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La resurrección de Jesús

• Evangelio de Marcos. Mc 16.


• Evangelio de Mateo. Mt 28.
• Evangelio de Lucas. Lc 24.
• Evangelio de Juan. Jn 20-21.
• Evangelio de Pedro.

• Las citas bíblicas son de:


• Biblia de Jerusalén. Ed. Desclée de Brouwer. Bilbao 2009 (BJ)
• Las del evangelio de Pedro:
• Piñero, Antonio. “Todos los evangelios”. Ed. Edaf, Madrid, 2009. Págs. 320ss

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Otras biblias usadas:

• La Biblia de Nuestro Pueblo. Biblia del Peregrino. Traducción Luis Alonso


Schökel. Ediciones Mensajero. Bilbao 2009 (BNP).
• Sagrada Biblia. Por Francisco Cantera Burgos y Manuel Iglesias González. B.A.C.
Madrid, 2009. (BCI).
• Biblia del Peregrino. Luis Alonso Schökel. Tomo III, Nuevo Testamento, edición
estudio. Editoriales Mensajero y Verbo Divino. Ariz-Basauri 2002. (BP).

Más libros que cito:

• Montserrat Torrents, José. “La sinagoga cristiana”. Ed. Trotta. Madrid 2005
• Montserrat Torrents, José. “Jesús, el galileo armado”. Ed Edaf. Madrid 2007
• Brown, Raymond E. “Introducción al Nuevo testamento”. Ed. Trotta. Madrid 2002
• Ehrman, Bart. “Jesús no dijo eso. Los errores y falsificaciones de la Biblia”. Ed.
Crítica, Ares y Mares, Barcelona 2007
• Piñero, Antonio, “Guía para entender el Nuevo Testamento”. Ed. Trotta, Madrid
2008
• Ranke-Heinemann, Uta, “Eunucos por el reino de los cielos”. Ed. Trotta. Madrid
2005

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La historia de la vida, aventuras y desventuras de Jesús de Nazaret o Jesús el nazoreo nos
ha llegado de manera fragmentaria a través, principalmente, de los cuatro evangelios
canónicos. Ya en el siglo II Taciano intentó una armonización de todos los datos ofrecidos
de manera dispersa en ellos elaborando el “Diatessaron, la más antigua vida de Jesús”
[publicado en castellano por Ed Edibesa, Madrid, 2002]. Desde entonces ha sido frecuente
presentarnos una historia de Jesús continua y más o menos coherente desde su nacimiento
hasta su muerte, y aún más allá. Muestra de ello son, en nuestros cinematográficos tiempos,
las numerosas películas sobre el tema. Las hay de una meliflua solemnidad que no hay Dios
que se trague, como “Rey de reyes” o “Jesús de Nazaret”, otras ya clásicas y no menos
solemnes, como “el evangelio según Mateo” de Pasolini; las atrevidas como “la última
tentación de Cristo” dirigida por Scorsese; o la truculenta “la pasión de Cristo” de Gibson,
exuberante de homoerotismo sadomasoquista de la que no he podido terminar de ver ni una
escena completa.

La técnica es sencilla: se van cogiendo escenas sueltas de los distintos evangelios y se van
colocando unas detrás de otras hasta formar una historia con una sucesión temporal
continua, y si alguna de las noticias recibidas no casa con las demás, pues se prescinde de
ella y asunto resuelto. La infancia y lo que se ha dado en llamar “vida oculta” se resuelve
fácilmente a base de la imaginación del escritor o guionista, y para el desarrollo de la “vida
pública” basta con la sencilla técnica de “cortar y pegar”.

La historia recibida está, pues, desarmonizada, ¿quién la armonizará? el armonizador que la


armonice buen armonizador será, y tendrá pocos problemas el que lo intente con la vida de
Jesús desde su bautismo en el Jordán hasta su arresto por las autoridades (judías o romanas,
no viene al caso ahora). Este periodo, que según un evangelio u otro puede ir del medio año
a los tres de duración, se puede alargar lo necesario para colocar todas las escenas sueltas
que se recogen aquí y allí y que no suelen tener conexión entre ellas. Se ponen unas detrás
de otras y arreglado.

Más complicado es el relato de la pasión, precisamente porque cada uno de los relatos tiene
su propia coherencia interna, incompatible en muchos de sus elementos con la coherencia
de los demás. Encontrar una explicación para cada detalle e integrarlo en un margo general
e inclusivo es el fin de trabajos tan minuciosos como el de Paul Winter, “el proceso a
Jesús” [Ed. El Aleph, Barcelona, 1995], o el de Geza Vermes, “la pasión” [Ed. Egedsa,
Ares y Mares, Barcelona 2005], ambos un fascinante y sesudo encaje de bolillos tratando
de dar una explicación al más mínimo detalle de los que aparecen por ahí.

Pero donde ya es tarea imposible es en la última aventura: la resurrección.

La resurrección
Gracias de corazón, Señor, Dios mío, / daré gloria a tu nombre por siempre, / pues grande
es tu amor conmigo, / me has librado de lo hondo del Seol. (Sal 86,12)
La resurrección es el punto culminante en el drama soteriológico protagonizado por Jesús:

si no resucitó Cristo, nuestra predicación es vana, y vana también vuestra fe (1Cor 15,14),

dice Pablo.

Aunque alguna tradición hay que coloca la clave de la salvación en el momento de la


muerte de este personaje. Un curioso ejemplo de ello es el pasaje de Mateo 27, 51-53. Aquí
se nos cuenta que es en el momento de la muerte de Jesús cuando

se abrieron los sepulcros y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron.

