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ARIADNA

(por Luis Ángel Campillos Morón)


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QUINTA PARTE

La palabra ‘llover’ ya comienza lloviendo…

No gané ningún concurso, que yo sepa. Aunque hubo un día en que

estuve de visita en un pueblo perdido en el Pirineo, sin cobertura. Quizá

me llamaron entonces, y al no dar conmigo le otorgaron el premio a algún

cantamañanas. Así que me quedé solito. Natalia confiaba en ese premio,

en pillar cacho. Ahora lo veo con claridad. Se agotó su paciencia, y su

bolsillo. Y con mi subsidio de cuatrocientos y poco pico de euros, adiós al

piso de alquiler en común y vuelta a casa. Papá, mamá, si no es mucha

molestia… vengo a pasar una temporadita. ¿Qué quieres para comer?

Nuestra habitación se hizo algo pequeña. Mi hermano ocupaba la

litera de arriba, yo la de abajo. Vuelta a los orígenes. Ahora sólo faltaba ya

que nos meáramos en la cama, como en tiempos. De madrugada, cuando la

humedad casi me encharcaba los pulmones, me acercaba sigiloso a la

habitación de mis padres. Mamá, me he hecho pis, no sé cómo ha sido…

Creo que Javier también.

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Y tanto que lo creía, pues su colchón goteaba. Y os recuerdo que yo

ocupaba la litera de abajo. Salíamos en barca de la habitación y mi pobre

madre a colocar toallas y toallas para empapar. Era bastante tétrico

observar al día siguiente los colchones desnudos, en el patio, como el

bacalao, secándose al sol… con aquellas manchas en forma de nebulosas

cósmicas. Sí que tiene poder de destrucción el pis. Todo un agente

corrosivo.

Mi hermano trabajaba en una empresa que fabricaba asientos para

coches. Llevaba la tira de años y vivía como Dios (dentro del Infierno,

claro). Mantenimiento, le llaman. Se ponía hasta el culo de cafés,

chocolates, chicles, maíces, pipas peladas, patatas fritas, donuts… para

matar el tiempo saturándolo de grasas.

Me aclimaté pronto a la nueva vida. A pesar de lo que dicen, que si

has vivido solo, es imposible volver con los padres. Y una Mierda. A las

nueve arriba, si te apetece. Desayuno con papá y mamá en la cocina. El

café venía a mí, no por arte de magia, sino gracias a mi madre, que era

toda una artista. El pillo de mi padre no se solía levantar mucho de la silla,

tampoco. Le costaba despabilarse lo suyo. Papá y yo simplemente

teníamos que decir cuánto de café y cuánto de leche. ¡Vale! Rosquillas nos

acompañaban, junto con galletas, mantequilla y mermelada de frambuesa.

¿Un hotel de cinco estrellas? No… un hotel en las estrellas.

Mientras desayunábamos, Javier estaría haciendo lo propio en la

fábrica, sólo que él pagando. Las máquinas expendedoras también

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desayunando: galletitas metálicas. El dinero no sabe lo que es pasar

hambre, aunque esté siempre hambriento.

La verdad es que me sentía un poco jeta. Unos ratos más que otros,

todo sea dicho. Así que, de vez en cuando, ayudaba a mi padre en el

campo. Qué bien se lo pasaba el cabrito en su huerta. Joder, se hubiera

comido las patatas con tierra y todo, aquel hombre. Amaba la Naturaleza.

No hace falta ser vegetariano para eso. Un tipejo harapiento, con una

peluca rubia a lo afro por cabeza, clavado en un par de cañas en forma de

cruz, como el mismísimo Jesucristo, vigilaba la huerta. Los pájaros no se

espantaban, ¡se partían el culo!, los bribones. Yo hice lo propio, en mis

adentros. ¿De dónde diablos habrá sacado esa peluca?, pensé.

Así que al tajo. Lo principal es quitar las malas hierbas. Mira cómo

lo hago, me decía. Joder, sí que lo hacía bien. No sé para qué me

necesitaba. Manos a la obra. A la media hora se me ponía una presión en

los riñones, que parecía que les fuera a dar un infarto, a mis riñones. Me

erguía, muy pausadamente, como rehaciendo mi cuerpo, volviendo a ser

homo erectus. La madre que me parió… le miraba y me preguntaba cómo

podía aguantar semejante esfuerzo, prejubilado a los sesenta y pico… Y yo

me quejaba de mis currelos…

Otra tarea: echar nitrato, abonar el maíz. De aquello me acordaba

bien. Entonces, de crío, me podía el carretillo. Ebrio de abono, cincuenta

quilos justos un saco entero. No guardaba muy buenos recuerdos de aquel

carretillo rojo, que vertía un hilillo de granitos, a izquierda y derecha,

mientras traqueteaba por los pasillos de los maizales. Aquellas gramíneas,

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en forma de uve, me rozaban a la altura de la cintura y me subía el picor

por todo el cuerpo. Por aquel entonces, ya estaba hecho yo todo un

señorito.

Seguía pesando el carretillo. Sólo que ahora era gris metálico.

Modernidades. No te imaginas la sed que me entraba, parecía tener el sol

todo enterito metido en mi garganta. Convencí a mi padre para que nos

llevásemos la neverita de camping, con unas cervezas. Le pareció bien,

pues también le iba la priva al mayor de los Azcona. No hablábamos

mucho. Yo repasaba mi novela mentalmente. Debía cambiar esto.

También lo otro. Él me preguntaba de vez en cuando por el mercado

laboral, por el mío propio, vamos… que si había alguna oferta por ahí, algo

que me pudiera interesar. Le hubiera dicho, papá, lo que realmente me

interesa ahora mismo es tu hotelito… pero le contestaba: no, no, nada, de

momento.

Debía rehacer mi novela, la no premiada. Ya no me acordaba a

cuántos concursos la había presentado. Los concursos, sólo dos besos,

hola, ¿cómo estás?... y si te he visto no me acuerdo. Debía ser gorda, con

granos, mi novela. Quizá sería mejor olvidarla de una vez y comenzar una

nueva, cavilaba. Necesitaba tiempo para pensar, para escribir, tiempo…

¡tiempo!, ¡tiempo todo para mí! Comerme el tiempo con patatas y escribir

hasta dejar a todos los habitantes del planeta congelados, en el tiempo, en

mi tiempo.

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No, no…, me animaba… no está tan mal, la novela, podría

reescribirla. De primeras, las gordas con granos asustan, pero pueden

llegar a ser preciosas. Habrá algún concurso que se fije en el interior…

Pensé en escritores que hubiesen cagado su primera novela y no se

me ocurrió ninguno. Está bien, señores, yo seré el primero.

Se iba a enterar, Natalia. Iba a ir buena. Como que me llamo Adrián.

Algún día leerá mi novela, se dará de bruces con ella. Mientras ojee los

escaparates, pasará por una librería... y le deslumbrará mi nombre, en

neón, con todos los colores del arco iris, intermitentes, en letras

Broadway, negrita, cursiva y subrayado. En mayúsculas, mi nombre,

Adrián Azcona, el escritor. Entrará a la librería y lo hojeará, seguro, mi

libro, de tapas duras más duras que mi… Lo abrirá por la página 793.

Aunque no sepa leer muy bien, la mujer, se tropezará casualmente con su

nombre. Natalia Piedrafrita Conejo. Se cagará ahí mismo, ¡su nombre y

sus dos apellidos!... ¡reales! Novela realista estilo Anna Karénina,

constará en la contraportada. ¡Toma ya! Comprará mi libro… ¡vaya si lo

comprará! No le quedará otra. La curiosidad mató al gato, y a la mujer, ni

te cuento. Aportará unos cuantos euros (o céntimos) a mi economía.

¡Gracias! Comeré pizza cuatro quesos a su salud. ¡Qué digo, pizza!, ¡de

mariscada toda la familia!

Aquella misma tarde, Natalia leerá mi libro. Bueno, eso va a estar

más complicado, porque no creo que haya leído muchos libros en su vida.

De todas maneras, da igual lo que le cueste, lo leerá y punto. No le quedará

otra. Y lo releerá, para no obviar ningún detalle. Arduo trabajo descifrar

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mis juegos de palabras, quizá contrate a un literato. Se le caerá el mundo

encima, el primero, el segundo y el tercero, a Natalia. Todos a una. Un

camión lleno de estiércol descargará en su sofá. Entrará en casa, Coco

Liso, su supernovio multimillonario. Se plantará delante del espejo, se

desanudará la corbata. ¡Pero bueno! ¡Cariño! Huele un poco mal aquí,

¿no?...

Ya te digo que sí, canelo.

Mi madre cosiendo como una loca. Horas y horas. Bastidor, hilo del

gordo, del fino, dorado, dedal, tijeras, metro, plancha. En la mesa del

brasero. Los pies calentitos, ¡sólo faltaba! Los curas, frotándose las

manos, más calientes aún que el brasero. A treinta y cinco euros la

casulla, le pagan. Eso sí que es benevolencia, dadivosidad, altruismo.

Todos los viernes por la tarde, mi madre se acercaba hasta la pequeña

tienda de la Plaza El Pilar (¿dónde si no?). Entregaba el material acabado

y recibía nuevos encargos. Pagaban en negro, dando ejemplo cristiano.

Hacienda metiéndole un palo a la iglesia, eso sí sería un milagro, no la

bomba sin explotar de la basílica.

Al poco tiempo, fui rememorando un millón de cosas de mi infancia.

Como si me hablasen las paredes. El salón me dijo que estaba hasta el

rodapié de que le cambiaran de sitio. Y tenía razón el hombre, pues mi

madre, cuando se aburría, intercambiaba el rol de todas las habitaciones.

Una vez, estuve a punto de mearme en la nevera. Sonámbulo. Mi padre

me cazó con la pilila en la mano, lista para irrigar. Increíble el bocadillo de

mantequilla, azúcar y plátano: mi almuerzo colegial. La receta llegó hasta

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Harvard, según tengo entendido, pero no la supieron apreciar esos

cerebritos. Mi época dorada de pesca. Mi padre me buscaba como un

poseso por todo el pueblo al anochecer. ¡Qué horas son éstas, joder!

¡Anda, tira para casa!, me gritaba, desde el coche. Yo aceleraba el paso

con mi bicicleta, acongojadito. Ahora que lo pienso. No iba a pescar a

Nessie, sino madrillas a una acequia que no cubría dos palmos. No

entiendo aquella obsesión por el peligro de la pesca. Un día de estos se lo

pregunto.

Mi madre y el rabino francés. No es que estuviera liada con un

rabino, mi madre, ni que éste fuera francés. Me refiero al juego de cartas.

En la sobremesa de los domingos, dale que te pego, los tres. A veinte

céntimos el reenganche. Mi padre roncaba en el sofá, el comodón. Yo me

guardaba los comodines debajo del culo, y aun así, no había manera de

ganarles. ¡Unos profesionales!... mamá y Javiercito.

Taladré a todo el mundo con mi novela. ¿Qué hago? ¿Tú qué harías?

Déjala así, me decía mi hermano, quitándoseme de encima. A por mi

madre. Mamá… ¿tú qué harías? Ay, hijo mío, yo de esas cosas no

entiendo, hazlo como mejor creas tú, me aconsejaba. A mamá no le dio

pena mi ruptura con Natalia. La vio por la ciudad, por casualidad, un día,

en un cochazo descapotable. Ya me imaginaba yo, que fuese así, esa chica,

te lo advertí… fue lo último que comentó sobre ella. A mi madre le

encantaba Claudia, para mí. Se le notaba a la legua, por la lengua... ¿sabes

algo de Claudia?, me solía decir. No, mamá, no sé nada. Claudia era mi ex.

Nos enfadamos un día, y así quedó la cosa. No en separación, sino en

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enfado. Quizá conste en el Libro Guinness de los Récords, nuestro enfado.

No me acuerdo ya del motivo, porque discutíamos por todo.

Hay amigos de verdad, y hay amigos que, de verdad, se dedican a

joder. Sólo se acuerdan de ti cuando tienen alguna mala noticia que darte.

Un miércoles, por la tarde, recibí una llamada de un pajarito de esos.

Total: ¿qué tal la vuelta a casa con tus padres?, ¿encuentras algún

trabajo?, patatín, patatán, y… Claudia se ha casado, de penalti. Así me lo

cascó, como quien no quiere la cosa. Me quedé de piedra. ¿Cómo?

Confiaba en que algún día se nos pasaría el enfado. El mío, de hecho,

se estaba disipando cada vez más rápido. Visto lo visto, el de ella no. Lo

comuniqué a mi familia, compungido. Lo sintieron, por ellos mismos y por

mí. Gracias, no os preocupéis, les dije. Mamá, que estaba segura de que

acabaríamos juntos, agachó la cabeza y se dirigió a su cuarto a planchar.

Yo me quedé tan planchado como aquellas camisas.

Me encerré en mi litera de abajo. Con candado. Abrí el portátil.

Engrasé mi cerebro con un palmero de café. Dos horas de escritura fluida.

Escribí algo sobre un pequeño pesquero a la deriva en el Mar de China.

Tras semejante esfuerzo me entró un hambre atroz. Empalmé la

merienda con la cena. Cuando arreciaba mi ansiedad me daba por comer.

Antes de acostarme, releí lo escrito. Basura, y de la buena. Demasiado

triste para crear. Aunque, según dicen, los nubarrones vienen bien,

porque luego, cuando escampa, el Sol te acaricia y las Diosas se sientan a

tu vera y te dan besitos por la nuca y por el cuello. ¡Pues que vengan de

una puta vez!

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Debía salir de casa, me aconsejaba mamá. Tenía mi tez color

amarillo verdoso. Así que me lanzaba a pasear por los campos. Mi madre

me acompañaba, es bueno para la circulación, el colesterol y esas cosas,

decía. Mi hermano se apuntó a la fiesta también. Mi padre nos observaba

desde el balcón. ¡Panolis!, pensaría… Aquello resultó brutal para mi

inspiración. Todos esos campos en barbecho, alfalfa insípida, cielo

remendón, acequias resecas, lombrices cabizbajas. Vamos, que cambiaba

de aires o la novela la reescribía Rita.

Así que le eché huevos. Me largué, debía afrontar mi nueva

situación. Claudia había rehecho su vida. Yo haría lo propio. Gracias por

todo, papá, mamá. Necesito estar solo. Lejos. Buscar inspiración, a la

mismísima Calíope (me apunto este nombre para otra novela), si hace

falta. Volveré a vuestro precioso hotel, de visita. Me debo a la escritura.

Calle Narcís Monturiol, número 29, cuarto izquierda. Girona. Sin

ascensor. Cuarenta y tres metros cuadrados. Sobra material. Allí me

apalanqué. El trabajo tenía buena pinta, de repartidor, con furgoneta.

Conocería a un montón de gente, cada cual con su rictus, con su chepa,

con su calva, uñas negras, corbata de cuadros, verruga, pelos en las

orejas, halitosis. Todos para mi novela. A quien primero conocí no fue a

ningún comercial, sino a mi vecina. ¿Qué te parece? El destino me recibía

con los brazos abiertos, mostrándome todos sus encantos. ¡Hola!, me dijo,

cuando nos cruzamos. Ella bajaba las escaleras, contoneándose. Yo las

subía, con esfuerzo. Madre mía, ¡qué mujer!... su aura casi me tira para

atrás. Me quedé observándola asomado a la barandilla. Era felina,

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silenciosa, se deslizaba cual pantera descendiendo de su árbol, en la

noche. ¿Dónde viviría? ¿En el Serengeti?

Al poco me enteré. En el cuarto, derecha, vivía la pantera. Justo

enfrente. Me lo ponía fácil la tía, sólo tenía que enamorarla. Hola, ¿qué

hay?, le diría, soy escritor. Le temblarían las piernas y lo que no es las

piernas. En breves, se pasaría a vivir conmigo. Mudanza fácil. Un

inconveniente menos para que diese el ‘sí’. Le contaría toda su vida, a mi

novela. Adelgazaría y se le irían los granos, a mi novela.

Pero me fui topando con alguna que otra traba. Su padre era

militar. Con toda una galería de galones, que tintineaban orgullosos. Se

oían desde que irrumpían en el edificio. Subían por las escaleras, los

galones primero; detrás él. Más cosas. El novio. Menuda bofetada me llevé

cuando los vi, entrando en el domicilio, uno detrás del otro. Me pregunté,

¿estará el militar en casa?, pues no tenía pinta de ser muy liberal, el

hombre. De la madre no había señal. Ni la vi, ni la escuché, nunca. Quizá

estuviese descuartizada en el congelador, en un falso fondo, a modo del

caníbal de Rotemburgo. Ni idea.

Mi trabajo iba bien, normal, digamos. Gracias por preguntar, de

todas formas. Con enchufe todo es más fácil. Te llega antes la electricidad,

el parné, la salvación de la ignorancia.

Pues bien, Manolo ‘el platanero’ me había contratado en su

empresa, aunque no era suya del todo, como él decía, sólo era un socio

más. También era tío mío, ‘el platanero’. Un tío de esos que no sabes muy

bien por dónde te viene el grado de consanguinidad… me parece que era

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primo segundo de mi madre, pero no estoy muy seguro. Era un gran

cabronazo, ‘el platanero’, de eso estoy completamente seguro. Un

transportista a la vieja usanza. De camión, vehículo longo. Tenía

semejante tripa que necesitaba otro camioncito volquete para

transportarla. Para almorzar: cuatro huevos fritos, con morcilla,

butifarra, una barra entera de pan tipo chapata y tres J.B con coca cola.

Vamos, un pozo sin fondo. Y divertido como pocos, tenía una risa más

contagiosa que un combinado de gripe aviar, sida y ébola. Siempre igual,

el tío, riendo y riendo, en su camión, en el bar, por la calle, en la cárcel,

donde fuese. Te estrujaba la mano y se reía. Parecía que se te quería llevar

el brazo a casa y comérselo aderezado con ajetes tiernos. Quizá sea mejor

no imaginártelo pasando hambre, a Manolo ‘el platanero’, seguro que no

reiría tanto. Buen tipo, de todas formas. Sobre todo para tenerlo de jefe.

Mi furgonetilla se caía a cachos, pero eso no importaba mucho. Lo

importante era el transporte en sí, como concepto universal. La logística,

que dicen ahora. Otra logia masónica barata. Iba y venía de La Bisbal a

Girona. Mala carretera, para transitarla tan a menudo. No adelantaba ni

una sola vez. No tenía ningún plus de peligrosidad en mi contrato, que yo

supiera. Material de oficina, transportaba. Cualquier gilipollez que os

podáis imaginar. Un pisapapeles con forma de culo, una grapadora

cangrejo, papel din-A4 de corazoncitos y pililas, clips fluorescentes,

trituradoras de papel… vamos… todo un arsenal químico para hacer más

glamuroso el triste mundo de la oficina. Mis destinos: colegios públicos,

ayuntamientos, delegaciones provinciales, museos, cuarteles o museos de

tortura, instituto de la mujer, universidades… Quede entre ustedes y yo

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que la empresa tenía agarrada una apetitosa contrata con la diputación

provincial. El cómo se llevó a cabo la adjudicación, ni idea. Como todas,

imagino.

¿Eduarda?, me dije. Se tambaleó el mito, ante semejante nombre de

yegua jorobada jubilada. No era el típico nombre de musa, que digamos.

Pues sí, así era: Eduarda Fornells Enrech. Mi vecina. Luego caí que en el

buzón constaba el nombre del militroncho: Eduardo Fornells Raventós.

Sin duda, era de esos padres que fabrican a los hijos a su imagen y

semejanza, uno de esos dioses modernos. ¿Y la madre?, me dije, ¿dónde

estará?

Así pues, cogí la carta del suelo, eso, que yo sepa, no es delito,

todavía... El delito fue no dejar la correspondencia en su buzón

correspondiente y llevármela a casa. Unos sellos muy raros, con la tinta

desparramada, constaban como remite. Inicié todo un ritual antes de

viviseccionarla. Primero me acompañó a la mesa, no tenía mucha hambre,

la carta, al parecer. Mientras me zampaba el postre, un flan de huevo, la

abrí, pues me estaba haciendo de rogar un huevo ya. ¡Vamos!, me decía

yo, ¡que sea el novio!... ¡que la deje porque se va a estudiar ruso a

Vladivostok! Pero no, no era su novio, era su padre. ¡De buten!, pensé.

Llega a ser un recibo bancario y menudo chasco me llevo.

Vaya con la letra que tenía el tío. Letra militar, ¡ahí no se canteaba

ni una ‘ese’! No había trazos curvos. ¡Le habría costado escribirla medio

siglo!, pensé. Os voy diciendo, mientras me fui enterando de cosas. Era un

pez gordo, teniente de la no sé qué ni cuánta comandancia de la fuerza

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aérea. Eso ya en el membrete, como aperitivo. Se gustaba el tío. Veamos.

Seguí leyendo. Dos folios por las dos caras. Al final, la firma ocupaba casi

media página. Era como el Guernica, pero no como el cuadro, sino como el

bombardeo. Total, que el capullito de alhelí se iba a tirar una temporadita

en Afganistán. Un paraíso turístico para la gente que le gusta vestir de

camuflaje. Me alegré, de no ser afgano.

Más cosas le dijo, pero que a mí me interesasen, sólo éstas: estudia

mucho, hija, vas a ser una gran abogada, y que no me entere yo de que te

llevas a nadie a casa. ¡Ahí le hemos dado!, pues ya te ha desobedecido

alguna que otra vez, padrecito, me dije. ¡Yo era testigo de aquello! Falta

grave, señorita Eduarda. ¡La pena va a ser pasar un fin de semana, aquí

en mi piso, escuchando mi novela!, pensaba… y seguido me descojonaba

yo solito. Qué pena.

Vamos que no le hacía ni caso a su padre. Aunque bien pensado, no

se había enterado de aquella advertencia. Era un placer tener a aquel

superhombre lejos, a pesar de que no las tenía todas conmigo. Quizá

hubiese minado todo el bloque con cámaras secretas. Ándate con ojo,

querida Eduarda, que este tío se presenta un día sin avisar y os manda, a

ti y a tu novio, con tu madre. No sé por qué, pero la daba por

desaparecida. A aquella pobre señora, que no me había hecho nada. Pero

me casaba en la historia, así, una trágica y misteriosa desaparición. Lo

único que sabía de ella: su apellido, Enrech. Pero no… no es lo que estáis

pensando, no me puse a buscarla por entre los Registros de todo el

mundo, ese tema está demasiado trillado ya.

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Digamos, que tenía historia, ahora sí, digna de una novela policíaca,

negra, esperaba que fuese. Negra y con unas refulgentes gotitas de

sangre, a poder ser. Me frotaba las manos… ¡Ojalá!

De vez en cuando me topaba con Eduarda por las escaleras. Hacía

todo lo posible, yo, por verla. Por la mañana no había manera, pues me

levantaba muy temprano, como fiel transportista que era. Lo primero, la

amamantaba, después llenaba su tripa, a la furgoneta, y luego carretera y

manta. ¡Menuda tartana!... me hacía gracia y todo. Como el techo se caía a

cachos, de vez en cuando, en alguna curva prolongada, me hacía

cosquillitas en la cabeza.

Me imaginaba un espejo gigante, colocado en el arcén. Yo me veía

reflejado ahí, dentro de la furgoneta, tan campante, con las dos manos en

el volante, sonriente, orgulloso de mi tarea logística. Me hacía mucha

gracia, la verdad. Cosas mías.

La franja horaria era de siete a nueve de la tarde noche. La pantera

bajaba de su árbol. Un gran invento: la mirilla. Unos días bajaba a comprar

cualquier cosa y subía enseguida. Otros, se escapaba con nocturnidad y

alevosía. De todas maneras, Eduarda, además de estar, parecía ser buena

chica. Estudiante aplicada, avispada, sería buena abogada para el crimen

organizado, sin duda.

Al principio, nada más que saludos. Sonreía al verme, y eso me

bastaba. Y me encantaba. Conque pasó el tiempo y pasé al tiempo… ‘¡qué

buen día hace hoy!’, ‘vaya, está lloviendo’, ‘refresca’… Original, yo, donde

los haya. Parecía hacerle gracia mi rudo acento maño. Quizá también se

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cuestionase ella de dónde diablos había salido yo. Pero no me preguntó, a

pesar de mi caballeresca disposición a explicárselo todo, con detalle.

De vez en cuando aparecía el maromo. Tenía llaves el muy cabrón y

todo. Para adentro, sin llamar. Llevarán juntos mucho tiempo, pensaba,

una pareja consolidada, que se dice en mi pueblo. Yo no hacía ni un ruido.

Sólo me faltaba el yogur en la oreja. Nada, una tumba, su casa. ¿Qué

estarían haciendo? ¿O es que en Girona hacen los edificios con paredes de

verdad? No, no creo.

Así que: o urdía un plan o me podía tirar años así. Con la mirilla y

con el yogur. Sin historia, sin novela.

Ilustrísimo Sr. Teniente D. Eduardo Fornells Raventós. El motivo de

esta breve carta es informarle a Su Señoría de las molestias que está

causando su hija Eduarda en la comunidad de vecinos. Se le ha llamado al

orden en varias ocasiones. Ante su reiterada actitud: ruidos hasta altas

horas de la madrugada, fiestas continuas en su casa, gemidos estridentes

y similares… esta comunidad de propietarios se ve obligada a extender la

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siguiente, solicitándole que reprenda a su hija a fin de que adecúe su

comportamiento a las normas de la buena conducta y convivencia vecinal.

Sin más que añadir, le saluda atentamente, el presidente. Firmado…

Albert Casadevall Agramunt.

¡Toma ya!, pensé, mientras introducía mentalmente la carta en el

buzón. Luego me dije, no, no… ¡para!… se liaría demasiado gorda… el

teniente se entera, se presenta aquí con su pelotón y acaba con mis

pelotas.

No sé muy bien por qué, pero sellé de nuevo la carta que rapiñé en

su día y la deposité en el buzón correspondiente. Ahí tienes, aunque

tardana, la carta de papaíto, querida Eduarda.

Aquel fin de semana regresé al hotel. Llamé para reservar. Sin

problema, me guardaban una cama. ¿Qué quieres para cenar? Lo que sea,

mamá, dije, no te preocupes. ‘El platanero’ me permitía utilizar su

furgoneta para asuntos propios. Haz lo que quieras con ella, mientras no

me la mates, me decía, y se desternillaba él solo, como siempre que

hablaba. Gracias, tío. En cuatro horas me planté en Zaragoza, llegué sobre

las nueve de la noche del viernes. De camino, combatí el tedio del viajecito

telefoneando a algunos amiguetes, por si se montaba jolgorio el sábado

noche. Nada, no había plan. Nos vemos.

Me traje regalito, de vuelta a Girona, aparte de millones de tuppers:

¡a mi hermano! Tenía expediente de regulación de empleo, ‘vacaciones

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obligadas’, según decía él… ¿Por qué no te vienes?, le insinué. Dicho y

hecho.

Total que el lunes, primer lunes de otoño, por la tarde, nos dimos

una vuelta por ahí. Una ciudad muy coqueta, Girona. El casco viejo se

apelotona para contemplar el río, el Onyar, que atraviesa la ciudad,

somnoliento, deprimido, ni putas ganas de llegar al mar, parece que tenga.

La catedral mira, aquí y allá, aburrida, como sedienta de sangre. Una

ciudad, triste, no sé cuánto tiempo lleva de luto, la pobre. Casi te dan

ganas de darle el pésame… pero como no sabíamos a quién dárselo, si a un

puente, a una plaza o al monumento de algún político, nos fuimos a un

bar. A alegrarnos un poco la vida, para contrarrestar semejante ambiente

funerario. Parece ser que toda la alegría estaba en aquel bar, borracha

perdida, la alegría, como loca, dándose cabezazos contra las paredes.

Habíamos dado en el clavo, por casualidad.

El único antro abierto el lunes, según nos dijo un camarero. ¡Una

barahúnda! Era una especie de tasca, a la vieja usanza, con mesas y

bancos de madera, muchas fotos colgadas de las paredes, una marabunta

de gentes sin complejos, algunos poniendo cara de borrachos, muy

logrados, otros enseñando la lengua, aspirantes a serpientes. Los tíos y las

tías cuando se emborrachan enseñan la lengua porque no tienen lo que

hay que tener para enseñar lo de abajo.

Nos unimos a la fiesta. Nos vimos obligados a pedir algo de beber,

con alcohol. Ocupamos la última mesa, tan cerca de los baños, que parecía

que nos mearan encima, los clientes. Me puse a destripar todas esas

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caras, gente joven, la mayoría, al parecer universitarios. Poco nos

duraron las primeras cervezas. Íbamos rezagados, teníamos que alcanzar

al pelotón. Me levanté a pedir otras dos jarras, haciéndome hueco

enfrente de los grifos. De ahí salía el dorado líquido espumoso, ¡oh, ácido

desoxirribonucleico de la excitación! Eché un vistazo en derredor.

Intentaba arrancar todos esos peinados, todos esos rictus, todas esas

vestimentas, todas esas conversaciones fútiles. Objetivo metérmelos en la

cabeza y cerrar con llave. Para mi novela. Era como si llevase un pajarito

escondido en la chaqueta y le tuviera que ir dando gusanos, al estilo del

vejete que se suicidó en Cadena Perpetua. Espero no acabar como él, la

verdad. Ahora que lo pienso, me arrepiento un poco del símil, pero

bueno…

Y me topé con ella. Vaya con el destino… ¡estaba de mi parte! No me

lo podía creer. Con un grupo de amigas, mi pantera Eduarda. Chupitos

arriba, abajo, al centro y adentro. ¿Qué diablos estarán celebrando un

lunes?, me pregunté. Mi vecina parecía de todo menos hija de un

acorazado militar. Estaba en su salsa, riendo, besando, hablando,

gesticulando. Muy morena de piel, con ojos rasgados, sus facciones eran

como pinceladas impresionistas. Vocalizaba mucho al hablar, como un pez

escupiendo burbujas, como si sus interlocutores fueran sordos. Vestía

pantalones vaqueros y una blusa roja con exageradas mangas. Muy corto,

su pelo, muy negro. Flequillo al ras, como cortado de un solo tijeretazo,

con unas tijeras gigantes, un dedo justo por encima de las cejas.

No divisé a su novio en el garito. Pillé las jarras, pagué. Cinco euros

del ala. Regresé junto a mi hermano. Observé que se le caía la baba, de ver

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tanta gachí feliz. Así que le expliqué, señalando a la pantera, que era mi

vecina, Eduarda. ¡Qué me dices!, exclamó, encantado. Ya tenía excusa

para entrar. Vamos a decirles que se sienten aquí con nosotros, a beber…

podemos enseñarles jugar al durito, nos echaremos unas risas, me

insinuó. Yo, no contesté. Tampoco él esperó mi respuesta. Al momento lo

vi, allí, hablando con Eduarda. Vino todo el grupo, hacia mí, yo

empequeñecía, pero no lo suficiente para escapar por debajo de las mesas.

¡Hola, vecino!, saludó muy amable, como alegrándose de verme. Me

pregunté, si sería Eduarda, o su alegría, la que se alegraba de verme. Nos

presentamos. Sus amigas: Ariadna, toda espaldas, lorzas se asomaban por

sus costados, como doblando la esquina. Tenía una buena frente, vamos…

para sacar las raquetas y jugar unas bolas. Era muy fea, y salpicada de

granos… pensé… ¡mi novela!... ¡ya tengo título para mi novela! Casi me

muero de gusto, ahí mismo, por mis adentros. Alabado sea el destino.

Alabado sea Dios y todos sus discípulos y Nerón y las llamas del Vesubio y

Barrabás. ¡Ariadna! ¡Ariadna! ¡Mi novela!

Luego estaba Virginia, con nariz de tucán y boca de pez gato, con

bigotitos y todo. Insípida como ella sola. Y por último, Carlota, rubia

teñida. Hacía tres meses que se tiñó, lo digo por los tres centímetros de

raíz marrón tierra que brotaban de su cuero cabelludo. No paraba de

cascar y de reír, la tía, era muy menuda, parecía estar hecha a otra

escala. Luego me enteré de que su padre era arquitecto, por tanto, mis

sospechas no iban muy desencaminadas.

Así que a jugar al durito. Encantadas estaban con el jueguecito, las

tres, porque Virginia nos abandonó a las primeras de cambio. Tenía que

21  
 
acabar un trabajo, alegó. Todas estudiaban Derecho. Celebraban el

cumpleaños de Eduarda, por cierto. Buena excusa para darle otros dos

besos. Se los di con ganas, como los que te dan las viejas del pueblo, con

ruido y todo. Me sonrió. Yo ya estaba ebrio con el descubrimiento del

título de mi novela. ¡Ariadna! Bueno la escribiría sin admiraciones, más

seria. El durito me dio un empujoncito, también. Vamos que si te quieres

poner ciego en diez minutitos, juega al durito. Básicamente, se trata de

juntar cuatro vasos de chupito (llenos) en medio de la mesa. Se lanza una

moneda, que debes encestar en los vasos, haciéndola rebotar primero en

la mesa. Si no eres muy diestro, date por jodido. Y cuanto más bebes,

menos diestro eres. Leyes de la naturaleza.

A la media hora de durito estábamos todos bastante blanditos. Los

chupitos los rellenábamos de calimocho. Sobre la mesa, en una esquina,

construíamos la torre de Pisa con los vasos de litro vacíos. Cuando lo vi

aparecer por la puerta se me cortó el rollo de cuajo. El maromo… ¡Ahora

no!... por dios, ¡no puede ser!, me decía yo. Iba con un grupete de amigos,

todo tíos. Se acercó hasta nosotros, Eduarda se levantó a saludarlo

efusivamente. Chicos, os presento, dijo, Eduardo, mi hermano. ¡Alabado

sea Dios señor nuestro todopoderoso!, fue lo primero que me vino a la

cabeza. ¿Por qué diablos me habría imaginado yo que eran novios? Cosas

de la vida. Siempre me imaginaba lo peor, era yo, intrínsecamente, un

pesimista ortodoxo. Aquello despejaba el camino, sin duda. Sin papá, sin

novio… de fiesta, conmigo… con el título de mi novela tatuado en mi

cráneo… ¿Qué más podía pedir? Mi pajarito (el ficticio), disponía de

excelente ración de gusanos.

22  
 
Su hermano se despidió enseguida, sólo pasaba a saludar, dijo, algo

cortado. A las once en punto sonó una campanita, con un badajo muy

pequeñito, a su vez, pero muy tocapelotas. El bar cierra en breves, fue lo

que dijo, la campanita. Mi hermano propuso seguir con el juego en su casa.

¿Su casa?, pensé yo. Genial idea, les pareció a todas. Otra baja, nada más

salir: Ariadna, mi novela, se fue. Supliqué a Dios que no fuera un mal

augurio. Jamás hubiese pensado que tenía novio, mi novela, pero eso es lo

que dijo, que había quedado con su novio. Me lo imaginé, al novio…

necesitaría otra novela entera para describirlo.

Mi hermano paró un taxi sin avisar. No quería que se enfriase el

ambiente, el bribón. Pagó él. Paramos en el chino de la esquina para

proveernos de vino peleón, y también cayó una botella de whisky. Javier

insistió de nuevo en apoquinar todo, es mi regalo de cumpleaños, le dijo a

Eduarda. Aquella insinuación no me gustó un pelo. Todo sea dicho, aunque

se trate de mi hermano.

Así que ahí nos tienes a los cuatro escaleras arriba, bueno, mejor

dicho, los tres y el gnomo. Porque Carlota parecía ir menguando cada vez

más. Nos instalamos, en MI casa. Ellas en el sofá, nosotros dos enfrente,

sobre sendas sillas. A darle de nuevo al durito. La botella de whisky

temblaba encima de la mesa. Se cumplieron sus crepusculares presagios,

acabamos con ella. El ambiente se fue calentando tan rápidamente que no

sé muy bien cómo, pero me vi discutiendo con Carlota apasionadamente

sobre los extraterrestres. Aquel fin de semana habían descubierto un

planeta, a ochocientos mil millones de años luz, por lo menos, con

condiciones parecidas a la Tierra. Con agua y toda la pesca. Pues bien, yo

23  
 
estaba firmemente convencido de que no estábamos solos. Y ella, dale que

te pego con que no. Que eso eran invenciones de la Nasa, excusas para

hacer más películas, reminiscencias de la guerra fría... En aquellos

momentos de efervescencia etílica, yo me sentía hermanado con todas las

criaturas ultraplanetarias del cosmos. Era su Portavoz.

