ¿Qué tal si te lo
dicto? En ese caso también lo escribirías. Podrías copiarlo con tu propia letra.
—Es que no es lo mismo.
—Claro que sí, jovencito. No se hable más. O escribes ese cuento tú solo, o le
dices a la muchacha que no puedes hacerlo.
Completamente desvalido, Milton Peterborough echó una mirada a su alrededor.
—Maldición, Manny, ¿a qué vienen tantas ínfulas? —preguntó Trumbull—. Te he
oído decir millones de veces que las ideas valen un céntimo la docena, que lo que
cuesta es escribir. Dale una idea, hombre, y todavía le quedará lo más difícil por
hacer.
—Me niego —contestó Rubin, apartándose de la mesa de un empellón y cruzando
los brazos—. Si todos vosotros tenéis un sentido de la ética atrofiado, adelante, dadle
ideas… si es que sabéis cómo.
—Está bien, en vista de que soy el anfitrión, arreglaré esto por decreto pero lo
someteré a votación. ¿Quiénes están a favor de ayudar al muchacho, si es que
podemos?
Trumbull levantó la mano, igual que Gonzalo y Drake.
Avalon se aclaró la voz con una pizca de incertidumbre y dijo:
—Me temo que debo darle la razón a Manny. Sería engañar a la chica.
—Como profesor, no puedo aprobar que nadie reciba ayuda durante una prueba
—manifestó Halsted.
—Empate —sentenció Rubin—. ¿Qué vas a hacer, Tom?
—No hemos votado todos. Henry es un Viudo Negro y su voto romperá el
empate. ¿Henry? —dijo Trumbull.
Henry vaciló un breve momento:
—Mi posición honoraria casi no me da derecho a…
—Henry, no eres un Viudo Negro honorario. Eres un Viudo Negro y punto.
¡Decide!
—Henry, recuerda que eres el compendio de los hombres justos —le dijo Rubin
—. ¿Qué opinas sobre esto de engañar a la chica?
—Nada de hacer campaña electoral —comentó Trumbull—. Adelante, Henry.
Él rostro de Henry se arrugó en una extraña mueca.

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—Jamás pretendí ser un hombre extraordinariamente justo, pero si lo hice, tal vez
considere este caso como algo especial. Julieta le dijo a Romeo: «De los perjurios de
los amantes, dicen que se ríe Júpiter». ¿Podríamos hacer una excepción?
—Me sorprendes, Henry —declaró Rubin.
—Quizá en mí influye el hecho de que no considero este asunto como una
mentira del joven hacia la chica —explicó Henry—, sino que lo veo más bien como
un asunto entre un joven estudioso y un atleta. Todos nosotros somos personas
estudiosas, y en nuestra juventud es posible que un atleta nos haya quitado una chica.
Me avergüenza admitir que a mí me ha ocurrido. Por ello…
—Pues a mí no —interrumpió Rubin—. Jamás perdí una chica ante un… —
Vaciló un momento con aire pensativo y luego, con tono alterado, agregó—: Bueno,
no tiene importancia. De acuerdo, habéis ganado. ¿Y bien? ¿Cómo es el cuento,
Peterborough?

Peterborough tenía la cara roja y en una sien le asomaban unas gotitas de sudor.
—No voy a contarles el cuento que pienso escribir; me limitaré a darles los
detalles esenciales sobre el punto en el que necesito ayuda. Sólo quiero lo mínimo. Ni
siquiera les pediría eso, si no fuera porque significa tanto… —Peterborough se
interrumpió, apenas le quedaba un hilo de voz.
—Adelante, no te preocupes —le dijo Rubin con una calma sorprendente—. Te
comprendemos.
—Gracias —repuso Peterborough—. Se lo agradezco mucho. En mi cuento hay
dos hombres, vamos a llamarlos el asesino y la víctima. Ya he pensado la forma en
que el asesino cometerá el crimen y cómo lo atraparán, y no pienso decirles una
palabra al respecto. Tanto al asesino como a la víctima les entusiasma el tema de los
eclipses.
—¿Le entusiasma a usted el tema de los eclipses, señor Peterborough? —le
interrumpió Avalon.
—Sí. Tengo amigos que viajan adonde sea para verlos, incluso si tienen pocas
probabilidades de observarlos, pero yo no puedo permitirme ese lujo; además, no
tengo tiempo. Voy a ver los que me quedan cerca. Dispongo de telescopio y equipo
fotográfico.
—¡Bien! —exclamó Avalon—. Si uno ha de hablar de eclipses, siempre es útil
saber algo acerca de ellos. Eso de tratar de escribir sobre un tema del que se
desconoce todo es una forma segura de fracasar.
—¿La chica que te gusta se interesa por los eclipses? —inquirió Gonzalo.
—No —contestó Peterborough—, ojalá se interesara.
—Verás, si no comparte tus intereses, podrías buscarte a alguien que sí lo hiciera
—sugirió Gonzalo.
—No creo que la cosa funcione así, señor Gonzalo —repuso Peterborough

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sacudiendo la cabeza.
—Sin duda no —dijo Thomas Trumbull—. Cállate, Mario, y déjalo hablar.
—El asesino y la víctima —prosiguió Peterborough— están sacando fotos de un
eclipse y, contra toda suposición, la víctima, que es un perdedor nato, saca la mejor
foto. El asesino, incapaz de soportarlo, decide eliminar a la víctima. A partir de ese
punto no tengo problemas.
—Entonces, ya tienes un móvil —comentó Rubin—, ¿cuál es tu problema?
—Mi problema es… ¿qué es lo que hace que esa foto sea mejor? Una foto de un
eclipse no es más que eso, una foto de un eclipse. Algunas son mejores que otras,
pero, suponiendo que ambos fotógrafos sean competentes, la diferencia no puede ser
tan notable. Al menos no como para justificar un asesinato.
—Puedes organizar el cuento de manera tal que incluso una pequeña diferencia
pueda convertirse en motivo válido para el crimen —sugirió Rubin encogiéndose de
hombros—. Aunque admito que para ello haría falta una mano experta. Olvídate del
eclipse. Busca otra cosa.
—No puedo. El asesinato, el arma y el descubrimiento del crimen dependen de la
fotografía y de los eclipses. Así que no me queda otra alternativa que conservar el
tema.
—¿Qué es lo que lo convierte en un cuento de ciencia ficción, muchacho? —
inquirió Drake con suavidad.
—No les he explicado ese punto, ¿verdad? Es que intento decirles lo menos
posible. Para lo que estoy haciendo, necesito ordenadores avanzados y equipo
fotográfico de ciencia ficción. Uno de los dos personajes, no estoy seguro cuál de
ellos, toma una foto del eclipse desde un avión estratosférico.
—En ése caso, ¿por qué quedarse a mitad de camino? —preguntó Gonzalo—, Si
el cuento ha de ser de ciencia ficción… Deja que te explique cómo lo veo yo. El
asesino y la víctima son muy aficionados a los eclipses, y el asesino es el mejor.
Hagamos que sea el asesino quien viaja en ese avión y quien toma la mejor foto
jamás vista de un eclipse; para ello haz que utilice algún nuevo equipo fotográfico de
su invención. A continuación, haz que la víctima, contra toda previsión, le gane.
Digamos que viaja a la Luna y toma la foto del eclipse desde allí. El asesino se
enfurece al ver que lo han derrotado, le da un ataque de rabia y ya tienes solucionado
el cuento.
—¿Una foto de un eclipse desde la Luna? —preguntó enérgicamente Rubin.
—¿Por qué no? —rebatió Gonzalo, ofendido—. El hombre ya llegó a la Luna, de
modo que bien podríamos repetir la experiencia en un cuento de ciencia ficción.
Además, en la Luna existe un vacío, ¿no es así? No hay aire. No hay que ser
científico para saberlo. Y sin aire, se obtienen mejores fotos. Más claras. ¿No es así,
Milton?
—Sí, pero… —repuso Peterborough.
Rubin lo interrumpió y dijo:

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—Mario, escucha con atención. Un eclipse de Sol se produce cuando la Luna se
interpone exactamente entre el Sol y la Tierra. Quienes observan él fenómeno desde
la Tierra, ven el Sol oscurecido porque el cuerpo opaco de la Luna se encuentra
justamente frente a éste. En la Tierra nos encontramos dentro del cono de sombra de
la Luna. Ahora bien, si tú ya estás en la Luna —en este punto su voz se tornó áspera
—, ¿cómo diablos puedes encontrarte en sombra?
—No vayas tan deprisa, Manny —pidió Avalon—. Un eclipse es un eclipse. Y
también existen eclipses lunares, cuando la Tierra se coloca entre el Sol y la Luna. En
ese caso, la Luna estará en el cono de sombra de la Tierra, y todo el satélite queda a
oscuras.
»Entonces, yo lo veo así. El asesino toma una hermosa fotografía de un eclipse
desde la Tierra, donde tenemos a la Luna moviéndose frente al Sol. Posee un equipo
avanzado inventado por él mismo, por lo que posiblemente nadie pueda lograr una
foto mejor de la Luna frente al Sol. Sin embargo, la víctima logra superarlo al tomar
una foto aún más impresionante de un eclipse en la Luna, donde, como Mario dice,
no hay aire, en cuyo caso, la Tierra es la que se mueve frente al Sol.
—No es lo mismo —balbuceó Peterborough.
—Claro que no —admitió Halsted, que había apartado la taza de café a un lado y
estaba realizando unos cálculos rápidos—. Vistos desde la Tierra, la Luna y el Sol
tienen el mismo ancho aparente, casi el mismo. Claro que se trata de una mera
coincidencia y no de una necesidad astronómica. De hecho, hace siglos, la Luna
estaba más cerca y parecía más grande, y dentro de siglos, la Luna estará… Bueno,
da igual. El hecho es que la Tierra es más grande que la Luna, y desde ésta se ve la
Tierra a la misma distancia que vemos la Luna cuando estamos en la Tierra. Por lo
tanto, en el cielo lunar la Tierra es, en apariencia, bastante más grande que lo que en
realidad es la Luna. ¿Me seguís?
—No —repuso Gonzalo, categórico.
—Pues da igual —contestó Halsted enfadado—. Fíate de lo que yo te diga. En el
cielo lunar, la Tierra es aproximadamente tres veces y dos tercios tan ancha en
apariencia como lo es la Luna en el cielo terrestre. Eso significa que en el cielo lunar,
la Tierra se ve también con esa diferencia de tamaño con respecto al Sol, porque éste
se ve exactamente igual desde la Luna que desde la Tierra.
—¿Y dónde está la diferencia? —preguntó Gonzalo—. Si la Tierra es más grande,
puede tapar al Sol mucho mejor.
—No —respondió Halsted—. La clave del eclipse reside en que la Luna encaja
exactamente encima del Sol. Oculta el círculo brillante del Sol resplandeciente y
permite que su corona, es decir su atmósfera superior o más alta, brille todo alrededor
del Sol oculto. La corona resplandece en todas las direcciones con la luz de la Luna
llena y lo hace emitiendo unas curvas y unos rayos maravillosamente delicados.
»Sin embargo, si un cuerpo tan grande como la Tierra se coloca frente al Sol, tapa
la esfera brillante y la corona a la vez. Con lo cual no se ve nada.

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—Eso suponiendo que la Tierra se colocase exactamente frente al Sol —comentó
Avalon—. Cuando se ve el eclipse antes o después de su punto medio, al menos parte
de la corona se proyectará fuera de la esfera terrestre.
—Pero una parte no es todo —comentó Peterborough—. No sería lo mismo.
Se produjo un breve silencio, después del cual Drake dijo:
—Espero que no te importe que un químico colega tuyo intente buscarte una
solución al problema, jovencito. Trato de imaginarme a la Tierra en el cielo,
colocándose frente al Sol. Si hacemos esto, entonces hay que considerar lo siguiente:
la Tierra tiene atmósfera y la Luna carece de ella.
»Cuando la Luna se coloca frente al Sol, vista desde la Tierra, su superficie
aparece nítida contra el Sol. Cuando la Tierra se coloca frente al Sol, visto desde la
Luna, el confín de la Tierra aparece borroso y el Sol brilla a través de la atmósfera
terrestre. ¿Te proporciona eso la diferencia que puedes usar en el cuento?
—Verá —dijo Peterborough—, en realidad ya había pensado en ello. Incluso
cuando el Sol se encuentra completamente detrás de la Tierra, su luz se refracta en
todas direcciones a través de la atmósfera terrestre, y una luz rojo anaranjada la
penetra y alcanza la Luna. Es como si desde la Luna se viese la Tierra rodeada de una
puesta de sol. Y no es sólo teoría. Cuando se produce un eclipse total de la Luna,
normalmente se ve a ésta como un círculo de luz, color ladrillo, a causa de la
atmósfera de puesta de sol de la Tierra.
»Visto desde la Luna, a medida que el eclipse avanza, ese lado de la atmósfera
que acaba de pasar por encima del Sol es más brillante, pero se va oscureciendo
gradualmente, mientras que el otro lado se va haciendo más brillante. En el punto
medio del eclipse, si se lo observa desde una zona de la Luna en la que se vean la
Tierra y el Sol centrados, el anillo rojo anaranjado tiene un brillo uniforme…
suponiendo que en la atmósfera terrestre no haya en ese momento muchas nubes.
—Por el amor de Dios, ¿acaso no se trata de una vista lo suficientemente
espectacular como para que la fotografíe la víctima? —inquirió Drake—. La Tierra
sería un agujero negro en el cielo, rodeada de un fino anillo naranja. Sería…
—No —dijo Peterborough—. No es lo mismo. Es demasiado oscuro. Sería
simplemente un anillo rojo anaranjado. Una vez tomada la foto por primera vez, no
quedaría nada más. No sería como la corona, infinitamente variable.
—¡Deja que lo intente! —exclamó Trumbull—. Quieres que la corona se vea todo
alrededor, ¿no es así, Milton?
—Así es.
—Corrígeme si me equivoco, pero, por lo que he leído, tengo entendido que el
cielo es azul porque la luz es dispersada por la atmósfera. En la Luna, donde no hay
atmósfera, el cielo es negro. Las estrellas, que desde la Tierra se ven como deslucidas
por la luz dispersa de nuestro cielo azul, no se verían igual de deslucidas en el cielo
sin aire de la Luna. Se verían bien.
—Sí, aunque tengo sospechas de que el fulgor del Sol dificultaría su visión.

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—Eso no es importante —dijo Trumbull—. No tendrías más que cortar un círculo
de metal opaco y sostenerlo en el aire, a distancia adecuada del equipo fotográfico,
para tapar el disco refulgente del Sol. En la Tierra, no se puede hacer lo mismo
porque, aunque taparas el Sol, la luz dispersa del cielo oscurecería la corona. En la
Luna no hay luz dispersa en el cielo, y la corona continuaría siendo brillante.
—En teoría es posible —admitió Peterborough—. En realidad, también puede
hacerse en la Tierra, en la cima de las montañas, y utilizando un coronógrafo. Aun
así, no sería lo mismo, porque no sólo es cuestión de que la atmósfera dispersa la luz.
También hay que tener en cuenta que el suelo, la tierra misma, dispersa y refleja la
luz.
»La superficie lunar aparecería muy brillante y la luz llegaría de todos los
ángulos. Las fotografías que se tomaran no serían buenas. Como verán, el motivo por
el que la Luna permite las condiciones óptimas que se obtienen aquí, en la Tierra, es
que su sombra no sólo se proyecta sobre el telescopio y la cámara. Se proyecta
también en todo el paisaje circundante. En condiciones ideales, la sombra de la Luna
puede abarcar un ancho de 250 kilómetros y cubrir unos 50 000 kilómetros cuadrados
de la superficie terrestre. Normalmente, la superficie abarcada es considerablemente
menor; pero en general basta con cubrir el paisaje inmediato; es decir, si se trata de
un eclipse total.
—Así, se trata de un objeto opaco mayor… —dijo Trumbull.
—Tendría que ser bastante grande y encontrarse lo bastante lejos —comentó
Peterborough—, como para lograr el efecto. Y eso sería demasiado engorroso.
—Esperad, creo que ya lo tengo —anunció Halsted—. Se necesitaría algo grande,
de acuerdo. Supongamos que en la órbita lunar hubiera asentamientos espaciales
esféricos. Si la víctima se encuentra en una nave espacial y el asentamiento espacial
se coloca entre su nave y el Sol, tendría exactamente lo que desea. Podría disponerlo
todo para estar lo bastante cerca como para quedar en la sombra, la cual, por
supuesto, es cónica y se estrecha hasta un punto determinado si uno se aleja lo
suficiente, y como os decía, esta sombra sería lo bastante amplia como para abarcar
toda la nave espacial de la víctima. No existiría superficie terrestre que reflejara la
luz, y ya está, solucionado.
—No se me había ocurrido pensarlo. Es posible —dijo Peterborough,
preocupado.
Halsted sonrió de un modo forzado y se sonrojó de placer hasta donde en una
época había tenido la línea del cuero cabelludo.
—Pues ahí lo tienes, entonces —dijo.
—No quisiera parecer quisquilloso, pero… —replicó Peterborough—; pero si
introducimos el tema espacial, se presentarán ciertos problemas en el resto del
cuento. Es importante que todo permanezca en la Tierra o cerca de ella; pero a pesar
de ello, ha de haber algo tan sorprendente e inesperado que…
Hizo una pausa y Rubin completó la frase:

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—Tan sorprendente e inesperado que empuje al asesino a la cólera y la venganza.
—Sí.
—Bien —prosiguió Rubin—, dado que aquí el rey del misterio soy yo, creo que
puedo solucionarte el problema sin alejarnos demasiado de la Tierra; pero antes
quiero aclarar algunos puntos. Dijiste que el asesino toma las fotos desde un avión.
¿Por qué?
—Bueno, porque cuando la sombra de la Luna se proyecta sobre la Tierra, se
mueve deprisa, a unos 2300 kilómetros por hora, o sea a más de 600 metros por
segundo. Si una persona está en un lugar de la Tierra, la máxima duración posible de
un eclipse total es de siete minutos, transcurridos los cuales, la sombra se ha movido
y ya no cubre a dicha persona. Esto ocurre cuando la Tierra se encuentra cubierta al
máximo por la sombra lunar. Cuando esto no ocurre, y la Tierra se halla más cerca del
extremo final de dicha sombra, el eclipse total puede durar solamente un par de
minutos, e incluso unos pocos segundos. En realidad, más de la mitad de las veces,
durante un eclipse, la sombra de la Luna no alcanza la superficie terrestre; y cuando
la Luna se encuentra directamente frente al Sol, éste la sobrepasa por todos lados. En
ese caso se produce un eclipse anular, en cuyo caso la luz solar se proyecta más allá
de la Luna y lo invade todo. Un eclipse de este tipo no nos serviría.
—¿Y en el avión? —inquirió Rubin.
—El avión se puede desplazar junto con la sombra, en cuyo caso el eclipse total
duraría una hora o más, a pesar de que desde un punto fijo en la Tierra sólo duraría un
tiempo mucho más breve. Se tendría mucho más tiempo para tomar fotos y hacer
observaciones científicas. Eso no es ciencia ficción, ya se hace.
—¿Se pueden tomar buenas fotos desde el avión? —preguntó Rubín—.
¿Constituye el avión una base lo bastante firme como para hacer fotos?
—En mi cuento —repuso Peterborough—, un ordenador guía el avión, controla
los movimientos del viento y mantiene el aparato perfectamente firme. Ahí es donde
entra la ciencia ficción.
—No obstante, transcurrido un determinado tiempo, la sombra de la Luna
abandona del todo la superficie terrestre, ¿no es así?
—Sí, el alcance del eclipse cubre una parte fija de la superficie terrestre y tiene un
punto inicial total y un punto final total.
—Exactamente —dijo Rubin—. Ahora bien, el asesino está seguro de que sus
fotos tomadas desde la estratosfera captarán las mejores imágenes jamás vistas de un
eclipse, pero no cuenta con que la víctima tiene una nave espacial. Tranquilo, no hace
falta alejarse demasiado de la Tierra. Simplemente la nave espacial sigue la sombra
de la Luna después de que abandone la Tierra. La víctima tiene más tiempo para
tomar fotos, una base más firme, y ninguna interferencia atmosférica. El asesino
observa desde su aparato cómo la víctima, a la que considera un pobre idiota, hace
exactamente lo mismo que él, sólo que mucho mejor. Enloquece y se convierte en
asesino.

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—¡Espera, espera! —exclamó Gonzalo agitando ambos brazos en el aire, lleno de
excitación—. Podemos hacer algo mejor. Escucha, ¿qué me dices del eclipse anular
que mencionaste hace un momento? Comentaste que la sombra no llega a la Tierra.
—No llega a su superficie, es cierto.
—¿A qué altura de la superficie se encuentra?
—Depende. En condiciones extremas, el vértice del cono de sombra podría
encontrarse a cientos de kilómetros de la Tierra.
—Bien —asintió Gonzalo—; pero ¿podría el vértice del cono de sombra quedar a
unos quince kilómetros de la Tierra?
—Claro que sí.
—En cuyo caso el eclipse seguiría siendo anular, y por lo tanto no nos serviría,
¿no es así?
—Así es —repuso Peterborough—. La Luna no lograría ocultar completamente al
Sol. Se vería una finísima porción de Sol alrededor de la Luna, lo cual produciría luz
suficiente como para echarlo todo a perder. Al tomar fotos, se perderían las
protuberancias, el fulgor y la corona.
—¿Qué ocurriría si ascendieras quince kilómetros? —inquirió Gonzalo—. En ese
caso se vería un eclipse total, ¿no?
—Si uno se encontrara en el sitio adecuado, sí.
—Ahí lo tienes, pues. Se produce un eclipse anular, el asesino cree que logrará
apuntarse un tanto. Parte en su nave estratosférica y asciende quince kilómetros para
situarse en el vértice del cono de sombra, o justo por encima de él, y lo va siguiendo.
Su intención es convertir un eclipse anular en total. Y la víctima, el típico perdedor,
hace exactamente lo mismo, sólo que utiliza una nave espacial para salir de la
atmósfera y tomar mejores fotos. ¿Qué puede darle más rabia al asesino que el hecho
de que su contrincante utilice el as que se tenía reservado y le gane?
—Bien, Mario —asintió Avalon con la cabeza—. Eso sí que está mejor.
—Detesto admitirlo, Mario… —dijo Rubin con una expresión como si hubiera
mordido inesperadamente un limón.
—No digas nada, Manny —le sugirió Gonzalo—. Ya se te ve en la cara. Ahí lo
tienes, muchacho, escribe el cuento.
—Supongo que es la mejor solución que se puede encontrar —dijo Peterborough
con un suspiro.
—No pareces rebosante de alegría —comentó Gonzalo.
—Esperaba algo más… espectacular, pero no creo que exista. Si ninguno de
ustedes logró…
—¿Puedo interrumpir, señor? —inquirió Henry.
—¿Cómo? No, no quiero más café, gracias —repuso Peterborough
distraídamente.
—No me refiero a eso, señor; hablo del eclipse.
—Henry es socio del club, Milton —informó Trumbull—. Deshizo el empate al

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producirse la discusión, ¿lo recuerdas?
Peterborough se llevó una mano a la frente.
—Sí, claro. Pregunte usted, Henry.
—¿Las fotos tomadas en el vacío serían realmente mucho mejores que tomadas
en el aire enrarecido de la estratosfera? ¿Sería la diferencia de calidad lo bastante
grande como para motivar un asesinato, a menos, claro está, que el asesino fuera algo
así como un maníaco homicida?
—Ésa es la cuestión —dijo Peterborough, asintiendo con la cabeza—. Eso es lo
que me fastidia. Por eso sostengo que necesito un móvil. La diferencia en la calidad
de las fotos no es lo bastante grande.
—Entonces —prosiguió Henry—, consideremos la máxima del señor Rubin,
según la cual, al narrar un cuento deberíamos echar una mirada hacia atrás.
—Ya conozco el final —dijo Peterborough—, ya tengo esa mirada hacia atrás:
—Lo digo en otro sentido, en el de mirar deliberadamente en la otra dirección, la
menos usual. Durante un eclipse, siempre miramos la Luna; la Luna en un eclipse
lunar y otra vez la Luna cuando cubre al Sol durante un eclipse solar, y eso es lo que
fotografiamos. ¿Y si echáramos una mirada hacia atrás y nos fijásemos en la Tierra?
—¿Y qué hay que ver en la Tierra, Henry? —preguntó Gonzalo.
—Cuando la Luna se desplaza hacia la sombra terrestre, siempre está en la fase
llena, y normalmente se oscurece por completo. ¿Qué le ocurre a la Tierra cuando se
coloca en la sombra de la Luna? Sin duda no se oscurece por completo.
—No —replicó Peterborough enfáticamente—. La sombra de la Luna es más
corta y más delgada que la de la Tierra, y la Tierra misma es más grande que la Luna.
Incluso cuando la Tierra entra lo más posible en el cono de sombra de la Luna, sólo
se oscurece una pequeña parte de nuestro planeta, produciéndose un pequeño punto
oscuro que abarca, con mucho, 1/600 del círculo de luz de la Tierra.
—¿Podría verse desde la Luna? —inquirió Henry.
—Sí, desde luego, si se supiera hacia dónde mirar, y especialmente si se contara
con un buen par de prismáticos. Se lo vería comenzar pequeño, moverse de oeste a
este por la superficie terrestre, hacerse más grande, luego más pequeño hasta
desaparecer. Sería interesante, pero nada espectacular.
—Visto desde la Luna, no, señor —le indicó Henry—. Supongamos ahora que
invertimos las posiciones de los personajes. La víctima está en el avión y es quien
puede tomar la foto desde la estratosfera. El asesino es el que pretende arrebatarle el
triunfo a su contrincante tomando una foto mejor desde el espacio, digamos una foto
marginalmente mejor. Pero supongamos que, contra toda expectativa, la víctima,
desde su avión, le arrebata a su vez el triunfo al asesino, que está en su nave espacial.
—¿Cómo puede hacerlo, Henry? —preguntó Avalon.
—Desde su avión, la víctima de pronto se da cuenta de que no es necesario que
mire la Luna. Mira hacia atrás, hacia el suelo, y ve la sombra de la Luna dirigiéndose
hacia él a toda velocidad. La sombra lunar no es más que un punto oscuro si se la

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observa desde la Luna, y vista desde la superficie terrestre es como si temporalmente
cayera la noche. Pero desde un avión en la estratosfera, es un círculo oscuro que se
mueve a 2300 kilómetros por hora, y a medida que pasa va tragándolo todo, tierra,
mar, nubes. El avión puede desplazarse delante del círculo, y ya no es preciso
limitarse a tomar sólo fotos. Una cámara de cine podría filmar la película más
espectacular. De ese modo, el asesino, que esperaba vencer ampliamente a la víctima,
se encuentra con que éste ha captado la atención mundial a pesar de que para ello
sólo contaba con un avión, en contraposición con la nave espacial de aquél.
Gonzalo aplaudió ruidosamente y Trumbull exclamó:
—¡Muy bien!
Incluso Rubin sonrió y asintió con la cabeza. En cuanto a Peterborough se
apresuró a decir:
—¡Claro! Y la sombra que va aproximándose tendría un delgado reborde rojo,
porque en el momento en que esa sombra te alcanzara, las protuberancias rojas
proyectarían su luz sin que la luz blanca del Sol las tapase. ¡Muy bien, Henry! ¡La
solución estaba en echar una mirada hacia atrás! Si logro escribir bien este cuento, ni
siquiera me importará que no se venda. Tampoco me importará que… —En este
punto le tembló la voz—, que… que a ella no le guste y no salga conmigo. ¡El cuento
es más importante!
Henry sonrió amablemente y dijo:
—Me alegra oírle decir eso, señor. Un escritor siempre debería tener un adecuado
sentido de las prioridades.

