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El Cerebro no nos engaña

Iñigo Ongay

En torno al libro de Marino Pérez Álvarez, El mito del cerebro creador. Cuerpo,
conducta y cultura, Alianza Editorial, Madrid 2011

El cerebro no nos engaña: a propósito de un libro de Francisco J. Rubia

Hace ahora más de una década, el año 2000, veía la luz en la editorial Planeta el libro El
cerebro nos engaña del neurólogo español Francisco J. Rubia. La obra, muy bien
pertrechada como es natural en un autor de la solvencia científica de Rubia de una
cantidad realmente masiva de erudición neurológica, representaba, al menos según la
escala de análisis que corresponde a los finis operantis de su autor, un ataque en toda
regla al corazón mismo del «dualismo cartesiano» que habría venido al parecer
confundiendo la tradición psicológica al insistir, desde el propio Descartes hasta el
neurocientífico australiano John Eccles, en la «existencia» de una suerte de mente, a su
vez entendida como una sustancia espiritual, separada del cerebro. Cuando las cosas se
interpretan así parecería que en efecto, tal espíritu («del que –según nos recuerda Rubia
por activa y por pasiva a lo largo de su obra– no se tiene ninguna prueba») no sería otra
cosa que el resultado de la sustantificación metafísica o incluso mítica, de lo que, en
buena neurología diríamos, no es más que «un producto del funcionamiento del
cerebro». Semejante dualismo, sin perjuicio de su persistencia práctica en nuestro
presente, habría quedado en el fondo arrumbado por el curso –sin duda que triunfal– de
la investigación científica (particularmente, claro está, neurológica) que habría
terminado por demostrar, de manera irresistible, prácticamente perentoria, que la mente,
la conciencia o el mismo yo no son más –aunque tampoco menos–
que epifenómenos tálamo corticales enteramente reductibles a los módulos
cerebrales correspondientes. Así:

«Algunos autores opinan que esta enfermedad [Rubia se refiere en este contexto al
llamado trastorno disociativo de identidad] abre una ventana para que podamos entender
mejor la relación mente-cerebro. Lo que indica son dos cosas: primero, que la división
de las funciones cerebrales en módulos es una realidad, y que estos módulos pueden
funcionar, en condiciones anormales, aislados unos de otros; y segundo, que el módulo
del yo, o lo que nosotros entendemos por yo o mismidad, es tan frágil que puede
disociarse fácilmente, incluso sin que existan lesiones cerebrales. […]
A este módulo cerebral es al que le atribuimos la capacidad de controlar la vida mental,
pero los hechos nos señalan que eso está lejos de ser cierto. La propia experiencia nos
dice que muchas de nuestras conductas tienen lugar en ausencia del yo; el módulo del
yo es el que posee la consciencia y el lenguaje, pero existen muchos otros módulos que
funcionan independientes de él. Y sin embargo a este módulo le atribuimos el control de
nuestra vida mental, como hemos señalado, sin que lo tenga en realidad. Es evidente
que si entendemos por vida mental tanto la vida consciente como la inconsciente, esta
última no está controlada ni supervisada por el yo, como tampoco lo están la mayoría de
las funciones cognitivas que discurren sin verdadera consciencia de lo que está pasando.
El módulo del yo es más bien un intérprete, un observador de lo que otros módulos
hacen, un especialista en explicar lo que nos controla. En realidad, el yo existe sólo
como una ficción conveniente que nos sirve para dar sentido a lo que muchos procesos
inconscientes nos obligan a hacer.»{1}
Pues muy bien, lo que sin duda llama la atención al lector en párrafos como estos es en
primer lugar el grado en que su autor, sin perjuicio de su rabioso monismo fisicalista,
parece dar cuerpo a una suerte de gigantesca prosopopeya en la que, con lenguaje
dramático, se atribuyen al «cerebro» (o lo que a nuestros efectos viene a ser lo mismo, a
sus partes formales) propiedades operatorias tales como la «observación», la
«supervisión», el «control» sobre la «vida mental», &c., atributos, y operaciones todos
ellos que sin embargo, el propio «cerebro» muy difícilmente podrá ejercitar, al menos
cuando nos situamos fuera de las premisas mitopoiéticas de fondo entre las que se
mueve el propio Rubia.