Súbitamente, paré un momento en mitad de mi declamación, para

observar a Carlota. ¡Seguía disminuyendo!... ¡a pasos agigantados! No lo

podía creer. ¡Cabía toda ella en el asiento de la silla!... con las piernecitas

estiradas y todo. La hubiera podido coger, depositarla en la palma de mi

mano, hacerle caricias en el lomo, como a una gatita recién nacida. Fue

entonces cuando me empecé a reír a raudales. En mi vida me había reído

tan a gusto, ni con las setas de Amsterdam. No podía parar, la verdad. La

miraba de vez en cuando y la veía chiquitita, cada vez más chiquitita… se

me ocurrió en ese momento cantarle lo de chiquitita dime por qué… y aún

me reía más, casi me ahogo. Un géiser de carcajadas… ¡Ella! ¡Ella era la

extraterrestre! ¿Pero no se veía? Lástima que no hubiese un espejo cerca.

Seguía desternillándome. Me ardía la tripa, me faltaba el aire. Pensaba

una y otra vez en lo de chiquitita dime por qué, en lo de que ella era la

extraterrestre y me resultaba imposible parar de reír. La vi, entre risas,

coger el bolso, y marcharse por la puerta. Yo seguía a lo mío… pensaba…

¿pero para qué abre la puerta? ¡Si cabe por la ranura de abajo! Más y más

risas. Casi me da algo. Volví en mí, poco a poco. Todavía llegaban algunas

risas rezagadas, ya casi sin fuerza, hasta que se agotaron definitivamente.

Me di de bruces con el silencio, y luego con el sofá. Pero bueno, me

dije, ¿dónde diablos están mi hermano y la pantera? ¡Todavía no le había

24  
 
preguntado por su madre!, a la pantera… ¡tenía que saber qué fue de su

madre!... estaba algo obsesionado con aquello… ¡por Dios!, necesitaba que

me lo contara todo, yo mutis, le prometería, no diré nada a la policía…

explícame… ¿dónde la enterró?, ¿en cuántos trozos la seccionó?... ¡todos

los detalles! A Ariadna le encantará saberlo todo…

Me levanté como pude, apoyándome en los muebles de la casa, y me

asomé al dormitorio. Nada. La cocina y el baño, ambos minúsculos,

también vacuos. No había más habitaciones donde buscar. Un gemido,

femenino, de placer intenso, proveniente de la mismísima Sodoma,

atravesó la pared y se incrustó en mi cerebro. Me acerqué renqueante

hasta la mirilla: la boca del lobo. De repente, otro grito en la noche. Lo vi

salir del piso de enfrente, al grito, y desapareció zumbando escaleras

abajo. Me temí lo peor, y acerté, por supuesto. Pero no me quedé ahí, tras

la mirilla. Un borracho tiene la cabeza más dura de lo normal. Lo quería

ver con mis propios ojos, meter el dedo en la llaga. Sadomasoquismo puro

y duro.

Mi hermano, en calzoncillos, entreabriría la puerta. Me diría, no,

no, ahora no es buen momento. Se oiría a lo lejos una voz femenina, dulce,

lasciva… ¡vamos, Javier!, te estoy esperando… Javier dibujaría una

sonrisa pícara en su boca y me guiñaría el ojo, mientras muy lentamente

la puerta se cerraría suavemente… ¡en mi cara!

Más o menos, así debió ocurrir, tampoco me acuerdo bien de los

detalles. El caso es mi querido hermano pasó toda la noche en la sabana

25  
 
(¡sin tilde!) del Serengeti, durmiendo con la pantera en su árbol. Muy

hermoso, vaya que sí.

Me despertó un amigo tocapelotas, me contó algo de su trabajo, me

preguntó por el mío también…, y de repente va y me dice… ¿sabes algo de

Claudia o qué?, nada, le contesté, lo último lo que tú me contaste… ¿pero

te creíste lo que te dije, lo de que se había casado de penalti y eso?, me

dice el muy socarrón. Claro, por supuesto, contesté yo.

Él se rio un buen rato a mi costa. ¡Que era broma, hombre!, acabó

diciendo. Me cagué en su puta madre unas cuantas veces y colgué.

Aquella conversación elevó al cubo mi resaca. Tenía un yunque dentro de

mi cráneo. Me cepillé los dientes y una botella de litro y medio de zumo.

Todo me daba vueltas, en mi cerebro voltaico.

Estaba solo en casa. Decidí no llamarlo, ni molestarlo, a mi

hermano. Me lo imaginé desnudo, en la cama, abrigado con la piel de la

pantera. ¡¿Cómo no le preguntaría a Eduarda por su madre?!, me regañé.

¿Por qué siempre se me iba la pinza con los extraterrestres cuando me

emborrachaba?... Evoqué a la pequeña Carlota y no me quedó otra que

sonreír sobre el recuerdo. Buf, agujetas en la tripa.

Encendí mi portátil, miré el correo, alcahueteé cuatro cosas y abrí

el archivo de mi novela. Lo había titulado, provisionalmente, ¡Hatajo de

sueños!, sustituí aquel nombre por el de Ariadna. Fui al azar a una página.

Caí en la 53. Comencé a leer… Cuando iba por la 56, cerré el archivo.

26  
 
Me apareció el escritorio, de nuevo. Cliqué sobre el archivo de texto

ahora denominado Ariadna. Pulsé Suprimir. Mi ordenador, que no

entendía de resacas, en silencio, y muy correcto, me preguntó:

- ¿Está seguro de que desea mover este archivo a la papelera de

reciclaje?

Me acerqué con el ratón a la casilla del ‘Sí’ y cliqué. Ariadna

despareció del escritorio.

Abrí la papelera de reciclaje. Ahí estaba, otra vez, Ariadna. Repetí el

modus operandi.

- ¿Está seguro de que desea eliminar este archivo de forma

permanente? –me preguntó mi ordenador, esta vez con un tono algo

más solemne.

Dudé unos segundos… clicar sobre el ‘Sí’, o clicar sobre el ‘No’. Ésa

era mi cuestión. Justo entonces sonó el teléfono. Claudia, era quien

llamaba. Antes de responder, volví a mi portátil rápidamente. Ahí seguía

la misma interrogación en el aire. Me decidí y cliqué por fin.

Hola, Claudia, dije.

27  
 
PRIMERA PARTE

La soledad ayuda a crear el arte, el arte creado aniquila la soledad.

Adrián estaba solo en casa, en el patio, aposentado en una vieja hamaca

de tela. A su lado, una gélida lata de cerveza se erigía sobre un taburete

como de bar. Sus padres hacían la compra semanal en el hipermercado y

León andaba dando un voltio por las huertas. Adrián gobernaba el mundo.

Eran las diez y cincuenta y nueve y el viejo reloj de pared se inclinó y

susurró: ‘disculpe Señor Adrián, si no le importa, estoy a punto de marcar

las once horas’.

- Proceda.

Sábado rubio de ojos azules. Mediados de Agosto. Un día de esos en

el que el Sol se bebe un par de vinos antes de comer y está realmente

radiante. Emitían en la radio un programa especial sobre el genio oculto

Ervin Nyíregyházi… Una cálida voz femenina narraba anécdotas sobre la

vida del músico húngaro de nombre cuasi alienígena. Se ve que su madre

estaba obsesionada con que su hijito fuera un mito y lo esclavizó delante

del piano. Una de sus esposas descubrió que a sus cincuenta años, Ervin,

28  
 
tardaba más de media hora en abrocharse los zapatos. ‘¡Brutal!... ¿Cuánto

tardaría en desabrocharse la bragueta?... Aunque tocando el piano así

casi da igual mearse encima’ –pensó Adrián.

Sonaba una pieza, no me acuerdo del título. Aquel piano te

asesinaba lentamente y esparcía tus cenizas por el Cosmos. Después, te

resucitaba y te daba la bienvenida como un ser humano completamente

nuevo, libre, ingrávido.

Unas cuantas moscas conectaron el modo silencioso en sus motores

para escuchar al genio oculto durante sus vuelos geométricos.

Acabó la sonata y sobrevino un silencio conmovedor, como el

silencio de después de las guerras. De repente, un quejumbroso ladrido de

León, a lo lejos, desgarró aquella paz. Adrián se extrañó sobremanera y

fue raudo a su encuentro. En el zaguán, vio al pobre perro acurrucado

contra una pared, moribundo, jadeante y de color líquido refrigerante.

Adrián abrió tanto los ojos que le dolieron. ¿Pero qué broma sobrenatural

era esa? ¿El primer perro marciano? En ese momento se oyó rebuznar el

motor de un coche en la calle y enseguida aparecieron sus padres

cargados de compras. Al ver al raro perro verde, a su madre se le resbaló

de las manos la bolsa de los huevos. ¡Tortilla!

- Pero, ¿qué le ha pasado? ¿Qué coño le has hecho? –gritó su padre

furioso.

- Acaba de llegar ahora mismo de esta guisa. Yo no tengo nada que

ver con esto –respondió su hijo fingiendo sosiego, como si viese perros

verdes a diario.

29  
 
León tardó tres horas en morir. Adrián enterró al éxitus en un

campo yermo cercano. Sobre su tumba, en lugar de la típica cruz, clavó

una larga caña que cogió prestada de una empalizada de la huerta de

Julián. El animal no tenía mucha pinta de ser cristiano y el pequeño de los

Azcona tampoco lo era, desde luego. A los pocos días la familia se enteró

de que el can se había caído en un tanque de ácido de una empresa vecina.

¡Mala pata! Con su muerte, Adrián ya no sentía la necesidad de salir a

pasear, pues León tampoco había de sacar a pasear sus necesidades.

La necesidad de Adrián por aquella época era escapar. Pero para

poder escapar, debía trabajar. Y ahorrar no le resultaba muy fácil. De

trabajillo en trabajillo, raro era el mes que cobraba un sueldo de esos de

cuatro dígitos. El dinero le volaba como arena entre las manos bajo un

huracán, a pesar de que sus vicios tampoco eran muy caros: música, cine,

libros y cerveza, básicamente. Sus padres no soltaban mucha prenda, sólo

de vez en cuando, mamá, a escondidas de su progenitor, le propinaba

alguna moneda de dos euros.

- Gracias mamá –susurraba Adrián, guardando el secreto.

Adrián tenía un hermano tres años mayor que él. Ambos habían

nacido el mismo día: el seis de Enero. Javier vivía en Hanoi. Trabajaba

para una empresa de exportación de comestibles de alta gama, tal que

aceite virgen extra, jamón serrano y otros ibéricos. Adrián lo adoraba,

estaba orgulloso de él, de su inteligencia, pero, sobre todo, del arrojo con

que la usaba. No era como los demás. No se trata de acumular carreras

universitarias o conocimientos efímeros. Se trata de mantenerse vivo. Y

30  
 
sobre todo, de ser consciente de estarlo. Convertir cada instante en

eterno. A eso aspiraba Adrián, por aquello quería escapar del barrio, de

aquella vida fútil. Sólo se sentía vivo muy de vez en cuando, recibía como

descargas, chispazos de vida… que no hacían sino recordarle que debía

marcharse cuanto antes.

Los hermanos, aparte del contacto telefónico, se carteaban a

menudo, estilo vieja escuela: manuscritos, sobre y sello. Javier solía

visitar a su familia para las fiestas de año nuevo. Adrián se había

propuesto firmemente ahorrar para convivir un tiempo con su querido

hermano en Vietnam. Su escapatoria. Javier era como un ave migratoria,

sobrevolando otros mundos, respirando otras atmósferas, planeando

sobre sus cabezas. Adrián se sentía unidimensional ahí abajo, quería

tener la perspectiva de su hermano, volar con él.

Terminó su último trabajo a principios de Julio. Era de mozo de

almacén (sobre todo) y de repartidor (muy raras veces) en una pequeña

empresa de sistemas contra incendios. Sus mañanas transcurrían en un

pequeño taller vaciando y llenando extintores. Hasta las diez y media se

dedicaba a los de polvo. Después, a por los de CO2. Algún encargado

entraba de vez en cuando sigiloso, para intentar pillar a Adrián tocándose

los cataplines. La verdad es que al pobre le daban unos sustos del copón. Y

el tema no era de risa, porque con la presión que llevan esos aparatos, si

no se cerraban convenientemente, podía salir disparada la tapa con la

fuerza de un kalashnikov. De hecho, en el techo había una mancha de

sangre. Así se lo indicó a Adrián un compañero, describiendo el accidente

con toda suerte de detalles, cómo le había quedado la cara al pobre

31  
 
muchacho, el número de operaciones que necesitó y tal y cual… Desde

entonces, Adrián todos los días antes de empezar la faena echaba un

vistazo ahí arriba, para mantenerse alerta. Aquella era como su señal de

la cruz. Amén.

Había una banqueta, tipo de bar, en medio del taller. Parecía tener

siempre un foco apuntando. Cualquier día sonaría algo de jazz y

comenzaría el striptease. Mientras todo el taller rebosaba polvo y

suciedad, la banqueta residía en su brillante burbuja. En fin… que estaba

más protegida que la Gioconda en el Louvre. Al principio de los tiempos,

Adrián siempre asía a la diosa inmaculada y se sentaba sobre ella para

trabajar más descansado. Porque, aunque parezca mentira, se podía

hacer exactamente lo mismo con y sin banqueta. Pues ¡a joderse toca!

porque, cada vez que Adrián se sentaba (al poco le soplaron que había

cámaras en el taller), entraba algún encargado con la típica tontería:

- Oye, Azcona, estarás mejor de pie, que con la banqueta igual te

distraes más.

Luego, antes de salir, apuntillaban un ‘a ese extintor métele un poco

más presión’, ‘tienes afuera los de la empresa Walter Rodríguez, que hay

que lavarlos’, ‘ten bien recogidas las llaves’, ‘¡eh!, se te ha olvidado de

ponerle la pegatina a ése’, ‘antes de acabar haz un poco de limpieza’, ‘ojo

no te salte polvo’ y similares. Lo de saltar polvo era gracioso. Si llenaban

un extintor y antes de colocar el seguro rozaban mínimamente la maneta

de descarga significaba lluvia gris. En milésimas de segundo una nube

volcánica lo invadía todo. Apenas se podía respirar. Se cortaba el tráfico

32  
 
aéreo. No tardaba en entrar algún listo (a los que nunca les había pasado)

con el sermón:

- Ten cuidado con eso, hombre, que ya te lo hemos dicho unas

cuantas veces. Pon más atención. ¿No estarías sentado en la

banqueta?

Adrián no pasó el período de prueba y se lo finiquitaron.

Un miércoles lluvioso de Septiembre telefonearon por fin de una

empresa de trabajo temporal. Lo único bueno que tenían ese tipo de

empresas era su amenazante y fría claridad: ‘temporal’. Entraron unos

cuarenta, ya que añadían el turno de tarde para incrementar la

producción. Como el lugar de trabajo distaba unos setenta kilómetros de

Zaragoza, los reunieron a todos para firmar el contrato y, de paso, hacer

grupos para fletar coches (no pagaban los gastos de desplazamiento, por

supuesto). Setecientos cincuenta euros de sueldo. Pese a todo, para darse

con un canto en los dientes.

La faena consistía en grabar datos de expedientes de la tesorería de

la seguridad social. Cuando les explicaron en qué consistía, Adrián pensó:

33  
 
‘¡De buten! Pero de eso nada monada. Cada trabajador tenía su silla, su

mesa y su ordenador (¡un lujo!), y por la pantalla iban apareciendo

documentos varios, de los cuales debían transcribir el nombre de la

empresa o autónomo, el número de afiliación, la fecha de la solicitud, el

tipo de régimen de la seguridad social, entre otros. Por supuesto, exigían

mucha velocidad al teclear los datos, les martillaban con que eran

expedientes secretos y había unos cuantos prohibidos:

- Prohibido hablar entre los compañeros.

- Prohibido tener el teléfono móvil encendido, ni ningún otro

dispositivo de almacenamiento de datos (sólo podían usar radio

convencional, aunque no se captaba ninguna emisora).

- Prohibido comer o beber sobre las mesas.

- Prohibido ir al baño. Cada día les colocaban sobre la silla un orinal y

varios pañales… Eso ya hubiera sido brutal, aunque… ¡tiempo al

tiempo!

El horario: de tres a once de la noche, de lunes a viernes. Dos

pausas: una de quince minutos a las seis y otra de diez minutos a las

nueve. Los grupos de los coches se formaron rápidamente: por barrios. El

pequeño de los Azcona vivía muy a las afueras de la ciudad, en el barrio de

Las Huertas, y se unió a tres tipos del barrio de Las Delicias, cercano al

suyo.

El grupo estaba formado por Rosa, mujer adinosauriada, de unos

cuarenta años. Andaba cual pingüino gigante. Retumbaba la corteza

terrestre a su paso. Serios problemas con la dicción de las erres, que

34  
 
salían de su boca gorgoteando. Su cara era del mismo color de su nombre

y destacaba una extensa papada, a modo de estepa mongola, salpicada

con pequeños granitos rojos. Siempre iba embutida en su rácano traje de

ejecutiva. Luego estaba Daniel, de unos veinticinco. Parecía haber salido

del vientre materno hacía un par de años. Engominado y con caderas

pronunciadas y filosas. La tripa le hacía un bulto raro, como si tuviera

enrollado todavía el cordón umbilical bajo su camisa. Olían a perfume

hasta las suelas de sus zapatos. Siempre sonriente y con un bolso a modo

de zurrón atiborrado de panteras rosas. Y por último, Estefanía,

treintañera, con cara de pato, culo carpeta y espárrago-tetas (de esas que

se van acercando peligrosamente hasta el ombligo). Hubiera querido ser

princesa y estaba loca por pillar a un ricachón y pasearse muy pero que

muy pero que muy despacio en descapotable por la ciudad. Cogían el auto

un día cada uno.

Adrián era un tipo reservado y al principio apenas entraba en las

estúpidas conversaciones sobre el trabajo o el tiempo. Ellos le miraban

como a un bicho raro, como si te asomas por la ventana y ves un

Archeopterix: así. Adrián solía ir leyendo en la parte de atrás cuando no

le tocaba conducir. Por aquella época andaba con Hari Seldon y la

Psicohistoria. Pero poco a poco aquel microcosmos se le fue haciendo más

familiar. Bromeaban todos y se reían hasta de Cristo y la madre que lo

parió, sea virgen o no. Por supuesto, cuando alguno de ellos faltaba, iba

fino. Con Rosa tenían la coña de que si se estampaban algún día contra

algún jabalí (abundaban por aquella zona), saldría del coche, lo

despedazaría y se lo metería en el capó para la cena. Así fue pasando el

35  
 
tiempo y transcurrió el invierno, sin mucha novedad. Adrián ya le había

cogido tirria a unos cuantos del curro. Por supuesto, todos tenían apodo.

‘Acequias’ era uno de los jefes, un liliputiense que quería ser Gulliver. El

mote vino porque alguien dijo que le encantaría descuartizarlo y esparcir

sus restos por una acequia. ‘Premio Nobel’ era un tipo estirado con mirada

láser, al que le agradaba sobremanera arengar a sus lacayos. Se creía

físico nuclear e ingeniero de caminos pero era más tonto que alto. Y

muchos más: ‘Periquito’ (una pequeña jefa pájaro), ‘Volcán’ (otra

encargadilla madurita con excesivas ganas de copular), ‘Aborigen’

(supervisor que amaba el trabajo, del que decían que había nacido allí),

‘Cristóbal Colón’ (un encargado al que le habían extirpado el colon y

estaba todo el día evacuando), y algunos pajaritos más.

Viernes, mediados de Marzo. El cielo gris metálico parecía ser la

prolongación de la carretera. Si tuvieran que bajar unos cuantos ovnis

hostiles, seguro elegirían un día como ése. Ni rastro de nubes… debían

estar escondidas, por si las naves. Un frío quieto, rebelde, se resistía a

dejar paso a la primavera. Los prados, todo el invierno en stop, estaban en

pause, en play florecían. ¿Quién diablos tiene el mando?

Al pequeño de los Azcona le importaban un comino los prados si se

hallaban de camino al tajo. Subían Rosa y él. Él conducía. Estaba un poco

hasta el cataplín derecho de la dinosauria. Llevaba un tiempo lanzándole

directas de quedar a tomar algo después del trabajo, de lo guapo que estás

hoy recién afeitado, de ¿has tomado el sol el fin de semana?... porque

tienes un color de cara estupendo y sandeces por el estilo. Adrián siempre

ponía cara de asco y miraba hacia otro lado ignorándola. Pero nadie puede

36  
 
ignorar a un mamut. El mamut, en peligro de extinción por entonces,

necesitaba aparearse. Estefanía y Daniel se habían cogido el día de fiesta.

Aunque ellos lo pretendían guardar en secreto, todo el mundo sabía que

estaban liados. En el coche, Adrián y Rosa hablaban sobre alguna

mamarrachada de ‘Premio Nobel’ cuando, de repente, ella abortó la

conversación con una mirada fulminante que atravesó a Adrián. Le

estaba devorando. Adrián echó un vistazo y la vio con babero y con

cuchillo y tenedor. Géiseres de saliva emanaban de su horrible boca.

Temblaron las piernas de Adriancito, como si tuvieran vida propia y se

quisieran largar de ahí por patas, dejando solo al tronco. Intentó hacerse

el sueco y seguir con la charla pero notaba que ella no apartaba sus

pequeños ojos golosos sobre él. Con los nervios, presionaba tanto el

acelerador como para juntarlo con el asfalto. Por fin habló Rosa desde su

estómago hiperpotámico:

- Bueno, ¿qué? Vamos con el tiempo de sobgra, Adggrián ¿te apetece

que hagamos una paggadita en el camino? –dijo intentando parecer

dulce y lasciva, y guiñó lenta y torpemente su ojo izquierdo.

Adrián se quedó petrificado. Dejó de acelerar inconscientemente. Al

segundo, le dio un espasmo, retornó al universo y frenó bruscamente.

- ¡Larggggo de mi coche, ceggrda! ¡Larggggo! –gruñó, burlándose de

su problema con las erres y le indicó la puerta con su dedo índice

derecho.

Ella masculló algo incomprensible, sus ojos se humedecieron,

agarró el bolso y se apeó del vehículo. Adrián aceleró como Kurt Rusell en

37  
 
Death Proof. Cuando lanzó una mirada furtiva al retrovisor vio a la

gigante convertida en gnomo en la cuneta de la carretera. Inspiró

lentamente para oxigenar su cerebro. Espiró todavía más pausado.

Llegó muy nervioso a destino y se puso a trabajar como un loco para

no pensar. A los veinte minutos se le acercó ‘Periquito’ y le preguntó por

Rosa.

La tarde se le hizo eterna, como los viajes que le describía su

hermano desde Hanoi hasta Hue en bus cama. A eso de las diez de la

noche, Adrián, con los ojos ya cuasi ensangrentados a causa del regular y

sempiterno desfile militar de documentos por la pantalla de su ordenador,

divisó algo mucho peor: dos agentes de la guardia civil. Entraron verdes y

orgullosos bajo sus tricornios y se dirigieron a la pecera sita al fondo de la

oficina. Lo primero que pensó Adrián era si tenía bien aparcado el coche.

Típico. Los verdes hablaban y los jefes gesticulaban atónitos y se echaban

las manos sobre sus cabezas de pitiminí. Adrián temía tener algo que ver

con todo aquel lío. Y acertó. Salieron todos los peces y ‘Acequias’ se dirigió

a él:

- Azcona, acompáñenos un momento a la puerta. Cierre la sesión de

su pecé.

Adrián asintió. Se levantó de la silla y un rumor marítimo se instaló

en la sala. Caminaba bien erguido, con paso firme y mirando al frente.

Como los culpables que pretenden hacer ver que son inocentes. Observó la

puerta de la salida: estaba abierta, allí le esperaban ansiosos todos

aquellos ojos.

38  
 
Hablaron los agentes. Su lenguaje parecía sacado de tácticas

militares del siglo XVIII. Os lo traduzco: Habían hallado el cadáver de

Rosa en la carretera. ‘¡No-me-jo-das!’ –pensó Adrián vocalizando.

Comenzaron las preguntas en todas direcciones. Adrián intentó hablar,

pero todo se le nubló y ofreció su desmayo como respuesta.

Recobró la consciencia en comisaría. Estaba sentado. Su cabeza

descansaba sobre sus antebrazos bajo una dura mesa. Al incorporarse, se

topó con el rey. Lo miraba seriamente, el rey. Una banda azul cruzaba por

su pechera y se tapaba con las dos manos sus partes nobles, nunca mejor

dicho. Adrián apartó su mirada y dio con un hombrecillo viejo: su

abogado, dijo ser. Vestía un apolillado traje gris y zapatos negros

desgastados, una pequeña mata de pelo le brotaba por encima de cada

oreja y cejas superpobladas disimulaban sus ojos de urraca. Estaban ellos

dos solos (aparte del rey), en una sala de unos cinco metros cuadrados.

Olía a café. Se abrió la puerta bruscamente.

- Bueno, muchacho. Vas a tener que explicarte –irrumpió afable un

agente 007-. Este señor es el abogado de guardia. No estás detenido,

por lo tanto, si crees no necesitarlo, puedes prescindir de sus

servicios. Si quieres, también, puedes callarte y no contarnos nada, es

tu derecho… pero en ese caso quizá te detengamos aquí y ahora.

- Desearía hablar a solas primero con mi letrado –contestó Adrián

medio tartamudeando.

El poli frunció el ceño, le escupió una larga mirada y cerró de un

portazo. Adrián le contó toda la historia al vejete. Éste escuchaba

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familiarmente atento. Intentó tranquilizar a su defendido explicándole

que ya habían inspeccionado su vehículo. No hallaron ningún signo de

violencia, dijo, todo acabará cuando den con quien atropelló a la víctima.

Por un momento Adrián se imaginó a Rosa lanzándose contra un coche y

sintió un escalofrío glacial.

Más tranquilo, repitió sus palabras al guardia civil malote. Le

tomaron declaración, firmó el atestado y otro agente lo trasladó hasta su

coche. El parking del polígono industrial estaba desierto. La intensa

oscuridad parecía enfriar más el ambiente. Unos cuantos grillos, los más

valientes, tocaban el chaston. Era medianoche. Adrián llegó a casa sobre

la una de madrugada. Sus padres dormían. Entró sigiloso en su cuarto y

se acostó. Aquella noche no soñó. Y si lo hizo, no me lo contó.

Las siguientes semanas fueron muy duras para Adrián. Apenas

dormía, se sentía muy culpable, más que por dejarla tirada en la

carretera, por burlarse de su disfunción lingüística. Se le aparecía el

careto de Rosa por doquier. Ora veía sus ojos lacrimosos cuando se bajó

del coche, ora la veía con el cuchillo y tenedor y con la baba colgante. Le

despidieron del trabajo alegando baja productividad y se quitaron un buen

40  
 
peso de encima. Unos pocos compañeros animaron a Adrián (sobre todo

Daniel y Estefanía), los demás le evitaron en todo momento. Una tarde ya

primaveral Adrián recibió una llamada telefónica: era el padre de la

difunta, muy furioso, insultándole a borbotones.

Mamá en todo momento le estuvo apoyando, le hacía carantoñas y

le mimaba con cervezas de exportación y cebolletas de todos los colores.

El padre no decía nada, sólo le miraba entre triste y desafiante como

diciendo: ‘Qué mal vas a acabar, chaval’.

Al cabo de tres meses la policía dio con el desgraciado que atropelló

a Rosa. Al parecer, ésta, en un comportamiento suicida, se arrojó al

vehículo y, tras el Big-Bang, el conductor se dio a la fuga… pero no llegó

muy lejos. Le imputaban un delito de omisión de socorro y homicidio

imprudente. En lo referente a Adrián, su figura judicial pasó a ser la de un

simple testigo. Se quitó un buen peso de encima.

Todas las mañanas rondaba las empresas de trabajo temporal para

que lo tuvieran presente, ‘por si salía algo’. Objetivo: escapar. Volar con su

hermano. Por las tardes se encerraba en su cuarto y escuchaba bandas

sonoras de François de Roubaix, John Barry, Michael Magne y otros… Se

refugiaba en la lectura… Bovary, Reilly, Lievin, Lucien de Rubempré y

demás cicatrizaban sus recuerdos. Gracias a todos ellos podía conciliar el

sueño.

Una noche soñó que concursaba en quién quiere ser millonario. La

última pregunta, para llevarse el millón de euros, era la siguiente: ¿Qué

edad tienes? Adrián dudó un minuto. No le quedaban comodines.

41  
 
Comenzó a sudar, le sobrevino un miedo atroz. El presentador, el público,

la gente desde sus casas… todo el mundo observándole, pendiente de su

respuesta. Por fin, reunió el valor suficiente y contestó: ‘548 años’. El

presentador comenzó a gritar ¡enhorabuena! y el público a celebrarlo. Lo

vitoreaban, lanzaban confetis, silbaban… ¡había ganado! Pero,

súbitamente, se hizo el silencio. Como si todo el mundo de repente hubiese

asimilado su respuesta: ‘548 años’. Adrián, ante aquel mutismo, miró a su

alrededor y decidió quitarse la ropa. Mostrar al mundo su secreto. Se

desnudó completamente. Era un enano. Su piel arrugada se agrupaba en

pliegues, que descendían hasta el suelo. Sus pies estaban ocultos entre

kilos y kilos de pellejo. Sus manos, a modo de aletas de pingüino, apenas

sobresalían de aquella masa informe de tejido muerto. De repente, todo el

público se empezó a desnudar, siguiendo su ejemplo. Todos tenían su

mismo aspecto.

Aquel Septiembre sus padres marcharon a Torremolinos diez días

con el Imserso. Adrián los llevó al aeropuerto y les dio cuatro besos. Su

padre le había puesto algunos deberes en la huerta y mamá le dijo que se

cuidara mucho. Ambos dos estaban jubilados, él se pasaba todo el día en el

campo y en el bar y ella, aparte de las labores de ama de casa, bordaba

casullas para los curas de gratis. Esos días Adrián echó de menos más a

León. Comenzaban los cierzos fríos del otoño. El Sol acabó su papel de

actor principal, bajó de la tarima y se acomodó en la grada, convirtiéndose

en un espectador más. Las casas parecían cruzarse de brazos para

combatir el frío. El barrio se tornó mate. La fresca rojez de los tomates, el

brillante sonido de la carne de melón al resquebrajarse, la jovialidad del

42  
 
agua al fluir por las acequias… Todo aquello se desvaneció. El cielo guardó

el flash de su cámara fotográfica.

Un par de días antes de que regresaran sus ascendientes más

directos telefonearon de Magnum, otra empresa de trabajo temporal.

- ¿Adrián Azcona? – inquirió una voz femenina.

- Sí, soy yo – respondió serio Adrián.

Total: trabajo de peón, a turnos, en Mallia Automoción, a seis euros

con treinta y un céntimos la hora, ¡ah! y hay autobús de empresa.

‘¡Joder, están que lo tiran!’ –pensó Adrián, y en media hora se plantó en

la agencia. Hizo los test de riesgos laborales en un tris contestando a todo

sin leer las preguntas, recibió botas, guantes y firmó el contrato. Aquella

misma noche enganchaba.

Llegó con diez minutos de antelación a la parada del autobús de

empresa. La noche era oscura como el agua de un ibón pirenaico. Los

primeros vientos soplaban en todas direcciones como buscando el camino

correcto a seguir durante todo el invierno. Adrián se abrigó en un

pequeño soportal. Impaciente, asomaba frecuentemente la cabeza a

izquierda y derecha. Por fin llegó una tartana con un cartelito manuscrito

en el que se adivinaba Mallia.

Subió, saludó educadamente al conductor, escaneó el interior del

bus y divisó algún asiento libre casi al final. La luz tenue daba un aspecto

cansado a la expedición, aquellos cadáveres parecían volver de un viaje

transiberiano. Un intenso olor a carajillo de coñac bañaba el habitáculo.

43  
 
No era buen síntoma, desde luego, si necesitaban pimplar para ir a currar.

Mientras avanzaba por el pasillo, una gran cara excitó a Adrián

sobremanera, ¡era un calco de Rosa!, ¡Rosa la difunta! Por un momento

pensó que deliraba. Se giró para volver a verla y por detrás también

parecía ser ella. Su corazón entró en erupción. Siguió por el pasillo y se

aposentó por fin. Saludó a su compañera de la ventana con un leve ‘¿qué

hay?’. No obtuvo respuesta. Al poco rato la escuchó roncar tan dulce que

hasta le molestó que se dirigiera a una fábrica. Adrián observaba

constantemente a la nueva Rosa. De vez en cuando, guiñaba rápidamente

sus ojos y se daba alguna palmadita en la mejilla como esperando

despertar de aquella pesadilla. Así debió estar unos veinte minutos, sin

apenas parpadear. El bus parpadeó y todos se levantaron y caminaron

maquinalmente hacia la fábrica.

Siguió a su bella durmiente, se presentó y su nueva compañera

Claudia le guió amablemente hasta David García, el encargado. En tres

minutos, Superdavid le mostró al vestuario, le ofreció la llave de una

taquilla y le enseñó su puesto de trabajo. Ese tipo estaba hecho de cafeína.

Tendría treinta y pico, de complexión atlética, moreno de piel y con la

cabeza al rape. A primera vista parecía no tener facciones, su cara era lisa

como una pizarra y sus ojos pintados con tiza. Adrián atendió a sus

palabras fingiendo todo el interés del mundo.

La nave era un laberinto metálico de tornos, engranajes, cintas,

maquinaria y techumbres. Chispas de radial brotaban y desaparecían

rápidamente aquí y allá. Los toros iban y venían teledirigidos, sus

conductores parecían funcionar también con baterías. Los decibelios

44  
 
disfrutaban de su anarquía, pasaban del rojo frecuentemente. Me río yo

del surround, ese sonido sí era realmente envolvente. Los operarios

vestían monos azules oscuro y los encargados polos verde claro

(¿siempre hubo clases?). Mete ocho mil llaves media hora en tu horno a

ciento ochenta grados: a eso olía. Sin duda, un paisaje idílico. Adrián se

sintió dentro de un gran cáncer de pulmón. Manos a la obra, pues no

quedaba otra. El objetivo era Vietnam, eso le animaba a seguir. Quizá en

seis meses o menos pueda reunir la pasta suficiente para emprender el

viaje.

Su tarea consistía en colocar varias piezas en un robot de soldadura

para armar el eje trasero del coche. Una vez soldados, comprobaba los

puntos de unión y los apilaba en un gran contenedor. Superdavid García

día a día le iba exigiendo más: Azcona, tienes que hacer doscientas piezas

a la hora, que ya llevas mucho aquí. Fíjate en José Miguel, en Pedro o en

Jaime, hacen casi cuatrocientas…

Adrián bajaba la cabeza y no contestaba. Bien a gusto le hubiera

estampado el martillo en los dientes.

Sólo había dos cosas que amenizaban algo las interminables

jornadas: la nueva Rosa y Claudia. Por partes. La nueva Rosa era

realmente un calco de la difunta. La pesadilla se confirmaba día a día. En

las pausas para almorzar, merendar o recenar (según el turno), Adrián se

sentaba todo lo lejos que podía de ella. Mientras fingía escuchar a algún

compañero que le taladraba sobre piezas, soldaduras y ejes, Adrián la

observaba. La misma papada con granitos… Y comía de lo lindo, la tía…

45  
 
Traía siempre unos tuppers a rebosar. Nada más abrirlos, aquel olor se

apoderaba de toda la fábrica. Su favorito: judías blancas con chorizo,

menudo pestazo. Adrián todavía no había cruzado ni una sola palabra con

aquel extraño personaje, que parecía sacado de una película de John

Waters.

Y por otro lado… estaba Claudia. ¡Oh, sí, Claudia! Claudia era muy

amable, pero no sólo con Adrián sino con todo el mundo. Tenía treinta y

dos, como el pequeño de los Azcona, aunque aparentaba mucho menos.

