Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
ROJO SIENA
Colección Hilo de Plata
Amargo hasta saberte ámbar
Jesús Bartolo Bello
Primera edición, México 2014.
Edición:
Roxana Cortés Molina
Email: roxannacortes@hotmail.com
ISBN:
4
al igual que en Amargo hasta saberte ámbar, encontramos que el
poeta aprovecha cada palabra para conmover al lector, con una
poesía sincera y llena de vitalidad y experiencia.
En este libro se encontrarán en una de las tantas regiones
que componen el universo poético de Jesús Bartolo Bello; en
común con las otras el poeta mantiene lo que ya se ha vuelto un
estigma creador en su obra: las referencias a la infancia y a su
precario mundo de los primeros años; lo esencial, lo meramente
tangible y necesario para el respiro: el pan, la fruta, los olores; lo
cotidiano: el ir al supermercado, tomarse el café con leche, esperar
a la mujer que dijo volvería; es decir, el poema vital, el poema
cotidiano, el diario sustento de las palabras.
El universo de Bartolo siempre huele a mar, por eso no
debe sorprendernos que su poesía sea de una húmeda y profunda
melancolía. Vendrán con ella las olas, las botellas vacías o a medio
vaciar y los naufragios cotidianos de todo hombre que ha
conocido el respiro salado de la costa. Bartolo dice que El silencio,
mar de muchos peces, /también tiene sus escarabajos, /su alma
desliada, la verdad en los cangrejos, y con ello humaniza a esa bestia
divina que es el mar para que, al menos, podamos tratar de
entenderlo. Nosotros, dice, también tenemos nuestros cangrejos,
nuestras ruinas escondidas, el alma desliada y el silencio: lleno de
peces y palabras.
5
PRUEBA / FORMATO INTERIORES / B1
Alejandro Ariceaga
ILUSTRACIÓN
El devenir de tu silencio fue lumbre
José Saramago
CONTRARIO A LO QUE SUPONGO
tu silencio me gusta;
en su estructura puedo mirar la consternación,
oler la guanábana de mi desasosiego,
extraer de la reflexión el fémur de tu carcajada,
quedarme con la clavícula de alguna travesura,
patear el cráneo oscuro de tus perversiones.
12
Puedo, sin más artilugio, desenvainar el recuerdo,
ponerlo a orear, olerlo: carne de coco, sal.
13
De la tierra estival y su bulla,
de eso quiero escribir, porque nombres de pájaros no sé.
Porque soy acatafásico
y la metáfora se me muere en su intento de parto.
14
me dio el papel de su personaje,
me cambió los parlamentos,
se enconchó en su tortuga
y me la entregó a cuidarla.
Cuido, desde ese día, sus manías.
Alimento su esquizofrenia con flores de icaco.
Le unto las patas con lodo de tule.
Le mimo, contándole de peces despanzurrados.
Yo mismo me saco las tripas para que sonría
y deje de extrañar el olor de la espuma,
la cicuta de la playa, el pleonasmo del mar.
15
Amargo hasta saberte ámbar
Jacinto Valtierra
EL SILENCIO, MAR DE MUCHOS PECES,
también tiene sus escarabajos,
el alma desliada, la verdad en los cangrejos.
17
AMARGO SE EXTIENDE EL MIEDO,
su acre sabor almidona el paladar.
Revolotea su cuerpo en nuestro cuerpo.
18
ACLARO: CALLAR NO ES SILENCIO,
porque los ojos son más que ruido y la sombra:
un grito de sol. El respiro: una rabia de pájaro contra el viento.
El movimiento: saber el lado de la repetición,
la sinalefa de su aire, la lenta agonía de lo que se apaga.
Tuyo es el ámbar y la diafanidad de su quebradizo y aromático amarillo.
Tuyos los ojos y el simulo; la cuadratura del panorama: la gente que
camina,
el perro aburrido, el tránsito que fluye, el polvo que trasmina: cosas
inútiles.
Tiempo sobre tiempo: el continuo en la mirada se expande, habita
la quietura,
desbroza los alambres —grita perpendicularmente—:
tuyo hasta saberme amargo, diminuto cangrejo, hilaridad.
19
CUANDO SALÍ YA ESTABA AFUERA,
porque afuera es mi lugar (el reino unitivo de mis ojos).
Afuera —lo confieso— de todo centro.
Me dicen augur porque mi piel-lagarto es lo mismo que mi voz:
légamo de años, donde los signos abren su pubertad.
Otra lengua es mi lengua: mi diario hablar: el silencio.
El silencio tiene la periferia en el lenguaje y el sexo,
en el centro de todo olor imaginado.
Afuera —lo repito—donde el frescor hace que giman los pulmones,
que la memoria se adviente.
Afuera —afuera— donde puedo ser ese animal añoso y vivo,
porque adentro la periferia mata.