En efecto, ¿cabe atribuir al «cerebro» las capacidades organolépticas necesarias y


suficientes para ejercer la operación «observar» (por no decir «supervisar») «algo», a
fin de cuentas totalmente «inoservable» como pueda serlo la «vida mental» si es que, a
su vez, hemos de considerar a esta misma como incorpórea? No creemos ciertamente
que resulte posible superar los niveles de oscuridad y confusión de las que «frases»
como estas de Rubia se mantienen constantemente prisioneras y sin embargo, la propia
vulgaridad de sus presupuestos estaría, nos parece, epitomizadas de manera muy exacta
en el propio título del libro puesto que, a menos que comencemos por solidarizarnos con
el mismo espiritualismo que se pretende destruir, es absolutamente evidente que el
«cerebro no nos engaña». Ciertamente: ¿cómo podría –cabe preguntarse– «engañar» un
órgano disociado del cuerpo y por tanto incapaz, por hipótesis, de «comunicarse» con
nadie salvo metáfora impropia? Recíprocamente: ¿cómo podría ser engañado, «por su
cerebro», un organismo al que así las cosas, suponemos que habría que comenzar por
considerar como anecefálico? La cuestión en este punto reside en que el «cerebro», al
margen del propio cuerpo orgánico en el que este aparece insertado a título de parte
anatómica suya, no «engaña»,ni «supervisa», ni «observa», ni «controla» (como
tampoco lo hacen sus propias partes, los módulos o los hemisferios cerebrales)
puesto que todas estas operaciones, son desde luego propias, en todo caso, de los
organismos considerados en tanto que sujetos operatorios. Y aun cuando en efecto
sea cierto que tales organismos hayan de aparecer como dotados de sistema nervioso
para poder operar, también es verdad que tal sistema nervioso ni siquiera podría
comenzar a funcionar al margen de las moléculas de trifosfato de adenosina que los
propios sujetos operatorios extraen, mediante el uso por caso de sus manos prensoras o
de su musculatura estriada (y no de sus cerebros encerrados en los cráneos), de un
entorno fenoménico del que nunca podrá desconectárseles salvo desde un punto de vista
abstracto.

El cerebro nos engaña. Este es en resumidas cuentas, el proton-pseudos del que la


argumentación de Rubia extrae toda su plausibilidad aparente (un equívoco, en
definitiva, muy parecido al que se comete cuando se afirman cosas tales como : «el
cerebro es muy listo y le dice al organismo cómo sobrevivir», &c.). El hecho de que un
trampantojo de semejante calibre polarice el propio título de la obra de Rubia resulta,
creemos, suficientemente iluminador acerca del valor del libro mismo –sin que ello
obste el interés, extraordinario, de la información categorial que este ofrece al lector–. Y
ello, puesto que entonces, lo que habrá que decir es sencillamente que no es que
el cerebro nos engañe dado que simplemente, lo que de verdad engaña, es la misma
corrupción de la maquinaria lógica con la que muchos neurólogos, en ocasiones
muy eminentes, tienden a analizar los contenidos de su disciplina.
Los límites gnoseológicos de la «cerebrolatría»

Sin embargo, no se trata sólo, ni tampoco principalmente, de Rubia. Y no se trata