Siempre estaba de buen humor y parecía disfrutar con el trabajo. Y con la

vida. Quizá también con la muerte. ¡Con todo! Era muy atractiva, con una

minúscula nariz y unos grandes y luminosos ojos verdes. Tenía voz de

pito, que se dice… o lo que es lo mismo: los técnicos de sonido de sus

cuerdas vocales habían bajado el pitch. Vocalizaba tan dulce cuando

hablaba, que su garganta parecía esconder un agujero negro que te atraía

sí o sí. Una gran cabellera rubia la dotaba de fuerza y siempre caminaba

bien erguida, orgullosa de su esbeltez. Al contrario que con la nueva Rosa,

Adrián intentaba sentarse cerca de ella en los descansos, aunque no

siempre lo conseguía porque tenía bastantes moscardones rondando.

Algunas veces, coincidían en la máquina de café antes de que

sonara la alarma de la vuelta al trabajo. En esos momentos, para Adrián,

no había fábrica sino un atardecer en el golfo de Bengala. Apenas

hablaban, sólo un ‘¿qué tal?’ o un ‘ya queda menos, ¿eh?’, pero Adrián

hubiera podido permanecer largas horas allí de pie en silencio

contemplando aquel crepúsculo en el Índico.

46  
 
No sé por qué hay días en que te sientes mejor. Más fuerte, más ágil,

más inteligente, más alto, más guapo. Bajas a la calle y todo el mundo te

mira. Estás orgulloso de ti mismo… la gente te sigue mirando, y no

apartan sus miradas… poco a poco te va pareciendo algo raro… muy

raro… ¡tan raro!... ¿Llevaré algún moco colgando?, te sueles preguntar al

final.

Adrián disfrutaba de uno de esos días. Acabó la faena, se duchó y

salió a esperar el autobús de vuelta. En la parada se encontró con Claudia

y se puso a hablar con ella como si llevara unas cuantas cervezas en el

cuerpo. Ambos reían pero pronto se unió a la conversación algún

moscardón. Eran las dos y cuarto de la tarde. Último viernes de Octubre.

El Sol brillaba intermitente entre las nubes que iban a la carrera. El

frescor buscaba, en balde, abrigo dentro de la cazadora negra de cuero de

Claudia. Una bufanda de lana blanca serpenteaba en su cuello. Su pelo

alborotado se erigía ante el público. Adrián se estremeció observándola.

Estaba realmente preciosa. Llena de vida, de fragilidad y de fuerza

sobrenatural al mismo tiempo. Se sentía en el palco central del anfiteatro,

contemplando a Claudia, en la tarima, sin decorado, bajo una tenue

iluminación; actuaba para él, sólo para él.

Zarpó el bus y el pequeño Azcona se coló entre los dípteros y se

sentó junto a ella. Conversaron sobre asuntos triviales. Adrián quería

hablar aprisa, fluido, pero sus frases resultaban algo pastosas,

seguramente debido a los nervios que provocan las distancias cortas.

Echaba un vistazo de vez en cuando por la ventanilla, temiendo que

llegase su parada. Inevitable. Se despidieron hasta el lunes.

47  
 
Poco a poco fueron intimando. Ante las escasas probabilidades de

éxito, los moscardones tornábanse humanos. A finales de Febrero, se

podría decir que Claudia y Adrián ya eran amigos, buenos amigos. Aquel

fin de año Javier no viajó a Zaragoza debido a una gran ola de frío que

inundó toda Europa. Adrián, durante todo aquel tiempo, y con gran

esfuerzo, ya tenía ahorrado casi lo suficiente como para plantearse

seriamente su escapada.

Un domingo por la noche, comenzando la semana laboral, Adrián

curioseó sobre ‘la de las fiambreras de judías blancas con chorizo’. Claudia

le explicó que era una buena chica. Muy callada. La pobre estaba llevando

muy mal la muerte de su hermana, gemela, que había acontecido hacía ya

unos meses. Un nudo en la garganta de Adrián le impidió hablar. Claudia,

ante la cara de estupor de su amigo, le susurró:

- Ya ves, Adrián, son cosas que pasan. Debían estar muy unidas, más

siendo gemelas. Pero hay que seguir hacia delante, ¿no? ¡Qué le

vamos a hacer!

48  
 
Claudia salía con un monitor de gimnasio. Llevaba una gran foto

suya en la cartera. Moreno, mandíbulas prominentes, engominado y con

perillita a lo italiano. Típico. Adrián se lo imaginó al fondo de una gran olla

ahogándose entre toneladas de spaghetti carbonara. Claudia estaba

enamorada, sin duda, pues cada vez que hablaba de él, sus ojos sonreían.

Ese pequeño detalle de su vida enfrió el corazón (y lo que no era corazón)

de Adrián. Poco a poco se fueron distanciando, y de nuevo aquellos otros

hombres tornáronse moscas. El ciclo de la vida.

Seguía sin quitar ojo de la gemela de Rosa. Trabajaba como una

autómata y en los descansos engullía cabizbaja. Por aquel tiempo, Adrián

intentaba sentarse cerca de ella en las pausas, a pesar del terrible olor de

sus tuppers. Inconscientemente, buscaba impregnarse del dolor de su

hermana para redimir su sentimiento de culpa. Intentó hablarle en más

de una ocasión, pero le faltó valor. Al final se dio por vencido y prefirió

dejarlo así. Una noche se topó con la sonriente Claudia en la máquina de

café.

- ¿Qué tal, Adrián? ¡Quién te ha visto y quién te ve! Antes

hablábamos y bromeábamos todo el tiempo y ahora apenas nos vemos.

¡Cualquiera diría que estás enfadado conmigo!

Su compañero saludó cortésmente y le dijo, así, de sopetón, que se

había hecho ilusiones con ella, pues le gustaba… le gustaba mucho, pero al

ver que no tenía muchas posibilidades lo había dejado estar.

Claudia, ante aquella sorprendente declaración de amor, se fosilizó

durante unos segundos. Salió el café, Adrián lo asió, cogió el cambio de la

49  
 
ranura y marchó hacia su puesto de trabajo. Había reunido todo el arrojo

que le faltaba con la gemela de Rosa y se lo había arrojado a Claudia en la

cara. Claudia se quedó ahí sola, delante de la máquina expendedora, y

olvidando el café se dirigió a su lugar en la cadena.

Una vez terminada la jornada laboral, Claudia le pidió a Adrián que

se sentase con ella en el bus. Adrián accedió.

Durante el trayecto de vuelta, Claudia le soltó el típico rollo que

todos hemos oído y que a nadie nos valió nunca. Que si amigos y tal.

Adrián asintió en todo momento y pidió disculpas por su brutal franqueza.

- Llevo una mala racha… me parece que necesito un cambio de aires.

No sé cuántas veces he imaginado meterle el martillo en los dientes a

David García, lo he visto hasta sangrando como un cerdo por la boca…

Ya tengo ahorrado lo suficiente, creo que me largaré en breves, con mi

hermano, a Vietnam… ¿te acuerdas que te lo comenté hace un

tiempo?

- Claro, claro… me parece muy buena idea. Seguro que es una

experiencia impresionante… ¡qué envidia!... De todas formas, no me

gustaría perder el contacto contigo, Adrián, pese a lo que dices de

darle un martillazo en los dientes a David… tienes cara de buena

gente, no creo que lo hicieses…

Después, Claudia le contó que su novio le estaba presionando para

que se fuese con él a su tierra, a Trieste… aunque no estaba muy segura.

Yo me iría, sin dudarlo, le aconsejó Adrián.

50  
 
Arribaron a la parada de Las Huertas.

De camino a casa, el pequeño de los Azcona anduvo revolviendo en

su mente y le sorprendió su espontaneidad con Claudia. Siempre había

tenido confianza en sí mismo, pero últimamente había incrementado

aquella fuerza interior. Hablaba en línea recta. Actuaba en línea recta. No

había tiempo que perder y estaba perdiendo demasiado, en aquella sucia

fábrica. Se encontraba en la línea de salida de la gran carrera, la carrera

final, y había escuchado ya el ‘preparados’ y el ‘listos’.

Ya en su habitación cotilleó en internet los precios de los billetes a

Vietnam. Buscó en foros y obtuvo toda la información: se había de

vacunar contra las fiebres tifoideas, tétanos, triple vírica y hepatitis B.

Asimismo, necesitaba un visado. Escribió a su hermano explicándole sus

planes inmediatos y le sugirió que le enviase una carta de invitación, así le

saldría más barata la visa y no tendría que ir al consulado, a Madrid.

Al día siguiente, en el trabajo, Claudia parecía taciturna, sombría.

Algo muy extraño en ella. Adrián se le acercó en una pausa para

preguntarle si estaba bien. Luego a la vuelta te cuento, fue la respuesta.

Total que su supernovio se volvía con Berlusconi. Le habían

brindado una oportunidad que no podía rechazar.

- Pues no seas tonta y ve. Seguro que no te arrepientes. Una

experiencia más, siempre tienes la posibilidad de volver… Además, se

celebra este verano la exposición universal en Trieste, seguro que

encuentras un buen trabajo, y para ti el idioma no es ninguna traba,

51  
 
pues te he escuchado hablar por teléfono alguna vez, y se te da muy

bien...

Pero ella no estaba muy convencida… arguyó que era muy feliz en

Zaragoza, tenía aquí a sus padres que la cuidaban mucho, y el resto de su

familia… sus amigos, vamos que no le seducía mucho la idea de arrancar

de raíz sus raíces. Concluyó que seguirían con la relación a distancia ‘si

podían’.

Adrián se vacunó, recibió la carta invitación de su hermano y

compró el billete: sólo de ida. Partía el veintidós de Junio. Avisó a la

empresa quince días antes de su marcha, tal como indicaba en su

contrato. El trabajo era duro y monótono y de tan monótono más duro.

Estaba hasta el gorro del patético David García y sus discursitos paterno-

esclavistas. Seguramente no hubiera aguantado tanto si no llega a ser por

Claudia, junto con la necesidad imperiosa de ahorrar. De todas formas, lo

había conseguido, por fin. Para cuando entrase en erupción su Vesubio, ya

no estaría en Pompeya, luego no provocaría ningún desastre.

Ante su próxima despedida, siguió aumentando la complicidad

entre Adrián y Claudia. Ella le contaba sus penas con el italiano y él la

animaba en todo momento y la hacía sonreír. Estaba radiante, Adrián, en

aquellas últimas jordanas, incluso no parecían tan tediosas, tan mohosas,

tan ajadas como meses ha. No sufre tanto el que ve la luz.

Por otro lado, Adrián siguió sin hablar con la gemela de Rosa.

Justificaba su cobardía en no querer remover la pena de aquella mujer.

Esa espina hurgó de vez en cuando en su alma, pero cuando marchó, se

52  
 
fue olvidando de aquel incidente, hasta que el sentimiento de culpa se

desvaneció por completo.

En su último día de trabajo, Adrián buscó a Claudia en el autobús

(pues siempre le guardaba un sitio) y le extrañó sobremanera no

encontrarla. Pensó que quizá habría fingido alguna gastroenteritis o algo

así, para aprovechar más el tiempo con el italiano, pues aquella semana

estaba de visita. Siguió dándole vueltas, Adrián, y le parecía raro que

Claudia no le hubiese anunciado sus pellas. No le quiso llamar al móvil

porque sabía que el italiano era ‘algo celosillo’ y prefería no ponerla en un

compromiso. Llegó el último día de trabajo y ella seguía sin aparecer.

Adrián, bastante mosca, la telefoneó pero contestó el contestador. Claudia

no le devolvió la llamada. ‘Esta tía se ha largado a Italia’, concluyó Adrián

para sí.

Fue a primera hora a la empresa de trabajo temporal a entregar las

botas (inservibles) y los guantes (inservibles) y a firmar el fin de

contrato. Tenía algo de confianza con la directora, y le anunció que se

marchaba para una temporada. Luego, en voz baja, le preguntó por

Claudia Fernández, compañera suya, de baja el último día. La directora,

con cara compungida, lo llevó aparte y le explicó que Claudia estaba

ingresada en el hospital víctima de malos tratos.

- Ha salido en la televisión regional y todo, Adrián, pensaba que lo

sabías.

No, no lo sabía. Adrián agradeció su sinceridad, se despidió y se

marchó abatido. Su tristeza se tornó odio en un santiamén. De camino a

53  
 
casa vio al italiano de Claudia en todas partes. En un cartel publicitario,

en la portada de una revista del kiosco, conduciendo un taxi, detenido en

un coche patrulla…

La mochila descansaba sobre su cama. Lista para partir. Cuando

Adrián se la echó al hombro, sin quererlo, introdujo en ella la foto del

italiano. La que portaba Claudia en su cartera. La misma. Pero recubierta

de una película de odio. Desafortunadamente se llevó ese recuerdo muy

vivo. Una enorme aversión hacia el malhechor de su amada.

Al salir de casa, antes de subir al coche, se escuchó a lo lejos la

flauta de Pan del afilador, y aquella melodía cotidiana devolvió a Adrián a

la Tierra. Sus padres le acercaron a la estación. A mediodía tomaba el tren

destino Barcelona y a las cuatro y media partía su avión desde El Prat.

- Ten mucho cuidado, hijo mío. Vigila lo que comes. Dale un beso

grande a tu hermano –susurró mamá entre lágrimas.

Su padre se quedó en un ‘ten cuidado, anda’. Cuatro besos y en

marcha.

54  
 
Tuvo mucha suerte, Adrián, con el asiento. En una salida de

emergencia. Podría estirar las piernas. Las siete horas y media de

trayecto se le pasaron volando. No hubo ningún contratiempo reseñable,

aparte de las ventosidades que expelió un vecino, mientras se hacía el

dormido, el muy pillo. Adrián pasó casi todo el rato leyendo, navegando

por entonces a las órdenes de Lobo Larsen. Fue un par de veces al

minibaño y se explotó granos y espinillas varios, esa práctica le

tranquilizaba. Sirvieron algo de comida y varios cafés. Muy sabrosos:

eran gratis. Aterrizaron en Doha. La noche dormía desnuda sobre el

desierto.

Allí había que aguardar unas cinco horas. Adrián se cruzó por las

salas de espera con un grupo de italianos y volvieron los odiosos

recuerdos. ¡Pobre Claudia! Se la imaginó con la cara amoratada, con

goteros y una pierna colgando del techo. Todavía más frágil, igual de

atractiva. A las siete de la mañana, hora local, partía el avión dirección

Bangkok. Siete horas más de vuelo. Esta vez Adrián durmió casi todo el

tiempo. Lo despertaba suavemente un azafato muy atento para ofrecerle

algo de comida o bebida. Quizá le quisiera ofrecer otra cosa también.

Adrián aceptaba, la comida y la bebida, de alimentos. Rollitos de

primavera, sándwich de pollo, refrescos y café. Se los tragaba como un

zombi y otra vez a dormitar.

Bienvenidos a Bangkok. Esperen sentados en sus asientos hasta

que el avión se detenga por completo. Les agradecemos que hayan volado

con nosotros. Esperamos verles pronto. El comandante y la tripulación

55  
 
les informan de que ellos tienen esperando un taxi que les llevará a un

hotelazo. Ustedes, búsquense la vida. Buenas noches.

El pasaje anduvo unos cincuenta metros hasta ingresar en las

dependencias del aeropuerto. Lo suficiente para sufrir la humedad

asfixiante del ambiente. Era como lluvia invisible, vapor de aire. La

laringe parecía estrecharse. Racionamiento de aire. Adrián se debía

acostumbrar lo antes posible, pues su hermano le había advertido que, en

Vietnam, la humedad azuzaba de lo lindo.

Ahí tienes el aeropuerto. Todo para ti. Hasta las ocho de la mañana

no salía su vuelo hacia Hanoi. Adrián tomó asiento en unos sillones de la

zona de arrivals más alejada del tráfico. Se levantaba constantemente

para dar algún paseo y templar algo sus nervios. La terminal estaba

atestada: una familia árabe con sus siete u ocho chiquillos correteando,

todos con toga y turbante, los varones de blanco y ellas de negro; jóvenes

ingleses o alemanes muy blancos con tablas de surf entre sus maletas

jugando a las cartas en el suelo; parejas muy variopintas: viejo calvo con

joven asiática; joven asiática con viejo con peluquín; blanca, rubia y alta

con negro gigante; japonés enjuto con cámara enorme; monje budista con

monje budista; y una que no formaba pareja, pero que merece la pena

reseñar: una monjita muy pequeña muy pequeña que era y andaba igual

que ET.

Ejércitos de mujeres de la limpieza, nativas, abrillantaban los

suelos por doquier. Bares, restaurantes y tiendas: abiertos hasta el

56  
 
amanecer. De vez en cuando Adrián salía afuera a la sauna e inspiraba

fuertemente, como desafiando el poder de la humedad.

Por fin llegó la hora, Adrián facturó, pasó por los arcos de

seguridad, esperó un poco más en otra salita y a volar de nuevo. Esta vez

el viaje duraba dos horas y media. No hubo café gratis. Era una compañía

de bajo coste, que conste. No parecía haber muchos turistas en la cabina

de pasajeros y eso agradó a Adrián. Sacó de su mochila un bocata de

mamá (el último: lomo con pimientos verdes fritos) y lo saboreó tan

pausadamente como si estuviera en una cata de vinos, pero sin poner cara

de gilipollas.

Nada más aterrizar en Hanoi, Adrián encendió su teléfono móvil.

Realizó una llamada perdida a su hermano. Tal y como habían quedado.

Pagó su visado y esperó en la parada de taxis. Le avasallaron

rápidamente unos cuantos taxistas hambrientos y Adrián se deshizo de

todos ellos vociferando en inglés un ‘espero a mi guía’. Era miércoles.

Veinticuatro de Junio. Gobernaba el Sol en dictadura. Tres o cuatro nubes

atravesaron lentamente el corredor de la muerte.

La molesta humedad se tornó exótica. Sentado sobre un bordillo,

Adrián sonreía plácidamente. Estaba en Vietnam, ¡menudo escondite!

¡Lejos de Las Huertas! Se sentía parte viva de aquel nuevo mundo, la

última pieza de un puzle de un millón de piezas. ¡Y encaja! ¡Encaja

perfectamente! ‘Llamar a Tiziano, necesito un retrato’- pensó. Comenzaba

a saborear su Libertad.

57  
 
Javier no tardó en llegar. Apareció en una vieja moto de color

granate.

- ¡Cabronazo!... ¡No sabes cuánto me alegro de verte! –gritó Adrián

acercándose a él.

Apeóse raudo Javier, se quitó el casco y los hermanos se fundieron

en un abrazo. El mayor estaba más delgado. Tenía la tez morena y el pelo

rapado al tres o al cuatro. Hasta sus ojos parecían más achinados. Vestía

un chándal azul oscuro y unas zapatillas blancas de deporte.

- ¡Cuánto me alegro de que hayas venido Adriancito! –dijo sonriendo

y mirando fijamente a los ojos de su hermano pequeño mientras le

cogía la cabeza con ambas manos como si levantara un trofeo.

» ¡En marcha! –exclamó mientras encendía su motocicleta-, tenemos

unos treinta kilómetros hasta el centro de Hanoi.

Adrián se agarraba a la cintura de su hermano y observaba a su

alrededor, como un turista más. Había muchos baches, millones de motos,

arrozales a ambos lados de la ‘carretera’, búfalos, viandantes, búfalos

viandantes, pequeños puestos de comida, autobuses, camiones, bicicletas,

carros y un largo etcétera. Aparece un mamut ahí en medio y nadie se da

cuenta. Seguro.

Todo un singular universo mitad caos mitad armonía. Adrián iba

girando el cuello como si presenciase un partido de ping-pong. Una vez se

volvió hacia la derecha y le pasó rozando un escupitajo volador que

provenía del conductor de una camioneta. ‘¡Cabrón!’ –pensó.

58  
 
- ¡Tengo que enseñarte muchas cosas, hermano! ¡Ya verás qué guapo

es todo esto!’ –gritó Javier ladeando su cabeza, haciéndose oír entre la

barahúnda.

Poco después adelantó por la izquierda una moto que portaba de

paquete una jaula atiborrada de perros. Se apreciaba una masa informe

de ojos, patas, colas, lomos y orejas. Recordaba a los trenes de judíos

camino a los campos de concentración. Adrián se quedó perplejo,

observando.

Javier vivía en una estrecha calle cerca del lago. Su piso, aunque

pequeño y poco luminoso, era muy confortable. Tipo estudio. Adrián dejó

su mochila en el suelo y ambos hermanos bajaron a dar un paseo por la

ruidosa urbe. Hanoi es una ciudad viva, donde las haya. Con ‘viva’ me

refiero a que en cualquier momento puede ponerse de pie, echar a correr,

llegar hasta Saigón, tomarse allí una bia y regresar a su posición original

para acostarse de nuevo. A nadie le extrañaría un pelo.

Un par de semanas de vacaciones se tomó Javier. Aprovecharon el

tiempo al máximo: anduvieron por entre los arrozales en los poblados

montañosos de Sapa, navegaron a través de la bahía de Halong,

disfrutaron de las playas de Hoi An, visitaron la antigua ciudadela de Hue,

se perdieron en Ho Chi Minh, pisaron los cráteres de los B52 cerca de los

túneles de Cu Chi y fluyeron por el delta del Mekong. Ambos estaban

encantados, Javier en su papel de guía y Adrián como turista privilegiado,

¡no cabía en sí de gozo!

59  
 
Por fin, sus días estaban henchidos de vivencias, que flotaban en su

mente mientras conciliaba el sueño. A la mañana siguiente, aquellas

vivencias se habían convertido en recuerdos aterciopelados. En Vietnam,

el tiempo no te apunta con su pistola. Tú tienes el control sobre él.

Grandiosa sensación.

El hermano mayor tenía que volver al trabajo. El pequeño no quería

ser un crápula y pretendía buscar alguna ‘cosilla para ir tirando’. Javier

le persuadió argumentando que ‘con su sueldo tenían de sobra’.

Algunas reuniones en hoteles o restaurantes, pero la mayor parte

de su jornada laboral transcurría en casa, delante del portátil. La

mercadotecnia del futuro. Adrián salía con la moto, leía, escribía, veía la

televisión (sobre todo las series de samuráis nipones), paseaba… en pocas

palabras: disfrutaba de su ociosidad.

Cuando se adivinaban nubes de tormenta, bajaba a una plazoleta

cercana y se sentaba plácidamente en un banco a esperar la lluvia del

monzón. Aquella sensación era brutal. El universo se derramaba sobre él.

Muchas veces la fuerza del aguacero ni siquiera le dejaba abrir los ojos. Su

alma lloraba de emoción. Disfrutaba de la ingravidez del Cosmos, sentía

despojarse de sus cadenas terrenales y cabalgaba junto a Pancho Villa por

senderos prohibidos en busca de la Libertad.

Por las tardes (cuando lo permitían las tormentas) se juntaban con

dos compañeros de Javier a tomar unas bias en una terraza cerca del

lago. A saber: Carlo, un triestini muy alto y desgarbado. Tenía cabeza de

pimiento y sonreía todo el tiempo. Su cara se asemejaba a la de uno de

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esos raros peces abisales, muy feo, el pobre. Era diabético (Mellitus tipo I)

y andaba todo el día con un pequeño bolso isotérmico, donde guardaba sus

bolígrafos de inyección de insulina, el glucómetro y demás aparatos para

medir su nivel de azúcar. Y luego estaba Olga, una alemana de Frankfurt

am Main, muy esbelta, con una lisa cabellera rubia y cara de oliva muy

pero que muy arrugada. Estaba liada con una tailandesa o tailandés, pues

todavía no estaba muy claro de qué sexo era. Adrián se echó unas buenas

risas con aquel leve matiz.

Aquellas charlas en inglés frente al apacible lago y bajo el tenue

alumbrado eran verdaderamente agradables. Las bias ayudaban, por

supuesto. Una noche especialmente divertida, aprovechando que Olga fue

al retrete, Adrián preguntó airosamente a Carlo:

- ¿Tú qué crees? ¿Es novio o novia, lo que tiene?

Cuando regresó la teutona, Carlo todavía se estaba desternillando.

Olga bebió un gran trago de su bia y dijo:

- Chicos, ¿os ha llegado el mail de recursos humanos?

Tanto Javier como Carlo respondieron negativamente y Olga les

explicó el asunto: en unos días debían ir a la exposición universal de

Trieste para liquidar unos asuntos comerciales.

61  
 
Pagó a su hermano el viaje a Trieste. No quería que se quedase allí

solo y acabó convenciéndole para que les acompañase. Lo pasaremos muy

bien, le prometía. Además, sólo serán unos días…

- Todo esto te lo devolveré, Javier, ¡en serio!, ¡que te estoy

sangrando! –taladraba Adrián constantemente.

Javier le mandaba callar sonriendo. La exposición universal era

muy despampanante, a primera vista, todo un lujo innecesario. En lugar

de construir hospitales, residencias geriátricas, guarderías, colegios,

bibliotecas y demás organismos públicos, se dedican a gastarse un dineral

en cuatro edificios imponentes para luego cederlos a las multinacionales.

¡Todo para el pueblo pero sin el pueblo!

La zona de los pabellones se erigía en una gran plataforma sobre el

mar, a unos tres kilómetros al sur del puerto. Había una construcción que

destacaba sobremanera. Adrián se quedó boquiabierto al contemplarla.

Tenía la forma de un libro abierto por la mitad. Se erguía vertical sobre el

agua, formando un ángulo de unos ciento veinte grados con la superficie

marítima. Como si el mar estuviese leyendo un libro. La parte superior

acogía un restaurante-mirador. Lo más impresionante era cómo subía la

gente hasta lo alto: mediante una montaña rusa que ascendía en espiral

emulando las anillas del libro.

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Javier, Olga y Carlo se marcharon a trabajar de punta en blanco,

pues tenían varias reuniones ‘importantes’. Adrián caminaba muy

despacio por el paseo marítimo. Todo aquel asunto de Trieste le había

devuelto a primera plana sus ya casi olvidados recuerdos del otro mundo.

Y tornaban con fuerza. Al poco de llegar a la capital vietnamita, Adrián

envió un mensaje al móvil de Claudia preguntándole qué tal iba y

saludándola ‘desde el otro lado del mundo’… pero no obtuvo respuesta. Lo

último que supo de ella fue lo de la paliza y el hospital. Y ya había llovido…

Por fin descubrieron que lo que tenía Olga era una novia, pues la

invitó al viaje. Por la noche, quedaban todos en la terraza del hotel, con

más compañeros de otras empresas de catering, publicidad y similares…

Las veladas se alargaban hasta la madrugada. A veces terminaban

dándose un chapuzón en la piscina, instalada en el ático. En una ocasión

Adrián se quedó solo… escuchando de fondo la dulzura reverberante con

la que se fusionaban el Mediterráneo y el Adriático.

El día de la víspera de su regreso a Hanoi, paseaba Adrián por una

calle peatonal del casco histórico de la ciudad italiana. Ansiaba

sumergirse de nuevo en los chaparrones vietnamitas cuando divisó tras el

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ventanal de un bar a Claudia. ¿Claudia? –preguntó Adrián a sus ojos,

como dudando de la información que acababan de transferir a su cerebro.

Había pasado una eternidad desde la última vez que la vio. Allí, en aquel

viejo autobús, despidiendo otra jornada laboral con una sonrisa.

Estaba sentada sobre una banqueta, cruzada de piernas. Mostraba

al público sus hermosos ojos verdes, sus pómulos brillaban como un nuevo

astro todavía desconocido por la Nasa. Un vestido rojo deslizaba por su

cuerpo sedoso. Aquella mujer poseía poesía. Su pelo seguía como antaño,

brotando fiero, rubio. Lejos de la fábrica, lejos de su tierra, resultaba

mucho más exótica. ¡Oh, sí! Era Claudia.

Se quedó anclado en los adoquines observándola. Pronto apareció

en escena el capullo acercando amablemente un café a su flor. Diferentes

preguntas comenzaron a atravesar el cerebro de Adrián de punta a punta.

Y como no les daba respuesta, seguían haciendo kilómetros. ‘A ver –se

dijo-, si entro a saludar, al tonto ese igual le da un ataque de celos. Pero,

¿cómo no voy a entrar a saludar? ¡Se trata de cortesía! Yo me alegro de

verla… ¡Que se joda el cachitas! ¿Y si se han reconciliado y ahora su

relación marcha viento en popa? ¡Tampoco pasa nada por saludar! ¿Y

qué diablos está haciendo Claudia aquí? ¡Aún tiene el valor de venir a

visitarle! Creo que voy a entrar. Pero, ¿y si ahora el cachitas, tan amable,

y luego en casa le arrea? ¡No me lo perdonaré nunca! ¡En el poco probable

caso de que me entere algún día!

Adrián Romanovich movió la cabeza de la misma manera que el

perro se sacude el agua. Urdió un plan. Les seguiría y aprovecharía un

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momento en que Claudia se quedase sola para entregarle una nota. Así

pues, Adrián se apoyó en una fachada a unos veinticinco metros enfrente

del bar de autos, sacó su libreta y escribió: ‘Llámame en cuanto puedas.

Mañana regreso a Vietnam. Haz lo posible y ¡llámame por favor!’, y

añadió debajo su número de teléfono con grandes y claros trazos.

Al cuarto de hora la pareja salió del bar. Adrián los siguió a una

distancia prudencial. Se dirigían hacia el abarrotado paseo marítimo.

Anduvieron media hora larga piano piano y por fin pararon en un quiosco

que hacía esquina. Ante la posibilidad de llevar a cabo su propósito,

Adrián se acercó más. El italiano hojeaba unas revistas y Claudia se

probaba gafas de sol que colgaban de un expositor. Adrián se colocó en

una tienda colindante simulando observar el escaparate. Tenía a Claudia

a unos dos metros. El cachitas debía estar dentro del establecimiento,

porque desde su perspectiva no lo divisaba. Adrián se giró y comenzó a

andar con paso firme hacia Claudia. Ésta, sintiendo que alguien se le

aproximaba, se volvió en un acto reflejo y atisbó a Adrián. El pequeño de

los Azcona se llevó el dedo índice a la boca en un gesto de guardar silencio,

le introdujo la nota en el bolso y siguió robóticamente su camino

improvisado.

Estuvo toda la tarde en la habitación de su hotel acompañado de su

teléfono móvil. Sentía los movimientos de traslación y rotación de la

Tierra en su cerebro. Se formulaba teorías posibles, conspiraciones

maquiavélicas, presagios apocalípticos, al rato los desechaba, y vuelta a

empezar. Tenía la televisión con el volumen silenciado para distraer su

imaginación con las imágenes. Miraba al teléfono. Miraba a la tele. Miraba

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al teléfono. Miraba a la tele. Con más atención, escudriñó el móvil: ahí

tumbado, todo el sillón para él. ¡Como un rey! Fue a comprobar si estaba

encendido. Sí, todo en orden. Mientras, el teléfono, ajeno al trajín mental

de su dueño, soñaba que captaba unas redes ultraplanetarias y mantenía

contacto con otros dispositivos extraterrestres. ‘No sigáis por ese camino

de malsana competencia, desinformación y saturación intencionada de

líneas o tendréis problemas –decía el portavoz de los alienígenas-. Este es

nuestro último aviso. Las Redes del Cosmos no vamos a tolerar ni un

minuto más vuestro anormal comportamiento. Nuestra paz es duradera.

Nada ni nadie puede osar perturbarla…’

El teléfono despertó sobresaltado. Era Javier quien llamaba.

- ¿Qué tal, Adriancito? ¿Cómo lo llevas?… Nada, que nosotros ya

hemos acabado aquí en la expo y vamos hacia el hotel. Esta noche se

avecina una buena juerga de despedida, ¡prepárate que allá vamos!

Habilitaron una pequeña sala en la planta baja del hotel para la

cena. Juntaron varias mesas y las salpicaron con salpicón de marisco,

pizzas, entremeses, botellas de vino, gaseosa y cervezas de importación.

Había mucha gente, entre trabajadores, amigos e invitados. Se respiraba

un ambiente festivo, pero Adrián en su burbuja seguía muy pendiente del

móvil. De vez en cuando se le acercaba Javier para brindar, o bien Olga y

su novia le susurraban risueñas ‘¡mañana a Hanoi!’. Tras un tintineo se

oía un ¡Silence, please! y algún comensal algo cebado de cebada, o

equivalente, pronunciaba el típico discurso que acababa con un cheers.

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Entre el gentío que iba y venía a oleadas, Adrián se topó con Carlo.

Estaba más sonrojado que Heidi y un vaso de vino en su mano izquierda lo

delataba.

- ¡Eh! ¡Adrián! Mira, te voy a presentar a un amigo, que chapurrea el

castellano como yo. Enrico, Adrián. Adrián, Enrico.

Adrián fingió una sonrisa, alargó su mano derecha maquinalmente

y la estrechó con la de Enrico. Lo miró cortésmente tal como requiere un

saludo entre caballeros y fue entonces cuando el mundo se le vino encima.

¡No lo podía creer! ¡No podía ser! Pero sí, era. Enrico era el novio de

Claudia, el malhechor.

El corazón de Adrián bombardeaba racimos de sangre. Dio una

vuelta rápidamente por la sala rastreando los rostros en busca de Claudia.

No estaba. Se acercó hasta los lavabos. Tampoco. Salió a la calle

alejándose del tumulto y decidió llamarla. Tras el segundo tono, apareció:

- Sí, Adrián. Lo sé. Siento no haberte llamado. Te he contestado ahora

porque Enrico ha bajado un momento a comprar tabaco. No vuelvas a

telefonearme. Adrián, por favor. Algún día hablaremos de todo –

fueron sus palabras, a modo de discurso preparado. Su tono pretendía

ser firme pero irradiaba nerviosismo y temor.

- Claudia, ¡por dios! –espetó Adrián-. Te he llamado porque estoy aquí

con Enrico, en una fiesta en el hotel Postojna… Dime dónde estás tú,

por favor. Necesito verte. Será un momento, te lo prometo. Aquí la

fiesta va para largo. Nadie se va a enterar.

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Tomó un taxi y en diez minutos se presentó ante Claudia, que

esperaba dentro del portal de un gran bloque de pisos. Ésta abrió la puerta

y se abalanzó sobre Adrián. Él la tranquilizó. Se sentaron en los primeros

escalones de un patio interior y ella le contó toda la historia. Tras la

paliza, estuvo ingresada diez días en el hospital. Claudia pretendió olvidar

la conmoción sufrida cuanto antes e intentó retirar la denuncia. El fiscal

no lo permitió y siguió de oficio con la acusación. El juez de instrucción

dictó un auto de alejamiento como medida cautelar y señalaron el juicio

oral para el once de Septiembre a las diez y media de la mañana. Enrico

hizo caso omiso a todas las resoluciones provisionales del juez y obligó a

Claudia a escapar con él a Italia. Y aquí estaba, muerta de miedo y huída

de la justicia.

Tras la narración de los hechos, Adrián pensó en crear sus propios

fundamentos de derecho. No había otra salida. Claudia se hallaba

atormentada, totalmente desamparada. Adrián se sintió en la obligación

de salvarla.

- Claudia, sube a casa y espera mi llamada. Confía en mí, por favor.

No te preocupes, todo va a salir bien’ –susurró.

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Ella lo intentó retener, le rogó que no hiciera ninguna locura, que

ella no estaba mal del todo, que podía aguantar, que se zafaría de él con el

tiempo y volvería con sus padres a Zaragoza, que éstos tenían una casa de

campo y allí estaría segura, que no se preocupara, que con el tiempo se

vengaría…

Adrián salió volando desatendiendo los argumentos de Claudia. Al

hotel Postojna –indicó al taxista.

Se encontró la sala como la había dejado, con la diferencia del

notable aumento de decibelios y la mayor frecuencia de tintineos y

brindis.

- ¡Hombre, Adriancito! ¿Dónde te habías metido, cabronazo? –

vociferó Javier efusivamente-. ¡Dame un beso, hermano!

Adrián le ofreció la mejilla y acto seguido se dirigió hacia las mesas.