Parece que es la propia muerte de Jesús la que tiene el poder salvador sobre la muerte
misma. Sin embargo Mateo no lo tiene claro del todo e intenta compaginar, de manera
bastante desafortunada, la idea de la muerte salvadora con la de la resurrección salvadora.
Para ello no se le ocurre otra que dejar a los resucitados más de veinticuatro horas dentro
del hoyo esperando a que resucite Jesús, momento en el que ya podrán salir a dar una
vuelta:

y después de que él resucitara, salieron de los sepulcros.

No obstante, y a pesar de la máxima importancia que tiene la resurrección de Cristo para


los cristianos, estos han preferido escoger como símbolo de su fe al Cristo muerto en la
cruz. La imaginería cristiana rebosa de cristos ensangrentados, lacerados, coronados de
espinas, azotados, afrentados, agobiados bajo el peso de la cruz, clavados en ella, muertos o
agonizantes. Cualquier iglesia –católica, claro– a la que entremos nos proporcionará un
gran surtido de estas escabrosas imágenes, a las que acompañan vírgenes Dolorosas con el
corazón atravesado por puñales y mártires víctimas de toda clase de horrendos tormentos.
Quizá en algún rincón se pueda ver algún Cristo resucitado, pero como algo marginal. Los
cristianos no llevan al cuello un Resucitado, sino un cadáver, o como mucho un agonizante.
En Semana Santa se llenan nuestras aconfesionales calles de cristos padeciendo toda clase
de infames torturas y desprecios, acompañados de penitentes, cornetas y tambores y
guardias civiles aconfesionales escoltando al Cristo Yacente. Y ya, como sublime
esperpento, los legionarios, también una institución del estado aconfesional, cantando
himnos de muerte al ―supuesto― Dios de la Vida. ¡No hay que subestimar el poder de los
símbolos!

Frente a todo este despliegue escénico la Vigilia Pascual del sábado santo por la noche,
importantísima en cuanto a su contenido y significado, bellísima y llena de una poderosa
simbología, pasa casi completamente desapercibida para el pueblo fiel. Y la procesión del
resucitado del domingo por la mañana apenas llega a lo anecdótico careciendo
completamente de relevancia. Y es que la tortura y la muerte, cuando es de otros, tienen
mucho morbo.

La mañana del domingo.


Pero, ¿qué fue lo que pasó realmente aquella crucial mañana de domingo? Me parece que
nunca lo sabremos, al menos en este mundo, quizá en el otro. No sé yo. No tenemos más
fuente de información que un puñado de textos de dudosa credibilidad en razón de las
circunstancias en las que han llegado hasta nosotros, sin firma, sin fecha y con una
enrevesada historia en cuanto su transmisión textual. Pero no tenemos otra cosa. Pobre,
muy pobre sustento para un negocio de tan altos vuelos: nuestra salvación o condenación
eternas.

***

a) Marcos (16, 1-8; y 16, 9-20).

Voy a empezar por el que dicen los expertos que es el evangelio más antiguo de los que
tenemos.

Van al sepulcro

María Magdalena, María la de Santiago y Salomé.

Y empezamos con los problemas. ¿Cuántas mujeres, según Mc, fueron la mañana del
domingo al sepulcro de Jesús, dos o tres? El primer término de la frase no admite polémica:
María Magdalena –que, adelanto ya, va a ser una constante unánime en todas las
redacciones, quizá el único elemento común en todas ellas–. Pero la expresión “María la de
Santiago y Salomé” tanto en castellano como, parece ser, en el original griego [Montserrat,
José. “Jesús, el galileo armado”. Pg. 69] es confusa, pues bien se puede referir a María que
tiene dos hijos llamados uno Santiago y otra Salomé, como a María que podría ser madre o
esposa del tal Santiago, y a otra tercera acompañante: Salomé.

¿A qué van? En el evangelio de Juan se nos había contado que dos enterradores (Nicodemo
y José de Arimatea) habían ungido el cadáver de Jesús con
una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras (Jn 19,39),

que, según las correspondencias de pesos y medidas que se recogen en la BJ, pg. 1867,
supondrían unos ¡32,6 kiletes de na’! Pero como estas mujeres no habían leído este
evangelio ―por la sencilla razón de que no había sido escrito todavía―, y tampoco parece
que se hubieran enterado de alguna otra manera de que el cuerpo de Jesús había sido
embadurnado con esa desmesurada cantidad de perfumes, ellas, por su cuenta y riesgo,
habían comprado aromas e iban a embalsamar el cuerpo.

Cuando llegan se encuentran la sepultura abierta. Entran y ven a un

joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca.

Este joven habla con ellas, las tranquiliza, les dice que Jesús ha resucitado y les enseña el
sepulcro vacío. De su parte les hace un encargo: que avisen

a sus discípulos y a Pedro

y les digan que Jesús ha resucitado y que los espera en Galilea, a donde deberán ir para
encontrarse con él.

Las mujeres ―como me hubiera pasado, seguramente, a mí mismo, sin que mi condición
varonil me hubiera servido de mucho― salieron despavoridas del sepulcro

pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas. Y no dijeron nada a nadie
porque tenían miedo.
Y continuamos con los problemas. Este es algo más grave, pues parece que el evangelio
original de Marcos terminaba aquí, bien porque el autor hubiera puesto en este lugar el
punto final ―opinión mayoritaria entre los eruditos según R. E. Brown [Brown, Op. cit.
Pg. 219] (recordemos que esta obra está adornada con el nihil obstat eclesiástico)―, bien
porque se hubiera perdido el resto del escrito.