solamente de él entre otras cosas, dado que de lo que no queda en absoluto duda alguna
es de que el «cerebro» ha venido a convertirse en una de las figuras más destacadas del
«dramatis personae» de las ciencias de la conducta a lo largo de las dos últimas
décadas. Así al menos, según nos parece, lo atestiguarían aportaciones tan renombradas,
a poco que se urge en las principales publicaciones del ramo, como las de Antonio
Damasio, Zemir Seki, Francisco Mora, Carl Zimer, Giaccomo Rizzolati o Vilayanur
Ramachadran. Unos tales neurocientíficos estarían con ello, precisamente al paso del
crecimiento desbordado y apabullante de nuevas tecnologías de construcción de
imágenes neurales (así: Resonancia magnética funcional, Tomografía axial
computerizada / por emisión de positrones, &c.), dando carta de naturaleza al
establecimiento de disciplinas científicas de nombres tan sonoros (y también tan
equívocos) como puedan serlo la neuro-ética, la neuro-estética, la neuro-economía o
incluso la neuro-teología, o la neurología del yo, &c.{2} Semejantes «campos
científicos» representan, a nuestro juicio, no solamente una suerte de reedición
corregida y aumentada de aquella máxima de Johannes Müller según la cual Nemo
Psychologus nisi Physiologus (puesto que ahora, al parecer, habría que extender el
alcance de este lema para incluir también a los economistas, los historiadores o los
teólogos), sino que vendrían a suponer, como se ha reconocido algunas veces, una
puesta al día de los presupuestos frenológicos que hicieron furor en el siglo XIX. Y es
que, en efecto, si es verdad que frenólogos tradicionales como lo fueron Gall o
Spurzheim o, para el caso de España, Mariano Cubí y Soler pudieron levantar durante la
segunda mitad del XIX, detalladísimos mapas craneoscópicos con todo tipo de
«localizaciones cefálicas» para las más diversas «funciones psicológicas»
(«pensatividad», «coloratividad», «ordenatividad», &c.{3}), en nuestros días, la neuro-
craneología contemporánea llega a dar ciento y raya a tales reliquias decimonónicas en
gracia, por caso, a las investigaciones «quirúrgicas” de Egas Moniz sobre los efectos de
las lobotomías en funciones cognitivas y conductuales básicas, a los mapas de la corteza
puestos a punto por Korbinian Brodman, a la teoría modular del cerebro defendida por
Rubia o a análisis de casos como el de Phileas Gage por parte de Antonio Damasio{4}.
Es verdad que muchos de estos neo-frenólogos preferirán muy razonablemente
desmarcarse hasta cierto punto de la tosquedad característica de la escala de análisis en
la que Gall y compañía pudieron moverse en su momento (y ello puesto que “cualquier
función mental compleja es resultado de contribuciones concertadas por parte
de muchas regiones cerebrales a niveles diversos del sistema nervioso central, y no de la
actividad de una única región cerebral concebida a la manera frenológica.»{5}), aunque
no por ello, sin duda, la «cerebrolatría» propia de su perspectiva quede atemperada lo
más mínimo.

Sencillamente, en lo que Gall y Damascio (o Rubia, o Mora, &c.) estarían coincidiendo


plenamente desde el punto de vista gnoseológico, es en la voluntad reduccionista –
descendente– de ejecutar un regressus desde el plano de los fenómenos tal y como
estos quedan pautados a escala etológico-conductual o incluso institucional (no en
vano se habla, ciertamente, de neuro-política, neuro-economía o aun de neuro-teología)
a morfologías esenciales (anato-fisiológicas) en las que la misma textura operatoria
característica de los fenómenos de partida habría terminado por difuminarse al límite
de su desaparición{6}.
Así, cuando una rata enfrentada a una tarea de discriminación táctil determina, mediante
sus bigotes faciales, el tamaño de un agujero, los movimientos propiamente operatorios
efectuados por el sujeto experimental llegarán a quedar enteramente resueltos ad
integrum en la tasa de respuestas electroquímicas de las neuronas S1 y VPM de la
corteza somatosensorial y el tálamo de los roedores{7}.

Con ello, las neurociencias parecerían triunfar precisamente allí donde la mayor parte de
las escuelas en psicología (de Wilhem Wundt a Skinner) habrían fracasado. En realidad
tan estéril gnoseológicamente, se dirá, resulta pretender estudiar «científicamente»
la mente, a la manera de la psicología introspeccionista del XIX tal y como esta quedó
desmantelada a partir de la irrupción de las psicologías objetivas, como afrontar el
estudio «por derecho propio» de las propias conductas de los organismos animales a la
manera del conductismo radical skinneriano, toda vez que ni la mente ni la
conducta existen como tales, como no sea a título de resultados de la actividad eléctrica
del cerebro. Solo que naturalmente, así las cosas, lo que comienza a aparecer como
problemático desde nuestra perspectiva, no es tanto sin duda el regressus reductivo
desde los fenómenos operatorios a sus componentes neuro-fisiológicos –puesto que el
curso de tal regressus siempre permanecerá expedito– cuanto la
reconstrucción progresiva del todo fenoménico de partida desde la escala de análisis
a la que la neurología nos ha terminado por abocar.