Allí encontró lo que buscaba: el pequeño bolso de Carlo donde guardaba

sus insulinas. Sacó el bolígrafo de inyección de acción rápida (de color

amarillo), comprobó que llevase aguja y se lo guardó en el bolsillo. Echó

un vistazo a su alrededor y tomó posición en el reducido grupo de Olga y

su novia, algo apartado del bullicio. Observó a Enrico. Lo tenía a unos seis

metros. Le hubiera escupido desde su rincón y hubiera acertado, pero

escupir no mata. El cachitas no se separaba ni un momento de Carlo y tres

o cuatro más con pinta de modelitos de Arcadi. Flirteaban con un grupo de

rubias gigantes de pronunciada quijada, al parecer holandesas. Llegó el

momento. Enrico se separó del grupo y se dirigió hacia el baño. Adrián

entró tras él, a los pocos segundos. El bastardo se había encerrado en un

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wáter. Estaban solos. Mejor –pensó Adrián. Se miró al espejo. El espejo le

dijo: ‘Ánimo. Haces bien’. De repente se abrió la puerta, salió Enrico, se

lavó las manos e ignorando por completo a Adrián se marchó. Adrián

volvió a mirarse en el espejo. El espejo repitió su consejo.

Los italianos seguían con las altas de los Países Bajos. Javier estaba

sentado con otro grupo. Parecían discutir sobre política, pues un ‘Fuck

Berlusconi’ resonó en la sala. Olga y su tailandesa ya se habían largado.

Poco a poco iban desfilando todos. Viendo el panorama, Adrián salió

pitando de allí. Tras él, más despedidas, abrazos, besos. Falsas amistades

que nacen con las borracheras y mueren tras las resacas.

Claudia pulsó el portero automático, la puerta rugió y Adrián la

empujó. A las cinco horas y veintidós minutos entró Enrico en el portal.

Deambulaba pastoso, con el manojo de llaves en la mano, cual linterna

abriéndose paso entre tinieblas. Se dirigió hacia su escalera, la E. Llamó al

ascensor pulsando repetidas veces. El ascensor, que dormía al fresco en la

última planta, lanzó un gruñido y comenzó a bajar. Fue entonces cuando

Adrián surgió de entre las sombras, se abalanzó como un rayo hacia

Enrico y le incrustó un extintor de CO2 en la cabeza. Un CLON retumbó

con la reverberación de una campanada de iglesia de pueblo. Enrico cayó

fulminado. Sus llaves, al intuir la masacre, huyeron un par de metros.

Vinieron más campanadas. La última ya no reverberó, indicando muerte.

Adrián soltó el extintor homicida, que impactó brutalmente contra el

suelo. Miró en derredor, como si no comprendiese dónde estaba ni qué

hacía. Sus jadeos nerviosos inundaban todo el patio. Contempló el cuerpo

tendido, inánime. Le pareció un gigante. Sus descomunales dimensiones le

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aterraron. Por fin, Adrián respiró profundamente y se decidió a llevar a

cabo su plan.

Trepó hasta los bolsillos, se introdujo por entre aquella gran

caverna de tela blanca y divisó al fondo la cartera, de piel marrón. Llegó

hasta ella y con una fuerza sobrehumana la arrastró hacia afuera del

bolsillo y la soltó al vacío. Adrián se asomó por el precipicio y se lanzó. La

cartera amortiguó su caída. Una vez en el suelo, se echó al hombro la

pesada cartera y comenzó su calvario hacia el hotel.

Ya en su habitación, Adrián se miró al espejo. No obtuvo respuesta

esta vez. Intentó tranquilizarse inspirando y espirando pausadamente

pero su corazón seguía palpitando indiferente. Se dio una ducha de agua

fría. Vistióse y preparó su mochila. Seguía temblando, arreciaba su

tormenta cerebral. Anhelaba estar sentado en el avión rumbo a su

escondite. Allí estaría a salvo, sin duda, pero una eternidad los separaba.

Amanecía en aquel lado del mundo, un imponente cielo bajó

lentamente su telón hasta toparse con el laberinto de tejados. Poco a poco

fueron apareciendo algunas nubes, todavía somnolientas, y los primeros

graznidos de gaviotas flotaron en la quietud de la atmósfera. Súbitamente,

el cansancio cayó sobre Adrián como una losa de plomo y lo tumbó en la

cama. En el techo contempló la escena: una lona blanca cubría a Enrico; el

extintor estaba siendo fotografiado por un policía de paisano en cuclillas;

las llaves, cogidas por unas pinzas, caían en una bolsa transparente; el

ascensor, en primera fila, con las puertas abiertas, no quitaba ojo; débiles

lágrimas de temor, ansiedad y esperanza brillaban en las mejillas de

71  
 
Claudia, que, sentada en el tercer escalón, era interrogada por varios

agentes. En la calle, un pequeño grupo de alcahuetes comentaban la

jugada… ‘Lo han matado para robarle la cartera’. ‘Tenía veintiséis años’.

‘Esto no pasaba antes’. ‘Seguro que ha sido alguno de esos moros, ¡cada

vez hay más!’ ‘¡Vienen a delinquir!’ ‘¡Si yo fuera Berlusconi no dejaba

entrar a ninguno!’ ‘Y los rumanos son igual, ¡una mafia!’

Mientras los cerdos gruñen las personas sienten y Adrián se sintió

algo más aliviado. Se incorporó y escribió ‘Me voy ya hacia el aeropuerto.

Allí nos vemos. Un beso’. En otra habitación del hotel, un móvil sonó e

iluminó su pequeña pantalla con un ‘Mensaje recibido’.

Un autobús escupió a unos cuantos viajeros. Al entrar en la

terminal, Adrián echó un vistazo a las pantallas de salidas. Todavía

faltaban unas cinco horas para el VA 0853 con destino Hanoi y escala en

Moscú. Adrián se bebió un café largo con hielo con el hielo y todo. Después

fue al baño, se cepilló los dientes y se lavó la cara. Al atravesar la puerta

principal, mochila al hombro, dispuesto a dar un paseo, vio bajar de un

taxi a Javier, Carlo, Olga y su novia.

- ¡Hermano! ¿Llevas mucho rato aquí o qué? ¡Qué ganas tienes de

volver a la tierra del arroz, eh, pájaro! Me ha despertado tu mensaje…

No traes buena cara. No hemos dormido mucho… Mi resaca también

es importante. Bueno, ahora descansaremos en el vuelo… no te

preocupes… sentémonos a tomar un zumo –Javier siempre tenía una

sonrisa para su hermano. Estaba realmente encantado con su

72  
 
compañía. Le parecía genial que, allí, tan cerca de Zaragoza, Adrián

eligiese el camino más largo.

- Voy a llamar a mamá. A ver qué hacen. Luego te paso el teléfono y

charlas un poco con ellos, ¿ok?

Su madre lo acribilló a preguntas. Su padre lo saludó más

sobriamente y le informó de la muerte de su vecino Julián. Un infarto. ‘Un

infarto me va a dar a mí como no nos larguemos de aquí de una maldita

vez –pensó Adrián-, necesito un libro en castellano, ¡por Dios!’. A pesar de

estar cerca del Vaticano, Dios no le hizo caso. Quizá estuviese reunido con

el Papa en ese momento y de ahí el caso omiso. El inglés de Adrián era

demasiado básico como para leer en el idioma de D. H. Lawrence. Para

más inri, el vuelo se retrasó tres cuartos de hora por problemas técnicos.

Adrián fue quien hizo despegar aquel avión. Cuando los pies de su

tren de aterrizaje se separaron de la corteza terrestre sintió un gran

alivio. Pronto se hallaron a diez mil metros de altura. Dichoso

firmamento. El dios que se estaba entrevistando con el papa no era el Dios

verdadero. El Dios verdadero se encontraba en casa, en su cielo,

jugueteando con sus nubes. Mientras el recuerdo del crimen se alejaba,

Claudia se aproximaba, y viceversa. Demasiado sola ante todo aquel jaleo.

¡Pobre! Adrián confiaba en que los carabineros no le dieran mucho por

entre los glúteos, zanjasen el tema con el robo de la cartera y ella pudiese

por fin volver a Zaragoza. Pero no las tenía todas consigo. Y tanto que no.

Recordaba eso de que no hay crimen perfecto, aunque él no era ningún

criminal. Ni mucho menos un profesional del crimen. Por ahí podían venir
73  
 
los problemas. ¡No borró sus huellas de ningún lado! El odio te inyecta

fuerza física pero te resta facultad mental. ¡Y él había actuado casi sin

pensar! Henchido de odio…. Los detalles. Los pequeños detalles –se

decía… Quizá lo vio alguien entrar al portal, conversar con Claudia, o mil

cosas más. Se avecinaban malos tiempos, sin duda.

¿Cómo extirpar todos esos recuerdos de su cabeza? Imposible.

Habían venido para quedarse: el bolígrafo de inyección de insulina, el

extintor, las llaves, la cartera… el cuerpo inerte frente al ascensor.

Adrián abrió la revista oficial de la compañía aérea por la mitad e

intentó leer. Imposible. Optó por un paseo. Todo el avión dormía. Roncaba

hasta el piloto automático. Despertó a una azafata que se aproximaba

sonámbula y le pidió un whisky doble.

‘¿Cómo estás Claudia? Espero que bien… ya de vuelta en Zaragoza

con tu familia y tus amigos… ¡Ojalá así sea! No te puedes imaginar lo que

me alegraría. Cuéntame, por favor. Acabo de llegar a Hanoi y sigo dándole

vueltas a todo como un loco. ¡Ocurrió tan rápido! ¿Qué te dijo la policía?

Dios mío, ¡hallarán huellas mías hasta en el techo! Confío en que no

74  
 
remuevan Roma con Santiago en ese sentido. Espero que los carabineros

no dispongan del registro de huellas dactilares de toda Europa… Además

yo no tengo antecedentes, ni penales ni policiales. Sólo declaré como

testigo por el atropello de una antigua compañera de trabajo. Y hace

mucho tiempo me cogieron en un control de alcoholemia, pero archivaron

el asunto con una simple sanción administrativa de multa y retirada de

carné. ¡Nada más! Aunque, ¿quién sabe? Nos tienen bien vigilados, igual

estoy en algún registro de borrachos al volante o equivalente. Claudia…

por un lado estoy cagado de miedo, pero por otro, me alegro de haberte

salvado de ese capullo. ¡Esa gentuza no merece vivir! Piensa en lo que te

hizo y en que jamás volverá a ponerte una mano encima. ¡Espero tu

respuesta como el santo advenimiento! Dime que estás bien, que todo ha

acabado. ¡Ah! ¡Ya se me olvidaba! Si te encuentras con fuerzas, ve al

juzgado donde llevan tu expediente y diles que Enrico ha muerto, que lo

mataron en un robo con fuerza en Trieste. Creo que hay un consorcio de

seguros que te indemnizará por los daños y perjuicios que él te provocó. Y,

sobre todo, Claudia, no te apenes, no te lo permitas. ¡No te olvides de lo

que te hizo! Tú no tienes nada que ver con su muerte. Fue decisión mía.

Sólo mía. Yo soy el único culpable. Siento la chapa que te estoy dando,

¡pero tengo que descargar con alguien! ¡Lo siento! Entiéndeme, Claudia,

por favor. No te enfades conmigo. Igual quieres olvidar este asunto cuanto

antes, seguramente así sea… pero yo aquí, sin saber nada, necesito

hablarte. Ni siquiera se lo he contado a mi hermano. No sé si debo. ¿Tú

qué crees? Por favor, dime cuanto sepas, cualquier detalle que te dijera la

policía, lo que te comenten en el Juzgado, házmelo saber, ¡por Dios! Sólo

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te pido eso… Así sabré a qué atenerme por si vienen a buscarme. De todas

maneras, quizá haya de prepararme una buena coartada por si las

moscas. Bueno, Claudia, de verdad que no te molesto más. Quizá no debía

haberte escrito todo esto… por si la policía vigila tu correo electrónico, o

¡yo qué sé! ¡Ya no sé a qué atenerme!… Te escribo desde el portátil de mi

hermano. Espero tu respuesta. ¡Un beso muy grande y cuídate mucho!’

Aquellos días fueron extremadamente calurosos. Ni rastro de las

tormentas de los monzones. Javier retornó a su rutina. Volvieron las

veladas cerca del lago. Adrián las frecuentaba menos. Se excusaba en las

lecturas. Compró por internet un buen cargamento de libros en

castellano, los necesitaba como el comer y se los comía.

- Madre mía. Carlo se ha tenido que volver a Trieste. Mataron a un

amigo suyo la víspera en que volvimos. Está hecho polvo el pobre.

- Vaya, qué putada… –contestó Adrián agachando la cabeza.

Al fin convenció a su hermano para hacer algún trabajillo y aportar

algo de dinero a la economía familiar. También le iría bien tener su mente

ocupada, cuanto más mejor. Incluso un trabajo físico. Una nueva vía de

escape.

Javier sondeó entre sus vecinos y no tardó en encontrar faena:

transportar recambios de motor desde un pequeño taller que había al

doblar la esquina hasta un almacén sito a las afueras, pasado el Río Rojo.

La tarea era sencilla y Adrián se evadía de los tortuosos recuerdos

fluyendo en moto por entre aquellos torrentes urbanos.

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Hanoi seguía siendo la misma. Hanoi sí es inmortal. Mientras Roma

construía su imperio, Hanoi se iba a pescar camarones al mar de China.

Historiadores lo negarán, dirán ‘en aquella época Hanoi no existía como

tal’. ¿Qué sabrán ellos? ¿Hacia dónde estaban mirando? Hanoi era un

poblado construido en un cielo remoto por unos cuantos dioses rebeldes.

Adrián no vio un solo accidente de tráfico en todo aquel tiempo.

Algo casi increíble ante semejante volumen de tráfico. Moraleja: el mejor

código de circulación es no tenerlo y la dirección general de tráfico chupa

del bote.

El idioma no supuso ningún obstáculo, pues se entendían con un ‘ok’

y una sonrisa. Una pequeña nota manuscrita hacía el papel de albarán. A

veces, los bultos que transportaba no le permitían ir a más de cinco

kilómetros por hora. Casi dos horas para atravesar la ciudad. Al llegar al

almacén, algunos operarios le sonreían amistosamente y acto seguido le

ofrecían un café. ¡Aquel café con leche condensada! ¡Oh, sí! Aquel café te

convertía instantáneamente en sobrino de Ho Chi Minh. Así pues, ese

trabajo resultó para Adrián mucho mejor que ocho millones quinientas

veintitrés mil seiscientas cuarenta y cinco valerianas.

Pero el email de Claudia tardaba demasiado en llegar. Había

transcurrido ya una semana desde el incidente. Javier estaba algo mosca

con la frecuencia en que su hermano chequeaba su correo electrónico. ‘¿A

qué se debe tanto afán? ¿Esperas alguna carta de amor?’

Una tarde noche los hermanos Azcona se fueron a cenar a un

pequeño restaurante cerca de la Opera House. Sorbieron hasta la última

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gota del cuenco de phô. Delicioso. Javier se pasó el rato contando

batallitas del trabajo y de una comercial californiana que le tiraba los

trastos. Siempre sonriente, siempre amable, Javier. Adrián lo

contemplaba con orgullo y satisfacción. Pero orgullo y satisfacción

verdaderos, no reales. No tomaron postre. Coffee yes, cam on. Caminaron

despacio hacia casa. ¿Cómo una ciudad tan agitada puede ofrecer

semejante paz? Todo esto sucedía en unas estrechas e irregulares aceras:

mujeres lavaban sus vajillas; hombres fumaban en corros, sentados en

minúsculas banquetas de plástico; jóvenes serios se concentraban ante

tableros y fichas desconocidos por la ciencia occidental; bebés de no más

de dos años andaban y correteaban como si hubieran cumplido ocho;

torpes cucarachas jugaban al escondite… Adrián sentía verdadero placer

cuando escuchaba conversar a los vietnamitas. Al principio le parecían

discusiones, pero resultaban ser charlas distendidas. Las frases parecían

estar escritas en pentagramas. El punto y seguido era una sonrisa. El

punto y final un apretón de manos. Al contemplar a aquellas gentes, se te

humedecen los ojos. Y no es por la humedad, sino por la humanidad. El

corazón te desgarra el pecho y se va a tomar una cerveza. ¡Salud!

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‘Hola Adrián. De verdad, perdóname por no haberte escrito antes.

Imagino que lo estarás pasando mal y entiendo todo lo que me dices. Y ya

me perdonarás las faltas, que esto de escribir no es lo mío que digamos. Te

cuento lo que pasó. Me llamó una vecina que volvía de una fiesta y se

encontró con Enrico. Esto fue más o menos a la media hora de que te abrí

la puerta de abajo. Después la policía no tardó en venir. Cuando bajé y vi

todo, me dio un ataque, perdí el conocimiento y se me llevaron al hospital.

Me reanimaron y me dieron tranquilizantes. Por la tarde vinieron dos

policías a hacerme preguntas. Estaban muy serios. Me hicieron mil

preguntas. Casi dos horas de interrogatorio. Cuándo había hablado por

última vez con Enrico. Si él solía llevar mucho dinero encima. Si tenía

alguna cuenta pendiente por drogas o algo así. Si le habían amenazado

alguna vez o había oído alguna conversación telefónica suya subida de

tono. Y por el estilo… Yo dije que no sabía ni sospechaba nada. Estoy

segura de que los policías creen que ha sido un robo. Han preguntado a

todos sus amigos y ellos tampoco se lo explican. Enrico era muy querido

aquí. Estaban todos muy tristes. Lo conocía mucha gente… no se podían

imaginar lo que a mí me hacía… por fuera parecía buena persona. Estuve

en el entierro con su familia. La iglesia estaba llena a rebosar. Hubo varias

manifestaciones los días siguientes. La gente se quejaba de los moros y de

los gitanos rumanos por la inseguridad y esas cosas. Incluso hubo algún

que otro altercado. Han dado la noticia por todos los telediarios, como que

tenía que haber más seguridad para los turistas de la Expo. La familia de

Enrico, que apenas me conocía, se portó muy bien conmigo y me dijeron

que me quedara en su casa a vivir con ellos hasta que se me pasara el mal

79  
 
trago. Yo lo agradecí pero me vine a Zaragoza en que se tranquilizó todo

un poco. El otro día llamé a mi abogado y le conté que Enrico había

fallecido en Trieste, que yo había estado allí con él… para que lo dijera en

el Juzgado. Me dijo que se había enterado por la prensa y que tenía

pendiente el llamarme para aclarar el asunto. Cuando llegué aquí parecía

que estaba algo mejor de los nervios pero me seguía sintiendo muy mal,

sin poder hablar de esto con nadie. Parecía que me iba a explotar la

cabeza. Las valerianas ya no me hacían nada y me recetaron orfidal. Tuve

alguna crisis más. Al final no aguanté más y se lo conté todo a mis padres.

Ellos me quieren mucho. Mi padre fue el que se lo tomó peor. Me dijo que

qué clase de amigos asesinos tenía y mil cosas más. Fue horrible. Seguro

que lo dijo porque está muy preocupado por verme así. Yo pensaba que se

le pasaría pero me ha dicho varias veces que vaya a la policía a contarlo

todo tal y como fue. Y me amenaza con que si no lo hago, irá él. Que soy

cómplice de un asesinato y que iré a prisión. Está muy nervioso, y al verlo

así, yo me siento mucho peor. Dice que me encontrarán, que al final todas

esas cosas salen a la luz. Y que si voy a contarlo es un atenuante y me

rebajarán la condena. Yo le contesto que no soy cómplice de nada, que no

sabía lo que iba a ocurrir, que no tuve nada que ver con el crimen, pero él

no me cree. Es muy testarudo. Se piensa que estamos liados tú y yo, y que

los dos lo preparamos todo. Estoy muy mal… como comprenderás. Me ha

preguntado dónde vives en Vietnam pero no se lo he dicho. Me dijo que

iría a la empresa temporal a preguntar por ti. Tengo miedo, Adrián.

Mucho miedo, por todo. Esto me está superando. No sé qué va a pasar, no

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sé lo que va a hacer mi padre ni sé lo que voy a hacer yo. Estoy muy

confundida. Espero que lo entiendas. Cuídate mucho’.

Adrián acabó de leer el mail a las cuatro y cincuenta y tres minutos

de la tarde de aquel jueves de primeros de Septiembre. Sin mirar al cielo a

través de la ventana, bajó a la calle, buscó su banco en la plazoleta y se

sentó. La preocupación no le dejaba llorar. Tenía la mirada fija en el suelo

pero no había suelo. Así permaneció unos minutos, abstraído en el nadir.

Allí arriba, el cielo lo observaba, participando de su tristeza. Rápidamente

mandó llamar a todos sus cúmulos, cirros y estratos y les instó a

descargar con todas sus fuerzas una ‘tormenta magnífica y

extraordinaria’. En breves instantes cayó una tromba de esas que no se

olvidan jamás. Se oyó una ovación cerrada. Adrián, cabizbajo, sentía las

caricias de aquellas pesadas gotas en su cabeza. La ovación seguía. Ni el

público más entregado alarga una ovación tanto tiempo. Aquello era otro

tipo de ovación. La ovación de los dioses. La temporada de fuertes lluvias

se despidió hasta el año que viene. La traca final duró tres horas.

- Madre mía, Adrián. En qué lío te has metido… quién me lo iba a

decir… un amigo de un amigo mío maltratando a una amiga tuya… con

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estas cosas caes en la cuenta de que realmente el mundo es un

pañuelo… pero tú no te preocupes, hermanito mío, que yo te voy

ayudar. Por lo que escribe Claudia en su mail… parece ser que su

padre va a ir a por todas. No hay duda. Ese cabrón en vez de fijarse en

la sangre derramada por su hija, se preocupa por vengar la sangre de

su maltratador. El mundo al revés… ¡Jodidos tópicos!... Tenemos que

pensar fríamente. Hay que ponerse en lo peor, siempre sufre menos el

pesimista. Vendrán a buscarte, Adrián. Si preguntan en casa de papá

y mamá, éstos facilitarán mi dirección y adiós muy buenas: Interpol,

extradición y al trullo. Así es como funciona. Hace no mucho, a un

conocido nuestro, australiano, que se había montado aquí una agencia

de viajes, vinieron a buscarlo por unas presuntas estafas por internet

que le imputaban en Estados Unidos. Esos cabrones, si quieren, te

encuentran. Otra cosa es que fuéramos una familia de pasta, con

nuestro propio bufete de abogados. La putada es que esto haya tenido

tanto eco… ¡por la jodida exposición universal! Bueno, hermano,

debemos tejer un plan. Una cosa está clara: van a venir. Imagino que

no querrás ir a prisión… tú obraste por altruismo, por salvar a una

mujer de su maltratador. Si todo el mundo fuera así, como tú, otro

gallo cantaría. Entonces… hay que huir… no queda otra… Y yo voy a ir

contigo. Yo soy tu fiel hermano, te quiero y estoy orgulloso de cómo

eres. Me importa una mierda mi trabajo y la madre que lo parió.

Podemos buscarnos la vida en cualquier sitio. Tenemos cojones. Ya lo

creo que sí. Por otro lado, olvídate de Claudia, ahora mismo ella es un

maniquí, una marioneta, una hormiga bajo la estatua de hormigón

82  
 
armado de su padre, y no creo que tenga fuerzas para huir…

Hermano… el corazón se me va a salir del pecho… No llores más, ¡por

Dios!... Conozco aquí a gente de muchas nacionalidades, con algunos

tengo confianza. El problema son los visados. Gran problema, por

cierto… te fichan por todos lados… En que tomas un avión, date por

jodido. Tendremos que marchar en bus, en tren o en barco, eso está

claro… Tenemos que pensar en un buen destino…

Se levantó a preparar café. Adrián lo siguió y lo abrazó. Cuando se

separaron, el mayor notó un charco de lágrimas en su hombro derecho.

Adrián, abatido, tomó asiento de nuevo. Culpable. Se sintió culpable.

Había arruinado la vida de Claudia y la suya propia y ahora se disponía a

liquidar la de su hermano. Tomaron el café en silencio, magnificando el

tintineo de las cucharillas al chocar contra las tazas. Adrián crujió su

cuello lentamente, a izquierda y a derecha y dirigió su mirada hacia su

hermano.

- Dejémoslo ya, Javier. Esto ha ido demasiado lejos. No puedo seguir

así. Hay que plantarse. Tú te vas a quedar aquí y vas a seguir con tu

trabajo y con tu vida, como siempre. Yo volveré a Zaragoza, le daré un

beso a mamá y otro a papá y me presentaré en comisaría. He obrado

por una causa justa. He actuado correctamente. He salvado a una

mujer víctima de maltrato. El juez me entenderá. Y si hay jurado,

mejor que mejor. No te preocupes por mí, hermano. Te escribiré cada

día. Jamás olvidaré lo que has hecho por mí. Tus sinceras palabras de

antes significan lo mismo que haber pasado conmigo cinco años

escondido en una selva virgen en Birmania. Mañana mismo compraré


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el billete de vuelta. Bueno, mejor dicho, lo comprarás tú… porque yo

no tengo suficiente dinero… ¿No te das cuenta, Javier? Esto ha ido

demasiado lejos. Y, ¿quién sabe? Igual me presento en casa de Claudia

y hablo con su padre. Soy buena gente, no seguirá con su acusación

cuando le explique todo. Entiéndeme, soy razonable. Mi postura es la

correcta. Escapar sería una locura. ¿Qué vamos a hacer? ¿Dónde

vamos a ir? No podríamos volver a Zaragoza. ¿Qué hay de nuestros

padres? ¿A otros que voy a joder la vida? No, no… hermano... se

acabó.

Javier reflexionó. Su hermano tenía razón. Escapar era una locura.

Sus padres sufrirían demasiado… le embargó una inmensa pena

imaginándolos… ¡Sus hijos prófugos!, pensarían. A mamá le daría un

ataque al corazón y su padre iría tras ella… Javier, sumido en sus

pesares, no se percató de que Adrián había comenzado a preparar su

mochila. Un último favor, querido hermano: ‘el billete’, dijo éste.

- ¿Quién llama?

- Papá, soy yo, Adrián. Estoy en Moscú, el avión ha hecho escala

aquí. Nada, que sólo es para avisaros que en unas diez horas llegaré a

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Madrid. Cogeré un autobús. Os llamaré cuando sepa la hora de llegada

a Zaragoza… No os preocupéis por venir a buscarme a la estación, iré

caminando a casa… Me vendrá bien tomar el aire.

- Ah… bien, bien… Oye una cosa, ¿te pasa algo?... te noto muy raro…

¿Cómo no has avisado antes de que venías?

- Cuando llegue os contaré. Es una larga historia…

- ¿Te has metido en algún jaleo? –gruñó-, ¿Qué has hecho? ¿No

estabas trabajando allí en algo de unas motos? ¿Ya te han echado?

Adrián colgó el teléfono. Miró a través de las cristaleras. Aviones

aterrizando. Aviones despegando. Turistas esperando. Operarios

cargando sus maletas. Camiones cisterna vaciándose. Depósitos de Boeing

747 gorgoteando. ¿Dónde está el término medio? Esperanza color verde.

Y a la desesperanza, ¿qué color le ponemos? Blanco y negro. Con los

trazos rasgados en la piel, y borrar un tatuaje duele. La gente lo que suele

hacer es pintarse encima otro. Se equivocan: el poso queda ahí. El

recuerdo permanece y la desesperanza hiberna. Apenas necesita

alimento. Con unas migajas de dolor y tristeza renace como el oso polar

que despierta hambriento de focas. Helo ahí, con su blanca piel manchada

de sangre, dormitando de nuevo en el corazón de la tundra.

- Era tu hijo, el pequeño. Dice que está de camino. En Moscú, creo, y

que llegaba a Madrid en unas horas…

Su mujer, que había escuchado la conversación telefónica, de pie

junto a los fogones, dejó de pelar patatas, se llevó las manos a la cara y

comenzó a llorar sordamente.

85  
 
Pasadas las cuatro de la tarde el timbre de la puerta de entrada

despertó de la siesta al matrimonio.

- ¿Quién será ahora? Es pronto para que sea tu hijo… –murmuró

Antonio y se dio la vuelta en la cama.

- Voy a ver –dijo Martina mientras se calzaba las alpargatas.

- Buenas tardes señora. ¿Es usted la madre de Adrián Azcona? Como

podrá observar –dijo señalándose a sí mismo-, somos agentes de

Policía. Si no le importa… desearíamos hacerle algunas preguntas.

Aquella madre hizo un esfuerzo descomunal para cerrar la puerta.

Los dos agentes entraron al salón. Uno de ellos sacó libreta y bolígrafo. El

padre se había levantado como un rayo y fue a su encuentro.

- Buenas tardes señor. ¿Es usted el padre de…?

- Sí, soy yo. ¿Qué quieren? ¿Qué diablos ha hecho mi hijo para que se

presenten en mi casa dos policías nacionales?

Los agentes calmaron los ánimos de aquel padre furioso, le

invitaron a sentarse y le explicaron toda la historia. Tal y como pasó. Tal

y como constaba en el atestado la declaración de Claudia Fernández,

compañera de trabajo de su hijo en Mallia Automoción.

La madre, al empezar a escuchar los hechos, marchó hacia sus

fogones. Lavó varias vajillas. De vez en cuando, veía su rostro reflejado en

un reluciente plato hasta que una lágrima disolvía su imagen. ‘Madre mía’

–repetía el padre, desde la habitación contigua, y resoplaba. Cuando

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terminaron los agentes, el padre, cabizbajo, hincando los codos en la

mesa, comenzó a hablar.

Los agentes dijeron que así sería todo más fácil. Se evitaban la

orden de búsqueda y captura internacional. Su hijo será detenido en

Barajas, fueron sus últimas palabras.

Sacó su pasaporte y esperó en la fila de ‘Ciudadanos de la Unión

Europea, Islandia, Noruega y Suiza’. Tenía delante a una mujer gorda,

muy gorda. Cuando volvió su cara, le recordó a la difunta Rosa. Adrián

pegó un salto sin levantar los pies del suelo ¿No sería su gemela, la de la

fábrica? Comenzaron a temblar sus piernas, advirtiendo la proximidad

del seísmo. ¡Eso sí que era una casualidad! No, no, seguramente sólo se

pareciese. Nada más. En aquel estado de nerviosismo puedes llegar a ver

visiones. Adrián estaba maldiciendo su suerte cuando le tocó el turno. El

poli miró el pasaporte. Miró a Adrián. Miró el pasaporte. Miró a Adrián.

Adrián pensó en que algo iba mal, más cuando el desafiante agente le

preguntó de dónde venía. Cuando escuchó la respuesta, sonrió, giró su

cuello como un robot e hizo una seña a un grupo de perros policías que

aguardaban expectantes. Éstos se acercaron rápidamente, lo redujeron y

comenzó el ‘tiene derecho a guardar silencio, a no declarar si no quiere, a

designar un abogado, a que se ponga en conocimiento de un familiar o

persona que desee el hecho de su detención…’

Adrián volvió la mirada cuando estaba siendo esposado y observó al

jurado. Todos fruncían el ceño. En cada frente se leía un ‘culpable’.

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‘Última llamada para el pasajero Adrián Azcona. Vuelo VA 0932’…

despertóse Adrián como un resorte. Observó su puerta de embarque, sólo

quedaban las dos azafatas. Adrián recordó por un momento su pesadilla.

¿Sería una premonición? Le entró pánico. Verdadero pánico. El que deben

sentir en el paredón. Después vienen las balas. Dirigió su mirada de nuevo

hacia aquellas azafatas. Una de ellas acercaba lentamente su boca hacia

un micrófono. ‘Última llamada para el pasajero Adrián Azcona. Vuelo VA

0932’. Sí, aquello era la realidad. Aeropuerto internacional de Moscú

Sheremétievo. Quiso correr hacia las azafatas pero el temor lo tenía

atrapado. Un náufrago a la deriva que al ver llegar un barco no tiene

fuerzas para gritar. La azafata speaker, visiblemente enfadada, volvió a

repetir al micro la última llamada para nuestro pasajero.

Javier no cenó aquella noche. Pensaba en su hermano a cada

instante. Se atiborraba a cafés para mantener su mente despierta en

busca de alguna idea genial para salvarlo. ¡Algo se le tenía que ocurrir!

Aquel oso pardo. Todopoderoso. Anclado a las piedras del río,

esperando la llegada de sus presas. Mientras, los salmones se iban

acercando lentamente, haciendo esfuerzos bárbaros para avanzar contra

corriente. Uno de ellos contempló a lo lejos la figura de su enemigo. Era

como una gran estatua de cobre que emergía en medio del océano. Y

aquella figura, poco a poco, se fue haciendo más grande. Más grande. Ya

sólo un par de metros los separaban. Se acercaba el momento. Al observar

que el oso introducía su hocico en el agua, nuestro salmón dio un salto con

todas sus fuerzas para atravesar la línea enemiga. Notó el frescor de la

brisa al rozar con su cuerpo. Echó un vistazo y observó el verdor de

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aquellos árboles del paraíso. Anheló por un momento tener pulmones

para poder saciarlos de aquel oxígeno puro. Repentinamente, notó un

fuerte chasquido en su columna vertebral. Un pasillo rosáceo que le

conducía al abismo, fue lo último que vio.

Adrián venció su miedo, se levantó y se dirigió hacia las azafatas.

Mostró su tarjeta de embarque y su pasaporte y entró en el avión.

Javier observó su reloj, restó tres horas y pensó ‘todavía debe estar

en Moscú’… No había idea brillante. Aquel nerviosismo maniataba sus

neuronas. A saber en qué estaría pensando Newton cuando le cayó la

manzana en la cabeza. Desde luego no parecía muy agobiado, ahí sentado

bajo un árbol en la campiña inglesa. Ahí, que yo sepa, no hay osos. Por

tanto, sólo cabía esperar, confiar en que el padre de Claudia reflexionase

un poco y no llevara a cabo sus amenazas. Se recostó en su sofá y quedó

profundamente dormido.

Sacó su pasaporte y esperó en la fila de ‘Ciudadanos de la Unión

Europea, Islandia, Noruega y Suiza’. A su derecha se formaban largas

colas para los extracomunitarios. Los humanos crean las fronteras y no

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se quedan ahí, no… ¡qué va! Después crean distinciones entre las

fronteras. ¿Qué será lo próximo? Disculpe, tiene que hacer fila ahí. Esta es

la cola para ciudadanos extracomunitarios blancos y usted es negro.

Adrián, en aquel momento, ya era consciente de que iba a ir al

talego, de que tarde o temprano se enterarían de su vuelta e irían a por él.

Lo que no se imaginaba por nada del mundo es que lo estuvieran

esperando ya en Barajas, como definitivamente ocurrió.

Un regimiento de agentes lo condujo a través de unos estrechos

pasillos hasta una pequeña sala cubierta por azulejos blancos. De camino

observó unas cuantas maletas declarando, con sus bocas abiertas de par

en par; y escuchó algunos gritos desesperados. Adrián parecía

anestesiado. Se sabía culpable, ya lo habían juzgado y la sentencia parecía

ser firme. Lo sentaron en una silla de plástico seis veces más grande que

la que usan los vietnamitas en sus aceras. Cuando chocó contra el

respaldo, las esposas se clavaron en sus riñones. Le informaron de todo su

caso. Nadie lo sabía mejor que él. Cuando hicieron una referencia a la

‘declaración de Claudia Fernández ante la policía’, sintió un pinchazo en el

alma. Una cosa era que su padre se hubiese vuelto loco para salvaguardar

a su hija y que ésta no hubiera podido pararle los pies; otra bien distinta,

que Claudia fuese directamente la que declaró. Adrián preguntó este

extremo a sus captores y un agente le acercó una copia del atestado

policial, señalando la firma de Claudia. ¿Estaba presente su padre

mientras ella declaraba? El mismo policía que guardaba el atestado

contestó sin mirarle que aquello no era asunto suyo.

90  
 
- Además –añadió-, deberías esperar a tu abogado. Él te aconsejará

qué hacer. Aunque me parece que no tienes muchas opciones.

Adrián solicitó hacer una llamada telefónica. Le acercaron un

aparato. Sugirió que le dejasen solo. ‘Está bien. Tienes dos minutos’.

