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La Convivencia en los Centros Educativos Extremeños.

2.- CONCEPTOS BÁSICOS RELACIONADOS CON LA


CONVIVENCIA: EL CONFLICTO Y LA VIOLENCIA

2.1.- Agresividad, violencia y conflicto

El conflicto nace de la confluencia de intereses o de la intersección de dos posiciones frente


a una necesidad, una situación, un objeto o una intención. El conflicto, como una situación de
confrontación entre dos protagonistas, puede cursar con agresividad, cuando fallan, en alguna
medida, los instrumentos mediadores con los que hay que enfrentarse al mismo.

Aceptemos, pues, que un cierto nivel de agresividad se activa cuando el ser humano se
enfrenta a un conflicto, especialmente si éste se le plantea como una lucha de intereses. El dominio
de uno mismo y la tarea de contener y controlar la agresividad del otro en situaciones de conflicto,
es un proceso que se aprende. Pero en este aprendizaje, como en muchos otros, no todos tenemos el
mismo grado de éxito. Aprender a dominar la propia agresividad y a ser hábiles para que no nos
afecte la de los otros, con los que muchas veces vamos a entrar en conflicto, es una tarea compleja.
Cuando un chico/a es torpe, porque no aprendió bien esta tarea, está en desventaja para establecer
relaciones interpersonales, que circulen mediante la negociación y la palabra, y la situación será peor
aún si aprendió a enfrentarse con los conflictos sin palabras ni negociación.

La rivalidad y la competición que surgen de la confrontación de intereses, más o menos


legítimos, producen, de forma muy frecuente, conflictos, especialmente entre iguales; pero el
conflicto en sí no debe implicar violencia, aunque sea difícil eludir un cierto grado de agresividad,
posiblemente inherente al mismo. Desde una perspectiva ecológica, el conflicto es un proceso
natural de confrontación de intereses.

Los procesos psicológicos tienen dos grandes raíces: la biológica y la sociocultural, y ambas
son productoras de principios de confrontación con los otros. La raíz social, comunicativa e
interactiva, que aporta al individuo su articulación cultural, mediante el proceso de
socialización, le proporciona también un mundo conflictivo, que tiene que aprender a dominar
mediante la negociación y la construcción conjunta de normas y significados, aunque no sea un
camino fácil. La raíz biológica, ya lo hemos dicho, lo enfrenta a la confrontación natural, que
quizás ha sido el origen de nuestra supervivencia hasta este nivel de la historia. Sin embargo,
ninguna de las dos justifica la violencia.

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2.2.- La violencia desde una perspectiva ecológica y sociocultural

El fenómeno de la violencia transciende la mera conducta individual y se convierte en un


proceso interpersonal, porque afecta al menos a dos protagonistas: quien la ejerce y quien la
padece. Un análisis algo más complejo, nos permite distinguir también un tercer afectado: quien la
contempla sin poder, o querer evitarla.

Desde una perspectiva ecológica (Bronfenbrenner, 1979), aceptamos que, más allá de los
intercambios individuales, las experiencias concretas que organizan la socialización incluyen la
connotación afectiva necesaria para percibir el mundo social como un mundo suficientemente
bueno y, por tanto, susceptible de ser imitado personalmente. La consideración de que los
fenómenos psicológicos se producen dentro de marcos sociales, que se caracterizan por disponer
de sistemas de comunicación y de distribución de conocimientos, afectos, emociones y valores, nos
proporciona un enfoque adecuado para comprender el nacimiento y el desarrollo de fenómenos de
violencia interpersonal, como respuesta a experiencias de socialización que, en lugar de
proporcionar a los individuos afectos positivos y modelos personales basados en la empatía
personal, ofrecen claves para la rivalidad, la insolidaridad y el odio.

El afecto, el amor y la empatía personal, pero también el desafecto, el desamor y la


violencia, nacen, viven y crecen en el escenario de la convivencia diaria, que está sujeta a los
sistemas de comunicación e intercambio que, en cada periodo histórico, son específicos de la
cultura y constituyen los contextos del desarrollo: la crianza y la educación (Rodrigo 1994).

Hemos propuesto (Ortega y Mora-Merchán, 1996) el análisis de las claves simbólicas con
las que se connotan los mundos afectivos, que constituyen los escenarios comunes de las relaciones
entre los escolares, utilizando para ello, tanto los sistemas de comunicación y ejecución del poder,
como la tonalidad emocional que se respira dentro de ellos. Creemos que sólo en la conjunción de
las claves simbólicas que aporta la cultura, con los procesos concretos de actividad y comunicación
en los que participan los protagonistas, podrá encontrarse la respuesta a por qué brota la violencia
entre los iguales y cómo permanece de forma relativamente impune y resistente al cambio.