Sucede aquí como en el caso de la resolución de las partes formales a escala


anatómica de un organismo determinado (ie: sus bíceps, su esqueleto o su
páncreas) en las partes materiales bioquímicas resultantes del análisis
molecular{8} (por ejemplo: los azúcares -ribosa, los puentes de hidrógeno o las bases
azoicas de las hebras de ADN que residen en el núcleo de las células somáticas). Puede
que la escala molar que marca los contornos del campo práctico de los fenómenos se
deje analizar mediante un regressus a sus partes moleculares ad quem, pero lo que
desde luego es asimismo cierto es que tales partes, aunque sea sin duda imprescindible
darlas en todo momento por supuestas desde un punto de vista lisológico (dado que, ni
que decir tiene, siempre será posible proceder a un lisado molecular del todo orgánico
de referencia), no serán capaces de reconstruir las morfologías anatómicas de las
que se partió como términos a quo a no ser que, en una suerte de dialelo
gnoseológico, hayamos procedido presuponiéndolas en el curso mismo de la
reducción analítica, para recuperarlas, íntegramente, en la línea del progressus.

Y si en efecto, el cuarteamiento analítico de las partes anatómicas de un organismo en


sus componentes moleculares aparece siempre como una posibilidad abierta a
efectos regresivos, y de ahí justamente, nos parece, deriva toda la fuerza constructiva
del reduccionismo descendente. Una potencia sin embargo que, diríamos, sólo se gana
a un precio muy alto: a precio de o bien enrocarse en un regressus enteramente
formalista sin retorno posible a los fenómenos de referencia, o bien, muy
frecuentemente, de reintroducir de matute las propias texturas betas
operatorias del plano fenoménico reducido, en el interior de las propias
estructuras alfa que hacen las veces de términos de la reducción. Esto sucede por
caso, cuando sociobiólogos como Dawkins se ven en la necesidad de atribuir, aunque
sea «metafóricamente», «egoísmo» a los genes o cuando los genetistas hablan de
«código genético», de «ARN mensajero», de «bibliotecas» genómicas &c., &c.
Mutatis mutandis, el cerebrocentrismo propio de las neuro-ciencias del presente,
entendido como metodología reductiva del campo fenoménico operatorio,
terminará por comprometerse, en el límite de la metafísica o incluso de la
mitología más oscurantista, con concepciones «prosopopéyicas» del sistema
nervioso tendentes a considerar al cerebro en el mejor de los casos como una
máquina (por ejemplo como un ordenador{9}) y en el peor, según ya advertimos, a
la manera de un homúnculo capaz de ejecutar operaciones, &c., &c. Algo que,
repárese, en definitiva no dejaría de recordarnos sospechosamente a aquella
«explicación» del campesino alemán según el cual los caballos se mueven porque en
cada una de sus pezuñas se escondería un pequeño caballo galopando.

Radiografía del «cerebralismo»: el enfoque de Marino Pérez Álvarez

Pues bien es precisamente frente a este cúmulo de «evidencias mitopoiéticas» en las que
hacemos residir el proton pseudos de la argumentación «cerebrolátrica», que Marino
Pérez Álvarez ha tenido ocasión de emplear a fondo los hilos, extraordinariamente
finos, que se trenzan en el tejido crítico de su último libro, El mito del cerebro creador.
Cuerpo conducta y cultura. La obra, de extraordinaria contundencia argumentativa, saca
adelante una radiografía creemos que muy importante, del «cerebralismo»
contemporáneo poniendo de manifiesto, con un ojo clínico bien acerado, sus límites
gnoseológicos y ontológicos. Y no se trata tanto de que Marino Pérez Álvarez haya
decidido, en nombre no se sabe de qué oscuro espiritualismo dualista, oponerse al
avance de las neurociencias, puesto que como el propio autor nos aclara en el prólogo
de su obra:

«Obviamente, el libro no va contra el cerebro. ¿Quién podría ir contra el cerebro o


siquiera tratar de rebajar su importancia? El libro tampoco va contra la neurociencia,
sino, acaso, contra la filosofía que implica o, al menos, cierto uso de ella consistente
en un reduccionismo fisicalista según el cual todo sería reductible a procesos
físicoquímicos. El libro va contra el cerebrocentrismo, esa tendencia a explicar las
actividades humanas como si fueran cosa del cerebro.»

Y es que en efecto, si no nos equivocamos demasiado, el libro de Marino Pérez


representa principalmente un oportuno –a efectos crítico higiénicos– diagnóstico de tal
tendencia «cerebrocéntrica». En particular, y muy sagazmente según nos parece, Pérez
Álvarez procede a ofrecer al lector una fecunda caracterización del «cerebrocentrismo»
como moda, como mito y como ideología. Véamos.

