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Emiliano Jiménez Hernández

SAN BRUNO
MELODIA DEL SILENCIO
PRESENTACION

a) Ser en Cristo

Bruno nace en Alemania, vive en Francia y muere en Italia. Su figura se yergue blanca
y silenciosa, como la nieve de las montañas de Chartreuse, en la segunda mitad del siglo XI;
su hábito blanco es anterior al de los cistercienses. El silencio de su vida se prolonga en la
historia; los cartujos son la orden que menos ruido ha hecho en el mundo. Con toda su
santidad escondida en sus austeros monasterios, los cartujos nunca han buscado el campaneo
sonoro ni el panegírico solemne. San Bruno, su fundador, es el santo nunca canonizado.

El sabio y devoto cardenal Bona, hablando de los monjes cartujos, los llama "el gran
milagro del mundo: viven en el mundo como si estuviesen fuera de él; son ángeles en la
tierra, como Juan Bautista en el desierto, y constituyen el mayor ornamento de la Iglesia; se
elevan al cielo como águilas, y su instituto religioso está por encima de todos los otros."

En medio del ritmo frenético de la vida moderna, con su prisa y afán, San Bruno nos
invita a detenernos un momento. Con su silencio nos grita y advierte que nuestras acciones
sólo sirven para llenar la vida, pero no para enriquecerla. El, alejado de los afanes del mundo,
nos recuerda que vale más lo que somos que lo que hacemos. El lo dejó todo, simplemente,
para ser ante Dios. El silencio y la soledad es el camino que nos muestra para acercarnos a la
fuente de la vida y de la santidad, única realidad que da sentido a nuestra existencia.

Es lo que ya escribía San Ignacio de Antioquía a la comunidad de Efeso: "Es mejor


ser cristiano sin decirlo que decirlo sin serlo". Y a la Iglesia de Roma le confesaba: "Mi deseo
de la tierra está crucificado; no hay en mí fuego para amar la materia; sin embargo, dentro de
mí hay un agua viva que murmura en mi interior y me dice: ¡Ven al Padre!".

La vida cristiana, antes que una forma de pensar o de actuar es una forma de ser. No
se es cristiano primordialmente por aquello que se hace, sino por la elemental forma de estar
en el mundo siendo cristiano, en total referencia a Cristo. El cristiano, siendo lo que es,
cumple su misión en el mundo, la única misión necesaria: hacer presente a Dios en medio de
los hombres.

En el cristianismo, la vida nace como fruto de una experiencia, en la que van unidas la
manifestación de Dios, que llama al hombre, y el descubrimiento del hombre, que es llamado.
La actuación de Dios en fidelidad salvadora suscita la respuesta agradecida del hombre en el
culto y en la vida, reviviendo ante sí mismo y para con los demás la actuación de Dios con él.
Así, la fe en Cristo crea una nueva vida. La presencia de Cristo suscita una experiencia nueva
de la vida y de la muerte, de la que nace una manera nueva de vivir en el mundo. El monje,
en la oración, hace memoria de Cristo, actualiza su presencia y vive como El vivió. Esta vida
configura toda su persona; vive todos y cada uno de sus actos a la luz del amor de Dios.

La fe da, pues, una configuración nueva de la existencia, libremente aceptada por el


eremita bajo la acción salvífica de Dios, en la que recibe, no sólo una iluminación sobre su
propia existencia, sino, más radicalmente, una iluminación sobre Dios y sobre lo que el
hombre es para Dios. A partir de esta iluminación se descubre a sí mismo pecador perdonado
y llamado a la esperanza de la gloria. La fe, por esta profundidad escatológica, anticipa los
nuevos cielos y la nueva tierra, trae la paz mesiánica e inicia la recuperación del paraíso.

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Bruno, movido por Espíritu Santo, vive en la alegría de la unión con Dios, abrasado
por el fuego inefable de su amor. Con gozo en el corazón canta la presencia y maravilla del
Señor en medio de la armonía de luz y calor. La sinfónica cadencia de su amor fluye en
himno agradecido a Dios. En íntimo diálogo con Dios, le brota la alabanza del alma bañada
en puras claridades, como reflejo del mismo Señor. Su corazón, en alas del Espíritu, se eleva
a Dios. En su Comentario a los Salmos, con lágrimas de alegría interior canta: "Una cosa he
pedido al Señor, la única que he buscado: morar en su casa por los días de mi vida, para
gustar la dulzura del Señor. El me da cobijo en su cabaña, me esconde en lo oculto de su
tienda, me levanta sobre una roca" (Sal 26). Sobre la roca de la Cartuja Bruno se ve apoyado
en Cristo, la roca firme y segura.

En Santa María de la Torre, segunda cartuja fundada por Bruno, el 5 de octubre de


1984, Juan Pablo II, al conmemorar el noveno centenario de la Orden, dirigió a los monjes
un discurso en el que quiso afirmar la perenne actualidad del la vocación puramente
contemplativa:

En la paz y en el silencio del monasterio se encuentra la alegría de alabar a Dios, vivir


en él, de él y para él...

b) Alabanza de Dios

En la Cartuja el silencio sólo se quiebra por la oración y la celebración de la


Eucaristía en común. Los salmos brotan del hondón del alma de los monjes con tal
espontaneidad que parece que los están componiendo más que recitando. Las palabras que
murmuran los labios no parecen sino el acompañamiento de la oración que sale de lo íntimo
del ser. "Oración de labios engañosos es la oración que no brota del corazón", escribe Bruno
comentando el salmo 16. "La alabanza que agrada a Dios es la que brota del corazón con
devoción interior, es decir, con todo lo que hay dentro de mí: sentimiento, mente, voluntad y
todas las fuerzas de mi ser" (Sal 102).

Bajo la capucha, como los piadosos hebreos bajo su tallit, el cartujo se encierra, para
hablar a solas con Quien ve y oye en lo secreto. Con el hábito blanco de la simplicidad,
Bruno abre su corazón a las maravillas de la creación y eleva su canto al Creador. Vive lo
que dice Clemente de Alejandría: "Dios ha ordenado musicalmente el universo; ha sometido
la disonancia de los elementos a la disciplina de la armonía, para que el mundo entero sea
para él una sinfonía. Lenguaje y voz nos han sido dados para expresar el pensamiento; pero,
¿acaso Dios no oye al alma misma y a la mente? Dios no se espera de nosotros discursos
prolijos; sino que en un abrir y cerrar de ojos lee los pensamientos de todos. Por ello podemos
elevar a él una plegaria sin palabras, en la que brote del alma, profundamente recogida,
aquella palabra espiritual silenciosa que consiste en una total y constante adhesión a Dios".

Bruno y sus hijos se nutren de la espiritualidad de Casiano, que dice: "En los salmos
encontramos la expresión de las pruebas de nuestra alma; y, al ver en nosotros, como
reflejado en un espejo, lo que se dice, adquirimos una inteligencia más profunda. Penetramos
el sentido profundo de las palabras, no ya con la lectura, sino por experiencia personal. Así el
alma llega a la oración pura; ésta no se fija sobre imagen alguna; no se expresa siquiera
mediante palabras: nace espontáneamente, de una mente encendida, de un rapto indecible, de
una insaciable prontitud del espíritu. El alma, transportada fuera de los sentidos y de las cosas
visibles, se ofrece a Dios entre suspiros y gemidos inefables".

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En la soledad, dice Bruno, se adquiere aquella mirada de serenidad que hiere de amor
al esposo celestial. Todo arte tiene su melodía, pero el canto de la fe, cuando surge puro y
apasionado del corazón del silencio, supera toda melodía. Como Bruno escribe a su amigo
Raúl le Verd: "Unicamente los que lo han experimentado pueden comprender las íntimas
alegrías que hay en esta soledad. Aquí es donde uno puede penetrar en el interior del alma;
donde es posible vivir con libertad frente a sí mismo, desarrollar en el corazón los gérmenes
más pequeños de la virtud, recoger los frutos que aseguran un gozoso paraíso".

La soledad del monje no es la soledad del ateo, que camina siempre a solas consigo
mismo. La soledad del desierto, a la que Bruno invita, es la soledad de quien no quiere perder
la compañía entrañable del amado. Bruno, sin hablar, con su misma persona se hace palabra
para el hombre actual, que vive inmerso en la confusión y la inseguridad existencial, fruto del
desarrollo científico-técnico, que desemboca en el positivismo y el pragmatismo. En este
proceso se pasa fácilmente y de un modo imperceptible al materialismo, a la "religión" de la
eficacia, de la seguridad y del bienestar. Cuando estas actitudes se desarrollan y se instalan
existencial, cultural y socialmente, la gratuidad de la fe, la celebración de la esperanza, la
alegría de la contemplación, la liturgia inútil del amor se agostan y mueren sin remedio. No
tienen tierra donde arraigar ni aguas que las nutran. La vida se hace un árido desierto.

c) Luz de los hombres

La espiritualidad de Bruno ha vencido los siglos y los cambios de los tiempos. Ha


instaurado un modo de vida que aún hoy no ha perdido esplendor y capacidad de atracción.
Candelabro del desierto, la vida del eremita brilla sobre el mundo entero. Juan Pablo II se lo
recuerda a los Cartujos:

Proponer al mundo de hoy la práctica de una "vida escondida con Cristo en Dios"
(Col 3,3), significa afirmar el valor de la humildad, de la pobreza, de la libertad
interior. El mundo, en el fondo, siente sed de estas virtudes, quiere ver hombres rectos
que las practican con heroísmo cotidiano, movidos por la conciencia de amar y servir
con este testimonio a los hermanos.

Vosotros estáis llamados a ser lámparas que iluminan al mundo; sabed ayudar siempre
a quien tiene necesidad de vuestra oración y de vuestra serenidad... Vosotros -en
fidelidad a las exigencias de vuestra vida contemplativa- les dais la alegría de Dios,
asegurándoles que rezaréis por ellos, que ofreceréis vuestra ascesis para que también
ellos reciban la fuerza y el ánimo de la fuente de la vida que es Cristo.

En nuestra época, en que todo está dominado por los intereses de la producción, por el
trabajo y por la demanda del consumo, vivimos para trabajar y trabajamos para ganar. Y lo
que ganamos acaba siendo engullido, de forma inexorable, por esa máquina gigantesca que es
la sociedad de consumo. El tiempo libre, en realidad no existe. Sólo existe un tiempo,
llamado irónicamente libre, previsto y programado por los mecanismos de nuestra sociedad
consumística, para que el hombre, manipulado y esclavo del sistema, pueda gastar lo ganado,
recuperar sus fuerzas sometidas a un agotador desgaste y seguir sirviendo de alimento de
manera inevitable a las apetencias insaciables de la producción y del consumo. En estas
condiciones, la vida en sí misma no existe. Cuenta la rentabilidad, el dinero, pero lo
gratuito, lo que no-sirve-para-nada, es un sin-sentido, una sin-razón. Por eso la fiesta
auténtica, la celebración de la vida, no existe. Existe la pseudofiesta, es decir, el remedo y la

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manipulación de la fiesta. Existe el fin de semana como alienación de la vida, el aturdimiento
del deporte espectáculo, la huida de la droga...

Otra variante de la dificultad del hombre actual para vivir y celebrar la vida le viene
de la mentalidad difusa del éxito y del triunfo material, que confía la realización del hombre
al éxito y al bienestar material. El pragmatismo, la eficacia, el afán de éxito y triunfo reducen
el horizonte humano a lo práctico, insensibilizando al hombre para lo gratuito y celebrativo.
La felicidad se confunde con el placer inmediato; y el hedonismo, que engendra, imposibilita
la fe en la cruz y la vivencia de la fiesta pascual de la resurrección.

Bruno ha conocido estas tentaciones antes de retirarse al desierto. Ha descubierto que


las riquezas son un estorbo para la vida, pues endurecen el corazón hasta metalizarlo. Por ello
Bruno se ha ceñido la espada de los salmos y se ha lanzado al ataque contra ellas con el ardor
del guerrero. Los Estatutos de la Cartuja reconocen que "es largo el camino a través del
desnudo y requemado camino antes de llegar a las fuentes del agua y a la tierra prometida".

En el silencio del desierto, a solas con Dios, Bruno se encuentra con dos abismos
enlazados como los dos labios de una cremallera: el abismo del hombre y el abismo de Dios.
El abismo de asombro con que el hombre tropieza al estar frente a sí mismo no se puede son-
dear verdaderamente mientras no se experimente el otro abismo, incomparablemente más
profundo, de la gracia de Dios. Entonces la causa del asombro no es ya su yo, su pequeñez,
sino el Otro, nada más que El, que sorprende al hombre siempre al venir a él. ¿Hasta dónde es
capaz de llegar el amor, el rebajamiento de Dios? ¿Hasta dónde la gloria a que llama al
hombre?

En el silencio de la oración, Bruno descubre que llorar sobre las propias penas sólo
sirve para mirarse a sí mismo; en cambio, abrir la mirada en torno para contemplar las
maravillas de la creación lleva al consuelo porque une al hombre con Dios. A su luz le brota
del corazón un canto alegre, espontáneo, que es la oración que más agrada a Dios. La alegría
es un don del cielo, derramado gratuitamente como la lluvia, que ablanda la tierra y la hace
fecunda, aunque a veces sea necesario el desborde de un río para ablandar ciertas tierras
endurecidas y abrasadas por el sol. Pero la lluvia, con su persistencia, suelda hasta las grietas
del terreno. Y entonces brota con más fuerza el canto de la alabanza.

d) En el corazón de la Iglesia

Para que haya fiesta es necesario tener algo que celebrar y alguien a quien festejar.
Celebrar es reconocer que la vida es radicalmente buena, que las cosas son buenas, que la
historia es buena. Hacer fiesta es incorporarse al gesto creador de Dios y reconocer con El
que la creación es buena. Y proclamar la bondad radical de la creación es celebrar la bondad
original e inédita del Creador; es percibir el sello del Creador en el mundo y en la propia
vida. De esta afirmación gozosa de Dios y del mundo surge la gratitud y la alabanza, como
expresión de la alegría profunda que embarga a quienes celebran la fiesta. Servir a Dios no es
fanatismo. Fanático es quien persigue los bienes mundanos o quien busca fama de piadoso
imponiendo a los demás el rigor de una ley. Bruno no busca que todo cristiano se encierre en
la cartuja. A Dios cada uno debe servirle en la medida de la gracia recibida. El cartujo, con su
vida, nos invita a ello. Así cumple su misión en la Iglesia. Como dice Juan Pablo II:

Esta vuestra específica y heroica vocación no os sitúa, sin embargo, al margen de la


Iglesia, sino que os coloca en su mismo corazón. Vuestra presencia es un reclamo

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constante a la oración, que es el presupuesto de todo auténtico apostolado... Vosotros
dais con la vida testimonio de vuestro amor a Dios. El mundo os mira y, quizás
inconscientemente, se espera mucho de vuestra vida contemplativa. Continuad
poniendo ante sus ojos la "provocación" de un modo de vivir que, aunque amasado de
sufrimiento, de soledad y de silencio, hace brotar en vosotros la fuente de una alegría
siempre nueva...

Con este discurso, el Papa desea despertar la memoria de Bruno. La memoria es un


tesoro precioso. El recuerdo de las experiencias pasadas da confianza y libera de caer en los
mismos errores. La memoria es luz sobre el presente y esperanza para el futuro. La alegría
recordada alegra el espíritu y lo abre al amor.

Hoy que, en nuestra sociedad, las certezas se tambalean, dando la impresión de vivir
siempre de lo provisional, es necesario despertar la memoria, que sostenga la imaginación. El
memorial de la fidelidad de Dios será el apoyo firme de la fidelidad para el futuro. En el diá-
logo con el Dios fiel encuentra el cristiano la garantía de su fidelidad para las decisiones de
vida que implican su futuro: matrimonio, celibato, vida contemplativa... En el lenguaje actual
se abusa de la palabra compromiso: "yo me comprometo", yo me obligo de cara al futuro,
orientando la atención, en forma narcisista y farisea, hacia uno mismo. Se ignora el carácter
dialogal, responsorial de la fidelidad. La fidelidad es fidelidad a otro. Si es fidelidad a sí
mismo, al propio compromiso, a la propia conciencia, el hombre con suma facilidad justifica
la revocación de su compromiso en nombre de la fidelidad a sí mismo.

La crisis actual de fidelidad es crisis de fe. Sin presencia, sin "estar con", es
impensable la fidelidad. La fidelidad a ideas o a principios jamás tendrá una garantía firme.
Sólo mediante la fe en Jesucristo, fidelidad encarnada, recibimos la capacidad -su Espíritu- de
ser fieles a Dios. El creyente puede implicar su vida en una decisión irrevocable confiando en
la fidelidad de Dios, que le sostiene con el don del Espíritu Santo: "Pues fiel es Dios, por
quien habéis sido llamados a la unión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro" (1Cor
1,9;10,13). Dios ha sido el primero en comprometerse con nosotros, confiando en nosotros a
pesar de nuestra debilidad, y muestra su fidelidad con tal abundancia que nosotros -en
respuesta agradecida- experimentamos confianza y somos por su gracia capaces de responder
fielmente a su alianza.

Dios, siempre fiel, llama a celebrar sus acciones maravillosas, haciendo memoria de
su fidelidad. El memorial de su fidelidad nutre la gratitud y la fidelidad: un recuerdo
agradecido es la condición para un corazón fiel. Los olvidadizos y los desagradecidos, por el
contrario, carecen de raíces y de fidelidad a la hora presente y al futuro. Sólo el memorial,
que nos enraíza en los designios y bondad del Dios fiel, hace nuestra libertad creadora,
abierta sin temores ni utopías ilusorias a la historia creadora de Dios: "El Paráclito, el Espíritu
Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo
os he dicho" (Jn 14,26).

La fe es una respuesta gozosa y exultante a la iniciativa de gracia por parte de Dios.


Dios elige a Bruno, le ama, asiste, le garantiza el presente y el futuro. La fe en esta elección
divina le lleva a confiar en El y a obedecerle. Este reconocimiento de la bondad de Dios es el
germen del amor a Dios sobre todas las cosas. De este modo la fe en Dios configura toda su
vida, que se hace una bendición constante: por la luz del amanecer, el agua que refresca, el
pan que nutre la vida... hasta por el sueño que da reposo en la noche. La vida se hace

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bendición, perenne Eucaristía. Recordar a San Bruno, recorrer con él los momentos de su
vida, es hacer memoria de la fidelidad de Dios con él y con nosotros, los cristianos de hoy.

En nuestra época, ajetreada como pocas, el hombre debe asegurarse un tiempo y un


lugar de silencio, para suplir las atrofias y carencias que el estilo de vida actual le ocasiona.
Para ello necesita un maestro, que le libre del riesgo del silencio vacío y del riesgo de
perderse en la palabrería más vacía aún. El silencio, la palabra y la oración pueden llevarlo al
engaño de la introspección y no a Dios. Encontrarse consigo mismo no salva al hombre de
nada. Sólo el encuentro con Dios es salvador. Situarse ante el misterio sin caer en la
monotonía o en la dispersión es obra del Espíritu, "que guía poco a poco al hombre a la
verdad plena" (Jn 16,13). El Espíritu Santo es el maestro de la oración. Pero escuchar y seguir
los pasos de quienes se han dejado conducir por él nos ayuda a no confundir su voz con otras
voces. La ilusión es madre de decepciones. Los espejismos, en vez de apagar la sed, desvían
de la fuente.

León Bloy nos dice: "Estos hombres de oración llevan en su interior la Jerusalén
celestial. Ellos grabaron los arrobamientos místicos de su alma en las piedras labradas de sus
iglesias, en las artísticas vidrieras de los santuarios y en los pergaminos de sus libros de rezo.
Si queda en nosotros un resto de buen sentido, hemos de acercarnos al monacato, fuente de
luz en las dudas que torturan al mundo, y de seguridad en las vacilaciones de la vida".

Como dice Juan Pablo II: "En el rápido correr de los acontecimientos, que atrapan a
los hombres de nuestro tiempo, es necesario que vosotros, mirando continuamente al espíritu
original de vuestra Orden, permanezcáis firmes con voluntad inquebrantable en vuestra santa
vocación. Pues nuestro tiempo tiene necesidad del testimonio y del servicio de vuestra forma
de vida. Los hombres de hoy, frecuentemente turbados por el fluctuar de las ideas, tienen
necesidad de buscar el absoluto, y de verlo en cierto modo probado por un testimonio de vida.
Darles este testimonio es vuestra misión. Y también los hijos y las hijas de la Iglesia que se
dedican a las actividades apostólicas deben, en medio de las realidades fluctuantes y
transitorias del mundo, apoyarse sobre la estabilidad de Dios y de su amor, que ven
testimoniada en vosotros, que sois partícipes de ellas de un modo especial en esta
peregrinación terrena".

En el rostro de Bruno aparece ante nuestros ojos "la vida contemplativa en su pureza
original" (Pío XI). Todo cristiano, a la luz de su vida, puede descubrir esa veta de intimidad,
que le saque de la agitación de la acción, para, a solas con Dios, encontrar un poco de reposo
y renovar su fe y su amor. Espero que la bondad, paz y gozo, que irradia la persona de Bruno,
se contagie a los lectores.

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1. PRIMEROS AÑOS DE BRUNO

a) Bruno nace en Colonia

De los primeros años de Maestro Bruno, como le llaman los documentos antiguos, no
sabemos casi nada. Manasés, el arzobispo simoníaco de Reims, acusado ante el delegado
pontificio Hugo de Die y ante el concilio de Lyon en febrero de 1080, en la Apología que
hace de sí mismo, dice: "El tal Bruno no pertenece a mi clero; ni siquiera ha nacido ni ha sido
bautizado en mi diócesis; es canónigo de San Cuniberto en Colonia, reino teutónico".

Por no saber, no se sabe ni la fecha de su nacimiento. En cambio, sí se sabe la fecha


de su muerte: 6 de octubre de 1101. A partir de esta fecha y, teniendo en cuenta algunos
acontecimientos de su vida, se puede conjeturar que Bruno nació entre 1024 y 1031. La fecha
más probable, por ser la que mejor armoniza los hechos que jalonan su vida, es el año 1030.

Se sabe que nació en Colonia, ciudad de Alemania, en la provincia prusiana del Rhin,
digamos que en 1030. Sus padres eran ricos y conocidos en la ciudad. Bruno vive, pues, sus
primeros años en Colonia, la antigua Colonia Claudia que los romanos levantaron entre el
Rhin y el Mosa. Otón había elevado a la sede episcopal a su propio hermano Bruno,
otorgándole la alta justicia y los derechos condales, tanto a él como a los arzobispos que les
sucedieran. El arzobispo Bruno rigió la diócesis desde el año 953 al 965.

Con su genio organizador, Bruno I hizo de Colonia, no sólo la primera ciudad de


Alemania, sino una ciudad de importancia mundial. Hermano del emperador Otón, era un
hombre de Estado, pero al mismo tiempo era un hombre muy espiritual. Favoreció el
eremitismo y el monaquismo, construyó iglesias y fundó cabildos, tanto que la ciudad llegó a
recibir el nombre de "Santa Colonia" o de "Roma alemana". Cuando Bruno, el futuro cartujo,
era niño, Colonia vivía aún de ese resurgimiento espiritual que le había dado el arzobispo de
su mismo nombre. La ciudad contaba con nueve colegiatas, cuatro abadías y diecinueve
iglesias parroquiales.

Cuando nace Bruno, el futuro fundador de los cartujos, el arzobispo de Colonia se


llamaba Piligrim, que coronó en 1028 a Enrique III como emperador, adquiriendo así para los
arzobispos de Colonia el derecho de coronar al emperador. Este privilegio era un lazo para la
vida de la Iglesia de Colonia. La tentación de los beneficios del arzobispado se prestaba
fácilmente a caer en la simonía, lacra tan difundida en aquella época. En la vocación de
Bruno a la soledad del desierto este hecho tiene una gran influencia. Entre el Arzobispado de
Colonia y el de Reims, las dos diócesis donde Bruno transcurre la vida antes de retirarse del
mundo, se da una gran coincidencia.

Al mismo tiempo que el arzobispo Manasés provocaba en Reims, por su elección y


conducta simoníaca, graves perturbaciones en la Iglesia, en las que Bruno se vio
dolorosamente envuelto, la Iglesia de Colonia pasaba por una situación análoga. El arzobispo
Hildulfo (1076-1078) se ponía de parte del emperador Enrique IV de Alemania contra el Papa
Gregorio VII, precisamente en la disputa de las investiduras. Y los arzobispos sucesores de
Hildulfo, Sigewin (1078-1089) y Herimann III (1089-1099) continuaron la misma política.

Durante el período de 1072 a 1082, muy probablemente Bruno mantuvo relaciones


con sus parientes de Colonia. Seguramente, pues, estuvo al corriente de lo que pasaba en su
ciudad natal. El gran conflicto de conciencia, que le indujo a abandonar todo y recluirse en la

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soledad, le llegaba de las dos Iglesias que le eran más queridas.

La Iglesia vive en plena lucha por su libertad amenazada por la nobleza romana y la
realeza germánica. Es la época de la lucha contra las investiduras. Los papas Esteban IX,
León IX, Nicolás II, Alejandro II, Víctor III, Urbano II, Pascual II, Gelasio II y Calixto II son,
junto con la figura central de Gregorio VII, los papas de este período. Desde siglos la Iglesia,
que se encontraba en estado de sumisión ante el poder imperial e incluso feudal, sentía la
exigencia de un cambio profundo. Gregorio VII es el principal intérprete de esta exigencia.
Con espíritu y coraje se enfrentó al Imperio y rehabilitó a la Iglesia. La reforma gregoriana,
rompiendo el confuso lazo del Estado con la Iglesia, marcó el comienzo de una nueva era
para la Iglesia.

Es también la época de la lucha contra la corrupción del clero, sobre todo contra la
simonía. El desorden de las costumbres clericales o nicolaísmo (concubinato) y la simonía o
venta de las dignidades eclesiásticas eran los dos abusos que asolaban internamente a la
Iglesia. San Pedro Damián, abad del monasterio de Fonte Avellana, no cesó de predicar con
toda su vehemencia a los papas la necesidad de erradicar de la Iglesia estos dos males. Desea
hacer volver al clero a la continencia y a la pobreza evangélica. Bruno es coetáneo de San
Hugo, fundador de Cluny, de San Bernardo, del nacimiento del Císter, y de otros muchos
santos empeñados en la reforma de la Iglesia.

b) Estudiante en Reims

Volviendo a la infancia de Bruno, conviene recordar que en aquella época sólo los
monasterios y las iglesias tenían escuelas, donde los niños pudieran iniciarse en las letras
humanas, al mismo tiempo que participaban en las celebraciones litúrgicas. Bruno, muy
probablemente, asistió a la escuela de la Colegiata de San Cuniberto, porque sabemos que
más tarde fue nombrado canónigo de ella.

Bruno, desde sus primeros años, reveló unas dotes intelectuales sobresalientes. Muy
joven aún -"tierno alumno", dicen de él los canónigos de Reims- deja su ciudad de Colonia,
para completar sus estudios en la célebre escuela de la Catedral de Reims, que entonces era
uno de los centros culturales más importantes de Europa. Las escuelas de Reims, y en
particular la catedralicia, que frecuenta Bruno, tenían mucha fama desde hacía siglos.
Gerberto, el futuro Papa Silvestre II, había sido su rector, iluminándola con su genio. A
mediados del siglo IX, el arzobispo Guy de Chastillón dio a los estudios un nuevo impulso.
Cuando Bruno llega a Reims para estudiar, las escuelas de Reims están en su pleno apogeo. A
ellas afluyen alumnos de Alemania, de Italia y, en general, de toda Europa. Entre toda esa
masa de estudiantes, Bruno llamó la atención de sus maestros. Atraído por el afán de saber, se
entrega al estudio con toda su alma.

En esta época el saber es enciclopédico. Se estudian todas las ciencias humanas, como
preámbulo de la teología. Después de aprender gramática, retórica y filosofía, es decir,
superado el llamado trivium, el estudiante se dedicaba a la aritmética, música, geometría y
astronomía, que constituían el quadrivium. Sólo después se pasaba al estudio de la teología,
como coronamiento de todo el saber humano. Con frecuencia, un mismo maestro seguía a los
alumnos en todo el círculo de sus estudios.

El método de enseñanza era la lectio, la lectura comentada de los autores antiguos,


considerados como autoridad en la materia. En teología se seguía el mismo método: se partía

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de la lectura de la Sagrada Escritura, que el profesor comentaba con los Padres de la Iglesia.

Estos son los estudios que siguió Bruno. En aquel tiempo el maestrescuela,
-responsable general de los estudios-, de Reims se llamaba Hermann, que, si no tenía el genio
de un Gerberto, gozaba al menos de fama como gran teólogo. Por los Títulos Fúnebres1
sabemos que Bruno sobresalía como filósofo y teólogo. Y las cartas que se conservan de él
prueban que dominaba también la retórica. La Crónica Magister2 dice de él: "Bruno, hombre
sólidamente formado, tanto en las letras humanas como en las divinas".

De este período de estudios data una breve elegía Sobre el menosprecio del mundo,
donde Bruno revela por primera vez la llamada de Dios a retirarse del mundo. El poema está
escrito en dícticos elegantes y sobrios, bien ritmados. La traducción pierde el ritmo y la
forma, pero nos permite descubrir el contenido de lo que Dios está ya insinuando en el
espíritu de Bruno:

El Señor ha creado todos los mortales en la luz,


ofreciendo a sus méritos los goces supremos del cielo.
Feliz quien se lanza directo hacia las cumbres,
guardándose de todo mal.
Pero feliz también el que se arrepiente después de la caída,
y el que llora con frecuencia su falta.
¡Ay! Los hombres viven como si la muerte no siguiera a la vida,
como si el infierno no fuera más que una vana conseja.
La experiencia, sin embargo, nos muestra que toda vida termina en la muerte,
y la Escritura divina da fe de las penas del Erebo.
Desgraciado, insensato, quien vive sin temer tales penas;
una vez muerto, se verá envuelto en sus llamas.
Mortales, procurad vivir todos
de suerte que no tengáis que temer el lago del infierno.

Cuando Bruno tenía unos veinte años, siendo aún estudiante en la escuela catedralicia,
ocurrió un suceso que debió dejar honda huella en su sensibilidad: el Papa León IX visitó
Reims y celebró allí un concilio. (Ese mismo año el Papa visitó también Colonia). El treinta
de septiembre de 1049, el Papa llega a Reims. El uno de octubre hace el traslado de las
reliquias de San Remigio que, durante las incursiones normandas, Hincmar había mandado
trasladar a Eperny. Ahora volvían a su célebre abadía de San Remigio. El dos de octubre,
León IX consagra la nueva iglesia de la abadía.

Podemos imaginarnos a Bruno, estudiante de teología, participando en todos estos


actos como acólito, aunque ninguna crónica recuerde -ni entonces ni ahora- a los acólitos.
Pero conocemos incidentalmente la gran devoción de Bruno a San Remigio. En una carta que
Bruno escribe, mucho más tarde, casi al final de su vida, desde Calabria a Raúl le Verd, le
dice: "Te ruego me envíes la Vida de San Remigio, que aquí no se encuentra por ninguna
parte".

1 Se conservan 178 Títulos Fúnebres. Aún dando por descontado el artificio literario y la
amplificación poética de los elogios, hay en ellos una tónica y una notas dominantes que
nos dan el retrato fiel de Bruno. Es la imagen que se han formado de él quienes le
conocieron y trataron de cerca.
2 La Crónica Magister es la crónica de los cinco primeros Priores de la Gran Cartuja; un documento
fundamental para la historia de los orígenes de los cartujos.

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Apenas terminadas las fiestas de San Remigio, el 3 de octubre, León IX inauguró el
Concilio. Numerosos arzobispos, obispos y abades participan en él. Se trató, sobre todo, de la
simonía, que entonces minaba la Iglesia y urgía extirpar. En el Concilio comparecieron varios
obispos, convictos de haber comprado su obispado. El Papa y el Concilio los depusieron y
excomulgaron. Y después se tomaron las medidas disciplinares para acabar con ese mal.
Bruno siguió el Concilio y sus medidas y decisiones, a las que la presencia del Papa daba una
autoridad y solemnidad excepcionales, y se le grabaron en lo íntimo del corazón.

Bruno, en este momento crucial de su vida, cuando se está abriendo a la misión de la


Iglesia, descubre los graves problemas que gravitan sobre la Iglesia y sobre su conciencia.
Profundamente piadoso y recto, penetrado de la Sagrada Escritura y de la fe de la Iglesia, no
puede dejar de pensar en la situación de la Iglesia, sobre la necesidad de reforma y sobre la
orientación que debe dar a su vida. De momento cree que Dios le invita a profundizar en los
estudios de la teología, allí en Reims. Estudia y participa de lleno en la vida de la diócesis.

Terminados sus estudios, Bruno vuelve a Colonia, donde recibe las Ordenes sagradas,
es nombrado canónigo de San Cuniberto y se dedica a la predicación al pueblo. Con los
estudios y títulos de la escuela de Reims, "le llaman de diversas regiones para predicar al
pueblo".

Bruno docto y piadoso está satisfecho de sí mismo, sin sospechar siquiera los
designios de Dios sobre su vida. Hasta ahora ha vivido, ciertamente conducido por Dios, pero
siguiendo los deseos de su corazón. Está haciendo carrera, construyendo alta la torre de su yo
que un día tendrá que derruir el Señor, descendiendo hasta él para confundir su espíritu. Dios,
con ese barro común a todos nosotros, se preparará el sacrificio aceptable, el sacrificio de
alabanza que él desea. En Bruno será glorificado, cuando sacrifique su ciencia e incluso sus
aspiraciones eclesiásticas. El salmo, que Bruno comenta sin aún comprender, le dice: "Inmola
a Dios un sacrificio de alabanza", "pues el sacrificio de alabanza es el que me glorifica" (Sal
49,14.23). Dios es glorificado en las maravillas que hace en sus santos, es decir, haciendo
santos a los que, por sí mismos, nunca llegarían a serlo.

2. MAESTRO BRUNO

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a) Maestro de la Iglesia de Reims

Bruno, como hemos visto, siendo muy joven es enviado desde Colonia a estudiar en la
famosa escuela catedralicia de Reims. Allí estudia con entusiasmo artes y teología. Vuelto a
Colonia se ordena de presbítero y es nombrado canónigo de la colegiata de san Cuniberto.
Pero su estancia en Colonia no debió prolongarse por mucho tiempo. Hacia el año 1056
Bruno está de nuevo en Reims, como gran canciller de las escuelas. El buen recuerdo dejado
en Reims hace que el arzobispo Gervasio lo llame para ponerle como director-"summus
didascalus"- de las escuelas de Reims . Pasa unos veinte años al frente de la escuela. Según
los recuerdos que dejó en sus alumnos, fue un maestro apreciado, que ejerció un profundo
influjo en ellos por su ciencia y por sus dotes humanas.

La elección para este cargo era honrosísima para Bruno. El hecho de que se le designe
tan joven para ocupar un puesto tan delicado, significa que Herimann, su antecesor en el
cargo, ha descubierto en él excepcionales dotes para la enseñanza y, sobre todo, cualidades de
trato y de gobierno. Reims era entonces uno de los focos intelectuales más célebres de
Europa. Para mantener esa reputación, el arzobispo Gervasio elige a Bruno cuando no tiene ni
treinta años. Este hecho demuestra que Bruno es un hombre extraordinario, pero no revela los
caminos que Dios le tiene reservados para convertirse en lumbrera de la Iglesia. Bruno se
ocupa de enseñar "a los clérigos más avanzados y versados en las ciencias, no a los
principiantes". Su principal empeño consistía en llevar a sus discípulos a Dios y en enseñarles
a respetar y amar la ley divina. Muchos de ellos llegaron a ser eminentes filósofos y teólogos,
honraron a su maestro con su talento y habilidades y extendieron su fama hasta los más
apartados rincones.

Durante unos veinte años Bruno fue un brillante director de la enseñanza. El legado
del Papa Gregorio VII, Hugo de Die, le dio el título de "Maestro de la Iglesia de Reims". Bajo
la dirección de Bruno pasaron muchos alumnos que más tarde alcanzaron altos cargos en la
Iglesia, como Eudes de Châtillon, primero canónigo como Bruno, luego entró en Cluny,
llegando a Prior; muy pronto fue nombrado Cardenal-Arzobispo de Ostia y, finalmente, Papa
con el nombre de Urbano II. Se podrían citar otros muchos prelados y abades, como Rangier,
obispo de Lucca; Roberto, obispo de Langres; Lamberto, abad de Pouthières; Maynard, abad
de Corméry; Pedro, abad de los canónigos de San Juan de las Viñas.... Todos estos
reconocieron más tarde, en los Títulos Fúnebres, que debían a Maestro Bruno lo mejor de su
formación:

Yo, Rangier, antiguo discípulo del venerado Bruno, deseo ofrecer mis oraciones a
Dios todopoderoso para que le dé la corona que merece su fe en aquél que le preparó
con tantos dones de gracia y piedad; le recordaré siempre de manera especial por lo
mucho que le debo y por el gran afecto que le tuve.

Yo, Lamberto, abad de Pouthières, desde los albores de mi vocación religiosa fui
discípulo de Maestro Bruno, gran letrado; siempre conservaré el recuerdo de tan buen
padre, a quien debo mi formación.

Al conocer la muerte de vuestro santo padre Bruno, maestro mío, de cuyos labios
aprendí la santa doctrina -dice Pedro, abad de San Juan de las Viñas, de Soissons-, me
llené de tristeza; pero al mismo tiempo me alegré también, pues ha obtenido ya su
descanso y ahora vive con Dios, como se puede conjeturar por la pureza y perfección
de su vida, que tan bien conocí.

