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2.

EL CONOCIMIENTO
Palabras claves: Subjetivo, objetivo, validación, apologética, ignorancia,
axioma, ciencia y fe, dogma y dogmatismo,

Objetivo:
Que el estudiante conozca cuáles son los criterios de validación del conocimiento, el
conocimiento axiomático en la fe cristiana, que el estudiante sepa, desde el punto de
vista bíblico, cuál es la condición previa para lograr un conocimiento verdaderamente
confiable, sepa qué es el dogma y su diferencia con el dogmatismo, conozca las
limitaciones al conocimiento.

Resumen:
El cristianismo afirma que la cima del conocimiento en cuanto a su veracidad,
penetración y confiabilidad se obtiene a través de la revelación únicamente, y ésta es
de índole dogmática y autoritativa, contrasta esto con las disciplinas de orden
eminentemente científico que lo obtienen por caminos casi exclusivamente empíricos y
racionales. La epistemología cobra entonces nuevo valor para la disciplina teológica en
el propósito de demostrar que la revelación no riñe con las vías usuales del
conocimiento científico, sino que más bien lo simplifica por no ser particularmente
relevante para el fin que persigue, excediéndolo en aquellos casos en que la ciencia no
ha podido dar respuestas satisfactorias a las preguntas del hombre.

“De todas las clases de conocimiento que podemos


alcanzar, el conocimiento de Dios y
el conocimiento de nosotros mismos
son los más importantes”

JONATHAN EDWARDS

Justificación.

Después de considerar grosso modo los aspectos relacionados con el pensamiento


humano visto de manera desprejuiciada desde diferentes perspectivas que, sin
embargo, conducían a las mismas conclusiones; es momento de abordar el contenido
específico que este pensamiento persigue y que, presumiblemente, a la luz de la
experiencia humana a lo largo de la historia, ha estado en condiciones de alcanzar. Es
decir lo que comúnmente llamamos “conocimiento”. Y como es apenas lógico, lo
primero que hay que tratar es la posibilidad misma del conocimiento.

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2.1. La posibilidad del conocimiento.

En realidad, más que la posibilidad del conocimiento en sí mismo, lo que los tratados de
epistemología suelen discutir es la posibilidad de un conocimiento
confiable y satisfactoriamente veraz: ¿está la mente y el pensamiento humano en
condiciones de alcanzar un conocimiento que reúna estas condiciones mínimas? La
posibilidad del conocimiento está, entonces, en relación estrecha con el problema de la
verdad. Pero aquí vamos a tratar su posibilidad sin distinguirla, o por lo menos sin
separarla, de la discusión sobre el problema de la verdad, como si lo suelen hacer los
estudios formales de epistemología.
Hecha esta observación, en cuanto a la posibilidad del conocimiento las posturas son
muy variadas, pero todas oscilan entre dos extremos que, a riesgo de una excesiva
simplificación, podríamos designar como el escepticismo pesimista por un lado y el
optimismo idealista por el otro. Los primeros prácticamente niegan toda posibilidad de
conocimiento confiable y veraz, lo cual es en sí mismo contradictorio, pues en este caso
el hecho de que no existe ningún conocimiento confiable y veraz sería el único
conocimiento absolutamente confiable y veraz que, al admitirse, echa por tierra su tesis
inicial.
A los escépticos radicales les sucede con el conocimiento lo mismo que les sucede a los
naturalistas con el pensamiento humano, tal como lo hacíamos ver en el capítulo
anterior: es inevitable que al tratar de defender su postura se terminen contradiciendo a
sí mismos. En oposición a ellos, los idealistas optimistas afirman no sólo la posibilidad
del conocimiento, sino su incesante incremento hasta límites inimaginables.
El cristianismo no comparte la sombría postura del escéptico radical, pero tampoco
suscribe la excesivamente luminosa del idealista ingenuo. Por lo menos, no bajo las
actuales condiciones de la existencia. Pero debemos dejar la postura cristiana para
cuando tratemos la revelación, pues sin negar la posibilidad de un conocimiento
confiable y veraz al margen de ella, o más exactamente, al margen de la muy concreta
“revelación especial” definida en el primer capítulo de la conferencia de la materia
Introducción al pensamiento cristiano, el cristianismo afirma que el culmen del
conocimiento en cuanto a su veracidad, penetración y confiabilidad se obtiene a través
de la revelación únicamente.
De cualquier modo, el cristianismo tiene más afinidad epistemológica con las posturas
idealistas que con las escépticas y toda su actual parentela ideológica, tal como el
relativismo, el pluralismo, el multiculturalismo y el subjetivismo. Pero dado que estas se
abordarán con precisión en la materia Ética Integral, nos limitaremos a mencionarlas
tangencialmente cuando sea estrictamente necesario y nada más, sin entrar a
considerarlas con detalle.
Y esta mayor afinidad epistemológica con el idealismo surge del hecho de que la
doctrina cristiana es, en último término, optimista, pues anuncia en su momento y sin
lugar a la más mínima duda la llegada de, por decirlo así, un “final feliz” para el universo
y la creación en general; es decir la instauración universal del reino de Dios en la Tierra,
en el cual habrá un explosivo y pletórico despliegue prácticamente ilimitado del
conocimiento en todos los órdenes y aspectos. Por eso, en anticipación de ese
momento culminante de la historia la actitud del cristiano es, a pesar de los sinsabores,

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dolores, sufrimiento, ignorancias, engaños y falsedades que la vida nos pueda deparar,
optimista y esperanzada.
Como refuerzo de esto y sin perjuicio de la ampliación posterior que iremos haciendo de
ello, recordemos lo ya dicho ocasionalmente, un poco al margen del
hilo principal de la conferencia, en el sentido que la actitud subjetiva que subyace al
pensamiento puede llegar a ser más determinante que el entendimiento objetivo que
éste pueda tener o alcanzar de la realidad, pues la actitud condiciona la manera en que
seleccionamos y ponderamos el conocimiento disponible.
John Milton se refirió a esto cuando señalaba que: “La mente tiene su propio lugar, y
ella misma puede hacer un cielo del infierno o un infierno del cielo”. No se trata, por
supuesto, de que nuestra actitud mental y de ánimo modifique o transforme
automáticamente nuestro entorno y circunstancias, sino la manera en que lo
percibimos. No puede negarse que, dependiendo de si son buenas o malas, nuestras
actitudes condicionan la percepción que tenemos de la realidad. Por eso, sin caer en
posiciones ingenuas o escapistas, el creyente puede, aún en las circunstancias más
difíciles y opresivas, ver siempre un rayo de realista esperanza que ilumine el
panorama, y eso incluye la percepción, aprehensión y selección de los contenidos
cognitivos que contribuyan mejor a ello; mientras que los inconversos suelen volverse
tan cínica o amargadamente críticos de todo, que se encierran voluntariamente en la
oscuridad aún cuando el sol esté alumbrando de manera evidente afuera.
El optimismo esperanzado del creyente está, por tanto, llamado a combatir el
pesimismo trágico del incrédulo, aunque ambos se encuentren confrontados con la
misma realidad objetiva y sometidos a las mismas o similares circunstancias. No es
cierto, entonces, que un pesimista sea un optimista bien informado, como lo dicen con
mordacidad los pesimistas4, sino que más bien todo depende de si vemos la realidad
con fe o con incredulidad. La fe nos permite ver siempre el vaso medio lleno, mientras
que la incredulidad nos lleva a ver el mismo vaso siempre medio vacío. Porque el “vaso
medio lleno” implica la presencia de Dios guiando providencialmente las cosas, por mal
que se puedan ver, mientras que el “vaso medio vacío” implica la ausencia de Dios y el
caos consecuente.
4 Del mismo modo, un optimista podría ser un pesimista bien informado en la medida
que dispone de la privilegiada información o conocimiento de que Dios está a cargo de
la situación. Conocimiento del que carece el pesimista escéptico. Como puede verse, el
asunto no es tener conocimiento de una información común y generalizada, sino
información o conocimiento selecto y privilegiado.
Ese es el sentido de la frase de Milton. Así, pues, nuestra percepción favorable o
desfavorable de la realidad depende de si vemos o no vemos a Dios en medio de ella. Y
la fe es lo que hace la diferencia a este respecto, ya que es ella la que da lugar a
actitudes que, a su vez, modifican nuestra percepción cognitiva brindándole criterios
selectivos para ponderar la realidad otorgándole más peso específico a cierta
información que a otra, cuyo impacto puede verse así matizado o atenuado, pero no por
ello desestimado.
En estrecha conexión con esto cabe decir que, desde la óptica bíblica, la posibilidad del
conocimiento o por lo menos del conocimiento verdaderamente útil y el más
determinante y trascendental de todos está condicionada a lo que se designa como el
temor de Dios: “El temor del SEÑOR es el principio del conocimiento…” (Pr. 1:7). Ahora

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bien, no se trata aquí del temor racional y lógico que el ser humano experimenta como
parte de su instinto de conservación ante amenazas reales a su vida y a su integridad,
ni tampoco propiamente de un temor servil, compulsivo e irracional, o lo que es lo
mismo: miedo, terror o pavor. Se trata más bien de una
actitud reverente, respetuosa y al mismo tiempo confiada hacia la realidad divina del
Dios vivo y verdadero que busque alinear nuestra perspectiva de la realidad con la suya
hasta dónde esto sea posible, garantizándonos de este modo la posibilidad de la
adquisición de un conocimiento verdaderamente confiable y veraz en todos los frentes
de la vida.

2.2. La estructura y naturaleza del conocimiento.

Pasando ya a la estructura y naturaleza del conocimiento, es aceptado desde tiempos


antiguos que para que éste se pueda dar, se requiere un objeto a conocer o que pueda
ser conocido y un sujeto o conciencia que conoce y, por supuesto, una relación o
vinculación entre ambos. Ésta es, pues, la estructura básica del conocimiento que,
prácticamente, nadie discute. “El dualismo de sujeto y objeto pertenece a la esencia del
conocimiento” sentencia Juan Hessen en su libro Teoría del conocimiento.
En cuanto a la naturaleza del conocimiento dentro de esta estructura generalmente
aceptada, la discusión gira alrededor del tipo de vinculación o relación que se da entre
ambos y de cuál de los dos polos de esta estructura: el sujeto o el objeto, son más
determinantes en el acto de conocer y en los resultados a los que este acto da lugar.
Tradicionalmente la balanza se ha inclinado a sostener que en el acto de conocer, el
objeto es más determinante que el sujeto. No cabe duda que, si aspiramos a alcanzar
un conocimiento confiable de las cosas, la “imagen” cognitiva que el sujeto conocedor
se forma en su mente del objeto conocido está fundamentalmente determinada por el
objeto mismo y no por el sujeto y debe, por tanto, corresponder lo más fielmente a
aquel. Aunque, por cuenta de la física cuántica (en especial del llamado “Principio de
incertidumbre de Heiselberg”) y del llamado “principio antrópico” que no viene al caso
exponerlos aquí más allá de su mención para el estudiante interesado hay disidencias
importantes y hasta contrarias de esta postura. Sin embargo, sigue siendo la
mayoritaria.
En realidad, dada la estructura del conocimiento con sus reconocidos componentes de
sujeto-objeto, comprender la naturaleza o esencia del conocimiento pasa por tratar con
los conceptos de subjetividad y objetividad respectivamente y su relación entre sí. Erich
Seeberg puede introducirnos en esta consideración con la siguiente frase puntual: “Lo
objetivo sólo es efectivo en lo subjetivo”. Aclaración muy oportuna, pues objetivo y
subjetivo son dos palabras que suelen entenderse de manera equivocada, como
opuestas la una a la otra. Lo objetivo, como su nombre lo indica, es lo relativo a los
objetos o cosas. Lo subjetivo hace referencia a los sujetos o personas.
La objetividad es decir el conocimiento en el cual lo que prevalece o lo más
determinante es el objeto es vista habitualmente con buenos ojos, mientras que la
subjetividad aquella en cuyo conocimiento lo que prevalece o lo más determinante es el
sujeto se mira con sospecha. La ciencia ha contribuido a restarle fuerza a la
subjetividad al considerar sólo lo que es objetivo como el criterio de verdad final y
exclusivo para establecer la veracidad sobre cualquier asunto. Así, al exaltar la