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2.3.- La violencia y las convenciones entre iguales

Los iguales se definen como aquellas personas que están en una posición social semejante,
lo saben o lo asumen implícitamente, y esto les permite ser conscientes, por un lado, de su
asimetría respecto de algunos y, por otro, de su simetría social respecto de los miembros del grupo.
La ley no escrita de los iguales es la reciprocidad: no hagas conmigo lo que no desees que yo haga
contigo, no me hables como no quieres que yo te hable, no me trates como no quieres que yo te
trate; o dicho en positivo: sé amable conmigo, si quieres que yo lo sea contigo; sé correcto conmigo
y yo lo seré contigo; quiéreme y te querré; salúdame y te saludaré; trata mis cosas con respeto y yo
haré lo mismo con las tuyas. Afortunadamente los chicos/as aprenden desde muy pequeños esta
ley de la reciprocidad social. A partir de los primeros fracasos, cuando en preescolar comprobaron
que el hecho de que ellos prefirieran el juguete de su amigo no le daba ninguna garantía de que lo
llegaran a obtener, se abría en sus vidas sociales un camino duro, pero clarificador, sobre lo que se
podía y no se podía esperar de los iguales. Muy pronto, la cosa quedaba muy clara: se trataba de
comportarse con el otro de la misma forma que cabía esperar que el otro se comportase con uno
mismo.

Durante los años de la escolaridad primaria, los chicos y chicas practican la dialéctica de sus
conflictos, y en esta práctica una norma preside todas las discusiones: todos son iguales ante los
argumentos de reciprocidad. Así, la igualdad de derechos y deberes, la libertad de expresarse y de
justificar sus razonamientos, etc., se convierte en una ley universal. O, al menos, así se entiende que
debe ser, lo cual no significa que todos y cada uno de ellos/ellas consiga aprender el arte de
defender su punto de vista, junto con el deber de ajustarse a la norma. A veces, la vida intelectual
avanza más rápidamente que la vida social, y muchos chicos/as, que se saben con derecho a la
reciprocidad, son incapaces de dominar las destrezas sociales que les permitirían ejercitar dicho
derecho. Otros, aun sabiendo que están forzando la ley que da a los otros sus mismos derechos,
prefieren gozar del beneficio del poder abusivo.

Dominar el principio de la reciprocidad no es sólo una cuestión de capacidad cognitiva, es,


sobre todo, una cuestión de habilidad social. El ejercicio práctico de la reciprocidad se opone al
egocentrismo afectivo (yo merezco más, yo lo hice mejor, yo no lo hice, él chilló más), pero requiere la
fuerza moral de exigir lo mismo que se oferta en la relación social con los iguales. La vida social de los
chicos y chicas está plagada de incumplimientos de la ley de la reciprocidad con sus iguales, por
razones que abarcan desde la inmadurez cognitiva, a la deficiente capacidad social para mantener el
punto de vista, arriesgándose a perder amigos o favores. No obstante, los niños/as, los jóvenes y los

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adultos sabemos que si no se practica la reciprocidad moral, las consecuencias son negativas para las
relaciones.

2.4.- La violencia, un fenómeno interpersonal

Todos estamos expuestos a una agresión puntual, pero el fenómeno de la violencia


interpersonal en el ámbito de la convivencia entre escolares transciende el hecho aislado y
esporádico, y se convierte en un problema escolar de gran relevancia, porque afecta a las estructuras
sociales sobre las que debe producirse la actividad educativa. La responsabilidad de la agresividad
puede ser compartida, ya que la confrontación se origina en necesidades de ambos contendientes,
sin embargo, la violencia supone el abuso de poder de un sujeto o grupo de sujetos sobre otro,
siempre más débil o indefenso. La violencia implica la existencia de una asimetría entre los sujetos
que se ven implicados en los hechos agresivos. Por otro lado, cada sociedad atribuye a los
comportamientos de sus miembros unos valores y unos significados, que atraviesan las propias
atribuciones morales con que los sujetos enjuician los hechos. El concepto de violencia está
también sometido a los valores y costumbres sociales, lo que no deja de aumentar la confusión
para ubicarse conceptualmente en este tema. Lo que para nosotros es persecución, intimidación y
destrucción de los derechos humanos, puede ser acogido como ritual inofensivo por grupos
sociales en los que, por principios religiosos o culturales, mujeres y hombres, adultos y niños, ricos
y pobres, no gozan de los mismos derechos. Sin embargo, tanto desde una posición psicológica
como desde una posición social, es necesario dejar claro que, más allá de la justificación cultural o
tradicional, existe violencia cuando un individuo impone su fuerza, su poder y su estatus en
contra de otro, de forma que lo dañe, lo maltrate o abuse de él física o psicológicamente, directa o
indirectamente, siendo la víctima inocente de cualquier argumento o justificación que el violento
aporte de forma cínica o exculpatoria.

