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PRUEBA / FORMATO INTERIORES / B1

HOJA DE GUARDA - LADO A


PRUEBA / FORMATO INTERIORES / B1

HOJA DE GUARDA - LADO B


PRUEBA / FORMATO INTERIORES / B1

Amargo hasta saberte ámbar


JESÚS BARTOLO BELLO

ROJO SIENA
Colección Hilo de Plata
Amargo hasta saberte ámbar
Jesús Bartolo Bello
Primera edición, México 2014.

Facebook: Rojo Siena Editorial


Email: rojosiena@live.com.mx

Edición:
Roxana Cortés Molina
Email: roxannacortes@hotmail.com

Diseño, ilustración en portada e interiores:


Jesús Escabernal
Facebook: Escabernal
Email: escabernal@hotmail.com

ISBN:

Se prohíbe la reproducción parcial o total de la


presente obra sin el consentimiento por escrito del
autor y la casa editorial.
PRÓLOGO

D esde No es el viento el que disfrazado viene, el primer libro


que leí de Jesús Bartolo, me sorprendió el efecto mágico de
su poesía. A esa primera lectura le siguieron otras en las que conocí
más libros de él, al igual que diversas facetas de su hacer poético.
Mentiría, ahora, si dijera que toda su obra me gusta; no obstante,
puedo asegurar que leer sus poemas es adentrarse a un mundo
simbólico de una solidez armónica y, la mayoría de las veces,
conmovedora, un mundo del que es difícil salir siendo el mismo.
Ésa es, precisamente, la poesía que necesitamos; una
poesía que, como la de Bartolo, conmueva y transforme al lector.
Si uno cierra un libro y la lectura de éste no lo ha cambiado en lo
más mínimo, más valiera haber ocupado el tiempo en otra
actividad cualquiera. La lectura, más que un proceso de descifrado
debe ser una experiencia vivencial que trascienda, primero,
internamente y, luego, al exterior de nosotros, ¿quién no ha
contado, emocionado, la trama o repetido una y otra vez un verso
que nos ha sorprendido por su contundencia estética?, ¿quién no
se ha vuelto, luego de leer, un transmisor oral del poema que nos
ha gustado sobremanera porque fracturó algo dentro nuestro?
Jesús Bartolo sabe muy bien esto; además de habérmelo
dicho personalmente, se puede ver en cada uno de sus libros. Su
poesía es una poesía vívida, vivencial y sustancial; conmovedora,
en ella los tropos y las construcciones gramaticales y sintácticas son
sólo, como deberían serlo siempre, herramientas al servicio de lo
que se comunica. En la poesía de Bartolo Bello lo importante es la
dirección y la proyección del mensaje poético; el poema como una
bala que nos agujera el pecho y la consciencia, los otros, artilugios,
si acaso, sólo sirven para hacer que esta bala, viva desde del libro,
dé piruetas y baile sobre los aires antes de impactarse contra el
lector.
Ejemplos hay de sobra, además del libro ya mencionado,
he tenido el gusto de leer Aviso de ocasión, Estar de vuelta, Calle
Agustín Ramírez, Una vaca tengo o Bitácora de la ebriedad, en ellos,

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al igual que en Amargo hasta saberte ámbar, encontramos que el
poeta aprovecha cada palabra para conmover al lector, con una
poesía sincera y llena de vitalidad y experiencia.
En este libro se encontrarán en una de las tantas regiones
que componen el universo poético de Jesús Bartolo Bello; en
común con las otras el poeta mantiene lo que ya se ha vuelto un
estigma creador en su obra: las referencias a la infancia y a su
precario mundo de los primeros años; lo esencial, lo meramente
tangible y necesario para el respiro: el pan, la fruta, los olores; lo
cotidiano: el ir al supermercado, tomarse el café con leche, esperar
a la mujer que dijo volvería; es decir, el poema vital, el poema
cotidiano, el diario sustento de las palabras.
El universo de Bartolo siempre huele a mar, por eso no
debe sorprendernos que su poesía sea de una húmeda y profunda
melancolía. Vendrán con ella las olas, las botellas vacías o a medio
vaciar y los naufragios cotidianos de todo hombre que ha
conocido el respiro salado de la costa. Bartolo dice que El silencio,
mar de muchos peces, /también tiene sus escarabajos, /su alma
desliada, la verdad en los cangrejos, y con ello humaniza a esa bestia
divina que es el mar para que, al menos, podamos tratar de
entenderlo. Nosotros, dice, también tenemos nuestros cangrejos,
nuestras ruinas escondidas, el alma desliada y el silencio: lleno de
peces y palabras.