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El Expreso de Nápoles
Randall Garrett

Es frecuente que la ciencia ficción retome un viejo tema para darle un


nuevo enfoque o extrapolarlo hasta sus últimas consecuencias. A los
aficionados a las novelas policiacas no les será difícil reconocer en el
Expreso de Nápoles otro famoso tren inspirador de intrigas y misterios.
Pero más que un homenaje réplica a Agatha Christie, el relato de
Garrett constituye una sugestiva incursión en un mundo ucrónico —o un
universo paralelo—, en el que los Plantagenet reinan en Francia e
Inglaterra y la magia es una ciencia y una profesión respetable.

Su Alteza Real, el príncipe Ricardo, duque de Normandía, sentado en un extremo


de su cama, en el Palacio Ducal, en Rouen, se había quitado una bota y comenzaba a
lidiar con la otra cuando alguien golpeó discretamente la puerta.
—¿Quién es? —preguntó, revelando en su voz un tono de fastidio.
—Sir Leonard, Alteza. Me temo que se trata de algo importante.
Sir Leonard era el secretario privado del duque y su hombre de confianza. Si él
afirmaba que algo era importante, sin duda lo era.
—Pase entonces, hombre; pero ¡maldita sea, son las cinco de la mañana! He
tenido un día muy duro y aún no he dormido.
Sir Leonard conocía perfectamente a su señor, de modo que ignoró el comentario,
entró en la habitación y se detuvo.
—Hay un tal comandante Dhuglas abajo, Alteza, con una carta de Su Majestad.
Lleva el sello de «Máxima Urgencia».
—Oh, está bien. Veamos de qué se trata.
—El comandante recibió órdenes de entregar la carta sólo en vuestras manos.
Alteza.
—¡Qué incordio! —exclamó Su Alteza sin rencor, y volvió a calzarse la bota.
Cuando llegó a la habitación en que le aguardaba el comandante Dhuglas, el
príncipe Ricardo ya no parecía ni fatigado ni falto de compostura. Era un Plantagenet
de la cabeza a los pies, alto, rubio y apuesto, miembro de una orgullosa familia que
había dirigido el Imperio Anglo-francés durante más de ocho siglos.
El comandante Dhuglas, un hombre de aspecto endeble y grises cabellos, saludó
con una reverencia la entrada del duque.

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—Su Alteza.
—Buenos días, comandante. Tengo entendido que tiene usted una carta de Su
Majestad…
—Así es, Alteza —asintió el oficial naval, exhibiendo un gran sobre sellado—.
Debo aguardar su respuesta, Alteza.
Su Alteza cogió la carta y se dirigió hacia una silla próxima.
—Siéntese, comandante, mientras me informo de qué se trata.
Él mismo se sentó en una silla, rompió el sello y extrajo la carta.
En el extremo superior aparecía en relieve el sello real y, debajo, el texto de la
misiva:

Mi querido Ricardo:
Ha habido un ligero cambio de planes. Debido a acontecimientos
imprevistos, el paquete que habías preparado para su expedición debe ser
enviado por vía marítima en vez de hacerlo por tierra. El portador de esta
carta, el comandante Edwy Dhuglas, se encargará de llevar el paquete y tu
correo a su destino a bordo del velero que capitanea, el White Dolphin. Su
velero es el más rápido de la Armada y hará el viaje con la premura
necesaria.
Con los mejores deseos,
tu hermano que te quiere,
Juan.

El príncipe Ricardo estudió la carta. El «paquete» al que se refería Su Majestad


era un tratado naval recientemente negociado y firmado entre Kyril, emperador de
Constantinopla, y el rey Juan. Si el tratado pudiese ser enviado a Atenas a tiempo,
Kyril tomaría inmediatamente los recaudos necesarios para cerrar el Mar de Mármara
contra ciertos veleros «mercantes» polacos —en realidad cruceros ligeros camuflados
— que la Armada del rey Casimiro estaba construyendo en Odessa. Si esos barcos
conseguían salir, Casimiro de Polonia tendría fuerzas navales en el Mediterráneo y en
el Atlántico por primera vez en los últimos cuarenta años. El tratado con los
escandinavos, al finalizar la guerra de 1939, había detenido a los polacos
impidiéndoles salir del Báltico, pero en esa época el tratado con los griegos había
revelado algunas lagunas.
El acuerdo presente había subsanado esas lagunas, pero Kyril no actuaría antes de
que el tratado firmado estuviese en sus manos. En ese momento había tres de los
cruceros camuflados en el Mar Negro, y una vez que hubiesen atravesado los
Dardanelos ya sería demasiado tarde. Debían ser atrapados en el Mar de Mármara y
eso significaba que el tratado debía llegar a Atenas en unos pocos días. Se habían
confeccionado planes y establecido horarios matemáticamente calculados a fin de que

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el tratado llegara a destino a toda prisa.
Y ahora, Su Majestad Imperial, Juan IV, por la Gracia de Dios, Rey de Inglaterra,
Francia, Escocia e Irlanda; Emperador de los Romanos y los Germanos; Premier del
Clan Moqtessumid, Hijo del Sol; Señor y Protector de los Continentes Occidentales
de Nueva Inglaterra y Nueva Francia; Defensor de la Fe, había cambiado los planes.
Naturalmente, tenía todo el derecho de hacerlo, sin la menor duda. Sin embargo…
El príncipe Ricardo echó un vistazo a su reloj de pulsera y luego clavó sus ojos en
el comandante Dhuglas.
—Mucho me temo que este mensaje del Rey, mi hermano, ha llegado un poco
tarde, comandante. El asunto al que se refiere debería estar a punto de abandonar
París en el Expreso de Nápoles dentro de cinco minutos.

II
Los largos y relucientes vagones rojos del Expreso de Nápoles parecían a punto
de ponerse en movimiento; las dos anchas bandas de treinta centímetros que corrían a
lo largo del convoy —una blanca y la otra azul— producían la impresión de que ya
estaba en marcha. Adelante, muy lejos, prácticamente fuera de la Estación del Sur de
París, la locomotora acumulaba vapor con un silbido distante.
Como de costumbre, el Expreso llevaba el máximo de carga. Sólo realizaba el
trayecto de París a Nápoles dos veces a la semana y, normalmente, llevaba todos los
pasajeros que podía albergar en sus coches, aunque siempre existía una extensa lista
de espera. El problema que se presentaba a quien estuviera en lista de espera consistía
en que, cuando se producía la cancelación de una reserva en el último instante, había
que aceptar —según un riguroso orden de precedencia— el tipo de comodidades
ofrecidas o cederlas al siguiente en la lista.
En el Expreso de Nápoles, los compartimientos más lujosos eran los ocho que
estaban dispuestos en el último vagón del convoy, el Vagón de Observación, que
estaba separado del resto del tren por el vagón comedor. Cada una de las dieciséis
plazas habían sido reservadas, pero tres fueron canceladas en el último momento. De
estos tres compartimientos, dos fueron inmediatamente ocupados por pasajeros qué
aguardaban en lista de espera, que abonaron con irritación el precio extra requerido.
El compartimiento número dieciséis, sin embargo, permaneció desocupado, ya que
ninguno de los demás pasajeros que estaban en lista de espera pudo afrontar
semejante gasto.

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Los pasajeros comenzaron a abordar el tren y uno de ellos, un irlandés de baja
estatura pero corpulento, de cabellos negros y aspecto elegante, que llevaba en una
mano un maletín decorado con un emblema y una maleta en la otra, y portaba
documentos que le acreditaban como Seamus Kilpadraeg, Maestro de Magos,
observaba al resto de los pasajeros, aunque procurando que su vigilancia pasara
desapercibida. El hombre que estaba justo delante de él en la fila era ancho de
hombros y apuesto, de cabellos grises; se presentó como Sir Stanley Galbraith, subió
al tren sin mirar una sola vez hacia atrás, en dirección al maestro Seamus, mientras se
identificaba, dejaba un instante la maleta, entregaba su pasaje y recogía el resguardo.
El hombre que le seguía en la fila, el último, era un caballero alto y delgado, de
cabellos castaños y una densa barba del mismo color. Unos instantes antes, el maestro
Seamus le había visto aproximarse al tren a la carrera, atravesando toda la estación.
El caballero de la barba portaba una maleta en una mano y un bastón con empuñadura
de plata en la otra, revelando al andar una leve cojera.
El mago le escuchó dar su nombre al inspector que recogía los tickets; se trataba
del señor John Peabody.
El maestro Seamus sabía que la leve cojera era fingida y que el bastón ocultaba
una espada, pero no dijo nada y ni siquiera miró hacia él cuando recogió la maleta y
subió al tren.
El pequeño salón, en la parte posterior del vagón, ya albergaba a cinco o seis
pasajeros. El resto, presumiblemente, se encontraba en los compartimientos. Su
propio compartimiento era, de acuerdo con su ticket, el número dos, en el sector
delantero del vagón, y hacia allí se dirigió llevando el maletín en una mano y la
maleta en la otra. Volvió a comprobar su asiento en el ticket y leyó: Número Dos
Superior. La litera inferior era un sofá durante el día, mientras que la superior había
sido replegada dentro del tabique. Sin embargo, había dos gavetas amplias debajo de
la litera inferior con las inscripciones «Inferior» y «Superior». La que indicaba
«Superior» aún tenía la llave en la cerradura en tanto que la otra gaveta no la tenía, lo
que indicaba que el hombre que compartiría el compartimiento con él ya habría
acomodado su equipaje, cerrado la gaveta y guardado la llave. El maestro Seamus
metió sus cosas en su gaveta, la cerró con llave y, no teniendo nada mejor que hacer,
salió del compartimiento para dirigirse hacia el salón…
El caballero de la elegante y cuidada barba, el señor Peabody, estaba sentado en
un extremo leyendo el Standard de París. Tras echarle una mirada, el mago le ignoró
y se dedicó a buscar un asiento. Tras haberlo hallado, se sentó y miró distraídamente
a los demás pasajeros.
Los viajeros formaban un grupo variopinto. Algunos eran altos, otros de baja
estatura; los había de mediana edad y también algunos que apenas si superaban la
treintena. El que tenía aspecto más joven era un muchacho rubio de tez sonrosada que
permanecía de pie junto al bar como si aguardara impacientemente a que le sirvieran
un trago, aunque sin duda ya sabría que no se serviría alcohol antes de que el convoy

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se pusiera en marcha.
El pasajero que parecía de edad más avanzada, era un caballero de cabellos
blancos que llevaba el atuendo de un sacerdote; tenía un bigote pequeño, una barba
diminuta y bien recortada y las mejillas tersas y perfectamente rasuradas. Estaba
leyendo su breviario a través de un par de medias gafas de armazón de oro.
Entre el más joven y el más anciano, parecía haber un ejemplar humano de cada
década intermedia. Había solamente nueve hombres en el salón de fumar, incluyendo
al mago. Los cinco restantes, por una u otra razón, permanecían en sus
compartimientos. El último pasajero estuvo a punto de perder el tren. Era un hombre
rollizo, no exactamente gordo, pero sí con exceso de peso, que llegó resoplando justo
en el momento en que el revisor estaba a punto de cerrar las puertas. Empuñaba la
maleta en una mano y su sombrero en la otra. Su cabello color arena había sido
alborotado por el cálido viento primaveral.
—Quinte Jason Quinte —jadeó, exhibiendo su ticket y conservando el resguardo.
—Me alegro de que haya conseguido llegar a tiempo, señor. Bien, ya están todos
a bordo —exclamó el funcionario del ferrocarril cogiendo el pasaje y acabando de
cerrar las puertas.
Dos minutos más tarde, el tren emprendía la marcha.

III
Cinco minutos después de la partida y ya fuera de los límites de la estación, un
hombre enfundado en un brillante uniforme rojo y azul entró en el vagón y pidió a los
que estaban en sus compartimientos que por favor se reunieran en el salón.
—El inspector jefe del convoy estará aquí enseguida —informó a los presentes.
En el tiempo indicado, el inspector jefe hizo su aparición en el salón de fumar. Se
trataba de un hombre de estatura media, con un bigote oscuro dé fiero aspecto y que,
cuando se quitó la gorra, dejó al descubierto una vasta calva surcada por algunos
cabellos oscuros. Su uniforme rojo y azul se distinguía del de su colega porque
llevaba cuatro anchas barras blancas en cada manga.
—Caballeros —dijo con una ligera afectación—, mi nombre es Edmund Norton y
soy el inspector jefe del iren. He comprobado en la lista de pasajeros que todos
ustedes se dirigen directamente a Nápoles. El horario impreso se halla registrado en
unas pequeñas tarjetas que pueden hallar en el lado interno de las puertas de sus
compartimientos y hay otra allí, detrás del bar. Nuestra primera parada será en Lyon,

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donde llegaremos a las 12:15 de esta tarde para detenernos durante una hora. Hay un
excelente restaurante en la estación, el sitio ideal para su almuerzo. Llegaremos a
Marsella a las 18:24 y saldremos nuevamente a las 19:20. A las 21:00 se servirá una
ligera cena en el vagón restaurante.
»Aproximadamente media hora después de la medianoche, cruzaremos la frontera
que separa el Ducado de Provenza del Ducado de Liguria. El tren se detendrá durante
diez minutos, pero ustedes no deben preocuparse, ya que no se permitirá que nadie
baje o suba al tren. Llegaremos a Genova a las 3:31 de la madrugada y proseguiremos
el viaje a las 4:30. El desayuno se servirá desde las 8 a las 9 de la mañana.
Llegaremos a Roma a las 11:56. Abandonaremos Roma a las 13:00, de modo que
tendrán una hora para almorzar. Llegaremos a Nápoles a las 15:26. El tiempo total del
viaje será de 34 horas y 14 minutos.
»Para su conveniencia, el vagón restaurante abrirá a las seis de la mañana. Es el
vagón que sigue a éste en dirección a la locomotora. El señor Fred atenderá todas sus
necesidades; sin embargo, no vacilen en reclamar mi presencia en cualquier momento
en que lo estimen oportuno.
El señor Fred hizo una breve reverencia.
—Bien —prosiguió el inspector jefe—, debo recordar a los caballeros que no está
permitido fumar dentro de los compartimientos, en el corredor o en el salón. Aquellos
de ustedes que deseen fumar pueden utilizar la plataforma, en la parte posterior del
vagón. Si alguien desea hacer alguna pregunta estaré encantado de responderle ahora
mismo.
No había preguntas. El inspector jefe hizo una nueva reverencia:
—Gracias, caballeros. Espero que disfruten del viaje.
Y dicho esto, volvió a ponerse la gorra, se giró y abandonó el vagón.
Había cuatro mesas reservadas en la parte posterior del vagón restaurante para los
pasajeros del vagón de observación. El Maestro de Magos Seamus Kilpadraeg fue
muy temprano al vagón restaurante y, uno a uno, otros tres pasajeros se sentaron con
él a la mesa.
El hombre alto y delgado con escaso cabello blanco y el cano bigote de corte
militar fue el primero en presentarse:
—Mi nombre es Martyn Boothroyd. Parece que hemos de pasar algún tiempo
juntos en este tren, ¿no es verdad? —dijo, mientras su atención se concentraba
especialmente en el mago.
—Así parece, señor Martyn —respondió afablemente el pequeño mago irlandés
—. Soy Seamus Kilpadraeg, y estoy encantado de conocerle.
El hombre de rostro pétreo y con una cicatriz de cinco centímetros en su mejilla
derecha era Gavin Tailleur; el hombre rubio de nariz grande era Sidney Charpentier.
Llegó el camarero, tomó nota de las consumiciones y se retiró.
Charpentier frotó su dedo índice contra su imponente nariz y dijo:
—Discúlpeme, maestro Seamus… pero cuando subió usted al tren, ¿no llevaba

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una maleta de mago?
—Así es, señor —contestó el maestro amablemente.
Charpentier sonrió, exhibiendo sus fuertes dientes blancos.
—Ya decía yo. ¿Aprendiz? ¿O debería llamarle «maestro Seamus»?
El irlandés le devolvió la sonrisa.
—Maestro está bien, señor.
Todos hablaban en voz alta y a su alrededor el resto de los comensales hacía otro
tanto, procurando ajustar el volumen de sus voces para compensar el traqueteo del
Expreso de Nápoles a medida que avanzaba raudamente hacia al sur, en dirección a
Lyon.
—Es un placer conocerle, profesor Seamus —dijo Charpentier—. Siempre me he
interesado por el mundo de la magia. En ocasiones, incluso, me hubiese gustado
incorporarme personalmente a él. Sin embargo, maestro, jamás lo he hecho. Las
matemáticas han ocupado mi cerebro.
—¿Ah, sí? ¿Entonces ha sido usted agraciado con el don del Talento? —preguntó
el mago.
—Sólo un poco —contestó Charpentier—. He obtenido mi licencia como
Curandero Profano.
El hechicero asintió. Una licencia de Curandero Profano era útil para un primer
auxilio y tareas de emergencia o para asistir a u Curandero Cualificado.
Tailleur rozó con el índice la cicatriz que cubría la mejilla de su rostro macizo y
dijo:
—Esto podría haber resultado mucho más grave de no haber sido por el amigo
Sharpy, aquí presente.
Boothroyd intervino repentinamente.
—Hay una pregunta que siempre he deseado formular… ¡Oh, aquí llega ya
nuestro desayuno! —Se interrumpió mientras el camarero disponía los platos de
comida caliente sobre la mesa, para continuar enseguida—: Hay una pregunta, repito,
que siempre he sentido deseos de formular. Me he percatado de que los curanderos
sólo emplean sus manos, tal vez con el añadido de un poco de aceite o agua, sin
embargo, los magos utilizan toda suerte de accesorios: varitas mágicas, amuletos,
incensarios, ese tipo de adminículos. ¿Por que es así?
—Bueno, estimado señor —respondió el mago—, un curandero presta su
asistencia en un proceso que naturalmente tiende hacia la dirección en que él pretende
que se desarrolle. El propio cuerpo manifiesta una fuerte tendencia a sanarse, a
cicatrizar, a recobrar la salud. Y es más, el paciente desea que su cuerpo sane, con
excepción de ciertos casos de grave aberración, en los cuales el curandero cuenta con
otras vías de acción.

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—En otras palabras —intervino Charpentier—, el curandero tiene la cooperación
tanto del cuerpo como de la mente del paciente.
—Así es, exactamente —convino el mago—. El curandero sólo lubrica los
engranajes, por decirlo de alguna manera.
—¿Y en qué difiere su labor de la que realiza el mago? —preguntó Boothroyd.
—Bueno, la mayor parte de la labor de un mago se realiza con objetos
inanimados. Sin la menor cooperación, como es natural. De modo que debe utilizar
instrumentos, herramientas, que el curandero no necesita. Se lo explicaré con una
analogía: suponga que tiene usted dos amigos que pesan ochenta kilos cada uno.
Suponga que están borrachos y desean irse a casa. Pero están tan borrachos que no
pueden llegar a casa por sus propios medios. Usted, que está perfectamente sobrio,
puede llevarles a ambos cogidos bajo los brazos, a un tiempo, hasta llegar a sus casas.
Ello requeriría un pequeño esfuerzo y toda su pericia para transportarles, pero usted
puede hacerlo sin ayuda porque durante todo el camino ellos están cooperando con
usted. Ellos desean llegar a su casa.
»Ahora bien, suponga que tiene usted el mismo peso pero en forma de dos sacos

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de arena y desea transportarlos al mismo sitio; al mismo tiempo. No obtendrá
cooperación alguna de esos 160 kilos dé arena, de modo que deberá utilizar un
instrumento para ayudarse. Hay a su disposición un gran numeró de utensilios, pero
nabrá de escoger el adecuado para ese trabajo. En este caso, utilizaría una carretilla y
no un destornillador o un martillo.
—Oh, ya veo —dijo Boothroyd—. ¿Diría usted, entonces, que la labor de un
mago es más sencilla?
—No más sencilla, sino diferente. Algunos hombres que podrían acarrear en
carretilla 160 kilos de arena a una milla de distancia en quince minutos podrían no ser
capaces de ayudar a un par de borrachos sin emplear para ello la fuerza física. Se trata
de un enfoque diferente, ¿comprende?
El maestro Seamus había dejado que su mirada se paseara por el resto de los
comensales del vagón mientras hablaba. Había solamente catorce hombres durante el
desayuno. El sacerdote de cabellos blancos estaba escuchando, en la mesa contigua, a
dos hombres de aspecto fatuo mientras discurseaban seriamente sobre arquitectura
eclesiástica, pero no pudo escuchar a ninguno de los demás pasajeros debido al ruido
que producía la marcha del tren. Sólo faltaba un hombre. Aparentemente el señor de
la elegante y recortada barba, John Peabody, no había querido desayunar.

IV
El juego de cartas comenzó temprano.
Un hombre imponente que ostentaba una nariz aguileña y una gran barba
completamente blanca, excepción hecha de dos vetas marrón oscuras que
comenzaban en la comisura de los labios, se acercó hacia donde el maestro Seamus se
hallaba sentado, en el salón.
—Maestro Seamus, mi nombre es Gwiliam Hauser. Algunos de nosotros estamos
organizando un juego y pensé que tal vez le gustaría unirse al grupo.
—Le agradezco la invitación, señor Gwiliam —repuso el mago—, pero me temo
que no soy muy aficionado al juego.
—Oh, no se trata de un juego de importancia, señor. Una pequeña apuesta inicial,
sólo un juego amistoso para pasar el tiempo.
—No, ni siquiera un sencillo juego amistoso. Pero, nuevamente, le agradezco la
invitación.
Hauser entrecerró los ojos para mirarle con suspicacia.

