Está en la página 1de 72

LOS MONOS DE SAN TELMO

Lizandro Chávez Alfaro

El sol había recorrido un cuarto de cielo. Sobre la brecha angosta y quebrada, un camión
cargado de monos corcoveaba, bufaba, penosamente embestía la tenue ola de polvo. La ca-
rrocería chisporroteaba y, al balancearse, despedía ráfagas de destellos que iban a estrellarse
contra las ramas cercanas, achicharrando las hojas más tiernas. La carga de monos enjaulados
chillaba, espantada por el interminable vaivén.
En la cabina, Rock Cooper y Doroteo, su criado-chofer-intérprete, se cocinaban al calor-del
motor. Desde el amanecer habían salido de un caserío cercano a los linderos de la selva
virgen, y todavía faltaban varias horas de zangoloteo para llegar a la carretera. Destilando
sudor, los dos miraban y maldecían en silencio el próximo bache, Doroteo asido al volante y
Rock a una botella de ron. Era el hijo menor de una honorable y activa familia de
Philadelphia, dedicada a la explotación de minas bolivianas de estaño hacía sus generaciones.
Sólo Rock, contemplativo y proclive al alcohol, pasaba los días ocupado en revivir
pasivamente al audaz y ambicioso abuelo Jehosaphat. Cuando cumplió treinta y siete años,
decidió cambiar el desdén y el diario vituperio familiares por la gloria de sudar en una nueva
empresa. Reencarnar la figura de Jehosaphat Cooper, reivindicarse y abrir una nueva línea en
los negocios de la firma Cooper & Suceso.res eran sus metas. Para alcanzarlas había escogido
aquel mínimo y selvático país centroamericano.
Súbitamente Doroteo apagó el motor. Rock lo miró desde la lejanía en que flotaba su cerebro
abotagado por el calor; levantó el mentón en un gesto perentorio.
—Me pareció oír un ruido raro allá atrás, jefe; como si se estuviera ahogando alguno de ellos.
Este maldito sol está muy bravo —contestó el criado, primero aguzando el oído y luego
imitando al jefe que se precipitó a abrir la portezuela. Se encontraron frente a la parte trasera
del camión y mutuamente se observaron la cara. Nada anormal sucedía en el cargamento. Los
cincuenta monos saltaban, enseñaban los dientes, chillaban, se mordían los dedos, la punta de
la cola, o se rascaban los sobacos excitados Más que de ordinario por el balanceo, pero nada
más. Iban repartidos en grupos iguales (cinco en cada jaula) y de una misma especie: Capu-
chinos, Monos Araña, Monos Aulladores. En la parte alta del cargamento, la que recibía el sol
de lleno, un Capuchino tenía el pelo blanco de la cara mojado de lágrimas. Acurrucado en un
rincón movía la cabeza de un hombro al otro, queriendo protegerse con las delgadas sombras
proyectadas por las varas de la jaula. Pero dada la naturaleza melindrosa de los Capuchinos
no había por qué alarmarse. Era precisamente uno de esta especie el que en viaje anterior
había sufrido una hemorragia nasal que hizo cerrar los ojos a Rock. Ensangrentado de la nariz
a la barriga, el carablanca tosía, se golpeaba el pecho y miraba al tratante con una expresión
de viejo limosnero. Y ahora este otro lloraba. Un niño lapón puesto (le pronto en aquella
latitud. no lo hubiera hecho con menos ganas.
—Un rato en la sombra nos caería bien a todos, jefe.
—¡Estás loco! —dijo Rock, con la voz sofocada y un temblor que hacía relucir sus mejillas.
A zancadas cruzó el camino varias veces mientras gritaba que era preciso llegar al aeropuerto
esa misma tarde, que al día siguiente, a las quince horas, debía entregar en Rochester
cincuenta monos, ni más ni menos. Era idiota querer descansar. Mira a las jaulas y a Doroteo
1
al compás de sus trancos. Se detuvo, con la nuca apretada por una mano y la otra apuntando al
sirviente
— ¡Descansar! ¿Cuánto ganas?
Doroteo se pasó el dedo índice por la frente, limpiándose el sudor, y mantuvo la boca cerrada.
Rock insistió, el cuello crecido y sudando con más abundancia.
—Veinte pesos diarios, jefe.
—Eso es. Descansar. Puedo meterte en una de esas jaulas y… ¡Vámonos!
Mientras Rock descolgaba de entre las ruedas traseras una bolsa de lona llena de agua y se
mojaba la cabeza, Doroteo revisó las amarras del cargamento. El bamboleo era para sacar
hasta un árbol de sus raíces. Caminando alrededor del camión fue dando tirones desganados a
cada amarra y mascullando la vergüenza que le quedaba. Pero el jefe pagaba veinte pesos dia-
rios, suficiente para tener tres Hijos y dos queridas. Era cierto, ganaba más que cualquier
chofer a cambio de hacer uso de su inglés aprendido en los muelles de Georgetown, en las
Guayanas. También sabía limpiar las botas, llevar la ropa sucia a la lavandera y traer la limpia
cuando estaban en la ciudad; tirar con la cerbatana espinas levemente envenenadas, cuando se
presentaba el caso, y nunca se había escapado algún mono al que él apuntara. La espina iba
derecho a un costado, el animal caía a plomo, y si no se despanzurraba venía a despertar
dentro de una jaula. Doroteo se vio los brazos desnudos, negros, lampiños; echó una mirada
furtiva al jefe que en ese momento hacía gárgaras, y luego miró a los monos. Recordó su cara:
la mandíbula saliente, la nariz chata, la frente angosta, arrugada, y las orejas pequeñas. Le
brillaron los ojos de risa al imaginarse en una jaula, entre un Capuchino y un Aullador. A él le
faltaban pelos y era hombre. Era una buena broma del jefe, pensó, rascándose el trasero.
Después de todo le pagaba veinte pesos diarios.
—¡Muévete! —gritó Cooper, acomodándose el cinturón del revólver, y Doroteo dejó de
rascarse automáticamente.
Al tiempo que el criado-chofer-intérprete ponía en marcha el motor, Cooper tomó un largo
trago de ron. Se colocó los lentes para el sol antes que se reiniciara el bamboleo. Al ver a
Doroteo concentrado en su trabajo, manso y un poco agradecido por la reprimenda, sonrió,
recordó las palabras del abuelo: "Mano de hierro, hijo, mano de hierro. La civilización se
planta con manos de hierro". Sí, Jehosaphat Cooper había legado una fortuna en estaño y en
consejos. Rock se le parecía hasta en las proporciones físicas: dos metros de alto por uno de
ancho. Pero aun así, no era fácil reencarnar a aquel viejo, el que había llevado a su país las
mejor cotizadas pieles de Colobo de Abisinia, negras como el más negro de los africanos, y
más todavía al contrastar con los mechones blancos y sedosos que colgaban a los lados, de
hombros a cola.
Rock sintió subirle a los ojos un asomo de desvanecimiento. Sudaba hasta por entre las uñas.
Calculó la temperatura en cuarenta grados centígrados. Sacó la cabeza por la ventanilla y el
aire caliente le opacó los anteojos.
—¿Paro aquí, jefe? —pregunto Doroteo, parpadeando bajo el peso de sus pestañas mojadas.
— ¡Sigue!
Si Jehosaphat Cooper había soportado peores temperaturas en África, Rock Cooper podía
soportarlas en Centroamérica. "La voluntad, hijo, el genio creador de una raza. Podemos

2
reinar hasta en el mismo infierno", decía el viejo. Era un gigante con una máquina entre pecho
y espalda, y en la cabeza una cohetería que siempre daba en el blanco. Europa había
implantado la moda de los abrigos blanquinegros de Colobo de Abisinia y Norteamérica la
había superado en el gusto por la piel de mono. Nadie que quisiera llamarse dama a tono con
los gloriosos años de 1890 podía omitir cuando menos un ribete de África adornando el
sombrero, las mangas o el cuello del vestido, pero faltaba el suministro directo, eficiente, y
Jehosaphat dio en el blanco.
—¡Damn! ¡Damn! —gritó Rock, y otra vez destapó la botella de ron. Él no había podido
movilizar a los indios zumos para que le entregaran siquiera setenta monos al mes.
—Hágame caso, jefe —murmuró Doroteo, creyendo que maldecía al sol.
Sin prestarle atención, el jefe sacó del bolsillo una libreta. Los números hablaban. Necesitaba
elevar su producción mensual cuando menos en un cien por ciento para absorber las compras
de los Laboratorios Sexmill Corp. El consumo de hormonas producidas a base de orines de
mono crecía en proporción aritmética y el mercado sería de quien pudiera abastecer con
eficacia la demanda de los laboratorios. Nadie necesitaba ese mercado con mayor urgencia
que él mismo, que la firma Cooper. Y los indios se limitaban a atrapar los monos que
casualmente pasaban cerca de su choza.
A través del parabrisas, entre los árboles prensados bajo la luz, surgió la figura de Jehosaphat,
con botas federicas, sarakof, y un fuete largo y lustroso en la mano. Iba seguido por diez
parejas de negros que cargaban sendas pacas de pieles perfectamente curtidas, sin un solo
agujero que menguara su valor. Cuando los Colobos de Abisinia quedaron casi exterminados
y la moda declinó, el viejo había vendido cerca de un millón de pieles. Pudo comprarse varios
cerros de estaño en Bolivia.
Un ruido de peso muerto y varas rotas sobresalió entre los soplidos del motor y el chillar de
los monos escandalizados. Doroteo tiró del freno de mano, el jefe soltó la botella, y antes que
el camión terminara de asentarse en la curva donde lo habían frenado los dos estaban fuera.
Las amarras se habían aflojado y una jaula rota se mecía entre las yerbas, a la orilla de la
brecha. De los cinco monos, dos habían escapado y los otros tres se abrazaban aterrorizados
en el fondo de la jaula. Doroteo quedó como suspendido en un movimiento indeciso que Rock
cortó con la orden de que tapara la avería, y el sirviente se arrojó a cubrir el hueco con su
cuerpo.
Aligerada por la inminente frustración y una súbita furia contra la hostilidad que la acosaba,
la mole de carne, blanca y resollante, se hundió en el monte, el revólver en la mano y
buscando a su alrededor. Vio los dos monos araña saltando de un árbol a otro. Les gritó, como
en un suplicante y desesperado aviso. Los monos huían, arriba y un poco adelante de él. Se
detuvo en seco para apoyar el brazo en un tronco. Fueron dos, tres disparos seguidos por el
siseo de las ramas que tocaba un cuerpo exánime en caída, y luego el golpe bruto en tierra.
Rock reclinó la cabeza sobre el mismo tronco, los brazos perpendiculares, sintiendo la pesada
redondez de sus rótulas. Odió, maldijo el inmenso silencio. Escupió. Contuvo la respiración
largamente, en un esfuerzo por dominar las contracciones estomacales.
Cuando regresó a la brecha, Doroteo ya había rehecho la jaula y aflojaba las amarras para
volver a colocarla en su sitio. Por las mangas y el cuello de la camisa de Rock salían unos
velos de vapor. Se humedeció los labios, miró al sirviente con ojos de metal en fusión.
— ¡Es tu culpa! ¡Bueno para nada! ¡Ni un maldito nudo, ni eso sabes hacer!
3
—No, jefe. Yo amarré bien.
Rock pateó con rabia una de las llantas, y sus gritos sobresalían entre el alboroto de los monos
y el ruido del caucho castigado. Con la cabeza echada, hacia atrás, parecía que era al aire
aplomado o a los árboles relucientes a quienes, decía que eran cincuenta monos los que tenía
que entregar en Rochester, a las quince horas del día siguiente, que él era un hombre de
negocios y que nadie paga una excusa por buena que sea.
Con la alegría contenida del buen sirviente, Doroteo recibió la descarga de una idea. Se re-
lamió antes de comunicarla.
—En San Telmo tienen monos, jefe. Los he visto amarrados en el patio de una casa. Podemos
comprarlos. —Rezongando, Rock fue por la botella, caviloso. Volvió a plantarse frente a
Doroteo, limpiando distraídamente el pico de la botella.
—En un cuarto de hora estamos allí —insistió el chofer mientras el jefe tragaba el resto de
ron.
—¿Sabes? Algo extraño cruzó tus sesos. Puede ser. Debe resultar. ¡Vamos, muévete!
Lanzó la botella vacía con todas sus fuerzas, y con las manos en alto se quedó viéndola hasta
que fue a perderse entré unas lianas.
Reaseguraron el cargamento y arrancaron a toda la velocidad que permitía la brecha.
"¿Y si rehúsan venderlos? Los conozco", se decía Rock Cooper, ansioso por divisar las casas
de San Telmo. "¡Ah, Dios nos dio la fuerza de la fuerza!", sentenciaba el abuelo, y daba de
puñetazos sobre la Biblia que siempre estaba en el brazo de su sillón favorito. Los cerros de
estaño no le habían sido entregados por los bolivianos sin que antes hubieran sentido una
ligera presión del puño férreo. "Pero soy un hombre honesto y antes ofreceré el precio justo",
reconsideró el tratante, y se sobó un brazo.
Al irrumpir los ruidos del camión en el estancado silencio de San Telmo, las gallinas y los
cerdos que merodeaban por la calle corrieron a refugiarse en los huertos. Con la
semidesnudez propia de la hora y su perenne languidez, la gente salió a las puertas para verlo
pasar; los niños, desnudos y con la piel quemada por siglos de sol, corrieron tras él. Era un
poblacho de una sola calle, en el que dos casas de adobe destacaban como castillos entre la
miseria de unas cien chozas.
Doroteo frenó frente a una de las casas de adobe.
—Aquí es —murmuró. Transpiraba superioridad al saberse observado por los pueblerinos.
—Yo pago un peso y veinticinco centavos por cada mono. Puedes ofrecer hasta uno
cincuenta.
Armado de estas instrucciones Doroteo a negociar. En la puerta de la casa de adobe, la mujer
y las hijas del cacique del pueblo lo recibieron con mohines y sonrisas. Pero antes que se
tornaran alguna indebida confianza, Doroteo les espetó su propuesta, Las mujeres se
encorvaron, entre ofendidas y tristes.
—Véndanos dos; nada más dos —ellas se miraron entre sí, resolviendo qué contestar—.
Uno cincuenta y uno cincuenta son tres pesos —dijo el criado, y sacó del bolsillo varios,
billetes húmedos.

4
—¿De dónde quiere que los saquemos? —Yo los vi en el patio. Tomen. Negocio es negocio.
—Era uno; Napoleón.
—Pero tan bueno. Jugaba con las gallinas. —Estamos de luto.
—¿Qué diablos están diciendo?
—Se le enredó el mecate y amaneció ahorcado.
—Quién sabe cómo, pero ayer Napoleón amaneció colgado.
—Y no lo hubiéramos vendido.
— ¡Ah, gente mañosa! ¡Por eso viven así, porque no saben que el dinero es dinero!
Desde puertas, ventanas y cercos, toda la población participaba en el acontecimiento.
Con pasos calmados, parpadeando desganadamente, Rock se acercó a la puerta. Pidió
explicaciones a su chofer y sin perder más tiempo apartó a las mujeres de un manotazo.
— ¡Dale sus tres pesos y sígueme!
Atravesaron la casa como un huracán y su cola. En el patio encontraron a un cerdo echado en
un charco, un gallo que le picoteaba las pulgas y un trozo de cuerda amarrada a un tronco.
Doroteo se pasó la cuerda por la nariz y asintió con la cabeza maliciosamente.
—Sí, aquí hubo mono, jefe. Han de tenerlos escondidos.
En la troje sólo había una culebra dormida entre las mazorcas. En el excusado —porque era
una casa lujosa— el cacique dormitaba, sentado en cuclillas sobre el banco. Ni entre los sacos
de frijoles, ni en el cofre, ni bajo los catres había monos.
Remojado en furia, Rock salió arrastrando un catre, pateando los taburetes que encontraba a
su paso, al mismo tiempo que ensartaba blasfemias. Doroteo trotaba tras el amo y traducía sus
palabras en leal adhesión a su furia.
— ¡Voy a hacer añicos este cochino pueblo si no me entregan dos monos! ¡Dos hediondos
monos! —terminó vociferando Doroteo, a media calle, haciéndose eco de lo que el amo decía.
Las casas se tragaron a los habitantes de San Telmo, con todo y animales, y el pueblo se
sumió en la espesura del silencio. En la calle no quedó más que el sol bailando entre las
yerbas. Por un momento se oyó el zumbar de un enjambre de avispas construyendo su panal
bajo un alero, y luego los ruidos del camión que se alejaba.
Al salir del pueblo, Rock Cooper hizo una apremiante señal para que el chofer se detuviera.
Una y otra vez se restregó los ojos y siguió viendo lo mismo: a un lado del camino, dos
monos se rascaban la panza y comían guayabas, sentados en una misma rama, a poca altura.
El criado no entendía.
—Toma tu cerbatana —susurró el jefe, y con el mayor sigilo abrió la portezuela—. Sígueme.
Si los espantas te parto en pedazos.
Arrastrándose entre los arbustos dieron un rodeo hasta tener a tiro a los monos. Masticaban
sin prisa y miraban al camión con curiosidad. Intrigado por el extraño aspecto de lo que a
primera vista parecía una pareja de simios, Rock revisó mentalmente las familias, subfamilias,
géneros, especies y subespecies en que hasta el día se había clasificado a los cuadrumanos
que habitan el continente americano. En ninguna encajaban. ¿Catarrinos en América? Las
5
proporciones encuadraban dentro de las características del simio, pero la piel no estaba
descrita en ninguno de los manuales de zoología que había leído. Los ojos hundidos y la cara
huesosa parecía de Langur; la voluminosa panza, a punto de estallar, recordaba los Monos
Araña. ¡Dios! ¿Una nueva familia de simios?
—No tienen cola, jefe —susurró Doroteo, apoyado en rodillas y manos.
—Cállate y dispara. Por todos tus antepasados apunta bien y dispara.
"A mí qué me importa. Me paga veinte pesos", reflexionó el criado. Lentamente desenvolvió
el hacecillo de espinas emponzoñadas. Estaban provistas de una pequeña dosis de veneno que
actuaba en forma de poderoso anestésico. Entre uno y otro tiro de cerbatana midió un
segundo. Dos guayabas mordidas rodaron por el suelo y los primates cayeron como
fulminados. Mientras los dos hombres trotaban hacia donde habían caído las presas, el patrón
regañó de nuevo al sirviente por opinar sobre lo que ignoraba. Mencionó el Macaco de
Gibraltar, que tiene tanta cola como cualquiera de los demás habitantes del Peñón; las cuatro
especies y quince subespecies de gibones, todas sin cola. Cuando Doroteo intentó explicar, le
ordenó cerrar la boca e ir a abrir la jaula en que estaban los tres Monos Araña.
"Jehosaphat. ¿Soy o no soy un Cooper?", murmuró Rock, con un mono en cada mano. Al
observarlos más de cerca les encontró atributos sexuales semejantes a los del Pan Satyrus
¡Dios, qué enorme vejiga deberían tener! ¡Qué formidables productores de orina y qué gran
tajada de dólares se iba a dejar pedir por cada uno! En adelante no compraría más que de esa
clase de monos. Una nueva familia.
Silbando una canción tan confusa como la que pensaba y no quería pensar, Doroteo enjauló a
los monos anestesiados. Era aterradora la semejanza entre los simios y tantos y tantos que él
conocía. Decir que descendemos de monos podía ser algo más que una broma. Si en San
Telmo había existido un mono llamado Napoleón, también podía haber existido otro que se
llamara Adán, padre de otros dos que se llamaran Caín y Abel, abuelo de otro que se llamara...
y así hasta llegar a él y a sus hijos. El jefe dijo que podía enjaularlo. Daba miedo andar por
esa oscuridad. No quería saber más que a él le pagaban veinte pesos.
En el camino Rock iba tan contento que se puso a cantar himnos religiosos. En el siguiente
poblado compró otra botella de ron y su voz se volvió más heroica, más dominante, más
potente que el motor del camión con sus miles de explosiones por minuto. Cantaba como si
marchara hacia el cielo y no a un aeropuerto cualquiera, y Doroteo se sentía más criado y más
mono, aplastado por el peso de aquella voz avasalladora. A medida que crecía su embriaguez,
el jefe fue cambiando el canto por la prédica. Hizo ver a su criado la oprobiosa vida que
llevaba, hundido en la poligamia, en la sensualidad que ningún clima justifica, cediendo a
cada momento a las tentaciones de la pereza.
Después de un silencio de varios kilómetros en los que no se oyeron más que los ruidos del
cargamento, el motor, el gorgoteo del ron en una ancha garganta, las llantas silbando sobre el
pavimento, Rock concluyó en voz alta:
—Se llamarán Primatm Santelmensis. ¡Suena bien! ¿Eh?
—¿Qué? ¿Quién?
—Ellos; los que vienen detrás tonto— y llenó la cabina de una risa monótona con la que fue
quedándose dormido.

6
Despertó en el aeropuerto. Las jaulas quedaron apiladas al borde de una pista. Los empleados
aduanales y de migración no tenían qué hacer en este caso. Un decreto del poder ejecutivo
libraba al tratante de impertinentes intromisiones en su negocio que, después de todo,
beneficiaría la economía nacional. La última instrucción de Rock a su criado antes de irse a su
hotel fue que diera de comer a los animales. La Sexmill Corp tenía opción de rechazar
cualquier mono en malas condiciones físicas.
Al regresar del mercado con tres racimos de plátanos maduros, Doroteo sintió la urgente sed
en que se traducía el vago deseo de salirse del mundo, de ablandar el suelo que pisaba, cuando
menos, y el camión se detuvo frente a la primera cantina.
Encorvado sobre un extremo del mostrador, en silencio, bebió ávidamente una cuarta y otra
cuarta de aguardiente, hasta tener un litro refermentándose en el estómago. De ahí surgieron
los nubarrones que envolvían las cosas, la gente y mágicamente las hacían bailar, olvidadas
de su mal olor, de sus narices chatas, de sus brazos largos. Quiso unirse al baile. Aulló, se
rascó el trasero y los sobacos desesperadamente.
—¿Yo? Yo soy un Mono Aullador. ¡Congnnnn! ¡Congnnnnnn! Para servirle. ¿Y usted de qué
clase es? Ah, no me diga. Yo sé —brincoteaba alrededor de un parroquiano reconociéndolo,
Calvo, con el cuero rosado, bolsa debajo de los ojos. ¿Dónde dejó a su manada? Usted es
Uácari. Oigo a mi jefe y aprendo muchas cosas. Extranjero, ¿eh? Porque los Uácaris viven en
Brasil. Enséñeme las manos. Sí, grandes y peludas. Saque la cola; no la esconda. Ustedes
tienen cola corta y pachona —saltaba de una mesa a otra, dando mordiscos a un mango verde.
Toda la clientela aullaba de risa—. Estamos en familia. ¿Verdad, amigos? ¡A quitarse la ropa!
¿Quién dice que los Aulladores no somos buenos bailarines? ¡Miren! Somos una sola
manada. Arañas, los López, Hondureños, Saimiríes, Uácaris, Mexicanos, Colombianos,
Carasblancas, Zaguíes, los Montoya, Brasileños, Nicaragüenses, Titíes, ¡somos una sola
manada! ¡Pendejo el que se esconda! ¡Los Macacos no tienen cola! ¡A quitarse la ropa!
Subido en el mostrador, sin camisa, descalzo, brincaba de un pie al otro y se desabotonaba el
pantalón, cuando la cantinera mandó que lo sacaran. A rastras fue llevado a la puerta, y desde
allí voló hasta la portezuela del camión.
Aullando y corriendo a velocidad de ebrio llegó al aeropuerto. En la oscuridad, mientras
mascullaba baladronadas y se jactaba de su condición todopoderosa, repartió los plátanos
equitativamente entre los monos. Para ser más equitativo aún, él mismo se sentó junto a las
jaulas a comer plátanos. Oyó que los monos le hablaban con dos vocecitas enclenques y
suplicantes. Nada de extraño había en que un mono amaestrado supiera decir "señor, oiga,
señor". No recordaba exactamente en qué punto habían quedado los Santelmensis, pero lo
más probable era que estuvieran en la base de la estiba de jaulas, de donde llegaban las voces.
Contestaba con monosílabos malhumorados, queriendo dar a entender a las vocecitas que no
quería oírlas. Pero ellas insistieron en que se llamaban Jacinto y José, que eran hijos de
Mercedes la planchadora, mujer de Rito el aguador que siempre andaban desnudos, que su
mamá decía que tal vez tenían lombrices, y que todos los días iban a comer guayabas a aquel
lugar. Doroteo se echó de espalda sobre el pasto, a la orilla de la pista. Las vocecitas seguían
gimiendo y preguntando dónde estaban, sin dejarlo dormir tranquilo, hasta que una lluvia de
billetes de un peso en grupos de veinte, lo cubrió de pies a cabeza, se quedó dormido.
A día siguiente, los mozos y empleados del aeropuerto desfilaron ante las jaulas para
descansar un poco antes de iniciar la jornada. Los más ingeniosos hicieron monadas que
irritaban a los monos, intentaron hacerlos fumar o mascar chicle. Doroteo andaba en busca de
7
un trago medicinal y Rock Cooper desayunaba en su hotel.
Jocoso... vacilante... receloso... grave... alarmante... el rumor fue serpenteando por hangares,
bodegas, pasillos y oficinas: había dos niños desnudos enjaulados con los monos. Las
autoridades del aeropuerto exigieron seriedad a sus subordinados, y cuando la presión del
rumor los obligó a ver a los niños, negaron tener autoridad para intervenir en el asunto. El
señor Cooper tenía una concesión especial. A fin de cuentas había algo más importante qué
atender: la entrada y salida de aviones. Los altoparlantes anunciaron la llegada del primer
avión de pasajeros. Cada uno ocupó su puesto. Sólo una brigada de macheteros, contratada
para rozar los zacatales crecidos entre pista y pista, permaneció cerca de las jaulas. Cuando se
presentó Doroteo y le pidieron una explicación dijo que él ganaba veinte pesos diarios, nada
más, y que las explicaciones las daba el jefe, con él como intérprete.
La brigada siguió afilando sus machetes.
Cuando apareció Rock Cooper, bien peinado, rasurado, oloroso a lavanda, con un traje de
palmbeach y un portafolio en la mano, se negó a dar explicaciones. Al ver centellar los
machetes, cada vez más cerca, prefirió correr al teléfono y llamar a su embajador.
El embajador llamó al presidente, el presidente al director de policía y el director al cuartel
más cercano al aeropuerto.
Con eficiencia y rapidez insospechadas en un país tan pequeño, a unos cuantos minutos del
llamado telefónico, un camión cargado de gendarmes entró aullando en el aeropuerto.
Llegaron a tiempo de devolver al tratante en monos los dos Santelmensis que los macheteros
habían rescatado de la jaula, y el avión con destino a Rochester salió con sólo siete minutos
de retraso.
Los macheteros fueron sentenciados a seis meses de cárcel.
Rock Cooper demandó al gobierno de aquel país, reclamando una indemnización por daños y
perjuicios causados por los siete minutos de retraso.

******************
EN TINIEBLAS
Lizandro Chávez Alfaro

En plena oscuridad la lluvia bajaba vertical, atronadora. Caía con abundancia prehistórica, se
hundía entre los poros de una gruesa capa de humus, subía evaporada y volvía a precipitarse
sobre la selva. Un estruendo de trillones de ranas y sapos llenaba cielo y tierra.
En medio de su choza (un techo de hojas montado sobre cuatro horcones), Medardo se
volteaba de un costado al otro. Sólo esporádicamente algún mosquito se atrevía a desafiar el
temporal. A cada vuelta el colchón de tallos secos chirriaba, traspasado por esa humedad
capaz de enmohecer el mismo fuego. No podía dormir, a pesar del ruido adormecedor que lo
envolvió. No era indigestión, ni exceso de cansancio, ni miedo. Al cabo de tantos días de no
ser visto ni por él mismo, había llegado a sentirse inalcanzable. Pero esa noche un
desasosiego impreciso revoloteaba entre sus costados.
8
Medardo abrió los ojos. Muchas veces se había dicho que en las tinieblas se sentía tan seguro
como una lombriz bajo tierra. Ahora la oscuridad lo oprimía. Se restregó los párpados, la
boca; estiró piernas y brazos, bostezó, y la opresión siguió entrando por sus fosas nasales.
Lo atribuyó al olor a carne de mono ahumada. Volvió la cabeza hacía una esquina del techo,
donde el mono colgaba desollado, abierto en canal; lo revivió en el momento en que se
desplomaba desde lo más alto del árbol. Fue un tiro certero. El rifle Máuser estaba un poco
oxidado pero seguía funcionando. Mentalmente hizo el recuento del parque: le quedaban
dieciocho cartuchos. En la caída el animal agitaba las patas y la cola, queriendo asirse a
alguna rama. El suelo lo recibió con un golpe seco y un surtidor rojo se le abrió en el pecho.
Entre el escándalo de sus compañeros de manada saltaba, chillaba e inútilmente se taponaba
la perforación con hojas, con lodo, con los dedos… (Algo semejante habían hecho Julián y
Rodrigo al caer bajo el fuego de los morteros.) Detuvo al perro por el cogote, esperó a cierta
distancia, y cuando la manada se retiró soltando sollozos e imprecaciones fue a recoger su
presa. Hacía tres días que se ahumaba y seguía oliendo a mono.
Se reacomodó en el colchón. Por entre el rugido de la lluvia percibió la respiración de
Bazuka, echado muy cerca de él. Nunca había entendido cómo pudo encontrarse con ese
perro en el momento que más útil iba a serle; simplemente le llamaba suerte. Después del
desastre, mientras huía dejando tras de sí todo menos el Máuser, la cartuchera y un cuchillo,
lo había encontrado de golpe, al atravesar una vereda. Un perro esquelético, marcado de
mordiscos y garrotazos; tan aterrorizado que al ver aparecer a un hombre no hizo más que
echarse y poner los ojos en blanco, suplicando que no lo apaleara. Sin prestarle atención
Medardo siguió corriendo, dejando pedazos de ropa en la breña y sintiendo los pulmones cada
vez más pequeños. A lo lejos se oían ocasionales disparos con los que, suponía, estaban
rematando a sus compañeros. El grupo de guerrilleros, bien atrincherados, había puesto fuera
de combate a buena parte de la compañía de Guardias Nacionales, pero éstos a su vez los
habían barrido con fuego de morteros y granadas.
Al atardecer, ya en la espesura de la selva, se abrazó agotado al tronco de un árbol. El Máuser
pesaba cien kilos y en la garganta le ardía una gran llaga de sed. Apoyado en el tronco fue
resbalando hasta caer de bruces sobre la tierra húmeda. Principiaba a respirar normalmente
cuando un soplo tibio le tocó la nuca, y como tirado por las orejas saltó, sin saber dónde
apuntar con el rifle. En la penumbra, el perro lo miró con la confianza de quienes han crecido
juntos, y mansamente fue a lamerle el pantalón. Medardo se rió del susto y volvió a sentarse
en el suelo, con el arma entre las piernas. Corto y flaco de piernas, de cabeza grande y tórax
enjuto, alargado, el perro le pareció una bazuka. Luego había estirado el brazo y Bazuka se
acercó sin recelo.
—¿Qué crees que nos espera? Yo en tu lugar regresaría donde hay qué comer, aunque sea
entre garrotazo y garrotazo. Este es un asunto del que ustedes no son responsables. ¿Sabes?
Creo que en una república de perros las cosas andarían mejor. (Bazuka se había echado y le
oía atentamente.) Y esto es nada más el principio. Mientras no maten al último de nosotros.
¿Sabes quién es el último?... Yo tampoco. Tengo veinticuatro años. Quiere decir que podría
andar en éstas otros veinticuatro. (Un trueno resonó en la distancia e hizo temblar las hojas.)
¡Se viene un aguacero que nos va a mojar hasta los huesos! Eso es bueno y es malo. Así no
será tan fácil que me encuentren. El agua va a borrar mis huellas. Pero también es malo para
la "guaca". Esas sombras que saltan allá arriba han de ser pájaros... Te voy a decir un secreto.
Como a veinte kilómetros de aquí enterramos un lote de armas, bien engrasadas, y

