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Tanith Lee & Sharon Webb & Martin Gardner & Gene Wolfe &
Isaac Asimov & Randall Garrett
ePub r1.0
Titivillus 29.09.2017
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Título original: Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine
Tanith Lee & Sharon Webb & Martin Gardner & Gene Wolfe & Isaac Asimov & Randall Garrett, 1986
Traducción: Lucía Solavagione & Luis Vigil & Celia Filipetto & Magdalena Martínez & Pablo Di
Masso
Retoque de cubierta: Titivillus
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Al hablar de literatura se suele abusar de términos como «nuevo» u «original»,
olvidando a menudo que los creadores, en cualquier campo, parten necesariamente
de lo ya creado, e incluso los más innovadores son, fundamentalmente,
continuadores.
La ciencia ficción no podía ser una excepción, y su marcado carácter ruptural, su
especificidad como fenómeno cultural de nuestro tiempo, no debe hacernos olvidar
su sólida conexión tanto con la narrativa del pasado como con otras manifestaciones
contemporáneas. Por más que alguien imagine situaciones o escenarios «nuevos»,
sólo puede hacerlo a partir de lo que otros han imaginado, enraizándose de una u
otra manera en nuestra tradición cultural. Y esto, lejos de ser una servidumbre,
constituye la base misma sobre la que se asienta la ciencia ficción, la base sin la cual
no podría ser más que un castillo en el aire, un desvarío ininteligible e
intransmisible. Por eso algunos autores explicitan a veces con toda claridad los
antecedentes de sus extrapolaciones, o se inspiran abiertamente en un tema clásico
para ampliarlo o cuestionarlo desde un nuevo enfoque.
Los relatos de la presente selección ilustran de forma elocuente la fusión de lo
tradicional y lo nuevo en la ciencia ficción, a la vez que ejemplifican algunas de las
maneras en que un autor puede administrar su —nuestro— legado cultural.
Randall Garrett nos ofrece un sorprendente remake de un clásico de la novela
policiaca. Sharon Webb nos advierte desde el mismo título que su patética narración
se inspira en un inolvidable tema musical. Gene Wolfe nos remite directamente a la
mitología grecolatina, desde la inquietante perspectiva de la moderna ingeniería
genética. Y Asimov se retoma a si mismo en un nuevo episodio de sus ya clásicas
aventuras de los Viudos Negros.
Recordarnos en qué mundo estamos y de qué mundo venimos para abrir nuestra
imaginación a otros mundos, a otras posibilidades: tal vez sea ésta la principal razón
de ser de la que ha sido llamada con toda propiedad «la narrativa del cambio».
Carlo Frabetti
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El descongelamiento
Tanith Lee
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huesos y todo el resto en perfecto y prístino estado dentro de una caja de cristal
escarchado, ¿recuerdan? (Y si no, pongan una bandeja de agua en el congelador y
verán cómo les queda). Puede que ya no les parezca tan agradable, pero no me
sorprende. En 1993, setenta y una personas, entre las que se encontraba mi cuarta,
quinta o sexta bisabuela Carla, vieron en este método la única alternativa posible
frente a la muerte. En los doscientos años que se sucedieron, otras cuatro mil
personas siguieron su ejemplo. Congelaron sus malignidades, sus corazones
inconstantes y sus tejidos corroídos, y a medida que la luz se apagaba en aquellos
ojos nublados, seguro que soñaron con su resurrección en un futuro fabuloso.
Qué cosas tan extrañas tiene el futuro. Cada segundo que viene es el futuro.
Ahora es el presente. Y ahora ya es el pasado.
Todos aquellos cuatro mil noventa y uno que depositaron sus fisonomías en los
compartimientos de las cámaras frías del mundo esperaban un futuro. Y aquí estaba.
Aquí estábamos.
Y justo en el medio de ese futuro que yo ingenuamente llamaba «ahora», estaba
yo, Tacey Brice, una artista de tres al cuarto, pintora de platillos voladores baratos
para los espacíanos. En ese año de 2193 hubo un auge en la observación de los
platillos voladores. Quizás lo recuerden o no. Casi tan importante como el auge
histórico que se dio entre 1930 y 1990. Los psicólogos nos dijeron que era nuestra
inadecuación humana que buscaba por todas partes una figura paterna materna para
remplazar a Dios. Además, nos estábamos desesperando. Habíamos penetrado en
nuestro sistema solar hasta un punto peligroso, pero no nos habíamos encontrado con
nadie en el camino.
Eso es otra cosa rara. Cuando uno lee las especulaciones del siglo XX, se da
cuenta de cuántas esperanzas habían puesto en nosotros. Sería todo o nada. O bien el
mundo se convertiría en una maquinaria rara y milagrosa con domos de plástico y
acero balanceándose en la estratosfera, o bien todo se acabaría con una onda
radiactiva. No había pasado nada de todo eso. Habíamos tenido problemas, por
supuesto. En más de doscientos años pasan cosas. Había habido la Tragedia de Fisión
y la Inundación del Mundo en el 14. Hubo la limpieza de la enorme polución junto
con el racionamiento que eso implicó y una horrible pandemia. Todo eso nos retrasó,
es evidente. Pero no nos detuvo. Así llegamos al 2193 bastante ilesos, con una
tecnología maravillosa aunque no tan maravillosa como habían profetizado. Un lugar
con puertas que se abrían sólo cuando habían visto quién llamaba y con una colonia
en Marte, pero donde quedaba todavía por resolver el problema del desempleo y el
problema geriátrico. Allí arriba, en el espacio, había unas seiscientas máquinas
zumbadoras que no iban a ninguna parte, emitiendo información sobre la Tierra. Pero
todavía no habíamos descendido en Alpha Centauro. Y si la máquina para eliminar
las basuras se atascaba, se atascaba. Lo que quiero decir (superfluamente, porque
ustedes ya lo saben) es que su futuro, el de esos cuatro mil noventa y uno, su futuro,
que era nuestro presente, no era tan espectacular como ellos se lo habían imaginado o
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temido. A excepción de los fármacos derivados del Vena Salenic, que habían
conseguido que la mayoría de las enfermedades pasaran a ser obsoletas.
Y de repente, un día, a alguien se le ocurre la idea.
—Eh, chicos —sugirió ese alguien—, ¿os acordáis de todas esas cajas cerradas y
congeladas que tienen en los centros médicos? Sabéis, aquéllas con los carcinomas
sobre hielo y con los valudidums. Bueno, ¿no creéis que sería genial descongelarlas y
meterles un poco de salud dentro?
—De locura —dijeron los demás, y casi se mueren de gusto.
Después de eso organizaron la cosa a escala global. Y antes que nada, para no
arriesgarse a un bochorno público, optaron por descongelar una sola caja helada, en
una cierta intimidad. Quizás hubiesen puesto todos los nombres en un sombrero.
Como sea, escogieron el nombre de Carla Brice o Brr-Ice, si les gustan los juegos de
palabras[1].
Y como Carla Brr-Ice podía sentirse un poco demasiado fría volviendo a la vida
doscientos años después de que la hubieran crionizado, buscaron una descendiente
por línea sanguínea para que la cogiera de su fría mano de treinta y tres años. Y ésa
era Tacey Brr-Ice. Yo.
La habitación de abajo era rosa, de un rosa frío como un helado de fresa. Había
cuarenta doctores de todo tipo merodeando alrededor del bloque de cristal. Me
recordaron una manada de lobos junto a un cadáver que no podían decidirse a comer.
Pero bueno, a mí también me estaba por dar un ataque de nervios allí, en la galería
para los espectadores donde me habían sentado. La cuenta atrás había empezado
hacía dos días y me habían hecho entrar hoy al mediodía. Hacía una hora que habían
limpiado el cristal. Podía ver una especie de mancha que poco a poco dejó entrever
las formas de una mujer desnuda. Enseguida me di cuenta, aunque estuviera allí
rígida como una piedra y totalmente indefensa, de que ella pertenecía a ese tipo de
mujer que me aterrorizaba. Era grande y bien formada, con una melena de cabellos
pelirrojos. Era de aquellas que nadan al aire libre en todas las estaciones del año, que
esquían, que salvan rápidos en una canoa, que llegan a ser coordinadoras de una
colonia en la Luna. Del tipo de las que muerden. El valudidums la había detenido,
pero era lo único que hubiese podido hacerlo. Ni un niño, ni una bestia, ni un hombre
hubiesen podido con ella. Y por cierto, tampoco una mujer. ¡Dios mío! Y ésta era la
múltiple bisabuela a quien yo estaba por ofrecer una mano de apoyo.
Pasó otra hora y allí abajo, en la habitación color fresa, empezó a ronronear uno
de esos mecanismos con dial y clicks. Los lobos se arremolinaron para matar. Una
leona muerta, ésa era Carla. Luego la caja empezó a sacudirse y se escuchó un grito.
Yo no podía ver nada porque todos los médicos estaban garabateando notas.
—¿Qué pasa?
El joven médico destacado para sentarse conmigo en la galería de espectadores
suspiró.
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—Creo que ha abierto los ojos.
El joven médico era negro como el espacio y hermoso como las estrellas allí
suspendidas. Pero ni siquiera me miraba. Se notaba que estaba enamorado de Carla,
la leona. Yo era, simplemente, una pesada que él tenía que aguantar durante dos o tres
horas mientras contemplaba a la diosa que yacía abajo.
Pero ahora los médicos se retiraban. Me acordé de la historia de la Bella
Durmiente y de Blancanieves. Sus ojos estaban muy abiertos. Cobre marrón para
armonizar con la melena. No parecía estar aturdida. Parecía más bien desdeñosa. Tal
como yo la había imaginado. Luego la tapa de la caja de cristal empezó a correrse.
—Jesús —exclamé.
—Qué raro que digas eso —dijo el médico negro. Seguía con sus ojos
maravillosos fijos en Carla, pero se puso profundo y enigmático—. Qué raro que
todavía sigamos usando estas exclamaciones religiosas y pasadas de moda como
Dios, Cielos, Jesús, tanto tiempo después que las despojáramos de su contenido. El
éxito de este experimento de suspensión y restauración de la vida también tiene que
ver con el mismo tema —murmuró; sus larguísimas pestañas rozaban el cristal—.
¿Has leído algo sobre la controversia que despertó este proceso? En una época se
consideró incompatible con la fe religiosa.
—¿Ah, sí?
Seguí mirándolo. Mil veces mejor que mirar a Carla, con sus ojos abiertos y aquel
médico inclinado sobre ella con una hipodérmica.
—La idea del alma —dijo él—, la parte inmortal que sobrevive a la muerte. Pero
¿qué sucede con un alma atrapada durante años, siglos, en un cuerpo vivo pero
estático y congelado? En un limbo físico, en una muerta viviente. ¿Ves el problema
que se le plantearía a alguien religioso?
—Yo…
—Pero por supuesto, hoy… —extendió las manos— ya no existen este tipo de
barreras para el pensamiento lúcido. Ahora sabemos que la fuerza vital reside en el
cerebro y, a partir de ahí, en los nervios motores, en la médula espinal y en los
centros reflejos. El alma no existe.
Luego se calló y casi se desmaya. Me di cuenta de que Carla lo estaba mirando.
Miré y la vi sentada, un poco recostada en el brazo de un médico. El médico le
estaba contando dónde estaba, qué año era y cómo —para esa misma tarde— el
valudidums no sería más que un mal recuerdo, y que luego podría salir a ese nuevo
mundo maravilloso con su encantadora descendiente, que podía ver allí arriba en la
galería.
Tuvo el detalle de dirigirme una mirada. Duró algo así como 0,09 de un
miniinstante. Traté de despegar los labios y regalarle una calurosa sonrisa de
bienvenida, pero antes de que pudiese conseguirlo, ella había vuelto a mirar al
médico negro.
En ese momento alguien vino y me sacó para celebrarlo con alcohol, y dos horas
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más tarde, cuando ya lo había celebrado un poco demasiado, me hicieron subir por un
lujoso corredor para que me encontrara con Carla en vivo y en directo.
Esta vez estaba vestida. Había tomado una ducha y le habían hecho una serie de
pruebas post-descongelamiento, le habían puesto unas inyecciones y le habían dado
el anti-valudidum. El cabello parecía tenerlo en llamas, como un fuego en el bosque.
Llevaba esa bata brillante que te ponen en los centros médicos, pero en ella parecía
un diseño exclusivo. Hasta tenía la piel bronceada, o quizás eran mis ojos aturdidos
que me la hacían ver toda bronceada y resplandeciente. No era posible que alguien
tuviera tan buen aspecto, que pareciera tan saludable, después de doscientos años
congelada, y si lo era, no tendría que ser así. La habitación estaba repleta de flores,
frascos de perfume y pinturas exóticas, cortesía del Instituto. Y luego me empujaron
hacia ella.
Sin asombrarse me miró con una mezcla de aburrimiento y diversión. Como si
hubiese llegado a las heces de la copa.
—Aquí está Tacey —dijo alguien.
Carla habló con voz de terciopelo marrón.
—Hola… Tacey. —Era evidente que mi nombre tenía algo raro. No importaba,
por el momento parecía pasarlo por alto—. Creo que somos parientes.
Estaba borracha, pero eso no parecía ayudarme mucho.
—Soy tu bis… sí, somos parientes, pero… —dije. El «pero» pretendía ser el
prólogo a un adulador discurso sobre su belleza y juventud. No valía la pena, ni
siquiera hacerle notar lo asustada que estaba. Seguro que ya se había dado cuenta,
además, porque bajo su mirada de alto voltaje sentía que me estaba encogiendo como
una sombra. De todos modos, antes de que yo pudiese terminar con mi retahila de
hipos sincopados, el médico dijo:
—Tacey es su nexo, señora Brice, con este mundo tal como es ahora.
Carla se limitó a levantar una ceja depilada, exquisitamente congelada durante
dos siglos: si Tacey era el nexo, ese mundo ya podía irse de paseo.
—Mi piso —continué con la misma gracia— es pequeño pero…
¿Qué iba a decir ahora? Que estaba dispuesta a gastarme toda la beca del Instituto
en faldas y perfumes y esquíes y rifles automáticos o lo que Carla quisiera. Que yo
podía largarme y dejarle el piso para ella sola. (No le gustarían los murales espaciales
en las paredes).
—Es un pu… un puente —me salió—. Hasta que te aclimitis… mates.
Me miraba como si estuviese loca, o más bien, como si supiera que ésa era mi
estupidez habitual. Al final entendí el mensaje en sus ojos de cobre: no te preocupes.
Eso era todo: no te preocupes. Eres una pena, me informaron los ojos cobrizos de
Carla, como si yo ya no lo supiera. No te disculpes. No puedes cambiar nada. No
espero nada de ti. Me quedaré mientras me tenga que quedar cerca de tu presencia
inútil, y tú podrás volar a mi alrededor y quemarte las alas, a mí me da lo mismo.
Cuando me vaya bien, me iré volando sobre tu cielo como si fuese un meteorito. No
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me puedes ofrecer ayuda, ni eres interesante, ni puedes darme nada que no pueda
conseguir por mí misma.
—Qué amable eres, Tacey —dijo Carla—. Acércate, querida, y déjame besarte.
No sé por qué me la imaginaba todavía fría apenas salida de la caja helada pero
tenía ya el calor de la sangre. Avergonzada, dejé que me rozara con sus labios
meteóricos. Igual me quemaría.
—Esto merece un brindis —dijo el médico—. Pero me temo que la señora Brice
podrá beber sólo zumo de rosas por el momento.
Carla le sonrió y yo tuve la visión de un rosal destripado por sus dientes, espinas
y todo. Los leones beben sangre, no rosas.
Volví a casa paralizada y empecé a dar vueltas tratando de cambiar cosas de lugar.
En la mitad de un intento de volver a pintar una pared, me dejé caer sobre una
almohada y me quedé dormida. Al día siguiente estaba rabiosa, con esa rabia que sólo
se siente contra todo lo que nos deja impotentes. ¡Maldición! Que venga y que vea
todas esas naves espaciales, las naves centrales y los monstruos de ojos saltones que
se enroscan por toda la pared. Y no saques la cocina automática de la alcoba para
limpiar los tubos de aprovisionamiento que están detrás y que no ves desde hace tres
años. Ni quites la planta del distribuidor automático de agua fresca. Ni compres
nuevos adornos, cortinas, alfombras o sábanas. Y pon las mejores pinturas sobre la
mesa donde no podrá evitar verlas.
La visité una vez más durante el mes que estuvo en el Instituto. No tuve el coraje
de presentarme sin nada, aunque sabía que cualquier cosa que le ofreciera no sería
nunca la correcta. Por cierto, tuve el impulso de reventar mi primer cheque de la beca
y mi W-I y comprarle un estilete pequeño y antiguo, de acero de Toledo. Estaba claro
que sería para cometer un asesinato, y cuando se lo entregara, le haría una reverencia
y le diría: «Para ti, Carla. Estoy segura de que ya encontrarás en quien usarlo». Pero
por supuesto, me faltó el coraje. Le compré un frasco de un perfume caro que no
necesitaba y fui recompensada con la visión de Carla poniéndolo sobre un estante con
otros tres frascos empaquetados, cada uno dos veces más grande que el mío. Llevaba
una bata de seda color ámbar que casi me obligó a ponerme las gafas de sol. No nos
dijimos mucho. Salí de su habitación a trompicones, con quemaduras de sol y
pelándome. Y esa noche pinté otra nave espacial en la pared.
El día que salió del Instituto me mandaron un móvil. Se suponía que tenía que
recogerla y llevarla hasta el piso para que ella se sintiera en casa. Yo estaba
descompuesta.
Antes de encontrarme con ella, el médico encargado me metió en su oficina.
—Hemos tenido suerte —dijo—. La señora Brice es una mujer muy
independiente. Su readaptación ha sido, por cierto, notable. No se han producido
ninguno de los traumas ni de los rechazos que nosotros temimos. Me pregunto si los
demás pacientes que tienen que ser revividos del estado de criogenización
demostrarán el mismo grado de adaptación.
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—Entonces, ¿es cierto que los revivirán a todos? —pregunté con poca
convicción. Estaba contenta de estar allí, posponiendo mi cuarto congreso con aquella
mujer aterradora.
—Dentro de un mes. Todo depende de los resultados finales de los análisis post-
resucitación de la señora Brice. Pero, como ya dije, no creo que haya ningún
problema en este aspecto.
—Y, ¿cuánto tiempo… —Tragué saliva—, cuánto tiempo cree que Carla querrá
quedarse conmigo?
—Bueno, parece que ella se siente bastante ligada a ti, Tacey. Es todo un
cumplido, sabes, cuando Se trata de una mujer como ésa. Un espíritu orgulloso y
voluble. Pero necesita un ancla por el momento. Todos necesitamos anclas. Quizás,
su compañía te beneficie. ¿No crees?
No le contesté y él dedujo que era porque me sentía abrumada. Empezó a
describirme ese glorioso acontecimiento —para el que ya se había establecido una
fecha—, cuando todos los criogenizados serían revividos de forma tan simultánea
como la situación lo permitiera. El proceso saldría al aire por los cinco canales de los
Espaciales y todos lo podríamos ver. Una vez más, el triunfo de la tecnología nos
traería un minuto o dos de catarsis trascendental. Me acordé del hermoso médico
negro y de sus palabras sobre la religión. Y así era como la remplazábamos (cuando
no estábamos admirando platillos volantes), derramando lágrimas sentimentales por
esos cuatro mil noventa idiotas que salían dando tumbos del congelador.
—Un último aviso —dijo el médico encargado—. Quizás te hayas dado cuenta (o
tal vez no, no sé) de que hay lapsos ocasionales en el comportamiento de la señora
Brice.
Vaya noticia más sorprendente. Carla cometía lapsos.
—¿De qué tipo? —le pregunté, gozando malignamente por algo que creía
imposible.
—Trivialidades. Un estado de ánimo, una aberración, como si fuese una pequeña
desorientación. Esto es de esperar en una mujer que vuelve a la vida después de
doscientos años y en un mundo que ya no le es familiar. Tal como te he dicho, creí
que iba a ser mucho peor. Esos errores de comportamiento son inevitables. No tienes
por qué asustarte por eso. En esos momentos, la influencia más positiva sobre la
señora Brice será un ambiente normal fuera del Instituto. Y tu presencia.
Casi me eché a reír.
Lo hubiese hecho si en ese momento no se hubiese abierto la puerta y hubiese
aparecido Carla envuelta en un abrigo imitación de lince rojo.
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era idiota y yo me comportaba como tal. Aunque debo confesar que de vez en cuando
sacaba una de sus garras de seda y me daba algunos golpecitos juguetones. Como
cuando me preguntó que quién me peinaba. ¿Quién me peinaba? Pero me limité a
contarle sobre las peluquerías automáticas y se calló. Más tarde me preguntó cosas
menos abstractas. Si había todavía bibliotecas, fue una. Otra fue si yo dormía bien.
Todo esto lo estaba viviendo como en una especie de estupor. Me engañaba a mí
misma cuando decía que esto se iba a acabar pronto. Después el móvil se metió en el
ascensor automático de mi bloque de pisos, las puertas se abrieron y salimos. Cuando
mi puerta me reconoció y se abrió de par en par, tomé plena conciencia de que Carla
y yo íbamos a estar muy cerca durante un tiempo. Un mes como mínimo, mientras el
Instituto computara los análisis finales. Quizás más, si Carla tenía mi misma vena
haragana en alguna parte de su estructura de bronce y acero.
Caminó por el piso y se detuvo, llameante, entre los platillos voladores y los
muebles manchados de vino. La piel de imitación parecía cazada por ella. Era una
cabeza más alta de lo que yo jamás llegaría a ser. Y a continuación me sorprendió con
algo que nunca me hubiese imaginado.
—Estoy cansada, Tacey —dijo Carla.
Nada de bromas, ni de vitriolo, ni de miradas desde el Olimpo. Se deslizó hacia la
habitación. Yo ya había pensado que la cama sería suya y que el sofá sería para mí.
Se detuvo delante del panel digital que yo ya había reajustado para que respondiera a
su dedo.
—¿Me disculpas? —dijo en voz alta.
Su voz parecía salir de un sopor. Yo bostecé.
—Por supuesto, Carla.
Permaneció detrás de los paneles cerrados durante horas. El día se puso rojo sobre
la ciudad, los colores como siempre realzados por el control de tiempo que funciona a
unos trescientos kilómetros más arriba. Di vueltas de un lado a otro, incapaz de
comer o descansar o leer o hacer garabatos. Estaba descubriendo la sensación que
producía haber tenido un piso y, de pronto, perderlo. Carla dominaba incluso desde el
otro lado de la puerta.
A eso de las 19, llamé. No hubo respuesta.
Intimidada, opté por retirarme. No pondría música, ni siquiera con los cascos, ni
siquiera muy bajito. Podría despertar a la abuelita. Mira, si la puedes despertar de un
sueño de doscientos años en el congelador, bien la puedes despertar de ocho horas de
siesta.
A las veinticuatro horas, todavía no había salido del dormitorio.
Cobarde. Golpeé otra vez y dije en voz muy baja:
—Buenas noches, Carla. Hasta mañana.
En el sofá tuve pesadillas; con Carla, para ser más explícita. Algunas eran muy
realistas, como aquélla donde los bonos del estado que Carla tenía no servían de nada
y ella era muy pobre y se quedaría conmigo toda la vida. O aquellas que parecían de
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comic, donde un lince de falsa piel roja se metía debajo de mis mantas y me mordía.
O las surrealistas en donde Carla venía flotando hacia mí cubierta sólo por su
maravilloso cabello y todo lo que tocaba ardía y yo le decía: «Por favor, Carla, no me
quemes la alfombra. Por favor, Carla, no me quemes el sofá». Por último, estaban las
que eran un simple sueño y donde Carla se inclinaba sobre mí silbando como una
anaconda (si es que las anacondas silban). Quería, aparentemente, que yo siguiera
durmiendo y por alguna razón yo no quería. Me sentía como en un estado de coma.
Lo extraño de este sueño era que los ojos le habían cambiado de un color cobre a un
amarillo topacio brillante, como los de un lince…
Creo que me desperté a las cuatro de la mañana. Quizás fue el ruido de la
lavadora lo que me despertó. O quizás fuese el de la máquina de la basura. O el del
secador. O el de cualquiera de los aparatos que existen en todos los pisos modernos.
Porque todos estaban enchufados. Parecía una casa de locos. El ruido era también de
locos. Todas las luces estaban encendidas. Y en el medio del caos: Carla. Estaba casi
desnuda, como yo la había visto la primera vez pero tenía ese tipo de desnudez que
parece llevar ropa, bien cortada, firme y sin fallos. Del tipo que te hace desear estar
metida en una piedra. Había en ella algo de hechicera en medio de sus pócimas, las
máquinas parecían en erupción a la potente luz de los focos. Se me ocurrió algo
tonto: Carla se está volviendo loca. Entonces ella se giró y me vio. Tuve la sensación
de que me habían sellado la boca pero conseguí articular:
—¿Estás bien, Carla?
—Sí, querida. Vuelve a tu cama ahora.
Eso es lo último que recuerdo hasta el día siguiente a las 10 de la mañana.
Al principio me dije que quizás Carla y los aparatos habían sido otro de mis
sueños. Pero cuando me fijé en el medidor de energía me di cuenta de que no. Estaba
dándole vueltas a la cocina automática cuando Carla salió del dormitorio con su bata
ámbar.
No dijo nada. Se sentó a la mesa y me permitió ser su esclava. Me dispuse a
prepararle el enorme desayuno que había sugerido. Después le preparé el baño.
Cuando el medidor de agua se cerró en la mitad del proceso, Carla me sugirió que le
agregara unas fichas más para que la bañera estuviera llena hasta arriba.
Mientras se bañaba me senté a la mesa y tuve otro ataque de nervios.
Por supuesto, era normal que Carla fuese curiosa. En 1993 no se habían inventado
todavía los aparatos que nosotros teníamos, o al menos, no se habían desarrollado
hasta el nivel actual. ¿Por qué no levantarse por las noches y encenderlo todo? ¿Por
qué tenía que parecerme siniestro? Quizás lo que me preocupaba era el no haberme
despertado con tanto ruido. Vale. Carla era una hipnotizadora.
Pensándolo mejor, ¿no tendría que pedir un rastreador de historia sobre Carla para
poder saber lo que ella era?
Pero, para ser sincera, lo que más me molestaba era el descenso en el medidor de
energía, el medidor de agua que se había llevado en una mañana un tercio de mis
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fichas de agua para la semana. Y Carla, que con todo desparpajo me dejaba a mí
pagar el lujo de sus cuentas.
¿Qué podía decirle? Nada. Sabía que me dejaría sin palabras antes de que yo
pudiese ni siquiera empezar.
Cuando salió del baño le pregunté si quería ir a dar una vuelta. Dijo que no, pero
que yo podría ir a la biblioteca, si no me molestaba, y recoger los libros y las cintas
grabadas que ella ya había solicitado. Miré el medidor del teléfono. También lo había
usado.
—Pienso jugar al ermitaño por un tiempo, Tacey —murmuró Carla detrás de mí,
mientras yo me separaba del medidor—. No quiero verme envuelta en una de esas
historias publicitarias. Me imagino que la noticia de mi resucitación aparecerá hoy.
Las cintas de los periódicos sensacionalistas la estarán explotando. Pero según tengo
entendido, por las leyes de publicación de noticias que se promulgaron en los años
80, a menos que yo me acerque a los periodistas, por mi propio pie, ellos no pueden
acercarse a mí.
—Sí, es cierto. —Miré implorante al vacío—. Me imagino que no te negarás a
ello, ¿verdad, Carla? Es un montón de dinero. No tienes por qué ser tú la que se
ponga en contacto con los periodistas. Si quieres, yo lo puedo hacer por… ti.
Hizo un ruido parecido al de una leona con la garganta llena de gacela. Sentí que
los pelos del cuello se me ponían de punta cuando vi que se me acercaba. Cuando su
mano elegante, cálida y enorme se apoyó sobre mi cabeza, sentí escalofríos.
—No, Tacey. No me interesa la idea. No necesito dinero. Me han dicho que mis
inversiones están floreciendo.
—Pensaba en m… Pensaba en mí, Carla. Po… podrían venirme bien para pagar
las cuentas.
La mano se movió sobre mi cabeza y me palmoteo apenas. Agradecí no haberle
regalado el cuchillo de Toledo después de todo.
—No, no creo. Creo que te sentará mejor seguir siendo como eres. Ahora ve
corriendo a la biblioteca, querida.
Fui porque, por encima de todo, estaba contenta de alejarme de su lado. Articular
esa débil queja había vaciado completamente mi reducida reserva de coraje.
Temblaba cuando llegué al ascensor. Se me ocurrió la locura de irme de la ciudad y
abandonar mi piso con Carla dentro y desaparecer. Había algo más que una mera
sensación de malestar. Él cazador y la presa. Y cuando me arrastré fuera todavía
sentía su aliento de fiera en los talones.
Recogí los veinte libros y las cincuenta cintas y pagué el préstamo. Los llevé al
piso y los puse delante de mi abuelita color ámbar. Estaba demasiado asustada como
para esconderme. Y mucho más como para desobedecerla.
Me senté en el patio de sol, aunque era el día de control del tiempo para la lluvia.
A través de los cristales oía las cintas que estaban educando a Carla sobre todos los
aspectos de la vida contemporánea; sociología, política, economía, geografía y sexo.
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Cuando me llamó, le preparé el almuerzo. Luego el aperitivo y luego la cena.
Después de eso estaba demasiado nerviosa como para poder dormirme. Me
desmayé en el cuarto de baño sentada en el cubículo de la ducha. Tuve pesadillas con
Carla. Carla que comía ensalada. No me desperté hasta las 10 de la mañana.