LAS PALABRAS, VIEJAS ENCINTAS, PAREN SILENCIO.
—Óyelas— cantan como grillos,
rompen su forma, la figura oculta del ortóptero.
Mi nombre-armadura.
Mi nombre arma dura.
Mi nombre quemadura.
Mi nombre que madura en un aire ínfimo, donde escuchas:
de lejos el silencio enciende su linterna,
de lejos su boca engulle la luz que alumbra sus pasos.
Sus pasos que pisan como animal sereno arden diestramente.
De sierpe sé arrastrarme,
de piedra en sol permanecer las horas
a viva entraña para engullir al tropo;
aunque el veneno de su voz no alcance la textura,
con él degustarme hasta escaldar la lengua.
Mas si el poema segrega de sus colmillos lo ancho
y el color de los frutos de invierno adquiere,
me pondré a esperar a que me gruña,
me mueva el rabo, salte de gusto,
me lama su entonces.
EL ÁMBAR, PERFUMA
palabra el refugio de su acto.
Suena zampoña el dolor almizclero.
Mi aquí de libélula posa el instante
de su prisa en la pregunta: ¿entonces?
Lo paulatino capa los adjetivos,
allí, chachos los suelta en el corral de la poesía.
Gonzalo Rojas
EL HÁBITO DE IRSE,
de alejarse sin bulla e indumentaria.
Separar cada lapso con otro lapso,
esperar el momento con otro momento,
que me haga mejor persona en el intervalo
de ese intervalo en el que uno decide ser;
en el santiamén que acontece
que viene de otro santiamén acontecido,
de un minuto dividido en sus segundos,
donde los segundos que hacen al minuto
retoman del tiempo el tiempo interrumpido.
La duración en que el hecho, cangrejo cruza
hacia otros hechos, donde más cangrejos atraviesan
el espacio abierto por otro espacio
y se hace lugar, sitio para el cuerpo,
estancia en la mirada: ajena de ojos ajenos.
El alma se desalma de uno,
uno por rabiar rabia, pone su acento
donde el tilde no debe de ir y se agrava
de graves acordes sin música de música bien tocada.
Ya con la estocada dentro, lo adentro bulle,
agita su agitada mano, su azúcar disuelve
en lo dulce de todo aquello amargo, agrio del hombre;
el hombre, bilis de Dios, torna de su cólera
encolerizada a la violencia de su vida.
Su existencia se abre como un paraguas
que alguna vez fue una gran sombrilla,
un quitasol nuevo, sin años;
un parasol reluciente con motivos anchos
y figurines contentos sosteniendo esferas
que giraba sin el mayor esfuerzo, a la primera pulsión
del pulso, del respiro,
del aire dentro que impulsa la mecánica,
que oxida el engranaje, que corroe comediante
las vísceras y las expone en su vitrina de trofeos.
Se abre hacia la abierta cerradura
del ser angustiado que auscultó su espacio,
su mente saturada, la congestión de su corazón
congestionada de hábiles erizos colectados en su torrente;
de su sangre desangrada del concluyente púrpura:
granate del espanto, escarlata bermellón de su sístole,
rojo de la desmesurada rojez de venir.
Gonzalo Rojas
HÁGOME DESPUÉS EN LA TERNURA, PUNTA PIE:
pronto ya, aunque el destiempo
esconda los dientes en la raíz roída
del campo que blanquea de ese pasto:
verde:
simiente:
curiosidad en la entraña:
el basalto: ¿dura conspiración de la tierra?
Bajo la planta de tu pie, la sospecha
barrena lo que tus ojos miran como caída,
alas sin cuerpo desprende, ilumina,
muerde cada oquedad del horizonte
con sus plumas pardas.
Paul Auster
ANTES,
un poco antes,
antiguamente —pienso—
de este atrás, un después vino,
llegó, su anterioridad aún le punzaba;
su linaje clavado en el color de los ojos, traía,
también—ahora que lo recuerdo— blasones oxidados, mostraba;
heridas que una vez fueron sangre, enfermedad, batallas.
A mí no me crean
pero yo le miré con todo ese peso,
con todas esas ganas de que alguien
contemplara su pasado, llorara con él,
de que todo su atrás le dejara respirar,
dar un paso, sin que las centurias lo doblasen de dolor.
Antes,
un poco antes,
si no es que después
lo arcaico de su nombre,
la prehistoria de su lengua —escuché—
ahí se estuvo contándome la vida
en una esquina como dos amigos que se encuentran.
La espalda le dolía por los siglos tatuados en las vértebras.
Su estarse quieto, era tan añoso e inconmovible
que la profundidad del día le era un alivio en la piel.
—Si la memoria no me falla—:
las rodillas le crujían al caminar.
El sollozo, pétreo en su largura,
pardo en el gemido, acebrado en el lamento
—ahora que lo evoco— me punza.