9
municiones como para barrer a toda la Guardia. Que pase un mes, tal vez dos, y se vuelve a
organizar la cosa. (En la total oscuridad los ojos de Bazuka fosforecían en un gran esfuerzo
por comprender.) Quisiera poder llorar. Si hubieras conocido a Paz, a Zelaya, Salmerón,
Palacios, Aróstegui; a todos, también los hubieras querido. Muchachos a prueba de.... de
egoísmo. Eramos veinte. Después del primer encuentro con la Guardia quedamos quince.
Ahora quedo yo... y los que vengan.
En las tinieblas todo parecía muerto.
Hurgándose los bolsillos palpó el llavero sin llaves, tres monedas de otros tantos países
centroamericanos, y lo que buscaba: la bolsa impermeable con la que había envuelto la libreta
de direcciones, las pastillas antipalúdicas y el encendedor. Lo sacó y levantó mecánicamente a
la altura del pecho, acariciándole los bordes antes de encenderlo. El óvalo de la llama surgió
con viveza, alimentado por una carga de combustible suficiente para encender cien hogueras.
Al apagarlo, la noche se hizo más densa y envolvió al guerrillero con su placenta negra y
pesada. Sin esperar más emprendió la marcha en las tinieblas, guiado por un instinto hondo,
primitivo.
Al amanecer encontró el lugar del entierro: un árbol derribado por un rayo, semejante a un
esqueleto de megaterio, cubriendo una colonia de hongos gigantes.
De esto hacía varias semanas.
En la choza, a cierta distancia del depósito de armas, Medardo se revolvió en su propio
insomnio. Un mosquito descarriado le picó el ombligo y murió de una palmada. Bazuka,
levantó el hocico, en guardia, y al ver que el amo permanecía en su sitio volvió a echarle
sobre el costado los rítmicos golpes de calor de su respiración.
Algo como un bramido lejano llegó por debajo de la tierra empapada. Medardo se incorporó
violentamente; por un instante percibió la posición de cada uno de sus músculos y volvió a
soltarlos sobre el colchón, cuidadosamente, con el menor ruido posible. El perro gruñó
haciéndose eco del bramido.
—No te asustes, Bazuka. Es algún animalito, pero anda muy lejos. No es nada.
Era a sí mismo a quien trataba de calmar diciendo "duérmete, Medardo, no pueden
encontrarte". Se propuso desviar la mente lejos del temor de que llegaran. Con los ojos
cerrados vio las raíces comestibles absorbiendo agua hasta ahogarse. Un color azul que se
antojaba venenoso iba manchando la pulpa blanca, impregnándola de un sabor amargo.
Cuando arrancara los arbustos no encontraría más que gajos de bulbos fofos, podridos.
Después de todo, eso era parte del ciclo vital de aquel mundo caótico. ¿Pero las armas? ¡Si
hubiera un árbol productor de armas! Agua y más agua. ¿Por cuánto tiempo resistiría la capa
de grasa con que laboriosamente habían envuelto cada rifle, cada ametralladora, cada
cartuchera? Sintió el óxido metérsele por entre las uñas, llenarle la boca hasta asfixiarlo. Se
incorporó de nuevo, y apoyado sobre los codos, contempló la masa oscura que roncaba a su
alrededor, dominándolo todo. Tragó un pesado sorbo de angustia y volvió a acostarse. A ratos
la lluvia parecía amainar, pero volvía con mayor fuerza y estrépito. Entre el deseo pueril de ir
a cubrir el depósito con su cuerpo y el agradable lastre del sueño en los párpados, sus oídos se
fueron cerrando y poco a poco se quedó dormido.
Unos saltos de botas mojadas; la ráfaga de aire; el disco blanco, ofuscador; tres puntas frías y
dolorosas en los costillares, todo le cayó encima como un rayo.
10
— ¡No se mueva! —gritó alguien detrás del disco deslumbrante. Bazuka se estiró en el aire,
dos veces más largo de lo que era; hizo temblar la luz, gruñendo, con un hueso entre los
colmillos. Hubo un silbido filoso, un aullido cortado, y el perro cayó desvertebrado sobre los
pies del amo.
La poderosa luz de la linterna hería los ojos de Medardo, pero cuando intentó cubrírselos, una
bota de suela áspera le aplastó la mano. Otra lo empujó para ponerlo boca abajo.
— ¡Amárrenlo! ¡Así te queríamos agarrar, "jueputa"! —dijo el cabo—. ¡Busquen las armas!
—giró sobre sí mismo recorriendo la choza con la luz de la linterna—. Allí. Es un Máuser.
¿Tienen más armas?
Solamente se oyó el jadeo de Medardo, con la cara hundida en el colchón.
— ¡Contésteme, desgraciado, o lo voy a dejar mudo de veras! ¡Busquen afuera!
Las botas chapotearon de un lado a otro, alrededor de la choza.
— ¡En esa oscurana no se ve ni la palma de la mano del cabo!
—Ya van a ver cómo escupe hasta lo que no sabe cuándo lo tengamos allá. ¡Levántese! —
¡No puedo! —¡Cómo que no puede! ¡Levántese!
Con la punta de la bota el cabo tocó el nudo. Medardo contrajo el abdomen, bajo el ardor de
la amarra en las muñecas.
—Si quiere yo le ayudo.
—No, Déjenlo. El general quiere comérselo entero, sin una sola magulladura.
Medardo giró sobre un costado y la luz volvió a herirle las pupilas. Con los ojos cerrados se
sentó en un solo impulso; se paró lentamente. Cuatro siluetas moradas vibraron ante él.
—Vámonos! —gritó el cabo, empujándolo con la culata del Máuser.
Afuera la lluvia seguía rugiendo y cayendo en cascadas. Entre la hojarasca y el lodo las
huellas de las botas se habían convertido en charcos. Antes de veinte pasos la ropa del
guerrillero también quedó corrugada y endurecida por el agua.
La luz iba reptando, como un gasterópodo de concha coniforme, transparente, por la que se
veían pasar troncos, arbustos y lianas en actitudes agresivas. Era un animal incorpóreo, bien
amaestrado, al que la fila india seguía ciegamente. Con sus armas al hombro los soldados
caminaban callados, con un silencio de bestias de tiro extenuadas. El de Medardo era un
silencio aparte, reflexivo. La misma raza, el mismo idioma, la misma clase, la misma patria, y
sin embargo, parecía un extranjero entre los guardias cuadrados y sórdidos, hechos de una
extraña mezcla de jabalí y medusa. De trecho en trecho miraba de soslayo el mar de tinta que
cruzaban; apretaba los dedos de los pies contra el lodo para contener la tentación de saltar a
un lado y oscurecerse él mismo. Sabía que cada paso era terreno que cedía a su muerte.
Resbaló al pisar una raíz mohosa. Los rifles traquetearon a un mismo tiempo y desde el suelo
se vio rodeado por cuatro pares de botones de hierro: los ojos de los guardias.
—Yo creí que te querías escapar.
—Que lo haga para acabar pronto.
—Ojalá lo hiciera. Oiga, cabo, ¿por qué no le metemos plomo de una vez?

11
—Tengo órdenes de llevarlo sin agujeros.
Con medio cuerpo enlodado, el guerrillero simulaba hacer esfuerzos por incorporarse. Se
limpió una mejilla con el hombro mientras medía cada fracción de segundo y con las puntas
de los nervios sensoreaba lo que había a su espalda.
—Dame un cigarro.
—Tengo arrugado hasta el ombligo de tanta agua. Todo por culpa de este infeliz. Yo lo
colgaría aquí mismo.
— ¡La ley de fuga y lo poníamos al otro lado! — ¡Ya dije cuáles son las órdenes y no me
sigan jodiendo!
Con la vida puesta en sus piernas Medardo voló por encima de un matorral, trastabilló al caer
sobre un espinal y corrió abriendo brecha con el pecho. Tres, seis balazos asordinados por la
lluvia tronaron detrás de él. La linterna metía su rayo de luz de un hueco a otro.
Medardo pasó el resto de la noche corriendo en círculos, rombos y elipses, pero sin perder la
noción de su destino. Con las manos atadas, hurgaba la oscuridad en busca del árbol derribado
por un rayo que cubría la colonia de hongos gigantes.

********************

EL PERRO
Lizandro Chávez Alfaro

Adriana arrastró la mecedora hasta la acera. Arregló su saya de anchos holanes, las
almidonadas enaguas, antes de sentarse. Aspiró ruidosamente el aire caldeado. La ciudad
estaba echada en la oscuridad calurosa; sonaban esporádicos disparos de fusil. A poca
distancia, el farol de la esquina alumbraba débilmente parte de la calle. Bajo la luz, los
escasos transeúntes pasaban cabizbajos, envueltos en un halo de peligro. La mujer miró al
cielo, sin dejar de mover el abanico de palma y estirar los encajes del cuello para que el aire le
llegara al busto. Era una fragua de chispas fijas lo que miraba; una fragua colgada boca abajo.
Dentro de Adriana barbotaba una angustia sofocante. La misma ropa que llevaba puesta le
dolía. La voz blanda del último cliente que salía de su restaurante irrumpió en sus
pensamientos:
—Hasta mañana.
—Hasta, mañana, y tenga cuidado. Falta poco para que den el toque de queda.
—Cuarto para las ocho —dijo el hombre mirando su reloj de bolsillo—. ¿Qué ha sabido del
Barcino? —preguntó mientras sacaba un puro del bolsillo.
—Vea, prefiero no hablar de ese maldito animal porque... porque se me amarga la boca.
Adriana se abanicó más rápidamente y volvió la cabeza hacia el solar oscuro que había frente
a su casa. Una grieta profunda apareció en su frente. Los rechinidos de la mecedora se
hicieron más frecuentes y llenaron la vaciedad de la calle. El hombre encendió su puro al

12
mismo tiempo que la miraba de reojo. En la penumbra, con su cuerpo rollizo llenando la
mecedora y los botines cruzados uno sobre el otro, parecía una gran foca vestida. "Se ha
trastornado por una tontería", pensó, dando el primer paso.
—Que pase buenas noches.
Adriana no contestó. Barcino, el perro que se había comido cinco años de su vida, le ocupaba
el lugar del cerebro. La insospechada fuga del animal no le cabía en la cabeza. Ella misma vio
cuando fue engendrado a media calle, frente a su casa. La perra, una loba tan deformada como
la madre de cincuenta mil hijos; el padre, un robusto alano de patas largas y fuertes, orejas
puntiagudas, pelo blanco con manchas rojizas. Siempre había querido tener un perro de buena
raza. "Me guarda uno cuando nazcan", le pidió a la vecina. Lo maldijo otra vez, con más odio.
El eco de la maldición fue la imagen de Barcino echado junto a la mecedora, con la cabeza
entre las patas, vigilando con sus ojos amarillos a todo el que se acercaba. Lo veía moviendo
la cola cuando ella misma le servía carne cocida en un rincón de la cocina; oía los poderosos
ladridos que a cualquier hora de la noche llenaban de seguridad su casa. Un cúmulo de
pequeñas cosas —el movimiento de los belfos cuando ladraba, el desamparado temblor que lo
cubría después de cada baño, la humildad con que aceptaba sus regaños, la blancura de sus
colmillos, el rudo de sus uñas sobre el piso de mosaicos, los destellos de su lengua colgante
cuando volvía de la calle formaban el esqueleto y la piel del drama de Adriana.
Unos pasos ligeros resonaron detrás. Ella detuvo la mecedora y el abanico, y sin voltear
concentró la atención a su espalda. Los pasos se acercaban y Adriana iba hilvanando la figura
de su vecina.
—Qué ocurrencia la suya estar aquí sentada, a esta hora y en estos tiempos —dijo la vecina,
pasándose la canasta de un brazo al otro.
— ¡Que más puede pasar! que ¿me maten de un balazo? ¡Si, me harían un favor!
—Pero no diga eso, Adriana —rompió a gemir, con la mirada puesta al fondo de la canasta
vacía—. Qué pensarán hacerle a mi pobre marido. Dos horas estuve esperando en el patio del
cuartel y no me dejaron verlo. Tal vez ni le entreguen la ropa y la comida que le llevé. No
sabe usted cómo lo tratan a uno esos machos. ¡Es horrible! ¡Van a matarlo y él no fue, él no
fue!
—¿Cómo lo sabe? —Adriana se rascó la nuca con el abanico y contrajo la cara—. Yo no sólo
les envenenaría el agua; les envenenaría el aire si pudiera.
Hubo una pausa en la que ambas se zambulleron en su propia angustia. La vecina se limpió la
nariz con una manga antes de reanudar la plática:
—Ni sabe a quién vi en el cuartel. Pasó muy orondo, corno en su propia casa —Adriana
emitió un sonido neutro, sin desprenderse de sí misma—. Yo estaba sentada en una banca,
esperando, cuando la vi atravesar el patio detrás de un macho —Adriana dejó de abanicarse y
se incorporó violentamente, asida a los brazos de la mecedora. Las palabras lo vi la arrancaron
del respaldo. Sabía a quién había visto. Hacía dos días que conocía el paradero de su perro,
pero por la vergüenza de exhibirse abandonada por lo que más quería, procuró ocultarlo hasta
donde fuera posible. —¿Será él?, me pregunté. Pero no se puede confundirlo; si en toda
Granada no hay otro igual. ¡Barcino!, le grité, y él apenas si volteó a verme, con un gran
desprecio. Se lo juro.
Adriana se contuvo, con la respiración en suspenso, las aletas de la nariz sostenidas en su
13
mayor amplitud y la cara enrojecida. Cuando no pudo más soltó los hombros y el resto de
aire. Miró la oscuridad y habló entrecortadamente, parpadeando con nerviosidad:
—Esas cosas suceden, y uno no las cree hasta que le suceden... Porque hay ponzoña en todas
partes... La ingratitud... ¡Qué ingratitud; la desvergüenza se mete hasta en los animales!... Y
no me diga que sólo mi perro, puede hacer tamaña perfidia. Yo he visto hombres y mujeres
sonriéndoles a los filibusteros con la misma falta de escrúpulos... Si no, dígame qué son los
que les sirven y hasta los festejan en su casa... Y mi perro... ¡No! ¡No es mi perro! Nada tengo
que ver con él, y quisiera no haber tenido nunca... Ya no se sabe si los animales aprenden de
la gente o si ella aprende de los animales... ¿Todo por qué? Por un pedazo de jamón, una
manzana medio podrida o hasta por una mirada de ojitos azules... No quería creerlo. No, no.
Pero me fui a espiar al cuartel y era ni más ni menos lo que me habían dicho. Creo que ya
hasta ladra distinto... Le pusieron un nombre en inglés, y es una seda de manso y de obediente
cada vez que lo llaman por su nuevo nombre. ¡Hay qué verlo! Mueve la cola y pone los ojos
en blanco. .. Yo lo quería... Digamos que conmigo hubiera pasado hambre, pero a usted le
consta que se hartaba. Digamos que lo apaleaba, pero cuándo en, la vida lo toqué de mala
manera... Y aunque así hubiera sido no tenía derecho a irse con el primer macho que le hiciera
un guiño... Lo que pasa es que...
El clarín resonó por encima de los techos, contrayendo y dilatando el toque de queda en
lúgubres circunferencias. Iba cerrando puertas, apagando luces, cortando conversaciones. Al
terminar el toque, Granada casi no respiraba, poseída por un vago presentimiento de sus
escombros.
—Buenas noches —musitó la vecina.
Adriana siguió meciéndose y abanicándose con indolencia, pero sin desplegar la frente. Oyó
un último ruido de aldabones y luego el gran silencio que cubría todo, como el mosquitero de
un enfermo. Unos ladridos lejanos la hicieron cerrar los ojos y apretar los labios con disgusto,
al imaginar a Barcino echado junto a la cama del filibustero. "Watkins; es el capitán Watkins"
le habían dicho cuando preguntó quién era el amo adoptivo del perro.
Dos disparos se abrieron en la noche. Ella se dejó invadir por el deseo de disolverse en la
oscuridad antes que por el temor de recibir un balazo. No se movió dé su sitio. Levantó la
cabeza.
Del cielo, o de sus ojos nublados, principiaron desprenderse telones desgarrados. Barcino
saltaba entre ellos, ladrando con una horrible alegría. "La Falange Americana" marchaba por
la calzada. No. No quiero verlos. ¿Qué voy a comprar mañana en el mercado? Con la
escasez... Pero los aventureros reclutados en New Orleans, Charleston o Mobile seguían
desfilando bajo el sol de la mañana, envueltos en pretenciosos uniformes. Las banderas
ondeaban sobre el estrado erigido en la plaza. Qué silencio. Cuando voy al cementerio me da
escalofrío. Mariano Salazar se vendaba a sí mismo. "¡A las armas!" llamaba con voz amarga
pero firme. ¡Viva Salazar!, creyó gritar. Van a decir que estoy loca. Las banderas flotaban y
el banquillo rodó junto con él. Tenía el pecho destrozado. Las banderas ladraban. Barcino
flotaba enseñando los colmillos negros. La voz enclenque de William Walker resbaló por
sobre las cabezas de los espectadores reunidos en la plaza. ¡Por qué tengo que oírlo! Se tapó
las orejas con las manos. Las olas del lago rugían sin apagar la voz. Con un discurso en inglés
aceptaba los deberes de Presidente de la República de Nicaragua. Pensar que apenas hace un
año llegó contratado por los "democráticos". Ahora son los "legitimistas" los que le sirven de
albarda. ¡Que me lo expliquen por favor! No… ¡Que se vayan a la porra! Sobre el estrado,
14
Fermín Ferrer daba gracias al Todopoderoso por haber enviado a Walker a Nicaragua. Las
salvas de cañón, los aplausos del embajador Wheeler y el padre Vigil —negro como su
sotana—, los ladridos de Banano, enrarecieron el aire. Con un gran esfuerzo salió de aquella
dislocada excitación mental. Es 2 de agosto de 1856. Dos de agosto, 1856. Dos de agosto,
repitió desesperadamente. Quería asirse a la fecha como a un salvavidas, Pero la corriente fue
más fuerte que ella. Otra vez oyó al perro ladrando en la calle, entre un ruido de tambores.
Hubiera, querido tenerlo dentro de su casa y apalearlo hasta romperle las costillas. ¿Es cierto
que volverá la esclavitud?, le había preguntado a uno de sus clientes. Claro. Hay que leer
entre líneas. ¿Leyó el decreto de Walker? Bueno, si se anulan, todos los decretos anteriores a
él, también desaparece el que abolió la esclavitud. Una estrella fugaz cayó oblicuamente y la
salvó del naufragio. Saltan come pulgas, murmuró, en una íntima, expresión de amargura.
Por la esquina apareció la ronda formada por cinco soldados de la Falange. Adriana se meció
con lentitud desafiante. Caminaban en desorden, sin prisa, cada uno con el rifle colocado
dónde mejor le acomodaba. La mujer esperaba en silencio y los apedreaba con sus
pensamientos: Miren qué caras. A leguas se ve que son bandoleros. Si yo fuera un rayo. ¡Qué
ojos! Si yo fuera un, zopilote. . . juro que no los tocaría.
Uno de los soldados se adelantó. Parado junto a ella señaló con un rifle el interior de la casa.
—Get in and close your door. Right now!
—No entiendo nada. Déjeme en paz.
—Oh, come on; in there! —gritó el soldado, levantándola de un tirón. Adriana entró a su casa
limpiándose el brazo. Detrás de ella cayeron la mecedora y varias frases de las que sólo
intuyó que eran soeces.
***
En el cuartel de la Falange resonaban armas, botas y risas. Los nicaragüenses habían
despertado al borde de la esclavitud y se disponían a defenderse. Los soldados de William
Walker se preparaban para ir a destruir la banda que se había apoderado de una hacienda en la
que ellos se abastecían de carne.
Sentado en su cama, el capitán Watkins se amarraba las polainas de cuero cuidadosamente.
Junto a él, Barcino levantaba la cabeza. Miraba a su reciente amo con hambre de servir,
anonadado por el raro olor que emanaba de las axilas del extranjero. Lo admiraba, y al
lamerse los belfos parecía decir: ¡Watkins, Watkins, qué fuerte eres! El capitán sonrió, le dio
un manotazo en el hocico y le dijo algo que él aceptó como un halago. Watkins se levantó,
pateó varias veces probando las polainas y se dirigió al lavabo. El animal dio unos pasos en la
misma dirección, moviendo el espinazo exageradamente. Imitaba el andar desgarbado del
oficial. Cuando terminó de lavarse la cara pronunció lo que solamente el perro podía
comprender y tronó los dedos. De un salto Barcino tomó la toalla entre los dientes y la llevó a
las manos del amo.
—O.K., Ranger. Ready to fight? That’s a good boy.
Ranger contestó con un solemne gruñido. Watkins se peinaba ante un espejo colgado en la
pared; el perro seguía atentamente cada uno de sus movimientos, con toda la musculatura en
tensión y la lengua de fuera. Adivinaba que era el momento de salir. Antes que el amo
terminara de colocarse el sable y la pistola, él alcanzó la puerta en dos saltos.

15
En el patio los soldados reunidos en grupos limpiaban el cañón de sus rifles, corregían la
mira, llenaban de agua la cantimplora, se colocaban la mochila o simplemente mascaban
tabaco.
— ¡Ranger, Ranger! —llamó alguien. El perro corrió al centro del patio. Entre carcajadas los
soldados le dieron palmadas en las ancas y le halaron las orejas. Él bailaba los ojos y repetía
con la cola: ¡somos, amigos, muy amigos! ¡Somos amigos, muy amigos!
Al atardecer la columna de filibusteros salía de la ciudad. Los rayos oblicuos del sol exten-
dían sobre el camino real una fila de sombras gigantes. El mismo Ranger proyectaba una
sombra que parecía la silueta de un rinoceronte. Iba adelante, deteniéndose a trechos para
olfatear las yerbas que sospechosamente crecían entre las carrileras. Uno de los soldados
principió a cantar una canción popular del sur de los Estados Unidos. Poco después la tropa
entera coreaba. Excitado por el canto el perro hacía piruetas, ladraba, se lanzaba con ferocidad
sobre las ramas movidas por el viento, se mordía la cola o corrí frenético, describiendo elipses
alrededor de la columna. Se hizo la oscuridad. La tropa no dejaba de cantar y él de cabriolar
en todas direcciones. ¡Qué dicha ser parte de aquel poderoso cuerpo!
Al amanecer la luz descubrió un llano húmedo y en medio un caserón de piedra. Los
filibusteros se organizaron en tres alas para él ataque. El clarín lanzaba aullidos extraños para
Ranger, una y otra vez, sobresaliendo en el tirotea y arreando un rebaño de nubecillas hacia el
objetivo. Avanzó sin alejarse de las piernas de su dueño, hasta llegar a ver cerca las barricadas
que rodeaban el caserón. Las tres alas fueron rechazadas sucesivamente. Se reagruparon y de
nuevo se lanzaron al asalto. El ala que comandaba Watkins penetró por un flanco y se arrojó a
la lucha cuerpo a cuerpo. Fue aquí donde el perro pudo demostrar su valor y su lealtad. A
cada nativo que el capitán atacaba con su sable, él le buscaba la espalda y de un salto le
hundía los colmillos en la nuca. El olor a pólvora, la algazara de los combatientes, el salobre
sabor a sangre, traían a sus glándulas una ancestral fiereza que por momentos asustaba a su
mismo dueño. En lo más intenso de la lucha, una bayoneta rasgó el vientre de Watkins. Cayó
de espalda y por la herida afloró una pompa anulosa, veteada de grasa y sangre. El animal lo
cubrió con su cuerpo; gruñía y tiraba dentelladas a las sombras que atravesaban la nube de
polvo y humo que los envolvía. Transformado en celosa quimera, allí estaba, con sus siete
cabezas y sus alas de hierro protegiendo al amo caído.
Se oyeron centenares de cascos repiqueteando el llano y el clarín de los filibusteros tocó a
retirada. Escasamente hubo tiempo de llevarse a los heridos, primero como fardos sangrantes
y más adelante en parihuelas improvisadas.
En el camino Watkins se quejaba, con los ojos cerrados y las extremidades fláccidas, mientras
el implacable sol le quemaba los intestinos. La fragmentada columna cruzaba una pelona
llanura nicaragüense. La tierra se levantaba en polvaredas que inundaban ojos, mucosas,
heridas, y hacían gemir al moribundo Watkins. El perro caminaba a la sombra de las
parihuelas. Levantaba la cabeza, los músculos ablandados, desinflados, cocidos por la
aflicción. La garganta del capitán hervía en estertores. Deliraba, mascullando promesas,
pidiendo paz para su ombligo, para su sangre desbordada, pero los dos hombres que lo
cargaban atendían más a la resequedad de sus labios, y más todavía a la inesperada derrota.
Cuando el lamento del moribundo se volvió sostenido, el jefe ordenó detenerse bajo un ceibo.
Le dieron agua y trataron de animarlo. Se secaban el sudor y lo miraban, enfurecidos contra
todas las causas del estado de Watkins. Ranger se coló por entre las piernas de los que
rodeaban al amo, y en un acto desesperado quiso lamerle los intestinos. Antes que pudiera
16
untar su lengua sobre el viscoso túmulo, una andanada de puntapiés lo cubrió desde el hocico
a la cola. Un aullido que no llegó a emitir hizo vibrar sus dientes mientras huía, casi reptando.
En el remolino de insultos alguno de los soldados le lanzó el rifle con la bayoneta calada.
Apenas pudo librarse con un rápido movimiento. El arma cayó clavada entre Sus patas.
Escondido entre los arbustos de la orilla del camino vio enterrar a Watkins. Por entre los
árboles voló el murmullo de una oración y luego el "amén", más audible. Cuando
reemprendieron la marcha Ranger se acercó a la tumba. Olfateó el montón de tierra, la cruz
echa con dos ramas. Un aullido tembloroso resonó en sus huesos y arañó la sepultura por un
momento. Con el hocico sucio de tierra buscó a su alrededor. Estaba solo. Saltó al camino y
vio a lo lejos una mancha negra con destellos plateados. Corrió hacia ella, pero al ver de cerca
a los soldados volvió a escabullirse entre las plantas. Así, guardando una prudente distancia,
entró con ellos a Granada. La gente los veía pasar, astrosos, cansados, y apretaba los labios.
***
—Fíjese que hoy vi al Barcino en la calle. Anda flaco y sucio, Creo que ya no está en el
cuartel de la Falange —dijo uno de los clientes del restaurante, mientras movía la sopa con la
cuchara.
—¿Ah sí? —comentó Adriana secamente, y siguió doblando manteles.
Por la calle pasó un coche, y una manada de perros ladró a los caballos. Adriana se asomó a la
puerta, sin pensarlo. Viendo al cochero que daba latigazos a uno y otro lado del pescante,
supo que esperaba a Barcino. Era una espera nebulosa que oscilaba entre la compasión y el
odio, entre el asco y el afecto. Le creció una repugnancia dolorosa, y junto con ella el deseo
de empuñar el látigo y azotar a la-manada hasta descuartizarla. Sintió las manos húmedas y se
las enjugó con el delantal. "No creo que tenga el descaro de presentarse aquí", se dijo y
regresó a sus quehaceres.
Pasaren dos días. Esa mañana, mientras se peinaba, salió a abrir la puerta. El reloj de una
iglesia dio la hora: cinco campanadas. Barcino estaba echado en la acera. Al verla saltó a
media calle, con la cola entre las patas y las orejas caídas. Ella quedó paralizada por la
sorpresa. Su primer impulso fue tomar la tranca y arrojarla sobre el perro con todas las fuerzas
de su enojo, pero se contuvo. Con la boca abierta y el peine en la mano buscó a uno y otro
lado de la calle no había nadie.
—No te quedes ahí como pasmado. Si vas a entrar pasa de una vez —dijo a media voz,
terminando de peinarse con displicencia.
El perro movió una oreja, pero no se atrevía a avanzar. Calculaba hasta dónde podía confiar
en la aparente tranquilidad de la mujer.
—Cree que lo voy a apalear, porque el que las debe... ¡Entra de una vez, hijo de perra! —
susurró con una mueca de amabilidad y le dio la espalda.
En la cocina desayunaban la cocinera y un muchacho.
—Buenos días. Cómo amaneció.
Adriana no respondió. Se sirvió café con leche y se sentó junto al fogón. En el patio los
pájaros alborotaban igual que todos los días. Lo demás era silencio malhumorado.
— ¡Mire quién está aquí! —gritó el muchacho cuando vio aparecer la cabeza del perro en la

17
puerta de la cocina.
—Pero no hay por qué gritar, muchacho baboso —dijo Adriana, con los labios brillantes de
leche—. Encadénalo en el patio y dale de comer.
Barcino se dejó atar sin la menor resistencia. Comió con desesperación. Cuando Adriana llegó
se lamía el hocico y movía la cola, celebrando la reconciliación. Con los brazos cruzados la
mujer sostuvo su actitud ofendida. Lo recordó de un-mes de edad, el lazo de cinta roja
adornándole el cuello. Con los ojos húmedos, prefirió mirar las ramas del tamarindo que
cubría con su sombra la mitad del patio. Se pasó una mano por la nariz y con la otra sacó
varias monedas de la bolsa del delantal.
—Vas a alquilar un burro. Vas a comprar veinte yardas de soga; la más gruesa que veas.
— ¿Burro y soga? —preguntó el muchacho, sin decidirse a tomar el dinero.
— ¡Sí! ¡Vas a hacer lo que te digo, pronto, y no preguntes lo que no te importa! —gritó
Adriana, ahogada en llanto.
El perro ladró en el mismo tono de los días en que Adriana vivía para él. Tiraba de la cadena
en su deseo de acercársele. "No, ya no es hora de hacer las paces", Murmuró, y lo dejó
ladrando. Contempló el árbol, con la contenida inquietud de quien ve una tormenta. Los pája-
ros habían huido, De un limonero cortó una vara. Se sentó en una piedra y fue arrancando las
hojas, lentamente. Una pregunta le martillaba la cabeza: ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué lo hizo?
¿Por qué lo hizo? Cualquier respuesta que encontraba sólo servía para reafirmar su decisión.
Un viento oscuro llenaba el patio, donde todo se había contagiado de la severidad de su
sentencia. Entre hoja y hoja miraba hacia la puerta del zaguán.
"Una serpiente se mata, y este canalla es venenoso", se dijo, y fue al encuentro del muchacho
que acababa de entrar montado en el burro. Con gran serenidad tomó la cuerda y probó su
resistencia. La tiró por encima de un gancho alto del tamarindo. Hizo el lazo corredizo en un
extremo y con el otro amarró el cuello del burro. Actuaba con precisión, como si durante
meses hubiera ensayado lo que hacía. Con dos movimientos ágiles lazó a Barcino. El perro
tiritaba, mudo y rab&n. Meneaba la cabeza, giraba en círculo, buscando clemencia en los ojos
de la mujer. Ella lo miró con algo más que rabia de mujer hacia un marido infiel.
Golpeándose un hombro con la vara llegó junto al burro.
—No faltará quien me maldiga y me llame perversa, malvada, y quién sabe cuántas cosas...
pero la justicia es la justicia —dijo, como confesándose con el patio—. Arre burro!
El varazo con que Adriana azotó las ancas de la bestia resonó en varias cuadras a la redonda.
Todo el árbol tembló. El perro quedó oscilando, con la lengua blanca y los colmillos rojos.