No es necesario que los invite a seguir la lectura, no creo necesario


hacerlo; mis palabras más que una invitación son un agrade-
cimiento a Bartolo, por haberme permitido entrar, como un
turista ocioso, a su universo poético, por haberme regalado aquel
primer libro y por transformarme con su poesía en lo más profun-
do que puede tener un ser humano: el lenguaje.

José Agustín Solórzano


Morelia, Michoacán. Agosto de 2013

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Amargo hasta saberte ámbar

Pero ya no siempre me salen ni con aquella naturalidad voces


completas. Y me salían voces de llama de algún lugar que yo no sé.
Y las dejaba.

Alejandro Ariceaga
ILUSTRACIÓN
El devenir de tu silencio fue lumbre

La vida es así, está llena de palabras que no valen la pena, o que


valieron y ya no valen, cada una de las que vamos diciendo le
quitará el lugar a otra merecedora, que lo sería no tanto por sí
misma, sino por las consecuencias de haberla dicho.

José Saramago
CONTRARIO A LO QUE SUPONGO
tu silencio me gusta;
en su estructura puedo mirar la consternación,
oler la guanábana de mi desasosiego,
extraer de la reflexión el fémur de tu carcajada,
quedarme con la clavícula de alguna travesura,
patear el cráneo oscuro de tus perversiones.

Cierto, no puedo gozarlo porque me indefine,


me deja obtuso y límbico,
hecho un charco, la mitad de un nervio.

La presencia de tu silencio ambiciono,


la alharaca de sus nalgas,
su conejo pelo.

Muñón de flama. El queroseno de tu silencio calienta,


arde inagotable, como dos dedos de sol por la mañana
en que la sombra es una jaula desplumada.

El devenir de tu silencio fue lumbre,


algoritmo desollador,
miel, pan sin untura, urbanidad al atardecer,
rémora en mi angustia.
Fue una cobija raída
en donde el aire ensartaba sus venablos.
Una carcajada de muñeco triste,
unas tenazas de camarón
apretando la garganta.

Inflexiono y sé de mi humor despalabrado,


sé la orilla, aún puedo acomodarme
entre sus rodillas, respirar su descamación.

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Puedo, sin más artilugio, desenvainar el recuerdo,
ponerlo a orear, olerlo: carne de coco, sal.

Una boca, un ojo, ¿cuál señal? ¿qué indicio?:


¿mi camisa verde para caminar los pasillos del supermercado?
Ahora son largos los callejones entre los anaqueles.
Aburrido empujar el carrito de las compras.
Tedioso mirar etiquetas y marcas de productos.
Cargo con el fuereño que soy a la hora de pagar en caja.

Enciendo un tabiro, lo mantengo entre los dedos,


lo miro consumirse: soy un cigarro.
¿Fumar? Se me han quitado las ganas.
Arrojo mi historia sin apagarla.
El silencio permanece alumbrando.
Esto mismo es el silencio:
meter el dedo en un hoyo de una pared y chupar el barro de su adobe.
Andarivel: el sabor en la boca.
El estómago engarruña su mariposa
porque el relámpago fosforece
cuando la tierra toca la saliva y la lengua palpa,
por un instante, la incógnita en la memoria.

Mitémico regreso de la degustación,


pero no voy a hablar de la infancia,
sino de la tierra hecha lodillo en la lengua:
que briosa trota, regresa y huele:
a teja mojada, a patio recién regado… a:
mula sacada de un pozo espantada de vida.
De este ahogamiento del paladar
cuando el polvillo se desintegra,
suelta su anáfora mineral,
deja los jugos se conviertan sensaciones,
fracciones del tiempo, invocaciones en las papilas.

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De la tierra estival y su bulla,
de eso quiero escribir, porque nombres de pájaros no sé.
Porque soy acatafásico
y la metáfora se me muere en su intento de parto.

Escribir: la lengua presiente la palabra,


el organdí de su vestido,
pero no encuentra las sandalias para salir.
Ser claro, simétrico en el vuelo,
cerebral si hay que precisar el tamaño de las palmeras,
la alcalinidad de la tierra, el sentimiento de sus frutos.
Si de pronto algo me enternece, saberme fútil.
Ecuménico, si mojo en el arroyo de la emoción mis corvas.

Escupir café y sentir en los dientes los grumos escondidos;


en el esófago, cómo el pasado se abre paso,
cómo en la boca la saliva se regodea y le insiste a los lagrimales.