El «cerebrocentrismo» es una moda por cuanto el «torbellino triunfante» de la


neurología ha venido comprometiendo en nuestros días los cercos categoriales de
muchas disciplinas científicas o tecnológicas las cuales, parecerían quedar
inmediatamente prestigiadas, solemnizadas mediante la incorporación del prefijo
«neuro» a sus rótulos titulares (neuro-economía, neuro-política, neuro-psicología,
&c., &c.). A este respecto, tiene el máximo interés advertir el grado como semejante
despliegue invasivo del «cerebrocentrismo» en sus pretensiones «fagocitadoras»
del tejido de terceros recintos científicos, no es algo que pueda disociarse de
desarrollos tecnológicos como el concerniente a las tecnologías de producción de
imágenes neurales capaces, según se ve, de dar cuenta de lo que sucede en el
cerebro cuando el organismo se sitúa ante determinadas tareas, por ejemplo, de
razonamiento económico, también ético, &c.. Sin embargo, la verdadera cuestión en
este punto reside en que, tal y como lo señala Marino Pérez, los escáneres y las
imágenes obtenidas por resonancia magnética funcional muy lejos de abrir, como a
veces se dice metafóricamente, «ventanas al cerebro»{10} (como si tal cosa tuviese algún
sentido preciso), o mucho menos a la «mente» o a los «fenómenos psicológicos» (como
si este tipo de expresiones tuviesen otro alcance que el que cuadra al mentalismo
sustancialista más arcaico), sólo ofrecen en realidad –y ya sería bastante– imágenes
promedio, estadísticamente construidas, del flujo sanguíneo en determinadas zonas
corticales. Por lo demás, según Pérez Álvarez lo demuestra de manera concluyente,
tampoco puede olvidarse que si Damascio y otros neuro-científicos han
podido encontrar el «yo» en las estructuras cerebrales correspondientes (por
ejemplo en la corteza prefrontal media), ello, sólo se debe a que en realidad habrían
partido dialécticamente –según el ejercicio de un particular dialelo gnoseógico– de él
(del propio «yo autobiográfico») tal y como aparece constituido institucionalmente a
escala social e histórica{11}, para después proyectarlo sobre los fenómenos cerebrales
obtenidos (mejor: construidos) por medio de las técnicas de formación de imágenes. Un
conjunto de aparatos, por cierto, que, a su vez, tendrían que comenzar por ser
interpretadas como operadores o acaso como relatores más que como ventanas –algo
que sin duda carece de sentido alguno fuera del descripcionismo más ingenuo.

«Del cerebro no se deduce sino lo que ya se sabía de entrada» (pág. 203). Así puede
en efecto leerse el dialelo que Pérez Álvarez acierta a detectar en el ejercicio de las
neurociencias. Con ello, se diría, no es tanto que las propias tecnologías de formación
de imágenes carezcan de importancia psicológica –pues es claro que su alcance resulta
muy difícil de desconocer– cuanto que dicha importancia, aun cuando comience por
reconocerse, sólo podrá ser medida con precisión a la luz de las propias funciones
conductuales que tales tecnologías pretendían reducir. Como dice Marino Pérez
Álvarez: «En realidad, las funciones psicológicas o actividades conductuales sirven
en mayor medida para estudiar el cerebro, que el estudio del cerebro sirve para
conocer las funciones psicológicas.» (pág. 36).

En cuanto mito, la tendencia «cerebrocéntrica» consistiría sobre todo en la vigorosa


dramatización de las morfologías cerebrales que, así las cosas, comenzarán a ser
consideradas como capaces de llevar a cabo operaciones propias de sujetos
corpóreos. Pérez Álvarez subraya como este quid pro quo, realmente grosero, de la que
provendría toda la fuerza plástica de fórmulas como la de Damascio según la cual «el
cerebro hizo al hombre» o de F. Mora («el cerebro pinta el mundo de color»{12}),
incurre en la falacia mereológica «consistente en atribuir a las partes de un
organismo los atributos aplicables al todo.» (pág. 23). Y ello precisamente, dado que
«pensar», «razonar», «decidir», pero también «ver», «observar», &c., muy lejos de
comparecer como funciones cerebrales (algo sencillamente absurdo a no ser, claro está,
que comencemos a conceptuar al propio cerebro como un sujeto, es decir, como
un homúnculo o incluso como un genio maligno o benigno, suponemos que a su vez
dotado de su propio cerebro &c.), representan en realidad operaciones corpóreas que
sólo un sujeto orgánico, y no desde luego ninguna de sus partes formales anatómicas
desconectadas del todo de referencia, puede ejecutar.