*********************
JUEVES POR LA TARDE
Lizandro Chávez Alfaro

Vas sentado junto a upa ventanilla del avión, se diría que hipnotizado por el paisaje. Pero si te
18
observaras, en una aparente distracción descubrirías una actitud cuidadosa de que no se
estropeen los puños blancos de tu camisa. El nudo de la corbata está en su sitio; tú mismo
estás en tu altísimo sitio de Bachiller en Ciencias y Letras recién graduado, Abajo, la selva te
parece una compacta nube verde echada sobre la tierra. Algún río interrumpe su monotonía,
pero la cerrada vegetación renace, se extiende hasta perderse en otras nubes. Hace más de
ocho años que no volabas sobre ella.
Bruscamente surge el puerto, asediado por la masa verde y por las olas de la bahía. Se
enciende el letrero: "ajústese el cinturón de seguridad", y principian las maniobras de
aterrizaje. Paquebotes, lanchas de velas, remolcadores, las calles cubiertas de pasto, las casas
y los campanarios de madera, los techos de cinc pintados de rojo o verde, todo está dispuesto
para tus vacaciones. Es tan excitante como repasar las estampas del libro en que aprendiste a
leer, Casi diez años. La gente ya no tenía qué empeñar y quería dinero por sus sábanas, sus
zapatos, cosas sin ningún valor. Tu padre consideró prudente clausurar la Casa de Empeños e
invirtió su capital en una sociedad destiladora. Desde entonces tu familia vive en la ciudad
más cercana a la destilería.
La mañana había transcurrido tersamente, entre saludos y melosas remembranzas, hasta que
Sansón Tablada, el hojalatero, te detuvo a media acera. Pasa a su mano izquierda el paraguas
remendado que los cubre del sol, te ofrece uno de sus cigarros ásperos, picantes; saben a hoja
seca de plátano más que a tabaco. Te baña la cara con una espesa bocanada de humo y
reanuda su monólogo.
—Pues sí, te decía que debes ir a verlo. ¡Es tu tío! O no me digas que te da vergüenza tener un
tío hojalatero...
Mueves la cabeza levemente, necesitando negarlo y que se te crea. Él no te permite hablar; es
suya la palabra; es insensible a la barrera que debe existir entre un hojalatero y un bachiller.
Te irrita la confianza con que te habla por el simple hecho de tener el doble de tu edad.
Guarda sus cigarros y:
—No, no quiero ofenderte, pero para lo que yo he visto... Ayer fui a visitarlo. A mí me dejan
entrar al hospital, ¿ves? Le dije que me habían dicho que estabas por llegar al puerto y se puso
muy contento, creo yo. Apenas puede hablar, ¿ves? Se está ahogando. Casi no oye, pero yo le
entendí que quería verte... Le quedan unos dos días de vida cuando más. Debes ir a verlo. El
jueves es día de visita en el hospital.
Te aflojas el nudo de la corbata en señal de incomodidad; Sansón no entiende la sutileza y se
pasa a la otra mano el descolorido paraguas, seguro de estar en un oasis. Va ensartando frases
cortas en un hilo larguísimo. Desaparecen los ribetes de risa con que adorna su cháchara y su
voz se oscurece.
El viejo hojalatero Jeremías Lezama había sido internado en el hospital a causa de un
paludismo crónico, además de la vejez que había invadido todo su organismo. Pero, entre
otras impertinencias, se negó a rezar el rosario junto con los demás enfermos y fue
severamente castigado por las Hermanas de la Caridad.
—Mo-ji-ga-tas... —dice Sansón, mostrando sus pequeños, dientes incrustados en unas
grandes encías ahumadas. Con fuerza de Maldición lanza a media calle la colilla del cigarro
Intentas despedirte y olvidarlo todo, como tantas veces has olvidado lo que puede alterar el
orden de tus ambiciones. Un tío hojalatero, hermano de tu padre, hijo de una abuela que no
19
conociste-ni en fotografía. Él y solamente él es responsable de sí mismo. Si alguna vez le has
ofrecido cinco, diez pesos, y él también los ha rechazado, es por... caridad, por la más pura
bondad. Pero Sansón Tablada necesita un trago para calmar su ira y te aprieta el brazo con su
mano gorda, cubierta de pequeñas cicatrices. Se divierte reteniendo tu prisa por escapar.
—No. No puedo.
—Sí. Nada más un trago. ¿Te da vergüenza entrar a una cantina?
—¿A mí? Pero qué...
—Vamos al billar. Ese era el cuartel de Jeremías,
Con tu brazo entre su garra atraviesas la calle. Del asfalto saltan burbujas negras.; mana un
vapor salobre que se mete por debajo de la ropa. Los transeúntes te miran con curiosidad
mientras siguen su camino serenamente, con las caras brillantes y una aureola de calor.
Sansón entra al billar con el paraguas cerrado colgando de, un brazo y un bachiller en el otro,
orgulloso de su presa. Hay expectación; se estatiza el ambiente saturado de humo, aguardiente
y refresco de jengibre eructarlos. Sólo en la radio queda sonando una canción lasciva. La luz
del mediodía se vuelca por la ventana, sin embargo, el galerón opacado por la espesa
transpiración tiene un aire subterráneo, y las luces eléctricas están encendidas sobre las mesas
de billar. Las altas paredes de madera, sin otra pintura que las manchas de tiza y los dibujos
pornográficos, aprietan tus sienes. El caldo de hombre lo envuelve todo y deforma las estatuas
grises que te miran, indecisas entre la simpatía y la hosquedad. La sirvienta que en tu
adolescencia viste por la rendija de la cerradura, desnuda, curando sus innobles llagas,
despedía un misterio igualmente embarazoso. Todos se apartan a tu paso, con la boca torcida
de silencio, y seguido por el hojalatero llegas al mostrador.
— ¡Dos tragos dobles! —ordena Sansón en voz alta, y esto sirve coma señal para que todos
reanuden su juego. Las bolas de billar vuelven a chocar, las voces templadas en alcohol
prosiguen su charla (alguna de ellas, abochornada por haberse callado a tu llegada, suelta una
estridente trompetilla), palmadas, blasfemias, carcajadas salivosas vuelven a rebotar de una
pared a otra.
Sansón Tablada levanta el vaso cargado de aguardiente a la altura de su cabezota y te saluda
risueño, invitando a beber hasta el fondo.
—Por tu tío —dice.
—Por Jeremías Lezama.
—Porque se muera pronto. ¡La vida hiede, qué diablos!
Una espada incandescente entra por tu esófago, el billar tiembla y Sansón reaparece ante tu
vista, chasqueando la lengua, saboreando el cañaveral, el trapiche y la melaza que parió ese
trago. Infla sus enormes pulmones y reinicia su plática:
—Aquí venía toda las noches Jeremías... un tigre... sin dientes... porque los años se tragan
hasta tus dientes. Pero ese viejo tenía unos coyoles del tamaño de tu cabeza. Cualquiera de
estos hombres puede decírtelo...
Su lenguaje punza los frágiles tímpanos y te esfuerzas por mirarlo sin oír.
La última vez que viste a Jeremías Lezama, las cataratas principiaban a cubrir sus pupilas.
Corpulento, encorvado, cabizbajo, la barba canosa pegada al cuello y las manos cruzadas por
20
la espalda; solo, como un demonio expulsado del infierno. Cuando le hablaste se inclinó hacia
adelante, asomándose a través de la cataratas.
—¿Quién es? No sé... —dijo. La voz gruesa golpeaba con su desconfianza anticipada.
—Yo, Andrés Lezama; su sobrino.
—Ah, me alegra verte... aunque no puedo verte muy bien. ¿Cómo está tu familia? —
preguntó, escupiendo por sobré su hombro. El tono agresivo era el mismo de los días en que
tu padre te mandaba, con algún bondadoso regalo en la mano, a visitarlo a nombre de tu
familia. Vivía en las orillas del pueblo. Era una casa larga y angosta, con un cuarto tras otro,
como un tren desmontado de sus ruedas. y abandonado precisamente allí frente a las
pirámides de basura. Su cuarto —habitación y taller fundidos en una sola cosa— era el
primero. Entrabas con él temor de que bajo los pedazos de cinc oxidado, hacinados en todos
los rincones, hubiera una trampa para niños de traje limpio y ya nunca pudieras librarte del
olor a frijoles agrios y estaño derretido. Jeremías escupía la resina del tabaco que masticaba,
sin soltar el soldador; fríamente respondía a tu, saludo y volvía a soldar un cántaro, una
.bacinica, una cubeta. Siempre quedaste aplastado bajo el peso de aquel mundo de escombros.
Apretabas las manos paralizado de miedo. El hojalatero seguía inalterable, sentado sobre un
cajón, junto a la única ventana de su habitación cuadrangular. Con el mismo soldador removía
las brasas del fogón, lo hundía en el carbón y tomaba sus grandes tijeras negras para cortar los
fondos circulares. La camisa mojada y pegada a la espalda, los cabellos sucios de canas y
sarro, las barbas goteando sudor. Viéndolo de espalda, doblado sobre el yunque y haciendo
música con el martillo, tú apretabas más las manos sin poder entender qué quería decirte con
su potente espalda. Luego hacía una condescendiente pausa. Llamaba a sus dos hijos para que
saludaran o jugaran contigo. Pablo y Segundo salían debajo del catre, desnudos, con la cara
tatuada de mugre; se acercaban a ti poco a poco, sonriendo humildemente, lanzando miradas
inquisitivas a la madre que, sentada en un rincón del cuarto, pelaba plátanos verdes y te veía
con ojos nublados de rencor.
Tenías un cuarto para ti solo, en un segundo piso con cuatro ventanas, un balcón, y un árbol al
alcance de la mano.
—Todas las noches se sentaba allí —continúa Sansón, dando media vuelta pala señalar la silla
colocada debajo de una repisa que sostiene la radio—. Oía jugar billar y oía los noticieros; no
sé para qué, pero ya ves que hay gente que se divierte con eso. Discuten horas y horas sobre
una misma cosa.
Y atiborrado de noticias difundidas por la BBC o la NBC regresaba a su casa, tentaleando el
camino con sus zapatones de vaqueta. Su mujer y sus hijos ya se habrían enrollado bajo el
único mosquitero, dejando el mayor espacio posible para cuándo el viejo llegara a acostarse.
Entre dos estantes llenos de botellas hay un espejo salpicado de manchas amarillentas. Ves tu
figura perfectamente dibujada por el arte del sastre, por la fuerza de la planchadora, por las
tijeras y la navaja del peluquero; eres un cuerpo extraño incrustado en el_ nebuloso
organismo del billar. Junto a ti, Sansón Tablada mueve los labios carnosos, incansable, como
una máquina de hablar. ¡Si el espejo fuera una ventana por la que pudieras saltar a la calle, sin
despedirte! Pero estás obligado a actuar a la altura de tu bachillerato, aún bajo el efecto del
golpe de alcohol.
—¿Por qué lo castigaron? —preguntas sin perder la compostura.

21
El trago de aguardiente ha provocado un ligero desprendimiento en tu curiosidad.
—Ya te dije... no; no rezar el rosario. Siempre anduvo gritando que era ateo. También por...
porque se orinaba en la cama. ¡Pero a un viejo se le aflojan muchas tuercas, qué diablos!...
—¿Y su mujer, sus hijos?
—Los hijos andan rodando por las minas; nadie sabe de ellos. Y la mujer se fue con un
hulero. ¡Bah! ¡Qué se los lleve el diablo! ¡Otros dos tragos! —ordena Sansón, y azota el
mostrador con la palma de la mano. Los golpes hacen temblar el espejo; entre tu figura y la
del hojalatero, al fondo, se mecen los jugadores de billar.
Desde una de las sillas se desprende un hombre descalzo, pequeño, de cuerpo anguloso. Trae
un rollo de mecate cruzado en bandolera, y una placa metálica prendida de la gorra. Con
pasos cortos e inseguros se abre paso entre las mesas y avanza en dirección al mostrador. Te
toca el hombro; con una gran sonrisa desdentada pide un cigarro. Tiene la piel escarlata, las
arrugas de la cara rellenas de tierra seca; las manos le tiemblan al tomar el cigarro. En él, la
única parte limpia es la placa de bronce que ostenta el número de su licencia de cargador.
—Es "Camarón", amigo de tu tío Jeremías también —dice Sansón y pone su brazo sobre los
hombros del cargador.
—Jeremías Lezama... ¿Ya se curó? —pregunta Camarón, con la mirada dispersa entre el
hojalatero y tú.
— ¡Curarse! Quién te ha dicho que la muerte se cura. Entre mañana y pasado se va. Este es su
sobrino; el jueves va a verlo. Te lo digo por si querías mandar a decirle algo.
— ¿Decirle? —Camarón reflexiona un instante, conteniendo el humo en la garganta—. Pues
que descanse. ¿Qué más? —con dificultad encuentra su boca, aprieta el cigarro entre los
labios y se aleja trastabillando.
Reclinado en el mostrador quedas buscando algo en el fondo del vaso vacío. Sansón
increíblemente callado por un momento, te mira en el espejo, empeñado en disimular que te
devoran las ganas de huir de este apestoso galerón. Te decides a aprovechar la pausa.
—Bueno; gracias por todo.
—Entonces, ¿vas a verlo el jueves?
—¡Claro que sí!
Todavía retiene un instante tu mano flaca y blanda entre la suya, lijosa, dura como sus
martillos, tijeras y soldadores.
—De tres a seis es la visita; el jueves —repite para asegurarse de que su colega podrá verte
antes de morir.
—Sí, sí, el jueves.
Y vuelves a respirar el aire caldeado pero limpio de la calle.
El jueves.
***
Subes por la acera escalonada, a un lado de la calle empinada, rojiza, salpicada de manchas de
grama. Sería un ejercicio estimulante si al final, a menos de cien metros de distancia y
22
mirándote desde- arriba, no estuviera el portón del hospital, oscuro, como bostezo de una
boca sucia. Si por lo menos, a fuerza de desearlo, la calle se estirara y pudieras llegar al
portón a las seis a cinco, precisamente cuando estuvieran cerrándolo. Ganas un segundo
cambiando de una mano a otra la bolsa llena de naranjas y galletas saladas que llevas para
Jeremías Lezama. Y te preguntas por qué vas a verlo. ¿Es que te sientes compelido por lo que
dijo Sansón Tablada: "de tres a seis, el jueves"? Tablada es un hojalatero charlatán e
insoportablemente igualado. El pueblo no tiene más que un cine, y hay gente que los días de
visita se pone la ropa dominguera y viene al hospital, como a un parque de diversiones. Pero
tú eres un bachiller y no puedes contarte entre ella. Lo haces por caridad. Eso es. Estas horas
te sobran y puedes dárselas a Jeremías. Una camisa manchada, unos tirantes rotos pueden
regalarse. Todo lo que sobra es trocable en indulgencias.
Calle abajo viene El Mensajero trayendo un burro del cabestro; del aparejo parecen colgar dos
enormes lingotes. Los rayos oblicuos del sol se untan sobre el conjunto y no se distingue más
que un burro y un hombre embadurnados de oro. El Mensajero lleva y trae la correspondencia
del hospital; la harina, los frijoles, la leche, la leña del mercado; la camillas a los muelles;
bajo el sol, bajo la lluvia, con su sombrero y su capote ahulados, encabeza las procesiones de
enfermos traídos por las lanchas que bajan de los ríos... y lo que habías olvidado: también
lleva muertos a la fosa común. El burro arrastra dos cajones de madera bruta, con dos muertos
mal empacados. Un trozo de camisón cuelga afuera de la tapa y va tocando las yerbas de la
calle.
Frente al portón, todavía hay una escalinata en la que vendedores y visitantes se arremolinan
con aire ferial. Mangos, huevos de iguana, refrescos y hasta flores. Ni una palabra de color
oscuro. "Per me si va nella città dolente, per me si va nell’eterno dolore, per me si va tra la
perduta gente..." Aquí nadie conoce este rótulo, tan propio para estos casos; sólo tú lo
recuerdas y te sonríes a ti mismo, orgulloso de tan feliz asociación. Sentada en el escalón más
alto, una anciana sostiene sobre las piernas su batea de dulce, y a ritmo lento, hierático,
mueve una escobeta en el rito de espantar las moscas. Intuyes la rareza de la atmósfera, en
que está a punto de hundirte; estás u tiempo de retroceder. Ni siquiera sabes dónde encontrar a
Jeremías. Tablada dijo en el hospital pero nunca en qué sala. Una pequeña e instantánea lucha
entre tus piernas y tu ánimo. Vencen tus piernas. Tu entrada coincide con el toque de una
campana rota colgada a un lado del portón. Es un hidrópico quien la toca penosamente como
si con la próxima campanada fuera a consumir su última gota de fuerza. Luego vuelve a su
banco, caminando con sumo cuidado, temeroso de que un movimiento brusco rompa el globo
que asoma bajo su camisa.
— ¿La intendencia? —preguntas a media voz, porque si el campanero no contestara quedarías
libre de culpa. Nadie supo decirme dónde estaba, dirías, no sin cierta indignación. Pero el
hidrópico, respirando acosadamente, levanta el brazo poco a poco y por fin señala la
intendencia.
El intendente y un hombre con cara de cero —el contador posiblemente— juegan al póker,
cada uno con su montón de centavos sobre el escritorio. Con un gesto de disgusto te hacen ver
tu impertinencia, sin interrumpir el juego.
—Busco al enfermo Jeremías Lezama. ¿Dónde puedo encontrarlo?
— ¿Cuándo ingresó?
—No lo sé exactamente... Hace un año, más o menos.
23
— ¿Un año? ¡Pero si esto no es hotel! ¡Flor! —dice el intendente, y sonriendo le muestra sus
cartas al contador. , —¿Un año? ¿De qué estaba enfermo?
—Es un hombre de ochenta años, pero creo que lo aceptaron aquí por palúdico.
—El paludismo se cura con pastillas de quinina. Aquí no sobran camas, ¿sabe? Quiero tres
cartas y buenas. De todos modos si quiere convencerse, la sala de palúdicos está al fondo del
pasillo, a la derecha.
Un denso hormigueo de voces llena la penumbra, saturada del olor a creolina que mana de las
escupideras de peltre enfiladas a lo largo del pasillo. Tres muchachas relampaguean en la
semioscuridad; van vestidas de rojo, verde, y un amarillo tan violento que sólo una indígena
con su necesidad de luz puede llevarla puesto. Las tres pasan conteniendo la risa con pañuelos
sobre la boca. Hay .puertas a ambos lados, y en las salas tapizadas de camas (parece que hasta
en las paredes hubiera camas) pululan hombres de cara verdosa, vestidos con camisones
azules, raídos. Los visitantes susurran, medrosamente sentados al borde de las camas. De
todas las puertas sale un resoplido largo, como el de un toro que se resiste a morir. Si
descompusieras esa promiscuidad de ruidos encontrarías murmurantes conversaciones,
ladridos, quejas, rezos, retortijones, bufidos, pasos. El edificio de madera retiembla, resuena
con los pasos.
Jeremías Lezama no está en la crujía de palúdicos. La recorres de nuevo, mirando a uno y otro
lado con acuciosidad, sin pasar por alto una sola cama. La fiebre tiene su horario estricto, y a
algunos palúdicos les toca hoy, a esta hora. Tiemblan de pies a cabeza, escondidos bajo la
sábana. Alguna vez te picó un anófeles, y mientras temblabas tu madre y tus hermanas te
sostenían por los brazos y las piernas para que no rodaras de la cama. Es una fiebre helada
que atenaza la médula y sacude las articulaciones con fuerza bestial. Casi vuelves a sentir la
llama en la garganta, ramificándose por los nervios. ¿Y si hubieras olvidado la cara de
Jeremías y él estuviera agazapado tras su sábana, viéndote ir y venir tontamente? Pero te dices
que aún con la cara reducida a huesos y ojos reconocerías su inconfundible barba, y tal vez la
línea sarcástica de seis labios. Otra vez se abre ante ti la oportunidad de salir del hospital y dar
por cumplido el compromiso que Tablada te ha impuesto tan hábilmente. Nadie podría
reprocharte nada. Las naranjas y las galletas serían bien recibidas por cualquier desconocido,
el primero que encuentres. Sin embargo, tu indecisión crece en la medida de los corredores,
escaleras, pabellones, hortalizas y más pabellones que se extienden al fondo. En algún rincón
ha de estar Jeremías Lezama, y lo peor puede estar esperándote. La vejez, la enfermedad,
ablandan al más duro. Después de todo, ¿qué harías mientras oscurece y es hora de bailar en
la kermesse?
Sabes que volver a la-intendencia no serviría más que para interrumpir el juego de póker y
merecer una inarticulada imprecación. Subes la escalera, pegado al barandal para evitar el
choque con los niños sueltos que bajan en tropel; un grupo de escolares uniformados. La
caridad, el hábito de la limosna —enseña la doctrina— debe ejercitarse desde niño o se
crecerá en las simas del egoísmo. Probablemente reunieron zapatos viejos, o el pan que
sobraba en su casa, y con cristiana dulzura vinieron a repartirlo entre los afortunados
enfermos. Dos profesoras bajan contoneándose; te miran desde arriba, sonrientes, contentas
de que comprendas lo que acaban de hacer sus niños.
El piso alto es la sección de mujeres. Aquí la población ha rebasado las salas y las filas de
camas se extienden también a lo largo de los corredores, dejando el espacio estrictamente
necesario para que circulen las monjas. Desgreñadas, con la mirada fija sobre las manchas del
24
cielo raso, unas parecen repetirse que no esperan a nadie. Otras han querido ocultar la
demacración bajo una rojiza máscara de maquillaje, y apoyadas en los codos ven pasar el
desfile de visitantes. Ninguna tiene signos de embarazo. Sansón Tablada dijo que después de
dos semanas, aturdidas por sus protestas, las Hermanas de la Caridad tuvieron que
suspenderle el castigo a Jeremías. "¿Qué crees que hicieron estas infelices?", te preguntó
Tablada, con el cigarro temblando entre los dedos, y con ansiedad esperó tu respuesta antes de
seguir. "Lo encaramaron entre las parturientas para sobajarlo, para humillarlo, para vengarse,
para... i Malhaya! Le dijeron que a ver si allí le daba vergüenza de orinarse en la cama. Pero
el viejo siguió orinándose con más ganas y maldiciéndolas cada vez que pasaban por allí. A
las dos semanas tuvieron que cambiarlo a una sala de hombres". Pero, ¿qué puede impedirles
refrendar el castigo? Recordando las palabras de Tablada sientes una ligera aversión por las
hermanas. Lo que en el billar fue simple cháchara aquí, en la propia atmósfera del castigo,
suena a crueldad, a villanía. Hasta ahora entiendes la furia con que el hojalatero hablaba del
otro hojalatero.
—Perdone, ¿cuál es la sala de maternidad? —preguntas a la mujer que da de beber
cucharadas de caldo a una enferma.
—¿Sala de qué?
—De maternidad. Donde nacen los...
—Ah, las que van a alumbrar... Allá detrás del biombo —y contrae los labios para apuntar
con ellos la mampara que cubre una esquina de la crujía.
Es un rincón en el que se apiñan cuatro madres. Cuando asomas la cabeza por un lado del
biombo, dos de ellas se sobresaltan e instintivamente cubren la cabeza de los niños que
amamantan. Las otras dos tienen el cuerpo prensado bajo la preñez: una montaña blanca,
palpitante, de la que solamente han librado la cabeza.
Tardas en preguntar algo que todavía no tienes muy en claro, o que sonaría ridículo y antes
que articules palabra atraviesa la pared un murmullo intermitente, grave. Piensas en lamentos
ahogados en algodones, en una oculta cámara de tortura de la que sólo la madre superiora
tiene llave, y todos los enfermos aceptan su existencia como parte de su enfermedad. Pero es
la letanía que rezan las monjas reunidas en la capilla.
Principia a apoderarse de ti el asco, la recóndita vergüenza de tener ojos para ver y vísceras
que reaccionan acelerando su marcha. Esto es lo que temías: la inconveniencia de entrar
donde el bachillerato se encoge al grado que uno mismo lo pierde de vista. El hacinamiento
de camas, la campana rota que suena cada cuarto de hora, el piso que cruje a cada paso, la
afanadora que sube cargando una bandeja con platos desportillados (te niegas a ver qué hay
en los platos), todo se vuelve motivo de disgusto, Y lo más incómodo es creer que Jeremías
Lezama de veras te está esperando.
Sigues por el andén techado que pasa por entre la cocina y el pabellón de hidrópicos. No
precisamente buscando, sino como empujado por una mano mortificadora. Serías menos
desgraciado si pudieras caminar con los ojos cerrados, ignorando a los hombres y mujeres
sentados en escaños y que, aun con el corazón aplastado baje una carga de agua, siguen con la
mirada tu saco y tu corbata y tu bolsa con algo de comer. A la derecha están las paredes
ahumadas de la cocina, las grandes y humeantes ollas de peltre, y el ensordecedor ruido de
platos y cucharas. Luego contienes la respiración y caminas de prisa al pasar junto a las
letrinas.
25
Las coles, las calabazas y los tomates de la mojada hortaliza relucen al sol con un verdor y
una robustez insanos. Con las mangas del camisón recogidas, un enfermo mueve la regadera y
juega a que hace llover donde se le antoja; otros dos rehacen los surcos con azadones de
mango largo que les permiten trabajar sin agacharse. Y, limitando la hortaliza, la carpintería,
los burdos ataúdes apilados a la sombra de un árbol.
Una monja con jeringas y sondas en las manos se acerca, apenas se detiene para atender tu
explicación, Y después de oír en silencio, con la cabeza baja, concluye que Jeremías Lezama
debe estar recluido en el pabellón de tuberculosos, el piso alto del último edificio. Ella señala
el pabellón y se aleja entre el crujir de su hábito almidonado y el rosario gigante que cuelga
de su cintura, mientras tú quedas paralizado por el primer golpe de angustia. ¿Por qué no lo
dijo Sansón Tablada? Quizá porque conoce el terror que causa un tísico. Uno lo, saluda, le da
la mano con el mismo horror con que la metería al fuego, le pregunta cualquier cosa y corre
hasta llegar a casa; se frota las manos con alcohol, dos, quince veces, pero sabe,
irremediablemente sabe que los bacilos pululan invisibles en derredor del tuberculoso, y no
sabe si sus propios pulmones serán capaces de resistirlos. Tablada dijo en el hospital, pero
nunca en qué sala. Meces la bolsa con naranjas, torpemente; quisieras que fuera ella quien te
guiara y no tener que decidirlo tú. El edificio está pintado de blanco y verde claro, como si en
él no hubiera más que una familia con su decencia y su rutina intactas. Y no sabes cuántos
larguísimos segundos han pasado antes que vuelvas a caminar, es decir, a arrastrar los pies en
dirección del pabellón, desolado por la convicción de que Jeremías te espera, la escalera,
aupando la esperanza de que haya un error, de que tu tío haya sido conducido a alguna sala
para agonizantes. Crees que debe existir tal sala en un hospital: En el corredor del piso alto se
pasea un paciente con su pipa en la mano, y cada vez que tose remueve el velo de humo que
le envuelve la cara. Otra vez preguntas por Jeremías Lezama.
—En el hotel —contesta el fumador, haciendo un ligero movimiento con la pipa.
—¿Dónde?
—Allí —y definitivamente señala "el hotel"—. Creo que es la segunda barraca. Una, dos —
cuenta, apuntando con la pipa para evitarse un error—. Es para los que se quedan aquí mucho
tiempo.
Un rocío tibio te baña la mica, la bolsa resbala de tu mano, cae a tus pies, y hasta crees oír que
tus rodillas traquetean. El "hotel" es un conjunto de barracas de madera medio podrida,
parchadas con pedazos de cinc y rodeadas de charcos lamosos. Están comunicadas entre sí
por piedras y tablones poblados de hongos. La mayor de ellas, la menos ruinosa, tiene varias
puertas con rejas de hierro; las otras, "individuales", probablemente, están sostenidas por pun-
tales. Bajo la última luz de la tarde sus siluetas negruzcas destacan contra el verde del monte
que las circunda.
Bajas saltando de tres en tres peldaños, asfixiándote de miedo, de coraje, de repugnancia,
rencor, decisión, rubor, todo a un mismo tiempo, agolpado en tu sangre, ocupando cada una
de tus fibras. Has perdido el peso de la compostura y brincas de un tablón a una piedra, de una
piedra a un tablón. Resbalas, caes en un charco y te encuentras de pie, yendo hacia la segunda
barraca. El resbalón despierta a los locos y salen a sus rejas, las azotan con sus cadenas, te
maldicen, te reclaman su cordura, sus hijos.
— ¡Ese! ¡Ese es! ¡Agárrenlo, agárrenlo que es ladrón! —grita una voz de mujer.
Todavía tienes que empujar varias veces la puerta para vencer sus bisagras oxidadas. Al pasar
26
de la luz a la oscuridad de la barraca apenas distingues dos manchas blancas hundidas en el
aire verdinegro. Poco a poco van tomando forma dos catres de lona; uno está vacío, en el otro
un hombre cadavérico lanza los brazos fuera del catre, como remando, y obstinadamente
mueve la cabeza, con la boca siempre abierta. Es demasiado joven para que lo confundas con
tu tío. Alguien te observa, sientes la mirada recorrer tu espalda. En un hueco de la puerta
descubres un ojo sin cuerpo, nada más un ojo sonriente, brillante, incrustado en la madera, y
luego oyes la risita burlona. Cuando sales, la barraca mayor se estremece entre ruidos de
cabezas arrojadas contra las paredes, risas, aplausos, cadenas y gorilas golpeándose el pecho.
Por primera vez aparecen los enfermeros y las monjas tras la madre superiora, alarmadas,
corriendo hacia la barraca de los locos.
—¿Dónde está Jeremías Lezama? —preguntas a la superiora, deteniéndola por los hombros.
Ella te mira de pies a cabeza y se arregla la toca, visiblemente ofendida por tu violencia.
—¿Quién es usted?
—Andrés Lezama, su sobrino. ¿Dónde está?
—Jeremías Lezama ya entregó su alma. Murió esta mañana, en el seno de nuestra santa madre
iglesia. ¿Por qué vino hasta ahora? —pero antes que improvises tu respuesta ella da un paso y
vuelve a examinarte de pies a cabeza.
—Hace menos de una hora que El Mensajero fue a enterrarlo. Que en paz descanse.
Con más claridad que cuando pasó junto a ti, ves al burro trincando hojas de grama y
arrastrando los dos cajones, y el pedazo de camisón que flotaba fuera de la tapa.
"Instigado por tu propia confusión recorres a trancos los corredores y pasillos. Caminar hasta
el cementerio llevaría media hora, por lo menos. Sólo quieres salvarlo de la fosa común. Algo
te dice que es inútil y tarde y ridículo pero tú insistes en que sus huesos no deben quedar
montados sobre otros huesos desconocidos. En el portón suenan las seis campanadas más
turbias que has oído. Pasa un jinete. Con los ojos hirvientes más que con palabras lo
persuades de que preste su caballo. Sueltas las riendas, espoleas con los tacones y el aire se
parte en dos al contacto de tu cabeza despeinada y los faldones de tu saco que ondean un poco
atrás de tu espalda. "Jeremías Lezama murió en el seno..." ¡No era un hombre para morir en
paz! Cuantas veces tu padre, su hermano menor, le propuso irse a vivir (nada más vivir en
paz) al cocotal, al otro lado ce la bahía, él rechazó la propuesta. Se indignaba y a su vez
indignaba a tu padre con su obstinada renuencia a dejarse proteger. Decía que no podía vivir
—nada más vivir— y engordar mientras sucedía otra cosa; era hojalatero y quería ejercer su
oficio y oír noticieros y discutir en las esquinas y en las billares sin recibir favores.
En la oscuridad del cementerio cantan las chicharras, los grillos, los sapos. Cruzas a galope la
sección de primera clase, y a tu paso retumban las capillas y sus criptas. Jeremías Lezama era
ateo, y una vez se rió de la medalla que llevabas colgada al cuello. Te detienes y buscas,
obligando al caballo a caracolear; su jadeo apaga el tuyo, pero sientes que la camisa se ha
encogido y aprieta tu pecho. En el confín del cementerio cintilan dos luces y hacia ellas va el
caballo trotan do.
A la luz de dos candiles, Sansón Tablada, Camarón y otros clientes del billar están parados
sobre la arcilla que rodea la fosa, callados, ayudando al sepulturero a sacar el agua que inunda
la sepultura. Te miran de soslayo y vuelven a pasarse de uno a otro el latón lleno de agua. A
poca distancia, El Mensajero fuma un puro, montado a horcajadas sobre los ataúdes, y el
27
burro pace mansamente entre las sepulturas vecinas. El Mensajero se resiste a entregar el
cadáver sin la correspondiente autorización. Intervienen In, amigos del hojalatero y por fin,
cuando la fosa queda seca, lista para recibir los dos cajones, se decide a violar los
reglamentos.
—¿Cuál de los dos es? —pregunta Tablada, con un candil sostenido más arriba de su cabeza.
—Creo que es el primero. Hay que abrirlo y ver —dice El Mensajero, y arranca la tapa con
las uñas.
Jeremías Lezama está comprimido entre las tablas sin pulir, el camisón desgarrado y las
rodillas un poco flexionadas para ajustarse a las medidas del cajón. En sus barbas desparrama-
das sobre el pecho brillan unas gotas de parafina, y con el temblor de la llama del candil sus
labios delgados, siguiendo el-arco de sus bigotes, parecen moverse, preparándose para escupir
a alguien.
Sus amigos levantan el féretro y se dividen el peso en cuatro partes iguales. Uno de ellos
coloca su sombrero enrollado sobre un hombro para matar el filo de la caja y al grito de
¡vamonooós! uniforman el paso y emprenden la marcha.
¿A dónde vamos a velarlo? —pregunta uno de los cargadores.
— ¡En el billar! —contesta Tablada rotundamente.
Oscuridad y silencio acentuado por los pasos. Detrás de ellos, un poco a destiempo, tú y el
caballo.
Cuando los alcanzas, Camarón profiere una blasfemia, o tal Vez una amenaza, alga que
todavía no entiendes; golpea un costado de la caja y sigue caminando bajo la carga.