La uña llena de tierra, el dedo empolvado,


el trayecto de la pared a los labios.
El acto de abrir y sacar la lengua, lamer,
cerrar los ojos, eso mismo es el silencio:
un gato al acecho, insisto, que da el zarpazo.

El báratro del silencio, su impulso estornino,


la lenta oblación que hace de la carne,
su penetrar yámbico en la molécula del sentido,
su vararse ballena a morir con la tarde,
cuelga al cuello, cuando el resabio de la tierra
en las comisuras de los labios
me descubre cronófobo y aceitunado birlibirloque.

De súbito se amoldó a mi cuerpo,


cosió sus encajes divinamente en los nervios,

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me dio el papel de su personaje,
me cambió los parlamentos,
se enconchó en su tortuga
y me la entregó a cuidarla.
Cuido, desde ese día, sus manías.
Alimento su esquizofrenia con flores de icaco.
Le unto las patas con lodo de tule.
Le mimo, contándole de peces despanzurrados.
Yo mismo me saco las tripas para que sonría
y deje de extrañar el olor de la espuma,
la cicuta de la playa, el pleonasmo del mar.

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Amargo hasta saberte ámbar

Amargo el silencio que ámbar va


penetrando el cuerpo,
que ámbar amarga el alma.

Jacinto Valtierra
EL SILENCIO, MAR DE MUCHOS PECES,
también tiene sus escarabajos,
el alma desliada, la verdad en los cangrejos.

De verdad digo: su musgo cubre mis palabras,


su alta seña no es un faro, pero me alumbra,
escribe en mi sombra: amargo hasta saberte ámbar.
No sé, ¿qué he de saber si me obturan sus horrores?
No sabré si sus ortopedias engullen mi ánima.
Si hay hora para sentirse pájaro o nube.
Si en su esbeltez pueda sembrar migraciones
o mínimo un brazo que me supura.
La lluvia sucede —no miento— jamás será mentira si cae,
si viene así nomás, como el viento y en el de repente
savia y gesto nos trepana.
Lo de espanto es sólo un apellido,
un alargamiento de sus vísceras,
la su forma de indigestarlo todo,
de todo saberlo hasta la médula.
Nadie que sepa de su playa mira indulgente las esquinas.
Abarca nuestra piel,
la tatúa con el inmarcesible hormigueo del silencio:
tuyo es el ámbar y el miedo, la voz misma del instante.

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AMARGO SE EXTIENDE EL MIEDO,
su acre sabor almidona el paladar.
Revolotea su cuerpo en nuestro cuerpo.

Deja saber que a pesar de ser anfibio,


su ilusión es terrestre y la memoria carnal.
¿Infancia y miedo crecen de una misma semilla?
—Para saberlo: hay que descubrirle el ojo a un espejo y cercenarlo.
—Porque saben: miedo y silencio, no son frutos de estación,
Pero sí, paralelos de una curva unidos en nuestra infancia.

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ACLARO: CALLAR NO ES SILENCIO,
porque los ojos son más que ruido y la sombra:
un grito de sol. El respiro: una rabia de pájaro contra el viento.
El movimiento: saber el lado de la repetición,
la sinalefa de su aire, la lenta agonía de lo que se apaga.
Tuyo es el ámbar y la diafanidad de su quebradizo y aromático amarillo.
Tuyos los ojos y el simulo; la cuadratura del panorama: la gente que
camina,
el perro aburrido, el tránsito que fluye, el polvo que trasmina: cosas
inútiles.
Tiempo sobre tiempo: el continuo en la mirada se expande, habita
la quietura,
desbroza los alambres —grita perpendicularmente—:
tuyo hasta saberme amargo, diminuto cangrejo, hilaridad.

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CUANDO SALÍ YA ESTABA AFUERA,
porque afuera es mi lugar (el reino unitivo de mis ojos).
Afuera —lo confieso— de todo centro.
Me dicen augur porque mi piel-lagarto es lo mismo que mi voz:
légamo de años, donde los signos abren su pubertad.
Otra lengua es mi lengua: mi diario hablar: el silencio.
El silencio tiene la periferia en el lenguaje y el sexo,
en el centro de todo olor imaginado.
Afuera —lo repito—donde el frescor hace que giman los pulmones,
que la memoria se adviente.
Afuera —afuera— donde puedo ser ese animal añoso y vivo,
porque adentro la periferia mata.
LAS PALABRAS, VIEJAS ENCINTAS, PAREN SILENCIO.
—Óyelas— cantan como grillos,
rompen su forma, la figura oculta del ortóptero.

En ellas mueve el sigilo las caderas.