Marcó el 0084683645893. No pensó que en Vietnam eran las cuatro de la

mañana. En esos momentos de tensión, el lugar es aquí y el tiempo es

ahora.

- ¿Sí? –apareció la voz adormilada de su hermano.

- Javier, soy Adrián. Estoy detenido en el aeropuerto de Barajas.

- ¿Cómo?... pero… ¡qué me dices!… ¿detenido? ¡No me lo puedo

creer, por Dios! No… ¡imposible!… Pero bueno… Sí que ha ido deprisa

el bastardo ese. ¿Pero quién coño se cree que es el padre de esa chica?

¿El ministro de interior? Esto no va a quedar así. Hombre que no, ya

te lo digo yo… Tú no te preocupes hermano que esto no va a quedar

así. ¡Te lo prometo! ¡Aunque sea lo último que haga! –dijo Javier

aumentando paulatinamente su tono de voz.

- Bueno, tranquilo, Javier. Ya está… Realmente te llamo para darte

un abrazo, por si no te puedo telefonear en unos días –comenzó a

llorar-… No te preocupes por mí... Te agradezco mucho todo lo que has

hecho por mí.

- No, ¡no! No he hecho nada por ti todavía. No llores, por Dios te lo

pido, que todo este tinglado se va a solucionar… Será cabrón el

bastardo ése… ¡Pero en qué puto mundo vivimos!... Madre mía… no

me lo puedo creer… No, no… Esto no puede quedar así…

91  
 
Entraron los agentes y retiraron el teléfono de la mano muerta de

Adrián. Javier siguió hablando un buen rato hasta que advirtió que la

línea comunicaba… Todavía se puso más furioso.

A las siete y treinta y dos minutos de la tarde del día siguiente

Adrián tomó otro vuelo. Pero esta vez no era un vuelo comercial, sino una

aeronave de la policía nacional. La utilizaban básicamente para las

extradiciones. Hicieron el traspaso del detenido en el aeropuerto de

Trieste. Ahora Adrián era presa de los carabineros. ‘Misma bazofia con

distinto envoltorio’ –pensó, y se lo demostraron enseguida, cuando un

mastodonte lo agarró del brazo y lo empujó al fondo del coche patrulla.

Los fuegos artificiales que clausuraban la exposición universal recibieron

a Adrián cuando entró en comisaría. La alegría se estaba burlando de la

tristeza con nocturnidad y alevosía. Le entregaron un folio en castellano

en que se le informaba de todos sus derechos y fue directo a los calabozos.

Un largo pasillo con millones de celdas a ambos lados. Le fue asignada la

quinta a la izquierda. Sin vecinos, de momento. Había un agujero en el

suelo, en una esquina, a modo de letrina. Aquel orificio parecía comunicar

con las cloacas del infierno. Un montículo de cemento elevaba un palmo

del suelo: la cama. Los ataúdes están acolchados; las camas de aquellas

celdas, no. Una muerte un poco más espaciosa… No había ventanas, en el

submundo… ventanas… ¿para qué? En todo caso, alcantarillas.

Adrián se encontraba en su banco, en su plazoleta de Hanoi,

esperando una de aquellas lluvias torrenciales. Un niño reía en el

columpio. Su padre lo empujaba. Una y otra vez. Una y otra vez. ‘¡Más,

papá! ¡Más alto! –pataleaba el niño entre pícaras carcajadas- ¡Sí, papá!

92  
 
¡Hasta el cielo!’ Su padre sonrió y siguió impulsando. De repente,

comenzó a llover con fuerza. Cada vez más intensamente. Las tremendas

gotas se hacían añicos cuando llegaban a destino. Salpicaban metralla.

Adrián advirtió que los ojos de aquel niño y de aquel padre le miraban

extrañados. Los contemplaba atónito, él. ¿Qué miraban? Volvió para sí y

se fijó en sus manos. Comenzó a tocarse la cara, el pelo, las piernas… ¡No

llovía sobre él! Examinó el cielo. Un torrente de luz blanca le caía como

por un embudo. Volvió la mirada al columpio: el diluvio universal. Dios

estaba exprimiendo el firmamento y regalando zumo celestial para toda la

humanidad, excepto para el íncubo Adrián. Padre e hijo seguían

acechándole. Empapados, forrados de agua. El niño se giró hacia su papá

y le preguntó señalando a Adrián: Papá, ¿por qué no se moja aquel señor?

Adrián se puso todavía más nervioso. Revisó de nuevo el cielo. El mismo

vórtice de luz, intensa luz cegadora.

Adrián abrió los ojos y reparó en una bandeja con algo de comida

junto a la reja. Habían encendido las luces en los calabozos.

Pensó en su hermano. ¿Qué estaría haciendo ahora? Seguramente

dando vueltas en su pequeño piso estrujándose el cerebro buscando

alguna solución. ¿Pero qué podía hacer? Nada. La nada absoluta. La

muerte de un mendigo olvidado.

Poco a poco, Adrián fue perdiendo toda esperanza de que su

situación mejorase. Su enorme humanidad se desvanecía. Apenas sentía.

No tenía hambre ni sed. Ni sueño. Comía, bebía y dormía simplemente

porque estaba programado así.

93  
 
Llegó el juicio, el día del juicio final. Muchos medios de

comunicación para el evento. La vista oral se alargó varias jornadas.

Miles de flashes saludaban a Adrián cuando bajaba del vehículo policial

cada mañana. Sin saberlo, había sido noticia desde el día en que llegó

detenido a Trieste. Trajo cola el asesinato en medio de la exposición

universal, que se convirtió en un debate político sobre la inseguridad y la

inmigración. Todo un filón electoralista.

Doce años, y gracias. Se libró de la cadena perpetua vigente en

Italia para homicidios en primer grado. Su abogado se las ingenió para

demostrar locura transitoria de su defendido, que atenuó la pena. Aunque

el tribunal le tachaba de ‘irrelevante’, aludía frecuentemente a los malos

tratos de Enrico Salieri, para hacer cosquillas en la moral del jurado.

Llegó incluso a enseñar fotos de las lesiones sufridas por Claudia

Fernández, pero sólo unos segundos, porque el magistrado le instó a

retirarlas enseguida.

Tras la detención de su hermano, Javier pasó unos momentos muy

duros en la lejanía. Tanto Carlo, aun siendo amigo del fallecido, como Olga,

se comportaron muy bien con él y lo apoyaron en todo momento. Cuando

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se despidieron, aquellos seis ojos emularon las lluvias típicas del Sudeste

asiático.

La madre cayó enferma. No le diagnosticaron ninguna afección

concreta, pero apenas se levantaba de la cama. Al padre le cambió la vida

por completo cuando tuvo que ejercer de amo de casa y enfermero. No

tenía tiempo ni fuerzas para todo y decidió dejar la huerta. Javier, ante

aquella penosa situación familiar, volvió a Zaragoza. Su empresa no le

concedía el traslado inmediato y le exhortó a aguardar un tiempo en

busca de alguna permuta, pero Javier se negó a la espera y se despidió,

sin más. Su regreso fue un gran alivio para su padre, pues su esposa

parecía estar marchitándose en la cama, apenas sin hablar. Javier solía

sentarse a su lado, sobre la cama. Le hacía caricias en el pelo. ‘Mamá, ¿te

apetece una manzana? Mira, ¡qué buena pinta tiene!’ Le acercaba unas

pastas a media tarde. O un café, o un zumo. Daba igual. Su madre no

comía lo suficiente y su estado físico empeoraba día a día. Tenía fija la

mirada en la ventana que daba a la calle. Unos tristes puentes colgantes

parecían unir sus ojos con aquella ventana. Cuando comenzó su

padecimiento, su marido bajaba la persiana al disponerse a dormir. De

repente, su mujer comenzaba a llorar amargamente. Su esposo ya no tocó

más la persiana y aquellos penosos llantos desaparecieron.

El médico sugirió a la familia hacer un viaje. Quizá a la playa, o a la

montaña. Aquella mujer necesitaba un cambio de aires urgentemente, o

su dolor ‘acabaría con ella en unos meses’.

95  
 
El hijo mayor insistió en que debían hacer caso al médico y buscar

un lugar idóneo, un sitio soleado para aquella madre desolada. Un

hermano del padre, el tío Arturo, tenía un apartamento en primera línea

de playa en un pequeño pueblo de Tarragona y lo cedió gustosamente a

aquella familia amputada. Así comenzó la nueva vida de aquellas tres

almas en pena. Años de retiro silencioso, de vida lenta. Lenta como la

formación de estalactitas y estalagmitas en una cueva de un islote

olvidado en medio del Pacífico. Veranos e inviernos en un bucle eterno.

Nubes y claros. Pleamar. Bajamar. Petroleros paseando ajenos por el

mismísimo límite del horizonte. A sus espaldas, el abismo. El otro mundo.

Aquel que una vez acogió a Adrián con los brazos abiertos. El mismo que

lo colmó tanto de vida que acabó por destrozarlo.

Javier se carteaba con su hermano preso muy de vez en cuando.

Sus palabras eran escasas y sombrías. Adrián apenas quería hablar por

teléfono. Se refugió en sus libros. ‘Es lo único que me hace sentir vivo

aquí, leyendo me evado algo de estos muros. Cuando puedas envíame

más... algo de Céline, Poe, Fante o Camus. Muchas gracias y un abrazo

para todos’.

Restaba una semana para el primer permiso penitenciario de

Adrián. Antes de marchar, Javier observó a su madre, sentada en la

terraza. Su mirada se perdía allá en el horizonte donde se funden mar y

cielo. El pelo canoso, rizado, apelmazado, se movía fugazmente con la

brisa. Bajo sus ojos, unos valles grises y abruptos, símbolos de muerte. Las

orejas, sin esperanza, se habían arrojado al vacío. Su boca parecía

empequeñecer debido al desuso. Javier sintió una enorme pena y deseó

96  
 
con todas sus fuerzas que aquella pobre madre aguantara con vida hasta

ver de nuevo a su hijo pequeño.

97  
 
SEGUNDA PARTE

Claudia no conseguía cerrar la cremallera de su maleta. Pidió ayuda

a su madre. Su padre esperaba abajo, en la calle, con el coche ya en

marcha. Cuando llegaron al aeropuerto, le dio un beso y le pidió que

tuviese mucho cuidado. ‘Adiós, papá, no te preocupes’. El vuelo fue

bastante agitado. Claudia estaba muy nerviosa, y no sólo a causa de las

turbulencias. El avión aterrizó en Bérgamo, una pequeña ciudad del Norte

de Italia, cerca de Milán. Claudia entró en el coche de alquiler. Olía a

nuevo. Era medianoche.

Autopista A4 dirección Nordeste. Nunca se sentía muy segura

cuando no iba al volante. Incluso conociendo al conductor, como era el

caso. Claudia sintonizaba la radio para templar sus nervios. Buscaba

alguna emisora de música ‘normal’ y sólo se topaba con tertulias. Apagó la

radio de un pisotón con el dedo pulgar.

- ¿Te ocurre algo, cariño? Estás muy callada. Pareces nerviosa.

- Nada, nada. Ya sabes que me da respeto la carretera. Y de noche,

más.

- Pues tranquilízate un poco, mujer, que nos queda un largo viaje.

Intenta dormirte un rato. ¡Ya verás qué bien lo pasamos, cariño!

98  
 
Además, ¡fuiste tú la que insistió tanto en Croacia!... ¡Ay!... ¡Londres

te hubiera encantado!... pero bueno, para otra vez… ¡no vamos a

empezar a discutir tan pronto!

- ¿Tienes claro por dónde se va?

- Sí, sí. No te preocupes por eso. Llevamos ahí –dijo señalando al

salpicadero- mapas de toda Europa. Y en casa estudié el camino.

Pasaremos por Verona, Venecia, Trieste, después cruzaremos un

segundo por Eslovenia, llegaremos a Croacia y ¡a seguir la carretera

junto al mar! ¿No era así como habíamos quedado? Llevo la lección

aprendida, ¿eh, cariño?… ¡No te quejarás!

David era muy feliz en esos momentos, se sentía intrépido, valiente,

interesante… conduciendo a su amada por una carretera extraña en

medio de la noche.

- ¿Cuándo habías pensado parar a dormir?

- No sé, cariño… Yo ahora estoy como una rosa. Esta tarde me he

echado una siesta de tres horas, de las de gorro y orinal. Quizá…

cuando me entre el sueño, si tú te encuentras bien nos relevamos.

¿Ok?

A Claudia le pareció perfecto. Cerró los ojos e intentó dormir.

Sobre las cuatro de la madrugada, David la zarandeó suavemente.

Cariño… cariño, despierta. Sus ojos verdes centellearon en la oscuridad,

se irguió y, desperezándose, preguntó dónde estaban.

99  
 
- He parado un momento en un área de servicio. Se me estaban

cerrando los ojos y me he asustado un poco. Ya hemos dejado atrás

Venecia hace un rato. ¿Estás bien para conducir? O… si prefieres

tomamos un café.

Intercambiaron sus asientos del coche y David se quedó frito. De

macho dominante a macho dominado en cinco minutos. Claudia asía con

fuerza el volante. El cuentakilómetros digital marcaba 143. Deceleró un

poco la marcha. Leyó ‘Portogruaro’ en un cartel de la autopista. Ya

quedaba poco.

‘Discúlpame David. Me he marchado para no volver nunca. Sé que

te he utilizado, que me he comportado como una mala mujer, dejándote

aquí tirado, pero era mi única salida. Hasta siempre.’

David acabó de leer la nota y la estrujó. ¿Pero qué broma era esa?

¿Estaba soñando? ¿Soñando? ¡Qué va! ¿Será una broma?... Igual de esas

de cámaras ocultas… Pero, ¿se habrá vuelto loca? ¡Completamente loca!

Miró por la ventanilla… El coche estaba aparcado en una calle estrecha

que serpenteaba cuesta arriba. A ambos lados chalés con jardines… ¡No!,

se dijo volviendo en sí… ¡Es por un hombre! ¡Seguro! Se ha fugado y me

ha dejado aquí tirado como una miserable colilla. ¡Y tanto hablar del

Adriático! ¿Qué pasa? ¿Tiene por aquí un chalé su novio? ¿O le espera

una alfombra roja en Venecia? Por el amor de Dios… no puede ser, ¡no

puede ser! Pero, ¿dónde estoy? ¡Dónde estoy!

Estaba amaneciendo. Continuaron los lamentos y reproches

durante un buen rato. David se pasó al asiento del conductor y comenzó a

100  
 
dar vueltas por los alrededores. Parecía un pequeño pueblo, calles

estrechas, sin avenidas, sin semáforos. Observó un bar abierto y

escudriñó a los clientes a través del ventanal. ¡Sí! ¡Aquí va a estar! Lo que

faltaba, que la viese desayunando chocolate con churros con el otro. ¡En

mi cara! No puede ser... No, ¡no puede ser! Esto no me está pasando a mí.

¡No!

De nuevo la plaza de la iglesia, las cuatro tiendas y bares, ahora el

polideportivo y al final la zona residencial. Y vuelta a empezar. Estaba

perdiendo el tiempo y despilfarrando gasolina.

Estacionó el coche y salió a tomar el aire. Unos pocos transeúntes,

los más madrugadores, se saludaban cordialmente con el pan bajo el

brazo. David telefoneó a Claudia pero ésta no respondió. Buzón de voz.

Rellamada. Al tercer tono apareció la fugitiva.

- David. No hay nada que hablar. ¡Por favor! No pierdas más el

tiempo. Tomé una decisión. Lo siento. ¡Mil veces lo siento! Pero no hay

vuelta atrás. No me llames, por Dios. Marcha, ve de viaje o haz lo que

quieras, pero déjame sola, ¡por favor! Tengo que colgar ya…

- ¡Por el amor de Dios, Claudia! –sollozó David-. ¿Pero qué me dices?

¿Qué ha pasado? ¿Por qué me dejas aquí plantado? ¡Esto no puede

ser real! ¡No! Tiene que ser una broma macabra o algo así. ¿Qué ha

pasado, cariño?... ¿Te fugas con otro? ¿Es eso? Dime algo… así no

puedo vivir. No me dejes así, por Dios. ¿Dónde estás? ¿Qué haces?

- Déjalo ya, David. Basta ya, por favor. ¿Te acuerdas que siempre te

he dicho que el pasado pasado está? Jamás te conté nada sobre mi

101  
 
pasado. Pues bien, todo esto tiene que ver con él. Nada más que eso.

Me he portado mal contigo. ¡Muy mal! Pero tenía que pensar en mí. Y

esta era mi única opción. Estoy luchando por mi felicidad y lo apuesto

todo a una carta. ¡Nada más! Te utilicé, David. ¿No te has dado

cuenta? Te utilicé desde el primer momento para estar aquí. Y ya

estoy. Ya lo he conseguido. Se acabó. Tengo que seguir sola. Es mi

vida. Tú vive la tuya. Jamás volveré a contestarte una llamada. No

pierdas el tiempo, por favor. Adiós.

Claudia permanecía sentada en un viejo banco de un parque de

Staranzano. La autostrada A4 quedaba a unos dos kilómetros. El parque

se hallaba en la falda de una pequeña colina a la que sólo se podía acceder

a pie. Pensó que allí permanecería a salvo de la ira de su ‘novio’. Ya ex. Su

maleta descansaba sobre el mal cuidado césped. Se respiraba una paz

inmensa. Ni una sutil brisa. Quietud por doquier. Las casas más cercanas

quedaban a unos veinte metros y bajaban en cascada hasta el pueblo.

Jilgueros, gorriones y estorninos se encargaban de la banda sonora de

aquel pequeño rincón del universo que nunca levantó su voz.

102  
 
Miró su reloj. Estaba algo inquieta, pero menos de lo que esperaba.

El hecho de haber tomado semejante decisión la llenó de orgullo e

incrementó su valor y autoconfianza. Llevaba años esperando aquel

momento y lo había conseguido. Ya no hay marcha atrás. Estás en una

avioneta dispuesto a saltar con el paracaídas, pero has de saltar porque la

avioneta se estrella. No queda otra. Claudia se animaba a sí misma

pensando que estaba obrando bien. Y eso era lo que hacía: transcribir los

dictados de su corazón.

Decidió llamar a sus padres, así se quitaba ese peso de encima.

- ¡Mamá! ¿Qué tal?

- Bien, hija mía. ¿Y tú? ¿Dónde estás? ¿Qué hacéis?

- Ya estamos cerca de Croacia. Hace un día muy bueno y todo

perfecto.

- Ay… Claudia. Me alegro… ¿Y qué tal con tu amigo? Mira que…

convivir es diferente que estar de fiesta… ¿eh?... Eso de que te vayas

tantos días de viaje con un amigo... Por lo menos, nos lo deberías haber

presentado, cariño... Tu padre está muy preocupado… te quiere

mucho, ya lo sabes. Ya puedes tener cuidado, hija mía…

- Sí, mamá, tranquila. Es buen amigo. No te preocupes por eso… No

hay problema. Recuerda que tengo más de treinta, que no soy una

cría… sé cuidarme sola…

- Sí, sí, cariño. Claro, claro… Pero ya sabes… todo aquello que pasó y

todo lo que sufriste, hija mía. No te olvides de eso, cariñito.

103  
 
- No te preocupes mamá. Estoy bien. Os iré llamando cuando pueda…

venga, que cuelgo ya que si no me sale muy caro. ¡Muchos besos!

- Adiós, hija. Adiós. Cuídate mucho y no discutáis. ¡Llama de vez en

cuando! O, si no, manda un mensaje al móvil y ¡listo!, pero da señales

de vida, por Dios... Te quiero, hija. Te quiero mucho. Y tu padre

también.

- Y yo, mamá, y yo. ¡Un beso!

A los cinco minutos David volvió a llamar a Claudia. Ésta silenció la

sintonía de su móvil. ‘Llamada perdida David’, informaba el aparato.

Siguieron más. Sin tregua, las llamadas. En veinte minutos el teléfono se

apagó derrotado.

Javier pagó al taxista y se introdujo en el recinto carcelario. La

entrada le pareció ridículamente pequeña para semejante edificación. A la

izquierda, unas cuantas sillas de plástico bajo paneles informativos. Al

frente, una gran puerta metálica. A la derecha, dos ventanillas; tras ellas,

sendas butacas vacías. Javier miró dentro del habitáculo. Le recibieron

post-it de todos los colores, que colgaban de pantallas, paredes y archivos.

Algunos de ellos, sin fuerzas adhesivas, en el suelo, pisoteados. Al fondo,

104  
 
apareció un funcionario, de espaldas, manipulando una fotocopiadora.

Javier voceó un ‘¡Alo!’. Aquél se acercó, con las manos recubiertas de

tinta, al parecer no se llevaba muy bien con los tóner. Javier le preguntó

por su hermano, Adrián Azcona. Habló alto y claro, como todo aquel que

intenta hacerse entender ante un extranjero. El funcionario lo entendió

perfectamente y le invitó a esperar, señalándole los asientos.

Claudia bajó al pueblo. Agradeció el asfalto: puso a rodar su maleta.

Llegó a la plaza de la iglesia. Habían pasado unas tres horas desde el

rosario de llamadas perdidas de David. Claudia examinaba a los escasos

transeúntes y vehículos, pero toda precaución parecía en balde: si David

pasase por ahí daría con ella, fijo. Claudia entró en la panadería y

preguntó si había algún taxi en el pueblo. Le facilitaron el número de

teléfono. ¡Joder! –pensó en su móvil sin batería. Echó un vistazo a la

plaza. Se dirigió hacia la cabina telefónica, junto a la maltrecha

marquesina. Un par de viejas cotillas clavaron sus miradas en Claudia y

su maleta y un gran símbolo de interrogación emergió de sus cabezas.

Sonaron doce campanadas. Comenzaba un nuevo año para Claudia a

mediodía. Insertó una moneda y marcó. Saltó el contestador automático,

105  
 
de un gran salto. Claudia maldijo su suerte con un gruñido y devolvió con

rabia el aparato telefónico a su soporte. De nuevo el traqueteo de la

maleta dirección la panadería.

Pero un grito la detuvo en su marcha, un grito que paralizó el

tiempo.

- ¡Claudia!

No podía ser, no, ¡por Dios! Ahora no. Claudia se paró en seco pero

se resistía a girarse.

- ¡Claudia! –de nuevo el grito desesperado.

Se dio la vuelta, muy a su pesar. Vio a David con los brazos en cruz.

Tras él se alzaba la iglesia.

- ¡Por Dios! ¿Qué estás haciendo aquí? De verdad, no me lo pongas

más difícil. Tengo mucha prisa. ¡Adiós! –dijo, y amagó con seguir su

camino.

- Pero… mujer… –suplicó David abatido, acercándose-, ¿qué está

pasando? ¿Cómo me haces esto a mí? ¡Dejarme tirado aquí en medio

de la nada! Dime qué pasa… ¡cariño!... ¡dime qué pasa!... ¡por Dios!

- Mira, David… de verdad que no tengo tiempo. ¡Ya te lo he dicho! No

te lo voy a repetir más. ¡No, ahora no! Tengo que hacer algo

urgentemente. Lo siento, ¡no puedo perder un segundo más! ¡Vete,

por favor! –Claudia observó cómo varios lugareños hicieron un alto en

su camino para ver la escena-. ¿Qué pretendes, David? ¿Un

espectáculo aquí en medio de la plaza? ¿Me pongo a chillar hasta que

106  
 
venga la policía? Entra en el coche y vete, ¡por Dios!... ya no te lo

repito más. Estoy perdiendo la paciencia. Si no te marchas de una vez,

voy a llamar a la policía.

Sonó el timbre. ‘Pase, pase…’–indicó Antonio, mostrando el pasillo.

Martina estaba tumbada en la cama boca arriba con la cabeza girada

hacia la ventana. Una manta verde la arropaba hasta el cuello.

- ¿Qué hay, Martina? ¿Qué tal se encuentra?

Antonio, conociendo la rutina, incorporó a su esposa, apoyando su

espalda en el cabecero. El médico dejó su maletín sobre la mesilla de

noche. Sacó el estetoscopio y la auscultó, le tomó la tensión arterial, le

hizo la prueba de la glucemia y le examinó la garganta y oídos. Cuando

hubo terminado, se lo indicó a la paciente, impaciente por recostarse de

nuevo.

- No sé, Antonio... Su mujer sigue con la anemia... Y parece que va a

peor. Le voy a recetar unas inyecciones mensuales. Siga con las

pastillas… y vigile que se las tome. Poco más puedo hacer. Intente que

coma más, sobre todo hierro. Hígado, legumbres, chocolate… Ya sabe.

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Antonio despidió al médico y volvió con su mujer. Martina seguía

con su mirada anclada en aquella ventana. Emulaba una planta, como si

necesitase energía solar para su fotosíntesis particular.

- Martina… mujer… Adrián tiene hoy su primer permiso. Ya ha

pasado lo peor. El abogado dice que en breves le quitarán la

prohibición de salir de Italia y ya verás qué pronto viene a verte. Se te

tiene que ir esa pena, mujer, que al final te va a pasar algo malo. Te

voy a preparar unas lentejas. ¿Tienes hambre? Me ha dicho el médico

que tienes que comer más… Y eso de la anemia se cura comiendo, ya te

lo digo yo. Estás flaca… demasiado flaca. Cuando venga Adrián os iréis

a dar un paseo por la playa. Ya verás qué bien. Con todo lo que has

sufrido… Ya va siendo hora de animarse un poco, mujer…

Antonio le dio un beso en la frente y se marchó a la cocina. Se sentó.

Ahí estaban la nevera, el microondas, la lavadora y el horno. Como una

familia feliz. Antonio tenía un miedo atroz a quedarse solo. Quizá ya

hubiese salido Adrián de la cárcel. Vuelve pronto Javier, ¡por Dios!, se

dijo.

El funcionario informó a Javier de que todo el asunto de su

hermano estaba listo y que no tardaría en salir. En un par de minutos se

abrió la gran puerta metálica. Muy lentamente. Apareció un tipo delgado,

muy alto. Andaba despacio. Como teledirigido. Dirección su camello. O lo

que quedase de él. Comenzó la cuenta atrás de su cronómetro cerebral.

Cuando pasó por delante de Javier se oyó un ‘le quedan: treinta y cinco

horas, cincuenta y nueve minutos, cincuenta y ocho segundos’.

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Aquella puerta metálica se abría para escupir más humanoides.

Lamentablemente, uno de ellos iba a ser él. Y así fue. Adrián vestía un

viejo chándal gris, de pantalón y sudadera, y zapatillas deportivas de

colores vivos. Estaba muy delgado, con la cabellera y la barba al rape. A

pesar de su inexpresividad, una chispa de vida apareció en sus ojos

cuando irrumpió su hermano, abalanzándose sobre él. Javier lo estrujó y

notó un saco de huesos entre sus brazos. Apenas podía hablar, lloraba en

todas direcciones. Adrián no lloró. Sonrió lastimosamente al ver a su

hermano en aquel estado de emoción. Salieron abrazados por la puerta

principal. Javier le contó su plan de fin de semana. Había reservado una

habitación en un pequeño hotel de Venecia. Se dirigían en taxi hacia el

pueblo más cercano y ahí tomarían el bus. Hubo algún que otro doloroso

silencio durante el trayecto. Javier charlaba animosamente con su

hermano. Éste escuchaba pero no seguía ninguna conversación. Javier

volvía al tajo. Debía devolverlo a la vida. No quedaba otra.

David volvió al coche y se sentó al volante. Desde ahí, sin fuerzas,

con la mayor de las resignaciones, observó todos los movimientos de

Claudia. Había entrado en la panadería. Salió rápidamente y se dirigió de

109  
 
nuevo a la cabina telefónica. Esta vez el taxista contestó y le anunció que

en cinco minutos llegaría a la plaza de la iglesia. Claudia se sentó a

esperar en la marquesina. Vio el flamante coche de alquiler aparcado

enfrente, junto a una caja rural de ahorros. David, aunque la miraba con

los ojos bien abiertos, estaba muerto en vida. Sólo faltaba que llegase el

forense y cerrase sus párpados. El coche de alquiler hacía muy bien las

veces de ataúd. También la iglesia, en la plaza. ¿A qué hora es el entierro?

Los hermanos Azcona descendieron del taxi. El amable taxista,

regordete, con cara de pizza las cuatro estaciones del año, abrió el

maletero y les acercó las mochilas. ¡Arrivederci!

El vehículo había parado justo enfrente de la marquesina. Claudia

estaba sentada, a metro y medio. Adrián pasó por delante de sus narices a

cámara lenta. Él no la vio. Los ojos de Claudia se humedecieron en el

mismo instante en que se toparon con él. Permaneció inmóvil, Claudia,

imposible mover un músculo. Los sentimientos chocaban unos con otros y

producían cortocircuitos. Los operarios de mantenimiento de su cerebro

habían sido avisados pero tardarían en llegar. Claudia, de momento, sólo

podía mover sus ojos. Nada más. Siguió con la mirada a Adrián y al que

parecía ser su hermano. Se sentaron en una mesa de un bar de la plaza,

tras una gran cristalera.

Ahí estaba su salvador, cumpliendo condena lejos de su barrio,

desarraigado, arrebatado de su vida y de su familia. Claudia se sentía

culpable. Culpable como el que ordena disparar y culpable como el que

110  
 
dispara. ¿Cómo había sido capaz de semejante barbaridad? ¿Cómo pudo

permitirlo? Ella fue quien lo metió en la cárcel. ¡A su propio salvador!

¿Qué clase de ser humano se comporta así? Le faltó valor, honradez,

lealtad. Era una desgraciada. La mujer rica y perfumada que escupe en la

mano de quien le pide limosna. Una rata humana. Jamás se lo podría

perdonar. ¡Pelele!, se decía. Debía haber mantenido en secreto el crimen.

Debía haberle parado los pies a su padre pero no hizo nada. ¡Nada!

¡Pelele!

- ¿Claudia? –apareció el taxista.

- ¡Oh, sí! Eh… Perdone, disculpe… ya sé que le he llamado… pero

ahora… eh… ya no lo necesito… ha sido un error… Disculpe… Lo siento

–balbuceó Claudia en italiano.

El taxista la vio tan afligida que sonrió quitándole importancia.

Entró en su coche y desapareció para siempre.

Bien. Llegó la hora, Claudia. Tu turno. Asió con fuerza su maleta. La

maleta culebreaba ebria entre aquellos adoquines milenarios.

Traqueteaba quejumbrosa. Claudia irrumpió en su particular purgatorio y

se dirigió hacia la mesa que ocupaban los Azcona, con vistas a la plaza.

Todo el bar se volvió hacia la intrusa. Ella se echó a los pies de Adrián.

Lloró en varios segundos lo que todos los glaciares del universo a lo largo

de sus vidas. Adrián palideció. Javier contuvo la respiración,

impresionado. Varios clientes se volvieron hacia la conmovedora escena,

no hacia el escenario. Judas alzó sus ojos arrepentidos hacia su salvador.

Aunque lo pensó en más de una ocasión, no había tenido el valor

111  
 
suficiente como para suicidarse. Quizá después. Lo primero era mostrar

su dolor, su contrición, su agradecimiento. Alargó su mano como pidiendo

limosna. Sobre la palma, su corazón bombeando.

Déjame explicarte Adrián. Me odio a mí misma por lo que hice. Soy

una persona deleznable, ruin. No existe penitencia para mis pecados.

Quizá tampoco desee tu perdón, porque siento que no lo merezco. Lo único

que deseo es limpiar mi alma para descansar en paz. Fue todo lo que

dijeron sus ojos cuando levantó su cabeza de las catacumbas y le miró.

- Adrián… perdóname. No sabes cuánto lo siento. Me siento

miserable… Me estaba volviendo loca. No sé ni qué decirte… Perdón…

¡Perdón!... Mil veces perdón… Tenía que verte para decírtelo. No lo

podía soportar más. Me escapé de casa para venir hasta aquí. Lo

siento, Adrián… Lo siento… –dijo, hasta que sus ojos inundaron su

boca y obstaculizaron el habla.

- Claudia, levántate. Aquí tienes una silla –interpeló Javier,

acercándole una.

El corazón de Adrián despertaba muy lentamente del letargo

penitenciario. Todavía no estaba preparado para semejante vehemencia,

para semejante despliegue sentimental. Claudia se sentó a la mesa. Javier

cavilaba en cómo reaccionaría su hermano. Los del bar no pensaban,

simplemente seguían a la espera de acción. Tras un breve y ensordecedor

silencio, Adrián dijo:

- Tú por aquí, Claudia… Cuánto tiempo… Hace una eternidad que pasó

todo, ¿no crees? … Quizá sea mejor que lo dejemos ya, en paz… Hoy es

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mi primer permiso. Mi hermano ha venido a verme… Espero coger

fuerzas para el futuro… no volver al pasado. Te agradezco que hayas

venido, pero será mejor que te vayas cuanto antes. No te preocupes

por mí.

Claudia había sacado un pañuelo del bolso y gemía y sollozaba como

un niño tras él. A duras penas consiguió hablar entre suspiros y gemidos:

- Claro, Adrián… Bastante daño te he hecho ya... No pretendo ser una

carga para ti ahora… Lo siento mucho. Muchísimo. No sabes cuánto…

Hasta siempre.

Cuando se marchó, su rostro estaba anegado por lágrimas de

manantial, mostrando sinceras, bellas y fútiles arrugas de sufrimiento.

Sus hermosos ojos parecían marchitar y su corazón hacía palpitar el

firmamento. Adiós, Claudia.

Comenzaron a llover días grises. Uno tras otro. Quizá algún día

escampase y el Sol ocupase de nuevo su trono. Quizá… Por el momento,

David conducía aprisa. Escapaba. No sabía muy bien de qué ni de dónde.

Pero escapaba. Con todo lo ocurrido en el pequeño poblado, jamás hubiera

113  
 
podido imaginar que Claudia volviese a aquel maldito coche de alquiler.

Pero allí estaba. A su lado, vegetando. Como un satélite fuera de órbita,

inservible, abandonado a la deriva en el cosmos. Pero resucitaría.

Resucitaría y hablarían de aquello. Volverían a sonreír. Él estaba

dispuesto a perdonar. Pero no, ahora no era momento. Sólo era el

momento de escapar. De surcar la costa hacia el Sur y contemplar las

aguas curativas del mar.

Llegaron hasta Dubrovnik. Una mujer amurallada en una ciudad

amurallada y un hombre incapaz de derribar un muro de papel. Se

alojaron en un pequeño hotel del centro. David animaba a Claudia a salir a

dar una vuelta. A comer en un restaurante. A hablar sobre lo ocurrido. A

comprar algún souvenir. A hacer nuevos planes de viaje. Ella permanecía

sentada en la terraza hipnotizada por el mar eterno. Las olas venían a

llorar a la costa, como ella. Los rayos solares no hacían sino magnificar

aquella agonía. Una y otra vez. David echó un vistazo y quedó encantado

con el color azul verdoso del apacible Adriático. Era como un lago, un lago

donde viven millones de pequeños peces de colores, que apenas cubre

hasta la rodilla en toda su inmensidad.

Al tercer día, tras las constantes peticiones de David, Claudia

accedió a dar un paseo. Caminaron por la fortaleza histórica. Las olas

ahora golpeaban sus puños contra los muros. Gritaban furiosas.

¡Devolvednos la tierra! ¡Largaos de aquí, intrusos!

Había muchos turistas. Todos paraban en los mismos sitios para

hacer las mismas fotos. Las instantáneas acabarían en un salón de Tokio,

114  
 
en un dormitorio de México Distrito Federal o en un desván de Ningún

Sitio. Se sentaron en una terraza sobre el empedrado. David pidió una

cerveza y Claudia un té.

Claudia aparentaba estar más despabilada. Sus omóplatos renacían

de nuevo y el cuello parecía estirarse de nuevo. Era más bien despecho,

pero a David le sirvió y aprovechó el momento para abordarla.

- Claudia… cariño… ya estás algo mejor, ¿verdad? –susurró, y le

acarició la mano.

- Sí, David. Gracias… voy mejor…

- Bueno, está bien… me alegro… si quieres, nos quedaremos unos días

más aquí… esta ciudad es muy bonita…

- Como quieras… –contestó mientras observaba a un grupo de

turistas orientales que seguían fielmente una banderita que ondeaba

en la mano de un guía.