El cerebro de las personas o de los individuos, diremos, simplemente no es


una persona y ni siquiera un individuo y pretender razonar como si lo fuese nos
conduce a las proximidades del pensamiento salvaje del que nos habla Claude Levi-
Strauss.
En tanto que ideología, creemos, la tendencia «cerebrocéntrica» se coordina
puntualmente hasta confundirse con ella, con la nematología evolvente del cuerpo
científico de la neurología; un sistema nematológico que aunque aparezca internamente
entreverado con las partes mismas de la capa básica de esta ciencia categorial, termina
por desbordar los propios tejidos (por ejemplo los términos, las operaciones y las
relaciones del eje sintáctico del que habla la Teoría del Cierre) acotados por los límites
del campo de referencia, para enfrentarse polémicamente con terceros recintos
positivos a fin de absorberlos o de definirse frente a ellos. Y precisamente si para tal
nematología, «todo es cerebro» (a la manera como el químico, cuando oficia
de nematólogo, por así decir, concluye que «en el fondo todo es química»), ello se
deberá a que este reduccionismo descendente constituye el contenido principal de la
capa nematológica de las neurociencias por cuanto estas, según lo rubrica
magistralmente el análisis de Pérez Álvarez, no habrían encontrado al parecer otra
manera de «escapar» del dualismo cartesiano más que saltando, si cabe hablar
así, sobre su propia sombra para recaer en un monismo fisicalista de signo opuesto.

Mas con ello, repárese en esto, el reduccionismo fisicalista de referencia no sólo no


habría conseguido desbordar en modo alguno la posición dualista (pues se mantendría
por el contrario totalmente prisionero de la dicotomía «mente/cerebro» ), sino que por
ver de negar la sustantificación de uno de los términos de la distinción (esto es,
la mente cartesiana), la nematología «cerebrocentrista» tendería a hispostasiar el
otro (el cerebro) cuando de lo que verdaderamente se trata es de negar,
terminantemente, la propia distinción de referencia en su rigidez dilemática
abstracta, y ello por ejemplo enriqueciéndola internamente en un sentido pluralista (no
sin duda dualista pero tampoco monista).

El regressus hacia el pluralismo materialista y el progressus hacia la


«neurobiología» aristotélica

En fin, sea como sea, resulta evidente que la verdadera discusión no se situaría tanto en
el plano tecnológico del cuerpo científico de la neurología puesto que a su vez, situados
en esta capa básica, en la que cristalizan constructivamente las identidades sintéticas, es
sencillamente obvio que no hay una neurología dualista como tampoco hay
una neurología monista. No; las controversias en torno a la distinción mente/cerebro y a
sus reduccionismos recíprocos, en cuanto que su tratamiento exige la consideración
obligada de ideas filosóficas muy determinadas (entre otras: «todo», «parte», «cuerpo»,
«alma», &c., &c.) empiezan por dibujarse más bien, en el plano nematológico de las
neurociencias.

A fin de hacer justicia a este intrincado conjunto de problemas filosóficos, Marino Pérez
ha tenido el acierto de efectuar en la primera mitad de su libro (capítulos 1 y 2)
un regressus triturador de toda hipostatización posible que, partiendo no tanto sin
duda del «cerebro», pero tampoco del «mundo» construido por el mismo según
tantas veces se dice{13}, cuanto del propio mundus adspectabilis al que nos remite el
entorno fenoménico práctico en el que se desenvuelven las operaciones (y es obvio
que este mundo, se diga lo que se diga, no es en absoluto un «producto» del
cerebro, aunque sólo sea porque él mismo contiene de hecho otros «cerebros», más
precisamente, otros sujetos de la misma o diferente especie{14}), pueda remontarse a
un marco ontológico suficientemente potente como para recuperar, en
el progressus, las propias texturas fenoménicas de partida.
Las líneas doctrinales ontológicas a las que Pérez Álvarez regresa (particularmente en
el segundo capítulo de su libro), son justamente las correspondientes a la doctrina de los
tres géneros de materialidad determinada tal y como Gustavo Bueno las expone en
obras como Ensayos Materialistas o Materia; un sistema trimembre de coordenadas
ontológicas de las que Marino Pérez se sirve, bien atinadamente, ante el trámite de
desbloquear las sustantificaciones en las que habrían quedado enredado tanto
los fisicalistas (a los que ahora cabrá consignar como formalistas primarios) como
los dualistas. Y precisamente si la postura del formalismo primogenérico, sin perjuicio
de su reduccionismo, representa la corrección más nítida de la sustantificación del
segundo género de materialidad (como si la mente fuese una sustancia independiente
del cuerpo), no por ello es menos cierto que la reducción recíproca, a pesar de
su espiritualismo asertivo al estilo de Popper y Eccles en su famoso libro El Yo y su
Cerebro, desbloquea todo formalismo primario (como si en efecto modalidades
sensoriales como la visión residieran, en cuanto tales modalidades, en las áreas
corticales correspondientes{15}).