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El testimonio de Maynard, prior de Corméry, es realmente conmovedor, ya que le
sorprendió la noticia cuando estaba preparando un viaje a Calabria. Quería ver de nuevo a
Bruno y "abrirle su alma":

El año 1102 de la Encarnación del Señor, en las calendas de noviembre, recibí este
rollo, y leí en él que el alma, bienaventurada según espero, de mi carísimo maestro
Bruno, había abandonado esta vida pasajera, perseverando en la verdadera caridad y
alcanzando el cielo en alas de sus virtudes. Me alegro ciertamente del glorioso fin de
tan gran hombre. Como tenía decidida intención de ir a visitarlo dentro de poco, para
verle y escucharle, para confiarle todos los movimientos de mi alma y consagrarme a
la Santísima Trinidad con vosotros bajo su dirección, me ha impresionado
indeciblemente la noticia de su inesperada muerte y no he podido menos de derramar
abundantes lágrimas. Yo, Maynard, indigno prior de numerosos monjes en este
monasterio de Corméry, soy natural de Reims. Seguí los cursos de este maestro Bruno
durante varios años, obteniendo con la gracia de Dios gran fruto. Por ello le estoy
muy agradecido, y ya que no pude mostrárselo mientras vivía, quiero hacerlo ahora
orando por su alma. Conservaré su recuerdo, con todos los que le han amado en
Cristo, mientras viva.

Espigando entre los muchos Títulos Fúnebres de sus antiguos discípulos, nos damos
cuenta de la influencia que ejerció sobre ellos: "Superaba a los doctores y era maestro de
ellos". "Filósofo incomparable, lumbrera en todas las ciencias". "Espíritu enérgico, de
convincente palabra, superior a los demás maestros; era un portento de sabiduría; no sólo lo
digo yo a ciencia cierta, sino toda Francia conmigo". "Maestro de gran penetración, luz y guía
en el camino que conduce a las cumbres de la sabiduría". "Sus lecciones se hicieron famosas
en el mundo". "Honor y gloria de nuestro tiempo".

Aunque reconozcamos la retórica de los Títulos Fúnebres, sin embargo en los elogios
de Bruno aparece evidente la huella innegable que dejó en la Iglesia de su tiempo. Los Títulos
insisten en el valor de su doctrina: "Doctor de doctores", "fuente de doctrina", "manantial
profundo de sabiduría". Pero nos hablan también de su irradiación espiritual, de su
"sabiduría", "perla de sabiduría", "ejemplo de bondad", "modelo de verdadera justicia, ciencia
y filosofía". Otro de los rasgos señalados es el de su profundo conocimiento de la Sagrada
Escritura, sobre todo de los Salmos: "Gran conocedor del Salterio y admirable filósofo";
"dominaba a fondo el Salterio y, como doctor, enseñó a muchos alumnos"; "antiguo Director
general de las Escuelas de Reims, muy versado en el Salterio y en las demás ciencias, fue
durante mucho tiempo columna de la archidiócesis".

Bruno no es sólo un doctor eminente. Es realmente un maestro, que ejerce una


influencia espiritual sobre sus alumnos, dejando una huella profunda en su espíritu y en su
sensibilidad. Bruno hace de sus alumnos verdaderos discípulos. Los Títulos le presentan
como "doctor eminente" y, sin embargo, bueno, prudente, sencillo, honrado. Su palabra
llegaba más al corazón que a la mente; tenía brillantez en su hablar, "esplendor de sermón",
"se complace en ser amado". A la bondad se añade la prudencia; prudencia en las palabras, a
las que confiere un acento que llena de admiración: "Floreció en el mundo como varón
prudente de palabra profunda". Prudencia en su conducta y en sus consejos, creando en torno
suyo una especie de clima espiritual, pues siendo "el mayor en la ciudad", era "un hombre
sencillo", "sencillo como una paloma".

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Este equilibrio entre su celebridad de doctor y su vida sencilla y recta es
indudablemente fruto de su fe viva, que le llena de amor a Dios y de piedad entrañable. Con
los títulos que recibe Bruno de quienes le han tratado, se comprende el influjo espiritual que
ejercía sobre sus discípulos. No era sólo la erudición o la profundidad de su pensamiento lo
que atraía a la juventud a su cátedra, sino su vida y su persona. Lo que buscaban en Bruno era
esa "ciencia que se convierte en amor". Con las palabras de Hugo de Die, tan parco en
elogios: "Bruno es maestro en todo lo que honra al hombre en el hombre".

Bruno, como profesor durante veinte años en la escuela de Reims, mantuvo en ella un
alto nivel en los estudios. Cerca de la ciudad estaban las abadías de Saint-Thierry y de San
Remigio. Bruno las conocía y visitaba frecuentemente. Cuando, más tarde, fue madurando su
plan de vida monástica, se informó de sus Reglas y costumbres. Al partir de Reims llevaba en
el corazón dos sentimientos: la estima y amistad hacia los monjes negros de San Benito y la
convicción de que el Señor no le llamaba a esa vida. Pero, de momento, Bruno no piensa en
encerrarse en un claustro solitario. Está entregado a las tareas que le ha confiado el arzobispo
Gervasio, al nombrarlo maestrescuela de Reims, como sucesor del Herimann.

b) Canónigo de la catedral

Muy pronto, sin dejar de enseñar, es elevado a la dignidad de canónigo de la catedral


de Reims, que superaba en dignidad a todas las Iglesias de Francia. El cabildo de la catedral,
con sus 72 canónigos, era célebre y potente. Se regía por la Regla que el Concilio de Aix-la-
Chapelle, había elaborado en el año 816 para los canónigos. Era una Regla que buscaba el
equilibrio entre la vida monástica y la libertad del clero secular. El canónigo, según esta
Regla, seguía siendo secular, conservaba sus bienes, tenía casa propia, gozaba de rentas, pero
se le imponía un cierto grado de vida de comunidad, con determinados días de ayuno. No
obstante esta moderación, que llevó a algunos cabildos a la mediocridad, los canónigos de
Reims, hacia el año 980, eran propuestos como modelo "en castidad, ciencia, disciplina,
corrección y ejemplo de buenas obras". De este cabildo entró a formar parte Bruno.

Los arzobispos de Reims, y otros bienhechores, habían dotado de grandes riquezas al


Cabildo de su catedral. El mismo San Remigio, muerto hacia el 533, había legado a los
clérigos de su catedral bienes considerables, aldeas enteras, grandes terrenos con sus siervos
correspondientes. Este legado tenía como fin el favorecer entre los clérigos cierta forma de
vida comunitaria. A San Remigio le imitaron otros arzobispos. El Cabildo de Reims poseía,
pues, grandes bienes. Sus dominios se extendían muy lejos. Tenía propiedades al Sur del
Loire y hasta en Turingia en Alemania. Todos los años se repartían entre los canónigos las
rentas de estas propiedades. Bruno, como los demás miembros del Cabildo, percibió su parte
de esas riquezas. Estas rentas fueron engrosando su fortuna personal que no era despreciable.
Dos de los Títulos fúnebres de la Catedral de Reims dicen que, al partir de Reims, gozaba de
abundantes bienes.

Por lo que se sabe del Cabildo de Reims en esta época, podemos imaginar que Bruno
vivía fuera del claustro de la Catedral en una casa de su propiedad; gozaba de rentas que le
permitían llevar una vida confortable y acomodada; tenía criados y podía invitar a sus amigos
a comer en su casa. Su principal deber era participar regularmente en el oficio canónico de la
Catedral. Fuera de las horas canónicas, cada miembro del Cabildo podía organizar su vida a
su gusto.

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Finalmente, fue nombrado canciller de la diócesis por el arzobispo Manasés,
personaje absolutamente indigno de su alto cargo. Bruno tuvo pronto ocasión de conocer la
mala vida de su protector.

c) El comentario de los salmos

Bruno aparece a los ojos de sus contemporáneos como un gran teólogo, enamorado
particularmente del Salterio. El, ciertamente, se siente inclinado a consagrar su vida al estudio
y a la enseñanza de la fe. La cosas de Dios han cautivado su corazón y le bastan para llenar su
vida. Pero esta inclinación a escrutar la Escritura, siguiendo el impulso del Espíritu, le lleva a
entrar cada vez más dentro en los insondables misterios de Dios. Pero aún no sabe hasta
donde le llevará el amor a Cristo

De esta época de profesor se conservan dos obras atribuidas a Bruno: el Comentario a


los Salmos y el Comentario a las Epístolas de San Pablo. Muy probablemente estos dos
escritos no son más que los apuntes de clase de Bruno como profesor de teología. En la vida
posterior de la Cartuja los Salmos seguirán teniendo una gran importancia. Tanto en
Chartreuse como en Calabria, Bruno orientó a sus "sabios" ermitaños al estudio de la Biblia.
A los mismos hermanos conversos de la Gran Cartuja, al final de su vida, les escribe:

Me lleno de gozo al ver que, aun sin ser letrados, Dios todopoderoso graba con su
dedo en vuestros corazones, no sólo el amor, sino también el conocimiento de su santa
ley.

También los conversos, practicando la obediencia, la humildad, la paciencia, "el casto


amor del Señor" y la "auténtica caridad", "recogen con sabiduría el fruto suavísimo y
vivificador de las Divinas Escrituras".

El canto de los salmos es confesión de fe y exultación en el Señor. La exultación es la


plenitud de la alegría hasta hacer saltar de gozo al cuerpo. En los salmos, Bruno escruta los
hechos y las palabras, pero busca sobre todo las revelaciones o profecías, que el Espíritu hace
de Cristo y de la Iglesia. Los salmos son el diálogo o canto del Esposo y la Esposa, de Cristo
y la Iglesia.Cristo se hace realmente esposo de la carne humana al unirse a ella en el seno de
la Virgen María. De él, como del tálamo nupcial, sale gozoso a recorrer su camino, la vía de
la obediencia al Padre (Sal 18).

"Salmo de David, es decir, de Cristo", repite Bruno al comienzo de tantos salmos. "La
oración del pobre que, en su angustia, derrama su llanto ante Dios" (Sal 101,1) es la oración
de Cristo, "que, siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos a nosotros con su pobreza"
(2Cor 7,9). Otras veces ve en David a los fieles, ungidos por el Señor con su mismo Espíritu.
A estos fieles el Señor les apacienta con su Palabra en los verdes prados de la Escritura, les
conduce hacia las aguas de descanso del bautismo, les guía por los senderos de la conversión,
no por sus méritos, sino en gracia de su nombre. Bajo el cuidado de su vara y de su callado,
los fieles atraviesan el valle oscuro de este mundo sin ningún temor. Les prepara una mesa en
la que se da a sí mismo en alimento. Y, cumplida su misión, les unge la cabeza con el óleo del
Espíritu Santo para conducirlos a la casa eterna del Padre (Sal 22).

"Dichoso el hombre", comienza el Salterio y Bruno ve en él no al Adán primero, que


dio como fruto de su pecado la muerte, sino al Adán futuro, quien con su obediencia hasta la
muerte nos dio el fruto de la vida eterna. Cristo es el hombre que nunca siguió el camino de

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los impíos, ni se detuvo en la senda de los pecadores ni se sentó en el banco de los malvados,
si no que siempre puso su complacencia en la voluntad del Padre. Día y noche meditó la
palabra del Padre. De este modo fue para nosotros el árbol de la vida, plantado por el Espíritu
Santo en el seno de la Virgen María y arraigado junto a las aguas del paraíso, para
devolvernos el fruto del amor del Padre, que Adán perdió junto al otro árbol, el de la ciencia
del bien y del mal. A su tiempo, en la hora de abrazar el árbol de la cruz, aparecieron los
frutos de vida sobre la tierra.

Bruno funda toda su espiritualidad y la santificación del alma en la Escritura. Su


comentario del Salterio es luminoso y claro; en él se puede encontrar ya su inclinación a la
contemplación del amor de Dios. Como María "eligió la parte mejor, que nadie le quitará",
Bruno elige únicamente al Señor como su herencia y su cáliz. Con el cáliz del Señor desea
embriagarse hasta rebosar de alegría. Por ello bendice con todo su ser al Señor. El corazón
salta de alegría y la lengua exulta de gozo (Sal 15):

Dichosos quienes escrutan sus testimonios (Sal 118); en lo íntimo de su corazón


encontrarán a Dios. Buscan a Dios, entregándose a la contemplación con toda su alma
aquellos, que dejando tras de sí toda preocupación por los bienes de este mundo, no
tienen otra aspiración que contemplar a Dios, buscarle, amarlo con todo el afecto de
su corazón, penetrando en los arcanos divinos.

Bendeciré tu nombre eternamente (Sal 144). Te alabaré contemplando tu nombre,


Señor; te bendeciré eternamente con esa alabanza de la vida contemplativa que durará
el tiempo de este siglo y seguirá en el mundo futuro, según la frase del Evangelio:
"María ha escogido la parte mejor, que no le será quitada". La vida activa, en cambio,
sólo permanecerá el tiempo de este mundo.

En mi meditación se acrecienta el fuego (Sal 38). En mi meditación, el amor que yo


ya tenía, ha comenzado a crecer más y más, como una llama que se enciende.

Oh justos, llenaos de alegría cantando a Dios, alabándolo en la contemplación.


Dedicaos a la vida contemplativa que consiste en vacar a la oración y en la meditación
de los misterios divinos, olvidando todo lo terreno (Sal 67).

Jubilad en Dios (Sal 65). Alabad a Dios con júbilo interior del alma, que ni la lengua
ni la pluma son capaces de explicar plenamente, es decir, alabadle con intensa
devoción.

Bruno siempre sintió predilección por el Salterio. Aunque algunos comentarios sean
del tiempo que vivió en Chartreuse o en Calabria, ya desde su estancia en Reims tuvo entre
sus alumnos fama de especialista en el Salterio. Esta predilección se basa, según dice él
mismo en el prólogo del Comentario, en el hecho de que el Salterio es el libro por excelencia
de la alabanza divina:

El Salterio vibra todo él en ideas de arriba, es decir, en alabanzas de Dios. Los temas
de la obra son muchos, pero en todos se trata de alabar a Dios. Con razón lo llamaron
los hebreos el libro de los Himnos, es decir, de las alabanzas a Dios.

Para Bruno el gran artífice de la alabanza divina es Cristo, con su encarnación, vida,
muerte y resurrección:

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Título del Salmo 54: In finem, in carnibus, intellectus ipsi David. Que puede
explicarse así: el sentido de este salmo se ha de aplicar al mismo David, es decir, a
Cristo que persevera in carminibus, en las alabanzas divinas. Cristo alaba a Dios con
la intención, con las palabras y con las obras, sin cesar en esta alabanza, ni siquiera
durante la Pasión, porque entonces Dios debe ser alabado de modo especial. In
carminibus: persevera en la alabanza hasta la consumación de la eternidad, es decir,
permanece alabando a Dios, tanto en la prosperidad como en la adversidad, hasta que
le devuelva a la inmortalidad perfecta y consumada.

Esta alabanza de Cristo, la prolonga en este mundo la Iglesia. La entraña del


Comentario de los Salmos la forman Cristo y los miembros de su Cuerpo, Jesucristo y la
Iglesia. Comentando el Salmo 147, Lauda Jerusalem Dominum, Bruno escribe:

Tú, Iglesia, alaba al Padre, considerándolo tu Señor; alaba y serás verdaderamente


Jerusalén, es decir, la pacificada; esta paz constituye la mayor alabanza del Señor.
Alábale como a tu Dios y Creador; alabándolo serás verdaderamente Sión, es decir,
contemplativa de las cosas celestiales. Esta alabanza es sumamente agradable al
Señor. Alaba, repito, al Señor.

3. BRUNO FRENTE A MANASES

a) Bruno en la Lucha contra las investiduras

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El poder espiritual del Papa y el temporal de los Príncipes se ensarzan en la enconada
batalla conocida con el nombre de Lucha de las investiduras. En 1063 el Papa Alejandro II
escribe a Gervasio, arzobispo de Reims: "La peste simoníaca, que en vuestro país se
arrastraba tímidamente, levanta cabeza sin temor ni pudor y penetra orgullosamente en el
rebaño del Señor. Estamos muy entristecidos; llorando, vemos morir a los fieles que nos han
sido confiados y que la sangre de Cristo ha rescatado".

Diez años más tarde, el 4 de diciembre de 1073, Gregorio VII escribe otra carta
similar: "Entre los príncipes que han maltratado a la Iglesia de Dios, su Madre, a quien
debían, según el principio del Señor, honrar y reverenciar, y entre quienes han dado pruebas
respecto a ella de perversa codicia, vendiendo sus dignidades, queriéndola someter como una
sierva, Felipe, rey de Francia, es ciertamente el más culpable".

Desde su elección, en marzo de 1074, Gregorio VII insiste enérgicamente en la


reforma de la Iglesia emprendida por su predecesor, confirmando sus condenas contra la
simonía. Una y otra vez condena la investidura de los Obispos por parte de los Príncipes
temporales. En Francia, el delegado pontificio encargado de aplicar el decreto pontificio es
Hugo de Die, un hombre inflexible, incluso mucho más que el mismo Papa. Hugo, por
mandato del Papa, reúne varios concilio regionales, donde cita a los Obispos sospechosos de
simonía. Si se les halla culpables, les destituye de sus cargos, reemplazándoles por Obispos
íntegros.

Entre los legados pontificios de Gregorio VII, Hugo de Die es uno de los
sobresalientes. Una rigurosa actividad unida a un extraordinario rigor doctrinal es el rasgo
dominante de su carácter. No se permite un momento de descanso en la misión reformadora,
que le ha confiado el Papa. Multiplica los concilios, visita las diócesis, llama a los prelados
que han sido denunciados como simoníacos o fornicadores, los interroga, procede a hacer
investigaciones, instruye procesos y se presenta en el lugar en caso de necesidad. Sin
descansar, por vías y caminos, sin contar con las dificultades del viaje ni con los rigores del
clima, lleva a todas partes la presencia del papado y trabaja en todo momento para llevar a
cabo la reforma de la Iglesia.

Bruno participa del dolor del Papa y de su legado. Desde el corazón de la Iglesia de
Reims ve los abusos de tantos obispos que sólo buscan los beneficios eclesiásticos. Su fe y
rectitud de vida le llevan, primeramente, a oponerse, con firmeza y respeto, a los abusos
simoníacos. Y, luego, ante la impotencia para desarraigar esta plaga de la Iglesia, no pudiendo
tolerarlos, disgustado del mundo, tomará la decisión de su vida: consagrarse totalmente a
Dios, retirándose a la soledad. De lo vil Dios saca lo noble. Los acontecimientos dolorosos
que esperan a Bruno entran, misteriosamente, en los designios de Dios sobre él.

El 4 de julio de 1067 muere, con fama de santo, Gervasio, el arzobispo de Reims. Le


sucede Manasés de Gournay. En octubre de 1068 es consagrado. Manasés, como muchos
prelados de la época, busca adueñarse de los bienes de la Iglesia. Ha obtenido la Sede de
Reims por simonía, en complicidad con el rey de Francia, Felipe I. Sin embargo, al principio
Manasés administró la diócesis de una forma tranquila y normal. Pero pronto se reveló lo que
llevaba en el corazón. Veinticinco años después escribe el cronista Guiberto de Nogent: "Era
un hombre noble, pero carecía del equilibrio necesario para proceder con rectitud; su
elevación le hizo concebir gustos tan fastuosos, que parecía querer imitar la majestad de los

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reyes y la ferocidad de los príncipes bárbaros. Le gustaban las armas y se olvidaba del clero.
Se le atribuía esta frase: Reims sería un buen obispado si no hubiese que cantar la misa".

En realidad no es tan noble. Es falso y hace un doble juego. Para satisfacer su codicia,
sin perder por ello la sede episcopal, sabe mezclar hábilmente los gestos de sabia y caritativa
administración con las rapiñas más audaces. En diciembre de 1071, con motivo de la sucesión
de Hérimar, abad de la célebre abadía de San Remigio, empieza a mostrar su verdadero
rostro. En primer lugar impide que los monjes elijan un nuevo abad en el plazo establecido
por la Regla. Luego, no pierde ocasión para vejarles en todos los modos, apoderándose de
bastantes bienes de la rica abadía. Llega a tal punto que, en 1072, los monjes presentan sus
quejas contra él ante el Papa Alejandro II. En los primeros meses de 1073 muere Alejandro II,
sucediéndole en abril Gregorio VII, que el 30 de julio ya escribe a Manasés una severa carta:

Amadísimo hermano: Si consideraseis vuestra dignidad, vuestras obligaciones y los


mandatos divinos, si tuvieseis el debido amor y respeto a la Iglesia romana,
seguramente que no permitiríais que los ruegos y avisos de la Santa Sede se repitan
tantas veces sin resultado, tanto más cuanto que es vergonzoso el haberlos provocado.
¡Cuántas veces nuestro venerable predecesor y Nos mismo os hemos suplicado que no
deis motivo a tantas reclamaciones como nos llegan de tantos hermanos empujados a
la desesperación! Sabemos por muchos informes que tratáis cada día con mayor rigor
a ese venerable monasterio. ¡Qué humillación nos produce el que la intervención de la
autoridad apostólica no haya podido lograr todavía la paz y tranquilidad de quienes
tenían el derecho de esperar de Vos una solicitud paterna! Sin embargo, queremos dar
aún nuevas pruebas de dulzura para doblegar vuestra obstinación. Así os rogamos, en
nombre de los bienaventurados apóstoles y en nombre nuestro, que si queréis seguir
gozando de nuestro aprecio como hermano, debéis repararlo todo de modo que no
oigamos más quejas sobre vuestra conducta. Y si despreciáis la autoridad de San
Pedro y nuestra amistad, por modesta que sea, sentimos deciros que provocaréis la
severidad y el rigor de la Sede Apostólica.

Manasés da muestras de obediencia, hace promesas de sumisión, pide dilaciones. Pero


a la sombra de todo ello esconde sus planes simoníacos. Los mensajeros de los monjes de San
Remigio, al volver de Roma a Reims, además de la carta destinada a Manasés, llevan otro
escrito de Gregorio VII dirigido a Hugo, abad de Cluny. El Papa le encarga que comunique a
Manasés la reprobación pontificia, mandándole rendir cuentas a Roma de todo el asunto.

Manasés, previendo el golpe, se ha adelantado a él. Antes de que llegue la orden


pontificia, impone a los monjes de San Remigio un abad de buena reputación: Guillermo,
abad de Saint-Arnould de Metz. La elección en sí misma es excelente. Pero, en el verano de
1073, Guillermo, sintiéndose impotente para contener las nuevas exacciones de Manasés,
presenta su dimisión a Gregorio VII. Alega como motivo que Manasés es "una bestia feroz de
agudos dientes". El Papa espera y le mantiene en el cargo. Pero, a principios de 1074,
Guillermo renueva su petición y, esta vez, el Papa le escucha, permitiéndole volver al
gobierno de su antigua abadía. El 14 de marzo Gregorio VII encarga a Manasés que proceda a
la elección regular de un nuevo abad. Se nombra a Enrique, abad ya de Humblières, que
permanecerá en el cargo hasta 1095, asistiendo impotente a los dolorosos acontecimientos del
resto del gobierno de Manasés.

b) Bruno, canciller de Reims

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A pesar de todo, el arzobispo se mantiene tranquilo hasta 1076. Hasta logra engañar a
Gregorio VII, recobrando su confianza. Favorece oficialmente la vida monástica en su
diócesis, firmando incluso el acta de erección como abadía del monasterio de Moiremont,
fundado por los canónigos de Reims en 1074; participa también en la fundación de la abadía
de canónigos de Saint-Jean- des-Vignes en 1076 y hace donaciones a diversos monasterios.

Durante este período, Bruno, que sigue en el cargo de director de la escuela, es


nombrado canciller de la arquidiócesis, para reemplazar a Odalrico que acaba de morir. En
octubre de 1074 aún firma Odalrico los documentos de la cancillería; en cambio, una carta de
1076 está ya firmada por Bruno. Promover a Bruno a canciller es lisonjear a la opinión
pública, sobre todo a la universitaria; es dar pruebas de buena voluntad, siendo tan viva y
general la estima de que goza Bruno. Pero Bruno no durará mucho en el cargo, pues en abril
de 1078, en los documentos oficiales del arzobispado, en lugar de su nombre, aparece ya el
de Godofredo. Sin duda, la dimisión de Bruno tiene lugar al comienzo de la lucha enconada
que durante varios años se desencadena y desgarra a la diócesis de Reims. Por una parte,
están Gregorio VII, Hugo de Die, el legado pontificio en Francia, y varios canónigos de la
catedral y, por otra, el arzobispo Manasés, cuyas prevaricaciones han sido, finalmente,
desenmascaradas.

Desde su puesto de canciller, Bruno sufre viendo cómo el arzobispo negocia


simoníacamente con los beneficios eclesiásticos. No pudiendo soportar tantos abusos, Bruno
se le opone con firmeza y respeto. Ante la persistencia en su comportamiento simoníaco,
Bruno y otros canónigos le denuncian ante el delegado pontificio. Este es el comienzo de una
larga y dura lucha durante la que Bruno experimenta la más acérrima persecución. Le
confiscan sus bienes y le destituyen de los cargos que desempeñaba en la diócesis.

En el verano de 1076 se celebra el concilio de Clermont. El deán de Reims, llamado


Manasés como el arzobispo, se presenta espontáneamente a Hugo de Die y confiesa que ha
comprado ese cargo a principios de 1075. Pide humildemente perdón y, sin duda, con ocasión
de este encuentro informa a Hugo de Die de la situación a que ha conducido la diócesis de
Reims el arzobispo con sus rapiñas y violencias. Le da cuenta de las dilapidaciones de los
bienes eclesiásticos, de las exacciones arbitrarias contra clérigos y monjes; le informa del
tráfico de cargos y beneficios y de las excomuniones infundadas decretadas contra los
opositores.

La oposición entre el arzobispo y los clérigos de la diócesis llega muy pronto a su


punto álgido. Gregorio VII, informado de la situación, decide intervenir. Lo hace con
prudencia y moderación. Encarga al obispo de París instruir un expediente sobre las
excomuniones aparentemente injustas, decretadas por Manasés. Pero no por ello deja de
considerar al arzobispo como legítimo pastor de la Iglesia de Reims. El 12 de mayo de 1077,
todavía le escoge, junto con Hugo, abad de Cluny, para presidir al lado de Hugo de Die el
Concilio de Langres.

Pero, de repente, la situación cambia completamente. El concilio de Langres queda


anulado. El concilio se celebra en Autun, el 10 de septiembre de 1077. En él, el arzobispo
Manasés, en vez de sentarse como juez, es citado como reo. El arzobispo no se presenta y es
suspendido del ejercicio de sus funciones. Bruno, el deán Manasés y el canónigo Ponce
acusan a su arzobispo de haber usurpado por simonía la sede de Reims y de haber
consagrado, a pesar de la prohibición formal del Papa, al obispo de Senlis, que había recibido
la sede por investidura laica de manos del rey de Francia. La actitud de Bruno es tan prudente

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y reservada que impresiona al legado pontificio, quien, escribiendo al Papa, alaba su virtud y
prudencia.

Manasés, en vez de presentarse en Autun, marcha a Roma a disculparse, jurando ante


la tumba de San Pedro que si no se ha presentado en Autun, es sólo porque ninguna bula
pontificia le ha citado. Promete justificarse en el futuro ante el delegado, cada vez que se lo
pida, y restituir los tesoros, ornamentos y otros enseres de la Iglesia de Reims, y no
enajenarlos nunca más, con lo que no hace más que añadir a sus demás crímenes el de
perjurio. El papa Gregorio VII, tras esta falsa confesión de arrepentimiento, rehabilita al
arzobispo, quien, furioso contra los tres canónigos que le han acusado, manda saquear y
destruir sus casas y vende sus beneficios eclesiásticos. Según la crónica de Hugo de Flavigny:
"Durante el viaje de vuelta de los canónigos de Reims que le habían acusado en el Concilio,
el arzobispo les tendió varias emboscadas. Luego, saqueó sus casas, vendió sus prebendas y
se incautó de sus bienes". Los tres canónigos, con Raúl le Verd y Fulcuyo le Borgne, para
escapar de las iras del arzobispo, huyen y se refugian en el castillo de Ebal, conde de Roucy.

El arzobispo Manasés se hace cada día más odioso por su actitud simoníaca, por la
disipación de los bienes de su iglesia, por las exacciones y vejaciones con que molesta a sus
clérigos, por la usurpación de las abadías y por el abuso que hace de las censuras para
satisfacer su pasión. Es de familia noble, pero sólo lo demuestra en la altivez, en el tono
imperioso, en el amor del fasto y en la familiaridad con los grandes, despreciando a los
eclesiásticos. No se avergüenza de manifestar públicamente el disgusto que le causan las
funciones religiosas, confesando que del Episcopado sólo le agrada el fasto, las delicias y la
opulencia.

A pesar de la suspensión, decretada por el Concilio de Autun, las diferencias entre


Manasés y sus canónigos no quedan zanjadas. El Cabildo de Reims y el legado pontificio
Hugo de Die se ven obligados a informar urgentemente a Gregorio VII. Hugo de Die escribe
al Papa:

Recomendamos a Su Santidad a nuestro amigo en Cristo Manasés que, en el Concilio


de Clermont, renunció en nuestras manos al cargo de deán de la Iglesia de Reims, que
había adquirido de mala manera. Ahora es un sincero defensor de la fe católica. Os
recomendamos también a Bruno, maestro de la Iglesia de Reims, de una honradez a
toda prueba. Ambos merecen ser confirmados en las cosas de Dios por vuestra
autoridad, pues han sido juzgados dignos de sufrir persecución por el nombre de
Jesús. No dudéis en emplearlos como vuestros consejeros y cooperadores para la
causa de Dios en Francia.

Gregorio VII no confirma inmediatamente el juicio del Concilio de Autun. La Iglesia


romana, escribe el Papa, tiene por costumbre obrar más "por el justo medio de la discreción
que según el rigor de los cánones". Conociendo la tendencia a la severidad de su legado,
Gregorio VII decide examinar él mismo la causa de Manasés y la de otros seis obispos
condenados por su legado. Para ello, les llama a Roma, invitándolos a justificarse. El conde
Ebal de Roucy y uno de los canónigos de Reims acuden también a Roma para informar
directamente a Gregorio VII de cuanto ocurre en Reims.
En Roma, la discusión es difícil. El principal argumento que Manasés se atreve a
proponer en su defensa es decir que su condenación amenaza crear un cisma en el mismo
reino. Luego, Manasés la emprende contra sus acusadores. Al precio de un juramento hecho

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"sobre la tumba de San Pedro" obtiene el perdón de Gregorio VII. El 9 de marzo de 1078, el
Papa dirige a su legado la siguiente carta:

Como es costumbre de la Iglesia romana -a cuya cabeza nos ha colocado el Señor, por
indigno que seamos- tolerar unas acciones y disimular otras, siguiendo una discreta
moderación más que el rigor de los cánones, hemos revisado con gran cuidado las
causas de los obispos de Francia, suspendidos o condenados por nuestro legado, Hugo
de Die. En cuanto a Manasés, arzobispo de Reims, aunque tenga muchas acusaciones
contra él y se haya negado a asistir al Concilio, al que había sido citado por Hugo de
Die, nos ha parecido que la sentencia dictada contra él no estaba en consonancia con
la madurez y dulzura habituales de la Iglesia Romana. Por lo que le hemos
restablecido en las funciones de su dignidad, después de prestar sobre el cuerpo de
San Pedro este juramento: "Yo, Manasés, arzobispo de Reims, declaro que no fue por
soberbia por lo que no asistí al Concilio de Autun, al que me había citado Hugo de
Die. Si en adelante fuere llamado por un mensajero o por cartas de la Santa Sede, no
excusaré mi ausencia con malas artes y engaños, sino que obedeceré lealmente a la
decisión y juicio de esta Iglesia. Y si pluguiere al Papa Gregorio o a su sucesor que
responda ante su legado de los cargos que se me hacen, me someteré humildemente en
todo. Administraré fielmente en honor de la Iglesia de Reims todos sus tesoros, rentas
y posesiones a mí encomendados, y no los malgastaré injustamente".

Así Manasés queda incluido en el juicio de indulgencia y misericordia que clausura la


revisión del proceso de los Obispos. Pero Hugo, sin disimular su desacuerdo y cierta
amargura, escribe al Papa:

Vele Su Santidad para que no seamos objeto de ignominia y afrenta por más tiempo.
Los simoníacos o cualquiera de los culpables, que habíamos suspendido, depuesto o
incluso condenado, corren libremente a Roma y, en vez de sentir allí una justicia más
rigurosa, como debían, obtienen el perdón a gusto suyo. Así, los que antes no se
atrevían a faltar ni aún en las cosas más pequeñas, se entregan ahora a los más
lucrativos negocios, tiranizando las iglesias que están a su cargo. Ruegue, Santísimo
Padre, por mí, inútil siervo de Su Santidad.

c) Bruno, refugiado en el castillo del conde Ebal

Manasés, al volver a su diócesis, se hace el arrepentido, a fin de consolidar su


victoria. Intenta reconciliarse con el deán, con Bruno y los demás canónigos refugiados en el
castillo del conde Ebal. Al mismo tiempo intenta obtener contra el conde una condenación
pontificia. Para tener las manos más libres en sus intrigas, solicita además del Papa no
depender de la jurisdicción de Hugo de Die, sino sólo de la autoridad del Pontífice o de los
legados venidos de Roma. Escribe una larga carta al Papa en la que, primero, multiplica sus
protestas de fidelidad y sumisión; luego, acusa, arguye, evoca los privilegios concedidos a sus
predecesores y, por fin, ataca a los exilados y a su protector:

A propósito del conde Ebal, que intentó acusarme en vuestra presencia,


recomendándose a sí mismo y afirmando su fidelidad hacia Vos con palabras
hipócritas, habéis podido comprobar hasta la evidencia de qué parte se encuentra la
sinceridad y fidelidad para con Vos: de la mía, que estoy dispuesto a obedecer en todo
a Dios y a Vos, o de la del conde Ebal, que en Roma atacó a la Iglesia de San Pedro y
aquí persigue a la Iglesia de Reims por medio del deán Manasés y sus partidarios,

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acogidos en su castillo. Dicho Manasés ha recibido seguridad de perdón por nuestra
parte, como Vos me habíais ordenado otorgarle si volvía a la Iglesia, su madre; mas,
paralizado por la conciencia de sus faltas, no quiere volver a nuestra sede, ni
contribuir a la paz de la Iglesia. Antes, al contrario, tanto él como sus adeptos, no
cesan de atacarme a mí y a mi Iglesia con palabras y amenazas, ya que no pueden con
hechos. Así, pues, sin hablar del conde Ebal, que espero no escapará a vuestra justa y
apostólica sentencia, ruego a Vuestra Santidad que ordene a Manasés volver a su casa
y que no siga atacando a su Iglesia; o, si no, castigadlo justamente con sus
cooperadores, con una rigurosa sentencia apostólica. Dignaos también escribir a
quienes le han recibido, para que no le sigan dando asilo, bajo pena de ser castigados
con una sentencia análoga.

La carta es un modelo de perfidia. Da por cosa hecha la condenación del conde Ebal;
insiste casi exclusivamente sobre el deán, que tenía antecedentes condenables; guarda el
silencio más absoluto sobre Bruno, pues conoce muy bien que el Papa le considera hombre
puro e íntegro. Pero el Papa, esta vez, no se deja engañar. El 22 de agosto de 1077 escribe a
Manasés una carta admirable en la que se esfuerza todavía por no chocar de frente con el
arzobispo, facilitándole una salida honorable. Le pide que no se ponga al margen de la
legislación, que reconozca la autoridad de los legados pontificios y, en concreto, de Hugo de
Die, asegurándole la conservación de todos sus derechos de obispo y de metropolitano. Para
prevenir cualquier exceso de severidad en Hugo de Die, le asocia al abad de Cluny, conocido
por su moderación.
En relación al deán, le dice:

Con respecto al deán Manasés, que no cesa, según decís, de molestaros de palabra ya
que no puede de obra, y para todas las otras reclamaciones que os ha parecido hacer,
Nos enviamos instrucciones al obispo de Die y al abad de Cluny, amados hermanos
nuestros, para que se esfuercen por realizar una diligente encuesta sobre los hechos,
examinándolos cuidadosamente y juzgándolos con toda equidad y justicia, conforme a
las leyes canónicas.

El mismo día envía sus instrucciones a Hugo de Die y a Hugo de Cluny, en las que se
trasluce el equilibrio y tacto de Gregorio VII, que conoce perfectamente a cada una de las
partes. A sus legados les dice:

Trabajad para atraer de nuevo a la paz al deán Manasés, de quien se queja el


arzobispo. Que cese en tales manejos. Si se obstina y no quiere obedecer, decidid lo
que os parezca más justo.

Estas duras directivas con relación al deán revelan la gravedad del conflicto que
enfrenta al arzobispo con los canónigos exilados. Pero el Papa añade un corto inciso, con el
que demuestra que conoce perfectamente la situación: "a menos que reconozcáis que el deán
tiene alguna justa razón para obrar así".
Todo debe proceder dentro del orden y la justicia, a cuyo servicio están los legados,
movidos siempre por la caridad. Y la caridad es la que debe prevalecer en este desagradable
asunto:

En cuanto a las demás peticiones del arzobispo, ayudadle como convenga, supuesto
que obedezca, y defended con la autoridad apostólica la Iglesia que le está confiada.
Por lo que respecta a él personalmente, hemos notado, por las cartas que nos ha

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escrito y que os transmitimos, que busca dilaciones y subterfugios. Así, pues,
hermanos muy queridos, actuad varonil y prudentemente, obrando siempre con
caridad; que los oprimidos encuentren en vosotros amor a la justicia. El Señor
derrame su Espíritu en vuestros corazones.

A mediados del verano de 1079, Hugo de Die, de acuerdo con el abad de Cluny, juzga
oportuno reunir un Concilio en Troyes y convocar al arzobispo Manasés. Este acude con
numerosa escolta de partidarios, intentando con su fasto y fuerza presionar al Concilio.
Viendo que en esas condiciones no es posible deliberar con libertad, el legado pontificio
disuelve el Concilio. Gregorio VII, entonces, decide intervenir y someter, una vez más, a
examen la conducta del arzobispo:

Como no habéis podido reunir oportunamente el Concilio en el sitio previsto,


juzgamos conveniente que, con vuestra acostumbrada diligencia, encontréis ahora un
lugar apto, reunáis un sínodo y examinéis cuidadosamente la causa del arzobispo de
Reims. Si se encuentran acusadores y testigos capaces de probar lo que se le reprocha,
queremos que sin titubear decretéis la sentencia que la justicia dicte. En caso de que
no puedan hallarse tales testigos idóneos, como la fama escandalosa de este arzobispo
está difundida, no sólo por Francia, sino también por casi toda Italia, que busque si
puede seis obispos de buena reputación que salgan fiadores de su inocencia y, así
justificado, podrá permanecer en paz en su Iglesia, conservando sus dignidades.