- Ay… Claudia… cuando te encuentres mejor… con fuerzas… me

explicarás… no paro de pensar en todo lo que ocurrió en aquel

pueblo…

- Staranzano –apuntó Claudia.

- Eso, eso… Staranzano –quedó pensativo David un segundo-. Pues

como te decía… algún día me explicarás todo aquello… el dejarme ahí

tirado… y luego con esos hombres… en el bar… ¿qué paso?... era tu

amante, ¿verdad?... quedaste con él… pero te rechazó… tuviste que

volver… no te quedaba otra… Yo te acogí, porque te quiero. Estoy

dispuesto a perdonarte, Claudia. Eres un tesoro y te voy a cuidar…

115  
 
Cuando reúnas fuerzas… quiero que me expliques lo que pasó allí…

quiénes eran ellos… y toda la historia… cuando tengas fuerzas,

Claudia… Ahora tómate el té, que se te va a enfriar.

Claudia abrió el sobre de azúcar y volcó en la taza todo su

aborrecimiento.

David la miró de soslayo y comprendió que no daría ninguna

explicación todavía. Bebió un pequeño trago de su cerveza. Un leve

sirimiri los devolvió a su habitación de hotel.

No podía soportarlo más, Claudia, a David. Y en aquel reducido

espacio todavía era peor. Su perdón le resultaba ignominioso, sucio. Era

un títere. Una marioneta reserva que espera en casa hasta que algún día

la lleven a la función. Y se va deshilachando, se le caen los zapatos, se le

escapa la peluca, un botón cede y eclosionan sus tripas… Pero ella, la

marioneta, sigue ahí, dispuesta, como un soldado raso. Quizá llegue el día

en que sea protagonista y todos los niños la miren y lloren y rían al verla.

Hasta entonces, feliz y orgullosa de seguir cumpliendo su noble función de

reserva. ¡Patético!

Claudia comenzó su relación con David empujada por la desidia.

Sabía perfectamente que le gustaba. En el trabajo todo eran palabras

suaves, cariñosas. Aun cuando le ordenaba alguna tarea utilizaba una

sonrisa y un ‘cuando puedas’. En cambio, con los demás operarios era

muy serio e implacable. Los trataba como a eternos aprendices. Un día

coincidieron en un bar con amigos, en otra ocasión quedaron a solas y así

echó a rodar la historia.

116  
 
Había vuelto a Mallia Automoción tres meses después del

lamentable incidente de Trieste. El psicólogo se lo propuso: ‘así no le darás

tantas vueltas a la cabeza’. Fue bienvenida en la fábrica y los

moscardones revolotearon y zumbaron felices. Pero Claudia ya no

regalaba sonrisas como antes. Los posos emergen cuando se termina el

café. La tormenta tropical se tornó huracán fuerza cuatro y la vorágine

arrasó con toda su fuerza. Odiaba en silencio a su padre por lo que había

hecho y a ella misma por consentírselo. Se veía reflejada en su madre,

siempre a expensas, a la deriva de las decisiones del pater familias. Así

pues, decidió seguir quedando con David y lo utilizó para visitar a Adrián

con la excusa del viaje.

Javier acercaba al ahogado a la playa. Avanzaba a duras penas,

arrastrando aquel pesado cuerpo inerte contra la mar resacosa. Debía

darse prisa. La vida de su madre también parecía depender de que el

ahogado se salvase. Una gran responsabilidad, sin duda. Visitaron plazas,

catedrales, canales, tiendas, restaurantes. Daba igual, el caso era no parar

un momento. Al ver a su hermano engullir espaguetis, Javier se decía

‘coge fuerzas, hermano, te van a hacer falta’.

117  
 
El domingo, a las doce del mediodía, Adrián era engullido a su vez

por la puerta metálica de la prisión. Ya no parecía tan grande, ni tan

metálica. Javier se quedó mirando a su hermano hasta que desapareció.

Sintió tristeza, pero una tristeza suavizada por las buenas sensaciones del

fin de semana en Venecia. Quedaban esperanzas. La esperanza de que el

ahogado reviviría tras una fuerte sacudida y escupiría toda su pena en la

playa.

Entró en el apartamento sobre las once de la noche. Saludó a su

padre con dos besos, anunció que había visto bien a Adrián y preguntó por

mamá. ‘Peor’ fue la respuesta. Javier accedió al dormitorio y la saludó con

un beso en la frente.

- Mamá –dijo, mientras le acariciaba el cabello-, Adrián está bien. El

fin de semana le ha sentado genial. Ahora comienza a ver la luz. Tiene

mucha fuerza, ya lo sabes. Enseguida le quitarán la prohibición de

salir del país y en un par de meses te lo traeré. Te lo prometo.

- Ay… hijo mío... –suspiró su madre-. Dios te oiga… Yo no puedo más…

Estoy muy débil. Creo que me estoy muriendo.

- No digas eso, mamá… por favor… Mañana por la mañana vamos a ir

a dar un paseo por la playa. Tienes que salir del apartamento. Pienso

llevarte a rastras si te niegas… Te tiene que dar el sol… Ya verás qué

bien te sienta. Y luego nos iremos a comer a un restaurante.

- Ay… hijo mío… –concluyó su madre y giró su cabeza hacia la

ventana.

118  
 
Martina tenía peor aspecto. Su rostro exangüe y amarillento

contrastaba con el blanco e impoluto almohadón. Su extrema delgadez

seguía empequeñeciendo su boca, rodeada de finísimas arrugas. Sus

dientes parecían hacer cada uno la guerra por su cuenta y su barbilla

puntiaguda apuntaba al cabo de Buena Esperanza.

Sigan la costa del Mediterráneo hacia el Este. Paren en Dubrovnik.

Claudia no soportaba más a David. Apenas se soportaba a sí misma, así

que decidió volverse a casa por su cuenta. David le suplicó por activa y

por pasiva, le instó a cambiar de ciudad, a volver con ella a Zaragoza, a lo

que fuera, con tal de no quedarse allí solo, abandonado.

‘Lo siento, David, pero no aguanto más’ fueron las últimas palabras

que le dirigió y se dirigió hacia el aeropuerto con la intención de tomar el

primer vuelo. Al llegar se plantó con su fiel maleta ante las pantallas de

departures. En aquel instante se le vino el mundo encima. ¿Adónde iba

ahora? ¿A casa? ¿Y qué haría? No soportaba a su padre. Estaba

demasiado cansada de fingir. Se sentía sucia, falsa. Su madre era el lado

femenino de su padre, nada más… ¿Y de nuevo a la fábrica? Ver a David

otra vez… ¡Nunca! David era el símbolo de su desgracia, de su desidia.

¿Qué hacer? ¿Probar una nueva vida en otra ciudad? Llamaría a sus

padres y les diría la verdad. ‘Papá, te odio porque me has amargado la

existencia. Deberías haber escupido en la tumba de Enrico Salieri y

acabaste por meter en prisión al hombre que me salvó de sus garras. ¿Ése

es el sentido de la justicia para ti? El corazón de tu hija es lo de menos. Lo

importante es salvaguardar tu dignidad y la de tu familia. Así sea. ¡Hasta

siempre!

119  
 
Deseó con todas sus fuerzas que el avión se estrellase. Deseó morir.

Iba a menudo al baño. Se miraba en el espejo, se lavaba la cara, tiraba de

la cadena sin utilizar el wáter… Aguantaba la respiración. Ansiaba un

movimiento brusco del aparato, alguna alarma, gritos de histeria… En

aquel pequeño habitáculo aislado del mundo, allí quería morir.

Súbitamente. Una explosión y adiós. Tan rápido ocurriría que ni siquiera

habría tiempo para la despedida. Llueven cenizas de avión sobre el mar.

Hay tiburones esperando. Una gran manada nadando en círculo.

Una vez en Barcelona, Claudia llamó a casa para comunicar que

tomaría un tren y llegaría sobre las diez de la noche. Su padre curioseó

sobre su temprana y repentina vuelta:

- ¿Qué tal, hija mía?... Ha ido mal con el amigo, ¿eh?... Si es que nos lo

tenías que haber presentado… mujer… ya sé que no eres una niña,

pero tu padre sabe de estas cosas y te hubiera dado su punto de vista…

Bueno… ya nos contarás ahora… te esperaré en la estación. ¡Un beso,

cariño! ¡Te quiero!

Aquellas palabras acabaron por hundir a Claudia.

120  
 
O el barrio de Las Huertas había envejecido. O el resto de la ciudad

resultaba más joven, más moderno, más luminoso. Adrián cogió a su

madre de la mano y entraron en casa. Javier y su padre lo hicieron

después. Tras seis años, seis largos años de exilio, la casa rebosaba

amargura. Javier se apresuró a abrir todas las ventanas, así como la

formidable puerta del garaje. La luz penetró por todos los rincones,

haciendo visibles pequeñas nubes de polvo, y el olor a humedad se fue

disipando. Martina se dirigió a la cocina y se sentó, frente a sus fogones.

Adrián, que la acompañaba, conectó la nevera a la corriente e introdujo

un par de cajas de botellines de cerveza y el resto de la comida que traían

del viaje.

- Vamos al salón, anda… mamá –le dijo Adrián, tomándola del brazo.

- Qué pocas fuerzas tengo ya… no me apetece ni siquiera cocinar…

ay… hijo mío –con esfuerzo se levantó y madre e hijo dirigiéronse al

salón.

La televisión, ajena a toda aquella ceremonia de toma de posesión

del hogar, hablaba rápido y alto. Antonio tomó asiento en el sofá y se

quedó observándola como si se tratase de un invento nuevo. Javier

andaba poniendo todo en orden. Cuando la familia se reunió en aquel

apacible salón, el hermano mayor anunció una suculenta comida para el

día siguiente. ‘Corre de mi cuenta’. Lamentablemente, su cuenta ya no era

tan boyante como antaño. Estuvo trabajando en un bar de la playa

durante los veranos y con aquello tiraba todo el año. Antonio hubo de

vender algún terreno, por el que le dieron ‘cuatro duros’, para pagar las

elevadas minutas del abogado de Adrián. A pesar del elevado coste


121  
 
económico, la familia le estaba tremendamente agradecida. Sobre todo

Martina, que se empeñaba en que periódicamente le enviasen regalos,

tales como aceite y frutas y frutos de la huerta mediterránea.

El letrado, el señor Pietro Garibaldi, por fin consiguió la libertad

provisional vigilada de su defendido. Adrián había cumplido ocho años en

prisión. Al tercer año ya le dejaron salir de Italia, y gracias a su buena

conducta y a los numerosos certificados médicos psicológicos positivos,

los permisos fueron cada vez más frecuentes. El juez de vigilancia

penitenciaria italiano accedió por fin a convertir los últimos cuatro años

de prisión en libertad provisional con dos condiciones: Adrián debía

firmar los días uno y quince de cada mes en el juzgado de guardia de

Zaragoza y tenía prohibido salir de su país de residencia hasta el fin de su

condena.

La familia sonrió unida y reunida de nuevo.

- ‘Además, mamá… tú tienes que comer mucho más… que todavía no

estás buena del todo’ –añadió Adrián, tras el anuncio de la comida.

El padre, que con tal de ver bien a su esposa, creía no necesitar

cariños ni carantoñas, se negó a que pagase Javier e impuso su voluntad.

Antonio encargó el banquete en un conocido restaurante de la

ciudad. A la una en punto de aquel domingo estacionó la furgoneta de

catering. El viejo hule a cuadros verdes y blancos que recubría la mesa del

salón se engalanó con suculentos y fastuosos manjares. Adrián y Javier

se encargaron de colocar todo en su sitio, servir las bebidas y conservar

122  
 
los deliciosos helados en el congelador. Su padre regresó de tomar vermú

con sus viejos amigos luciendo en su cara una tierna y contagiosa sonrisa.

Sus hijos le dieron la bienvenida. Sin duda, todo lo vivido aquellos duros

años había limado muchas asperezas de aquel viejo y rugoso corazón.

La comida está lista. Entremeses jugosos con jamón de york

translúcido, croquetas en estado de buena esperanza, ensaladilla rusa

más rusa que la avenida Nevski, carabineros tan rojos y brillantes como la

lava (tan distintos de aquellos otros…), ostras que invocaban a Poseidón,

gambas y gambones que jugueteaban todavía entre las rocas del arrecife,

mejillones que parecían haber tomado demasiado el sol en sus hamacas….

- ‘¿Qué hace tu madre? A esta mujer cada día se le pegan más las

sábanas… Avísala, anda hijo’.

Adrián se dirigió hacia el cuarto de sus padres llamándola. ‘Mamá,

venga… ¡a comer!’. Cuando abrió la puerta, el cuarto estaba todavía a

oscuras. Rodeó la cama y elevó la persiana. La luz que entró de la calle

enfocó el rostro de su madre. Sus ojos estaban abiertos. Miraban fijamente

hacia la ventana. Adrián se extrañó de verla tan despierta y le dijo ‘venga

mamá… que ya está la comida preparada’. Su madre no lo miró siquiera.

Seguía con su mirada aferrada a la ventana. Adrián se extrañó, le

zarandeó las piernas… ‘¡Mamá!’

No obtuvo respuesta. Siguió zarandeando y llamando a su madre,

elevando el tono… ‘despierta, mamá’… ‘¡mamá!’. Se sentó a su lado y le

palpó la cara, aquellos dos ojos seguían terriblemente abiertos, sin

parpadear. Adrián dio suaves bofetadas en la mejilla de su madre sin

123  
 
dejar de gritar ‘¡mamá!’, ‘¡mamá!’. El último grito fue de auxilio. Llegaron

corriendo su hermano y tras él su padre. Aquella madre se los guardó a

todos ellos en el corazón y se marchó para siempre.

- Buenos días, bienvenidos a bordo. Buenos días, bienvenida a bordo.

Muy buenos días, bienvenido a bordo. ¿Qué hay?... buenos días,

bienvenidos a bordo. Buenos días señor, bienvenido a bordo. Buenos

días caballero, bienvenido a bordo. ¿Qué hay señora? Buenos días, sea

bienvenida a bordo.

El vuelo iba completo. Aquellos transoceánicos solían ir hasta la

bandera. Sobre todo en época estival. Tras cerrar las compuertas, a

recolocar el equipaje de mano y contar los pasajeros. Clic, clic, clic, clic.

- Disculpe, tendrá que guardar el bolso en el compartimento de

arriba. En las salidas de emergencia no se permite tener nada en el

suelo. Es un lugar de paso y ha de estar expedito. Muchas gracias por

su comprensión y por su colaboración.

A revisar cinturones de seguridad abrochados y asientos en

posición vertical. Disculpe, no puede utilizar el reproductor de música

124  
 
hasta que se apague la señal luminosa de cinturón de seguridad

obligatorio. Muchas gracias. El capitán manda sentarse a la tripulación,

como en el colegio la profesora manda callar. En marcha. A volar.

- ¿Algo para beber? ¿Quiere un vaso con hielo? De nada. ¿Algo para

beber? No, no hay zumo de tomate. Tiene de manzana, de naranja, de

melocotón y de piña. De nada. ¿Algo para beber? De acuerdo, disculpe

un momento… ¡John! Acércame una botellita de vodka, por favor.

Aquí tiene, señor. De nada.

Tras las bebidas, las comidas. Tras las comidas, las bebidas. Ahora

reparte los impresos de inmigración. El asiento 35B quiere agua. La 49F

una manta. El 29A otro vodka. La del 33F dice que no se ha enterado de

la comida, que estaba durmiendo.

- ¿Qué tal Johnny? ¿Cómo lo llevas?... ¡Me duelen las piernas! –dijo

Claudia mientras tomaba asiento tras una cortina.

- Bueno… ya sólo quedan dos horitas, Claudita… no te preocupes –

contestó su amigo británico en un perfecto castellano-. ¿Y de ánimos?

¿Cómo vas?

- Bueno… Me van a venir muy bien estos tres días en Singapur…

¿Has hecho planes?

- No, no…

- Iremos a pasear y a tomar algo, ¿verdad?

- Claro, Claudita. Imagino que Steve se apuntará también… Espera…

llama el 29A…

- Querrá otro vodka, ya te lo digo yo. Llévaselo sin preguntar.

125  
 
Johnny sonrió, cogió una de aquellas botellas en miniatura y se

alejó. No tardó en volver, palpitando y sonrojado.

- ¿Tú te crees? El tío me ha dicho si pensaba que era un alcohólico.

Sólo quería preguntar a qué hora aterrizamos…

Claudia soltó una carcajada y se disculpó. La señal luminosa se

encendió y observó por el ventanuco. Ahí estaban todos aquellos

rascacielos orgullosos, discutiendo entre ellos y haciendo apuestas de cuál

sería el más fotografiado. ‘Lo siento, chicos, no hay color’ –dijo uno. Ése

uno era el hotel Marina Bay.

El Marina Bay se erigía al otro lado de la bahía, enfrente del centro

administrativo plagado de rascacielos. Miraba a éstos por encima del

hombro. Constaba de tres grandes torres de unos doscientos metros de

altura cada una. En cada torre, cincuenta y cinco pisos con las

habitaciones del hotel. Hasta ahí todo normal. Lo que le hacía único era lo

que coronaba sus torres. Una gran estructura en forma de barco. La proa

sobresalía sobre la torre Norte retando con desprecio a la gravedad y la

popa descansaba en la torre Sur. Allí arriba había un mirador que podía

utilizar todo el mundo (eso sí, pagando), y parques, restaurantes y una

gran piscina sólo para clientes del hotel. Los bañistas tenían a sus

espaldas el universo. Creerse Dios costaba unos tres mil dólares

singapurenses la noche, algo más de mil quinientos euros.

Johnny era un simpático londinense. Rondaba los treinta pero

parecía el hermano mayor de Pippi Langstrump. Pelo taheño alborotado y

rostro salpicado de pecas. Siempre estaba de buen humor y pocas veces se

126  
 
quejaba. Era muy cariñoso a la vez que muy reservado. De toda la

tripulación, sólo a Claudia le confiaba algún secreto. Se puede decir que

eran buenos amigos. Steve se unía a ellos habitualmente. Johnny lo

llamaba cariñosamente Steve Bottle. Claudia, Steve ‘el botellas’. Steve ‘el

botellas’ era de Colonia, la Colonia alemana, no uruguaya.

- Venga Steve, deja ya de beber y vamos para el hotel –le increpaba

Johnny.

- Yo nací en un gran bar, ¿qué quieres? –replicaba Steve.

- Sí… y como sigas así te vas a coger una borrachera más grande que

la catedral de tu gran bar.

- Por ti, querido Johnny –Steve alzaba su cerveza y bebía un largo

trago.

Los simpáticos de recursos humanos lo habían amenazado con el

despido. Cuando Claudia lo veía lavarse los dientes en el avión para

ocultar su aliento, le regañaba: ‘te van a pillar… ¡aquí no!... hay mucho

chivato… ¡no seas tonto!’

Ahí tenemos a Johnny, Claudia y Steve buscando gangas en la Little

India de Singapur. ‘Esto ya no es lo que era’ –decía ‘el botellas’, que era el

más veterano en las aerolíneas.

- ¿Qué estarán haciendo los de Falcon Crest? –preguntó con sorna

Johnny mientras volvían al hotel.

- Pues imagínate… Como siempre. Rebecca y Bárbara estarán

enseñándole el escote al capitán Alexander. Honoré y Andrew dale

127  
 
que te pego en su habitación y los demás comprándose ropa –contestó

Claudia.

Los tres rieron bien a gusto. Aquella noche eligieron para cenar un

restaurante de comida tailandesa.

La muerte de Martina conmocionó a todo el barrio. Un gentío acudió

al entierro. Aquellos tres hombres abandonados ocupaban el primer

banco de la iglesia. Antonio miraba al frente, con rictus de pánico y

Adrián permanecía cabizbajo, alicaído. Javier miraba a ambos y sufría

también por ellos. Pensaba en su padre, le daba la sensación de que no iba

a superarlo; pensaba en su hermano, confiaba en que no se echase la culpa

encima. Se mezclaban aquellas sensaciones de dolor y preocupación en lo

más profundo de su ser. Echó un vistazo en derredor… Para muchas de

las alcahuetas, Adrián no era más que un ex presidiario que había matado

a su madre. No le quitaban ojo, las arpías. Javier hubiera gritado, las

hubiera injuriado, ultrajado y vilipendiado delante de todo el mundo…

pero calló por respeto a su madre. ¡Perras! –se decía iracundo.

128  
 
Los primeros días tras la pérdida fueron tremendamente tristes.

Antonio iba de la cama al salón y del salón a la cama. De vez en cuando

encendía la televisión pero enseguida se cansaba. Decía ‘buenos días’ al

levantarse y ‘buenas noches’ al acostarse. Poco más. Adrián leía y

ayudaba a su hermano en la cocina. Muchas veces comía con el libro

encima de la mesa. Javier los contemplaba abatido. ¿Qué podía decir?

¡Ánimo, familia! ¡Saldremos adelante! No tenía fuerzas. No, le resultaba

imposible. Ni siquiera confiaba en que todo fuese a ir bien.

Comenzó a trabajar de camarero en un restaurante. Sentía la

responsabilidad sobre sus hombros como una mochila rellena de tochos

de obra. Debía sacar fuerzas de flaqueza y mirar hacia delante. Debía

hablar con su padre y animarle a que fuese al vermú y se distrajese. Debía

erradicar del cerebro de Adrián todo sentimiento de culpa. Todos aquellos

deberes para un solo derecho: el de ser feliz.

Y así lo hizo. Antonio volvió de nuevo a su huerta. Las malas

hierbas se habían hecho con el poder como los ciegos malos de Saramago.

Adrián ayudó a su padre con la azada. Algunas veces, tras la dura faena,

padre e hijo se tomaban una caña en el bar. Adrián compró marcos

nuevos para mamá.

- Fíjate qué guapa está aquí. Fue en el setenta y cinco, estaba

embarazada de ti, Javier. No se le notaba nada –dijo señalando una

foto que presidía la mesa de la cocina.

Los hermanos asentían atisbando una sonrisa. Antonio siempre

había sido muy callado y en aquella época comenzó a hablar, y de lo lindo.

129  
 
Anécdotas y más anécdotas relacionadas con su mujer. El viaje de novios

en Santander. Los alumbramientos. ¡Vuestros alumbramientos! Los

champiñones con jamón. Los canelones rellenos de carne. Los canelones

rellenos de escabeche. Las discusiones con la vecina Matilde, ¡menuda

bruja! Las compras interminables en el hipermercado. ¡Menuda lista

llevaba! Y el frío que pasaba durante el invierno. ¡Tres mantas! Una

encima de otra. Javier y Adrián volvieron a la más tierna infancia

escuchando a su desconocido padre. Tras los cuentos se iban a la cama y

dormían en paz.

Un frío jueves de Febrero Antonio durmió para siempre. Los

hermanos lloraron hasta agotar sus glándulas lacrimales. Compraron

nuevos marcos. Volvieron a juntar a papá y a mamá. En su dormitorio, en

el salón, en la cocina, en el zaguán. Ahí estaban, en su viaje de novios, él

tocando su tripa embarazada y ella sonriendo, posando en su boda,

bailando en la boda de unos amigos, en la playa con unos sombreros de

paja… Allí estaban y allí estarían siempre. Gentes de bien que pasan por el

mundo de puntillas y se merecen mucho más que un recuerdo, mucho

más que una oración, mucho más que unas lágrimas o una sonrisa, se

merecen la eternidad. Es vuestra.

130  
 
Una apacible noche de verano, los hermanos cenaban sobre el viejo

hule a cuadros verdes y blancos.

- Adrián… He estado pensando… ¿Hasta cuándo debes seguir

firmando en el juzgado?

- El uno de Noviembre, Javier –contestó su hermano rebelándose

contra el mundo y alzando su puño con rabia-. El puto uno de

Noviembre seré libre de nuevo. Me arrancaré estas cadenas que sólo

yo veo.

- No leas tanto, hermano. ¡Hablas cual poeta! –bromeó Javier.

- Ya… ya me entiendes.

- Claro, aunque no lo creas, yo también las veo. Esas putas cadenas.

Sobre eso te quería hablar… Quiero que seas sincero… ¿Lo serás?

- Claro… hombre… a estas alturas…

- Y si… ¿nos marchásemos a vivir a Hanoi? El uno de Noviembre

acaba tu asquerosa prohibición de salir del país. Vayámonos. Sé que

fuiste muy feliz allí el poco tiempo que estuviste. Yo también lo fui.

Nada nos une ya al barrio. Nos llevaremos a mamá y a papá con

nosotros. Les encantará. Papá disfrutará con los arrozales y mamá

con el arroz.

Javier no obtuvo respuesta. Su hermano se levantó de la silla, rodeó

la mesa y lo abrazó. Al mayor se le escapó alguna lágrima que secó con la

manga izquierda de su camiseta.

Explicaron sus planes a la vecina Matilde (la bruja que no era tan

bruja) y le ofrecieron una llave de la casa. ‘Por si pasa cualquier cosa. De

131  
 
todas formas, la iremos llamando. No se preocupe’. Aquella vieja mujer se

alarmó.

- ‘Pero… hijos míos… ¿adónde decís que vais? ¡Si vivieran vuestros

padres no os lo consentirían!

- Si ya hemos estado, señora Matilde... Yo viví unos cuantos años

allá. ¿No se acuerda?

- ¡Ah, sí!… es verdad, hijo mío –dijo rascándose la barbilla-. Ya no me

acordaba… De eso, ¡hace tanto ya!…

- Bueno, no se preocupe… La llamaremos… Cuídese mucho.

La viejecita les ofreció orgullosa su mejilla, ávida de cariños, y

Adrián y Javier le dieron dos besos cada uno. ‘Cuidaros, hijos míos’ –dijo

alzando su mano, y cerró la puerta.

Tras Singapur, de nuevo a Madrid. Luego Calcuta. Después Bombai.

Bangkok. Kuala Lumpur… Claudia se aficionó a la lectura. Proporcionaba

armonía a semejante caos de vida. Johnny y Steve eran ávidos lectores y

la contagiaron. Un día de fiesta estaban comiendo los tres en Madrid, en

una cadena de restaurantes de muerte rápida, en la Gran Vía; Steve

132  
 
recibió una llamada telefónica y salió afuera a hablar. Entró sonriendo

amargamente. Estaba despedido. Fue ansioso a la barra y pidió una

cerveza. ‘Aquí no servimos bebidas alcohólicas, disculpe’.

- ¡Pero a qué clase de sitios me traéis! –chilló a sus amigos delante de

todo el mundo y se largó por patas.

- ¡Como si la culpa fuese nuestra! –replicó Johnny enfadado- ¡Eh!

¿Adónde vas? ¡Vuelve!

Claudia y Johnny lo acostaron en su habitación de hotel, sobre las

dos de la madrugada. Llevaba una trompa más grande que los elefantes de

Calcuta. Sus protectores se miraban y se reían. ‘El botellas’ mascullaba

consonantes incomprensibles. ‘Gracias… quiere decir, gracias. Estoy casi

seguro’ –dijo Johnny a Claudia y se troncharon de risa. ‘Buenas noches.

Te vamos a echar de menos, querido Steve’.

Al día siguiente quedaron a comer. A pesar de la resaca y del

despido, Steve apareció feliz y contento. Juró y perjuró que volvería a

Colonia y no se alejaría de su gran bar nunca más.

- Eso está muy bien… pero aquí y ahora, danos tu palabra de que

tendrás cuidado con la bebida. Ahora en serio, Steve… –suplicó

Johnny.

- Claro, amigos, ¡no os preocupéis! ¡Os voy a echar mucho de

menos!... Brindemos… ¡por última vez! –dijo Steve sonriendo y

quitando hierro al asunto.

133  
 
Los tres amigos chocaron sus copas de vino tinto y el tintineo surcó

la estratosfera.

El uno de noviembre Adrián finalizó su medida cautelar apud-acta.

Tras firmar por última vez en el juzgado de guardia, llamó a su abogado

para explicarle sus planes de futuro y consultarle su actual situación. El

señor Garibaldi le aseguró que en un período máximo de quince días su

expediente sería archivado, pero le aconsejó no salir del país hasta

entonces. Javier, que había comprado ya los billetes, pagando una ligera

penalización, cambió las fechas para finales de mes.

Llegó una carta certificada de Italia el día once de Noviembre. Todo

había acabado. Fin de la condena. Adrián estaba condenado a ser Libre.

Desplegó el folio con fuerza y lo mostró orgulloso ante una gran foto de

sus padres. ‘Papá, mamá, ¡por fin!... Gracias. ¡Gracias!’. Sus padres no

cambiaron sus rictus, pues aquella carta en nada alteró sus sentimientos

hacia su hijo. Adrián lloró de la emoción y aquella noche los hermanos se

emborracharon y conquistaron el mundo.

134  
 
Seguía manteniendo Javier contacto con sus dos viejos

compañeros. Olga se había marchado hacía unos años de la empresa y

vivía con su novia en Manhattan. En sus emails siempre se despedía

invitando a sus amigos a visitar la gran manzana, ‘¡vuestra casa está en

la veintitrés con la cuarta!’ –apuntillaba. Carlo seguía en Hanoi, a

primeros de año le habían ascendido y según sus palabras ‘vivía como el

pappa di Roma’. Se alegró muchísimo de la vuelta de Javier, y por ende,

también de la de su hermano. Les ofreció ‘su choza’ hasta que

encontrasen algún piso y le prometió a su amigo que haría todo lo posible

porque lo readmitieran en la empresa.

- Ojalá te contraten, Javier… tuviste que dejarlo por mi culpa… algún

día tengo que compensarte por todo lo que has hecho por mí… pero no

sé cómo…

- No digas eso… por favor Adrián… ¡no digas eso!… Dejémoslo estar.

Tú no tienes culpa de nada. Hemos hablado mil veces de aquello…

Todo va a ir perfecto. Si no me contratan en la empresa no pasa nada,

hay otros trabajos. ¿Te acuerdas de tus repartos en moto?... Nos

buscaremos cualquier cosa. Carlo nos ayudará, es un gran tipo. Tú no

te preocupes porque fuese amigo de aquel bastardo. Cuando le conté

todo lo sucedido, me dijo que el Enrico ése tenía algo oscuro y que

nunca había confiado del todo en él. Sólo eran compañeros de juerga.

A eso no se le puede llamar amistad.

Adrián asintió taciturno y Javier cambió enseguida el tema de

conversación.

135  
 
- Por cierto, tendrás todo preparado ya… ¿no?

- Sí… hace días… por cierto, ¿a qué hora sonará el despertador?

Aquel portazo hizo palpitar a todo el globo terráqueo. Los hermanos

se alejaron caminando mochila al hombro. Adrián, justo antes de doblar la

esquina, se giró y observó por última vez la vieja casa. La ventana del

dormitorio de sus padres estaba abierta… Tragó saliva y reanudó la

marcha.

Boeing 787. Salida en Madrid, avituallamiento en Qatar y meta en

Bangkok. Tres días en la capital tailandesa. Boeing 737. Destino final

Hanoi.

El gobierno del país que hace frontera con Portugal y Francia había

desaconsejado viajar a Tailandia. Los hermanos desoyeron el consejo.

Javier preguntó a Carlo sobre la situación real, ya que su amigo tenía

algún conocido viviendo allá. Tan sólo se trataba de un pequeño brote

revolucionario contra ‘el grandioso’, rey de Tailandia. Protestas callejeras

versus represiones policiales. Ocurría a menudo. Tras los altercados el

rey engalanaba las calles con su ejército y todo el mundo a callar.

136  
 
Bangkok estaba plagado de grandiosas fotos de ‘el grandioso’.

Grandiosas de grandes. Con su madre. Leyendo un libro. De traje militar.

Montando un elefante. Con un bastón milenario. Sentado en un gran sillón

de mimbre. Con unos niños. Sonriendo. Desafiante. En un cartel de

carretera. Tapizando una fachada. Colgando de las farolas. A la entrada

de un templo. A la salida de un templo. Adrián sacó la cartera para pagar

los cafés. ¡Ahí estaba de nuevo! Más serio, más joven… en sus fotos más

preciadas.

A pesar de las considerables distancias entre los lugares de visita

obligados, los hermanos decidieron ir a pie. Cientos de tuc-tuc intrépidos

revoloteaban en busca de billetes. Javier y Adrián rehusaban sus

servicios negando con la cabeza. A mediodía, los hermanos se sentaron en

un parque a descansar. Una clase de aerobic al aire libre los entretuvo un

buen rato. La coordinación del grupo era tan caótica que parecía

coordinada en el caos. Una viejecita con un chándal rosa bailaba tras unos

setos como invocando al demonio. La pobre mujer atraía todas las

miradas de los transeúntes, de ahí lo de su refugio. Una cadena musical,

gris metálica, destartalada, rabiaba en el suelo. Sus dos pequeños bafles

incorporados gemían histéricos con las venas hinchadas. La profesora

vestía de camuflaje, pero no para camuflarse, precisamente. Le

importaban un pimiento sus alumnos. Ella bailaba a cámara rápida. Los

demás parecían ir rebobinando. Allí arriba no gustó el espectáculo porque

se nubló rápidamente y comenzó a llover.

Los hermanos Azcona se alojaban en Khaosan Road, la que llaman

‘calle de los mochileros’. Un mercado que late de día y vibra de noche. A

137  
 
ese ritmo, parece mentira que todavía no le haya dado un infarto. Aquel

sitio te da semejante abrazo de bienvenida que te estruja. Allí las razas y

las nacionalidades no entran, te esperan fuera. Pero cuando te marchas,

se te echan encima de nuevo irremediablemente: vuelves a ser blanco y

alemán o negro y camerunés. Sus alcantarillas esconden bares

subterráneos. Cuando las cucarachas se ponen demasiado bolingas ahí

abajo, el barman las echa a la calle. Y beben de lo lindo, se las ve

deambular, a esas granujas, haciendo millones de eses. Además, les entra

el apetito con la borrachera, como a los humanos. Adrián y Javier,

sentados en un puesto de comidas, taconeaban insistentemente y

susurraban ‘psscchh’, con el objetivo de espantarlas, pero ellas no

hablaban y no les hicieron ni puto caso. Los humanos acabaron por

llevarse las cucarachas, digo, las hamburguesas en la mano para

comérselas camino de la pensión.

En el taxi dirección al aeropuerto, Javier recibió una gran noticia

en forma de llamada telefónica.

- Lo he conseguido, sí… Javier… ¡sí! –comenzó diciendo Carlo.

Uno de los comerciales que tenía a su cargo se largaba el mes que

viene. Carlo propuso a Javier como sustituto y los de arriba aceptaron.

Era como empezar de nuevo, con el sueldo más bajo, pero, al fin y al cabo,

un bálsamo de alegría. Javier se lo agradeció insistentemente y Adrián

sonreía como si aquella conversación telefónica le estuviese haciendo

cosquillas en la nuca. Tras la llamada siguió el cosquilleo. Ahora se

trataba de su conciencia, estaba centrifugando.

138  
 
Claudia y su inseparable Johnny disfrutaban de unas pequeñas

vacaciones; ocho días, nada más y nada menos. Alquilaron un pequeño

estudio para la ocasión, pues les resultaba más familiar que los dichosos

hoteles. Dennis White, californiano, alto y robusto como una secuoya,

azafato de vuelo en unas aerolíneas del Pacífico, aprovechó sus cuarenta y

ocho horas libres para visitar a su novio. Claudia se excusó casi todo el

tiempo para dejar a los chicos que hiciesen lo que tuviesen que hacer.

Cuando se estaban despidiendo, Claudia advirtió en sus acalorados

rostros, en sus pómulos abruptos y en sus mejillas deprimidas, una cosa

que no habían hecho: comer, alimento. John y Dennis llevaban tres años

de relación, mucho más corpórea que sentimental.