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objetividad se termina menospreciando la subjetividad, a la cual se ve
como falseadora y contraria a los hechos y, por lo mismo, como poco digna de
confianza. Pero lo cierto es que la objetividad no riñe necesariamente con la
subjetividad sino que, bien entendidas, son no sólo compatibles sino complementarias.
El conocimiento que caracteriza la fe cristiana es, en principio, eminentemente subjetivo
porque la fe es una decisión de carácter personal que da lugar a una relación entre
personas o sujetos: el creyente y Dios en la persona de Jesucristo. Como tal la fe no
puede ser sometida a las demostraciones objetivas con validez universal que promueve
la ciencia. Pero eso no significa que toda experiencia subjetiva como la fe tenga por
fuerza que ser falsa y carecer de fundamento objetivo. De hecho, los datos objetivos con
validez universal aportados por la ciencia sólo son eficaces cuando se viven y
experimentan en carne propia es decir, de manera subjetiva por parte de las personas
particulares que conocen y comprenden estos datos.
Visto así, la fe no es un salto en el vacío de la subjetividad, sin puntos de apoyo
objetivos que puedan ser verificados por todos los que deseen examinarlos y tomarlos
en consideración con honestidad (Lc. 1:1-4; Jn. 20:27; Hc. 1:3; 2 P. 1:16; 1 Jn. 1:1), y
que pueden ser puestos a prueba con ventaja en la experiencia cotidiana del creyente
(Mal. 3:10-11); sino una decisión sustentada en hechos objetivos comprobados a
satisfacción por la primera generación de cristianos y confirmados posteriormente por la
experiencia subjetiva pero real de muchas generaciones subsecuentes de cristianos (Jn.
17:20; Heb. 11:39-12:3), incluyéndonos a nosotros, a quienes se aplican especialmente
las palabras del Señor: “… dichosos los que no han visto y sin embargo creen” (Jn.
20:29). Ya desarrollaremos este punto un poco más en los ejemplos de validación del
numeral 2.4.
La única precisión que hay que hacer aquí es que, una cosa es abogar por la validez
racional de la subjetividad cuando está suficiente y satisfactoriamente sustentada por
los hechos objetivos, que defender un subjetivismo que no tiene ningún asidero en la
realidad objetiva. Los creyentes en Cristo se encuentran en lo primero, pero rechazan lo
último.
Por lo demás, la insistencia rígida en la objetividad como criterio de verdad puede ser,
incluso, un acto de hipocresía, como lo sostiene con firmeza la periodista María Isabel
Rueda así: “La objetividad es un acto de hipocresía, no creo en ella y no la ejerzo”. Y lo
es porque la manera en que cada uno de nosotros ve y entiende la realidad, actuando a
la vez en conformidad con el entendimiento que tenemos de ella es, por fuerza,
subjetiva, puesto que todos somos sujetos o personas.
Sin embargo, esta subjetividad inevitable se ve balanceada por la aspiración que todos
perseguimos de obtener un entendimiento objetivo o comúnmente compartido de la
realidad que esté ceñido a los hechos y que nos permita relacionarnos correctamente
con nuestro entorno sin “estrellarnos” contra él para nuestro propio perjuicio (Hc.
26:14), sino sirviéndonos de él constructivamente para nuestro beneficio individual y
colectivo (ver también el numeral 2.4. para ilustrar la figura gráfica de “estrellarnos”
contra el entorno o la realidad de las cosas).
Pero en este propósito debemos reconocer con honestidad que nunca alcanzaremos
una objetividad absoluta y que pretender entonces que somos ya tan objetivos que
nuestra manera de ver las cosas es la única correcta, es un acto de soberbia y hasta de
consciente hipocresía. Por el contrario, reconocer humildemente el sesgo que nuestras

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emociones, experiencias e historia personal le imprimen a nuestra percepción de los
hechos y aceptar la posibilidad de que estemos equivocados al respecto es un acto
necesario de honradez que Dios demanda de nosotros para poder relacionarnos de
manera satisfactoria con nuestro hábitat natural, con nuestros semejantes y con Dios
mismo.
A quienes no hacen este reconocimiento se les pueden aplicar las palabras del profeta:
“Así se le vuelve la espalda al derecho, y se mantiene alejada la justicia; a la verdad se
le hace tropezar en la plaza, y no le damos lugar a la honradez” (Isa. 59:14). Job hizo
este reconocimiento cuando se refería a su propio punto de vista como una mera
opinión y no necesariamente como la verdad definitiva al respecto (Job 33:3). Por eso
los creyentes debemos estar dispuestos a tener en cuenta, no sólo la perspectiva veraz
que Dios nos revela en las Escrituras (Sal. 119:1-16), sino también, como lo recomienda
el mismo Señor repetidamente en Su palabra, la de nuestros hermanos y semejantes,
siempre necesaria para corregir los sesgos que afectan nuestra propia perspectiva (Pr.
11:14; 12:15; 15:22; 19:20; 24:6). Porque la verdad requiere, antes que terminante e
hipócrita objetividad en nuestros pronunciamientos, una subjetividad honesta, humilde
e integra por encima de todo, pues: “A los justos los guía su integridad; a los falsos los
destruye su hipocresía” (Pr. 11:3).
2.3. Realidad y veracidad: criterios de validación del conocimiento.

La validación del conocimiento tiene que ver con el problema de la verdad: ¿es nuestro
conocimiento necesariamente subjetivo lo suficientemente veraz a pesar de ello y
satisfactoriamente ceñido a los hechos objetivos de tal modo que podemos confiar en él
para todo efecto práctico? Y ¿cómo se define finalmente la verdad? Es aquí donde
debemos formular criterios de validación del conocimiento que nos permitan responder
de la forma más concluyente estas dos preguntas epistemológicas cruciales.
Hay diversas posiciones filosóficas a lo largo de la historia propuestas para abordar
estas cuestiones, siempre en conexión con la postura en cuanto a la posibilidad misma
del conocimiento tratada en el numeral 2.1. Así, las posturas radicalmente escépticas
hacia la posibilidad del conocimiento5 dirán, si pretenden ser internamente coherentes,
que no hay en definitiva criterios seguros o confiables de validación del conocimiento y
que estamos condenados a no saber nunca si nuestros conocimientos corresponden en
verdad con la realidad de las cosas.
5Entre las cuales se encuentran en mayor o menor grado todas las ideologías modernas
ya mencionadas y emparentadas con el escepticismo, tales como el relativismo, el
subjetivismo, el multiculturalismo y el pluralismo.
Por otro lado, las posturas que se ubican en el otro extremo: el idealismo optimista,
suelen ser dogmáticas en el sentido en que ni siquiera consideran seriamente el
problema de la verdad, pues dan por sentado no sólo que el conocimiento es siempre
posible, sino que, como tal, éste se ajusta y corresponde de manera
natural a la realidad de las cosas, por lo que no se preocupan en incorporar criterios
sistemáticos de validación del conocimiento.
Kant es quien tal vez halló una fórmula de medio camino entre ambas, el comúnmente
llamado criticismo que, dicho de manera sencilla, significa adoptar una postura
saludablemente crítica hacia el conocimiento adquirido y unos mecanismos mentales y
empíricos de comprobación sistemática aplicables a él que nos permitan, una vez

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sorteados, afirmar que el conocimiento que poseemos es confiable y satisfactoriamente
ceñido a los hechos para todo efecto práctico.
Escuelas filosóficas del siglo XX actualmente vigentes como la llamada filosofía analítica
y el positivismo lógico trabajan dentro de esta mentalidad crítica, tanto desde el punto
de vista de la lógica como del uso mismo del lenguaje respectivamente, aunque hay que
decir que son radicalmente escépticas y descalificadoras hacia los temas metafísicos
tradicionalmente abordados por la filosofía y la teología en lo que debe ser considerado,
desde la óptica cristiana, una claudicación al naturalismo y materialismo de los sectores
mayoritarios de la ciencia actual y una extralimitación no suficientemente justificada de
su actitud crítica.
Debemos aclarar, pues, que en el propósito de validar satisfactoriamente el
conocimiento no se trata de adoptar un espíritu crítico que lo cuestione todo de manera
gratuita, como lo hacen los escepticismos radicales y, en cierta medida, las escuelas de
pensamiento mencionadas en el anterior párrafo; sino de ejercer la capacidad crítica de
nuestro entendimiento asociada en una buena proporción al ya mencionado “sentido
común” mediante la adopción de una saludable actitud crítica hacia el conocimiento
que, sin negar su posibilidad, lo someta de cualquier modo a prueba para ver que tan
confiable y ceñido a los hechos es en realidad.
Como lo vimos en la materia Filosofía y cristianismo al considerar y evaluar las escuelas
filosóficas de la antigua Grecia, esto es lo que hay de rescatable en las actitudes del
escéptico, pues recordemos que original y etimológicamente hablando, escéptico
significa simplemente el que examina por sí mismo y no “traga” entero, por decirlo de
manera coloquial. En este sentido, un saludable escepticismo será siempre
recomendable en el propósito de validar el conocimiento adquirido, pero no en el de
negar la posibilidad misma de la adquisición de un conocimiento confiable que
corresponda satisfactoriamente con la realidad de las cosas.
Precisando todo lo anterior, los criterios de validación del conocimiento pueden abarcar
tres aspectos, a saber: el psicológico, el lógico y el ontológico. Veámoslos rápidamente
uno por uno.

2.3.1. Validación psicológica.

La validación psicológica hace alusión a los procesos mentales involucrados en la


adquisición del conocimiento tal y como estos son estudiados, identificados y descritos
por la psicología. Podríamos decir que la validación del conocimiento comienza por
verificar si el sujeto cognoscente es un individuo mentalmente sano en quien las
facultades, procesos y secuencias habituales y normalmente aceptadas para la
adquisición del conocimiento operan correctamente y en el
orden y medida correspondientes dentro de los rangos que se consideran saludables.
Por supuesto, siempre está el estereotipo del “científico loco”, cuyas genialidades
funcionan bien en el propósito de adquirir un conocimiento confiable y útil para los
efectos prácticos de la resolución de problemas, a pesar de su personalidad
extravagante y evidentemente desequilibrada desde el punto de vista psicológico vistas
a la luz de lo que se considera mentalmente saludable. Pero lo cierto es que este
estereotipo popular ha sido sobrevalorado por la literatura, la televisión y el cine, pues
en la vida real no confiamos, de entrada, en el conocimiento o la información provista o

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suministrada por alguien diagnosticado con desordenes mentales, pues la validación
psicológica del conocimiento queda aquí en entredicho. Aunque también hay que decir
que la desconfianza hacia este tipo de conocimiento desde el punto de vista psicológico
puede verse eventualmente compensada por la validación lógica y ontológica, aunque
esto es algo más bien excepcional y no la norma.