El conflicto, en que Manasés el deán, Bruno y los canónigos de Reims se hallan


envueltos, no es un litigio privado de una diócesis. Dada la posición de Reims en Francia, los
escándalos del arzobispo desbordan los límites de la diócesis, afectando a toda Francia y a
casi toda Italia. Por ello, el Papa se ve obligado a tomar un procedimiento excepcional.
Aunque los testigos no logren probar la acusación, no por ello se declarará al arzobispo
inocente; deberá dar una prueba positiva de la rectitud de su conducta y de sus intenciones:
seis obispos de buena reputación deberán garantizar la moralidad de su conducta y su aptitud
para permanecer al frente de la diócesis.

Manasés es el adversario más obstinado que encuentra Hugo de Die. Siguiendo las
directivas del Papa, Hugo de Die convoca un nuevo Concilio para primeros de febrero del
año 1080 en Lyón. Manasés apela de nuevo al Papa contra su legado. Invoca un antiguo
privilegio de la Iglesia de Reims, según el cual el arzobispo sólo podía ser juzgado por la
Santa Sede. El arzobispo pone como pretexto para no asistir que Lyón no está en Francia, que
la región entre Reims y Lyón está alterada por la guerra, que el abad Hugo de Cluny,
encargado por el Papa para examinar su causa, no ha sido convocado y, en fin, que le es
imposible, en el breve plazo de que dispone, encontrar los seis obispos de vida irreprochable
requeridos por el legado.

Gregorio VII le niega el derecho a rechazar la jurisdicción del delegado Hugo de Die:

Nos admira que un hombre tan sensato como vos busque tantos pretextos para
permanecer en un estado de infamia, dejando a la opinión pública el cuidado de
juzgaros. En realidad, deberíais estar interesado en limpiaros de tales sospechas y
librar de ellas a vuestra Iglesia. Si no acudís al Concilio de Lyón y no obedecéis a la
Iglesia Romana, que lleva tanto tiempo soportándoos, no modificaremos en nada la
sentencia del obispo Hugo de Die, sino que la confirmaremos con nuestra autoridad
apostólica.

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La amenaza es terminante. Manasés, ante la imposibilidad de engañar a Gregorio VII,
intenta sobornar a Hugo, el abad de Cluny; le envía mensajeros secretos que le ofrecen
trescientas onzas de oro puro y regalos para sus familiares. Le promete mayores dones si se le
permite justificarse en privado. Pero el abad de Cluny permanece insensible a tales
proposiciones. El Concilio se reúne en Lyón en la fecha prevista. A pesar de la amenaza del
Papa, Manasés no se presenta. Envía una Apología en la que, sin refutar las acusaciones
formuladas contra él, ataca las formas del proceso y las condiciones que se le imponen. Dice
que no puede acudir a Lyón por la inseguridad de los caminos y que le es imposible
encontrar, en sólo veinte días, seis obispos que garanticen su inocencia:

Me decís en primer lugar que vaya al Concilio para responder a mis acusadores,
Manasés el deán y su compañeros. Pero os respondo que ya he llegado a un acuerdo
con el deán, que representa a todos sus partidarios, salvo a dos, uno de los cuales es
Bruno. Pero este Bruno no es un clérigo de nuestra diócesis, ni ha nacido ni recibido
el bautismo aquí. Es un canónigo de San Cuniberto en Colonia, del reino teutónico.
No estimo en mucho su compañía, ya que me encuentro en una total ignorancia de su
vida y de sus antecedentes. Por otra parte, le colmé de beneficios mientras estuvo
conmigo y, a cambio, sólo he recibido de él malos e indignos tratos. En cuanto al otro,
Ponce, mintió en mi presencia en el concilio romano. Por todo ello, ni quiero ni debo
responder al uno ni al otro, en un juicio eclesiástico.

Aunque el deán, según esta Apología, haya aceptado una componenda con el
arzobispo, arrastrando tras de sí a los canónigos exilados, Bruno y Ponce no caen en la
trampa. Bruno, con la clarividencia de su fe, se niega a toda componenda, aunque con ello se
arriesgue a perder sus bienes, sus amigos, sus discípulos, su Iglesia y quizás hasta la estima
del Papa. En esta decisión radical se calibra el corazón de Bruno. Conocedor, como canciller,
de la realidad de vida del arzobispo, se enfrenta, prácticamente solo, a un prelado que ha
conseguido justificarse en Roma ante el Papa y que ahora le tiende una mano, aparentemente
sincera, invitándolo a la reconciliación. La negativa de Bruno es la expresión de su amor a la
verdad y a la justicia. A Bruno no le importa perderlo todo; Dios solo le basta. La soledad no
será para él un destierro, sino la plenitud de su fe viva y de su caridad. "De su desierto hará el
Señor un vergel, y de su soledad un paraíso, donde habrá gozo y alegría, acción de gracias y
cantos de alabanza" (Is 51,3).

d) Destitución de Manasés y vuelta de Bruno a Reims

Esta Apologia no logró salvar al arzobispo. Los Padres conciliares deponen a Manasés
del Episcopado. En marzo de 1080, Hugo de Die viaja a Roma para informar personalmente a
Gregorio VII. Y el 17 de abril el Papa escribe a Manasés informándole que ha confirmado la
sentencia de Lyón. Sin embargo, el Papa, "llevando su misericordia hasta el extremo", le
ofrece una última oportunidad de arrepentirse, si acepta, entre otras cosas, restituir
íntegramente todos los bienes arrebatados a "Manasés, a Bruno y a los demás canónigos,
quienes, al hablar contra él, lo han hecho sólo por defender la justicia"; que no se oponga a la
vuelta de quienes por tanto tiempo han sufrido el destierro y les deje servir a Dios en la
Iglesia de Reims con plena libertad y seguridad; que antes de la Ascensión del año siguiente
se retire a Cluny o a Chaise-Dieu, para vivir en el retiro con un clérigo y dos laicos, jurando
delante del legado que no substraerá nada de los bienes de Reims, fuera de lo necesario para
el sustento propio y de sus tres acompañantes. Si se niega a obedecer, el Papa confirmará
definitivamente la sentencia del Concilio sin ninguna posibilidad de apelación para el futuro.

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En lugar de acoger esta suprema indulgencia del Papa, Manasés multiplica sus abusos,
pretendiendo permanecer al frente de la Iglesia de Reims. El 27 de diciembre, Gregorio VII,
agotados todos los recursos de su paciencia y de su bondad, escribe cuatro cartas poniendo
punto final a este doloroso conflicto. Depone definitivamente a Manasés. Al clero y al pueblo
de Reims, el Papa les ordena resistir al arzobispo, expulsarlo y proceder a nuevas elecciones,
de acuerdo con el legado. Al conde Ebal le pide que apoye a los que combaten a Manasés y
ayude al nuevo arzobispo. En cuanto a los obispos sufragáneos de Reims, les desliga de toda
obediencia al metropolitano excomulgado y les ordena que favorezcan la elección de un
nuevo arzobispo digno de la sede de Reims. Finalmente, el Papa dirige al rey de Francia,
Felipe I, una carta paternal y firme:

San Pedro os manda y Gregorio os suplica que no prestéis en adelante ninguna ayuda
a Manasés, destituido definitivamente por los delitos que ya conocéis. Retiradle
vuestra amistad y no lo toleréis más en vuestra corte. Mostrad vuestro amor al Señor,
rompiendo con los enemigos de la Iglesia, obrando según las órdenes pontificias y
haciéndoos merecedores de las bendiciones de San Pedro. En virtud de la autoridad
apostólica de que estamos revestidos, prohibimos poner ninguna traba a la elección
regular que el clero y el pueblo deben hacer del nuevo arzobispo. Os rogamos evitéis
que nadie pueda obstaculizarla y protejáis al elegido por la parte fiel y religiosa del
clero y del pueblo. Ahora tenéis la ocasión de probar que no en vano hemos usado de
paciencia con las faltas de vuestra juventud, esperando vuestra conversión.

Felipe I, más preocupado de sus placeres que de la fe del reino, no toma ninguna
medida contra Manasés. El arzobispo se mantiene aún algún tiempo en la sede de Reims;
pero sus escándalos y atropellos sublevan finalmente al pueblo contra él. Lo arrojan de
Reims. Manasés se refugia junto al excomulgado emperador de Alemania, Enrique IV,
uniéndose a uno de los mayores enemigos de la Iglesia y del Papado.

Al salir de Reims Manasés, pueden volver los desterrados. El clero y el pueblo los
acogen con entusiasmo. Bruno no vuelve a ocupar su cátedra ni recobra el título de
maestrescuela, ni el cargo de canciller; sin embargo, los ojos de la Iglesia de Reims se
vuelven a él a la hora de elegir el nuevo arzobispo. Un Título fúnebre describe los
sentimientos de la ciudad en esta ocasión:

Bruno gozaba entonces de todas las simpatías y era motivo de consuelo y honor para
los suyos. Todo le favorecía y le preferíamos a cualquier otro. Y con razón, porque se
distinguía por su bondad, su dominio de todas las ciencias, su facilidad de palabra y
su gran fortuna. Pero lo dejó todo por seguir a Cristo desnudo, retirándose al desierto
con otros discípulos.

A los cincuenta años, Bruno tiene ante sí un magnífico porvenir. Se le propone la


primera sede episcopal de Francia, llamada "diadema del reino". Bruno es la persona más
indicada para ese cargo: su integridad, su ciencia, su lucidez ante situaciones delicadas, su
constancia en los sufrimientos, su fidelidad a la Santa Sede, su profunda piedad, su
desprendimiento de las riquezas y su caridad le hacen el preferido de todos. Gregorio VII y
Hugo de Die han podido comprobar su integridad en esta época de simonía y han
manifestado públicamente la estima que le profesan.

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¿Quién puede oponerse a su elección? Nadie, ciertamente. Nadie, excepto Dios, que
ha dejado oír en su corazón la llamada a servir a la Iglesia no en Reims, sino en el corazón
mismo de la Iglesia, en el silencio y soledad del desierto, donde Bruno dará el testimonio del
amor único y total a Dios.3 Como dicen Las Consuetudines:

El monje, encerrado en su celda, es una palabra permanente para todos. Con su vida
oculta testimonia a todos los cristianos, no sólo la necesidad de renunciar a sí mismo
y a todos los bienes de la tierra para seguir a Cristo, sino que muestra cómo es
posible morir al propio yo y al mundo para quien escucha la voz de Dios y con Cristo
camina según su voluntad. Bruno se retiró del mundo para hacer de su vida una
predicación continua. Sin necesidad de palabras el monje anuncia, con su vida, el
Reino de Dios.

4. EN EL JARDIN DE ADAM

a) Llamada a la soledad

3 Ante la negativa de Bruno, la sede de Reims, desgraciadamente, volvió a ser comprada


por dinero al rey de Francia por Hélinand, obispo de Laon.

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A Bruno, como hemos visto, le toca vivir por varios años exilado de Reims. Al fin
triunfa la verdad y Manasés es definitivamente destituido. Entonces el delegado pontificio, el
clero y el pueblo ofrecen a Bruno el arzobispado de Reims, pero por el espíritu de Bruno
pasan otros pensamientos muy diversos. El Espíritu Santo está madurando en él la vocación a
la vida solitaria. Bruno no acepta la sede episcopal; ya sólo piensa en seguir la inspiración del
Espíritu Santo, que le impulsa a retirarse del mundo y sus enredos, para vivir en la soledad,
en fidelidad al designio de Dios sobre él. Durante estos años de conflicto y sufrimiento ha
sentido fuertemente la vocación a la soledad. Incluso ha hecho el voto de seguir esa llamada
divina.

La simonía, lacra característica de aquellos siglos, produce en el espíritu de Bruno una


sensación de hastío y su corazón siente la amargura del desengaño. Las amargas experiencias
sufridas le deciden a renunciar a las vanidades del mundo. Para ello no ve otro camino que la
huida del mundo a la soledad más absoluta. La vida escandalosa de Manasés, la carencia de
espíritu evangélico en un arzobispo de una de las Iglesias más importantes de Francia ha
herido el corazón de Bruno, transido de amor a la verdad y de amor a la Iglesia. La primera
reacción de Bruno ha sido la de defensa de la verdad; ahora , finalmente, se decide por callar
y, sólo con el testimonio de su vida, hacer brillar la verdad de Cristo, viviendo en plenitud el
Evangelio.

Sin embargo, el verse obligado a abandonar Reims, para refugiarse en las tierras del
conde Ebal, los continuos abusos del arzobispo, con sus astucias para retardar el golpe sin
convertirse, y todo aquel mundo de intrigas no ha amargado el espíritu de Bruno, sino que
más bien le ha confirmado en sus sentimientos y deseos. Cuanto más se agrava la situación
más se siente atraído a la soledad. El ha escrito, comentanto el salmo 90: "El que habita en lo
íntimo de del santuario de Dios pasa la noche a su sombra, protegido por sus alas. Se trata de
quien habita permanentemente, no de quien pasa una noche, un tiempo de paso. A solas con
Dios, se experimenta su protección y seguridad, como los polluelos bajo las alas de la madre
se sienten protegidos de las aves rapaces".

Bruno ha luchado por la justicia y la verdad. Una vez expulsado Manasés de la


ciudad, la lucha ha terminado. Ha llegado el momento de cumplir el voto hecho en el jardín
de Adam y partir para una nueva soledad, la soledad monástica o, más exactamente, la
soledad del desierto. Toma, pues, la decisión irrevocable de hacerse monje. A ella le empujan
el pensamiento de la muerte y la meditación sobre la caducidad de las cosas de este mundo.
Unos veinte años después, Bruno aún recuerda esos días. En una carta a su amigo Raúl le
Verd, deán del Cabildo de Reims, nos revela el proceso de su vocación personal:

¿Te acuerdas, amigo mío, del día en que estábamos juntos tú y yo con Fulcuyo le
Borge, en el jardín contiguo a la casa de Adam, donde entonces me hospedaba?
Hablamos, si mal no recuerdo, un buen rato de las falsas seducciones del mundo y de
sus riquezas perecederas, y también de las delicias inefables de la gloria eterna.
Entonces, ardiendo en amor divino, hicimos una promesa, un voto, dispuestos a
abandonar en breve las sombras fugaces de este mundo para consagrarnos únicamente
a la búsqueda de los bienes eternos y vestir el hábito monástico. Lo hubiéramos
cumplido en seguida si Fulcuyo no hubiera partido para Roma, para cuya vuelta
aplazamos el cumplimiento de nuestra promesa. Mas, por prolongarse su estancia y
por otros motivos, se enfriaron los ánimos y se desvaneció nuestro fervor.

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Parece ser que los tres quedaron muy impresionados por aquella conversación,
prometiendo abandonar el mundo. Sin embargo, difieren la ejecución de sus planes hasta que
Fulcuyo vuelva de Roma, a donde ha tenido que viajar. Pero, al tardar éste en regresar, Raúl
flaquea en su resolución y vuelve a establecerse en Reims. Bruno es el único que persevera
en el propósito de abrazar la vida religiosa, a pesar de que todo le sonríe, ya que posee
abundantes riquezas y goza de gran favor entre los personajes de importancia. Pero ya nada
de ello le interesa. Renunciando a sus beneficios eclesiásticos y a todas sus riquezas,
convence a algunos amigos para retirarse con ellos a la soledad.

La carta a Raúl nos da un claro testimonio de estos momentos decisivos, en que Bruno
siente la vocación a retirarse del mundo. Bruno, tan reservado siempre, para reanimar la
vocación de su amigo, nos hace esta preciosa confidencia de la llamada de Dios.

Bruno, expoliado de sus bienes, se hospeda en casa de Adam, fuera de Reims. Allí,
lejos de las intrigas del arzobispado, se eleva sobre los problemas administrativos de la
diócesis. Ante la ambición de Manasés, que Bruno denuncia de palabra, él examina su
conciencia y se abre a la gracia. Manasés, con sus escándalos, le ilumina la falsedad de los
atractivos y riquezas del mundo. Todo lo que ha vivido, sus triunfos en los estudios y en la
carrera eclesiástica, le parecen sombras fugaces en comparación de los bienes eternos. Esa
luz, que comparte con sus amigos, es para él un momento de fuego, que le hace "arder en
amor de Dios".

Ante los acontecimientos que vive la Iglesia, Bruno se decide plenamente por Dios,
con total radicalidad. Ha dedicado los años de su juventud y madurez al estudio y a la
enseñanza de la Sagrada Escritura, ha aceptado el ministerio sacerdotal, la canonjía y hasta el
cargo de canciller de la diócesis. Como dicen varios Títulos fúnebres, "no sólo era Maestro,
sino que formaba maestros"; "era la luz y el camino que conduce a las cumbres de la
sabiduría". Pero tanta ciencia, tanto éxito y tanta gloria, bajo la luz del Espíritu, a Bruno le
parecen puras sombras fugaces. Con desprendimiento de todo, Bruno, "el maestro bueno", da
la última lección a sus discípulos, pisoteando riquezas y honores: "Bruno pobre se hizo
camino para aquellos de quienes antes fue maestro". En frase, casi intraducible por su
concisión, resume este momento uno de los Títulos: "Exit ex mundo vir, mundi spretor, ad
illum qui mundum fecit": sale del mundo el hombre, despreciador del mundo, hacia el que
hizo el mundo.

b) Pensando en la eternidad, huí lejos y permanecí en la soledad

Entre las lagunas de la historia de Bruno, está también la de su salida de Reims.


Algunos biógrafos dicen que, para evitar el Episcopado, huye secretamente de la ciudad.
Otros le presentan distribuyendo todos sus bienes a los pobres y despidiéndose del clero y del
pueblo con un sermón, en el que glosa el salmo 55: "Llamadas de un perseguido". "Comentó
-dice Berseaux de La Cartuja de Bosserville- el lema que había adoptado: Pensando en la
eternidad, huí lejos y permanecí en la soledad". La elección del salmo 55 es muy
significativa, porque cuadra perfectamente con lo que Bruno está viviendo: "¡Quién me diera
alas como de paloma! Volaría a un lugar de reposo, huiría lejos y moraría en el desierto" (Sal
55,7). Veinte años después, Bruno no se ha arrepentido de esta elección. En la carta a su
amigo le Verd, al recordarle el voto que hicieron juntos, le invita a seguirlo:

No te detengan las falsas riquezas, que no pueden remediar nuestra miseria, ni


tampoco tu dignidad de deán, que no puede ejercerse sin gran peligro del alma.

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Porque, permíteme que te lo diga, sería una acción tan odiosa como injusta tomar para
tu propio uso bienes ajenos, de los que eres simple administrador, no propietario. Y, si
el deseo de brillo y gloria te lleva a mantener un gran tren de vida, ¿no te verás
obligado a robar de algún modo a unos lo que pagues a otros, cuando no te basten los
bienes propios?

Es algo que Bruno lleva muy grabado en su corazón. En un breve Sermón sobre el
desprecio de las riquezas, probablemente de la época en que Bruno se despide de Reims,
expresa lo mismo, comentando la Escritura, que él en esos días escruta y da vueltas en su
interior:

"Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en
el reino de los cielos" (Mt 19,24). Es lo que significaba aquella ánfora, en la que
estaba encerrada la impiedad, y de la que no podía salir, pues una tapadera de bronce
cerraba su boca (Cf Za 6,7). Lo que Zacarías expresa en figura, en el Evangelio se
hace realidad, dándonos a entender lo difícil que es al hombre avaro salir y alejarse
del vientre de la avaricia. El profeta Zacarías narra que vio salir del ánfora a los cuatro
vientos, llevando sobre toda la tierra, un talento de bronce; y una mujer estaba sentada
en medio del ánfora. Y, al preguntar quién era esta mujer, se le respondió que era la
impiedad. La boca del ánfora estaba cerrada con tapadera de bronce. Pero he aquí que
salieron de ella dos mujeres con alas como de milano y levantaron el ánfora entre el
cielo y la tierra, para edificar a la impiedad una casa en Senear y establecerse en ella.
El ánfora significa la avaricia que encierra a todos los que la aman y se agitan por ella.
Sobre esta ánfora se sienta la impiedad, pues los ricos y avaros, al carecer de piedad y
de misericordia, no sólo son impíos, sino que son realmente la impiedad misma. Esta
ánfora es transportada por dos mujeres, que no son otra cosa que la ansiedad y el robo.
Pues los avaros están siempre ansiosos por adquirir bienes y por robar lo ajeno. Con
alas de milano, las dos mujeres llevaron el ánfora a la tierra de Senear, es decir, a
Babilonia, de la que se dice: "Cayó, cayó Babilonia, la gran ramera, transformada en
morada de demonios" (Ap 14,8). Infelices quienes habitan en Senear entre los
demonios. Que nos libre de ello el mansísimo Señor nuestro Jesucristo, que con el
Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos.

Dios, el labrador celestial, ha plantado para un árbol que produce frutos dignos de
conversión. Este árbol es la penitencia, cuya raíz es la contricción de corazón, las ramas son
las obras buenas, las hojas son la confesión y el fruto es el cambio de vida.

c) Verdad de una leyenda

Cuando Bruno hace su voto en el jardín de Adam y cuando sale de Reims no tiene aún
clara la forma de vida futura. Su deseo de vestir el hábito monástico no significa más que la
decisión de "abrazar la vida monástica", sin precisar si ha de ser en la forma cenobítica o
eremítica. Su determinación clara es únicamente la de huir de las vanidades del mundo y
consagrarse a la búsqueda de las cosas eternas.
Los biógrafos antiguos recogen una leyenda que, independientemente de su verdad
histórica, ilumina el espíritu de Bruno en este momento. La leyenda ha quedado reflejada en
la pintura y, durante mucho tiempo, se ha leído en el Oficio de la fiesta de San Bruno. La
reforma litúrgica actual la ha suprimido. Pero podemos resumirla para comprender lo que
Bruno medita en este tiempo y que le lleva a abandonar el mundo y encerrarse en la soledad
del desierto.

30
Se dice que en París muere un ilustre profesor, estimado por su ciencia y su virtud.
Colocado en el féretro, a la hora de ir a sepultarlo, se incorpora y, con voz grave, dice: "En el
justo juicio de Dios he sido condenado", volviendo a caer muerto. Suspendido el funeral, la
escena se repite los dos días siguientes, llenando de temor a profesores, alumnos y gentes
congregadas. Entre los presentes se encuentra Bruno, doctor en la Sagradas Escrituras, que,
impresionado, se dirige a algunos compañeros y discípulos suyos con estás o similares
palabras:

Carísimos, ¿qué hacemos? El Señor nos dice: "Si no os convertís, todos pereceréis del
mismo modo" (Lc 13,3). La Escritura está llena de palabras que nos exhortan a la
conversión. Si no huimos, todos pereceremos igualmente. Si con el leño verde hacen
esto, ¿qué harán con el seco? Si un hombre con tanta dignidad, con tanta ciencia y de
vida tan honesta, ha sido condenado, ¿qué será de nosotros tan miserables? ¿Qué será
de nosotros cuando oigamos la voz: "levantaos, muertos, venid al juicio?", ¿dónde
huiremos entonces, cuando hasta las columnas del cielo se estremecerán? Huyamos,
ahora, de la espada de la ira de Dios, busquemos su rostro en la confesión de nuestros
pecados, lloremos ante el Señor, Dios nuestro. Hoy, que hemos escuchado su voz, no
endurezcamos nuestro corazón, salgamos de Babilonia, huyamos del fuego y azufre
de Pentápolis, sigamos el ejemplo de los beatos Pablo, Antonio, Arsenio, Evagrio y de
otros santos, busquemos las cuevas del desierto como Juan Bautista, salvémonos en
los montes de la ira del Juez eterno, entremos en el arca de Noé para librarnos del
diluvio o en la barca de Pedro, en la que Cristo calma la tempestad, es decir, entremos
en la barca de la penitencia para poder alcanzar el puerto de la salvación eterna.

Frecuentemente, cuando leemos al Apóstol, escuchamos cuán inescrutables son los


designios de Dios e incomprensibles sus caminos. Las palabras que han escuchado
hoy nuestros oídos y han penetrado en nuestros corazones nos invitan a huir de la ira
que viene y buscar la salvación mientras tenemos tiempo. ¿De qué sirve la ciencia si
acabamos en el infierno? ¿De qué sirven las riquezas si no nos pueden proporcionar ni
una gota de agua para refrescar la lengua? ¿De qué sirven los honores o delicias de
este mundo, si nos llevan donde los gusanos no mueren ni el fuego se apaga? ¿Qué
hacemos, pues?, ¿dónde huiremos? Todos nosotros andamos errantes como ovejas,
cada uno se descarría por su propio camino. No hay ni uno que haga el bien. Todos
hemos pecado, obrando injusta e inicuamente. Todos nosotros somos hijos de la ira,
merecedores de condenación, si no nos acoge la misericordia de Cristo.

¿Qué hacemos, pues, hermanos míos? ¿A quién podemos pedir consejo en esta hora?
No a los judíos, que creen poder justificarse con la observancia de la ley. No a los
griegos y demás filósofos que esperan salvarse por su propia virtud. No a los sabios
de este mundo que ni conocen a Dios. Pidamos consejo a quienes temen a Dios y
caminan por sus sendas. Consultemos, pues, en primer lugar, a nuestro abogado, que
tenemos ante el Padre, Jesucristo, que se hizo propiciación por nuestros pecados. El
nos dice: "El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca: convertíos y creed
en el Evangelio" (Mc 1,14). Escuchemos también a Juan, el precursor del Señor, de
quien se nos dice que es el mayor de los nacidos de mujer (Mt 11,11). El, predicando
en el desierto de Judea el bautismo de penitencia para la remisión de los pecados, nos
dice: "Convertíos, porque ha llegado el reino de los cielos" (Mt 3,2). Y a los fariseos y
saduceos les pregunta: "Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira
inminente? Dad, pues, frutos dignos de conversión" (Lc 3,7-8). Escuchemos también

31
a Pedro, el príncipe de los apóstoles, que dice: "Arrepentíos y convertíos para que
vuestros pecados sean borrados" (Hch 3,19). Y, de nuevo, cuando con el corazón
compungido preguntan a Pedro y a los demás apóstoles: ¿qué hemos de hacer,
hermanos?, Pedro les contesta: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga
bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el
don del Espíritu Santo" (Hch 2,37-38).

Este es, pues, hermanos míos, el consejo justo y salvador. Si queremos huir del juicio
tremendo de Dios, hagamos penitencia y lavemos con lágrimas nuestros pecados. Este
es el camino que conduce a la vida, es la segunda tabla con la que los pecadores se
salvan después del naufragio, porque mueve a Dios a misericordia. Convirtámonos al
Señor y tendrá misericordia de nosotros, porque él es piadoso y no quiere la muerte
del pecador, sino que se convierta y viva. No dejemos para mañana la conversión, no
dejemos pasar el tiempo propicio que el Señor nos da, pues él nos dice por boca de
Salomón: "Os llamé y no me escuchasteis, os tendí la mano y nadie prestó atención,
despreciasteis todos mis consejos y no habéis hecho caso de mis reprensiones, por ello
también yo me reiré de vuestra desgracia, me burlaré cuando llegue vuestro espanto.
Cuando os llegue la calamidad repentina y, como un huracán, os sobrevenga la
desgracia, alcanzándoos la angustia y la tribulación, entonces me invocaréis y no
responderé, me buscaréis y no me hallaréis" (Pr 1,24-28). Imitemos a los Ninivitas
que se convirtieron por la predicación de Jonás y Dios desistió del mal con que les
había amenazado.

Con estas palabras se exhortaba a sí mismo y a sus compañeros a renunciar al mundo


y a sus riquezas, delicias y honores, para buscar los bienes eternos en la soledad de desierto:

No diferamos para mañana nuestra conversión, pues no sabemos ni el día ni la hora en


que viene el Señor. Cargando con la propia cruz, desnudos, sigamos a Cristo desnudo
por la vía estrecha que conduce a la vida. Si queremos convertirnos de verdad y
alcanzar la misericordia del Señor, escuchemos su palabra: "Cualquiera de vosotros
que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío" (Lc 14,33).
Escuchemos también lo que dice al joven que le pregunta sobre cómo alcanzar la vida
eterna: "Si quieres ser perfecto, va, vende lo que tienes y dáselo a los pobres; luego,
ven y sígueme" (Mt 19,21). Como, al oír estas palabras, el joven se marcha
entristecido, el Señor dice a sus discípulos: "Quien confía en sus riquezas, ése caerá"
(Pr 11,28). Y en otro lugar: "Si deseas hacerte rico, no permanecerás inocente de
pecado" (Si 11,10). "Pues, dice el Apóstol, los que quieren enriquecerse, caen en los
lazos del diablo" (1Tm 6,9). Sigamos, pues, a Cristo, "quien, siendo rico, se hizo
pobre, para enriquecernos a nosotros".

Bruno, que ha tenido mucho tiempo para escrutar la escritura, ha guardado y meditado
en su corazón la palabra de Dios. Ahora su boca habla de la abundancia de su corazón:

Escuchad, hermanos, no a mí, sino escuchad conmigo al profeta David, a quien Dios
reveló los ocultos misterios de su sabiduría. Escuchemos primero lo que dice y luego
veamos lo que hace. El entonces, como nosotros ahora, contristado en su interior y
turbado por la voz del enemigo, dice: "Mi corazón se estremece dentro de mí, me
asaltan temores de muerte; miedo y temblor me invaden, y me envuelven las tinieblas.
Y digo: ¡Quien me diera alas como de paloma para volar y reposar!" (Sal 55,5-7). Y
añade el salmo: "Y huyendo se alejó y permaneció en la soledad" (v. 8). Se aleja de

32
toda ocasión de pecado, huyendo del mundo, pues no permanece en la ciudad, sino
"en la soledad". Es lo que, para contemplar la gloria de Dios, propone el Profeta:
"Bueno es esperar en silencio la gloria de Dios. Siéntate, pues, solitario y silencioso"
(Lm 3,27-28). La soledad es, pues, la vía que conduce a la vida, la escala de la gloria.
Es la escala que contempla Jacob en la soledad, escala apoyada en la tierra y que toca
el cielo, pues conduce a los hombres de la tierra al cielo y baja a los ángeles del cielo
a la tierra para prestarnos su auxilio.

Escuchemos al profeta, que una y otra vez nos repite: "Huid de en medio de
Babilonia, y salve cada uno su alma" (Jr 51,6), "emigrad de en medio de Babilonia,
salid del país de los caldeos y sed como machos cabríos ante el rebaño" (Jr 50,8),
"huid, salvad vuestras almas y seréis como el onagro en el desierto" (Jr 48,6). Y otro
profeta nos invita a "salir de la tierra del Aquilón" (Za 2,10). También la esposa del
Cantar dice al esposo: "Huye, amado mío, sé como la gacela o el joven cervatillo, por
los montes de las balsameras" (Ct 8,14). Todos estos testimonios nos invitan a huir de
este mundo, significado por Babilonia y la tierra del Aquilón, que significan confusión
y fuente de todo mal. Huyamos, pues, pero no como Jonás, que huyó de la faz de
Dios, sino huyamos en busca del Señor.

La soledad es madre de todas las virtudes, guardiana de la paciencia, maestra de la


simplicidad, pues libra de la duplicidad de vida; es descanso de los fatigados,
consuelo de los afligidos, refrigerio en los ardores, es la torre de David que defiende
de los enemigos. Es, también, el campo del combate divino que contemplan los
ángeles, la palestra de los que corren en busca de la corona de gloria, que el Señor
tienen preparada para cuantos se mantienen fieles en su seguimiento. En ella,
Abraham, cuando estaba solo sentado a la sombra de la encina de Mambré, vio a tres
y adoró a uno. En ella, Jacob, después de pasar a la otra orilla todos sus bienes, al
quedar solo, recibió la bendición de Dios y un nombre nuevo. Moisés, mientras
custodiaba el ganado en la soledad del desierto, contempló al Señor en la zarza
ardiente y escuchó su voz, que le decía: "Quítate las sandalias de los pies, porque el
lugar en que estás es tierra santa" (Ex 3,5). Unicamente estando solo se le apareció el
Señor. David, huyendo al desierto, se libró de las insidias de Saúl. Elías, estando solo
en el monte, conoció al Señor que pasaba ante la puerta de la gruta. Juan Bautista,
lleno del Espíritu Santo desde el seno materno, refugiado en el desierto, encontró y
bautizó al Señor.

¿Qué más podemos añadir? Jesucristo mismo, nuestro Señor, fue conducido por el
Espíritu Santo al desierto para luchar y vencer al diablo. Y, para inculcarnos el amor a
la soledad, frecuentemente, dejada la muchedumbre, subía solo a orar en el monte. Así
le siguieron los santos y venerables Padres: Pablo, Antonio, Hilario, los dos Macarios,
Eulalio, Arsenio, Evagrio, Basilio, Benito e innumerables más. Todos ellos nos han
enseñado que nada ayuda tanto como la soledad del desierto para gustar la suavidad
de los salmos, la profundidad de la Escritura, el fervor de la oración, la sublimidad de
la oración, lo inefable de la contemplación, el bautismo de lágrimas... Allí lleva el
Señor a la esposa pecadora, para atraerla de nuevo a sí, según nos dice el profeta: "La
llevaré al desierto y la hablaré al corazón" (Os 2,16). Luego, una vez desligada de los
vínculos de la carne, la introduce en los gozos eternos. Quienes la contemplan,
admirados, se preguntan: "¿Quién es ésta que sube del desierto apoyada en su
amado?" (Ct 8,5). A quien no se deja encontrar en las calles y plazas de la ciudad, le

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encuentra en la soledad. Por tanto, hermanos míos, pidamos a Dios que se digne
mostrarnos el lugar donde vivir.

Después de escuchar todas estas y otras muchas palabras, con lágrimas en los ojos,
imploraron a Dios:

Señor, Dios omnipotente, cuya misericordia supera siempre al pecado, pues no


quieres la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, y le concedes, en tu
paciencia, tiempo para que se arrepienta y vuelva a ti; tú, que sacaste a Abraham, tu
siervo, de la tierra de los caldeos y de la casa de su padre; tú, que sacaste con mano
potente a tu pueblo de la tierra de Egipto, derrama sobre nosotros tu misericordia y
manda del cielo tu santo ángel que nos ilumine y conduzca por tus caminos y nos
haga encontrar el lugar donde podamos, con tu gracia, dar frutos dignos de penitencia.
Por los méritos de la Pasión de tu Hijo Jesucristo, concédenos salir de esta vida y
seguirle a él, que es camino, verdad y vida. Te lo suplicamos por él, que contigo vive
y reina en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos.

d) Con Roberto, abad de Molesmes

Con determinación, Bruno abandona Reims en compañía de Pedro y Lamberto. Los


tres han resuelto seguir su vocación sin vacilación, sin embargo Bruno no tiene claro aún el
camino monástico que ha de seguir. Los tres se dirigen hacia el sur, en dirección de Tryes.
Allí, a unos 150 kilómetros de Reims, en Molesmes, existe desde 1075 una abadía, cuyo
abad, Roberto, goza de una gran reputación de sabiduría y santidad. Roberto ha reagrupado a
su alrededor a algunos eremitas y los ha formado en la vida benedictina. La abadía de
Molesmes es muy pobre; pero cuando Bruno, Pedro y Lamberto llegan a ella, Roberto acaba
de recibir el regalo de la finca de Sèche-Fontaine, a unos ocho kilómetros de Molesmes. Los
tres peregrinos se refugian, primero en Molesmes, tomando el hábito benedictino bajo la
dirección de San Roberto, el futuro fundador de los cistercienses. Pero a Bruno no le parece
suficiente aquella soledad.

Con el beneplácito del abad, Bruno se retira con sus dos compañeros a Sèche-
Fontaine, para llevar una vida de rigurosa penitencia, lejos de los benedictinos y, al mismo
tiempo, bastante cerca para mantener las relaciones necesarias con la abadía y, sobre todo,
con su abad. El bosque Fiel, que rodea la finca, responde a sus deseos de empezar la vida
eremítica. Durante la estancia en este lugar solitario, Bruno se dedica a leer las vidas de los
antiguos padres del yermo y así el espíritu de los antiguos moradores del desierto se le
introduce en el alma.

Bruno pasa en Sèche-Fontaine de uno a tres años, durante los cuales se le unen otros
discípulos. Pero la abadía de Molesmes, magníficamente regida por su prior Roberto, va
atrayendo a los ermitaños que pueblan los bosques de los alrededores. La mayoría acaba
integrándose en la vida monástica de la abadía. Debido a la abundancia de vocaciones,
Molesmes se convierte en abadía madre de otras muchas abadías filiales. Los ermitaños de
Sèche-Fontaine se ven envueltos en esta expansión de Molesmes y, pronto, tienen que elegir
entre la vida cenobítica, uniéndose a la abadía, o la vida eremítica. Los compañeros de Bruno
se dividen en dos grupos, según sus distintas vocaciones. Pedro y Lamberto escogen
Molesmes, siguiendo en Sèche-Fontaine, donde construyen una iglesia y otros edificios para
la vida de la comunidad.

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Bruno, en cambio, lleva en su corazón otra vocación. Se siente impulsado por el
Espíritu de Dios al "desierto" y, por ello, elige la vida eremítica. Así, pues, acompañado de
algunos compañeros, que sienten su misma vocación, deja Sèche-Fontaine y parte en busca
del lugar que Dios le muestre para realizar su plan o, mejor, el plan de Dios. Esta partida se
hace en un clima de sinceridad y amor. Roberto y Bruno no dejarán nunca de profesarse una
profunda estima mutua. Cuando muera Bruno en Calabria, el encargado de pedir sufragios y
recoger datos entre los conocidos del difunto, pasará por Molesmes con el "rollo"; entonces
los monjes negros tributarán al antiguo ermitaño de Sèche-Fontaine un cálido elogio,
llamándole "nuestro muy íntimo amigo". Roberto, que había salido de Molesmes para fundar
el Císter, había vuelto a Molesmes, donde permaneció hasta su muerte. Lo más probable es
que el Título fúnebre lo haya escrito de su puño y letra.