2.5.- El factor institucional y la violencia entre iguales

La violencia entre escolares es un fenómeno muy complejo que crece en el contexto de la


convivencia social, cuya organización y normas comunes generan procesos que suelen escapar al
control consciente y racional de la propia institución y de sus gestores. Los alumnos/as se
relacionan entre sí bajo afectos, actitudes y emociones a los que nuestra cultura educativa
nunca ha estado muy atenta.

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Desgraciadamente, los sentimientos, las emociones y, en gran medida, los valores, no


siempre han sido materia de trabajo escolar.

La violencia y los malos tratos entre alumnos/as es un fenómeno que hay que estudiar
atendiendo a multitud de factores que se derivan de la situación evolutiva de los protagonistas, de
sus condiciones de vida y de sus perspectivas de futuro. Sin embargo, es necesario no eludir el
análisis del plano concreto en el que la violencia tiene lugar: el ámbito de la convivencia diaria de
sus protagonistas, que se concreta en el tipo de relaciones afectivas que se dan en la actividad
académica y en los sistemas de poder y comunicación.

En la vida escolar tienen lugar procesos de actividad y comunicación que no se producen


en el vacío, sino sobre el entramado de una microcultura de relaciones interpersonales, en la que se
incluye, con más frecuencia de la que suponemos, la insolidaridad, la competitividad, la rivalidad y,
a veces, el abuso de los más fuertes socialmente hacia los más débiles.

2.6.- Violencia y problemas de disciplina.

La interdependencia entre los problemas de disciplina y los de violencia entre iguales


existe, pero no es directa. En un clima social de normas claras, democráticamente elegidas y
asumidas por todos, en el que el profesorado tiene claro su papel socializador y el alumnado tiene
la oportunidad de participar en la elaboración de convenciones y reglas, es de esperar que
aparezcan menos problemas de violencia interpersonal, aunque, como todos sabemos, las fuentes
de la violencia son múltiples.

El clima de aula y de centro es uno de los factores, pero no el único. Otros factores más
ligados a la personalidad de ciertos alumnos/as y a sus problemas personales podrían aflorar, y ser
desencadenantes de episodios de violencia aislados.

Sin embargo, lo que con toda seguridad podemos afirmar es que la violencia tiene todas
las posibilidades de aparecer en un clima donde las normas sean arbitrarias, elaboradas al margen
de la participación del alumnado, inconsistentes y poco claras, sin que los implicados en su
cumplimiento sepan cuándo son de obligado cumplimiento y cuándo pueden no cumplirse, porque
no exista una clara especificación de hasta dónde llega la libertad individual, y hasta dónde la

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libertad de cada uno debe reducirse en orden al respeto a los derechos de los demás. Pensamos que
esto es así por dos razones básicas: el marco cultural no ofrece criterios de referencia para elaborar
pautas claras de convivencia y la inconsistencia en la aplicación de las normas impide saber qué
será considerado como correcto y qué como incorrecto.

Es evidente que siempre ha habido algunos adultos que han abusado de algunos chicos/as
pero, históricamente, parte de este abuso se ha enmascarado bajo la apariencia de formas eficaces y
necesarias de autoridad. También se han dado siempre situaciones en las que algunos chicos/as
abusaban de otros, por su fuerza o por su habilidad para hacer las cosas, actuar en los juegos,
conseguir el favor de los adultos, etc., pero se ha considerado como cosa de chicos/as, en un alarde
más o menos inconsciente de no querer entrar en el asunto. Y es que el asunto ofrece un panorama
revelador, no sólo de esta injusticia concreta, sino de otras muchas en las que nos vemos envueltos
en la vida cotidiana. No saber a qué atenerse provoca inseguridad y miedo, lo que es un campo
abonado para el comportamiento dependiente y sumiso y para la aparición de la prepotencia y el
abuso. La disciplina incoherente o autoritaria contribuye a crear confusión sobre lo que está bien
y lo que está mal; y esto, a su vez, es un factor determinante para que aparezca la violencia.

Los malos modos, los insultos, la provocación para iniciar una pelea, la pelea misma, la
intimidación y, en general, el comportamiento de abuso social de unos escolares hacia otros, incluso
hacia el propio profesorado, es un problema que siempre ha existido, aunque hasta muy
recientemente no hemos sido sensibles de su importancia y sus consecuencias. La sociedad ha sido
muy tolerante hacia comportamientos y actitudes que los más fuertes han desplegado hacia los que
ocupan un lugar de sumisión a ese poder, sin plantearse de forma concreta el hecho. Estos
fenómenos son coherentes con una disciplina autoritaria basada también en la ley del más
poderoso. El tránsito de una disciplina autoritaria a un estilo democrático y participativo, puede
crear conflictos puntuales como consecuencia de la aparente falta de modelo, pero, al final del
proceso, si se ha sido consistente, lo normal es que aparezca un nuevo modelo de convivencia
que excluya la violencia y el abuso.

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