[…] ello no avala en modo alguno la resolución de la categoría psicológica en


fisiología pura (ya que el estuche epidérmico, cuando se perfora, nos devuelve a un
plano en el que no puede hablarse en rigor de operaciones), por lo que,
apagógicamente, la categoricidad psicológica tendrá que definirse a la escala apotético-
fenoménica en la que tiene lugar la conducta operatoria de los organismos. Si el ojo
fuese un animal, su alma sería ver (Aristóteles).

Notas
{1} Francisco J. Rubia, El Cerebro nos engaña, Temas de Hoy, Madrid 2010.
{2} Remitimos al lector, simplemente como botón de muestra suficientemente
significativo, a los materiales ofrecidos en El Cerebro Hoy, Temas de Investigación y
Ciencia, Tema 57. Se trata de una recopilación de artículos de algunas de las primeras
espadas de la investigación neurológica (Douglas Fields, Joe Z. Tsien, Carl Zimmer,
Steven Laureys, Gero Miesenböck, &c., &c.) aparecida el año 2009. Pese a su carácter
de algún modo colateral con respecto al tema que nos ocupa, también merece la pena
revisar el número especial que esta misma revista dedicó a la investigación actual sobre
la enfermedad de Alzheimer (incluido el diagnóstico precoz mediante técnicas de neuro-
imagen): Alzheimer, Temas de Investigación y Ciencia, Tema 62.
{3} Para el caso del mapa del cerebro debido a Mariano Cubí y Soler del que extraemos
estos rótulos, véase Tomás Carreras Artau, Estudios sobre médicos filósofos españoles
del siglo XIX, CSIC, Barcelona, 1952, págs. 57-58. Una importante colección de
referencias en torno al rótulo «frenología & magnetismo», en la página web
http://www.filosofia.org/mon/frenolo.htm
{4} Para el caso del «cerebro» de Phileas Gage así como de otros pacientes con lesiones
en los sectores ventrales y medianos del lóbulo frontal véase la primera parte del
conocido libro de Antonio Damasio, El Error de Descartes. La emoción, la razón y el
cerebro humano, Crítica, Barcelona 2006.
{5} Cfr. Antonio Damasio, En busca de Spinoza, Crítica, Barcelona 2005, págs. 74-75.
{6} Esto es, para hacer uso de las herramientas ofrecidas por la Teoría del Cierre
Categorial, estaríamos en el caso que nos ocupa ante un estado gnoseológico alfa 1. Se
trata de un estado límite, propio de las ciencias humanas y etológicas en las que,
partiendo de una situación beta operatoria (psicológica o etológica diríamos), la
metodología de construcción científica termina por resolver íntegramente las
operaciones temáticas características de dicha situación mediante un regressus a
factores impersonales, ellos mismos no operatorios –por ejemplo fisiológicos o
neurológicos– anteriores respecto de las propias operaciones. Vid Gustavo
Bueno, Teoría del cierre categorial, vol. 1, Pentalfa, Oviedo 1993, págs. 203-204.
Hemos tratado estas cuestiones en nuestro trabajo, “Gnoseología de las ciencias de la
conducta: el cierre categorial de la Etología», El Basilisco, nº 42 (2010), págs. 112-113.
{7} Al respecto puede verse el interesante informe de Miguel A. L. Nicolelis y Sandra
Ribeiro acerca del sistema trigémico de las ratas: «En busca del código neural», El
cerebro hoy. Temas de Investigación y Ciencia, 57, págs. 11-17.
{8} Consúltese en este punto la muy esclarecedora entrevista concedida por Gustavo
Bueno al diario ovetense La Nueva España el viernes 14 de mayo de 2010: «No cabe
pasar de la parte al todo, deducir de los genes la anatomía.» Véase asimismo la voz
«Partes materiales / partes formales» del Diccionario Filosófico de Pelayo García
Sierra. Esta entrada puede y debe complementarse con la exposición del propio Gustavo
Bueno en la tesela 19 dedicada a esta cuestión.