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—¿Puedo preguntarle por qué no desea unirse a nosotros?
—Seguro que sí, señor, y me sentiré honrado de explicárselo. Si un mago
interviene en un juego de cartas con hombres que no poseen el Talento, sólo puede
perder.
—¿Por qué? —insistió Hauser.
—Porque si el mago gana, estimado señor, seguramente habrá alguien en la mesa
de juego que le acusará de emplear su Talento para hacer trampas. Usted debería
presenciar un juego de cartas entre magos, señor. Eso sí que es algo digno de verse,
aunque seguramente no vería gran cosa de lo que estaba ocurriendo.
Los ojos de Hauser recobraron su normalidad, y una risilla surgió de algún sitio
de su poderosa barba.
—Ya lo entiendo. No había pensado en ello. Boothroyd sugirió que tal vez usted
deseara jugar, de modo que vine a proponérselo. Le transmitiré su sabia respuesta.
En realidad, a la mayoría de la gente jamás se le ocurriría desconfiar de un mago
y, mucho menos, acusarle de hacer trampas con las cartas. Sin embargo, un mal
perdedor, especialmente si ha estado bebiendo, es capaz de decir cosas de las que más
tarde se arrepentiría. Los magos raramente juegan con personas que carecen del
Talento, a menos que se trate de amigos íntimos.
Finalmente, Hauser, Boothroyd, Charpentier, el rollizo Jason Quinte, el que casi
había perdido el tren, y uno de los dos hombres fatuos —el alto de fino bigote, que
parecía como si hubiese sido enfundado en sus ropas— acabaron reuniéndose en una
mesa del extremo del vagón con un mazo de cartas y una ronda de bebidas. El juego
estaba en marcha.
El mago observó durante algunos momentos el juego desde el otro extremo del
salón y luego abrió una edición del Journal of the Royal Thaumaturgical Society y se
sumió en la lectura.
A las ocho y quince el mago irlandés terminó el artículo acerca de «El álgebra
subjetiva de los procesos kinésicos» y dejó el periódico. Se sentía fatigado, ya que no
había dormido lo suficiente y, además, el monótono sonido y el vaivén del tren le
hacían difícil mantener la mirada fija en la lectura. Cerró los ojos y se masajeó el
puente de la nariz con el índice y el pulgar.
—Discúlpeme, maestro Seamus. ¿Le importa si me siento junto a usted?
El mago abrió los ojos y miró al recién llegado.
—De ningún modo; por favor, siéntese/
El hombre tenía el cabello rojizo, una nariz bulbosa y unas facciones solemnes
diseñadas sobre sus huesos faciales. Su sonrisa era agradable y sus ojos tenían una
mirada adormilada.
—Mi nombre es Zeisler, maestro Seamus, Maurice Zeisler.
Extendió su mano derecha mientras sostenía en la izquierda un vaso de whisky
con agua; más whisky que agua.
Los dos hombres se estrecharon las manos y Zeisler se acomodó en una silla a la

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izquierda del mago, haciendo una señal en dirección a la mesa de saba.
—Juego tonto, el saba. Tener que recordar todas esas cartas. Te olvidas de una,
juegas mal y, cuando menos, pierdes un soberano. Recordarlo todo, tener suerte,
echar a los demás del juego, y entonces consigues estar cuatro soberanos por encima
del resto. Yo nunca he tenido suerte y jamás he podido retener las cartas correctas.
Vandepole sí puede, todo el tiempo. De modo que yo me quedo por allí, ocupándome
de las bebidas, y les dejo jugar. Se pierde menos de ese modo.
—Muy astuto —murmuró el mago.
—¿Una copa?
—No, gracias, señor. Es todavía algo temprano para mí. Quizá más tarde.
—Estupendo. Será un placer.
Zeisler sorbió un buen trago de su copa y luego se inclinó confidencialmente
hacia el mago.
—Lo que a mí realmente me gustaría saber es lo siguiente: ¿está Vandepole
haciendo trampas? Es el hombre elegantemente vestido de bigotillo delgado. ¿Está
utilizando el Talento para influir en la elección de las cartas?
El mago ni siquiera desvió la mirada hacia la mesa de juego.
—Señor, ¿está usted consultándome profesionalmente? —preguntó a media voz.
Zeisler pestañeó.
—Bueno, yo…
—Porque si está pidiéndome una opinión profesional —prosiguió Seamus—,
debo advertirle que los honorarios de un Maestro de Magos son muy elevados. Le
sugeriría que consultara a un Aprendiz de Mago para este tipo de cuestiones; sus
honorarios resultarían más bajos que los míos y le daría exactamente la misma
información.
—Oh, está bien, se lo agradezco mucho. Así lo haré. Muchas gracias —dijo
Zeisler, bebiendo otro trago de su copa—. Oh, a propósito… ¿conoce usted por
casualidad a un Maestro de Magos llamado Sean O’Lochlainn?
El mago asintió lentamente.
—Me he cruzado con él, sí —respondió con prudencia.
—Jamás me he encontrado personalmente con él, pero he oído hablar mucho de
ese personaje. Un mago forense, ya sabe. Un trabajo interesante. Me gustaría
conocerle.
Los ojos de Zeisler habían evitado mirar al mago mientras hablaba, y dejaba
vagar su mirada por el paisaje de la campiña francesa más allá de la ventanilla.
—¿He de entender que está usted interesado en la magia? —preguntó el irlandés.
Los ojos de su interlocutor abandonaron el paisaje para mirarle con atención:
—¿En la magia? Oh, no. Carezco en absoluto del Talento. No, en lo que
verdaderamente estoy interesado es en la investigación, en la labor de investigación.
Investigación criminal.
Zeisler parpadeó y frunció el entrecejo como si estuviese esforzándose por

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recordar alguna cosa. Luego, sus ojos se iluminaron y dijo:
—La razón por la que he traído a la conversación al Maestro de Magos Sean es
que conocí al hombre para quien trabajó, Lord Darcy, que es el Jefe Investigador de
Su Alteza Real el Duque de Normandía —explicó Zeisler. Luego se inclinó hacia
adelante y bajó el tono de su voz. El aliento le olía fuertemente a whisky—. ¿Estaba
usted en la Convención de Magos y Curanderos, en Londres, hace algunos años,
cuando un mago llamado Zwinge fue asesinado en el Royal Steward Hotel?
—Yo estaba allí —dijo el mago—. Lo recuerdo muy bien.
—Sí, eso imaginaba. Bien, yo estaba entonces relacionado con la oficina del
Almirantazgo. Allí conocí a Darcy —prosiguió Zeisler, guiñando un ojo
solemnemente, antes de añadir—: En realidad, le ayudé a resolver el caso, aunque no
puedo decir nada más al respecto.
Zeisler miró nuevamente hacia el exterior, a través de la ventanilla.
—Un gran investigador —continuó—, un genio en su campo. Nadie más podría
haber resuelto aquel caso, pero él lo consiguió inmediatamente. Un genio total. Me
gustaría tener su cerebro.
Vació su copa de un trago y la observó durante un instante, reflexivamente. Luego
se puso de pie y dijo:
—Sí señor, me gustaría tener su cerebro. Bien, es el momento de reponer las
provisiones. ¿Quiere una copa?
—Todavía no. Quizá más tarde.
—Regreso en un minuto —dijo Zeisler, dirigiéndose hacia el bar.
Pero no regresó. Inició una conversación con Fred, el camarero que estaba
mezclando las bebidas, y se olvidó por completo del maestro Seamus, circunstancia
que el pequeño mago irlandés agradeció profundamente.
Se percató entonces de que John Peabody, el de la barba elegante y tupida, estaba
sentado solo en el extremo más alejado del sofá y, aparentemente, leyendo todavía su
periódico; exhibía una concentración tan profunda en la lectura que era suficiente
para descorazonar a cualquiera que deseara entablar conversación con él. Sin
embargo, el mago sabía perfectamente que el hombre mantenía al menos una parte de
su atención sobre el largo corredor que se prolongaba hacia adelante, más allá de los
compartimientos.
El maestro Seamus miró hacia la mesa de juego. El hombre vestido con
afectación y que lucía el bigotillo delgado estaba recogiendo sus abundantes
ganancias.
Si Vandepole estaba haciendo trampas, lo hacía sin la asistencia del Talento, ya
fuera inconsciente o conscientemente; ese tipo de utilización del Talento hubiese
resultado más sencillo para el mago, al menos a tan pequeña escala. No obstante, era
posible que el hombre tuviera el don del Talento precognitivo, aunque ello era algo
acerca de lo cual la ciencia de la magia, por ahora, tenía pocos datos y ninguna teoría.
Alguien, algún día, resolvería el problema de la asimetría del tiempo, pero nadie lo

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había conseguido todavía; incluso las relativamente nuevas matemáticas del álgebra
subjetiva no habían ofrecido soluciones.
El mago se encogió de hombros y volvió a sumergirse en su Journal. ¡Qué
demonios!, aquello no era de su incumbencia.

V
—¡Lyon, caballeros! -La voz del señor Fred llegó a través del salón, luchando
con éxito contra el fragor del tren—. ¡Lyon en quince minutos! ¡El bar se cerrará en
cinco minutos! ¡El almuerzo será servido en el restaurante de la estación y
volveremos a partir a las 13:15! ¡En este momento son las 12:00!
Fred había concitado la atención de todos los pasajeros, de modo que volvió a
repetir el mensaje.
Sin embargo, no todos estaban en el salón. Después qué el bar hubo cerrado —
Zeisler se las había ingeniado para conseguir otras dos copas en los cinco minutos—,
Fred se ocupó de recorrer el pasillo y golpear en todas las puertas de los
compartimientos.
—¡Lyon en diez minutos! ¡El almuerzo se servirá en el restaurante de la estación!
¡Partiremos hacia Marsella a las 13:30!
El vigoroso y pequeño mago irlandés se volvió en su sillón para mirar hacia
afuera, a través de la ventanilla, los aledaños de Lyon. Pensó que se trataba de un
lugar muy agradable. El valle del Ródano era famoso por su vitivinicultura, pero
ahora las vides estaban dando paso a casas de campo cada vez más apiñadas y,
finalmente, el tren se encontró en la ciudad propiamente dicha. Las casas eran
antiguas, al menos la mayoría de ellas, pero eran pulcras y estaban bien conservadas.
Técnicamente, el Condado de Lyon formaba parte del Ducado de Borgoña, pero la
gente nunca se había sentido borgoñona. El conde de Lyon concitaba sus respetos
mucho más de lo que conseguía el duque de Borgoña. Su Gracia respetaba esos
sentimientos y permitía al conde tener las manos tan libres como lo permitía la ley del
rey. Por las vistas que ofrecía la campiña, todo hacía suponer que el conde realizaba
una labor muy destacable.
—Discúlpeme, maestro Seamus —dijo una voz suave y agradable.
El mago dejó de observar a través de la ventanilla y reconoció al caballero mayor
que vestía el atuendo de los clérigos.
—¿Qué desea, padre?

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—Permítame que me presente: soy el reverendo Armand Brun. Me he percatado
de que estaba sentado aquí, solo, y me preguntaba si le importaría reunirse conmigo y
algunos otros caballeros para almorzar.
—Maestro Seamus Kilpadraeg, a su servicio, reverendo. Me sentire muy
complacido de unirme a usted para el almuerzo. Creo que sólo tenemos una hora.
Los «otros caballeros» estaban de pie junto al bar y fueron presentados con el
mismo tono de voz suave y agradable. Simon Lamar tenía un fino cabello negro que
permitía ver el cuero cabelludo a través de las hebras, rostro alargado y labios
dibujados en una escueta línea. Su voz era plana, con un leve deje de Yorkshire en su
acento cuando dijo:
—Estoy muy complacido de conocerle, maestro Seamus.
El acento de Arthur Mac Kay revelaba a partes iguales su procedencia de Oxford
y de Oxfordshire, y era delicado y bien modulado, como el de un actor. Era el otro
hombre vestido con afectación, con las ropas inmaculadas como si acabaran de salir
del tinte unos segundos antes. Tenía cabellos negros, densos y suavemente ondulados,
unos luminosos ojos castaños enmarcados por largas y oscuras pestañas, y un rostro
agraciado que hacia juego con el conjunto. Era casi demasiado bello.
Valentine Herrick tenía un flamígero cabello pelirrojo, la sonrisa excesivamente
llena de dientes y un cuerpo que parecía irradiar salud y fortaleza cuando estrechó la
mano del mago.
—Odio ver a un hombre comer solo. ¡Por San Jorge!, una comida no es una
comida sin compañía. ¿No es verdad?
—Así es —concedió el mago.
—Especialmente en estos restaurantes de estaciones de ferrocarril —dijo Lamar
con su voz plana—. La compañía hace que uno aparte la atención de lo insípido de la
comida.
Mac Kay sonrió angelicalmente.
—Oh, vamos, no puede ser tan mala. Vengan conmigo y lo comprobarán.
El restaurante El corazón de Lyon resultó un lugar muy grato y confortable, de no
más de cincuenta años de antigüedad, pero diseñado en el estilo Dwilliam IV de las
postrimerías del siglo XVIII, para otorgarle un aire de estabilidad. La decoración, sin
embargo, reflejaba un ligero retruécano a partir del nombre del restaurante, que
seguramente había sido cuidadosamente elegido por esa misma razón. Sobre la
puerta, con una envergadura de tres cuartos del tamaño normal, las piernas abiertas
como puntales, la mano derecha sobre el pomo de una gran espada desenvainada
cuya punta tocaba el umbral, el brazo izquierdo sosteniendo un escudo con los leones
de Inglaterra, se erigía con su yelmo y su cota de malla, la figura del rey Ricardo
Corazón de León en un polícromo bajorrelieve. También el interior estaba decorado
con caballeros y damas de la época de Ricardo I.
Era todo muy apropiado. Aunque durante la mayor parte de los primeros diez
años de reinado, Ricardo había estado en la noble y heroica, pero estúpida y onerosa,

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gesta de la Tercera Cruzada, se había serenado tras su herida casi fatal en el sitio de
Chaluz y había comprendido que tenía que convertirse en un verdadero gobernante.
Existen algunas historias que sugieren que si Ricardo hubiese muerto en Chaluz, un
Capeto estaría ahora sentado en el trono del Imperio Anglo-francés, en lugar de un
Plantagenet. Sin embargo, los Capetos habían muerto mucho tiempo atrás, como
había ocurrido también con la inestable rama menor de los Plantagenet, descendiente
del exiliado príncipe Juan, el hermano menor de Ricardo. Fueron Ricardo y Arturo, el
sobrino que le sucedió en el año 1219, quienes habían mantenido unidas a las
naciones del imperio Anglo-francés durante aquellos tiempos conflictivos, y habían
sido los descendientes del rey Arturo quienes habían conservado la estabilidad
durante siete siglos y medio.
El viejo Ricardo podía haber cometido sus errores, pero había sido un buen rey.
—Interesantes motivos ornamentales —comentó el padre Armand mientras el
camarero conducía a los cinco hombres hasta la mesa—. Y muy bien lograda.
—Y de ningún período definido —añadió Lamar rotundamente—. Demasiado
realista.
—Es cierto, es cierto. Ni siquiera tiene el estilo de principios del siglo XIII —dijo
el padre Armand, mientras el camarero apartaba la silla para que se sentara—. Es el
realismo concienzudamente detallista de finales del siglo XVII el que encaja muy bien
con el estilo del resto del interior. Debe de haber sido muy costoso de realizar; son
pocos los artistas que en la actualidad pueden o desean hacer este tipo de trabajo.
—Estoy de acuerdo, padre —concedió Lamar—. La mano de obra, en general, ya
no es lo que era.
El padre Armand prefirió ignorar esa observación.
—Fíjense en eso, observen a Gwiliam el Alguacil, al menos presumo que de él se
trata; lleva las armas del alguacil en su capa. Me imagino que si trepáramos hasta ahí
arriba y observáramos minuciosamente, podríamos ver los delgados ribetes en cada
eslabón de su cota de malla.
Lamar volvió a apuntar:
—Y tampoco pertenece a período alguno.
El padre Armand le miró atónito.
—¿Los eslabones ribeteados de la malla no pertenecen al período del siglo XIII?
Realmente, señor…
—No, no —se apresuró a interrumpirle Lamar—. Me refería a la capa con las
armas del alguacil. Los blasones de ese tipo no aparecieron sino un siglo más tarde.
—¿Saben? —dijo Arthur Mac Kay repentinamente—, siempre me he preguntado
qué aspecto tendría yo dentro de uno de esos atavíos. Muy ostentoso, me imagino.
Su voz de actor contrastaba rotundamente con la voz sin inflexiones de Lamar.
Valentine Herrick le miró sonriente.
—¿Acaso no sería estupendo? ¡Imagínense! ¡Cargando contra el enemigo
empuñando una espada como ésa! ¡O rescatando a una bella princesa! ¡O matando a

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un dragón… o a un mago traidor! —gritó, deteniéndose repentinamente azorado, para
añadir—: Oh, discúlpeme, maestro Seamus.
—No tiene importancia —dijo el mago con benevolencia—, puede usted matar a
todos los magos traidores que desee. Sólo le pido que no se confunda.
Aquello produjo una carcajada general, incluida la de Herrick.
Todos miraron sus menús, eligieron la comida y la ordenaron al camarero. La
comida, que a juicio del mago resultó bastante apreciable, llegó inmediatamente. El
padre Armand dio las gracias a Dios y ya prácticamente no se produjeron más
conversaciones. Lamar dijo algo acerca de la comida, aunque el vino no era
exactamente de su gusto.
—Es un Delacey del 69, justo del sur de Givors. No fue un mal año para los
tintos, pero no puede compararse con el Monet del 69, de un pequeño y encantador
lugar a unas cuantas millas al sureste de Beaune.
Mac Kay levantó su copa y pareció respaldar aquellas observaciones acerca del
vino.
—¿Saben?, yo siempre he dicho que el verdadero conocedor es digno de lástima,
porque ha entrenado su paladar hasta tal grado de perfección que prácticamente no
puede gozar de nada. Creo que se trata de un corolario de la Ley de Acipenser, o tal
vez de un teorema derivado de ella.
Herrick volvió sus brillantes ojos azules hacia él.
—¿Qué? No sé de qué está hablando, pero ¡por San Jorge!, yo creo que se trata de
un maldito buen vino. —Y dio énfasis a su opinión vaciando su copa y volviéndola a
llenar inmediatamente.
Como si hubiese detectado el sonido del vino al escanciarse, Maurice Zeisler
llegó raudamente hasta la mesa. No se tambaleaba, pero había una controlada
precisión en su andar y en su modo de expresarse que evidenciaban una gran
necesidad de concentración a fin de hacer correctamente lo uno y lo otro. No se sentó.
—Hola, amigos —dijo prudentemente—. ¿Han visto quién está allí, en aquella
esquina?
Había, desde luego, cuatro esquinas en el amplio salón, pero una ligera
inclinación de su cabeza no dejó la menor duda acerca de cuál era el sitio al que se
refería.
Se trataba del barbado John Peabody, almorzando; su maletín yacía en el suelo,
junto a su silla.
—¿Qué ocurre con él? —preguntó Lamar.
—¿Le conocen?
—No, se mantiene muy apartado. ¿Por qué?
—No lo sé. No obstante, su rostro me parece familiar, como si yo debiera
conocerle. Pero no consigo situarle en mi memoria. En fin… —dijo Zeisler, y se
marchó de regreso al bar dé donde había llegado.
—En las condiciones en que está, no podría reconocer ni a su propia madre —

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murmuró Lamar—. Por favor, pásenme el vino.

VI
El Expreso de Nápoles cruzó el Ródano en Lyon y enfiló hacia el sur a través del
Ducado de Dauphine, en dirección al Ducado de Provenza, siguiendo el valle del río.
En Avignon se apartaría del río y enfilaría hacia el sudeste, en dirección a Marsella;
pero aquello no ocurriría sino hacia las 17:00.
El Expreso de Nápoles no era un tren rápido, era demasiado largo y demasiado
pesado, pero compensaba su falta de rapidez realizando solamente cuatro paradas
entre París y Nápoles. Cinco, si se contaba la breve parada en la frontera entre
Provenza y Liguria.
A fin de evitar tener que cruzar los Alpes Marítimos, la ruta del tren corría a lo
largo de la costa del Mediterráneo una vez dejaba atrás Marsella, pasando por Toulon,
Cannes, Niza y Monaco en dirección a la costa de la Liguria. Circunvalaba el golfo
de Genova hasta dicha ciudad y luego se mantenía junto a la costa, sin apartarse,
hasta llegar a Nápoles.
No obstante, todo ello ocurriría al día siguiente por la tarde. Había cientos de
millas por recorrer y muchas horas de viaje por delante.
El maestro Seamus se sentó en una de las sillas de la plataforma de observación
en la parte posterior del vagón y contempló el valle del Ródano recortado en la
distancia. Había cuatro asientos en la plataforma de observación semicircular, dos a
cada lado de la puerta que comunicaba con el salón. Los dos de estribor estaban
ocupados por el hombre rollizo y de cabellos color arena que casi había perdido el
tren —Jason Quinte— y por el joven rubio y sonrosado cuyo nombre el mago aún no
conocía. Los dos estaban fumando cigarros y conversando en un tono de voz que
podía ser oído pero no comprendido, ahogado por el ruido del viento y el traqueteo de
las ruedas sobre los raíles.
El maestro Seamus había elegido la más exterior de las dos sillas que quedaban
desocupadas, y el padre Armand, que trataba de encender su pipa envuelta en las
ráfagas que le acometían, se sentó en la otra. Cuando finalmente consiguió encender
la pipa y ésta ardió adecuadamente, el padre Armand se reclinó y se relajó.
La puerta volvió a abrirse y un quinto hombre salió a la plataforma, aplastando
con el pulgar el tabaco de la cazoleta de su pipa de brezo blanco. Se trataba de Sir
Stanley Galbraith, el hombre musculoso y de anchos hombros que había precedido al

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mago durante la subida al tren. Ignoró a los demás, se dirigió hacia la alta baranda
que rodeaba la plataforma de observación y perdió la mirada en la distancia.
Habiendo cargado la pipa a su entera satisfacción, guardó la bolsa de tabaco y
procedió a buscar algo en sus bolsillos. Finalmente, se volvió con una expresión de
fastidio que se desvaneció en cuanto vio la pipa del padre Armand.
—Ah, le ruego que me disculpe, reverendo, pero… ¿sería tan amable de
prestarme su mechero de pipa? Me temo que he olvidado el mío en el
compartimiento.
—Por supuesto —dijo el padre Armand entregándole su mechero.
Sir Stanley encendió su pipa en un tiempo sorprendentemente breve y le devolvió
el mechero.
—Gracias. Mi nombre es Galbraith, sir Stanley Galbraith.
—Padre Armand Brun. Encantado de conocerle, sir Stanley. El caballero sentado
a mi lado es el Maestro de Magos Seamus Kilpadraeg.
—Es un placer, caballeros, un verdadero placer —dijo sir Stanley aspirando
vigorosamente el humo de su pipa—. Ahora sí, ya está perfectamente encendida. Es
una suerte que no llueva, me he dejado la pipa de lluvia en casa.
—Si necesita una, sir Stanley, no tiene más que pedírmela —dijo el rollizo Jason
Quinte, interviniendo repentinamente en la conversación.
Quinte y el joven de rostro sonrosado habían dejado de hablar en cuanto sir
Stanley hizo su aparición en la plataforma y prestaban atención a cuanto decía. Sir
Stanley no hablaba en voz muy alta, pero se le oía perfectamente.
—Tengo un par de pipas de lluvia —continuó Quinte—, y una de ellas aún no ha
sido usada. Estaría encantado de regalársela si usted la necesita.
—No, no, pero le doy las gracias igualmente. No hay peligro de que el tiempo
vaya a empeorar antes de que lleguemos a Nápoles —dijo sir Stanley y luego,
mirando hacia el mago, preguntó—: ¿No es así, maestro Seamus?
El mago sonrió comprensivo:
—Eso es lo que dice el informe meteorológico, sir Stanley, pero yo no podría
asegurarlo en base a mis propios conocimientos. La magia del tiempo no es mi
especialidad.
—Oh, lo siento. Ustedes se ocupan de todas las especialidades, ¿no es así? ¿Cuál
es la suya, si me permite preguntarlo?
—Yo enseño magia forense.
—Ah, ya veo. Un campo muy interesante, sin duda —comentó sir Stanley,
distrayendo su atención cuando una vaharada de humo le envolvió súbitamente.
Luego dijo—: Jamieson…
El joven de rostro sonrosado se quitó el cigarro que sostenía entre sus labios y le
miró con expresión alerta:
—¿Sí, señor?
—¿Qué demonios está fumando?

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Jamieson miró el cigarro que tenía en la mano como si no supiera de qué se
trataba ni cómo había llegado hasta ella.
—Un Hashtpar, señor —respondió.
—Tabaco persa, ya me lo imaginaba —comentó el otro con una sonrisa malévola
—. El buen tabaco persa es excelente, pero el malo, como ese que está fumando,
probablemente acabe destrozándole los pulmones, muchacho. Ese tipo en particular
está curado con alguna clase de incienso. Me recuerda a un prostíbulo de Abadan.
Se produjo enseguida una pausa incómoda, en el momento en que todos tomaron
conciencia de que entre ellos había un hombre de la iglesia.
—Tire ese cigarro, Jamie —dijo Quinte en un tono de voz excesivamente alto—.
Aquí tiene uno de los míos.
Jamieson volvió a mirar su cigarro, consumido sólo en una tercera parte, y luego
lo arrojó a los raíles.
—No, gracias, Jason. De todos modos estaba por apagarlo, sólo deseaba probar su
sabor —repuso Jamieson, y mirando a sir Stanley con una tímida sonrisa en los
labios, añadió—: Eran caros, señor, de modo que compré solamente uno para
probarlo. Pero tiene usted razón, realmente huelen como el interior de un… templo
taoísta.
Sir Stanley profirió una risilla ahogada y dijo:
—Algunos de los peores hábitos son los más caros, hijo, pero también lo son
algunos de los mejores.
—¿Qué está fumando usted, sir Stanley? —preguntó quedamente el padre
Arrñand.
—¿Esto? Es una mezcla de Balik y Robertson.
—Yo soy partidario de una mezcla parecida. Encuentro que el Balik es el mejor
de los tabacos turcos. Y alterno con otra mezcla: Balik y cubano.
Sir Stanley movió lentamente la cabeza en señal de asentimiento.
—El tabaco proveniente del Ducado de Cuba es mucho mejor para los cigarros,
reverendo. El Ducado de Roberta produce el más fino tabaco de pipa, según mi
opinión. Por supuesto, admito que todo ello se reduce a una cuestión de gusto.
—Nunca he estado en Cuba —dijo Quinte—, pero sí he visto los campos de
tabaco en Roberta. ¿Ha visto usted alguna vez crecer la planta, padre?
Era sólo una pregunta a medias, pero el padre contestó complacido:
—Cuénteme lo que sepa.
Roberta era un ducado enclavado en la costa sur del continente norte del
hemisferio occidental, Nueva Inglaterra, con una costa marítima sobre el golfo de
México. Fue bautizado así después del reinado de Roberto II, ya que había sido
fundado durante su mandato en los albores del siglo XVIII.
—Crece así de alto —dijo Quinte, alzando la mano a una altura de un metro y
medio sobre el piso de la plataforma—. Hojas verdes y amplias. No sé cómo lo curan,
sólo he visto los tabacales.

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Estaba dispuesto a continuar con su perorata, pero la puerta que comunicaba con
el salón se abrió y por ella apareció el inspector jefe de ferrocarriles, Edmund Norton,
con su uniforme rojo y azul brillando bajo el sol de la tarde.
—Buenas tardes, caballeros —saludó con una sonrisa—, espero no
interrumpirles.
—Oh, no —dijo sir Stanley—, por supuesto que no. Era sólo una charla
intrascendente.
—Espero que todos ustedes, caballeros, se sientan cómodos y disfruten del viaje.
—No hay queja alguna, inspector jefe, ¿no es así, padre?
—Ninguna, ninguna en absoluto —corroboró el padre Armand—. Un viaje muy
divertido. Dirige usted un tren excelente, inspector.
—Muchas gracias, reverendo —dijo el inspector jefe y luego, aclarándose la
garganta, añadió—: Caballeros, a esta hora es mi costumbre invitar a mis pasajeros
más especiales a que se reúnan conmigo para tomar una copa, o lo que prefieran. ¿Me
acompañan?
Desde luego, no cabía ningún argumento en contra ante una invitación como
aquélla, de modo que los cinco pasajeros siguieron al inspector jefe al interior del
salón.
—Una cosa es cierta —murmuró el padre Armand junto a la oreja del mago—:
hay más silencio aquí adentro que afuera.
El inspector jefe se dirigió hacia la mesa de juego, donde la partida se había
reanudado después del almuerzo. Había calculado el tiempo con precisión.
Vandepole recogió sus ganancias con una mano mientras con el índice de la otra
recorría la finísima línea de su bigote.
El inspector jefe dijo algunas palabras que el mago no pudo oír debido al fragor
del tren. Había más tranquilidad allí dentro, pero no exactamente silencio.
Luego el inspector jefe Edmund se dirigió hacia el bar, donde el señor Fred
aguardaba, se volvió hacia los pasajeros y dijo en alta voz:
—Caballeros, acérquense y pidan lo que deseen. Fred, voy a ver qué es lo que
desean los caballeros de la mesa de juego.
Unos minutos más tarde, el mago irlandés estaba sentado en el bar observando la
espuma de su vaso de cerveza que se movía hacia uno y otro lado al compás del
vaivén del tren. Pensó que Maurice Zeisler se odiaría a sí mismo más tarde.
Gavin Tailleur, el hombre de la cara cortada, había ido hasta el compartimiento de
Zeisler a participarle de la invitación del inspector jefe, pero había sido incapaz de
arrancarle de su… sueño.
El maestro Seamus estaba sentado en un extremo del bar, próximo al pasillo. El
inspector jefe se acercó y se detuvo a su lado comprobando que nadie se hubiese
quedado sin su bebida.
—Yo tomaré una cerveza, Fred —dijo al camarero.
—Enseguida le sirvo, inspector jefe.