Comprobé que faltaban fichas en todos los medidores.
Cuando pisé el vidrio desintegrado creí que era azúcar. Después noté que el
distribuidor de agua fresca estaba en noventa y cinco bits. Allí donde antes estaba la
planta había sólo un poco de tierra y un reguero de raíces.
Miré a mi alrededor y vi que por todas partes había hojas rotas y terrones de
tierra. Había una hoja al lado de la habitación de Carla. Golpeé la puerta y mi corazón
también empezó a dar golpes como para hacerle compañía a mi mano.
Pero Carla no quería desayunar, no tenía hambre.
Sabía por qué. Se había comido mi planta.
Que no quepa duda de que lo primero que pensé fue en llamar al Instituto. Pero,
por alguna razón, no lo hice. Primero, no quería llamar desde el piso porque no quería
que Carla me oyera. Segundo, no quería salir y dejarla sola porque temía que hiciera
algo peor. Pero, por otra parte, me sentía aterrorizada en su proximidad. Un lapso, un
error, había dicho el médico encargado. ¿Habría hecho algo igual en el Instituto?
Presentía que no. Lo había reservado para mí. Pura malicia juguetona.
Estuve temblando durante una hora hasta que, presa del pánico, apreté el botón de
las llamadas y dije los números. No oí que la puerta se abriera. Parecía como si ella
hubiese sabido exactamente cuándo… atacar; sí, ésa era la palabra que buscaba.
Sentí su presencia. Ni siquiera me tocó. Solté el botón de llamadas.
—¿A quién llamabas? —preguntó Carla.
—A un chico con el que solía salir —dije, pero me salió ronco, tembloroso y
entrecortado.
—Bueno, sigue. No te cortes.
Su voz lejana, aburrida, divertida e indiferente a todo lo que yo pudiese hacer me
paralizó como una garra de acero. Y noté que tenía que darme la vuelta y enfrentarme
con ella. Tenía que mirarla a los ojos.
El desprecio que se leía en ellos casi me aniquiló. Quise hacerme un ovillo y
rodar debajo de la alfombra pero no podía dejar de mirarla.
—Pues si no puedes llamar a nadie, prepara mi baño, querida —dijo Carla.
Le preparé el baño.
Era así de fácil. Por supuesto.
Tenía magnetismo. Era irresistible.
No podía…
No podía.
En parte, porque todo parecía increíble. No me podía imaginar acusando a Carla,
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delante de los médicos del Instituto, de haberse comido la planta de la casa. ¿Quién
me hubiese creído? Era una locura. Quiero decir, una locura hasta para ellos. Y, en
ese momento, abandoné la idea porque a mí también me parecía lo mismo.
No obstante, en algún lugar de mi mente se repetían aquellas frases del médico
encargado: lapsos ocasionales de comportamiento… un estado de ánimo, una
aberración… Y como contraposición a esa frase, no pude dejar de recordar aquella
otra dei hermoso médico negro, aquella que había dejado caer enigmáticamente como
si fuese una broma cultural: ¿Qué sucede con un alma atrapada durante años, siglos,
en un cuerpo vivo pero estático y congelado?
Mientras tanto, con su presencia, con la simple fuerza de su persona me había
impedido llamar. Y esa misma fuerza era la que no me dejaba hablar de ella con nadie
en la calle, me hacía ir con la boca cerrada a la verdulería, me arrastraba a prepararle
comidas. Era como si también pudiese hacerme quedar dormida y despertarme
cuando ella quisiera.
¿No es cierto que el tiempo vuela cuando uno se lo está pasando bien?
Veinte días, todos más o menos parecidos, se sucedieron. Carla no hizo nada
especialmente raro, al menos nada que yo pudiese ver o detectar. Pero también es
cierto que yo ya no me despertaba por las noches. Y tenía la teoría insensata de que
me amañaba los medidores, porque no estaban bajos pero funcionaban como si lo
estuviesen. Ya no me quedaban plantas. También me faltaba ropa interior de papel
que yo tenía guardada, aunque después resultó que estaba debajo de la cama de Carla,
donde yo la había metido cuando la cama era todavía mía. Veinte días, veinticinco. El
mes de los análisis post-resucitación de Carla estaba por concluir. Una mañana, iba
yo dando tropezones por el piso, como una autómata, limpiando, porque la máquina
de quitar el polvo se había atascado y Carla se había pasado cinco minutos en actitud
de mudo reproche sobre el polvo… Iba dando vueltas en ese estado mezcla de terror,
estupidez y servilismo masoquista que ella me había enseñado, cuando sonó la señal
de la puerta.
Abrí la puerta; allí estaba el médico negro con un maletín pequeño de cintas de
archivo. Me sentí transparente y así fue como me trató. Miró a través de mí hacia la
habitación vacía donde esperaba haber encontrado a mi abuelita.
—Mucho me temo que tu contestador no funciona —dijo. (¿Por qué tenía el
presentimiento de que Carla le había hecho algo al contestador?)—. Quisiera ver a la
señora Brice, si es que puede dedicarme unos minutos. Hay algo que me gustaría
discutir con ella.
En ese momento, haciendo una entrada espectacular, Carla apareció en la puerta
del cuarto de baño. El médico la había visto desnuda en la caja helada, pero no con
una desnudez que se perfilaba vaga y generosa debajo de una toalla húmeda. El
efecto fue previsible. La miró transfigurado y Carla le regaló la mejor de sus sonrisas.
—Siéntese —le dijo—. ¿De qué quiere hablarme? Tacey, querida, ¿por qué no
haces un poco de café?
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La querida Tacey se fue a hacer un café. Sobre el ruido de la máquina oí lo que le
decía.
—Es que el doctor No-sé-qué estaba un poco preocupado por una posible
amnesia. Ninguna de las áreas de la memoria parecía estar físicamente afectada, pero
verá, en algunas partes de la grabación…
—Deme un ejemplo, por favor —dijo Carla.
El médico bajó las pestañas como si quisiera borrar las cintas.
—Algunas confusiones sobre lugares, nombres. Por ejemplo, su segundo marido,
Francis, usted lo llama Frederick. Y luego, quizás lo más extraño: el doctor No-sé-
cuánto habló con usted sobre el desastre de los satélites del 91 y usted parece no
haberlo recordado…
—¿Se refiere al funcionamiento defectuoso del Ixion 11, que se rompió y se
estrelló en el oeste, y que costó trescientas vidas? —preguntó Carla. Parecía un libro
de texto hablado.
Se inclinó hacia adelante y desde la máquina de café vi cómo él temblaba de los
pies a la cabeza.
—El doctor No-sé-qué y el doctor Tampoco-entendí-qué —dijo Carla— tendrán
que ser un poco más comprensivos con mi estado de ánimo al volver a la vida. Pero
bueno, no puedo permitir ahora que usted se vaya sin más después de haber venido
hasta aquí. ¿Qué le parece si viene a cenar la noche antes del gran día? Tacey ve a
muy poca gente de su edad. Y en cuanto a mí, digamos que usted haría muy feliz a
una anciana de doscientos años.
El aire entre los dos estaba tan electrificado que se podían ver las chispas. Lo que
ella quería decir con «el gran día» era, evidentemente, el día en que los cinco canales
espaciales transmitirían la liberación de sus cuatro mil noventa compañeros de
refrigerador. Pero parecía que él ya no se preocupaba demasiado por esos
descongelamientos.
El café hirvió en la máquina. Me di cuenta de que me había puesto a llorar. Nadie
lo notó.
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arrastraba por el suelo. Así que aquello sólo podía ser crueldad. Parecía estar
haciendo un experimento, como había hecho con los aparatos de la casa. La disección
psicológica de un habitante inferior del futuro.
Lo que tenía que hacer, entonces, era ir a una de las peluquerías automáticas y
comprarme un vestido con el segundo adelanto que me habían dado. Carla, que por
supuesto no venía conmigo, se las arregló para instigar y supervisar todas estas
aventuras. Cuando llegó el momento de elegir el vestido, allí estaba ella a mi lado.
Ése, me indicó con su aura indiferente y omnipresente. Era caro, morado y con oro. A
cualquier otra persona le hubiese quedado genial. Pero a mí, no. Con el vestido se fue
la poca energía que me quedaba.
Llegó la gran noche (antes del gran día para el que ya había empezado, de hecho,
la cuenta atrás) y ahí estaba yo, adornada como un regalo de fin de año y con mi alma
atormentada enroscada dentro de mí. Sonó la señal de la puerta y la esclava, como
correspondía, fue a abrir. Entró el ángel negro y me saludó con educación mientras
casi me pasaba por encima.
Era tan hermoso que tuve que hacer un esfuerzo para no salir corriendo. Pero el
aura de Carla, los deseos de Carla (tenía la impresión de que los comunicaba por
telepatía), me detuvieron.
Luego apareció Carla. Todavía no la había visto arreglada. El vestido era de piel
de león y parecía real, a pesar de las leyes que existían contra la caza. Su cabello era
una cascada castaña y suave que dejaba al descubierto una oreja de la que colgaba
una estrella de oro. Me fui a la cocina, abrí una botella y me la bebí casi toda.
Los dos eran de buen comer, aunque ella comía más que él. Desde que vivía
conmigo, Carla comía muchísimo; quizás estaba muerta de hambre después del
ayuno. Yo era la camarera, así que tuve que esperar a que ellos terminaran. Cuando al
final pude sentarme, la comida estaba congelada porque el calentador de mi lado de la
mesa no funcionaba bien. No importaba, no tenía nada de hambre. Había dos tipos de
vino. Yo bebí del barato. Iba por la segunda botella y me sentía tan triste que podría
haber aullado, pero al mismo tiempo me iba alejando de mi propia tristeza como si
pudiera observarla desde una gran altura.
Bailaron juntos al son de la música. Yo bebí más vino. Mañana estaría muy muy
descompuesta. Pero eso sería mañana. Cuando volví a levantar la vista ya se habían
metido dentro de la habitación y las puertas estaban cerradas. La crueldad de Carla
había sido horrible y no podía soportar la idea de otros agregados, tales como
gemidos de éxtasis provenientes del interior, que aumentarían mi frustración. En
consecuencia, vestida como un paquete de Año Nuevo, con mi peinado de peluquería
automática y con una botella de vino en la mano, salí a tropezones hacia la noche.
Podría haberme encontrado con un ladrón, un violador, un asesino o hasta con
una de las numerosas patrullas policiales que recorren la ciudad para prevenir la
actuación de aquéllos. Pero no me encontré con nadie que se fijara en mí. Nadie
quería ser mi amigo, ni robarme, ni violarme, ni darme un trabajo o una razón de ser,
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ni hacerme feliz, ni siquiera hacer el amor conmigo. Así que si han pensado que yo
fui un Judas, tengan en cuenta lo que les acabo de decir. Si alguno de vosotros,
patanes, se hubiese fijado en mí esa noche…
No tuve, que esperar hasta la mañana para vomitar. Había un lavabo muy mono
en la Avenida del Este. Nunca lo olvidaré. Pasé bastante tiempo allí.
Cuando el maravilloso amanecer que nos ofrecía el control del tiempo se
expandió sobre la ciudad, ya había pasado lo peor. Y a las 10 de la mañana estaba
arrastrándome hacia casa, temblorosa, amargada, endurecida pero sobria. Hasta fui
capaz de tomar nota de los anuncios y de los carteles de neón que anunciaban por
todas partes que ése era el gran día. El día de los cuatro mil noventa. El día del
descongelamiento. Me pregunté vagamente si Carla y el Príncipe de las Tinieblas
estarían todavía celebrándolo en mi cama. Seguro que ella era fría. Broma. Vale. Es
mala.
La puerta de mi piso me dejó entrar. El lugar estaba tal como lo había dejado. Las
persianas bajas, la mesa con todos los platos y vasos. La puerta del dormitorio
firmemente cerrada.
Apreté el botón para levantar las persianas pero no hubo ninguna respuesta. No
me sorprendió. Eso, de por sí, me tendría que haber servido de prueba para ver hasta
dónde había llegado su influencia y para tomar conciencia de que ya no podía volver
atrás. Y sin embargo, lo único que me preocupaba era ver lo que haría la puerta del
piso a partir de ese momento. Lo que hizo fue no reaccionar. Ni siquiera cuando puse
las manos sobre el cristal, método que por lo general se reserva para los invitados. Me
había dejado entrar pero no me dejaba salir. Carla le había hecho algo. Como lo había
hecho con el contestador, con los medidores y conmigo. Pero ¿cómo?… ¿Poder
personal? Ridículo. Yo era una idiota amorfa y por eso me había podido anular. Sin
embargo, cuarenta y un médicos, con un montón de análisis y preguntas, algunas de
las cuales, al parecer, no había sabido contestar, comían de su mano. Y quizás sus
habilidades psíquicas hubiesen aumentado. No hay nada como practicar para alcanzar
la perfección.
¿Qué sucede con un alma atrapada durante años, siglos, en un cuerpo vivo pero
estático y congelado?
La habitación estaba a oscuras, con las persianas irreversiblemente bajas y las
luces irreversiblemente apagadas.
Después de un rato se abrió la puerta del dormitorio y salió Carla. Desnuda otra
vez y luminosa en la oscuridad. Me sonrió con compasión.
—Tacey, querida, ya que se te ha pasado el malhumor, aquí hay algo que me
gustaría que me quitaras de en medio.
Otra vez la dicotomía. Quería echar raíces allí mismo, pero ella me hizo ir hasta el
dormitorio. De verdad que brillaba. Como si se hubiese untado el cuerpo con algo
luminoso. Imaginé lo que me encontraría en la habitación y empecé a notar náuseas,
pero me sentía tan desprovista de sentimientos que todo daba igual. Luego me
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encontré otra vez en el vano de la puerta y ella dijo:
—Ya está bien, Tacey.
Y yo dejé de vomitar, me enderecé y vi lo que había quedado del hermoso médico
negro, envuelto en la piel de león ensangrentada.
Los leones beben sangre, no rosas.
Algo se aflojó dentro de mí en ese momento. Quizás fue el último acto de
sumisión, la rendición final. Supongo que inconscientemente había estado luchando
contra ella desde el principio porque si no, nunca hubiese conseguido esos retazos de
libertad que tuve. Pero ahora me sentía vacía y destruida, así que me limité a
preguntar con humildad:
—La planta era una lechuga. Pero el hombre… ¿por qué el hombre?
—No lo entiendes, ¿verdad, pequeña? —dijo Carla. Me acarició el pelo con
cariño. Ya no temblaba. Como los perros, me sentía relajada con el cariño desdeñoso
de mi ama.
—Uno era verde y vegetal. El otro negro, hombre y carne. Formas diferentes.
Platos típicos. No tengo ningún interés en probarte, entiéndeme, porque tú tienes una
apariencia muy parecida a la mía. Pero por supuesto otros, a los que les ha tocado ser
negros y hombres, pueden sentirse tentados de probar mujeres de piel pálida. No te
preocupes, Tacey. Tú estás a salvo. Tú me diviertes. Eres mía. Una especie protegida.
—Sigo sin entender, Carla —susurré mansamente.
—Bueno, primero limpia y después te lo explicaré. No tengo que pediros
disculpas por lo que hice a continuación porque, por supuesto, vosotros sabéis muy
bien a qué me refiero: a la indiferencia de la esclava total. Recogí los restos del
amante que Carla había desayunado y los tiré en la máquina de la basura, que dio
cuenta de ellos con absoluta eficacia.
Luego limpié la habitación, me di una ducha y le preparé a Carla café con
bizcochos. Era casi mediodía, la hora en que los cuatro mil noventa iban a ser
revividos y saldrían de sus cajas heladas ante los ojos de incontables espectadores.
Carla también quería verlo, así que encendí mi aparato y le quité el sonido. A
continuación Carla me dijo que me sentara; me senté sobre un cojín y ella me
explicó.
No sé por qué razón no puedo recordar sus palabras textuales. Quizás porque me
lo explicó de forma muy técnica y yo cogí la esencia, pero no los detalles. Lo diré
aquí con mis palabras, aunque ya sé que muchos de vosotros conocéis muy bien esta
historia. Después de todo, bajo supervisión, a veces podemos tener niños. Cuando
crezcan, tendrán que saberlo. Tendrán que saber por qué no tienen ninguna
posibilidad y por qué nosotros tampoco la tuvimos. Y para que me entiendan, que
comprendan que no fui una traidora, porque, en realidad, tampoco tuve ninguna
oportunidad. Haraganería, optimismo y una estupidez ciega. Supongo que más
optimismo que otra cosa. Cuatro mil noventa y una personas dormidas en estasis
helada, conscientes de que no tenían almas y que no podrían sobrevivir, soñando un
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futuro de curas y en volver a despertarse en ese futuro. Y la Tierra, que a su vez
soñaba con benévolos visitantes de otros mundos, las figuras del padre y de la madre
para que nos guiaran y nos ayudaran. Les mandábamos señales intermitentes, señales
que no cesaban de decir: Aquí, estamos aquí. Aquí. Aquí.
Me imagino que todos tenemos alma. O tenemos algo que no tiene nada que ver
con el cerebro, ni con los centros nerviosos ni la médula espinal. Quizás eso también
muere cuando nosotros morimos. O quizás se escapa. Sea como sea, ésa es una de las
cosas que la Suspensión Criogénica no puede retener. El cuerpo, con todas sus
válvulas, órganos y conductos, yace prístino en un limbo, y cuando lo resucitan con
los fármacos apropiados, con los impulsos y estímulos, vuelve a vivir, se le curan las
enfermedades y vuelve a ser un recipiente perfecto de… nada. Es como una
habitación vacía, una casa desocupada. El habitante se ha largado.
En alguna parte, allá afuera, en la noche estrellada del espacio, interceptaron una
de esas llamadas intermitentes. No fueron las figuras padre madre sino una raza
extraña, rapaz y belicosa. Sólo querían dominarnos. ¿No les habíamos dado acaso
suficientes pistas? Pero al llegar se encontraron con un mundo totalmente
incompatible con sus formas gaseosas e incorpóreas. Eso sí que fue una sorpresa para
ellos. Pero no se dieron por vencidos. Con su tecnología superior desarrollaron un
proceso que les permitió entrar dentro de un cuerpo humano y vivir cómodos dentro
del recipiente. No obstante, ese proceso no funcionó. ¿Por qué no? La conciencia
humana (¿el alma?) era demasiado fuerte para vencerla. No pudieron con ella. Ni
siquiera dormida pudieron desalojarla. Dormida, la conciencia (¿alma?) está todavía
presente, o al menos sigue conectada. Los cadáveres no les servían. Un hombre que
se había muerto de viejo o con un automóvil encima, era inutilizable. El cuerpo tenía
que estar entero, si no, de nada les valía. Allá arriba, en sus platillos volantes que
nosotros veíamos de vez en cuando, escupían y perjuraban. Miraban la Tierra y se les
caía la baba, sopesando con avidez el globo, toda una raza de esclavos a su
disposición. Pero no había manera de que pudieran conseguir sus objetivos hasta
que… se enteraron de todos aquellos que dormían en sus cajas de Suspensión
Criogénica, aquellos pedazos de hielo sin alma, esperando el día en que la ciencia los
descongelase y los curase y los pusiera de pie, saludables y vacíos.
Si os faltan inquilinos, poned un anuncio. Nosotros lo hicimos. Y ellos vinieron.
Carla fue la primera. Cuando sus ojos se abrieron detrás del cristal, había en ellos
otra mirada. No la de Carla Brice. Ya no. Algo distinto.
Curiosa, cruel, fuerte, indómita, extraña, letal.
Ella sola podía dominar a cientos de humanos porque su influencia aumentaba
minuto a minuto. Pronto habría cuatro mil noventa como ella, abrirían los ojos y
sonriendo despectivos darían las gracias por las emisoras al mundo que habían venido
a conquistar. Al mundo que conquistaron.
Nosotros les dimos «casas» hermosas, sanas y movibles para que vivieran dentro
de ellas, y billones de esclavos para servirles, para que jugaran con ellos y billones de
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seres que les proporcionarían más cuerpos para ser congelados y convertirse así en
futuras «casas» para sus otros colegas. Y nuestras colinas verdes y despolucionadas
para que pudieran regocijarse.
En cuanto a Carla, se mantuvo quieta y callada mientras fue necesario. Lo
suficiente como para pasar los análisis y para comunicar telepáticamente a su gente
toda la información que pudiesen necesitar sobre la Tierra antes de su llegada.
Y ahora ella estaba sentada y me observaba, la meteórica y avasalladora Carla que
no era Carla, sus ojos en la oscuridad —topacios brillantes, iris de cobre— revelando
su naturaleza inflamable detrás de la carne viva de una mujer muerta.
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Variación sobre un tema de Beethoven
Sharon Webb
Lo llevaron ante el Comité de Vesta cuando tenía once años de edad. Notaba la
vejiga tensa por la presión hasta el punto de dolerle. El sudor le mojaba las palmas de
las manos.
La noche anterior, su nombre se había iluminado en el gran tablón de anuncios
del dormitorio: David Defour.
Nunca antes lo había visto allí.
—Te ha tocado —le dijo uno de los chicos, con aire de enterado, lo que le hizo
sentirse pequeño e ignorante.
—¿Qué es lo que me ha tocado? —Sus ojos llevaron la pregunta de un chico a
otro—. ¿Qué es lo que me ha tocado?
—Te han elegido a ti.
—Sí —corroboró otro.
—Te van a castigar.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—¿Por qué?
—No te van a castigar, tonto —dijo una nueva voz—. Te han seleccionado.
El recién llegado, un chico mayor del dormitorio de arriba, pasó un brazo sobre
los hombros de David con gesto protector.
—Te han seleccionado a ti —añadió—; debes de ser muy especial.
—¿Me han seleccionado… para qué? —El miedo estaba creciendo en él,
empujando hacia arriba su corazón, que parecía estar ahora en su garganta, latiendo
atropelladamente. Había oído algo antes, murmuraciones y fragmentos de
conversación, pero siempre lo había ignorado. Ahora, todo volvía a su mente,
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haciendo que sus labios lo preguntaran—. ¿Para qué?
—Bueno, pues vas a ser fa-mo-so —pronunció exageradamente el chico mayor,
apretándole con fuerza el hombro—. Podrás tener todo lo que desees. Sin embargo,
luego… bueno, supongo que tendrás que morir.
Los ojos del chico buscaron los suyos.
—Me pregunto cómo será… eso de morir.
David empujó su cuerpecillo fuera del brazo que lo retenía y corrió con toda la
fuerza de sus delgadas y morenas piernas hacia el cuarto de baño.
Quería vaciar su vejiga. Quería llorar.
Lo mismo que ahora.
Los miembros del Comité, los tres, vestían sus túnicas gris oscuro, porque estaban
reunidos en cónclave formal. La mujer alta y de rostro cuadrado que era la presidenta
tocó con una maza de cristal el resonador que tenía delante. Sonó una llamada.
—David Defour —dijo la mujer—, acércate a la presidencia.
El miedo destelló en su delgado rostro. Sus piernas temblaron. Sus rodillas
vacilaron.
—No tengas miedo —intervino la segunda mujer, rompiendo el protocolo, quizá
porque era una buena persona y quizá porque recordaba lo que suponía tener once
años y estar asustado.
Se puso en pie ante ellos, mirando a los miembros, sentados a lo que le parecía
una gran altura.
—David Defour —habló de nuevo la presidenta—, ¿sabes por qué has sido
llamado ante el Comité?
Él parpadeó, alzó la barbilla y movió la cabeza de un modo casi imperceptible.
—¿Tu respuesta es no?
Logró encontrar su voz, contestando en un tembloroso tono de soprano:
—Es no.
—Muy bien. Miembro Conway, lea la Revelación.
El miembro Conway contempló a David con ojos gris acero. Luego bajó la
mirada y comenzó a leer:
—Desde los albores del tiempo, la Humanidad supo que era mortal. Durante
eones luchó por ir más allá de su propio ser. En un sentido fracasó, en otro tuvo un
magnífico éxito. Y siempre estuvo la búsqueda.
»La búsqueda llevó a la Humanidad en muchas direcciones, encontrando éxitos y
fracasos en cada una de ellas.
»Entonces la Humanidad halló el éxito definitivo… y el fracaso definitivo.
Porque, cuando la Humanidad mató a la muerte en sus laboratorios, también mató la
necesidad de alcanzar la inmortalidad. Cuando la muerte murió, también murieron la
poesía y la música de la Tierra. La filosofía se apagó. El arte se convirtió en polvo. La
ciencia fue amordazada. Y sólo permanecieron sus ecos.
»Y así fue como la Humanidad comprendió que los grandes logros reflejan
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grandes pérdidas. Y así fue como la Humanidad descubrió la necesidad de elegir
entre sus miembros a aquellos pocos que, al serles negada la inmortalidad, se la
debieran crear por sí mismos, para el beneficio de todos.
»Y es con este propósito con el que tú, David Defour, has sido convocado aquí en
este día…
El miembro Conway lo atravesó con una mirada.
—¿Aceptas la responsabilidad con que te carga la Humanidad?
Fríos vientos atravesaron su cuerpecillo, congelando sus visceras y penetrando
hasta sus huesos. Se quedó allí temblando, con sus ojos desorbitados, tratando de dar
un sentido a todo lo que había oído.
La presidenta dijo:
—Lo acostumbrado, David, es contestar «la acepto».
Su boca se abrió, se cerró, se abrió de nuevo. Su voz vibró en su garganta, como
una abeja apresada que al fin escapa volando:
—La acepto.
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flauta? ¿De su cítara?
—Por favor, déjenme quedarme. No molestaré a nadie.
—No podemos hacerlo, David. Mañana, los chicos con los que vives comenzarán
sus tratamientos. La comida que tú comas, la bebida que tú bebas será diferente a la
de ellos. Lo lamento, pero tienes que irte hoy mismo.
Una débil voz, quebrada por la desesperación, suplicó:
—¿Puedo llevarme mis cosas?
—Madre Chin ya las ha empaquetado. Todo está ya a bordo del saltador —en
respuesta al parpadeo de esperanza en los ojos del chico, el consejero añadió—. Todo
está allí, David. Tus instrumentos musicales también. Especialmente tus
instrumentos. Y encontrarás muchos más en Renacimiento. Muchas cosas más.
Se alzó de repente.
—Creo que será mejor que subas ya a bordo. Es un largo viaje.
—Pero no puedo irme aún. Tengo que despedirme.
—No, David. Hemos descubierto que es mucho mejor cortar rápida y
limpiamente.
Se acurrucó, solitario, en el vacío compartimento del saltador. Cuando la puerta se
cerró, se quedó mirándola unos minutos con aire ausente, y luego se abandonó a las
lágrimas.
El tripulante, contemplando su consola, se dio cuenta y, muy sabiamente, le dejó
llorar un rato antes de apretar el botón de llamada y activar el visor del chico.
—Hola, David. Soy Heintz. Estoy aquí para ayudarte durante el viaje —dijo la
voz desde la pantalla—. Si miras a la derecha de tu compartimento, verás un botón
marcado agua y otro marcado zumo. Yo te recomiendo el zumo, es realmente bueno.
Estaba muy sediento. Apretó el botón y un tubo de bebida surgió de la pared.
Era bueno; le calmó la sed.
Heintz esperó hasta que el suave sedante hubo hecho efecto. Entonces dijo:
—¿Has montado alguna vez en saltador?
David negó con la cabeza.
—El capitán acaba de subir a bordo, David. Partiremos dentro de pocos minutos.
Sintonizaré tu pantalla para que puedas ver la partida; pero antes quiero que extiendas
la red. Tira de la palanca que hay frente a ti.
Una luz verde se encendió ante su nariz; bajo ella, se veía una pequeña palanca.
Tiró de ella y una red, sutil como la tela de una araña, emergió de las paredes del
compartimento y lo envolvió, suave pero firmemente, dejándole libres únicamente los
brazos.
—Bien. Cuando estemos en camino podrás soltarlo, pero sólo después de que yo
te haya dado la señal para ello. Mientras, puedes explorar tu compartimento con toda
libertad. Si quieres algo de mí, aprieta el botón marcado Sobrecargo.
La pantalla se apagó.
Justo sobre su cabeza brillaba una plateada hilera de botones. En uno ponía
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música. Lo apretó y apareció un seleccionador numerado. Indeciso, marcó un número
al azar y se echó hacia atrás, cerrando los ojos. Comenzó a sonar el suave tañido de
una cítara, seguido por el crescendo de un senticello. Un arreglo sobre una pieza para
piano muy antigua, pensó. ¿Qué era? Lo había oído antes, en su clase de Historia de
la Música, pero no recordaba ni el título ni el nombre de su compositor. La música,
inenarrablemente triste, pareció inundarlo. Apretó dos morenos puños contra sus ojos
para detener el flujo de cálidas lágrimas, pero éstas corrieron por entre sus cerrados
dedos y hallaron el camino de su barbilla, mientras la Patética de Beethoven sonaba
en la plateada cinta.
Una ligera voz lo estremeció:
—¿Llorando un poquito? Lo mismo que todos los demás —un suspiro—. ¡Qué
aburrido!
Una chica más o menos de su edad lo miraba desde la visipantalla. Sus ojos eran
francos y azules, y su nariz estaba tachonada de pecas marrones.
—Esperaba que fueras diferente.
—No estoy llorando —él se frotó los ojos vigorosamente, al tiempo que lo
negaba—. Estaba a punto de echar un sueñecito.
Bostezó aparatosamente, mientras miraba de reojo la cara de la chica.
—¿Quién eres?
—Lisa. ¿Y tú?
—David. ¿Dónde estás?
—En el compartimento diecisiete. Tú estás en el ocho.
—Pensaba que era el único.