Con aspiraciones similares Roberto y Bruno se sienten hermanos en su deseo de


reforma de la vida monástica. Pero Roberto se siente más atraído por la vida comunitaria y
Bruno por la vida eremítica. Así se separan para fundar uno el Císter y otro la Cartuja. Como
Roberto, que sale de los cluniacenses para fundar el Císter, Bruno busca retirarse lejos de los
castillos y las ciudades; las selvas inhóspitas y pantanosas, de difícil acceso, le parecen el
lugar más adecuado para su retiro del mundo. Los bosques solitarios de las afueras de
Grenoble, apenas los descubra, le parecerán el lugar adecuado para llevar a cabo sus deseos.

Bruno sale en busca de la soledad, el "mónos sün Mónôs", a solas con el Solo, a solas
con Dios. Esta es la auténtica llamada del Espíritu Santo que Bruno escucha en lo íntimo de
su espíritu. Fiel a esa llamada, emprende de nuevo la ruta del sur y se dirige a Grenoble, que
está a unos 300 kilómetros. Bruno ha tenido ocasión de conocer a Hugo, obispo de Grenoble,
pues se hallaba al lado de Hugo de Die en el concilio de Lyón, donde fue depuesto el
arzobispo Manasés. Guido, con su concisión, nos da el motivo de la partida de Bruno hacia
Grenoble: "Bajo el suave impulso que ejercía sobre ellos el deseo de vivir junto al santo
obispo Hugo de Grenoble, Bruno y sus compañeros acudieron a él". En los primeros días de
junio de 1084 Bruno y seis compañeros llegan a Grenoble.

5. LLEGADA A CHARTREUSE

a) Dios desea erigir un templo en el desierto

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Bajo la dirección de San Roberto, abad de Molesmes y, cuatro años más tarde,
fundador del Císter, Bruno, deseoso de mayor soledad y perfección, sigue reflexionando
acerca de la voluntad de Dios sobre él. Después de hacer mucha penitencia y oración,
abandona Molesmes y decide acudir a Hugo, obispo de Grenoble, de quien le han dicho que
es un hombre de Dios y puede ayudarle a conocer la voluntad de Dios. Le siguen sus seis
compañeros movidos por la misma esperanza y por el suave olor de la conversación de
Bruno. El obispo les recibe no sólo con benevolencia, sino que les acoge con reverencia y
benignidad.

Hugo tiene 32 años de edad y cuatro de Episcopado cuando Bruno y sus compañeros
llegan a Grenoble. Ha hecho lo imposible por liberarse del Episcopado al ser designado para
él por Hugo de Die. Pero, al final, ha aceptado. Hugo de Die le ha conferido todas las
órdenes, menos el Episcopado. En la primavera de 1080 el Papa Gregorio VII consagra en
Roma al joven obispo. Apenas llega a la diócesis de Grenoble, Hugo, según las directrices de
Hugo de Die, emprende la lucha contra los abusos que corroen la diócesis y el clero. La lucha
es tan dura que en el corazón de Hugo rebrota con frecuencia el antiguo deseo de ingresar en
el claustro. Un día incluso huye a Chaise-Dieu y sólo le arranca de allí una orden formal de
Gregorio VII.

Caminando, pues, en busca de un lugar solitario, Bruno llega a Grenoble, cuando


Hugo lleva cuatro años de obispo. Bruno le abre su alma, le cuenta las desilusiones
experimentadas en su cargo de canciller y le da cuenta también de los anhelos que Dios ha
suscitado en su espíritu en la convivencia con los monjes benedictinos. Bruno desea intentar
lo imposible, algo extraordinario, para salvar la vida monástica en su antiguo rigor. Hugo se
muestra complacido con los atrevidos planes de Bruno, pues por aquellos días ha tenido un
sueño, según el cual "Dios se ha erigido un templo en el desierto, en el que siete estrellas le
hacen la corte".4

Hugo recibe a Bruno y a sus seis compañeros como a obreros destinados por el cielo
para edificar ese santuario misterioso. El, que siente tan fuertemente el deseo de la vida
monástica, reconoce inmediatamente en Bruno un fervor, un amor de Dios, una gracia, que
seducen su alma y le vinculan sólidamente a la obra de Bruno. En la Vida de San Hugo,
escribe Guigo: "Bruno y sus compañeros entran en la soledad de Chartreuse y se instalan allí
con el consejo, ayuda y compañía del mismo Hugo". Durante los cincuenta años de
Episcopado, Hugo se mantendrá fiel a los Cartujos. Le gusta visitar a Bruno, conversar con
él, dejándose formar por él y gozando de su compañía. Los biógrafos comentan que Hugo se
comporta con ellos no como señor u obispo, sino como compañero y hermano humildísimo.
Frecuentemente, refiere Guigo, el mismo Bruno tiene que invitar al obispo a dejar el desierto:
"Id, le decía, id a vuestras ovejas y cumplid vuestras obligaciones para con ellas".

El obispo les ofrece un terreno solitario, pero los alerta de las dificultades y, para
exhortarles a la perseverancia, que es la única virtud que merece la corona de la gloria, les
advierte que el sitio es de difícil acceso a causa de las abruptas montañas y de la nieve que lo
cubren la mayor parte del año. El valle es amplio, pero casi todo él infecundo e inhabitable,
más apropiado para las fieras que para los hombres por su aspereza e incumunicación. Sus
altas montañas, cortadas en pico, cierran todo paso. Los árboles de fruta no resisten las

4El sueño profético de Hugo lo conoce Guigo de primera mano, pues ha sido durante
veintiséis años amigo y confidente de Hugo. Su fuente de información ha sido el obispo
mismo.

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heladas, por lo que sólo crecen los árboles silvestres. Las aguas del río se precipitan en
cascada entre los riscos con un rumor extremecedor.

Bruno escucha al obispo con el corazón exultante de gozo y acepta el ofrecimiento del
obispo, diciéndole: "Ya hemos oído que el lugar es terrible; pero es un lugar así lo que
buscamos para dedicarnos a la penitencia. Pues, aunque somos frágiles y débiles, confiamos
en la misericordia de Dios, que es potente, y esperamos que él, que ha puesto en nuestro
corazón el deseo de venir aquí, nos dará la fuerza de perseverar, pues no se ha acortado la
fuerza de su brazo. Como en otro tiempo hizo maravillas esperamos que también ahora
muestre en nosotros sus grandes obras. Si él en el desierto pudo alimentar con el maná a la
inmensa multitud de Israel, ¿no va a poder darnos ahora a nosotros un pedazo de pan? ¿No
envió él un cuervo al Carmelo para alimentar a Elías (1Re 17,4-6)? ¿Quién prepara su
provisión al cuervo, cuando sus crías gritan hacia él, cuando se estiran faltos de comida? (Jb
38, 41). El que cubre de nubes los cielos, el que prepara la lluvia para la tierra, el que hace
germinar en los montes la hierba, y las plantas para usos del hombre, el que dispensa su
sustento al ganado y a las crías del cuervo cuando chillan (Sal 147,8-9), ¿no se cuidará de
nosotros si gritamos a él día y noche? Si Dios envió a Habacuc desde Judea a Babilonia para
alimentar a Daniel (Dn14,33-37), ¿no hará lo mismo con nosotros que no deseamos otra cosa
que cantar sus alabanzas? ¿No valemos acaso para él más que las aves, que no siembran ni
recogen en graneros y el Padre las alimenta? Si nos faltan las ayudas humanas, Dios puede
convertir las piedras en panes y cambiar el agua en vino. En su bondad y providencia, y no en
nuestras fuerzas, tenemos puesta nuestra confianza.

Hugo escucha a Bruno con gozo y lágrimas de alegría en los ojos. Bendiciendo a Dios
abraza a cada uno de los ermitaños y les concede todos los derechos que posee sobre ese
bosque. Viendo cómo su propósito está radicado en el amor de Cristo y su confianza fundada
en la bondad del Padre, aconseja a los siete que se establezcan en medio de las montañas
salvajes llamadas Cartujas, cercadas de precipicios y de rocas que amenazan caer y parecen
inaccesibles. Con ellas tendrán una clausura natural. Hugo, además, para protegerlos,
prohibirá poner los pies en las tierras de los cartujos no sólo a las mujeres, sino a todos sin
excepción. Prohibirá la caza y la pesca e incluso llevar a pastar en ellas los rebaños.

Bruno ve llegada la hora de poner en práctica la voluntad de Dios. En Hugo encuentra


al ángel de Dios, que le muestra el lugar adecuado, donde poder vivir conforme a la
inspiración divina que le guía interiormente. El obispo no sólo le escucha, sino que se
entusiasma cuando le expone su plan de vida. Los dos coinciden en que Dios quiere levantar
un monasterio en la soledad de las montañas del Delfinado. El mismo obispo se ofrece a
conducir al grupo a ese lugar desierto, que a él le parece perfecto para poner en práctica los
deseos de soledad y vida contemplativa, que él anhela tanto como Bruno.

En la carta de fundación de la Gran Cartuja, promulgada oficialmente por el obispo


Hugo en el sínodo de Grenoble del 9 de diciembre de 1085, se lee: "Este yermo, cuyos límites
acabamos de consignar, comenzaron a habitarlo Maestro Bruno y sus compañeros, y a
construir sus edificios el año 1084 de la Encarnación del Señor, cuarto del Episcopado de
Mons Hugo de Grenoble".

Los límites del terreno cedido a los ermitaños por sus donantes los conocemos por la
carta de donación de 1086:

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Los términos de la soledad que hemos donado pasan por debajo de la Cluse, siguen
por el roquedal que cierra el valle al Este, continúan por la cresta que cierra y divide
Combe-Chaude y se extienden hasta la mitad del peñascal que está encima del
Bacháis; prosiguen luego por otra cresta pelada que desciende hasta el roquedal de
Bovinant y después por la que baja, siguiendo el lindero del bosque, de Bovinant
hacia la roca que está sobre la Follie; continúa por un peñascal hasta la montaña de
Alliénard para descender hacia la Morte, por el Oeste, hasta el roquedal de Cordes,
que se prolonga hacia Perthuis. Siguen después los términos por una cresta rocosa
hasta el río Guiers-Mort, que les sirve de límite hasta la Cluse.

Esta descripción, por sí sola, nos da una idea de lo que eran los terrenos de la Cartuja,
unas tierras rocosas rodeadas de montañas, con un paso obligado: la Cluse. El suelo, de roca
calcárea, está recubierto en la hondonada del valle de una delgada capa de humus. En esta
tierra sin profundidad arraigan los árboles que forman inmensos bosques. Entre estas
espesuras, hay algunos prados, que pueden alimentar algunas cabezas de ganado. Pero la
altura y el clima apenas permiten cultivar algo más que unas pobres legumbres. La austeridad
de vida está asegurada para los ermitaños, que por fuerza deben vivir frugalmente. Durante
mucho tiempo se consideró imposible mantener a más de treinta personas en este desierto.
Incluso se sintió la necesidad de que los hermanos fueran más numerosos que los padres, los
trabajadores más que los contemplativos. Guigo, cuando redactó las Consuetudines, fijó el
número de la comunidad en trece padres y dieciséis hermanos.

El 9 de diciembre de 1086, en un sínodo celebrado en Grenoble, el obispo Hugo


ratifica solemnemente las donaciones que han hecho dos años antes los propietarios de las
tierras de Chartreuse. Los Cartujos pasan a ser dueños definitivos de aquellas posesiones. En
la carta de donación se lee, además, con gran solemnidad, la finalidad del eremitorio:

Por la gracia de la santísima e indivisible Trinidad, nosotros hemos sido advertidos


misericordiosamente de las condiciones de nuestra salvación. Recordando la
fragilidad de nuestra condición humana y cuán inevitable es el pecado en esta vida
mortal, hemos decidido librarnos de las garras de la muerte eterna, cambiando los
bienes de este mundo por los del cielo y adquiriendo una herencia eterna a cambio de
bienes materiales. No queremos exponernos a la doble desgracia de sufrir a la vez las
miserias y trabajos de esta vida y las penas eternas de la otra.

Por ello regalamos para siempre un vasto desierto a Maestro Bruno y a los
compañeros que vinieron con él buscando una soledad para vivir en ella y vacar para
Dios. Yo, (siguen los nombres y títulos de cada donante) cedemos a dichos ermitaños
cualquier derecho que podamos tener sobre estas tierras. (Sigue la descripción de los
límites).

Si algún señor poderoso o cualquier otro se esfuerza por anular en todo o en parte esta
donación, será considerado como sacrílego, excomulgado y digno del fuego eterno, a
menos que se arrepienta y repare el daño causado.

Dichas tierras comenzaron a ser habitadas por Maestro Bruno y sus compañeros en el
año 1084 de la Encarnación, cuarto del Episcopado del señor Hugo de Grenoble,
quien, con todo su clero, aprueba y confirma la donación hecha por las personas arriba
citadas y, por lo que a él se refiere, cede todos los derechos que pudiera tener sobre
este territorio.

38
Esta carta, "leída en la Iglesia de la bienaventurada y gloriosa Virgen María, en
presencia de Hugo, obispo de Grenoble, de sus canónigos y de muchas personas, tanto
sacerdotes como clérigos, reunidos para el sínodo", es una prueba más de la benevolencia de
Hugo para los primeros cartujos. Esa amistad la mantiene toda su vida. La influencia de
Hugo, no sólo al instalarse los ermitaños en Chartreuse, sino durante los cuarenta y ocho
primeros años de la Orden, fue considerable.

b) Subida a Chartreuse

Hoy, conociendo la historia y la geografía, podemos imaginar la ruta y etapas de la


subida a las montañas de la Cartuja. Uniendo datos podemos resumir la crónica del viaje:

Está comenzando el verano de 1084. Es la fiesta del nacimiento de San Juan Bautista.
"Bruno, hombre de corazón profundo", como le define Guigo, con el pequeño grupo de
compañeros llegado a Grenoble, de rostros graves y pobre vestimenta, sale de la residencia
episcopal. Guiados por el joven obispo Hugo se ponen en camino, se dirigen hacia el norte,
siguiendo la ruta del Sappey. Apenas dejan a sus espaldas las últimas casas, penetran en el
inmenso bosque que arropa la ciudad. Atraviesan la garganta de Palaquit, ascienden al puerto
de Portes de 1.325 metros de altura y de nuevo descienden, por la otra ladera, hasta Saint-
Pierre de-Chartreuse. Pero, un poco antes de llegar a Saint-Pierre, se desvían hacia la
izquierda y penetran en el valle de Guiers-Mort. De pronto, ante ellos aparece una selva
virgen, jamás hollada por la planta del hombre. Lo inhóspito del lugar hace brillar sus ojos de
alegría y satisfacción. Ya en las estribaciones de la cordillera, por la gran abundancia de
árboles, pierden el rastro de senderos y veredas. La falta de caminos no les desalienta, siguen
avanzando hasta un paraje bravío y salvaje, casi inaccesible, de abismos profundos y de rocas
imponentes y amenazadoras. El valle se va angostando poco a poco hasta quedar casi
estrangulado entre dos altos peñascos. Sólo el torrente y el angosto sendero se abren paso
hacia el oeste. La pequeña caravana franquea la Cluse a la entrada del desierto y, por ella,
penetra hasta lo más profundo del estrecho valle de Chartreuse

Esta puerta, llamada la Cluse, es el único paso para quienes vienen del sur. Un poco
más adelante, a la derecha, se extiende una meseta inclinada, cuya parte más baja está a 780
metros de altitud y la más alta a 1.150 metros. Es el Desierto de Chartreuse, prácticamente
cerrado por todas partes. Le circunda un caos de montañas, cuyo pico más alto, el Grand Son,
sobrepasa los 2.000 metros. Para penetrar en este desierto, fuera del puerto de la Cluse, sólo
hay otro acceso, situado al noroeste: la garganta de la Ruchère.

Bruno y sus compañeros penetran en este desierto a través de la puerta de la Cluse.


Buscando el lugar más salvaje, suben hasta el extremo norte, donde el valle se estrecha en
una garganta cerrada por montañas tan altas que el sol apenas penetra durante la mayor parte
del año. Los árboles se estiran hacia el cielo entre las rocas para, al menos en sus copas,
alcanzar el aire puro, la luz y el calor. Allí, en el lugar llamado Cartuja, donde crecen los
últimos pinos y las aguas se precipitan con fragor desde las montañas rocosas, deciden
levantar sus chozas

La pequeña caravana se detiene. El obispo Hugo les indica que han llegado al sitio
deseado. Es el lugar apropiado para construir sus cabañas de eremitas. Los siete eremitas se
arrodillan ante el obispo, que, conmovido, les bendice: "Oh Dios Todopoderoso, cuya
misericordia supera toda medida; tú, que llamas a quien quieres y a quien llamas lo justificas

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y engrandeces sobremanera, mira con ojos de clemencia a estos siervos tuyos, que has
llamado a tu servicio, y dales el auxilio de tu gracia para puedan vivir con fidelidad la
vocación a que, según tu beneplácito, les has llamado. Llénalos de la fuerza de tu Espíritu
para que puedan resistir las insidias de la carne, del mundo y de los demonios. Que,
sostenidos por ti, puedan alcanzar la corona inmarcesible de la gloria, perseverando hasta el
fin de su vida en la humildad verdadera y en la caridad mutua. Por Cristo nuestro Señor.
Amén".

Cumplida su misión, el obispo se despide y regresa a Grenoble con su cortejo


personal. Pero es tan grande la admiración de Hugo por Bruno, que le toma por director
espiritual. A pesar de las dificultades del viaje desde Grenoble a la Cartuja, subirá allá con
frecuencia para conversar con Bruno y beneficiarse en su vida espiritual con su consejo y
ejemplo.

La subida de Bruno a estos lugares infranqueables tiene un significado preciso.


Después de haber leído la vida de los anacoretas, Bruno arde en deseos de retirarse como
ellos al desierto. Ese desierto tan soñado lo tiene ahora ante sus ojos en medio de estas rocas
imponentes. En el corazón de Europa Bruno ha encontrado un auténtico desierto. Esta región
montañosa y salvaje responde admirablemente a la idea que él se ha formado del desierto.
Desierto es aislamiento, incomunicación con los hombres; y este lugar está tan desconectado
del mundo que es casi imposible llegar a él.

Bruno ha buscado y encontrado el lugar, con su clima, atmósfera, temperatura


adecuados para la vida deseada. Las intenciones de Bruno aparecen manifiestas, como en
relieve, en el mismo suelo, en toda la decoración, en el bosque y en las nieves. Este fondo del
valle en el corazón del macizo de Chartreuse, de accesos difíciles incluso para los habitantes
de los pueblos cercanos, de largos inviernos con sus grandes nevadas, de tierras pobres, es el
sitio ideal para vivir en soledad, separado completamente del mundo. Es el desierto que
Bruno buscaba para vivir como eremita. Realmente el curso de la historia espiritual de la
Orden de los Cartujos da fe del papel que ha desempeñado el desierto de la Cartuja sobre el
estilo de la vida cartujana. Entre ese paraje y la vida de los cartujos hay una correlación
profunda. Era el sitio preparado por Dios.

Guido, en la Vida de San Hugo de Grenoble, escrita por petición expresa del Papa
Inocencio II, hace un relato sobrio, pero preciso, de la llegada a Grenoble de Bruno y sus
compañeros:

Encabezaba el grupo Maestro Bruno, célebre por su fervor religioso y por su ciencia,
modelo perfecto de honradez, de gravedad y de plena madurez. Le acompañaban
Maestro Landuino, que sucedió a Bruno como prior, Esteban de Bourg y Esteban de
Die, antiguos canónigos de San Rufo que, por amor a la vida solitaria y con el
consentimiento de su abad, se habían unido a Bruno, juntamente con Hugo, llamado el
capellán, porque sólo él desempeñaba las funciones sacerdotales; también iban dos
laicos, hoy diríamos conversos, Andrés y Guerín. Andaban en busca de un lugar a
propósito para la vida eremítica y no lo habían encontrado aún. Con la esperanza de
hallarlo y deseosos también de gustar de la santa intimidad de Hugo, le vinieron a ver.
Este los recibió, no sólo con gozo, sino con verdadera veneración, ocupándose de
ellos y ayudándoles a cumplir su voto. Y gracias a sus consejos personales, a su apoyo
y a su dirección, entraron en la soledad de Chartreuse y se instalaron allí. Por aquellos
días había visto Hugo en sueños que el Señor se construía en esa soledad una casa

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para su gloria y que siete estrellas le mostraban el camino. Y siete eran precisamente
Bruno y sus compañeros. Así, pues, acogió con benevolencia no sólo los proyectos de
este primer grupo de fundadores, sino también los de los que los sucedieron,
favoreciendo siempre, mientras vivió, a los ermitaños de la Cartuja con sus consejos y
generosos favores.

En el desierto quedan, pues, siete hombres decididos a llevar juntos una vida
eremítica. Se trata del valle de Chartruese, estrecho, cerrado por todos los lados y casi
inaccesible. A él llegan el 24 de junio de 1084 y se establecen en el extremo más elevado del
valle, a unos 1200 metros de altura, algo más arriba del actual monasterio. Enseguida edifican
un oratorio, dedicado a Nuestra Señora de las Cabañas, alusión a las cabañas, que levantan
entorno a él. Estas son las celdas para cada uno de los ermitaños, pequeñas chozas de madera.
Son las celdas construidas a cierta distancia unas de otras, exactamente según el esquema de
las antiguas "lauras" de los monasterios de Palestina.

c) La Gran Cartuja

Es la primera Cartuja. Bruno y sus compañeros, alejados completamente del mundo,


se dedican a la oración y a la penitencia. Durante el verano el sol resplandece sobre un cielo
azul deslumbrante en la pureza del aire, tan puro que parece el aire del paraíso. En invierno el
lugar queda totalmente cubierto de nieve. Pasado el invierno, la belleza del lugar es única.
Enriscado entre tres montañas a pico por tres lados, por el cuarto se domina el valle entre las
montañas. Según una tradición, a Bruno le gusta retirarse a un rincón solitario del bosque
cercano y meditar delante de una roca en la que, todavía hoy, se vislumbra una cruz tallada en
la piedra.

León Bloy ha cantado lo imponente del lugar: "Allí cantan la gloria de Dios las
estrellas con su luz de un brillo especial, los arroyos precipitándose, desde milenios, en
abismos insondables y las nieves eternas de las inaccesibles cumbres". Sin embargo, Bruno
no ha elegido el lugar por estas bellezas, aunque es sensible a ellas, sino por ser un lugar
solitario, donde no encuentra obstáculos para hablar a solas con Dios.

Sin la luz de la fe, tal elección parece una locura. Todo desaconseja establecer una
residencia permanente en un lugar semejante, sobre todo a tal altura. El clima es duro; las
nevadas son muy frecuentes y abundantes; la pobreza del suelo hace casi imposible poder
sustentarse de sus frutos; la falta de caminos hace difícil la explotación de los bosques; la
inaccesibilidad del lugar durante gran parte del año imposibilita toda ayuda rápida en casos
de gran escasez, de incendio, de aludes o de epidemia.

Los acontecimientos posteriores confirmarán varias veces estos temores. El sábado 30


de enero de 1132 un enorme alud sepultó todas las celdas menos una, matando a seis
ermitaños y a un novicio. Fue entonces cuando se vio la necesidad de alejarse de aquel
recodo extremo del desierto y replegarse unos dos kilómetros hacia el sur; en las
estribaciones más bajas de la cordillera, donde se halla la actual Gran Cartuja, se levantó el
nuevo monasterio, menos expuesto a los peligros de los aludes.

Bruno ha superado ya los cincuenta años de edad. Sus compañeros, sobre todo
Landuino, tampoco son jóvenes. ¿Qué secreto, qué tesoro, qué perla preciosa han descubierto
para encerrarse en la soledad, para afrontar la dureza de vida que evoca Guigo en Las

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Consuetudines? ¿Qué descubrimiento les ha inducido a permanecer para siempre "entre tanta
nieve y con un frío tan escalofriante"?

Este es el misterio de la llamada de Dios, que tiene la fuerza de llevarles a buscar una
vida de permanente contemplación, con una entrega absoluta al amor. Es el misterio del amor,
que les lleva a esconder sus vidas en el ocultamiento total, anonadándose con Cristo
anonadado. Es el anhelo de seguir a Cristo, que se retiraba a orar en el desierto, en el monte,
en Getsemaní, pasando las noches enteras en oración. Es el misterio de la Iglesia que
prolonga la existencia de Cristo en cada época de la historia. Misterio de soledad y de
presencia en el mundo, de silencio y de irradiación evangélica, de sencillez y de gloria de
Dios.

Es el misterio de la vocación de Bruno. Sus compañeros le llaman "Maestro Bruno",


no sólo porque es el mayor y ha sido antes profesor en Reims, sino por deferencia y respeto.
Bruno ejerce sobre ellos un ascendiente espiritual, tanto por su pasado como por la autoridad
que en cada instante emana de su persona. Si han venido al desierto de Chartreuse, si se han
decidido a esta empresa tan audaz, es porque él les ha arrastrado tras de sí; porque les ha
hecho sentir la llamada de Dios y porque les inspira confianza. Tanta bondad, tanto equilibrio,
tan gran deseo de buscar a Dios con amor absoluto y total les ha fascinado y continúa
fascinándoles.

Apenas llegan a Chartreuse, Bruno y sus compañeros se dedican a construir las


primeras cabañas. Una tradición de la comarca cuenta que, durante los primeros días, los
solitarios se hospedan en algunas casas de Saint-Pierre de Chartreuse. A Bruno le recibe la
familia Brun, que, además, le proporciona la madera necesaria para construir su celda. Con la
familia Brun se recuerdan los nombres de otros dos habitantes de la Ruchère, Molard y
Savignon, que se encargan de cocer el pan de los ermitaños y de llevárselo. Es necesario
terminar los trabajos rápidamente, antes de las primeras nevadas. Para ello sólo disponen de
tres meses. Mientras preparan algunas tierras para el cultivo, van construyendo las celdas
alrededor de una fuente. Se trata de unas celdas parecidas a las cabañas de los leñadores y
pastores que, con el aspecto de pequeños chalets, se ven aún hoy día en las regiones alpinas.
Construcciones toscas, pero sólidas, hechas de troncos ensamblados y cubiertos de gruesas
tablas, puestas de modo que resistan el peso de las nevadas. Muy pronto cada ermitaño tiene
su celda personal. El agua de la fuente llega a cada celda por canalizaciones que, al principio,
son troncos o ramas de árboles ahuecados.

Unicamente la iglesia se construye de piedra. El dos de septiembre de 1085, el obispo


Hugo la consagra bajo la advocación de la Santísima Virgen y de San Juan Bautista. Al ser
inaugurada, San Hugo firma el acta de fundación, con la que concede a los ermitaños la
propiedad del desierto. Pocos años después, a instancias del mismo obispo, se erige un
auténtico monasterio en forma de cruz, y las celdas se convierten en casas de tres
dependencias, dando todas ellas a un pasillo común. Este plan, probablemente, no agrada
plenamente a Bruno, pero se amolda a los planes del obispo, y queda como modelo para todas
las posteriores cartujas.

Las celdas se abren a un corredor cubierto, de unos 35 metros, que "llega casi hasta el
pie del peñascal" y permite ir bajo techo al Capítulo, al refectorio y, sobre todo, a la iglesia,
donde celebran la Eucaristía conventual y cantan en comunidad Maitines y Vísperas los días
ordinarios. Los domingos y días de fiesta cantan en la iglesia casi todo el Oficio. El resto del
Oficio lo recitan en las celdas, donde viven casi todo el tiempo, entregados a la oración, a la

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lectura y al trabajo manual, que consiste principalmente en cotejar o transcribir manuscritos,
sobre todo, de la Biblia y de los Padres de la Iglesia.

Las celdas de los hermanos conversos están separadas de las de los padres, unos
trescientos metros más abajo, donde da más el sol y dura menos la nieve. Estos hacen los
trabajos materiales necesarios para la vida de la comunidad, de la que ellos forman parte. Se
encargan de cultivar las tierras, de cuidar el ganado, cortar leña y de la conservación de los
edificios. De este modo protegen la oración y soledad de los ermitaños, entregándose también
ellos, en cuanto el tiempo les permite, a la vida contemplativa. Padres y hermanos,
enamorados de Dios, se organizan entre sí, según la vocación particular de cada uno, para que
de sus vidas unidas brote la contemplación del amor de Dios.

Guiberto de Nogent nos ha trasmitido este testimonio de la vida de los primeros


cartujos. Describe la Cartuja de 1114, que cuenta con 38 años de existencia. Comienza
describiendo el lugar escogido por Bruno para su eremitorio, diciendo que es "como un
promontorio elevado y formidable, al que conduce un camino dificilísimo y muy poco
frecuentado". Después continúa:

La iglesia de los ermitaños está levantada casi al borde del roquedal. Se prolonga por
un cuerpo de edificio ligeramente curvado en el que viven trece monjes. Tiene un
claustro bastante cómodo para los ejercicios de la vida cenobítica, pero no hacen vida
de comunidad en el claustro, como los demás monjes, sino que cada uno dispone de
una celda particular contigua al claustro, en la que trabaja, duerme y toma su comida
en completo aislamiento. El domingo reciben del despensero el pan y las legumbres
necesarias para la semana. Las legumbres son el único alimento que toman cocido y
se lo han de cocer ellos mismos. El agua la toman de una fuente que, debidamente
canalizada, pasa por todas las celdas. Los domingos y solemnidades comen queso y
pescado cuando las buenas gentes se lo regalan, pues ellos nunca lo compran. Cuando
beben vino, está tan aguado que casi no tiene fuerza, ni apenas es mejor que el agua.
No conocen el oro ni la plata, como ornato de la iglesia; no poseen más que un cáliz.
Oyen misa los domingos y días de fiesta; apenas hablan; cuando de ello tienen
necesidad, lo hacen mediante signos. Obedecen a un prior y el obispo de Grenoble,
varón de extraordinaria santidad, les hace de abad. Como el terreno es malo y estéril
poseen pocos campos de trigo; en cambio, tienen un buen rebaño de ganado, con cuya
venta aseguran su subsistencia. Aunque son sumamente pobres, poseen una buena
biblioteca. El alimento material es escaso, pero tienen en abundancia el alimento
espiritual de la doctrina. Este lugar se llama Chartreuse. En la falda del monte hay un
grupo de edificios donde vive una veintena de laicos muy fieles, que trabajan bajo la
responsabilidad de los ermitaños. Estos viven tan entregados al fervor de la
contemplación que no se han desviado de su fin primitivo con el correr de los años y,
a pesar de su austeridad de vida, el tiempo no ha menguado su fervor. Se diría que
trabajan con tanto mayor ardor por adquirir el alimento eterno, cuanto menos se
preocupan del terreno.

Otro testimonio importante, que confirma estos datos, es el de Pedro el Venerable,


abad de Cluny, que escribe hacia 1150, aunque conoce la Gran Cartuja desde 1120, cuando
era prior de Domène, monasterio benedictino situado no muy lejos de Grenoble. Desde
entonces mantuvo una correspondencia amistosa con los priores de Chartreuse. E, incluso
después de salir de Domène, hace varias visitas a sus amigos del desierto, cuya vida admira.
Su testimonio es directo y personal:

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En una región de Borgoña se practica una forma monástica que aventaja con mucho a
todas las demás europeas en santidad y valor espiritual. Ha sido fundada en nuestra
época por algunos hombres de gran valía y temerosos de Dios. A la manera de los
antiguos monjes de Egipto, vive cada uno en su celda en perpetua soledad. Allí se
entregan sin interrupción al silencio, a la lectura, a la oración y también al trabajo
manual, sobre todo, a la copia de libros. Sus hábitos son mas pobres que los del resto
de los monjes y tan cortos y delgados que se estremece uno al verlo. Llevan camisas
de pelo sobre el cuerpo y ayunan casi continuamente. Sólo comen pan negro y jamás
prueban la carne, ni siquiera cuando están enfermos. Pasan el tiempo en la oración, la
lectura y el trabajo, sobre todo, copiando libros. Se reúnen en la Iglesia a unas horas
especiales, distintas de las nuestras. Sólo celebran la misa los domingos y días de
fiesta. A toque de campana recitan en sus celdas parte del Oficio canónico, o sea,
Prima, Tercia, Sexta y Completas. Para Vísperas y Maitines, se reúnen todos en la
Iglesia. De este ritmo de vida se apartan en algunas fiestas; entonces toman dos
comidas y, como los monjes cenobitas, cantan en la iglesia todas las horas regulares;
comen en el refectorio común, una vez después de Sexta y otra después de Vísperas.
Guardan gran recogimiento; recitan el Oficio con los ojos bajos y el corazón en las
alturas, mostrando, por la gravedad de su compostura, el sonido de su voz y la
expresión de su rostro, que todo en ellos, tanto el hombre exterior como el interior,
está absorto en Dios. Los Cartujos muestran un gran desinterés, no queriendo poseer
nada fuera de los límites que se han fijado.

La vida eremítica, -que tanto admiran Guiberto de Nogent y Pedro el Venerable-,


supone muchas penitencias y renuncias, vigilias y abstinencias, pero Las Consuetudines
apenas las mencionan, pues en sí mismas no tienen valor ni importancia. Sólo condimentadas
con la sal de la obediencia cobran sabor e importancia en la vida espiritual. El negarse a sí
mismo en la obediencia es lo que permite abrir el espíritu a la acción de Dios. La obediencia,
con el silencio y la soledad, cierra la puerta al mundo y a sus vanidades, de modo que el alma
puede entregarse más libremente a Dios. Reduciendo el espacio a las apetencias de la carne
se dilata el espacio de la caridad. Hasta las horas dedicadas al descanso están señaladas en las
Consuetudines. El monje se santifica hasta en el sueño, pues va a dormir por obediencia. El
prior se preocupa con solicitud de la salud de los monjes. El cuida del sueño y de la
alimentación, pues un monje enfermo no puede entregarse a la contemplación y demás
ejercicios de la vida eremítica. Con discreción regula el fervor de cada monje para que no
caiga en la tentación de entregarse a penitencias excesivas. El deseo de singularidades lleva a
la indiscrección y a la soberbia más que a la santidad. Sólo la obediencia libra al monje de
esta tentación. La obediencia es, pues, el corazón de la Cartuja. "Como oveja llevada al
matadero" el monje acepta la voluntad de Dios en la obediencia al prior, que según su
criterio, disminuye o aumenta los rigores de la regla. Las Consuetudines "ni siquiera
mencionan la pobreza o la castidad, pues la obediencia las lleva en sí, como la madre lleva en
su seno el hijo".

El monje es "el sabio que tiene los ojos en la cabeza" (Qo 2,14), es decir, en Cristo.
Con los ojos iluminados por la llamada de Cristo (Mt 11,28), camina detrás de él, por él y
hacia él, pues Cristo es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Su corazón susurra
constantemente la oración del salmo: "Llévame por tu camino, para que alcance tu verdad y
se alegre mi corazón con tu vida" (Sal 86,11). Y, con agradecimiento, confiesa: "Me has
tomado con tu mano derecha y me has conducido a tu verdad, introduciéndome en tu gloria"
(Sal 73,23-24). Porque eres el camino me tomaste con tu mano derecha para llevarme detrás

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de ti; porque eres la verdad me has conducido según tu santa voluntad; y, por ser la vida, me
has llevado a ti, haciéndome partícipe de tu gloria.

6. LA GRAN CARTUJA

a) Aires de renovación

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Un monje benedictino insatisfecho pide permiso para dejar su monasterio y ocultarse
en un rincón perdido, pantanoso e insalubre, junto con algunos compañeros. El monje se
llama Roberto, abad de Molesmes, y el rincón perdido, Citeaux, el Císter. Su iniciativa no es
aislada. En el ocaso del siglo XI la vida monástica se encuentra en plena ebullición. Cluny ha
desempeñado un papel fundamental en el gran movimiento de reforma que sacude el mundo
monástico. Bajo su impulso, los monjes se han liberado de la opresión feudal para dedicarse
en libertad a la búsqueda de Dios. Cluny ilumina toda la cristiandad con sus resplandores...
Pero su éxito y notoriedad suscita en muchos el deseo de más ocultamiento y soledad.
Aspiran a una vida más cercana a la pobreza evangélica. Les molesta la prosperidad de
Cluny.

Durante la segunda mitad del siglo XI y comienzos del siglo XII, bajo el gobierno
abacial de san Odilón y de san Hugo, Cluny se convierte en el centro, cabeza y corazón, del
monaquismo occidental. Pero, a pesar de su prestigio, la Orden cluniacense es incapaz de
satisfacer a las almas anhelantes de una mayor penitencia y mortificación. El trabajo
intelectual no puede acomodarse a sus exigencias de ascetismo. A mitad del siglo XI, san
Pedro Damián considera la vida eremítica como la única forma posible de renuncia total al
mundo. Francia, a finales del siglo XI, es ganada por esta corriente eremítica. En todas sus
regiones se produce un fuerte movimiento hacia las ermitas, fundándose diversos monasterios
en los que el trabajo intelectual se sustituye por el trabajo manual, que cansa el cuerpo y,
acompañado de ciertas mortificaciones, acaba por dominarlo.

En pocos años se multiplican las pequeñas fundaciones, que se liberan de la estructura


monolítica de Cluny. Unas nacen y mueren sin dejar huellas. Otras como la cartuja perduran
hasta nuestros días. En todas ellas late el deseo de retornar a la vida eremítica, quizás no en el
sentido estricto, pues la mayor parte de estos monjes viven en comunidad, pero sí anhelan
vivir en el desierto, en el eremo, alejados de todas las conmociones del mundo. En su
búsqueda de Dios sienten la necesidad de soledad, silencio y vaciamiento de todos los
ajetreos vanos del mundo. Uno de estos es Bruno, que aspira a buscar a Dios en absoluta
soledad.