El caso es que el final (Mc 16, 9-19) es un añadido posterior. Así lo admiten, por ejemplo,
la Biblia de Jerusalén (BJ) y la Biblia del Peregrino de Luis Alonso Schökel (BP). [Cf
también Ehrman, Bart. Op. Cit. págs. 88ss; Brown, op. cit. pg. 219s]. Según el profesor
Antonio Piñero se trata de una

glosa del siglo II formada con datos de los otros evangelios canónicos con la finalidad de
arreglar el abrupto final del evangelio. [op. cit. pg. 44].

Tenido por canónico por las iglesias cristianas, sería interesante ver cómo cumple este
añadido con los requisitos de canonicidad exigidos.

Así que, según el original evangelio de Marcos, aquí se termina la historia. Las mujeres
huyen despavoridas y no dicen nada a nadie. No hay testigos de la resurrección ni
apariciones del resucitado.

¡Menos mal que el Señor inspiró a alguno de sus seguidores para que solucionara este
pequeño problema! En este final añadido se cuenta que Jesús “al poco de resucitar” ―sin
más precisión– se aparece a Mª Magdalena ―que no falte–, quien cuenta lo sucedido a los
discípulos, que, naturalmente, no la creen. Jesús se aparece ahora a dos de ellos “que iban
de camino a una aldea” (¿los de Emaús de Lucas?). Lo cuentan a los demás, pero tampoco
los creen a ellos. Ya, ¡por fin! se aparece a “a los once discípulos”, que no tuvieron más
remedio que creer. Jesús les encarga que vayan por todo el mundo a predicar el evangelio, y

después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios.

Y, ahora sí, punto final.

***

b) Mateo (28).
Al amanecer del domingo van camino del sepulcro Mª Magdalena y “la otra María” (¿la de
Santiago y Salomé?). La escena se enriquece, respecto a la de Marcos, con un terremoto y
un ángel (el “joven” de Marcos bien pudiera haber sido este mismo ángel) “resplandeciente
y vestido de blanco” que baja del cielo, remueve la piedra del sepulcro y se sienta sobre
ella. Los soldados que había de guardia (solo Mt y Pdr nos cuentan esta circunstancia, ni en
Mc ni en Lc ni en Jn hay guardias en el sepulcro) quedan atónitos y se desmayan. Igual que
el joven en Mc, el ángel informa a las mujeres de que Jesús ha resucitado y les encarga que
se lo digan a los discípulos y que se vayan para Galilea donde Jesús se encontrará con ellos.
Aquí las mujeres cumplen con el encargo, aunque no sin miedo, también con alegría.

En el camino de vuelta se aparece Jesús a las mujeres. Ellas lo reconocen y se arrojan a sus
pies. Jesús les repite lo que ya les había dicho el ángel, por si no lo habían entendido bien, y
emplaza otra vez a sus discípulos en Galilea.

Conforme a estas instrucciones “los once discípulos” van a Galilea y allí, en un monte, se
les aparece Jesús, que les dice que vayan a “hacer discípulos a todas las gentes”.

Y con esto termina el evangelio de Mateo.

Me ha quedado por comentar el curioso comportamiento de los guardias que había


colocado Mateo en el sepulcro y que fueron sorprendidos por tan tremendo milagro (insisto
en que este es el único evangelio de los canónicos donde aparece la historia de la guardia).
Me parece a mí que tal experiencia debiera hacer a una persona absolutamente
insobornable. Vaya, que me pongo yo en su lugar, veo a Cristo resucitar con mis propios
ojos y ya me pueden echar encima a toda la caterva de ateos racionalistas y anticristianos de
toda laya que, como leones del circo, intentaran taparme la boca ora con palos ora con
zanahorias, que yo no dejaría de gritar a los cuatro puntos cardinales, hasta con mi último
aliento, que Cristo ha resucitado. Ni me importarían las riquezas, ni los honores, ni mi
propia vida valdría nada frente a tamaña experiencia que haría empequeñecer hasta lo
indecible cualquier otro valor.

Pero no. Los paniaguados de los poderosos van a contar al consejo de ancianos y sacerdotes
lo sucedido, como si fuera una de tantas incidencias que se pudieran haber dado en su
servicio de vigilancia.

También tendrían que haber quedado marcados para toda la vida los que tal noticia
recibieran. Pero tampoco. Lo que se dicen es: ―¡ay Dios mío la que se nos viene encima
como la gente se entere―, y para salvar el pellejo, que todavía valoran más que cualquier
otra cosa, por sorprendente y sobrenatural que pudiera parecer, deciden tapar la boca de los
guardias con un puñado de duros, y los gorilas, más sensibles a la plata que a lo
maravilloso, aceptan cambiar la versión de lo sucedido, y su testimonio, a partir de ahora,
será que los discípulos de Jesús habían robado el cuerpo de Jesús y se lo habían llevado. No
sé yo si, al menos el jefe de la guardia, no se debería haber llevado, al menos, alguna
sanción administrativa, que en aquellos tiempos no sería un mes sin empleo y sueldo, sino
quizá una condena a galeras para toda la vida, por haber dejado que les robaran el cadáver.

Sin necesidad de hacer historia-ficción, todo suena un poco absurdo y sin sentido. ¡Este
Mateo!

***

c) Lucas (24).

Las mujeres que habían venido con él desde Galilea […] fueron al sepulcro llevando los
aromas que habían preparado.