***************************
EL SERMÓN DEL ÓMNIBUS
Lizandro Chávez Alfaro

Entra por la puerta delantera. El chofer mira de reojo al que acaba de subir al ómnibus y
mueve la palanca de velocidades con agresividad. Ni siquiera se ocupa de cobrarle el pasaje.
Las llantas rebotan sobre el pavimento y todos rebotamos sobre el asiento al pasar por encima
de una valla de boyas. A la luz raquítica del vehículo de segunda clase, parece un espantajo a
punto de derrumbarse. El chofer maneja y lo observa por entre las calcomanías pegadas al
espejo retrovisor, como dudando de que sea un hombre. Pero tiene cabeza de hombre, con
cabellos largos, en desorden, grises y tiesos. Todos los pasajeros coincidimos sobre él, como
en un teatro. Son las siete de la noche y la gente, saturada de cansancio, se resiste a hacer
movimientos innecesarios. Sin embargo, es inevitable mirar esa cabeza montada sobre una
camisa de mangas largas, arrugadas y con manchas multicolores en la pechera.
Hay estupor, compasión, o algún sentimiento menos claro en cada uno de nosotros.
El medio hombre avanza hacia el fondo del ómnibus, columpiándose, apoyado en dos manos
largas, nudosas, color de pavimento. Tienen la misma piel salvaje, agrietada, de los pies que
28
siempre han andado descalzos. Plantado en su sitio —parece haberlo conocido mucho antes
de subir— mira hacia arriba y deja ver los tendones y las venas de su cuello de toro. Mete la
mano bajo la camisa "Es una armónica lo que va a tocar", pienso. Pero saca la mano vacía y
contrae los dedos, uno tras otro. He visto a los pianistas tras de telones, nerviosos, antes de
presentarse al auditorio. Se complace en torturarnos con la espera. Veo la tensión en la
garganta de los pasajeros. Él todavía se atreve a pasear la mirada, lentamente, advirtiéndonos
que por fin ha llegado el momento.
"Quien responda..."
Sorprendido por la luz roja, del semáforo, el pie se hunde en el freno y hace trastabillar a todo
el pasaje. El medio hombre queda tirado de costado y mira con rencor al chofer. Se incorpora
de un solo impulso y vuelve a la carga.
"Quien responda antes de haber escuchado tendrá estulticia y confusión. Proverbios capítulo
.dieciocho desde que él mundo es mundo y todos sabemos o debemos saber desde cuándo en
las. piedras venimos rodando y creyendo subir cuando bajamos saltando siempre por encima
del sufrimiento sin abandonar el cuerpo caemos sobre el lomo de la gran vaca desenfrenados
espoleados por las esquinas sucias de los instintos con los hocicos chorreantes de lascivia las
orejas tapadas con lodo aunque oímos por dentro el gluglú intestinal el pocpoc del deseo
"ciudad abierta y sin muros es el hombre que no sofrena su espíritu" esto tampoco tenemos
por qué dejar de saberlo aunque ,para una buena digestión le llamamos destino y así cantando
con voces de burro resbalamos resbalamos a diez mil y tantas vidas por hora desconociendo la
verdad anticuerpo..."
¡Qué es esto! Principia a marearme la maraña de la perorata. Miro hacia afuera para alejarme
de aquel torrente de palabras; busco detalles curiosos en los transeúntes: un hombre se apoya
en un poste y le habla amistosamente. Pero la voz sigue golpeando mi nuca. Creo haberlo
oído antes. No obstante, jamás había visto —estoy seguro— un hombre sin más cuerpo que
para una camisa. Y faltan diez cuadras; cuando menos, para que yo llegue a mi casa. Debería
bajarme y tomar otro vehículo, o caminar, lejos de la avalancha que arroja sobre nosotros.
Pero he comprada un servicio .y no tengo por qué renunciar a él. ¡Dónde está la policía! Esto
es un asalto. En la puerta de salida una mujer, con su bolsa de pan colgando de un dedo, echa
upa última mirada al predicante antes de bajar. Coincido con ella: se ha escapado del
manicomio o de alguna escuela de abstinentes. Poseído por su sermón golpea el piso con el
puño y hace saltar la capa de polvo. No se detiene a respirar; no tiene la menor duda sobre lo
que dice.
"...para que yo «vinagre sobre una úlcera» con todo mi con todo mi con todo mi ser mi alma
que puede alojarse en lo que queda a la derecha de las ruedas de aquel tranvía ciego puedo
sentir la negrura del abismo porque hemos olvidado que «pequeña es cualquier maldad en
comparación de la maldad de una mujer» y algo más que «ella delante de cualquier palo se
sienta y ante la flecha abre el arco» de lo que obtenemos la primera conclusión escrita con
fuego sobre el muro invisible «no hay veneno peor que el veneno de la serpiente no hay rabia
peor que la rabia de mujer» en mis pulmones caben dos pares de pulmones y tengo aire
suficiente para apagar la mentira que nadie me diga que faltan ganas de escupirlo pero dónde
está el hombre sin vicios aquí por eso no me sucede aquello de que «aquí está el mandado en
mi vientre contestó el sapo y en seguida hizo esfuerzos pero no pudo vomitar solamente se le
llenaba la boca de baba y no le venía el vómito» Popol Vuh capítulo siete quemar el vicio..."
Hastiado por el discurso, el chofer esboza una sonrisa y abre el escape del motor. Un ruido
29
furioso inunda la calle y por un momento apaga el mensaje del medio hombre. Como herido
por un insulto, reacciona con violencia concentrada en el tono elevado de su voz. Nuestros
indefensos tímpanos no pueden más que recibir los golpes, en medio del velado duelo entre
motor y predicante. En ningún país administrado con orden se cometería semejante atraco a la
tranquilidad pública, pero vamos por una estrecha calle del "tercer mundo" y todos aceptamos
el estrépito con la estúpida resignación de gente educada para no protestar.
Estos ómnibus de segunda clase, que surcan la ciudad bajo la jurisdicción absoluta del chofer,
suelen recibir toda clase de modernos juglares; tríos, duetos, guitarristas, acordeonistas,
maraqueros, flautistas, y hasta declamadores me ha tocado soportar en tan infelices viajes,
pero un frenético vendedor de su verdad anticuerpo es algo que jamás había encontrado.
La saña con que fustiga las monstruosidades que pueden encerrar dos piernas me recuerda
algo, y me inquieta no saber qué. ¿Me ha contagiado su paranoia? En alguna parte he visto
esos brazos que se abren y se cierran iracundos; he oído su voz. ¡Lo he visto! Sí, Carlos Sanz
es un detestable actor pero un magnífico imitador. Con todo y la estrechez del cuarto en Que
estábamos hacinados, la fiesta principiaba a decaer. Por la puerta del baño, Carlos salió de
rodillas, y entre carcajadas y aplausos imitó el sermón. Luego hizo un llamado a la misericor-
dia y contó la historia del medio hombre. Antes del accidente fue actor, tratante de blancas y
contrabandista de ropa íntima. Un día parado en una acera, vio que dos policías se acercaban
corriendo, y empujado por sus propias dudas cayó bajo las ruedas del tranvía. Durante seis
meses se negó a morir. Cuando salió de las tinieblas de la agonía y se vio tan vergonzosamen-
te amputado, tuvo la revelación: vio con nitidez la animalidad de los apetitos que lo habían
poseído. Arrepentido, anduvo, anduvo sobre sus castas ingles por un sendero anegado de
sabiduría; escuchó la voz que con divina energía condenaba la debilidad del hombre que
persigue y se entrega a la podredumbre que la mujer encierra. Decidido a cumplir la misión
para la que había sido creado salió a arrastrarse por las calles.
La luz roja del semáforo silencia el escape del motor y el predicante aprovecha la pausa. Su
cabeza salta desesperadamente sobre el cuello queriendo dirigirse a todos los pasajeros que lo
rodeamos. El chofer, escéptico, lo observa por entre las calcomanías. Saca un paliacate y se
suena la nariz, procurando hacerlo con la mayor sonoridad posible, pero el apagador de la
mentira arremete con más encono.
"...liberarse del peso animal con piel sabrosa la que confunde lo negro con lo verde y subir,
subir al deleite legítimo que nunca puede ser contacto carnívoro para alcanzar la pureza
anticuerpo que bien sabemos del placer se origina el pesar del placer se origina el temor quien
está libre de placeres no conoce ni pesares ni temores Dhammapada capítulo dieciséis sin
miedo a perecer en la soledad vamos hacia..."
Un hombre precavido —"vale por dos"—, dos veces toca el timbre, dos cuadras antes de la
esquina en que debe bajar. ¿Bajará? ¿No bajará? ¿Bajará? Ocultando la boca con la mano, un
fornido cobarde grita: "¡Bajen a ese loco!" Inmutable, el anticuerpo sigue asperjando sus
frases matricidas.
Ciertas inflexiones de la voz me hacen suponer el final, y con mal disimulada alegría mi mano
va metiéndose en el bolsillo derecho. Después de todo, nadie sabe cuántas variaciones puede
alcanzar el trabajo. El predicante tiene la suya y es justo pagárselo. Entre los paroxísticos
gritos de ¡Abstinencia! ¡Abstinencia! ¡Abstinencia!, mis dedos bailotean entre cuatro mone-
das. Con las venas de la frente hinchadas por la excitación, humedeciéndose los labios, el pre-
dicante mira la puerta de salida. Cuando pasa frente a mí le tocó un hombro y extiendo la ma-
30
no con dos monedas. Nada me había turbado tanto como el gesto de autosuficiencia con que
rechaza la limosna y sigue su camino hacia afuera. La lección es enteramente gratuita. ¿De
qué vive, entonces? Es el más soberbio de todos los poseedores de verdades que he conocido.
Todos piden, exigen o, indulgentes, aceptan algo a cambio, pero éste... Carlos Sanz también
lo dijo: trabaja ocho horas diarias en una fábrica de sombreros de palma.
Con agilidad de mono salta del estribo .de la puerta al pavimento y cae sobre sus dos manos
poderosas. Se columpia varias veces, arrastrando el vuelo de la camisa, y va a quedar
plantado al pie de un arbotante. La luz mercurial le cae perpendicular y lo convierte en
chimpancé vestido con la chaqueta del director del circo.

***********************
LA ESTRUCTURA
Lizandro Chávez Alfaro

Cristóbal Lemus y yo nacimos en esta misma ciudad, tornasolada a la luz del crepúsculo, a un
tiempo hirviente y frío. Crecimos revolcados por el montañoso y crepitante oleaje en que
somos la pequeñez, casi inverosímiles. Sin darnos cuenta los dos vivíamos en ella, no diré que
destinados a mancomunamos en la construcción de la estructura, pero sí definitivamente
ligados por una poderosa vocación. Si no él, posiblemente hubiera sido otra persona mi
asociada, o yo solo hubiera acometido la empresa, pero las cosas sucedieron de modo que
fuera él.
Por las penalidades y tribulaciones propias de mi oficio trabajaba yo en Proveedora de Aplau-
sos, S. A. Había conseguido emplearme allí por recomendación de un amigo casual, un alto
funcionario de gobierno y muy probablemente socio de la empresa. Había jornadas fáciles en
las que hasta me sentía afortunado; una ceremonia conmemorativa del nacimiento de un
héroe, por ejemplo, y el resto del día podía pasarlo en mi taller. Pero esa vez la jornada había
ido particularmente dura. Por la mañana una asamblea de industriales; por la tarde el entierro
de un filántropo, el recital de piano de una quinceañera y por la noche la conferencia de un
filatelista. En ninguna ocasión habían faltado los inspectores, atentos a que uno aplaudiera
con auténtico entusiasmo. Envilecido por mi ocupación, deprimido por la agobiante
conciencia de estar perdiendo mis mejores años, me eché a caminar por las calles, .entre gente
que trotaba y se cruzaba en anchas corrientes polifásicas, por las plazas extensas, demasiado
extensas, viendo de reojo los edificios boquiabiertos. Inútilmente me esforzaba por volver a
mi verdadera tarea.
Principió a llover, lentamente; con tal lentitud que yo podía ver el trayecto de las gotas grises.
Caían formando una mancha reticular sobre la acera, y sobre mi cabeza unos huecos
helados. Apareció la puerta del café, entreabierta, expectante. Por la franja amarilla de la
abertura salía el ronroneo de docenas de gatos y el pesado olor a pelucas viejas, tabaco,
dentaduras postizas y café. Con todo y que la lluvia taladraba mi cráneo, antes de entrar
admiré los rosetones tallados en la madera de la puerta, la perfección del ensamblaje de sus
largueros y montantes, que ni el sol ni el agua habían podido desajustar. Antes de sentarme oí
que cerca de mí alguien mencionaba a Foulques du Temple.
31
—Tan grave y digno (tan astuto diría yo) era el tal du Temple, que fue condenado a
.morir en la hoguera por el delito de alquilar ataúdes, que fabricaba a escondidas. ¿Se
imaginan?
Alquilando féretros (verdaderas obras de arte, por cierto) como quien alquila disfraces —dijo
la misma voz, en tono irrespetuoso, ofensivo para la memoria del maestro de los carpinteros.
Colérico, sentí que mi asiento se estremecía. Pero al mismo tiempo el recinto quedó saturado
de ese aire luminoso, nutritivo, que nos envuelve al descubrir una persona afín, un hito para
hacer menos corrosiva la soledad. El hecho de que alguien, precisamente junto a mí,
conociera y discutiera estos detalles de la historia de la carpintería, me regocijó al grado de
que sin proceso alguno me sentí en casa, con mis herramientas y mis maquetas. Pero aquella
mentira histórica, tantas veces repetida, me quemaba las orejas.
—Se equivoca —dije, sacando un brazo por encima del respaldó de la silla para dirigirme al
que ya desde ese instante supe que era carpintero—. Foulques du Temple murió en su lecho, y
mereció el sepelio más pomposo que cofrade alguno hubiera recibido en aquel tiempo. Esto
puede confirmarlo en Beulé...
Así conocí a Cristóbal Lemus. Me invitó a su mesa para continuar la discusión que terminó en
amistosa charla. Luego se acercó la mesera, regordeta, con sus ojos negros, relumbrosos, una
sonrisa con que parecía darlo todo, maternal y adivinatoria. "No sabe reservarse nada", pensé.
Recogió los vasos, adivinó lo que quería y se alejó, siempre sonriente, la cofia prendida al
cabello oscuro y rizado, como una garza muerta.
—¿Tiene usted título? —dijo Lemus, apoyando su pregunta en una perspicaz humareda.
—No... Soy autodidacto —respondí. Hubo un silencio en el que yo me mantuve en guardia y
él casi metió la cabeza, en la taza de café. Sonreímos sin mirarnos y, naturalmente, estuvimos
de acuerdo en la inutilidad de un título. Él tampoco lo tenía. Las escuelas de carpintería
servían para aprender mediocremente el manejo de la sierra, el berbiquí, la garlopa, y para
formar modestos ebanistas o toneleros, incapaces de concebir algo más que una mesa o un
barril. Quien como nosotros ambicionara aquel arte monumental en que la madera se
proyectaba fuera de las dimensiones domésticas para tocar la luz, no tenía nada que hacer en
las escuelas. Por otra parte, los grandes maestros vivientes no aceptaban aprendices desde
que, por razones económicas y también por esa mezcla de envidia y temor a la juventud, se
habían constituido en sindicato único. La Puerta del Cielo, de Pekín, surgió en algún
momento de nuestra conversación como arquetipo del arte a punto de fenecer en manos de los
muebleros. Recordamos su planta circular, sus columnas que conservan la serenidad y el aire
imperecedero del bosque, sus arquitrabes, aleros; la pasmosa precisión con que fueron
ensambladas los centenares de dovelas que forman los arcos parabólicos de la gran cúpula, los
redientes que unen un arco al otro ; todo sin utilizar un clavo o un tornillo.
Los amigos de L3mus habían hecho mutis por los muros, no sé si molestos por aquel diálogo
tan exclusivo, plagado de tecnicismos. Uno de ellos volvió entre las piernas de la mesera, ha-
ciendo señales obscenas, empeñado en interrumpirnos, como un niño resentido cuando lo
ignoran. Ella volvió a sonreír, condescendiente, y se lo llevó de la mano. Lemus y yo
seguimos hablando de nuestra vocación como de una enfermedad común de la que
conocíamos el síndrome en su totalidad y su proceso. Cierto que toda vocación es una
enfermedad y el dolor más agudo e incesante que pueda padecerse, pero en nuestro caso, en
nuestro medio, la carpintería de fuera era algo peor una vocación absurda, desvalida y aun
estulta si se la mira fríamente. Tal vez por eso afirmábamos con tanta vehemencia su
32
excelsitud y utilidad, y aunque coincidiendo en todo, nuestra conversación danzaba con la
furia de un par de cangrejos que, deseando agredirse, no pueden más que entrelazar sus
pinzas.
Saqué del bolsillo la maqueta plegadiza que siempre llevaba conmigo. Era un proyecto un
poco desquiciado y. muy ambicioso, lo confieso. A veces veía su realización como construir
una ciudad yo solo; no por sus proporciones, menos por su función, sino por el trabajo, los
materiales y la técnica que habrían de reunirse en la obra. Lemus la hizo girar sobre la mesa,
una y otra vez, haciendo restallar la lengua mientras saboreaba el café, y carraspeando para
aliviar la sequedad crónica de su laringe. Su mirada saltaba con avidez de un punto a otro de
la maqueta. Era fácil intuir lo que pensaba, sin embargo, el hombre estaba ya amoldado a la
costumbre de encerrarse en sí mismo a piedra y lodo cuando es necesario decir algo
estimulante; todo por el miedo a equivocarse. El tiempo se estiró y se encogió entre el
ronroneo de gatos que nos circundaba y, por fin, Lemus soltó una maldición aprobatoria.
Había comprendido el sentido y la trascendencia de la estructura.
—¡Doscientos mil pesos! ¡Doscientos mil pesos! —gritó alguien desde la puerta del café.
Lemus levantó el brazo en un ademán que terminó en su bolsillo, y el vendedor de billetes de
lotería llegó jadeando; dobló cuidadosamente los billetes, a modo de ocultar el número, se
persignó con ellos y se inclinó sobre su cliente. En algún rinc5n estalló una voz lastimosa que
cantaba acompañada por un violín y ya no pude oír lo que hablaban, pero por el regateo
gesticulado, más que la opción a ganar un reintegro parecían negociar la compraventa de
doscientos mil pe-
sos. El vendedor se fue trotando de contento. En nuestra miseria todo está permitido; hasta
confiar la propia vida —y la ajena muchas veces—a la suerte. Lo que me importaba era el
oficio y la amistad de Lemus, por encima de sus creencias religiosas, e insistí en la estructura.
—Los brazos rectilíneos, la verticalidad de su espacio y la misma transparencia de la
construcción, podrían recordar las catedrales góticas... de la misma manera que su gran nariz
podría recordarme la del abad Haimon. Quiero decir que mi estructura no es anticipo de un
deseado ultramundo, sino algo muy distinto y tal vez opuesto. Ni monumento, ni templo, ni
obra de la fe. Es posible que las catedrales góticas y mi estructura sean acusadas de nacer de
un gusto bárbaro; una coincidencia sin importancia. Le aseguro que no busco alcanzar el cielo
sino esta maldita tierra. Dígame: ¿esperaría usted que procesiones de fieles uncidos a carretas
cargadas de maderas, vino, aceite, cereales, llegaran cantando salmos hasta el lugar donde
construiremos la estructura? No. Aquello fue en el siglo XIII. ¿Esperaría usted que el terreno
que escojamos fuera borrado del plano de la ciudad, ignorado, o que, favoreciéndonos,
mandaran una legión de seminaristas, a escupirnos? Sí, porque éste no es un tiempo gótico, y
nuestra irracionalidad ha dado siete vueltas, mareándonos, facultándonos para negarla:
Mírela, examínela, piénsela —sí, la maqueta— y sentirá hasta dónde es legítima expresión de
nuestra repudiada irracionalidad. Será obra suya y mía. Dos carpinteros para la historia. Sólo
necesitamos voluntad, un terreno y madera. ¿Acepta?
—Aquí está todo —dijo Lemus, y se tocó el bolsillo en que guardaba los billetes de lote ría—.
La estructura es magnífica. No necesita explicármela, pero espere a mañana. Será mañana, a
las ocho de la noche, aquí mismo.
Estaba sentado, con tres cajetillas de cigarros, un tarro de yogurt y dos paquetes de billetes de
banco recién emitidos sobre la mesa —según decía él mismo— como viendo al pasado y no
al futuro., También había un teléfono sobre la mesa. Marcaba un número para ordenar tres
33
toneladas de cedro rojo; otro para una grúa, un torno, motores de tres caballos, dos sierras
circulares y dos sinfines ; Otro para los andamios tubulares ; el último para pedir un camión
cargado de piernas. Dejó descansar su dedo índice y entonces se le ocurrió mandar a cerrar el
café para pensar mejor. Todavía marcó otro número para pedir servicio de Proveedora de
Aplausos, S. A.
—No es cuestión de magia —protesté cuan-do se disponía a ordenar dos kilos de talento
pulverizado. Se reacomodó en la silla y silenciosamente me llamó pedestre. Miró por encima
de su hombro y llamó a la mesera con un silbido. Estuvo junto a nosotros con tal prontitud
que tuve que aceptar que se había escondido bajo mi silla, esperando el silbido. Ella se
desvistió, tirando sobre la mesa las prendas que iba quitándose; sólo la cofia salió volando por
sí misma, dio varias vueltas en el café, graznando sobre nuestras cabezas, hasta que encontró
la puerta.
—Tiene sus ahorros —me dijo Lemus en secreto mientras pasaba el brazo por la cintura de
la mesera. Presté mayor atención a la carne azul y apelotada por el uso y al rostro sonriente,
demasiado joven para su cuerpo. Salimos los tres abrazados al mismo perfume y envueltos
por la humedad. Nunca antes había viajado sobre el pecho de una mujer, sobre un lecho de
hongos olorosos. Fueron tres, dos pasos —o tal vez ninguno— los que dio la mujer para
llegar a la recámara.
—¿Estamos o no estamos asociados? —preguntó Lemus mientras ella cubría las lámparas con
pañuelos rojos.
—Eres un verdadero camarada —dije, un poco turbado por ver a la mesera transformada en
una estatua de sangre, y más todavía al ver el hueco negro por el que hablaba con blandura
maternal, repulsiva en esas circunstancias.
"De sus ahorros a la estructura no hay más que esto", pensé, vagando por la estructura quo era
ahora su cuerpo, saltando de un andamio al otro y elaborando las gigantescas celosías. Una
araña empeñada en atrapar a un rinoceronte, esa era yo y sin embargo, nadie podía
disuadirme. A pesar mío se produjeron "las tinieblas, la caída, el trueno de la soledad...
precipitarse fuera de uno mismo en la inmemorial, ciega matriz receptiva que todo lo
absorbe..."
De nuevo estaba Lemus ante la mesa vacía. Esto era al siguiente día, a las ocho. Los billetes
de lotería; arrugados, inútiles, fraudulentos, tirados al pie de la silla, pero en su cara seguía
ardiendo la angustiosa e inagotable esperanza.
—No es cosa de magia —insistí, queriendo arrancarlo de su esperanzada derrota.
Los tres estábamos rojos ante las lámparas tapadas con pañuelos. No había espejos pero podía
sentirme teñido de rojo en los ojos de ellos. Luego vacié mis pulmones, con desolada
insatisfacción más que cansancio.
—¿Estás bien? —preguntó la mujer, y puso una mano sobre mi frente y la otra sobre el pecho
de Lemus.
—No. Necesito, necesitamos tus ahorros.
—¿Para qué? —preguntó con tanta extrañeza y recelo como si le hubiera pedido una de sus
orejas.
—No puedes quejarte. Se te ofrece la oportunidad única de aportar algo más a la estructura —
34
dijo el otro, benevolente, fumando y contemplando las manchas del cielo raso—. Ganarás
indulgencias por cien años y, lo más importante, quedarás inscrita en la historia de la
carpintería. Señora, usted tiene una vejez qué asegurar la suya. Nadie le ofrece las fabulosas
ventajas que nosotros...
Me asombró la experiencia de Lemus en asuntos de venta. Habló y habló, moviendo
diestramente su lengua musculosa, siempre con frases cuadradas y ese tono meloso pero
apremiante de un vendedor de pastillas o un locutor de radio. La mujer cayó exhausta entre
mis brazos, apenas con fuerzas para preguntar:
—¿Y me serán fieles?
Sí, sí. Eternamente —me apresuré a susurrarle al oído. Con lentitud de moribunda deslizó un
brazo por mi cabeza, luego por la almohada, trémula e indecisa. Él y yo seguíamos con avidez
aquel prolongado movimiento. La mano se detuvo sobre sus costillas, subió y bajó varias
veces antes de hundirse entre la sábana y el vientre de la mujer. Lemus me miró angustiado,
incrédulo, y se disponía a hablar de nuevo cuando la mano salió con un rollo de billetes y los
regó sobre Mi plexo solar.
La mesera volvió a su trabajo y nosotros nos echarnos a buscar el sitio adecuado para erigir la
estructura. El Sol, fuera de su órbita, cubría todo el cielo y metía su luz en todas direcciones.
Sin prestar la menor atención a aquel extraño fenómeno, más bien aceptándolo como
consecuencia natural de nuestra fortuna, anduvimos de un lado a otro, rechazando o anotando
las características de los terrenos baldíos que encontrábamos a nuestro paso. "Estamos en ju-
lio", pensé. "Cómo diablos saber cuándo se va a terminar... Estamos en julio", me repetía en
el fondo de la conversación.
— ¡Este es! —exclamé y me detuve con la sequedad y el temblor de la aguja de un detector
de metales. A un lado estaba el gran muro de cemento cubierto de anuncios, y al otro un
edificio de seis pisos, pardo de vejez; un corredor estrecho y de barandas metálicas en cada
piso, y puertas de igual tamaño y color distribuidas con simetría de colmena. El rótulo cubría
la altura de uno de los pisos: HOTEL DE LOS IGUALES. Los montones de piedra y la
maleza que cubrían el baldío se agitaron al ver que los veíamos.
—Esos corredores nos servirán de andamios —dijo Lemus, para sí mismo—. Provisional-
mente, claro —agregó de inmediato, avivándose:
Nos alojamos en el hotel y la estructura principió a crecer con una prisa casi destructiva,
como si el tiempo fuera a acabarse en el momento siguiente. Sudábamos día y noche, infa-
tigables, invencibles a veces, y otras enloquecidos e impulsados por el mismo cansancio; pero
siempre doblados sobre la caja de ingletes, cortando los listones, o tallando espigas y
renvalsos, o ensamblando. La madera se elevaba, exuberante, fiel a la verticalidad y la
transparencia señaladas en la maqueta.
Un día despertarnos otra vez pletóricos de fuerza aguijoneados por la incesante hambre de
consumir, dilapidar esa fuerza, y a la luz del amanecer vimos la estructura de seis meses de
edad. Contábamos a partir de su nacimiento, del primer corte, del momento en que había
surgido para los sentidos, apartando y hasta olvidando el período de gestación —que tal vez
éste era el riesgo que nos negábamos a correr— la hubiera remontado a la Edad de las
Glaciaciones. Tenía seis meses y, no obstante, a la implacable luz de la mañana era un
esqueleto, promisorio, pero solamente un esqueleto al que le faltaba la envoltura en que puede
residir la fealdad, la belleza o la función. Lemus y yo cambiamos una expresión amarga en la
35
que cada uno a su modo decía del mismo temor. Aliñados de coraje corrimos a comprobarlo;
en efecto, habíamos empleado hasta el último centímetro cúbico de madera y también, la
última ración de comestible. ¿Quién no ha sentido la ansiedad, el dolor y la vergüenza de un
acto inconcluso? Y había en nosotros demasiada fuerza y vocación para reducirnos al
lamento, la resignación, y menos a la derrota.
Con la serenidad que da la cabal visión del peligro propusimos nuestras respectivas
soluciones y entre ellas escogimos el Banco de Fomento.
—¿Asunto? —preguntó la secretaria del gerente, olorosa a papel en blanco, con un higo
sostenido en las puntas de los dedos índice y pulgar. Se llevó el fruto a las fosas nasales. Era
indudable que olíamos a madera aspirada, absorbida por los poros, asimilada y vuelta a
expeler por las mismas vías que había llegado. Luego observó nuestros zapatos con tal
repugnancia que me obligó a mirarlos y a enterarme de que hacía seis meses que no los
limpiábamos.
—Estructura —repuso Lemus, adaptándose de inmediato al laconismo comercial.
—¿Asunto?
—Crédito estructura.
—Especifique clase estructura. —Iconoclasta.
—¿ Iconólatras?
—No. Carpinteros.
—Sírvanse llenar solicitud —dijo ella después de un rato de reflexión, y al mismo tiempo que
mordía el higo nos presentó un libro grueso, de cantos dorados.
—Pongan manos encima —ordenó, y nosotros lo hicimos con la rencorosa obediencia de la
necesidad.
—¿Juran decir verdad y sólo verdad? —Juramos.
Masticó el último trozo de higo, concienzudamente; se limpió las manos con austeridad de
sacerdotisa y nos entregó un cuestionario. Acostumbrados a manejar la geometría en el
espacio, nos fue fácil dar la debida respuesta a cada pregunta. Luego esperamos, recorriendo
lentamente las paredes sin una sola mancha en qué descansar, los dibujos de la alfombra, los
zapatos blancos, los tobillos y el peinado dé la secretaria, los purísimos vidrios de las
ventanas, el contorno de las lámparas, y por fin, cuando ya bostezábamos de angustia, se abrió
la puerta del despacho del gerente. Estaba tendido bocarriba sobre el sillón convertido en
masajista, y con algodones negros cubriéndole los ojos.
—Buenas tardes... —dije tratando de sobreponer mi voz al zumbido que salía no sé si del
sillón o del enorme abdomen del gerente, sacudido por aquella estúpida vibración del mueble.
El hombre apretó un botón que detuvo el zumbido; tiró de una palanca y el respaldo subió
chirriando.
—¿Asunto? —preguntó, descubriéndose los ojos pero no para vernos, sino para fijar la
mirada en un tintero que parecía no haber visto nunca antes de ese momento.
—Usted tiene en sus manos la vejez de todos sus representados y nadie le ofrece las fabulosas
ventajas que nosotros para asegurarla —principió diciendo Lemus, con la brillantez de los
primeros acordes de una marchó triunfal—. Hay algo nuevo bajo el sol y al alcance de su
36
Banco. En la, calle tal, junto al Hotel de los Iguales (no sé si usted se ha extraviado alguna
vez y ha pasado por allí) tenemos una estructura inconclusa, de sesenta metros de alto, con
vista a la tierra, en la que hemos invertido seis meses de trabajo —esto sin contar el período
de gestación— y todos los ahorros de una buena mujer. Para dejarla en condiciones de
funcionar sólo necesitamos...
—Nuestra actividad no comprende obras religiosas —dijo el gerente, y se lustró los dientes
con la punta de la lengua.
—No, no. Espere. Es una obra de carpintería y su sentido...
—¿Qué rentabilidad calculan? —preguntó, tajante; y aunque la pregunta parecía ir dirigida al
tintero, éramos nosotros los que debíamos contestar.
—Eso depende de ustedes...
— ¡Cuánto!
—¿Rentabilidad? La que la ciudad señale.
— ¡Cuánto!
—Estábamos tan ocupados que no lo habíamos pensado, pero...
—Mi secretaria les dará la respuesta —gruñó, y volvió a su posición horizontal, suspirando
febrilmente al compás de los golpes que el sillón le daba en la espalda. Quise agregar otro
argumento y mi voz se perdió entre los ruidos del masaje, pero debe haberme oído porque
oprimió otro botón que puso en marcha un gran ventilador. Impelidos por un viento irrestible,
salimos de espaldas, trastabillando, y al pasar junto al escritorio de la secretaria, ésta nos
entregó una carta nítida y reluciente. Pudimos leerla al llegar a la calle. En ella nos daban las
más rendidas gracias por haberlos visitado.
Habíamos previsto la negativa del Banco, aunque jamás se nos ocurrió visualizarla en
términos tan drásticos, y nos esperaba la siguiente posibilidad. Yo tenía noticias de una
institución cultural que cada año, precisamente en ese mes, repartía becas entre sus amigos, y
Lemus estuvo de acuerdo conmigo en que la -mejor manera de trabar amistad con la
institución era solicitar una beca. Lo único que se requería para obtenerla era evitar el
concurso de aspirantes,
La directora, una mujer delgada y " frágil como una pértiga de porcelana, de cabellos, cejas y
bigotes blancos, .se arrellanó en su sillón para oírnos. Mi socio y yo nos turnábamos en la
exposición de nuestros motivos y la mujer escuchaba, con tanta atención que por momentos
sus rasgos desaparecían para disolverse y fundirse en una sola y gran oreja de bordes dorados.
—Son ustedes enternecedores —dijo llorando cuando creyó que habíamos terminado—. Soy
de origen francés. Mis padres nacieron ya en América, pero mis abuelos guardaban entre sus
tesoros parisinos una plomada que, según me relataron innumerables veces, había pertenecido
al tío Etienne —las lágrimas le corrían incontenibles y sus bigotes chorreaban como si
hubieran acabado de salir del baño. Conmovido, le ofrecí mi pañuelo, pero ella lo rechazó con
un gesto por demás cortés y prefirió sorber sus lágrimas por la comisura de los labios—. ¡El
tío Etienne! Fue miembro de aquella misteriosa sociedad de carpinteros que se hacían llamar
Zorros de la Libertad. Y ahora ustedes... con ese maravilloso proyecto de carpintería me
hacen revivir momentos inefables.