La Cartuja, como el Císter y otras nuevas fundaciones de este momento, se propone


restablecer en su integridad la regla benedictina, en la que Cluny ha introducido muchas
mitigaciones. Los cartujos, en un primer momento, se ponen bajo la dirección de san Roberto,
abad de Molesmes, que, cuatro años más tarde, funda la orden cisterciense. San Roberto, que
ha vivido en contacto con un grupo de eremitas, está convencido de que "en la medida en que
los bienes temporales afluyen al monasterio, en esa medida disminuyen los bienes
espirituales". El aconseja a los monjes, si desean vivir la regla benedictina, que se procuren
por su propio trabajo la comida y el vestido, dejando a los clérigos seculares los diezmos y las
ofrendas. Es algo que Bruno asimila perfectamente.

En los siglos XI y XII casi todas las comunidades monásticas siguen, en forma
diversa, la Regla de san Benito. También Bruno se inspira en ella. Pero la forma de vida que
Bruno implanta en la Cartuja brota de un gran número de fuentes. A la Regla de san Benito
incorpora muchos aspectos de los Padres del desierto, inspirándose en san Jerónimo y en
Casiano. Guigo escribe en Las Consuetudines: "Bruno, como abeja espiritual, seleccionó miel
y cera, de las reglas de san Jerónimo, de San Benito, de san Antonio, de los escritos de San
Bernardo y de otros padres orientales". Así Bruno funde y armoniza la soledad con la vida
comunitaria, logrando el milagro del equilibrio entre oración y trabajo, ordenándolo todo a la

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contemplación de Dios. La contemplación de Dios es la única aspiración que lleva Bruno en
su corazón al retirarse a la vida solitaria. Y este deseo es el que guía toda su vida y la
organización de la vida de sus compañeros.

b) Comunidad de eremitas

En Las Consuetudines se nota la influencia de Casiano, de san Agustín, de san


Cesáreo de Arlés y "de otros escritos de indudable autoridad". Pero todos ellos ensamblados
por la experiencia de la vida de desierto. La Cartuja tiene muy pocos elementos de vida
cenobítica. Pero, aún siendo tan reducidos, ejercen una importante función de equilibrio y de
verificación de la autenticidad de la vida solitaria de los monjes. Es su característica propia:
los cartujos son una comunidad de eremitas. En ella se armonizan la libertad y la obediencia,
la humildad y la caridad, la soledad y la comunión. La simplicidad es el lazo de todas las
virtudes.

Bruno conoce la estima de san Benito por la vida solitaria; aunque escribiera una regla
completamente cenobita, en ella dice:

Los eremitas son quienes, no por buscar un fácil fervor propio de los principiantes,
sino por una prolongada y madura experiencia adquirida en el monasterio, con el
apoyo de los hermanos, se han hecho expertos en la lucha contra el maligno. Bien
ejercitados por la vida comunitaria con los hermanos para luchar después solos en el
desierto, se encuentran ya fuertes y dispuestos para combatir -únicamente con la
ayuda de Dios- contra los vicios de la carne y del espíritu.

El eremita no se retira del mundo con la ilusión de verse libre de las tentaciones. No
va en busca de la paz, sino para enfrentarse al combate contra el maligno cara a cara. Guigo
II, en su escrito El ejercicio de la celda, escribe: "El monje, encerrado en su celda, sabe que
no está libre de tentaciones, pues 'la vida del hombre sobre la tierra es una prueba' (Jb 7,1). A
la soledad le llegan las tentaciones de la carne, del mundo y del demonio, el enemigo antiguo.
La carne le tienta a buscar el placer; el mundo le impulsa a la vanidad y el demonio le tienta
con todo aquello de lo que él está lleno: soberbia, envidia, ira y odio. Sólo unido a Cristo, en
todo contrario al diablo, el monje puede vencer las tentaciones, pues un clavo saca otro clavo.
Si Cristo, con su santidad inefable, llena la mente, el corazón y la vida del monje, no quedará
en él espacio para el maligno.

En Las Consuetudines se describe este combate, advirtiendo que "las tentaciones


espirituales son más difíciles de vencer que las tentaciones carnales. El demonio, vestido de
ángel de luz, tienta al monje, que ha dejado el mundo y sus concupiscencias, con otras
tentaciones más sutiles, llevándole a la vanagloria o al juicio de los demás. Confiando en sí
mismo el monje puede caer prisionero de sí mismo, incapaz de aceptar toda corrección,
matando el amor a Dios y a los demás. La caridad, en cambio, no se engríe, no se jacta y
nunca piensa mal (1Cor 13,4)".

La intención de Bruno es reconstruir la vida de los antiguos monjes. Pero con una
gran originalidad, que consiste en combinar la vida eremítica con la cenobítica. El cartujo es
un eremita que pasa todo el tiempo en soledad y silencio, dueño exclusivo de una celda, que
en realidad es una casa con oratorio, habitación, taller y huerto. Recibe por una ventanilla su
única comida diaria, simple pero suficiente, y un pedazo de pan por la tarde. Otros eremitas
moran a su lado, en casas iguales y se reúnen, silenciosos y casi invisibles bajo sus capuchas,

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para celebrar, dos veces al día y una en plena noche, los oficios divinos. Aparte de una hora
de recreo en común los domingos por la tarde, los eremitas no tienen otros contactos entre sí.

Bruno se siente impulsado a levantar la Cartuja por motivos escatológicos. En la carta


dirigida a su amigo Raúl le Verd dice: "Habito con mis monjes en el desierto, lejos de todo
trato humano, en oración tensa y vigilante, esperando la venida del Maestro, para poder
abrirle en cuanto llame". Esta espera vigilante de la venida gloriosa del Señor seguirá siempre
presente en la vida de los cartujos. En una campana de la Gran Cartuja, ciertamente muy
posterior a Bruno, se podía leer esta inscripción: "El día del juicio final está próximo y ya
cuento sus horas". Este deseo del encuentro con Cristo es lo que ha llevado a Bruno a
recluirse en la soledad. En la soledad, Bruno y sus monjes hacen todo lo posible para que la
venida del Señor no les coja desprevenidos. La espera de la segunda venida de Cristo les
permite superar todos los confusionismos humanos y superar todos los desalientos del
mundo.

La vida de los siete ermitaños transcurre en silencio y soledad y, si se encuentran su


saludo es: Memento mori. Tres días a la semana, ayunan a pan y agua; únicamente en las
grandes fiestas comen dos veces al día; en esas ocasiones, se reúnen en el refectorio, pero de
ordinario cada uno come en su celda, como los ermitaños. En todo reina la mayor pobreza;
por ejemplo, el único objeto de plata que hay en la iglesia es el cáliz. La única dependencia
verdaderamente rica del monasterio es la biblioteca. La tierra es muy poco fértil y el clima, en
cambio es muy inclemente, de suerte que se presta poco para la siembra; lo único que permite
el terreno es la cría de ganado. El tiempo se reparte entre la oración y el trabajo, que consiste
en copiar libros, con lo que se ganan el sustento.

Tal es la vida que llevan, aunque no tienen reglas escritas. Se inspiran en la regla de
San Benito en los puntos en que ésta era compatible con la vida eremítica. Bruno acostumbra
a sus discípulos a observar fielmente este modo de vida. En 1127 Guigo, quinto prior de la
Cartuja, pone por escrito estos usos y costumbres. Sus Consuetudines son todavía hoy el
libro esencial de los Cartujos, la única de las órdenes antiguas que nunca ha sido reformada y
que no ha tenido necesidad de reforma, gracias a su absoluto aislamiento del mundo y al celo
que han puesto siempre los superiores y visitadores en no abrir la puerta a las mitigaciones y
dispensas. La Iglesia considera la vida de los Cartujos como el modelo perfecto del estado de
contemplación y penitencia. Sin embargo, cuando San Bruno se establece en Chartreuse, no
tiene la menor intención de fundar una orden religiosa. Si sus monjes, seis años más tarde, se
extienden fuera de Chartreuse por el Delfinado, ello se debe, después de la voluntad de Dios,
a una invitación que el Papa hace al mismo Bruno y, lo menos que puede decirse, es que
Bruno no tenía el menor deseo de aceptar esa invitación inesperada.

El estilo de vida, que aparece en los testimonios de los primeros tiempos de la


Cartuja, refleja, en determinadas costumbres, la experiencia de Bruno como canónigo de
Reims, la influencia benedictina del tiempo pasado en Sèche-Fontaine y la de Hugo, obispo
de Grenoble. Y, en cuanto a la liturgia, algunas particularidades provienen de la Orden de San
Rufo o de otras Reglas. Sin embargo, el estilo de vida, que Bruno da a la Cartuja, es original,
nuevo y único. La Mystica Theologia, escrita a principios del siglo XIII por el cartujo Hugo
de Balma, sintetiza este nuevo estilo de vida:

Bruno y sus compañeros quieren llevar vida eremítica. Pero una vida eremítica, cuyos
peligros e inconvenientes se vean contrarrestados por elementos de vida cenobítica.

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Bruno desea una vida de eremita en comunidad. Es la novedad de la Cartuja. Bruno
desea vivir en soledad y, al mismo tiempo, contar con los intercambios espirituales y
humanos de la comunidad, con los que se puedan superar los riesgos de la soledad. Por eso,
Bruno lleva seis compañeros. Los dos Maestros, Bruno y Landuino, aseguran al espíritu de
aquellos hombres consagrados a la vida contemplativa un alimento doctrinal sólido y seguro,
bien fundamentado en las Sagradas Escrituras; los dos laicos, Andrés y Guerín, les alivian de
mil cuidados temporales, dejándoles libres para dedicarse completamente a la oración. Estos
laicos, a su vez, participan cuanto pueden en la vida de soledad y oración de los ermitaños. Y
finalmente, Hugo, el capellán, les nutre con los sacramentos.

El clima, sobre todo la nieve abundante y el frío riguroso, obliga a Bruno, para
armonizar las exigencias de la soledad y de la vida comunitaria, a construir las celdas
separadas unas de otras, pero cercanas, comunicándose entre sí y con los lugares comunes
mediante un claustro cubierto: así podrán pasar por él al abrigo de la lluvia y de la nieve.
Según el plan de Bruno, los monjes deben reunirse varias veces al día para el rezo del Oficio
divino, para celebrar el Capítulo en días determinados y asistir al refectorio común los
domingos y días festivos. En concreto, se reúnen en la iglesia para el canto de Maitines y
Vísperas; el resto del oficio lo rezan en privado. Cada ermitaño toma también la comida en su
celda, excepto los domingos y fiestas, que lo hacen en el refectorio, mientras uno de ellos lee
un trozo de la Biblia o de los Santos Padres.

c) Las Consuetudines

A instancias de Hugo, Guigo, quinto prior de Chartreuse, redactará Las


Consuetudines. En este trabajo, la presencia de Hugo, que tan bien ha conocido a Bruno, a
Landuino, a Pedro de Béthune y a Juan de Toscana, es decir, a los cuatro primeros priores,
crea una especie de lazo de continuidad, garantizando la fidelidad de la Orden al pensamiento
original de Bruno. Un manuscrito de un siglo después de su muerte, refleja la influencia de
Hugo, llegando a escribir: "Se puede decir realmente que fue el patrono y fundador de la
Gran Cartuja y de la Orden cartujana; aunque no tuviera la primera iniciativa, en alguna
manera fue su creador". Ya antes Gilberto de Nogent había escrito: "Hace las veces de abad y
de provisor el obispo de Grenoble". Esto no quiere decir que ejerciera de abad en sentido
jurídico o canónico. Pero, como los Cartujos no tienen abad sino priores, el desvelo
extraordinario de Hugo por los Cartujos le mereció el título de abad, pues era para ellos como
un abad.

En Las Consuetudines, Guigo señala lo atrevido de la implantación del primer


monasterio, rogando que "nadie critique la organización material de los Cartujos antes de
haber llevado durante un tiempo bastante largo la vida de celda, entre tan grandes nevadas y
fríos tan rigurosos". A sus ojos, sólo la búsqueda de la vida puramente contemplativa,
justificaba y explicaba la audaz fundación de Bruno y de los primeros Cartujos. Sólo la gracia
de una vocación especial les dio las fuerzas para vivir y gustar la vida en aquel
emplazamiento

La característica propia de la Cartuja es la soledad y el silencio: "Nuestra principal


preocupación y deber es la guarda del silencio y de la soledad en la celda" (c. 14). Pero todo
se debe desarrollar bajo la vigilancia y la dirección del prior de la comunidad: "Aunque sean
muchas las cosas que observemos, se nos vuelven fructuosas sólo por el mérito de la
obediencia" (35,3). Sin embargo, mientras la obediencia es el fundamento de toda Orden
religiosa, "la guarda del silencio, de la soledad y del retiro de la celda" es la característica del

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cartujo, el cual "como el agua a los peces y el redil a las ovejas, así para su salvación y su
vida considera necesaria la celda" (31,1). Hoy los Cartujos celebran diariamente la Eucaristía.
Pero en los comienzos no era así, como escribe Guigo:

Nosotros aquí cantamos raramente la Misa, porque nuestra principal ocupación y


nuestra vocación consisten en aplicarnos en las celdas al silencio y a la soledad, según
el dicho de Jeremías: "Siéntese éste solitario" (Lm 3,28). Y luego en otro lugar:
"Empujado por tu mano me senté solitario, porque me habías llenado de indignación"
(Jr 15,17). De hecho, en los ejercicios de la disciplina regular, nada estimamos tan
fatigoso como el silencio y la quietud. Ya San Agustín decía: "Para los amigos de este
mundo no hay nada más costoso como el no trabajar".

Esta vida de absoluto silencio y de estricta soledad exige en los cartujos un perfecto
equilibrio psíquico: "Nada es más comprometido en los ejercicios de la disciplina regular que
el silencio de la soledad y el retiro" (14,5). Evidentemente se trata de un estado de excepción
particularmente difícil dentro de la misma vida monástica, que supone una resistencia física y
moral. El profano no puede dejar de sentirse impresionado ante la persistencia a través de los
siglos de un género de vida tan contrario al de la mayoría de los hombres, y que ha
permanecido inmutable en una regla que, a diferencia de todas las demás, nunca ha tenido
necesidad de ser reformada, porque nunca ha sido deformada.

El padre oratoniano Charles de Condren dice en relación a la vida de la Cartuja: "Una


morada entre las montañas como la Gran Cartuja no es apropiada para cualquiera; para vivir
en un lugar semejante se necesita una vida totalmente impregnada de espiritualidad. Pero una
vez alcanzado ese paraíso no hay nada más apetecido en esta tierra". Bruno describe este
proceso en el comentario del salmo 130:

El pecador, acogido por el perdón de Dios, le suplica que le sane de todas sus
debilidades, pues el hombre, al dejar el pecado, se siente aún, como enfermo
convaleciente, sin fuerzas para el bien y como inclinado al pecado por las costumbres
anteriores. Necesita que Dios le sane poco a poco y, de este modo, vaya creando
nuevas aptitudes y costumbres en él. (Sal 102). Sólo con la confianza en el Señor se
sentirá inconmovible, estable para siempre, como quien habita en el monte Sión.
Entonces "su conversación está en los cielos" (Flp 3,20), circundado por las manos
protectoras de Dios (Sal 124). Liberado del cautiverio del mundo experimenta la
libertad, pasando del temor al amor. Encendido el amor de Dios se extingue el temor.
Es la vida de quietud en el consuelo del Señor, en la que el llanto se cambia en cantos
de alegría (Sal 125). Ya todo es gracia y paz. De la humildad brota la simplicidad y "el
alma vive en paz y silencio como un niño amamantado en el regazo de su madre" (Sal
130).

Las Consuetudines están esmaltadas de textos bíblicos y, de modo particular, del


Evangelio. Aunque no se citen los textos literalmente, en sus páginas se percibe su espíritu y
su aliento. Y como Guigo no pretende otra cosa más que poner por escrito las costumbres de
la Gran Cartuja, podemos ver en ellas un signo palpable del atractivo que la Sagrada Escritura
ejerce desde los comienzos en Bruno y en los primeros cartujos. Como Bruno en el
Comentario de los Salmos hace continuas referencias a la vida contemplativa, en Las
Consuetudines el proceso es inverso: la vida contemplativa alude sin cesar a la Escritura. El
movimiento es fundamentalmente el mismo: Bruno y los cartujos viven, respiran, actúan
alimentados por la Palabra de Dios. Es el elemento natural de su existencia.

50
Bruno convierte en vida su Comentario de los Salmos, como la sobria paráfrasis del
largo Salmo 118, donde Bruno describe a los "fieles perfectos" como "los hombres que
buscan a Dios de todo corazón", "que purifican su camino siguiendo sus palabras", es decir,
las llamadas apasionadas de Aquel que es "la única fuente de vida", que engendra ese
sentimiento vivo de no ser más que "un peregrino sobre la tierra", aunque en ella se
experimente ya ese gozo de "haber encontrado el camino de la verdad", por lo que el alma
desea "correr por el camino de los mandamientos", "de guardarlos hasta el fin"; de donde
brotan también esas ardientes plegarias "para obtener la gracia de Yahveh", esa plenitud de
entrega a solo Dios. Todo el comentario refleja la atmósfera de la Cartuja primitiva, donde
Bruno y sus monjes exclaman día y noche: "¡Cuanto amo tu ley! ¡La medito a todas horas!".

Bruno busca con todo el alma la soledad, pero no quiere estar completamente solo;
siente impulsos incontenibles de compañía, en primer lugar de Dios. El camino áspero y duro
que le ha llevado a la montaña es un símbolo de la subida a Dios. Este significado de la
fundación de la Cartuja, en lo más escarpado de una cordillera, lo describe Kierkegaard: "No
es fácil la vida del alma; el creyente está siempre al borde de un abismo de 70.000 brazas.
Mientras vive en este mundo, le acechan terribles peligros. Puede, sí, experimentar una
sensación de seguridad, pero siempre, hasta el último momento, está al borde de ese abismo
de 70.000 brazas".

Según Las Consuetudines, al novicio, que "pide la misericordia" de ser admitido en el


eremitorio, se le desanima mostrándole la dureza de la vida que desea. Si se mantiene firme
en su deseo, antes de ser admitido, se le invita a reconciliarse con todos los tengan algo
contra él, a pagar todas las deudas y a desprenderse de todos sus bienes. Sólo se admite a
quien muestra claramente una vocación divina a seguir a Cristo en el silencio y soledad de la
celda. Un signo de esta llamada es una cierta fortaleza de ánimo, buena salud y un carácter
alegre. La melancolía es incompatible con la soledad de la Cartuja.

Una vez admitido, se le asigna un monje como pedagogo que le guía durante una
semana o dos en el rezo del oficio, en la oración solitaria y demás actos y costumbres de la
Cartuja. Con discreción le va introduciendo en la vida eremítica. Antes de admitir a un
novicio se le muestra toda la aspereza de la Cartuja, para ayudarle a discernir el espíritu que
le mueve a tal vocación; pero, una vez admitido, se le trata con suavidad, introduciéndolo
gradualmente en la vida eremítica, ayudándole en sus flaquezas y debilidades, para que no se
escandalice de sus fallos. El mismo prior le visita con frecuencia, le instruye espiritualmente
y anima a confiar en la gracia de Cristo, que le dará la fortaleza para mantenerse fiel en la
vocación a que le ha llamado. Terminado este período de prueba hace su profesión,
"prometiendo estabilidad, obediencia y conversión ante Dios y en presencia del prior de la
casa", arrodillándose ante cada uno de los monjes pidiéndole que ore por él. La estabilidad es
esencial en la Cartuja. En la casa en que ha hecho su profesión pasará el resto de su vida.

d) En la contemplación del misterio de Dios

Para llevar a cabo esta vida, Dios ha conducido a Bruno hasta el desierto de
Chartreuse, como el lugar apropiado: la soledad, la separación del mundo, el número
reducido de ermitaños, la proporción razonable de padres y hermanos es lo que Dios y Bruno
desean y lo que, con su geografía, ofrece y exige la Chartreuse. La vida comunitaria no es una
simple concesión a la debilidad humana, sino que constituye un verdadero enriquecimiento
espiritual y humano. La vida comunitaria crea una santa comunión, uniendo entre sí a

51
personas "de gran mérito, doctrina y santidad", cuyo prototipo es Bruno. En su pecho, como
en el arca de la alianza, lleva a Jesucristo, la sabiduría eterna del Padre eterno. El Espíritu
Santo, con piedras vivas, se ha preparado en la Cartuja el santuario donde habitar sin ser
contristado.

Tres rasgos caracterizan al cartujo que quiere Bruno: la contemplación debe nutrirse
en la fuente de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres; y, a su vez, el conocimiento de la
Escritura y de los Santos Padres debe encontrar su estímulo en la contemplación. El
conocimiento lleva al amor y el amor lleva al conocimiento. El cartujo vive, en su mente y
en su corazón, el misterio de Dios. Y el misterio de Dios da a la vida del cartujo su carácter
de absoluto, de totalidad, de plenitud, de radicalidad. Ha descargado el peso de su vida en
Dios, sabiendo que él le sustentará (Sal 44,23). Cada día confiesa: "Yo soy pobre y
desdichado, pero el Señor piensa en mí; tú, oh Dios mío, eres mi socorro y mi salvador" (Sal
39,18).

Estas condiciones de vida nos hacen suponer que Bruno y sus compañeros no tienen
la mínima intención de fundar una nueva Orden. Ellos son un pequeño grupo de solitarios con
unas condiciones y exigencias únicas; ellos no piensan que esa vida que inauguran pueda
continuar mucho después de ellos y menos en que su estilo de vida se extienda fuera de
Chartreuse. La originalidad del lugar y del estilo de vida, con su amor al silencio, a la
humildad, al olvido y a la abnegación total, no les induce a multiplicar su experiencia en el
espacio y en el tiempo. La primera generación de cartujos viven y mueren sin otra intención
que la de vivir como verdaderos ermitaños contemplativos. Pero el Señor, siempre fiel a sus
obras, tiene otros designios. Como reconocen los cartujos modernos:

Habían venido a buscar puramente a Dios en el desierto de Chartreuse. No adivinaban


la obra que Dios preparaba a través de ellos y, sin darse cuenta, personas,
acontecimientos y cosas modelaron la organización de sus vidas de tal modo que la
Orden de los cartujos nacería luego de este primer germen, con su carácter específico.
No preveían que su humilde género de vida era el débil hilillo de agua destinado a
convertirse en un gran río.

Probablemente, al principio, ni siquiera se ligaron con la profesión formal de unos


votos, aunque ya en Las Consuetudines, Guigo describe la profesión de un novicio. Tanto la
fórmula de los votos como la ceremonia son de una sobriedad y sencillez absoluta. La
fórmula de los votos es esta:

Yo N. prometo estabilidad, obediencia y conversión de mis costumbres, ante Dios y


sus santos y las reliquias de este yermo, construido en honor de Dios, de la
bienaventurada siempre Virgen María y de San Juan Bautista, en presencia de Don N.,
prior.

Luego, en la ceremonia, el prior bendice al novicio postrado a sus pies. La fórmula de


bendición se remonta a varios siglos antes; pero es importante su elección entre las cinco
fórmulas en uso entre los monjes, pues es la más inspirada en la Escritura y la más espiritual:

Señor nuestro Jesucristo, Camino fuera del cual nadie llega al Padre: imploramos tu
clemencia benignísima para que guíes por la senda de la disciplina regular a este
siervo tuyo, alejado ya de los falsos atractivos del mundo. Y ya que te dignaste llamar
a los pecadores, diciendo: "Venid a mí los que estáis agobiados con trabajos y yo os

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aliviaré", haz que de tal modo resuene en sus oídos la voz de esta invitación que,
viéndose libre del peso de sus pecados, sienta también el atractivo de tu dulzura y
merezca sentarse a tu mesa. Dígnate también admitirlo entre tus ovejas para que él te
reconozca a ti y no siga a otros pastores, ni escuche su voz, sino la tuya que dice: "Si
alguno me quiere servir, que me siga". Tú que vives y reinas...

Las dos fórmulas reflejan, como todas Las Consuetudines, el espíritu de Bruno y de
los primeros cartujos. De ellos procede, ciertamente, el detalle de la fórmula de los votos,
cuando señala que el yermo ha sido construido "en honor de Dios, de la bienaventurada
siempre Virgen María y de San Juan Bautista". Dios, la Virgen María, modelo perfecto del
alma unida a Dios, y Juan Bautista, el precursor, el hombre del desierto por excelencia,
marcan la orientación profunda de la espiritualidad que Bruno ha dado a la Cartuja.

La Providencia hizo converger en la soledad del desierto de Chartreuse la intención de


Bruno, las vocaciones personales de sus compañeros y hasta los deseos íntimos de Hugo para
lograr la armonía perfecta de la Gran Cartuja. Bruno, en efecto, cree que ha alcanzado el
puerto suspirado. Durante seis años goza de esa vida, que considera la más santa, la más
consagrada a Dios y también la más eficaz en un mundo en el que la misma Iglesia,
demasiado comprometida en los intereses políticos y temporales, se corrompe. En el silencio
de Chartreuse, en la soledad llena de Dios solo, Bruno cree haber entrado ya en el preludio
del cara a cara eterno con Dios.

Pero los designios de Dios sobrepasan los pensamientos más santos de los hombres
como el cielo a la tierra. Dios le tiene preparado una soledad más profunda y purificadora que
la soledad del desierto: la soledad de la obediencia y del don de su razón y de su persona a
aquellos que él no ha elegido, sino que se los ha escogido el Señor mismo. La palabra de
Jesús a Pedro se cumple también en Bruno: "Otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras
ir" (Jn 21,18).

7. UN DIA EN LA CARTUJA

a) Solo con Dios solo

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En lo esencial las Cartujas actuales no se diferencian mucho de las del tiempo de
Bruno: "Cartusia numquam reformata, quia numquam deformata". La Cartuja es la única
Orden antigua que nunca se ha reformado, porque nunca se ha deformado. Esto gracias a una
constante reforma interna, que elimina en su mismo brotar las tendencias a cambiar los
principios originales. Podemos, pues, describir la vida diaria de Bruno y de sus compañeros
asistiendo en una cartuja actual al desarrollo de su jornada. La regla de los cartujos, redactada
unos treinta años después de la muerte de Bruno, alrededor de 1130, no hace sino codificar
costumbres anteriores.

La Cartuja, hoy como en tiempos de Bruno, es un santuario para quienes no buscan


más que vivir solos con Dios solo, en él y para él. En la Cartuja se vive según dos modos
diversos, aunque similares y complementarios. Por un lado están los padres o monjes
sacerdotes; y, por otro, están los hermanos o monjes que no reciben la ordenación sacerdotal.
En el pasado, se decidía una u otra forma de vida según el grado de instrucción. Quien tenía
una preparación suficiente para realizar los estudios teológicos elegía el sacerdocio; los que
carecían de preparación intelectual elegían el estado de hermanos conversos. Hoy, la elección
de uno de estos dos estados depende de la vocación personal de cada uno; quien se siente
llamado a una vida de soledad más rigurosa elige el estado sacerdotal; quien se siente
llamado a una vida con mayor espacio de actividad, elige el estado de hermano. Pero
sacerdotes y hermanos forman una única familia.

Cuando decimos que el monje pasa casi toda su vida en la celda hay que precisar lo
que se entiende por celda. Esta es en realidad un pequeño eremo. Cada celda tiene dos pisos.
Se acede a ella por una puerta que da a un claustro. Cada eremo está construido de tal modo
que desde ninguna de sus ventanas se ve otro eremo. En cada celda la soledad del monje es
total. Sobre la puerta de muchas celdas se lee esta frase: "Nuestra conversación está en el
cielo".

La celda de un cartujo es su Belén, donde él inicia una vida nueva; su Nazaret, donde
mora en el silencio de su vida oculta; es también su Calvario, donde la obediencia no cesa de
proponerle el sacrificio de la cruz. Es el lugar donde Dios y su siervo viven en perenne
comunión.

En el piso bajo se encuentra la leñera, para encender el fuego durante el invierno, y


junto a ella hay una habitación con un banco e instrumento de carpintería, pues el cartujo no
olvida que Jesús fue carpintero. Cada eremo tiene también un pequeño huerto cercado, donde
el ermitaño puede pasear y trabajar sin salir de su soledad.

En el piso de arriba, al que se sube por una rampa con toscas gradas, hay diversos
ambientes. En primer lugar hay una pequeña antecámara con una estatua de la Virgen María,
a quien el monje saluda con un Ave María cada vez que pasa delante de ella; éste es el lugar
de trabajo. Desde él se pasa a la verdadera celda, que sirve al monje de dormitorio, de sala de
estudio y de oratorio. Desde ella, a través de un corredor, se accede a un pequeño cuarto de
baño. Todo el mobiliario es simple: mesa y silla, reclinatorio, cama con colchón de paja,
mantas de lana y una almohada de crines, y una estufa de leña.
En medio del frío de la Gran Cartuja Las Consuetudines asignan a cada monje dos
túnicas gruesas de pieles lo mismo que una cubierta de paño grueso para la cama. Todo es
tosco y pobre, pero al monje no le falta nada en su celda para vivir en ella, sin tener que
abandonarla para buscar una aguja, un botón, hilo o unas tijeras, una olla, sal o fuego, tinta,
plumas o regla o cualquier instrumento de carpintería o de otro arte que necesite. Dispone

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también de libros para leer o copiar. La escritura era el oficio principal, "pues no pudiendo
predicar con la boca, predicamos con las manos". Escribiendo o transcribiendo los libros de
otros, el monje se hace heraldo de la verdad.

En cuanto al vestido, si bien no se tienen en cuenta la vanidad o voluptuosidad, sí se


mira a la necesidad y utilidad, según las distintas ocupaciones. El monje vive en pobreza y
humildad, pero no en la miseria. Las Consuetudines hablan de la urbanidad como forma de
caridad de unos para con otros. Esta caridad se ejerce igualmente en la ayuda que se prestan
en todas aquellas cosas en que uno no se basta a sí mismo, como cortarse el pelo u otros
servicios semejantes. Con humildad y jovialidad se ayudan unos a otros.

Al aceptar a uno en el eremitorio y después del tiempo de prueba, el prior ora sobre el
novicio: "Señor Jesucristo, tú que eres la única vía que conduce al Padre, ten piedad de este
siervo tuyo y, liberándolo de los deseos carnales, llévalo por el camino de la obediencia; tú
que te has dignado llamar a los pecadores diciendo: 'venid a mí cuantos estáis cansados y yo
os daré descanso', reconócelo como una oveja de tu rebaño para que él te reconozca como su
pastor y no escuche ni siga la voz de los extraños".

Desde este momento viste la cogulla, vestido de inocencia y humildad, signo exterior
de su deseo de revestirse de Jesucristo. La cogulla es el vestido talar superior al que se
adhiere la capucha; tanto por delante como por detrás, cuando el monje está en público o de
pie, forma una cruz. Ceñido por la cruz de Cristo, renuncia a todo lo demás. Todo lo que es
propio del mundo lo considera ajeno. Cuanto reciba, precioso o vil, no le pertenece; lo
entrega, pues, al prior. Y, sobre todo, a partir de la profesión, entrega enteramente al prior su
mente y voluntad. La obediencia es la sepultura de la propia voluntad para que germine la
humildad. Alcanzado por Cristo, como Pablo, "aunque tiene lo ojos abiertos, nada ve,
dejándose llevar de la mano por otro" (Cf. Hch 9,8). Pues Dios "no se complace en los
holocaustos o sacrificios, sino en la obediencia a su palabra" (1S 15,22).

b) Las horas del día

La oración llena las horas del día y de la noche del eremita. Las Consuetudines le
marcan el ritmo y la forma de oración: "Cuando ores, sea en la soledad de la celda o en el
coro de la iglesia, pon ante los ojos de tu corazón a quién oras, mediante quién oras, qué oras
y quién eres tú que oras. Oras al Padre y lo haces mediante el Hijo, el mediador entre el Padre
y los hombres, o mejor, abogado nuestro ante el Padre. No te presentes al Padre sin tu
abogado, ora siempre en su nombre y serás escuchado. Y no gastes palabras inútiles y vanas,
piensa en lo que oras. Cuando lees, cantas los salmos o escuchas al lector o cantor, que tus
labios y tus oídos estén en sintonía con tu mente y tu corazón. Y nunca olvides quién eres tú
que oras. Tú, ante Dios, eres siempre un pecador. No te presentes ante él como el fariseo, sino
como el publicano, que se postra en un ángulo y, sin atreverse a levantar los ojos al cielo, se
golpea el pecho e implora perdón. Si oras como él serás escuchado y justificado. El Señor no
escucha lo que dicen los labios, sino el grito callado del corazón. Si desahogas con verdad
ante el Señor el dolor de tu corazón él te escuchará como escuchó a Ana, que, gimiendo,
desahogaba el dolor de su corazón, mientras sus labios se movían sin que se oyera su voz (1S
1,13ss)".

La jornada comienza a las 22,45. El monje se levanta de su austera yacija para rezar el
Oficio parvo de la Virgen. Luego, tras una media hora de oración silenciosa, atraviesa los
claustros y se dirige a la iglesia del monasterio. La iglesia está en una casi absoluta oscuridad;

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la única luz proviene de la lámpara del sagrario y de las débiles lámparas del coro. Después
de un tiempo de profundo silencio, comienzan los cantos de la larga vigilia nocturna de
Maitines y Laudes. La solemnidad de las fiestas se subraya con el número de candelas que se
enciende.

El canto, con sus austeras modulaciones, se eleva en primer lugar como glorificación
a Dios y después desciende y se hace súplica humilde. A veces parece un canto roto por los
gemidos y sollozos de arrepentimiento. Los salmos se cantan según la sobria melodía
gregoriana, que imperceptiblemente penetra en lo profundo y enciende el espíritu de los
monjes.

Más lento, con un tono más bajo y menos melismático que el canto benedictino, el
canto se hace más espiritual, cala más hondo en el espíritu. La sobriedad le hace más
penetrante. Es el canto puro, sin acompañamiento del órgano o de otros instrumentos. En la
gran vigilia de Maitines y Laudes, durante unas dos o tres horas de oración, baja el cielo a la
tierra y sube la tierra al cielo. Los Maitines consisten en dos o tres "nocturnos", con seis
salmos o cánticos cada uno. A los salmos sigue la lectura de la Escritura y de los Santos
Padres; y en los domingos y festividades se añade la lectura de un texto del Evangelio. En el
curso de cada semana se cantan los 150 salmos y cada año, parte en la iglesia y parte en el
refectorio, se proclama toda la Escritura.

Terminada la vigilia nocturna, hacia la una y media o dos de la mañana, los monjes
vuelven a su celda y, después de recitar unas breves plegarias, se acuestan hasta las 5,45,
cuando se levantan para recitar, cada uno en su propia celda, la hora Prima del Oficio,
precedida del Oficio parvo de la Virgen María. El rezo del Oficio parvo de la Virgen precede
el rezo de cada hora del Oficio divino. Con ello, según se lee en los Estatutos, "los monjes
celebran la eterna novedad del misterio de María que engendra espiritualmente a Cristo en
sus corazones".

La hora de Prima abre el tiempo de la lectio divina y de la meditación, porque "es un


deber para el monje meditar asiduamente las sagradas Escrituras, hasta hacerlas parte de su
ser". Para ello cada monje puede elegir el método y forma de meditación que le parezca más
conveniente.

A las siete de la mañana deja, por segunda vez, la celda para participar con toda la
comunidad en la Eucaristía, que se celebra en la iglesia del monasterio. La Eucaristía diaria
se introdujo aproximadamente un siglo después de la fundación de la Cartuja. En ella "la
humilde ofrenda de la vida en el desierto es asumida por la ofrenda de Cristo para gloria de
Dios Padre".

La Eucaristía, como toda la liturgia de la Cartuja, es cantada y tiene su rito propio. Se


celebra con simplicidad cartujana, sin ningún fasto ni ornamentos superfluos. La asamblea se
une al celebrante desde el coro, mediante el canto sobrio y los largos silencios de oración
interior. El celebrante está solo en el altar, orando con los brazos extendidos en forma de cruz.
Después de la Eucaristía, cada monje vuelve a su celda, donde permanece hasta la
hora de Vísperas. En la celda recita la hora Tercia y se dedica a la lectura espiritual, al
estudio, a la profundización de la teología, de la espiritualidad o de la sagrada Escritura,
porque estas ciencias "sabiamente ordenadas dan una formación más sólida al alma y ofrecen
el fundamento de la contemplación de las realidades celestes".

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Entre las diversas ocupaciones a que se dedica el cartujo está la transcripción de
códices y también la composición de libros, para que "los hombres, arrepentidos de sus
pecados y vicios, entren en deseos de poseer la patria celeste" (Con. 28,4). "Ya que no
podemos predicar con la boca, tenemos que hacerlo por lo menos con las manos" (ibid). El
mismo san Bruno escribió un pequeño tratado sobre el Desprecio del mundo,5 en el que
deplora la obcecación de los hombres que se olvidan del último fin y exalta la felicidad de los
que aspiran a las cosas celestiales. Compuso también un Comentario de los salmos y otro de
las epístolas de san Pablo6. Se conocen también dos breves cartas suyas: una a Raúl le Verd y
la otra a sus hijos de la Gran Cartuja.7

El monje puede dedicarse también a algún trabajo manual. A las diez y media,
advertido como siempre por el toque de la campana, cada uno reza en soledad la hora Sexta.
A continuación recibe la comida, que le lleva un hermano a través de una ventanilla, situada
junto a la puerta que da sobre el claustro. Después de la comida, el monje dispone de un
tiempo para realizar diversos trabajos, que le sirven como distensión, pues, como escribe
Bruno en una de sus cartas, "el arco si está tenso continuamente, se afloja y pierde sus
cualidades".

A la una y media repica de nuevo la campana de la iglesia, para anunciar la hora de


Nona. Las horas del Oficio divino, aunque se recen en la soledad de la celda, lo hacen todos
al mismo tiempo y con las mismas ceremonias, de modo que "el convento entero se convierte
en una única alabanza de la gloria de Dios".