2.3.2. Validación lógica.

La validación lógica del conocimiento, como su nombre lo indica, es la que coteja el


conocimiento adquirido con los criterios exigidos por la lógica formal conforme a sus 3
principios generales, a saber: el principio de identidad, el principio de no contradicción y
el principio del tercero excluido. Sin entrar en la consideración de cada uno de estos
principios que pueden ser consultados por el estudiante sin dificultad a través de los
motores de búsqueda en internet, de ellos se derivan directa o indirectamente otros
rasgos lógicos que el conocimiento debe poseer para poder recibir su validación en este
aspecto.
Los principios lógicos pueden ser formulados matemáticamente y tienen con las
matemáticas una estrecha e innegable relación y afinidad, pero también la tienen con el
lenguaje tal y cómo este es utilizado por la generalidad de los seres humanos para
lograr comunicarse con los demás. Si bien su formulación matemática tiene la ventaja
de que el lenguaje matemático es universal, siendo el mismo en todas las culturas
humanas (las matemáticas son las mismas para un hispano, un anglo o un franco
parlante), no puede desconocerse que la lógica no es algo exclusivo del reducido grupo
conformado por quienes dominan las matemáticas, sino que debe poder manifestarse
también en los diferentes idiomas propios de cada grupo humano y exige, por lo tanto,
también en el campo de la semántica y la sintaxis unos requisitos mínimos, pues el
conocimiento se expresa usualmente en términos del lenguaje para poder ser
transmitido y comprendido.
En este orden de ideas el conocimiento debe poseer coherencia, rasgo lógico primordial
que el conocimiento debe poder exhibir a la hora de ser expresado en cualquier forma.
Coherencia que debe traer como resultado la mayor claridad y sencillez posible,
evitando al máximo la ambigüedad y confusión en los conceptos, ideas, relaciones y
asociaciones utilizadas que puedan dar lugar, tanto a contradicciones internas, como a
equívocos y malas interpretaciones en su comprensión. Para asegurar lo anterior la
lógica ha identificado una diversidad de “falacias lógicas” que se dan usualmente a la
hora de expresar el conocimiento de forma discursiva y argumentada que el estudiante
también puede consultar y
conocer mediante una sencilla búsqueda en internet introduciendo como criterio de
búsqueda la expresión “falacias lógicas”.
La coherencia abarca dos aspectos: el interno y el externo. La coherencia interna es la
que se busca garantizar al someter las proposiciones o afirmaciones discursivas
emitidas por el sujeto cognoscente (es decir, el sujeto que conoce) a la prueba de los
principios de la lógica formal, verificando a su vez un correcto y claro uso del lenguaje
que evite las ya aludidas falacias lógicas. Y la coherencia externa es ya la que concierne
a nuestro próximo criterio de validación, o más exactamente, la conexión que debe
existir entre los criterios de validación lógica con los criterios de validación ontológica.

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Porque no basta validar el conocimiento desde el punto de vista psicológico y lógico,
sino que hay que validarlo también, finalmente, desde el punto de vista ontológico. Esto
es lo que se quiere dar a entender con la expresión coherencia externa o, más
exactamente, con la palabra correspondencia. Es decir que el conocimiento, además de
ser lógica e internamente coherente, debe también ser externamente coherente en el
sentido de que lo expresado por medio de él corresponda de la manera más exacta
posible con la realidad objetiva de las cosas tal como pueden ser verificadas por medio
de la experiencia. Y esto nos conduce al siguiente criterio de validación.

2.3.3. Validación ontológica.

La validación ontológica del conocimiento recibe este nombre debido a que la ontología
es la rama de la filosofía que se encarga del estudio del ser. Por tanto, la validación
ontológica del conocimiento es la meta final que se busca establecer mediante todo
proceso de validación. Dicho de otro modo, la validación ontológica aspira a
asegurarnos que el ser de las cosas y de la realidad que pretendemos conocer
corresponde fielmente con el conocimiento que decimos poseer de ella. La
correspondencia sería, entonces, el criterio final que se aplica al validar el conocimiento
para poder ponerle el rótulo o sello de veracidad exigido en el proceso de validación.
Porque en términos epistemológicos la verdad podría definirse simplemente como la
correspondencia entre nuestras ideas y percepciones subjetivas con la realidad objetiva
de las cosas.
Ahora bien, la correspondencia puede evaluarse de muchas maneras, dependiendo del
tipo de conocimiento o del campo de la actividad humana en que dicho conocimiento se
inscribe. Si se inscribe dentro del campo de las ciencias de la naturaleza, tiene un
método de prueba o validación ontológica diferente a si se inscribe en el campo de las
ciencias formales (lógica, matemática), o en el campo de las ciencias sociales. Toda
ciencia y toda disciplina intelectual metódica y sistemática tiene sus propios métodos
de validación ontológica por lo que en cada una de ellas el concepto de “prueba” o
“demostración” adquiere una forma particular y un grado de certeza que puede ser
diferente de una a otra.
Para los propósitos de la defensa de la fe, disciplina cada vez más especializada
asociada a la teología, pero de cualquier modo diferente a ella y que recibe el nombre
específico de apologética, se suele apelar a una explicación y relación metódica de las
diferentes evidencias ontológicas que se acumulan en distintos campos del saber
humano (filosofía, ciencia, fenomenología), para terminar
brindando un gran peso probatorio de respaldo a las afirmaciones y declaraciones
propias de la fe cristiana que el cristianismo hace a través de la teología.

2.4. Apologética en acción: algunos ejemplos de validación.

Así, por ejemplo, la confiabilidad y veracidad de las Escrituras se puede someter a estas
diferentes formas de validación de manera que esta confiabilidad quede establecida de
forma satisfactoriamente razonable o “probada”, si se quiere, con un buen margen de
probabilidad.
Comencemos por señalar la “hipótesis” a demostrar en este caso que no sería más que

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la postura clásica del cristianismo en relación con la Biblia consistente en que ésta es la
Palabra de Dios y que es, por lo tanto, infalible y no contiene errores, siendo así
completamente confiable para todos los efectos de conocer la verdad. Sin embargo, los
escépticos no creyentes han sostenido que la Biblia es tan solo un libro más que
combina de manera indiscriminada historia y leyenda, verdad y ficción por lo que, en el
mejor de los casos, contiene numerosos errores y desaciertos que la hacen poco o nada
digna de crédito. Ante esto debemos preguntarnos cuál de los dos grupos tiene la razón,
pues por simple lógica, ambos no pueden estar en lo cierto. Y es aquí cuando los
criterios de validación del conocimiento deben entrar a operar.
Si se tratara de la argumentación popular típica que los cristianos esgrimen para
sostener y defender su punto de vista, tendríamos que inclinarnos a darles la razón a
los escépticos no creyentes, pues esa argumentación deja tanto que desear que casi
podría decirse que termina dándole la razón a los detractores de la Biblia. Basta
observar que el mejor argumento de muchísimos cristianos a favor de la veracidad de la
Biblia es afirmar que la Biblia es la veraz e infalible Palabra de Dios porque ella misma
dice serlo y punto. Razonamiento en círculo que no convence a nadie ni conduce a
ninguna parte, reforzando además la imagen que muchos tienen de los cristianos como
gente ignorante y crédula.
2.4.1. Un libro singular.

Valdría la pena recordar lo dicho por el erudito Daniel Wallace a este respecto: “Hemos
de tratar la Biblia como cualquier otro libro, para mostrar que no es como cualquier otro
libro”. Recomendación que la iglesia en general debería tomar en cuenta con toda la
seriedad del caso. Porque el cristiano que pretende prestarle un servicio a Dios
colocando a la Biblia en una especie de pedestal con su respectiva urna protectora,
lejos del alcance de cualquiera que amenace con mancillarla, poner en tela de juicio o
tender una sombra de duda sobre la inspirada veracidad de sus contenidos, se
equivoca de cabo a rabo y termina así brindándole munición al bando contrario.
Lo cierto es que la Biblia nunca ha exigido este trato. Más bien, nos invita a acercarnos
a ella como lo haríamos a cualquier otro libro, con una actitud críticamente honesta que
esté dispuesta a estudiarla y someter a prueba sus contenidos de manera
desprejuiciada para así poder descubrir al final de este proceso que, en realidad, la
Biblia no es de ningún modo un libro cualquiera, sino uno muy singular. Tanto que no
hay otro que se le compare.
Visto con objetividad, la convicción de que la Biblia es la Palabra de Dios debe ser,
entonces, el punto de llegada de un itinerario previamente recorrido a conciencia, y no
un axioma asumido como punto de partida y colocado a salvo de cualquier legítimo
cuestionamiento. Dios no teme este tipo de acercamientos a su Palabra, sino que, por el
contrario, los ha estimulado al apremiarnos a estudiar con diligencia las Escrituras (Jn.
5:39), pues sabe bien que su Palabra siempre pasará de sobra la prueba, a diferencia
de lo que sucede con los demás libros sagrados de las diferentes religiones de la
historia.
La Biblia es, pues, un libro que nos invita a examinarlo y estudiarlo a conciencia y no a
reverenciarlo o adorarlo. Sólo al tener esto en cuenta los creyentes podrán evitar ser
víctimas de esa forma de idolatría que podríamos designar como “bibliolatría”, llegando
de paso a la convicción racional de que: “… tenemos la muy segura palabra de los

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profetas, a la cual ustedes hacen bien en prestar atención, como a una lámpara que
brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y salga el lucero de la mañana en
sus corazones” (2 Pedro 1:19).

2.4.2. Razones que hacen confiable a la Biblia

Ahora bien, hay varios caminos diferentes pero coincidentes de validación en el


propósito de llegar racionalmente a la convicción del apóstol Pedro citada arriba y
compartida por todos los auténticos creyentes a lo largo de la historia. Caminos que,
sumados entre sí, se refuerzan mutuamente en el propósito de mostrar que la Biblia es,
como ella misma lo afirma, la Palabra de Dios veraz y confiable. Estos caminos pueden
resumirse en cuatro que describiremos enseguida.
En primer lugar, puede demostrarse que la Biblia es un libro único y muy especial,
aunque esto por sí solo no pruebe que sea por ello la infalible Palabra de Dios. Pero si
establece, por lo menos, que es un libro que merece ser considerado y analizado con
todo el detenimiento, honradez y seriedad del caso y no descartado a la ligera con
manifiesta soberbia e ignorancia, como suelen hacerlo los escépticos y la gente profana
en general. Establecer el carácter único y especial de la Biblia impone sobre quien nos
escucha el deber de seguirlo haciendo, impidiendo que se ponga de pie y deseche la
discusión como si no valiera la pena. El carácter único de la Biblia hace que esta
discusión valga la pena y que deba llevarse adelante hasta su conclusión final.
Como se vio en la materia Historia de la Biblia, la singularidad de la Biblia tiene que ver
con el hecho de que en su elaboración existe una diversidad de fuentes tan variada y de
tan amplia procedencia, que hacen que la evidente unidad que podemos apreciar en su
contenido sea un hecho verdaderamente sorprendente, inquietante, sugerente y
estimulante. Recordemos que esta diversidad se manifiesta en que fue escrita en un
periodo de más de 1500 años. Adicionalmente, fue escrita en tres continentes
diferentes: África, Asia y Europa; y en tres idiomas diferentes: hebreo, arameo y griego.
Como si fuera poco, cerca de 60 generaciones transcurrieron para que se terminara de
escribir y en esta labor intervinieron más de 40 autores humanos diferentes,
procedentes de los más diversos contextos, circunstancias, oficios y profesiones. Sin
mencionar la asombrosa continuidad y extensión de su contenido; su influencia,
publicación y supervivencia; su calidad como literatura en la multitud de géneros
literarios que utiliza; su imparcialidad y ausencia de sesgos a favor del ser humano,
todo ello algo comprensible que se cae
de su peso si detrás de su manufactura humana se encuentra Dios guiando todo el
proceso con la precisión y efectividad que solo Él podría exhibir.
En segundo lugar lo que podemos mostrarle al no creyente en este caso es que, aunque
el propósito principal de la Biblia no sea enseñarnos ni historia ni geografía ni mucho
menos ciencia, por lo menos no en el sentido actual de la palabra, sino más bien
enseñarnos todo lo necesario para relacionarnos con Dios y rescatarnos del pecado y la
condenación eterna, podemos no obstante demostrar que cuando la Biblia habla de
historia y de geografía (algo muy frecuente) dice siempre la verdad. Y si los
historiadores, arqueólogos y geógrafos profesionales descubren en sus investigaciones
que la Biblia dice la verdad en estos aspectos, eso le brinda credibilidad y nos va
conduciendo a la conclusión lógica y razonable de que, en consecuencia, debe decir