Tampoco estas se habían enterado de que Jesús había sido convenientemente barnizado con
treinta kilos de áloe y mirra. Pero vamos con los guarismos, ¿cuántas mujeres? Según el
propio Lucas indica más adelante estas mujeres eran María Magdalena, una tal Juana,
María la de Santiago y “las demás que estaban con ellas”, o sea, una multitud que
contrasta con la escasa afluencia femenina según los otros evangelios. Los evangelistas
tendrían que haber identificado a cada personaje con su DNI para que no hubiera lugar a
dudas. Esta Juana pudiera ser la mujer de Cusa, un administrador de Herodes (Lc 8,3), o
sea, que no era una perroflauta cualquiera, sino la esposa de un alto cargo de la
administración. Sea como fuere, según Lucas al sepulcro van, como mínimo, cinco
mujeres, interpretando “las demás” en su mínima expresión de plural de dos, aunque
claramente parece referirse a más de esta cantidad, bien podrían ser una docena o más.

Como son tantas, para poder atenderlas a todas no viene “un joven” (Mc) ni “un ángel”
(Mt), sino “dos hombres”, vestidos también de manera resplandeciente. Más locuaces o
mejor instruidos dan a las mujeres una pequeña clase de teología sobre la necesidad de que
Jesús hubiera tenido que ser ajusticiado, y les dan cuenta de su resurrección.

No se concreta ningún viaje a Galilea.

Las mujeres, después de atender aplicadamente ―las mujeres de Lucas eran más
valientes que las de Mateo y Marcos y no sentían miedo―, van a contar lo sucedido a los
“once y a todos los demás”.

No se nos dice nada de ningún encuentro extraordinario por el camino.

Los discípulos, claro, no las creen. No obstante, Pedro va, él solito, al sepulcro impulsado
por la esperanza, que es lo último que se pierde. Una vez allí se encontró con que el
sepulcro estaba vacío, en el que solo quedaban los lienzos con los que Jesús había sido
amortajado y
se volvió a su casa, asombrado por lo sucedido.

No se nos informa de ninguna experiencia paranormal.

El mismo domingo iban “dos de ellos” (no sabemos quiénes) de camino a un pueblo
llamado Emaús, a unos trece kilómetros de la capital. Un desconocido se les une y les
acompaña durante el viaje.

Por el camino de Emaús // un peregrino iba conmigo, // no le conocí al caminar // ahora sí,
en la fracción del pan.

Así cantábamos in illo tempore conmemorando esta escena.


Durante el camino los discípulos conversan con el extraño, que les da toda una lección
magistral de teología lucana. Llegan a su destino; el acompañante hace ademán de
continuar pero los discípulos lo invitan a que cene con ellos. Ya en la mesa el desconocido
personaje corta el pan para repartirlo entre los tres, y debió de hacer, en ese acto de partir el
pan, un gesto especial pues por él los discípulos reconocieron a su maestro, momento en el
que hizo ¡plufff! y desapareció de su vista.
Los dos, con una tremenda alegría corren a comunicar la buena nueva a sus compañeros a
quienes todavía les cuesta creer algo que sería tan hermoso de ser cierto. Para disipar
totalmente las dudas, en ese mismo momento en el que estaban hablando sobre la noticia,
se les aparece el mismo Jesús, en cuerpo y alma. Naturalmente se asustaron y pensaron que
no era más que un espectro, pero Jesús les enseña sus llagas, les dice que lo toquen, y como
aun así no se lo terminaban de creer, ofuscada la cabeza a causa de una alegría que los
desbordaba, Jesús pidió algo de comer para demostrar que, efectivamente no era un
fantasma, y, como lo más natural del mundo, se comió un trozo de pescado. Después de
haber comido, y más tranquilos ya los discípulos, habrán de aguantar otra catequesis sobre
la necesidad de que haya pasado todo lo que ha pasado, pues así lo habían predicho los
profetas ―no se nos dice cuáles― y así tenía que ser para la salvación de la humanidad.

Toda la historia transcurre en Jerusalén, no hay viaje alguno a Galilea, es más, en contra de
las instrucciones que había dado en los anteriores evangelios, Jesús les dice ahora a sus
discípulos que se queden en Jerusalén

hasta que seáis revestidos del poder desde lo alto.

Dicho esto salieron todos a dar un paseo, y ya al raso

alzando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al
cielo. Ellos, después de postrarse ante él, se volvieron a Jerusalén llenos de alegría. Y
estaban siempre en el Templo alabando a Dios,

parece que ya sin miedo.

Y así termina Lucas su evangelio.

***

Dicen los expertos que el libro de los Hechos de los Apóstoles es la continuación del
evangelio de Lucas, escrito por el mismo autor [por ejemplo Brown, op. cit. pg. 377ss;
Piñero, op. cit. 2008; Montserrat, op. cit. 2005, págs. 237ss, también lo admite así aunque
con algunas reservas]. Fue escrito algunos años después, y parece que Lucas ya no se
acordaba muy bien de cómo había terminado su primera parte, su evangelio, pues cuenta
ahora que Jesús se estuvo con nosotros, los mortales, cuarenta días antes de ascender a los
cielos, apareciéndose a diestro y siniestro y dando las instrucciones necesarias para la
puesta en marcha de la naciente Iglesia. (Hch 1, 1-11).

***

d) Juan (20-21).

Juan tiene un desarrollo dramático más complejo y elaborado.


Para empezar Mª Magdalena va al sepulcro ella solita, sin más Marías. Se encuentra la
piedra retirada (aquí no hay guardias), y sin hacer más averiguaciones ni hablar con nadie,
ya sea joven o ángel, va corriendo a ver a los discípulos para decirles que la sepultura está
abierta y que se han llevado el cuerpo de Jesús. María se encuentra con Simón Pedro y con
“el otro discípulo a quien Jesús quería”, que, por cierto, no hay manera de saber quién es,
los estudiosos no se ponen de acuerdo [un interesante trabajo con unas no menos
interesantes teorías al respecto en Brown, Raymond E. “La comunidad del discípulo
amado”. Ed. Sígueme. Salamanca 2005].