Después de Nona, el monje puede disponer libremente de su tiempo para realizar


cualquier trabajo que le parezca útil, como cultivar su pequeño huerto, cortar la leña para la
estufa, lavarse sus ropas, hacer la limpieza de su eremo o efectuar algún trabajo de carpintería
o cualquier otro trabajo según sus gustos o capacidades personales. El monje, "sujeto según el
espíritu de su vocación a la ley divina del trabajo, huye del ocio que, según los ancianos, es
enemigo del alma. Por ello se aplica humilde y diligentemente a todas las ocupaciones
exigidas por la necesidad de una vida pobre y solitaria, de modo que cada cosa se ordene al
servicio de la contemplación divina a la que se ha consagrado totalmente".

Al trabajo manual dedican un tiempo en la mañana y otro en la tarde, sin que esto
signifique dejar la oración, según las palabras del Señor: "Conviene orar siempre, sin
interrupción". En estas horas alterna las actividades manuales y las intelectuales, realizadas
sin precipitación, sino con la serenidad de quien estudia y se dedica a las cosas de Dios más
para desarrollar el sentido del misterio, de la transcendencia de Dios mismo que por la
curiosidad de acumular conocimientos e ideas.

Hacia las cuatro de la tarde el monje toma su cena. Mientras la comida es abundante,
la cena por lo regular es muy frugal. Según la antigua tradición monástica, durante varios
meses, consiste únicamente en pan y una bebida. Después de cena recita el Oficio parvo de la
Virgen y sale, por última vez, de la celda para unirse a sus hermanos en el canto de Vísperas.
La gran campana de la Iglesia anuncia la hora de Vísperas a las cinco de la tarde. Según van
entrando en la iglesia, cada monje tira de la cuerda de la campaña y se dirige a su lugar,
donde se sitúa ante los voluminosos, magníficos y antiguos libros de coro; tanto las letras

5 PL 153, 659.
6 PL 152-153.
7 PL 152,418-420.

57
como la música son tan grandes y claras que pueden leer perfectamente varios monjes en un
mismo libro. Las Vísperas comprenden un himno, cuatro salmos y la Salve Regina.

Cantadas las Vísperas, el monje vuelve a su celda donde aún pasa unos tres cuartos de
hora en oración, leyendo y meditando. A lo largo del día, en recuerdo de la encarnación de
Cristo, ha rezado el Angelus en la mañana, a mediodía y en la tarde. Aún recitará un cuarto
Angelus después del Oficio de Maitines. A las siete recita Completas y se va a dormir.8

Cada sábado, después de nona, se reunen en el claustro; es el tiempo dedicado a la


instrucción, a hablar de las cosas útiles. Las Consuetudines dicen: "Es propio del monje
sentirse más inclinado a ser enseñado que a enseñar. La humildad cierra la boca y abre el oído
del corazón para escuchar la palabra de Dios y de los demás. La humildad, raíz de toda
ciencia y virtud, es el canal que empalma al hombre con la fuente de la gracia de Dios". Este
es el momento de pedir plumas, pergaminos para leer o copiar; y también de pedir al cocinero
las legumbres, la sal y demás cosas necesarias para prepararse el alimento en la celda; y
también es el momento de las confesiones: "Confesamos nuestros pecados al prior o
cualquier otro confesor".

c) El ejercicio de la celda

Guigo II nos ha dejado un escrito con el título De exertitio celdae, en el que nos
describe la vida del monje en la celda, "el solo que no está solo". La vida del monje encerrado
en su celda es fecunda de frutos de vida eterna, pues está regada por las aguas de los cuatro
ríos del paraíso (Gn 2,10-14). Según Guigo II estos cuatro ríos son los cuatro ejercicios que
practica el monje en la celda. Las aguas del Pisón riegan el alma con las Palabras de la
Escritura, el Guijón con la meditación interior, el Tigris con la devoción de la oración y el
Eufrates con las acciones de nuestras manos, que nos libran de la ociosidad, enemiga del
alma.

El monje, invitado por Cristo, levanta los ojos a los campos de mies del reino Dios y
ve que ya blanquean para la siega (Jn 4,35). En el silencio de la celda escucha la voz del
amado que le dice: "Levántate, amada mía, ha pasado ya el invierno, han cesado ya las
lluvias, álzate y mira si aparecen ya las flores en la tierra, si le higuera ha echado ya sus
yemas y si las viñas en cierne exhalan su fragancia" (Ct 2,10s). Despertado por la voz de
Cristo, el monje abandona solícito el lecho del placer y se levanta para regar el jardín con las
aguas del paraíso: la lectura, la meditación, la oración y el trabajo manual. Son los cuatro
ejercicios en que transcurren las horas de cada día.

La oración envuelve toda actividad, pero necesita de la lectura para conocer los
designios de Dios, de la meditación para que la voluntad de Dios cale hasta lo más íntimo de
su ser y de la acción de sus manos, para vencer el torpor y las perturbaciones interiores.
Mientras lee, el monje tiene el oído en la boca de Dios; mientras ora, el monje tiene su boca
en el oído de Dios; mientras medita, se unen en el corazón el Espíritu de Dios y el espíritu del
monje; en la meditación va rumiando los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que van
aflorando a su memoria, uno tras otro, según lo que el Espíritu desea comunicarle. Y con el
trabajo, Dios y monje se recrean el uno en el otro. Así el monje, que vive solo en la celda,
nunca está solo.

8 El horario descrito puede variar según las exigencias de las distintas comunidades, pero
siempre es idéntica la sucesión de las ocupaciones descritas.

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La meditación de la Palabra leída no sólo se ilumina a sí misma con otras Palabras,
sino que penetra como una espada de doble filo en la intimidad de la vida del monje,
iluminándole su vida. Lo primero que saca a la luz es el pecado y maldad de su existencia. De
este modo la Palabra penetra cada vez más hondo, golpea, hiere y descubre hasta los más
ocultos pensamientos y sentimientos, engendrando la compunción hasta provocar las
lágrimas. El dolor de corazón pone los cimientos de la vida espiritual sobre la humildad. Pero
Dios no deja que el hombre, flagelado por la amargura y la tristeza, caiga en la desesperación
y le muestra la dulzura de su clemencia y misericordia para con el pecador.

La meditación de la Palabra lleva siempre a Cristo, Palabra encarnada, enviada por el


Padre, "que no perdonó a su hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros" para
reconciliarnos con él. En la sangre de su Hijo nos ha lavado de nuestros pecados. Cristo
mismo nos ha amado tanto que por nosotros tomó nuestra carne de pecado, para crucificarla
en la pasión y destruir el pecado con su muerte. Esa carne entregada por nosotros y esa sangre
derramada para nuestra salvación nos la entrega en la Eucaristía para hacernos partícipes de
su victoria sobre el pecado y la muerte, sellando definitivamente en su sangre nuestra alianza
con Dios. Así el monje experimenta que donde abundó el pecado sobreabundó la gracia. La
miseria del hombre y la misericordia de Dios se abrazan en Cristo.

Iluminado el propio pecado y experimentada la bondad de Dios en el perdón, en el


alma del monje brota un fruto sorprendente: la piedad y compasión por los pecadores. Se
siente movido desde su interior a compadecer y consolar al pecador en lugar de juzgarlo.
Abiertos los ojos sobre sí mismo, descubre la viga de su ceguera y el pecado u ofensas de los
demás le parecen una simple pajita de nada. La maldad propia le lleva a la comprensión de
los demás. Nadie es peor que él; él no es mejor que nadie. Si goza del amor de Dios es por
pura gracia.

El monje, salvado de las aguas de muerte del mundo y trasladado a la quietud de la


celda, es un nuevo Moisés, llamado a subir al monte para que, sentado sobre la piedra, que es
Cristo, levante sin cesar sus manos en oración (1Ts 5,17), intercediendo por todo el pueblo,
amenazado por el enemigo Amalec. Pero, para que su oración sea escuchada, necesita "elevar
a Dios unas manos puras, sin ira ni contiendas" (1Tm 2,8). El Señor nos dice: "Cuando os
pongáis de pie para orar, perdonad, si tenéis algo contra alguno" (Mc 11,25). Esta es la
primera condición para que Dios acepte la oración: perdonar al enemigo, y no de palabra y
con la boca, sino "de corazón" (Mt 18,35). El verdadero monje, adoctrinado por Pablo, es el
que puede decir: "me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las
persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es
cuando soy fuerte" (2Cor 12,10). Y no sólo acepta las injurias, sino que busca la
reconciliación con quienes están ofendidos con él: "Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar
te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante
del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda
(Mt 5,23-24). Y si el hermano está ausente y no es posible reconciliarse corporalmente con él,
entonces hazlo en tu corazón ante el Padre, que ve en lo secreto de tu corazón y del de tu
hermano. Ve en tu corazón hacia tu hermano y, con toda humildad y sinceridad, póstrate ante
él, y pídele insistentemente perdón de todo aquello en que puedas haberle ofendido.

Esta comprensión de los demás no le lleva, sin embargo, a aprobar el mal que ve en
los hermanos, dejándoles en el pecado. El Señor, rico en misericordia, reprende y corrige al
pecador, para que se convierta y viva. Por boca del profeta Isaías reprocha "a los que llaman
al mal bien y al bien mal; a los que consideran oscuridad la luz y la luz oscuridad; y a los que

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dicen amargo a lo dulce y dulce a lo amargo" (Is 5,20). La adulación no es amor al hermano.
La corrección, en cambio, aunque sea más costosa, es la verdadera expresión del amor.

La vida del monje es vida de oración, pero también él experimenta que no sabe orar si
"el Espíritu no viene en ayuda de su flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar
como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que
escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de
los santos es según Dios (Rm 8,26-27). Sólo el Espíritu puede derramar en el corazón lo que
proclaman los labios, mientras canta los salmos. Sin la ayuda del Espíritu escucharía el
reproche del Señor: "Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí"
(Is 29,13).

La celda es el puerto seguro donde se refugia el monje. Pero al monje, en la soledad y


silencio de la celda, le amenaza un peligro mortal, que Guigo II define como "inercia,
desaliento de espíritu, tedio del corazón". En un momento, sin saber cómo ni porqué, el
monje pierde la suavidad habitual y empieza a sentir fastidio de sí mismo. La dulzura de su
vida se vuelve amargura; las lágrimas de compunción o ternura se agotan y todo en su vida es
sequedad. Le pesa hasta el alma, no gusta la lectura, no es capaz de meditar y la oración se le
hace una carga insoportable. De la alegría, solicitud y quietud espiritual, que envolvían y
adornaban su vida, no queda ni el recuerdo. En su lugar brota la ociosidad, el perder el tiempo
en fantasías vanas y la desgana para toda actividad.

¿Como salir de este estado de muerte? Guigo recomienda buscar la ayuda de los
santos, pues con el testimonio de su vida es posible vivir la palabra de san Pedro: "poned el
mayor empeño en añadir a vuestra fe la virtud, a la virtud el conocimiento, al conocimiento la
templanza, a la templanza la tenacidad, a la tenacidad la piedad, a la piedad el amor fraterno,
al amor fraterno la caridad. Pues si tenéis estas cosas y las tenéis en abundancia, no os
dejarán inactivos ni estériles para el conocimiento perfecto de nuestro Señor Jesucristo.
Quien no las tenga es ciego y corto de vista; ha echado al olvido la purificación de sus
pecados pasados. Por tanto, hermanos, poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación
y vuestra elección. Obrando así nunca caeréis" (2P 1,5-10).

La contemplación de los santos lleva al Santo de los santos, a Jesucristo, cabeza suya
y de todos los elegidos. Y con los ojos en la cabeza recupera la sabiduría, "pues el sabio tiene
los ojos en la cabeza" (Qo 1,14). Con los ojos puestos en Cristo contempla de nuevo la gloria
del Señor, participando de ella, según la oración del mismo Cristo: "Padre, quiero que los que
tú me has dado estén también conmigo donde yo estoy, para que contemplen mi gloria, la que
tú me has dado" (Jn 17,24). Contemplando la gloria del Señor, rodeado de todos los santos,
vence su inercia y recobra la alegría de su vocación. Despertado Jesús, se calma la tempestad
y la nave vacilante del corazón, sacudida por el viento, goza de nuevo de la paz y,
maravillado, proclama: "¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?" (Mt
8,24-28).

d) Los hermanos conversos

Desde el principio los cartujos han admitido hermanos laicos, que desempeñan los
trabajos necesarios para toda la comunidad. Durante muchos años vivieron en un edificio
separado. En la Gran Cartuja ese edificio estaba a los pies de la falda de la montaña. Hoy,
padres y hermanos se encuentran unidos; todos son considerados monjes y viven en el mismo
monasterio. Su vida es muy similar, aunque los hermanos transcurren mucho más tiempo

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fuera de la celda, ocupados en las distintas actividades necesarias para la buena marcha de la
comunidad. Los hermanos se encargan de la cocina, del huerto y de los campos de cultivo;
ellos cortan la hierba y los árboles para procurar la leña de las estufas; se encargan de reparar
los muros y blanquear las paredes. También se ocupan de cuidar a los monjes enfermos.

Las horas empleadas en estos menesteres no son nunca las horas dedicadas al Oficio
divino, al sueño, a las comidas, en las que hermanos y padres coinciden. Todo hermano, sin
embargo, dedica de cinco a seis horas al trabajo en servicio de la comunidad, es decir, en las
llamadas "obediencias", pues los diversos trabajos que realizan les son asignados por el
procurador, que tiene en cuenta las capacidades de cada uno y las necesidades del monasterio.

Ocupado en estas actividades, el hermano no puede permanecer en oración dentro de


la celda tanto tiempo como los padres. Sin embargo, ofrece el trabajo de su jornada a Dios y
al monasterio, que para él es la morada del Señor. El reza silenciosamente en la celda interior
de su corazón durante el trabajo, que realiza en soledad y, en su mayor parte, en silencio.
Pero, cuando dos monjes o hermanos conversos realizan un trabajo común, entonces pueden
hablar entre ellos siempre que el trabajo lo requiera. Con los padres participan cada día en el
oficio de Maitines y en la Eucaristía, y los domingos y días festivos también en las Vísperas.
Los demás días es facultativa su participación en las Vísperas de comunidad.

Los hermanos conversos, dedicados a los trabajos manuales fuera de la celda, no se


preparan por sí mismos la comida, sino que se la prepara a todos el cocinero. Haciendo lo que
se les encomienda y aceptando lo que se les da los hermanos viven siempre en obediencia.
Sin embargo, los hermanos también toman la cena en sus respectivas celdas, donde
permanecen desde las seis de la tarde hasta la hora de la Vigilia nocturna y, si el trabajo no les
apremia, también en otros momentos del día.

Lunes, miércoles y viernes son días de ayuno para los monjes, en los que se contentan
con tomar pan y agua, y sal el que lo desea. Los demás días comen legumbres y otros
alimentos que les proporciona el cocinero; beben también vino; y el jueves reciben queso,
huevos o pescado si algún benefactor se lo proporciona. En las comidas en común de los días
festivos toman además ensaladas y fruta. El pan y el vino, que cada monje recibe para toda la
semana, si le sobra algo, el sábado lo deja fuera de la ventana para que lo recoja el cocinero.
En cambio, los ayunos de los hermanos son menos duros y, si tienen trabajos duros que
realizar, pueden hacer hasta la primera colación.

Todos los años, cada hermano, libre de sus "obediencias", vive un "retiro" durante
ocho días, que pasa en paz y soledad en su celda. Además, los domingos y días de fiesta, más
un día al mes, si lo desea, puede quedarse en su celda en recogimiento durante todo el día.

El hermano, aunque no recibe la ordenación sacerdotal, es un monje como los padres,


haciendo los mismos votos. Los Estatutos dicen:

Los hermanos, imitando la vida escondida de Jesús de Nazaret, cuando desempeñan


los trabajos cotidianos de la casa, glorifican a Dios en sus obras.

Los padres, con la fiel observancia de la soledad, confieren a la cartuja su


característica particular, aportando ayuda espiritual a los hermanos y recibiéndola al
mismo tiempo de ellos.

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Los hermanos, cuando no están ocupados en la iglesia en los Oficios divinos o en las
obediencias del trabajo, retornan siempre a la celda como al puerto más seguro y
tranquilo. Allí permanecen en quietud y, en cuanto les es posible, sin hacer ningún
rumor, siguiendo fielmente el horario fijado para los ejercicios y haciendo cada cosa
en la presencia de Dios, en el nombre del Señor Jesucristo y, por medio de él, dando
gracias a Dios Padre. En la celda se ocupan en la lectura y la meditación,
principalmente, de la Sagrada Escritura, que es el alimento del alma; o se dedican a la
oración.

El recogimiento interior durante el trabajo conduce al hermano a la contemplación.


Para ello, el hermano puede recurrir, durante el trabajo, a recitar breves oraciones,
"como jaculatorias", y hasta, a veces, interrumpir su actividad durante unos momentos
de oración.

La vida de los hermanos se orienta sobre todo a la unión con Cristo para permanecer
en su amor. Por ello, tanto en la soledad de la celda como durante sus actividades, se
aplican con todo el corazón, sostenidos por la gracia de su vocación, a tener a Dios
siempre presente en el espíritu.

En el propio ámbito de soledad, los hermanos proveen a las necesidades materiales de


la casa, que en modo especial les son confiadas a ellos. Gracias al servicio de los
hermanos, los monjes del claustro pueden dedicarse con mayor libertad al silencio de
la celda. Padres y hermanos, haciéndose conformes a Aquel que vino no para ser
servido, sino para servir, expresan -cada uno a su modo- la riqueza de una vida
consagrada a Dios en la soledad. Estas dos formas de vida, en la unidad del mismo
cuerpo, tienen gracias diversas, pero se da entre ellas una comunicación de beneficios
espirituales, de modo que se complementan mutuamente. Este armónico equilibrio
permite que el carisma confiado por el Señor a san Bruno alcance su plenitud.

Además de los hermanos profesos, llamados también "conversos", una Cartuja puede
tener algunos hermanos "donados", cuyo sistema de vida es muy semejante al de los
hermanos conversos, aunque se les concede una mayor elasticidad de vida, que les permite
dedicarse a ciertas actividades para las que se sienten más aptos. Como dice su nombre, ellos
"donan" su vida al servicio de la Orden. Visten el mismo hábito de todos los monjes, aunque
no hacen votos, si bien pasan su vida en la Cartuja como si los hubieran hecho. En realidad,
como afirman los Estatutos, un hermano "donado" es un monje para todos los efectos:

No raramente, algunos hombres ejemplares prefieren vivir y morir en el estado de


"donados", para poder gozar, contados entre los hijos de san Bruno, de su santa
herencia.

Los monasterios de cartujos, según las indicaciones de Bruno, deben estar


constituidos por pocos monjes; nunca deben superar el número de trece, a los que se añade un
cierto número de hermanos conversos, sin que se supere nunca el límite de los que el lugar
permite vivir sin necesidad de recurrir a la limosna. La necesidad de pedir limosna se opone
al espíritu de la vocación, pues eso llevaría al monje a abandonar la soledad de la celda. Y en
la Cartuja todo, el número, el ejercicio externo, lo mismo que el alejamiento del mundo, se
orienta a gustar la sublime suavidad de la soledad de la celda, como anticipo de la quietud del
paraíso.

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8. ORGANIZACIÓN DE LA CARTUJA

a) Soledad del cuerpo y del corazón

Bruno y sus compañeros abandonan el mundo y lo que hay en el mundo: la


concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Para vencer
la soberbia, que es la fuente de todo pecado, y sus hijas, la envidia, la ambición y la vana
gloria, se hacen vestidos cortos y angostos de grueso paño blanco, rudo y astroso, que les
hace aparecer andrajosos y despreciables. Y para vencer la ambición, que es la raíz de todos
los males, y la avaricia, que arrastra a la idolatría, se imponen no transpasar los límites de sus
tierras áridas y casi improductivas, fijando además el número máximo de animales y ovejas
que pueden poseer. Para domar la concupiscencia de la carne, que combate contra el espíritu,
se ciñen de cilicio y de ayunos. Lunes, miércoles y viernes se contentan con pan, agua y sal.

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Los demás días añeden legumbres y vino bastante aguado. El jueves comen además queso o
pescado, si lo reciben en limosna. Se priban totalmente de la carne en toda situación, de salud
o de enfermedad. Tampoco comen pan blanco, sino sólo el tostado.

Los cartujos visten saga blanca y hacen vida solitaria y comunitaria, dedicados a la
oración, al estudio y al trabajo manual. Son una mezcla de cenobitas y de eremitas. Como
eremitas viven en casas individuales e independientes. Se trata de una celda de estudio y
oración, taller de trabajo, depósito de carbón y leña y unas brazas de tierra de cultivo. Como
cenobitas se reúnen en el coro para el rezo largo y solemne de Maitines y Laudes a media
noche, para la Eucaristía conventual y para las vísperas; las demás horas las rezan en privado.
Se juntan también para las comidas de los días festivos, aunque lo hacen en silencio. Los
hermanos legos viven en comunidad, bajo la dirección del padre procurador.

El Papa Pablo VI, escribiendo a los Cartujos, les dice: "Justamente se afirma que han
elegido la parte mejor (Lc 10,41) aquellos que, liberados del afán de las cosas del mundo,
sirven a Dios con una consagración total en la soledad del cuerpo y del corazón. Pues ellos,
despojándose de lo que en el tumulto de la muchedumbre frena al alma en la contemplación
de las verdades divinas, pueden vivir con más facilidad aquello que, como ha afirmado
espléndidamente san Teodoro Estudita, es el fin específico del monje: "El monje es el que fija
la mirada sólo en Dios, desea ardientemente sólo a Dios, se ha consagrado sólo a Dios y se
esfuerza por rendirle un culto indiviso; está en paz con Dios y se convierte en fuente de paz
para los demás".

Para estar, como María, a los pies de Jesús, en contemplación del misterio de Dios, los
cartujos tienen hermanos conversos, que hacen votos solemnes, y hermanos donados, que
también son verdaderos religiosos. De ellos escribe Guigo:

Quien, a ejemplo de Marta de la que ha recibido el oficio, se debe necesariamente


ocupar de muchas cosas, no abandona completamente el silencio y la quietud de la
celda, como si sintiera horror de ella, sino que apenas los menesteres de la casa se lo
permiten, vuelve a la celda, como a la ensenada segura y tranquila del puerto.

b) El prior, espejo para todos del amor de Cristo

Cada Cartuja es dirigida por un prior, elegido por todos los monjes, padres y
hermanos. El tiene la responsabilidad del monasterio en todos sus aspectos, espirituales y
materiales. El es el padre a quien se ha confiado el cuidado de unos hijos. Según los
Estatutos, "el prior, por su obediencia al Espíritu, debe ser para todos un espejo del amor de
Cristo".

El prior, dicen Las Consuetudines, es un monje como los demás, primus inter pares,
el primero entre iguales, encargado de presidir y servir a los demás monjes. Su sede en el
coro o silla en el refectorio, lo mismo que el hábito en nada se diferencian de las de los otros
monjes. Con su vida y su palabra cuida solícitamente de la paz y estabilidad del eremitorio.
Su elección está presidida por varios días de ayuno y por la celebración de la misa del
Espíritu Santo. Concluida la elección, los monjes celebran con gozo todo un día la
aceptación del prior que Dios les ha dado, teniendo una comida en común en el refectorio. En
la Gran Cartuja el prior pasaba cuatro semanas con los monjes y una con los hermanos

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conversos, instruyéndoles y participando de sus trabajos. Más tarde esta tarea se encomendó
al vicario. En las cosas leves el prior decide por sí mismo o escuchando a los más ancianos,
que forman su consejo. Pero en las cosas graves, el prior reúne a todos los monjes y escucha
su parecer, sin excluir a ninguno. Escuchados todos los monjes, el prior decide lo más
conveniente.

Si con todos los monjes el prior se comporta como padre, "con los enfermos, los
débiles o quienes pasan por una grave tentación" debe ser como una madre solícita del bien
de sus hijos. Por sí mismo o encomendando a otros el cuidado de estos monjes, les sirve con
el amor de Cristo "que vino como médico no para los sanos, sino para los enfermos" (Mt
11,12). Quien cuida a los enfermos ha de ver en ellos a Cristo y servirles con misericordia. A
su vez, los enfermos son invitados a unir su dolor al sufrimiento de Cristo, sin pedir cosas
superfluas o imposibles ni murmurar de quienes les atienden. La misericordia de uno y la
paciencia del otro es la ofrenda, que agrada a Dios.

Al prior le ayudan en su ministerio algunos monjes, a quienes confía diversos


servicios. En primer lugar está su vicario, que suele ser un padre anciano o el anterior prior.
"El vicario, dicen los Estatutos, debe ser con su testimonio y con su palabra un guía luminoso
para los otros y mantener a todos en la observancia de la regla y en una santa paz". El prior y
su vicario tienen además con ellos un pequeño Consejo, formado por el procurador y por dos
padres o hermanos, elegidos uno por el prior y otro por la comunidad.

El procurador es el monje a quien el prior delega para todas las cuestiones materiales
del monasterio. El es el único que, durante el período de su cargo, tiene contacto con el
exterior. El organiza y controla el trabajo de los hermanos, se ocupa de la conservación de la
casa y de llevar la contabilidad del monasterio. Con dolor, pero con amor a los demás, debe
renunciar con frecuencia a la soledad y al silencio, para que los demás monjes puedan
disfrutar de ellos. El monje sabe que la humildad y la caridad son las dos alas, el principio y
el fin, de su vida en el espíritu. Sin ellas todo su alejamiento del mundo no les acerca al Dios
que habita en los cielos.

El procurador, se lee en Las Consuetudines, se encarga de la dirección de los trabajos


de los hermanos. El recibe el oficio de Marta. Sin embargo, apenas sus muchas ocupaciones
se lo permiten, se refugia en el silencio de la celda, donde vuelve como a puerto seguro, para
entregarse a la lectura, a la oración y meditación, para serenar el ánimo fácilmente turbado en
la administración de las cosas temporales a que tiene que dedicarse y, de este modo, poder
instruir a los hermanos, que, cuanto menos ciencia poseen, más necesitan de la predicación.

En la Gran Cartuja, al habitar los hermanos conversos en otra casa, separada de la de


los monjes, el procurador hace en ella las veces de prior, recibe a los huéspedes con el beso
de la paz, y sólo a algunos, "si son dignos, es decir, religiosos", les presenta al prior. El
procurador, aunque sea día de ayuno conventual, por hospitalidad, come con los huéspedes.
También se encarga de dar limosna o comida a los pobres que llegan al monasterio, "sólo
muy raramente les ofrece cama para pasar la noche", sino que les facilita lo necesario para
que busquen habitación en una localidad cercana. El procurador debe defender el carisma de
la soledad del monasterio, amenazada por los monjes jiróvagos que buscan comida y techo
yendo de monasterio en monasterio. Un eremitorio no se puede convertir en una casa de
huéspedes. "Como no puede darse nieve caliente, pues al calentarse deja de ser nieve, así el
eremo deja de ser lo que es si se convierte en lugar de acogida de todos". El oficio de Marta
es elogiable, pero con su afán perturba la quietud de María que, recogida a los pies de Cristo,

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escucha con deleite sus palabras. El Señor mismo defiende su paz de todo afán y solicitudes
incluso piadosas: "María ha elegido la mejor parte y nadie se la arrebatará".

Sin embargo, si el obispo o un abad de otra orden visitan la Cartuja, les recibe el prior
y entonces dispensa del ayuno a todos los monjes en señal de hospitalidad. El obispo y el
abad ocupan la sede del prior cuando participan en el rezo del coro. Al obispo, en señal de
reverencia, se le concede dar la bendición. Al prior, en cambio, sólo se le concede el lugar de
honor, pero la bendición la da el monje al que corresponde aquella semana presidir la oración.
Con los demás huéspedes, -"cuantos menos se reciban mejor"-, sólo el prior les acompaña en
la comida, mientras que los demás monjes siguen el ritmo de vida habitual.

El procurador organiza los trabajos manuales ayudado por el encargado del molino, el
esquilador de las ovejas, el mayoral encargado de los trabajos agrícolas, y el mayoral de los
pastores. Y, dado que vive normalmente en la casa de los hermanos conversos, en la casa de
los monjes le sustituye el cocinero o ecónomo, que custodia la puerta y recibe a quienes
llegan y llaman a ella. Si es alguien que pide limosna le manda al procurador. El ecónomo es
el guardián de todas las cosas destinadas al uso común. El es el único a quien se puede hablar
para pedirle lo necesario para prepararse la comida de la celda o para el trabajo manual. Pero
las Consuetudines le recuerdan que no debe hablar más de lo necesario y que no puede entrar
en la celda de los demás, a no ser para atender a los enfermos. Y una vez cumplida su tarea se
encierra diligentemente en su celda, que es para el cartujo "como el agua para los peces".

Otro oficio importante y necesario es el de maestro de novicios, que se ocupa de la


guía espiritual y de la formación de los novicios. En toda Cartuja hay también un sacristán
que se ocupa de la iglesia y de tocar la campana para las varias funciones. El servicio
litúrgico es encomendado a dos cantores, que dirigen el canto del coro. También hay un
monje que se encarga de la dirección de la Biblioteca, que suele ser rica y amplia en todas las
Cartujas.

Los cartujos están exentos de la obediencia a los obispos del lugar donde se encuentra
la cartuja. Cada prior responde directamente al prior de la Gran Cartuja, conocido como
Reverendo Padre. Un procurador general es el encargado de mantener los contactos con el
Papa y los organismos de la Santa Sede. Cada monasterio es independiente y autónomo,
dependiendo sólo del capítulo general, que se reúne cada dos años en la Gran Cartuja de
Grenoble. El prior de ésta es también el prior general de toda la Orden, preside los capítulos,
asistido por sus ocho definidores, y nombra cada dos años los visitadores, que hacen la visita
canónica de las cartujas.

Cada dos años se reúne en la Gran Cartuja el Capítulo general, en el que participan
todos los priores y algunos representantes de los hermanos. Durante unas dos semanas
examinan la marcha de la Orden y buscan las soluciones a los problemas tanto espirituales
como materiales. Además del Capítulo general, para asegurarse de que los monasterios vivan
en perfecta observancia, dos Visitadores, provenientes de otros monasterios, hacen cada dos
años la "visita pastoral" de todos los monasterios. Ni siquiera el General de la Orden, el prior
de la Gran Cartuja, está exento de esta visita y, en obediencia, debe aceptar las observaciones
que le hagan, si los visitadores encuentran motivos para ello. Y hasta podría ser destituido del
cargo si encontrasen que no respeta con total fidelidad las reglas de la Orden.

Si es verdad que la Cartuja nunca ha sido reformada, porque nunca se ha deformado,


también es verdad lo contrario. La cartuja se reforma continuamente, pues la mínima

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tendencia a alterar algún aspecto de la regla de vida es corregida ya antes de que brote y se
extienda.

c) La mortificación, milagro de equilibrio

La austeridad de los cartujos, según el modelo de los Padres del desierto, se orienta a
poner el alma en contacto con la bondad de Dios, y, por medio de la penitencia, también el
cuerpo es elevado al reino del espíritu. La mortificación consiste sobre todo en no apegarse a
sí mismo, venciendo aquellos demonios de los que Cristo dice en el Evangelio: "Esta raza no
se arroja si no es con la oración y el ayuno" (Mt 17,21).

Siendo una vida sumamente áspera y dura, no se admite en la orden a quien no haya
cumplido al menos veinte años, la edad militar, en expresión de Las Consuetudines, para
luchar en estos campamentos de Dios contra los enemigos del alma.No se admite tampoco,
por lo general, a nadie superior a los cuarenta y cinco. Pero la austeridad de los cartujos es un
milagro de equilibrio. Ciertamente, su vida no es para todos, sino sólo para personas sanas de
mente y de cuerpo. El cartujo abandona para siempre el mundo y se entrega totalmente a
Dios. Esto, como para todo religioso, supone abandonar la propia familia. Pero esto no
significa que la olvide en sus oraciones; además, al lado de la Cartuja, hay una casa para
huéspedes, en la que los miembros de la familia de los monjes pueden pasar algunos días
cada año y encontrarse con ellos.

Los cartujos dejan a sus espaldas el mundo y no leen periódicos ni revistas, pero los
Estatutos establecen que los monjes deben estar informados de las noticias de mayor
importancia. Para ello, el prior lee algún periódico o revista semanal y, según su discreción,
informa a los demás de los acontecimientos del mundo exterior.

El cartujo, para lograr la independencia de todo y entregarse con mente, corazón y


fuerzas a Dios, trata de pasar lo más desapercibido posible. Nunca busca despertar olas de
admiración. A sus ojos todo es vanidad de vanidades. Guarda y defiende celosamente su
soledad. Mejor que nadie vive lo que escribe Nietzsche, "vive una vida escondida y solitaria,
ignorando todo aquello que es importantísimo para el propio siglo. Para poder vivir
perpetuamente esa vida, pon entre ti y el mundo actual, por lo menos, la distancia de tres
siglos. Así la algarabía de hoy y el estruendo de las guerras y de las revoluciones serán para ti
un pequeño murmullo". El cartujo no interpone tres siglos de distancia, sino que salta los
linderos de la muerte y comienza a vivir en la eternidad.

Sin embargo, no es el odio al mundo la característica de los cartujos, sino, como


Guigo escribe en Las Consuetudines, "no trabar relaciones con ninguna de las cosas, porque
de lo contrario, el hombre queda muy pronto seducido o arruinado por ellas. Quien crea que
ama a Dios, amando a las criaturas, sufre un terrible desengaño, al no ver las falsas
apariencias con que le halaga el mundo". El cartujo ante cualquier cosa se pregunta: ¿es esto
esencial? Y si una cosa no es necesaria, prescinde de ella. Así se libra del peligro de ir tras
una quimera y aprende a fijar la mirada en lo permanente y duradero. La independencia de las
cosas es la condición previa para la conversación filial y confiada con Dios.

d) El silencio de los cartujos

El silencio de los cartujos es provervial. Sin embargo el silencio se rompe en la


Cartuja mucho más de lo que la gente piensa. En primer lugar y sobre todo rompen el silencio

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con el canto del Oficio divino. Y también durante el trabajo pueden cambiar algunas palabras,
si necesitan pedir algo. Los domingos, después de la comida y de la lectura de algún trozo de
los Estatutos, los monjes se reúnen durante algo más de una hora para la llamada
"recreación", en la que pueden hablar entre ellos. Los padres hablan también el lunes cuando
salen del monasterio para el paseo de algunas horas; y los hermanos, que ya hacen ejercicio
físico diariamente y necesitan menos esparcimiento que los padres, tienen también un paseo
análogo una vez al mes. Y toda la comunidad, una vez al año, participa en el llamado "largo
paseo", pasando todo un día fuera del monasterio, comiendo juntos y charlando entre ellos.

Los cartujos sólo permiten el acceso a sus claustros a dos clases de hombres: a los
amigos de la casa y a los pecadores notorios. Los Estatutos prohíben expresamente la visita
de las mujeres, "de cualquier edad y condición; aunque sean de las clases altas y poderosas,
ante las que tantas puertas se abren". Los cartujos no permiten, por más que lo rueguen, que
ellas pisen los umbrales de sus casas. Pues, según dicen Las Consuetudines: "Consciente de
que ni el sabio (Salomón), ni el profeta (David), ni el juez (Sansón), ni el huésped de Dios
(Lot), ni el hombre formado por las mismas manos de Dios (Adán) se libraron de la tentación
de la mujer, el monje, que no se siente más fuerte que ellos, evita la tentación, pues sabe que
no se puede esconder el fuego en el pecho sin que se quemen los vestidos, ni caminar sobre
los cardos sin clavarse las espinas, ni tomar el betún en las manos sin mancharlas".

La soledad impresionante del paraje, el silencio sobrecogedor del monasterio,


interrumpido solamente por el gorjeo de los pájaros, la sobriedad de las celdas, separadas
unas de otras, todo envuelve a los visitantes en un ambiente insuperable y asombroso. Todo
cuanto el hombre de mundo ama, cuanto cuenta para él, como el arte, la ciencia, el deporte y
la moda, todo eso es despreciado por el cartujo, que vive en otro mundo. Los cartujos viven
totalmente ajenos a todo lo interesante y sugestivo, pues se mantienen siempre alerta a los
espejismos de la fantasía. Sólo lo eterno tiene vigencia en la Cartuja.

Recordemos que la morada, donde el cartujo pasa toda su vida, está constituida por un
pasillo, un vestíbulo y una celda. El pasillo les sirve para hacer ejercicio en tiempo de frío.
Bajo la celda hay un depósito de madera, un taller de carpintería con sus herramientas. En él
trabaja todos los días al menos una hora, aunque con frecuencia se limita a cortar la madera
en virutas para la estufa, con que se calienta en invierno. Ante la casa hay un pequeño huerto,
rodeado de un alto muro, que impide ver los otros huertos. El mobiliario de la celda es
extremamente sencillo y pobre: una cama con un jergón de paja, unas mantas y una cubierta
de lana, un baúl y un libro de rezos. También está provista la celda de una mesa con una
estantería de libros y de una estufa de leña. Junto a la puerta hay una ventana, por donde un
hermano entrega al monje, sin mediar una palabra, la comida que ha sido preparada en la
cocina del monasterio y que cada monje consume en la soledad de la celda, excepto los
domingos y días de fiesta. En esta casita pasa su vida el cartujo que, ante todo, es un
ermitaño con las ventajas de la vida comunitaria.

Toda la cartuja es una gran celda en medio del mundo. En ella han encontrado los
hijos de san Bruno la paz y el sosiego, el silencio que los antiguos ermitaños buscaron en el
desierto. Sin embargo, el monje cartujo no considera la soledad como una carga, pues cree
firmemente que nunca está menos solo que cuando está a solas con Dios. "Si no dejases de
mirar a tu interior, jamás saldrías al exterior", escribe Guigo. Cuanto más larga es la
permanencia del monje en su celda, tanto mayor y más íntimo es el amor que siente por ella.
La paz de que goza en la celda le lleva a verla como la defensa de su vida interior.

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e) La oración

En las veinticuatro horas del día, el monje abandona su celda tres veces, para
trasladarse a la iglesia. Todas las noches, a las once en punto, interrumpe su sueño, atraviesa
los pasillos del monasterio, iluminados con la luz pálida de una pequeña linterna y se dirige al
coro para cantar, hasta las dos, las alabanzas divinas. Levantarse del lecho noche tras noche y
año tras año es un vencimiento permanente de sí mismo.