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también la verdad en todo lo demás que afirma. O por lo menos, que debemos
concederle el beneficio de la duda hasta tanto no se demuestre lo contrario.
En tercer lugar podemos señalar la fidelidad de nuestras Biblias actuales a los
manuscritos originales. En este aspecto la Biblia es de lejos el libro más confirmado de
todos los libros que conoce la cultura humana. Puede afirmarse con toda la tranquilidad
y solvencia del caso que si se pone en duda la fidelidad de nuestras Biblias actuales con
los manuscritos originales, tendríamos con mucha mayor razón que poner en duda la
fidelidad de todos los demás libros, no sólo de la antigüedad, sino también de épocas
mucho más recientes, como la Edad Media antes de la invención de la imprenta, algo
que nadie está dispuesto a hacer hoy. Porque la Biblia se encuentra mucho más
confirmada en este aspecto que todos los demás libros escritos antes de la imprenta.
Por último, podemos utilizar a favor de la Biblia los resultados de aplicarla a nuestra
propia vida. La consideración de los efectos que la Biblia tiene en la experiencia
humana, ya sea la del creyente a título individual, o la de toda una sociedad en su
conjunto, es un argumento más que se une a los anteriores para establecer la veracidad
y confiabilidad de la Biblia. No son únicamente las transformaciones favorables que la
Biblia lleva a cabo en la vida del individuo que la acoge y pone en práctica, sino las que
se dan en la sociedad que se deja influir por ella, al punto que está plenamente
demostrado que las mejores y más apreciadas características de la civilización
occidental son una consecuencia de la influencia que la Biblia ha tenido en su
constitución y desarrollo.
Aquí tenemos una aplicación puntual de los criterios de validación epistemológica a la
Biblia en un ejercicio apologético; criterios que si se aplican por igual a otros sistemas
de pensamiento antagónicos y en muchos casos hostiles al cristianismo no nos brindan
este grado de satisfactoria seguridad y confianza, sino que nos muestran más bien
como sus promotores y seguidores han terminado “estrellándose” contra la realidad.
Esta figura de estrellarse contra la realidad tiene resonancias bíblicas en la manera en
que Cristo interpela a Pablo en el camino de Damasco, señalándole la esterilidad de dar
“coces contra el aguijón”, modismo interpretado correctamente de este modo en la
Nueva Versión Internacional de la Biblia: “Todos caímos al suelo, y yo oí una voz que me
decía en arameo: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? ¿Qué sacas con darte
cabezazos contra la pared?’” (Hc. 26:14).
Por lo que parece, Pablo experimentaba una lucha interior al empecinarse en luchar
contra Dios en la persona de Cristo, lucha en la que el más perjudicado era él mismo.
Porque si la realidad es, como lo creemos los cristianos, creación de Dios y nosotros no
tomamos en cuenta la estructura de esa realidad vinculándola con el reconocimiento a
Dios y con la obediencia a Él, terminaremos de un modo u otro estrellándonos contra la
realidad de manera dolorosa.
Sistemas de pensamiento contrarios al cristianismo como el de Carlos Marx que será
abordado con más detalle más adelante, en especial en la materia de La religión y la
razón plantearon explicaciones de la realidad e hicieron pronósticos que, al someterlos
a validación epistemológica, no han podido pasar la prueba de modo que merezcan ser
rotulados como veraces. La sangrienta revolución bolchevique liderada por Lenin en la
Rusia de los Zares y sus posteriores resultados que dieron origen a la antigua y ya
colapsada URSS no parece ser una afortunada validación de la veracidad del marxismo.
Otro pensador ateo como Sigmund Freud dio origen en su tesis psicoanalítica a la

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creencia de que la labor del psicoanálisis es, además de liberar al ser humano de Dios y
de la patológica religión junto con todos sus moralismos que supuestamente coartan la
libertad humana, dar curso libre a la libido o instinto sexual. Como consecuencia de
estas ideas se llegó al llamado “amor libre” que, desde los años 60s, ha dado lugar a la
promiscuidad sexual generalizada de la actual sociedad occidental que pasa por
flagelos sociales tan reconocidos como el adulterio, la fornicación tan común ya entre
los adolescentes, la pornografía, las madres solteras, los divorcios, el aborto, el
homosexualismo, el sida y las enfermedades venéreas, para mencionar sólo las más
visibles consecuencias del libertinaje sexual iniciado y promovido por Freud.
Parece ser que el estado de la sociedad actual en todos estos rubros no es la mejor
validación epistemológica de las tesis freudianas. Freud, al igual que Marx y Pablo en su
momento, ha terminado dándose “cabezazos contra la pared” o estrellándose contra la
realidad de las cosas.
Por último el filósofo alemán Friedrich Nietzsche, el personaje que mejor y más
elocuentemente da inicio y recoge en sus apasionados escritos toda esta diatriba
moderna contra Dios, contra la religión y contra la moralidad cristiana con su
emblemática frase: “¡Dios ha muerto!”, está en el trasfondo de corrientes de
pensamiento tan variadas como el humanismo ateo, el materialismo y el
existencialismo nihilista del siglo XX como el de Sartre, Camus y Kafka.
Pero las consecuencias de las ideas de Nietzsche ya están a la vista de todos y pueden
ser sometidas a validación sin gran dificultad por la humanidad actual en pleno. Porque
sus propuestas fueron puestas en práctica por el fascismo nazi de
Hitler, quien se apoyó en el llamado “superhombre”, la alternativa planteada por
Nietzsche ante la “muerte de Dios”. Y aquí sobran los comentarios, pues los campos de
concentración de Auschwitz y Treblinka son silenciosa pero elocuente evidencia del
estruendoso fracaso de las ideas de Nietzsche, de su aparatoso “cabezazo contra la
pared” de la realidad.
Además no pasemos por alto que Nietzche murió demente, recluido en un manicomio
de Alemania durante sus últimos días, viviendo en un mundo interior sórdido de vértigo
y oscuridad y firmando sus delirantes últimas cartas como “El Crucificado”, como
muestra tal vez de su dureza de corazón y su autodestructiva actitud desafiante hacia
Dios hasta el final, haciendo escarnio de la cruz de nuestro Señor Jesucristo; o tal vez,
también como expresión del continuo tormento en que se hallaba sumido por haber
eliminado a Dios de su vida.
Es preocupante, entonces, el llamado “deconstruccionismo”, corriente de pensamiento
actual que hace carrera en el campo del arte y la filosofía por medio de artistas y
pensadores que insisten en ir contra la realidad y en fomentar entre sus seguidores esa
misma dinámica. Deconstruccionistas que fanfarronean proclamando el supuesto valor
del ateísmo, de la anarquía, de la libertad sin restricciones, del caos, y de la ausencia de
valores absolutos, tesis todas que son incapaces de soportar la más elemental
validación epistemológica que se emprenda alrededor de ellas.

2.5. La ignorancia como ausencia de conocimiento.

Para entender mejor lo concerniente al conocimiento, su confiabilidad y su utilidad


práctica, es conveniente considerar su ausencia en lo que designamos como

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“ignorancia. En relación con ella la Biblia coincide en principio con el pensamiento
secular en cuanto a que la ausencia de conocimiento es, cuando menos, peligrosa en
un versículo muy conocido por los creyentes en Oseas: “pues por falta de conocimiento
mi pueblo ha sido destruido. »Puesto que rechazaste el conocimiento, yo también te
rechazo como mi sacerdote. Ya que te olvidaste de la ley de tu Dios, yo también me
olvidaré de tus hijos” (Ose. 4:6).
Es claro, entonces, que la ignorancia no es una condición afín con la fe y conlleva el
peligro de llegar a ser destruidos debido a la carencia y el rechazo hacia el
conocimiento. De hecho, desde el punto de vista jurídico o legal, la ignorancia nunca ha
servido de excusa en un tribunal para absolver a los culpables de transgredir las normas
que deberían conocer. Esto se ve confirmado en la Biblia con la exigencia de sacrificios
expiatorios, aun para los pecados cometidos por ignorancia (Lv. 5:18; Nm. 15:24; Heb.
9:7).
Sin embargo, la ignorancia es inevitable en relación con aquellos asuntos acerca de los
cuales no tenemos ya sea temporal o permanentemente ni los medios ni la capacidad
para llegar a conocerlos, entre los cuales encontramos aquellos que Dios se ha
reservado para sí en contraste con los que sí ha decidido revelarnos (Jn. 16:12; Dt.
29:29; Ecl. 11:5). Pero asimismo la ignorancia es inexcusable respecto de aquellas
cosas que podemos conocer y que, por lo tanto, estamos obligados a indagar e inquirir
(Rom. 1:20). La ignorancia nunca podrá ser entonces un pretexto o justificación válida
para nuestros errores y faltas (Ecl. 5:6), puesto que la ignorancia constituye en sí misma
una falta (Mt. 22:29; Mr. 12:24).
En efecto, siempre que la Biblia se refiere a alguien como “ignorante” no lo hace
simplemente para describir el bajo nivel de conocimiento del individuo, sino para
formular una acusación de la cual la persona es directamente responsable al optar
voluntariamente por esta censurable condición (Dt. 32:6; Pr. 1:32; 9:13; 12:1; Isa.
56:10; Jer. 4:22; Efe. 4:18; 2 P. 3:5). En el mejor de los casos la ignorancia sólo puede
esgrimirse como un atenuante (Lc. 12:47-48; Hc. 3:17; 1 Tim. 1:13), que mitiga en algo
la severidad del castigo que ésta merece, pero que no nos exime de ningún modo de ser
castigados. En otras palabras, un homicidio no deja de ser homicidio por el hecho de ser
culposo (por ignorancia, no premeditado) o doloso (con pleno conocimiento y
premeditación)
Con mayor razón por cuanto la Biblia es clara al afirmar que la revelación del evangelio
de Cristo está a la vista de todos, como lo sostuvo el apóstol Pablo ante el rey Agripa,
quien, por cierto, no lo contradijo: “El rey está familiarizado con estas cosas… Estoy
convencido de que nada de esto ignora, porque no sucedió en un rincón” (Hc. 26:26), y
esta circunstancia debería conducir a todos a obrar en consecuencia, dejando atrás el
estilo de vida que caracterizó los tiempos de ignorancia (1 P. 1:14). Después de todo:
“... Dios pasó por alto aquellos tiempos de tal ignorancia, pero ahora manda a todos, en
todas partes, que se arrepientan” (Hc. 17:30).
Estas consideraciones de carácter específicamente evangelístico constituyen, sin
embargo, aportes que iluminan la epistemología cristiana e incentivan en el cristiano la
adquisición de conocimiento con la garantía doble de que es posible adquirir un
conocimiento confiable y seguro y de que éste conocimiento nos reporta beneficios
invaluables de los que careceríamos sin él.
Con todo, la Biblia también nos advierte para no hacer de la búsqueda del conocimiento