La chica lanzó una risita.
—¿Acaso tienes un vacío entre las orejas?
La risita lo irritó profundamente.
—¿Qué es lo que quieres decir?
—¿Acaso creías que el saltador iba a hacer un viaje exclusivamente para ti?
—Bueno, no… —Su barbilla se alzó un tanto.
—Sí que lo creías —ella rió de nuevo.
¡Vamos! ¿Pero quién se pensaba que era esa cría?
—¿Por qué no desapareces? —Tendió la mano hacia el botón marcado no
molestar.
—Espera… no me apagues. Espera. ¡Por favor!
El toque de pánico en su voz le hizo detenerse, con la mano sobre el botón.
—Por favor —repitió ella—. Quiero hablar un rato… me encuentro muy sola…
La miró durante un largo instante.
—¿Adónde vas?
—Al mismo lugar que tú.
—¿Y cómo sabes adónde voy yo?
—Tengo mis métodos. Espera… ¿Oyes eso? Nos marchamos.
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El zumbido subliminal que había estado escuchando desde que había subido a
bordo dejó paso a una fuerte vibración que, más que oírse, se sentía.
—Las compuertas se están abriendo —dijo ella—. Mira.
El rostro de la chica disminuyó hasta convertirse en un óvalo de diez centímetros
en un rincón de la visipantalla. El resto de la misma se llenó con una vista de las
tremendas compuertas de Vesta abriéndose al vacío absoluto. Un millón de puntos,
estrellas, agujereaban la negrura del espacio.
Se le formó un nudo en la garganta, y no había forma de deshacerlo. Realmente se
marchaba. Abandonaba su hogar… quizá para siempre.
—¿Vas a volver a llorar?
Logró mostrar una cara de indignación y desprecio.
—No.
—Muy bien. No creo que pudiera soportarlo. Mira… ya hemos salido.
El último vestigio de las puertas de la cámara de vacío quedaba atrás. Ahora en la
pantalla no había más que negrura y fuego de estrellas… y una imagen de diez
centímetros de una chica pecosa.
—Pronto podremos soltarnos de la red —dijo ella.
—¿Cómo es que sabes tantas cosas? —inquirió él. La hallaba molesta y, al mismo
tiempo, le resultaba infinitamente reconfortante estar hablando con alguien, de modo
que no sabía a qué sentimiento abandonarse.
—La experiencia —contestó ella—. Todo esto ya lo he pasado antes.
El escepticismo de él creció:
—¿Cuándo?
—Esta mañana. Subí a bordo la primera, en Hoffmeir.
—¡Hoffmeir!
—Sí. ¿Acaso creías que sólo elegían gente en Vesta?
Agitó la cabeza. Lo cierto es que no había pensado en todo aquello.
—Luego nos detuvimos en Hebe. Después vinimos a Vesta. Ésta es mi tercera
partida —lo dijo con el aire de una veterana saltadora del Cinturón.
—¡Oh! ¿Cuántos somos?
—Nueve, por el momento, en los compartimentos de atrás. Delante está lleno de
mayores que van de vacaciones o en viaje de negocios. No me interesa esa gente.
¿Cuál es tu talento?
—La música.
—Yo voy a ser escritora. Paso todo el tiempo leyendo. Incluso me he leído los
Archivos. Y tengo un vocabulario enorme —lo miró especulativamente—. La
mayoría de la gente dedicada a la música que he conocido era muy sensible. ¿Lo eres
tú?
Él no supo qué responder.
—Creo que tú también lo debes ser. Supongo que siempre te han tenido entre
algodones, así que trataré de echarte una mano. Necesitarás de alguien como yo en
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Renacimiento.
—No necesito a nadie.
Ella suspiró.
—No quería ser tan brutal. Aunque parece que no puedo evitarlo. Lo que sucede
es que tienes un aspecto tan desvalido…
Él mantuvo apagada la pantalla durante más de cinco minutos, hasta que la
soledad amenazó con embargarlo. Encendió de nuevo la pantalla, marcando el
compartimento 17.
—¿Liss? —susurró—. ¿Liss?
Su rostro apareció: pecoso, sonrosado y con los ojos un tanto hinchados. En sus
mejillas se veían rastros de lágrimas.
—¿Vas a hablar conmigo, David? —preguntó, tímidamente.
—Supongo que sí.
La barbilla de ella tembló un poco.
—Lamento haberte irritado tanto.
—No te preocupes.
—Es que hablo demasiado. Siempre ha sido así. Y no lo hago con mala intención.
De repente cesó la continua, aunque casi imperceptible, aceleración.
—¡Caída libre! —exclamó Liss.
Se encendió la luz del compartimento, mientras Heintz decía:
—Los pasajeros pueden soltarse de la red.
David bajó la palanca que había frente a él. La mayor parte de la red protectora
desapareció, dejándole sujeto sólo por una especie de correa elástica. Descubrió que
podía moverse libremente, rebotando en las paredes acolchadas del compartimento.
Pronto lo convirtió en un juego: Uno, dos (techo, pared), tres, cuatro (pared, pared),
cinco, seis (silla, pared).
Se enroscó como una pelota, abrazándose las rodillas. Si se empujaba con los
dedos de los pies desde el respaldo de la silla, así, rebotaba de espaldas en el techo,
volviendo en dirección a la silla. Techo, silla, techo. Un poco desviado, fue hacia la
visipantalla. Detenido justo cuando iba a estrellarse con ella por la correa de
retención, vio en la pantalla a Liss, que también estaba rebotando, como una pelota
encima del chorro de un surtidor.
Heintz, vigilando desde su consola, lanzó una risita y agitó la cabeza. Nunca
había conocido a un chico que, antes o después, no descubriese aquel juego. Suponía
que era algo natural en ellos. Y tampoco dejaba nunca de provocar un resultado
natural.
Al cabo de unos minutos, un David algo verdoso y una Liss pálida y sudorosa se
agarraban a sus asientos con una mano vacilante, mientras tendían la otra hacia el
botón marcado Sobrecargo.
—Ya estaba preparado para esto, chicos. —Heintz apretó los botones de los
compartimentos ocho y diecisiete y una nube de Neutravert fue nebulizada en el
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interior de ambos—. Respirad lenta y profundamente.
En treinta segundos habían desaparecido las náuseas de David, así como buena
parte de sus ánimos.
—Creo que voy a dormir un poco —le dijo a la imagen de la pantalla.
—Yo también —y, al cabo de un momento—. Buenas noches, David.
—Buenas noches, Liss.
Las manos se alzaron hacia la visipantalla, como para tocarse una con otra, y
luego se quedaron dormidos hasta que fue la hora de tender las redes para el aterrizaje
en la Tierra.
—Esta comida es bazofia pura —dijo Liss arrugando la nariz con asco.
Él la entendía. Hasta el momento, la comida de la Tierra le parecía primitiva y…
bueno, muy terrícola, comparada con su dieta allá en Vesta. Y el agua tenía un
regusto metálico.
—Creo que tendremos que acostumbrarnos a esto. —Liss apartó el plato y se
colocó en una posición más confortable en el asiento de al lado en el vehículo de aire.
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El brazo de ella, regordete y carnoso, estaba apretado contra el de él, huesudo y flaco.
Dubitativo aún, David pensó que aquello le agradaba: Descubrió de pronto que las
chicas olían de forma diferente que los chicos, y se extrañó de no haberse dado
cuenta antes. Pero lo cierto era que, hasta el momento, no les había prestado mucha
atención a las chicas. Siempre las había creído exasperantes y poco merecedoras de
su atención. Y, desde luego, liss era exasperante; pero, en cierto modo, resultaba
agradable tenerla cerca. Concluyó que Liss no estaba mal. Probablemente no fuera
una chica típica y se preguntó si todas las chicas de Hoffmeir serían como ella.
—¿Cómo son las cosas allá en tu asteroide?
—¿Quieres decir cómo son en comparación con Vesta? Bueno, Hoffmeir es
mucho más pequeño, claro, como cabría esperar de un habitat construido por el
hombre. Y más nuevo; pero vivimos en el interior, al igual que vosotros en Vesta. Y
la gente de Hoffmeir es mucho, muchísimo más inteligente.
Él se volvió hacia ella, sorprendido, y con ese movimiento apartó su brazo.
—¿De qué me estás hablando?
—Es cierto. Todo el mundo sabe que los vestanos son simples técnicos. En
Hoffmeir hay mucha variedad. ¡Vaya, si la misma Universidad que nosotros tenemos
es la mejor de todo el Sistema! Eso es lo que dicen los archivos. Además, en una
sociedad tan pequeña y selecta como la de Hoffmeir, lo que prima es la inteligencia.
Casi le había engañado. Desde luego, era una chica de lo más típico. De hecho,
era tan típica que casi resultaba destacable. Seguro que Hoffmeir estaba lleno de
chicas con la cabeza tan llena de espacio como ella. Su voz rezumó desprecio:
—Apostaría lo que fuera que cualquiera de mi dormitorio es el doble de
inteligente que tú.
—¿Vivías en un dormitorio? —Sus ojos se agrandaron y luego aparecieron unas
arruguitas en los rabillos de los mismos—. Oh, claro…
—¿Qué quieres decir con eso de «oh, claro»? ¿Dónde vivías tú?
—Con mis padres.
Él notó cómo se le abría la boca de asombro. .
—Mientes. —Desde luego, ella debía de creerle muy estúpido para contarle una
patraña como aquélla. Nadie conocía a sus padres hasta el día en que le daban la
bienvenida a la comunidad de los adultos. Ni siquiera un niño de dos años hubiera
sido tan tonto como para contar una mentira tan grande.
—No es ninguna mentira. Ya sabía que los vestanos no se distinguen por su
inteligencia, pero tú eres la prueba de que, en realidad, son estúpidos.
—¿Que yo soy estúpido?
—Sí, lo eres. —Buscó en su cinturón y sacó un pequeño holocubo—. Míralo.
Él apretó la luz del cubo. Un hombre y una mujer sonrientes estaban sentados a
una mesa decorada con los verdes cubos de luz del Día de la Renovación. Una chica,
Liss, entró, llevando una vinifuente ceremonial. La colocó ante ellos y el hombre
llenó tres copas. Las manos se alzaron en un brindis formal.
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Una dedicatoria tridimensional pasó flotando:
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su camino hacia el río. Aquí y allí, pequeñas construcciones en madera surgían bajo
los árboles, como hongos marrones.
El esfuerzo de caminar, de arrancar jadeos del pesado aire, era casi superior a sus
fuerzas. Notó cómo le vacilaban las rodillas. Una firme mano le agarró y le sostuvo.
—Ya hemos llegado. —El hombre abrió la puerta de una de las cabañas.
La casita tenía una única habitación, con un pequeño cuarto de baño en un
extremo. Un cilindro cama estaba enrollado contra una pared. El hombre tiró de una
anilla y se abrió.
—Descansa un poco, David. Luego… —señaló la bancada de comunicadores que
estaba en la pared opuesta—… ya te enterarás de más cosas sobre Renacimiento. Y,
cuando hayas descansado, vendrá alguien para llevarte a cenar.
El hombre sonrió y pasó una gran mano por el cabello del chico.
—Sé lo confuso que resulta todo, David. Sé cómo te sientes.
Él alzó la vista, sorprendido e incrédulo. Nadie podía saber realmente cómo se
sentía él.
El hombre siguió mirándole, pero era como si no le viese. Al cabo añadió:
—Ésta también fue mi cabaña. Hace veintidós años.
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bajos… revoloteando alegremente en los registros inferiores. «Ahora, juntos». El trío
hizo ecos en la pequeña habitación. David, escuchando con oído crítico, apretó
retrasar, y luego el código para el bajo I y el bajo II. «Repetin», se dijo. Mejor, pensó,
con sus ojos oscuros brillando ante el sonido que llenaba la cabaña. Mejor. Lo
memorizó todo, maravillándose ante lo intrincado del sinfonizador. Podía eliminar
docenas de pasos mecánicos, los no creativos. Ya no había retrasos entre la idea y su
realización.
Activó de nuevo las voces de los bajos, tocándolas una contra la otra en una
discusión. Las voces se alzaron y él lanzó una risita ante aquellos graznidos de pato.
Ahora una persecución… un choque. Un final de dibujos animados: dos airados bajos
con picos de pato… tropezando una y otra vez el uno contra el otro, quejándose
enloquecidos hasta quedar afónicos, con sus graznidos convirtiéndose en alicaídos y
poco frecuentes cuacs.
Se le ocurrió una idea. Se llevó el sensor a la boca y subvocalizó: «Come-patos,
come-patos, come-patos, come-patos». Apretó una tecla amplificadora,
susurrándolo… c-o-m-e-p-a-t-o-s. Ahora, recortarlo… c’c’c’c’M-p-a-t-o-s.
Jugó con los controles hasta que tuvo a su monstruo galopando tras los patos-
bajo. Comenzó con un paseo de pies pahnípedos en los registros inferiores: C’C’mme
. Ominoso. Tecleó los patos con un cuac débil y chillón.
C’C’mme, C’C’mme.
Luego un suspirar, p-a-t-t-t.
Hacerlo rodar diecisiete tonos abajo: C’C’mmme.
P’P’tos.
Nerviosos graznidos de pato y luego la persecución: C’C’mme. P-a-t-t-t-o-s.
CCC-me… mmme.
Y acabó con un deliciosamente horrible chillido de pato y el monstruo exhalando,
C’C’mmmmmme.
Visiones de revoloteantes plumas de pato flotaban en su mente. Cosquilleado por
la imagen que él mismo había creado, se echó a reír.
—Buenas tardes, David —dijo una voz masculina desde el comunicador.
Sobresaltado, miró hacia arriba.
—Vamos a comenzar tu orientación. Por favor, mira la pantalla…
En la visipantalla apareció la imagen de un mapa de satélite.
—El saltador aterrizó aquí… —Una ampliación del mapa, luego el escenario en
Atlántico-Biscayne—. Subisteis al vehículo de efecto de aire y llegasteis aquí. —
Aparecieron las montañas verdes, señaladas por un puntero luminoso en el mapa de
satélite—. Estáis en un área conocida con el nombre de Zona Natural de Blood
Mountain, que forma parte de la región de Norteamérica antes conocida como
Georgia. Esta Zona Natural tiene más de 4000 kilómetros cuadrados, de los que se le
permiten utilizar a Renacimiento alrededor de 180.
La imagen se enfocó en una pequeña área, y David reconoció las cabañas
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marrones, cerca de la pista de aterrizaje.
—Tú estás aquí, en la vivienda seis.
Las imágenes reales captadas desde el satélite dieron paso a un mapa estilizado,
que mostraba el centro de estudios, los comedores y un gran lago de recreo. Al borde
del lago se veían unas salas de exposiciones, teatro y conciertos.
—Pronto aprenderás a moverte por aquí, David. Ahora, queremos contarte
algunas cosas acerca de Renacimiento. Como los otros, has llegado sabiendo muy
poco del modo en que aquí funcionan las cosas. Así es como estaba planeado;
queremos que cada uno de vosotros descubra por sí mismo cómo es nuestro estilo de
vida. Aunque la forma de ser enviado aquí te resultase brusca y sufrieras por ello un
grave malestar, esto te ha permitido contemplar tu nueva vida sin prejuicios ni
actitudes previas.
»Aquí vivimos una vida muy simple. Simple pero enriquecedora. Ya hallarás
suficiente complejidad en tu trabajo y en las interacciones con tus profesores y tus
compañeros. También esto es deliberado. Hemos buscado crear un ambiente que sea
propicio a la creatividad y que, esperamos, simule un tiempo antiguo, más simple, en
el que la Humanidad se enfrentaba con un período de vida más corto.
»Mientras estés aquí aprenderás algo más que la simple disciplina de tu arte. En
Renacimiento aprenderás a reverenciar las ideas y la cultura que ha creado la
Humanidad a lo largo de su historia.
»Cada uno de vosotros tiene asignado un tiempo para su Decisión Final. En tu
caso, David, ese tiempo es de sesenta meses lunares. Dentro de sesenta meses, si
decides no seguir con nosotros, tendrás que tomar tu Decisión Final para iniciar tu
tratamiento de inmortalidad. Pasado ese momento, tu cuerpo habría madurado
demasiado para que el tratamiento pudiera empezar con éxito.
»Naturalmente, esperamos que te quedes con nosotros… No obstante, si decides
abandonarnos, no habrá reproches, ni eso significará ningún demérito para ti.
»Pronto conocerás a tus maestros, David. Si tienes alguna pregunta, el
comunicador te la contestará.
La voz calló.
Sonó una llamada en la puerta, y luego se abrió.
—Estoy explorando —dijo Liss, y cerró la puerta tras ella.
—¿Cómo has sabido dónde estaba?
—Muy sencillo, se lo he preguntado al comunicador. Ven y te enseñaré dónde
estoy yo. —Señaló por la ventana hacia un desfiladero, casi oculto tras un seto de
hermosos árboles oscuros—. ¿Ves esos árboles? Bueno, pues detrás hay un pequeño
puentecillo. Si lo cruzas, más allá hay un sendero que lleva directamente a mi puerta.
Lanzó una risita y continuó:
—Es algo así como la casa de la bruja en Hansel y Gretel, ¿no te parece?
Él la miró con el rostro totalmente en blanco.
Ella estudió su expresión y suspiró.
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—¿Es que no sabes nada de mitología? —Agitó la cabeza—. ¡Técnicos! Bueno,
supongo que tendré que llevarte de la mano para que… —Se calló—. Ya empiezo de
nuevo, ¿no? Lo lamento; pero, por favor, no me mires con esa cara. Me da
escalofríos.
Parecía tan contrita y tan sincera, que David sonrió.
—De acuerdo.
—Sin embargo, me gustaría mucho contarte la historia de Hansel y Gretel —dijo,
pero enseguida añadió—: Es decir, si tú lo deseas.
—Bueno, pues adelante.
—¡Oh! Ahora no. Esta noche. Es una historia para antes de irse a la cama.
Enséñame tus cosas, anda. —Señaló el sinfonizador—. ¿Qué es eso?
Él le explicó cómo funcionaba.
—Interesante —admitió ella—. Entonces, tú también puedes trabajar de dos
maneras. Igual que yo.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, en mi cabaña el comunicador tiene un procesador de textos. Puedo
usarlo para escribir, pero, en medio de la habitación, más o menos donde está ese atril
tuyo para música, tengo un mueble de lo más raro. Es como una mesa, con una tapa
curvada que se puede usar para cerrarla. ¡Y delante tiene un taburete para sentarse!
—¿Y para qué se supone que sirve?
—¡Para escribir! —Ella esperó su reacción, sonriendo cuando el asombro se le
pintó en el rostro—. Incluso hay un montón de hojas de papel y plumas en esa mesa.
¿Te imaginas algo tan primitivo? Le pregunté al comunicador acerca de esas cosas.
¿Sabías que, en los viejos tiempos, muchos escritores empleaban ese método para
escribir?
Él negó con la cabeza.
—Creo que lo intentaré así. Es muy romántico, ¿no te parece? En cualquier caso,
veo que tú tienes aquí algo parecido. —Fue hacia el atril de la música—. ¿Qué es
esto?
David examinó las hojas. Algunas estaban en blanco, a excepción del pentagrama
impreso. Otras eran composiciones para cítara y para flauta.
—¿Cómo suena esto? —preguntó Liss, tomando una hoja al azar.
Él la miró con sorpresa: estaba titulada «La canción de David». El compositor era
alguien llamado T. Rolfe. Tomó su flauta y empezó a tocar, lentamente al principio,
pues era una pieza complicada, con más rapidez y soltura cuando empezó a sentir la
emotividad de la música.
—Es hermoso —dijo Liss cuando terminó.
—Estoy de acuerdo —dijo la mujer que estaba en la puerta y que había llegado
sin que ninguno de los dos se diera cuenta—. No puedo imaginar que sea posible
tocarlo con más sentimiento.
David alzó la vista con una sensación de placer. El placer desapareció cuando la
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vio, y algo frío, como con muchas patas, comenzó a caminarle por el estómago.
La mujer era vieja. Vieja en un modo que David jamás había visto. Era pequeña y
andaba encorvada. Unos sabios ojos oscuros ardían en un rostro de carne arrugada y
envejecida. Su cabello flotaba en locos mechones canosos alrededor de su cara. La
piel suelta hacía que su barbilla y su cuello fueran una sola y arrugada masa continua.
Se estremeció.
—Te he oído tocar la música que compuse para ti —dijo, y por eso he entrado.
Voy a ser tu maestra, David.
Mientras él se quedaba sin saber qué decir, Liss intervino:
—Oh, entonces usted debe de ser T. Rolfe.
—Tanya.
—¿Aprenderá David a escribir música como usted?
La vieja sonrió, multiplicando por diez las arrugas que surcaban su rostro.
—Ya veremos.
Cuando se hubo ido, David siguió en silencio, reflexionando sobre aquella idea de
la vejez hecha carne.
—Es agradable —afirmó Liss—. ¿No crees?
Él la miró, anonadado.
—Es… es fea…
—Sólo es una vieja —aseguró Liss—. Debe de tener casi cien años.
¡Casi cien años! Madre Chin, la mujer de rostro terso que cuidaba de su
dormitorio, tenía casi doscientos. Y Madre Jacobs era aún mayor. Notó cómo se le
agarrotaba la mandíbula.
—¿Cómo pueden soportarlo? ¿Cómo?
Ella le tocó el hombro y luego le dio unas palmadas.
—Lo lamento, me había olvidado. Nunca antes habías visto seres mortales, ¿no?
Él negó con la cabeza, con aire desdichado.
—Tú no le tienes miedo a eso, ¿verdad, Liss?
La sorpresa apareció en el rostro de ella.
—Bueno, no. Supongo que no. Y, ahora —dijo, cambiando de tema—, sugiero
que investiguemos dónde dan la cena. Supongo que será bazofia, pero, con el hambre
que tengo, no me importa.
Más tarde, aquella misma noche, yacía solo en su cabaña, tan desdichado y
temeroso como un animalillo que se encuentra por primera vez separado de sus
compañeros de carnada. A lo lejos gritó un búho. Cerca le contestó otro.
Sobresaltado, se semiincorporó, mirando a través de la ventana las profundas sombras
y el claro de luna. Nada se movía.
Inquieto, se volvió a recostar. Quería estar en casa, arropado en su litera del
centro, encima de Jeremy y debajo de Martin, arrullado por los suaves ronquidos y
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los otros sonidos apagados del sueño. No se quedaría allí. No se quedaría. Ni aunque
le torturasen.
Poco a poco el enfriamiento y el sueño le embargaron.
Soñó que caminaba solo por umbríos bosques. Al cabo de un tiempo supo que
estaba perdido. Le entró el pánico y comenzó a correr hasta que llegó a un seto de
árboles y un puentecillo sobre el arroyo. Con sus pies volando sobre el sendero,
corrió, gritando: «Liss, Liss». Se abrió la puerta de la cabaña, que era la casa de la
bruja malvada. Tanya Rolfe estaba en el hueco, llamándole con manos que parecían
garras.
Se agitó y murmuró en sueños. Fuera de su ventana un búho planeó con alas
silenciosas, capturando con sus garras a un pequeño ratón.
INTERLUDIO
David contempló las correcciones que Tanya Rolfe había hecho en su
composición. No había manera; en los tres años que llevaba en la Tierra, jamás le
había devuelto una partitura sin aquellas odiosas correcciones. Arrugó las hojas con
una mano y las tiró al suelo.
La anciana agitó lentamente la cabeza.
—¡David, David! Estás aquí para aprender. Y estás aprendiendo; pero eres como
una planta joven, que aún no ha crecido del todo. Es demasiado pronto para esperar
una cosecha.
Demasiado pronto, siempre, era demasiado pronto. Esperó su siguiente
admonición.
—Debes arrastrarte antes de poder caminar, David. Y caminar antes de correr.
La anciana lo miró fijamente, y luego se echó a reír.
—Odias mis discursitos casi tanto como odias mis correcciones.
La barbilla de él se alzó desafiante.
—¡Oh, David! ¡Eres siempre tan impaciente! Aquí sólo podemos establecer unos
cimientos. Tu música ha de crecer… ha de madurar, a medida que tú mismo maduras.
Puede llevarte media vida antes de que compongas algo que tenga un valor
imperecedero. Quizá tardes más en lograrlo. Quizá no lo logres nunca.
Tocó los controles del comunicador y recibió otra copia de la partitura.
—Empecemos de nuevo, David, desde esta nota. Bueno, éste es un buen
principio, pero no te lleva a ninguna parte…
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Oyó su voz repasando la composición, pero las palabras no le quedaban grabadas
en la mente, porque lo que ella le había dicho antes le daba vueltas y más vueltas en
la cabeza.
Quizá media vida. Tal vez más. Puede que nunca.
II
Golpeó a la puerta de la casa de Tanya Rolfe. Se oyó el sonido de una silla
rozando el suelo y luego una voz:
—Adelante.
En el arrugado rostro se dibujó una sonrisa.
—Buenos días, David. Esperaba que hoy vinieras a verme.
—¿Por qué? Hoy no me toca lección.
—No. —Los oscuros ojos lo observaron detenidamente—. Pero la mayoría de
mis chicos y chicas vienen a verme cuando llegan a este punto. Ven a sentarte
conmigo. Sírvete una taza de té, David. —Le tomó de la mano, lo llevó hasta una
silla y luego esperó a que se hubiera servido té de una vieja tetera de porcelana.
Un olor de azafrán y de limón emanaba de la taza. Mientras daba un sorbito, le
parecía que Tanya Rolfe era como aquella tetera… desconchada y frágil por la edad,
pero llena de algo bueno que le calentaba por dentro.
—Ya se acerca tu Decisión Final, ¿no?
—Es mañana —asintió él.
—¿Tan pronto? —Suspiró profundamente y el aliento le salió con un silbido
aflautado—. Pensé que aún faltaba un mes o dos. ¡Tan pronto!
Por un momento, un velo pareció ocultar sus ojos, llenándolos de una mirada de
vulnerabilidad.
Se preguntó cómo no lo había visto antes… Cómo no había visto lo frágil que ella
era, lo frágil que se había vuelto en los últimos años. La mano con que aguantaba su
taza era de porcelana traslúcida, entrecruzada por delgadas venas azules.
Desmayadamente, se dio cuenta de que nunca antes la había visto. No había
escuchado el débil silbido del aire mientras entraba y salía en sus pulmones. No se
había fijado en la hinchazón del tobillo y del puente de su pie. No se había dado
cuenta del esfuerzo en sus movimientos. Apretó el puño, notando cómo las uñas se le
clavaban en la palma.
Ella dejó la taza y le tomó la mano entre las de ella, abriéndola y relajando los
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curvados dedos.
—Deseas saber lo que pasará con tu música si nos abandonas.
Él asintió con la cabeza.
—Eres un músico muy hábil, David. Tienes una técnica que puede mejorar con el
tiempo y la práctica. También tienes talento. Eres musical. Pero tienes algo más… —
Hizo una pausa, mirando por la ventana algo que se hallaba más allá del alcance de su
mirada—. Es algo que han llamado «el divino descontento». Yo pienso en ello como
en un ansia de salir de mi propio interior, de ir más allá… de formar parte de algo
más, mucho más grande, y eso sin dejar de ser Tanya Rolfe.
»Es el descontento de una ola pensante que lame la playa, moviendo las arenas y
sabiendo que, cuando haya desaparecido, otra borrará todas las huellas de su paso. Y
por ello siente rabia… —Un toque de pasión teñía su voz—. Rabia. —Se echó a reír
—. Otros lo llaman «el síndrome de la picazón».
—Pero, si no me…
—Seguirías siendo inteligente, David, y competente. Pero estarías tratando de
moldear un hierro que se enfría. Y, al cabo de un tiempo, dejaría de importarte.
Él asintió con la cabeza, se alzó, caminó hacia la puerta y luego se volvió.
—¿Siempre ha sucedido así? ¿Es totalmente seguro?
—No puedo afirmar que sea inevitable que la chispa desaparezca, David. Pero
puedo asegurarte que siempre ha desaparecido. —Su mano, suave como el vuelo de
una polilla, le tocó en el hombro—. Siempre ha desaparecido.
Fue colina arriba, notando cómo forzaba sus músculos, sintiendo cómo la
respiración salía en rápidos jadeos. La luz del sol, filtrada por las nuevas hojas de
mayo, bañaba el esponjoso suelo del bosque bajo sus pies.
Buscó una alta cima, un lugar desde el que pudiera contemplar Renacimiento. Por
una vez quería verlo entero. Si podía verlo completo, quizá pudiera hacer que
encajase mejor en su mente.
Pasó sobre un tronco caído y en descomposición que estaba en su camino y se
quedó helado. A sus pies estaba enroscada la muerte centelleante. Escuchó el sonido
del cascabel con sólo parte de su cerebro. Otra parte, observaba, orquestando
activamente su mismo pavor… Una maraca resonando; un tam-tam imitando el latido
de su corazón. Acelerando. Silencio. Un silencio que susurraba en su mente a 440
ciclos por segundo… aumentando hasta un alarido, diez mil ciclos, veinte mil, más.
Pulsando más allá del campo auditivo. Sintiéndolo en las tripas.
Si le mordía. Si sus colmillos se le clavaban en una vena, en una arteria… estaba
demasiado lejos para conseguir ayuda.
Sus músculos se contrajeron. Saltó, corriendo entre los árboles con un ronco
acompañamiento de metal que sonaba en su cabeza, corriendo con un tam-tam
redoblando en su pecho, en su garganta.
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¿Le habría mordido? ¿Lo habría notado si le hubiese mordido?