Alarmados por la sorprendente noticia Pedro y el discípulo amado corren hacia el sepulcro.
El anónimo corre más y llega el primero, se asoma pero no entra. Pedro llega después y se
introduce hasta el fondo donde encuentra las vendas que sirvieron de mortaja. Viendo que
no había peligro el discípulo amado entra con Pedro, y “vio y creyó”.

Este discípulo no ha necesitado que nadie le dé ninguna explicación, como sí lo necesitaron


los personajes del evangelio de Lucas. Este ve y cree. La verdad, no se dice qué fue lo que
creyó, y no sé por qué ver la tumba vacía le puede hacer creer otra cosa distinta a la que
había creído antes María Magdalena, o sea, que persona o personas desconocidas habían
sustraído el cuerpo, que parece lo más lógico a primera vista.

Los discípulos no necesitan más y se van para casa, sin cuidarse lo más mínimo de la pobre
María, que aunque había visto no había creído, y que queda sola y desconsolada, llorando
como una magdalena.

La escena que viene a continuación es una de las más bonitas, más tiernas y conmovedoras
de toda la Biblia.

María, deshecha en lágrimas, ve a alguien dentro del sepulcro que le pregunta por qué llora.
La respuesta de María refleja su profundo desconsuelo y abatimiento:

Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto.

En esto ve cómo, por detrás de ella, se acerca un hombre que la interpela:

Mujer, ¿por qué lloras?

Ella cree que es el que se ha llevado el cuerpo de Jesús y le suplica que se lo devuelva o, al
menos, que le diga dónde lo ha puesto para ir ella misma a buscarlo. Entonces el misterioso
desconocido la llama por su nombre: “¡María!” y en ese momento a ella el corazón le da
un vuelco en el pecho. Esa voz, ese timbre, ese acento pronunciando su nombre con ese
cariño, con esa intimidad, con esa ternura no puede ser más que de una persona, e
inmediatamente reconoce a su amado maestro y exclama atónita:

Rabbuní –que quiere decir maestro–.


Y algo más que maestro: ¡Maestro mío! [Montserrat, op. cit. 2007, pg. 76. También, en
nota a este versículo, la Biblia Cantera-Iglesias]

¿Y qué fue lo que hizo María entonces? Pues parece que los estudios filológicos modernos
apuntan a que lo que dice el texto que María hizo fue lo más normal del mundo, arrojarse a
los brazos de Jesús y comérselo a besos.

***

Una pequeña digresión: “noli me tangere”.


Famosa expresión latina que ha hecho carrera en el mundo del arte, dando título a
preciosas pinturas (Giotto, Alonso Cano, Fra Angelico, Correggio, Tiziano, y otros
muchos). Significa literalmente “no quieras tocarme”, o en mejor castellano, “no me
toques”. La frase es la traducción al latín que san Jerónimo (siglo IV) hizo del original
griego en su Vulgata, traducción oficial de la Iglesia Católica desde el Concilio de Trento
[sesión cuarta (abril-1546), decreto sobre la edición “Vulgata” de la Biblia. DZ 1506 ss.]

Dice el azote de teólogos celibatarios, la teóloga Uta Ranke-Heinemann, que


en la traducción que hizo [Jerónimo] de la Biblia al latín (Vulgata) […] alteró el texto en
función de su ideal de la virginidad. [op. cit. Pág. 19].

Quizá alguien diga que es mucho suponer que esta traducción concreta tenga algo que ver
con el rechazo de Jerónimo a cualquier tipo de sexualidad, aunque solo se trate de un
mínimo contacto físico sin intenciones lúbricas ni babilónicas, sino de casto y sincero
cariño. El caso es que ahora los filólogos opinan que en griego no dice “no me toques”,
sino “no me sujetes”, o “deja de tocarme”, como traduce ahora la Biblia de Jerusalén.
Incluso en la Nova-Vulgata (traducción oficial de la Iglesia Católica en la actualidad) se le
enmienda la plana a Jerónimo sustituyendo el famoso (y bonito) “noli me tangere” por
“noli me tenere” (que tampoco es feo). De tango tangere (tocar) hemos pasado a teneo
tenere (tener, coger, sujetar).

Y no es ninguna tontería. La carga emocional de la escena cambia como de la noche al día


si de rechazar, desde la distancia, a María para que no lo toque, Jesús lo que intenta es
desasirse de ella, que, cual lapa, no lo dejaría ni respirar.

Admitida la nueva traducción, todavía se puede rebajar la intensidad emotiva si, como
hacen la Biblia de Jerusalén o la Biblia Cantera-Iglesias en sus respectivos comentarios, lo
que se supone es que María se ha echado a los pies de Jesús, remitiéndose a Mt 28,9 donde
ya vimos que se cuenta cómo Jesús se aparece a María Magdalena y a otra María cuando
van las dos de camino desde el lugar del enterramiento a casa de los discípulos. Tal
remisión es improcedente, me parece a mí, pues se trata de dos escenas completamente
distintas.