En ellas te nombro sin nombrar la tarde.
En ellas el escalón de las vocales amotina gritos
como historias sin pasado.
Sólo de ellas es el ruido agorero de los que miran
caer los días perpendiculares.
Los días que caen rectamente, tienen del asombro las pantuflas,
un agua fina les viste y en ellos caminan los ausentes.
Algo de días así poseen las letras de la palabra ámbar.
En el ojo de los enfermos
el viento adopta el brillo incólume de los marsupiales.
—También he escuchado: los días perpendiculares son perfectos,
en ellos, las solas precisan su soledad y le cantan al sexo canciones de cuna.
Los niños cabestrean su sonrisa por rincones obtusos donde el amarillo
del silencio amontona sus huellas para quemarlas.
Las huellas del silencio son palabras dichas a destiempo
por alguien que tiene mucho de mar y nada de pájaro,
que deseaba decirlas sin obturar el corazón, decirlas simplemente,
como quien suelta un escarabajo o se le cae una pluma.
En ese lapso —precisamente en ese instante—
el amor rompe la botonadura polifónica de su estarse.
En su cuerpo, linduras colgadas de garfios revientan en flores.
Los días se resumen en dos o tres grafías.
Rostros congestionados de huecos sentimentales, aducen:
el corazón pernocta en los labios de quien pronuncia mi nombre.

Mi nombre-armadura.
Mi nombre arma dura.
Mi nombre quemadura.
Mi nombre que madura en un aire ínfimo, donde escuchas:
de lejos el silencio enciende su linterna,
de lejos su boca engulle la luz que alumbra sus pasos.
Sus pasos que pisan como animal sereno arden diestramente.

Y es así como el silencio nos pare, de una palabra alfil,


de una palabra sin vientre;
de ahí que la ternura sólo se mire
en horas de parto y de partida.
De ahí que el amor sea un animal infame y mitológico.
¿ENTONCES CUÁNDO?
Entonces sino después, ha de ser ahora
el fluir a contrapaso del acontecer la ruptura.
He aquí la orilla ensimismada
escarbando en su ámbar la cursiva:
qué más se puede restar, si en suma aún respiro,
hormigueo,
lento discurro entre la salud y la enfermedad;
voy, sí, aunque parezca lo contrario, hilando el verso.
Más antes que después ovillo mi agonía,
le procuro una infancia placentera,
le dejo tener un perro y más: el amarillo de la entraña.

Lío de liar la lengua en su gruta.


Me encaverno piedra y cueva me descubro,
he de inquirir para llegar a la médula,
al filón aún profundo: del ya pues,
de ahora mismo se comienza, resina fósil:
electrón: ámbar: esencia: a la sazón.

De sierpe sé arrastrarme,
de piedra en sol permanecer las horas
a viva entraña para engullir al tropo;
aunque el veneno de su voz no alcance la textura,
con él degustarme hasta escaldar la lengua.
Mas si el poema segrega de sus colmillos lo ancho
y el color de los frutos de invierno adquiere,
me pondré a esperar a que me gruña,
me mueva el rabo, salte de gusto,
me lama su entonces.
EL ÁMBAR, PERFUMA
palabra el refugio de su acto.
Suena zampoña el dolor almizclero.
Mi aquí de libélula posa el instante
de su prisa en la pregunta: ¿entonces?
Lo paulatino capa los adjetivos,
allí, chachos los suelta en el corral de la poesía.

Me reconozco gris al cortarle las uñas al silencio.


Amargo de amargura, ato las periferias, suelto los centros,
limito las orillas, cerco las honduras,
enciendo en los huecos, lámparas de queroseno.
Apago las velas de mi entierro.
No espero al tercer día, me levanto y ando;
desde la misma muerte al olvido, busco un trago,
una habitación amarilla para esconder
el sepia de mi amarillo de doce ladrones.
ENCUENTRO UN VIENTRE, CANOSO Y PARDO, SIN CANDADO,
dispuesto para ocultar mi doctrina,
listo para negarme todas las veces hasta el orgasmo.
Desde su ramaje flúvico
comenzaré a caminar al calvario de una cantina,
a lamer mi caída como un perro descaderado.
APALABRADO EL ENTONCES,
la musiquita de tus senos desyerbaré de mi boca.
HE COMENZADO LA MUDANZA DE MIS SENTIMIENTOS
como quien desocupa una oficina.
Carga con sus libros, sus pastillas,
los lápices, con el directorio telefónico,
se los lleva a un rincón de la casa dentro de una caja
sellada con cinta canela, para que nada se empolve ni se escape.