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—Observo que la cerveza es también su bebida predilecta, maestro Seamus —
dijo el inspector jefe Edmund mientras Fred colocaba ante él un vaso espumoso.
—Así es, inspector jefe. El vino está bien para acompañar las comidas y el brandy
es ideal para las ocasiones especiales; pero para las ocasiones espontáneas o para
beber seriamente, yo siempre prefiero la cerveza.
—Bien dicho. ¿Le gusta ésta en especial?
—Mucho —asintió el mago—. Normanda, ¿verdad?
—Sí. Hay una pequeña zona en el Ducado de Normandía, en las tierras altas, por
donde discurren el Orne, el Sarthé, el Eure, el Risle y el Mayenne, que cuenta con la
mejor agua de toda Francia: Hay una muy buena cerveza procedente de Irlanda, y
algunos prefieren la cerveza inglesa; pero en mi opinión y para mi gusto, la normanda
es la mejor, razón por la que siempre compro cerveza normanda para abastecer a mi
tren.
El maestro Seamus, que realmente prefería la cerveza inglesa, dijo simplemente:
—Es muy buena, realmente muy buena.
Y sospechó que la preferencia del inspector jefe estaría ligeramente respaldada
por el hecho de que en París la cerveza normanda era más barata que la inglesa.
—¿Ha tenido usted un viaje agradable con su compañero de compartimiento? —
preguntó el inspector jefe.
—No he sido informado acerca de la identidad de mi compañero de
compartimiento —replicó el mago.
—¿Oh? Lo siento. Es el padre Armand Brun.

VII
Esa tarde, alrededor de las 16:30, el maestro Seamus Kilpadraeg dormitaba en el
sofá del salón, inclinado sobre un extremo, los brazos cruzados sobre el pecho y la
barbilla casi pegada al esternón. Su sueño era plácido y como no profería ronquidos,
no molestaba a nadie.
El padre Armand había regresado al compartimiento número dos a las 15:15, y
sospechando que el caballero se sentiría exhausto, el mago había decididp permitirle
pasar allí la tarde, tranquilo y en soledad.
El tren y la partida que se desarrollaba en la mesa de juego continuaban su
marcha. Jason Quinte había dejado la partida, pero su lugar lo había ocupado el
pelirrojo Valentine Herrick. Gavin Tailleur sustituía a Sidney Charpentier en su sitio,

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mientras Charpentier, sentado en el sofá del extremo anterior del salón, tenía su larga
nariz sumergida en la lectura de un libro titulado El artefacto infernal, una novela de
aventuras. Sir Stanley Galbraith y Arthur Mac Kay estaban en el bar con un cubilete
de dados, jugándose las bebidas.
Quinte y el joven Jamieson habían regresado a la plataforma de observación con
más cigarros, que, presumiblemente, esta vez no eran Hashpars.
Zeisler aún estaba durmiendo y Lamar, aparentemente, se había retirado a su
compartimiento.
En Avignon, el tren cruzó el puente que se extendía sobre el río Durance, e inició
una larga curva que se apartaba del Ródano en dirección a Marsella.
El maestro Seamus despertó de su adormecimiento debido a la voz sin inflexiones
de Simon Lamar; sin embargo no abrió los ojos ni movió la cabeza.
—Sidney —dijo Lamar a Charpentier—, necesito su talento de curandero.
—¿Cuál es el problema? ¿Tiene una jaqueca?
—No me refiero a que yo lo necesite, sino Maurice. Tiene una resaca infernal. Le
he pedido café cargado a Fred, pero me gustaría contar con su ayuda. No ha comido
nada en todo el día y tiene una jaqueca terrible.
—De acuerdo, enseguida me ocupo de él. Hemos de procurar que coma algo en
Marsella —dijo Charpentier, poniéndose de pie y alejándose con Lamar.
El mago volvió a dormirse.

VIII
Cuando el Expreso de Nápoles entró aquella noche en Marsella, a las 18:24, el
maestro Seamus ya había decidido que necesitaba hacer algo de ejercicio antes de la
hora de cenar. Bajó del tren, atravesó el andén y salió de la estación a una calle
lindante. Una rápida caminata de quince minutos puso en movimiento nuevamente su
sangre, revitalizándole, haciéndole sentirse menos amodorrado y abriéndole el
apetito. El penetrante aire del ducado de Provenza, que arrastraba un toque de sabor
marino del Mediterráneo, era en sí mismo todo un aperitivo.
El restaurante Cannebiere —emplazado en la calle del mismo nombre— estaba
atestado en el momento en que el mago regresó a cenar. Disculpándose a diestra y
siniestra, el camarero consiguió sentarle en una mesa junto a una pareja de mediana
edad de nombre Duprey. Dado que no llevaba consigo su maletín decorado con los
símbolos de su métier, no había modo alguno de que la pareja adivinara que era un

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mago y no vio razón alguna para darse a conocer.
Ordenó al camarero la especialidad de la casa, que resultó ser un delicioso y
grueso filete de pescado blanco al ajillo, que se acompañaba con un buen vino blanco
y seco de pronunciado carácter.
Los Dupreys, a medida que avanzaba la conversación, resultaron ser los dueños
de una pequeña tienda de artículos de cuero, en Versailíe, que habían conseguido
ahorrar el dinero suficiente para realizar aquel viaje y llegar hasta Roma, donde
pasarían una semana. Habían dejado el negocio en manos de sus dos hijos, cada uno
de ellos felizmente casado con una deliciosa esposa, y uno de ellos tenía dos hijos, en
tanto que el otro tenía un varón y…
Y así sucesivamente.
El mago no se sentía aburrido. Le gustaba la gente y los Dupreys eran una pareja
muy agradable. No tuvo que hablar demasiado y no le hicieron preguntas. Por lo
menos hasta el momento del café.
—Dígame, señor Seamus —preguntó entonces el señor Duprey—, ¿por qué
deberemos detenernos esta noche en la frontera de Liguria?
—Creo que para comprobar el permiso de embarque de los vagones de
mercancías —contestó el mago—. Se trata de alguna ley italiana referida a las
importaciones…
—¿Lo ves, John-Paul? —intervino la mujer—. Es como yo te había dicho.
—Sí, Martine, pero no entiendo por qué ha de ser así. No nos hemos detenido en
las fronteras de Champagne, o de Borgoña o de Dauphine o de Provenza. ¿Por qué
entonces en la de Liguria? —preguntó volviéndose hacia el mago—. ¿Acaso no
formamos todos parte del mismo imperio?
—Bueno… sí y no —dijo el profesor Seamus pensativamente.
—¿Qué quiere usted decir con eso, señor? —preguntó John-Paul, mirándole
confundido.
—Bueno, los ducados de Italia, como los ducados de Alemania, son una parte del
Sagrado Imperio Romano, que fue establecido en el año 862, y el rey Juan IV es
emperador. Sin embargo, no forman parte de lo que extraoficialmente se ha
denominado el Imperio Anglo-francés, que técnicamente incluye sólo a Francia,
Inglaterra, Escocia e Irlanda.
—Pero todos tenemos el mismo emperador, ¿no es así? —preguntó Martine.
—Sí, pero los deberes de Su Majestad son diferentes. Los estados italianos
cuentan con su propio parlamento, que se reúne en Roma, y las leyes que han
promulgado son ligeramente diferentes a las que regulan el Imperio Anglo-francés.
Sus actas están ratificadas, no por el emperador directamente, sino por el virrey
imperial, el príncipe Alberto VII. En Italia, el emperador reina pero no legisla.
—S-sí, así parece —murmuró John-Paul dubitativamente—. ¿Ocurre lo mismo en
los ducados alemanes? Quiero decir que ellos también forman parte del imperio…
—No, no ocurre exactamente lo mismo. No están tan unificados como los

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ducados de Italia. Algunos de ellos toman el título de principados y a algunos les
gustaría poder llamarse reinos, aunque ello está expresamente prohibido por el
Concordato de Magdeburgo. Sin embargo, la idea general es la misma. Se podría
decir que todos somos estados diferentes, pero con los mismos fines, bajo la
autoridad del mismo emperador. Todos deseamos libertad individual, paz,
prosperidad y hogares felices. Y el emperador es para nosotros el símbolo viviente de
todos esos fines.
Tras un momento de silencio, Martine dijo:
—¡Santo Cielo! ¡Eso es muy poético, señor Seamus!
—A mí todavía me parece una tontería —dijo John-Paul con obstinación—; tener
que detener un tren en la frontera entre dos ducados imperiales.
El maestro Seamus suspiró, tolerante.
—Debería intentar comprenderlo visitando a los polacos o a los magiares —dijo
—. La demora puede ser superior a las dos horas y hay que llevar pasaporte. El tren
es registrado y también el equipaje. Incluso usted puede ser registrado. Y los polacos
tienen la misma actitud incluso cuando sus conciudadanos cruzan sus propias
fronteras internas.
—¡Bien, pues yo jamás iré allí! —resolvió Martine.
—No tienes que preocuparte por ello —dijo John-Paul—. ¿Quieres un poco más
de café, querida?
El maestro Seamus regresó al tren sintiéndose muy relajado; aquellas personas
corrientes habían apartado su mente de los problemas. Nunca más volvió a verles u
oír de ellos otra vez.

IX
Aquella noche, alrededor de las 20:00, el Expreso de Nápoles se encontraba ya a
unas 25 millas de Marsella, dirigiéndose raudamente a su cita con la frontera de
Liguria.
El juego de cartas se hallaba nuevamente en su apogeo y el maestro Seamus tuvo
el íntimo sentimiento de que si no hubiese sido por el hecho de que no se permitía
que nadie permaneciera en el salón o en el tren durante su permanencia en la
estación, tres o cuatro de los jugadores ni siquiera se hubiesen preocupado por comer.
En aquellos momentos, el mago volvió a sentir que los párpados comenzaban a
pesarle, y dado que el padre Armand estaba sumergido en una animada conversación

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con otros dos pasajeros, el maestro Seamus decidió que muy bien podría dirigirse a su
compartimiento y utilizar su turno en el sofá que por la noche se convertiría en litera.
En cuanto se recostó se quedó profundamente dormido.
El reloj interior del mago le indicó que ya eran las nueve menos diez cuando
alguien golpeó la puerta.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Fred, señor. Es hora de preparar las camas, señor.
—Bien, Fred, adelante… —respondió el mago mientras ponía los pies en el suelo
y pensaba: Despierta, es hora de irse a dormir…
—Lo siento señor, pero las camas deben prepararse antes de que yo acabe mi
turno, a las nueve. El hombre que me remplaza durante la noche no tiene las llaves,
¿comprende?
—Claro que sí, perfectamente. He echado una pequeña cabezada y me siento
mucho mejor. Iré al salón y le dejaré trabajar con comodidad; resulta una habitación
muy estrecha para dos personas.
—Eso es verdad, señor. Gracias, señor.
Había un nuevo empleado en el bar y cuando el mago tomó asiento, el hombre
dejó la copa que estaba limpiando con mucho esmero y se acercó a él.
—¿Qué le sirvo, señor?
—Una cerveza, por favor.
—Una cerveza, sí, señor.
El camarero escogió una jarra de una pinta, la llenó y se la sirvió.
No había nadie más en el bar. El juego de cartas, como las constelaciones en el
cielo, continuaba invariable. El maestro Seamus se entretuvo hilvanando una breve
fantasía en la que él hacía el mismo viaje cien años más adelante y tampoco
vislumbraba diferencia alguna en el juego de cartas. (El joven Jamieson había
remplazado a Boothroyd, pero Hauser, Tailleur, Herrick y Vandepole todavía estaban
allí). El maestro Seamus bebió su cerveza lentamente y echó un vistazo al salón.
Sir Stanley Galbraith y el padre Armand estaban sentados en el sofá del fondo del
vagón, sin hablarse, leyendo sendos periódicos que, sin duda, habían comprado en
Marsella.
Aparentemente, Charpentier se las había arreglado para curar la resaca de Zeisler
y persuadirle de que comiera algo, ya que los dos estaban sentados en una mesa
próxima con Boothroyd y Lámar, hablando en voz baja. Zeisler estaba bebiendo café.
Mac Kay, Quinte y Peabody no estaban a la vista.
Más tarde, Peabody apareció desde el corredor con su bastón de empuñadura de
plata. Ordenó que le sirvieran whisky con agua y se lo llevó hasta el sofá del extremo
anterior del vagón. Él también tenía un periódico y comenzó a leerlo con la actitud de
quien no desea ser molestado.
El mago terminó su cerveza y pidió otra.
Unos minutos después Fred regresó de los compartimientos tras llevar a cabo los

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últimos deberes de su jornada y dijo al camarero nocturno:
—Es todo tuyo, Tonio. Espabílate —y se marchó rápidamente.
—No, no, yo puedo servirme, ya estoy mejor —dijo Zeisler lo suficientemente
alto como para que el mago pudiese oírle.
Su silla estaba muy cerca del bar. Se puso de pie llevando consigo su taza de café
y se dirigió al bar.
—Sírvame otra taza de café, Tonio.
—Sí, señor.
Zeisler sonrió y saludó con la cabeza al maestro Seamus, pero no dijo nada. El
mago le devolvió el saludo.
Luego, fingió que no se percataba de lo que hacía Tonio, quien ocultó la taza
detrás de la barra y la llenó con una generosa ración de whisky de la garrafa que
había junto a la lámpara de alcohol. Lo hizo con tanta pericia que los hombres
sentados a la mesa ni siquiera se percataron de ello, y ninguno podría haber dicho que
en aquella taza había algo más que café.
Zeisler, obviamente, le habría dado una buena propina para que Tonio se ocupara
de aquel juego de prestidigitación con su whisky, y ello habría ocurrido, con toda
seguridad, desde mucho antes de que el mago llegara al salón.
Mentalmente, el maestro Seamus se permitió una sonrisa de tristeza. Boothroyd,
Lamar y Charpentier pensaban que habían conseguido mantener a Zeisler
juiciosamente sobrio, y aquí estaba él, emborrachándose ante sus propios ojos.
Peabody dejó su periódico y se acercó al bar con su vaso en la mano.
—Otro whisky con agua, por favor —dijo en voz muy baja.
Una vez que tuvo la copa en la mano, regresó a su asiento y a su periódico. Tonio,
por su parte, regresó a su tarea de dejar los vasos relucientes.
El maestro Seamus estaba mediando ya su tercera cerveza cuando el inspector
jefe apareció en escena. Dio una vuelta por el salón saludando y hablando con todos
los pasajeros, incluyendo al mago. Luego salió a la plataforma de observación y el
maestro Seamus dedujo que Quinte y Mac Kay debían de hallarse allí.
El inspector jefe Edmund regresó al bar, se quitó la gorra y se frotó la calva con
un pañuelo.
—Es una noche muy cálida, Tonio. ¿Cómo van tus reservas?
—Tendremos suficiente para el resto de la noche, inspector jefe.
—Bien, bien. Sin embargo, acabo de inspeccionar el cuarto de útiles y estamos
necesitados de toallas. Estos caballeros seguramente desearán ducharse por la mañana
y no habrá suficientes. Ve al depósito y trae un lote completo. Yo me ocuparé del bar
durante tu ausencia.
—Enseguida, inspector jefe —dijo Tonio, y se alejó a toda prisa. El inspector jefe
dejó la gorra en un rincón y se situó detrás de la barra; no obstante, se abstuvo de
continuar con la tarea de sacar brillo a los vasos.
—¿Otra cerveza, maestro?

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—No, gracias, inspector jefe. Creo que ya he llegado a mi límite. Iré a estirar un
poco las piernas.
Se puso de pie, apartó la banqueta donde había estado sentado y se volvió en
dirección a la plataforma de observación.
—¿Qué me dice usted, señor? —preguntó el inspector jefe al señor Peabody, que
continuaba sentado en el sofá del extremo anterior del vagón, a una corta distancia.
Peabody asintió, se puso de pie y se acercó al bar con su copa.
Cuando el maestro Seamus pasó junto a la mesa ala que se sentaban Zeisler y los
otros pasajeros, oyó que aquél decía:
—Supongo, compañeros, que todos ustedes saben quién es el tipo de la barba que
está en el bar, ¿no es así? Yo sé quién es.
—Maury, ¿por qué no cierras la boca? —le conminó Boothroyd fríamente.
Zeisler no dijo una palabra más.

X
—¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Acaso se trata de una convención? —dijo el
compañero del mago desde la litera inferior.
Era una pregunta retórica, de modo que el maestro Seamus no se molestó en
responderle.
No es el volumen excesivo de un ruido, ni siquiera su aparición inesperada lo que
despierta a una persona de su sueño. Es lo inusual del ruido lo que produce el
despertar. Y cuando ese sonido se convierte en un sonido interesante, entonces resulta
muy difícil volver a dormir.
El sonido y el traqueteo del tren mientras avanzaba sobre el territorio italiano era
realmente sedante cuando uno se acostumbraba a él. Si sólo hubiese habido esos
ruidos todo habría estado en orden. Pero no era así, y el ruido producido por el tren
sólo contribuía a disfrazar los demás sonidos.
El mago había sido uno de los últimos en retirarse; solamente Boothroyd y
Charpentier permanecían todavía en el salón cuando él se marchó en dirección a su
compartimiento.
La lámpara estaba muy baja y los suaves ronquidos que provenían de la litera
inferior le informaron claramente de que su compañero de compartimiento estaba
profundamente dormido.
El mago se preparó para dormir, y al subir a su litera se encontró con que el otro

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pasajero había dejado allí su periódico. Había sido doblado de modo que un artículo
resaltaba en la página, pero a la escasa luz del compartimiento todo cuanto pudo leer
fue el titular: LOS FUNERALES DE NICHOLAS JOURDAN SE CELEBRARÁN EN NÁPOLES. Se
trataba de un obituario.
Luego oyó una puerta al abrirse y cerrarse y el sonido de pasos en el corredor.
Alguien que se dirige al lavabo, supuso soñoliento. No, no era así, ya que los pasos
pasaron delante de su puerta en dirección al compartimiento número uno. Escuchó un
ligero golpe. Una hora endemoniada para ir de visitas, pensó. En realidad, no era tan
tarde, sólo pasaban unos minutos de las diez de la noche. Pero todos a bordo del tren
habían estado levantados desde, al menos, las cuatro de la madrugada anterior, e
incluso desde antes. En fin, de todos modos aquello no era asunto suyo.
Pero oyó otros pasos a lo largo del corredor y otras puertas abriéndose y
cerrándose.
Trató de conciliar el sueño, pero no lo consiguió. Todo permanecia en silencio
durante uno o dos minutos y luego comenzaban otra vez los sonidos. Podía escuchar
voces provenientes del compartimiento número tres, pero ello se debía solamente a
que era el que estaba junto a su litera. Sólo oía los sonidos, porque no podía distinguir
las palabras. Siendo un hombre curioso, pegó sin la menor vergüenza su oreja al
tabique de separación, pero aun así no pudo distinguir lo que decían.
Volvió a intentar dormirse por todos los medios, pero los ruidos intermitentes
continuaban. Pasos. Cada cinco minutos, aproximadamente, se dirigían al
compartimiento número uno o regresaban de allí y por supuesto, éstos eran los que
más se oían en el corredor. Sin embargo, también detectaba otros pasos dirigiéndose
hacia ambos extremos del corredor del vagón.
No era mucho lo que podía hacer al respecto. No podía decir realmente que el
ruido fuese excesivo: era, eso sí, muy irritante.
Permaneció allí, dormitando con intermitencias, despertándose cada vez que oía
algo; adormeciéndose cuando había un momento de calma.
Después de un tiempo que le pareció durar horas, pensó que había realmente algo
que podía hacer al respecto. Al menos podía levantarse y averiguar lo que estaba
sucediendo.
Esta decisión la tomó precisamente en el momento en que su compañero de
compartimiento dijo:
—¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Acaso se trata de una convención?
El mago no respondió, pero descendió de su litera y se puso la bata.
—Siento el reclamo de la madre naturaleza —dijo abruptamente, y salió del
compartimiento.
No había nadie más en el corredor. Caminó lentamente hasta el lavabo. No
apareció nadie. Nadie asomó la cabeza por puerta alguna. Nadie abrió la puerta
siquiera para echar un vistazo a hurtadillas. Nada de nada.
Se tomó su tiempo en el lavabo. Cinco minutos. Diez.

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Regresó a su compartimiento. El roce de sus pantuflas contra el piso era
prácticamente inaudible y había tenido mucho cuidado de no hacer el menor ruido.
Nadie podía haberle oído.
Explicó a su compañero de compartimiento lo que había averiguado.
—Bien, sea cual fuere la razón por la que estuviesen levantados —dijo el otro—,
ya estoy completamente desvelado. Creo que me fumaré una pipa antes de volver a la
cama. ¿Le importaría acompañarme?
Cuando entraron en el salón, Tonio estaba sentado sobre un taburete detrás de la
barra. Levantó la vista al verles entrar.
—Buenas noches, padre; buenas noches, maestro Seamus. ¿Puedo servirles en
algo?
—No, sólo íbamos a la plataforma exterior para fumar —respondió el mago—.
No obstante, imagino que debe de haber tenido una noche muy ajetreada, ¿no es
verdad?
—¿Yo? Oh, no, señor. Nadie ha venido por aquí en la última hora y media.
Los dos hombres salieron a la plataforma de observación. Su conversación fue
interrumpida unos minutos más tarde por Tonio, quien abrió la puerta y dijo:
—¿Están seguros de que no hay nada en que pueda servirles, caballeros? He de ir
al vagón de suministros para buscar algunas cosas que necesitaré por la mañana, pero
no quisiera dejarles sin servirles lo que deseen.
—No, gracias. Tan pronto como el reverendo termine de fumar su pipa,
regresaremos a la cama.
Veinte minutos más tarde, los dos hombres hicieron exactamente eso, regresar a
su compartimiento y dormirse inmediatamente. Eran las doce y veinte de la noche.

XI
A las 24:25 Tonio regresó con su primera carga. Durante las horas del día, cuando
los pasajeros no dormían, estaba permitido utilizar una pequeña carretilla estrecha
con la cual transportar los suministros a través de los vagones del largo tren. Sin
embargo, un repentino bandazo del tren podría hacer oscilar la carretilla y producir
ruidos molestos que despertarían a los pasajeros. Además, no había demasiadas cosas
que cargar durante la noche, de modo que Tonio no utilizó más que sus brazos para
llevar los suministros.
Tonio depositó lo que traía en los armarios dispuestos en el bar y luego se dirigió

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hacia la plataforma de observación para verificar si los dos caballeros todavía se
encontraban allí. Ya no estaban. Bien: entonces todo el mundo dormía.
Mientras regresaba en busca de la segunda carga, pensó que los caballeros
seguramente habían estado celebrando alguna clase de fiesta y por ello iban de uno a
otro compartimiento de aquella manera; aunque, naturalmente, no habían hecho
demasiado ruido.
Tonio Bracelli no era por naturaleza un hombre curioso, y si las damas y
caballeros a su cargo durante la noche no le causaban problemas, él se sentía
satisfecho dejándoles en paz.
El tren comenzó a aminorar la marcha y treinta minutos después de la
medianoche se detuvo suavemente en la estación de control en la frontera de Liguria.
En realidad, la parada sólo era una formalidad. Las autoridades de Liguria debían
inspeccionar los documentos de embarque de la carga estibada en los vagones de
transporte de mercancías, dispuestos en el sector anterior del largo tren, pero no se
realizaba una búsqueda o inspección especial de la carga propiamente dicha. Era un
trámite de pura contabilidad.
Tonio eligió lo que llevaría en su segunda carga y luego permaneció un momento
conversando con el jefe suplente mientras el tren estuvo detenido. La locomotora
frenaba con la lentitud suficiente como para lograr que el convoy se detuviera
suavemente; sin embargo, cuando volvía a ponerse en movimiento solía hacerlo con
una cierta brusquedad, de modo que Tonio no deseaba encontrarse caminando por los
corredores con los brazos cargados cuando ello ocurriera. Aguardaría a que el tren
alcanzara su velocidad de crucero.
Regresó nuevamente al último vagón a las 24:50, llevó la carga de su segundo
viaje hasta el bar y la acomodó como había hecho con la anterior.
Luego, fue a cumplir con su último cometido antes del amanecer: asear los
cuartos de baño.
Era un trabajo irritante, no porque fuera duro o difícil, o incluso desagradable,
sino porque había que realizarlo silenciosamente. Durante el día no importaban
demasiado los ruidos, pero por la noche, si alguien limpiaba el cuarto de baño sin
consideraciones, los pasajeros de los compartimientos N.º 4 y N.º 5, a cada lado,
podrían quejarse.
Se dirigió hasta el cuarto de útiles, justo delante del compartimiento N.º 1,
recogió su equipo de trabajo, regresó al cuarto de baño e inició la labor.
Cuando hubo terminado, echó una última mirada de inspección para asegurarse
de que todo estaba limpio. Encontró todo en orden… hasta que llegó hasta su último
cometido, inspeccionar el suelo.
Era extraño. ¿Qué eran aquellas manchas rojas?
Acababa de pasar el estropajo por el suelo. Todavía estaba húmedo, pero…
Dio un paso hacia un lado y miró hacia abajo.
Las manchas provenían de su bota derecha.