{9} Sólo que esta «metáfora» –así se la denomina usualmente por parte de los propios
cultivadores de la psicología cognitiva–, de carácter por cierto completamente
mecanicista, o bien resulta enteramente inadecuada como tal metáfora si es que se
reconoce que el «cerebro» no puede compararse en modo alguno a un ordenador sin
perjuicio de los componentes genéricos comunes que puedan señalarse, o bien, cuando
se toma in recto, representa algo así como tratar de explicar obscurum per
obscurius puesto que si el funcionamiento de un ordenador sólo es inteligible cuando se
considera como regulado por legalidades beta operatorias que nos remiten
inmediatamente a un demiurgo (el programador), esta circunstancia no parece
guardar analogía alguna con el caso del «cerebro», a no ser por supuesto, que
supongamos que este a su vez nos remite a un homúnculo, con lo que regresaríamos al
infinito.
{10} El Semanal que ofrecen los diarios del grupo Vocento ofrecía en su edición del 4
de diciembre de 2011, el siguiente titular: «El enigma Merkel. Entramos en el cerebro
de la mujer más poderosa del mundo.» Sin embargo, y sin perjuicio de la invocación al
«cerebro» de Frau Merkel, lo que el contenido del reportaje depara al lector no es tanto,
por caso, un informe anatómico-fisiológico sobre las conexiones sinápticas en la corteza
prefrontal de la canciller (en cuyo cerebro por cierto, nadie puede
pretender incursionar sin haber antes trepanado su cráneo) cuanto,
una excursión periodística sobre algunos de los sucesos más relevantes de su biografía
(sus estudios en la Universidad Karl Marx de Leipzig, su afiliación a la CDU, su
victoria en las elecciones de 2005, &c.) tal y como estos se dibujan no exactamente
«dentro» (de su cráneo), aunque tampoco precisamente «fuera», sino más bien a la
escala de la distancia apotética respecto de su propio cuerpo (incluídas las
circunvoluciones cerebrales), una escala que, por lo demás, aparecería como pautada
internamente por las instituciones propias de una sociedad política determinada como
pueda serlo Alemania (incluyendo aquí el luteranismo de Herr Merkel o la misma
cancillería, &c.).
{11} Cfr. el impresionante trabajo de Gustavo Bueno, «El puesto del ego trascendental
en el materialismo filosófico», El Basilisco, nº 40 (2009), págs. 1-140, del que Marino
Pérez extrae frutos críticos verdaderamente extraordinarios.
{12} Francisco Mora, Cómo funciona el cerebro, Alianza, Madrid 2005, págs. 79 y ss.
{13} Vid Francisco Mora, op. cit., págs. 83-86.
{14} Esta es, en esencia, la dirección del argumento zoológico que G. Bueno dirige
contra el idealismo. Sea contra el idealismo mentalista cartesiano, sea contra
el idealismo intracraneano al que se remontan, en el ejercicio, los defensores
del mito del cerebro creador contra el que Marino Pérez arremete en su libro. Para
ello, véase asimismo, Gustavo Bueno, Teoría del Cierre Categorial, Vol. 1, Pentalfa,
Oviedo 1993, págs. 344-345.
{15} Cosa que es sin duda falsa puesto que, para empezar, el árbol que yo percibo,
gracias a las áreas V1, V2, V3 y V4 de mi corteza visual primaria, lo veo a distancia de
mi cuerpo, y no sin duda «dentro» del lóbulo occipital de mi cerebro.
{16} Vid. Gustavo Bueno, Ensayos Materialistas, Taurus, Madrid 1972, págs. 81-82.
{17} Vid. Gustavo Bueno, op. Cit., pág. 82.
{18} Véase por ejemplo, a este respecto, las ideas que Gustavo Bueno desarrolla en su
libro El Mito de la Felicidad, Ediciones B, Barcelona 2005, págs. 178 y ss.
{19} Y ello puesto ante todo que tal reducción siempre aparecerá varada, bloqueada por
la reducción inversa que también permanece abierta en el horizonte.

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