Más tino creo que pueda tener Luis Alonso Schökel que apunta no a Mateo sino al Cantar
de los Cantares:

El verbo imperativo presente supone que ella lo ha abrazado o lo sujeta de algún modo
(Cant 3,4). [Biblia del Peregrino. pg. 291]

No sobra poner el pasaje completo de este precioso libro del Antiguo Testamento (3, 1-4),
cualquier excusa vale para disfrutar de él. Y, además, en esta no menos bella versión de mi
cuasipaisano Fray Luis de León en octavas reales, trabajo que, por cierto, le costó la cárcel:

En mi lecho en las noches he buscado // al que mi alma adora, y no le hallando, // torné á


buscarle con mayor cuidado, // y saltando del lecho sospirando, // entré por la ciudad, y he
rodeado // las plazas y las calles caminando; // de tanto caminar cansada estaba, // mas
nunca pude hallar al que buscaba. // [ … ] // Halláronme las guardas, que rondando //
andaban la ciudad la noche escura; // y yo acerquéme á ellas preguntando, // ¿habéis visto
á mi amado por ventura? // y desque un poco dellos alejando // me voy, hallé el mi amor y
mi hermosura: // túvelo yo abrazado, y bien asido, // y en casa de mi madre lo he
metido. [Fray Luis de León, Obras completas, Tomo II. BAC. Madrid 1957. Pg. 1026]

Fuera como fuese ―que ahora está muy de moda sacar a María Magdalena de quicio y
llevarla mucho más allá de donde los textos, que son los testigos de la historia, la ponen―
María amaba a Jesús. Lo había visto morir, lo había perdido para siempre, y ahora se lo
encuentra delante de ella, vivo y llamándola por su nombre. ¿Qué va a hacer? Pues
agarrarlo, comérselo a besos, bañarlo con sus lágrimas ―que hacía un momento eran de un
enorme dolor y que ahora son de una alegría inmensa–, y no soltarlo de ninguna manera, le
guste o no a San Jerónimo.

***

Continúo con la historia: Jesús le dice a María que lo suelte. No hay necesidad de
interpretar esto como una orden tajante y descortés. Quizá fue después de que Jesús se
dejara querer un momento por su discípula cuando, con cariño y ternura, la separó de sí.

Recobrada la serenidad ―no sabemos si los resucitados pueden ser sensibles a una escena
tan emotiva– Jesús encarga a María que vaya a avisar a sus discípulos. María cumplie
fielmente y les lleva la feliz noticia: “He visto al Señor”.

Uno de los peregrinos argumentos que he oído por ahí que esgrimen las autoridades
católicas para rechazar el sacerdocio de las mujeres es que Jesús no eligió a ninguna mujer
como apóstol. No hay que saber mucho griego para ir al diccionario y buscar απόστολος
(apóstolos) y ver su significado: enviado, embajador, emisario. ¿Y no fue María
Magdalena, en este momento al menos, apóstol de Jesús? ¡Nada menos que la primera
después de resucitado!

En este evangelio de Juan, como en el de Lucas, tampoco hace Jesús esperar a sus
discípulos para encontrarse con ellos, y en vez de mandarlos a Galilea ―como habían
hecho Marcos y Mateo― se les presenta aquella misma tarde en Jerusalén,

en el lugar donde se encontraban, pues tenían miedo a los judíos,

ya sabemos que esto significa a los otros judíos, los malos, porque todos ellos también eran
judíos. Allí se presenta el maestro redivivo, les da la paz y les infunde el Espíritu Santo.
Para Lucas el Espíritu Santo no viene sino después de que Jesús hubiera ascendido al
cielo, a los cincuenta días de la Pascua, en Pentecostés (Hch 2,1ss), y además, con un gran
despliegue de medios, con lenguas de fuego y todo.
Jesús aprovecha la aparición para instituir el sacramento de la penitencia [según el
Catecismo de la Iglesia Católica. Número 1461], aunque no sea el único acto constitutivo
de este sacramento. Lo que quieran decir.

De los once que quedaban de los Doce, solo había diez en aquel momento. Tomás el
Mellizo ―¿de Jesús?― no estaba en esta ocasión, y cuando más tarde le cuentan lo
sucedido no se lo cree:

Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos
y mi mano en su costado, no creeré.

Y es que hay gustos para todo.

El caso es que esto no se va a quedar aquí. A los ocho días ―según Mateo a estas alturas
todos debían estar en ya Galilea, y según Lucas I (no así Lucas II) Jesús estaría sentado a la
diestra de Dios― el maestro se presenta otra vez ante sus discípulos. Lucas había tenido
mucho cuidado en que quedara claro que el Jesús resucitado no era un fantasma, pero aquí
Juan dice que se presentó ante ellos

estando las puertas cerradas,

o sea, atravesando las paredes, como se presentó el Comendador ante don Juan. La
prevención de Lucas, que ahora pone en tela de juicio esta cita de Juan, venía a cuento por
la polémica que habían suscitado los docetas, corriente cristiana de aquel entonces, que
opinaba que Jesús era un ser exclusivamente divino, humano solo en apariencia.
Bueno, ―¿y ahora qué?, le dice Jesús a Tomás. Nos encontramos aquí ante uno de esos
malos entendidos de la historia, pues, al contrario de lo que suponen montones de artistas
que lo han pintado hurgando en las llagas de Jesús (uno de los más famosos es el de
Caravaggio, también se puede ver la escena en uno de los relieves del claustro de Santo
Domingo de Silos, todos con una gran carga erótica), Tomás no llega a hacerlo. Tomás no
metió sus dedos en las llagas de Cristo, creyó simplemente viendo al Señor resucitado ante
él. No necesittó tocar, aunque necesitara, al menos ver, circunstancia que Jesús aprovechó
para endosarnos una enseñanza importantísima:

dichosos los que no han visto y han creído.