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Se sentó sobre el inodoro, levantó su pie derecho y miró la suela de la bota.
Las manchas rojas prácticamente habían desaparecido.
¿De dónde demonios podían haber salido?
Tonio Bracelli, aunque no era curioso, sí era un hombre responsable y consciente.
Tras limpiar las manchas de su bota y controlar que la suela de la otra estuviera
limpia, pasó nuevamente el estropajo por el piso y fue a averiguar de dónde habían
salido aquellas manchas rojas.
«Averiguan» era ciertamente el término apropiado. Había dejado huellas de esa
substancia roja a lo largo del pasillo. Las huellas oscuras conducían hacia la parte
anterior del tren. Tonio las siguió.
Cuando halló el origen de las huellas, perdió la compostura.
Un gran charco de lo que obviamente era sangre, había salido por debajo de la
puerta del compartimiento N.º 1.

XII
El mago irlandés fue arrancado del sueño por unos golpes violentos en la puerta
del compartimiento y una voz que gritaba:
—¡Señor! ¡Señor! ¡Abra la puerta! ¡Señor! ¿Está usted bien?
¡Señor!
Los dos pasajeros del compartimiento N.º 2 se levantaron y estuvieron en la
puerta en un par de segundos. Sin embargo, los golpes no correspondían a su puerta,
sino a la de su derecha, la del N.º 1. Los dos hombres se pusieron las batas y salieron
al corredor.
Tonio estaba golpeando con los nudillos la puerta del compartimiento N.º 1 y
gritando, casi llorando, en el límite de su voz. A lo largo del pasillo, otras puertas
comenzaron a abrirse.
Un brazo se estiró y una mano cayó sobre el hombro de Tonio.
—¡Cálmate, hijo! ¿Cuál es el problema?
Tonio suspiró y miró al hombre que con tanta firmeza le había cogido por el
hombro.
—¡Oh, padre! ¡Mire! ¡Mire esto! —exclamó y dando un paso hacia atrás señaló la
sangre a sus pies—. ¡No contesta! ¿Qué debo hacer, padre?
—Lo primero que debes hacer, hijo mío, es buscar al inspector jefe. Tú no tienes
la llave de esta puerta, ¿verdad? No. Entonces ve a buscar al inspector jefe Edmund

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inmediatamente. ¡Pero presta atención: no grites ni hagas el menor ruido! No alarmes
a los pasajeros de los otros vagones. Esto sólo atañe al inspector jefe. ¿Comprendes
lo que te digo?
—Sí, padre, claro que sí —dijo Tonio con un tono de voz mucho más calmado.
—Muy bien. Ahora ve rápidamente en su busca —dijo el reverendo y entonces, y
sólo entonces, la poderosa mano se apartó del hombro del joven camarero nocturno.
Tonio se marchó de prisa, pero había recuperado el control y la compostura.
—Ahora, maestro Seamus, sir Stanley, debemos ser cuidadosos y no hacer más
ruido que el estrictamente necesario.
Sir Stanley, que había llegado a toda prisa desde el compartimiento N.º 8 sólo un
segundo después de que el mago y su compañero salieran del N.º 2, se volvió para
bloquear el pasillo.
Su voz dio la impresión de llenar el vagón:
—¡Muy bien! ¡Manténganse apartados, todos ustedes! Ustedes, caballeros,
regresen a sus compartimientos. ¡Vamos, muévanse!
Medio minuto más tarde el pasillo estaba desierto, excepción hecha de los tres
hombres. Entonces sir Stanley preguntó:
—¿Qué ha ocurrido aquí, padre?
—No sé más que usted, sir Stanley. Debemos esperar al inspector jefe.
—Sí, creo que es lo que debemos hacer…
—Lo que fuese que sir Stanley pensase que debían hacer fue interrumpido por la
llegada del inspector jefe Edmund, que apareció a la carrera desde el vagón
restaurante, seguido por Tonio, y formuló prácticamente la misma pregunta:
—¿Qué ha ocurrido aquí?
El mago dio un paso al frente.
—No lo sabemos, inspector jefe, pero eso parece sangre y le sugiero que abra la
puerta.
—Ciertamente, claro… —murmuró el inspector jefe y procedió a abrir con su
llave maestra la cerradura del compartimiento N.º 1.
En la litera superior, el señor John Peabody yacía con su cabeza aplastada
colgando de un extremo y su cuero cabelludo convertido en una masa de sangre
coagulada. Obviamente, estaba muerto.
—Yo no entraría ahí si fuera usted, inspector jefe —dijo el mago poniendo un
brazo delante del hombre en el momento en que se disponía a entrar en el
compartimiento.
—¿Qué? ¿En mi propio tren? ¿Por qué no? —preguntó, indignado.
—Con el debido respeto, inspector jefe… ¿ha habido antes un crimen en su tren?
—Bueno, no, pero…
—¿Se ha visto envuelto alguna vez en la investigación de un crimen?
—No, pero…
—Bien, entonces, y con todos mis respetos, inspector jefe, debo decirle que yo sí

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tengo experiencia. Soy un mago forense. A los investigadores no les gustará en
absoluto que entremos ahí, destruyendo las pistas. ¿Tiene usted algún cirujano a
bordo?
—Sí, el cirujano del tren, el doctor Vonner. Pero ¿cómo sabe usted que fue
asesinado?
—No se trata de un suicidio —dijo el mago categóricamente—. Su cabeza fue
golpeada repetidamente con ese pesado bastón con empuñadura de plata que hay ahí,
en el suelo. Un hombre no se suicida de ese modo y tampoco lo hace
accidentalmente. Envíe a Tonio en busca del cirujano.
El doctor Vonner había tenido alguna experiencia en casos legales y sabía lo que
debía hacer y, lo que era aún más importante, sabía lo que no debía hacer. Tras un
breve examen dijo que Peabody no sólo estaba muerto sino que, en su opinión llevaba
muerto por lo menos desde hacía una hora. Luego, añadió que sus servicios allí ya no
eran necesarios y que regresaba a su cama. El inspector jefe le autorizó a retirarse.
—Todavía faltan dos horas para llegar a Genova —dijo el mago—. No podremos
notificar el crimen a las autoridades hasta que lleguemos allí. Sin embargo, eso está
bien; nadie puede abandonar el tren mientras lleve esta velocidad y yo puedo colocar
un encantamiento preservativo sobre el cuerpo y un encantamiento de evitación sobre
el compartimiento.
Desde detrás del mago, una voz dijo:
—¿No podré administrarle al pobre hombre los últimos oficios de la Santa Madre
Iglesia?
El irlandés se volvió y movió la cabeza.
—No, padre. Ahora ya está muerto y eso puede esperar. Si hay algún tipo de
magia negra involucrada en este crimen, su trabajo puede disipar todo trazo de él,
destruyendo lo que podría constituir una pieza valiosa.
—Ya veo. Muy bien. ¿Puedo ir en busca de su maleta, señor?
—Si es usted tan amable, reverendo.
El padre regresó, con la maleta y el mago comenzó con su trabajo. El
encantamiento preservativo, realizado con una varita mágica negra como la noche,
fue muy rápido; el cuerpo permanecería en estasis hasta que las autoridades acabaran
con su investigación. El mago comprobó escrupulosamente la hora, observando su
reloj de pulsera y controlándolo con el del inspector jefe.
El encantamiento de evitación resultó algo más complicado: requirió la
utilización de un incensario humeante y dos varitas mágicas; gracias a él nadie podría
entrar en el compartimiento o siquiera mirar dentro por su propia voluntad.
—Será mejor que vuelva a cerrar la puerta con llave, inspector jefe —dijo el
mago irlandés. Luego miró hacia el suelo y añadió—: Por el momento Tonio ya ha
caminado sobre la mancha de sangre, pero será mejor que no permitamos que nadie
más lo haga. ¿Sería usted tan amable de decirles a los demás pasajeros que se
mantengan alejados de esta zona hasta que lleguemos a Genova, sir Stanley?

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—Desde luego, maestro Seamus —respondió sir Stanley respetuosamente.
—Gracias. Ahora guardaré nuevamente mi maleta con mis instrumentos.

XIII
El mago depositó su maletín decorado con los símbolos de su oficio en el suelo
mientras su compañero de compartimiento cerraba la puerta tras ellos.
—Bien, eso es lo que yo llamo mantener el tipo, señor —dijo Sean O Lochlainn,
Mago Forense en jefe de Su Alteza Real, el duque de Normandía.
—¿Qué? Oh, ¿se refiere a mi oferta de suministrarle los últimos oficios? —
preguntó lord Darcy, el Jefe Investigador del duque, sonriente—. Es lo que cualquier
verdadero sacerdote hubiese hecho y sé que usted controlaba mi interpretación de
manera muy concienzuda.
Cuando dejaba a un lado su personaje de reverendo, parecía; mucho más joven, al
despojarse de aquel cabello blanco y la desagradable barba encanecida.
—Bien, he hecho lo que he podido, señor. Ahora, supongo que no hay nada más
que podamos hacer antes de que lleguemos a Genova, donde las autoridades italianas
se ocuparán del caso.
Su señoría arrugó el entrecejo.
—Me temo que tendremos que hacer más que eso, mi querido Sean. El tiempo es
precioso. Debemos llevar el tratado a Atenas dentro del plazo previsto y eso significa
que hemos de llegar a Brindisi hacia las diez de esta noche; y eso significa que
debemos coger el tren local que hace el trayecto Nápoles-Brindisi, que tiene fijada la
hora de partida quince minutos después de la llegada del Expreso de Napoles a la
estación. No tengo ni idea de lo que dispondrán las autoridades genovesas, pero si no
nos detienen cuando lleguemos a Genova, seguramente sí lo harán al llegar a Roma.
Pondrán todo el vagón en cuarentena y retendrán a todos los pasajeros, incluidos
nosotros dos, hasta que efectivamente resuelvan el caso. Aun cuando podamos
mantenernos dentro de los canales adecuados y probar quiénes somos y cuál es
nuestra misión, nos llevará tanto tiempo que inevitablemente perderemos la
combinación con el otro tren.
Ahora la expresión del maestro Sean era de preocupación.
—¿Qué haremos si el caso no se resuelve para entonces, a pesar de todo cuanto
hayamos intentado?
El rostro de lord Darcy se convirtió en una máscara impasible.

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—En ese caso, me veré obligado a abandonarle. El «padre Armand Brun»
desaparecerá, eludiendo a los hombres de armas romanos y convirtiéndose en un
fugitivo que, indudablemente, será acusado del asesinato de un tal John Peabody.
Tendré que componérmelas para llegar a Brindisi por mis propios medios, a cubierto,
lo que resultará verdaderamente difícil, ya que los italianos son muy hábiles en este
tipo de tareas policiales.
—Yo me mantendré a su lado, señor —dijo resueltamente el maestro Sean.
Lord Darcy negó con la cabeza.
—No. Lo que ya de por sí será muy difícil para un solo hombre, se convertirá en
una misión imposible para dos; especialmente si esos dos hombres se han escapado
juntos. El «maestro Seamus Kilpadraeg» es un mago de buena fe, con papeles legales
firmados por el duque de Normandía y, finalmente, por el propio rey. El «padre
Armand» es un completo falsario. Usted puede eludir el problema, yo no puedo. A
menos, claro está, que desee echar por la borda nuestra misión.
—Entonces, señor, debemos resolver el caso —dijo sencillamente el mago—.
¿Por dónde comenzamos?
Su señoría sonrió, asintió y luego se sentó en la litera inferior.
—Eso me gusta más, mi querido Sean. Comenzaremos por todo lo que sepamos
de Peabody. ¿Cuándo le vio por primera vez?
—Cuando subía al tren, señor. Observé el bastón que traía consigo. En un bastón
corriente hay un anillo de plata decorativo a unos cinco centímetros por debajo de la
empuñadura. En su bastón, el anillo estaba a más de diez centímetros por debajo de la
empuñadura de plata, una longitud ideal para el mango de un estoque de bastón.
Justamente por encima del anillo hay un invisible botón negro que puede presionarse
con el pulgar para soltar el mango de la funda.
Lord Darcy asintió en silencio. Ya se había percatado del arma.
—Luego, estaba su cojera —continuó el profesor Sean—. Un hombre realmente
cojo camina todo el tiempo con el mismo tipo de cojera. No exagera su defecto
cuando camina más despacio para luego hacerla desaparecer cuando va deprisa.
—¡Ah, yo no me había percatado de ello! —admitió su señoría—. Es difícil
juzgar la calidad de la cojera de un hombre cuando éste se mueve por el interior del
vagón de un tren en movimiento, y yo no pude observarle en ningún otro momento.
¡Muy bien! ¿Y qué deduce usted de todo ello?
—Que esa cojera era un pretexto para llevar el bastón.
—Y yo coincido con usted. Tiene razón. Entonces, necesitaba ese bastón como
arma, o al menos así lo creía; y no estaba acostumbrado a andar con él.
El profesor Sean se mostró perplejo:
—¿Qué quiere usted decir, señor?
—De otro modo, hubiera perfeccionado su cojera o no hubiese decidido utilizar
semejante artimaña en absoluto —respondió lord Darcy. Hizo una pausa y añadió—:
¿Alguna cosa más?

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—Sólo que llevaba su pequeño maletín con él al restaurante y que siempre se
sentaba en el salón en el primer sofá, desde donde podía observar la puerta de su
compartimiento —dijo el maestro Sean—. Creo que temía que alguien pudiese
robarle su maletín, señor.
—O algo que había en su interior —agregó lord Darcy.
—¿Y qué sería eso tan importante, señor?
—Si supiéramos eso, mi querido Sean, estaríamos mucho más cerca de la
solución de este problema de lo que lo estamos en este momento. Nosotros…
Lord Darcy se interrumpió repentinamente y colocó un dedo ante sus labios en
señal de silencio. Volvían a oírse pasos en el pasillo. Esta vez no eran tan fuertes, ya
que el hombre calzaba pantuflas en vez de botas; pero se oían las puertas cada vez
que se abrían y cerraban.
—Creo que la convención ha comenzado otra vez —dijo lord Darcy con calma.
Luego caminó hasta la puerta y en el momento en que, lentamente, comenzó a abrirla,
ya había reasumido su personificación de un anciano sacerdote. Abrió la puerta
prácticamente sin hacer ruido.
Sir Stanley, mirando el vagón desde el salón, daba la espalda a lord Darcy. A
través de las ventanillas, tras él, la campiña de la Liguria volaba en la noche.
—¿De guardia, sir Stanley? —preguntó lord Darcy suavemente.
Sir Stanley se volvió hacia él.
—¿Guardia? Oh, no padre. El resto de nosotros nos reuniremos en el salón para
examinar lo ocurrido. ¿Desean usted y el maestro Seamus unirse a nosotros?
—Estaré encantado de hacerlo, ¿y usted, maestro?
El maestro Sean parpadeó y, tras un instante, respondió escuetamente:
—Seguro que sí, padre.

XIV
—¿Está usted absolutamente seguro de que se trata de un asesinato? —preguntó
Gwiliam Hauser con voz áspera.
El maestro Sean O Lochlainn se recostó hacia atrás en el sofá y miró con los ojos
entrecerrados en dirección a Hauser.
—¿Absolutamente seguro? No, señor. ¿Puede usted decirme, señor, cómo puede
un hombre tener aplastada toda la parte anterior de su cabeza mientras yace en la
litera, a menos que sea un asesinato? Si puede, entonces habré de reconsiderar mi

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declaración de que estoy razonablemente seguro de que se trata de un asesinato.
Hauser se mesó su veteada barba blanca.
—Comprendo. Gracias, maestro Seamus —dijo, observando al rosto de los
pasajeros distribuidos por el salón—. ¿Hay alguno de ustedes, cualquiera de ustedes,
que haya observado anoche algo que le resultara sospechoso?
—¿U oído algo sospechoso? —añadió lord Darcy.
Hauser le dedicó una mirada fugaz.
—Sí —dijo a su vez—, u oído algo…
Todos los demás se miraron entre sí pero nadie dijo una sola palabra.
Finalmente, el apuesto Mac Kay se reclinó en su asiento junto a la mesa próxima
al bar y dijo:
—Padre, usted y el maestro Seamus tenían el compartimiento contiguo al de
Peabody. ¿Ninguno de ustedes oyó nada?
—Pues sí, algo oímos —dijo lord Darcy suavemente—. Los dos lo notamos.
Ahora, todos cuantos se hallaban reunidos en el salón le miraban fijamente, con
excepción del maestro Sean. El mago estaba mirando a los demás.
—Comenzó aproximadamente a las diez y veinte de anoche —continuó lord
Darcy con el mismo tono apacible en su voz—, y prosiguió durante casi una hora y
media; había un continuo desfile de pasos en una y otra dirección del pasillo. Se oían
muchas conversaciones y golpes rápidos en las puertas de los compartimientos.
Golpearon en la puerta de Peabody al menos una docena de veces. Aparte de todo
esto, no oí nada más fuera de lo normal.
La breve pausa de silencio fue rota por sir Stanley.
—Sólo estábamos caminando, paseando un poco y charlando. Visitándonos… ya
sabe.
Zeisler estaba en el bar, ligeramente apartado, bebiendo café. El maestro Sean no
lo había estado observando en esta ocasión, pero estaba seguro de que Tonio le había
arreglado otra vez la taza con whisky.
—Es cierto —dijo Zeisler repentinamente—. Charlando. Yo no podía dormir.
Había hecho una pequeña siesta por la tarde. Fui de visita. Veo que ninguno más pudo
dormir tampoco.
Boothroyd asintió.
—Yo tampoco podía dormir. Condenado y ruidoso tren…
En este punto todos los demás se sumaron a Zeisler y Boothroyd: las voces eran
diferentes pero el acuerdo era general.
—¿Tampoco Peabody podía dormir? —preguntó lord Darcy con voz muy suave.
—No, no podía —respondió sir Stanley con aspereza.
—No sabía que alguno de ustedes le conociera —añadió lord Darcy suavemente,
la mirada plácida y el gesto gentil—. No me percaté de que nadie de ustedes hablara
con él durante el viaje.
—Yo le reconocí —dijo Zeisler, a quien el whisky no parecía afectarle demasiado

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al cerebro—. Era un tipo al que solía ver. No me acordaba de su nombre y al
principio no le reconocí, me confundió la barba. No acostumbraba a usar barba,
¿saben? De modo que fui a hablarle, para renovar el contacto. Al principio me sentía
algo tímido, pero luego todo marchó bien. Él deseaba hablar con el resto de los
compañeros de viaje, así que… —E hizo un gesto con la mano, dejando la frase
inconclusa.
—Ya veo —dijo su señoría sonriendo con benevolencia—. Entonces… ¿quién fue
el último de ustedes en verle con vida?
Hauser miró en dirección a Jason Quinte.
—¿Fue usted, Quinte?
—¿Yo? No, creo que fue Val.
—No, Mac habló con él después que lo hube hecho yo.
—Pero luego Sharpie volvió a entrar en su compartimiento, ¿no es así, Sharpie?
—Sí, pero pensé que Simón…
Y así continuaron uno a uno. Lord Darcy les escuchó con una sonrisa triste pero
benevolente en su rostro. Después de cinco minutos resultaba obvio que no podían
ponerse de acuerdo sobre quién había sido el último en ver a Peabody con vida y que
ninguno de ellos quería atribuirse aquel dudoso privilegio.
Finalmente, Gavin Tailleur se puso de pie. Había estado sentado en el sofá del
extremo posterior del salón y tenía el rostro más pálido que de costumbre, por lo que
la cicatriz parecía todavía notable en su mejilla.
—No sé qué opinan ustedes, pero es obvio que yo no voy a volver a conciliar el
sueño esta noche. Estoy harto de hacerme pregunta mientras voy vestido con ropas de
dormir. Iré a mi compartimiento y me vestiré correctamente.
Herrick, con su brillante cabello pelirrojo desordenado, dijo:
—Bueno, yo personalmente desearía dormir un poco, pero…
Lord Darcy, con un tono de voz que parecía suave pero era davía dominante, se
dirigió a los demás:
—No importa mucho lo que hagamos ahora; no conseguiremos dormir hasta
llegar a Genova, de modo que deberíamos estar preparados para afrontar lo que se
avecina.

XV
El maestro Sean deseaba hablar en privado con lord Darcy. Deseaba saber por qué

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su señoría había permitido que todos los pasajeros del vagón estuvieran juntos para
comparar sus historias cuando el procedimiento correcto hubiese sido interrogarles
por separado. En realidad, lord Darcy no tenía autoridad alguna para interrogarles en
Italia, y además estaba interpretando el papel de un sacerdote. Sin embargo, ¡maldita
sea!, debería estar haciendo algo.
Pero se limitó, sencillamente, a sentarse en el sofá del extremo anterior del salón,
sonriendo, observando, escuchando, y diciendo poca cosa, mientras que los otros
pasajeros se sentaron por allí, o bebieron junto al bar, o ambas cosas.
Se consumió bastante café, pero tampoco se ahorró whisky, brandy, vino ni
cerveza. El maestro Sean y lord Darcy se limitaron a beber café.
A Tonio no parecía importarle. De todos modos tenía que permanecer en pie hasta
el amanecer y, al menos, así no se aburriría.
Justo antes de que el tren llegara a Genova, el inspector jefe regresó al salón. Se
quitó la gorra y solicitó la atención de todos.
—Caballeros, estamos llegando a Genova. Normalmente, si los pasajeros están
despiertos pueden aprovechar la hora de parada para ir al restaurante o a la taberna,
aunque la mayoría suele dormir durante esta pausa. Sin embargo, me temo que debo
rogarles que todos ustedes permanezcan a bordo hasta que lleguen las autoridades.
Las puertas no se abrirán antes de que las autoridades estén aquí. Siento causarles tal
molestia, pero he de cumplir con mi deber.
Hubo algunos murmullos entre los pasajeros, pero nadie dijo nada que
contradijera al inspector jefe Edmund.
—Gracias, caballeros —dijo el inspector jefe—. Haré cuanto esté en mi mano
para que las autoridades realicen su tarea con la mayor prontitud posible.
Luego, volvió a ponerse la gorra y se marchó.
—Técnicamente —dijo Boothroyd—, supongo que estamos todos bajo arresto.
—No —gruñó Hauser—. Nos detienen para interrogarnos, que no es exactamente
lo mismo. Sólo estamos aquí como testigos.
Uno de nosotros no lo es, pensó el maestro Sean. Y se preguntó cuántos de entre
los demás pasajeros estarían pensando lo mismo que él. No obstante, nadie dijo nada.
La policía genovesa llegó con sorprendente rapidez. Quince minutos después de
que el tren se hubiese detenido, un capitán, dos sargentos y cuatro agentes subieron a
bordo. Todos llevaban uniformes.
Era la investigación preliminar. Se registraron los nombres y se dejó constancia
de pequeños comentarios del capitán y uno de los sargentos, aparentemente los
únicos entre los siete policías que hablaban anglo-francés con alguna fluidez.
El maestro Sean y lord Darcy hablaban italiano, pero ninguno de ellos reveló
aquel conocimiento. No había necesidad de dar una información voluntaria que no
hubiese sido requerida.
Fue mientras se desarrollaba la investigación preliminar cuando los dos agentes
normandos descubrieron dónde se alojaban los otros doce pasajeros.