El silencio del monasterio se interrumpe en medio de la noche por el canto del Oficio
divino. Emilio Bauman comenta el canto del Oficio divino en la iglesia, apenas iluminada,
con estas palabras: "Estos hombres que elevan sus oraciones al Omnipotente, mientras los
demás están entregados al descanso, son los centinelas de la eternidad. Ellos nos recuerdan
las vigilias angélicas y pastoriles de Belén". Estas vigilias, para el hombre que en el lecho de
la enfermedad no puede conciliar el sueño, son un gran consuelo, con sólo pensar que en
aquellas mismas horas los monjes blancos velan y elevan sus oraciones a Dios.

De la obscuridad, tibiamente iluminada, se eleva el canto austero y firme, sin


acompañamiento de instrumento musical alguno. Con los ojos en la tierra y el corazón en el
cielo elevan a Dios su alabanza y sus ruegos. Todo su ser, tanto exterior como interior, está
fijo en Dios. El hábito, la voz, el rostro y todo lo que envuelve su espíritu es una ayuda para
desprenderse de este mundo y elevarse al corazón de Dios, para permanecer con Jusucristo en
el seno del Padre. La liturgia de la cartuja es hoy día la misma que se practicaba en los años
del siglo XI. De las gargantas de los cartujos brotan graves y solemnes las notas del antiguo
canto gregoriano. Las constituciones dicen expresamente acerca del canto: "Como es más
propio del monje austero llorar que cantar, queremos hacer tal uso de nuestra voz que suscite
en el alma la alegría interior que procede del llanto y no de las alegrías espirituales, propias
de la armonía musical. Por eso, evitaremos, con la ayuda de Dios, todo aquello que pueda
suscitar esos sentimientos de satisfacción natural y que no son absolutamente necesarios".

Esto responde al espíritu de Bruno, reflejado en el comentario al salmo 32: "Dad


gracias al Señor con la cítara", es decir, alabadme con la mortificación de vuestra carne. Y
"salmodiad con el arpa de diez cuerdas", es decir, con toda vuestra mente. "Cantad un cántico
nuevo", es decir, "despojaos del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las
concupiscencias y revestíos del hombre nuevo, creado según Dios" (Ef 4,22s). Dios se
complace en el canto de este hombre nuevo, "que ama a sus enemigos y bendice a quienes le
maldicen" (Lc 4,27), "vende cuanto tiene y lo da a los pobres para seguir al Señor" (Mt 5,44).

Cuando un cartujo cierra sus ojos a la luz de este mundo, es enterrado en el


cementerio del monasterio con el mismo hábito que ha llevado durante su vida. Se le echa la
capucha sobre la cabeza y, después de sujetar su hábito con clavos a una tabla, se le entierra
sin féretro. Y como corresponde a quien quiso vivir en el olvido del mundo, sobre su tumba
se coloca una sencilla cruz de madera sin nombre, sin inscripción alguna.

Así describen este momento Las Consuetudines: Cuando está para morir un monje,
quienes le están cuidando, avisan al prior y todos los monjes se reúnen en torno al difunto. El
prior, ayudado por otros dos monjes, le colocan sobre la ceniza bendecida y todos cantan las
letanías de los santos, rogando por el moribundo. Cuando muere siguen la oración con el
canto del oficio de difuntos, mientras se lava el cadáver y se le viste con el hábito y se le lleva
a la iglesia, sin interrumpir el canto de los salmos y responsorios. En la iglesia se canta la
misa por el difunto y se le da sepultura si es posible en el mismo día de su muerte. Si no es

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posible, los monjes se dividen en grupos para velar al difunto, sin interrumpir la salmodia
hasta el momento de sepultarlo. En señal de alegría por el hermano que ha pasado de este
mundo al Padre, los monjes no se retiran a sus celdas, sino que se reúnen todos en el comedor
y lo celebran con una comida especial.

El monje ha pasado su vida suspirando por el cielo y la muerte es la puerta que le abre
el acceso al encuentro con el amor de Dios. Todos sus hermanos se alegran con él. La vida
contemplativa que llevan ya les ha anticipado ese momento. En frase de Gregorio Magno "la
vida contemplativa consiste en unirse a los ciudadanos del cielo y gozar de su eterna pureza
ante Dios". Por ello, después del sepelio se reúnen los hermanos en el refectorio y tienen una
comida en común en señal de alegría, por haber llegado al puerto un hermano suyo. La vida
de unión con Dios suprime todo espíritu de tristeza. En sus rostros reflejan destellos de
alegría incontenible. Son los destellos de la vida divina que se transparenta en ellos. Por los
claustros de la cartuja se ven rostros radiantes de alegría, sin los ajetreos, inquietudes y
agitaciones del mundo.

f) La liturgia lenta y pausada

La liturgia es sencilla, austera, desnuda de elementos decorativos y musicales. Es


particularmente original en Maitines y Vísperas. El cartujo reza además el oficio de la Virgen
diariamente y el de difuntos, a excepción de ciertas festividades.

Guigo, amigo de san Bernardo, codificó en las Consuetudines los usos litúrgicos de
los cartujos. Durante los siglos siguientes, los liturgistas de la Orden se han conformado con
mantener los magníficos libros litúrgicos que conservan fielmente la liturgia de los
comienzos. Entre las particularidades de la liturgia de los cartujos está la oración Del costado
de nuestro Señor Jesucristo brotó sangre y agua, recitada antes de derramar agua sobre el
cáliz. En Navidad, durante tres meses, la epístola va precedida de una lectura del Antiguo
Testamento, tomada casi siempre del profeta Isaías. El celebrante, durante la plegaria
eucarística, ora con los brazos extendidos en forma de cruz. Durante el primer período los
monjes, que participan en la Eucaristía desde el coro, permanecen siempre de pie. Más tarde
se ha introducido la práctica de una profunda postración en ciertos momentos.

Los ornamentos del celebrante son muy simples. Los únicos ornamentos algo más
lujosos, que se conservan en las Cartujas, son los que han recibido como donación. El oro y la
plata sólo se permitían para el cáliz. Los signos dorados, en cambio, se permiten para las
estolas y también para las señales de los libros. En cuanto a la iluminación, en un principio,
estaba reducida a la mínima expresión: un sólo cirio para toda la iglesia y dos más sobre el
altar. Más tarde se ha aumentado, aunque sigue siendo muy simple.

En un principio, la misa conventual no se celebraba más que los domingos y días


festivos. Desde 1222 se celebra diariamente. El Oficio divino, como regla general, sobre todo
en cuanto a la salmodia, sigue el orden benedictino; pero, en su aplicación, las diferencias son
notables. El antifonario, sobre todo, introduce muchas variantes, pues los cartujos, en su
oficio, sólo admiten textos de la Escritura y de los Santos Padres, excluyendo las
composiciones eclesiásticas. Posteriormente se ha aceptado algún himno, aunque muy pocos.

El orden de los Salmos en el Oficio nocturno es el de la Regla de San Benito. Las


lecturas del oficio ferial se toman de la Escritura; en cambio en los días festivos las doce
lecturas son de los Santos Padres, salvo en algunas fiestas en que las lecturas del primer

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nocturno siguen siendo de la Escritura. Cada semana se canta todo el Salterio. Y cada año se
proclama toda la Escritura. Para ello las lecturas son frecuentemente largas. En la repartición
de los textos, durante el invierno las lecturas son más largas que en verano. A veces se
completa la lectura bíblica en el comedor, aunque algunos libros, como el de Isaías, se leen
sólo en la iglesia. Cuando cae una fiesta en medio de la semana, interrumpiendo la lectura
continua de la Escritura, o cuando Navidad acorta la última semana de Adviento, se doblan
los Oficios, para no interrumpir el libro que se está proclamando.

Durante el Te Deum, el Benedictus y el Magnificat, los cartujos se quitan la capucha,


con la que normalmente cubren la cabeza durante la oración. También se quita la capucha el
lector, mientas proclama la lectura. Las fiestas se clasifican en fiestas de tres lecturas, de doce
lecturas simples, de doce lecturas con luz tenue y fiestas candelarias, pues en ellas se
enciendes dos cirios o candelas durante la misa.

Durante el canto del Oficio divino, a una señal, todos caen en tierra. No caen de
rodillas, sino postrados por tierra, con la capucha echada sobre la cabeza. El monje se humilla
hasta hundirse en el polvo de la tierra y recuerda la actitud orante de Jesús en el huerto de
Getsemaní.

Los cartujos han conservado la fisonomía austera y venerable de su liturgia. La


liturgia ferial ha mantenido la continuidad y fidelidad del tiempo ordinario más que el resto
de la liturgia eclesial. El santoral es muy reducido y no interrumpe el ritmo del año litúrgico.
Los cartujos, en vez de aumentar las fiestas de los santos de la propia Orden, como han hecho
otras Ordenes, apenas si se han preocupado de la canonización de sus hermanos muertos en
olor de santidad.

El canto ha tenido una gran importancia en la liturgia de la Cartuja. Es un canto


austero, sin acompañamiento de instrumentos musicales; tampoco han admitido nunca la
polifonía. Los monjes, a partir de un cierto tiempo, cantan los salmos, cánticos y responsorios
de memoria; de este modo, pueden recordar y meditar los textos después del Oficio. De todos
modos un enorme leccionario está iluminado en medio del coro para aquellos que les falle la
memoria. El ritmo del canto es lento y pausado.

9. EL CORAZON DE LA CARTUJA

a) Bajar de la mente al corazón

La vida de soledad tiene como fin la unión con Dios. En esta unión amorosa,
contemplativa, con Dios por medio de Cristo, mediante una soledad virginal, se halla la
verdadera característica de la vida de los cartujos: "Dedicarse a Dios, servirle a él solo". El
alejamiento completo del mundo, la soledad, el olvido de sí mismo, para el cartujo, sólo son
un medio, condiciones necesarias e indispensables, para alcanzar un único fin: llegar a Dios
en la plenitud del amor.

Invocar el nombre de Jesús es ya llevarlo consigo. El nombre es el mismo Jesús. El


fuego de su gracia, revelándose en su nombre, inflama el corazón con el amor inefable y
divino. No se trata de un mecanismo psicológico, sino de liberar una espontaneidad
espiritual; el "grito del corazón" hace brotar, como una fuente viva, la presencia del Señor. La
persona de Jesús se adueña del ser entero del hombre, hasta hacer que la palpitación del
corazón se convierta en oración, en glorificación del Señor.

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La oración mecánica y cerebral no alcanza su fin. Es necesario que el espíritu se
sumerja en oración, hasta tomar plena posesión de la persona, de modo que la irradiación del
nombre divino penetre hasta los trasfondos del ser y los ilumine. Es lo que los staretz llaman
"bajar de la mente al corazón". Tras el esfuerzo intelectual de asimilación del sentido de las
palabras de la lectura, es preciso dejar que la oración caliente el corazón hasta hacerlo arder
de amor divino. El esfuerzo de quien ora no consiste más que en "abrirse" a la presencia real
del Señor, dejándole penetrar en las profundidades más íntimas de su espíritu. Si la oración se
queda en el vestíbulo de la reflexión sobre Dios, Dios se queda fuera del templo.

El camino hacia Dios comienza por conducir al hombre a la confesión de su ceguera,


de su pobreza, de su desnudez, de donde brota la contrición espiritual, el sentimiento de
pecado, unido al deseo de conversión, don que pide al Señor. Este es el umbral que conduce a
la oración. En ese umbral se entabla el combate contra las pasiones, contra los pensamientos
vanos. Es la ascesis necesaria, aunque no sea más que el andamio para edificar el santuario
interior de la presencia del Señor. El andamio no es el edificio. El edificio es el corazón, lo
íntimo del espíritu donde se manifiesta el Señor; ahí es donde el Señor deja oír su voz
silenciosa y se encuentra en diálogo de amor con el hombre.

Las olas del amor buscan penetrar en el corazón del hombre. Pero el corazón puede
ser una roca dura e impenetrable. En consecuencia, una primera fase de la vida espiritual
consiste en romper el corazón. Se trata de desprendernos de nosotros mismos, rompiendo el
amor propio. El pecado destruye la armonía interna de la persona, cerrando su apertura a
Dios. De este modo, nuestra vida, separada de su fuente, se desorienta, se ofusca y se cierra
sobre sí misma. Cautivado por las realidades terrenas el hombre se curva hacia abajo, pierde
su posición original: ser erguido. De aquí la necesidad de castigar al cuerpo para someterle
(1Co 11,27), es decir, enderezarlo para que vuelva a su libertad y pueda levantar los ojos
hacia Dios.

Esto no es obra de un día, sino una lucha permanente. El hombre, una vez sometido,
tiende a volver a la esclavitud (Ex 16,2-3). El que desea llegar a la alianza con Dios necesita
vivir en vigilancia continua, pues las fuerzas inferiores de nuestro ser buscan como por
instinto retornar al dominio tiránico que han sufrido por tanto tiempo. El pecado ha penetrado
hasta lo más hondo de nuestro espíritu, depositando en él la semilla del orgullo. Allí, en el
fondo del corazón, es donde ha echado sus raíces impalpables el amor propio. Aunque
parezca que hemos cortado sus brotes, en cualquier momento de relajamiento puede aflorar
de nuevo.

Los propios esfuerzas nunca conseguirán arrancar estas raíces del pecado. Sólo la
gracia de Dios, que suscita en nosotros el querer y el actuar (Flp 2,13), puede lograrlo.
Reconocer nuestra insignificancia e impotencia es el primer fruto de la acción del Espíritu en
nosotros. Este conocimiento de nosotros mismos, la certidumbre de nuestra impotencia, nos
impulsa a arrojarnos totalmente en Dios, abandonándonos a su acción. Convencidos de que
no somos nada, nos perdemos en la certeza de que él es todo.

Nuestros mismos desfallecimientos y nuestras caídas se transforman en gracia, al


ayudarnos a perder la confianza en nosotros mismos. Las lágrimas con que lavamos nuestras
culpas son el bautismo de una vida de abandono y confianza pura en Dios solo. Nuestra
debilidad es nuestra fuerza: "Por ello, con gusto me glorío en mis flaquezas, porque por ellas
habita en mí la gracia de Cristo" (2Co 12,9). Dichoso quien llega a sentir la palabra de Dios:

72
"Te basta mi gracia" (Id.). Entonces podrá decir: "Todo lo puedo en aquel que me conforta"
(Flp 4,13).

Las lágrimas ablandan el corazón que, purificado, ve a Dios. En el corazón ablandado


se abren los ojos interiores para contemplar la claridad eterna, "la luz que ilumina a todo
hombre al venir a este mundo". Muertos a nosotros mismos, empezamos a vivir en Dios: "si
el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda infecundo; mas si muere, da mucho fruto"
(Jn 12,24-25). El cartujo es muy consciente de su pecado y de su debilidad. Sus postraciones
se lo hacen presente. Su maestro, al comentar el salmo 85, ora: "Oh Dios, inclina tu oído
hacia mí, como hace el médico para oír al enfermo que en su debilidad no puede hablar, pues
así estoy yo". Bruno presenta a David como ejemplo del orante:

El pecado, la penitencia y el perdón de David, que canta el salmo 50, son un don para
nosotros. Si David, el elegido de Dios, cayó en tan grandes pecados (adulterio,
asesinato y engaño), ¿qué será de nosotros, débiles como somos, si nos fiamos de
nuestras fuerzas? Pero, si caemos, tenemos también en David una palabra de Dios
para nosotros. Dios nos invita a reconocer nuestro pecado, llorarlo y implorar su
perdón. Pues, por muy grande que sea nuestro pecado, más grande es su misericordia.
Siempre podremos volvernos a Dios y decirle con David: Dado que tú eres Dios y es
propio de tu ser el usar de misericordia con el pecador, ten piedad de mí, que soy un
pecador. Acusando el pecado ante Dios le glorificamos, pues proclamamos la
grandeza de su misericordia.

Superada esta primera parte, en que el hombre se coloca en el último lugar, escucha la
voz del Señor: "Amigo, sube más arriba" (Lc 14,10). El soplo del Espíritu llena el alma de
dones y bálsamos divinos: "Levántate, cierzo; ven también tú, austro. Oread mi jardín, que
exhale sus aromas" (Ct 4,16). Bajo la acción del Espíritu el alma se transforma al mismo
tiempo que gusta la herencia de los cielos: "El Padre de la gloria os dé el Espíritu de sabiduría
y de revelación para conocerle perfectamente; iluminando los ojos de vuestro corazón para
que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él; cuál la riqueza de la
gloria otorgada por él en herencia a los santos" (Ef 1,17-18; Cf Rm 8,16-17). El alma
envuelta por esta luz y embriagada por este amor descubre en la Escritura un nuevo brillo y
un nuevo sabor: "Su fruto es dulce a mi paladar" (Ct 2,3).

Detenerse en el umbral es como atar la esperanza, aunque sea con un fino cabello,
para detener el camino. Si el monje se retira a la soledad pensando que, gracias a sus
meditaciones, a sus rezos, a sus vigilias nocturnas, todo va a cambiar, el Señor no le
concederá la gracia prometida hasta que se haya evaporado toda confianza en sus propias
fuerzas y obras. No es la multiplicación de actos lo que garantiza el encuentro con el Señor.
Todos ellos no tienen otro fin que llevar al hombre al corazón, donde brota el agua viva
espontáneamente como de una fuente. Del corazón del creyente salta el agua del Espíritu,
como de la roca del desierto brotó el agua para Israel, y como brotó sangre y agua del costado
de Cristo golpeado por la lanza . La acción del hombre no hace más que golpear la roca; el
agua no es logro suyo, sino don de lo alto. Teófilo el Recluso recomienda: "Que tu único
cuidado sea que la oración brote de tu corazón, llena de vida como una fuente de agua viva".

El espíritu atento y sobrio, que se cierra al exterior que le solicita, se traslada hacia los
abismos interiores del corazón, único lugar en el que, bajo la luz del Espíritu Santo, puede
efectuarse el encuentro entre las personas humanas y las Personas divinas. Serafín de Sarov

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dice: "El Señor busca un corazón lleno de amor para con él y para con el prójimo; éste es el
trono en el que gusta sentarse y en el que aparece en la plenitud de su gloria".

b) Los pórticos de la piscina de Betsaida.

La vuelta hacia los abismos interiores del corazón exige, en el límite, la ruptura total
con el mundo, desprenderse de todos los objetos visibles y cerrar los ojos carnales.
Habiéndose hecho ciego al mundo, debe también hacerse sordo y mudo por la renuncia a todo
deseo carnal. El silencio exterior no es más que la preparación y la señal de un silencio del
espíritu mucho más profundo. Pues no son sólo las percepciones sensibles y las palabras
articuladas las que hay que expulsar, sino todo deseo, todo pensamiento, toda imagen, por
muy santa que sea, en definitiva, todo lo que atrae el espíritu hacia el exterior, alejándolo del
íntimo sagrario del corazón donde resuena la voz de Dios y las lágrimas de la propia miseria.
Ese silencio total abre al espíritu el acceso al santuario del corazón donde Dios se comunica.

Este camino es la puerta estrecha, con su aspereza, desnudez y desierto espiritual, con
que el monje cierra sus ojos a todo espejismo. Rechazar no sólo las imágenes terrestres, sino
aquellas aparentemente divinas, las visiones, las voces, las dulzuras en apariencia celestiales,
pero que a menudo no son más que fruto de un siquismo desequilibrado por la
concupiscencia, las mortificaciones excesivas o el impaciente deseo de adelantar la hora de la
gracia para autocomplacerse a sí mismo. Este es el ayuno fundamental de quienes se
alimentan únicamente de oración y fe. La oración es fruto, no de la imaginación, sino de la fe.

La oración, vivida en la fe, lleva al monje por el desierto, pero le libra de caminar en
las tinieblas. La luz, pura e inmaterial que le guía, es la fe luminosa y segura como la roca
sobre la que se levanta la casa que los aluviones o vendavales no pueden derrumbar.

La oración y la contrición son como el atrio del santuario o como los pórticos de la
piscina de Betsaida, donde se reúnen los enfermos esperando que el ángel remueva las aguas
y les alcance la curación. Pero sólo el Señor, en la hora que él sabe, concede la curación y la
entrada al santuario de acuerdo a su inefable e incomprensible benevolencia (Jn 5,2ss).

La fe en la palabra de Cristo dispone al alma a esperar el milagro. La aquiescencia a la


voluntad de Dios se transforma en abandono a su voluntad. El espíritu vigilante cierra sus
ventanas exteriores que le solicitan, para encerrarse en los abismos interiores del corazón,
único lugar en el que, bajo la luz del Espíritu Santo, se da el abrazo del Amado y la amada.

La palabra de la Escritura nos conduce a escuchar la voz de Dios. Pero también en su


lectura el hombre corre el riesgo de quedarse en sí mismo sin oír a Dios. Leer la palabra para
poseerla, para conocerla y dominarla, para enriquecerse a sí mismo no acerca ni un milímetro
a Dios; el hombre, cuanto más conoce, más se llena de sí mismo, se hincha de orgullo y
satisfacción. La adoración a Dios se convierte en pura idolatría, en alejamiento de Dios.
Santa Teresa del Niño Jesús a su hermana, que deseaba aprender de memoria algunos textos
de la Escritura, le advirtió: "¿Quieres poseer riquezas, tener posesiones? Apoyarse en ellas es
apoyarse en hierro candente. Deja siempre una señal. Es preciso no apoyarse en nada, ni
siquiera en lo que puede ayudar a la piedad".

La renuncia a todas las cosas de este mundo no es un fin, sino un medio, una
condición previa para unirse más perfectamente con Dios. Casiano escribe: "Ayunos y
vigilias, la meditación de las Escrituras, la desnudez, la privación de todo recurso no son la

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perfección; son simplemente los instrumentos de la perfección. El arte de la vida monástica
no propone como fin estas prácticas que no son más que medios. El fin principal de nuestros
esfuerzos, la orientación inmutable, la pasión constante de nuestro corazón es la adhesión
continua a Dios. Las prácticas son secundarias y están subordinadas a lo principal, que es la
pureza de corazón o caridad. Lo accesorio no puede suplir a lo único necesario".

La alegría de la unión con Dios sobrepasa todo sentimiento humano. Cesan entonces
el sonido de la voz, el movimiento de la lengua y la articulación de palabras. El alma
-envuelta en los efluvios de la luz celestial- no se sirve ya de las pequeñas palabras del
vocabulario humano. Entra en la contemplación pura y simple de Dios, engolfada en la llama
de amor viva e inefable. Sumergida o elevada en la caridad se entretiene amigablemente con
Dios, como con el propio Padre, en una ternura de infinita piedad.

En la soledad se realiza en nosotros la oración que Cristo dirige al Padre: "Que el


amor con que me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,26). "Que sean uno. Como tú,
Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros" (Jn 17,21). Entonces
Dios es todo nuestro amor y deseo, todo nuestro estudio y esfuerzo, nuestro pensamiento,
nuestras palabras y nuestra vida. La unidad que reina, entre el Padre y el Hijo, y entre el Hijo
y el Padre, se vive en nuestra alma por el don del Espíritu Santo, infundido en nuestros
corazones.

Nuestra vocación, escribe Guigo, consiste en aplicarnos al silencio y soledad de la


celda. El silencio es entrar en el vacío, pero un vacío lleno de melodía sin interferencias. Es el
vaciarse de las futilidades terrenas para crear el espacio al Espíritu Santo. El alejamiento es
un desprendimiento de este mundo para unirse a Dios. La clausura, el silencio, el ayuno, las
vigilias, la observancia de la regla, la estabilidad, la castidad, la pobreza y la obediencia
conducen a la soledad y separación de todas las cosas, para que quede sólo espacio para Dios.
c) Misteriosa fecundidad apostólica

El cartujo se aleja del mundo en beneficio del mundo. Con su oración continua colma
el vacío de Dios que aqueja al mundo. Lejos de los hombres, vive en la cercanía de Dios, en
favor de los hombres que viven inmersos en el mundo y en la lejanía de Dios. Con su
dedicación total a Dios hacen de puente entre Dios y el mundo. Por ellos transitan los
hombres hacia Dios y Dios hacia los hombres. La escala entre el cielo y la tierra está siempre
viva y activa. Esta es la "misteriosa fecundidad apostólica" de la que habla el concilio
Vaticano II. Lo habían ya definido así Las Consuetudines, que no son otra cosa que la
transcripción por escrito de la vida y costumbres de la Cartuja:

El ideal de nuestra profesión monástica consiste principalmente en hallar a Dios en el


silencio y la soledad...

Considerados todos los dones preparados por el Señor para quienes ha llamado al
desierto, nos alegramos con nuestro padre Bruno por haber alcanzado el tranquilo
reposo de un puerto escondido, donde hemos sido enviados para gustar al menos en
parte la incomparable belleza del sumo Bien...

El alma del monje, en la soledad, es como un lago tranquilo, cuyas aguas brotan de la
purísima fuente del espíritu, sin que las enturbie ninguna agitación causada por
noticias llegadas del exterior. De este modo, como límpido espejo, sólo reflejan la
imagen de Cristo...

75
Consagrándonos con nuestra profesión únicamente a Aquel que es, damos testimonio
ante el mundo, demasiado enredado en las realidades terrenas, hasta el punto de no
ver otro Dios fuera de él mismo. Nuestra vida muestra que los bienes celestiales están
ya presentes en este mundo, preanuncia la resurrección y en cierto modo la anticipa.

Separados de todos, estamos unidos a todos, por estar en nombre de todos en la


presencia del Dios vivo...

Cuanta utilidad y alegría divina aportan la soledad y el silencio del eremo a quienes le
aman, lo saben sólo quienes lo han experimentado; pero no hemos elegido esta "parte
mejor" sólo para nuestro único provecho. Abrazando la vida escondida, nosotros no
desertamos de la familia humana, sino que, dedicándonos a Dios solo, ejercemos una
función en la Iglesia, donde lo visible está ordenado a lo invisible y la acción a la
contemplación...

Por ello, atendiendo a la quietud de la celda y al trabajo, para la alabanza de Dios por
la que fue instituida la Orden eremítica cartujana, esforcémonos en ofrecerle un culto
incesante, para que, santificados en la verdad, seamos los verdaderos adoradores que
el Padre busca...

En el último capítulo de Las Consuetudines Guigo vuelve a hacer el elogio de la vida


en soledad. Para ello entrelaza citas del Antiguo y Nuevo Testamento:

Pues ya sabéis que en el Antiguo y sobre todo en el Nuevo Testamento casi todos los
grandes y arcanos secretos fueron revelados a los siervos de Dios, no en el tumulto de
las masas, sino cuando estaban solos; y los mismos siervos de Dios, siempre que se
les encendía el deseo de meditar más profundamente alguna verdad o de orar con
mayor libertad y desligarse de las cosas terrenas con el éxtasis del espíritu, casi
siempre esquivaban los obstáculos de la multitud y buscaban las ventajas de la
soledad.

Guigo recuerda que Isaac se iba a meditar a solas por los campos, y que Jacob "se
encontró cara a cara con Dios y recibió la bendición divina cuando estaba solo, consiguiendo
más en un momento de soledad que en el resto de su vida pasada entre los hombres".
Recuerda también el amor a la soledad de Moisés, Elías y Eliseo y los secretos divinos que se
les revelaron cuando se hallaban lejos del resto de los hombres. Cita la palabras de Jeremías:
"Es conveniente buscar en el silencio la salvación del Señor" (Lm 3,26).

Luego evoca la vida de Juan Bautista en el desierto y, naturalmente, a Cristo que subía
solo a la montaña a rezar y que, en el momento de la Pasión, dejó a los apóstoles para orar en
soledad. Exalta también las alegrías de la vida solitaria de los Padres del desierto y concluye,
diciendo: "Nada más apto que la soledad para gustar la suavidad de la salmodia, la aplicación
a la lectura, el fervor de la oración, la profundidad de la meditación, el éxtasis de la
contemplación y el bautismo de las lágrimas".

El Papa Inocencio III escribía a los cartujos: "Habéis dejado a Marta ocupada en
muchos trabajos, prefiriendo permanecer con María a los pies del Señor, escuchando sus
palabras". Quienes no conocen por experiencia la vida contemplativa pueden pensar que la
contemplación es un estado de pereza y pérdida de tiempo, como Marta pensaba de su

76
hermana María. Pero los que la han gustado saben que la contemplación es "la actividad en
absoluto". La intensa devoción de su existencia, en la que siempre implican a toda la Iglesia,
es mucho más eficaz ante Dios que las acciones de miles de otras personas. Estos pocos,
secretos y desconocidos siervos de Dios dedicados a la contemplación, son el carro y el
caballero, la fuerza y el baluarte de la Iglesia.

d) Espiritualidad virginal

Guigo en Las Consuetudines recoge agradecido el espíritu de Bruno, ese misterio


eremítico, como vocación de Dios para vivir la vida contemplativa en la soledad del silencio
en una celda. El fruto de esta vida es la paz, el sosiego o reposo en el Señor. La paz es el fruto
de la plenitud espiritual del cristiano, que ya en esta vida está en Dios, "permanece en él" (1Jn
4,15). Un versículo de la Lamentaciones, según la versión de la Vulgata, expresa muy bien,
por el contraste de las palabras, la doble pertenencia del contemplativo a la condición
terrestre y a la vida sobrenatural: "El solitario se sentará callado y se elevará sobre sí mismo"
(Lm 3,28,Vulg). Sentado, en quietud, en el silencio, en el dominio sobre las pasiones del
corazón, el solitario se desborda y sobrepasa, al ser elevado por el Espíritu Santo a la
participación de la vida divina. Sosegado en Cristo, el monje se siente envuelto e irradia el
gozo y la paz de Cristo resucitado. Con Cristo entra en la "libertad de los hijos de Dios" (Rm
8,21). La presencia de Dios en él le lleva a la soledad y al silencio; y el silencio y la soledad
le introducen en la intimidad divina.

Guigo ha descubierto en Bruno la verdadera espiritualidad virginal. Virgen es el alma


que se une tan íntimamente a Dios que se desprende de todo lo que no es él. Por el contrario
es idólatra, "prostituta", el alma que se apega a algo que no es Dios. No se trata de que el
alma se despoje primero del mundo y después se una a Dios. El proceso es inverso. El alma
que conoce a Dios, se consagra a Dios y ya "sólo busca los bienes eternos", volviendo la
espalda a las "sombras fugaces de las cosas terrenas". Esta es la moción del Espíritu Santo
que en el origen de su vocación ha sentido Bruno: en el jardín de Adam, "ardiendo en el amor
divino", se sintió impulsado a "abandonar las sombras fugaces del siglo para consagrarse a la
búsqueda de los bienes eternos".

Esta experiencia singular de Bruno es un carisma del Espíritu Santo en favor de todo
cristiano, que desea vivir plenamente su bautismo: "El alma humana vive atormentada
siempre que se nutre entre espinas, es decir, cuando busca algo fuera de Dios". Dios no
admite corazones divididos. Bajo formas distintas, según la vocación personal, todo cristiano
es invitado a "dejar padre, bienes y sus propios proyectos de vida para seguir a Cristo".

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10. ESCALA ESPIRITUAL

a) Los cuatro peldaños de la escala espiritual

Guigo I escribe las Consuetudines, recogiendo las costumbres de la Cartuja. Luego,


después de él, Guigo II, prior de la Gran Cartuja hacia el año 1174, recogiendo el espíritu de
Bruno, en una carta a su amigo Gervasio, describe la escala que lleva a la contemplación,
como ejercicio espiritual de los monjes. Esta carta es un breve pero preciso tratado sobre la
oración de los cartujos. Este escrito, atribuido a veces a San Agustín o a San Bernardo, lleva
el título de Scala claustrale.9 Guigo lo presenta así:

Un día, durante el trabajo manual, mientras pensaba en los ejercicios del hombre
espiritual, vi de improviso cuatro escalones: la lectura, la meditación, la oración, la
contemplación. Esta es la escala por la que los monjes se elevan de la tierra al cielo.

9 PL 40,997;187,475.

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Su parte inferior se apoya en la tierra, mientras que la superior penetra las nubes y
escruta los secretos del cielo. La lectura es la aplicación del espíritu a las Sagradas
Escrituras. La meditación es la cuidadosa búsqueda de una verdad oculta, con la
ayuda de la razón. La oración es un dirigir devotamente el corazón hacia Dios, para
alejar el mal y obtener el bien. La contemplación es la elevación a Dios del alma
extasiada en la sabrosa dulzura que experimenta de los goces eternos.

El alma, al dedicarse a la oración mental, pasa de la lectura de un texto sagrado o


simplemente espiritual, a la meditación, que es una silenciosa y afectiva reflexión sobre el
texto leído, y así empieza poco a poco a entregarse a la oración, en la que pide a Dios que la
llene de su gracia contemplativa. La lectura consiste en la aplicación atenta a las Escrituras
con entrega del espíritu. La meditación es la investigación que hace la mente para descubrir la
verdad oculta en la palabra de la Escritura. La oración es la ferviente inclinación del corazón
a Dios, implorando su misericordia. La contemplación consiste en mantener la mente elevada
en Dios, gustando las alegrías de la dulzura eterna.

La lectura busca la dulzura de la vida bienaventurada, la meditación la descubre, la


oración la pide y la contemplación la experimenta. El mismo Señor dice: "Buscad y hallaréis,
llamad y se os abrirá" (Mt 7,7). Buscad leyendo y hallaréis meditando; llamad orando y se os
abrirá en la contemplación. La lectura pone la comida en la boca, la meditación la mastica, la
oración la saborea y la contemplación es esta misma dulzura, que alegra y recrea. La lectura
se queda en la corteza, la meditación penetra en la pulpa, la oración es la petición llena de
deseo y la contemplación consiste en permanecer en el goce de la dulzura alcanzada.

Los cuatro peldaños se relacionan entre sí, precediendo uno a otro tanto en el orden
temporal como causal. Primeramente, como fundamento, está la lectura que, ofreciendo la
materia, te conduce a la meditación. La meditación escruta con diligencia lo que hay que
desear y, excavando, halla el tesoro y lo muestra. Pero, como por sí misma no puede
alcanzarlo, nos envía a la oración. La oración, elevándose con todas sus fuerzas hasta el
Señor, implora el tesoro que desea, la suavidad de la contemplación. Cuando ésta acontece,
recompensa todo el trabajo de las tres anteriores, embriagando al alma sedienta con el rocío
de la dulzura celestial.

La lectura es un ejercicio exterior, la meditación una comprensión interior, la oración


es un deseo, la contemplación es la superación de todo deseo. El primer peldaño es del que
empieza, el segundo del que avanza, el tercero de los devotos y el cuarto de los
bienaventurados.

La lectura sin la meditación es árida; la meditación sin la lectura es errónea; la oración


sin la meditación es tibia; la meditación sin la oración es infructuosa; la oración hecha con
fervor permite alcanzar la contemplación; la contemplación sin la oración es más bien rara y
milagrosa. Dios, cuyo poder no tiene límite y cuya misericordia sobrepasa todas sus obras,
algunas veces suscita hijos de Abraham de la piedras, obligando a consentir a su voluntad a
corazones duros y que oponen resistencia y así, como se dice vulgarmente, arrastra al buey
por los cuernos. Pródigo de amor, a veces, se introduce en el corazón sin ser llamado. Esto,
aunque sucedió alguna vez a alguien, como a san Pablo y a algunos otros, sin embargo
nosotros no debemos, por ello, pretender las cosas divinas, como tentando a Dios, sino que
debemos hacer lo que nos corresponde a nosotros, es decir, leer y meditar la ley de Dios y
suplicar que sea él mismo quien venga en ayuda de nuestra debilidad y vea nuestra
imperfección. Así nos lo enseña el Señor, al decirnos: "Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis,

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llamad y se os abrirá" (Mt 7,7). Y en otra ocasión nos dice que ahora el reino de los cielos
padece violencia y sólo los violentos lo arrebatan (Mt 11,12).

Estos peldaños están, pues, concatenados entre sí y se prestan un servicio recíproco,


de tal modo que los primeros sin los siguientes sirven de poco o nada, y los siguientes sin los
precedentes no se pueden alcanzar nunca o raramente. En efecto, ¿de qué sirve ocupar el
tiempo en la lectura continuada, tener siempre en la mano la Escritura o vidas y escritos de
santos, si no es para extraer su jugo, rumiándolos y masticándolos, para que, ingiriéndolos,
los enviemos hasta lo más íntimo del corazón, de modo que a su luz consideremos
diligentemente nuestra vida y tratemos de realizar aquellas mismas cosas que nos gusta
escuchar?

Pero, ¿cómo reflexionaremos sobre estas cosas o cómo estaremos atentos a no


traspasar, meditando cosas vanas e inútiles, los límites fijados por los santos padres, si no
somos antes instruidos sobre ello por la lectura o por la escucha? La escucha pertenece de
algún modo a la lectura. Por eso solemos decir que hemos leído, no sólo aquellos libros que
hemos leído por nosotros mismos, sino también aquellos que hemos escuchado de los
maestros.

Del mismo modo, ¿qué aprovecha al hombre el ver por la meditación lo que tiene que
hacer, a no ser que, con la ayuda de la oración y de la gracia de Dios, esté en grado de
vivirlo? Pues, ciertamente, todo buen regalo, todo don perfecto viene de arriba, del Padre de
las luces (Sant 1,17), sin el cual nada podemos hacer. El mismo hace todo en nosotros,
aunque no sin nosotros, pues "somos cooperadores de Dios", como dice el Apóstol (1Cor
3,9). Dios quiere que le ayudemos y que, cuando viene y llama a la puerta, le abramos lo
profundo de nuestra voluntad y le demos nuestro consentimiento. Este consentimiento exigía
el Señor de la Samaritana, cuando le decía: "Llama a tu marido". Es como si le dijera: Te
quiero infundir la gracia, tú aplica tu libre albedrío. Requería de ella la oración cuando le
decía: "Si conocieras el don de Dios y quien es el que te pide de beber, entonces tú le pedirías
a él agua viva". Habiendo oído esto, la mujer, instruida como por la lectura, meditó en su
corazón que tener esta agua era bueno y útil para ella. Encendida, pues, por el deseo de
tenerla, se volvió a la oración e imploró: "Señor, dame de esa agua para que no tenga ya más
sed ni tenga que venir aquí a sacarla (Jn 4,6-10).