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la finalidad de la vida cristiana (Ecl. 12:12). O por lo menos, no el conocimiento tal y
como lo concibe el mundo, puesto que en esto también existen peligros en el otro lado
del espectro, muy lejos de la ignorancia, pero muy cerca del extravío a la que ella
también conduce. No en vano se dice que “los extremos se tocan”. Así, Pablo nos pone
sobre aviso con estas palabras: “… el conocimiento envanece, mientras que el amor
edifica. El que cree que sabe algo, todavía no sabe como debiera saber” (1 Cor. 8:1-2).
Tenemos aquí en todo su esplendor el envanecimiento típico del erudito.
Para combatir este envanecimiento al que el conocimiento puede fácilmente
conducirnos y fomentar la humildad en el creyente estudioso, el pensamiento cristiano
acogió en buena hora la noción de “docta ignorancia” formulada en su momento por
Nicolás de Cusa, en línea con el pensamiento socrático plasmado en la máxima “Sólo sé
que nada sé”, que fue tratada y expuesta ya en la materia de Filosofía y Cristianismo al
reseñar el pensamiento de Sócrates. De todos modos, por ser muy pertinente a
nuestros propósitos, recordaremos de nuevo aquí lo concerniente a este punto. Dijo
este teólogo y filósofo alemán que: “Ningún hombre, ni el más diligente, llegará a
encontrar lo más perfecto de la sabiduría más que en encontrarse doctísimo en la
ignorancia que le es propia; y tanto más sabio será cuanto más ignorante se reconozca”
Esta sugestiva noción conocida como “docta ignorancia” hace, pues, referencia a la
imposibilidad de alcanzar un conocimiento pleno y completo de nuestra realidad,
por más que profundicemos en la comprensión y el conocimiento de ella, pues siempre
que avanzamos un paso en esta dirección, el horizonte de lo que todavía ignoramos se
ensancha generando nuevas preguntas de las que no estábamos conscientes
previamente.
Es como si con cada escalón alcanzado aparecieran dos más en el campo de visión de
lo que aún nos falta por recorrer, de modo que nunca podremos pretender haber
recorrido por completo la escalera, terminando finalmente con un claro convencimiento
de que, a pesar de que sabemos mucho más que al comienzo, paradójicamente la
extensión de lo que aún ignoramos también es mayor que la inicial. Es decir que somos
más “doctos” en lo que ignoramos que en lo que sabemos.
Pero el adquirir conciencia de todo lo que aún se ignora es de cualquier modo un
conocimiento valioso que fomenta en el hombre la humildad ante la inconmensurable e
inescrutable grandeza de Dios (Rom. 11:33-34). El conocimiento jactancioso que
pretende explicarlo todo queda así expuesto al compararlo con la humilde y piadosa
sabiduría que reconoce sus limitaciones. La docta ignorancia sirve como medio de
contraste para estas censurables actitudes, pero no sirve como pretexto para justificar
la ignorancia crasa voluntariamente consentida por el creyente y mucho menos el hacer
ostentación de ella, convirtiéndose así en un errático y permanente “buscador” que
nunca llega a encontrar nada seguro, a semejanza de aquellos que: “… siempre están
aprendiendo, pero nunca logran conocer la verdad.” (2 Tim. 3:7).

2.6. El componente axiomático en todo conocimiento.

En orden a la valoración y ponderación del conocimiento adquirido, es cada vez más


reconocido por estudiosos de todas las disciplinas que en la base de todo conocimiento
o sistema de pensamiento, ya sea filosófico, científico o teológico, siempre hay, de
manera evidente o encubierta, un componente axiomático no demostrado o

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indemostrable, ya sea porque no puede demostrarse o porque ni siquiera se desea
demostrar. Los modelos, paradigmas y teorías dentro de los que se trabaja, recaban,
ordenan e interpretan los datos expresan muchas veces, en el campo científico, ese
componente axiomático. Y en un sentido más amplio, lo que en filosofía y teología se
denomina “cosmovisión”, expresa también de un modo u otro los axiomas conscientes o
inconscientes que se asumen a priori y subyacen en nuestras explicaciones e
interpretaciones de la realidad.
No hay nada de malo en tomar como punto de partida para la ordenación y
estructuración inteligible del conocimiento, una información axiomática de base no
demostrada. Esto es algo inevitable, pues es aquí donde no podemos prescindir nunca
del todo de nuestra inherente subjetividad como sujetos que somos y elegimos siempre
de un modo u otro entre las opciones disponibles. Lo malo es aferrarse a ello cuando la
experiencia termina apuntando o demostrando incluso que nuestros axiomas eran
equivocados. En este caso y a no ser que admita ser ajustado o corregido, el inevitable
axioma se transforma en un censurable prejuicio.
La teología cristiana surge de individuos que la construyen con base en un axioma
compartido y expresamente consciente que no se puede ni se pretende demostrar: la
realidad de la salvación alcanzada por el creyente en la subjetiva pero muy real
experiencia de conversión. Al creyente que ha experimentado un encuentro con Cristo
en la experiencia de la conversión nadie lo puede despojar de la certeza de
este encuentro, indemostrable en términos objetivos. Este es su axioma, colocado más
allá de toda discusión o cuestionamiento racional, y del que surge su convicción de que
la Biblia es eminentemente confiable para guiar su experiencia y sus vivencias a partir
de este momento en el marco de la cosmovisión cristiana revelada en ella. Esto sin
perjuicio de las validaciones objetivas a las que la Biblia puede ser sometida, señaladas
un poco más arriba, que confirman y refuerzan los contenidos axiomáticos de su fe.
En el filósofo y el científico estos axiomas son menos evidentes y más sutiles, pues en
vista de su defensa del pensamiento estrictamente objetivo, reconocerlos puede
implicar socavar en algo su compromiso con la pretendida objetividad demostrable que
persiguen, por lo cual nunca dejan de estar también presentes, pero de manera
encubierta y en algunos casos, hasta inconsciente o inadvertida.
Arno Penzias, uno de los dos físicos que, junto con Robert Wilson, descubrieron la
radiación cósmica de fondo ya mencionada en el primer capítulo de esta conferencia,
descubrimiento que fue una contundente confirmación de la teoría del Big Bang teoría
que implica necesariamente que el universo no es eterno sino que tuvo un comienzo y
corresponde, entonces, muy bien con la doctrina bíblica de la creación y que les valió
ganar el premio Nobel de física en su momento; respondió así al periodista de ciencia
Fred Heeren cuando éste le preguntó sobre las bases científicas de su compromiso
previo con la teoría del universo eterno que, a raíz de su descubrimiento, tuvo que
desechar, admitiendo en su respuesta de manera candorosa el carácter axiomático de
este compromiso:
“Al igual que la mayoría de los físicos, más bien entendía el universo de un modo que
no requería explicación; ahí está la economía de la física… si uno tiene un universo que
siempre ha existido, no se lo está explicando, ¿verdad?... las teorías que no requieren
explicación son las que suelen ser aceptadas por la ciencia, lo que es perfectamente
respetable y el mejor modo de hacer que la ciencia funcione. Y la ciencia funciona en

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todos las casos, salvo cuando la descripción es inadecuada…”.
Si bien admite la existencia de un conocimiento axiomático en la base de su trabajo (en
sus propias palabras: un conocimiento que no requiere explicación) por el cual ni
siquiera el científico se pregunta, aquí Penzias se quita el problema de encima
indicando que la ciencia se limita a describir con precisión los hechos dados de forma
inmediata, pero no a preguntarse por la causa de esos hechos o, por lo menos, no de
todos ellos (algo con lo que muchos científicos no estarían del todo de acuerdo) y da a
entender que no es la ciencia la que debe preguntarse por la causa u origen del
universo, adoptando un rango mucho más estrecho y humilde para ella del que le
reclaman hoy muchos de sus colegas.
Como sea, al admitir en la última frase que la descripción científica puede ser
inadecuada señala una de las virtudes que, sobre el papel, la ciencia posee: la
capacidad de identificar los modelos o paradigmas axiomáticos que resultan
equivocados o falsos y que hay, por tanto, que corregir o sustituir por nuevos que
correspondan mejor a los hechos y tengan un mayor poder explicativo que los
desechados. Esto es lo que el ya citado filósofo de la ciencia Karl Popper llamaba
“falsación”: la característica que el conocimiento científico debe poseer de poder ser
sometido a prueba para ser confirmado o desmentido indistintamente.
El colega de Penzias: Robert Wilson, también entrevistado por Fred Heeren, va un poco
más allá que su socio y admite que su creencia axiomática en un universo eterno previa
al descubrimiento que lo obligó a revisarla, revaluarla y desecharla finalmente; no
procedía de la ciencia sino de sus preferencias filosóficas indemostradas. Dijo él: “Es
cierto, filosóficamente me gustaba el estado constante [es decir, un universo eterno]. Y
desde luego tuve que abandonarlo”.
Esto no significa que los científicos estén siempre tan dispuestos a admitir y a
abandonar dócilmente sus creencias axiomáticas cuando éstas resulten no ser
correctas y a adoptar modelos nuevos para reemplazar a los viejos. De ningún modo.
Como seres humanos que se aferran a las creencias sostenidas durante largo tiempo,
ellos no están dispuestos a abandonar sus axiomas a las primeras de cambio cuando,
al ser sometidos a “falsación”, no pasan finalmente la prueba y no pueden ser
plenamente confirmados.
El filósofo de la ciencia Thomas Kuhn documentó y demostró en su libro La estructura
de las revoluciones científicas que fue en sí mismo en libro revolucionario por las
novedosas tesis expuestas en él que estos cambios de paradigmas axiomáticos no se
dan de manera fluida y fácil por medio de sucesivas “falsaciones”, sino de manera
dolorosa y difícil, a través de verdaderas revoluciones. No por nada el físico Max Planck
dijo que: “Una verdad… nueva no suele imponerse porque sus adversarios… se rindan a
sus razones, sino… porque éstos van muriendo, y la generación siguiente se ha ido
familiarizando desde un principio con la verdad”.
El conocido paso del modelo geocéntrico (es decir, con la Tierra en el centro) del griego
Ptolomeo al modelo heliocéntrico (con el sol en el centro) del astrónomo polaco Nicolás
Copérnico ilustra bien el punto, así como también se aprecia en el cambio desde la
creencia en un universo eterno heredado de la filosofía aristotélica por el pensamiento
científico moderno, hasta llegar a la creencia actual en un universo con un principio,
establecido hoy a la sombra de la teoría del Big Bang. Pero tal vez la revolución más
intensa en la ciencia actual en el campo de los paradigmas axiomáticos viejos y nuevos

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en disputa, puede estarse dando entre el paradigma evolucionista heredado de Darwin
y el nuevo y muy reciente paradigma del Diseño Inteligente.
Habrá que esperar el resultado de esta disputa que, por lo pronto, aún tiene a la
mayoría del estamento científico del lado de la evolución, lanzando en muchos casos
virulentos ataques y descalificaciones subidas de tono que no tienen mucho de
científico, al creciente número de científicos que se pasan al bando contrario de manera
constante, callada pero firme. Un ejemplo más de que no podemos librarnos tan
fácilmente de los axiomas que están en la base de nuestro conocimiento y de nuestras
creencias; axiomas que hemos elegido sin someterlos a prueba o demostración
científica objetiva.