Enseñanza de vital importancia para el ejercicio de virtudes tan valoradas como la sumisión
y la obediencia. San Ignacio de Loyola lo dejó más claro aún:

Debemos siempre tener, para en todo acertar, que lo blanco que yo veo creer que es negro,
si la Iglesia jerárquica así lo determina. [Ignacio de Loyola. “Ejercicios espirituales”,
regla terdécima. Ed. San Pablo. Madrid 2011. Pg. 163]

Y vamos otra vez con problemas textuales, porque parece que el último capítulo de este
evangelio de Juan, igual que vimos con Marcos, es un añadido de otra mano [Piñero, A.,
“guía …”, op cit, pg. 389. Brown, R.E, op. cit. pg. 476]. Este segundo autor ―tan anónimo
como el primero a pesar de que hayamos dado en seguir llamándolo Juan― nos cuenta una
aparición a los discípulos en Galilea, a orillas del mar de Tiberíades, y no como nos había
contado Mateo, en lo alto de un monte. Aquí se aparece a Simón Pedro, Tomás el Mellizo,
Natanael, los de Zebedeo (Santiago y Juan) y otros dos (innominados) de sus discípulos.
Curiosamente ahora no reconocen a Jesús cuando se presenta ante ellos, y es después de
que haya realizado el famoso prodigio de la pesca milagrosa cuando caen en la cuenta de
que es el resucitado.

Jesús come y bebe con ellos y después encarga a Pedro la misión de apacentar a su rebaño
una vez rehabilitado de su triple negación mediante la petición de una triple confesión de su
amor:

Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?,

le preguntó Jesús a Pedro hasta tres veces.

El autor de este epílogo comete una gran imprudencia al decir que esta fue la tercera vez
que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar, pues si ya era difícil encajar
las distintas piezas ofrecidas por cada uno de los evangelistas, ahora va a ser imposible del
todo. ¿Dónde metemos ahora las apariciones a las mujeres, a los de Emaús, a Simón ―a
quien, en el desarrollo de la escena de los de Emaús se dice que ya se había aparecido
aunque sin precisar las circunstancias―, a los de la montaña en Galilea, …?

e) Pedro.

Me queda por comentar el relato de este evangelio que se cuenta entre los apócrifos. No le
dedicaré mucho esfuerzo pues al fin y al cabo no nos transmite una verdad rebelada como
hacen los otros, los canónicos, sino que es la obra de un espontáneo que se puso a escribir
sobre Jesús, como si lo hago yo mismo, sin inspiración divina ni nada, y así, claro, contó lo
que le vino en gana, sin preocuparse lo más mínimo sobre la verdad de lo que decía ni si era
un relato coherente o creíble. Merece estar aquí nada más que por su antigüedad (A. Piñero
lo data sobre el año 130. Piñero, A., “todos los evangelios”, op cit. pg. 320) y por lo
trepidante de su acción. Recuerdo que la diferencia entre canónico y apócrifo es una
diferencia teológica. Para los que no nos movemos en esos ámbitos extramundanos todos
son literatura antigua, ni más ni menos.

Aquí la historia de la resurrección comienza antes del amanecer, antes de que las mujeres se
hubieran acercado al sepulcro. Los protagonistas de este preámbulo son los soldados y
dirigentes judíos que montaban guardia.

Resumidamente: Se oye una voz del cielo, no se dice qué voz fue pero sin duda se trataba
del famoso “¡luces, motor, cámara, acción!”. Comienza la escena con dos varones que
bajan del cielo al sepulcro, la piedra que lo tapa rueda sola y los jóvenes entran en él. Los
soldados, atónitos, ven salir de la tumba a tres varones, dos ayudando al tercero. La cabeza
de dos llega hasta el cielo, la del tercero sobrepasa los cielos, seguidos por una cruz ―no
se dice si dando saltitos o flotando en el aire―. Se oye otra voz desde lo alto: “¿has
predicado a los que duermen?”, a lo que la cruz contesta ―quizá con lúgubre y tenebrosa
voz de bajo―: “Sí”. Tampoco se aclara si había sido la cruz parlante la que había
predicado a los que duermen o si esta hablaba en nombre de Jesús.

Los gorilas, quiero decir los guardias, no saben qué es todo aquel espectáculo ni qué hacer.
Mientras sus cabezas echan humo intentando reflexionar, un tercer personaje baja del cielo
y entra en el sepulcro, y ya parece aquello un jubileo. Ahora sí, los guardias deciden ir a
contar a su jefe lo sucedido. A los judíos que allí estaban todo aquello les pintaba fatal, se
olían que, efectivamente, el que habían ejecutado era el Hijo de Dios, y se imaginaban la
que se les venía encima si la gente se enteraba, así que fueron a Pilato.

–¡Ay, Dios mío! ¿Qué hemos hecho?

Pero Pilato les dice que se siente, que él se lavó las manos en su momento y que ahora no
quiere saber nada, ¡allá penas!

Los judíos le piden a Pilato que al menos ordene a sus soldados que no digan nada para que
el pueblo no se entere

pues nos conviene –decían– ser reos del mayor pecado delante de Dios que caer en manos
del pueblo de los judíos y ser apedreados.

¡Esta es buena!, no eran tontos ni nada, le tienen más miedo a la gente que los puede
apedrear que a Dios, que suele reservar su sentencia para la otra vida. ¡Vaya temor de Dios!
Es como decía mi abuelo, que andaba de día y de noche por esos campos del Señor
pastoreando ovejas ―de cuatro patas― cuando le preguntábamos que si no le daban miedo
los fantasmas de noche por el campo a lo que contestaba que le daban más miedo los vivos
que los muertos.
Pilato, sin ninguna emoción, manda a los soldados que no digan nada, y, como buenos y
obedientes gorilas que no están para pensar, obedecen. Es muy posible que se llevaran
algún cacahuete de propina.