La razón le decía que estaba a salvo, el miedo le empujaba hacia adelante. Sus
músculos seguían impulsándole. Corrió, hasta que su cuerpo se rebeló y le quitó toda
fuerza y también la respiración. Cayó hecho un ovillo al pie de un gran arce,
recostando su espalda contra él en busca de apoyo.
—Cobarde —se dijo a sí mismo en voz alta en cuanto hubo recuperado el aliento
—. Cobarde.
Pero una parte de él se alzaba en su defensa: ¿qué otra cosa podía haber hecho?
No quería morir.
No quería morir.
Caminó de regreso, montaña abajo, hasta llegar al arroyo que había junto al claro.
Un chico alto y muy delgado moldeaba barro mojado, dándole forma de espiras,
sobre una piedra plana que salía del agua. Alzó la vista.
—¡Ah, David! ¿Has estado en lo alto de la montaña?
Era algo más que una frase casual. Más pronto o más tarde todos hacían ese
camino, solos… como si fuera una necesidad biológica, igual que comer o beber,
como si la montaña pudiera dar una respuesta que el valle no podía dar. David asintió
con la cabeza.
—He estado en lo alto de la montaña, M’kumbe.
—¿Sopla el aire más suave allí? —La tensión de la pregunta se evidenciaba en la
forma en que los largos dedos negros martirizaban la húmeda arcilla.
No sabía qué responderle.
Los ojos negros miraron a los suyos y los dedos se movieron.
—Hago mis propias cosas… aquí. —La masa de arcilla se alzó ante la presión de
los dedos del chico, que fue formando una protuberancia, como una espina
descarnada que surgiese de la tierra—. Sube y se cae. Puedo ser un dios para esta
pequeña montaña. Pero, al fin, sólo es arcilla.
Dejó caer su puño, aplastando la espina de barro. Luego la apretó hasta
convertirla en una torta aplanada, amasándola con sus pálidas palmas y sus largos
dedos negros y dividiéndola con una curva en forma de ese.
—Arriba y abajo. Yin y yang. —Los dedos se detuvieron por un instante—. Liss
te anda buscando. Lleva toda la mañana buscándote.
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—Tres personas me han dicho que querías hablar conmigo.
—Quiero hablar contigo. Pero, por el momento, vamos a dar un paseo. —Bajó del
taburete y tomó un pequeño cesto de mimbre que había en un rincón de la habitación.
—¿Qué pasa?
—Nada.
Ella contemplaba algún punto por encima de la cabeza de él, como si allí hubiese
algo de la más tremenda importancia.
La tomó por los hombros, haciéndola mirarle.
—¿Qué es lo que sucede, Liss?
Ella se pasó el cestito de una mano a otra.
—Nada. Que me gustan muchísimo las moras silvestres. —Su barbilla se alzó
desafiante, pero enseguida apartó la vista—. De hecho, me gustan tanto, que he
decidido que deseo seguir comiéndolas por siempre.
Las manos de él cayeron lentamente hacia sus costados. Se apoyó contra la
barandilla del pequeño puente, tratando de pensar. De toda la gente que había allí,
Liss siempre había parecido la más segura.
Las comisuras de los labios de ella se alzaron, pero los ojos no compartían ese
intento de sonrisa.
—Hay un viejo dicho, David: «Es prerrogativa de la mujer cambiar de idea sin
motivo». ¿Nunca lo has oído?
Él negó con la cabeza.
Se formaron unas arruguitas alrededor de los ojos de ella.
—¡Técnico! —Y luego la vieja broma—: Voy a tener que llevarte de la mano.
Comenzaron a caminar. Caminaron largo rato, antes de llegar a las espinosas
matas de las zarzas donde estaban las moras, antes de que él preguntase:
—¿Por qué, Liss?
Las manos de ella volaron por entre las espinas, cogiendo las moras maduras,
manchándose los dedos de rojo. Sin responderle, tendió el brazo hacia el interior de
una espesa mata y, con un grito, apartó la mano, vacía. Un profundo rasguño se
curvaba a través de su piel y pequeñas gotitas de sangre aparecían aquí y allí, para
combinarse en una línea rojiza. Comenzó a llorar, con unos sollozos
desproporcionados para el daño que se había hecho; le temblaban los hombros y su
pequeña nariz respingona se había puesto roja.
La contempló, sintiéndose totalmente inútil.
El cestito cayó al suelo, desperdigando las moras sobre la hierba, y ella siguió
llorando, cerrando los puños. Y luego, entre sollozos que le quitaban el aliento,
gimió:
—¿Es que nunca sabes nada? ¿Nunca sabes nada?
Se sintió acusado, pero no sabía de qué.
—¡Técnico! —Ella inspiró profundamente, de modo entrecortado—. Se supone
que ahora tendrías que consolarme. Es lo que siempre pasa en las novelas.
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Alicaído, tendió la mano sin saber qué hacer, y le dio unas palmaditas en la
cabeza, despeinándola luego con los dedos.
Sin que hubiera explicación para ello, de repente ella se echó a reír. Empezó con
algo que estaba entre el jadeo y la risita, y luego creció hasta convertirse en unas
carcajadas de manicomio, hasta que tuvo que sentarse en el cálido césped nuevo.
Resultaba contagioso y él se encontró en el suelo junto a ella, también riendo.
Abrazándola, riéndose y luego besándola sobre las moras desperdigadas. Y le pareció
que quizá los dos estuvieran locos, pero no le importaba.
Lanzando sus ropas en un montón manchado de rojo, se abrazaron con fuerza,
rodando por el suave y tibio suelo, apretándose con carnes frías y ardiente necesidad.
Luego, riéndose de las manchas de moras en sus cuerpos, corrieron desnudos sendero
abajo hasta el lago y se zambulleron en un agua tan helada que pareció que les iba a
parar el corazón.
Después de que se hubieron vestido, caminaron bajo los rayos del sol, primero
rápido, tratando de entrar en calor. Tomaron el sendero que subía por la parte de atrás
de una sierra. Bajo ellos podían ver el claro. En el brillante cielo azul, una línea
creció hasta tomar la forma de un disco.
—Mira —dijo Liss—, el vehículo.
El vehículo de efecto de aire detuvo su carrera hacia adelante y descendió
suavemente al suelo del valle. Las puertas se abrieron soltando su carga: siete niños.
—¿Te acuerdas del día en que llegamos, David?
Él asintió con la cabeza, contemplando el pequeño grupo. Uno de los chicos se
mantenía apartado del resto, con los hombros hacia atrás, las piernas algo separadas,
tratando de aparentar más valor del que realmente podía tener. ¡Parecía tan pequeño!
Ella hizo eco a sus pensamientos:
—¿Alguna vez fuimos tan pequeños?
—Supongo que sí.
—Debió de ser más difícil para ti —comentó ella—. Te sacaron de un dormitorio
y te trajeron aquí. Yo nunca viví así… estábamos solos mis padres y yo. Ya en casa
estaba acostumbrada a estar sola. Pero ¿sabes?, creo que tú te las has arreglado mejor
que yo.
Se sentó, cogiéndose las rodillas con las manos.
—Yo he descubierto que necesito tener gente alrededor. Tú has descubierto que
no lo necesitas.
Él enarcó una ceja.
Ella rió, arrugando la nariz.
—Bueno —dijo picaramente—, a veces también tú necesitas compañía. Pero la
mayor parte del tiempo lo pasas dentro de esa cabaña tuya, como un pie
confortablemente arropado en su calcetín.
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—¿Es ésa tu opinión poética?
—Quizá no sea poética, pero desde luego es mi opinión. No creo que sepas ni la
mitad de las cosas que pasan aquí.
—¿Como qué?
Los ojos de ella se nublaron.
—¿Sabías que Tanya Rolfe se está muriendo?
Las palabras le golpearon como un puño en la boca del estómago.
—¿Cómo lo sabes? —Pero ya estaba recordando lo frágil que la había visto
aquella mañana, el sonido silbante de la respiración surgiendo de sus pulmones.
—Tuve que poner al día su obituario.
La palabra no le decía nada.
—La nota de su muerte. Es una vieja costumbre en el periodismo… y los
escritores siguen manteniéndola aquí: tienen en el comunicador una nota de ésas para
toda persona importante, por si la necesitan en caso de que muera repentinamente. La
suya estaba atrasada; tuve que añadirle su nuevo conserere y varias sonatas.
»Me dijeron que lo hiciera enseguida. En cualquier caso, ya sabes que me resulta
imposible dejar de meterme en la vida de los demás… —Alzó la vista hacia él—.
Una cosa me llevó a otra, de modo que marqué en el comunicador el código de su
ficha médica.
—¿Es eso lo que te decidió a comer moras… por siempre?
Ella negó con la cabeza.
—No exactamente. —Tendió la mano hacia él—. Ayúdame a ponerme de pie.
Acompáñame hasta mi cabaña y te lo mostraré.
Tendió una mano y la puso en pie de un tirón. Caminaron por el curvado sendero,
sin hablar, sin sentir necesidad de hablar, hasta que llegaron al viejo puentecillo que
llevaba hasta la cabaña de Liss.
—Al final no trajimos ninguna mora —dijo ella, mirando el vacío y manchado
cestito.
—Tendrás mucho tiempo para coger otras.
—¿Y tú?
Abrió la puerta de la cabaña, entrando antes que ella.
—No lo sé.
Ella caminó hasta el escritorio y revolvió los papeles, acabando por sacar uno:
—Lee esto.
—¿Tu carta a ti misma?
Ella agitó la cabeza.
—No, un poema.
Él leyó, marcando la cadencia con un dedo con el que se golpeaba una rodilla.
—¿Qué te parece? —le preguntó cuando hubo acabado—. Sé honesto.
—Siempre soy honesto —protestó él.
—Sé que lo eres. Por eso he querido que lo leyeras.
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—Pero yo no soy un poeta.
Ella se sentó en un sillón, junto al de él, y se quedó mirando al ancho suelo de
tablones.
Él la contempló un instante y luego dijo:
—Parece bastante bueno. Lo has hecho bien en lo técnico, en cuanto a las
imágenes que empleas, son…
—Vulgares.
—Yo no he dicho eso.
—No es necesario que lo digas. Se te ve en la cara.
—Ya te he dicho que no soy un poeta.
—Ni yo tampoco. —Ella tomó el papel de sus manos y lo dobló en dos,
aplanando el doblez con una uña—. Soy un poco lenta. Me ha llevado tiempo
descubrirlo, pero ahora que ya lo sé, no tiene sentido demorarlo más. ¿No crees?
Él consideró cuidadosamente sus palabras y luego dijo:
—Tienes que tomarte algún tiempo, Liss. Todos lo hacemos. La decisión no surge
de repente.
—Yo ya he decidido tomarme tiempo… todo el tiempo del mundo.
—¿Estás segura?
—He pensado mucho en ello. Soy lista. Tengo don de gentes. Y también tengo un
don con las palabras. Pero eso no me convierte en poeta, David. Ni siquiera en
aprendiz de poeta. Simplemente, no tengo ese don. Podría vivir para siempre y,
aunque no perdiera esta habilidad creativa que tengo… no sería suficiente. Podría
estar escribiendo hasta que esta cabaña se derrumbase, hecha polvo —hizo un gesto
con el brazo hacia afuera de la ventana—… o hasta que esas montañas se hundiesen
en el mar… y daría igual.
Hizo una mueca.
—No es fácil acabar admitiendo lo que debería haber resultado obvio desde el
principio.
Él la atrajo hacia sí, torpemente, apoyándole la cabeza en su hombro.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
Tras unos minutos, ella se volvió a sentar erguida.
—Me falta aún un mes antes de mi Decisión Final, pero eso no va a cambiar
nada. —Le miró fijamente—. ¿Sabes?, sigo pudiendo escribir. Nada creativo, claro.
Y supongo que eso es lo que voy a hacer. Básicamente soy una recopiladora; para eso
sí que sirvo, y mucho. No hay demasiada gente que sea buena en eso.
Se puso en pie, arreglándose la ropa. Luego caminó hasta el pequeño
suministrador, apretó un botón y extrajo dos recipientes de zumo.
—En cierto modo, es todo un descanso. Ya no tengo que demostrarme nada a mí
misma. —Le entregó un zumo y dio un largo trago al otro—. No tengo que hacer otra
cosa más que existir.
Dio vueltas al recipiente del zumo, preguntándose qué decirle, y acabó por no
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decir nada.
Ella se sentó de nuevo a su lado.
—Es curioso cómo resultan las cosas, ¿no? —En su rostro se dibujó una pequeña
sonrisa—. Nunca pensé que sería yo la que acabaría siendo una técnica.
Liss comió con apetito, mientras David llevaba su comida de un lado a otro del
plato, haciendo con ella montones y claros, sin comer nada.
Ella se burló de él:
—Ya eres tan delgado como un palo. Si pierdes más peso las hormigas se te
llevarán.
Él esbozó una sonrisa, pero siguió sin poder comer.
Tras la cena, mientras el sol del atardecer se escondía entre nubes púrpura,
caminaron hacia la sala de conciertos al aire libre, que colgaba en la orilla, sobre el
lago.
—¿La has escuchado ya? —le preguntó ella.
Él negó con la cabeza.
—No quiso ni dejarme ver la partitura. —Estaban a punto de escuchar el
«Conserere de Estío» de Tanya Rolfe, que se estrenaba aquella noche, y se daban
perfecta cuenta de que aquélla iba a ser su obra postuma.
Se sentaron en la parte de atrás. Tras el escenario, los últimos colores del
atardecer brillaban sonrosados sobre las montañas, en el extremo opuesto del lago.
—Esto estaba planeado, ¿sabes? —dijo Liss, admirando la puesta de sol—. El
visiógrafo ha sido Lindner. Creo que es un genio. Nadie puede combinar como él la
Naturaleza y el artificio.
El escenario se alzó silencioso ante ellos, llevando al director y a la pequeña
orquesta. Hubo un silencio… y luego empezó un mesurado coro de cigarras,
contestado por las parpadeantes luces de un centenar de luciérnagas.
El coro se incrementó una y diez veces, mientras las diminutas luciérnagas se
convertían en diez mil puntos de luz girando lentamente a través del oscuro cielo,
para formar constelaciones de frío fuego.
Un sinfonizador suspiró, luego un coro del viento susurrando entre las hojas
jóvenes se convirtió en el tema pronunciado por un solitario soloboe.
David se sintió arrastrado por la música y por los sutiles cambios que había en el
cielo, a su alrededor. Sucesivamente sintió amor, luego dolor y una terrible sensación
de pérdida, y por fin esperanza. Comenzó una pulsación de cuerdas y de colores, tan
delicada que la sentía como un dolor en su garganta. Luego silencio. Negrura. Noche,
hasta que un solitario punto de luz… una estrella errante, creció convirtiéndose en
una enorme bola de fuego y un magno coro de alegría.
Notó cómo las lágrimas le subían a los ojos y parpadeó para retenerlas. Se sentía
vagamente avergonzado por estar a punto de derramarlas, y sin embargo los ojos
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acuosos le hacían eco en toda la audiencia. Se unió a los otros en el aplauso, juntando
lentamente las manos al principio y luego más sonoramente. El palmeante sonido de
apreciación creció en velocidad y luego se produjo el cumplido definitivo…
Espontáneamente, la audiencia inició la respiración rítmica, suspirante, que
simbolizaba una actuación inspirada. Inspirada, con una tremenda inspiración, con
una inspiración que era el aliento de la vida.
Un foco solitario se clavó en la delicada figura de Tanya Rolfe. Salió al escenario
del brazo de Lindner, el visiógrafo, caminando lentamente, con pasos inseguros. Se
quedó quieta, con la cabeza echada hacia atrás, como para coger más aire.
Las respiraciones rítmicas aumentaron en intensidad hasta que los dedos de David
empezaron a notar una picazón y se sintió como mareado. Junto a él, Liss suspiró,
temblando al borde de la inconsciencia. Aquí y allí, gente de la audiencia se
desplomaba, traspuesta por la hiperventilación. Y, a pesar de todo, aquello siguió,
hasta que Tanya Rolfe hizo una señal a Lindner y ambos salieron lentamente del
escenario.
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Dejó la casa, cerrando la puerta silenciosamente al salir. Tenía hasta la mañana de
mañana. Y luego la Decisión Final. No había vuelta atrás posible. No se podía
cambiar de idea una vez pasado aquel punto.
Caminó en la oscuridad durante una hora o dos, tratando de ordenar sus
pensamientos sin lograrlo. La luz de la Luna rielaba en el negro lago y los árboles
tenían sombras de tinta china. Se sentía cansado y desorientado. Allá arriba había un
lugar en el que podría descansar.
El sendero hacía una curva en el pequeño edificio de troncos al que llamaban
capilla. Abrió la puerta y entró. Nunca antes se había preocupado por ir a aquel sitio,
pero sabía que otros sí que lo usaban.
Se sentó en la parte de atrás de la débilmente iluminada habitación, mirando hacia
abajo, a una pequeña arena oscura. El banco en el que estaba sentado estaba hecho de
madera y tenía un respaldo curvado y muy duro.
Frente a él había un tablero de mandos. Apretó uno, al azar.
La arena tomó un débil tinte azulado y se formó un hexagrama tridimensional.
Una voz suave, casi subliminal, dijo:
—La Estrella de David. —Un hombre, con una larga barba blanca que flotaba al
viento y que asía dos tablas de piedra con las manos apareció. David contempló
aquello un rato, sin acabar de prestarle atención mientras la voz seguía ronroneando
—:… No matarás.
No matarás.
Si se quedaba allí, ¿no era eso lo que iba a hacer? ¿Consigo mismo? Un escalofrío
le recorrió la espalda. Apretó los controles.
Un círculo se movió frente a él: Yin y Yang, tan dividido como lo estaba su
mente.
Otro botón. Una cruz… con un hombre clavado a ella. Tan impotente como una
mariposa en una caja. Con ojos de sufrimiento.
Otro botón. Un girasol, con sus pétalos abriéndose.
Otro. Una serpiente enroscada sobre sí misma para formar el número ocho.
Confuso, apretó la mano sobre los controles, para apagarlos, pero en lugar de esto
lo que hizo fue confundirlos. Bajo él, las escenas cambiaban como las formas móviles
de un caleidoscopio. El girasol transformándose en una luna creciente con una
estrella… la estrella convirtiéndose en el hexagrama… abriéndose en una cruz… una
serpiente que se fundía sobre el centro del girasol. Y entre tanto suaves voces
susurrando:
—Alá… ilusión… no matarás…
Corrió. Corrió hasta que el fresco aire se llevó las escenas de su cabeza.
De regreso a su cabaña y ya sin esperanzas de dormir, marcó un código en el
comunicador. Comenzaron a caer hojas de la máquina: una docena, dos docenas,
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más… las obras completas de Tanya Rolfe.
Tomó su cítara y comenzó a tocar con ella lo que podía de su música. Sentado en
el suelo, con las piernas cruzadas, tocó, con sus dedos saltando de un grupo de
cuerdas a otro, saltando con facilidad el ángulo de noventa grados.
Sólo mientras tocaba su mente se relajaba. Ningún pensamiento parpadeaba
conscientemente, pero la corriente que había por debajo cantaba en las cuerdas
tañidas. Ella no moriría, no podía morir, en tanto que fuera tocada su música.
Tocó hasta que sus dedos sangraron, y entonces dejó a un lado la cítara y tomó la
flauta.
Hojeó las partituras de su música, dejando pequeñas manchas de sangre en las
páginas. Al fin llego a la portada de su último conserere.
Leyó:
CONSERERE DE ESTÍO
por
Tanya Rolfe
¿Por qué no se lo había dicho ella? ¿Por qué no? Notó en la garganta un nudo que
era demasiado duro para poder disolverlo con lágrimas.
Miró la inscripción, sabiendo que aquello podía tener dos significados y sabiendo
también que, para Tanya Rolfe, sólo podía tener un significado. Y también supo por
qué ella no se lo había dicho.
Ella sabía que él tenía que decidir por sí mismo.
Cuando la noche se difuminó en tonos grisáceos, salió de la cabaña llevando
únicamente una flauta de pastor, de cañas: la flauta de Pan. Y una pequeña grabadora
colgada del cinturón.
El agotamiento le había traído un cierto tipo de paz. Exhausto, se derrumbó al pie
de una gran haya, junto al claro. El primer rayo del nuevo sol comenzó a colorear las
colinas.
Aplastó una brizna de yerba con sus doloridos dedos, haciéndola rodar entre ellos,
inhalando su fuerte y dulzón aroma.
Era bueno estar vivo. ¿Cómo sería no estarlo, no hallar lo que había tras el nuevo
día, no ver el próximo martes, no volver a bajar por las pendientes de abril?
Un conejo hizo crujir unas ramas al borde de las zarzamoras, mordisqueó incierto
una brizna de hierba, apuntó sus orejas de terciopelo en su dirección. Sintió piedad
por él. Era tan pequeño, tan efímero. Su vida escapaba mientras él lo miraba.
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Pero era lo que debía ser.
Tomó la flauta de Pan y entonó una melodía en clave menor para aquel
animalillo. Era un tema, lo recordaba bien, de Beethoven. No sabía exactamente por
qué aquel tema le parecía importante, pero en cualquier caso así era. De alguna
manera, le hablaba del fin de las cosas… y de los inicios. La melodía colgó en el
cálido y dulzón aire por un momento y, de algún modo, aquel momento le pareció un
poco más vivo.
Entonces las ideas, las variaciones, surgieron incontenibles de aquella flauta.
Lanzó una carcajada y puso en marcha la pequeña grabadora que colgaba de su
cadera. Y en su mente podía escuchar la orquestación… crecientes cuerdas, luego el
tema susurrado por una flauta, contestada por un kleidófono, coreada por el órgano. Y
ahora unos platillos apagados, una variación con la trompa de Weidner. Todo estaba
allí, todo estaba allí porque en su ser estaba el crear.
Y se dio cuenta, repentinamente, de que estaba muy hambriento. No era extraño.
Se estaba haciendo tarde. Ya era hora de que les dijese que se iba a quedar en
Renacimiento… pero sólo si le daban un buen desayuno.
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Un tubo a través de la tierra
Martín Gardner
Muchas historias y novelas de ciencia ficción han tenido como tema principal un
tubo que pasa directamente por el centro de la Tierra. Al parecer, Plutarco fue el
primero en preguntarse qué le ocurriría a un cuerpo que cayese por un tubo de esta
naturaleza, y, al parecer, Galileo fue el primero en contestar correctamente dicha
pregunta. En la Francia del siglo XVIII, Voltaire y el astrónomo Pierre Maupertuis
debatieron esta cuestión.
La novela de ciencia ficción Through the Earth («A través de la Tierra») de
Clement Fézandié, maestro de una escuela pública de Nueva York, es, que yo sepa, la
que ofrece el ejemplo más antiguo del uso del tubo. Los cuentos de este escritor sobre
«Los secretos del doctor Hackensaw» aparecieron de forma regular en Science and
Invention, de Hugo Gernsback, antes de que éste comenzara con Amazing Stories en
el año 1926, y a menudo me he preguntado por qué estos cuentos no se han reunido
jamás en forma de libro. Through the Earth se publicó por primera vez en la revista
St. Nicholas, volumen 25, en cuatro entregas que abarcaron de enero a abril de 1898.
En la novela de Fézandié, el tubo se perfora simultáneamente desde Estados
Unidos y Australia, utilizando electricidad suministrada por la energía de la marea.
Un sistema de refrigeración instalado en el tubo contrarresta el intenso calor que
existe en el interior de la Tierra; además, el tubo está tapizado con un metal resistente
al calor denominado carbonita. Dentro del tubo se mantiene el vacío para eliminar la
resistencia del aire. La repulsión electrónica evita la fricción entre el vehículo sellado
y la pared del tubo. William Swindon, de 16 años, se ofrece voluntariamente como
primer pasajero, pero el lector deberá echar un vistazo a la publicación por entregas o
bien encontrar un ejemplar de este libro raro para enterarse de lo que ocurre durante
el viaje.
En 1929, la Appleton publicó Earth-Tube («Tubo terráqueo»), de Gawain
Edwards, seudónimo del experto en cohetes G. Edward Pendray, que trata de una
guerra entre Estados Unidos y Asia. Después de perforar un agujero que atraviesa la
Tierra, y de tapizarlo con un metal denominado undulal, los asiáticos introducen en el
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tubo hombres y tanques de undulal, que emergen cerca de Buenos Aires y se
proponen conquistar las Américas. El plan se malogra, pues Estados Unidos descubre
una forma de destruir el undulal.
En ciencia ficción se han utilizado como medio de transporte tubos más cortos
que comunican directamente una ciudad con otra. Si se prescinde de la fricción y la
resistencia del aire, para impulsar un tren no hace falta combustible, pues la gravedad
lo conduce hasta el centro del túnel y, luego, el impulso adquirido le hace recorrer el
resto de la distancia. En este concepto se basa la novela de Alexander A; Rodnykh
titulada Subterranean Self-propelled Railroad between St. Petersburg and Moscow
(«Ferrocarril subterráneo autopropulsado entre San Petersburgo y Moscú»), publicada
alrededor de 1900, y una novela de 1915 de Bernhard Kellermann en la que se habla
de un tubo similar que va de Nueva Jersey a Francia. La idea de utilizar la gravedad
para arrancar y parar un vehículo se emplea en realidad en muchos sistemas de
transporte subterráneo colocando curvas verticales al comienzo y al final de los
proyectos, y de todos es conocida la utilización de este principio en los salones donde
se juega a los bolos para devolver las bolas al jugador.
El profesor alemán que aparece en Sylvie and Bruno Concluded (1893), de Lewis
Carroll, explica a Lady Muriel cómo el túnel recto permite la existencia de un tren de
gravedad. L. Frank Baum utiliza un tubo de gravedad como forma de transporte en
Tik-Tok of Oz.
Si consideramos que la Tierra es homogénea, dejamos de lado la resistencia del
aire, la fricción, las fuerzas de Coriolis y demás detalles, no resulta difícil calcular
que un vehículo que cae recto a través del centro de la Tierra, completaría el recorrido
en algo más de 42 minutos. Lo que sorprende es que este tiempo es independiente de
la longitud del tubo. Por corto que sea un túnel que va directo de un punto de la
superficie terrestre a otro, el tiempo que dura un viaje es de aproximadamente 42
minutos, o bien 84 minutos, si el viaje es de ida y vuelta.
No es ninguna coincidencia que la velocidad máxima de un cuerpo que cayera por
el tubo sea precisamente la velocidad (tal y como la calculó Newton) a la que un
satélite ha de lanzarse horizontalmente para ponerlo en órbita circular alrededor de la
Tierra. En condiciones ideales (falta de atmósfera, Tierra con forma esférica, etc.), el
satélite completaría una órbita en aproximadamente 84 minutos.
Supongamos que el eje de la Tierra es perpendicular al plano de la eclíptica, y que
un satélite gira alrededor de la Tierra de polo a polo, en un plano que cruza el Sol.
Supongamos, además, que el Sol proyecta una sombra del satélite sobre el eje de la
Tierra. La sombra oscilaría de un polo al otro en perfecta correspondencia con la
oscilación de un tren de gravedad —un satélite interno— en el interior de un tubo que
fuera de polo a polo. Es una forma de decir que el tren oscilaría con un movimiento
armónico simple. En realidad, un tren de gravedad que marchara sobre unas vías
rectas y cubriera una distancia cualquiera a través de la Tierra, oscilaría con un
movimiento armónico.
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Tampoco es ninguna coincidencia que esos 84 minutos a los que se hace
referencia más arriba constituyan el período del denominado péndulo de Schuler, que
es un péndulo imaginario gigante de longitud igual a la del radio de la Tierra y que
oscila justo por encima de la superficie terrestre.
Supongamos que dentro de unos cuantos siglos se logran superar todas las
dificultades técnicas y que se puede construir un tubo sin aire, sin fricción y
adecuadamente refrigerado que conecte las metrópolis del Polo Norte y el Polo Sur.
Si se sitúa el tubo a lo largo del eje terrestre, se eliminan las fuerzas de Coriolis. Por
el túnel, unos vehículos cilíndricos transportan mercancías y pasajeros de un polo al
otro en 42 minutos.
¿Cuántas de las siguientes preguntas puede usted contestar antes de leer las
respuestas aquí?
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La mujer que amaba al centauro Pholus
Gene Wolfe
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con el mismo abrigo y el mismo sombrero. Había aprendido la lección, después de
atravesar la nieve a duras penas, mucho antes de que las balas de ametralladora
destrozaran a la débil y asustada sirena, la mujer pájaro cuyas plumas dispersas había
recogido junto con Dumont cuando los soldados se fueron del lugar. Había una
compañía de ventas por correo que vendía toda clase de prendas de abrigo. Los
precios eran altos, pero la calidad, excelente.
Jamás sobre el terrestre yunque… ¿Cómo continuaba el poema?
Era algo así como…
No, no era así; eso era Darwin, el padre o quizás el abuelo del Darwin de
Dumont, el Darwin del Beagle. Anderson cogió la carretera interestatal. A medida
que avanzaba, las luces rojas traseras de los coches que viajaban delante de él se
parecían cada vez más a los ojos de una bestia, iluminando la nieve acumulada a
ambos lados de la carretera.
Finalmente, sólo para oír una voz, Anderson dijo en voz alta:
—Venden de todo menos cera de Ulises; pero, total, yo no necesito cera. —Había
estado pensando en el toro con cabeza de hombre, Nin de Asiría, al que también
habían matado, y el recuerdo de sus alas le trajo a la sirena nuevamente a la memoria.
En ese momento, la radio comenzó a murmurar algo, como si hubiesen sentido su
soledad.
—Hola, hola. Aquí, Sombelené llamando a Peirithous. Adelante, Peirithous.