Miro a mi corazón como a un extraño


al que uno ignora cuando éste le habla
y paso de largo cargando mis propiedades,
pensando en cómo enseñarles el silencio,
el arte de la quietura;
les cuento chistes por si acaso el aburrimiento,
les consuelo diciendo: el tiempo pasará,
que juntos un día iremos a cazar patos
o a caminar por una playa para reencontrarnos con el mar.
Les miento como se le miente a un chiquillo al punto del llanto,
les prometo una paleta en la próxima tienda de la esquina.
Recojo cada uno de mis sentimientos
como quien levanta los juguetes del cuarto,
mientras rememoro cada aventura o diversión que me
brindaron.
Así, uno a uno, voy guardando con más dudas que certezas.
Limpio el alma a conciencia, como un armario
al que se le echará una mano de pintura.
Por último, antes de cerrar la puerta
echo un vistazo por si no olvidé algo:
un afecto personal, un calendario en la pared,
un clip, una mancha que hable del inquilino que se muda,
respiro fuerte y cierro, no miro atrás,
sencillamente, me alejo con mi caja al hombro.
ESPERO A QUE ABRA EL ENTONCES SUS COSTILLAS,
muestre su corazón de ámbar atravesado por un insecto.
En sus ojos, quizá, se lea la edad geológica del amor,
el prurito del odio o que lo escrito
sólo sea un silencio de la historia.
Espero encontrar en las alas
la pesadilla de quien murió durmiendo,
y en el estómago del zancudo,
la sangre aterrorizada por la revelación.
El hábito de irse

No tengo otro negocio que estar aquí


diciendo la verdad
en mitad de la calle y hacia todos los vientos:
la verdad de estar vivo, únicamente vivo,
con los pies en la tierra y el esqueleto libre en este mundo.

Gonzalo Rojas
EL HÁBITO DE IRSE,
de alejarse sin bulla e indumentaria.
Separar cada lapso con otro lapso,
esperar el momento con otro momento,
que me haga mejor persona en el intervalo
de ese intervalo en el que uno decide ser;
en el santiamén que acontece
que viene de otro santiamén acontecido,
de un minuto dividido en sus segundos,
donde los segundos que hacen al minuto
retoman del tiempo el tiempo interrumpido.
La duración en que el hecho, cangrejo cruza
hacia otros hechos, donde más cangrejos atraviesan
el espacio abierto por otro espacio
y se hace lugar, sitio para el cuerpo,
estancia en la mirada: ajena de ojos ajenos.
El alma se desalma de uno,
uno por rabiar rabia, pone su acento
donde el tilde no debe de ir y se agrava
de graves acordes sin música de música bien tocada.
Ya con la estocada dentro, lo adentro bulle,
agita su agitada mano, su azúcar disuelve
en lo dulce de todo aquello amargo, agrio del hombre;
el hombre, bilis de Dios, torna de su cólera
encolerizada a la violencia de su vida.
Su existencia se abre como un paraguas
que alguna vez fue una gran sombrilla,
un quitasol nuevo, sin años;
un parasol reluciente con motivos anchos
y figurines contentos sosteniendo esferas
que giraba sin el mayor esfuerzo, a la primera pulsión
del pulso, del respiro,
del aire dentro que impulsa la mecánica,
que oxida el engranaje, que corroe comediante
las vísceras y las expone en su vitrina de trofeos.
Se abre hacia la abierta cerradura
del ser angustiado que auscultó su espacio,
su mente saturada, la congestión de su corazón
congestionada de hábiles erizos colectados en su torrente;
de su sangre desangrada del concluyente púrpura:
granate del espanto, escarlata bermellón de su sístole,
rojo de la desmesurada rojez de venir.

Vuelto a su malogrado interior,


continúa empujando su carrito del destino.
A pulmón que caiga la lluvia,
que el viento azuce sus caballos,
que los enanos del amor vomiten en la cara
para que el rostro sea la facción de alguien incontinente,
su careta sea un miedo al tiempo,
a la duración del abrazo amado.
Al beso que le arranque la muerte,
el antifaz del desespero.

Porque el hombre es la misma historia:


la búsqueda del hombre, la misma costumbre:
costumbre de regresar,
de volver por la línea más tenue a la opacidad del conjunto.
Retornar le precipita del precipicio
a la tolvanera que es venir desde ahí
al polvo que es uno.
Basamento

Crezco y crezco en el árbol que va a volar.