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Compartimiento N.º 3: Maurice Zeisler, Sidney Charpentier.
Compartimiento N.º 4: Martyn Boothroyd, Gavin Tailleur.
Compartimiento N.º 5: Simón Lámar, Arthur Mac Kay.
Compartimiento N.º 6: Valentine Herrick, Charles Jamieson.
Compartimiento N.º 7: Jason Quinte, Lyman Vandepole.
Compartimiento N.º 8: Stanley Galbraith, Gwiliam Hauser.
El Compartimiento N.º 2, naturalmente, albergaba a «Armand Brun» y «Seamus
Kilpadraeg», y John Peabody había estado solo en el N.º 1.
El uniformado capitán de la policía hizo una breve y atenta reverencia al profesor
Sean, y como llevaba una espada a la cintura no se quitó el sombrero.
—Maestro Seamus, imagino que fue usted quien tan oportunamente realizó el
encantamiento de evitación y preservación sobre el muerto.
—Así es, capitán, yo fui.
—Debo pedirle entonces que quite el encantamiento de evitación, por favor. Es
necesario que inspeccione el cuerpo a fin de determinar que efectivamente se ha
producido una muerte.
—Oh, claro, claro. Mi maletín está en mi compartimiento. No me llevará más de
un minuto ir en su busca.
Mientras iba andando por el pasillo, el maestro Sean vio al inspector jefe Edmund
de pie y aguardando pacientemente junto a la puerta del compartimiento N.º 1, con la
llave en la mano. El mago sabía cuál era el problema de la policía. Se había
denunciado una muerte, pero hasta aquel momento no había visto evidencia alguna de
ella. Aun cuando el inspector jefe hubiese abierto la puerta, el encantamiento hubiese
mantenido a los dos hombres fuera e, incluso, incapaces siquiera de echar un vistazo
a su interior.
El profesor Sean recogió su maletín decorado con los símbolos y dijo al inspector
jefe:
—Abra la puerta, inspector jefe; y luego déjeme un poco de espacio para trabajar.
El inspector jefe desbloqueó la cerradura con su llave, pero no abrió la puerta. Él
y el capitán de la policía se mantuvieron apartados, junto a la puerta del
compartimiento N.º 3. El maestro Sean comprobó aprobatoriamente que uno de los
agentes armados estaba apostado en el extremo del pasillo, frente al N.º 8, de frente al
salón y bloqueando la entrada.
Siendo él mismo inmune a su propio encantamiento de evitación, el maestro Sean
echó un vistazo al compartimiento. Todo estaba como él lo había dejado. Miró el
cuerpo del asesinado. La sangre todavía parecía fresca, de modo que el
encantamiento de preservación había sido bien administrado; no era que el pequeño y
fornido mago irlandés dudara de ello, pero siempre resultaba interesante
comprobarlo.
Miró en dirección al suelo, junto a sus pies. La sangre que se había esparcido
fuera del compartimiento, hacia el pasillo, estaba negra y seca. Se percató de que no

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la habían pisado desde que Tonio lo hiciera involuntariamente. Bien.
El maestro Sean depositó cuidadosamente su maletín sobre el suelo y extrajo de él
un pequeño brasero de bronce provisto de un trípode. Colocó en él tres trozos de
carbón vegetal de sauce y los encendió junto a la puerta. Cuando estuvo caliente y
brillante tomó un poco de pólvora de un pequeño frasco y lo dejó caer sobre los
carbones. Una espiral de humo aromático se elevó en el aire mientras los labios del
mago se movían silenciosamente.
A continuación, cogió un cuadrado de papel de unos diez centímetros de lado y lo
plegó de una manera curiosa e intrincada. Murmurando suavemente, lo dejó caer
sobre los carbones, donde se encendió con llamas anaranjadas para consumirse en
cenizas grises.
Tras un instante, escogió una tapa de bronce de entre sus adminículos y la colocó
sobre el brasero para apagar los carbones. Cogió entonces una de las patas del trípode
que sostenía el brasero y lo apartó a un lado. A continuación, se puso de pie y miró al
policía.
—Ya está, capitán, es todo suyo. Observe la mancha de sangre, aquí, y observe
aquel brasero. Todavía está caliente.
El capitán de la policía entró en el compartimiento, miró los restos de John
Peabody y le tocó una de las muñecas. Luego anotó algo en su libreta y salió al
pasillo.
—Vuelva a cerrar el compartimiento bajo llave, inspector jefe. Ahora estoy en
condiciones de establecer que un hombre identificado como John Peabody está
muerto y que existen suficientes razones como para creer que se ha cometido un
asesinato.
El inspector jefe Edmund le miró sorprendido.
—¿Eso es todo?
—Por ahora, sí —dijo el capitán—. Cierre la puerta y entrégueme la llave.
El inspector jefe cerró la puerta como le indicaban, en tanto explicaba lo
siguiente:
—No puedo entregarle un duplicado. No los tenemos a mano por razones de
seguridad. Si un pasajero pierde su llave tenemos que obtener un duplicado de la
oficina de París o de la central de Nápoles. Tendré que entregarle a usted una de mis
llaves maestras. Y quiero un recibo por ella.
—Seguro. ¿Cuántas llaves maestras tiene usted en su poder?
—¿Correspondientes a este vagón? Dos. Ésta, aquí, y otra que está a buen
recaudo en mi oficina, para las situaciones de emergencia.
—¿Esta llave maestra es exclusiva para este vagón?
—Oh, sí. Cada vagón tiene tipos de cerradura diferentes. ¿Qué está haciendo,
maestro? —preguntó el inspector jefe, sorprendido.
El maestro Sean estaba arrodillado junto a la puerta, los dedos de su mano
derecha tocando la cerradura, sus ojos cerrados.

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—Sólo inspeccionando —respondió, poniéndose en pie—. Me percaté del sistema
de la cerradura en la mía propia cuando utilicé la llave por primera vez. Un sistema
comercial, pero muy fuerte y bien trabado. No es extraño que usted no conserve
duplicados a bordo. Incluso un duplicado exacto no daría resultado hasta que no
armonizara con el sistema de cerrojos. ¿Puedo examinar esa llave maestra, capitán?
Gracias. Mmmmmm. Sí. Gracias otra vez.
El mago devolvió la llave al capitán.
—¿Qué estaba usted inspeccionando hace un instante? —preguntó el inspector
jefe.
—Quería comprobar si el sistema había sido manipulado —explicó el maestro
Sean—, y no ha sido tocado.
—Gracias, maestro —dijo el capitán, consignando algo en su libreta de notas—.
Y gracias a usted también, inspector jefe. Eso será todo por el momento.
Los tres hombres regresaron al salón.
Había un sitio vacío en el sofá, junto a lord Darcy, que continuaba interpretando
el papel del padre Armand, de modo que el maestro Sean fue hasta el sofá y se sentó
allí.
—¿Cómo van las cosas, padre? —preguntó en voz baja.
En la quietud relativa que imperaba en el vagón detenido, era sencillo conversar
en voz baja sin que por ello diera la impresión de que se trataba de un murmullo
confidencial.
—Muy interesantes —murmuró lord Darcy—; no lo he oído todo, pero he estado
prestando atención a lo que decían los demás. Parece que por el momento han
terminado.
En ese instante, uno de los sargentos armados dijo en italiano:
—Mi capitán, aquí llega el prefecto.
El maestro Sean, al igual que el capitán, se volvió para mirar a través de la
ventana. Luego, rápidamente, apartaron la vista de allí.
—Nuestro ganso está en el horno —dijo muy suavemente a lord Darcy—: Mire
quién viene.
—Ya le he visto y no le conozco.
—Yo sí. Es Cesare Sarto y él sí me conoce.

XVI

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El prefecto de la policía romana no tenía una contrapartida exacta en ninguna otra
unidad del imperio. Como en todas partes, cada ducado en Italia contaba con su
propia organización policial armada que aseguraba la ley dentro de los límites de ese
ducado. La Prefectura Romana era un instrumento del Parlamento italiano para
coordinar los esfuerzos de dichas organizaciones.
Los poderes de los prefectos eran limitados. Incluso en el Principado del Lacio,
donde estaba la ciudad de Roma, no contaban con poder policial a menos que
hubieran sido requeridos especialmente por las autoridades locales. (Sin embargo, «el
arresto de un ciudadano» efectuado por el Prefecto Romano implicaba un mayor peso
e importancia que un arresto similar efectuado por un policía corriente).
Los prefectos no llevaban uniforme; su única identificación oficial era ün carnet y
un pequeño escudo dorado con las letras SPQR sobre un bajorrelieve de la loba del
Capitolio, con un número de serie y las palabras Prefectura de Policía debajo.
El récord de casos resueltos por los prefectos y de arrestos obtenidos era muy
alto, en tanto que el nivel de violencia empleada era bajo. Estos hechos, además de la
conducta siempre amable y caballeresca de los prefectos, habían convertido a la
Prefectura de Policía de Roma en uno de los más prestigiosos y honrosos cuerpos de
investigadores criminales sobre la faz de la Tierra.
A la luz de gas de la plataforma del tren, Cesare Sarto aguardó a que el capitán
armado de la policía saliera del vagón para encontrarse con él. El maestro Sean
mantuvo su rostro oculto, pero lord Darcy observó cuidadosamente al prefecto.
Sarto era un hombre de mediana estatura, cabellos negros y un elegante y
acicalado bigote. Era de complexión normal, pero se conservaba como un atleta.
Había fuerza y velocidad en aquel cuerpo musculoso. Su rostro, aunque no resultaba
exactamente agraciado, era fuerte y exhibía una gran personalidad e inteligencia.
Tras algunos minutos, el prefecto entró en el vagón. Dejó su maletín en el suelo y
miró a su alrededor a los catorce pasajeros dispersos en el salón. Todos le miraban, en
actitud de espera.
Sus ojos no traicionaron sentimiento alguno de reconocimiento cuando se posaron
sobre el rostro del maestro Sean.
Luego dijo:
—Caballeros, soy Cesare Sarto, agente de la Prefectura de Policía de Roma. El
comandante en jefe de la ciudad de Genova me ha pedido que me haga cargo de este
caso, al menos hasta que lleguemos a Roma.
Su anglo-francés prácticamente no evidenciaba acento alguno.
—Técnicamente —continuó—, ésta es la única forma en que puede: manejarse el
caso. Al parecer John Peabody fue asesinado, pero aún no sabemos si fue muerto en
Provenza o en Liguria, y hasta que lo averigüemos, no sabremos exactamente quién
tiene jurisdicción sobre este caso. Por el momento, debemos actuar sobre el supuesto
del que Peabody murió después que este tren cruzara la frontera italiana. Por lo tanto,
el convoy continuará su viaje a Roma. Si para entonces aún no hemos podido

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determinar exactamente lo que ocurrió, este vagón será separado del convoy y se
proseguirá la investigación. Aquellos de ustedes que sean exonerados fuera de toda
duda, podrán continuar el viaje a Nápoles. Los otros, mucho me temo que tendrán
que ser detenidos.
—¿Quiere decir —le interrumpió sir Stanley— que sospecha de uno de nosotros?
—De ninguno individualmente, señor. Todavía no. Pero sí de todos ustedes
colectivamente. Es obvio, señor, que, desde el momento en que Peabody fue
asesinado en este vagón, hay alguien en este vagón que le mató. ¿Puedo preguntarle
su nombre, señor?
—Sir Stanley Galbraith —dijo el hombre de cabellos encanecidos con tono
cortante.
El prefecto Cesare miró un instante su libreta de notas.
—Ah, sí, gracias, sir Stanley —dijo, observando entonces a los demás pasajeros
—. Tengo aquí una lista con sus nombres que me ha entregado el capitán de la
policía. A fin de que pueda conocerles mejor, he de pedirles que cada uno levante la
mano cuando le nombre.
A medida en que iba pronunciando los nombres resultaba obvio que cada nombre
y rostro del aludido quedaba permanentemente grabado en su memoria en cuanto
levantaba su mano.
Cuando llegó a «Seamus Kilpadraeg», miró al mago del mismo modo en que lo
había hecho con los demás y continuó con el nombre del que seguía en la lista.
Cuando hubo terminado, dijo:
—Ahora, caballeros, debo pedirles que vayan a sus compartimientos y
permanezcan en ellos hasta que yo les llame. El tren saldrá en dirección a Roma en…
—Echó un vistazo a su reloj de pulsera y añadió—: dieciocho minutos. Gracias.
El maestro Sean y lord Darcy regresaron disciplinadamente a su compartimiento.
—El prefecto Cesare no sólo es un hombre muy inteligente, sino también muy
listo —dijo lord Darcy.
—¿Cómo ha llegado a esa conclusión, señor?
—Usted me dijo que él le conocía y todavía no ha dado muestras de ello.
Obviamente, ha comprendido que si usted está viajando bajo una identidad supuesta
debe tener una buena razón para ello. Y, siendo usted quien es, ha dado por sentado
que la razón ha de ser realmente legítima. Por lo tanto, en vez de traicionarle en
público, decidió aguardar el momento de hablar con usted privadamente. Cuando lo
haga, dígale que el padre Armand es su confidente y su amigo más entrañable.
Abogue por mí, pero no revele mi identidad. Espero que llegue aquí en unos minutos.
En ese momento golpearon la puerta.
El maestro Sean se apresuró a abrirla para descubrir que se trataba del prefecto
Cesare.
—Pase, prefecto —dijo el mago—, estábamos esperándole.
—¿Ah, sí? —dijo Sarto guiñándole un ojo—. Desearía hablar con usted en

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privado, maestro Seamus.
El maestro Sean bajó el tono de su voz hasta convertirlo prácticamente en un
suspiro.
—Adelante, Cesare. El padre Armand sabe quién soy.
El prefecto entró y el maestro cerró la puerta.
—Sean O Lochlainn a su servicio, prefecto Cesare —dijo con una reverencia.
—¡Sean! —exclamó el prefecto cogiéndole amistosamente por los hombros—.
¡Ha pasado mucho tiempo! Debería usted escribir más a menudo. —Y volviéndose
hacia lord Darcy, añadió—: Discúlpeme, padre, pero no he visto a mi amigo desde
que ambos hicimos juntos un curso en la Universidad de Milán, hace ya cinco años.
«La admisibilidad de cierta evidencia mágicamente derivada dentro de la
jurisprudencia criminal» era el nombre del curso.
—Oh, está bien —se apresuró a decir lord Darcy—, me alegro mucho por
ustedes.
El prefecto miró durante un momento al hombre de hombros estrechos, cabellos
encanecidos y barba blanca que le hablaba con aquel tono bonachón y le observaba
por encima de sus medias gafas con montura de oro. Luego se volvió hacia el maestro
y preguntó:
—¿Dice usted que conoce al padre?
—Intimamente, desde hace muchos años —respondió el maestro Sean—.
Cualquier cosa que me diga a mí en confianza puede ser dicha en presencia del padre
Armand. Puede usted confiar en él tanto como confía en mí.
—Bueno, yo no quería… —comenzó a decir Sarto, pero enseguida interrumpió su
justificación y se volvió hacia lord Darcy—. Reverendo, no deseaba dar la impresión
de que un clérigo no es digno de confianza. Pero se trata de un caso de asesinato, y
resulta embarazoso de manejar. ¿Sabe usted algo de criminología?
—He trabajado con criminales y he escuchado sus confesiones muchas veces —
respondió lord Darcy con el rostro compuesto—. Creo que estoy en condiciones de
afirmar que puedo comprender la mente criminal.
El maestro Sean, con el rostro igualmente compuesto, añadió en su favor:
—Puedo asegurar que existen muchos casos que el mismísimo lord Darcy hubiese
sido incapaz de resolver sin la ayuda del padre, aquí presente.
Tras aquella explicación, el prefecto Cesare pareció relajarse.
—¡Bien, eso es estupendo! Sean, ¿hay alguna razón de mi competencia por la que
viaje usted con un nombre falso?
—Estoy cumpliendo una misión para el príncipe Ricardo. No tiene la menor
relación con John Peabody, de modo que, hablando en un sentido estricto, no tiene
nada que ver con su competencia. Imagino, no obstante, que si realmente desea saber
lo que me ocupa, Su Alteza me daría autorización para comunicarle lo que fuere
necesario antes de que el caso llegara a juicio.
—Está bien, dejémoslo por ahora. Hay otras preguntas que deseo formularle.

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Las preguntas sacaron a la luz el hecho de que ni el maestro Sean, ni el «padre
Armand» habían visto u oído antes nada que tuviera relación con Peabody; que
ninguno de ellos había hablado jamás con él y que ambos podían dar cuenta de lo que
habían hecho durante la noche del crimen. Para decirlo sin rodeos: cada uno de ellos
dio su solemne palabra de honor de que no había asesinado a John Peabody.
—Muy bien —dijo finalmente el prefecto—. Aceptaré como hipótesis de trabajo
que ustedes dos son inocentes. Ahora, tengo un pequeño problema que me gustaría
me ayudaran a resolver.
—¿Se refiere al crimen? —preguntó el maestro Sean.
—En un sentido, sí. Verán, se trata de lo siguiente: nunca antes he tenido que
ocuparme de un caso de asesinato. Mi campo es el del fraude y el desfalco. En
realidad soy un tenedor de libros más que un policía. Sencillamente me encontraba
por casualidad en Genova, dando los últimos toques a un caso que me traía entre
manos y me aprestaba a regresar a Roma en este tren cuando recibí una telellamada
desde Roma ordenándome que me ocupara del crimen hasta que el expreso llegara
allí. En Roma no esperan que yo resuelva el caso; sólo desean que me haga cargo de
todo hasta que los expertos lo tengan en sus manos.
Durante un momento, el prefecto permaneció en silencio y luego, súbitamente,
una límpida y blanca sonrisa se dibujó en su rostro.
—Sin embargo, en el instante en que le reconocí se me ocurrió una idea. ¡Con su
experiencia podríamos resolver este caso antes de llegar a Roma! Sería algo
estupendo para mi hoja de servicios si tuviéramos éxito, aunque no sería una marca
negativa si no lo consiguiéramos. No puedo perder, ¿lo comprende? El jefe de la
división de homicidios, Angelo Ratti, estará esperándonos en la estación de Roma y
yo daría medio año de mi paga por el placer de ver su rostro si pudiera entregarle al
asesino en cuanto el tren se detuviera.
El maestro Sean se quedó perplejo, incapaz de decir nada, pero al cabo de un
momento halló las palabras adecuadas.
—¿Quiere usted decir que desea que le ayudemos a resolver el crimen antes de
que lleguemos a Roma?
—Exacto.
—Creo que es una idea excelente —dijo lord Darcy.

XVII

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El Expreso de Nápoles se dirigió hacia Rapallo, prosiguiendo el camino previsto
en dirección a Roma. En poco más de una hora el sol se pondría en el horizonte y
cuatro minutos después del mediodía del día siguiente el tren llegaría a la Ciudad
Eterna.
En lá agenda de prioridades de la investigación que se desarrollaría, aparecía la de
un registro concienzudo del cuerpo del muerto y del compartimiento en el que yacía.
El maletín de Peabody se hallaba en la gaveta reservada para la litera inferior, pero la
llave estaba en la cerradura y no hubo problemas para abrirla. No contenía nada
extraordinario, sólo ropas y adminículos de aseo personal. El propio Peabody
tampoco llevaba nada inusual, excluyendo, naturalmente, su bastón estoque. Tenía
algún dinero suelto, un soberano de oro, dos soberanos de plata y cinco billetes por
valor de otros cinco soberanos de oro. Asimismo, llevaba algunas llaves que
probablemente correspondían a su casa o a su despacho. Un carnet le identificaba
como el comandante John Wycliffe Peabody, de la Armada Imperial, retirado.
—No veo nada de interés aquí —comentó el prefecto Cesare.
—Lo interesante es lo que no está aquí —dijo lord Darcy.
El prefecto asintió.
—Exactamente. ¿Dónde está la llave de su compartimiento?
—Tengo la impresión de que el asesino entró, mató a Peabody, cogió la llave y
cerró el compartimiento para que el cuerpo no fuese hallado durante algún tiempo —
dedujo lord Darcy.
—Estoy de acuerdo con usted —añadió Cesare.
—Entonces, el asesino todavía podría tener la llave con él —dijo el maestro Sean.
—Es posible —convino el prefecto Cesare—, pero es más probable que en estos
momentos la llave se encuentre tirada entre los raíles en algún lugar entre aquí y
Provenza.
—Eso sería lo más inteligente que podría haber hecho —dijo lord Darcy—.
¿Debemos buscarla, de todos modos?
—Por ahora no, según mi opinión. Si el asesino ha conservado la llave no se
deshará de ella ahora. Y si ya lo ha hecho, entonces no la hallaremos.
Lord Darcy se mostró complacido con la respuesta del prefecto. En su opinión era
la única respuesta posible, y la que él hubiese dado de estar a cargo del caso.
Resultaba fastidioso para lord Darcy no ser él el responsable de aquel caso, pero al
menos Cesare Sartó sabía lo que estaba haciendo.
—El asesino —continuó el prefecto—, no podía saber que la sangre del cuero
cabelludo de Peabody saldría por debajo de la puerta e invadiría el pasillo.
Asumamos que él no previó esta posibilidad. Entonces: ¿cuándo hubiese sido
descubierto el cadáver?
—Posiblemente no antes de las diez de la mañana —dijo el maestro Sean
firmemente—. Ya he tomado antes este tren, aunque no con la misma tripulación. El
camarero diurno, que en este viaje se llama Fred, comienza su turno a las nueve de la

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mañana. Hace las camas de los que ya se han levantado, pero no comienza a despertar
a los pasajeros que aún continúan durmiendo sino a las diez. El cuerpo de Peabody
podría haber sido hallado sobre las diez y media, poco más o menos.
—Comprendo —dijo el prefecto Cesare—. No veo que eso nos proporcione
adelanto alguno por el momento, pero tendremos en cuenta el detalle. Ahora,
naturalmente, no podemos realizar la autopsia del cuerpo, pero me gustaría tener algo
más de información acerca de esos golpes y del arma empleada.
—Creo que puedo complacerle, prefecto —dijo el maestro Sean.
El mago inspeccionó cuidadosamente el bastón que contenía el estoque y luego
explicó:
—Primero haremos algo muy sencillo y que puede proporcionarnos alguna pista
sobre lo que debemos hacer después.
A continuación, extrajo de su maletín un hule blanco cuidadosamente doblado y
Jo extendió sobre la mesilla próxima.
—Es la primera vez que hago esto en un tren —murmuró, como si hablara
consigo mismo—. He de controlar mi equilibrio.
Los otros dos no dijeron nada.
El maestro extrajo luego un disco dorado, delgado y ligeramente cóncavo, de
unos diez centímetros de diámetro; un par de tenacillas, un pequeño insuflador y una
varilla de un palmo, color gris acero y de apariencia metálica con zafiros engarzados
en los extremos.
Con las tenacillas seleccionó dos cabellos, uno del muerto y otro de la
empuñadura de plata del bastón. Los dispuso cuidadosamente en forma paralela, a
una distancia de unos cinco centímetros el uno del otro, sobre el hule blanco. Luego
tocó a cada uno con la varilla, murmurando solemnes conjuros y controlando su
respiración. A continuación, se incorporó, apartándose de los cabellos, sin respirar.
Lentamente, como si fuesen dos delgados troncos que rodaran el uno hacia el
otro, los cabellos se unieron, todavía paralelos.
—Bien, su cabello corresponde al que está en el bastón —concluyó el maestro
Sean—. Ahora comprobaremos la sangre.
El único sonido dentro del pequeño cuarto, con excepción del traqueteo del tren,
era el prácticamente inaudible rumor de la pluma de Sarto corriendo velozmente
sobre las páginas de su libreta de notas.
Un encantamiento similar, utilizando en este caso el disco dorado, demostró que
la sangre era la misma.
—Lo que he de hacer ahora es un poco más complejo —advirtió el maestro Sean
—. Dado que las heridas se encuentran en la parte anterior de la cabeza, tendré que
darle la vuelta y recostarlo sobre la espalda. ¿Hay algún inconveniente, prefecto?
—Por supuesto que no —respondió el prefecto Cesare—. Tengo todas las notas y
los dibujos de la posición del cuerpo cuando fue hallado. Le echaré una mano para
darle la vuelta.

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Mover un cuerpo muerto de ochenta kilos de peso no resulta nada fácil dentro de
los estrechos límites de un pequeño compartimiento de tren, pero hubiese resultado
mucho más complicado si el encantamiento preservativo del maestro Sean no hubiese
impedido que el rigor mortis se apoderara del cadáver.
—Bien, así está bien. Gracias —dijo el pequeño y fornido mago—. ¿Le
importaría a alguno de ustedes inspeccionar visualmente las heridas?
La lente de aumento del maestro Sean pasó de mano en mano para la inspección
visual de las heridas del cadáver.
—Fue golpeado con mucha pericia —murmuró el prefecto Sarto.
—Un trabajo concienzudo —asintió lord Darcy—, pero no eficiente. Sólo dos o
tres de esos golpes hubiesen bastado para matarle, y le han golpeado al menos una
docena de veces. Es extraño.
—Ahora, caballeros —intervino el mago—, comprobaremos si el bastón ha sido
el arma del crimen.
Se trataba de una comprobación fundamental. Ya antes se habían colocado sangre
y cabellos sobre armas que no habían sido las responsables de un crimen. La ciencia
de la taumaturgia les informaría si algo así había ocurrido en este caso.
El maestro Sean empleó el insuflador para soplar una nube de pólvora sobre la
zona de las heridas y sobre la empuñadura de plata del bastón. Era muy poca pólvora
la que se depositó como una finísima capa, en tanto que el resto flotó en el aire como
si fuese humo.
—Ahora, si bajan un poco la luz de la lámpara…
En el escaso resplandor amarillento de la lámpara de pared, era imposible ver los
detalles. Todo estaba en penumbra. Sólo podía verse el reflejo de los extremos de la
varilla que el maestro Sean movía velozmente, brillando con su propia luz de tonos
azulados.
Entonces, abruptamente, dio la impresión de que miles de delgadas luciérnagas se
movían por encima de la parte superior de la cabeza del cadáver y también sobre la
empuñadura del bastón. Había muchas hebras de luz, delgadas y brillantes, uniendo el
rostro y la empuñadura.
Tras unos segundos, el maestro Sean imprimió a su varilla un último movimiento
y las hebras luminosas se esfumaron.
—Ya está. Enciendan las luces, por favor. Definitivamente el bastón ha sido el
arma asesina.
El prefecto Sarto asintió lentamente.
—Muy bien. ¿Cuál es nuestro próximo paso? —preguntó y, tras una pausa,
añadió—: ¿Qué es lo que lord Darcy haría a continuación?
Su señoría se hallaba de pie un poco detrás del italiano y ligeramente a su
izquierda, y mientras el maestro les miraba a ambos, Darcy trazó en el aire un signo
de interrogación con su dedo índice.
—Bueno… el siguiente paso que daría —dijo el mago rápida y convincentemente

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—, sería interrogar nuevamente a los sospechosos. En esta ocasión más
concienzudamente…
Lord Darcy levantó el dedo índice en el aire y el mago se apresuró a añadir:
—… y de uno en uno, naturalmente.
—Eso parece razonable —asintió Sarto—. Y yo podría tenerles a ambos presentes
durante los interrogatorios explicando que usted es el mago forense en funciones de
este caso y que usted, reverendo, es el amicus curia, como un representante de la
Santa Madre Iglesia. A propósito… ¿es usted un Intuitivo, padre?
—No, me temo que no lo soy.
—Es una lástima. Bueno, en todo caso no necesitamos decírselo a los pasajeros.
Dejemos que se preocupen. Ahora… ¿qué tipo de preguntas debemos formularles?
Denme un caso de evasión de impuestos y elaboraré una impresionante lista de
preguntas para formular a los sospechosos, pero me siento ligeramente fuera de mi
elemento en este caso.
—Bien, en ese sentido… —comenzó a decir lord Darcy.