—Estoy aquí, Sombelené —contestó Anderson. No sabía dónde había descubierto
Janet aquel nombre; no había sido en ninguna de las referencias que él conocía.
—Pasa la señal de Dells, Peirithous. A unos doscientos metros verás una carretera
sin ninguna señalización a tu izquierda. Nosotros estamos a unos cinco kilómetros de
allí.
—Diez-cuatro y fuera, Sombelené —contestó Anderson. Odiaba los seudónimos
y estaba seguro de que, de cualquier forma, el ejército sabía quiénes eran ellos.
Como para confirmar sus pensamientos, oyó el estrepitoso sonido de un
helicóptero proveniente de arriba, cada vez más fuerte y más cercano. Pasó sobre su
coche, volando casi a nivel de la copa de los árboles y a una gran velocidad. Luego,
desapareció detrás de las montañas.
—Hola, llamando a Sombelené. Helicóptero en el camino.
—Diez-cuatro, Peirithous.
Janet lo sabía y quienquiera que fuese el que estaba con ella lo sabía también; y,
por supuesto, en su helicóptero los soldados lo sabían.
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«Salve, amados pájaros», exclamó,
«camaradas de la marea y el océano».
Anderson pasó una valla anunciando un tipo de bote pequeño llamado Apolo II y
se desvió bruscamente hacia la siguiente carretera sin señalización. Podían verse las
huellas recientes de un coche en la nieve, e inmediatamente Anderson comenzó a
mirar hacia ambos lados, a pesar de que sabía que desde la carretera era muy difícil
que pudiese ver algo. Aunque podía ser. ¿Cómo era aquello…?
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Mientras decía esto, miraba a los otros manifestantes. Sólo eran seis, cinco de los
cuales eran mujeres de mediana edad. Sus intenciones eran muy buenas, pero no
estarían mucho tiempo protestando sin alguien que las dirigiera.
Dumont salió de su camión y cuando vio que Anderson estaba allí le saludó con
la mano. Su abrigo se parecía mucho al de Anderson, pero su rostro era más delgado
y mostraba una incipiente calvicie.
—Todavía no sabemos lo que es. Algunos de nuestros miembros están
entrevistando al granjero que lo vio, es posible que sea un caprípedo.
—Vaya —dijo Anderson. Un sátiro, y no por mera coincidencia, se parecía a la
representación convencional del demonio; algo bastante más difícil de defender en
público que un pequeño Eros alado.
—¿Me necesitáis? —preguntó Dumont.
—Todavía no —contestó Janet—, quédate en la radio.
Un oficial se acercó desde el helicóptero, caminando con dificultad sobre el lodo
cubierto de nieve. Anderson pudo ver las águilas plateadas de su chaqueta de
campaña. Águilas romanas, pensó Anderson. La aviación griega… una espiral con
alas. Apuesto a que no lo sabe, ni le importa.
Un hombre con barba que Anderson no había visto antes se apartó del grupo de
manifestantes y preguntó:
—Esa nueva criatura, ¿podremos verla?
—No lo llames criatura —dijo Anderson—, di él o ella; es más fácil para ellos
disparar a una criatura que a una persona. Puede que sí, pero lo más probable es que
no lo veamos.
—Podrás verlo y hasta incluso hablarle si sigues viniendo —dijo Janet sonriendo
al hombre de barba—; puede que hoy tengamos suerte.
El hombre le devolvió la sonrisa detrás de la barba y levantó la cabeza mirando a
lo lejos.
—Hay más de uno allí, ¿verdad? He oído hablar de ellos alguna vez; esto lo hace
sentir a uno como Adán.
—Estamos en el margen de una de las zonas más boscosas de Wisconsin —dijo
Anderson—. Mucha gente los trae aquí y la mayoría se pierden. Un amigo mío, que
es estadístico, dice que son descendientes de un grupo en extinción del que pocas
personas se acuerdan. Ellos lo saben y por eso se recluyen en sitios como éste. Hay
también un pequeño grupo en Minnesota y otro en Michigan.
—Se cree que en las montañas Smokey viven muchísimos de ellos. El doctor
Dumont piensa ir allí este verano —agregó Janet.
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—¿Profesor Anderson? —Era el coronel.
—Soy yo —contestó Anderson.
—El dossier que vi de usted era bastante incompleto, pero me pareció reconocerle
por la fotografía. ¿Qué es lo que enseña usted, biología, biofísica?
—Literatura clásica.
—Vaya, eso sí que es interesante. A mí me gusta mucho Sherlock Holmes, y
también Kipling. Supongo que la ingeniería biológica será un hobby para usted.
Anderson respondió negativamente con la cabeza.
El coronel miró a su alrededor como esperando ver al minotauro saliendo de un
establo.
—En su momento, me encargaré de que se siga un procedimiento autorizado.
Ahora, todo esto es muy confuso.
—La cuestión es de qué lado está la confusión.
—Supongo que podría plantearse de ese modo. ¿Le han contado lo que mataron
ayer en una calle de Filadelfia? Un gato con cabeza de serpiente; era del tamaño de
un perro pequeño.
—Hay muchos gatos del tamaño de un perro pequeño, y me atrevería a decir que
la mayor parte de ellos son más listos que un cazador. Sin duda, era el primer intento
de alguien que quería hacer un animal mitológico.
El coronel pareció no prestarle atención.
—Hacen esas cosas y luego no las pueden dominar; para colmo, en lugar de
destruirlos, dejan que se pierdan por ahí. Es curioso, todas las cosas que han sido
descubiertas o inventadas por grandes científicos se convierten finalmente en objetos
que cualquier hombre medio puede hacer en el sótano de su casa. La televisión, por
ejemplo; uno puede coger las herramientas y fabricarse un aparato de televisión tan
bueno como cualquiera de los que venden por ahí; o los aviones; sé de un hombre que
llegó a fabricar un avión en el garaje de su casa.
—Si los hermanos Wright no hubiesen construido el primer avión en una tienda
de bicicletas, ahora no existiría ningún avión —dijo Anderson.
—Puede ser —contestó el coronel poco convencido. Anderson estaba seguro de
que creía que había sido Boeing quien había inventado el primer avión—. En
cualquier caso, mis órdenes son dejar este sitio completamente limpio. Usted y sus
seguidores están interfiriendo.
—No son mis seguidores, sólo piensan igual que yo.
—Su dossier dice que usted es uno de los líderes, profesor Anderson. Usted es un
hombre y ellas son casi todas mujeres; además es usted culto y el más alto de todos.
Si estuviese en mi lugar, ¿quién creería que es el líder?
—Si yo estuviese en su lugar, estaría equivocado en eso y en un montón de cosas
más. —Pero ya no prestaba atención a la conversación. Un camión se acercaba desde
la montaña. Al principio, Anderson pensó que era un camión remolcador del ejército,
pero luego el hombre de barba y algunas mujeres comenzaron a animarse y Anderson
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pudo ver las letras en el costado del vehículo.
El coronel dijo algo inaudible al capitán, el capitán murmuró una frase al sargento
y éste gritó a las tropas, que inmediatamente se pusieron en fila. Janet y el hombre de
barba volvieron corriendo a retomar sus puestos en el grupo disperso y Dumont salió
de su camión para unirse a ellos. Anderson se dio cuenta enseguida de que esto era lo
que todos estaban esperando. El ejército demostraría que estaban cumpliendo su
misión sin ninguna violencia y luego contagiarían a millones de telespectadores con
la emoción de la cacería.
Los manifestantes, por su parte, expondrían el caso ante esa misma audiencia,
tratando de despertar compasión por la presa en los telespectadores.
Un hombre que llevaba un micrófono salió del vehículo, seguido de otro
encargado de la cámara. Guiados por un instinto infalible, ambos se dirigieron a
Janet. Anderson hubiese querido hacérselo notar al coronel, pero éste estaba muy
ocupado inspeccionando las tropas del fondo. El hombre del micrófono anunció en
voz baja a qué canal televisivo pertenecía y avisó que todo lo que se grabara se
emitiría en las noticias del mediodía.
—Deben comprender que es una persona a la que están por asesinar —dijo Janet
sin preámbulos—. Probablemente, alguien con el corazón y la mente de un niño.
—¿Realiza usted estas especies de creaciones vivientes?
Dumont se inclinó hacia el micrófono mirando la cámara.
—Yo sí. Es completamente legal hacerlo y moralmente impecable. Es diferente
que la búsqueda de bacterias, ya que esto no trae epidemias. Lo que ocurre es que el
resultado de nuestros trabajos no cuenta ni siquiera con la protección que las especies
salvajes tienen.
—¿Con qué propósito realizan estos trabajos? —preguntó el periodista.
Janet posó su mano sobre el hombro de Dumont, y Anderson, aunque sabía que
ella estaba posando para las cámaras, sintió un suave estremecimiento por la belleza
de su perfil.
—Hemos perdido a muchos de los habitantes de este mundo. La enorme ballena,
el gorila, dos especies diferentes de leopardo, y todos en los últimos diez años.
Ahora, los humanos podemos hacer realidad un antiguo sueño, podemos ver a los
amigos que nuestros antecesores soñaron. El mundo es lo suficientemente grande
como para que todos vivamos en él y nosotros no queremos ser los únicos habitantes
de este planeta.
Las patrullas comenzaron a alejarse andando. Aparentemente, se proponían
distraer a los miembros del equipo de televisión. Anderson envió a dos manifestantes
con cada patrulla, indicándoles que se colocaran entre la víctima y el arma del
soldado si podían, y si se atrevían. Detrás de él, oyó que el hombre de barba estaba
hablando ahora.
—Dios le dio al primer ser humano el poder de nombrar a las demás criaturas, y
en el lenguaje de la Biblia nombrar significa crear. «Al principio era la palabra…».
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Anderson comenzó a seguir a una de las patrullas. A pesar de las armas y los
equipos, los jóvenes soldados se movían mucho más rápido que él. Las huellas de sus
pisadas eran claras, pero Anderson los perdió de vista cuando se internaron en el
bosque. Nuevamente, se oía el ruido del helicóptero. Anderson utilizó el palo de su
pancarta como bastón. El viento, que movía las ramas de los árboles, traía un aroma
primaveral y parecía llevar algo más puro que el aire. Anderson sintió nuevamente,
tal como le había ocurrido en el coche, que era un privilegiado. Después de algo más
de un cuarto de hora, pudo ver a los soldados nuevamente, o quizás era otra patrulla.
Se habían detenido para examinar unas huellas que sus propias pisadas habían ido
tapando; casi inmediatamente reanudaron la marcha. Anderson apuró el paso,
esperanzado al no haber oído ningún disparo, todavía…
El sol había ascendido lentamente por sobre los árboles. El zumbido del
helicóptero cruzó el cielo dos veces, pero luego se desvaneció. La brújula de bolsillo
que Anderson había comprado unos meses atrás se había perdido en la nieve. Pudo
ver el abrigo de Dumont a lo lejos, una mancha negra moviéndose en la nieve; luego,
vio el traje rojo de Janet frente a él.
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alguno, ellos tendrían que curarlos. Volver a buscar la brújula que había perdido e ir a
pedir ayuda era demasiado. Sintió un desprecio por sí mismo tan fuerte como la
euforia que había experimentado antes. Aun así, estaba obligado a mirar el brazo
herido del fauno como si tuviese vendas y penicilina.
—¡Le han disparado! ¿Cómo pudieron disparar a este pequeño cuerpo, a este
pobre niño? —dijo Janet.
Dumont estaba haciendo un torniquete en la parte superior del brazo del fauno.
—Vendrás a casa con nosotros, pequeño. Yo sé de un sitio donde podrás quedarte
hasta que esto mejore.
—No son heridas de bala —dijo Anderson.
Janet y Dumont le miraron fijamente; el pequeño fauno apartó sus enormes ojos
de él.
—He estado en la marina, he visto películas y recuerdo una vez que uno de los
hombres de nuestro cuartel se apoderó de algunas municiones y disparó a un teniente.
He visto heridas de bala en otros sitios y vosotros también. Las balas perforan la piel
al entrar y dejan alrededor una aureola azulada. Si todavía tienen velocidad al salir
del cuerpo, dejan un agujero cónico en la piel. Si pasan por el hueso, lo destrozan, y
estos huesos no están quebrados. Hay heridas profundas pero es principalmente la
carne la que está destrozada. Cualquiera que sea la bestia que atacó este brazo, lo hizo
con los dientes; yo diría que fue un perro.
Luego, lentamente, entre sollozos y a pesar de las inocentes evasiones, todo se
descubrió: el gemelo muerto, las huellas similares pero no idénticas, las de un oso; el
terror en aquellos bosques helados. La lengua de cabra le impedía pronunciar bien las
palabras (Anderson recordó a un niño ceceante que vivía enfrente de su casa cuando
era pequeño), pero pronto se acostumbraron a ello. Después de un rato, les resultaba
difícil mirarse a los ojos.
—Finalmente alguien lo hizo —dijo Dumont— ¡al menos una vez, y
probablemente más! Yo no he sido.
—Nunca pensamos que hubieses sido tú —dijo Anderson.
—Esas huellas no pueden ser las de un centauro —dijo Dumont vacilante
mientras alternaba su mirada entre Anderson, Janet y los alrededores—. Un centauro
mataría con sus patas o con las manos, pero sus dientes no serían más peligrosos que
los tuyos o los míos. ¿Un hombre lobo?
—Quizás —respondió Anderson— ¡pero existen otras posibilidades!; Anubis y
Set, o incluso Narashimha, el hombre león de los Vedas. Sean lo que sean, tendremos
que utilizar nuestra conexión con los otros para llevar a los soldados hasta ellos antes
de que maten a un ser humano.
Dumont asintió inclinando la cabeza, pero los ojos de Janet brillaban de ira.
—¿Seríais capaces de hacer algo así? ¡Vosotros queréis verlos muertos, muertos a
tiros!
Inmediatamente salió corriendo. Anderson corrió tras ella y Dumont detrás de él.
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No habían hecho más de unos pocos metros cuando Anderson oyó el galope de un
caballo.
Anderson lo había visto antes sólo una vez. Entonces era de color roano; el torso
humano, los brazos y el rostro, blancos. Ahora, Pholus era negro, más grande que
cualquier caballo, muchísimo más grande que cualquier hombre, musculoso como un
gigante. Janet, cogida de su espalda, rodeando esos brazos poderosos con sus frágiles
manos, parecía una niña, una niña pequeña en un sueño. Los podría haber aplastado
con sus poderosas patas, pero en el último momento se hizo a un lado, levantando una
espuma de nieve y lodo; hiriéndoles, sin embargo, con su mirada salvaje. Anderson
vio que algo rojo se movía. Quizás Janet había levantado su mano, quizás no. Se
detuvo, jadeante.
Dumont siguió corriendo, menos ágil todavía que Anderson; ciega y
estúpidamente.
A Anderson no le importó. En un pequeño claro encontró al fauno y lo cogió de la
mano. La carretera y los coches, todas las reliquias de aquel siglo veinte ya
agonizante menos él estarían en la dirección opuesta a la que Pholus había tomado.
Anderson caminó con dificultad hacia ellos.
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La mirada hacia atrás
Isaac Asimov
Si Emmanuel Rubin sabía cómo no ser didáctico, jamás puso en práctica ese
conocimiento.
—Al escribir un cuento —dijo—, lo mejor será que conozcas el final. En un
cuento, el final sólo lo es para el lector. Para él escritor, se trata del comienzo. Si en
cada momento no sabes exactamente adónde te diriges, jamás llegarás a destino… ni
a ninguna parte.
El joven invitado de Thomas Trumbull a aquel banquete mensual de los Viudos
Negros, parecía todo ojos al mirar fijamente cómo temblaba la desordenada barba
gris de Rubin y cómo brillaban sus gruesas gafas; también era todo oídos al escuchar
la firme voz decibélica de Rubin.
Se veía claramente que el invitado rondaba los veinte años; era bastante delgado,
y tenía la frente un tanto abultada y el mentón más bien diminuto. Su ropa
resplandecía, como si hubiera estrenado un traje para la gran ocasión. Se llamaba
Milton Peterborough.
—¿Significa eso que hay que escribir un esquema, señor Rubin? —preguntó con
un ligero temblor en la voz.
—No —repuso Rubin con énfasis—. Puedes hacerlo si lo deseas; yo jamás lo
hago. No es preciso que sepas exactamente qué camino vas a seguir. Has de conocer
el destino, eso es todo. Una vez que lo tienes claro, cualquier camino puede
conducirte a él. A medida que vas escribiendo, vas mirando hacia atrás desde ese
destino conocido, y es esa mirada hacia atrás la que te guía.
Mario Gonzalo, que dibujaba rápida y cuidadosamente una caricatura del
invitado, con unos ojos increíblemente grandes que iba llenando de una inocencia
infantil, dijo:
—Vamos, Manny, esa clase de argumentos rígidos pueden funcionar con tus
historias de misterio de segunda categoría; pero un verdadero escritor trabaja con
personajes, ¿no? Crea gente, y esa gente se comporta de conformidad con el carácter
del personaje; probablemente, para sorpresa del autor, eso es lo que guía la historia.
Rubin se volvió lentamente y dijo:
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—Mario, si te refieres a novelas largas, invertebradas, y eso suponiendo que estés
refiriéndote a algo en concreto, es posible que un escritor experimentado y con
talento se vaya por las ramas y produzca algo pasable. Pero siempre se puede
distinguir el libro en el que se ve que el autor sigue adelante sin saber adónde se
dirige. Y aunque por consideración a sus virtudes se le perdone su carácter amorfo, ya
le estás perdonando algo, y eso constituye un esfuerzo y una desventaja. Una historia
con un argumento bien pensado, donde todo encaja perfectamente, es, por otra parte,
la obra más noble de la literatura. Puede que sea mala, pero jamás tendrá que pedir
perdón. La mirada hacia atrás…
Al otro extremo de la sala, Geoffrey Avalon lanzó una mirada resignada hacia
Rubin y dijo:
—Tom, creo que cometimos un error al decirle a Manny desde el comienzo que el
joven era aspirante a escritor. Despierta sus más bajos instintos, y por lo demás, los
más verborrágicos. —Removió el hielo de su copa con el dedo índice, y juntó
ominosamente las oscuras cejas.
—Lo cierto es —dijo Thomas Trumbull con el rostro arrugado extrañamente
plácido— que el muchacho quería conocer a Manny. Admira sus cuentos, Dios sabe
por qué. Es hijo de un amigo mío, y además, es un joven agradable. Pensé que
trayéndolo aquí, lo expondría al aspecto menos atractivo de la vida.
—A nosotros tampoco nos hará daño vernos expuestos a la juventud de vez en
cuando —repuso Avalon—. Pero detesto verme expuesto a las teorías literarias de
Rubin… ¡Henry!
El camarero, hombre callado y sosegadamente eficaz, que servía en todos los
banquetes de los Viudos Negros, estuvo a su lado enseguida, aunque para ello parecía
no haberse movido.
—¿Qué desea, señor?
—Henry, ¿qué son estas extrañas cosas? —inquirió Avalon.
—Esta noche tenemos un bufet de comidas. El chef ha preparado una variedad de
platos indios y paquistaníes.
—¿Con curry?
—Con bastante curry. A petición especial del señor Trumbull. Enfurecido bajo la
mirada acusadora de Avalon, Trumbull se limitó a decir:
—Quería curry, y además, soy el anfitrión. —Manny no comerá y se pondrá
insoportable. Trumbull se encogió de hombros.
Rubin no estuvo del todo insoportable, pero sí bastante ruidoso, y sólo a Roger
Halsted no pareció afectarle la diatriba rubiniana contra todo lo indio.
—Esto del bufet es una buena idea —dijo, dándose unos toquecitos en los labios
con la servilleta, y con una sonrisa beatífica se dis—, puso a servirse un tercer plato
de todo.
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—Roger, si no paras de comer, cuando comencemos la sesión de preguntas aún
estarás mascando —comentó Trumbull.
—Adelante —repuso Halsted alegremente—. No me importa.
—Te importará más tarde —comentó Rubin—, cuando te ardan las paredes del
estómago.
—Además, tú eres quien debe empezar el interrogatorio —le indicó Trumbull.
—Si no os importa que hable con la boca llena —repuso Halsted.
—Empieza, pues.
—¿Cómo justificas tu existencia, Milton? —inquirió Halsted con voz apagada.
—No puedo justificarla —repuso Peterborough, casi sin aliento—. Quizá pueda
cuando me gradúe.
—¿En qué universidad estudias y cuál es tu especialidad?
—En Columbia, y hago química.
—¿Química? —repitió Halsted—. Hubiera jurado que estudiabas literatura
inglesa. Durante el cóctel me pareció oír que eras aspirante a escritor.
—Cualquiera tiene derecho a ser aspirante a escritor —replicó Peterborough.
—Aspirante —dijo Rubin sombríamente.
—¿Y qué quieres escribir? —preguntó Halsted.
Peterborough titubeó; con un ligero tono defensivo repuso:
—Bueno, siempre he sido fanático de la ciencia ficción. Desde que tenía nueve
años.
—Dios santo —murmuró Rubin, elevando los ojos al cielo en muda súplica.
—¿Ciencia ficción? —dijo al instante Gonzalo—. Es lo que escribe tu amigo
Asimov, ¿no es así, Manny?
—No es amigo mío —repuso Rubin—; se aferra a mí por pura admiración
irreprimible.
—¿Queréis dejar de hablar entre vosotros? —pidió Trumbull levantando la voz
—. Prosigue, Roger.
—¿Has escrito alguna cosa de ciencia ficción?
—Lo he intentado pero no se lo he enseñado a nadie. Aunque voy a hacerlo.
Tengo que hacerlo.
—¿Por qué tienes que hacerlo?
—Porque hice una apuesta.
—¿Qué clase de apuesta?
—Bueno —dijo Peterborough con aire desvalido—, es más bien complicado… y
embarazoso.
—No nos importan las complicaciones —le indicó Halsted— e intentaremos que
lo embarazoso no nos afecte.
—Bueno —comenzó Peterborough, y en su rostro apareció algo que hacía años
que no se veía en los banquetes de los Viudos Negros: un sonrojo ricamente matizado
—, conozco a una chica y estoy medio co… quiero decir que me gusta, pero me
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parece que yo no le gusto a ella. El problema es que ella va tras un jugador de
baloncesto, un verdadero imbécil… mide un metro noventa hasta las cejas, y por
encima de esa altura no tiene absolutamente nada. —Peterborough sacudió la cabeza
y prosiguió—: No tengo mucho a mi favor. Con la química no puedo impresionarla;
pero ella se está especializando en literatura inglesa, por lo que le enseñé algunos de
mis cuentos. Me preguntó si alguna vez había intentado vender alguno; le dije que no.
Entonces le comenté que tenía intención de escribir algo y venderlo, y ella se echó a
reír. Eso me fastidió, y me acordé de algo. Parece ser que Lester del Rey…
—¿Quién? —le interrumpió Rubin.
—Lester del Rey. Es un escritor de ciencia ficción.
—¿Otro de ésos? —comentó Rubin, despectivo—. Jamás había oído hablar de él.
—Bueno, no es un Asimov —admitió Peterborough—, pero no está mal. Lo que
quería decir es que él empezó su carrera cuando leyó un cuento de ciencia ficción y le
pareció horrible. Le dijo a su novia que era capaz de escribir algo mejor. Entonces, la
novia lo retó a que lo hiciese. Así lo hizo él, y lo vendió.
»De modo que cuando esta chica se rió de mí, le dije que me creía capaz de
escribir un cuento y venderlo. A lo que ella contestó que apostaba a que no lo haría.
Entonces, yo le aposté una cita contra cinco dólares. Si yo vendo el cuento, ella tiene
que salir a cenar y a bailar conmigo una noche que yo elija. Y la chica aceptó.
»Así que no me queda más remedio que escribir ese cuento, porque ella dijo que
saldría conmigo si lo escribía y le gustaba, aunque no lograse venderlo, lo que quizá
signifique que yo le gusto más de lo que creía.
James Drake, que había estado escuchando con aire pensativo, se mesó el ralo
bigote gris con un dedo y dijo:
—O que está muy segura de que no escribirás el cuento.
—Lo escribiré —insistió Peterborough.
—Adelante, pues —dijo Rubin.
—Es que existe un impedimento. Puedo escribir el cuento, estoy seguro.
Dispongo de buen material. Hasta tengo el final como para poder darle esa mirada
hacia atrás que usted menciona, señor Rubin. Pero carezco de un móvil.
—¿Un móvil? —preguntó Rubin—. Creí que habías dicho que ibas a escribir un
cuento de ciencia ficción.
—Sí, señor Rubin, pero es un cuento de misterio y ciencia ficción, y necesito un
móvil. Tengo el modus operandi del asesinato, e incluso la forma de perpetrarlo, pero
me falta un porqué. Pero pensé que, viniendo aquí, podía hablarlo con usted.
—¿Que podías qué? —preguntó Rubin levantando la cabeza.
—Sobre todo con usted, señor Rubin. He leído sus cuentos de misterio, no leo
exclusivamente ciencia ficción, ¿sabe?, y creo que son geniales. Es usted muy bueno
inventando móviles. Pensé que podría ayudarme.
Rubin respiraba agriadamente e intentaba dar toda la impresión de que su aliento
era una pura llama. Había cenado principalmente arroz y ensalada, y de puro
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famélico, se había servido dos raciones de coupe aux marrons, pero ni siquiera ese
dulce motivo le había puesto de buen talante.
—A ver si ponemos las cosas en claro, mi joven universitario —le dijo—. Has
hecho una apuesta. Te arriesgarás con esa chica, o al menos tratarás de sacarle todo el
partido que puedas escribiendo un cuento que le guste y que quizá se venda… Ahora
bien, quieres ganar la apuesta engañando a la chica y pidiéndome que te escriba ese
cuento. ¿No es así?
—No, no es así —se apresuró a negar Peterborough—, en absoluto.
Yo voy a escribir ese cuento. Solamente quiero que me ayude con el móvil.
—O sea que salvo eso, escribirás el resto —comentó Rubin—. ¿Qué tal si te lo
dicto? En ese caso también lo escribirías. Podrías copiarlo con tu propia letra.
—Es que no es lo mismo.
—Claro que sí, jovencito. No se hable más. O escribes ese cuento tú solo, o le
dices a la muchacha que no puedes hacerlo.
Completamente desvalido, Milton Peterborough echó una mirada a su alrededor.
—Maldición, Manny, ¿a qué vienen tantas ínfulas? —preguntó Trumbull—. Te he
oído decir millones de veces que las ideas valen un céntimo la docena, que lo que
cuesta es escribir. Dale una idea, hombre, y todavía le quedará lo más difícil por
hacer.
—Me niego —contestó Rubin, apartándose de la mesa de un empellón y cruzando
los brazos—. Si todos vosotros tenéis un sentido de la ética atrofiado, adelante, dadle
ideas… si es que sabéis cómo.
—Está bien, en vista de que soy el anfitrión, arreglaré esto por decreto pero lo
someteré a votación. ¿Quiénes están a favor de ayudar al muchacho, si es que
podemos?
Trumbull levantó la mano, igual que Gonzalo y Drake.
Avalon se aclaró la voz con una pizca de incertidumbre y dijo:
—Me temo que debo darle la razón a Manny. Sería engañar a la chica.
—Como profesor, no puedo aprobar que nadie reciba ayuda durante una prueba
—manifestó Halsted.
—Empate —sentenció Rubin—. ¿Qué vas a hacer, Tom?
—No hemos votado todos. Henry es un Viudo Negro y su voto romperá el
empate. ¿Henry? —dijo Trumbull.
Henry vaciló un breve momento:
—Mi posición honoraria casi no me da derecho a…
—Henry, no eres un Viudo Negro honorario. Eres un Viudo Negro y punto.
¡Decide!
—Henry, recuerda que eres el compendio de los hombres justos —le dijo Rubin
—. ¿Qué opinas sobre esto de engañar a la chica?
—Nada de hacer campaña electoral —comentó Trumbull—. Adelante, Henry.
Él rostro de Henry se arrugó en una extraña mueca.
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—Jamás pretendí ser un hombre extraordinariamente justo, pero si lo hice, tal vez
considere este caso como algo especial. Julieta le dijo a Romeo: «De los perjurios de
los amantes, dicen que se ríe Júpiter». ¿Podríamos hacer una excepción?
—Me sorprendes, Henry —declaró Rubin.
—Quizá en mí influye el hecho de que no considero este asunto como una
mentira del joven hacia la chica —explicó Henry—, sino que lo veo más bien como
un asunto entre un joven estudioso y un atleta. Todos nosotros somos personas
estudiosas, y en nuestra juventud es posible que un atleta nos haya quitado una chica.
Me avergüenza admitir que a mí me ha ocurrido. Por ello…
—Pues a mí no —interrumpió Rubin—. Jamás perdí una chica ante un… —
Vaciló un momento con aire pensativo y luego, con tono alterado, agregó—: Bueno,
no tiene importancia. De acuerdo, habéis ganado. ¿Y bien? ¿Cómo es el cuento,
Peterborough?
Peterborough tenía la cara roja y en una sien le asomaban unas gotitas de sudor.
—No voy a contarles el cuento que pienso escribir; me limitaré a darles los
detalles esenciales sobre el punto en el que necesito ayuda. Sólo quiero lo mínimo. Ni
siquiera les pediría eso, si no fuera porque significa tanto… —Peterborough se
interrumpió, apenas le quedaba un hilo de voz.
—Adelante, no te preocupes —le dijo Rubin con una calma sorprendente—. Te
comprendemos.