2.7. La ciencia y la fe.

Las repetidas alusiones que se han hecho a la ciencia hasta aquí hacen necesario que
uno de los temas centrales que debe acometerse en un estudio epistemológico desde la
óptica cristiana sea el de la relación entre la ciencia y la fe. El libro de los
Proverbios vincula y remite a un mismo origen conceptos como el de la sabiduría, el
conocimiento y la ciencia: “… el Señor da la sabiduría; conocimiento y ciencia brotan de
sus labios” (Pr. 2:6), planteamiento que justifica tratar de clarificar la relación,
enfrentamientos y determinaciones mutuas que en el más bien breve lapso de la
historia de la ciencia moderna, se han dado entre ella y la históricamente más extensa
fe cristiana.
Continuando y ampliando lo ya dicho en el capítulo primero a manera de introducción
sobre este tema (numeral 1.5.2.), debemos comenzar por decir que muchas personas
tienen la idea equivocada de que la fe y la ciencia no se llevan bien y están en bandos
opuestos y enfrentados entre sí. Con el agravante de que quienes así piensan se
sienten tal vez más seguros en el bando de la ciencia que en el de la fe. Pero como
aspiramos a dejarlo satisfactoriamente establecido, éste es un prejuicio que se ha
terminado dando por sentado, pero que no corresponde con la historia. De hecho,
ciencia y fe pueden estar del mismo lado y no enfrentadas entre sí.
Para comenzar a dejar establecido este punto para todos a quienes les sorprenda esta
afirmación, hay que decir primero que todo que, contrario a lo que los científicos ateos
de la actualidad quieren hacernos creer ‒que dicho sea de paso son cada vez menos‒
los logros de la ciencia actual se deben a un selecto grupo de devotos creyentes
cristianos cuya fe y conocimiento de la Biblia los impulsó a investigar la manera en que
la inteligencia divina se revelaba en la naturaleza y el universo en general. Cualquier
estudio honesto sobre el particular establece que los primeros científicos de la era
moderna eran cristianos convencidos y comprometidos que mediante sus
investigaciones sentaron las bases en las que se apoya todo lo alcanzado por la ciencia
moderna.
Tanto así que, tal vez el más emblemático científico del siglo XX y para muchos de la
historia humana, el judío Albert Einstein, sostenía que: “La ciencia sin religión es coja, la
religión sin ciencia es ciega”. Es famosa también su frase para explicar el orden
milimétrico que se observa en el universo y que se manifiesta en todas las elegantes y
complejas leyes matemáticas que nos permiten comprender su funcionamiento. Para
explicar este hecho Einstein dijo escuetamente que: “Dios no juega a los dados”. Es

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decir que es obvio al observar y estudiar el universo que Dios no ha dejado nada al azar.
Movido por esta convicción, Einstein también creía que: “Sólo existen dos maneras de
vivir la vida: una es como si nada fuese un milagro, y la otra, como si todo lo fuera”.
Fred Heeren confesó su dificultad para elegir entre estas dos formas de vivir la vida
mediante la siguiente reflexión: “Me resulta muy difícil creer que alguna vez en el
pasado haya ocurrido un milagro. Con todo, aquí estamos, pruebas vivientes de que, de
algún modo en el pasado, todo tuvo que haber salido de la nada... y no hay medio
natural de que algo así ocurra... Esto me coloca en algo así como un dilema. Por un
lado, no creo en milagros, pero por el otro todo el universo es al parecer un milagro
enorme e indescriptible”.
En el mismo orden de ideas el periodista y apologista cristiano Lee Strobel entrevistó a
muchos prestigiosos científicos de diversas disciplinas en un intento por comprender las
conclusiones a las que la ciencia actual nos está conduciendo y su impresión final fue la
siguiente: “El funcionamiento cotidiano del universo es, en
sí mismo, una clase de milagro continuo. Las «coincidencias» que permiten que las
propiedades fundamentales de la materia ofrezcan un medio ambiente habitable son
tan improbables, tan inverosímiles, tan elegantemente orquestadas, que requieren de
una explicación divina”.
Así, pues, reiterando lo ya dicho en el primer capítulo de esta conferencia y para no ser
repetitivos, remitimos al estudiante al numeral 1.5.2., para recordar lo relativo al hecho
de que, en realidad, la ciencia y la fe no son enemigas, sino aliadas, y los elevados
costos que ambas pueden terminar pagando si insisten en menospreciarse o
condenarse mutuamente y no optar por un diálogo conciliador como el camino para un
enriquecimiento mutuo, sin que el científico o el teólogo tengan por ello que renunciar a
su campo de actividad.
Como complemento a la advertencia que el apóstol Pablo hizo a su discípulo Timoteo en
relación con la ciencia en cuanto a que no todo lo que dice tener el rótulo de “científico”
es realmente científico ni hace honor a la verdad, ya mencionada brevemente en el
mismo numeral de nuestro primer capítulo, pero que vale la pena traer aquí completa:
“Timoteo, ¡cuida bien lo que se te ha confiado! Evita las discusiones profanas e inútiles,
y los argumentos de la falsa ciencia” (1 Tim. 6:20); hemos de añadir lo dicho hoy por un
estudioso como Gino Iafrancesco Villegas lo confirma al hacer esta observación: “No
todo es tan sólo mito en los mitos, como tampoco todo es ciencia en las ciencias…
muchas hipótesis científicas son evidentemente también mitos, y cumplen el papel del
mito entre sus adeptos. La fe en la ciencia es la nueva mística de la mitología actual. La
“ciencia” es el mito moderno”.
Queda, pues, así una vez más establecido y ratificado lo que afirmábamos al sostener
que, desde la perspectiva epistemológica, existe tanto mala ciencia, como mala teología
y mala religión, circunstancia que hace necesario el diálogo entre la buena ciencia y la
buena teología para que puedan ejercer juntas la vigilancia requerida para identificar y
denunciar todo mal ejercicio de cualquiera de ellas sorteando, de paso, la gratuita mala
fama que aquellas le dan a éstas. Por eso hay que repetir que tanto la buena ciencia
como la buena teología son ambas bendiciones divinas y, como tales, plenamente
compatibles, de tal modo que en el ejercicio de ellas: “Cada uno debe estar firme en sus
propias opiniones…” (Rom. 14:5).
Sea como fuere, hay una diferencia importante entre el conocimiento científico y el

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teológico que debemos resaltar. La ciencia tiene un carácter provisional. La revelación
bíblica no. La Biblia y Jesucristo no son provisionales, son finales y terminantes. Lo
hecho por Cristo a nuestro favor fue llevado a cabo de una vez y para siempre, con
efectos permanentes e irreversibles para los que creemos: “Porque Cristo murió por los
pecados una vez por todas, el justo por los injustos, a fin de llevarlos a ustedes a
Dios…” (1 P. 3:18). Por eso es que Cristo al morir declaró: “… Consumado es. Y
habiendo inclinado la cabeza, entregó el espíritu” (Jn. 19:30). Desde la óptica de la fe y
del conocimiento teológico al que ella da lugar todo lo necesario para nuestra redención
ya fue llevado a cabo por Cristo y la ciencia no puede añadir ni quitar nada a esto.
La ciencia y la fe se ocupan, pues, de asuntos diferentes que, más que contradecirse,
se complementan entre sí. El muy conocido científico Galileo Galilei
es tal vez el científico más mencionado por todos aquellos que sostienen que entre
ciencia y religión existe una oposición irreconciliable, y que la religión es estrecha e
intolerante por contraste con la ciencia, supuestamente tan abierta y tolerante. Y lo es
debido a que Galileo fue condenado en su momento por la iglesia, lo cual no puede
negarse. Pero lo fue por razones diferentes a las que nos han hecho creer.
El caso de Galileo no fue un conflicto entre la ciencia y la fe en el que la fe quiso utilizar
su poder para aplastar y silenciar a la ciencia. Sus motivos reales fueron muy diferentes,
pero no vamos a tratarlos aquí hoy. Porque lo que importa es que el propio Galileo, a
pesar de ser condenado por la iglesia por sus ideas, no vio ningún conflicto de fondo
entre la ciencia y la fe, según se deduce de sus propias palabras cuando dice: “La Biblia
nos enseña cómo ir al cielo, no cómo se mueven éstos”.
Con esta frase, Galileo dejó en claro que él no deseaba de ningún modo atacar ni a la
Biblia ni al cristianismo, sino simplemente ejercer la facultad que la ciencia tiene de
investigar el funcionamiento de las cosas y sacar conclusiones ceñidas a los hechos de
todas sus investigaciones y observaciones. Y al hacerlo dejó en claro que la ciencia se
ocupa de asuntos diferentes a aquellos en los que la Biblia se ocupa, sin que haya
ninguna contradicción entre ellos.
En realidad, lo que vemos en la actualidad es que la ciencia está retornando a Dios con
humildad, después de un corto periodo de necia rebeldía en que pretendió
independizarse de Él. Se están cumpliendo las palabras proféticas pronunciadas por un
científico como Louis Pasteur en el sentido que: “Un poco de ciencia aleja de Dios,
mucha ciencia acerca a Dios”. En efecto, como lo declaró Julio J. Vertiz: “El sabio
moderno ha vuelto a encontrar el sentido de la humildad... puede agachar la cabeza y
entrar en el templo de la fe”. Porque el conocimiento verdaderamente relevante,
confiable y seguro es más que una cuestión de inteligencia, una cuestión de humildad.
Humildad que la ciencia parece estar recobrando en buena hora ya que en el comienzo
de su desarrollo actual la ciencia pretendió con orgullo poder explicarlo todo sin
referencia a Dios. Pero hoy, aunque ha llegado a explicarnos muchas cosas que no
sabíamos, está reconociendo con humildad que hay tres cosas que no puede ni podrá
nunca explicarnos por sí sola: el origen del universo, el origen de la vida y el origen del
hombre. Y aquí es donde Dios vuelve a entrar en escena por la puerta grande.
Volviendo al lenguaje religioso con el que los científicos no religiosos y antagónicos a la
fe no pueden evitar en muchos casos expresarse, un científico evolucionista como J. B.
S. Haldane tuvo que reconocer que: “Desde el punto de vista de las ciencias físicas, el
mantenimiento y la reproducción de un organismo vivo es nada menos que un milagro”.

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Así es. La vida misma es un milagro. Y la vida humana es un milagro doble. Los
complejos, sorprendentes y maravillosos procesos físicos y químicos involucrados en la
reproducción de un organismo vivo cualquiera hacen que no sea desatinado referirse al
nacimiento de cualquier ser vivo como nada menos que un milagro.
Milagro que, en el caso del ser humano cobra mucha mayor relevancia, al punto que el
nacimiento de un niño debería ser siempre una ocasión de gozosa expectativa, pues es
la repetición del milagro de la vida que no debería nunca dejar
de deslumbrarnos sin importar siquiera las circunstancias en las que un niño venga al
mundo. Alguien decía incluso que cada niño que nace demuestra que Dios aún no se ha
rendido con la humanidad. Las parejas que han padecido de esterilidad en algún
momento de su vida lo entienden y valoran mejor que nadie, razón suficiente para
considerar a la fertilidad como una bendición de Dios y a cada nacimiento humano
como la conjunción milagrosa de un conjunto de oportunas y gozosas circunstancias
providenciales únicas e irrepetibles.