Tras este despliegue escénico continúa la historia con las mujeres yendo al sepulcro. Por
supuesto María Magdalena es una de ellas, a la que acompañan esta vez “sus amigas”. El
evangelista, que no esconde su antisemitismo, no pierde ocasión de hablar mal de “los
judíos” ―lo pongo entre comillas porque todos los protagonistas de esta historia son
judíos, pero “los judíos” son los judíos malos― y nos dice que María tenía miedo por causa
de los judíos,

pues estaban inflamados de ira.

¡Qué empecinamiento el de estos judíos! ¡Después de haber visto lo que habían visto!

María y sus amigas llegan al sepulcro que encuentran abierto, y dentro un joven “hermoso
y revestido con ropa brillante” que les dice que Jesús ha resucitado “y se ha marchado allá
de donde fue enviado”. No se les dan instrucciones de ninguna clase por parte del
misterioso personaje, ni que lo divulguen, ni que se organice un viaje a Galilea. Tampoco
parece que las mujeres dijeran nada a nadie, pues, igual que en Marcos, las pobres huyeron
despavoridas.

Mientras tanto

nosotros, los doce [sic] discípulos del señor, llorábamos y estábamos tristes. Y cada uno,
afligido por lo ocurrido, se retiró a su casa.

Hay que tener en cuenta que el autor del evangelio se presenta como si fuera el mismísimo
Pedro, por eso habla en primera persona, y que ya se le ha olvidado el affaire Judas.

Pedro, su hermano Andrés y Leví se vuelven a Galilea, de donde habían venido ―parece
que por propia iniciativa―.

Aquí, de forma abrupta, termina el evangelio. Falta el final. No podemos saber si hubo
alguna aparición del resucitado después de esto. Tal cual está el texto los únicos que ven a
Jesús resucitado ―un poco crecido si la cabeza le llegaba al cielo―, son los pertinaces
judíos, pero ni las mujeres ni los discípulos son agraciados con aparición alguna.

Insisto en que no es obligatorio creer lo que se cuenta en este evangelio, que es apócrifo.

***

d) Supercalifragilisticoespialidoso.
Aunque al oírlo haya sonado algo enredoso, voy a tratar de hacer un breve resumen de lo
que pudo haber pasado aquel domingo de marras.

María Magdalena, quizá acompañada por alguna o algunas otras mujeres, se acerca al lugar
donde había sido enterrado Jesús ―si es que no había sido puesto en una fosa común (Hch
13,29)― para embalsamar su cuerpo. De haber leído el evangelio de Juan se podrían haber
ahorrado el trabajo.

Las mujeres encuentran el sepulcro abierto. Dentro puede que no hubiera nadie o puede que
hubiera un ángel o un joven o dos hombres, todos con resplandecientes vestiduras. El (o
los) que allí encontraran, si es que encontraron a alguien, puede que les dijera(n) que Jesús
había resucitado y que llevaran el recado a los discípulos para que fueran a encontrarse con
él en Galilea, aunque también es posible que no les dijera(n) nada.
Las mujeres echaron a correr. Cabe dentro de lo posible que del susto no contaran a nadie
lo sucedido, pero también puede ser que fueran con el recado (si es que hubo recado), o al
menos con la noticia de que el sepulcro estaba vacío, a los discípulos.

De camino podría habérseles aparecido Jesús en persona para confirmar la cita en Galilea,
pero también pudo ser que no encontraran a nadie.

Es también posible que María Magdalena se hubiera quedado por allí sola, llorando a su
maestro y que hubiera tenido un feliz encuentro con él.

Los discípulos o bien se quedaron en Jerusalén o bien salieron pitando para Galilea. Si fue
esto último está dentro de lo razonable que se encontraran allí con Jesús, quizá en un
monte, quizá a orillas del mar. Si se quedaron en Jerusalén pudiera ser que Jesús les hiciera
una visita y que acto seguido ascendiera al cielo, aunque no se descarta que se quedara por
allí cuarenta días y cuarenta noches prodigando las apariciones a las que más tarde hará
referencia Pablo: A Pedro y a los Doce [otra vez sic], a quinientos hermanos, a Santiago, a
todos los apóstoles y después al mismo Pablo (1Cor 15,6-7). Nótese que, curiosamente,
Pablo en ningún momento nombra a María Magdalena como beneficiaria de apariciones.

De lo que no cabe la menor duda es de que Cristo ha resucitado:

Dios resucitó a este Jesús; todos nosotros somos testigos de ello. (Hch 2, 32).

Y ¡cómo no lo vamos a creer con la de testigos que tenemos!

Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros
sabemos que su testimonio es verdadero. (Jn 21, 24).

Y, además, nos va mucho en creerlo:

porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le
resucitó de entre los muertos, serás salvado. (Rm 10, 9).

Así lo proclamamos:

Creemos en un solo Señor, Jesucristo, el Hijo de Dios […] el cual por nuestra salvación
descendió, se encarnó y se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los cielos
y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. (Del credo niceno, Concilio de Nicea
(325). DZ nº 125).

Y ya puestos a poner citas, ¡que no sabe uno cómo terminar!, vaya esta de G. Orwell, venga
o no venga a cuento:

La ortodoxia equivale a no pensar, a no tener la necesidad de pensar. La ortodoxia es la


inconsciencia. [Orwell, G. “1984” Ed. Debolsillo. Barcelona 2013. Pg. 62]
***

Pues esta es la información básica de la que disponemos para celebración del contrato de
nuestra salvación eterna. Realmente me parece una pobre información para comprometerse
en un negocio jurídico de tan importantes consecuencias.

https://elaposentodeloslibros.wordpress.com/2018/04/10/la-resurreccion-de-jesus-
vv-aa-anonimos/

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