—Gracias —repuso Peterborough—. Se lo agradezco mucho. En mi cuento hay
dos hombres, vamos a llamarlos el asesino y la víctima. Ya he pensado la forma en
que el asesino cometerá el crimen y cómo lo atraparán, y no pienso decirles una
palabra al respecto. Tanto al asesino como a la víctima les entusiasma el tema de los
eclipses.
—¿Le entusiasma a usted el tema de los eclipses, señor Peterborough? —le
interrumpió Avalon.
—Sí. Tengo amigos que viajan adonde sea para verlos, incluso si tienen pocas
probabilidades de observarlos, pero yo no puedo permitirme ese lujo; además, no
tengo tiempo. Voy a ver los que me quedan cerca. Dispongo de telescopio y equipo
fotográfico.
—¡Bien! —exclamó Avalon—. Si uno ha de hablar de eclipses, siempre es útil
saber algo acerca de ellos. Eso de tratar de escribir sobre un tema del que se
desconoce todo es una forma segura de fracasar.
—¿La chica que te gusta se interesa por los eclipses? —inquirió Gonzalo.
—No —contestó Peterborough—, ojalá se interesara.
—Verás, si no comparte tus intereses, podrías buscarte a alguien que sí lo hiciera
—sugirió Gonzalo.
—No creo que la cosa funcione así, señor Gonzalo —repuso Peterborough
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sacudiendo la cabeza.
—Sin duda no —dijo Thomas Trumbull—. Cállate, Mario, y déjalo hablar.
—El asesino y la víctima —prosiguió Peterborough— están sacando fotos de un
eclipse y, contra toda suposición, la víctima, que es un perdedor nato, saca la mejor
foto. El asesino, incapaz de soportarlo, decide eliminar a la víctima. A partir de ese
punto no tengo problemas.
—Entonces, ya tienes un móvil —comentó Rubin—, ¿cuál es tu problema?
—Mi problema es… ¿qué es lo que hace que esa foto sea mejor? Una foto de un
eclipse no es más que eso, una foto de un eclipse. Algunas son mejores que otras,
pero, suponiendo que ambos fotógrafos sean competentes, la diferencia no puede ser
tan notable. Al menos no como para justificar un asesinato.
—Puedes organizar el cuento de manera tal que incluso una pequeña diferencia
pueda convertirse en motivo válido para el crimen —sugirió Rubin encogiéndose de
hombros—. Aunque admito que para ello haría falta una mano experta. Olvídate del
eclipse. Busca otra cosa.
—No puedo. El asesinato, el arma y el descubrimiento del crimen dependen de la
fotografía y de los eclipses. Así que no me queda otra alternativa que conservar el
tema.
—¿Qué es lo que lo convierte en un cuento de ciencia ficción, muchacho? —
inquirió Drake con suavidad.
—No les he explicado ese punto, ¿verdad? Es que intento decirles lo menos
posible. Para lo que estoy haciendo, necesito ordenadores avanzados y equipo
fotográfico de ciencia ficción. Uno de los dos personajes, no estoy seguro cuál de
ellos, toma una foto del eclipse desde un avión estratosférico.
—En ése caso, ¿por qué quedarse a mitad de camino? —preguntó Gonzalo—, Si
el cuento ha de ser de ciencia ficción… Deja que te explique cómo lo veo yo. El
asesino y la víctima son muy aficionados a los eclipses, y el asesino es el mejor.
Hagamos que sea el asesino quien viaja en ese avión y quien toma la mejor foto
jamás vista de un eclipse; para ello haz que utilice algún nuevo equipo fotográfico de
su invención. A continuación, haz que la víctima, contra toda previsión, le gane.
Digamos que viaja a la Luna y toma la foto del eclipse desde allí. El asesino se
enfurece al ver que lo han derrotado, le da un ataque de rabia y ya tienes solucionado
el cuento.
—¿Una foto de un eclipse desde la Luna? —preguntó enérgicamente Rubin.
—¿Por qué no? —rebatió Gonzalo, ofendido—. El hombre ya llegó a la Luna, de
modo que bien podríamos repetir la experiencia en un cuento de ciencia ficción.
Además, en la Luna existe un vacío, ¿no es así? No hay aire. No hay que ser
científico para saberlo. Y sin aire, se obtienen mejores fotos. Más claras. ¿No es así,
Milton?
—Sí, pero… —repuso Peterborough.
Rubin lo interrumpió y dijo:
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—Mario, escucha con atención. Un eclipse de Sol se produce cuando la Luna se
interpone exactamente entre el Sol y la Tierra. Quienes observan él fenómeno desde
la Tierra, ven el Sol oscurecido porque el cuerpo opaco de la Luna se encuentra
justamente frente a éste. En la Tierra nos encontramos dentro del cono de sombra de
la Luna. Ahora bien, si tú ya estás en la Luna —en este punto su voz se tornó áspera
—, ¿cómo diablos puedes encontrarte en sombra?
—No vayas tan deprisa, Manny —pidió Avalon—. Un eclipse es un eclipse. Y
también existen eclipses lunares, cuando la Tierra se coloca entre el Sol y la Luna. En
ese caso, la Luna estará en el cono de sombra de la Tierra, y todo el satélite queda a
oscuras.
»Entonces, yo lo veo así. El asesino toma una hermosa fotografía de un eclipse
desde la Tierra, donde tenemos a la Luna moviéndose frente al Sol. Posee un equipo
avanzado inventado por él mismo, por lo que posiblemente nadie pueda lograr una
foto mejor de la Luna frente al Sol. Sin embargo, la víctima logra superarlo al tomar
una foto aún más impresionante de un eclipse en la Luna, donde, como Mario dice,
no hay aire, en cuyo caso, la Tierra es la que se mueve frente al Sol.
—No es lo mismo —balbuceó Peterborough.
—Claro que no —admitió Halsted, que había apartado la taza de café a un lado y
estaba realizando unos cálculos rápidos—. Vistos desde la Tierra, la Luna y el Sol
tienen el mismo ancho aparente, casi el mismo. Claro que se trata de una mera
coincidencia y no de una necesidad astronómica. De hecho, hace siglos, la Luna
estaba más cerca y parecía más grande, y dentro de siglos, la Luna estará… Bueno,
da igual. El hecho es que la Tierra es más grande que la Luna, y desde ésta se ve la
Tierra a la misma distancia que vemos la Luna cuando estamos en la Tierra. Por lo
tanto, en el cielo lunar la Tierra es, en apariencia, bastante más grande que lo que en
realidad es la Luna. ¿Me seguís?
—No —repuso Gonzalo, categórico.
—Pues da igual —contestó Halsted enfadado—. Fíate de lo que yo te diga. En el
cielo lunar, la Tierra es aproximadamente tres veces y dos tercios tan ancha en
apariencia como lo es la Luna en el cielo terrestre. Eso significa que en el cielo lunar,
la Tierra se ve también con esa diferencia de tamaño con respecto al Sol, porque éste
se ve exactamente igual desde la Luna que desde la Tierra.
—¿Y dónde está la diferencia? —preguntó Gonzalo—. Si la Tierra es más grande,
puede tapar al Sol mucho mejor.
—No —respondió Halsted—. La clave del eclipse reside en que la Luna encaja
exactamente encima del Sol. Oculta el círculo brillante del Sol resplandeciente y
permite que su corona, es decir su atmósfera superior o más alta, brille todo alrededor
del Sol oculto. La corona resplandece en todas las direcciones con la luz de la Luna
llena y lo hace emitiendo unas curvas y unos rayos maravillosamente delicados.
»Sin embargo, si un cuerpo tan grande como la Tierra se coloca frente al Sol, tapa
la esfera brillante y la corona a la vez. Con lo cual no se ve nada.
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—Eso suponiendo que la Tierra se colocase exactamente frente al Sol —comentó
Avalon—. Cuando se ve el eclipse antes o después de su punto medio, al menos parte
de la corona se proyectará fuera de la esfera terrestre.
—Pero una parte no es todo —comentó Peterborough—. No sería lo mismo.
Se produjo un breve silencio, después del cual Drake dijo:
—Espero que no te importe que un químico colega tuyo intente buscarte una
solución al problema, jovencito. Trato de imaginarme a la Tierra en el cielo,
colocándose frente al Sol. Si hacemos esto, entonces hay que considerar lo siguiente:
la Tierra tiene atmósfera y la Luna carece de ella.
»Cuando la Luna se coloca frente al Sol, vista desde la Tierra, su superficie
aparece nítida contra el Sol. Cuando la Tierra se coloca frente al Sol, visto desde la
Luna, el confín de la Tierra aparece borroso y el Sol brilla a través de la atmósfera
terrestre. ¿Te proporciona eso la diferencia que puedes usar en el cuento?
—Verá —dijo Peterborough—, en realidad ya había pensado en ello. Incluso
cuando el Sol se encuentra completamente detrás de la Tierra, su luz se refracta en
todas direcciones a través de la atmósfera terrestre, y una luz rojo anaranjada la
penetra y alcanza la Luna. Es como si desde la Luna se viese la Tierra rodeada de una
puesta de sol. Y no es sólo teoría. Cuando se produce un eclipse total de la Luna,
normalmente se ve a ésta como un círculo de luz, color ladrillo, a causa de la
atmósfera de puesta de sol de la Tierra.
»Visto desde la Luna, a medida que el eclipse avanza, ese lado de la atmósfera
que acaba de pasar por encima del Sol es más brillante, pero se va oscureciendo
gradualmente, mientras que el otro lado se va haciendo más brillante. En el punto
medio del eclipse, si se lo observa desde una zona de la Luna en la que se vean la
Tierra y el Sol centrados, el anillo rojo anaranjado tiene un brillo uniforme…
suponiendo que en la atmósfera terrestre no haya en ese momento muchas nubes.
—Por el amor de Dios, ¿acaso no se trata de una vista lo suficientemente
espectacular como para que la fotografíe la víctima? —inquirió Drake—. La Tierra
sería un agujero negro en el cielo, rodeada de un fino anillo naranja. Sería…
—No —dijo Peterborough—. No es lo mismo. Es demasiado oscuro. Sería
simplemente un anillo rojo anaranjado. Una vez tomada la foto por primera vez, no
quedaría nada más. No sería como la corona, infinitamente variable.
—¡Deja que lo intente! —exclamó Trumbull—. Quieres que la corona se vea todo
alrededor, ¿no es así, Milton?
—Así es.
—Corrígeme si me equivoco, pero, por lo que he leído, tengo entendido que el
cielo es azul porque la luz es dispersada por la atmósfera. En la Luna, donde no hay
atmósfera, el cielo es negro. Las estrellas, que desde la Tierra se ven como deslucidas
por la luz dispersa de nuestro cielo azul, no se verían igual de deslucidas en el cielo
sin aire de la Luna. Se verían bien.
—Sí, aunque tengo sospechas de que el fulgor del Sol dificultaría su visión.
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—Eso no es importante —dijo Trumbull—. No tendrías más que cortar un círculo
de metal opaco y sostenerlo en el aire, a distancia adecuada del equipo fotográfico,
para tapar el disco refulgente del Sol. En la Tierra, no se puede hacer lo mismo
porque, aunque taparas el Sol, la luz dispersa del cielo oscurecería la corona. En la
Luna no hay luz dispersa en el cielo, y la corona continuaría siendo brillante.
—En teoría es posible —admitió Peterborough—. En realidad, también puede
hacerse en la Tierra, en la cima de las montañas, y utilizando un coronógrafo. Aun
así, no sería lo mismo, porque no sólo es cuestión de que la atmósfera dispersa la luz.
También hay que tener en cuenta que el suelo, la tierra misma, dispersa y refleja la
luz.
»La superficie lunar aparecería muy brillante y la luz llegaría de todos los
ángulos. Las fotografías que se tomaran no serían buenas. Como verán, el motivo por
el que la Luna permite las condiciones óptimas que se obtienen aquí, en la Tierra, es
que su sombra no sólo se proyecta sobre el telescopio y la cámara. Se proyecta
también en todo el paisaje circundante. En condiciones ideales, la sombra de la Luna
puede abarcar un ancho de 250 kilómetros y cubrir unos 50 000 kilómetros cuadrados
de la superficie terrestre. Normalmente, la superficie abarcada es considerablemente
menor; pero en general basta con cubrir el paisaje inmediato; es decir, si se trata de
un eclipse total.
—Así, se trata de un objeto opaco mayor… —dijo Trumbull.
—Tendría que ser bastante grande y encontrarse lo bastante lejos —comentó
Peterborough—, como para lograr el efecto. Y eso sería demasiado engorroso.
—Esperad, creo que ya lo tengo —anunció Halsted—. Se necesitaría algo grande,
de acuerdo. Supongamos que en la órbita lunar hubiera asentamientos espaciales
esféricos. Si la víctima se encuentra en una nave espacial y el asentamiento espacial
se coloca entre su nave y el Sol, tendría exactamente lo que desea. Podría disponerlo
todo para estar lo bastante cerca como para quedar en la sombra, la cual, por
supuesto, es cónica y se estrecha hasta un punto determinado si uno se aleja lo
suficiente, y como os decía, esta sombra sería lo bastante amplia como para abarcar
toda la nave espacial de la víctima. No existiría superficie terrestre que reflejara la
luz, y ya está, solucionado.
—No se me había ocurrido pensarlo. Es posible —dijo Peterborough,
preocupado.
Halsted sonrió de un modo forzado y se sonrojó de placer hasta donde en una
época había tenido la línea del cuero cabelludo.
—Pues ahí lo tienes, entonces —dijo.
—No quisiera parecer quisquilloso, pero… —replicó Peterborough—; pero si
introducimos el tema espacial, se presentarán ciertos problemas en el resto del
cuento. Es importante que todo permanezca en la Tierra o cerca de ella; pero a pesar
de ello, ha de haber algo tan sorprendente e inesperado que…
Hizo una pausa y Rubin completó la frase:
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—Tan sorprendente e inesperado que empuje al asesino a la cólera y la venganza.
—Sí.
—Bien —prosiguió Rubin—, dado que aquí el rey del misterio soy yo, creo que
puedo solucionarte el problema sin alejarnos demasiado de la Tierra; pero antes
quiero aclarar algunos puntos. Dijiste que el asesino toma las fotos desde un avión.
¿Por qué?
—Bueno, porque cuando la sombra de la Luna se proyecta sobre la Tierra, se
mueve deprisa, a unos 2300 kilómetros por hora, o sea a más de 600 metros por
segundo. Si una persona está en un lugar de la Tierra, la máxima duración posible de
un eclipse total es de siete minutos, transcurridos los cuales, la sombra se ha movido
y ya no cubre a dicha persona. Esto ocurre cuando la Tierra se encuentra cubierta al
máximo por la sombra lunar. Cuando esto no ocurre, y la Tierra se halla más cerca del
extremo final de dicha sombra, el eclipse total puede durar solamente un par de
minutos, e incluso unos pocos segundos. En realidad, más de la mitad de las veces,
durante un eclipse, la sombra de la Luna no alcanza la superficie terrestre; y cuando
la Luna se encuentra directamente frente al Sol, éste la sobrepasa por todos lados. En
ese caso se produce un eclipse anular, en cuyo caso la luz solar se proyecta más allá
de la Luna y lo invade todo. Un eclipse de este tipo no nos serviría.
—¿Y en el avión? —inquirió Rubin.
—El avión se puede desplazar junto con la sombra, en cuyo caso el eclipse total
duraría una hora o más, a pesar de que desde un punto fijo en la Tierra sólo duraría un
tiempo mucho más breve. Se tendría mucho más tiempo para tomar fotos y hacer
observaciones científicas. Eso no es ciencia ficción, ya se hace.
—¿Se pueden tomar buenas fotos desde el avión? —preguntó Rubín—.
¿Constituye el avión una base lo bastante firme como para hacer fotos?
—En mi cuento —repuso Peterborough—, un ordenador guía el avión, controla
los movimientos del viento y mantiene el aparato perfectamente firme. Ahí es donde
entra la ciencia ficción.
—No obstante, transcurrido un determinado tiempo, la sombra de la Luna
abandona del todo la superficie terrestre, ¿no es así?
—Sí, el alcance del eclipse cubre una parte fija de la superficie terrestre y tiene un
punto inicial total y un punto final total.
—Exactamente —dijo Rubin—. Ahora bien, el asesino está seguro de que sus
fotos tomadas desde la estratosfera captarán las mejores imágenes jamás vistas de un
eclipse, pero no cuenta con que la víctima tiene una nave espacial. Tranquilo, no hace
falta alejarse demasiado de la Tierra. Simplemente la nave espacial sigue la sombra
de la Luna después de que abandone la Tierra. La víctima tiene más tiempo para
tomar fotos, una base más firme, y ninguna interferencia atmosférica. El asesino
observa desde su aparato cómo la víctima, a la que considera un pobre idiota, hace
exactamente lo mismo que él, sólo que mucho mejor. Enloquece y se convierte en
asesino.
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—¡Espera, espera! —exclamó Gonzalo agitando ambos brazos en el aire, lleno de
excitación—. Podemos hacer algo mejor. Escucha, ¿qué me dices del eclipse anular
que mencionaste hace un momento? Comentaste que la sombra no llega a la Tierra.
—No llega a su superficie, es cierto.
—¿A qué altura de la superficie se encuentra?
—Depende. En condiciones extremas, el vértice del cono de sombra podría
encontrarse a cientos de kilómetros de la Tierra.
—Bien —asintió Gonzalo—; pero ¿podría el vértice del cono de sombra quedar a
unos quince kilómetros de la Tierra?
—Claro que sí.
—En cuyo caso el eclipse seguiría siendo anular, y por lo tanto no nos serviría,
¿no es así?
—Así es —repuso Peterborough—. La Luna no lograría ocultar completamente al
Sol. Se vería una finísima porción de Sol alrededor de la Luna, lo cual produciría luz
suficiente como para echarlo todo a perder. Al tomar fotos, se perderían las
protuberancias, el fulgor y la corona.
—¿Qué ocurriría si ascendieras quince kilómetros? —inquirió Gonzalo—. En ese
caso se vería un eclipse total, ¿no?
—Si uno se encontrara en el sitio adecuado, sí.
—Ahí lo tienes, pues. Se produce un eclipse anular, el asesino cree que logrará
apuntarse un tanto. Parte en su nave estratosférica y asciende quince kilómetros para
situarse en el vértice del cono de sombra, o justo por encima de él, y lo va siguiendo.
Su intención es convertir un eclipse anular en total. Y la víctima, el típico perdedor,
hace exactamente lo mismo, sólo que utiliza una nave espacial para salir de la
atmósfera y tomar mejores fotos. ¿Qué puede darle más rabia al asesino que el hecho
de que su contrincante utilice el as que se tenía reservado y le gane?
—Bien, Mario —asintió Avalon con la cabeza—. Eso sí que está mejor.
—Detesto admitirlo, Mario… —dijo Rubin con una expresión como si hubiera
mordido inesperadamente un limón.
—No digas nada, Manny —le sugirió Gonzalo—. Ya se te ve en la cara. Ahí lo
tienes, muchacho, escribe el cuento.
—Supongo que es la mejor solución que se puede encontrar —dijo Peterborough
con un suspiro.
—No pareces rebosante de alegría —comentó Gonzalo.
—Esperaba algo más… espectacular, pero no creo que exista. Si ninguno de
ustedes logró…
—¿Puedo interrumpir, señor? —inquirió Henry.
—¿Cómo? No, no quiero más café, gracias —repuso Peterborough
distraídamente.
—No me refiero a eso, señor; hablo del eclipse.
—Henry es socio del club, Milton —informó Trumbull—. Deshizo el empate al
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producirse la discusión, ¿lo recuerdas?
Peterborough se llevó una mano a la frente.
—Sí, claro. Pregunte usted, Henry.
—¿Las fotos tomadas en el vacío serían realmente mucho mejores que tomadas
en el aire enrarecido de la estratosfera? ¿Sería la diferencia de calidad lo bastante
grande como para motivar un asesinato, a menos, claro está, que el asesino fuera algo
así como un maníaco homicida?
—Ésa es la cuestión —dijo Peterborough, asintiendo con la cabeza—. Eso es lo
que me fastidia. Por eso sostengo que necesito un móvil. La diferencia en la calidad
de las fotos no es lo bastante grande.
—Entonces —prosiguió Henry—, consideremos la máxima del señor Rubin,
según la cual, al narrar un cuento deberíamos echar una mirada hacia atrás.
—Ya conozco el final —dijo Peterborough—, ya tengo esa mirada hacia atrás:
—Lo digo en otro sentido, en el de mirar deliberadamente en la otra dirección, la
menos usual. Durante un eclipse, siempre miramos la Luna; la Luna en un eclipse
lunar y otra vez la Luna cuando cubre al Sol durante un eclipse solar, y eso es lo que
fotografiamos. ¿Y si echáramos una mirada hacia atrás y nos fijásemos en la Tierra?
—¿Y qué hay que ver en la Tierra, Henry? —preguntó Gonzalo.
—Cuando la Luna se desplaza hacia la sombra terrestre, siempre está en la fase
llena, y normalmente se oscurece por completo. ¿Qué le ocurre a la Tierra cuando se
coloca en la sombra de la Luna? Sin duda no se oscurece por completo.
—No —replicó Peterborough enfáticamente—. La sombra de la Luna es más
corta y más delgada que la de la Tierra, y la Tierra misma es más grande que la Luna.
Incluso cuando la Tierra entra lo más posible en el cono de sombra de la Luna, sólo
se oscurece una pequeña parte de nuestro planeta, produciéndose un pequeño punto
oscuro que abarca, con mucho, 1/600 del círculo de luz de la Tierra.
—¿Podría verse desde la Luna? —inquirió Henry.
—Sí, desde luego, si se supiera hacia dónde mirar, y especialmente si se contara
con un buen par de prismáticos. Se lo vería comenzar pequeño, moverse de oeste a
este por la superficie terrestre, hacerse más grande, luego más pequeño hasta
desaparecer. Sería interesante, pero nada espectacular.
—Visto desde la Luna, no, señor —le indicó Henry—. Supongamos ahora que
invertimos las posiciones de los personajes. La víctima está en el avión y es quien
puede tomar la foto desde la estratosfera. El asesino es el que pretende arrebatarle el
triunfo a su contrincante tomando una foto mejor desde el espacio, digamos una foto
marginalmente mejor. Pero supongamos que, contra toda expectativa, la víctima,
desde su avión, le arrebata a su vez el triunfo al asesino, que está en su nave espacial.
—¿Cómo puede hacerlo, Henry? —preguntó Avalon.
—Desde su avión, la víctima de pronto se da cuenta de que no es necesario que
mire la Luna. Mira hacia atrás, hacia el suelo, y ve la sombra de la Luna dirigiéndose
hacia él a toda velocidad. La sombra lunar no es más que un punto oscuro si se la
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observa desde la Luna, y vista desde la superficie terrestre es como si temporalmente
cayera la noche. Pero desde un avión en la estratosfera, es un círculo oscuro que se
mueve a 2300 kilómetros por hora, y a medida que pasa va tragándolo todo, tierra,
mar, nubes. El avión puede desplazarse delante del círculo, y ya no es preciso
limitarse a tomar sólo fotos. Una cámara de cine podría filmar la película más
espectacular. De ese modo, el asesino, que esperaba vencer ampliamente a la víctima,
se encuentra con que éste ha captado la atención mundial a pesar de que para ello
sólo contaba con un avión, en contraposición con la nave espacial de aquél.
Gonzalo aplaudió ruidosamente y Trumbull exclamó:
—¡Muy bien!
Incluso Rubin sonrió y asintió con la cabeza. En cuanto a Peterborough se
apresuró a decir:
—¡Claro! Y la sombra que va aproximándose tendría un delgado reborde rojo,
porque en el momento en que esa sombra te alcanzara, las protuberancias rojas
proyectarían su luz sin que la luz blanca del Sol las tapase. ¡Muy bien, Henry! ¡La
solución estaba en echar una mirada hacia atrás! Si logro escribir bien este cuento, ni
siquiera me importará que no se venda. Tampoco me importará que… —En este
punto le tembló la voz—, que… que a ella no le guste y no salga conmigo. ¡El cuento
es más importante!
Henry sonrió amablemente y dijo:
—Me alegra oírle decir eso, señor. Un escritor siempre debería tener un adecuado
sentido de las prioridades.
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El Expreso de Nápoles
Randall Garrett
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—Su Alteza.
—Buenos días, comandante. Tengo entendido que tiene usted una carta de Su
Majestad…
—Así es, Alteza —asintió el oficial naval, exhibiendo un gran sobre sellado—.
Debo aguardar su respuesta, Alteza.
Su Alteza cogió la carta y se dirigió hacia una silla próxima.
—Siéntese, comandante, mientras me informo de qué se trata.
Él mismo se sentó en una silla, rompió el sello y extrajo la carta.
En el extremo superior aparecía en relieve el sello real y, debajo, el texto de la
misiva:
Mi querido Ricardo:
Ha habido un ligero cambio de planes. Debido a acontecimientos
imprevistos, el paquete que habías preparado para su expedición debe ser
enviado por vía marítima en vez de hacerlo por tierra. El portador de esta
carta, el comandante Edwy Dhuglas, se encargará de llevar el paquete y tu
correo a su destino a bordo del velero que capitanea, el White Dolphin. Su
velero es el más rápido de la Armada y hará el viaje con la premura
necesaria.
Con los mejores deseos,
tu hermano que te quiere,
Juan.
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el tratado llegara a destino a toda prisa.
Y ahora, Su Majestad Imperial, Juan IV, por la Gracia de Dios, Rey de Inglaterra,
Francia, Escocia e Irlanda; Emperador de los Romanos y los Germanos; Premier del
Clan Moqtessumid, Hijo del Sol; Señor y Protector de los Continentes Occidentales
de Nueva Inglaterra y Nueva Francia; Defensor de la Fe, había cambiado los planes.
Naturalmente, tenía todo el derecho de hacerlo, sin la menor duda. Sin embargo…
El príncipe Ricardo echó un vistazo a su reloj de pulsera y luego clavó sus ojos en
el comandante Dhuglas.
—Mucho me temo que este mensaje del Rey, mi hermano, ha llegado un poco
tarde, comandante. El asunto al que se refiere debería estar a punto de abandonar
París en el Expreso de Nápoles dentro de cinco minutos.
II
Los largos y relucientes vagones rojos del Expreso de Nápoles parecían a punto
de ponerse en movimiento; las dos anchas bandas de treinta centímetros que corrían a
lo largo del convoy —una blanca y la otra azul— producían la impresión de que ya
estaba en marcha. Adelante, muy lejos, prácticamente fuera de la Estación del Sur de
París, la locomotora acumulaba vapor con un silbido distante.
Como de costumbre, el Expreso llevaba el máximo de carga. Sólo realizaba el
trayecto de París a Nápoles dos veces a la semana y, normalmente, llevaba todos los
pasajeros que podía albergar en sus coches, aunque siempre existía una extensa lista
de espera. El problema que se presentaba a quien estuviera en lista de espera consistía
en que, cuando se producía la cancelación de una reserva en el último instante, había
que aceptar —según un riguroso orden de precedencia— el tipo de comodidades
ofrecidas o cederlas al siguiente en la lista.
En el Expreso de Nápoles, los compartimientos más lujosos eran los ocho que
estaban dispuestos en el último vagón del convoy, el Vagón de Observación, que
estaba separado del resto del tren por el vagón comedor. Cada una de las dieciséis
plazas habían sido reservadas, pero tres fueron canceladas en el último momento. De
estos tres compartimientos, dos fueron inmediatamente ocupados por pasajeros qué
aguardaban en lista de espera, que abonaron con irritación el precio extra requerido.
El compartimiento número dieciséis, sin embargo, permaneció desocupado, ya que
ninguno de los demás pasajeros que estaban en lista de espera pudo afrontar
semejante gasto.
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Los pasajeros comenzaron a abordar el tren y uno de ellos, un irlandés de baja
estatura pero corpulento, de cabellos negros y aspecto elegante, que llevaba en una
mano un maletín decorado con un emblema y una maleta en la otra, y portaba
documentos que le acreditaban como Seamus Kilpadraeg, Maestro de Magos,
observaba al resto de los pasajeros, aunque procurando que su vigilancia pasara
desapercibida. El hombre que estaba justo delante de él en la fila era ancho de
hombros y apuesto, de cabellos grises; se presentó como Sir Stanley Galbraith, subió
al tren sin mirar una sola vez hacia atrás, en dirección al maestro Seamus, mientras se
identificaba, dejaba un instante la maleta, entregaba su pasaje y recogía el resguardo.
El hombre que le seguía en la fila, el último, era un caballero alto y delgado, de
cabellos castaños y una densa barba del mismo color. Unos instantes antes, el maestro
Seamus le había visto aproximarse al tren a la carrera, atravesando toda la estación.
El caballero de la barba portaba una maleta en una mano y un bastón con empuñadura
de plata en la otra, revelando al andar una leve cojera.
El mago le escuchó dar su nombre al inspector que recogía los tickets; se trataba
del señor John Peabody.
El maestro Seamus sabía que la leve cojera era fingida y que el bastón ocultaba
una espada, pero no dijo nada y ni siquiera miró hacia él cuando recogió la maleta y
subió al tren.