139  
 
El mausoleo de Ho Chi Minh se encuentra en una vasta explanada

algo retirada del fragoroso tráfico. El gran panteón se erige sobrio,

compactado en fulgentes bloques de mármol. Varios soldados de esos que

ni parpadean ni parecen necesitar párpados hacían guardia bajo la atenta

mirada de una espectacular bandera que culebreaba al viento. Un fino

mástil la acercaba hasta el Sol de mediodía. Éste jugueteaba con la

bandera allá arriba. Adrián paseaba sin rumbo fijo, reubicando en su

memoria todos aquellos rincones, que parecían recuerdos de su más

tierna infancia, la sempiterna infancia que provoca la completa

asimilación de la madurez.

La plaza del mausoleo del tío Ho estaba cuasi desierta; sin embargo,

su atmósfera era densa, sepulcral. Los posos de las almas. Adrián se

disponía a dar media vuelta cuando se fijó en una mujer que, sentada

sobre un escalón que separaba la zona pavimentada del jardín, mecía un

libro sobre sus manos. Agachó descaradamente la cabeza, no para ver su

rostro, ni mirar bajo su falda, sino para fisgonear el título o autor del libro.

Ella advirtió la presencia y se irguió. Su frondoso pelo dorado ondeó y sus

ojos chispearon. Cuando descubrió que era Adrián quien la observaba,

Claudia arqueó sus cejas, sorprendida.

Tras los saludos entrecortados, ella le explicó lo de su trabajo de

azafata de vuelo y él le comentó que había vuelto junto con su hermano

para quedarse. Claudia propuso ir a tomar un café. Adrián aceptó. Ella

había cambiado. Su apariencia era más serena, sus palabras más firmes.

Parecía tener más seguridad en sí misma. Bajo sus ojos verdes asomaba el

alma. El verdor era símbolo de verdad, no de esperanza. Y a pesar de la

140  
 
intensidad, su mirada no era penetrante, sino tibia, suave. Sus labios rojos

rellenos de carne contrastaban con la palidez de su tez. Adrián observó

los mismos pómulos vehementes que vio tras las cristaleras de aquel bar

en Trieste. Vestía con ropas anchas estilo oriental, ella. Una vez sentados

en el bar, Adrián preguntó por el libro que aguardaba en el bolso. La

Divina Comedia. ‘Vaya’ –pensó Adrián, recordando que se le atragantó

bastante en su día.

- ¿Dónde estás? ¿En el infierno, en el purgatorio, o en el paraíso? –

preguntó, señalando la obra.

- En el paraíso… –contestó ella mirándole fijamente, y tras un breve

silencio prosiguió- ... Estoy acabándola ya…

Tragó saliva Adrián ante aquella impetuosa mirada y desvió la suya

hacia el café. Bebió. Cuando regresó, la mirada de Claudia seguía ahí.

Adrián se sintió algo perturbado y volvió a su café. Cuando cogió la taza

para llevársela a la boca, fue entonces cuando Claudia comenzó a hablar.

Habló como si llevase aquellos nueve años ensayando el discurso. Habló

en directo ante las televisiones de todo el mundo, en horario de máxima

audiencia.

‘Lo siento, Adrián. No te puedes imaginar cuánto lo siento. Me

siento responsable, culpable de tu sufrimiento. Antes te he visto sonreír y

casi se me sale el corazón del pecho. Fui una cobarde, me dejé llevar por

el miedo. Jamás me lo perdonaré. Nunca dudé de ti, de que eres una buena

persona. Me libraste de aquel miserable, quién sabe si me hubiera

matado… quizá sí. Me libraste, Adrián. Te lo debo, siempre te lo deberé.

Cada día de mi existencia te digo gracias, gracias por lo que hiciste por mí.
141  
 
Sólo por mí, en un acto de bondad que te honra y te honrará siempre. Odié

a mi padre por convencerme de destapar todo aquello, odié a mi madre

por bailarle el agua. Hoy y aquí, en la distancia, los maldigo por lo que

hicieron pero ya no los odio, entiendo que intentaban proteger a su hija.

En cambio, sigo odiándome a mí por ello, la culpa fue sólo mía. No tuve

fuerzas… Adrián… no tuve valor para dar un puñetazo encima de la mesa

y gritar ¡basta ya!... Comencé a salir con David, uno de los encargados de

Mallia… David García… ya sabes… Lo utilicé vilmente para escaparme e ir

a verte el día de tu primer permiso. Lo supe por el abogado de mi familia,

lo llamaba frecuentemente para preguntar por ti, a escondidas de mi

padre. Pensé en quedarme allí contigo, residir en aquel pueblo y esperar a

que salieses de prisión. Esos eran mis planes. Pero, al verte, supe que

regresar al pasado sólo te haría más daño. Me hundí. Tras lo de

Staranzano decidí emanciparme, no soportaba a mis padres. No soportaba

a nadie. Me fui a Madrid y comencé con lo de azafata de vuelo. Aquello fue

como una medicina. Viajar de aquí para allá, semejante ritmo de vida, no

me dejaba tiempo para darle mucho al coco y me vino bien. También

conocí a gente muy maja. He hecho muy buenos amigos que me han

enseñado muchas cosas. Y ahora, fíjate, qué vueltas da la vida. Estoy aquí,

en un bar, en Hanoi, contigo, soltándote todo este rollo… No sé, Adrián…

No te pido nada, no suplico tu perdón pues no lo merezco, ya te lo dije en

Staranzano aquel día. Ya has hecho bastante por mí, me has escuchado.

Gracias’.

Estaba llorando Claudia. Comenzó a llorar con el primer ‘lo siento’.

Aquella fuerza interior le permitió continuar hablando a pesar de sus

142  
 
lágrimas. Lágrimas de manantial. Durante la plática, Adrián, desbordado

de emociones, apenas la miraba a los ojos. Cuando ella pronunció el último

‘gracias’, sus miradas se reencontraron de nuevo y en aquel mismo

instante se paró el tiempo

Aquel primer café se repitió y se convirtió en cena. La cena pasó a

ser comida y tras el café de la sobremesa Claudia se marchó. Vuelta al

trabajo. Adrián los acompañó al aeropuerto, a ella y a Johnny. Johnny le

cayó muy bien. Ese tipo de personas tan simpáticas y joviales no pueden

caer mal a nadie. Claudia deseó suerte a Adrián con el trabajo de

repartidor y le pidió que tuviese cuidado con la moto. Adrián lo agradeció.

- ¡Buen viaje! –exclamó desde la zona de espera de la terminal.

Johnny se despidió con un gesto y Claudia se giró y lo miró. Otra de

aquellas miradas. Adrián asintió con la cabeza, sonrió, se dio media vuelta

y se fue. Tras los arcos de seguridad los azafatos secretos tomaron asiento

con el resto de los viajeros.

- Si no lo quieres tú, me lo quedo yo –dijo Johnny, luciendo una pícara

sonrisa.

143  
 
- Tú ya tienes lo tuyo, acaparador –contestó ella, dándole un codazo

cariñoso.

Los hermanos se emanciparon de Carlo. Encontraron un pequeño

estudio, muy parecido a aquél de otrora, sólo que éste algo más alejado del

lago. Casi diez años después, ambos se reengancharon en sus antiguos

trabajos. Adrián volvió a recorrer la ciudad en moto con bultos tan

grandes como la ciudad. El gran Río Rojo seguía igual de marrón que

siempre. Nada había cambiado. Las mismas caras. Los mismos cafés con

leche condensada. Las mismas sonrisas traviesas. Lo único diferente,

quizá, era que alguno había echado panza o se había dejado bigote.

Realmente parecía como si le hubieran estado esperando desde el día en

que se marchó, inmóviles, como leones en mitad de la noche en la sabana.

144  
 
TERCERA PARTE

Yo estaba sentado y leía. Mi portátil descansaba en la mesa, bajo el

viejo hule a cuadros blancos y verdes. Javier escuchaba tumbado en el

sofá. Una vez acabé, me dijo: ¿Y ahora qué vas a hacer? Yo contesté que

no sabía muy bien. No sé, no sé… carraspeó mi hermano. La verdad es que

aquella historia parecía demasiado típica. Reconciliación y amor eterno.

No, ¡de ninguna manera! Me dije a mí mismo: si quieres ser original no

puedes acabar así. Javier me miraba, desconfiando de mis dotes de

escritor. Me gustó más aquel relato sobre el hombre rojo, me dijo. Yo le

agradecí de mala gana la atención prestada y salí con León a dar una

vuelta por las huertas. Mi padre, en el patio, separaba los melocotones de

las pavías y los melones de las sandías, me preguntó adónde iba. Voy a

sacar un rato a León, papá, dije. De acuerdo, me contestó, cuando vuelvas

tendrás todo preparado para que te lo lleves a casa. Aquel hombre bueno,

junto con su buena mujer, nos hacían la compra semanal a Claudia y a mí.

Sólo teníamos que pagar papel higiénico, leche o alguna tontería de

primera necesidad. El grueso corría de su parte. Con aquellos hombres

gobernando no hubieran existido las guerras. Mis padres adoraban a

145  
 
Claudia, al igual que mi hermano. Yo los adoraba a todos ellos. Aunque, a

veces, para hacerme el duro, no les diera ni un beso.

León acabó de mear y me miró. Yo me agaché y me acerqué a su

cara. Lo siento, Leoncito, he acabado contigo en mi novela, le dije,

mirándole a los ojos fijamente. Él me relamió la mar de contento. Le

importaba un bledo mi novela.

También me sentía mal por haberle restado humanidad a mi padre,

en mi novela. Con lo bueno que era. Él y su gazpacho. Además me lo había

cargado también. ¡Joder, qué cabrón soy!... Pero era una novela, ¿no?

Podía hacer lo que quisiera. Además, seguramente no la leyera nunca, mi

padre. Ni siquiera yo sé si seré capaz de acabarla. La había mandado unas

cuantas veces al carajo… a la papelera de reciclaje, de mi ordenador. Si no

llega a ser por Claudia, la hubiera eliminado para siempre. ¿Está seguro

de que desea mover este archivo a la papelera de reciclaje? Sí. ¿Está

seguro de que desea eliminar este archivo de forma permanente? Ahí es

cuando dudaba. Entonces se me aparecía Claudia, en forma de gnomo,

correteando por entre las teclas del portátil, se apoyaba en la pantalla, me

miraba desafiante y me decía con voz de pito. ¿Otra vez? ¡Te he dicho que

no lo borres! ¡Que está bien! Acaba la historia, tú acaba la historia.

Después ya pulirás los detalles. ¡Ay! ¡Cabeza de alcornoque! Y deja de

echar para atrás y volver a la primera hoja. Has cambiado eso mil veces.

¡Te vas a volver loco! Con eso de que los cafés y las cervezas te ayudan a

inspirarte… ¡te va a dar un infarto y me vas a dejar aquí más sola que la

una! ¡Y ni siquiera estamos casados, ni nada!

146  
 
Yo le había dicho mil veces dónde debían llevar mis cenizas. A veces

le preguntaba… Claudia, ¿te acuerdas dónde has de llevar mis cenizas? Sí,

me decía. Por un barrio de Nueva York, ¿no? En la casa de algún escritor

o algo así. Sí, sí, cariño, decía yo. Ya me veía muerto y con entierro formal

en la iglesia del pueblo. Todas las viejas cotillas en casa y mis pobres

padres y mi pobre hermano velando mi cuerpo. Un cristo colgado en la

pared mirándome y gritándome: ¡Ateo! ¡Te jodes! Ahora te mueres y

adiós. ¡Desapareces para siempre! Si hubieras creído en mí te llevaría

conmigo al paraíso. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡No se te está mal! Además, leíste ‘El

Anticristo’, de Nietzsche: estabas sentenciado.

Yo tenía todo el tiempo del mundo. No le podía echar la culpa al

trabajo, a que estaba tan cansado que no tenía esa chispa para la

imaginación. No, no le podía echar la culpa a nadie. Sólo a mí. Claudia era

una supermujer. Estudiaba y trabajaba. Digamos que volvió a estudiar

porque no le gustaba nada su trabajo. Estaba hasta el cogote de aguantar

a su emérito padre en la agencia de seguros que tenía desde tiempos

inmemoriales. Ella quería ser profesora. Ella sería lo que quisiese, con

semejante fuerza. Yo dormía muy bien por las noches. Quizá, cuando

sonaba una sirena en la calle, ella vistiese su desnudez con su disfraz de

superhéroe y se lanzara por la ventana. Mírame ahí, babeando. Mientras,

Claudia llegaba sudorosa de instalar el bien en el planeta. El escritor, en

paro, y con la imaginación también parada, babeando. Qué triste.

Una cosa que no se me puede negar es empeño. Que conste que yo

me levantaba con Claudia. Madrugaba. Un escritor madrugando no pega

mucho, pero yo tengo que ser yo, distinto a ellos. Tomaba café con ella en

147  
 
casa. Doble de café. Ella se largaba a revolotear por la ciudad y yo me

quedaba para siempre. De la cocina al salón, del salón al baño, del baño a

la mierda. A veces me faltaba la respiración y me bajaba a dar una vuelta.

Volvía como si hubiese inspirado el Pirineo, con montañas y todo, me

sentaba delante del ordenador y abría el documento de texto donde se

escondía mi novela, o el amago de ella. Avanzaba hasta la última página,

pues es ahí donde hay que seguir escribiendo. Aquel espacio en blanco me

volvía loco y retornaba a la página uno. Sí, ahí estaba. La primera frase.

La primera frase es fundamental. En eso me apoyaba, mi primera frase

era buena. Tenía que conseguirlo. El crítico que leyese esa primera frase

diría: veamos, este tipo parece interesante. Yo seguía leyendo, en mi papel

de crítico. Y cuando llegaba a la cuarta página me decía: uy, uy, uy…. el

crítico igual no hubiera llegado hasta aquí. Así que a recapacitar. Me

preparo un café. Doble. Eso despeja de lo lindo. Antes de las comidas me

tomaba una gran pastilla amarilla de vitaminas, de esas que alimentan la

mente, buenas para los estudiantes en épocas de exámenes. No sé si se

trataba porque yo no era estudiante, o porque no estaba en época de

exámenes, pero a mí no me hacían efecto. Ni siquiera el placebo. ¡Ni

siquiera!

De todas maneras las seguía tomando. Por si acaso llegaba lo bueno.

Claudia solía llegar a casa sobre las ocho de la tarde. Yo la esperaba

ansioso. Antes de cenar le leía lo escrito durante el día. Ella me escuchaba

atentamente. Yo leía y la miraba. La miraba y leía. Quería destripar su

cerebro, adivinar qué efecto tenían mis palabras en él. Cuando leía algo

que yo creía bueno y ella no cambiaba ni un ápice su rictus, le decía: es

148  
 
bueno, ¿eh?, ¿no te parece? …lo pillas, ¿no? Sí, sí, me decía ella, ausente.

Acababa la lectura. A veces me comentaba… ¿cuántas horas has estado

escribiendo? Yo contestaba orgulloso: pues casi siete. Como diciéndome,

me lo estoy currando, voy a llegar a ser un gran escritor. Ella me miraba

amorosamente y me decía: poco has escrito para tanto rato… ¿no habrás

estado revisando las primeras páginas? Ahí. Ahí la tenéis. El gnomo… ¡el

gnomo cabronzuelo! Claudia, cariño, decía yo, estoy intentando ser

escritor, muchos escritores se tiran dos o tres años para escribir una

novela. Yo sólo llevo un par de meses.

La verdad es que debía darme prisa. Me quedaban seis meses de

cobrar el paro. Mi intención era ganar un concurso. Por si acaso, jugaba a

la lotería, pero sólo por si las moscas. Sin duda, tarde o temprano ganaría

un concurso. Sí, señor. Con el premio iría tirando. Llegarían más novelas.

Mucho mejor que la primera, por supuesto. Las editoriales llamarían a mi

puerta. Voy, ahora bajo. Tomaríamos café. Ellos pagan. ¿Quiere algo más

Adrián? ¿Unos churros o algo? No… no, muchas gracias. Pues nada, ya le

hemos expuesto nuestras condiciones. Le damos tiempo para que

recapacite. No haga caso de otras que le prometen el oro y el moro, que ya

sabe usted que no es oro todo lo que reluce, tenga cuidado con las

cláusulas en letra pequeña, ya sabe. Esto de los negocios dista mucho del

arte. Claro, claro, respondería yo, descuiden.

Subiría a casa corriendo. Tenía la primera frase para mi nueva

novela: ‘El arte de los negocios es al arte como los negocios a Sartre’. Sí,

ahí estaba. Bueno, ¡muy bueno! Sartre declinó el Nobel, pasaba del dinero

y de los negocios. De buten. Intenté seguir aquella primera frase y me

149  
 
invadió de nuevo el espacio en blanco. Me escondí en la cocina y me

preparé un café. Doble. Encendí la radio, radio clásica siempre

sintonizada. Surgió de la nada el vozarrón de un barítono y me dio un

susto del copón. La apagué corriendo. La volví a encender. Un buen

escritor escucha música clásica. A mí me gustaba, sobre todo el sonido del

piano. Pero las óperas no, por Dios, ¡no! De acuerdo, no pasa nada. Yo

crearía mi propio estilo. Escucharía jazz, bandas sonoras viejas, Bernard

Herrmann y compañía. No debía seguir cánones. El objetivo es ser

diferente, crear escuela como Pushkin. Pensé en mi segunda primera

frase de novela. Quizá debería acabar la primera novela antes de

comenzar la segunda. Sí, todo el mundo estaba de acuerdo en eso, por lo

menos, los de la radio, pues se oyó un estruendo final y acabó la ópera.

El silencio me sobrevino con un titular: Escritor de primeras frases

de novela. Ése era yo. Sólo valía para eso. ¿Por qué no haber nacido

vagabundo? ¿Haber sido criado por una prostituta? ¿Participado en

alguna de las grandes guerras? ¿Viajado por todo el mundo en busca de

tesoros? Habría plasmado mis vivencias reales en papel sin necesidad de

inventarme nada. Por tanto, no me quedaba otra que tirar de imaginación.

Sólo sabía lo que había leído. Que era mucho. O quizá no tanto. Así que,

sentado en la cocina, abrí el libro y seguí leyendo. De vez en cuando,

alguna frase descomunal y magnífica me tiraba de la silla. Yo ahí abajo en

el suelo. El libro sobre la mesa, me miraba, me señalaba y exclamaba: ¡Yo

soy el escritor! ¡Tú el espectador! ¡Ni lo intentes!

Después de cenar, me ponía a buscar concursos de literatura como

un loco buscador de concursos de literatura. Menuda cuadrilla de

150  
 
quisquillosos. Lo quieren a doble espacio, encuadernado, en A4, más de

doscientas páginas, mecanografiado. Vaya... Abría mi documento. Control

E. Cambiaba el tamaño de página: A4, seleccionaba. De repente las ciento

treinta y seis páginas se convertían en setenta y ocho. ¡Pero bueno! ¡Qué

ofensa! Me sentía vilipendiado, ¡mis páginas!, todo mi esfuerzo,

desaparecían, volaban, ¡en décimas de segundo! Adiós al trabajo de varias

semanas. No, no, de eso nada. En ningún sitio hacen constar en las bases

del concurso el tamaño de la letra. Control E de nuevo. Tamaño dieciséis.

Volvía a tener un número interesante, de páginas. Claudia, que leía un

libro a mi lado en el sofá, me miraba de vez en cuando. Sabía

perfectamente lo que estaba haciendo, la granuja. Ella no decía nada. Sólo

ponía su libro al lado de la pantalla de mi ordenador. En una ‘o’ de las

mías parecía entrar una página entera de las suyas del libro. Una imagen

vale más que veintinueve mil trescientas ochenta y una palabras.

Entiendo, entiendo, me decía a mí mismo y cambiaba el tamaño de letra.

Buscaba otro concurso. Sí, ¡sí!... ¡ése!... con un premio más goloso, parece

interesante… pero, ¡vaya!... acaba el plazo de inscripción el mes que

viene. Bueno, he de darme prisa.

Aquella mañana no tenía nada de especial. Claudia se marchó y yo

me quedé en casa. Miré por la ventana. El programa funcionaba

perfectamente. Semáforo verde. Amarillo. Rojo. Trabajadores: ¡todos a

sus puestos! Luces, cámara y acción. Yo, el pequeño virus, insignificante,

viendo todo aquello desde mi guarida. Me dejaban mirar. Me conocían, su

sistema de seguridad me tenía localizado. ¡Menudos antivirus tienen esos

ejecutivos de alta gama! Yo tenía el mismo peligro para ellos que el poder

151  
 
de destrucción de un moco. Mi destino sería la inclusión en su sistema o el

suicidio. Nada más. Sigue, sigue mirando por la ventana. Escribe, si tienes

huevos.

Total, que pensé en llamar a mi madre. Había cambiado el tiempo.

Se lo haría saber. Mamá: he escuchado que va a cambiar el tiempo. ¿Qué

te parece? Cogí el teléfono y marqué. De fijo a fijo sale gratis. Hablar por

teléfono gratis, ¡menudo invento! Por algún lado me lo estaban cobrando,

pero disimulaban bien esos cabrones. Total, que no había nadie. Bueno,

habrán ido a hacer algo. Luego llamo. Contemplé mi ordenador portátil.

Ahí con la boca cerrada, durmiendo, encima de la mesa. Parecía estar

muy a gusto y me supo malo despertarlo. Me bajé a comprar pipas.

Comprar pipas era toda una odisea. Significaba bajar los cuatro pisos

andando, pues no teníamos ascensor, ni bajador. Salir a la calle.

Atravesarla, a elegir, por el ceda el paso reglamentario o al libre albedrío.

Entrar en el supermercado. Coger las pipas. Pagar. Enseñar la tarjetita de

descuento. Decir adiós y gracias. Salir de nuevo a la calle. Volver a

atravesarla, a elegir. Entrar en el portal y subir los cuatro pisos al galope.

Cuando llegué a casa con el paquetón de pipas estaba algo destemplado.

Decidí llamar a mi madre para contarle lo del cambio de tiempo. Nada,

tampoco nadie al otro lado de la línea. Algo iba mal. Llamé a su móvil,

desde mi móvil. Al tercer tono colgué, pues no pretendía importunarla, ni

que me saltara el contestador... Me llamó al momento. Estaba desolada,

casi no podía hablar. Me pasó con mi padre. Desolado también, pero

enfadado como un mono. Estaban en el veterinario. León se le ha

escapado a tu madre en el paseo matutino y lo ha atropellado un camión.

152  
 
¡Qué me dices!, exclamé, aterrado. Sí, hijo, sí. Lo están operando ahora

mismo de urgencia. Parece tener muy mala pinta, el asunto. Tiene

dañados órganos vitales. Estamos esperando noticias. Mi padre estaba

rabioso. Bueno, tranquilo, todo saldrá bien. ¿Javier lo sabe?, pregunté.

Está trabajando, no sabe nada, acaba de ocurrir hace media hora. Voy

para allá. Llego enseguida.

Nada. No hubo nada que hacer. El pobre León atropellado. Muerto.

Nadie lo podíamos creer. Mi madre estaba destrozada por la pena y la

culpa y mi padre por la pena y la rabia. Yo estaba también muy

compungido… me sentía muy mal por haberlo liquidado en mi novela a las

primeras de cambio. Pero bueno, ¡qué clase de broma del destino era ésa!

Total que mi padre enterró a su amado can en su huerta. Lo acompañé.

¿Vas a poner una cruz o algo?, inquirí. Él no me contestó, desenfundó una

caña de la empalizada de un ribazo y cuando se disponía a clavarla en la

tierra le paré los pies. ¡Alto, papá! No seas así, hombre, mamá es muy

cristiana, aunque sea por ella, ponle una cruz o un algo. Mi padre accedió

de mala gana, cortó una caña y la ató con una liza a la otra. Ya teníamos

cruz. Alabado sea Dios y todos los santos apóstoles del universo. Descansa

en paz, Leoncito.

Cuando llegué a casa releí el párrafo de la muerte de León en mi

novela. Estaba dispuesto a eliminarlo. Pero me gustaba. Me parecía

gracioso. Y además, el horno no estaba para muchos bollos; si quitaba más

páginas, a finales de año podría presentarme al concurso de

microrrelatos. No era cuestión, así que decidí mantener mi muerte y mi

entierro, de León.

153  
 
Por la noche se lo conté todo a Claudia. Llamó a mis padres, para

dar el pésame. Ella pasaba bastante del perro; cada vez que llegaba a casa,

lo saludaba y poco más. A mí no me lo decía, pero creo que le daba algo de

repelús, pues el Leoncito era más guarro que la Lucía Pina. El caso de

Lucía Pina, quizá no lo conozcan mis queridos lectores… Lucía Pina, según

decían los viejos del lugar, era una viejecita tan guarra tan guarra que

hacía figuritas con su propia… Ya imaginan con qué… Pues no acaba ahí la

historia, porque también se decía que luego se comía las cabezas, de las

figuritas que había hecho con su…

Mierda, que se me va la pinza, pues eso, que a León le gustaba

rebozarse por los lodazales de los caminos, oler y degustar las cacas

ajenas y esas cosas que hacen los perros.

Me siento mal, Claudia, le confesé. Yo maté a León al principio de mi

novela. ¡Ah! Sí, es verdad… qué coincidencia, respondió, fingiendo

recordarlo. Me siento mal por ello, insistí. Venga, hombre, no te preocupes

por eso, por Dios, Adrián, ¿estás paranoico?

Sí, lo estaba. Aquella noche daban en la tele una americanada

infumable que nos fumamos. Una adolescente muy mona que predecía la

muerte. Venga, hombre, no me jodas, destino, por qué me tienes que poner

esta película hoy, precisamente hoy. El destino no me respondió. El

destino no habla, sólo acontece. Jamás te preguntaré nada más, pajarito,

me dije.

Durante unos meses no leí mi novela a ningún ser humano.

Bukowski dijo algo así como que si necesitas leer tus escritos a alguien,

154  
 
no vales. Qué razón tiene el cabrón. De todas maneras, tampoco había

mucho que leer. Y todo sea dicho, ni mi hermano ni Claudia me pidieron

que les leyese. Sólo me preguntaban ‘¿qué tal llevas la novela?’, pero

como quien dice ‘¿qué tal estás?’ sin esperar contestación. Yo avanzaba

párrafo a párrafo, duna tras duna en el desierto a cincuenta y ocho grados

centígrados, sin agua. ¿Llegaría un día el oasis? Quizá. Alguna frase me

salía rodada, pero nada, sólo espejismos. El dios Ra, el crítico supremo,

todopoderoso, en el cénit, sin piedad de mí. Me señalaba con sus rayos de

fuego y hacía retroceder, hacia el nadir. Después vieron ventiscas,

serpientes, tormentas, alacranes, noches al raso.

Casi se me salen los ojos de las órbitas. ¡Menudo libro se había

comprado Claudia! ¡Un tocho de obra! Eso no es un libro, con eso se

construyen edificios gubernamentales. ¿Pero qué era aquello? ¡Vaya!,

dije, disimulando mi envidia furiosa, ¿a ver? Claudia me cedió el libro,

ignorándome, y se fue al baño a echarse cremas en la cara. ¡Lástima se te

queme la piel, traidora!, pensé. Me senté con el libro en el sofá, porque

pesaba mucho, el muy cabrón. Portada con ilustración, muy profesional.

Escritora. Era escritora, ella. Muy bonito, el diseño. Profesional, todo, la

mar de bonito. Lo hojeé. Leí algún párrafo. No está mal, me dije. Pero

tampoco está tan bien, concluí.

Total, que nos reunimos al cabo de un rato en el sofá. Yo con mi

ordenador boquiabierto y ella con su fenomenal libro. La miraba de reojo.

Lo estaba devorando. Me cago en la puta, mi envidia era de jodida y de

larga como la tenia. ¿Te gusta, cariño?, pregunté airoso. Me encanta, he

leído sólo tres páginas y me encanta. Yo no sé por qué hay escritores que

155  
 
tienen que utilizar veinte páginas para explicarte cómo es un edificio, qué

me importará a mí si es dórico, jónico o corintio. Yo quiero historias, y que

las historias me lleven.

El público, el gran público quiere historias. La verdad es que cuando

leía mi novela a Claudia, no estaba así de atenta. Y eso que sólo eran un

par de páginas. Muchas veces la veía mirar de reojo a la tele y todo. Pero

qué despojo de escritor estoy hecho. Me hundo, bajo hasta el infierno por

esos angostos caminos, hago una reverencia al señor Alighieri, aligero el

paso y me lanzo al vacío. El fuego me devora.

Repasé mentalmente mi novela. Una soberana cagada. Sin gancho,

sin sentimientos, sin nada. Suspiré y me fui a comer un melocotón a la

cocina. La noche estaba cerrada por vacaciones. No había gatos en los

tejados. Estarían reunidos leyendo novelas de mil y pico páginas. Novelas

que enganchan. Número uno en ventas. No hay edición de bolsillo. A no

ser que seas Gulliver o Godzilla, entonces sí, puedes metértela en el

bolsillo. Por mí, os la podéis meter por el culo. Escritor patético se va a la

cama porque le falta valor para tirarse por la ventana. Claudia, cariño,

estoy cansado, dije, me voy al catre. Buenas noches, voy enseguida,

contestó ella, sin apartar la mirada de su libro.

Al día siguiente desayunando la vi más fuerte, pero que mucho más

fuerte. Bueno, bueno… ¡qué brazos!..., le dije en plan vacilón… de un día

para otro, no me lo podía creer. Sí que te metes caña en el gimnasio, le

dije, mientras palpé sus músculos. Sí, ya ves… dijo ella orgullosa, mientras

se cepillaba los dientes. Yo no salía de mi asombro. Me senté a mear y la

156  
 
seguí observando. Esas venas habían construido nuevas carreteras,

asfaltadas y todo, ¡en una noche! Bajaban desde el cuello hasta la última

falange de los dedos. ¡Pero qué era eso! Dejó el cepillo y me miró desde lo

alto, sonriente, con sus dientes de marfil. Yo no quitaba ojo, estaba

prendado, madre mía… Ella me dijo, ¿pero es que todavía no sabes de qué

el porqué? El porqué de mis nuevos músculos… ¿no? Yo contesté: no, no

lo sé. Tenía miedo de aquella mujer que parecía ser la mujer del

gobernador de California. Mira, me dijo, te voy a enseñar mi secreto. Salió

del lavabo y entró escondiendo el secreto tras su hercúlea espalda.

¿Quieres saber cuál es mi secreto? Sí, sí, contesté yo completamente

acongojado. Entonces descorchó sus brazos y lo mostró, el secreto de su

fuerza. Lo cogía con devoción, lo sujetaba fuertemente con ambas manos,

como si se tratase del mismísimo Sol. Era la novela, el tocho con el que

construyeron las pirámides de Keops, la torre de Babel, la gran muralla

china y todas las cárceles del mundo.

¡Oye! Se te pegan las sábanas, me tengo que ir pronto, ¿te levantas

a desayunar o no? Me incorporé de la cama como la niña del exorcista.

¿Estás bien?, me dijo Claudia, algo mosca. Sí, sí, contesté yo quitándome

importancia, alguna pesadilla, me he asustado. Venga, que el café está

preparado, dijo. Voy, voy, suspiré…

157  
 
Hacía la tira de años que estábamos juntos. Nuestro aniversario.

¿Sabes qué día es este sábado?, me preguntó Claudia el lunes. Sí, respondí

yo, nuestro aniversario. ¡Muy bien!, contestó ella orgullosa de que me

acordase. El martes: ¿sabes qué día es este sábado? El miércoles lo

mismo. Y el jueves. Así hasta que llegó el día de nuestro aniversario. A mí

no me gustaban nada los días señalados, cuando no eran señalados por

mí, claro. Estaba bastante abstraído por mi novela, preso en las

catacumbas de la imaginación. Muy deprimido, casi a punto de tirar la

toalla al wáter, junto con mi pseudonovela. ¿Un escritor nace o se hace?,

me preguntaba frecuentemente por aquella época. Yo había leído libros,

pero quizá no tantos. Aparte, hay que tener imaginación para contar

historias, yo tenía atravesados a mi Adrián, Claudia, Johnny, Carlo y

compañía en mi apéndice. Pronto comenzaría el dolor. Apendicitis,

diagnosticaría el doctor. Al quirófano, a extirpar.

El regalo de Claudia para nuestro aniversario fue el maná del cielo.

Pero primero, el mío: un marco de foto, un despertador y una vela,

grande, muy mona, con olor a lavanda. Patético, pero yo no tenía un duro.

La lotería se hacía la remolona y el premio del concurso literario ni te

cuento. A Claudia le pareció tan patético como a mí, pero se hizo la sueca.

Así pues, su regalo era mi salvación, pensé, cuando me lo entregó. Vale

para dos vuelos en parapente. Sí, joder, ¡sí! Ya tengo sobre qué escribir.

Encima lo viviré en primera persona, no tendré que inventar nada. Le

158  
 
agradecí el regalo, una y mil veces. La besé. Claudia, te quiero, te quiero,

eres muy buena. Ahora sí, ahora sí, ganaré el concurso de novela. Ya

verás al año que viene, te voy a hacer el mejor regalo del mundo.

Llegamos a mediodía. Nos dio la bienvenida un fantástico pueblo,

olvidado del mundo, dibujado en acuarela sobre la montaña. Aparcamos el

coche en la plaza empedrada y nos dirigimos hacia la agencia. Nuestros

monitores estaban listos. A por la furgoneta y en marcha. Subimos por la

falda de la montaña como las cabras montesas, con un todoterreno

oriundo de la zona. El destino era una explanada alfombrada en verdes y

con motivos florales. Preciosa, la alfombra, aunque acabase en un

precipicio. Los guías desembarcaron los materiales necesarios para volar.

Enseguida armaron las estructuras. Parecían Juan de la Cierva y cía. El

plan era el siguiente: echar a correr cuesta abajo hasta flotar en el cielo.

Parecía sencillo. Claudia fue la primera. Se ancló bien en el armazón y

echó a correr detrás de su guía. Me entró el canguelo, pero del bueno. Se

notaba que les costaba mucho esfuerzo avanzar, con semejantes alas

como yugos. Pero lo consiguieron, obtuvieron la ingravidez y comenzaron

a planear como un cóndor. Me quedé alucinado. Claudia gritaba excitada,

rabiosamente contenta, miradla, a la diosa Nut sobrevolando su

firmamento. Una delicia. Se alejaron planeando. Mi turno. Cinturón de

seguridad por aquí. Abróchate acá. Casco bien apretadito. ¿Listo?,

preguntó el amable guía. ¡Vamos!, exclamé yo. A la de tres. Uno. Dos y

tres. A correr como locos, madre mía, si pesaba ese trasto. Parecía que

estaba atado a una nube de hormigón armado. ¡Vamos, vamos!, me

animaba el guía. Yo echaba el resto. Poco a poco lo estábamos

159  
 
consiguiendo. La cuesta abajo finalizó y me di de bruces con el abismo.

Miré hacia abajo y grité, cual energúmeno, presa del pánico. Pero,

súbitamente, aquellas alas nos salvaron la vida. Joder, ¡Dios estaba

jugando con nosotros a los títeres!... ¡pero qué sensación era esa!...

volábamos trazando pinceladas en el cielo. Íbamos montados en la batuta

del director de orquesta del universo. Sonaba un adagio precioso. Pero que

vivan los pájaros. ¡Por Dios! Larga vida a los pájaros. Me compro uno,

cuando llegue a casa, me compro uno, pensé. Y ahí estábamos, planeando,

como las águilas, pero sin necesidad de buscar comida ahí abajo. Volar

sólo por el placer de volar. ¡Toma castaña! Alabado sea Dios y los ángeles

voladores.

No, no, ¡NO!, fue lo que pensé cuando aterrizamos. Pero, ¿cuánto

rato hemos estado?, pregunté. Unos nueve minutos, me contestó el

biznieto de Juan de la Cierva. Oh, el tiempo también sufría cambios, en

aquel estado gaseoso. El tiempo se emborrachaba ahí arriba, se montaba

una orgía con los elementos, se olvidaba de ir a recoger a sus segundos al

colegio, a sus minutos a la universidad, a sus horas al geriátrico, de

ponerles flores a las tumbas de sus días, sus semanas y sus años.

Inolvidable. Grandioso. Gracias, muchas gracias, Claudia. Es el mejor

regalo que me han hecho nunca, te quiero. Me voy a comprar un canario,

o jilguero o algo así en que llegue a casa… no te importa, ¿no?