37
Cristóbal y yo intercambiamos un gesto de malicia al imaginarnos con la primera
mensualidad en la bolsa. La mujer aspiró profundamente en un gran esfuerzo por calmarse, se
puso de pie, y se metió las uñas en los lagrimales para exprimirlos antes de limpiarse las
mejillas. En silencio, tensos, casi petrificados la seguimos con los ojos hasta verla sentarse de
nuevo, con el maquillaje estropeado por el llanto.
—Pues a terminar esa estructura hijos míos —dijo la directora, y de un cajón del escritorio
fue sacando los cosméticos para retocar su maquillaje, totalmente repuesta del acceso de
llanto. Cristóbal carraspeo con rapidez, urgido por las frases que ya tenía hechas.
—Con su noble ayuda..., quise decir, con la ayuda de la institución que dirige, quedará
terminada antes de fin de año. Espero que mis preguntas no resulten impertinentes, pero
tenemos prisa por reanudar nuestro trabajo: ¿serán dos o una beca? En éste último caso ¿de
cuánto sería le mensualidad?
Ella acercó su nariz al espejo circular que sostenía en una mano y con la otra dio varias largas
pinceladas en el contorno de sus ojos. Parecía no haber oído, o en todo caso estar oyendo con
el oído de esa otra persona impasible; áspera, que surgía de su maquillaje retocado. Las me-
jillas tenían el mismo tono rosado de antes pero ahora con la calidad de sendos cultivos de
bacterias.
—Las becas las otorga un honorable jurado que dictamina por rigurosa eliminación —dijo por
fin, haciendo restallar los labios y sin quitar los ojos del espejo—. Naturalmente, quedan
ustedes invitados.
—¿Concursar? Sabemos, toda la ciudad sabe que ésta es cuestión de amigos —dije, irritado
por el fraude de que habíamos sido objeto—. Y nadie puede protestar ni censurar a un hombre
o a una mujer porque protege a su amigo. La amistad es sagrada y todas esas cosas. Nosotros
hemos venido como amigos, ¿O, acaso cree que como enemigos hubiéramos soportado sus
sartas de lágrimas? Pero no nos inmiscuya en sus concursos —arremolinado por mi cólera
giraba, y queriendo ir hacia el escritorio avanzaba hacia la puerta, tirado por un garfio de
hueso envuelto en goma—. No nos complique en su estafa —grité, ya muy lejos de la mujer y
caí de bruces en la acera.
Cristóbal fumaba, sentado en la banca de un parque. Muy cerca pasaban filas de automóviles
desleídos en su propia velocidad y mi silencio de bestia avergonzada era el de todas las cosas
que me rodeaban. Me senté junto a él, con remordimiento y furia, porque faltaba mucho para
que mi decisión cayera persuadida a garrotazos.
—Allá enfrente hay una casa —dijo, como rematando una reflexión.
—¿Una casa? Tal vez yo esté mareado por el hambre porque yo veo muchas casas.
—Pero solamente a una, a aquella del foco rojo, van las señoras de este barrio a alquilar
hombres jóvenes —sacudió la ceniza que había caído sobre su corbata y agregó convencido:
Somos jóvenes. Ríete. Vamos.
Jugándonos la vida atravesamos la calle, y riéndonos, como verdaderos jóvenes por los que
no hubiera pasado ni la responsabilidad de una idea, ni brizna de fracaso, entramos en la casa.
La regenta dora a su vez se rió de nosotros, peludos, con el cuello de la camisa arrugado,
enjutos, los ojos enrojecidos por el desvelo, los pliegues del pantalón deshechos, ausentes, la
carne saturada de ese invencible olor a madera, y —según dijo la misma mujer— la mirada
torva, por más que quisiéramos sonreír.
38
Entramos al café y cada uno de nosotros tomó una fila de mesas. La mayoría de los clientes
era gente conocida que en una o en otra forma estaban de nuestra parte, y a la que podíamos
ofrecer nuestros bonos con franqueza. Eran pagaderos al triunfo de nuestra causa, para cuando
el público reservara sus entradas con semanas de anticipción con tal de ver de cerca la estruc-
tura y sentir sus terrenales emanaciones. Al final de la fila de mesas nos vimos con las
mismas caras agrias, fatigadas, enmascaradas de valor pero no exentas de frustración. Igual
que en todos los sitios que habíamos recorrido, la gente respondió con cinismo, procacidad,
compasión o simple "debilidad económica".
Quedaba la veta de compasión; no como accidente sino como reacción provocada y cultivada.
Le saqué un ojo a Cristóbal, él me cortó el labio inferior y el mentón, a modo de que el ángulo
de mi mandíbula inferior quedara al descubierto.
Nunca antes había notado las manchas de sarro que había en la base de mis dientes y las
venillas negras que surcaban mis encías. Para el objetivo que perseguíamos muchas veces es
más efectivo causar repugnancia que lástima. En cuanto a nuestra indumentaria, hacía tiempo
tenía el aspecto requerido.
Me arrodillé en el sitio más iluminado de la puerta, donde la luz me diera de frente y mostrara
la amputación de mi cara, el hueso de la mandíbula transparentándose bajo los tejidos
escarlata y negra. Cuando la multitud salió del teatro simplemente extendí la mano, silencioso
y hasta con una que otra lágrima. Al principio, los desprevenidos ciudadanos tuvieron que
verme de cerca, y no dudo que a más de uno le haya echado a perder la melosa sensación que
guardaban de la comedia vista. Hubo varios gritos contenidos. Luego se hizo el vacío a mi
alrededor y la gente siguió saliendo pero sin atreverse a traspasar la isla en que había
quedado. Desde la orilla tiraban algunas monedas que yo recogí moviéndome a gatas.
Cristóbal Lemus por su parte escogió al galgódromo como campo de acción. Más inteligente
que yo, hizo correr entre los apostadores la patraña de que era de buena suerte tocar su ojo
vacío con el dinero que se iba a apostar. Estableció la tarifa de veinte centavos por cada toque
a su cuenca rojiza y humedecida por una perpetua e involuntaria lágrima. La vecindad de la
gran nariz pálida la hacía aún más impresionante. Por supuesto que colectó más dinero que
yo.
Era casi media noche cuando nos encontramos en el café, en la mesa de siempre.
Clasificamos y .agrupamos las monedas por orden de nominación para facilitar el recuento:
Eran no menos de dos kilos de cobre y níquel los que-habíamos reunido, pero por grande que
fuera el peso del metal cosechado, apenas tenía el valor de una cena que, después de la
espantosa jornada, creíamos merecer. Pensamos que siendo primer día de trabajo en esta
nueva ocupación, los beneficios habían superado nuestros cálculos, y que con los días
llegaríamos a ganar lo suficiente para, ahorrar algo diariamente hasta reunir la cantidad que
requería la conclusión de la estructura.
Vi a la mesera acercarse de puntillas. Bajé la cabeza con la intención de levantarla cuando
estuviera frente a mí y así gozar mejor de su horror. Habitante de un mundo en el que todo
está sabiamente compensado, con la pérdida de mi labio inferior y mi mentón había ganado la
capacidad de horrorizar y, más aún: el placer de horrorizar. ¡Sentirse grotesco! Esto es algo
que debería practicarse desde niño. También Cristóbal había aprendido a hacer siete guiños
distintos con su ojo vacío. Levanté la cabeza bruscamente, mostrando mi deformidad con la
destreza de un prestidigitador, y la mesera se quedó sonriendo.

39
—Están llamando demasiado la atención —dijo, procurando ser más amable que de cos-
tumbre pero sin poder ocultar su disgusto ¿Para qué ser tan extravagante? Eso ofende a la
clientela. Sólo entonces vi que todas las miradas convergían en nosotros, que algunos hasta se
habían subido a las mesas para vernos mejor, no obstante que muchos de ellos tenían marcas
tan visibles como las nuestras—. Creo que tendrán que dejar de venir al café... Creo que ya
no... saldremos juntos —agregó en voz baja y mirando de reojo las columnas de monedas.
¡Bah! Tráenos de cenar, —dijo Cristóbal y encendió un cigarro.
—¿Y la deuda? —preguntó la mujer, sin moverse de su sitio, deteniéndose la cofia que
pugnaba por volar.
—¿Cuál deuda? —dije con aspereza, presintiendo el móvil de su pregunta.
—Mis ahorros... Pensándolo bien no necesito indulgencias; Con lo que me pagan aquí tengo
bastante para vivir. No voy a exigirles mucho, porque no soy mala... ya ven que sonrío... pero
un primer abono...
Era claro lo que pretendía. Me abalancé a cubrir el dinero con el pecho y las manos, pero ella,
sin perder su amabilidad ni por un instante, metió la cabeza por debajo de mi brazo, se tragó
las monedas con un largo y potente sorbo y nos dejó sin cenar.
Pasaron varias semanas antes que pudiéramos descubrir el mito que se ha formado sobre la
mendicidad. Teníamos lo suficiente para comer, aunque no para engordar, pero nuestra
cuestión vital (los fondos para concluir la -obra) seguía lejos de realizarse.
Leíamos con asiduidad las máximas de Foulcines, donde encontramos formulado el código
moral que —desde mucho antes de leerlo— practicábamos por mera intuición. Sin embargo,
el verlo escrito por una mano maestra, respaldado por un cerebro y una vida autorizados,
explicaba y justificaba los principios que deben regir una vocación. Ni la paz ni la piedad
pueden tener cabida en el hombre comprometido con su vocación. Leales a nuestra moral no
habíamos tenido piedad con nosotros mismos, y entonces ¿por qué tenerla para con los
demás?
La idea principió a rondar nuestras frases y actitudes con gran subrepción, y cuando lo
supimos ya estábamos al pie de la estructura, afilando un juego de escoplos en la oscuridad.
El olor a madera enmohecida nos llegaba como mensaje urgente de que debíamos actuar.
Sonaron las ocho.
—Hay que darse prisa. Sale del galgódromo a las 8.15. Pasará por el callejón a las 8.32 —dijo
Cristóbal y se cortó un cabello con el escoplo que afilaba.
—¿Cuánto crees que lleve en el maletín?
—No sé, no sé; pero es suficiente para construir esta estructura y diez más.
Con las herramientas afiladas hasta deslumbrar nos apostamos uno en cada extremo del
callejón mal iluminado. Mientras esperaba no pude evitar cierto temblor en las ingles.
Rápidos y misteriosos como estampas pornográficas, pasaron por mi mente todos los
sermones que había oídio o leído. ¡Qué monstruosa inutilidad! Iba a gritar cuando oí los pasos
del hombre cayendo en la trampa. Por la forma en que arrastraba los tacones podía adivinarse
su edad y su gordura. Él había robado ese dinero; protegido por sus leyes lo había extraído
con saña de los pulmones de los galgos y —con las uñas de los apostadores— de la boca de
todos los hambrientos de la ciudad. Al llegar a medio callejón se vio entre dos hierros
40
silenciosos, y antes que pudiera invocar su código los escoplos habían entrado y salido de él
varias veces.
El maletín contenía un par de guantes, una caja de palillos de dientes y un oso de peluche.
Nada más.

****************************
SUDAR COMO CABALLO

Cuando Erasto oyó el chirrido de los frenos y que el motor se apagaba frente al edificio, el
corazón le saltó como un perrito alegre. Se asomó a la ventana. Desde el séptimo piso, vio el
camión cargado con la tonelada de plastilina.
—¡ Es aquí ! —gritó, agitando un brazo para que lo vieran mejor. Los peones del camión
levantaron la cabeza, lo vieron fríamente y luego se miraron entre sí, incapaces de medir el
tamaño del disparate.
—¡ No podemos subirla! —contestó uno. —¿Por qué?
—¡ Es ilegal ! —y sin más se pusieron a descargar el camión. Erasto bajó las escaleras
corriendo, .descalzo y con la camisa desabotonada. Inútilmente habló durante un cuarto de
hora, porque los peones se habían taponado los oídos con plastilina. Apilaron los grandes
cubos junto a la puerta, le hicieron firmar el recibo y se alejaron haciendo ruidos obscenos
con el motor del camión.
Erasto pasó la tarde subiendo y bajando los siete pisos, pero eso y más hubiera hecho porque
nada, absolutamente nada podía detenerlo en su propósito. Cuando subió el último cubo tuvo
que sumir el abdomen y caminar de lado para entrar en su cuarto. Estiró los brazos y se
empinó para colocarlo arriba. Prensado entre la pared y aquella montaña obscura, pensó en su
cama, en su mesa, en sus bocetos, en su ropa, en sus zapatos, en todo lo que había quedado
sepultado bajo la tonelada de plastilina. Estaba exhausto. Hizo un gran esfuerzo, escaló la
montaña y se acostó bocarriba. Se asustó un poco al ver el cielo raso tendido sobre él, como la
tapa de un ataúd. Fue un temor instantáneo, porque inmediatamente pensó en lo que seguía:
ablandar la plastilina; una tonelada. Pero apenas era suficiente para modelar la monumental
obra. Cada detalle y el monumento en su totalidad había quedado resuelto a fuerza de trazarlo
y retrasarlo en centenares de bocetos. Vio crecer la figura de El Inconforme, con cada uno de
sus músculos retorcidos de ambición. Sus proporciones eran demasiado grandes para el
cuarto, y la figura rompió el techo para sacar medio cuerpo. Lo más probable era, de que el
dueño del edificio lo demandara por daños y perjuicios. Pero todo carecía de importancia ante
la trascendencia de la obra que estaba a punto de realizar. Dichoso de sentirse tan cansado se
durmió, con un pie de la gigantesca estatua como almohada.
Erasto despertó al amanecer con sus fuerzas recuperadas. La plastilina era dura; poco le
faltaba para ser piedra. No sabía por dónde principiar a amasar la montaña. Arrastrándose la
espalda encontró un hueco en el que cupo en cuclillas. Sin pensarlo más, allí dio golpes. Al
principio la montaña rugió secamente. Se negaba a ser ablandada. Y poco a poco fue cediendo
a causa del calor de la piel de Erasto más que de sus golpes.
41
Era una pelea a muerte en la que sin duda el triunfo estaría de parte del domador. “Lo que
estoy golpeando puede ser el hígado, las orejas o un brazo de El Inconforme”. Y por enésima
vez visualizó la estatua. Se elevaba por encima de los techos, con el pecho amplio, sólido; los
labios abultados por una sonrisa sensual, la sensualidad del que vive constantemente aventado
hacia la acción. Sintió cierto ardor en los nudillos, levantó las manos rápidamente y las vio
sangrando. Era cualquier cosa, pero para dejarlas descansar siguió golpeado con los pies.
Sintió hambre. El pan y la leche que había comprado el día anterior estaban sepultados. Los
jugos gástricos no alcanzaban a Entender eso y se puso a mascar un trozo de plastilina para
engañarlos.
Al anochecer Erasto era un trapo empapado de fatiga. Había ablandado una sección muy
pequeña. Multiplicó, dividió, sumó, restó mentalmente: en un mes la tendría preparada, lista
para obedecer lo que le ordenaban sus manos. Esa noche vio que el monumento se movía de
su sitio y se iba por las calles hablándoles a las multitudes. Él lo seguía de cerca. Se escondía
tras de los postes para gozar a solas de la revolución que estaba provocando El Inconforme. El
gobierno no quiso tolerar por más tiempo aquella incitación al desorden y destacó un batallón
de lanzallamas para contenerlo. Erasto despertó sobresaltado. Estiró el brazo para tocar el
trozo ablandado, no estaba. Se apresuró a encender un fósforo. "Me he desorientado", se dijo,
y lo buscó a su espalda, pero ahí tampoco estaba. La masa inerte se resistía y había vuelto a
endurecerse.
—¡Maldita mole! ¿De dónde sacas frío? ¡Yo estoy sudando como un caballo! —gritó
encolerizado, y acometió de nuevo la tarea de ablandamiento.
Naturalmente que el hombre estaba decidido a salirse con la suya. Terminaba los días
embadurnado de plastilina hasta las axilas, atiborrado de gloria, había amasado otro cubo,
golpeándolo con la cabeza cuando las rodillas, los pies, o las manos estaban demasiado
ensangrentados.
Pero hubo un error de cálculo. De esto hace cuarenta años, y su cama sigue sepultada.

********************************
UNA LEYENDA QUE HEREDAR

Un leve desgarramiento se oyó muy arriba. Aquiles tiró a un lado la viborilla, corrió a la
ventana y alcanzó a ver una lluvia de cerillos apagados, negros sobre el cielo blanco; caían
con la misma lentitud y armonía que los fuegos de artificio. La nave había estallado en pleno
vuelo como tantas otras.
—Ven a ver, abuelito. Estalló igual que la del mes pasado —gritó el niño, con una voz
platinada por la emoción.
El viejo levantó la cabeza, sonrió condescendiente, y siguió desdoblando el paño en que
guardaba un antiguo mazo de naipes, lo único que guardaba de aquel tiempo en el que, a
fuerza de recordarlo a su manera, el heroísmo lo había tocado. Ahora tenía un nieto, curioso e
inocente, a quién heredarle la leyenda de su persona, que de lo contrario quizá se hubiera
perdido con su cuerpo.
42
—¡Ven! —insistió el niño—. También hay una llama verde; viene cayendo a saltos. ¡Cae!
¡Ven!
—Eso ya no me divierte. Déjame jugar.
Aquiles se recostó sobre el alféizar de la ventana y siguió contemplando el cielo, de espalda al
abuelo. "Es casi perfecto", pensó el viejo, mirando satisfecho el torso anguloso del nieto.
Mientras barajaba los naipes sintió la• nariz y la boca llenársele del agridulce sabor a vejez.
Se quitó la dentadura para gustarlo mejor. .Palpó la piel ,esa y arrugada en que crecía su
Barba; luego la e?.bellera, tan escasa y débil que ya no le exigía peinarse. Pero lo más
definitivo de su triunfo era la sensación de agotamiento, la blandura con que reposaban en su
cuerpo las glándulas muertas. Bien podía ser abuelo o abuela, sin conflictos de ninguna clase.
Había sido tan fácil. Soltero, sin vestigio de familia y con derecho a una pensión vitalicia,
decidió envejecer. En los últimos años había sentido una creciente repulsión por sí mismo y
sus contemporáneos. Cada vez le resultaba más insoportable verse entre octogenarios
robustos, ágiles, dispuestos siempre, a defender apasionadamente el progreso, pero con lentes
oscuros para ocultar sus ojos acuosos. Detestaba verlos apiñados alrededor de los calefactores
mientras recibían el baño anual de conservación, manoteando entre nubes violáceas, gritando
con voz impostada y ocultando tras sus alegatos el terror a envejecer. Todo para que un día en
vez de ser bañados fueran desintegrados por excedentes. A los 90 años tuvo fuerzas para
decidirlo. No quiso seguir siendo una caja llena de carroña y revestida de energía. Le bastó
quedarse en casa y ceder el paso al tiempo para que la vejez llegara a reducirlo a un humo de
vida. En menos de un mes quedó limpio de "pompa y circunstancia". Pero a medida que se
apagaba, un cierto vacío fue creándole aquella cojera interior. Fue entonces cuando escribió al
INUNDOR (Instituto Universal de Ortopedia).
Aquiles se le acercó, saltando sobre un pie, con los ojos irisados de contento y mostrando el
filo de sus dientes dorados.
—Enséñame a jugar eso. ¿Cómo se llama? —dijo el niño y, sorpresivamente, dejó caer su
pesado cuerpo sobre las piernas del viejo. Era primera vez que lo hacía, sin embargo, el
abuelo lo recibió con simulada naturalidad.
—Solitario. Pero éste es un juego para viejos. Tú tienes el potrillo que relincha, los
boxeadores que sangran por las narices, la víbora, y todos caben en tu cama.
Sin prestar atención, Aquiles se puso a jugar con las cartas y dejó que el abuelo le pasara la
mano por la cabeza. Era perfectamente redonda, dura, pero con la tibieza propia de un ser
viviente. El viejo se solazó contemplando el cuello, adivinando las cuerdas que se movían
bajo aquella nuca pulida. Ni por un momento había dudado sobre el nombre. Supo que le
llamaría Aquiles, igual que el bisabuelo, desde que el INUNDOR confirmó su pedido y a su
vez le pidió muestras de sudor, dé voz, de tejido cutáneo, etc. Semanas después recibió la caja
herméticamente cerrada y un gran sobre con el instructivo. Había seguido al, pie de la letra
cada una de las instrucciones y, hasta entonces, el aparato había respondido a sus exigencias.
Sin apresuramiento lo había sometido a pruebas rigurosas y el nieto obedecía, lloraba, reía,
dormía, y sobre todo lo amaba con precisión. Solamente el peso, desde que lo desempacó, le
había parecido un poco excesivo para sus nueve años de edad, y más ahora que Aquiles se
remolineaba sobre sus piernas temblorosas. Mientras con el pañuelo le limpiaba las manchas
de polvo que iba descubriendo en la espalda, el niño construía altísimos castillos. Un naipe
cayó al suelo, ambos intentaron recogerlo al mismo tiempo y Aquiles rodó bajo la mesa.
43
—¡Hijito! —gritó el viejo, adelantando los brazos con ansiedad.
El nieto se levantó mecánicamente; por entre sus dientes salió una risita estoica, y en prueba
de que nada había pasado volvió a sentarse sobre una pierna del abuelo. Este se apresuró a
ponerle una oreja sobre el pecho. Oyó el silbido, apenas perceptible entre el rumor de cascada
lejana que normalmente había oído. Temeroso que algo se hubiera roto lo recostó en el sillón
y sin detenerse a buscar el bastón, fue al dormitorio. En el mes que llevaba de ser abuelo se
había familiarizado a tal grado con el instructivo que de inmediato encontró el capítulo
correspondiente. No había nada que justificara su alarma. Tranquilizado, reparó en lo que
momentos antes había exclamado. Llamarle "hijito" era reconocer desde lo más hondo de su
vejez que el aparato era en efecto un remedio para su cojera. El niño iba desalojando el
deprimente vacío y ya no moriría solo; alguien heredaría la memoria de sus actos y también la
obligación de perpetuarla.
Cada página del instructivo estaba llena de anotaciones sobre las pruebas cumplidas y .sus
propias observaciones. Según lo estipulaba el contrato con el INUNDOR, aún estaba a tiempo
de rechazarlo en caso de funcionamiento deficiente. Podía devolverlo. Le incomodó la idea, y
no obstante insistió en ella, quizá como recurso para afirmar su posesión de un nieto, su
creciente afecto por el heredero. ¿Qué haría el Instituto con Aquiles? Lo desarmaría para
utilizar sus piezas en la fabricación de otro aparato.
Tal vez una hija, o un enemigo público destinado a algún mundo subdesarrollado. ¿Cómo
funcionaba Aquiles? Estaba muy lejos de entenderlo, pero comía con el voraz apetito de un
niño sano; sus pupilas relucían cada vez que le contaba alguna de sus anécdotas en esa
entrega a plazos de su herencia; su tez cambiaba del color acerado al color broncíneo siempre
que lo regañaba; improvisaba las canciones más absurdas mientras jugaba; corría de un lado a
otro, saturando de su inquietud la casa. Y algo más todavía, ¿a qué se parecía Aquiles? A la
clepsidra que en su remota niñez había visto en un museo; a un parque inundado de sol y de
ruidos familiares. Se parecía a él mismo en el modo de pararse, de tomar un vaso, de colocar
los brazos al acostarse. Dormía con la serenidad de un inocente.
Volvió a abrir el instructivo. Había tachado las líneas correspondientes a cada prueba por la
que había pasado el nieto, pero faltaba una. Le pareció malvado dudar de la inocencia del
niño.
Apoyándose en muebles y muros, el viejo regresó a la sala y encontró a Aquiles de cabeza,
contra una pared.
—Así todo parece nuevo. Haz como yo, abuelito.
—Ves que apenas puedo sostenerme en pie...
—Nunca había visto el arbolito seco que hay dentro de esa lámpara —dijo el niño señalando
el cielo raso—. Tampoco esa cicatriz que tienes en el cuello.
—Son huellas de una lucha, hijito —respondió el viejo, asumiendo la noble actitud de un
héroe al, ser entrevistado, y buscó a su alrededor. De un salto Aquiles se puso de pie y corrió
a traerle el bastón.
—Cuéntamelo, abuelito... cuéntamelo.
—Bueno... —hizo una pausa, como para no interrumpir el traqueteo de sus articulaciones al
sentarse. Qué duda cabía de la inocencia del niño—. Aquellos eran tiempos difíciles en los

44
que había que pelear, hombro con hombro, al lado de los desposeídos. (Detrás de la inocente
mirada de Aquiles vibró cierto haz de filamentos y sobre una membrana verdosa apareció el
abuelo, a la edad de 25 años. Sentado ante una mesa circular llena de tazas y ceniceros,
discutía acaloradamente con tres de sus contemporáneos. Sus cabezas apenas se distinguían
entre la humareda que las envolvía.) Un día se descubrió que de las vísceras humanas,
sometidas a un tratamiento de aceleración —¡qué barbaridad !— podía derivarse un
combustible de alta compacidad. ¿Te imaginas? Se procedió a emitir una ley, sí, una ley
según la cual todo desocupado contraía la obligación de entregar sus vísceras al Estado. No,
tu generación no podrá hacerse una idea de lo que era aquel mundo. Sin embargo, aquello nos
pareció injusto y decidimos protestar. (En la membrana, el abuelo permanecía sentado junto a
la mesa circular.) Movilizamos a las masas y nos lanzamos a la calle, resueltos a todo. ¡Ya no
era posible soportarlo! (El abuelo apagó un cigarro y apoyó los codos en la mesa circular.) A
mí, a tu abuelo, le tocó dirigir a los desplazados de la industria cervecera, gente de armas
tomar. ¡Vaya que sí! (Se limpió el sudor de la nariz y tronó los dedos para ordenar otra taza
de café, desde la mesa circular.) No quiero aburrirte con la enorme cantidad de muertes,
encarcelamientos, destierros, que se produjeron en el curso del movimiento. Te juro que
nunca en mi vida había sentido pesar sobre mí tanta responsabilidad. Pero la consigna era no
retroceder. ¡Qué coraje y qué angustia; qué angustia, hijito! (En la membrana, el abuelo
estaba en una cama, acostado bocarriba, con una navaja de rasurar en la mano.) Aquella tarde
—nunca podré olvidarla— había viento y polvo caliente en las calles. Éramos tantos que
cubríamos cuadras y cuadras. Yo iba a la cabeza. Donde menos lo esperábamos, un muro de
bayonetas nos cortó el paso. No debíamos retroceder. Fue algo espantoso. Vi pedazos de
hombre volar sobre mí. El polvo y la sangre formaron un lodo rojizo. Yo resbalé, caí
bocarriba al mismo tiempo que una bayoneta pasaba... (En un solo movimiento el abuelo se
rebanó el cuello y tiró la navaja al pie de la cama.) Varios compañeros pudieron sacarme del
tumulto hasta un zaguán y corrieron en busca de un médico. (Por la calle una ambulancia
corría y sonaba su sirena desesperadamente, hacia el edificio en que un ocioso había intentado
suicidarse.) Pude haber muerto.... pero aquí está tu abuelo, apenas con una cicatriz que,
después de todo, algo valer algo vale...
—Qué hombre tan valiente eres. Por eso estás tan viejo, ¿verdad abuelito? —dijo Aquiles,
y se puso a saltar sobre un pie por toda la sala.
Encorvado de satisfacción, el viejo tomó el bastón, y arrastrando los pies, con el instructivo
en la mano, cruzó el patio hasta donde humeaba el incinerador. Contempló el cielo limpio,
verdadero y sin una sola mentira que lo empañara. Tiró los papeles al fondo rojizo, los vio
arder y volvió a la sala, dispuesto a jugar con su nieto.

*************************
INSIGNIA

La patrulla pasaba cuatro veces al día en su recorrido paralelo a la costa, de norte a sur y de
regreso. Mañana y tarde volaba a la misma hora, a la misma altura, y quizá a la misma
velocidad, por el murmullo firme, invariable, de sus motores.