2.8. El dogmatismo.

Toda disciplina intelectual que trate con el conocimiento tiene sus propios dogmas. La
teología en primera instancia y de manera expresa. Pero también la ciencia que, aunque
hace alarde de no tenerlos, no puede librarse de sus propios axiomas no demostrados e
indemostrables, que son en esencia un conocimiento dogmático que se asume como
petición de principio y como punto de partida para toda su actividad, en una acción que
se asimila muy bien al acto de creer que introduce al cristiano en el contexto de la fe y
en su correspondiente círculo teológico.
Sin embargo, una cosa es aceptar la existencia de dogmas que fundamenten nuestra
visión de la vida que en el caso de la religión suelen ser más rígidos que en ningún otro
campo, fuerza es reconocerlo y otra muy distinta el dogmatismo que quiere
pronunciarse de manera categórica y concluyente sobre todos los asuntos sometidos a
la discusión y el debate. El dogma, a la par que exige firmeza y conocimiento en su
defensa por parte de quienes lo suscriben, también cultiva la humildad. El dogmatismo,
por el contrario, fomenta el orgullo y el celo fanático e ignorante de quien quiere
pontificar sobre lo divino y lo humano con actitud de nuevo iluminado.
Ya hemos citado previamente el popular dicho que afirma que: “los extremos se tocan”.
Y en este particular sí que es cierto. No se puede, por tanto, combatir el escepticismo y
su habitual acompañante: el relativismo, promoviendo el dogmatismo, pues las tres son
posturas por igual equivocadas a pesar de que se encuentren en los extremos opuestos
del espectro. Es por eso que la Biblia advierte contra los extremos y promueve el
equilibrio y la moderación que únicamente se halla en las posiciones de centro (Ecl.
7:16-18).
Ya Agustín de Hipona se pronunció contra el dogmatismo ignorante de un significativo
número de creyentes que le prestan con ello un flaco servicio al cristianismo y lo dejan
expuesto al ridículo: “Es una cosa vergonzosa y peligrosa que un infiel escuche a un
cristiano, presumiblemente explicando el significado de la Sagrada escritura, decir
tonterías… debemos adoptar todos los medios para evitar tal vergüenza, en el que la
gente demuestra la vasta ignorancia del cristiano y se ríen de él hasta el ridículo”
Porque la simple buena intención unida al mero hecho de la conversión, no capacitan

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automáticamente al creyente para pontificar con autoridad y credibilidad sobre lo divino
y lo humano, pues para hablar con propiedad de su propia experiencia de fe no basta
con estarla experimentando en carne propia, sino que hay que ajustarla y justificarla de
manera discursiva, racional, metódica y rigurosa a la norma provista por Dios en la
Biblia, sin desconocer todo el cúmulo de tradición teológica previa aportada por
múltiples generaciones de cristianos en la historia.
Y si esto es así cuando nos ocupamos de lo propio, con mayor razón debe ser cuando se
trata de incursionar en áreas por completo ajenas a nuestra competencia. Los creyentes
que no toman medidas para evitar estas actitudes dogmáticas son los que terminan
proyectando una pobre imagen del cristianismo, brindando gratuita munición para que
sus detractores lo ridiculicen y lo conciban equivocadamente como una doctrina de
ignorantes. En estos casos habría que prestar oídos a la reprensión de Eliú: “pero tú…
abres la boca y dices tonterías; hablas mucho y no sabes lo que dices.»” (Job 35:16).
Al fin y al cabo, el respeto por las opiniones ajenas es una elemental norma de cortesía
y amabilidad que hace posible la vida en comunidad y que los cristianos en particular
deben guardar sin excepción para no incurrir en condenables fanatismos sectarios y
dogmáticos. Esto, sin perjuicio de la radicalidad que el cristiano debe exhibir en lo que
tiene que ver con el dogma, que lo obliga en muchos casos a levantarse con firmeza y
resolución para combatir y desenmascarar todas aquellas opiniones que,
extralimitándose de manera presuntuosa e insolente, pretendan equivocadamente ser
la verdad, oponiéndose o distorsionando en el intento la verdad de Dios revelada en las
Escrituras y en Jesucristo, pues, como lo dijo Walter Martin: “La controversia por causa
de la verdad es un mandamiento divino”.
Sea como fuere, lo cierto es que la “opinión” de Dios es la que tiene prioridad sobre
cualquier otra, pues ésta se erige como la verdad ante la cual toda opinión humana se
desvanece y pierde toda su fuerza acallando, al final, toda discusión y desafío. La Biblia
denuncia y señala repetidamente la necedad manifiesta de los hombres que conceden
un valor desmedido a sus propias opiniones humanas y falibles. En razón de ello el
creyente que tiene el privilegio de conocer, comprender y amar la verdad divina, debe
tener mucha humildad y cuidado para no excederse en sus planteamientos e incurrir en
dogmatismos sectarios y fanáticos, sin ningún o sin suficiente fundamento escritural,
por los cuales intente hacer pasar sus opiniones teológicas personales o de grupo como
verdad revelada por Dios.
El dogmatismo, además, está en la base del surgimiento de los cultos, grupos sectarios
y heréticos dentro de la religión que toman distancia y rompen amarras con la tradición
de la que surgen y comienzan a reinterpretar sus documentos sagrados de maneras
particulares, novedosas e inéditas, o a pretender complementarlos o corregirlos con
nuevas “revelaciones” de su propia cosecha para terminar, a la postre, traicionándolos
o desechándolos del todo.
Se hace aquí necesario una vez más por parte del creyente el sano escepticismo
recomendado previamente, en su sentido etimológico, no en su sentido filosófico, al
mejor estilo de Aristóteles, quien sostenía en relación con su maestro Platón: “Amo a
Platón, pero prefiero la verdad”. Porque la lealtad, el respeto, el aprecio, la gratitud y el
amor por nuestros maestros y autoridades son principios bíblicos incontrovertibles. Sin
embargo, todo ello debe estar precedido y condicionado a la fidelidad a Dios y a su
verdad.

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De no ser así, al amparo del dogmatismo de sus dirigentes la fe puede degenerar en
una actitud mágica de credulidad por la cual el creyente sacrifica su libertad de examen,
su capacidad crítica y hasta el sentido común a la autoridad de sus líderes, muchos de
los cuales abusan de su posición, dogmatizando sobre asuntos
que ignoran, basados en la autoridad de que están investidos, a la manera de los
primitivos chamanes y médicos brujos, eludiendo las restricciones que la tradición y la
racionalidad teológica impone para estos casos.
Como si esto no fuera suficiente para evitar y desechar el dogmatismo, podría añadirse
que la actitud dogmática es verdaderamente fastidiosa y molesta y convierte al
dogmatista de turno en una persona no grata e indeseable que en vez de despertar
interés y atracción por sus opiniones entre sus interlocutores, lo que genera es rechazo.
Ya lo dijo con claridad Millôr Fernandes: “La opinión del prójimo me fascina cuando
comienza a hablar de algo y me aburre cuando empieza a hablar de todo”.
Dicho sea de paso, la franqueza no puede, pues, entenderse como la capacidad de
decir todo lo que pensamos a la menor oportunidad de manera irreflexiva, pues en este
caso estaremos confundiendo con imperdonable ligereza la franqueza con la grosera,
necia y ofensiva imprudencia. La Biblia nos exhorta a hablar con la verdad, pero
también a hacerlo con amor, circunstancia que matiza el alcance y ejercicio de la
franqueza y la circunscribe a circunstancias específicas como, por ejemplo, reprender al
prójimo que no admite o no es consciente de su error, refrescar la memoria de los
oyentes o, en general, cuando hay que declarar algo con claridad para evitar equívocos.
Keuner, uno de los personajes de las obras del dramaturgo Bertolt Brech hacía la
siguiente observación aplicable a los dogmatismos de toda índole: “He observado que
mucha gente se aleja, intimidada, de nuestra doctrina por la sencilla razón de que
tenemos respuesta para todo”. Observación que tiene plena vigencia en amplios
sectores de la cristiandad con su pretensión de tener respuestas para todo, una de las
tentaciones que acecha a los cristianos en virtud de su conocimiento de la revelación de
Dios en la Biblia, sin tener en cuenta que, si bien es cierto que la Biblia nos revela lo
que debemos saber para agradar a Dios y relacionarnos con Él con una firme y
esperanzada actitud de rendida confianza, está al mismo tiempo muy lejos de
brindarnos una información exhaustiva y detallada sobre todos los asuntos de interés
práctico y cotidiano para los seres humanos.
El dogmatismo que pretende tener respuestas para todo es puesto en evidencia y
censurado en el libro de Job al informarnos que, ante la severa prueba vivida por el
patriarca, tres de sus amigos acudieron a consolarlo, propósito que parecen haber
cumplido mientras permanecieron callados a su lado en silencioso apoyo solidario (Job
2:11-13), pero que comenzaron a malograr al empezar a hablar con la intención de
darle a Job explicaciones y respuestas más bien típicas, predecibles e inoportunas
sobre su difícil situación (Job 6:25-27; 16:1-6).
Explicaciones que, además, no correspondían en este caso con la realidad de los
hechos que estaban teniendo lugar tras bambalinas, tal y como se nos dan a conocer a
los lectores en el prólogo en prosa de los primeros dos capítulos del libro. De hecho, la
intención del libro de Job es hacer conscientes a los creyentes de la gran complejidad y
la multitud de variables que intervienen y se entretejen en toda situación. Complejidad
que no conocemos ni podríamos llegar a conocer y comprender cabalmente de lograr
tener acceso a ella (Job 38:1-3; 40:1-7), pero sobre la cual Dios ejerce un sabio control,

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por lo que en estos casos guardar
silencio y confiar a pesar de todo es lo más aconsejable (Sal. 37:7; Lm. 3:22-29, 37-39).
La humildad se impone en estos casos y debe conducir al creyente a no extralimitarse
en sus explicaciones de forma presuntuosa, suscribiendo de manera personal las
palabras de Job en el epílogo de su libro: “«Yo sé bien que tú lo puedes todo, que no es
posible frustrar ninguno de tus planes… Reconozco que he hablado de cosas que no
alcanzo a comprender, de cosas demasiado maravillosas que me son desconocidas”
(Job 42:2-3).

