La clínica psicoanalítica es un espacio singular donde la angustia, la imposibilidad o las impotencias tienen una escucha. A diferencia de cualquier otra terapéutica o práctica “psic”, la que se practica en psicoanálisis no tiene como objetivo disminuir, atemperar y menos eliminar estas afectaciones del alma; muy por el contrario, es desde su escucha que es posible mover los hilos inconscientes que determinan una historia.
La clínica psicoanalítica es un espacio singular donde la angustia, la imposibilidad o las impotencias tienen una escucha. A diferencia de cualquier otra terapéutica o práctica “psic”, la que se practica en psicoanálisis no tiene como objetivo disminuir, atemperar y menos eliminar estas afectaciones del alma; muy por el contrario, es desde su escucha que es posible mover los hilos inconscientes que determinan una historia.
La clínica psicoanalítica es un espacio singular donde la angustia, la imposibilidad o las impotencias tienen una escucha. A diferencia de cualquier otra terapéutica o práctica “psic”, la que se practica en psicoanálisis no tiene como objetivo disminuir, atemperar y menos eliminar estas afectaciones del alma; muy por el contrario, es desde su escucha que es posible mover los hilos inconscientes que determinan una historia.
Antonio Bello Quiroz La clínica psicoanalítica es un espacio singular donde la angustia, la imposibilidad o las impotencias tienen una escucha. A diferencia de cualquier otra terapéutica o práctica “psic”, la que se practica en psicoanálisis no tiene como objetivo disminuir, atemperar y menos eliminar estas afectaciones del alma; muy por el contrario, es desde su escucha que es posible mover los hilos inconscientes que determinan una historia. El psicoanalista francés Jacques Lacan acuña una expresión, “el dolor de existir”, que bien podría tomarse como el paradigma de lo que se escucha en ese espacio que es la clínica en psicoanálisis. Y una afección en particular se toma como el paradigma del abatimiento que aqueja al sujeto, escribe el psicoanalista: “No hay ser que exprese de una manera más patética el dolor de existir y el sufrimiento como el melancólico.” El interés de Freud por la melancolía surge en 1895, en el Manuscrito G. Allí quiere situarla y observa que no tiene el mismo mecanismo fisiológico que atribuía a las neurosis actuales y psiconeurosis (recordemos: descarga insuficiente). No entraba en sus clasificaciones, ni en las actuales ni en las de transferencia. De él recogemos esta definición que resulta tan actual: “La melancolía se caracteriza psíquicamente por un estado de ánimo profundamente doloroso, una cesación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de todas las funciones y la disminución del amor propio. Esta última se traduce en reproches y acusaciones, de que el paciente se hace objeto a sí mismo, y puede llegar incluso a una delirante espera de castigo. Este cuadro se nos hace más inteligible cuando reflexionamos que el duelo muestra también estos caracteres, a excepción de uno sólo: la perturbación del amor propio.” Los estados melancólicos han llamado insistentemente la atención de los estudiosos del alma; sin embargo, siguen siendo una afección difícil de clasificar. La melancolía suscitó importante interés en los psiquiatras alienistas franceses del siglo XIX. Émile Ésquirol la llamaba “lipemanía” (lype, tristeza) o “monomanía triste”, en lugar de “melancolía”, que era un término —dice— más cercano de los poetas y los moralistas. Desde entonces se hace de la melancolía una identidad inespecífica que ha sido vista como una depresión agravada, hasta prácticamente desaparecer de las clasificaciones de la psiquiatría que recomienda ubicarla como “síndrome somático”, de acuerdo con los manuales. La historia de la melancolía en el campo de la ciencia remite a la tradición de la psiquiatría francesa, para la cual la melancolía no era otra cosa que la conciencia del estado del cuerpo; la afección también nos remite a una tradición más rica por el lado de la psiquiatría alemana, que observa en ella un movimiento helicoiteral, es decir, de “pensamiento sobre el pensamiento”. Una lectura distinta de esta pasión del alma se hace desde el psicoanálisis, que reconoce de entrada el terreno pantanoso en que se mueve esta pasión del alma, consagrada por Aristóteles a Saturno, el dios de la tristeza, en su “Problema XXX”. Con respecto a la tristeza es necesario señalar lo que nos permite pensar Giorgio Agamben en su libro Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, donde nos dice que Aristóteles coloca a la lujuria como una de las características esenciales de la melancolía. Citando a Aristóteles, el filósofo italiano señala: “El temperamento de la bilis negra tiene la naturaleza del soplo… De aquí proviene el que, en general, los melancólicos sean depravados, porque también el acto venéreo tiene la naturaleza del soplo. La prueba es que el miembro viril se hincha de improviso porque se llena de viento.” Y más adelante, el propio Agamben nos hace ver, al concluir la primera parte del libro señalado, que: “La ambigüedad de la relación melancólica con el objeto era asimilada así a la maduración canibalesca que destruye y a la vez incorpora el objeto de la libido; y detrás de los ‘ogros melancólicos’ de los archivos legales del ochocientos vuelve a levantarse la sombra siniestra del dios que se traga a sus hijos, aquel Cronos-Saturno cuya asociación tradicional con la melancolía encuentra aquí un fundamento ulterior en la identificación de la incorporación fantasmática de la libido melancólica con la comida homofágica del depuesto monarca en la edad de oro.” El interés de Sigmund Freud por la melancolía lo lleva a pensarla como un “vaciamiento del yo”; se trata, dice en 1924, de una “neurosis narcisista”. Ya mucho antes, en las cartas a su amigo Fliess, mencionaba su interés por esa gran excitación psíquica propia del enfermo melancólico, que parece abrumarlo a tal punto que termina por cavar una especie de agujero en el psiquismo, por el que se derrama y se pierde sin cesar la energía sexual psíquica, en otras palabras, la libido. Coincidiendo con esta apreciación, es notable el estado de postración típico del enfermo melancólico y la inhibición generalizada que él indica. La expresión de “anestesia psíquica” parece ser acertada para calificar la apatía a la que parece resignado el aquejado de melancolía. A diferencia del sujeto depresivo, el melancólico no intenta siquiera aliviar su sufrimiento, se ve sumido en el mutismo, como si estuviera marcado por una oscura fatalidad, o mejor aún, como si con nada pudiera cubrir la oscura fatalidad que condena a lo humano. Convencido de lo inevitable de su mal, ofrece un discurso que lo explica centrado en una lógica puramente formal, sin que se transparenten las representaciones o los afectos correspondientes. Este modo de razonamiento circular refuerza en el plano del discurso la imagen del agujero característica de la melancolía, como en remolino. El melancólico vive en un estado de duelo perpetuo, petrificado; desde ahí, el sujeto se hunde en una apatía mórbida que lo hace repetir las mismas declaraciones fatalistas con una voz neutra, sin ninguna entonación particular. El tenor y sentido de sus dichos en general con frecuencia desenmascaran lo ilusorio y no reclaman una refutación ni esperan una aceptación, simplemente son expresados como quien da una sentencia; al subrayar el sin-sentido inherente a la vida, expresa la certeza de que el destino le habría legado esa verdad mortífera al designarle de tal modo un lugar de excepción. Se advierte que en esta posición se anudan sufrimiento y goce. En el melancólico esta unión de significante se vive de manera tan intensa que se hace uno con su pérdida. El dolor se dibuja en el horizonte y petrifica la existencia. En el seminario La ética del psicoanálisis, Lacan señala la complejidad del dolor y lo ubica más allá de lo físico: “deberíamos quizá concebir el dolor como el campo que, en el orden de la existencia, se abre precisamente en el límite en que el ser no tiene posibilidad de moverse”.