Esta vez sí le gustó a Claudia, mi relato. Atendió, por lo menos. No

como cuando leía alguna parte de mi novela. ¿Y eso?, me preguntó, ¿qué

vas a hacer con ese relato tan bueno? No está nada mal, casi parece que

hubieses estado allí y todo, con los parapentes. Está muy logrado, estoy

160  
 
orgullosa de ti, Adrián… Podrías escribir unos cuantos más y presentarlos

a algún concurso de relatos, concluyó.

Joder, cómo me puse de contento. Me volví a sentir escritor, aunque

fuese por unos momentos, tras aquella pésima racha sufrida. Pero

también me entristecí por mi novela, olvidada. La veía vagabundeando en

el disco duro, pidiendo limosna a otros archivos y carpetas, recientemente

actualizados, éstos, bien fornidos. Mi novela llamaba a aquellas lustrosas

puertas (con imagen incluida) y éstas solicitaban: ¡contraseña!.... pero el

pobre archivo de texto no sabía qué contestar y acabó por pasar la noche

al raso en el escritorio.

Debíamos elegir un fin de semana bueno, con sol y poco viento, para

tirarnos desde una montaña con alas de tela. El tiempo comenzaba a ser

algo inestable. El otoño y sus antojos. Convencí a Claudia, a pesar de que

las predicciones meteorológicas no estaban de nuestro lado. A medida que

íbamos avanzando en el camino, nos topábamos con más y más nubes.

Debía haber alguna manifestación anti-verano o algo así, allí arriba.

Algunas estaban más enfadadas que otras. Unas negras, muy pequeñas,

parecían tener una mala leche que para qué. Comenzaron los disturbios.

161  
 
Correcalles y enfrentamientos con las fuerzas del orden celestiales. A

nosotros, en el coche, nos llovían cristales, de los de los escaparates que

estallaban allá arriba, supongo. Llegamos a destino, sabiendo

perfectamente que no era el fin de semana adecuado. ¡Pero cómo venís

con semejante tormenta!, de esta manera nos saludó el de la agencia de

viajes y aventuras. Claudia me miró. Yo sonreí como un tonto y maldije la

revolución celestial. A partir de estas fechas, se complica la cosa, lo

podemos posponer hasta la primavera, vuestros vales tienen caducidad

anual, no os preocupéis por eso, dijo el ricitos de la agencia. Está bien…

claro, claro… mascullé y de vuelta al coche y de vuelta a Zaragoza. Claudia

llevaba un cabreo de la hostia. Tuve la decencia de parar en un pueblecito

e invitarla a un chuletón. Aunque, viendo su cara cuando se lo sirvieron,

juraría que estaba deseando plantarme a mí un buen chuletón, pero en la

jeta.

162  
 
CUARTA PARTE

‘Paso el sábado por Hanoi, si te apetece tomamos un café en el

aeropuerto. Sólo tengo un par de horas. Llego a mediodía. Un beso’, leyó

Adrián en su móvil. Se alegró, le apetecía volver a verla. Qué diablos, ‘le

apetecía’, ansiaba volver a ver aquellos ojos. ‘A las doce, ahí estaré. Un

beso’, leyó Claudia en su móvil y fue a reunirse con Johnny tras las

cortinas, apartados de los pasajeros. Se lo contó todo. Johnny se quedó de

piedra.

- ¿Pero cómo vas hacer eso? ¿Estás segura, Claudita? Madre mía,

piénsatelo bien.

- Pareces mi padre, venga Johnny, por favor…

Johnny advirtió que su amiga iba completamente en serio, la

abrazó y le susurró al oído ‘yo siempre te apoyaré’. ‘Lo sé’, contestó ella,

besó su mejilla y se marchó a servir una botellita de vodka al 38A.

Claudia vio a Adrián, sentado, con las piernas muy estiradas. Vestía

unos viejos vaqueros, una camiseta negra con una gran estrella roja y

unas zapatillas de deporte de mil colores. Barba de dos semanas y pelo al

163  
 
rape. Tenía un buen aspecto, saludable. Desprendía energía. Las facciones

de su cara eran limpias, bien delimitadas. Claudia echó un vistazo a su

reloj, las doce y siete. A Adrián le costó identificarla debido al uniforme.

Azul claro con botones dorados. De camino, ella se quitó el gorro estilo

marinero y se soltó el pelo. Ahora sí, era Claudia, sin duda. Tras los

saludos, pidieron café en el único bar abierto de aquella maltrecha

terminal y tomaron asiento. Claudia se desabrochó los dos botones más

cercanos al cuello, como si a alguien le faltase el aire ahí adentro. Fue

directa al grano. No había tiempo que perder.

- Adrián –dijo solemnemente-, quiero decirte algo.

- Está bien… Claudia, qué tono más serio… no parece nada bueno –

contestó Adrián sonriendo algo aturdido-… entonces… dime…

- De acuerdo… Empezaré por decirte que no puedo dejar de pensar en

ti, Adrián... Te busco entre los pasajeros de cada vuelo, creo verte al

final del pasillo, me acerco rápidamente… pero entras en el baño,

espero a que salgas, nada, no eres tú… por fin te encuentro, nos

saludamos, me pides un café con hielo, voy corriendo a preparártelo,

regreso, pero ya no estás… te vuelvo a buscar y nada, has

desaparecido, el corazón me da tumbos… el resto del trayecto se me

hace eterno, deseo aterrizar para encender el móvil, espero un

mensaje, una llamada perdida… aguardo un minuto, dos… nada. Lo

peor son las noches, me acuesto, me levanto, te escribo un mensaje, lo

borro, dejo el móvil sobre la mesilla, intento conciliar el sueño, no hay

manera… a por el móvil otra vez, escribo otro mensaje, no me atrevo a

enviártelo, caigo rendida con el teléfono en la mano… me despierto

164  
 
sobresaltada y busco tu cuerpo en mi cama, necesito abrazarte, pero

tampoco estás… No puedo más, Adrián… estoy enamorada de ti. Te

quiero, te quiero con locura… Todo lo que ha pasado… lo que nos ha

pasado… ha hecho que me sienta unida a ti, para siempre... Siento

haber sido tan directa, Adrián, pero te decía todo esto o me volvía

loca. He de intentarlo. Mi corazón me lo pide. Me encantaría

despertarte con un beso cada mañana, susurrarte al oído ‘buenas

noches’… quiero envejecer a tu lado, compartir mi vida contigo.

Adrián, te quiero. Te quiero mucho.

El corazón de Adrián estaba a punto de explotar. Sístole. Diástole.

Sístole. Diástole. Sístole. Diástole. El tren a vapor que se aproxima a toda

máquina. Aquel estruendo retumbó por todo el cuerpo. Los jugos gástricos

se despertaron sobresaltados. ‘Falsa alarma –dijo uno-, no hay nada que

digerir. Los ruidos vienen de arriba. Parece ser el corazón, está haciendo

de las suyas. Volvamos a la cama… intentemos dormir’.

Adrián balbuceó ‘vaya… Claudia… no… no lo esperaba’… y sonrió

tímidamente. Ella acarició su mano. Se besaron primero amorosamente

con sus ojos y después apasionadamente con sus labios.

Fueron a dar un paseo por las afueras del pequeño aeropuerto.

Claudia tenía poco tiempo y estaba ansiosa por hacer planes de futuro. No

se despegaba de Adrián, se aferraba a su cintura. Le dijo que dejaría su

trabajo, lo iba a comunicar enseguida a la empresa. Vendría a Hanoi a

vivir con él. Iban a ser muy felices. Anunció que ansiaba tener una niña.

La llamarían Martina. Cuando Adrián escuchó ese nombre, el de mamá, se

165  
 
separó de ella, extrañado. Claudia le tomó la mano. Sus ojos se

humedecieron bajo una película brillante que no se deshizo en lágrimas.

Le confesó:

- Lo sé todo… tu hermano me lo contó. Hablé con él antes de verte,

Adrián. Le pedí perdón por todo el daño que os he hecho, a ti y a toda

tu familia. Le describí mis sentimientos. Él es una gran persona, como

tú. Me comprendió. Le estaré por siempre agradecida. Sé que, además

de hermanos, sois grandes amigos y él te conoce como nadie. Fue

Javier quien me sugirió que te esperase en el mausoleo.

Adrián abrazó a Claudia y le acarició la nuca. Cuando se disponía a

besarla, una cuestión le sobrevino:

- Pero… ¿y cuándo hablaste con él?... Si no os conocíais…

- Le pedí el teléfono de tu hermano a Carlo… Carlo era de la cuadrilla

de… ya sabes –tragó saliva-. Coincidí un día con él en Trieste cuando el

juicio… me habló muy bien de tu hermano… y a ti no te guardaba

rencor, Adrián, a pesar de...

Adrián calló a Claudia de un beso. Regresaron abrazados a la

terminal y se despidieron como se despiden los recién enamorados: a

trompicones.

‘¡Cabronazo!’ –exclamó Adrián alborozado al ver a su hermano,

nada más entrar por la puerta. Javier arguyó que ya se había enterado de

su conversación con Claudia. ‘Es una gran mujer… a pesar de todo lo que

pasó… te quiere, y eso es lo importante’. Adrián, radiante, propuso ir a la

166  
 
terraza del lago a tomar unas bias. Invitaron a Carlo a la fiesta. Bias iban

y venían. Durante la velada, Javier fardó de su flirteo con una comercial,

la misma que antaño le tiraba los trastos y que, según apuntó Carlo, ahora

le tiraba botes de estrógeno a la cabeza. Javier, bordando su papel de

macho dominante, no parecía querer tener una relación seria con ella,

pero sí una seria relación de encuentros amorosos. Los amigos bebían y

bebían tragos de alegría embotellada, comenzaron brindando por el Viet

Cong, Ho Chi Minh, Pancho Villa y Garibaldi y terminaron con las mujeres

del mundo… ‘¿qué haríamos sin ellas?’ –concluyó Carlo, a pesar de que el

pobre pasaba más hambre que los perros de un vagabundo en tiempos de

guerra.

Claudia abandonó su trabajo. Johnny la iba a echar mucho de

menos, y así fue. Javier dejó su puesto a Claudia en el estudio y se fue a

vivir con la que no quería ninguna relación seria (aquí hombres sonríen

resignados y mujeres resoplan despectivamente ‘¡hombres!’). Claudia

encontró faena enseguida: cocinera en un restaurante italiano. Se le daba

muy bien, y le encantaba. Sus jefes hicieron correr como la pólvora el

rumor de que habían contratado a una cocinera italiana y el negocio se

167  
 
frotó las manos. Los hermanos con sus parejas y Carlo, solo, formaron una

gran familia. Hacían excursiones, cenaban, jugaban al bádminton en el

parque, reían, recorrían los mercadillos, bebían, hacían y deshacían

planes, cada uno a su estilo y a su modo, libremente, sin tapujos, sin que a

nadie le molestase nada del otro. Era una relación de amistad sincera.

Todos le buscaban pareja a Carlo, menos Carlo, que tenía la autoestima

por los suelos.

Al tercer mes de su llegada, Claudia se quedó embarazada. Julia le

siguió los pasos. Disculpad, no os he presentado todavía. Julia, Julia

Williams nació en Nueva York pero se trasladó a la costa Oeste siendo una

niña. Decía ser más de San Francisco que el Golden Gate. Además, era

pelirroja, natural, como el puente de su ciudad. Muy inquieta, un manojo

de nervios que parecía hablar con las manos. Tenía una gran cicatriz en

su mejilla izquierda que disimulaba algo su hermosura. Cuando te

acostumbrabas a la cicatriz, entonces era cuando descubrías realmente

toda su belleza. Javier estaba loco de remate por ella.

Todos estaban algo preocupados por aquellos embarazos, pues ni

Claudia ni Julia eran ya unas adolescentes. Tras alguna discusión, Julia

convenció a Javier para visitar un médico privado. Ella quedó encantada

con el afamado doctor y el asunto quedó zanjado. Por su parte, Claudia

optó por el hospital público, ‘como todo hijo de vecino’. Adrián era muy

feliz. Se hallaba en la cima de la gran montaña. Desde ahí no te queda otra

que contemplar el paisaje y sonreír. Allí arriba todo es claridad,

transparencia y pureza. Observas las nubes como hamacas flotantes

acolchadas, te lanzas al vacío y ellas recogen tu cuerpo, el viento te mece,

168  
 
abres los ojos y contemplas de día las estrellas. Te olvidas por completo de

que hay vida bajo las nubes. Pero la hay. Hay sombra. Quizá lluvia, quizá

muerte.

Desde el inicio de su relación y convivencia con Adrián, Claudia no

reveló a sus padres la identidad de su amado. Hablaba una vez por

semana con ellos. Les explicó, para no hacerles sufrir innecesariamente,

que trabajaba en la sección administrativa de las aerolíneas, en tierra

firme, en Hanoi (ahí sí dijo la verdad). Cuando llegó la noticia del

embarazo, sus padres lloraron de alegría tras el teléfono. Aquella

anunciación los rejuveneció. Cada vez más necesitaban ver a su hija, tocar

su tripa, conocer al futuro padre, no soportaban la distancia, suplicaban e

imploraban. Ellos eran demasiado mayores para emprender tamaño viaje.

Claudia, ven, por lo que más quieras, ven a vernos, hija mía. Ven, por Dios.

Te echamos de menos. No esperábamos ser abuelos… ni se nos pasaba ya

por la cabeza… a nuestra edad, hija mía, por lo que más quieras en el

mundo, ven.

Estaba muy preocupada por ellos, pero tampoco quería molestar a

su amado reabriendo viejas heridas, ya cicatrizadas. Le pidió consejo,

pero Adrián decidió no tomar cartas en el asunto. ‘Haz lo que te pida el

corazón, Claudia. Sea lo que sea yo te apoyaré. Son tus padres’ –le decía.

Así que, tras mucho pensarlo, resolvió ir. Comenzaba su cuarto mes de

gestación.

169  
 
No le sentó nada bien a Javier la noticia, pero disimuló su enfado.

Temía que su hermano sufriese. Objetivamente, el padre de Claudia era el

culpable de toda la amargura de los años en prisión.

Adrián simulaba su angustia con una sonrisa amable, para no

incomodar a Claudia… y a su pasajero sin billete. Todo lo relativo al

crimen, al juicio y a la condena permanecía escondido en una cámara

acorazada de algún rincón secreto de su cerebro. A la entrada, un cartel

de peligro, dos huesos y una calavera. Estaban llamando a la puerta.

Ella fingía su nerviosismo algo peor. Se movía en el asiento, leía una

revista, miraba, paseaba por el angosto pasillo, se encerraba en el baño...

Johnny, que se encargó de conseguirles los billetes a buen precio, se

acercaba cuanto podía y se mostraba muy atento. Estaba encantado con

ser tío, su sobrina iba a ser la más guapa del mundo, decía. Antes de

decidir lo del viaje, Claudia tanteó a Adrián acerca de conocer a sus

padres o no. Él dejó de nuevo la decisión en sus manos. Claudia rebozaba y

rebozaba el asunto pero no acababa de echarlo a la sartén. Pros y contras.

Cambio de parecer cada cinco minutos. Sí, se lo presentaré. Si me quieren

deben aceptarlo, soy su hija y es mi felicidad. El nieto está en camino,

Adrián es el padre. No. Quizá sea mejor que Adrián no acudiese. Su padre

se lo tomaría muy mal. Adrián se afligiría mucho ante su reacción.

Bastante le había hecho ya sufrir como para volver a las andadas. No y

no. Será mejor que aguarde… Lo entenderá. Es muy comprensivo. Lo

debía haber anunciado antes a mis padres, así hubiera evitado

comportamientos no previstos. Y estos nervios… seguro que no son

170  
 
buenos para la criatura. Claudia se acarició la tripa y suspiró despacio.

Johnny pasó como una flecha por el pasillo y le guiñó el ojo.

Decidió ir sola. Les anunciaría que el hijo que esperaba era de

Adrián, sí, Adrián Azcona, su novio. Lo amo. Aquello que ocurrió

pertenece al pasado. Además, lo hizo por mí, para salvarme. Si realmente

me queréis, debéis respetarme.

Desde el día en que dijo ‘sí’ el test de embarazo, la verdad es que

Julia no llevó nada bien el asunto. Mareos, vómitos, dolores musculares,

el azúcar, la tensión, contracciones… Sus distracciones: la consulta del

ilustre médico y revistas premamá. Al principio la acompañaba Javier,

pero acabó yendo sola con su hipocondría. El doctor le tramitó la baja.

Reposo absoluto. Nada de té. Nada de café. Pero cualquier mínima

molestia era motivo de una nueva consulta.

- ¡Estás obsesionada!, no te preocupes tanto… mujer… que todo va a

ir bien –reprendía Javier.

- Es por el bien de nuestro hijo, no es ningún antojo –corregía ella, en

perfecto castellano.

171  
 
Resolvió ir a San Francisco, a una nueva clínica que había

inaugurado su afamado ginecólogo. Disponían de los últimos avances de la

técnica, vería a su hijo en tres dimensiones y le harían no sé cuántos

análisis de todo tipo. Estaba como loca con eso de visualizar en una

pantalla los movimientos de la criatura. Sería un gran actor, seguro.

Javier se ofreció a acompañarla. ‘No te preocupes, cariño, serán sólo

cuatro días. Todo va a ir bien. Además, con esto de los seguros médicos, no

está nuestra economía muy boyante. Será mejor que vaya sola. Te quiero

mucho, mi amor’.

- Madre mía si llevas bolsas, parece que te vayas de vacaciones en

lugar de a una visita médica… Llámame en cuanto aterrices, sin falta.

Cuídate y no hagas esfuerzos… ¡ya sabes! Te quiero, cariño –la besó,

salió rápidamente de la terminal, arrancó la moto y regresó al trabajo.

Aquella noche Javier aprovechó para hacer limpieza, en sus discos

duros. Polvo informático. Miraba el reloj a menudo. El reloj también lo

miraba a él, a menudo. El pacífico es inmenso, un minúsculo díptero lo

sobrevolaba. Y en sus tripas estaba Julia, y en la tripa de Julia estaba su

retoño con su tripita también, formándose. Javier apagó su portátil, cenó

y se sentó a ver la televisión un rato. El reloj seguía ahí, en su muñeca,

con su gran ojo abierto. Javier decidió refugiarse en su hermano. Lo

telefoneó pero Adrián no contestó. Otra preocupación añadida. ¡Qué

raro!... si en Zaragoza son las seis de la tarde… ¿Qué hará? –se decía.

Hasta las tres de la mañana no se durmió. Sonó el despertador a las

siete. Lo primero que hizo antes de levantarse de la cama fue mirar el

172  
 
móvil, que durmió a su lado. Nada nuevo. Marchó hacia el trabajo. En

teoría, Julia ya debería estar en Los Ángeles. De ahí tomaba un tren a San

Francisco. ‘Mira que le dije, avísame en cuanto aterrices. Pues nada’.

Javier preguntó a Carlo al llegar a la oficina si había llamado Julia, por

casualidad. ‘No, no. ¿Todavía no ha llegado?’ –fue la respuesta.

La telefoneó. Nada, apagado. ¡Qué raro! Consultó en la web el

tiempo en California. Todo perfecto, veintidós grados y soleado.

- No te preocupes, Javi, que se habrá retrasado… ¿Has chequeado la

página web del aeropuerto de Los Ángeles? –indicó Carlo, al ver a su

amigo tan nervioso.

¡Menos mal! Ahí estaba el vuelo. Aterrizado. On time. Gruñó y

resopló. ‘Voy a preparar un café, ¿te apetece?’. Carlo asintió sonriendo.

Tras el café, rellamada. ‘A ver cuándo esta mujer se decide a encender el

móvil. Mira qué le dije…’

Aquella mañana Javier hizo varias visitas que tenía pendientes y

volvió a casa. Directamente a la cama, sin comer. Pidió permiso a Carlo

para ausentarse por la tarde. ‘Sin problema. Tranquilo, Javier. Esta noche

te llamo. Descansa, anda.’

Por fin sonó el móvil, pasadas las dos de la tarde. Javier comenzó a

regañar a Julia mentalmente pero observó que quien llamaba era Adrián.

Con semejante estrés, ya ni se acordaba de él.

- ¡Adrián! ¿Qué tal estás? –se apresuró a decir.

173  
 
- ¿Qué hay, Javier? ¿Cómo andas? –saludó su hermano con voz

queda.

- ¿Todo va bien, hermano? –preguntó Javier, algo preocupado ante el

tono de voz su hermano.

No, no iba muy bien. Amanecía en Zaragoza. Adrián daba un paseo

por la ribera del Ebro. Las Huertas quedaban al otro extremo de la ciudad,

río abajo. Decidió no ir a casa, no era el mejor momento. El cierzo

huracanado centrifugaba la ciudad, todavía entre dos luces. El río

discurría lento, viscoso, muy abajo, como escondiéndose del vendaval.

Adrián estaba muy impaciente por conocer la reacción de los padres de

Claudia. El viento le resultaba tremendamente molesto, lo empujaba hacia

el río, como un mal presagio. Se volvió a sentir preso, culpable. En su

pensamiento, los murmullos reverberantes que llegaban de casa de sus

suegros. ‘¡No es más que un asesino!... Pero, ¿te has vuelto loca?... ¡No

sabes dónde te estás metiendo!... El padre de mi nieto, ¡un criminal!...

¿qué dirá la gente?... ¿No te das cuenta?... ¿en qué diablos estás

pensando, hija? Menuda vergüenza, esto es un deshonor para toda

nuestra familia… Ni todo el amor que profesaban a su hija les haría

olvidar esa cuestión.

Pero Claudia dio un puntapié a todas esas cábalas, pues regresó

feliz y abrazó y besó a su amado. Sus padres, en un principio, se quedaron

de piedra al recibir la noticia. Reaccionó él, en primer lugar, pero esta vez

Claudia no permitió ni una sola recriminación. ¡Basta, papá! Su madre,

como siempre, quedó a la expectativa, apesadumbrada. Claudia explicó

sus sentimientos por activa y por pasiva, repetía una y otra vez el
174  
 
discurso que formuló mentalmente en el avión. Lloró. Defendió a Adrián a

capa y espada, realzó su bondad y su honradez. Va a ser el mejor padre

del mundo. A sus padres no les quedó otra. Escuchaban a su hija

resignados. Nada de que lo hiciesen o dijesen haría mella en ella. Y, al fin

al cabo, aquí la tenían. Había venido a verlos, los haría abuelos. Un regalo

que ya no esperaban. Se dieron por vencidos. Mamá besó a su hija y tocó

su tripa, papá zanjó para siempre el tema de Adrián con una sonrisa

conforme.

Así que cenarían todos juntos aquella noche. Los suegros saludaron

correctos. A Adrián le bastó. Ningún comentario despectivo. Ninguna

alusión desafortunada. Tras los primeros y tensos instantes, todos se

refugiaron en lo deliciosas que estaban las empanadillas y las croquetas.

La cena era copiosa. Los platos se pisaban unos a otros. No había sitio

para todos y el vino tinto esperaba su turno en el suelo. Cómo echaban de

menos aquella tortilla de patata, los emigrantes. Riquísima, bien de

cebolla. El ambiente se hizo cada vez más distendido. Los futuros padres

desprendían cariño, en sus palabras y en sus gestos, su ternura parecía

enternecer a la ternera. Esponjosa, con champiñones. ¡Exquisita, mamá!

Tras los postres, el licor de hierbas. Bajaba por aquellos esófagos

arrasando. Nerón quemaba todo a su paso. Ayuda extra para los jugos

gástricos. Bienvenida sea. Incluso los vejetes se hicieron alguna

carantoña, hecho que extrañó y conmovió a Claudia. El tema principal de

la velada fue el hijo. ¿O la hija? No lo queremos saber, papá. El nombre. Si

es chico. ¿Y si es chica? La educación. ¿Qué religión hay allí? Nosotros no

somos muy religiosos, mamá. ¡Ah, claro! Los jóvenes de ahora…

175  
 
Los futuros padres se lo tomaron con humor, pues las piedras en el

camino, que ambos esperaban, resultaron ser montículos de musgo

esponjoso.

Adrián sentía escapar de la prisión para siempre. Cara al público,

sonreía. En sus adentros, retornó a su plazoleta de Hanoi. La última gran

tormenta. Aquellas gotas lo atravesaban, purgando todos los resquicios de

culpa hasta que expiaron por completo su condena.

Prometieron volver. Con la criatura. Los padres de Claudia estaban

orgullosos de poder ser abuelos, lo repetían una y otra vez. Eran ya unos

viejos, según decían, pero confiaban en ver a su nieto, echarían el resto

para que así fuese. En la senectud no queda otra que aferrarse a la vida.

Las ilusiones son enfermedades mortales, para la muerte.

- Javier… ¡Javier!, ¿qué tal?, ¿cómo estás? –y sin dejar espacio al

tiempo para la respuesta prosiguió-. He conocido a los suegros, ¡todo

ha ido bien! Volvemos para casa. Estoy muy contento. Tengo muchas

de llegar ya. Nos echaremos unas buenas cervezas para celebrarlo…

- Claro… me alegro mucho por ti, Adrián… –dudó un momento-.

¡Tened buen viaje! Hablamos a la vuelta. Un beso grande para los

dos… bueno… ¡para los tres!

Eufórico, Adrián se despidió con un ‘¡te quiero, hermano!’. Javier

prefirió no perturbar su bienaventuranza. Si la alegría va por barrios, a su

barrio se lo había tragado la tierra. Julia seguía sin dar señales de vida.

Su teléfono, apagado o fuera de cobertura. Cuando lo encendiese

quedarían reflejadas las más de trescientas llamadas perdidas.

176  
 
A la mañana siguiente se presentó en la consulta del ginecólogo.

Una amable señorita con una impecable bata blanca le hizo saber que el

doctor no se encontraba en la ciudad. ‘¡Ya lo sé!’ –pensó Javier. Total, que

no sabían nada, en la consulta. Tampoco iban a molestar al doctor, pues

estaba trabajando en su clínica norteamericana. Déjeme su nombre y su

teléfono. Cualquier noticia acerca de su esposa se la harían saber. Muchas

gracias. ‘Es mi novia, no mi esposa’ –pensó Javier y se marchó.

Al tercer día de su marcha telefoneó, por fin. Javier, al borde de la

histeria, casi no acierta a pulsar la tecla del telefonito verde. Tras las

exclamaciones apelotonadas de alivio, furia, alegría, reproche, ira,

satisfacción… apareció ella disculpándose y abordando la cuestión. Su

cuestión.

Había decidido no volver… mañana, nunca. El reencuentro con su

ciudad, su madre, su responsabilidad ante la criatura que crecía en su

vientre. San Francisco la acogió en forma de cuna. Allí todo resulta más

fácil, con la clínica a tres manzanas de casa. Sentía mucho aquel cambio

tan repentino. Necesitaba estar completamente segura, y lo estaba. Es lo

mejor para nuestro hijo... Debía velar por él, por su salud, por el bienestar

177  
 
de la familia. Ven aquí a vivir conmigo, cariño, por favor te lo pido.

Multitud de empresas, delegaciones, sucursales… muchas opciones.

Empresa fácil encontrar un buen trabajo en San Francisco. Te va a

encantar la ciudad, mi amor. Aquí sólo faltas tú. Sé que ha sido todo muy

rápido, lo siento. Su decisión era firme. Entiéndeme. Aquí estoy con mi

madre, más arropada, ante semejante reto: el de criar a una criatura. Por

favor, Javier, ven, ven aquí conmigo, formaremos una gran familia.

Seremos muy felices. ¿Qué me dices?

Javier balbuceó algo incomprensible. Ante semejante bombardeo de

emociones, las sílabas huían por su boca antes de formar palabras. Julia

se apresuró a tranquilizarlo, ‘tómate tu tiempo… siento que todo haya sido

tan imprevisto’. Aquella conversación telefónica duró alrededor de una

hora y media. Ella esperaba, segura de sí misma, en su papel de Golden

Gate. Javier subía y bajaba por aquellas famosas y empinadas calles, pero

desconocidas para él. Al final, se quedó sin gasolina, su vehículo,

deteniéndose justo en medio de la avenida principal, la de mayor

pendiente, la que te encarama a las colinas o te arrastra hasta el puente.

Llegaron a modo de anticiclones. Alumbraban y daban calor a su

paso. Javier los recibió en su piso, cariacontecido. Les expuso las buenas

malas nuevas. Tremendamente confuso, con una mirada pidió consejo a

su querido hermano y a su cada vez más querida cuñada. De primeras, se

quedaron tan sorprendidos que no supieron qué decirle. Quizá la solución

fuese convencerla para volver, concluyeron. ‘Imposible’ –decretó Javier.

Los tres reflexionaron unos momentos.

178  
 
- Pensé hasta que se había fugado con el médico. Me estoy volviendo

loco. No quiero ir… por un lado. Mi vida aquí, soy muy feliz, en Hanoi,

con vosotros, con Carlo, ¡hasta con mi trabajo!... Pero, por otro… estoy

enamorado de Julia, muchísimo, no puedo estar sin ella… y nuestro

hijo, ¿qué clase de padre abandona a un hijo?... No, ¡no quiero

perderlos! –confesó.

Silencio. Aunque indecisas, aquellas palabras parecían definitivas.

Adrián vio a su hermano volando hacia San Francisco, para quedarse.

Parecía estar haciendo su maleta, ahí, sentado en el sofá. Le dio

muchísima pena. Jamás hubiera podido pensar que se separarían, tras la

muerte de sus padres. ¡Jamás! Odió a Julia por arrebatarle a su alma

gemela. Llegó a desear que acabase su amor, ¡cualquier cosa!, pero quería

a su hermano de vuelta. Incluso antes de que se fuese. Javier formaba

parte de su vida, tanto como sus piernas o sus brazos. No te acuerdas de

ellos cada momento, pero sabes perfectamente que están ahí. Les guiñas

un ojo y susurras: ¡gracias!

Durante los últimos meses de embarazo y tras el nacimiento de su

preciosa hija, la felicidad de Adrián comenzó a cojear. Era dichoso,

tremendamente dichoso. Se hallaba en paz, amaba a su Claudia,

enloqueció cuando llegó Martina. Pero Javier no estaba ahí para

compartir su inmenso júbilo. Además, Javier llevaba consigo a papá y a

mamá. Tampoco ellos estaban. Los tres, al otro lado del Pacífico. Muy

lejos, demasiado. Su familia, a la que todo le debía, con la que creció y

aprendió, gracias a la cual era como era. Gracias a la cual había sido capaz

de crear la suya propia. Su mejor manera de decir ‘gracias’. Gracias,


179  
 
papá, mamá, hermano. He aquí a mi dulce Claudia. He aquí a mi preciosa

hija Martina: son vuestras, su felicidad os pertenece.

- ¡Por Dios! El gen del color de tus ojos… es muy importante que

prevalezca sobre el mío, ¡sería un marrón para nuestra criatura! –

bromeaba Adrián.

Todo el mundo que miraba a Martina se enamoraba de sus ojos.

Señalaban, los vecinos, asombrados. Un milagro de la naturaleza. Eran

nítidos, en espiral. Un remolino de luz. Hipnosis. Magia. Daba igual su

naricita respingona, su frondoso pelo castaño. Miradla, en brazos de su

madre. Sobre su cabeza, un minúsculo Nón Lá, sombrero típico

vietnamita, regalo de Nguyen, el jefe de Adrián, el del taller. Vestida con

un kimono rojo y verde, con ribetes dorados, dejando ver sus desnudos

piececitos.

De la mano de sus papás, Martina, de pie, parecía una letra

minúscula con acento circunflejo.

Acompañado día y noche por la ausencia de su hermano, Adrián se

aferraba a la vida, a cada segundo, a cada sensación, no quedaba otra. Y

180  
 
Martina se lo puso fácil. Simplemente había que observarla un rato. ¿Por

qué tendrán que dormir los bebés? Aquellos párpados escondían

verdaderos tesoros. Durante el día, maniobraban lentos, los párpados,

pestañeando con mimo, como acariciando aquel verdor.

Ya había perdido demasiado tiempo entre rejas. Odiaba tener que

acostarse. ¿Por qué no podemos chascar los dedos y recibir un nuevo día?

Así no hay que perder tiempo, intentando dormir. Obligados. Tocaba vivir.

A toda máquina. Dan el pistoletazo de salida y la carrera finaliza con la

muerte. La muerte no sólo es tumba o urna, también es la inconsciencia

de seguir vivo. Si olvidas esto último, adiós. Sonreirás, claro que sí, al

igual que llorarás o gemirás o susurrarás. Tu vello se erizará viendo un

crepúsculo. ¡Por supuesto! Sin embargo, tus sentimientos no brillarán, no

eclosionarán, no arderán… estarán delimitados, normalizados, sin tú ni

siquiera notarlo. Alegría, en un triángulo. Tristeza, en un cuadrado.

Deber, en un decágono. Vergüenza, en un pentágono. Pasión, en un

rombo… Rumbo a la urna o a la tumba. Elige.

Adrián nació muerto. Javier murió con él. El seísmo borró del mapa

San Francisco. Julia desapareció también, bajo las lágrimas de la abuela

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que nunca llegó a ser. Le resultó imposible seguir con aquella vida,

desgraciada, pues aquella vida se cimentaba en su hijo Adrián. Adrián era

el nexo que faltaba. El círculo necesita de la circunferencia, si no, se

desparrama y pierde su condición. Con los problemas del parto, Julia no

podría concebir más hijos. Seguir en San Francisco resultaba inútil.

Demasiado esfuerzo para tan pocas fuerzas. Decidió dejarlo todo, volver.

Para siempre. Al barrio. A casa. Con papá y mamá.

Su hermano observó cada movimiento en la distancia y sufrió a su

lado. Javier voló a través de Estados Unidos y el Atlántico, como a

hurtadillas de su querido Adrián. No deseaba inmiscuirlo en su tristeza,

en su desesperanza, arrastrarlo en su derrota. Debía evitar el efecto

dominó de las desgracias. Sólo si retiraba su ficha, las demás podrían

quedar en pie. Era tiempo de desmontar el tinglado, de recoger los

bártulos. Silenciosamente. Javier ya ansiaba su soledad, en ella se

protegería a partir de entonces. Vagaría en sus recuerdos, se alimentaría

de ellos.

Pero no tardó en volver, Adrián, junto con su familia. No soportaba

imaginar a su hermano en casa, en la vieja hamaca, cocinando frente a los

fogones. Papá y mamá sufrirían viéndolo allí, solo. Se maldecía por estar

lejos. Ahora era Javier quien necesitaba de su cuidado, de su presencia, de

su apoyo, de su cariño. Javier, su querido Javier, al que tanto le debía, al

que tanto admiraba. Ya no hay nada que hacer aquí, en el otro mundo, se

dijo Adrián. Consigo se llevó la ciudad, sus gentes y sus lluvias. Sus

propios símbolos de Libertad. Claudia aceptó encantada el éxodo: sus

padres juraron el cargo de abuelos mirando al cielo y diciendo gracias.

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Llovía cuando llegaron a la vieja casa. Adrián echó un vistazo a la

fachada. La ventana del dormitorio de sus padres seguía abierta, tal y

como cuando se marchó. Justo debajo del alféizar, un canalón vertía con

fuerza el agua de la lluvia.

Adrián pulsó el timbre con lágrimas en sus ojos. Al abrazarse,

lloraron todos menos Martina. Ella miraba sorprendida a su alrededor,

con sus pupilas voraces, chispeantes, queriendo participar de la fiesta. La

fiesta del reencuentro. La paz y el sosiego se instalaron definitivamente

en aquellas vidas, otrora tan ajetreadas. Reposaron sus almas, por fin, y

para siempre. Javier preparó café y se acomodaron todos en las viejas

hamacas de tela, estirando las piernas. En la radio refulgía la primera

Arabesque de Debussy. Parecía como si aquel piano aterciopelado

estuviese sonando al mismo tiempo en todos los rincones del Universo. La

lluvia se fue disipando con los últimos acordes y las nubes se fusionaron

con el cielo. Adrián, abrazado a su hermano Javier, y Claudia con Martina

en brazos, salieron a dar un paseo por las huertas y contemplaron el

purpúreo atardecer.

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