Gonzalo Rojas
HÁGOME DESPUÉS EN LA TERNURA, PUNTA PIE:
pronto ya, aunque el destiempo
esconda los dientes en la raíz roída
del campo que blanquea de ese pasto:
verde:
simiente:
curiosidad en la entraña:
el basalto: ¿dura conspiración de la tierra?
Bajo la planta de tu pie, la sospecha
barrena lo que tus ojos miran como caída,
alas sin cuerpo desprende, ilumina,
muerde cada oquedad del horizonte
con sus plumas pardas.

Los árboles jalan aire, dudan como pájaros;


más allá de sostenerse en pie: trinan,
forzan su sed al crujido,
otra aspiración los humanizaría.
Buscan hacia abajo;
adentro, su entusiasmo de ave picotean,
y es en la sal que encuentran su colibrí-corazón.

Arriba: sólo el verano tiene rumbo:


nombre y apóstrofe: caen las hojas.
APOSTURADO, BABÉLICO ME SÉ.
Descoyuntado:
inclinado cuarenta y cinco grados
por el alcohol;
husmeo en el vodka
el basamento de mi alma.
La canora razón disloca
uno a uno mis pensamientos,
uno a uno el cimiento de mis huesos.
Aporrea con aquello que de rama se sabe;
vos sabrás cómo congestiona,
de pronto gorrión hace de tu pecho nido,
la morada de su canto,
el hogar de tu desesperación y quién sabe
qué más, después del grito y el dolor.
La dirección del verano apuesta en la lluvia
el resto de su humedad.
La botella juega a mostrar el pichón de su abertura.
Para esas horas el humo del cigarro vuela en parvada y mis parpados
pretenden una ecuación silábica,
un instante, una ebriedad más ebria,
lejos del alba, de los árboles.
UN SONIDO QUE BUSCA NO HACER RUIDO
puntea la noche:
la clave es el secreto y el truco el acto.
Así, se está, foco y no luciérnaga,
con el ojo aguzado,
atento a la mano del mago, el público.
LA VOLUNTAD DETUVO SU MIGRACIÓN
en los nidales etílicos de la madrugada.
Depositó su promesa en huevos pintos,
sentimentales,
ninguno tal vez reviente,
la usura del corazón carece de plumas para empollar,
la sangre caliente sólo pudre las entrañas.
Me estoy parvada:
sólita ave sin invierno:
escuchando el cloqueo uterino de mi nombre:
el traquelar de la lluvia que se lleva las horas: barcos de papel:
hundimiento:
primeras luces y aún sin alas;
impertérrito, sobre la mesa los codos,
el vaso borracho, solo, sin parirme aún, sin decidir el vuelo
o el hueco donde agusanarme.

Aquí no echaré raíz: lo sé,


ni haré verano en la cantina,
los pájaros de mal agüero: anuncian.
Será mejor buscar una rama,
lejana y tibia, sin árbol.
EL RUIDO YA NO ES UN SONIDO,
sino un aleteo de paloma,
el ¡ah! prodigioso de la gente
cuando el acto es el truco
y el secreto la clave.
El mago, el aplauso.
UNA ANGUSTIA QUE SE MULTIPLICA, OBSTRUYE,
echa andar conmigo
cuando me pongo los zapatos y salgo al día:

(Aún sin salir, me calza y contiene, más que


en la zozobra, en su útero avinagrado.)

con el desarmador en la mano,


la pretensión de pretérito,
de flores del campo a días de ser cortadas.
De ser un pájaro resaltado entre las ramas
por el canto y no por el plumaje, o
un árbol senil atiborrado de nidos,
de enraizado profundo,
y tronco suficiente para vencer los años por venir.
Hágome al punta pie, trotamundo,
himen, nadie, flujo de ya,
de rápido crujir entre trago y trago.
A paso hacia la cantina
dejo atrás lo que una vez fue adelante,
progresivo, bocacalle, mujer abierta.
Aquí me dispongo, goteando el cielo,
a entramar con mi llovizna el alcohol.
La sinfonola me da el tufo,
me enseña el golpe: abro la puerta.
LEJOS DE LA EBRIEDAD, EL RUIDO SIGUE.
Lo desvanecido retorna y suena.
Persiste el pulso de querer callarse
pero el sonido es una clave,
un acto secreto en la que el mago
se quita el sombrero y hace una reverencia
ante la muchedumbre.
Los fantasmas de mi vida sangran
LOS FANTASMAS INMEDIATOS DE MI VIDA SANGRAN.
Frescos aún,
buhoneros rumian sus quistes;
como alambres de púas envuelven y son un cerco,
sitiado estaré por sus ínfulas este día,
arremetido por la persistencia de su gota de agua;
por su gotera que amorosa
clava en mi frente su partitura,
su música pacerá dislocada en mi oído,
su grillo sinfónico en mis nervios elongará la muerte.
En el solfeo de su ritmo hemático
encontraré el licor de los ensalmos que predica.
Artillado por sueños que explotan sin vomitar moralejas.
Cascado y liebre,
Pululante, fétido y cigüeñal ando.
Ebúrneo, galimático, en sí, transversal;
miserere agonista, también mercachifle,
doy de pasos por esta miseria amable,
límbica y sé: me voy a agusanar de tanto aire,
de tanta gente servicial, meliflua,
cacareante de vastedad,
de congruencias sin ángulos y quilla.
Sin angustia me desmoronaré
como un polvorón escondido en la maleta,
con la certeza de que el nombre y el sabor
serán un grumo deleitante en la lengua
para quién me nombre: bólido, vómito,
versero, gato, saltapatrás, efímero, caramba.
Ya colocado en el diantre
en qué vientre ventrílocuo afinaré mi tololoche,
qué ámbar acústico me será su gitanería.
Los que conocen mi altitud arrumban mi paralelo,
agujas capoteras cosen con formol
a mis ojos su fantasma, dejan su espectro
brillando en la retina.