XVIII
—Están mintiendo —dijo el prefecto Cesare con convicción tres horas más tarde
—. Todos y cada uno de esos bastardos miente.
—Y no lo hacen nada bien —añadió el maestro Sean.
—Bien, veamos qué tenemos aquí —propuso lord Darcy, cogiendo las notas
tomadas durante los interrogatorios.
Estaban sentados a la mesa situada en el extremo posterior del salón; no había
nadie más en el vagón. La segregación de los sospechosos no había resultado difícil;
el inspector jefe había abierto el vagón restaurante temprano y el capitán armado de
la policía de Genova que Sarto había traído con él estaba de guardia allí. Los hombres
habían sido sacados de sus compartimientos de uno en uno, interrogados, y luego
llevados al vagón restaurante. Aquella táctica les mantenía separados de los que aún
no habían sido interrogados.
Tonio, el camarero de noche, había sido el primero en someterse al interrogatorio,
y luego se le ordenó abandonar el vagón y permanecer lejos de él. No le importó:
sabía que aquella mañana no habría trabajo y tampoco habría propinas.
El inspector jefe había tomado las precauciones necesarias para que el café fuese
servido muy temprano en el sector posterior del vagón restaurante, y lord Darcy había

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preparado una jarra de café del bar para que bebieran los interrogadores, incluido él
mismo.
A las ocho de la mañana, los camareros habían comenzado a servir el desayuno en
el vagón restaurante. Ahora ya casi eran las nueve. Roma se hallaba a una distancia
de tres horas de viaje.
Lord Darcy estaba leyendo sus transcripciones de los interrogatorios cuando el
prefecto romano dijo:
—¿Comprenden qué es lo más complicado de este grupo? El hecho de que todos
se conocen entre sí.
—Bueno, algunos de ellos se conocen entre sí —puntualizó el maestro Sean.
—No, el prefecto lleva toda la razón —dijo lord Darcy sin levantar la vista de sus
notas—: Todos se conocen entre sí, y muy bien, por cierto.
—Y aun así —prosiguió el prefecto Sarto—, parecen ansiosos por demostrar que
no se conocen, con el deliberado propósito de despistarnos. Están juntos con un
propósito y, sin embargo, no dicen nada en absoluto respecto de esa finalidad que les
mantiene unidos.
—Maestro Sean —intervino lord Darcy—, es obvio que usted no ha leído el
periódico de Marsella que le dejé anoche sobre su litera.
—No, padre. Estaba muy fatigado. He pensado en ello y todavía lo hago. ¿Se
refiere usted al obituario, no es verdad?
—Exacto —dijo lord Darcy, observando al prefecto Sarto—. Tal vez haya salido
en los periódicos de Genova. El funeral de un cierto Nicholas Jourdan, tendrá lugar
en Nápoles durante la mañana.
—Sí, oí algo en ese sentido —dijo el prefecto Cesare—. Y he obtenido más
información hablando con mis subordinados de lo que explican los periódicos. El
capitán Nicholas Jourdan, de la Armada Imperial, retirado, al parecer murió tras la
ingestión de comida envenenada; sin embargo, existe la evidencia de que se trató de
un suicidio. Si efectivamente fue un suicidio, probablemente este dato fue silenciado
por los oficiales de la policía napolitana. No nos gusta publicitar ese tipo de cosas si
no hay un crimen involucrado, porque se produce luego mucha bulla durante el
funeral, como seguramente ustedes ya sabrán.
—Mmmm —murmuró lord Darcy, y luego dijo con voz clara—: No sabía que se
trataba de un suicidio. ¿Existe alguna evidencia de que estuviese deprimido?
—Algo de eso he oído, pero nadie fue capaz de mencionar razón alguna que
justificara esa depresión. Tal vez se tratara de motivos de salud.
—Yo sé de otra razón —dijo lord Darcy—, o, cuando menos, de una posible
razón. Hace aproximadamente unos tres años, el capitán Jourdan se retiró de la
armada. Fue un retiro prematuro; todavía era un hombre joven. Se dieron razones
vinculadas a su salud. En realidad, tuvo que elegir entre el retiro forzoso o una
desagradable corte marcial. Al parecer, había vivido un tórrido asunto amoroso con
una joven muchacha italiana de Messina, y la mantenía en su piso, en Nápoles. Por lo

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general, este tipo de situaciones no molesta excesivamente a la armada, pero esta
muchacha en particular resultó ser una agente de Su Majestad Eslava, Casimiro de
Polonia.
—¡Ajajá! El espionaje revela su cara más despreciable —dijo el prefecto.
—Precisamente. En aquella época, Jourdan estaba al mando de la nave Helgoland
Bay, y era un comandante muy popular, tanto entre sus oficiales como entre sus
hombres. Obviamente, el almirantazgo tenía buena opinión de él o no le hubieran
puesto al frente de uno de los más importantes buques de guerra de la flota. Sin
embargo, el descubrimiento de que su amante era una espía vertió una nueva luz
sobre los hechos. No se pudo probar que él supiera que ella era una espía ni que
hubiese entregado algún secreto naval a su amante. No obstante, la sospecha no
desapareció y le permitieron elegir. Una corte marcial hubiese arruinado su carrera en
la armada para siempre, como es lógico. Le hubieran declarado inocente y embarcado
hacia alguna helada y perdida isla de la costa sur de Nueva Francia para dejarle allí
sin nada que hacer excepto llevar el inventario de los pingüinos. De modo que,
naturalmente, optó por retirarse. Si, como usted sugiere, su muerte fue un suicidio,
debió arrostrar casi tres años de abatimiento antes de tomar esa decisión.
El prefecto Cesare asintió lentamente, exhibiendo una expresión de satisfacción
en su rostro.
—Debería haberlo visto así. El modo en que estos doce hombres se comportan, el
modo en que algunos de ellos muestran deferencia hacia algunos otros… Son algunos
de los oficiales del Helgoland Bay. Lo mismo que Peabody.
—Eso creo, sí —ratificó lord, Darcy.
—El problema es que todavía no tenemos el motivo —dijo Sarto—. Lo que
hemos de hacer es conducir a uno de ellos a una situación de acoso que quiebre su
espíritu. Ustedes dos les conocen más que yo… ¿A quién sugieren que elijamos?
—Yo sugeriría al joven Jamieson. ¿Qué opina usted, padre? —preguntó el mago.
—Estoy de acuerdo, maestro Sean. Él admitió que había regresado a hablar con
Peabody, pero tuve el presentimiento de que no quería decirlo, de que no le gustaba
Peabody. Tal vez usted pueda ejercer alguna presión sobre él, mi querido prefecto.
El rubio Charles Jamieson, el del rostro sonrosado, fue llamado a comparecer ante
los investigadores.
Se sentó muy nervioso. No es sencillo para un hombre joven sentirse cómodo
delante de tres caballeros mayores y experimentados: un sacerdote, un poderoso
experto en magia y un agente de la Prefectura de Policía de Roma. Y todavía es peor
cuando uno se ve envuelto en un caso de asesinato.
Cesare Sarto ostentaba una expresión ceñuda, con un gesto grave en los labios y
una mirada gélida en los ojos. El hombre de quien había recibido su nombre —Cayo
Julio César— debió haber mirado de aquel mismo modo cuando se enfrentaba a un
centurión joven e indisciplinado dos mil años atrás.
—Joven, ¿es usted consciente de que impedir la investigación de un crimen

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mayor como el asesinato, mintiendo al oficial investigador, no sólo es punible por la
ley civil, sino que incluso yo puedo enviarle ante una corte marcial de la Armada
Imperial, y de que usted probablemente pueda perder sus privilegios y echar por la
borda su carrera?
El rostro sonrosado de Jamieson adquirió un tono blancuzco enfermizo. Su boca
se abrió, pero no dijo una sola palabra.
—Yo sé —continuó el prefecto sin piedad—, que uno o más de entre sus
superiores reunidos ahora en el vagón restaurante pueden haberle impartido órdenes
de hacer lo que usted ha hecho; pero esas órdenes son ilegales y, en sí mismas,
constituyen una ofensa susceptible de ser juzgada por una corte marcial.
El joven procuraba todavía hallar su voz cuando el padre Armand, muy
amablemente, intervino en el interrogatorio.
—Está bien, prefecto, no seamos demasiado rigurosos con el joven. Estoy seguro
de que ahora comprende perfectamente la seriedad de este crimen. ¿Por qué no nos
habla de él, hijo mío? Me consta que el prefecto no presentará cargos en su contra si
colabora con nosotros en la resolución del caso.
Sarto asintió lentamente, pero la expresión de su rostro no se modificó, como si
condescendiera a desgana a la petición del reverendo.
—Ahora, hijo mío, volvamos a empezar. Díganos su nombre y rango y también lo
que usted y sus camaradas hicieron la noche pasada.
El color había regresado a las mejillas de Jamieson. Respiró profundamente y
dijo:
—¡Charles James Jamieson, teniente, Armada Imperial, Flota Real Británica, en
la actualidad Oficial Suplente de tercer grado a bordo del buque Helgoland Bay de Su
Majestad Imperial, señor! Es decir… reverendo —exclamó con porte militar, y a
punto estuvo de cuadrarse.
—Relájate, hijo mío; no soy un oficial naval —dijo el padre, dándole confianza
—. Continúa. Comienza por el principio: ¿por qué tú y los otros os encontráis a bordo
de este tren y no en vuestras bases?
—Bueno, señor, el Hellbay se halla en dique seco, y todos estábamos más o
menos sin obligaciones, pero debíamos mantenernos en las proximidades de
Portsmouth. Entonces, hace una semana, tuvimos noticias de que nuestro antiguo
capitán, que se había retirado hace tres años, había muerto y estaba por ser enterrado
en Nápoles; de modo que todos nosotros decidimos reunimos, formar un cortejo e ir a
presentarle nuestros respetos. Eso es todo, reverendo. Es la verdad.
—Y el comandante John Peabody… ¿formaba parte del grupo? —preguntó el
prefecto ásperamente.
—No, señor. Él se retiró poco después de que lo hiciera nuestro antiguo capitán.
Hasta ayer, ninguno de nosotros le había visto en los últimos tres años.
—Su antiguo capitán era, según creo, Nicholas Jourdan —comentó Sarto.
—Sí, señor.

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—¿Por qué le disgustaba el comandante Peabody? —preguntó sorpresivamente el
prefecto.
El rostro de Jamieson enrojeció aún más de lo que era natural en él.
—Por ninguna razón en particular, señor. No me gustaba, es verdad, pero no sé
por qué. Son sentimientos espontáneos. Alguna gente se relaciona con los demás de
un modo erróneo.
—¿Usted le odiaba lo suficiente como para matarle? —preguntó el prefecto
llanamente.
A todos les dio la impresión de que Jamieson estaba preparado para afrontar la
pregunta ya que no se le movió un pelo.
—No, señor. No me gustaba, es verdad. Pero yo no le maté —contestó como si
llevara aprendida aquella respuesta.
—¿Quién lo hizo entonces?
—Según mi opinión, señor, alguna persona desconocida subió al tren durante los
diez minutos que estuvimos detenidos en la frontera italiana, entró en el
compartimiento, mató al comandante y se marchó.
Esta respuesta también dio la impresión de estar prevista.
—Muy bien, eso es todo por el momento —dijo el prefecto—. Vaya a su
compartimiento y permanezca allí hasta que volvamos a reclamar su presencia.
Jamieson obedeció al instante.
—Bien, ¿qué piensa usted, padre? —preguntó Cesare Sarto.
—Lo mismo que usted. Nos dijo una parte de la verdad, pero continúa mintiendo
—replicó lord Darcy, y a continuación, tras reflexionar un instante, añadió—: Vamos
a emplear una táctica diferente. Podemos…
No acabó la frase. Un hombre ataviado con un uniforme rojo y azul venía hacia
ellos a través del pasillo. Era el señor Fred, el camarero de día.
Se detuvo junto a la mesa.
—Discúlpenme, caballeros. He escuchado algo sobre la investigación,
naturalmente. El inspector jefe me dijo que me presentara ante ustedes antes de
iniciar mis deberes, aunque no estoy seguro de cuáles serán mis deberes en estas
circunstancias.
Antes de que Sarto pudiese hablar, lord Darcy dijo:
—¿Cuáles serían normalmente sus deberes?
—Cuidar del bar y arreglar las camas.
—Bien, no habrá necesidad de cuidar del bar por el momento, pero puede usted
ocuparse de arreglar las camas.
Fred pareció alegrarse.
—Gracias padre; prefecto —dijo, y se marchó por el pasillo.
—Estaba usted diciendo algo acerca de emplear una táctica diferente —recordó el
prefecto Cesare.
—Ah, sí —dijo su señoría, y a continuación explicó cuál era su plan.

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XIX
Maurice Zeisler no había mejorado su aspecto desde el momento en que había
bebido su último trago. Parecía viejo y abotagado.
Sidney Charpentier estaba en mejor forma, pero aun así daba la impresión de
hallarse fatigado.
Los dos hombres sentados en las restantes sillas vacías junto a la última mesa, se
enfrentaban a los tres inquisidores.
El maestro Sean dijo:
—Señor Sidney Charpentier, creo recordar que usted me ha dicho que era
Curandero Laico Licenciado. ¿Puedo ver su licencia, por favor?
Era una orden y no una petición. Era un profesor de magia, un Maestre de la
Hermandad dirigiéndose a un aprendiz.
No hubo la menor vacilación en el interpelado, aunque sí demostró desagrado por
sentirse obligado a responder.
—Seguro, maestro —dijo, y extrajo su credencial.
El maestro Sean la observó cuidadosamente.
—Comprendo. Está rubricada por el obispo de Wexford. Conozco muy bien a su
señoría. Capellán almirante de la Armada Imperial. ¿Cuál es su rango, señor?
Los ojos abotagados de Zeisler revelaron un súbito fulgor de alerta, pero no dijo
nada.
—Teniente primero, maestro Séamus —dijo Charpentier.
—¿Y el suyo? —preguntó el mago a Zeisler.
Zeisler miró a Charpentier con una mueca torcida.
—No te preocupes, Sharpie. El joven Jamie ya se lo debe de haber dicho. No es
culpa tuya —dijo mirando a continuación al maestro Sean—: Capitán de corbeta
Maurice Edwy Zeisler, a su servicio, maestro Seamus.
—Y yo a su disposición, comandante —respondió el mago—. Bien, y ahora será
mejor que conozcamos correctamente los rangos de todos. Comencemos por sir
Stanley.
La lista resultó impresionante:

Capitán sir Stanley Galbraith


Capitán de fragata Gwiliam Hauser
Capitán de corbeta Martyn Boothroyd
Capitán de corbeta Gavin Tailleur
Capitán de corbeta Maurice Zeisler
Teniente primero Sidney Charpentier
Teniente primero Simon Lámar
Teniente primero Arthur Mac Kay

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Teniente primero Jason Quinte
Teniente Lyman Vandepole
Teniente Valentine Herrick
Teniente Charles Jamieson

—Me imagino —dijo lord Darcy prudentemente—, que si el Helgoland Bay no


estuviese actualmente en dique seco, hubiese resultado poco conveniente permitir que
todos ustedes, caballeros, abandonaran el buque al mismo tiempo, ¿no es verdad?
Zeisler hizo un ruido que era mezcla de tos y risa.
—¿Poco conveniente, padre? ¡Imposible!
—Aun así —prosiguió lord Darcy con calma—, ¿no es algo inusual en ustedes el
hecho de encontrarse todos tan lejos de su buque al mismo tiempo? ¿Qué fue lo que
determinó semejante decisión?
—El capitán Jourdan ha fallecido —dijo Zeisler con voz helada.
—Muchos hombres mueren —dijo lord Darcy—. ¿Qué ha hecho que su muerte
sea tan especial? —Su voz resonó tan fría como la de Zeisler.
Charpentier abrió la boca dispuesto a decir algo, pero Zeisler le interrumpió:
—La razón es que el capitán Nicholas Jourdan era uno de los mejores oficiales
navales que jamás han existido.
—¿De modo que todos ustedes se dirigían al funeral de Jourdan, incluido el
comandante Peabody? —preguntó el prefecto Cesare.
—Así es, prefecto —admitió Charpentier—. Pero Peabody no pertenecía al grupo
original. Nosotros formábamos un grupo de dieciséis hombres y deseábamos el vagón
sólo para nosotros. Pero los cuatro restantes no pudieron venir; sus permisos fueron
cancelados repentinamente. Ésa es la razón de que Peabody, el reverendo aquí
presente y el maestro Seamus consiguieran sus literas.
—¿De modo que ustedes no tenían la menor idea de que Peabody se hallaría en el
tren?
—No. Ninguno de nosotros le había visto en los últimos tres años —respondió
Charpentier.
—Casi no le reconocimos —añadió Zeisler—. Por la barba, ya sabe. Era castaña
la última vez que le vimos. Sin embargo, reconocí el bastón estoque que llevaba, y
eso me impulsó a mirarle más détenidamente. Le reconocí, y lo mismo le ocurrió al
comandante Hauser. Por supuesto que el viejo Hauser le reconoció.
—¿Por qué Hauser más que ningún otro? —preguntó el prefecto.
—Es el jefe de seguridad naval. Era el superior inmediato de Peabody.
—Volvamos al tema del bastón estoque —intervino lord Darcy—. Dijo usted que
había reconocido su bastón. ¿Alguien más lo hizo?
—¿Tú lo reconociste? —preguntó Zeisler a Charpentier.
—En realidad no le presté la menor atención hasta que tú hablaste de él, Maury.
Desde luego, todos sabíamos qué tenía uno. Lo había comprado en Lisboa hace

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cuatro, cinco años. Pero yo no había pensado en el bastón o en Peabody durante los
últimos tres años.
—Háblenos de Peabody. ¿Qué clase de hombre era? —preguntó lord Darcy.
Charpentier se rascó la voluminosa nariz con su poderoso dedo índice.
—Decente. Confiable. Un buen oficial. ¿No estás de acuerdo, Maury?
—Oh, sí —asintió Zeisler—. Un buen compañero para salir de juerga. Recuerdo
que en una ocasión, en un pequeño bar griego, en Alejandría, nos las arreglamos para
dar cuenta de una buena cantidad de ouzo en un par de horas; y cuando una pareja de
matones egipcios intentó echarnos a la calle él se libró de ellos mientras yo procuraba
recuperarme de su primera embestida. En aquella época todavía aguantaba muy bien
el alcohol. Me pregunto qué le habrá sucedido.
—¿Qué quiere decir? —preguntó lord Darcy.
—Bueno, él sólo bebió unos pocos tragos ayer, pero estaba bastante colocado
anoche. Me di cuenta cuando hablé con él.
—Entonces fue usted el último en verle con vida —se apresuró a deducir el
prefecto.
—No lo sé. Creo que alguien más fue a su compartimiento para ver si se
encontraba bien. No recuerdo quién —replicó Zeisler.
—Muy bien, caballeros —suspiró el prefecto Cesare—. Muchas gracias.
Regresen ahora a sus compartimientos. Volveré a llamarles más tarde.
—Sólo una pregunta más, si me lo permiten —dijo lord Darcy suavemente—.
Comandante Zeisler, usted dijo que el difunto Peabody trabajó en la seguridad naval.
Era, según creo, el oficial que denunció… este… la relación que mantenía el capitán
Jourdan con cierta señorita de mala conducta oriunda de Messina, arruinando con ello
la carrera del capitán Jourdan… ¿me equivoco?
Era un disparo en la oscuridad, y lord Darcy lo sabía, pero su intuición le decía
que estaba en lo cierto.
Los labios de Zeisler se mantuvieron firmemente apretados y no dijo nada.
—Vamos, vamos, comandante; siempre podremos consultar los archivos y usted
lo sabe.
—Sí, es verdad —reconoció Zeisler al cabo de un minuto.
—Gracias. Eso es todo por el momento.
Cuando se hubieron marchado, el prefecto Cesare se relajó en su asiento.
—Bien, me da la impresión de que el prefecto Angelo Ratti tendrá el honor de ser
el encargado del arresto, después de todo.
—¿Ya desespera usted de resolver el caso? —preguntó lord Darcy.
—Oh, no, de ningún modo. El caso ya está prácticamente resuelto, reverendo.
Pero yo no puedo realizar el arresto.
—Mucho me temo que no le comprendo, mi querido prefecto.
Un brillo sardónico saltó a las pupilas del prefecto italiano.
—Ah, entonces usted aún no ha visto la solución de nuestro problema, ¿verdad?

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¿No ha comprendido cómo fue que el comandante Peabody se convirtió en el difunto
comandante Peabody?
—Yo no soy el oficial investigador de este caso —puntualizó lord Darcy—. Usted
sí. ¿Qué es lo que ha ocurrido según su punto de vista?
—Bueno —dijo Cesare con seriedad—, ¿qué es lo que tenemos? Tenemos doce
oficiales navales que se dirigen al funeral de su amado antiguo capitán. Tenemos
también otro hombre, el número 13, el que traicionó a ese mismo capitán y le llevó a
la desgracia. Un Judas. Sabemos que están mintiendo cuando nos han dicho que sus
conversaciones con él, la noche anterior, sólo fueron casuales. Podrían haberle
hablado en cualquier momento durante el día; sin embargo, ninguno lo hizo.
Aguardaron hasta la noche y entonces, todos ellos, uno por uno, fueron a verle. ¿Por
qué? No dan razón alguna. Aseguran que sólo se debió a las ganas de intercambiar
algunas palabras, a charlas casuales. Pero… ¿a esa hora de la noche? ¿A pesar de que
todos ellos habían estado levantados desde muy temprano aquella mañana? ¡Una
charla casual! ¿Usted lo cree, padre?
Lord Darcy movió lentamente la cabeza.
—No. Los dos lo sabemos, prefecto. Cada uno de ellos estaba, está, mintiendo.
—Muy bien, entonces… ¿sobre qué mienten? ¿Qué es lo que tratan de encubrir?
El crimen, por supuesto.
—Pero… ¿el crimen de quién de ellos? —preguntó el maestro Sean.
—¿No lo comprende? —preguntó el prefecto con voz baja y tensa—. ¿No lo
comprende? ¡Fueron todos ellos!
—¿Qué? -Exclamó el maestro—. Pero…
—Aguarde un instante, maestro Sean —dijo lord Darcy—. Creo que comprendo
lo que el prefecto quiere decir. Le ruego que prosiga, prefecto Cesare.
—Sí, creo que usted sí lo comprende, padre —continuó Sarto—. Esos hombres
probablemente no lo consideren un asesinato. Para ellos fue una ejecución tras una
corte marcial sumarísima. Uno de ellos, no sabemos quién, fue hasta el
compartimiento de Peabody. Entonces, cuando se le presentó la oportunidad, le
golpeó. Peabody cayó inconsciente. Luego, uno a uno, todos los demás fueron al
compartimiento y le golpearon. Una docena de hombres, una docena de golpes. El
crimen se ha consumado y ninguno de ellos lo ha llevado a cabo individualmente.
Fue una ejecución realizada por un comité o, mejor todavía, por un jurado. Afirman
que ignoraban que Peabody viajara en el tren. Pero ¿es cierto? ¿Estaba Peabody en
este tren, en este vagón, por pura casualidad? Creo que eso es llevar la casualidad
hasta un límite inaceptable —concluyó el prefecto Cesare Sarto.
—Estoy de acuerdo. No fue una coincidencia la que puso a Peabody en este tren
junto a los demás. Fue algo minuciosamente premeditado —dijo lord Darcy,
reflexivamente.
—¡Ah! ¿Lo ve usted, maestro Sean? —dijo Sarto con una expresión ceñuda—. Es
obvio lo que ha ocurrido, pero no tenemos una sola prueba sólida. Ellos se ajustan

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muy bien a su historia. Necesitamos pruebas, y no tenemos ninguna.
—No creo que consiga hacer confesar a ninguno de ellos. ¿Y usted, maestro? —
preguntó lord Darcy.
—No, no tiene la menor oportunidad —ratificó el mago.
—Lo que necesitamos es una prueba física. Y el único sitio donde la hallaremos
es el compartimiento N.º 1 —dijo lord Darcy.
—Ya hemos registrado el compartimiento —dijo el prefecto.
—Pues volvamos a hacerlo.