2.9. Limitaciones al conocimiento.

Como se deduce de lo anterior y sin perjuicio de la posibilidad de llegar a adquirir un


conocimiento veraz, confiable y satisfactoriamente útil para todos los efectos prácticos
de esta vida y de la venidera, lo cierto es que el conocimiento bajo las actuales
condiciones de nuestra existencia tiene límites y en esto los cristianos no somos la
excepción. Límites que pueden ser ensanchados, pero nunca traspasados.
Profundizaremos un poco entonces, para terminar el capítulo, en la ya rápidamente
mencionada “ignorancia inevitable” en el tercer párrafo del numeral 2.5.
En conexión con la provisionalidad de la ciencia ya señalada, Karl Popper decía que:
“Nuestra ciencia... no puede alcanzar ni verdad ni probabilidad... Nosotros no sabemos,
sólo adivinamos. Y nuestro adivinar está guiado por la fe...”. Así, incidentalmente,
Popper reivindicó la prioridad que la fe tiene en la vida humana, sin que ello implique
desdeñar el desarrollo de la ciencia. Porque, si lo pensamos bien, es la fe la que mueve
incluso el accionar de los hombres de ciencia. Fe en que sus esfuerzos investigativos
para desentrañar los misterios del universo no serán estériles.
Parece ser que, hoy por hoy, ya estamos superando la desbordada e ingenua confianza
en la ciencia que caracterizó a la sociedad del siglo XIX, pues los acontecimientos a lo
largo del siglo XX nos han servido para poner los pies en la tierra y desengañarnos de
las expectativas casi mesiánicas colocadas en la tecnología, apuntalada y respaldada
ahora por las investigaciones científicas modernas que aumentan su potencial práctico
a niveles nunca imaginados.
Y si bien este desengaño no es un argumento válido para desechar la investigación
científica, si lo es para que la ciencia comience a reconocer sus limitaciones, a la par
que le devuelve a la fe el lugar que debe ocupar en nuestra vida; pues la ciencia sin fe
pierde su norte y, en palabras de Paul Tillich: “plantea serios problemas espirituales que
se resumen en la pregunta básica: ‘¿para qué?’… Se trata de avanzar sin retroceder,
constantemente, y sin contar con un objetivo concreto… El deseo de avanzar, sea cual
fuere el resultado, es en realidad la fuerza motriz”. La ciencia se mueve así en una línea
horizontal que, si no se balancea correctamente por la línea vertical de la fe, “lleva a la
pérdida de todo contenido significativo y a la completa vacuidad” (Tillich).
Por cierto, los ateos y agnósticos que se desenvuelven en el campo de la ciencia suelen
acusar a los creyentes que se mueven en este mismo campo de apelar a lo que los
primeros llaman “el Dios de las brechas”, para postular a Dios, de manera
presuntamente indebida, como la causa que permite explicar algún fenómeno de la
realidad aún no explicado satisfactoriamente por las leyes naturales ya establecidas y
reconocidas. Dicho de otro modo, para estos personajes Dios sería la explicación no

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científica de aquello que la ciencia no ha podido aún explicar, pero que podrá llegar a
explicar más adelante dejando cada vez menos espacio o “brechas” que el “Dios de las
brechas” deba rellenar, hasta hacer de Él algo innecesario.
Sin embargo, esta es una acusación en muchos casos sin fundamento, no sólo porque
la intención de los científicos cristianos al postular a un agente inteligente y personal
muy superior al hombre como posible causa de un fenómeno de la realidad, no es en
primera instancia llenar las “brechas” que la ciencia no ha podido llenar todavía en la
explicación y adecuada comprensión del funcionamiento del universo, sino en muchos
casos señalar los límites o fronteras insalvables que no pueden ser traspasadas de
ningún modo por la ciencia naturalista.
Al fin y al cabo, como lo dice la Biblia, Dios está en el cielo y nosotros en la tierra (Ecl.
5:2), contraste que indica que nuestra perspectiva siempre será limitada, por oposición
a la divina, que es ilimitada. Por tanto, los límites de nuestro conocimiento no siempre
serán ensanchables, sino que en muchos casos serán más bien fronteras que no se
pueden traspasar y que, de insistir en hacerlo, nos pueden colocan en una situación
peligrosa y comprometida.
Tanto creyentes como no creyentes debemos, entonces, ser conscientes de los límites
de nuestro conocimiento, respetándolos en todos los casos y reconociendo la aparición
de una frontera cuando los límites no pueden ser ya más ensanchados de manera
legítima y segura. Porque visto con objetividad, términos como origen y destino marcan
las fronteras del conocimiento científico, fronteras que únicamente pueden ser
franqueadas mediante la fe que confía a pesar de que no pueda comprender y que
justifica el aplicar a la ciencia las palabras del salmista: “Pusiste una frontera que ellas
no pueden cruzar…” (Sal. 104:9)
David Lyon se refirió bien a esto al proclamar: “Dios no sólo debe tener la última
palabra, sino también la primera”. Así es, puesto que siempre que el hombre ha
pretendido tener la última palabra, invariablemente termina arrogándose también la
primera. Pero el hecho es que todos los pronunciamientos humanos que, a través de la
historia, pretendieron tener la última palabra, fueron desmentidos categóricamente por
la misma historia al ser sometidos a su correspondiente validación ontológica. Entre
éstos encontramos iniciativas provenientes de todos los campos del conocimiento y no
sólo de la filosofía o las diversas ciencias sociales y de la naturaleza, sino también de la
teología.
A la vista de lo anterior, deberíamos reconocer nuestros límites con humildad y “dejar a
Dios ser Dios” (Agustín), pues volviendo a los términos de origen y destino, Nicolás
Gómez Dávila sostenía que estos términos no son sino los nombres que les damos a los
límites de nuestro conocimiento (particularmente, los que la ciencia les da). La primera
y la última palabra deben, entonces, ser pronunciadas por Dios. En el espacio entre
ellas el hombre puede maniobrar libremente dentro de ciertos márgenes, pero su
accionar siempre tendrá un carácter preliminar en relación con la primera y la última
palabra, pronunciadas ambas por Dios. Después de todo la Biblia comienza con Dios y
termina con Dios y Cristo mismo se identifica como “… el principio y el fin, el primero y el
último” (Apo. 22:13).
Es significativo que el astrónomo Robert Jastrow dijera que: “Para el científico que ha
vivido con su fe en el poder de la razón, la historia acaba como una pesadilla. Ha
escalado las montañas de la ignorancia, está a un tris de conquistar el pico más alto y

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cuando logra trepar por la roca final se encuentra con una cuadrilla de teólogos que
llevan siglos allí sentados”. En últimas, la conclusión más racional parece ser entonces
que la ciencia termina donde la Biblia comienza: “Dios, en el principio, creó los cielos y
la tierra” (Gén. 1:1).
Definitivamente, los límites infranqueables del conocimiento, tanto para creyentes como
no creyentes, pasan por el hecho de que, por mucho que avancen, ni el pensamiento, ni
la razón, ni el conocimiento humano juntos estarán nunca en condiciones de explicar
cabalmente los milagros, la moral, la libertad, el amor, ni el hambre de trascendencia
que experimenta la raza humana, entre otros. La diferencia entre el creyente y el no
creyente al respecto es que el primero acepta todos estos hechos, aunque no pueda
explicarlos nunca del todo, mientras que el incrédulo ya sea un escéptico, agnóstico o
ateo prefiere negarlos ante su imposibilidad de explicarlos, pues aceptarlos abre
inevitablemente la puerta a Dios y a lo sobrenatural, algo que el no creyente no desea
considerar.

Cuestionario de repaso

1. ¿Cuáles son los dos extremos del espectro entre los que oscila la cuestión de la
posibilidad del conocimiento? Defínalos brevemente.
2. ¿Con cuál de los dos tiene el cristianismo más afinidad epistemológica y por qué?
3. Identifique aquello que, en el campo del conocimiento, puede llegar a ser más
determinante aún que el entendimiento objetivo que nuestra mente pueda tener o
alcanzar de la realidad y explique por qué.
4. Desde la óptica bíblica ¿cuál es la condición previa requerida para la adquisición de
un conocimiento verdaderamente confiable y cómo se define esta condición?
5. Dada la estructura sujeto-objeto del conocimiento ¿cuál de los dos polos de esta
estructura es el que se ha considerado tradicionalmente como el más determinante y
por qué?
6. Identifique y defina los dos conceptos que es necesario comprender para entender, a
su vez, la naturaleza o esencia del conocimiento
7. ¿Cuál de los dos conceptos anteriores es visto usualmente con buenos ojos al tiempo
que al otro se le mira con sospecha y a qué se debe este sesgo?
8. ¿Cuál de los dos conceptos propios de la estructura del conocimiento que hemos
venido tratando es el que prevalece o domina en la experiencia de fe?
9. ¿Cómo respondería y refutaría a quien afirmara que la fe es un salto en el vacío de la
subjetividad?
10. ¿Es la fe un argumento a favor del subjetivismo? Justifique su respuesta.
11. ¿Por qué es hipócrita, soberbio y deshonesto pretender ser absolutamente objetivos
en todas nuestras apreciaciones?
12. Identifique y explique la fórmula de medio camino más recomendable y afín con el
cristianismo para la validación apropiada del conocimiento.

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13. ¿A qué hace alusión la validación psicológica del conocimiento?
14. ¿A qué hace alusión la validación lógica del conocimiento y cuál es el rasgo
primordial que debe exhibir el conocimiento al ser expresado para poder recibir su
validación lógica?
15. ¿Cuál es, en una palabra, la noción que conecta los criterios de validación lógica
con los criterios de validación ontológica del conocimiento y qué significa esta palabra?
16. ¿Cómo se define la verdad en términos epistemológicos?
17. ¿Cuál es la “hipótesis” fundamental del cristianismo que puede ser validada desde
el punto de vista epistemológico y cuáles son las líneas de evidencia que se acumulan
para validar y confirmar esta hipótesis?
18. ¿Han sido validados, epistemológicamente hablando, los sistemas de pensamiento
de Marx, Freud y Nietzsche respectivamente? Justifique su respuesta.
19. ¿Cuáles son las advertencias que la Biblia nos hace en relación con el conocimiento
en dos versículos del Antiguo y del Nuevo Testamento respectivamente, que marcan los
límites seguros dentro de los que puede moverse la epistemología cristiana?
20. En relación con la ignorancia ¿qué noción cristiana combate el envanecimiento
típico del erudito?
21. ¿Cuál es el peligro latente que acecha en el hecho inevitable de tener que partir
siempre, de un modo u otro, de un conjunto de datos asumidos de manera axiomática
en la base de toda disciplina humana?
22. ¿Cuál es el axioma fundamental del que parte el creyente para elaborar toda la
argumentación teológica centrada en la Biblia y a favor de ella?
23. ¿Por qué a los científicos y filósofos les cuesta reconocer que en la base de su
argumentación también existe un conocimiento axiomático no demostrado?
24. ¿Qué virtud posee la ciencia, por lo menos sobre el papel, en relación con el
conocimiento axiomático que se halla en la base de su actividad?
25. Dada la dificultad para que los científicos acepten la existencia de axiomas en la
base de su argumentación y experimentación ¿de qué manera suelen darse en el
campo de la ciencia los cambios de paradigmas?
26. ¿Qué ejemplos tenemos que confirmen la respuesta a la anterior pregunta?
27. ¿Cuál es esa diferencia importante entre el conocimiento científico y el teológico
que debe ser resaltada?
28. ¿Cuáles son esos tres hechos que la ciencia no ha podido explicar y que la han
conducido a volverse más humilde en sus pretensiones?
29. Enumere las razones por las cuales el dogmatismo es inconveniente desde todo
punto de vista, tanto dentro como fuera del cristianismo.
30. ¿Por qué la ciencia no hace obsoleta a la fe sino que, por el contrario, de un modo u
otro necesita de ella?
31. ¿Cómo responde el cristianismo a los señalamientos de los incrédulos que nos
acusan de promover a un “Dios de las brechas”?
32. ¿Qué términos del lenguaje no serían más que los nombres que le damos a los
límites del conocimiento científico?
33. Relacione algunas de las cosas que ni el pensamiento, ni la razón, ni el
conocimiento humanos juntos están en condiciones de explicar cabalmente.

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Recursos Adicionales:
Diapositivas: El Conocimiento.

Videos: “La famosa entrevista con Richard Dawkins.- subtítulos en español.”

Bibliografía Básica:
(1999). Bíblia Nueva Versión Internacional. (Sociedad Bíblica Internacional). Miami.
Pastor Arturo Rojas (2014) Conferencias de Pensamiento, Conocimiento y Revelación.

Bibliografía complementaria:
Nee, Watchman (2005) El Hombre espiritual. (Editorial Clie) Barcelona España.

Criterios de Evaluación:
El estudiante conoce cuál es la estructura básica del conocimiento, sabe desde el punto
de vista bíblico cuál es la condición necesaria para obtener un conocimiento confiable,
conoce los criterios de validación de conocimiento, conoce la diferencia clave entre el
conocimiento científico y el teológico, puede definir qué es la verdad.

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