Cebados por la muerte están mis años,


con la paciencia de un pastor me llevó por la vida,
afilando su arpón, rascándose el calcañar,
sin prisa, en buffet el deseo, el albedrío, la carne
dispuso para mi glotonería;
en la sed su cansado asno.
Bufona la muerte acomodó su geometría
a la aritmética de mis huesos.
Los fantasmas inmediatos de mi vida gritan.
Embravecido y epistolar ando
EMBRAVECIDO Y EPISTOLAR ANDO,
sé que mullido lejos está de ser el día.
Pateo una piedra, luego un bote.
Recojo diez centavos que la gente ignora,
soy diez centavos más triste,
diez veces más yo.
Al doblar la esquina alguien aplaude,
otro grita, dos más ríen.
Aquí nadie saluda,
menester es guardar las palabras
para no hacer ocasión el rechazo.
Me detengo ante un poste
donde un cartel de lucha libre
me recuerda que el Solitario
era mi luchador favorito
y no el Santo, ni Lizmark.
Me da por ensimismarme,
por querer beber un Orange cruhs
o una Chaparrita,
pero en el Oxxo de enfrente no venden,
y si no venden, no existen.
La memoria en un movimiento,
me mete un martinete:
donde está el semáforo
había un árbol de mango;
donde el Vips, un puesto de garnachas.
Me deja en toque de espalda,
al punto del llanto,
la mirada de un perro con las vísceras de fuera
me salva de esta caída.
En la cadencia de los pies

Si sucede que yo hablo en este preciso instante, es sólo porque


espero encontrar el modo de avanzar, de correr en línea paralela a
cuanto avanza, y comenzar de este modo a encontrar el modo de ir
llenando el silencio sin romperlo.

Paul Auster
ANTES,
un poco antes,
antiguamente —pienso—
de este atrás, un después vino,
llegó, su anterioridad aún le punzaba;
su linaje clavado en el color de los ojos, traía,
también—ahora que lo recuerdo— blasones oxidados, mostraba;
heridas que una vez fueron sangre, enfermedad, batallas.

A mí no me crean
pero yo le miré con todo ese peso,
con todas esas ganas de que alguien
contemplara su pasado, llorara con él,
de que todo su atrás le dejara respirar,
dar un paso, sin que las centurias lo doblasen de dolor.

Respiré con él,


pero su aire estaba contaminado por los años.
Sus costillas enlamadas, lucían.
En sus uñas, fósiles de dinosaurios y migala, se miraban.
Vetusto su corazón en el golpe, era.

Antes,
un poco antes,
si no es que después
lo arcaico de su nombre,
la prehistoria de su lengua —escuché—
ahí se estuvo contándome la vida
en una esquina como dos amigos que se encuentran.
La espalda le dolía por los siglos tatuados en las vértebras.
Su estarse quieto, era tan añoso e inconmovible
que la profundidad del día le era un alivio en la piel.
—Si la memoria no me falla—:
las rodillas le crujían al caminar.
El sollozo, pétreo en su largura,
pardo en el gemido, acebrado en el lamento
—ahora que lo evoco— me punza.

Antes de percibir su voz


lo sentí como quien tiene la certeza
que un aguacero se le avecinda en el ombligo,
el miedo en la cosquilla y la columna,
el desespero en la planta de los pies.
Con el sonido de sus palabras tejí una bufanda y me la puse
—quiero decir— su antes vestí.
La acústica enrabiada de sus labios
penetró mis oídos hasta la empuñadura con todas sus leyendas.