El pequeño salón, en la parte posterior del vagón, ya albergaba a cinco o seis
pasajeros. El resto, presumiblemente, se encontraba en los compartimientos. Su
propio compartimiento era, de acuerdo con su ticket, el número dos, en el sector
delantero del vagón, y hacia allí se dirigió llevando el maletín en una mano y la
maleta en la otra. Volvió a comprobar su asiento en el ticket y leyó: Número Dos
Superior. La litera inferior era un sofá durante el día, mientras que la superior había
sido replegada dentro del tabique. Sin embargo, había dos gavetas amplias debajo de
la litera inferior con las inscripciones «Inferior» y «Superior». La que indicaba
«Superior» aún tenía la llave en la cerradura en tanto que la otra gaveta no la tenía, lo
que indicaba que el hombre que compartiría el compartimiento con él ya habría
acomodado su equipaje, cerrado la gaveta y guardado la llave. El maestro Seamus
metió sus cosas en su gaveta, la cerró con llave y, no teniendo nada mejor que hacer,
salió del compartimiento para dirigirse hacia el salón…
El caballero de la elegante y cuidada barba, el señor Peabody, estaba sentado en
un extremo leyendo el Standard de París. Tras echarle una mirada, el mago le ignoró
y se dedicó a buscar un asiento. Tras haberlo hallado, se sentó y miró distraídamente
a los demás pasajeros.
Los viajeros formaban un grupo variopinto. Algunos eran altos, otros de baja
estatura; los había de mediana edad y también algunos que apenas si superaban la
treintena. El que tenía aspecto más joven era un muchacho rubio de tez sonrosada que
permanecía de pie junto al bar como si aguardara impacientemente a que le sirvieran
un trago, aunque sin duda ya sabría que no se serviría alcohol antes de que el convoy
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se pusiera en marcha.
El pasajero que parecía de edad más avanzada, era un caballero de cabellos
blancos que llevaba el atuendo de un sacerdote; tenía un bigote pequeño, una barba
diminuta y bien recortada y las mejillas tersas y perfectamente rasuradas. Estaba
leyendo su breviario a través de un par de medias gafas de armazón de oro.
Entre el más joven y el más anciano, parecía haber un ejemplar humano de cada
década intermedia. Había solamente nueve hombres en el salón de fumar, incluyendo
al mago. Los cinco restantes, por una u otra razón, permanecían en sus
compartimientos. El último pasajero estuvo a punto de perder el tren. Era un hombre
rollizo, no exactamente gordo, pero sí con exceso de peso, que llegó resoplando justo
en el momento en que el revisor estaba a punto de cerrar las puertas. Empuñaba la
maleta en una mano y su sombrero en la otra. Su cabello color arena había sido
alborotado por el cálido viento primaveral.
—Quinte Jason Quinte —jadeó, exhibiendo su ticket y conservando el resguardo.
—Me alegro de que haya conseguido llegar a tiempo, señor. Bien, ya están todos
a bordo —exclamó el funcionario del ferrocarril cogiendo el pasaje y acabando de
cerrar las puertas.
Dos minutos más tarde, el tren emprendía la marcha.
III
Cinco minutos después de la partida y ya fuera de los límites de la estación, un
hombre enfundado en un brillante uniforme rojo y azul entró en el vagón y pidió a los
que estaban en sus compartimientos que por favor se reunieran en el salón.
—El inspector jefe del convoy estará aquí enseguida —informó a los presentes.
En el tiempo indicado, el inspector jefe hizo su aparición en el salón de fumar. Se
trataba de un hombre de estatura media, con un bigote oscuro dé fiero aspecto y que,
cuando se quitó la gorra, dejó al descubierto una vasta calva surcada por algunos
cabellos oscuros. Su uniforme rojo y azul se distinguía del de su colega porque
llevaba cuatro anchas barras blancas en cada manga.
—Caballeros —dijo con una ligera afectación—, mi nombre es Edmund Norton y
soy el inspector jefe del iren. He comprobado en la lista de pasajeros que todos
ustedes se dirigen directamente a Nápoles. El horario impreso se halla registrado en
unas pequeñas tarjetas que pueden hallar en el lado interno de las puertas de sus
compartimientos y hay otra allí, detrás del bar. Nuestra primera parada será en Lyon,
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donde llegaremos a las 12:15 de esta tarde para detenernos durante una hora. Hay un
excelente restaurante en la estación, el sitio ideal para su almuerzo. Llegaremos a
Marsella a las 18:24 y saldremos nuevamente a las 19:20. A las 21:00 se servirá una
ligera cena en el vagón restaurante.
»Aproximadamente media hora después de la medianoche, cruzaremos la frontera
que separa el Ducado de Provenza del Ducado de Liguria. El tren se detendrá durante
diez minutos, pero ustedes no deben preocuparse, ya que no se permitirá que nadie
baje o suba al tren. Llegaremos a Genova a las 3:31 de la madrugada y proseguiremos
el viaje a las 4:30. El desayuno se servirá desde las 8 a las 9 de la mañana.
Llegaremos a Roma a las 11:56. Abandonaremos Roma a las 13:00, de modo que
tendrán una hora para almorzar. Llegaremos a Nápoles a las 15:26. El tiempo total del
viaje será de 34 horas y 14 minutos.
»Para su conveniencia, el vagón restaurante abrirá a las seis de la mañana. Es el
vagón que sigue a éste en dirección a la locomotora. El señor Fred atenderá todas sus
necesidades; sin embargo, no vacilen en reclamar mi presencia en cualquier momento
en que lo estimen oportuno.
El señor Fred hizo una breve reverencia.
—Bien —prosiguió el inspector jefe—, debo recordar a los caballeros que no está
permitido fumar dentro de los compartimientos, en el corredor o en el salón. Aquellos
de ustedes que deseen fumar pueden utilizar la plataforma, en la parte posterior del
vagón. Si alguien desea hacer alguna pregunta estaré encantado de responderle ahora
mismo.
No había preguntas. El inspector jefe hizo una nueva reverencia:
—Gracias, caballeros. Espero que disfruten del viaje.
Y dicho esto, volvió a ponerse la gorra, se giró y abandonó el vagón.
Había cuatro mesas reservadas en la parte posterior del vagón restaurante para los
pasajeros del vagón de observación. El Maestro de Magos Seamus Kilpadraeg fue
muy temprano al vagón restaurante y, uno a uno, otros tres pasajeros se sentaron con
él a la mesa.
El hombre alto y delgado con escaso cabello blanco y el cano bigote de corte
militar fue el primero en presentarse:
—Mi nombre es Martyn Boothroyd. Parece que hemos de pasar algún tiempo
juntos en este tren, ¿no es verdad? —dijo, mientras su atención se concentraba
especialmente en el mago.
—Así parece, señor Martyn —respondió afablemente el pequeño mago irlandés
—. Soy Seamus Kilpadraeg, y estoy encantado de conocerle.
El hombre de rostro pétreo y con una cicatriz de cinco centímetros en su mejilla
derecha era Gavin Tailleur; el hombre rubio de nariz grande era Sidney Charpentier.
Llegó el camarero, tomó nota de las consumiciones y se retiró.
Charpentier frotó su dedo índice contra su imponente nariz y dijo:
—Discúlpeme, maestro Seamus… pero cuando subió usted al tren, ¿no llevaba
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una maleta de mago?
—Así es, señor —contestó el maestro amablemente.
Charpentier sonrió, exhibiendo sus fuertes dientes blancos.
—Ya decía yo. ¿Aprendiz? ¿O debería llamarle «maestro Seamus»?
El irlandés le devolvió la sonrisa.
—Maestro está bien, señor.
Todos hablaban en voz alta y a su alrededor el resto de los comensales hacía otro
tanto, procurando ajustar el volumen de sus voces para compensar el traqueteo del
Expreso de Nápoles a medida que avanzaba raudamente hacia al sur, en dirección a
Lyon.
—Es un placer conocerle, profesor Seamus —dijo Charpentier—. Siempre me he
interesado por el mundo de la magia. En ocasiones, incluso, me hubiese gustado
incorporarme personalmente a él. Sin embargo, maestro, jamás lo he hecho. Las
matemáticas han ocupado mi cerebro.
—¿Ah, sí? ¿Entonces ha sido usted agraciado con el don del Talento? —preguntó
el mago.
—Sólo un poco —contestó Charpentier—. He obtenido mi licencia como
Curandero Profano.
El hechicero asintió. Una licencia de Curandero Profano era útil para un primer
auxilio y tareas de emergencia o para asistir a u Curandero Cualificado.
Tailleur rozó con el índice la cicatriz que cubría la mejilla de su rostro macizo y
dijo:
—Esto podría haber resultado mucho más grave de no haber sido por el amigo
Sharpy, aquí presente.
Boothroyd intervino repentinamente.
—Hay una pregunta que siempre he deseado formular… ¡Oh, aquí llega ya
nuestro desayuno! —Se interrumpió mientras el camarero disponía los platos de
comida caliente sobre la mesa, para continuar enseguida—: Hay una pregunta, repito,
que siempre he sentido deseos de formular. Me he percatado de que los curanderos
sólo emplean sus manos, tal vez con el añadido de un poco de aceite o agua, sin
embargo, los magos utilizan toda suerte de accesorios: varitas mágicas, amuletos,
incensarios, ese tipo de adminículos. ¿Por que es así?
—Bueno, estimado señor —respondió el mago—, un curandero presta su
asistencia en un proceso que naturalmente tiende hacia la dirección en que él pretende
que se desarrolle. El propio cuerpo manifiesta una fuerte tendencia a sanarse, a
cicatrizar, a recobrar la salud. Y es más, el paciente desea que su cuerpo sane, con
excepción de ciertos casos de grave aberración, en los cuales el curandero cuenta con
otras vías de acción.
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—En otras palabras —intervino Charpentier—, el curandero tiene la cooperación
tanto del cuerpo como de la mente del paciente.
—Así es, exactamente —convino el mago—. El curandero sólo lubrica los
engranajes, por decirlo de alguna manera.
—¿Y en qué difiere su labor de la que realiza el mago? —preguntó Boothroyd.
—Bueno, la mayor parte de la labor de un mago se realiza con objetos
inanimados. Sin la menor cooperación, como es natural. De modo que debe utilizar
instrumentos, herramientas, que el curandero no necesita. Se lo explicaré con una
analogía: suponga que tiene usted dos amigos que pesan ochenta kilos cada uno.
Suponga que están borrachos y desean irse a casa. Pero están tan borrachos que no
pueden llegar a casa por sus propios medios. Usted, que está perfectamente sobrio,
puede llevarles a ambos cogidos bajo los brazos, a un tiempo, hasta llegar a sus casas.
Ello requeriría un pequeño esfuerzo y toda su pericia para transportarles, pero usted
puede hacerlo sin ayuda porque durante todo el camino ellos están cooperando con
usted. Ellos desean llegar a su casa.
»Ahora bien, suponga que tiene usted el mismo peso pero en forma de dos sacos
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de arena y desea transportarlos al mismo sitio; al mismo tiempo. No obtendrá
cooperación alguna de esos 160 kilos dé arena, de modo que deberá utilizar un
instrumento para ayudarse. Hay a su disposición un gran numeró de utensilios, pero
nabrá de escoger el adecuado para ese trabajo. En este caso, utilizaría una carretilla y
no un destornillador o un martillo.
—Oh, ya veo —dijo Boothroyd—. ¿Diría usted, entonces, que la labor de un
mago es más sencilla?
—No más sencilla, sino diferente. Algunos hombres que podrían acarrear en
carretilla 160 kilos de arena a una milla de distancia en quince minutos podrían no ser
capaces de ayudar a un par de borrachos sin emplear para ello la fuerza física. Se trata
de un enfoque diferente, ¿comprende?
El maestro Seamus había dejado que su mirada se paseara por el resto de los
comensales del vagón mientras hablaba. Había solamente catorce hombres durante el
desayuno. El sacerdote de cabellos blancos estaba escuchando, en la mesa contigua, a
dos hombres de aspecto fatuo mientras discurseaban seriamente sobre arquitectura
eclesiástica, pero no pudo escuchar a ninguno de los demás pasajeros debido al ruido
que producía la marcha del tren. Sólo faltaba un hombre. Aparentemente el señor de
la elegante y recortada barba, John Peabody, no había querido desayunar.
IV
El juego de cartas comenzó temprano.
Un hombre imponente que ostentaba una nariz aguileña y una gran barba
completamente blanca, excepción hecha de dos vetas marrón oscuras que
comenzaban en la comisura de los labios, se acercó hacia donde el maestro Seamus se
hallaba sentado, en el salón.
—Maestro Seamus, mi nombre es Gwiliam Hauser. Algunos de nosotros estamos
organizando un juego y pensé que tal vez le gustaría unirse al grupo.
—Le agradezco la invitación, señor Gwiliam —repuso el mago—, pero me temo
que no soy muy aficionado al juego.
—Oh, no se trata de un juego de importancia, señor. Una pequeña apuesta inicial,
sólo un juego amistoso para pasar el tiempo.
—No, ni siquiera un sencillo juego amistoso. Pero, nuevamente, le agradezco la
invitación.
Hauser entrecerró los ojos para mirarle con suspicacia.
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—¿Puedo preguntarle por qué no desea unirse a nosotros?
—Seguro que sí, señor, y me sentiré honrado de explicárselo. Si un mago
interviene en un juego de cartas con hombres que no poseen el Talento, sólo puede
perder.
—¿Por qué? —insistió Hauser.
—Porque si el mago gana, estimado señor, seguramente habrá alguien en la mesa
de juego que le acusará de emplear su Talento para hacer trampas. Usted debería
presenciar un juego de cartas entre magos, señor. Eso sí que es algo digno de verse,
aunque seguramente no vería gran cosa de lo que estaba ocurriendo.
Los ojos de Hauser recobraron su normalidad, y una risilla surgió de algún sitio
de su poderosa barba.
—Ya lo entiendo. No había pensado en ello. Boothroyd sugirió que tal vez usted
deseara jugar, de modo que vine a proponérselo. Le transmitiré su sabia respuesta.
En realidad, a la mayoría de la gente jamás se le ocurriría desconfiar de un mago
y, mucho menos, acusarle de hacer trampas con las cartas. Sin embargo, un mal
perdedor, especialmente si ha estado bebiendo, es capaz de decir cosas de las que más
tarde se arrepentiría. Los magos raramente juegan con personas que carecen del
Talento, a menos que se trate de amigos íntimos.
Finalmente, Hauser, Boothroyd, Charpentier, el rollizo Jason Quinte, el que casi
había perdido el tren, y uno de los dos hombres fatuos —el alto de fino bigote, que
parecía como si hubiese sido enfundado en sus ropas— acabaron reuniéndose en una
mesa del extremo del vagón con un mazo de cartas y una ronda de bebidas. El juego
estaba en marcha.
El mago observó durante algunos momentos el juego desde el otro extremo del
salón y luego abrió una edición del Journal of the Royal Thaumaturgical Society y se
sumió en la lectura.
A las ocho y quince el mago irlandés terminó el artículo acerca de «El álgebra
subjetiva de los procesos kinésicos» y dejó el periódico. Se sentía fatigado, ya que no
había dormido lo suficiente y, además, el monótono sonido y el vaivén del tren le
hacían difícil mantener la mirada fija en la lectura. Cerró los ojos y se masajeó el
puente de la nariz con el índice y el pulgar.
—Discúlpeme, maestro Seamus. ¿Le importa si me siento junto a usted?
El mago abrió los ojos y miró al recién llegado.
—De ningún modo; por favor, siéntese/
El hombre tenía el cabello rojizo, una nariz bulbosa y unas facciones solemnes
diseñadas sobre sus huesos faciales. Su sonrisa era agradable y sus ojos tenían una
mirada adormilada.
—Mi nombre es Zeisler, maestro Seamus, Maurice Zeisler.
Extendió su mano derecha mientras sostenía en la izquierda un vaso de whisky
con agua; más whisky que agua.
Los dos hombres se estrecharon las manos y Zeisler se acomodó en una silla a la
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izquierda del mago, haciendo una señal en dirección a la mesa de saba.
—Juego tonto, el saba. Tener que recordar todas esas cartas. Te olvidas de una,
juegas mal y, cuando menos, pierdes un soberano. Recordarlo todo, tener suerte,
echar a los demás del juego, y entonces consigues estar cuatro soberanos por encima
del resto. Yo nunca he tenido suerte y jamás he podido retener las cartas correctas.
Vandepole sí puede, todo el tiempo. De modo que yo me quedo por allí, ocupándome
de las bebidas, y les dejo jugar. Se pierde menos de ese modo.
—Muy astuto —murmuró el mago.
—¿Una copa?
—No, gracias, señor. Es todavía algo temprano para mí. Quizá más tarde.
—Estupendo. Será un placer.
Zeisler sorbió un buen trago de su copa y luego se inclinó confidencialmente
hacia el mago.
—Lo que a mí realmente me gustaría saber es lo siguiente: ¿está Vandepole
haciendo trampas? Es el hombre elegantemente vestido de bigotillo delgado. ¿Está
utilizando el Talento para influir en la elección de las cartas?
El mago ni siquiera desvió la mirada hacia la mesa de juego.
—Señor, ¿está usted consultándome profesionalmente? —preguntó a media voz.
Zeisler pestañeó.
—Bueno, yo…
—Porque si está pidiéndome una opinión profesional —prosiguió Seamus—,
debo advertirle que los honorarios de un Maestro de Magos son muy elevados. Le
sugeriría que consultara a un Aprendiz de Mago para este tipo de cuestiones; sus
honorarios resultarían más bajos que los míos y le daría exactamente la misma
información.
—Oh, está bien, se lo agradezco mucho. Así lo haré. Muchas gracias —dijo
Zeisler, bebiendo otro trago de su copa—. Oh, a propósito… ¿conoce usted por
casualidad a un Maestro de Magos llamado Sean O’Lochlainn?
El mago asintió lentamente.
—Me he cruzado con él, sí —respondió con prudencia.
—Jamás me he encontrado personalmente con él, pero he oído hablar mucho de
ese personaje. Un mago forense, ya sabe. Un trabajo interesante. Me gustaría
conocerle.
Los ojos de Zeisler habían evitado mirar al mago mientras hablaba, y dejaba
vagar su mirada por el paisaje de la campiña francesa más allá de la ventanilla.
—¿He de entender que está usted interesado en la magia? —preguntó el irlandés.
Los ojos de su interlocutor abandonaron el paisaje para mirarle con atención:
—¿En la magia? Oh, no. Carezco en absoluto del Talento. No, en lo que
verdaderamente estoy interesado es en la investigación, en la labor de investigación.
Investigación criminal.
Zeisler parpadeó y frunció el entrecejo como si estuviese esforzándose por
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recordar alguna cosa. Luego, sus ojos se iluminaron y dijo:
—La razón por la que he traído a la conversación al Maestro de Magos Sean es
que conocí al hombre para quien trabajó, Lord Darcy, que es el Jefe Investigador de
Su Alteza Real el Duque de Normandía —explicó Zeisler. Luego se inclinó hacia
adelante y bajó el tono de su voz. El aliento le olía fuertemente a whisky—. ¿Estaba
usted en la Convención de Magos y Curanderos, en Londres, hace algunos años,
cuando un mago llamado Zwinge fue asesinado en el Royal Steward Hotel?
—Yo estaba allí —dijo el mago—. Lo recuerdo muy bien.
—Sí, eso imaginaba. Bien, yo estaba entonces relacionado con la oficina del
Almirantazgo. Allí conocí a Darcy —prosiguió Zeisler, guiñando un ojo
solemnemente, antes de añadir—: En realidad, le ayudé a resolver el caso, aunque no
puedo decir nada más al respecto.
Zeisler miró nuevamente hacia el exterior, a través de la ventanilla.
—Un gran investigador —continuó—, un genio en su campo. Nadie más podría
haber resuelto aquel caso, pero él lo consiguió inmediatamente. Un genio total. Me
gustaría tener su cerebro.
Vació su copa de un trago y la observó durante un instante, reflexivamente. Luego
se puso de pie y dijo:
—Sí señor, me gustaría tener su cerebro. Bien, es el momento de reponer las
provisiones. ¿Quiere una copa?
—Todavía no. Quizá más tarde.
—Regreso en un minuto —dijo Zeisler, dirigiéndose hacia el bar.
Pero no regresó. Inició una conversación con Fred, el camarero que estaba
mezclando las bebidas, y se olvidó por completo del maestro Seamus, circunstancia
que el pequeño mago irlandés agradeció profundamente.
Se percató entonces de que John Peabody, el de la barba elegante y tupida, estaba
sentado solo en el extremo más alejado del sofá y, aparentemente, leyendo todavía su
periódico; exhibía una concentración tan profunda en la lectura que era suficiente
para descorazonar a cualquiera que deseara entablar conversación con él. Sin
embargo, el mago sabía perfectamente que el hombre mantenía al menos una parte de
su atención sobre el largo corredor que se prolongaba hacia adelante, más allá de los
compartimientos.
El maestro Seamus miró hacia la mesa de juego. El hombre vestido con
afectación y que lucía el bigotillo delgado estaba recogiendo sus abundantes
ganancias.
Si Vandepole estaba haciendo trampas, lo hacía sin la asistencia del Talento, ya
fuera inconsciente o conscientemente; ese tipo de utilización del Talento hubiese
resultado más sencillo para el mago, al menos a tan pequeña escala. No obstante, era
posible que el hombre tuviera el don del Talento precognitivo, aunque ello era algo
acerca de lo cual la ciencia de la magia, por ahora, tenía pocos datos y ninguna teoría.
Alguien, algún día, resolvería el problema de la asimetría del tiempo, pero nadie lo
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había conseguido todavía; incluso las relativamente nuevas matemáticas del álgebra
subjetiva no habían ofrecido soluciones.
El mago se encogió de hombros y volvió a sumergirse en su Journal. ¡Qué
demonios!, aquello no era de su incumbencia.
V
—¡Lyon, caballeros! -La voz del señor Fred llegó a través del salón, luchando
con éxito contra el fragor del tren—. ¡Lyon en quince minutos! ¡El bar se cerrará en
cinco minutos! ¡El almuerzo será servido en el restaurante de la estación y
volveremos a partir a las 13:15! ¡En este momento son las 12:00!
Fred había concitado la atención de todos los pasajeros, de modo que volvió a
repetir el mensaje.
Sin embargo, no todos estaban en el salón. Después qué el bar hubo cerrado —
Zeisler se las había ingeniado para conseguir otras dos copas en los cinco minutos—,
Fred se ocupó de recorrer el pasillo y golpear en todas las puertas de los
compartimientos.
—¡Lyon en diez minutos! ¡El almuerzo se servirá en el restaurante de la estación!
¡Partiremos hacia Marsella a las 13:30!
El vigoroso y pequeño mago irlandés se volvió en su sillón para mirar hacia
afuera, a través de la ventanilla, los aledaños de Lyon. Pensó que se trataba de un
lugar muy agradable. El valle del Ródano era famoso por su vitivinicultura, pero
ahora las vides estaban dando paso a casas de campo cada vez más apiñadas y,
finalmente, el tren se encontró en la ciudad propiamente dicha. Las casas eran
antiguas, al menos la mayoría de ellas, pero eran pulcras y estaban bien conservadas.
Técnicamente, el Condado de Lyon formaba parte del Ducado de Borgoña, pero la
gente nunca se había sentido borgoñona. El conde de Lyon concitaba sus respetos
mucho más de lo que conseguía el duque de Borgoña. Su Gracia respetaba esos
sentimientos y permitía al conde tener las manos tan libres como lo permitía la ley del
rey. Por las vistas que ofrecía la campiña, todo hacía suponer que el conde realizaba
una labor muy destacable.
—Discúlpeme, maestro Seamus —dijo una voz suave y agradable.
El mago dejó de observar a través de la ventanilla y reconoció al caballero mayor
que vestía el atuendo de los clérigos.
—¿Qué desea, padre?
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—Permítame que me presente: soy el reverendo Armand Brun. Me he percatado
de que estaba sentado aquí, solo, y me preguntaba si le importaría reunirse conmigo y
algunos otros caballeros para almorzar.
—Maestro Seamus Kilpadraeg, a su servicio, reverendo. Me sentire muy
complacido de unirme a usted para el almuerzo. Creo que sólo tenemos una hora.
Los «otros caballeros» estaban de pie junto al bar y fueron presentados con el
mismo tono de voz suave y agradable. Simon Lamar tenía un fino cabello negro que
permitía ver el cuero cabelludo a través de las hebras, rostro alargado y labios
dibujados en una escueta línea. Su voz era plana, con un leve deje de Yorkshire en su
acento cuando dijo:
—Estoy muy complacido de conocerle, maestro Seamus.
El acento de Arthur Mac Kay revelaba a partes iguales su procedencia de Oxford
y de Oxfordshire, y era delicado y bien modulado, como el de un actor. Era el otro
hombre vestido con afectación, con las ropas inmaculadas como si acabaran de salir
del tinte unos segundos antes. Tenía cabellos negros, densos y suavemente ondulados,
unos luminosos ojos castaños enmarcados por largas y oscuras pestañas, y un rostro
agraciado que hacia juego con el conjunto. Era casi demasiado bello.
Valentine Herrick tenía un flamígero cabello pelirrojo, la sonrisa excesivamente
llena de dientes y un cuerpo que parecía irradiar salud y fortaleza cuando estrechó la
mano del mago.
—Odio ver a un hombre comer solo. ¡Por San Jorge!, una comida no es una
comida sin compañía. ¿No es verdad?
—Así es —concedió el mago.
—Especialmente en estos restaurantes de estaciones de ferrocarril —dijo Lamar
con su voz plana—. La compañía hace que uno aparte la atención de lo insípido de la
comida.
Mac Kay sonrió angelicalmente.
—Oh, vamos, no puede ser tan mala. Vengan conmigo y lo comprobarán.
El restaurante El corazón de Lyon resultó un lugar muy grato y confortable, de no
más de cincuenta años de antigüedad, pero diseñado en el estilo Dwilliam IV de las
postrimerías del siglo XVIII, para otorgarle un aire de estabilidad. La decoración, sin
embargo, reflejaba un ligero retruécano a partir del nombre del restaurante, que
seguramente había sido cuidadosamente elegido por esa misma razón. Sobre la
puerta, con una envergadura de tres cuartos del tamaño normal, las piernas abiertas
como puntales, la mano derecha sobre el pomo de una gran espada desenvainada
cuya punta tocaba el umbral, el brazo izquierdo sosteniendo un escudo con los leones
de Inglaterra, se erigía con su yelmo y su cota de malla, la figura del rey Ricardo
Corazón de León en un polícromo bajorrelieve. También el interior estaba decorado
con caballeros y damas de la época de Ricardo I.
Era todo muy apropiado. Aunque durante la mayor parte de los primeros diez
años de reinado, Ricardo había estado en la noble y heroica, pero estúpida y onerosa,
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gesta de la Tercera Cruzada, se había serenado tras su herida casi fatal en el sitio de
Chaluz y había comprendido que tenía que convertirse en un verdadero gobernante.
Existen algunas historias que sugieren que si Ricardo hubiese muerto en Chaluz, un
Capeto estaría ahora sentado en el trono del Imperio Anglo-francés, en lugar de un
Plantagenet. Sin embargo, los Capetos habían muerto mucho tiempo atrás, como
había ocurrido también con la inestable rama menor de los Plantagenet, descendiente
del exiliado príncipe Juan, el hermano menor de Ricardo. Fueron Ricardo y Arturo, el
sobrino que le sucedió en el año 1219, quienes habían mantenido unidas a las
naciones del imperio Anglo-francés durante aquellos tiempos conflictivos, y habían
sido los descendientes del rey Arturo quienes habían conservado la estabilidad
durante siete siglos y medio.
El viejo Ricardo podía haber cometido sus errores, pero había sido un buen rey.
—Interesantes motivos ornamentales —comentó el padre Armand mientras el
camarero conducía a los cinco hombres hasta la mesa—. Y muy bien lograda.
—Y de ningún período definido —añadió Lamar rotundamente—. Demasiado
realista.
—Es cierto, es cierto. Ni siquiera tiene el estilo de principios del siglo XIII —dijo
el padre Armand, mientras el camarero apartaba la silla para que se sentara—. Es el
realismo concienzudamente detallista de finales del siglo XVII el que encaja muy bien
con el estilo del resto del interior. Debe de haber sido muy costoso de realizar; son
pocos los artistas que en la actualidad pueden o desean hacer este tipo de trabajo.
—Estoy de acuerdo, padre —concedió Lamar—. La mano de obra, en general, ya
no es lo que era.
El padre Armand prefirió ignorar esa observación.
—Fíjense en eso, observen a Gwiliam el Alguacil, al menos presumo que de él se
trata; lleva las armas del alguacil en su capa. Me imagino que si trepáramos hasta ahí
arriba y observáramos minuciosamente, podríamos ver los delgados ribetes en cada
eslabón de su cota de malla.
Lamar volvió a apuntar:
—Y tampoco pertenece a período alguno.
El padre Armand le miró atónito.
—¿Los eslabones ribeteados de la malla no pertenecen al período del siglo XIII?
Realmente, señor…
—No, no —se apresuró a interrumpirle Lamar—. Me refería a la capa con las
armas del alguacil. Los blasones de ese tipo no aparecieron sino un siglo más tarde.
—¿Saben? —dijo Arthur Mac Kay repentinamente—, siempre me he preguntado
qué aspecto tendría yo dentro de uno de esos atavíos. Muy ostentoso, me imagino.
Su voz de actor contrastaba rotundamente con la voz sin inflexiones de Lamar.
Valentine Herrick le miró sonriente.
—¿Acaso no sería estupendo? ¡Imagínense! ¡Cargando contra el enemigo
empuñando una espada como ésa! ¡O rescatando a una bella princesa! ¡O matando a
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un dragón… o a un mago traidor! —gritó, deteniéndose repentinamente azorado, para
añadir—: Oh, discúlpeme, maestro Seamus.
—No tiene importancia —dijo el mago con benevolencia—, puede usted matar a
todos los magos traidores que desee. Sólo le pido que no se confunda.
Aquello produjo una carcajada general, incluida la de Herrick.