45
En el corredor de su casa, con el abdomen apoyado contra el barandal de madera, Adolfo
levantó la cabeza y luego una mano a la altura de la frente. Un costado del fuselaje
resplandecía bajo el sol. Las hélices, casi incorpóreas, chisrtaban al batir la luz de la una de la
tarde. El resto de la nave —los flotadores, las alas, el fondo del fuselaje descendiendo en
ángulo obtuso para formar la quilla— aparecía más oscuro, plomizo en contraste con las
partes bañadas por el sol. Hasta creyó distinguir la silueta de una cabeza a través de la
ventanilla de la cabina cuando la nave, contra su costumbre, inclinó las alas. El destello único,
elíptico, más hiriente en el centro que en los bordes difusos, le nubló la vista y su mano cayó
sobre los párpados y la punta de la nariz. Los ojos se le llenaron de viborillas rojas, verdes,
azules y negras, revolviéndose y cosquilleándole el interior de los párpados. Cuando volvió a
levantar la cabeza la nave descendía al mismo tiempo que viraba hacia el oeste.
—¿Va a aterrizar? —preguntó la hermana desde algún punto del corredor, y por el ruido de
sus zapatos supo que la niña saltaba.
—No, niña; no puede aterrizar. Los hidroaviones acuatizan —y los dos corrieron hacia el
fondo de la casa, atropellándose por ganar la delantera. Corrió como un niño y no como el
adolescente ensimismado y quieto que era, olvidado por un momento de su edad
sensorialmente introvertida; más que introvertida lánguida; soberbia más que lánguida, y aún
más que soberbia desconcertada—.
Se acodaron en una de las ventanas posteriores de la casa, con la bahía azogada ante ellos,
extendida y sin inmutarse por el inminente suceso. La madre llegó a pararse detrás de ellos;
cruzó los brazos y aunque incapaz de concebir milagros o desastres, esperó en actitud de ídolo
sudoroso. Adolfo esperaba el desastre: una hélice paralizada, una ala rota, el humo
envolviendo la cola del aparato mientras se precipitaba contra el agua con fatalidad y
violencia ¿Con qué otro motivo habría de acuatizar allí, donde ni los patos se dignaban
acuatizar?
Aquello era parte de una guerra que hasta entonces había sido ajena, remota, vivida
únicamente en los noticieros cinematográficos. Las bases navales, sí, establecidas en algún
lugar de la costa para proteger al país. Y Adolfo tenía un profesor que execraba la protección,
pero todo era tan lejano. Sólo ahora estaba por producirse ante sus ojos el estallido, y le
comunicaba su temblor al alféizar de madera.
Muy lejos, sobre la verde franja de monte apareció una mancha negra y zumbante que crecía
por instantes, hasta que fue un objeto de plata hirviente que descendía con rumbo fijo. Ellas,
la hermana y la madre, hablaban con voces chillonas que estropeaban la visión. Luego,
perfectamente dibujada contra el monte, apareció la nave, de frente, los flotadores colgando
en la punta de las alas, al mismo nivel, como una balanza bien equilibrada, y antes que
pudiera parpadear de nuevo vio que el agua se abría en tres grandes estelas espumosas,
blancas; la huella fugaz del acuatizaje.
No había desastre. El hidroavión estaba ahí, ante él, virando en círculo, removiendo el aire
amodorrado con el ruido atronador de los motores en marcha retrocesiva. Se oyó una
poderosa tos que hizo vibrar la casa antes que el espectáculo se volviera mudo. Sólo entonces
reanudó la contenida respiración, y todavía temblaba desde dentro —de alguna parte de su
cuerpo a las arterias, de las arterias a la carne y de la carne a la piel— cuando se abrió la
capota de mica para dar paso a la silueta de un hombre. Vio el agua salpicando la proa y hasta
creyó oír el chasquido del ancla sobre la superficie encrespada. Surgió otra silueta y las dos
caminaron por el dorso de un ala, con el aplomo de quien camina en tierra firme.
46
Para qué acuatizarían? —preguntó la hermana, ahora como ante un milagro consumado pero
no definitivamente aceptado.
—Tal vez para pasear —dijo Adolfo, sin quitar los ojos del espectáculo.
De golpe, la aventura se disolvió en la neblina amarillenta formada por la evaporación de la
una de la tarde, y quedó solamente el hidroavión impuesto a la bahía. Como un artero disparo
hecho desde la nave, Adolfo había percibido la insignia. Más que verla pudo deducirla de las
manchas que distinguió sobre el costado y la cola, y adivinarla en los extremos de las alas, por
encima y por debajo. No era más que una estrella blanca sobre un círculo azul, y dos franjas
rojas también sobre fondo azul, pero suficiente para materializar la protección. ¡No! ¡No ha-
bía que sufrirla!, decía el profesor enfurecido, y él creía en su profesor.
De toda la ensenada surgieron canoas que se deslizaban hacia un mismo punto, veloces y
hambrientas como cocodrilos mg-ros yendo hacia un mismo cadáver. Adolfo apoyó la cara en
los puños, sin oír lo que ellas decían, silencioso.
—Entonces, ¿podemos ir a verlo? —preguntó la hermana, dirigiéndose a la madre y no a
Adolfo, y él se incorporó y dio la espalda rígida a la bahía.
—Que no sea tonta. ¿No está viéndolo? Con ese sol se puede freír huevos, y no es para que
ella ande paseando a estas horas —Adolfo buscó refugio en los ojos de la madre y los en-
contró duros y repelentes, predispuestos contra una rebeldía que ella se creía obligada a
domar—. róelos esos idiotas van a pedir; yo no sé qué pero a eso van... Yo no voy —protestó,
rechazando de antemano la culpa de peregrinar hacia el hidroavión, y sacudió la cabeza una y
otra vez para enfatizar su desesperada negación—. ¿Y si despega antes que podamos
apartarnos, y nos parte con la quilla? —agregó, aún con la seguridad de que tendría que llevar
a la hermana.
—Siempre contra la marea, muchacho egoísta. Tu mal corazón no te deja ser bueno ni con tu
hermana. Si los demás piden será por necesidad. ¿Quién te ha dicho que ella va a pedir?
—Y si pide la tiro a media bahía —dijo Adolfo mientras iba al rincón donde guardaba los
canaletes. Tomó dos, y con ellos sobre el hombro salió de la casa, seguido por la hermana que
se había puesto un sombrero de palma.
No necesitó oír la amenaza de ser despojado de la canoa que la madre le había comprado en
un brote de ternura, o cuando menos de pasar el siguiente sábado encerrado, privado del
oleaje y el viento y los recodos secretos en los que jugaba a arponear tiburones. Sin decir
palabra y oyendo que detrás de él la hermana saltaba con dificultad de una piedra a otra, bajó
la pendiente que separaba la casa de la playa. Desde la enramada en que siempre varaba la
canoa vio el hidroavión una vez más, centelleante, con siluetas de hombres acuclillados o
parados sobre las alas y el enjambre de canoas girando alrededor, Se descalzó y arrolló el
pantalón. Con la boca llena de un sabor a purgante y los ojos secos, botó la canoa, embarcó a
la hermana y bogó en silencio, con pereza y hasta can, esperanza de, que el aparato despegara
a tiempo.
—Si supieras nadar, sería mejor, porque uno nunca sabe cuándo se va a voltear el bote —dijo
a medio camino, con deseo de lastimar a la hermana, y siguió bogando.
Se detuvo a cierta distancia sin confundirse con el enjambre, pero lo suficientemente cerca
para ver la insignia con toda claridad, y a los tripulantes del hidroavión, en camiseta blanca y
pantalón caqui. Unos caminaban por las alas y otros se asomaban por una portezuela que
47
apenas rebasaba la línea de flotación, observando a los nativos como habitantes de otro
planeta.
—De aquí no se ve nada... Vamos más cerca —suplicó la hermana.
Dieron la primera vuelta alrededor de la no ve, en zigzag para no chocar con los afluentes
curiosos. Un hombre joven, sonriente, con los brazos tatuados, sacó medio cuerpo fuera de la
capota de mica. Era de pelo plateado, casi del mismo color que el fuselaje, y tan robusto que
el tórax apenas le cabía en la camiseta. El hombre mordió una gran manzana, roja y lustrosa,
como sólo en las revistas importadas, en los anuncios a color, se había visto.
—Hey, boss!... Gime an apple, eh? —gritó uno de los curiosos, al mismo tiempo que se pa-
raba en medio de su canoa, con los brazos extendidos hacia adelante y la cabeza levantada.
—Me too! —gritó otro, y a éste siguieron tres, ocho, quince voces dirigidas al hombre de la
manzana, pero que multiplicadas y dilatadas se dispersaron por toda la ensenada. Las canoas
se apelotonaron, golpeándose unas a otras, y el ruido de madera bronca resonó en el casco del
hidroavión, mezclado con las risas de los tripulantes y la algazara de los nativos. La manzana
mordida y abrillantada por el sol voló hacia el vivero de brazos alargados en una misma direc-
ción, y en la rebatiña crecieron los gritos, las risas, ahora provocadas por los cuerpos cayendo
al agua entre las canoas. Sin dejar de sonreír, el del pelo plateado consultó a otro de los
tripulantes, desapareció de la capota y regresó con una cesta en los brazos. Caminó hacia el
extremo de un ala y desde ahí fue arrojando las manzanas. Asomados por las ventanillas, los
extranjeros celebraban las muecas, piruetas y gritos desarticulados. Una manzana cayó en la
canoa de Adolfo, que permanecía alejado, como único y reticente espectador, apretando con
ambas manos el canalete. Saltó hacia adelante para recoger la fruta, y con la fuerza salida más
que de su brazo de una pequeña tormenta oculta en el lodo del tordo de la bahía devolvió la
manzana. Esta rebotó en el pecho del extranjero —un muro vestido de blanco y una insignia
azul— y rodó por el declive del ala antes de caer al agua. El hombre le tiró otra manzana, esta
vez como pedrusco a un renacuajo y no como regalo. Adolfo se acercó de prisa, y con las
uñas de los pies clavadas en el fondo de la canoa empuñó el canalete a modo de arpón,
balanceándolo, calculando la trayectoria ascendente, apuntando al pecho, a la insignia pintada
en la camiseta, antes de arrojarlo.
—Respeto, decencia, y sobre todo gratitud; son cosas que todos debemos tener, pedazo de
mierda —dijo el Comandante de Policía, y se golpeaba una pierna con el fuete mientras
caminaba de un lado a otro de la oficina. Adolfo miraba el brillo de las botas y escuchaba los
taconazos sobre el piso de madera. Estaba con las corvas apoyadas en el borde de la banca y
las manos metidas bajo las piernas, el cuerpo casi en el aire para no lastimar los verdugones
sangrantes que surcaban sus asentaderas. La camisa se le pegaba a los verdugones de la
espalda, pero había soportado los diez azotes sin llorar, quejándose pero sin dejar salir una
sola de las lágrimas que había sentido crecer dentro de su cabeza, como pompas de almidón
que buscaban sus ojos. "¡Llora, desgraciado!", dijo el policía al llegar al sexto azote, y dejó
caer con m4s furia el chicote de piel de tapir, endurecido al sol, picante, pero el muchacho
solamente había arqueado una vez más la espalda al mismo tiempo que por sus fosas nasales
salía el gutural quejido. Su minoría de edad y la tolerancia del comandante —hombre
alfabetizado y conocedor de las leyes— lo salvaron de la cárcel, pero aun como menor de
edad debía purgar su delito, y el comandante ordenó que fueran diez azotes. Sólo faltaba la
lección paternal, pero no por eso menos enérgica, y lo había obligado a sentarse en la banca
para que escuchara lo que nunca debería olvidar. Adolfo simulaba sentarse, apoyado en la
48
palma de la mano izquierda, porque la muñeca derecha le dolía de tanta presión, brutal e
inútil, que el policía había ejercido sobre ella en el trayecto de su casa a la Comandancia.
—Ellos merecen respeto de nosotros, y sobre todo gratitud. ¿Sabes lo que es eso? Qué clase
de ciudadano puede ser el que muerde la mano bondadosa. Ellos están aquí para defendernos,
y si te dan una manzana no es para devolverla como un salvaje —dijo el comandante,
prosopopéyico, como un partido de pelo hirsuto y de piel ligeramente más oscura que su
uniforme caqui, mientras Adolfo veía ir y venir las botas. —¿Me estás oyendo? —preguntó,
deteniéndose e inclinándose para buscar la cara del adolescente. Reanudó la marcha antes de
continuar la lección—. Y a los de cabeza dura se les enseña a palos, a patadas, como sea, pero
hay que aprender que ellos están aquí para defender nuestra libertad, pero para ser libres hay
que ser obediente y respetuoso y agradecido...
Lentamente, moviendo lo menos posible la piel lacerada de la espalda, Adolfo había levan-
tado la cabeza y miraba por la ventana abierta, hacia la bahía encrespada al atardecer por un
súbito viento, y más lejos, hacia el mar abierto, y más allá, donde podía recordar la geografía
y la historia aprendida con el profesor iracundo que execraba la protección.

*******************************
EL ZOOLÓGICO DE PAPÁ

Desde que nací, o desde que tengo uso de razón, me está diciendo que yo nací para mandar;
que el país me necesita como yo lo necesito a él. Yo era muy niño (ahora tengo trece años y
hace mucho tiempo dejé de ser niño); me puso un juguete en las piernas y dijo que yo había
nacido para mandar. Lo recuerdo como si hubiera sucedido hoy: él andaba con uniforme "de
gala, blanco; un grueso cordón de seda amarilla le colgaba del hombro izquierdo y medallas
de todos colores en el pecho. El juguete era de lata y echaba chispas: un tanque tipo M-103.
Pero esta mañana se puso serio conmigo porque le ordené al soldado que estaba de guardia en
el jardín que metiera la bayoneta entre los barrotes de la jaula. Al principio el raso no quería
obedecer; tal vez no recordaba que soy coronel. Después lo hizo. Cuando le dijeron lo que
había sucedido, vino, y me miró como nunca me había mirado. No sé por qué. Me quiere
mucho y siempre me deja hacer lo que quiero. Creo que ya se le pasó. Tiene tanto que hacer
que de seguro ya se le olvidó. Desde aquí lo veo parado junto a una de las jaulas; ah, están
metiendo a otro. Antes yo no sabía lo que era un enemigo, hasta que me lo explicó y me hizo
sentir lo mismo que él siente con ellos. A veces me cuesta dormirme por pensar en esas cosas.
Eso me sucedió anoche, aunque también es cierto que el león (el puma, quiero decir) estuvo
rugiendo mucho. Creí que era porque está recién llegado. Lo agarraron en una de las
haciendas que tenemos allá por el norte de la república; no me acuerdo cómo se llama la
hacienda; nunca puedo recordar los nombres de todas. Él me ha, dicho cuántas son —creo que
cuarenta y tres, pero no puedo retener los nombres. Con este puma ya son siete las fieras que
tenemos en el jardín. A mi papá le gustan mucho, y yo creo que hasta las quiere; cuando
menos le divierte darles de comer. A mí también me divierte, verlo, siempre que estoy aquí. A
cada una le ha puesto nombre El puma se llama Nerón. Al principio no quería que se supiera
que tiene su colección de fieras, pero de todos modos se corrió la noticia por todo el país.
Hace poco permitió que en uno de sus periódicos —creo que fue en "La Estrella" que es el
49
más importante— publicaran un reportaje. Tenía muchas fotografías; se llamaba
ADMIRABLE ZOOLOGICO EN CASA PRESIDENCIAL. Decían que este zoológico es una
obra que beneficia al país. De esto hace tres semanas y todavía no estaba el puma. Lo
recuerdo muy bien porque recibí el recorte de periódico en la última carta que me escribió al
colegio —me escribe en inglés—, poco antes que principiara el verano y yo saliera de
vacaciones. Ojalá que aquí tuviéramos tan buen clima como en Schenectady, pero hace tanto
calor. Una de las cosas que voy a ordenar cuando sea presidente es que construyan un gran
tubo de aquí a los Estados Unidos para que por allí nos manden aire. Así ya no haría tanto
calor, y a lo mejor, respirando ese aire, h gente de acá llega a parecerse a la de allá. Se-
guramente mi papá pensó también en el clima antes de escoger el colegio al que me mandaría,
y escogió el Union College de Schenectady. Mi mamá quería que yo hiciera el bachillerato
aquí mismo porque todavía estaba muy pequeño; entonces mi papá dijo que si mi abuelo no lo
hubiera mandado desde niño a educarse en los Estados Unidos, no sería el hombre que es.
Ahora terminé mi primer grado de High School. Después de estar fuera un año tenía muchas
ganas de volver y de seguro que mis papás también tenían mucha! ganas de verme. Mi mamá
fue a traerme en un avión de la Compañía Aérea que tenemos. Hi timos el viaje en un Boeing
707. Yo quería venirme en barco, en uno de los barcos de la Compañía Naviera que tenemos
y que hacen estar en New York, New Orleans, y muchos otros puertos, pero mi papá no quiso
porque son barcos do carga, muy incómodos, dice. Lástima, porque e mar es muy... exciting
(no recuerdo cómo so dice en español) y uno se siente de veras pirata. Una vez, en un
periodicucho, le dijeron pirata mi papá y hubieron muchos muertos. Entonces no teníamos
zoológico todavía, ni yo sabía lo que es enemigo, y no lo supe muy bien hasta esta mañana, y
lo sé mejor ahora que veo las jaulas. Des de esta ventana se ve todo el jardín de mi casa —se
oye mejor en Casa Presidencial—. Mi papá el coronel Gómez, el capitán Bush, y Mayorga
que es jefe de la policía, y varios guardias, siguen parados alrededor de una jaula. Creo que
están confesando a alguien. Parece que ayer quisieron matarlo cuando estaba en el palco
presidencial del estadio, viendo un juego de base-ball Mayorga me cae bien. Siempre que nos
encontramos se cuadra y me hace el saludo militar, porque él es capitán y yo coronel; fue el
regalo que me hizo mi papá el día que cumplí doce años. Tengo mi uniforme con todas las
insignias, pero casi siempre ando vestido de civil, como esta mañana que el guardia no quería
obedecer. Y el maldito puma rugiendo toda la noche. Se me fue el sueño y me levanté muy
temprano, cuando amanecía. Me vestí y salí al jardín para ver qué había de nuevo. Las fieras
siempre amanecen muy bravas y es cuando hay que verlas. Gruñen, enseñan los dientes y
tiran grandes manotazos por entre los barrotes que dividen la jaula, y entonces los hombres se
hacen chiquitos en un rincón, tiemblan, sin quitarle los ojos al animal. Algunos hasta se
orinan de miedo, dicen. Pero por más que se encojan siempre sacan arañazos en alguna parte
del cuerpo. Tiene que ser así, la jaula está dividida en dos por una reja; en un lado está la fiera
y en el otro un enemigo, acurrucado; la jaula está hecha para el tamaño del animal. Claro que
no a todos los traen al zoológico, sólo a los más culpables, o a los que no quieren confesar,
porque la reja que divide la jaula puede levantarse poco a poco para hacerle ver al preso que
si no habla se lo puede comer la fiera. Cuando hay que hacer esto dejan al animal sin comer
todo un día. ¡Qué hambre! Algunos de los presos dan asco, otros dan risa, y otros dan cólera,
porque a pesar de estar como están no se les bajan los humos y siguen diciendo sus... sus
cosas. Nonsense, se dice en inglés. Así, era el nuevo que encontré esta mañana, en la jaula del
puma. A todos los demás ya los conocía porque los trajeron hace varios días, pero a éste
acababan de enjaularlo la noche anterior un hombre con cara de indio, y por los arañazos que
tenía en un cachete se veía más feo. Estaba descalzo y con la ropa hecha tiras, como si toda la
50
noche hubiera peleado con la fiera. Me le acerqué y olía a algo rancio, o no sé cómo llamarlo,
porque nunca había sentido ese olor que me dio miedo y cólera. Lo más extraño es que el olor
parecía salirle de los ojos con que miraba al animal y me miraba, como si yo hubiera sido la
cola del puma. El guardia también se acercó y allí estuvimos platicando mientras el puma
daba manotazos y el hombre sumía el pecho, tratando de capearlos. Le pregunté al raso si
sabía qué había hecho el hombre ese y no lo sabía muy bien, sólo de oídas. Pero platicando
nos dimos cuenta de que era un periodista, y que estaba ahí por escribir una sarta de mentiras
y ofensas. Escribió algo así como que nuestro país parecía una propiedad, una hacienda de los
Estados Unidos, y que mi papá era solamente el mandador, el que administraba la hacienda...
y - que el ejército del que mi papá es jefe sólo sirve para que no haya elecciones libres.
¡Mentira! Esta última vez mi papá fue elegido por el Congreso Nacional, y el Congreso
Nacional representa al pueblo. Esto me lo enseñaron muy bien en el Union College. Así que
por qué hablan. Entonces sentí más fuerte el olor, pero ya no tenía miedo. Me acordé que soy
coronel y le ordené al raso que calara bayoneta y la hundiera entre los barrotes. Quería ver al
hombre meterse en las garras del puma, a ver si así seguía pensando lo mismo. El guardia
sonrió y se hizo el desentendido, creyendo que yo bromeaba, pero lo decía de veras. Le
recordé que soy coronel. El soldado se puso serio y sin dejar de verme caló bayoneta. Cuando
el enjaulado sintió el primer pinchazo en la espalda, gritó diciéndome algo de mi mamá.
¡Jodido indio! Esto me hizo ver chispas, y puse la mano en la culata para empujar el rifle.
Mientras el preso se hacía el fuerte, Nerón se había alborotado y metía las garras, y los
zarpazos eran más rápidos. En una de esas la punta de la bayoneta le cayó en el espinazo
(bueno, lo que en inglés se llama spinal column). Lo vi arquearse y un momento después
oímos que algo se desbarataba entre las zarpas. Tratamos de detener al puma con la misma
bayoneta, pero de seguro tenía mucha hambre y con todo y pinchazos siguió manoteando. Yo
sólo quería que el hombre dejara de pensar lo que pensaba; nada más. Entonces llegó mi papá;
me mandó que volviera a mi cama, pero antes me miró como nunca me había mirado. Yo creo
que él tenía pensada otra cosa para el periodista, Sr yo se la eché a perder. Ahora está ahí
junto a otra de, las jaulas. Si levanto un poco más la vista puedo ver casi toda la ciudad. A
esta hora de la tarde es bonita y me gusta más que Schenectady, tal vez porque sé que aquí
mando yo.

***************************
PARA ABRIR UNA PUERTA

Se detuvo ante las lámparas fluorescentes de una tabaquería y hurgó en los bolsillos traseros
del pantalón; sacó la hoja de papel doblada y con la otra mano buscó en el parche de la
camisa: el peine desdentado, el trozo de jabón envuelto en papel de periódico, migajas de
tabaco y por último, pequeño y escurridizo, el pedazo de lápiz. Al pescarlo en el fondo del
parche tocó también una punta de la varilla de hierro que llevaba escondí: da bajo la ropa.
Desdobló el papel de la solicitud sabiendo que lo leería nada más para sentir de nuevo, vivo y
degradante, el sello de grandes letras moradas: DENEGADA. Manuel Escalante, leyó, y más
que su nombre le pareció leer el de algún enemigo del que conocía su odio y su cara
mongoloide y sus exuberantes bigotes. Materia: Estática de las Construcciones. Examen
extraordinario. Cuando sintió que el tabaquero lo observaba y él respondió a la mirada
51
desconfiada de éste con otra de desafío, la hoja de papel, abúlica, se reacomodó en sus
pliegues raídos. Le ayudó a doblarse y principió a escribir por orden de fuerza los argumentos
que utilizaría para persuadir a la posadera de que entregara la llave. Recelaba de su memoria y
una falla en el discurso, premeditado, calculado, podía echar a rodar el ataque
cuidadosamente elaborado durante las últimas cuatro horas. Tres días sin poder quitarse los
zapatos y una necesidad enorme, más ancha que la mezquina ciudad, que la apabullante
noche; necesidad de desnudarse y tirar el cuerpo sobre una cama arrugada, pulgosa,
manchada, pero una cama dónde dormir y olvidar que aun contra todo quería ser ingeniero.
Los músculos dorsales parecían dormir por su propia cuenta, duros y romosos, como trozos
de madera bruta cobijados por la piel. Veintisiete años encima y todos ellos habían pasado
atropellándolo, untándolo de ese despreciable olor a lucha interminable e inútil. La calvicie
prematura, el amodorramiento de la memoria, los zapatos torcidos y opacos, las baratijas de
los oradores; olvidarlo todo. Desde el primer año de secundaria, cursada en una escuela
nocturna, había trabajado de galopín, de cocinero, de cargador, de capataz, de velador, y
después de cinco años de estudios en la facultad no había aprobado más que dos cursos y
medio de ingeniería. Solamente dormir; no soñar siquiera.
Anotaba y miraba a uno y otro lado, de una manera tan incierta y desaforada que el tabaquero
probablemente pensó que andaba extraviado, porque se reclinó sobre el mostrador y se quitó
el cigarro de los labios, pero cuando quiso hablar el vagabundo ya cruzaba la calle. Al
caminar, Manuel sintió en el abdomen la fría punzada de la varilla de hierro y se la
reacomodó bajo el cinturón. La había recogido en un basurero con una intención determinada,
y ahora prefería persuadir a la posadera con frases bien dichas. Hasta pensó en deshacerse de
la varilla en cuanto entrara en la zona oscura.
En la esquina el viento salió de golpe, le sacudió el pantalón y los escasos cabellos, sorpresiva
y violentamente. Manuel se aplacó los cabellos y mientras entraba en la siguiente cuadra
pensó en un asaltante idiota. De seguro que esa cuadra no figuraba en los planos de la Com-
pañía de Luz, y a ella sólo llegaban las sobras del alumbrado público de las calles vecinas. Era
en realidad un residuo de otra ciudad que había existido en el mismo sitio que la actual, hacía
dos, tres siglos. Pocos pasos adelante se detuve y levantó la cabeza, buscando la ventana del
que debía ser su cuarto. En la semioscuridad fachada del edificio flotaba indolente y neutra
como un telón antiguo y desgarrado. Identifica la minúscula ventana por los dos pedazos de
cartón que él había colocado sobre los vidrios rotos. El portón estaba cerrado, con sus relieves
carcomidos y el hueco de la cerradura agrandados por la luz que se escurría de la fonda
contigua. Por encima del pantalón tocó las llaves del portón y del candado del cuarto número
veinticinco ; el que la posadera había mandada cambiar por otro más grande y seguro, herrum
broso, pesado, con una cabeza de jabalí troquela da en ambos lados y la cerradura en el lugar
di las fauces. Cruzó la calle a trancos y el portó] emitió una escala de ruidos secos y rápidos
ante de abrirse.
"Señora" —principiaría diciendo en el tono más calmado del que fuera capaz—. "Señora..."
No recordaba el nombre de la posadera, o tal vez nunca lo había sabido. Ella tampoco se
ocupaba del nombre de sus inquilinos y los identificaba por el número del cuarto. Con
nombres o sin ellos su sueño seguía siendo perentorio y el feroz posadera, también estaba a
oscuras. Había olvidado que la corriente eléctrica quedaba suspendida en todo el edificio a las
diez de la noche. Tendría que hablar sin ayuda de las anotaciones que había hecho.
En un rincón del rellano brillaba una colilla de cigarro recién tirada, y sus glándulas olfativas,

52
parecieron abrirse y cerrarse con dimensiones monstruosas, estremecidas por el olor a tabaco
quemado. Manuel las contuvo con vergüenza que no ocultaba la oscuridad, pero sin quitar los
ojos de la olorosa brasa. Las glándulas volvieron a desbocarse y él a refrenarlas con todas las
fuerzas de su escrúpulo. No era asco del piso, o de la boca que había fumado el cigarro, sino
algo más profundo, integrado a su propia médula espinal, lo que impedía doblarse y recoger la
colilla. Sin embargo, los ojos estaban fijos en aquella incitante lumbre y las glándulas
encabritadas tiraban de él, y resistió una y otra carga, hasta que se abalanzó sobre ella y la
aplastó con el zapato.
Se humedeció los labios antes de tocar la puerta de la posadera. Dos, tres veces repitió el
llamado sin tener respuesta. Acercó una oreja a la puerta, esperando oír un ronquido, dos res-
piraciones desesperadas, el jadeo de la vieja estrujando el nombre de alguno de sus inquilinos,
un insulto mascullado, algún ruido de resortes y borra comprimida por el cuerpo fofo de la
mujer, pero no hubo más que silencio martillado por un reloj de pared. Pensó que ella lo había
oído y, despierta, guardaba silencio; perversamente guardaba silencio para negarle la
oportunidad de abogar por su cuarto. Seguro de que lo oiría, principió por disculparse.
Despertarla, molestarla a esa hora era injusto. Debía dos semanas de renta, pero en tres días
más pagaría no dos sino cuatro semanas, dos por adelantado. Ahora solamente quería la llave
del nuevo candado del cuarto número veinticinco. Según el plan que se había trazado no debía
dejar de hablar un momento, siempre respetuosamente, hasta oír que el picaporte fuera
levantado y ver que por la puerta entornada saliera la mano, nada más la mano somnolienta de
la mujer, con la llave entre los dedos para que él la tomara. Y hablando vio otra vez el
candado herrumbroso. Lo había descrito una y otra vez en sus varios intentos de conseguir un
préstamo de cincuenta pesos. Lo único que obtuvo fue una ganzúa fabricada entre las risas de
un grupo de condiscípulos, pero el candado, celosamente engarzado en dos débiles armellas,
había permanecido invulnerable a los piquetes de la ganzúa, y Manuel regresó a la calle con
un fracaso más sobre el estómago.
Volvió a pegar la oreja, esta vez en la hendidura que separaba las dos hojas, de la puerta. Oyó
que una sigilosa mano se acercaba precisamente al rincón donde había visto el tablero con
todas las llaves, y descolgaba una, pesada, de hierro forjado, pero luego sobrevino el silencio
de arañas y ratas en acecho, y supo que nada más había querido oír aquello. A pesar de todo,
sabía que la mujer lo estaba oyendo. Reinició su discurso, ahora con tono de soberbia, de
hombre consciente de su categoría y sus derechos. Dijo que era universitario, pasante de
ingeniería, un estudiante moralmente solvente. La construcción de la Ciudad Universitaria, en
la que él prestaba sus servicios, había sido suspendida temporalmente, pero ya había recibido
aviso de que la próxima semana se reanudarían los trabajos en aquella gigantesca obra, digna
de los ciudadanos que en ella se formarían, y también de la gran ciudad de la que sería parte.
Un rascacielos para cada facultad; enormes espacios cubiertos de pasto inglés, laboratorios,
anfiteatros, monumentos laudatorios de la trayectoria del hombre lanzado por su genio desde
esta pequeña realidad terrena a la aprehensión del cosmos. Pero antes que se reanudaran las
obras Manuel sólo pedía tirar su carga de cansancio sobre el catre. La noche en que encontró
el nuevo candado había caminado por las calles llenas de escaparates y anuncios de neón,
confundido con los turistas. Cuando desaparecieron los turistas fue a una estación ferroviaria,
y en la banca de una sala de espera dormitó precipitadamente, sobresaltado por la persistente
imagen de un tren que irrumpía en la sala a toda velocidad y salpicaba las paredes de ruedas y
cabezas somnolientas. La siguiente noche recordó que Roberto era velador en un molino de
barbasco y fue a hacerle compañía. Pasaron las horas jugando póker, estornudando a cada
53
momento a causa del barbasco pulverizado que inundaba el molino, y al amanecer había
ganado un montón de astillas de madera. Amanecer sobre un catre, despertar y volver a dor-
mirse arrullado por el zumbido de la actividad, y tal vez soñar que aún no había amanecido y
quedaban muchas horas por dormir. Al otro lado de la puerta persistía el abrumador silencio,
sin un ronquido, sin una protesta, sin una miserable muestra de conmiseración. Y por la
madera transformada en estetoscopio el estudiante podía oír los latidos del corazón, los
estertores de los ovarios menopáusicos y hasta la digestión de posadera. Su forzada serenidad
principiaba a agrietarse, y él se decía que debía resistir un poco más. Ella se cansaría de oírlo,
se pondría sus chanclas, su bata, y vendría a hablar o hasta discutir con él, pero solamente por
fórmula, porque ya traería la llave en la mano que mantendría escondida en la bolsa de la
bata. Tal vez ni siquiera sacaría la cara, por no dejarse ver despintada. Manuel carraspeó,
metió las manos en los bolsillos y volvió a sacarlas, fastidiado por la impaciencia con que
éstas se comportaban. Mencionó el texto de Estática —préstamo de un condiscípulo— que
había quedado preso en su cuarto, pero ya su voz no era la misma y salía desde la base de sus
bronquios, y sostenida por una columna de aire grave e inestable. Propuso que se recibiera él
libro de texto como garantía hasta que él pagara las semanas de renta retrasada, y el impasible
silencio lo abofeteó, como si la puerta se hubiera abierto y cerrado en una fracción de instante
únicamente para golpearle la cara y erizarle las cejas, los bigotes. La madera se volvió más
negra y más dura mientras la golpeaba con los puños cerrados y maldecía, y en furioso delirio
profetizaba un absurdo mundo de puertas abiertas. Detrás de él se abrieron dos puertas y una
voz de mujer y otra de hombre le reclamaron, hablando con sendos bostezos atravesados en la
garganta. La posadera había ido al teatro, y era necio llamarla tan escandalosamente, porque
no estaba. No estaba. Vio la sombra en calzoncillos con los brazos abiertos, insultante, y de
un golpe en la quijada la hizo retroceder hasta las latas que rodaron desplazadas por un cuerpo
desmadejado. La otra sombra contuvo un grito y despareció en el tenebroso cubículo.
Manuel subió de prisa el tercer piso, y utilizando la varilla como palanca arrancó una de las
armellas del cuarto número veinticinco. Se quitó los zapatos y tuvo esa airosa sensación del
que traspone los muros de una prisión. Se tiró sobre el catre y antes de dormirse vio pasar por
encima de él, apenas como embriones de sueños, la policía, las acusaciones de la posadera, la
cárcel en que posiblemente dormiría la noche siguiente.