La fonética de su génesis está inscrita en mi edad.


En su edad todo es relativo, camina, se expande,
las líneas rectas se curvan, la duración no existe,
sólo es un antes y un después de un instante,
de este salto del resorte, antes del punto y final.
SE COMIENZA POR UNA SONRISA,
luego por un gesto indefinible.
Se sigue de largo, sin pausas
caminando en pautas por la acera.
En el recorrido se piensa en alacranes,
en posibilidades de alebrijes,
mientras el aguijón nos penetra
con su claridad hasta anocturnarnos,
hacernos crecer un bosque,
un dibujo en la ingle,
y poner el sonido de un tren en el pelo.

En el trayecto el agua nos guarece


de cualquier interruptor que pueda apagarnos
o dar una señal de oquedad,
un relincho de muerte o de vestigio.
La credulidad va con uno en línea recta;
derecha o izquierda del desengaño, hay en la ruta.

El atrás cada vez que salta hacia delante


se desvanece, el brinco no le es suficiente
para convertirse en bola de nieve.
Nuestra sombra se adelanta a toda ternura del paso,
a cada golpe de tacón se escucha un doblez del pasado.
La simetría indulgente nos acosa,
traduce el miedo al signo de la mueca,
nos retrata pues, con una indigestión de barco,
de murciélago caído sobre su barriga
sin poder con su peso, ni la dureza del paisaje.

El rumbo nunca termina por más aprisa que se vaya,


por más cosas que saquemos de la chistera,
por más palabras que soltemos despiertas,
la dirección es seguir,
inventar nuevas maneras de caminar.
Más vale no desandar el ámbar de lo recorrido;
recoger o tirar máscaras poco importará
si la zancada deja de ser un disfraz,
nuestra indefensión mostrará su carcajada,
no habrá alteridad donde refugiarse,
goznes donde encapsular la ira o el odio,
protuberancias de consuelo para recostar la cabeza.

El itinerario puede cubrirse con un solo tranco,


con un movimiento supino de la mano,
pero es mejor un parpadeo —más bien el instante—
en que los párpados cubren al ojo
el destino se resguarda de la mojigatería,
del rebuzno lúdico del atrás cuando salta
con el diente dispuesto.

Ir en el ritmo, en la cadencia de los pies


por la planicie del asfalto pensando en el adónde,
en el lugar, es comenzar la marcha.
La capicúa para enmendarse jamás se rumiará,
lo cerca revelará su horizonte.
Lo lejos dará diez vueltas sobre sí
y encontrará el lugar perfecto para echarse.
No podremos negar que en todo esto hay un deleite,
un pez de agua dulce en celo,
un poco de sudor y de prestancia,
tal vez una forma de disimulo y un mulo
cuesta arriba con las carga de nuestros daños,
años en minúsculos trajes de chaquira.

Me detengo para proponer un ademán


como quien se plantea encontrar al futuro,
aunque muchos digan que ese animal no existe,
trecho a trecho llovizna,
gota a gota distancia.

Anfibio, terrestre o alluviado transitar.


Carcomerse de agua, encharcarse de vez en cuando.
Adelgazar como chorrito y filtrarse en lo más mineral de uno.
Descubrir que por dentro, somos lagunas, esteros,
deltas, ojos de agua, pantanos.

Dando el primer paso lo demás es seguir.


En la flexión de la rodilla está el impulso,
el pulso acelerado, todo el cuerpo dispuesto
a partir, alma en ristre, presente a mano,
sin cartas bajo la manga, sólo el peón
dos escaques más adelante, en la torrencialidad
de sus branquias, de su aguacero.

Nada de prótesis si de pronto el camino fue todo,


si el almaje se cimbra ante la tormenta,
hay que dar el salto, el vacío es otra vía,
el caer una calle larga y lluviosa.
Nada de aparatos que remplacen el golpe de la gota.
La sonoridad del latido, la armonía del dolor.
Ninguna excusa que nos picoteé
para aplazar el brinco, sólo hay que lanzarse.
INDICE
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SEMBLANZA / RESEÑA BIOGRÁFICA / FOTO DE
AUTOR
TÍTULOS
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Amargo hasta saberte ámbar, de Jesús Bartolo Bello
se terminó de imprimir en ____ de 2014,
en Rojo Siena Editorial e Impresos Quorum,
Puebla, Puebla, México.
Se imprimieron 1,000 ejemplares.
La revisión final corrió a cargo de
Roxana Cortés.
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