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GUERRILLA
Héctor Abad Faciolince
¿Qué sentido puede tener una guerra en la que los comandantes -como el cura
Pérez, como Camacho Leyva o Tirofijo- envejecen en ella y en ella se mueren de
enfermos o de viejos? Una guerra perpetua (y para colmo interior, entre
nosotros mismos) es como el espejo de la locura: como un partido de fútbol sin
límite de tiempo, ni de goles, y con la posibilidad de hacer infinitos cambios de 5
jugadores, o como una pelea de boxeo sin límite de asaltos y en la que ninguno
de los contendores gane, aunque los dos se caigan. Pelearse el poder, sin la
posibilidad de ganárselo, en un país destrozado por la misma guerra, es como la
riña de dos calvos que se matan por una peinilla.
Si hace un siglo tuvimos la Guerra de los Mil Días, es posible que ahora sólo a
nuestros nietos les toque ver el fin de la Guerra de los Cien Años. O, si son
longevos, puede que, a nuestros hijos, porque al fin y al cabo ya llevamos varios
decenios de guerra y, si la predicción resulta acertada, entonces no nos faltan
sino sesenta o setenta. Tal vez el título de la novela más famosa de García 6
Márquez no haya sido sólo un retrato de nuestro pasado, sino también una
profecía de nuestro futuro.
¿Pero puede haber algo más tonto que una guerra de cien años? Suponiendo que
las guerras tengan alguna racionalidad, su condición primera debería ser que se 4
puedan ganar en un tiempo que esté a la medida de una vida humana. Es decir,
cuando menos, que una misma generación de generales, comandantes,
guerrilleros y soldados la puedan ganar.
Henry Kissinger dio hace tiempos una definición memorable: “Un ejército
convencional pierde cuando no gana. La guerrilla gana cuando no pierde”. 2