Todos miraron sus menús, eligieron la comida y la ordenaron al camarero. La
comida, que a juicio del mago resultó bastante apreciable, llegó inmediatamente. El
padre Armand dio las gracias a Dios y ya prácticamente no se produjeron más
conversaciones. Lamar dijo algo acerca de la comida, aunque el vino no era
exactamente de su gusto.
—Es un Delacey del 69, justo del sur de Givors. No fue un mal año para los
tintos, pero no puede compararse con el Monet del 69, de un pequeño y encantador
lugar a unas cuantas millas al sureste de Beaune.
Mac Kay levantó su copa y pareció respaldar aquellas observaciones acerca del
vino.
—¿Saben?, yo siempre he dicho que el verdadero conocedor es digno de lástima,
porque ha entrenado su paladar hasta tal grado de perfección que prácticamente no
puede gozar de nada. Creo que se trata de un corolario de la Ley de Acipenser, o tal
vez de un teorema derivado de ella.
Herrick volvió sus brillantes ojos azules hacia él.
—¿Qué? No sé de qué está hablando, pero ¡por San Jorge!, yo creo que se trata de
un maldito buen vino. —Y dio énfasis a su opinión vaciando su copa y volviéndola a
llenar inmediatamente.
Como si hubiese detectado el sonido del vino al escanciarse, Maurice Zeisler
llegó raudamente hasta la mesa. No se tambaleaba, pero había una controlada
precisión en su andar y en su modo de expresarse que evidenciaban una gran
necesidad de concentración a fin de hacer correctamente lo uno y lo otro. No se sentó.
—Hola, amigos —dijo prudentemente—. ¿Han visto quién está allí, en aquella
esquina?
Había, desde luego, cuatro esquinas en el amplio salón, pero una ligera
inclinación de su cabeza no dejó la menor duda acerca de cuál era el sitio al que se
refería.
Se trataba del barbado John Peabody, almorzando; su maletín yacía en el suelo,
junto a su silla.
—¿Qué ocurre con él? —preguntó Lamar.
—¿Le conocen?
—No, se mantiene muy apartado. ¿Por qué?
—No lo sé. No obstante, su rostro me parece familiar, como si yo debiera
conocerle. Pero no consigo situarle en mi memoria. En fin… —dijo Zeisler, y se
marchó de regreso al bar dé donde había llegado.
—En las condiciones en que está, no podría reconocer ni a su propia madre —
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murmuró Lamar—. Por favor, pásenme el vino.
VI
El Expreso de Nápoles cruzó el Ródano en Lyon y enfiló hacia el sur a través del
Ducado de Dauphine, en dirección al Ducado de Provenza, siguiendo el valle del río.
En Avignon se apartaría del río y enfilaría hacia el sudeste, en dirección a Marsella;
pero aquello no ocurriría sino hacia las 17:00.
El Expreso de Nápoles no era un tren rápido, era demasiado largo y demasiado
pesado, pero compensaba su falta de rapidez realizando solamente cuatro paradas
entre París y Nápoles. Cinco, si se contaba la breve parada en la frontera entre
Provenza y Liguria.
A fin de evitar tener que cruzar los Alpes Marítimos, la ruta del tren corría a lo
largo de la costa del Mediterráneo una vez dejaba atrás Marsella, pasando por Toulon,
Cannes, Niza y Monaco en dirección a la costa de la Liguria. Circunvalaba el golfo
de Genova hasta dicha ciudad y luego se mantenía junto a la costa, sin apartarse,
hasta llegar a Nápoles.
No obstante, todo ello ocurriría al día siguiente por la tarde. Había cientos de
millas por recorrer y muchas horas de viaje por delante.
El maestro Seamus se sentó en una de las sillas de la plataforma de observación
en la parte posterior del vagón y contempló el valle del Ródano recortado en la
distancia. Había cuatro asientos en la plataforma de observación semicircular, dos a
cada lado de la puerta que comunicaba con el salón. Los dos de estribor estaban
ocupados por el hombre rollizo y de cabellos color arena que casi había perdido el
tren —Jason Quinte— y por el joven rubio y sonrosado cuyo nombre el mago aún no
conocía. Los dos estaban fumando cigarros y conversando en un tono de voz que
podía ser oído pero no comprendido, ahogado por el ruido del viento y el traqueteo de
las ruedas sobre los raíles.
El maestro Seamus había elegido la más exterior de las dos sillas que quedaban
desocupadas, y el padre Armand, que trataba de encender su pipa envuelta en las
ráfagas que le acometían, se sentó en la otra. Cuando finalmente consiguió encender
la pipa y ésta ardió adecuadamente, el padre Armand se reclinó y se relajó.
La puerta volvió a abrirse y un quinto hombre salió a la plataforma, aplastando
con el pulgar el tabaco de la cazoleta de su pipa de brezo blanco. Se trataba de Sir
Stanley Galbraith, el hombre musculoso y de anchos hombros que había precedido al
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mago durante la subida al tren. Ignoró a los demás, se dirigió hacia la alta baranda
que rodeaba la plataforma de observación y perdió la mirada en la distancia.
Habiendo cargado la pipa a su entera satisfacción, guardó la bolsa de tabaco y
procedió a buscar algo en sus bolsillos. Finalmente, se volvió con una expresión de
fastidio que se desvaneció en cuanto vio la pipa del padre Armand.
—Ah, le ruego que me disculpe, reverendo, pero… ¿sería tan amable de
prestarme su mechero de pipa? Me temo que he olvidado el mío en el
compartimiento.
—Por supuesto —dijo el padre Armand entregándole su mechero.
Sir Stanley encendió su pipa en un tiempo sorprendentemente breve y le devolvió
el mechero.
—Gracias. Mi nombre es Galbraith, sir Stanley Galbraith.
—Padre Armand Brun. Encantado de conocerle, sir Stanley. El caballero sentado
a mi lado es el Maestro de Magos Seamus Kilpadraeg.
—Es un placer, caballeros, un verdadero placer —dijo sir Stanley aspirando
vigorosamente el humo de su pipa—. Ahora sí, ya está perfectamente encendida. Es
una suerte que no llueva, me he dejado la pipa de lluvia en casa.
—Si necesita una, sir Stanley, no tiene más que pedírmela —dijo el rollizo Jason
Quinte, interviniendo repentinamente en la conversación.
Quinte y el joven de rostro sonrosado habían dejado de hablar en cuanto sir
Stanley hizo su aparición en la plataforma y prestaban atención a cuanto decía. Sir
Stanley no hablaba en voz muy alta, pero se le oía perfectamente.
—Tengo un par de pipas de lluvia —continuó Quinte—, y una de ellas aún no ha
sido usada. Estaría encantado de regalársela si usted la necesita.
—No, no, pero le doy las gracias igualmente. No hay peligro de que el tiempo
vaya a empeorar antes de que lleguemos a Nápoles —dijo sir Stanley y luego,
mirando hacia el mago, preguntó—: ¿No es así, maestro Seamus?
El mago sonrió comprensivo:
—Eso es lo que dice el informe meteorológico, sir Stanley, pero yo no podría
asegurarlo en base a mis propios conocimientos. La magia del tiempo no es mi
especialidad.
—Oh, lo siento. Ustedes se ocupan de todas las especialidades, ¿no es así? ¿Cuál
es la suya, si me permite preguntarlo?
—Yo enseño magia forense.
—Ah, ya veo. Un campo muy interesante, sin duda —comentó sir Stanley,
distrayendo su atención cuando una vaharada de humo le envolvió súbitamente.
Luego dijo—: Jamieson…
El joven de rostro sonrosado se quitó el cigarro que sostenía entre sus labios y le
miró con expresión alerta:
—¿Sí, señor?
—¿Qué demonios está fumando?
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Jamieson miró el cigarro que tenía en la mano como si no supiera de qué se
trataba ni cómo había llegado hasta ella.
—Un Hashtpar, señor —respondió.
—Tabaco persa, ya me lo imaginaba —comentó el otro con una sonrisa malévola
—. El buen tabaco persa es excelente, pero el malo, como ese que está fumando,
probablemente acabe destrozándole los pulmones, muchacho. Ese tipo en particular
está curado con alguna clase de incienso. Me recuerda a un prostíbulo de Abadan.
Se produjo enseguida una pausa incómoda, en el momento en que todos tomaron
conciencia de que entre ellos había un hombre de la iglesia.
—Tire ese cigarro, Jamie —dijo Quinte en un tono de voz excesivamente alto—.
Aquí tiene uno de los míos.
Jamieson volvió a mirar su cigarro, consumido sólo en una tercera parte, y luego
lo arrojó a los raíles.
—No, gracias, Jason. De todos modos estaba por apagarlo, sólo deseaba probar su
sabor —repuso Jamieson, y mirando a sir Stanley con una tímida sonrisa en los
labios, añadió—: Eran caros, señor, de modo que compré solamente uno para
probarlo. Pero tiene usted razón, realmente huelen como el interior de un… templo
taoísta.
Sir Stanley profirió una risilla ahogada y dijo:
—Algunos de los peores hábitos son los más caros, hijo, pero también lo son
algunos de los mejores.
—¿Qué está fumando usted, sir Stanley? —preguntó quedamente el padre
Arrñand.
—¿Esto? Es una mezcla de Balik y Robertson.
—Yo soy partidario de una mezcla parecida. Encuentro que el Balik es el mejor
de los tabacos turcos. Y alterno con otra mezcla: Balik y cubano.
Sir Stanley movió lentamente la cabeza en señal de asentimiento.
—El tabaco proveniente del Ducado de Cuba es mucho mejor para los cigarros,
reverendo. El Ducado de Roberta produce el más fino tabaco de pipa, según mi
opinión. Por supuesto, admito que todo ello se reduce a una cuestión de gusto.
—Nunca he estado en Cuba —dijo Quinte—, pero sí he visto los campos de
tabaco en Roberta. ¿Ha visto usted alguna vez crecer la planta, padre?
Era sólo una pregunta a medias, pero el padre contestó complacido:
—Cuénteme lo que sepa.
Roberta era un ducado enclavado en la costa sur del continente norte del
hemisferio occidental, Nueva Inglaterra, con una costa marítima sobre el golfo de
México. Fue bautizado así después del reinado de Roberto II, ya que había sido
fundado durante su mandato en los albores del siglo XVIII.
—Crece así de alto —dijo Quinte, alzando la mano a una altura de un metro y
medio sobre el piso de la plataforma—. Hojas verdes y amplias. No sé cómo lo curan,
sólo he visto los tabacales.
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Estaba dispuesto a continuar con su perorata, pero la puerta que comunicaba con
el salón se abrió y por ella apareció el inspector jefe de ferrocarriles, Edmund Norton,
con su uniforme rojo y azul brillando bajo el sol de la tarde.
—Buenas tardes, caballeros —saludó con una sonrisa—, espero no
interrumpirles.
—Oh, no —dijo sir Stanley—, por supuesto que no. Era sólo una charla
intrascendente.
—Espero que todos ustedes, caballeros, se sientan cómodos y disfruten del viaje.
—No hay queja alguna, inspector jefe, ¿no es así, padre?
—Ninguna, ninguna en absoluto —corroboró el padre Armand—. Un viaje muy
divertido. Dirige usted un tren excelente, inspector.
—Muchas gracias, reverendo —dijo el inspector jefe y luego, aclarándose la
garganta, añadió—: Caballeros, a esta hora es mi costumbre invitar a mis pasajeros
más especiales a que se reúnan conmigo para tomar una copa, o lo que prefieran. ¿Me
acompañan?
Desde luego, no cabía ningún argumento en contra ante una invitación como
aquélla, de modo que los cinco pasajeros siguieron al inspector jefe al interior del
salón.
—Una cosa es cierta —murmuró el padre Armand junto a la oreja del mago—:
hay más silencio aquí adentro que afuera.
El inspector jefe se dirigió hacia la mesa de juego, donde la partida se había
reanudado después del almuerzo. Había calculado el tiempo con precisión.
Vandepole recogió sus ganancias con una mano mientras con el índice de la otra
recorría la finísima línea de su bigote.
El inspector jefe dijo algunas palabras que el mago no pudo oír debido al fragor
del tren. Había más tranquilidad allí dentro, pero no exactamente silencio.
Luego el inspector jefe Edmund se dirigió hacia el bar, donde el señor Fred
aguardaba, se volvió hacia los pasajeros y dijo en alta voz:
—Caballeros, acérquense y pidan lo que deseen. Fred, voy a ver qué es lo que
desean los caballeros de la mesa de juego.
Unos minutos más tarde, el mago irlandés estaba sentado en el bar observando la
espuma de su vaso de cerveza que se movía hacia uno y otro lado al compás del
vaivén del tren. Pensó que Maurice Zeisler se odiaría a sí mismo más tarde.
Gavin Tailleur, el hombre de la cara cortada, había ido hasta el compartimiento de
Zeisler a participarle de la invitación del inspector jefe, pero había sido incapaz de
arrancarle de su… sueño.
El maestro Seamus estaba sentado en un extremo del bar, próximo al pasillo. El
inspector jefe se acercó y se detuvo a su lado comprobando que nadie se hubiese
quedado sin su bebida.
—Yo tomaré una cerveza, Fred —dijo al camarero.
—Enseguida le sirvo, inspector jefe.
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—Observo que la cerveza es también su bebida predilecta, maestro Seamus —
dijo el inspector jefe Edmund mientras Fred colocaba ante él un vaso espumoso.
—Así es, inspector jefe. El vino está bien para acompañar las comidas y el brandy
es ideal para las ocasiones especiales; pero para las ocasiones espontáneas o para
beber seriamente, yo siempre prefiero la cerveza.
—Bien dicho. ¿Le gusta ésta en especial?
—Mucho —asintió el mago—. Normanda, ¿verdad?
—Sí. Hay una pequeña zona en el Ducado de Normandía, en las tierras altas, por
donde discurren el Orne, el Sarthé, el Eure, el Risle y el Mayenne, que cuenta con la
mejor agua de toda Francia: Hay una muy buena cerveza procedente de Irlanda, y
algunos prefieren la cerveza inglesa; pero en mi opinión y para mi gusto, la normanda
es la mejor, razón por la que siempre compro cerveza normanda para abastecer a mi
tren.
El maestro Seamus, que realmente prefería la cerveza inglesa, dijo simplemente:
—Es muy buena, realmente muy buena.
Y sospechó que la preferencia del inspector jefe estaría ligeramente respaldada
por el hecho de que en París la cerveza normanda era más barata que la inglesa.
—¿Ha tenido usted un viaje agradable con su compañero de compartimiento? —
preguntó el inspector jefe.
—No he sido informado acerca de la identidad de mi compañero de
compartimiento —replicó el mago.
—¿Oh? Lo siento. Es el padre Armand Brun.
VII
Esa tarde, alrededor de las 16:30, el maestro Seamus Kilpadraeg dormitaba en el
sofá del salón, inclinado sobre un extremo, los brazos cruzados sobre el pecho y la
barbilla casi pegada al esternón. Su sueño era plácido y como no profería ronquidos,
no molestaba a nadie.
El padre Armand había regresado al compartimiento número dos a las 15:15, y
sospechando que el caballero se sentiría exhausto, el mago había decididp permitirle
pasar allí la tarde, tranquilo y en soledad.
El tren y la partida que se desarrollaba en la mesa de juego continuaban su
marcha. Jason Quinte había dejado la partida, pero su lugar lo había ocupado el
pelirrojo Valentine Herrick. Gavin Tailleur sustituía a Sidney Charpentier en su sitio,
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mientras Charpentier, sentado en el sofá del extremo anterior del salón, tenía su larga
nariz sumergida en la lectura de un libro titulado El artefacto infernal, una novela de
aventuras. Sir Stanley Galbraith y Arthur Mac Kay estaban en el bar con un cubilete
de dados, jugándose las bebidas.
Quinte y el joven Jamieson habían regresado a la plataforma de observación con
más cigarros, que, presumiblemente, esta vez no eran Hashpars.
Zeisler aún estaba durmiendo y Lamar, aparentemente, se había retirado a su
compartimiento.
En Avignon, el tren cruzó el puente que se extendía sobre el río Durance, e inició
una larga curva que se apartaba del Ródano en dirección a Marsella.
El maestro Seamus despertó de su adormecimiento debido a la voz sin inflexiones
de Simon Lamar; sin embargo no abrió los ojos ni movió la cabeza.
—Sidney —dijo Lamar a Charpentier—, necesito su talento de curandero.
—¿Cuál es el problema? ¿Tiene una jaqueca?
—No me refiero a que yo lo necesite, sino Maurice. Tiene una resaca infernal. Le
he pedido café cargado a Fred, pero me gustaría contar con su ayuda. No ha comido
nada en todo el día y tiene una jaqueca terrible.
—De acuerdo, enseguida me ocupo de él. Hemos de procurar que coma algo en
Marsella —dijo Charpentier, poniéndose de pie y alejándose con Lamar.
El mago volvió a dormirse.
VIII
Cuando el Expreso de Nápoles entró aquella noche en Marsella, a las 18:24, el
maestro Seamus ya había decidido que necesitaba hacer algo de ejercicio antes de la
hora de cenar. Bajó del tren, atravesó el andén y salió de la estación a una calle
lindante. Una rápida caminata de quince minutos puso en movimiento nuevamente su
sangre, revitalizándole, haciéndole sentirse menos amodorrado y abriéndole el
apetito. El penetrante aire del ducado de Provenza, que arrastraba un toque de sabor
marino del Mediterráneo, era en sí mismo todo un aperitivo.
El restaurante Cannebiere —emplazado en la calle del mismo nombre— estaba
atestado en el momento en que el mago regresó a cenar. Disculpándose a diestra y
siniestra, el camarero consiguió sentarle en una mesa junto a una pareja de mediana
edad de nombre Duprey. Dado que no llevaba consigo su maletín decorado con los
símbolos de su métier, no había modo alguno de que la pareja adivinara que era un
IX
Aquella noche, alrededor de las 20:00, el Expreso de Nápoles se encontraba ya a
unas 25 millas de Marsella, dirigiéndose raudamente a su cita con la frontera de
Liguria.
El juego de cartas se hallaba nuevamente en su apogeo y el maestro Seamus tuvo
el íntimo sentimiento de que si no hubiese sido por el hecho de que no se permitía
que nadie permaneciera en el salón o en el tren durante su permanencia en la
estación, tres o cuatro de los jugadores ni siquiera se hubiesen preocupado por comer.
En aquellos momentos, el mago volvió a sentir que los párpados comenzaban a
pesarle, y dado que el padre Armand estaba sumergido en una animada conversación
X
—¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Acaso se trata de una convención? —dijo el
compañero del mago desde la litera inferior.
Era una pregunta retórica, de modo que el maestro Seamus no se molestó en
responderle.
No es el volumen excesivo de un ruido, ni siquiera su aparición inesperada lo que
despierta a una persona de su sueño. Es lo inusual del ruido lo que produce el
despertar. Y cuando ese sonido se convierte en un sonido interesante, entonces resulta
muy difícil volver a dormir.
El sonido y el traqueteo del tren mientras avanzaba sobre el territorio italiano era
realmente sedante cuando uno se acostumbraba a él. Si sólo hubiese habido esos
ruidos todo habría estado en orden. Pero no era así, y el ruido producido por el tren
sólo contribuía a disfrazar los demás sonidos.
El mago había sido uno de los últimos en retirarse; solamente Boothroyd y
Charpentier permanecían todavía en el salón cuando él se marchó en dirección a su
compartimiento.
La lámpara estaba muy baja y los suaves ronquidos que provenían de la litera
inferior le informaron claramente de que su compañero de compartimiento estaba
profundamente dormido.
El mago se preparó para dormir, y al subir a su litera se encontró con que el otro
XI
A las 24:25 Tonio regresó con su primera carga. Durante las horas del día, cuando
los pasajeros no dormían, estaba permitido utilizar una pequeña carretilla estrecha
con la cual transportar los suministros a través de los vagones del largo tren. Sin
embargo, un repentino bandazo del tren podría hacer oscilar la carretilla y producir
ruidos molestos que despertarían a los pasajeros. Además, no había demasiadas cosas
que cargar durante la noche, de modo que Tonio no utilizó más que sus brazos para
llevar los suministros.
Tonio depositó lo que traía en los armarios dispuestos en el bar y luego se dirigió
XII
El mago irlandés fue arrancado del sueño por unos golpes violentos en la puerta
del compartimiento y una voz que gritaba:
—¡Señor! ¡Señor! ¡Abra la puerta! ¡Señor! ¿Está usted bien?
¡Señor!
Los dos pasajeros del compartimiento N.º 2 se levantaron y estuvieron en la
puerta en un par de segundos. Sin embargo, los golpes no correspondían a su puerta,
sino a la de su derecha, la del N.º 1. Los dos hombres se pusieron las batas y salieron
al corredor.
Tonio estaba golpeando con los nudillos la puerta del compartimiento N.º 1 y
gritando, casi llorando, en el límite de su voz. A lo largo del pasillo, otras puertas
comenzaron a abrirse.
Un brazo se estiró y una mano cayó sobre el hombro de Tonio.
—¡Cálmate, hijo! ¿Cuál es el problema?
Tonio suspiró y miró al hombre que con tanta firmeza le había cogido por el
hombro.
—¡Oh, padre! ¡Mire! ¡Mire esto! —exclamó y dando un paso hacia atrás señaló la
sangre a sus pies—. ¡No contesta! ¿Qué debo hacer, padre?
—Lo primero que debes hacer, hijo mío, es buscar al inspector jefe. Tú no tienes
la llave de esta puerta, ¿verdad? No. Entonces ve a buscar al inspector jefe Edmund
XIII
El mago depositó su maletín decorado con los símbolos de su oficio en el suelo
mientras su compañero de compartimiento cerraba la puerta tras ellos.
—Bien, eso es lo que yo llamo mantener el tipo, señor —dijo Sean O Lochlainn,
Mago Forense en jefe de Su Alteza Real, el duque de Normandía.
—¿Qué? Oh, ¿se refiere a mi oferta de suministrarle los últimos oficios? —
preguntó lord Darcy, el Jefe Investigador del duque, sonriente—. Es lo que cualquier
verdadero sacerdote hubiese hecho y sé que usted controlaba mi interpretación de
manera muy concienzuda.
Cuando dejaba a un lado su personaje de reverendo, parecía; mucho más joven, al
despojarse de aquel cabello blanco y la desagradable barba encanecida.
—Bien, he hecho lo que he podido, señor. Ahora, supongo que no hay nada más
que podamos hacer antes de que lleguemos a Genova, donde las autoridades italianas
se ocuparán del caso.
Su señoría arrugó el entrecejo.
—Me temo que tendremos que hacer más que eso, mi querido Sean. El tiempo es
precioso. Debemos llevar el tratado a Atenas dentro del plazo previsto y eso significa
que hemos de llegar a Brindisi hacia las diez de esta noche; y eso significa que
debemos coger el tren local que hace el trayecto Nápoles-Brindisi, que tiene fijada la
hora de partida quince minutos después de la llegada del Expreso de Napoles a la
estación. No tengo ni idea de lo que dispondrán las autoridades genovesas, pero si no
nos detienen cuando lleguemos a Genova, seguramente sí lo harán al llegar a Roma.
Pondrán todo el vagón en cuarentena y retendrán a todos los pasajeros, incluidos
nosotros dos, hasta que efectivamente resuelvan el caso. Aun cuando podamos
mantenernos dentro de los canales adecuados y probar quiénes somos y cuál es
nuestra misión, nos llevará tanto tiempo que inevitablemente perderemos la
combinación con el otro tren.
Ahora la expresión del maestro Sean era de preocupación.
—¿Qué haremos si el caso no se resuelve para entonces, a pesar de todo cuanto
hayamos intentado?
El rostro de lord Darcy se convirtió en una máscara impasible.
XIV
—¿Está usted absolutamente seguro de que se trata de un asesinato? —preguntó
Gwiliam Hauser con voz áspera.
El maestro Sean O Lochlainn se recostó hacia atrás en el sofá y miró con los ojos
entrecerrados en dirección a Hauser.
—¿Absolutamente seguro? No, señor. ¿Puede usted decirme, señor, cómo puede
un hombre tener aplastada toda la parte anterior de su cabeza mientras yace en la
litera, a menos que sea un asesinato? Si puede, entonces habré de reconsiderar mi
XV
El maestro Sean deseaba hablar en privado con lord Darcy. Deseaba saber por qué
XVI
XVII
XVIII
—Están mintiendo —dijo el prefecto Cesare con convicción tres horas más tarde
—. Todos y cada uno de esos bastardos miente.
—Y no lo hacen nada bien —añadió el maestro Sean.
—Bien, veamos qué tenemos aquí —propuso lord Darcy, cogiendo las notas
tomadas durante los interrogatorios.
Estaban sentados a la mesa situada en el extremo posterior del salón; no había
nadie más en el vagón. La segregación de los sospechosos no había resultado difícil;
el inspector jefe había abierto el vagón restaurante temprano y el capitán armado de
la policía de Genova que Sarto había traído con él estaba de guardia allí. Los hombres
habían sido sacados de sus compartimientos de uno en uno, interrogados, y luego
llevados al vagón restaurante. Aquella táctica les mantenía separados de los que aún
no habían sido interrogados.
Tonio, el camarero de noche, había sido el primero en someterse al interrogatorio,
y luego se le ordenó abandonar el vagón y permanecer lejos de él. No le importó:
sabía que aquella mañana no habría trabajo y tampoco habría propinas.
El inspector jefe había tomado las precauciones necesarias para que el café fuese
servido muy temprano en el sector posterior del vagón restaurante, y lord Darcy había
XX
Lord Darcy registró cuidadosamente el cuerpo. Esta vez sus dedos hábiles y
poderosos palparon a conciencia, sintiendo lo que hacía. Comprobó las costuras de la
chaqueta, fisgando por todas partes con la punta de los dedos, buscando bultos o
trozos de papel. Nada. Quitó el ancho cinturón en busca de bolsillos secretos. Nada.
Revisó las suelas de las botas. Nada.
Finalmente le quitó las botas al cadáver y, con un murmullo de satisfacción,
extrajo un objeto de un delgado bolsillo interior de la bota derecha.
Se trataba de una placa de plata, delgada y ligeramente curva, que ostentaba el
grabado del águila de dos cabezas del Imperio. Asentada en ella había algo que
parecía ser una pieza de vidrio roma, agrisada y translúcida del tipo del cabujón. Pero
los tres hombres sabían que si la carne viva de Peabody hubiese tocado aquella gema,
hubiese brillado como un rubí de fuego.
—Un mensajero del rey —dijo el prefecto en voz muy baja.
Ningún otro hombre que no fuera Peabody hubiese podido hacer que aquella
gema brillara, se encendiera como un cristal incandescente. El encantamiento,
inventado por el Maestro de Magos sir Edward Elmer, allá por los años treinta, jamás
había sido resuelto, y nadie sabía qué mago en la actualidad tenía el secreto y hacía
las placas para el rey.
Aquella placa en particular jamás volvería a refulgir.
—Bien —concluyó lord Darcy—. Ahora sabemos lo que el comandante Peabody
ha estado haciendo desde que se retiró de la marina, y cómo se las arregló para
retirarse honorablemente a una edad tan temprana.
—Me pregunto si sus camaradas de la armada lo saben —dijo Sarto.
—Probablemente no —respondió lord Darcy—. Los mensajeros del rey no
XXI
Había diecisiete hombres reunidos en el vagón de observación del Expreso de
Nápoles mientras el convoy se dirigía hacia el sudeste, a lo largo de la costa del mar
Tirreno, en dirección a la amplia boca del Tíber.
Además de los doce oficiales navales, el prefecto Cesare Sarto, el maestro Sean y
lord Darcy, estaban también Fred, el dependiente diurno, y el inspector jefe Edmund
Norton, quien había sido invitado a participar en aquel momento de la investigación
porque, después de todo, aquél era su tren y, por tanto, su responsabilidad.
El prefecto Cesare Sarto permaneció de pie junto a la puerta cerrada que
comunicaba con la plataforma de observación, en el extremo posterior del vagón,
observando con atención a los dieciséis pares de ojos que tenía clavados en él. Como
un actor sobre el escenario y a punto de decir su monólogo, el prefecto conocía el
complot y también sus líneas de acción y el modo de bloquearlo.
El padre Armand estaba situado a su izquierda, sentado en un extremo del sofá.
Fred estaba detrás de la barra del bar. El inspector jefe estaba sentado en el extremo
del bar que comunicaba con el pasillo. El profesor Sean estaba de pie en la entrada
del pasillo. Los oficiales de la armada estaban sentados. La función iba a comenzar.
—Caballeros, hemos pasado muchas horas procurando descubrir y establecer los
hechos correspondientes a la muerte de su antiguo camarada, el comandante John
Peabody. Oh, sí, capitán sir Stanley, sé perfectamente quiénes son todos ustedes.
Usted y sus oficiales subordinados me han mentido deliberadamente y evitado decir
la verdad y, por tanto, postergado nuestra solución del crimen. Pero ahora lo sabemos
todo —comenzó el prefecto Cesare. Y luego continuó su explicación—: Primero:
sabemos que el difunto comandante era un oficial mensajero de Su Majestad
Imperial, Juan de Inglaterra. Segundo: sabemos que él fue el hombre que informó a la
XXII
Esa tarde, aproximadamente veinte minutos después de las 13:00, el Expreso de
Nápoles había dejado la ciudad de Roma doce millas atrás, iniciando la última etapa
de su viaje a Nápoles.
Lord Darcy y el maestro Sean estaban en su compartimiento, relajados tras
disfrutar de una excelente comida.
—Señor —dijo el mago—, ¿está usted seguro de que fue correcto devolver esas
copias del tratado a la Prefectura de Policía para enviarlas a la Inteligencia Naval del
Imperio?
—Fue correcto.
(Viene de aquí)