**********************
EN LA CRUJÍA "F"

Después de cenar, con luz de sol todavía, fuimos a sentarnos en un rincón del patio de la
crujía "F". El profesor fue el único que habló mientras el cuadro de cielo que nos cubría se iba
oscureciendo.
—No sé, no sé qué piense. Yo mismo... Ya ve... Pero así sucedió —dijo al final de su
monólogo. Estas palabras las sacó con tanto esfuerzo que quedó extenuado, con la espalda
echada sobre el muro, la cabeza baja y el recorte del periódico en una mano. Era un pedazo de
periódico arrancado aprisa, y muy manoseado. Me pareció que sufría tanto que no me atreví a
decirle que no creía en su historia, o que simplemente no le entendía. Molestaba verlo. Para
evadirlo traté de poner atención al juego de La rana y otro asesino del que todavía no me
54
aprendía el apodo. Sentados en cuclillas jugaban canicas; reían de sus jugadas, u veces, y
otras de sus propios eructos, diestramente emitidos en diferentes tonos. Más al fondo, en una
pileta, varios comerciantes que habían vendido queso envenenado lavaban sus calzoncillos,
camisetas y calcetines.
En realidad, el profesor decía sus cosas cómo si yo hubiera estado en alguna parte de su
Cerebro o, cuando menos, como si lo hubiera conocido fuera de la cárcel. Era un hombre
joven, de cabellera abundante, lacia, y de gestos que querían ser pausados. Al hablar me
miraba fijamente. Era la segunda vez que me acercaba a él. Su lenguaje, un poco extraño, me
obligaba a estar y no estar con él; o tal vez lo extraño era la forma en que se preocupaba. Al
final de su charla, me quedaban tres o cuatro imágenes deshilachadas, incongruentes, y la
sensación de haber oído a un embustero. Confieso que no me interesaba su problema, pero en
la cárcel cualquier cosa es buena para matar las horas. Por otra parte, soy un hombre que trae
la cortesía metida en los huesos. Para ser más gráfico, digo que es algo que mamé en los
santos pechos de mi madre. Por eso me sentía obligado a prestar atención, aunque le oyera lo
menos posible. Soy contador por vocación. (Si escribo es por matar el tiempo.) Fue mi
venerado padre quien descubrió esta vocación. Estaba en la cárcel por un error de ochenta mil
pesos. Debe comprenderse que por mi profesión, no había nada que pudiera ligarme a un
profesor de matemáticas, pero podía oírlo o bien despedirme de él amablemente y meterme en
el catre lleno de chinches; de modo que le pedí me pusiera en antecedentes para poder
entenderle. De lo contrario era imposible comprender su indignación.
El profesor volvió a levantar el recorte de periódico a la altura de sus ojos. En el fotograbado
aparecía tirado en el suelo, forcejeando con el pie que le oprimía el cuello.
Cómo puede alguien creer que estoy borracho! ¿Usted lo creé? ¡Mire! ¡.Mire! —dijo, dando
un papirotazo al papel. Respiró profundamente antes de continuar—. Todo empezó con los
pelos de rata en la leche. Antes sólo había enseñado matemática. Exigía que se estudiara a
conciencia. Yo, ¡pobre diablo!, exigía, con tanta seriedad como cualquiera de esos carceleros,
¿Se da cuenta? No sé cómo puedo decirlo. Sí, sí, tengo que decirlo: yo era un pobre diablo
encerrado en las matemáticas —se golpeó la frente con los nudillos—. Yo... Bueno, era mi
tercer año de clases en el Instituto. Pero aquella mañana, apenas me había sentado ante el
grupo cuando uno de los internos se acercó. Puso sobre la mesa una cajita de lata en la que
unos pelos, como pestañas de burro, flotaban en leche. ¿Usted los ha visto?
—¿Qué?
Yo no sabía si hablaba de los internos o de los pelos.
—Ah, perdone. De seguro nunca los ha visto, flotando. Largos, negros, duros, como espinas.
El interno señaló la cajita. "Es un teorema a resolver", dijo, y todos se rieron. Pero no, no era
risa. Creí que querían tomarme el pelo y los llamé al, orden.. ¡Qué ignorancia! Sí, creo que
estoy pagando mi ignorancia. Me volví hacia el pizarrón para escribir. "¡Fue mi desayuno I",
gritó el muchacho. Gritó en aquella forma de... como un loco. No, un loco no sabe lo que dice
y ese muchacho sabía, me señalaba, soplaba muy fuerte con su voz. Algo se derrumbó, yo lo
sentí. La tiza que tenía entre los dedos se volvió picante. He de haber tenido la cara
desfigurada. Sentía como si alguien estuviera torciéndome la mandíbula, "¿Quiere oírlo
todo?", preguntó, y sin darme tiempo a responder habló de cucarachas de un jeme de largo, de
verduras podridas, de raciones para canarios, de ratas en el dormitorio, de todo lo que usted
pueda imaginar, con la peor intención. El presupuesto hubiera alcanzado para alimentar a los
55
internos tan bien corno a caballos de pura sangre, pero estaba el director.
Esta vez estaba dispuesto a no dejarme embrollar por las patrañas del profesor; a
interrumpirlo cuantas veces fuera necesario. Sé que hay personas que se deleitan
describiendo, y exagerando —¡claro!—, las cosas más miserables que dicen haber
encontrado. Esta era una de ellas. Creo que debería imponerse las penas más severas a gente
dada a este vicio. Debería aislárseles, así como a los que padecen enfermedades contagiosas.
Sin embargo, estábamos en la misma crujía. ¡Qué espantosamente necesario es hablar con
alguien!
—¿Por qué no se cambiaron de internado? —pregunté, seguro de haberlo atrapado, pero él
me miró de pies a cabeza, como dudando de que yo estuviera ahí. Sin saber qué contestar,
miró hacia uno de los reflectores que acababan de encenderse. El patio se empequeñeció. Las
piedras de los muros pesaron más bajo aquella luz. Estábamos solos en el rincón, pero
rodeados por un murmullo amenazador. Para olvidarme de todo esto insistí en mi pregunta. Él
parpadeó y respiró con gesto de mártir. Adoptando ese aire de suficiencia de todo profesor,
trató de salir del aprieto. Me explicó que en aquel plantel se recibían solamente jóvenes de
escasos recursos económicos —de clase "económicamente débil", para hablar con más
propiedad. Según él, eran muchachos a los que el Estado tenía obligación de dar una
educación superior. Iba de absurdo en absurdo, pero faltaba una hora por lo menos paró que el
clarín me mandara a la hedionda celda.
—Bueno, ¿qué tiene un gañán de eso que no tenga un caballo de pura sangre? —pregunté
para que él pudiera seguir su historia. Tragó saliva, me miró varias veces con una sonrisa
forzada. En este tipo de hombres siempre hay amargura, aunque ellos lo nieguen.
—Hasta esa mañana —ceguera, lentitud, egoísmo el mío— me enteré de todo. Que se mueran
mis hijos si aquellos muchachos no eran víctimas —se calló, mirándome al parecer
aterrorizado por algo que había dicho—. Tengo dos hijos y una mujer, ¿sabe? —dijo en voz
baja—. Una familia de la que soy responsable. Nunca he bebido, pensando en ella. Y ahora...
—contempló el recorte de periódico; leyó el pie de grabado con el mismo estupor que debe
haberlo leído la primera vez. Levantó la cabeza y así estuvo un rato antes de seguir—. Es un
disparate exigir que aprenda Matemáticas el que apenas tiene fuerzas para pensar en su
hambre: ¡o en la corrupción de sus intestinos! —agregó, golpeando su vientre como al de un
enemigo. Hizo otra pausa, dando tiempo a que su furia se disipara—. Dedicamos toda la hora
a precisar cuáles eran Y qué parte jugaban cada uno de los factores del problema. A medida
que hablábamos, un coraje desconocido iba naciendo en mí. ¡En mí! ¿Entiende? Fue como si
antes de ese momento yo nunca hubiera hablado, y tampoco oído hablar. Cómo decirle.
Posiblemente usted ha sentido enojo porque su mujer se tarda en servirle el desayuno, porque
falta el agua en su casa, porque se le rompe una agujeta. No, no es ése. Éste viene de más
adentro.
En ese momento hubiera querido dejar al tal profesor. En la otra esquina del patio vi al
Rábano rodeado por otros tres reclusos, contando algún chiste que se había colado por las
rejas de la crujía. Pero soy cuidadoso de mis buenos modales —dondequiera que estés, decía
mi madre—, y me conformé con encender un cigarrillo. El profesor no fumaba. Hasta allí
llegaba su necedad
—¿Qué relación tiene eso con la aventura? —inquirí. Por entre la cortina de humo, lo vi hacer
un ademán con el que apartó mi pregunta.

56
—Sin duda los internos esperaban algo de mí —continuó. Se había calmado y recordaba las
cosas hasta con cierta fruición, diría yo—. Eso se siente. Sentí la confianza de que me
rodearon. Me invitaron a participar en una sesión secreta a la que habían convocado para las
ocho de la noche. Pasé el resto del día sin la paz que había tenido todos los días anteriores a
ése. Esa maldita paz. Veía con claridad las consecuencias que para mí podía traer el asistir a
la sesión. No obstante, a las ocho de la noche, mis pies me llevaron hasta el lugar donde debía
saltar la alambrada que cercaba el lado posterior del Instituto, Detrás de un árbol me esperaba
uno de mis alumnos. Sus dientes brillaron en la oscuridad y, en silencio, me llevó hasta aquel
rincón, bajo las graderías del estadio. El grupo de internos estaba sentado en el suelo,
alrededor de un cabo de vela. Debe haber habido alguna boca de alcantarilla por allí cerca;
sentí náuseas en los primeros minutos, pero reiniciada la discusión me olvidé hasta de la
humedad del piso en que estaba sentado. De hecho ya habían tomado una determinación;
únicamente faltaba resolver ciertos problemas de abastecimiento. Me comprometí a
entregarles mis ahorros al día siguiente y a promover un movimiento de solidaridad en otros
dos institutos en los que yo enseñaba. Dos días después estalló la huelga.
—Nada como holgar. ¿Ha oído el refrán? "La pereza es la madre de una vida padre" —
interrumpí, queriendo decir algo divertido en medio de aquella sarta de cosas pesadas, sosas,
pero él permaneció serio, como encerrado en una vitrina desde la que no podía oírme y sí
podía ver algo. Lo que quería decirle era: váyase al carajo con su cuento; esto no es un
velorio; pero estaba de por medio mi buena educación.
Me sentí salvado cuando vi acercarse al señor Del Villar, un negociante en artículos sin
factura. Hombre de sesos, había logrado crear su propia organización de rateros. Venía
silbando, con las manos en los bolsillos. Nos saludó con un simple-movimiento de cabeza y
se detuvo junto a mí.
—A la sexta semana, la ola de huelgas de solidaridad había adquirido proporciones
peligrosas, y las autoridades decidieron "cortar por lo sano" —prosiguió el profesor,
ignorando al señor Del Villar.
Semejante descortesía era para sacarlo de un golpe de su estúpida historia. Con las orejas
ardiendo, quedé esperando la reacción del señor Del Villar, pero, para sorpresa mía, el
hombre se subió los pantalones y volvió a meter las manos en los bolsillos dispuesto a
escuchar.
—Es la batalla más gloriosa que el general Cienfuegos ha librado —siguió diciendo, con su
voz monótona que ya había principiado a adormecerme. Pero si el señor Del Villar se
interesaba de esa manera era porque algo útil podía aprenderse de aquella charla. —¿Ha oído
hablar ,de ese gran general? La operación se inició a las seis de la mañana. Diez batallones de
infantería, cuatro de caballería, rodearon el plantel. —Aquí el profesor se había puesto de pie
y, como hasta entonces no lo había hecho, gesticulaba con impaciencia, miraba a los lejos,
como si alguien, su mujer, qué sé yo quien hubiera estado ahogándose en la otra orilla y él no
supiera nadar—. Se estableció una red de comunicaciones radiotelefónicas para que el ataque
pudiera llevarse a cabo cronométricamente, tal como dos días antes se había planeado en la
recámara del general; se suspendió el tránsito en ocho cuadras a la redonda; la infantería
penetro sigilosamente en el dormitorio, y a un estruendoso toque de clarín, los ochentaitrés
internos despertaron con dos bayonetas aguijoneándoles el cuello a cada uno. A las seis y
diez, cinco camiones salían del plantel llevando a la banda de rebeldes debidamente
esposados.
57
—La verdad sea dicha: contarnos con un ejército bien equipado; entrenado para cualquier
eventualidad —dije, para intercalar una opinión importante en aquella retahila de fruslerías.
. El profesor, sonriendo con ese sarcasmo propio de la gentuza a que obviamente pertenece,
miró al señor Del Villar ; el señor Del Villar sonrió y me miró ; yo sonreí a mi vez, con lo que
resultó una perfecta carambola y yo tuve algo de qué reírme.
—¡Eh! —llamó una voz, y todos miramos hacia el mismo punto. Desde la atalaya más
cercana, un policía nos hacía señas con el cañón de la ametralladora, ordenando que nos
apartáramos del muro. Contraje los labios para contener una maldición, pero al mismo tiempo
me alegró pensar que allí terminaría el fastidioso relato. —Siga, profesor —dijo el señor Del
Villar.
Retirarme en ese momento hubiera sido una majadería imperdonable, particularmente para
con el señor Del Villar, de modo que los tres seguimos caminando a través del patio, mientras
el profesor hablaba.
—En un clima tenso, en el que menudeaban las represiones de la dirección contra todos los
que en una forma u otra habían favorecido la huelga —yo entre ellos— se reanudaron las
clases. No podían despedirme: cuestiones de política interna. Había que buscar la forma, nada
más la forma —el hombre había vuelto a su modo extrañamente pausado. Caminaba entre el
señor Del Villar y yo—. Principiaron por asignarme el horario más descabellado. Querían
obligarme a renunciar a las plazas que ocupaba en otros centros docentes. Resistí. Reorganicé
mi plan de trabajo diario. Luego enviaron a mis grupos supuestos alumnos; gente
especialmente contratada. Una mañana, en mi primera hora de clase, encontré sobre la mesa
lo que ni en esta cárcel encontraría. Piensen en lo más indecente. Aparecían escritos en los
pizarrones los mensajes más soeces. Hubo un muchacho que cuando le ordené abandonar el
aula, clavó un puñal sobre el pupitre y me retó a sacarlo personalmente. ¡Qué fue lo que no
hicieron!
Habíamos llegado al otro extremo de la crujía "F". El profesor sé apoyó en las rejas y apretó
las manos con tal fuerza, que por un instante me pareció ver que los barrotes se doblaban. El
señor Del Villar y yo cruzamos una mirada por detrás de él. Pensé en un ataque de epilepsia.
El reflector colocado a un lado de las rejas le iluminaba media cara; vi sus músculos faciales
dibujarse bajo la piel. Oí el rumor de las conversaciones que surgían de todo el presidio, y
luego un bramido que emanó del cráneo del profesor. Poco a poco fue relajando el cuerpo,
hasta que pudo hablar con voz pausada, grave:
—El lunes pasado, a mitad de una clase fui llamado a presentarme en la dirección. Entré en el
privado... dos gorilas me sujetaron por los brazos; un tercero me hizo tragar media botella de
aguardiente y roció la otra mitad sobre mi traje. ¡La fuerza bruta! ¿Ven? A empellones me
hicieron rodar por el suelo. Un guiñapo envenenado. Hubo un relumbrón que me deslumbró y
luego vi al fotógrafo, riendo detrás de su cámara. No perdían tiempo. Inmediatamente entró
un notario Que levantó el acta; después la declaración que dos pistolas me forzaron a firmar...
Yo me había presentado a clases en estado de ebriedad.
De la camisa de su uniforme sacó el recorte de periódico y se lo entregó al señor Del Villar,
después de contemplarlo una vez más.
—¿Estaba o no estaba borracho? —preguntó el señor Del Villar, buscando el mejor ángulo
para ver el grabado a la luz del reflector.

58
—Había ingerido alcohol —respondió el profesor, con loá brazos cruzados, mirando hacia
afuera de la crujía por entre las rejas.
—Entonces, ¿no estaba borracho?
—Digo que había ingerido alcohol.
—Por enseñar en estado dl ebriedad podían haberle quitado el empleo pero no encarcelarlo —
agregó el señor Del Villar, esperando una explicación.
—No bastaba con destituirme. También me robé cinco bloques de certificados en blanco y un
sello del Instituto, con los que vendía falsos certificados de estudios. En presencia de notario
y testigos, certificados y sello fueron encontrados en un armario de mi casa.
—¡Certificados y sello!... ¡Certificados y sello!... —Parece música de bongó —dije entre
dientes, y tuve algo de qué reírme.

********************
CORTE DE CHALECO

Oyeron e: trote que venía desde lejos, en la profundidad de la tierra, como si los cascos he-
rrados pisaran debajo del piso de barro de la cocina en que trabajaban las tres mujeres. Águe-
da, sentada en el tronco que servía de umbral, cesó de desgranar maíz y movió el cuello con
ligereza de pava en peligro para ver a la madre y a la hermana casi en un solo movimiento.
Esperaban y no esperaban, con la cabeza fija y la inestable mirada vagando sin reposo, las tres
suspendidas de un hilo demasiado resistente, concentradas en el leve repiqueteo subterráneo,
hasta que Águeda se tiró al suelo y puso una oreja sobre el barro apisonado.
—Viene por el cafetal —murmuró sin mover la cabeza, con los ojos cerrados y un costado
rozando el piso.
—Son dos —dijo Estela, y con las manos sobre las rodillas se inclinó sobre la hija,
consultándola más que afirmando.
—No; es uno, nada más uno... Por el trote, parece una mula... Está cruzando el puente —
agregó al percibir el ruido seco de las herraduras sobre los troncos de pino. Se incorporó de
un salto y Soledad estaba junto a ella, con la escopeta cruzada sobre el vientre y los ojos más
negros bajo el brillo que no era ni miedo ni audacia, solamente expectación—. Dámela.
Ustedes escóndanse detrás del fogón.
—No, no. Escóndanse ustedes —dijo Soledad, sin levantar la voz, y resistió la fuerza y la
urgencia con que la hermana quería tomar el arma.
—Dámela— insistió la otra, con voz sibilante, pero ordenando con prisa y voluntad
irresistibles.
Se apoyó contra la pared de cañas secas, acechando por entre las rendijas y con el dedo tenso
puesto sobre el gatillo. Oyó que el trote se detenía por un momento frente a la puerta de golpe
y luego volvía a golpear el camino con más precisión. La luz del sol pasaba rasando las hojas
y bajo los ramajes todo era de ese color neutro y a la vez acechante. Cerró un ojo y vio con
mayor claridad la sombra de los almendros por donde tenía que pasar el que llegara. Levantó
59
la escopeta lentamente, hasta apoyar la culata sobre uno de los compactos e intocados
hemisferios de su pecho, y su movimiento produjo la silueta del jinete bajo los almendros. La
mula apenas tocaba la oscuridad del suelo, traída por un viento que soplaba sólo para sus
ancas en el estancamiento del atardecer, y el hombre integrado a la cabalgadura sostenía los
hombros con estabilidad de viga. Entró en el claro del patio, tirando de las riendas con una
inconfundible inclinación de cabeza. La mula caracoleó y roció de tierra sus hijares al hundir
el filo de los cascos.
—Es él —gritó Águeda en el mismo tiempo que ocupó para apoyar la escopeta sobre la pared
de cañas. Corrió hacia afuera. Soledad corrió tras ella. Estela llegó al vano de la puerta, se
alisó los cabellos lacios y sintió en los labios el leve roce dé una sonrisa. Dos meses sin verlo
ni oírlo, y más de una semana sin saber de él; solamente de vez en cuando oían el remoto
tartamudeo de las ametralladoras surgiendo de las cañadas, salpicando de ruido las montañas
que volvían a quedarse quietas sin que ellas pudieran adivinar quiénes habían sido los
muertos. Lo fácil era que murieran los machos en la profundidad de las emboscadas, pero
también lo difícil había sucedido muchas veces. Ahora estaba ahí, su marido, Pedro
Altamirano (Pedrón en toda la Segovia y también al sur de la Segovia, en las ciudades donde
el nombre montañoso y temerario pasaba de miedo en miedo). Con una mano detuvo la
pistola y con la otra las riendas mientras desmontaba, y cuando pisó la oscura solidez del
suelo, pareció pesar más que el patio y los árboles y la única sombra que descendía sobre
"Los Jícaros". Se levantó un poco el gran sombrero de fieltro y se acomodó el machete
envainado antes de adelantar la mano que las hijas besaron, tocando la tierra con una rodilla
mientras sus voces agudas seguían revoloteando por el patio. Él hablaba pausadamente, en un
tono adecuado a su corpulencia que parecía carente de nervios, hecha de músculos largos y
gruesos que obedecían con lentitud y fuerza de arados. Estatizada en la puerta, Estela lo vio
volverse a la cabalgadura, con el pañuelo de seda rojinegra anudado al cuello, brillando en la
penumbra. Sin alterar el ritmo de sus movimientos desató de una correa de la albarda la
pequeña bolsa de manta, blanca, hinchada por el contenido, y con ella en la mano,
sopesándola como oro erosionado por cien años de río, se acercó a la puerta.
Con las riendas cruzadas sobre un hombro y seguida por la resoplante mula, Soledad dobló
por un costado de la casa. Sobre las huellas de la mula, a varios pasos de la grupa, caminaba
Águeda, mirando de reojo cómo los pardos brazos de la madre desaparecían en la parda
cintura del padre, con la misma violencia que la cabeza se hundió y desapareció entre el
pecho y una mano del hombre.
Cuando Estela sacó la cabeza del pecho y del olor que impregnaba la ropa del hombre —
sudor, monte, pólvora, cuero— el patio había absorbido la última bocanada de luz, y ante ella
brilló la blancura de la bolsa de manta.
—¿Es sal? —preguntó.
Apretó la bolsa contra su pecho tembloroso para palparla mejor. Un líquido espeso,
súbitamente salado, le inundó la base de la lengua y las muelas.
—Sí —dijo él. Entró en la cocina enrojecida por el resplandor del fogón. Tomó de nuevo la
bolsa y el barro apisonado resonó bajo sus botas cuando fue a colocar la sal en las estera de
caña colgada del techo, cerca del fuego—. Pudimos comprar diez quintales de sal en
Honduras. La frontera está cada vez más vigilada... pero tendrían que volver a, parirlos para
que conocieran todas las picadas. Creen que van a cuartarnos el paso, o no sé qué... La cosa es
que metimos la carga de sal... El, general dijo que se repartieran seis quintales, así es que
60
guardarnos cuatro —con el sombrero en la mano bajó la cabeza para trasponer la siguiente
puerta. Al atravesar el cuarto vacío que en otro tiempo había sido troje, ella apretó el paso
para no perder distancia, con el candil encendido en la mano, removiendo sombras entre ella y
la espalda de Pedro—. Que ahora sí nos van a hacer pedir cacao, dicen ellos; ahora que
inventaron eso de la sal... que pueden dejar que entren a la Segovia hasta cañones, menos sal
—En el dormitorio, puso la pistola, el machete y el sombrero sobre un baúl, liso y opaco, sin
más gloria que el aroma del cedro de que estaba hecho. Levantó la cabeza para quitarse el
pañuelo :rojinegro,, y la distensión de los músculos de su garganta hizo que la voz sonara
como algo que llegaba desde fuera, desde encima del techo.—No te digo... estos carajos viven
soñando—. Se sentó en el borde de la cama de laurel y vaqueta, con las anchas manos
colgando entre las piernas. Las uñas de los pulgares, gruesas, de profundas estrías negras y
longitudinales, sonaban como cuernos al chocar una contra otra, como siempre que Pedro
reflexionaba. Su torso giró con suspicacia, e intentó estirar un brazo hacia el baúl, mirando a
Estela.
—Sí, son las muchachas —dijo ella. Fue hacia una repisa de madera hacheada para dejar el
candil—. Te están haciendo la cena. Nosotros ya habíamos cenado—. Se hincó a los pies del
hombre y acercó la cabeza a sus rodillas para ver mejor el nudo que ataba las correas de las
botas. Desde media pared la llama del candil ondeaba, agrediendo la oscuridad y retirándose
alternamente, como una cabeza de víbora manoteada por la perversidad de un gato invisible,
enorme, y en su angustia de morir o de estar siempre naciendo la llama parecía morder el
cuarto y las cabezas de Pedro y Estela—. Yo no digo que la sal no hace falta... a nadie le
gusta comer insípido, pero de eso nadie se muere, ¿verdad?
Él contestó apenas con un grave soplo que quería decir "no, nadie". Oía la voz de Estela
cayendo suavemente de sus rodillas a sus pies y hasta podía ver el dorso de sus manos
destrenzando las correas mientras él recorría de nuevo el campo por el que había llegado.
Atrás del cerco de pitas que limitaba "Los Jícaros" todo seguía limpio, floreciente y
fructificando (el cafetal a la doble sombra de plátanos y guásimos; el frijolar guardado por
tantos espantajos que se imaginó a Soledad y Agueda jugando a quién hacía mejores
espantajos), como si él, o su cuñado o sus hermanos nunca hubieran tenido que aprender a
disparar, limpiar, codiciar y querer una ametralladora, de la misma manera que se da de
comer y se baña y se ordeña una vaca, y también se le da un nombre para conferirle un sitio
más preciso en el mundo y quererla sin lugar a confusión. Ya una vez había llegado hasta
"Los Jícaros" un pelotón de Infantes de Marina, y clamando por su cabeza, en inglés y en
español, depredaron la finca que cuidada por ellas recobró sus órganos machacados. Las tres
mujeres habían sustituido su fuerza, su sabiduría y su responsabilidad para con las ocho
hectáreas de tierra, como si antes de irse él hubiera estado allí sólo para representar una
voluntad que nunca había sido solamente suya, así como ahora representaba el coraje, uno de
los brazos con que el Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua descargaba su
ira contra el invasor. Y ellos, los que creían haber nacido ahí para cultivar esa tierra, y que
cultivándola habían aprendido su integridad, su impavidez, su furia, dejaron a las mujeres y
los niños sembrados en sus parcelas para ir a lo más agreste, donde estaban las armas y las
órdenes de Sandino.
Al principio, cuando se había encaminado hacia el cuartel general del Ejército Defensor —de
esto hacía tres años— iba envuelto en un confuso chisperío brotado del manifiesto de
Augusto César Sandino, el que en silencio había oído leer a un vecino, a doce leguas de su
casa. Pero cuando tomó el camino también le dolía dejar a tres mujeres en manos de nadie, o
61
cuando más en manos de las ocho hectáreas de tierra. Sandino llamaba a morirse antes que se
pudriera la tierra, y no era qué el café y el frijol fueran a dejar de producir hojas, flores, frutos,
sino que iban a crecer sin orgullo, y tal vez con un sabor tan repugnante que hasta las plagas
morirían de hambre. Por eso iba, aun sabiendo que para enfrentarse al ejército más poderoso
del mundo —eso decían— había más hombres que armas y menos balas que enemigos. Luego
estuvo allí. Era el 11 de julio de 1927. Llegó al campamento de "El Chipote" y conoció a
aquel hombre pálido, pequeño, congestionado por una pasión que le quemaba los ojos y lo
obligaba a permanecer austero, recto, duro, único, como una misteriosa e incorruptible espada
hundida verticalmente en un pantano. Habló con él; con él aprendió a deslizarse entre los
pinares, inaudible, más aire que carne, y con él a su lado vio las cabezas amarillas, los
escudos, las polainas y las mochilas de lona de los enemigos, acercándose con altanería y odio
a, donde los esperaban las bocas ocultas de las ametralladoras. Los vio de cerca, odiándolos
hasta la náusea antes y después de darles muerte y caminando sobre ellos aprendió cómo era
que la tierra se envilecía. Ni siquiera la ropa de aquellos cadáveres largos, blancos, servía a
quien no fuera ellos, porque los desarrapados campesinos eran demasiado pequeños, y una
camisa les cubría hasta las rodillas, y en un pantalón tenían que meterse dos para llenarlo.
Entonces entendió que poseer era algo más difícil e importante que cultivar un cerco de
cactos, o pagar a un escribiente para que su nombre figurara en un libro, y se olvidó de la
maleza que inundaría las ocho hectáreas. Pero después de tres años la finca estaba limpia y
floreciente bajo la responsabilidad de las seis manos de Águeda, Soledad y Estela que
permanecía hincada, ciñéndole con sus ásperas manos una pantorrilla, y tal vez contemplando
los pies anchos y nudosos, más nudosos a la luz cintilante. Apoyaba un pómulo sobre la
rodilla de Pedro y encogió los hombros cuando éste le puso una mano sobre la nuca y dijo:
—Ya soy general —ella levantó la cabeza, nada más la cabeza, asustada, sin atreverse a
sonreír—. Lo supe hace una semana. Regresé al campamento con diez ametralladoras
Thompson, ciento cincuenta rifles Springfield, unos cinco mil cartuchos y cuarenta mulas
cargadas de comida. Agarramos una columna allá por Sucucoyán. Como trescientas varas de
camino quedaron con la tendalada de gringos y renegados, y les avanzamos todo lo que te
dije. No sé si fue por eso —yo creo que por todo; ya son tres años—, pero esa noche, cuando
llegué al campamento, el general me dio un abrazo y esto —del bolsillo de la camisa sacó una
hoja de papel doblada en cuatro partes. Estela la desdobló tomándola cuidadosamente por las
esquinas. La inclino hacia el candil para ver las filas de signos incomprensibles, como huellas
de un pájaro que nunca hubiera visto—. Esta es la firma —agregó Pedro, con el dedo índice
sobre el pie del escrito. Aunque lo único que veía eran líneas rectas y curvas en una extraña
disposición, supo que ahí decía A. C. Sandino. Acercó los ojos al papel para distinguir los
detalles del sello que sostenía la firma. Había un hombre de patillas largas y espeso bigote,
con un gran sombrero de copa alta y aguda. ("Es Pedro", se dijo. Hizo una pausa para tomar
un poco del aire atigrado que llenaba el cuarto.) Doblado sobre el enemigo caído de espalda
entre unas rayas que eran yerbas, el hombre le sujetaba el pecho con un pie descalzo, con una
mano los cabellos y en la otra sostenía un machete más largo que el brazo con que lo sostenía.
Las polainas del que estaba caído eran las mismas que había visto en las piernas de los
Infantes de Marina, y hasta vio que la tinta morada se volvía rubia en el lugar de los cabellos
del extranjero. Al fondo estaban las montañas, piramidales y oscuras. Rodeándolo todo había
un círculo formado por una soga y una cinta que abarcaba el tercio inferior del círculo, y
sobre la cinta otras letras delgadas y rectas.
—¿Qué dice aquí? —preguntó, con una uña sobre las letras delgadas y rectas. Pedro miró el
62
candil. Su bigote tembló de un modo tan leve que solamente él podía percibirlo, y esperó
antes de: contestar. Sus pies se contrajeron, se ensancharon. Parecía querer sentir en las
plantas esa incomprensible pero implacable calidez de la tierra que todos los meteoros del año
no hacían más que avivar. Desde abajo, desde la profundidad de los pozos, o de más abajo,
llegaban las vaharadas de ;un animal de gigantescos y palpitantes hígados, atravesaban el
piso, la piel de venado ,„,tirada junto a la cama, las callosas plantas de los pies. Y con el vaho
subía un olor penetrante e inconfundible, como el de la ropa que aunque encontráramos tirada
en el sitio menos previsto diríamos; esto es de mi mujer, de mi madre, de la menor de mis
hijas.
—Dice patria y libertad —dijo por fin el hombre, con los ojos puestos en la llama que
serpenteaba a media pared.
Estela dobló el papel con más cuidado del que lo había desdoblado y fue al baúl. Mientras lo
envolvía en un pañuelo oyó los pies descalzos de Pedro yendo hacia la cocina, y luego las
voces ahumadas de Águeda y Soledad. Estuvo acodada sobre el borde del mueble que ahora
guardaba el papel, pero el sello seguía vibrando en algún rincón que ella podía ver: su marido
pintado en tinta morada, con un machete en la mano, y el hombre de las polainas, el que
estaba caído, tenía el pelo rubio como todos los machos. El baúl la sostenía por los codos y,
sin embargo se sentía en el aire, con aquella horrible sensación de muerte metida en el vientre
y los ojos que chorreaban agua salobre. Las figuras del sello se movían. El hombre del
sombrero había estado tres años dando machetazos, y el de las polainas no solamente seguía
vivo sino que se levantaba empuñando algo más mortífero que un machete. Y de lo que
sostenía en las manos salían miles de zopilotes, y más zopilotes que bajo su oscura voracidad
sepultaban a Pedro y a, las montañas del fondo, hasta que sobre la inmensa negrura sólo
quedaba la cabeza rubia, rodando como una frenética pelota de oro. Siguió llorando, sin saber
por cuánto tiempo. Oyó que Pedro la llamaba desde la puerta.
Cuando llegó a la cocina el hombre comía frijoles cocidos y plátano asado a la luz de otro
candil colocado sobre la mesa. Sentadas junto a él, una a cada lado, las hijas oían y
preguntaban antes de haber terminado de oír. Águeda, de quince años, apenas diez meses
mayor que Soledad, parecía más vieja entre el resplandor del fogón y la humeante llama del
candil. Ella acercó un banco y también se sentó a oír. Nadie recordaba quién había cavado
aquella zanja larga y honda desde la que se dominaba el cruce de los dos caminos —contaba
Pedro. Él y su columna estaban listos para salir del campamento cuando llegó corriendo un
niño, el hijo que Simeón Obeda había dejado en su casa porque apenas tenía diez años y un
rifle era más alto que él. Llegó con la lengua de fuera y estuvo un rato sentado sobre las
piernas del padre antes de poder hablar. Andaba cortando leña cuando vio a más de
doscientos hombres metidos en la zanja, esperando. Inmediatamente se pusieron en marcha,
encabezados por Sandino. Desde los árboles chamuscados por todas las balas que por allí ha-
bían pasado, la avanzada atisbó a la tropa de marinos y constabularios sentada en el fondo de
la zanja, comiendo galletas con chorizo, y sólo cinco de ellos apuntaban al camino. Se
dispuso lo que ni siquiera podía llamarse ataque, porque era como ir a cortar cañas a la orilla
del río y un solo hombre puede cortar cañas hasta perder la cuenta. Obedeciendo a Sandino,
Pedro se arrastró entre la maleza, con las puntas del bifrote a ras de tierra y seguido por los
dos hombres que traían la ametralladora Lewis: trescientos disparos por minuto. Sólo se oía el
zumbido de los tábanos y el resuello de unas mulas escondidas en algún lugar cercano.
Cuando tuvo un extremo de la zanja al alcance de un salto, extendió un brazo hacia atrás y
recibió en una mano el cuerpo rollizo y helado de la Lewis, de la que colgaba la cinta cargada
63
de cartuchos. Fue un grito salvaje, como el de un solo árbol electrizado el que cayó en la
zanja junto con los tres guerrilleros; Pedro abanicando fuego de un muro a otro de la zanja y
los dos hombres tras él, sosteniendo la cinta preñada de plomo a un lado y vacía y caliente por
el otro. Corrían sobre la tela gruesa de los uniformes y las bocas taponadas de chorizo y
galletas rojas, como desenrollando una alfombra de carne, estertores, chillidos, hierro y aire
comprimido. Los que salían vivos eran recibidos por las ametralladoras apostadas al otro lado
del camino, y antes que transcurriera un minuto, Pedro y los dos hombres habían saltado por
el otro extremo de la zanja, con los pies manchados de rojo hasta más arriba de los tobillos.
Afuera, el ruido de las ametralladoras había sido sustituido por el grito arrollador,
desbordado, de los hombres que bajaban al camino y subían a la zanja, sordos, deslumbrados
por el filo de sus propios machetes. La carne y el hueso partidos una y otra vez, los, remolinos
de furia descargada hasta la queja; la maldición y el conjuro repetidos más allá de lo creíble;
el lodo salpicado desde lo que momentos antes había sido polvo, creaban la lluvia oscura que
subía a las estremecidas copas de los árboles y volvía a caer sobre los insaciados guerrilleros.
Porque seguramente creían que había algo más que el cuerpo de los enemigos y que también
eso había que aniquilar antes que volara a algún sitio inalcanzable. Sandino estaba inmóvil,
con los brazos cruzados. Por la desmedida profundidad de sus ojos se reconocía que no era un
árbol. Sabía que su autoridad podía hacer el silencio pero que su autoridad nacía y moría en el
entendimiento de esa lluvia oscura que subía y caía como cualquier otra lluvia. Cuando por
fin volvió el orden y echaron en la zanja los pedazos de marinos y constabularios, los
cubrieron para limitar a una mancha la irremediable putrefacción que traerían a la tierra.
Regresaron al campamento, en una larga fila dividida en cuatro secciones. Al subir y bajar por
las laderas cubiertas de altos y cerrados pinares, apenas hacían el ruido de raíces que crecieran
deliberadamente a flor de tierra. Y si el viento que sé mecía prendido a las ramas, mimético,
susurrante, parcial porque nunca había salido de esos bosques, si el viento les decía algo, era
que la guerra sólo había empezado.
En torno a la mesa también quedó circulando ese hálito de raíces mientras el hombre daba los
últimos sorbos a su jícara de café.
—Les digo que estos carajos viven soñando... —dijo por fin Pedro, incorporándose, y cortó al
sesgo, de abajo hacia arriba, la masa de silencio que hacía equilibrios sobre la llama del
candil. Se dio varias palmadas en la barriga y pasó por la puerta que lo obligaba a bajar la
cabeza.
Las mujeres estuvieron en la cocina durante un rato. Hablaban y deambulaban entre ruidos de
peltre, barro y hojas restregadas contra objetos que existían más para el tacto que para los
ojos.
Era un cancel de tablas enjalbegadas lo que separaba el cuerpo principal de la casa en dos
dormitorios. Soledad y Águeda dormían en un mismo catre, o cuando menos fue a dormir, a
lo que se refirieron al besar otra vez la mano del padre. Las dos estaban boca arriba,
ligeramente estremecidas al hilar el aire respirado con un esfuerzo indefinible en las aletas de
la nariz, ea, si flotando en la oscuridad para poder oír, agudamente, oír lo que pasaba y lo que
no pasaba alrededor de la casa.
—¿Ya te dormiste? —murmuró Soledad.
—Sí —contestó la hermana, después de escoger entre sí y no el sonido más breve, débil, y
ambas volvieron a quedar inmovilizadas por la tarea de guardar el sueño de Pedro. Sostenidas
por unos puntos hipersensibles interpuestos entre la sábana y la espalda, oyendo rondaban la
64
casa en un radio de media legua, en donde el vuelo de los insectos, la masticación de los
gusanos, el vaporoso y dilatado paso de la neblina entre las hojas, eran perfectamente
vigilados, descompuestos, registrados, mientras Pedro dormía.