XX
Lord Darcy registró cuidadosamente el cuerpo. Esta vez sus dedos hábiles y
poderosos palparon a conciencia, sintiendo lo que hacía. Comprobó las costuras de la
chaqueta, fisgando por todas partes con la punta de los dedos, buscando bultos o
trozos de papel. Nada. Quitó el ancho cinturón en busca de bolsillos secretos. Nada.
Revisó las suelas de las botas. Nada.
Finalmente le quitó las botas al cadáver y, con un murmullo de satisfacción,
extrajo un objeto de un delgado bolsillo interior de la bota derecha.
Se trataba de una placa de plata, delgada y ligeramente curva, que ostentaba el
grabado del águila de dos cabezas del Imperio. Asentada en ella había algo que
parecía ser una pieza de vidrio roma, agrisada y translúcida del tipo del cabujón. Pero
los tres hombres sabían que si la carne viva de Peabody hubiese tocado aquella gema,
hubiese brillado como un rubí de fuego.
—Un mensajero del rey —dijo el prefecto en voz muy baja.
Ningún otro hombre que no fuera Peabody hubiese podido hacer que aquella
gema brillara, se encendiera como un cristal incandescente. El encantamiento,
inventado por el Maestro de Magos sir Edward Elmer, allá por los años treinta, jamás
había sido resuelto, y nadie sabía qué mago en la actualidad tenía el secreto y hacía
las placas para el rey.
Aquella placa en particular jamás volvería a refulgir.
—Bien —concluyó lord Darcy—. Ahora sabemos lo que el comandante Peabody
ha estado haciendo desde que se retiró de la marina, y cómo se las arregló para
retirarse honorablemente a una edad tan temprana.
—Me pregunto si sus camaradas de la armada lo saben —dijo Sarto.
—Probablemente no —respondió lord Darcy—. Los mensajeros del rey no

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anuncian su cargo.
—No; sin embargo no veo que el hecho de haberle identificado nos haga
adelantar en nuestra investigación.
—Todavía no hemos registrado minuciosamente el resto del compartimiento.
Veinte minutos más tarde, el prefecto Cesare dijo:
—Nada. Absolutamente nada. Y hemos buscado en todas partes. De todos modos,
¿qué es lo que están buscando?
—No estoy seguro —admitió lord Darcy—, pero sé que existe. Aunque bien
podría haber terminado en los raíles junto con la llave del compartimiento. Ummmm.
Con sus ojos hábiles y de mirada penetrante, lord Darcy recorrió con todo detalle
la estancia. Luego se detuvo para observar más lentamente el área situada por encima
de la litera donde yacía el cadáver.
—Por supuesto… —murmuró con voz muy tenue—. La litera superior.
La litera superior había sido plegada y recogida dentro de la pared antes de ser
firmemente sujeta en su sitio, dejando libre el espacio, ampliando el compartimiento
y permitiendo una mayor comodidad para el equipaje.
—Busquen a Fred, él tiene la llave —dijo lord Darcy.
Fred realmente tenía una llave y había estado utilizándola. Todas las camas
estaban arregladas en los otros compartimientos: las inferiores convertidas en
asientos y las superiores plegadas y fuera de la vista.
Fred no podía comprender por qué los caballeros deseaban que les abriera aquella
litera, pero tampoco les preguntó la razón. Se irguió, insertó la llave en la cerradura y
sacó la litera hasta que la dispuso en forma horizontal mientras procuraba no mirar en
ningún momento el cadáver que yacía en la litera inferior.
—¡Ah! ¿Qué es lo que tenemos aquí? —Había placer en el tono de voz con que
había hablado lord Darcy mientras cogía el gran sobre de cuero del sitio en que había
estado, en la litera superior. Luego miró a Fred—. Esto es todo por el momento, Fred.
Volveremos a llamarle cuando haya que volver a plegarla y cerrarla con llave.
—Perfectamente, padre —dijo Fred y se retiró para continuar con sus deberes.
Cuando Fred se hubo marchado, lord Darcy abrió el sobre de cuero que llevaba el
emblema real estampado en oro justo debajo del cerrojo.
—¡Oh, oh! —dijo el maestro Sean—. Hay aquí más de lo que pensábamos.
¿Esperaba usted un envío diplomático, padre?
—No, en realidad no. Un sobre tal vez. Los mensajeros del rey normalmente
llevan mensajes, y éste probablemente no sería verbal. Pero esto es pesado. Debe de
pesar al menos dos o tres kilos. El cerrojo ha sido abierto y no lo han vuelto a cerrar
con llave. Ello indica que tal vez haya dos llaves tiradas entre los raíles.
A continuación, abrió el sobre, extrajo de él un pesado manuscrito y comenzó a
hojearlo.
—¿De qué se trata? —preguntó Cesare Sarto.
—Es un tratado. Está escrito en griego, anglofrancés y latín. Un tratado entre

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Roumeleia y el Imperio —explicó lord Darcy con voz vibrante.
El maestro Sean abrió la boca con la intención de decir algo… y volvió a cerrarla
sin cumplir su propósito.
Lord Darcy volvió a introducir el manuscrito dentro del sobre de cuero y colocó
el cerrojo.
—Esto no es algo que debamos ver nosotros, caballeros. Pero ahora contamos con
la evidencia que buscábamos. Puedo decirles exactamente cómo murió John Peabody
y probarlo. Podrá usted hacer su arresto muy pronto, prefecto.

XXI
Había diecisiete hombres reunidos en el vagón de observación del Expreso de
Nápoles mientras el convoy se dirigía hacia el sudeste, a lo largo de la costa del mar
Tirreno, en dirección a la amplia boca del Tíber.
Además de los doce oficiales navales, el prefecto Cesare Sarto, el maestro Sean y
lord Darcy, estaban también Fred, el dependiente diurno, y el inspector jefe Edmund
Norton, quien había sido invitado a participar en aquel momento de la investigación
porque, después de todo, aquél era su tren y, por tanto, su responsabilidad.
El prefecto Cesare Sarto permaneció de pie junto a la puerta cerrada que
comunicaba con la plataforma de observación, en el extremo posterior del vagón,
observando con atención a los dieciséis pares de ojos que tenía clavados en él. Como
un actor sobre el escenario y a punto de decir su monólogo, el prefecto conocía el
complot y también sus líneas de acción y el modo de bloquearlo.
El padre Armand estaba situado a su izquierda, sentado en un extremo del sofá.
Fred estaba detrás de la barra del bar. El inspector jefe estaba sentado en el extremo
del bar que comunicaba con el pasillo. El profesor Sean estaba de pie en la entrada
del pasillo. Los oficiales de la armada estaban sentados. La función iba a comenzar.
—Caballeros, hemos pasado muchas horas procurando descubrir y establecer los
hechos correspondientes a la muerte de su antiguo camarada, el comandante John
Peabody. Oh, sí, capitán sir Stanley, sé perfectamente quiénes son todos ustedes.
Usted y sus oficiales subordinados me han mentido deliberadamente y evitado decir
la verdad y, por tanto, postergado nuestra solución del crimen. Pero ahora lo sabemos
todo —comenzó el prefecto Cesare. Y luego continuó su explicación—: Primero:
sabemos que el difunto comandante era un oficial mensajero de Su Majestad
Imperial, Juan de Inglaterra. Segundo: sabemos que él fue el hombre que informó a la

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autoridad superior todo lo que sabía acerca del difunto capitán Nicholas Jourdan y de
su enamorada, ciertos hechos que sus propias investigaciones, como oficial de
seguridad del buque, habían revelado/Estos hechos desembocaron en el retiro forzoso
del capitán Jourdan y, posiblemente, en su muerte posterior.
Los ojos del prefecto indagaron en los rostros que le observaban en silencio.
Todos estaban aguardando y se detectaba una oculta corriente de hostilidad en sus
expresiones.
—En tercer lugar —continuó Sarto—, sabemos cómo fue asesinado John
Peabody, y sabemos también quién lo hizo. Su coartada resultó fútil, caballeros. ¿Les
explico qué fue lo que realmente ocurrió la noche pasada?
Todos aguardaban, mirándole fijamente.
—John Peabody —siguió Sarto— era un hombre con una enorme resistencia a los
efectos del alcohol y, aun así, la noche pasada sucumbió a él. Pero ello no se debió al
alcohol, sino a que alguien vertió una droga en su copa. Pero incluso en estas
circunstancias Peabody fue capaz de luchar más de lo esperado.
»Cuando Peabody estuvo inconsciente, un hombre se introdujo cuidadosamente
en su compartimiento. No tenía la intención de matarle; ni siquiera iba armado.
Deseaba robar unos documentos muy importantes que, como mensajero del rey,
Peabody llevaba consigo.
»Pero algo resultó mal. Peabody despertó de su estado de sopor producido por la
droga con la vitalidad suficiente como para comprender lo que estaba ocurriendo e
intentó coger su bastón estoque. Pero el intruso lo cogió primero.
»Peabody era un hombre muy fuerte y un hábil luchador; incluso estando ebrio,
como la mayoría de ustedes sabe. En la lucha que prosiguió, el intruso utilizó ese
bastón como un garrote, golpeando a Peabody una y otra vez. Drogado y golpeado,
aquel hombre fuerte y valiente continuó luchando.
»Ninguno de ellos gritó ni pidió socorro; Peabody, porque no estaba en su
naturaleza el reclamar ayuda; el intruso, porque no deseaba crear alarma.
»Finalmente, los golpes consiguieron demoler a la víctima. Peabody cayó con la
cabeza aplastada. Se estaba muriendo.
»El intruso prestó atención. No se había producido ninguna alarma. Todavía tenía
tiempo. Encontró el pesado maletín diplomático en el que se hallaban los documentos
importantes pero… ¿qué podía hacer con ellos? No podía perder el tiempo en leerlos
allí ya que Tonio, el dependiente nocturno, podría regresar muy pronto. Tampoco
podía llevárselos consigo porque el maletín era demasiado grande para ocultarlo en
su persona, y si Tonio le veía, lo recordaría cuando el cadáver fuese descubierto.
»El intruso decidió ocultarlo en la litera superior del compartimiento de Peabody,
pensando que podría recuperarlo más adelante. Entonces cogió la llave de Peabody,
cerró con ella la puerta del compartimiento, arrojó la llave fuera del tren y,
momentáneamente, dio por concluido su trabajo. Supuso que tendría tiempo
suficiente, ya que el cuerpo no habría de ser encontrado hasta hace escasamente una

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hora.
»Sin embargo, aunque estaba en las últimas, Peabody aún no había muerto. Las
heridas en la cabeza tienen propensión a sangrar con profusión y en este caso
realmente lo hicieron. La sangre cayó al suelo y se deslizó hasta el pasillo por debajo
de la puerta. Tonio encontró la mancha de sangre y el resto ya lo saben ustedes.
»No, caballeros, no fue un crimen motivado por la venganza, como supusimos
inicialmente. Fue cometido por un hombre que, en nuestra opinión, es un agente o un
hombre a sueldo de la Serka, el servicio secreto polaco.
Los hombres ya no miraban a Cesare Sarto. Ahora cada uno de ellos escudriñaba
a los demás.
Sarto volvió a mover la cabeza en un gesto de negación.
—No, se equivocan otra vez, caballeros. ¡Sólo un hombre tenía anoche la llave de
esa litera superior! -Exclamó, y dirigió sus ojos hacia el bar.
Luego, con voz helada, dijo:
—Inspector jefe Edmund Norton, está usted arrestado.
El inspector jefe ya se había incorporado y se volvió para huir en dirección al
pasillo. Si podía llegar a la puerta y encerrar a aquellos hombres dentro…
Pero el pequeño y fornido mago Sean O Lochlainn estaba bloqueándole el paso.
Norton era más alto y más pesado que el mago, pero sólo contaba con unos pocos
segundos de tiempo y no podía permitirse una pelea. De algún sitio extrajo un gran
cuchillo de un palmo de hoja y se lanzó hacia la salida.
El maestro Sean hizo un gesto único y complicado con su mano derecha y Norton
quedó paralizado, inmóvil durante un interminable segundo.
Luego, como un gran saco de arena rojo y azul, se desplomó en dirección a la
plataforma. Mientras se caía, el maestro Sean cogió el cuchillo de entre sus dedos
inmóviles.
—No deseaba que cayera sobre su propio cuchillo y se hiriera —explicó el mago,
casi disculpándose—. Se me echó encima cuando yo acababa de lanzar el
encantamiento.
Los marinos estaban de pie, enfrentándose al maestro Sean.
El comandante Hauser se mesó la barba festoneada y dijo con voz delgada, casi
temerosa:
—Yo no sabía que un mago podía hacer algo como lo que acabo de ver.
—No se puede hacer, a menos que el mago sea atacado —explicó el maestro Sean
—. Todo lo que hizo mi encantamiento fue devolver en su contra su propia energía
psíquica. Su sistema nervioso recibió una especie de shock cuando el flujo de su
energía fue revertido. Es algo similar a ciertos tipos de combate sin armas, cuando la
propia fuerza del oponente es utilizada contra él. Si él no ataca es poco lo que se
puede hacer.
El prefecto Cesare Sarto fue hasta donde se encontraba el inspector jefe, extrajo
un par de esposas y le sujetó las muñecas a la espalda.

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—Fred, será mejor que busque al inspector jefe suplente. Será él quien deba
hacerse cargo del tren desde ahora. Y dígale al capitán de la policía que está
aguardando en el otro extremo del pasillo que se reúna con nosotros. Quiero que se
haga cargo del prisionero. Capitán sir Stanley, comandante Hauser… ¿les importaría
que tomara prestado el compartimiento N.º 8 hasta que lleguemos a Roma? Muy
bien. Ayúdenme a llevarle hasta allí.
El inspector jefe suplente regresó en compañía de Fred y el prefecto le explicó la
situación. Parecía muy conmocionado por la noticia, pero se hizo cargo de los hechos
con toda competencia.
Detrás del bar, Fred todavía parecía estar bajo los efectos de un shock emocional.
—Venga aquí, Fred. Creo que necesita ocuparse de algo. Sirva un trago a quienes
lo deseen y bébase uno usted también propuso el prefecto.
—¿Cómo sabía usted que no había sido yo el que utilizó la llave en esa litera
superior anoche? —preguntó Fred con un hilo de voz.
—Por la misma razón que sabía que ninguno de los camareros de los otros
vagones lo hizo —respondió Cesare—. El vagón restaurante estaba cerrado con llave
y usted no tenía la llave. Tonio sí la tenía, pero no tenía la llave de la litera. Sólo el
inspector jefe tenía todas las llaves del tren. Ahora, prepare esas bebidas, por favor…
Fred se dispuso a servir dieciséis copas.
Boothroyd se alisó sus cabellos blancos y preguntó:
—¿Cuándo fue exactamente que el inspector jefe drogó a Peabody?
El maestro Sean se encargó de la respuesta:
—Anoche, en cuanto dejamos Marsella, cuando Norton envió a Tonio fuera del
bar. Le dijo que trajera algunas toallas del cuarto de útiles, pero esas toallas no serían
necesarias hasta esta mañana. Tonio habría tenido mucho tiempo para ir en su busca
después de que todos nos hubiésemos retirado. Pero Peabody estaba bebiendo una
copa y Norton quería tener la oportunidad de drogarle. He observado qué sencillo
resulta a un barman deslizar algo dentro de una copa sin llamar la atención.
El mago no miró a Zeisler.
Sir Stanley se aclaró la garganta.
—Usted dijo que todos nosotros estábamos mintiendo, prefecto, que nuestra
coartada era fútil. ¿Qué quería decir con ello?
Lord Darcy ya le había advertido a Sarto que debía tomar nota de todo cuanto
sucediera porque «sería improcedente que un hombre de la iglesia se viera envuelto
en tales situaciones». De modo que Cesare Sarto, muy sabiamente, no mencionó de
quién eran las deducciones que estaba exponiendo.
—Sabe usted perfectamente a qué me refería, capitán. Usted y sus hombres no
fueron al compartimiento de Peabody, de uno en uno, para mantener con él una
«charla amistosa». Cada uno de ustedes tenía algo muy concreto que decirle al
hombre que había complicado la vida del capitán Jourdan. ¿Quieren decirme qué fue
lo que le dijeron?

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—Sí, podríamos hacerlo. Muy bien. Nosotros estábamos prácticamente seguros
de que había estado evitándonos porque pensaba que le odiábamos. No lo odiábamos.
Y tampoco odiábamos su falta. Él cumplió con su deber cuando informó lo que sabía
acerca de la muchacha siciliana. Cualquiera de nosotros hubiese hecho lo mismo.
¿No es así, comandante?
—Condenadamente cierto, así es —dijo el comandante Hauser—. Yo mismo lo
hubiese hecho. Algunos de nosotros, los oficiales más antiguos, le dijimos al capitán
desde el principio que ella no era buena para él, pero no quiso escucharnos. Si tenía el
corazón destrozado se debió sobre todo a que ella le había convertido en un tonto.
El capitán sir Stanley prosiguió con la historia:
—De modo que a eso fuimos de uno en uno a su compartimiento, a decirle que no
le teníamos animadversión alguna. Incluso el teniente Jamieson se lo dijo, ¿no es así,
muchacho?
—Sí, señor. A mí no me gustaba, pero no por esa razón.
El prefecto asintió.
—Les creo, pero ahí es donde aparece la necesidad de la coartada. ¡Todos y cada
uno de ustedes temían que alguien de su grupo hubiese asesinado a Peabody!
Se produjo un tenso silencio. El silencio del asentimiento tácito a lo que había
dicho el prefecto.
—Yo les observé, les escuché —continuó Cesare Sarto—. Cada uno de ustedes
consideró a los otros once, uno a uno, y llegó en cada ocasión al veredicto de
«inocente». Sin embargo, la duda persistía. Y temían que yo pudiese encontrar un
motivo en lo que Peabody hizo tres años atrás, de modo que no me dijeron nada. He
de confesarles que debido a esa actitud de evasión, a esa mentira, sospeché de todos
ustedes en conjunto.
—¡Por el mismísimo San Jorge! Entonces… ¿qué fue lo que le indujo a sospechar
que era Norton el culpable? —preguntó el teniente Valentine Herrick.
—Cuando me informaron de que el inspector jefe llegó medio minutó después de
que hubiese sido llamado, justo después de que Tonio hallara la mancha de sangre.
Norton había estado despiertos desde las tres de la madrugada del día anterior, ¿qué
estaba haciendo todavía levantado, vestido con su uniforme casi veintiséis horas más
tarde? ¿Por qué no había delegado la responsabilidad en el inspector jefe suplente,
como es lo normal, y se había marchado a dormir mucho tiempo antes? En ese punto
comencé a sospechar.
El teniente Lyman Vandepole se pasó un dedo por la fina línea de su bigote, antes
de preguntar:
—Sin embargo, hasta que no halló el maletín no pudo estar seguro, ¿no es cierto?
—No, claro que no. Pero si uno de ustedes había ido al compartimiento con la
idea deliberada de asesinarle, lo más probable era que hubiese llevado su propia
arma. O, si pretendía emplear el bastón estoque, hubiese empleado la espada, ya que
todos ustedes sabían que se trataba de un bastón estoque. Norton, en cambio, no lo

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sabía.
El teniente primero Simon Lamar miró al «padre Armand»:
—Con la pelea que se desarrolló en el compartimiento contiguo al suyo, me
sorprende que usted no se haya despertado, padre.
—Estoy seguro de que me hubiese despertado —dijo lord Darcy—. Ésa es la
razón por la que podemos señalar exactamente cuándo ocurrió el crimen. Tonio
abandonó el vagón para ir en busca de los suministros aproximadamente a
medianoche. A esa hora, el maestro Seamus y yo estábamos en la plataforma exterior.
Yo estaba fumando y él me hacía compañía. Regresamos a nuestro compartimiento a
las 0:20. Norton no sabía que estábamos en la plataforma, naturalmente, pero el
crimen debió suceder durante esos veinte minutos; lo que significa que el asesinato
ocurrió antes de que arribáramos a la frontera italiana y que Norton deberá ser
extraditado a Provenza.
Fred comenzó a servir las bebidas que había estado preparando, pero antes de que
alguno probara la suya, sir Stanley dijo:
—Un momento, por favor, caballeros. Quiero proponer un brindis. Recuerden que
habremos de acudir a un segundo funeral después de que presentemos nuestros
respetos en Nápoles.
Cuando Fred hubo terminado de servir, permaneció respetuosamente de pie, con
su copa en la mano. Todos se pusieron de pie.
—Caballeros —dijo el capitán—, brindo por el comandante John Wycliffe
Peabody, que cumplió con su deber y murió honorablemente al servicio de su rey.
Todos bebieron en silencio.

XXII
Esa tarde, aproximadamente veinte minutos después de las 13:00, el Expreso de
Nápoles había dejado la ciudad de Roma doce millas atrás, iniciando la última etapa
de su viaje a Nápoles.
Lord Darcy y el maestro Sean estaban en su compartimiento, relajados tras
disfrutar de una excelente comida.
—Señor —dijo el mago—, ¿está usted seguro de que fue correcto devolver esas
copias del tratado a la Prefectura de Policía para enviarlas a la Inteligencia Naval del
Imperio?
—Fue correcto.

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—Bien, entonces, ¿cuál es la utilidad de que nosotros llevemos nuestras copias
hasta Atenas?
—Mi querido Sean, lo que Peabody llevaba era una falsificación. Tuve tiempo de
examinar su contenido. Una de las provisiones, por ejemplo, es que ha de
establecerse una base naval conjunta anglofrancesa y griega, a 29º 51' Norte y 12' 10'
Este.
—¿Y qué ocurre con ello, señor?
—Nada, excepto que esa posición se halla exactamente en el centro del desierto
del Sahara.
—Oh…
—La firma de Kyril era una falsificación. Estaba escrita con caracteres latinos y
los basileos leen y escriben sólo en griego. Los textos griego y latino no concordaban
entre sí ni con el texto anglofrancés. En un sitio del texto griego, la ciudad de
Constantinopla se menciona como capital de Inglaterra, mientras que París aparece
como la capital de Grecia. Y podría seguir, ya que todo era un cúmulo de tonterías.
—Pero… ¿por qué?
—Son sólo conjeturas, por supuesto, pero creo que él era un señuelo. Piense en
ello. Dieciséis hombres se disponen a acudir a un funeral y en el último instante
cuatro de ellos se encuentran con que les han cancelado los permisos. ¿Por qué?
Detecto el toque real de Su Majestad en esta operación. Creo que fue para asegurar
que Peabody subiría al tren con sus viejos oficiales. Podría dar la impresión de ser
una cobertura, como si también él fuese al funeral de Jourdan.
»Creo que en realidad lo que ocurrió fue lo siguiente: Su Majestad descubrió que
la Serka había recibido el soplo sobre nuestro tratado naval. Pero no sabían que
estaba siendo firmado por el príncipe Ricardo, como apoderado, en Rouen; de modo
que comenzaron a seguirle la pista en Londres. Su Majestad dispuso entonces que
este tratado falsificado y absolutamente sin sentido fuese llevado por Peabody como
un señuelo.
—¿Lo sabía Peabody? —preguntó el maestro Sean.
—Es muy poco probable. Si un hombre sabe que está actuando de señuelo, tiende
a actuar como un señuelo, lo que arruina la ilusión. No, no lo sabía. ¿Hubiese
luchado hasta morir para defender un documento falsificado? Claro que, siendo un
oficial honorable, una vez que el maletín fue cerrado no se hubiese atrevido a abrirlo,
de modo que no conocía su contenido.
—¡Pero, señor! Si se suponía que él era un señuelo, si se suponía que él debía
desviar la atención de los agentes de la Serka y llevarles de caza a algún sitio muy
alejado mientras usted y yo llevábamos el auténtico tratado a Atenas… ¿Por qué el
señuelo fue liquidado prácticamente en nuestro regazo?
—Creo —dijo lord Darcy con cautela—, que perdimos el contacto en algún sitio.
Deberían habernos provisto de otro medio de transporte. Pero algo debió de salir mal.
»No obstante, mi querido Sean, todo saldrá según lo planeado. Un crimen a bordo

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del Expreso de Nápoles seguramente conmoverá a los servicios de noticias, pero la
historia resultará tan confusa que la Serka no será capaz de descubrir lo sucedido
antes de que sea demasiado tarde.
—Incluso hubiese resultado todavía más confuso si Cesare hubiera continuado
con su teoría de la conspiración —dijo el mago—. Es un buen hombre en su trabajo,
pero no conoce a la gente.
—Su problema —intervino lord Darcy—, es que es un maestro en lo que atañe al
trabajo de oficina. Sobre el papel, puede detectar una conspiración a veinte millas de
distancia. Pero las frases escritas sobre un papel no revelan las inflexiones de la voz o
los rasgos del pensamiento como ocurre con la palabra hablada. Es sencillo bloquear
una conspiración si ello sólo implica trabajar con documentos y se cuenta con un
experto para trabajar con ellos. Pero usted, como mago, y yo, como investigador
criminal, sabemos que un grupo de seres humanos sencillamente no pueden mantener
una conspiración durante tanto tiempo.
—Sí, señor —asintió el pequeño y fornido mago irlandés—. Me alegro de que
usted me haya detenido. Estuve a punto de decirle a Cesare, en su propia cara, que su
teoría era una gran tontería, ya que ese maletín hubiese revelado su error antes de que
acabara con la investigación. ¿Puede usted imaginarse a Zeisler tratando de mantener
la boca cerrada en un asunto así? ¿O al joven Jamieson tratando de permanecer
entero, sin que su moral se quebrase?
Lord Darcy movió la cabeza.
—El grupo en su conjunto ni siquiera podría ocultar el hecho de que estaban
haciendo algo perfectamente inocente, como era asegurarle a un antiguo camarada
que ninguno de ellos pensaba mal de él. Incluso más ridículo que todo eso es la
noción de que un grupo de tales características decidiera coger un tren para cometer
su crimen durante el viaje, en un sitio en el que, a todos los fines y propósitos, se
verían atrapados durante horas. Esos hombres no son estúpidos; son oficiales navales
entrenados. Podrían haber matado a Peabody en París o aguardado a que llegara a
Nápoles, Aun así no habrían podido mantener oculta la conspiración, pero podrían
haber pensado que tenían una oportunidad mejor.
—Con todo, el prefecto Cesare Sarto es un buen investigador —dijo el maestro
Sean lealmente.
—Sí, coincido con usted —reconoció lord Darcy—. Tiene el don de hallar
respuestas incluso cuando uno no desea que lo haga.
—¿Qué quiere usted decir, señor?
—Mientras él y el prefecto Angelo estaban llevándose a Norton, me ofreció su
mano y me dio las gracias. Yo le dije lo que es corriente en esas situaciones
embarazosas. Le dije que esperaba volver a verle otra vez. Él movió la cabeza y dijo:
«Me temo que jamás volveré a ver nuevamente al padre Armand Brun. Pero tengo la
esperanza de encontrarme con lord Darcy alguna vez».
El maestro Sean asintió en silencio.

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El tren corría en dirección a Nápoles.

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Respuestas a
Un tubo a través de la Tierra

(Viene de aquí)

1. La velocidad del vehículo aumenta paulatinamente desde cero, al partir, hasta


llegar al máximo cuando se aproxima al centro de la Tierra, y disminuye
progresivamente hasta llegar otra vez a cero a medida que el vehículo se acerca
al otro extremo.
2. La aceleración del vehículo se máxima en el momento de partir (9,8 metros por
segundo). Disminuye a medida que se acerca al centro de la Tierra, donde es
cero. A partir de allí, aumenta negativamente hasta que el vehículo alcanza el
otro extremo.
3. Dentro del tubo, y en un vehículo estacionario, pesaríamos menos que en la
superficie terrestre debido a la atracción gravitatoria ejercida por la Tierra
encima de nosotros.
4. Durante todo el viaje estaríamos en caída libre, por lo que siempre estaríamos en
gravedad cero.
5. El vehículo alcanza una velocidad máxima en el centro de la Tierra, y ésta sería
de unos 28 300 kilómetros por hora, es decir, casi 8 kilómetros por segundo.
6. Un vehículo que se precipitara por un tubo similar que atravesase el centro de la
Luna, completaría el recorrido en unos 53 minutos; en Marte, lo haría
aproximadamente en 49 minutos.
7. When the Earth Screamed («Cuando la Tierra gritó»), una narración de Sir
Arthur Conan Doyle sobre el profesor George Edward Challenger, el
protagonista de El mundo perdido.

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Notas

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[1] Se refiere a un juego de palabras entre Brr (onomatopeya de frío) y Ice (en inglés

hielo). (Nota del traductor). <<

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