II

Apostado tras un matorral el teniente Dowdell consultó su reloj, chasqueó los dedos. Pedía
sus gemelos de campaña por cuarta vez en los siete minutos que llevaba sentado sobre el talón
derecho, con forzada tranquilidad. Su ayudante, un constabulario (le piel charolada, se
encogió más todavía al entregar los lentes. Miró la cara contraída, rojiza, del superior —las
pecas de la frente brillaban bajo una fina placa de Sudor— luego metió una mano en el
matorral, apartó las hojas y adelantó la palpitante cabeza de cabro en brama. Solamente vio la
mitad de la casa; volvió a la cara del teniente que sacaba media cabeza por encima del
matorral. Manipulaba una rueda dentada para afinar la visión, pero en los lentes no aparecía
más que la casa lóbrega, deshabitada: lo imposible. Era el octavo minuto.
En el hormigueo que subía por la garganta
y las manos de Dowdell se materializaba el ansia de cumplir la misión. No era algo rutinario.
Se requería un hombre perspicaz, imaginativo, arrojado, con iniciativa, y por eso el capitán
Livingston había pensado en Dowdell instantes después de que llevaran ante él al espía. No
era precisamente un espía; nada más un hombre con un estómago grande y antojadizo que
nunca había probado la carne del diablo. Juró por la cruz improvisada con sus dedos que
"Pedrón" había ido a pasar varios días a su casa, aunque antes de decir "Pedrón" pidió
permiso, porque mencionar los nombres de los jefes bandoleros ante los marinos era un delito
que recibía las penas más severas. (Y no era que los funcionarios que deliberada,
técnicamente, los habían calificado de bandoleros ignoraran el derecho, la verdad, la
corrección bélica dé los Defensores, sino que así convenía a la estrategia de un creciente
imperio.) Al espía le dierón cinco latas de carne del diablo. Livingston procedió de inmediato.
Mandó llamar a Dowdell y le ordenó formar un destacamento con veinticinco hombres
seleccionados: diez infantes de marina y quince nicaragüenses. Además, debía llevar un guía
de primera clase.
Con todo y que avanzaron a marcha forzada era media tarde cuando llegaron a "Los Jícaros".
Dowdell hizo girar de nuevo la rueda dentada, a izquierda, a derecha. A través de los lentes la
casa de Altamirano se desvaneció por un instante y al reaparecer continuó en su mutismo, en
su quietud acentuada por la brisa, retenida y oprimida contra sus cimientos por algo que el
teniente juzgaba artificial. En su silencio, la casa parecía respirar a medias y que de su
respiración emanaba una peligrosa respuesta al acecho de que era objeto, como si dentro de
ella, también hubiera habido acecho sostenido, parpadeante. No había señal de lo que
Dowdell había esperado encontrar, y era el noveno minuto.
De los veinticinco hombres, veinte estaban rodeando la casa, sin dejarse ver ni romper una
hoja, en una operación que debía durar diez minutos. El teniente se volvió bruscamente,
contuvo la respiración y mostró la opaca dentadura de campaña al oír el vacilante remedo de
una palabra o de un grito confinado a la garganta de Estela y, sin embargo,audible a través del
trapo que la amordazaba. Fue un sonido ríspido, fugaz y lejano, como el de una avispa
aplastada en el fondo del estómago. Con las manos atadas yacía boca abajo, la cabeza y los
65
pies retenidos contra el suelo por los soldados tendidos alrededor de ella y con la mirada fija
en el jefe. Lavaba en el río, con el torso desnudo y el fustán mojado ciñiéndole el vientre y las
piernas, cuando cayeron sobre ella cuatro brazos. La amordazaron, y arrastrando los pechos
sobre las piedras y la yerba cortante fue llevada hasta el matorral. Dowdell vio la aguja del
reloj avanzar lentamente por la última circunferencia de segundos y levantó un brazo. Los
cinco constabularios que rodeaban a Estela, detrás de él, siguieron la mano en su trayecto
hacia arriba, la vieron ansiosamente quieta, contraída, temible en la actitud de exprimir un
puñado de ojos. Eran mestizos jóvenes reclutados en distintas partes del país pero con el
mismo sombrero "Stetson" y el mismo traje caqui desteñido por el sol y el sudor, como cinco
monigotes fabricados por una sola mano, en los que únicamente variaba la máscara lampiña,
esmaltada, a veces siniestramente impenetrable y a veces trascendida por la ferocidad que
contenía. La mano subió un poco más antes de bajar envuelta en el aullido militar de
Dowdell. Avanzaron agrupados detrás de Estela, al mismo tiempo que los otros veinte
soldados surgían del monte para convérger en la casa. Dowdell arrancó la mordaza a la mujer.
—Llárhelo... yo lo quiero vivo —dijo, primero en inglés e inmediatamente en español para
corregir aquel error surgido de la urgencia, o quizás de las espumosas profundidades del odio.
Estela permaneció inmóvil, voluntariamente amordazada, ausente, olvidada hasta de su
desnudez mientras miraba la casa callada en una incontenida actitud de triunfo, semejante a
una antigua piedra cubierta de signos invulnerables. Luego vio la posición del sol. Hacía once
horas que su marido había desaparecido entre la neblina apenas penetrada por la embrionaria
luz de las cuatro de la mañana. Y lo que entonces había sido una visión punzante —el hombre
alejándose, apretando las espuelas contra aquella mancha musculosa y no obstante fantasmal,
que más que mula era una nube de soledad y muerte—, ahora lo sabía, era lo que siempre
había deseado al verlo llegar. Uno de los soldados la empujó con la culata del rifle; ella dio
dos pasos y volvió a quedar firme a medio patio.
—¡Pedrón! ¡No seas gallina! ¡Salí de bajo de la cama! —gritó uno de los constabularios. Los
gritos resonaron en la hoquedad de la casa antes de ser absorbidos por los árboles lejanos y
todo volvió a su persistente silencio—. ¡Tenemos a tu mujer!... ¡A ver si sos tan güevón como
para venir a defenderla! —insistió el renegado.
En la atmósfera retorcida por las respiraciones encontradas y la espera, todos percibieron el
rumor de unos pies que se acercaban a la puerta. Por primera vez Estela dio muestras de
humanidad al contraer los hombros. Dowdell levantó un brazo para detener los rifles que
apuntaban a la abertura cuadrangular y parda. Águeda apareció en el vano de la puerta con
una mano en la bolsa del vestido y la otra oculta tras la pared de cañas. El movimiento de los
dedos de sus pies descalzos que subían y bajaban en desorden para tocar el umbral era la
única y leve señal de miedo. Recorrió con los ojos el pelotón, y al pasar por da madre pareció
no reconocerla, porque al menos en la petrificación de su cara no hubo el menor
ablandamiento... Luego fijó la mirada en Dowdell, sin pronunciar una sílaba, sin dar ni pedir,
solamente exigiendo lo que aun a sabiendas de que ella sola no obtendría se atrevía a exigir
desde la puerta de su casa. Ellos la miraban, se miraban entre sí, con la ferocidad atenuada por
el asombro, o por la diversión de esperar los gemidos o quizá el grito suplicante que en tal
situación esperaban de una campesina de quince años. Estela también esperaba, no el grito ni
el gemido, pero sí el abandono de la postura desafiante de aquella irreconocible figura que
resplandecía en el vano de la puerta, y que poco a poco se iba licuando en sus ojos. Pasaron
tres, cuatro segundos antes que Dowdell pudiera avanzar hacia la puerta, pistola en mano y
seguido por dos de sus hombres, armados de ametralladoras.
66
—¿La hija del bandolero Pedrón? —dijo, con la fruición de quien descubre, por fin, una
vereda secreta.
—¡La hija del General Pedro Altamirano, macho jueputa! —respondió Águeda. La
desesperada fuerza de su reclamación derribaba una compuerta demasiado débil ya. Con la
última de sus palabras sacó de tras la pared de cañas una mano aferrada al cañón de la
escopeta, pero la culata no llegó a salir, porque impelida por una doble corriente de fuego la
muchacha retrocedió tres pasos, osciló, para después caer con la cabeza y los brazos fuera del
umbral. Estela y Soledad corrieron a abrazarse sobre los torrentes que manaban de Águeda,
estremecidas por un hálito que no podía trasponer sus labios y que ni siquiera llegaba a ser
gemido.
—Registren esa casa —dijo Dowdell con tranquilidad, primero en inglés y luego en español,
pero ahora para dar prioridad a sus compatriotas. Al entrar, cada uno de los soldados pasó
remojando las suelas de sus botas. El teniente enfundó la pistola. Con los brazos cruzados
apoyó el hombro en el tronco de un almendro. Sabía que una vez más-habían perdido a Pedro
Altamirano y, a pesar de ello, una gran serenidad principió a lamerle las venas, derramando
por su cuerpo la misma tibieza que lo poseía al recibir el envidiable par de ases en un juego de
póker. Las dos mujeres vivas estaban sentadas en el patio, con los brazos cruzados sobre las
rodillas ,y la mirada opaca, llana, como si las pupilas les hubieran crecido desmesurada,
monstruosamente, y cubrieran todo el globo del ojo hasta dejarlas ciegas de tanto ver.
Dowdell buscó una piedra y se sentó, doblegado por el peso de su imaginación en marcha,
oscura a fuerza de abundancia.
—Algo dulce, eso es lo que necesito; algo dulce. Un pedazo de caña estaría muy bien,
Búscalo —ordenó a su ayudante.
La piedra quedó oscilando bajo el vaivén con que el teniente jugaba con sus nalgas, o tal vez
con sus ideas sobre un par de mujeres. Y ellas, en la posición qúe habían adoptado,
inconmovibles, contrapuestas a la pared de cañas secas, parecían dos tinajas abandonadas ahí
en una prolongada sequía.
En pequeños grupos los soldados fueron regresando y congregándose en torno a Dowdell.
Informaban sobre los resultados del registro sin obtener respuesta. El jefe chupaba el trozo de
caña con toda la boca y entrecerraba los ojos con expresión que iba y venía de una especie de
languidez al esfuerzo por distinguir y asir la mejor de sus ocurrencias. Ni el murmullo
creciente de la tropa lo hacía retroceder en el deleitoso vértigo de imágenes. Mannon,
excitado e impaciente, habló en voz alta, dirigiéndose al jefe pero sin quitar los ojos de las
mujeres:
—Yo diría...
—Sí, sí. La muchacha para ustedes —dijo Dowdell en inglés, sin levantar la cabeza, con un
ademán que sin duda señalaba a Mannon—. La vieja para ustedes —agregó en español y con
más desgano aún.
—Primero usted, teniente —respondió uno de los constabularios, con prisa.
—¡Aaeeej ! —dijo Dowdell. Abrió las piernas para escupir el jugo de caña que le llenaba la
boca—. Llévenselas de aquí... Yo tengo que pensar —y volvió a entregarse a la caza del
mejor castigo.
Cuando Soledad y Estela entraron por la cocina ya iban desnudas, en inviolable silencio,
67
sostenidas por una trágica pasividad que las libraba de cualquier gesto inútil o humillante.
La piedra se achataba, se hundía bajo el peso del pensativo teniente.
Los soldados entraban y salían aflojando o ajustándose el cinturón de cartucheras. Dentro, la
casa sonaba a corral del que, entre uno y otro silencio, surgían mugidos, vómitos, coletazos,
cascos metidos, removidos en un lodo amarillento y cloqueante.
El ayudante principió a afilar un machete. El ruido y el olor del hierro, sabiamente restregado
en toda su negra longitud sobre el mollejón, se mezcló al barullo y los hedores expelidos por
la casa.
En el natio Mannon, cantaba nostálgico: We have nine hundred miles to walk...
—Shut up your big motlth, will you?
El ayudante bajó la cabeza para que el teniente probara el filo del machete en uno de sus
cabellos.
—Tráiganlas —ordenó luego el jefe, sopesando el hierro.
Las mujeres salieron envueltas en túnicas de baba, con los cabellos amazacotados, viejas, tan
deformadas como dos frutos tragados y devueltos a la luz del día por un animal enfermo.
Dowdell entregó el machete a su ayudante. Llevó a Soledad hasta el árbol más cercano y
ceremoniosamente la amarró por el cuello, a modo de que la cabeza quedara firmemente
apoyada contra el tronco. Dio otro chupetón al trozo de caña.
—Aquí, lo quiero aquí. Ni arriba ni abajo; aquí, y de un solo golpe, ¿me entiendes? —dijo,
señalando con el dedo una línea que pasaba unos cinco centímetros por encima de las orejas y
a mitad de la frente de la muchacha. Se apartó para incorporarse al semicírculo que formaba
la tropa.
En el silencio estriado por las moscas, el ayudante sudaba, hostigado per el temor de fallar.
Cuando el filo del machete siseó, apenas contenido por el cráneo en su trayecto de la frente
hacia el tronco del árbol, el grito de Estela se perdió entre otros gritos más poderosos.
Dowdell se acercó al árbol; tiró a un lado el hemisferio negro que había quedado adherido al
resto de la cabeza, rusó una rama verde en la mano de Soledad y soltó la amarra. Entonces
ella dio dos pasos vacilantes, terriblemente difíciles, como si en vez de patio hubiera tenido
un alambre bajo sus plantas, y acto seguido se puso a bailar una serie de convulsiones en las
que había música de tambores inaudibles y, no obstante, presente, grave, chusca, y por
instantes erótica para algunos de los espectadores. Ensancharon el semicírculo, tal vez
movidos por el escrúpulo de ser tocados por el líquido que asperjaba la bailarina, o más
probablemente para darle espacio a la danza. La tropa resollaba, hacía guiños, roncaba, bajo
los efectos de los ojos blancos, la boca abierta y la rama que Soledad agitaba en loco
exorcismo.
Las convulsiones fueron acercándola al suelo, de espalda, aminorando, hasta dejarla exhausta
pero no muerta, atada por su propia contorsión.
—¿Saben?... Mi abuelo fue sastre; mi padre fue el mejor sastre de todo Alabama —se
apresuró a decir Dowdell cuando todo parecía haber terminado—. Yo también soy sastre. ¿No
lo creen?
—Se paseaba frente a su tropa. Si en ese momento alguien le hubiera puesto en la mano un

68
látigo, una pelota, un aro, su aire circense no hubiera dejado qué desear—. ¿No?... Voy a
hacerle un precioso chaleco a Lady Pedrón.
Llevó a Estela junto al árbol. Para entonces la mujer había envejecido otros veinte años; era
una anciana empequeñecida por el tiempo transcurrido en experiencia con las articulaciones
dolientes, lo bastante acreditada ante la muerte para que ésta pudiera sobrecogerla. Y si
pensaba en su marido, ha de haber sido con un rescoldo de alegría, tan suyo y ocultamente
victorioso que no se traslucía por su serenidad. Se le indicó arrodillarse de espalda al árbol, en
una posición que permitiera atarle pies y manos por el otro lado del tronco y que a la vez diera
un firme apoyo a su tórax. Cuando estuvo amarrada, Dowdell pasó el dedo índice por lo que
quedaba de la frente de Soledad, y con aquella substancia gelatinosa que el aire principiaba a
ennegrecer, fue dibujando el chaleco sobre la insensible piel de Estela. Primero el cuello en
V, después el corte oblicuo en el nacimiento de los brazos, y luego una raya en la cintura.
Todavía se entretuvo en dibujar varios botones entre el cuello y la cintura.
—Lo demás es tu trabajo, cortador —dijo, limpiándose el dedo en la camisa del ayudante.
—¡Eeeeh! Si yo también tengo un tío sastre —replicó el ayudante.
Fueron dos tajos para el cuello. La cabeza desprendida saltó hacia adelante en una súbita,
ineluctable ansia de morder al teniente. Otros dos separaron los brazos del tórax. Atardecía.
Sobre el pecho •de Estela fueron cayendo, deslizándose sin prisa, los espesos hilos rojizos que
al cruzarse tejían la prenda, bastante más larga que un chaleco, un poco más gruesa que una
cota de oro espumoso, de alto quilataje.

III

Sandino se paseaba de un lado a otro de su cabaña, iluminado por la lámpara de kerosén co-
locada sobre la mesa que servía de escritorio. Más :pálido y fulminante que nunca, con una
expresión que negaba que alguna vez, por quién sabe qué celada a la razón, el hombre hubiera
ganado el atributo de la risa, caminaba y esperaba que algo aconteciera en la puerta. Pedro
Altamirano entró con aceleración e incandescencia de aerolito, pero no necesitó decir a qué
llegaba, ya que momentos antes que él, Sandino había sido informado del asesinato, y sabía
que el subordinado vendría a pedir lo que ni a sí mismo se hubiera negado. Si para Sandino
aquel crimen era un nuevo y sañudo rasgón en la gigantesca herida que se había lanzado a
suturar, para Pedro Altamirano era, además, el personal desgarramiento del que surge el
rencor.
Se le autorizó disponer de los hombres, las armas, las cabalgaduras que quisiera para ir en
persecución del enemigo. Dijo que le bastaban cincuenta hombres —él sabía cuáles— y otras
tantas mulas escogidas entre las más veloces, las que de día o de noche olían más que veían;
casi volando al borde de los abismos o bajo las selvas de coníferas que pueblan la Segovia.
El campamento de `,`El Chipote" se estremeció de súbito, agitado por la consternación
manifestada en los candiles que corrían de un extremo al otro ; en sudaderos, albardas, frenos,
cinchas, espuelas colocadas de prisa ; en armas sacudidas, cargadas ; en frases cortantes
lanzadas contra las bestias prematuramente briosas o al compañero que llevaba un acto de
retraso. Antes que Altamirano terminara de fumar un cigarro la columna estaba en pie de
guerra y las mulas caracoleando con impaciencia, .listas para partir.
69
En la primera vuelta del camino, cuando desapareció el grupo de candiles y el rumor del
campamento, la oscuridad quedó en poder de la verdosa fosforescencia de los ojos équidos,
de la activada respiración de los jinetes confundida con los resoplidos, y sobre todo, del
decidido silencio con que cada uno compartía la callada pero no oculta laceración que
acometía al hombre que iba a la cabeza. Nadie, jamás, podrá saber qué derrumbes, qué
preguntas, qué imprecaciones se produjeron bajo el sombrero de Altamirano. Sólo había prisa
y pesantez desafiada. La marcha era algo como un fúnebre cortejo de iracundos, y a dar la
calidad de fúnebre contribuía no solamente la noche, el cielo limpio y estático, sino que
también las doscientas y tantas herraduras repiqueteando sobre la piedra con dejo amargo:
Llegaron a "Los Jícaros". Aún ardían los horcones de lo que había sido casa. El resplandor de
los maderos a medio carbonizar dejaba ver las ramas chamuscadas per las llamas que habían
arrojado un círculo de cenizas. Mientras los hombres se dispersaban en busca de las huellas
que delataran el rumbo que había tomado el destacamento, Altamirano detuvo la cabalgadura
junto al montón informe que quedaba de las tres mujeres. Ni siquiera la rigidez que solemniza
el común de los muertos, porque ellas estaban apiñadas en actitudes indecorosas, revueltas,
retorcidas en la preparación de un solo grito: Peeeedroooooo! Y él en el campamento, donde
debía estar, pero demasiado lejos para oírlas, y cuando había oído, ellas ya había muerto por
él, indefensas, como vaquillas amarradas junto al bebedero del tigre, ni siquiera matando
antes de morir, ni eso. El fuego alcanzó un último rimero de paja y la llamarada amarilla hizo
respingar a la mula, al mismo tiempo que el cúmulo de carne brillaba más en las partes
salientes y se oscurecía más todavía en los huecos. La cara de Soledad, en reposo, como
satisfecha de haber comido de la misma tierra que manchaba sus mandíbulas. Entonces, de
nuevo las vio padecer y morir sin otra alternativa que la humillación y el descuartizamiento,
por él, y por todo lo que se pareciera a él. Con las riendas tensas en la mano y oscilando al
vaivén de la cabalgadura, fue incorporándose, apoyado en los estribos; buscaba el aire que ya
no encontraba abajo, se llenaba los pulmones de la fuerza necesaria para expeler aquello que
le llenaba el pecho; un lodo punzante, ahogador. El sombrero se mecía, hacia arriba,
precediendo la cabeza perdida en ese instante donde toda noción de cielo, vida, tiempo, queda
rota, incapaz de contener la furia.
Uno de los guerrilleros apareó su cabalgadura a la del Jefe y en voz baja dijo:
—Mi general, por lo que dice el rastro que dejaron, van para el lado de El Ocotal.
—¿Por cuál camino?
—Por el camino real, parece.
Altamirano tiró de las riendas, no para seguir las huellas, sino dirigiéndose a un tupido bosque
de quebrachos, y tras él los cincuenta hombres enfilaron por un atajo que los llevaría al
camino, reponiendo con creces la ventaja tomada per el enemigo. Era una de las innumerables
veredas utilizadas y guardadas en secreto por el Ejército Defensor.
La neblina hacía más densa, aparentemente impenetrable la espesura que cruzaba el atajo; sin
embargo, las mulas trotaban con igual velocidad, que por un camino ancho y por siglos
conocido.
Desembocaron al camino real con cautela, pero los persezuidos aún no llegaban a ese punto,
lo decía el polvo hollado solamente por el viento y acaso por el deambular nocturno de los
reptiles.

70
Ninguno (le los guerrilleros y menos Altamirano, tenía la paciencia —o algún residuo de
miedo— para esperarlos. Se ordenó ocultar las bestias en sitio seguro. Los cincuenta hombres
se colocaron en una formación de y que abarcaba unos ochenta metros de camino y cuyo vér-
tice era Altamirano, empuñando la misma "Lewis" con que había limpiado la zanja repleta de
enemigos. Avanzaron haciendo de cada paso una obra de muda sabiduría, integrados a los
ruidos naturales de la maleza. Una vez más era el silencio el arma más mortífera.
Oyeron las pisadas de la avanzadilla, y más atrás la respiración, el leve traqueteo de las armas,
y hasta el tranquilo soplo con que los del cuerpo central de la columna enemiga expelían el
humo de sus cigarros. Se detuvieron, agazapados, mimetizados a la noche, y los dejaron
entrar a diez metros del vértice. Entonces cayó la lluvia rasante, más pesada y veloz que en
asalto alguno, y cuando marinos y constabularios habían caído para siempre, Altamirano y sus
hombres seguían arrasando la oscuridad.
Altamirano encendió una lámpara de pilas y fue alumbrando cada rostro, cada insignia.
Qué busca, general? —dijo uno de los hombres.
—Al jefe de estos desgraciados —y su voz era el ojo de una tormenta en busca de lo palpable,
del objeto singularmente configurado para su insaciada agresión.
Bajo el círculo amarillo apareció la media luna plateada, prendida a las charreteras del
teniente. Altamirano desenvainó el machete y de un tajo, ansiado, celosamente guardado para
ese momento, cortó la cabeza. La levantó a la altura de la suya y, englobándola con el rayo de
la lámpara, le habló, la escupió en desquiciados esfuerzos por arrancarle una respuesta.
La cabeza permanecía fija en su mueca, aterrorizada pero también satisfecha de sus actos, de
su invulnerable poder de negar toda explicación.
Mientras el general hablaba a gritos, abofeteaba y sacudía la cabeza de Dowdell, su tropa
moderaba el jadeo, la involuntaria sonrisa que antecede a la explosión del ebrio o del
demente.
Caminaron con lentitud hacia donde habían quedado las mulas.
Altamirano hizo un nudo con los cabellos rubios y las correas que colgaban delante del
estribo derecho. Al montar, todavía sin dar la señal de emprender la marcha, comprobó que la
cabeza coincidiera con el estribo, y antes de espolear su cabalgadura, el primer puntapié, seco,
directo, dio en la boca de Dowdell.
Durante el regreso, solamente se oyó, de nuevo, el trote de las cincuenta mulas y, destacán-
dose por encima de todo ruido conocido, la capota del estribo que golpeaba, regular,
insistente, con renovada fuerza, movida por una inagotable furia.
Al llegar al campamento, lo que pendía de las correas era una masa azulosa, semejante a una
cabeza enterrada y desenterrada a cada instante, sin reposo para el enterrador ni para lo
enterrado, Pedro Altamirano no se detuvo en el campamento. Solo, abandonado al castigo, se
internó en la montaña, pateando lo que colgaba ante el estribo.

**********************************************
Con el cuento Los monos de San Telmo, Lizandro Chávez Alfaro (Bluefields 1929) periodista,
humanista y maestro, obtuvo en 1963 el premio «Casa de las Américas», e inició en
71
Nicaragua una nueva época de excelente narrativa que incorpora a la literatura cuentista
nacional nuevos elementos, no sólo en la temática y técnica; sino al tratamiento de la visión
social subyacente en la obra.

72

También podría gustarte