He aquí cómo la escucha de la Palabra de Dios y la subsiguiente meditación de la


misma incitaron a la mujer a la oración. Y ¿cómo hubiera podido ser solícita en pedir si antes
no la hubiera encendido la meditación? O ¿de qué le hubiera valido la meditación, si lo que
ésta le mostraba como apetecible, no lo hubiera implorado la oración? Por lo tanto, para que
la meditación sea provechosa es necesario que siga la oración fervorosa, cuyo efecto será la
dulzura de la contemplación.

b) De la lectura a la meditación

Un ejemplo, entre muchos, aclara esta graduación y relación entre los cuatro
peldaños. En la lectura escucho "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán
a Dios" (Mt 5,8). He aquí una palabra breve, pero suave y llena de resonancias, ofrecida
como un racimo de uvas para alimento del alma. Ante ella el alma se dice: aquí puede haber
algo bueno para mí, entraré de nuevo en mi corazón e intentaré, si me es posible, comprender
y encontrar esa limpieza de corazón. Esta, en efecto, es algo precioso y deseable, alabada en
tantos pasajes de la Escritura. A quien la posee se le llama dichoso y se le promete la visión

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de Dios, es decir, la vida eterna. Buscando la limpieza de corazón, empieza a masticar y
triturar esta uva, como si la pusiera en el lagar. Movido por el deseo de comprenderla,
estimula su mente para que indague en qué consiste y cómo puede conseguir esa pureza de
corazón tan preciosa y deseable.

Así pasa a la meditación atenta, que no se queda fuera ni permanece en la superficie,


sino que da un paso adelante, penetrando en el corazón y escrutando cada palabra en detalle.
Considera que no se dice: Bienaventurados los limpios de cuerpo, sino de corazón, porque no
basta con tener las manos limpias de malas acciones, si nuestra mente no está limpia de malos
pensamientos y nuestro corazón de malos deseos. Esto lo confirma el profeta, que dice:
"¿Quién subirá al monte del Señor? o ¿quién habitará en su templo santo? El que tiene manos
inocentes y puro corazón" (Sal 23,3-4). Tanto deseaba el mismo profeta la pureza de corazón
que, en la oración, pedía: "Crea en mí, oh Dios, un corazón puro" (Sal 50,12). Y también
dice: "Si hubiera visto iniquidad en mi corazón, el Señor no me hubiera escuchado" (Sal
65,18).

En la meditación se siguen enlazando citas, que se atraen unas a otras, aclarándose


entre sí. Así pasa a ver la solicitud del bienaventurado Job en la custodia de su corazón, que
dice: "He hecho con mis ojos el pacto de no mirar doncella alguna" (Job 31,1). Mira qué
violencia no se hacía este santo hombre que cerraba los ojos para no mirar ninguna vanidad,
que tal vez, después de vista por imprudencia, pudiera involuntariamente desearla.

Después de haber considerado estas y otras cosas semejantes acerca de la pureza del
corazón, la meditación empieza a pensar en el premio, o sea, cuán glorioso y deleitable es ver
el rostro deseado del Señor, el más hermoso de los hijos de los hombres; no ya rechazado y
despreciado, ni con la apariencia con que le revistió su madre la Sinagoga, sino con la túnica
de la inmortalidad y coronado con la diadema con que le coronó su Padre el día de la
resurrección y de la gloria, día que hizo el Señor. Así el alma piensa que en aquella visión
tendrá la saciedad de la que habla el profeta: "Me saciaré cuando aparezca tu gloria" (Sal
16,15).

¿Ves cuánto jugo brota de un racimo de uvas tan pequeño, cuánto fuego sale de esta
chispa, cuánto se dilata, bajo el yunque de la meditación, la exigua masa de "bienaventurados
los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios?". Y ¡cuánto más se podría dilatar aún si se
aplicara a ello uno más experto! Pues intuyo que el pozo es profundo, mas yo soy todavía un
aprendiz sin experiencia y con dificultad he podido recoger estas pocas cosas.

c) De la meditación a la oración

Inflamada el alma por estas ascuas, estimulada por estos deseos, roto el frasco de
alabastro, empieza a presentir la suavidad del perfume, aún no por el gusto, sino como si
dijéramos por el olfato, por el que barrunta cuán agradable sería experimentar esa pureza, que
ya en la meditación intuye llena de gozo. ¿Pero qué puede hacer? Se abrasa en el deseo de
poseerla, pero no encuentra en sí el modo de alcanzarla. Y cuanto más la busca, más sed tiene
de ella. Por ello, mientras se entrega a la meditación, siente un dolor particular, pues la
meditación le acrecienta la sed de la dulzura que la pureza de corazón encierra, pero no es
capaz de gustarla por sí misma. Pues el gusto de esa dulzura no se halla en la lectura o
meditación, sino que ello es un don de lo alto. En efecto, leer o meditar es común a buenos y
malos. Y los mismos filósofos paganos, por su razón, descubrieron en qué consiste la esencia
del verdadero bien, pero, habiendo conocido a Dios, no le dieron gloria como a Dios (Rm

81
1,21) y, fiados presuntuosamente de sus fuerzas, decían: "La lengua es nuestro fuerte,
nuestros labios por nosotros, ¿quién va a ser dueño nuestro? (Sal 11,5). Así, no merecieron
recibir lo que alcanzaron a ver. Se perdieron en la vanidad de sus pensamientos (Rm 1,21), y
toda su sabiduría se hizo vana (Sal 106,27); era la sabiduría que procedía del estudio de las
disciplinas humanas, no el espíritu de sabiduría, el único que da la verdadera sabiduría, es
decir, el conocimiento sabroso que alegra y recrea con un goce inestimable al alma a la que se
le concede. De esta sabiduría está escrito: "La sabiduría no entrará en un espíritu malo" (Sb
1,1).

Esta sabiduría procede solamente de Dios. En efecto, el Señor ha concedido a muchos


la tarea de bautizar, pero el poder y la autoridad de perdonar los pecados en el bautismo se lo
ha reservado a sí mismo. Por eso Juan dice: "El es quien bautiza" (Jn 1,33). Así también
podemos decir de él: él es quien da sabor a la sabiduría y la hace gustosa para el alma. La
palabra se ofrece ciertamente a muchos, pero la sabiduría del Espíritu a muy pocos. Dios la
distribuye a quien quiere y como quiere. Viendo, pues, el alma que por sí sola no puede
alcanzar esa dulzura deseada y que cuanto más se eleva hacia ella con el pensamiento más
lejano está Dios (Sal 63,7-8), entonces se humilla y se refugia en la oración, suplicando:
Señor, que no te dejas ver sino por los limpios de corazón, leyendo he indagado, meditando
he buscado cómo se pueda adquirir la verdadera pureza de corazón, para poderte conocer,
gracias a ella, al menos un poco: "Busqué tu rostro, Señor, tu rostro busqué" (Sal 26,8).
Largamente he meditado en mi corazón y, en mi meditación, se ha encendido un fuego y un
gran deseo de conocerte (Sal 38,4). Cuando rompes para mí el pan de la Sagrada Escritura, en
la fracción del pan hay un gran conocimiento (Lc 24,30-31), pero, cuanto más te conozco,
más deseo conocerte, no ya en la corteza de la letra, sino en el sentido de la experiencia. Y
esto no te lo pido, Señor, por mis méritos, sino por tu misericordia. Confieso que soy indigno
y pecador, pero también los perritos comen las migas que caen de la mesa de sus señores (Mt
15,27). Dame, Señor, una prenda de la herencia futura, una gota al menos de la lluvia celeste
con la que pueda apagar mi sed, porque me abraso de amor.

Esta es una oración que brota de lo hondo del alma. Es la oración hecha a puertas
cerradas, en lo secreto, donde Dios mira y escucha. Es una oración sin palabras, hecha más
con gemidos que con discursos vanos. Orar en público, buscando el aprecio de los hombres,
puede engañar a los hombres, pero no a Dios, que escucha el susurro del corazón. La
sinceridad alcanza a Dios; la simplicidad del corazón conmueve a Dios; la ciencia, en
cambio, o los discursos pomposos no son gradas de la escala que toca la cima del cielo. Santa
Teresa, maestra de la oración, dice: "El alma no crece en santidad pensando mucho, sino
amando mucho".

d) De la oración a la contemplación

Con estos y otros encendidos pensamientos el alma inflama su deseo y muestra así su
amor. Con estos encantos llama a su esposo. Los ojos del Señor están sobre los justos y sus
oídos están atentos a las oraciones (Sal 33,16); no espera siquiera a que la oración haya
terminado, sino que, interviniendo en el curso de ella, se apresura a entrar en el alma que lo
busca con deseo. El esposo se apresura a encontrarse con la esposa, bañado por el rocío de la
dulzura celeste y el perfume de ungüentos preciosos. Recrea así al alma fatigada, sostiene a la
que está sedienta, nutre a la que tiene hambre, le hace olvidar todas las cosas de la tierra, la
vivifica haciéndola olvidarse maravillosamente de sí y, embriagándola, la hace sobria. Y, así
como en algunos actos carnales la concupiscencia de la carne vence al alma hasta hacerla
perder el uso de la razón, haciendo al hombre completamente carnal, del mismo modo, en

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esta contemplación superior, los movimientos de la carne quedan suspendidos y absorbidos
por el alma, de tal modo que la carne no contradice en nada al espíritu y el hombre se hace
casi completamente espiritual.

La oración es como un llamar a la puerta: "Llamad y se os abrirá". Sí, a quien llama se


le abre; pero se le abre para que entre dentro. Y, una vez dentro, se cierra la puerta. La
súplica, la vigilancia, la espera se acaba y el hombre siente la quemadura interior, que le
abrasa y le desliza hacia el misterio, donde se hunde, como perdido en el silencio interior.
Tras la puerta deja de ser dueño de sí mismo y de sus pasos; es conducido donde no sabe y
por donde no sabe. Abandonado en las manos de Dios, traspasa las esferas sensibles. Las
palabras humanas ya no sirven en el mundo de lo inefable; los sentidos no sienten, no
reconocen nada. Es un despertar al asombro, con el gozo del fuego y de la nieve que hiela y
quema. Perdida la vida, se halla la vida. Es una muerte gozosa que sabe a vida. La muerte es
vida y la oscuridad es "la luz que nos hace ver la luz".

La oración silenciosa parte de las riberas de la palabra. Pero en un determinado


momento, no elegido, se quiebra la palabra y aparece el silencio. Es el silencio al filo de la
palabra, que se rompe y se hace trueno ensordecedor. El desposeimiento del tiempo y del
espacio se hace palpable, aunque nunca asible. Y del silencio brota otra palabra, una palabra
bañada de lágrimas de gozo; una palabra que es canto de alabanza y de nostalgia de la
experiencia vivida.

Pero, Señor, ¿cómo sabremos cuándo haces esto? ¿Cuál es la señal de tu llegada?
¿Acaso son los suspiros y las lágrimas los testigos y mensajeros de esa consolación y alegría?
Si es así, se trata de una señal nueva e inusitada; pues, ¿qué relación existe entre la
consolación y los suspiros?, ¿entre la alegría y las lágrimas? ¿Pero es que se les puede llamar
lágrimas y no más bien abundancia desbordante del rocío interior y ablución del hombre
exterior? Así como en el bautismo, con una ablución externa se representa e indica una
purificación interna del hombre, así aquí, a la inversa, la purificación interior precede a la
ablución exterior. ¡Felices lágrimas que lavan las manchas interiores y extinguen los
incendios de los pecados! Bienaventurados los que lloran así, porque reirán (Mt 5,5).

Reconoce, alma mía, en estas lágrimas a tu esposo, abraza al que deseas. Embriágate
ahora de este torrente de placer, sáciate de la leche y miel de esta ubre de consolación. Los
gemidos y las lágrimas son los pequeños regalos, estupendos y reconfortantes, que te ha dado
tu esposo. Con estas lágrimas pone ante ti una bebida sobreabundante. Estas lágrimas son tu
pan día y noche; son el pan que reconforta el corazón del hombre; son lágrimas más dulces
que el panal de miel.

Señor Jesús, si tan dulces son estas lágrimas suscitadas por el recuerdo y el deseo de
ti, ¡cuán dulce será el gozo de la plena visión de ti! Si es tan dulce llorar por ti, ¡cuán dulce
será gozar de ti! Pero, ¿por qué proferimos en público estos secretos coloquios? ¿Por qué
tratamos de expresar, con palabras comunes, sentimientos inefables e inenarrables? Los que
no han gustado tales cosas no pueden entenderlas, a menos que las lean expresamente en el
libro de la experiencia, amaestrados por la misma Unción divina. De otro modo, la letra
exterior no sirve de nada al lector. Poco sabor tiene la lectura de la letra externa si no toma el
sabor interno de su propio corazón.

e) El esposo oculta su rostro para ser más deseado

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¡Oh alma!, hemos prolongado mucho la conversación. Sería bueno quedarnos aquí,
contemplando con Pedro y Juan la gloria del esposo, y permanecer largo tiempo con él, y
plantar, si él quisiera, no ya dos ni tres tiendas (Mt 17,1-4), sino una en la que estuviéramos
juntos y gozáramos juntos. Pero el esposo ya está diciendo: "Déjame que ya viene la aurora"
(Gn 32,27 ), ya has recibido la luz de la gracia que deseabas. Habiéndole dado su bendición,
herido el nervio femoral y cambiado el nombre de Jacob en Israel (Gn 32,25-31), el esposo
tan largamente deseado se aleja por un poco, desapareciendo rápidamente. Se oculta tanto en
lo referente a la visión como en lo referente a la dulzura de la contemplación, pero permanece
presente como guía.

Pero no temas, esposa, no desesperes, no te consideres despreciada, si por un poco el


esposo te oculta su rostro. Eso contribuye a tu bien. De su venida y de su alejamiento sacas
ventaja. Viene a ti y también se retira. Viene para consolarte y se retira por prudencia, para
que la magnitud de la consolación no te ensoberbezca, no sea que al tener siempre junto a ti
al esposo, empieces a despreciar a las compañeras y atribuyas esa continua visita no ya a la
gracia, sino a la naturaleza. Pues el esposo concede esta gracia a quien quiere y cuando
quiere; nunca se la posee por derecho hereditario. Un proverbio popular dice que la excesiva
familiaridad engendra desprecio. Se aleja, pues, para no ser despreciado al ser demasiado
asiduo; y para que, al estar ausente, sea más deseado; y , deseado más ávidamente, sea
buscado; y, buscado por largo tiempo, sea finalmente hallado con más gozo.

Además, si nunca faltara, esta consolación, que es enigmática y parcial en relación


con la futura gloria que se revelará en nosotros, tal vez nos creyéramos que ya tenemos aquí
una ciudad permanente y buscaríamos menos la futura. Por tanto, para que no consideremos
el exilio como patria, la prenda como el premio último, el esposo viene y se va, trayendo unas
veces consolación y otras dejando todo nuestro lecho convertido en enfermedad. Por un poco
nos permite gustar lo suave que es, pero, antes de que lo podamos experimentar hasta el
fondo, desaparece. De este modo, revoloteando con alas desplegadas sobre nosotros, nos
estimula a volar. Es como si dijera: Ya habéis gustado por un poco lo dulce y suave que soy,
pero si queréis saciaros hasta el fondo de esta dulzura mía, corred tras de mí al olor de mis
perfumes, levantando el corazón allí donde yo estoy a la derecha de Dios Padre. Allí me
veréis, no como en un espejo, confusamente, sino cara a cara, y vuestro corazón gozará
plenamente, y vuestra alegría nadie os la podrá quitar.

f) Los celos del Esposo

Pero, ten cuidado, esposa. Cuando se ausenta el esposo, no se va lejos y, aunque tú no


le ves, él te ve siempre. Está lleno de ojos, por delante y por detrás. Nunca puedes esconderte
de él. Tiene, además, en torno a él, como mensajeros, espíritus atentísimos para ver cómo te
comportas en la ausencia del esposo, y para acusarte ante él si hallan en ti signos de lascivia y
de ligereza. Este esposo es el típico celoso. Si por casualidad recibes a otro amante, si tratas
de agradar a otros, inmediatamente se apartará de ti y se unirá a otras jóvenes.

Este esposo es delicado, noble y rico, bello de aspecto más que ningún otro entre los
hijos de los hombres y, por lo tanto, no desea tener más que una esposa. Si ve en ti una
mancha o una arruga, inmediatamente apartará de ti sus ojos. Pues no soporta ninguna
impureza. Sé, pues, casta, llena de pudor y humilde, de manera que merezcas recibir a
menudo la visita de tu esposo.

84
El hombre está tanto más cercano a Dios cuanto más alejado se halle del primer
peldaño. Pero, ¡ay, frágil y miserable condición humana! Con la ayuda de la razón y los
testimonios de las Escrituras vemos claramente que la perfección de la vida cristiana se
contiene en estos cuatro peldaños y que el hombre espiritual debe ejercitarse en todos ellos.
Pero, ¿quién es el que camina por este sendero de la vida? ¿Quién es y lo alabaremos? El
quererlo es de muchos; el lograrlo, de pocos.

Cuatro son las causas que nos apartan normalmente de estos peldaños: una necesidad
inevitable, la utilidad de una buena acción, la debilidad humana y la vanidad del mundo. La
primera es inexcusable, la segunda es tolerable, la tercera es miserable y la cuarta, culpable.
Pues a quienes les aparte de su santo propósito esta última causa, mejor les fuera no conocer
la gloria de Dios que, después de conocerla, retroceder. En efecto, ¿que excusa puede tener
éste? El Señor con toda justicia le podrá decir: "¿Qué más pude hacer por ti que no hice? (Is
5,4). No existías y te creé; pecaste, haciéndote esclavo del diablo, y te redimí. Corrías con los
impíos en el circuito del mundo y te elegí. Te concedí gracia en mi presencia y quise hacer en
ti mi morada, pero tú me despreciaste y, no sólo has rechazado mis palabras, sino a mí
mismo, caminando tras tus concupiscencias.

Dios bueno, suave y manso, tierno amigo y prudente consejero, fuerte ayuda, ¡qué
inhumano, qué temerario es el que te rechaza, el que arroja de su corazón a un huésped tan
humilde y manso! ¡Qué sustitución tan infeliz y dañosa, rechazar al propio Creador y acoger
pensamientos torpes y malos! ¡Entregar tan pronto aquella secreta morada del Espíritu Santo,
el secreto del corazón, poco antes envuelto en las alegrías celestes, para ser conculcado por
pensamientos inmundos y pecados! Todavía están calientes en el corazón los vestigios del
esposo, ¿y ya se entremeten pensamientos adulterinos?
Es inconveniente e indecoroso que oídos, que acaban de oír palabras inefables, se
inclinen tan rápidamente a escuchar fábulas y detracciones; que ojos, que acaban de ser
bautizados por lágrimas santas, se vuelvan de repente a mirar vanidades; que la lengua, que
apenas ha terminado de cantar dulces epitalamios, que ha reconciliado a la esposa con el
esposo mediante encendidas y persuasivas palabras, hasta ser introducida en la cantina de
vinos escogidos, de nuevo se vuelva a vanas conversaciones, a ligerezas, a maquinar engaños
y a chismorrear.¡Aleja de nosotros, Señor, todo esto!

Sin embargo, si por la flaqueza humana caemos alguna vez en semejantes cosas, no
nos desesperemos por ello. Recurramos de nuevo al Médico que, lleno de clemencia, "levanta
del polvo al desvalido y hace subir de la basura al pobre" (Sal 112,7). El, que no quiere la
muerte del pecador, de nuevo nos curará y sanará.

Supliquemos, pues, a Dios que mitigue los obstáculos que nos apartan de su
contemplación. Que en el futuro él aleje de nosotros los obstáculos y nos conduzca, por los
diversos peldaños, de gracia en gracia, hasta ver a Dios en Sión. Allí, descorridos los velos,
los elegidos no gustarán la dulzura de la divina contemplación de modo intermitente, como
gota a gota, sino que, sumergidos en un torrente de gozo incesante, poseerán una felicidad
que nadie les podrá arrebatar, una paz sin mutación, paz en Dios mismo.

Feliz el hombre, cuya alma, libre de otras preocupaciones, desea siempre ascender por
estos cuatro peldaños y, vendidos todos sus bienes, compra el campo en que está escondido el
tesoro que desea, a saber, poder ver y gustar lo suave que es el Señor. Ejercitado en el primer
peldaño, diligente en el segundo, ferviente en el tercero, elevado sobre sí mismo en el cuarto,
asciende de gracia en gracia por estas subidas, hasta ver a Dios en Sión. Feliz aquel a quien se

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le concede permanecer, aunque sea por poco tiempo, en el peldaño más elevado, pudiendo
decir con verdad: "He aquí que contemplo en el monte, con Pedro y Juan, su gloria; he aquí
que con Jacob me deleito en los abrazos de Raquel".

Sin embargo, tenga cuidado para que, después de semejante contemplación, elevado
por la fe hasta el cielo, no caiga en los abismos con caída imprevista, ni se vuelva, después de
la visión de Dios, a mundanidades lascivas, arrastrado por los atractivos de la carne. Cuando
la debilidad y la fragilidad del espíritu humano no puedan soportar por más tiempo el
resplandor de la verdadera luz, descienda ligera y ordenadamente a alguno de los tres
peldaños por los que ascendió. Deténgase alternativamente ya en uno, ya en otro peldaño,
según desee, teniendo en cuenta el lugar y el tiempo.

11. CAMINO INTERIOR

a) "La gloria de la hija del Rey permanece escondida"

Guigo II nos ha descrito la escala espiritual por la que el cartujo asciende a la


contemplación de Dios: "La lectura se detiene en la corteza, la meditación penetra en la
pulpa, la oración formula el deseo, la contemplación se deleita en el gozo de la dulzura
alcanzada". Para vivir en esta contemplación del misterio de Dios ha buscado Bruno el
silencio de la soledad. Se trata de recorrer el camino inverso de Adán, que sale del paraíso
donde Dios se pasea a la hora de la brisa de la tarde, para perderse en los afanes del mundo,
con sus sudores, miedos, odios, envidias, tristezas, violencias y muerte. El alma
contemplativa emprende el camino hacia el paraíso y ella misma se convierte en un jardín
cercado donde siente la alegría de recibir directamente la vida divina en una quietud
semejante a la que reinaba en los albores del mundo.

La vida de los cartujos es una vida de plena simplicidad, aunque en sus comienzos
tenga sus misterios y sea difícil de comprender. Demasiado simple para que las palabras la
puedan explicar. Al describirla, es fácil quedarse en la corteza, en sus aspectos exteriores, en

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lo secundario, sin lograr penetrar en el secreto, que da sentido a todo lo demás. Con los
cartujos ocurre frecuentemente lo que dice el salmo: "La gloria de la hija del Rey permanece
escondida" (Sal 44,14). Para penetrar en su interior no nos queda otro camino que dar vueltas
en torno a las murallas, que defienden el secreto de su silencio y soledad. Desde lo más
externo de sus manifestaciones visibles nos vamos adentrando hacia el corazón de su vida.

Desde el punto de vista exterior, la vida del cartujo comporta algunas condiciones que
constituyen su defensa contra el mundo y el pecado. Es el primer paso de su itinerario: dar
muerte al hombre viejo, para resucitar como hombre nuevo a la vida de la gracia. El deseo de
su propia santificación o la búsqueda de una existencia plena y armónica es lo que le ha
movido a buscar la soledad del desierto.

Este primer paso le abre el corazón a buscar, con su oración y renuncias, la salvación
de los hombres. En la intimidad de su oración descubre que su unión con Cristo se derrama
como lluvia de vida sobre la aridez del mundo. Engendrar hijos de Dios a través de su
intercesión y penitencia le libera del egocentrismo espiritual y le colma de alegría. Así vence
la tentación primera, que muy pronto brota en lo hondo de su espíritu: la tentación de sentirse
inútil en el mundo y en la Iglesia. El Espíritu Santo acude en ayuda de su debilidad y le
testimonia lo que expresa con toda precisión San Juan de la Cruz, que un día también se
sintió atraído por la vida de la Cartuja: "Un poco de amor puro es más precioso a los ojos del
Señor y aporta más a la Iglesia que todas las acciones juntas".

Cada paso parece colmar los anhelos del solitario, pero, en realidad, esa plenitud no es
más que el aire del Espíritu que dilata constantemente su corazón y le abre a una novedad
continua. El cartujo, llamado a vivir en soledad, escucha en el silencio de su celda el susurro
del Espíritu que le envuelve y le penetra. Con la luz del Espíritu, el monje descubre que no es
él quien marca el camino ni el objetivo de su vida. El Espíritu, que sopla donde quiere y
como quiere, le lleva donde no sabe por donde no sabe. El Espíritu, sobre alas de viento, le
conduce desde sí mismo a la unión con Dios.

b) La humildad: abrazo de la miseria y la misericordia

Para poder ser llevado sobre la suave brisa del Espíritu, lo primero que necesita el
discípulo de Cristo es despojarse del peso de sí mismo. Este es el primer proceso de la acción
del Espíritu en quien se entrega a su acción. En el cartujo, el Espíritu lo hace en primer lugar
con la austeridad de la Regla, que mortifica los sentidos, con la obediencia, que mortifica la
mente y la voluntad, y con la soledad, que mortifica todo el ser, dejando al solitario perdido a
solas consigo mismo. A esta mortificación, en sus tres puntos, se reduce la penitencia de los
cartujos.

Entrar en la Cartuja no es otra cosa que acoger la llamada del Señor a convertirse a él
(Mt 3,2), dejando el mundo y sus seducciones. El Señor, que quiere hacerle discípulo suyo le
dice: "vende todo los que posees" (Mt 19,21), niégate a ti mismo y carga con la cruz de cada
día (Lc 14,17). Para volar en alas del Espíritu es necesario, en primer lugar, romper las
cadenas que nos esclavizan, atándonos al mundo. Este despojamiento de todo lo que no es
Dios es algo que durará lo que dure la vida sobre la tierra. Nuestro hombre de pecado luchará
constantemente por levantar la cabeza: "¿No es acaso un duro combate la vida del hombre
sobre la tierra?" (Jb 7,1).

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Por ello los cartujos nunca fueron muy numerosos. El corazón del hombre está hecho
a la medida del amor de Dios, pero pocos son los hombres que tienen la audacia suficiente de
reconocer la propia debilidad y aceptar su nada; muy pocos son los que tienen el coraje de ser
nada y aceptar ser considerados nada, como dice uno de los escritores cartujos: "Ama ser
ignorado y estimado en nada".

La evidencia de su nada colma al monje de alegría: "Me gloriaré gustosamente de mis


debilidades, para que se manifieste en mí la potencia de Cristo" (2Cor 12,9). La propia
pequeñez hace que resalte más la grandeza de Dios. Día a día se le ilumina la palabra de
Cristo: "Sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5). Experimentando la propia debilidad, toma
conciencia igualmente de la palabra de Pablo: "Es Dios quien suscita en nosotros el querer y
el actuar según la benignidad de sus designios" (Flp 2,13). Cuando acepta realmente esta
verdad, con todas sus consecuencias, entonces el monje está dispuesto para que en él se
cumplan las palabras del Señor: "Vosotros sois dioses, sois todos hijos del Altísimo" (Sal
82,6; Jn 10,34).

La vida verdadera, vida de unión con Dios, es sumamente simple. El alma se siente
arrebatada por Dios, rescatada del deseo de cualquier cosa creada, asentada firmemente en la
alegría del amor. En esta indiferencia y equilibrio, en donde el corazón halla su puesto, nace
una paz única e insuperable. Es cierto que, por mucho tiempo, hasta que el alma alcance la
plenitud de unión con Dios, el hombre comete errores y pecados. Pero estos defectos mismos
concurren al acrecentamiento del amor, pues alimentan la llama que purifica y transforma el
corazón del contemplativo, llevándole a una humildad auténtica. Tales faltas no le extrañan y
detienen. Más bien le hacen sentirse en el cruce de dos abismos infinitos: el infinito de su
miseria y el infinito de la misericordia divina: "Un abismo llama al otro abismo" (Sal 41,8).
Del fondo de este doble conocimiento, brota un manantial inagotable de humildad, de
abandono, de amor.

El primer fruto sensible de la vida espiritual es el derramamiento de lágrimas de


arrepentimiento. La oración lleva al monje a descubrir unidas su miseria y la misericordia de
Dios. Nunca sabrá qué es lo que le conmueve más las entrañas, hasta deshacerse en lágrimas,
si su miseria o la misericordia de Dios. Las lágrimas saludables del arrepentimiento son la
señal de la conmoción de las capas profundas del ser, en las que quedan anegados el orgullo y
la confianza en sí mismo. Este es el enternecimiento, en el sentido propio de la palabra, con el
que la dureza del corazón se ablanda al contacto de la gracia divina. Como dice Serafín de
Sarov: "En el corazón de aquel que derrama lágrimas de enternecimiento resplandecen los
rayos del Sol de justicia, Cristo-Dios".

Esta etapa es indispensable para llegar a la unión con Dios. Pero todas las prácticas de
penitencia que implica no son más que medios y no fines en sí mismos. En realidad su
función es puramente negativa y relativa. Su valor está únicamente en ayudar a superar
ciertos obstáculos para alcanzar la unión con Dios y experimentar su amor. Si se olvida esta
finalidad son completamente estériles.

Los Estatutos subrayan explícitamente repetidas veces que toda penitencia se


subordina a la contemplación. Las austeridades corporales, reguladas por los Padres
fundadores, se recomiendan únicamente con la condición de ser practicadas en obediencia y
guiadas por la obediencia. De nada sirve crucificar el cuerpo si no se corona de espinas la
mente. La obediencia es la raíz y el fruto de la humildad y del amor. Todo se inspira y tiende

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a la humildad y al amor. Si no, "aunque entregara mi cuerpo a las llamas..., no serviría de
nada" (1Cor 13,3).

c) La humildad lleva a la simplicidad

La humildad, fruto del abrazo de la miseria y la misericordia, lleva a la simplicidad y


a la bendición: "Te bendigo Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas
cosas a los sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños" (Mt 11,25). La
sencillez, fruto de la simplicidad, don de Dios, es una de las maravillas sorprendentes de la
vida interior. Las palabras de Cristo brillan como un relámpago en la noche: "Todo lo que he
oído de mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,15). Este conocimiento de Dios no es algo
intelectual, sino una iluminación interior, como un anticipo del conocimiento cara a cara del
reino de los cielos: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a
quien tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3).

Esta luz dulce y potente brota de lo íntimo del espíritu en el momento en que se
acepta a Cristo en nosotros. Es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, y
que muy pocos reciben en toda su plenitud. En ella vive todo, por ella todo ha sido creado;
cada cosa, en el fondo, es el reflejo de un único Fuego, el Fuego que desea habitar y abrasar
nuestro corazón. Amad y veréis a Dios en todo, y todo en Dios. El amor y la fe se iluminan y
abrazan mutuamente. El amor y la fe nos llevan de luz en luz: "En tu luz vemos la luz" (Sal
35,10). Y cada luz da un impulso nuevo al amor.

El cartujo, a impulsos del Espíritu Santo, aspira a desprenderse hasta de sus pobres y
pequeñas virtudes, en cuanto suyas. Buscándolas con demasiada solicitud, complaciéndose en
ellas, se detiene en sí mismo. Vivir de Dios solo y sólo para Dios es la secreta aspiración del
cartujo, el alma de su soledad. No querer, no saber, no tener más que a Dios solo, no desear
nada fuera de él, no ver a las criaturas sino en él y por él es en lo que consiste la verdadera
vocación de los cartujos. Cualquier otra preocupación, fuera de este amor, es una
preocupación superflua.

Esta sencillez nada la puede turbar. Su simplicidad es su fuerza y su riqueza, su


alegría inexpugnable, pues descansa en Dios, a quien ha suplicado: "¡Quién me diera alas
como de paloma! Volaría y descansaría" (Sal 54,7). El Señor escucha su deseo, pues es él
mismo quien lo ha puesto en el alma, al decirle: "Sed sencillos como palomas" (Mt 10,16).
En el amor de Dios halla su paz, "pues en el amor no hay temor" (1Jn 4,18). Con San Pablo
sabe y proclama: "Yo estoy cierto que ni la muerte ni la vida, ni el presente ni el futuro..., ni
criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús" (Rm 8,38-
39).

El espíritu penetrado por la luz de Cristo goza de una gran libertad: "Conoceréis la
verdad, y la verdad os hará libres" (Jn 8,32). Fundamentado en Cristo, permanece por encima
de los juicios y opiniones del mundo, pues la claridad en donde Dios le sitúa le muestra la
inanidad de todas las cosas: "Sabe cuán vanos son los pensamientos de los hombres" (Sal
93,11). Domina igualmente las fluctuaciones del egoísmo y complacencias humanas. No
tiene otro fin que la glorificación de Dios: "¿A quién otro más que a ti tengo yo en los cielos?
Y fuera de ti nada deseo en la tierra" (Sal 72,25). Escondido a las miradas de los hombres, ya
que su vida "está escondida con Cristo en Dios" (Col 3,3), se siente conocido por Dios, su
Padre, a quien grita constantemente en su interior "Abba, Padre". Toda su vida transcurre bajo

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la solicitud paternal de Dios: "Yo digo lo que el Padre me enseña y él no me abandona, ya
que hago siempre lo que a él le place".

La simplicidad, fruto del amor gratuito de Dios, conduce el espíritu del hombre a la
unidad interior. Las "devociones" en las que, más o menos, se dispersan las fuerzas del alma
al comienzo de la vida de oración, se unifican. Las "prácticas" se reducen a un sólo acto, más
aceptado que realizado, que consiste en dejar a Dios vivir en nosotros. Se le puede dar
diversos nombres -amor, fe, confianza, adoración, acción de gracias-, pero todos ellos son
sinónimos, pues se funden en el crisol del corazón, encendido en amor por la presencia de
Dios. Dios es la simplicidad misma; el alma que se abre a él, sin proponérselo, vive la palabra
de la Sabiduría: "Buscadle con corazón simple" (Sb 1,1).

Buscando su santificación, Bruno -y todos los que siguen sus huellas- se ha encerrado
de por vida en el monasterio, pues "esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación" (1Ts
4,3). Su vida pasada le ha llevado a entender las palabras de Jesús: "¿De qué le sirve al
hombre ganar el mundo entero si se pierde y arruina a sí mismo" (Lc 9,25). Santificándose,
se salva a sí mismo y salva al mundo. Muriendo a sí mismo da fruto de vida para el mundo,
como el grano que cae en tierra, del que habla san Juan (Jn 12,24). Los monjes son apóstoles,
que iluminan al mundo a través de su acción oculta de oración y sacrificio. Les devora el celo
por la casa de Dios, sufren por el ardiente deseo de preparar los corazones al huésped divino,
templos del Espíritu Santo quizás profanados. Unidos a Jesucristo, le dicen al Padre: "Por
ellos me consagro a mí mismo, para que también ellos sean consagrados en la verdad" (Jn
17,19). Se inmolan para dar cumplimiento a las palabras de san Pablo: "Completo en mi
carne lo que falta a los padecimientos de Cristo" (Col 1,24). Con sus oraciones imploran al
dueño de la mies que mande muchos obreros al campo del Señor. Así su apostolado se hace
universal.

Pero el monje sabe que no se santifica con sus obras, sino por puro don de la gracia de
Dios. Como cartujos, numerosas prácticas les impulsan a poner toda su vida bajo la mirada de
la Virgen, de la que se sienten hijos predilectos. De un modo verdaderamente insistente se les
invita a vivir del alimento divino, del Pan eucarístico. La acción de gracias que dan después
de la Eucaristía en la soledad de la celda es muy breve, pero tiene como finalidad expresa el
invitarlos a consumar en la soledad la unión con el Verbo encarnado, de modo que su amor
anime toda la jornada. Los Estatutos alaban también a los monjes que piden frecuentemente
la absolución sacramental de sus pecados. La purificación misteriosa en la sangre del Cordero
es más eficaz que todos los esfuerzos humanos.

El Espíritu santo, guía interior, sigue impulsándoles a través del desierto hacia la tierra
prometida, que es Dios mismo, que desea darse totalmente. En el corazón del silencio resuena
la voz de Cristo, que les dice: "Si tú conocieras el don de Dios" (Jn 4,10). Desde la sed de un
alma débil y pecadora brota la atrevida aspiración y súplica del don de Dios: el agua viva que
apaga la sed, pues se hace en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna.

Esta es la meta a la que el Espíritu conduce a quienes se dejan transformar por él.
Jesús se lo ha pedido al Padre para nosotros: "Que todos sean una sola cosa. Como tú, Padre,
estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros" (Jn 17,21). Ahí comienza para
nosotros, desde ahora, la vida eterna. Amar, vivir en Dios, ser en Dios es la vida de quien ha
sentido la llamada a encerrarse en la cartuja. Su simplicidad hace quizás imposible hacerla
comprender con palabras. Pero los frutos de esta inmersión en el misterio de Dios son cada
día más manifiestos.

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El hombre, que desprecia el mundo y se niega a sí mismo, hasta el olvido de sí, en la
medida en que se despoja de sí mismo se reviste de Jesucristo, experimentando que la
sabiduría de Dios ocupa el lugar de su yo. Así, canceladas las imágenes fugaces y aparentes
de los bienes terrenos, purificada el alma por las pruebas pasadas, el cartujo se transforma en
espejo sin mancha, donde el Padre se contempla, inundándole de su gloria y de los fulgores
de su amor.

En la medida en que se reviste de Jesucristo, el hombre alcanza en un cierto sentido la


perfección de Dios. Con un mismo acto realiza el doble mandamiento: "Revestíos del Señor
Jesucristo" (Rm 13,14) y "sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48).
En esta persona, que le presenta los rasgos del Hijo, el Padre ve su propia imagen,
indudablemente reducida, pero perfectamente reproducida.

Toda la vida del hombre revestido de Cristo es traspasada y consumida por la vida
divina, pues "el Señor, tu Dios, es un fuego devorador" (Dt 4,24). El Verbo se hizo carne para
extender este fuego por la tierra: "He venido a traer el fuego sobre la tierra y cómo quisiera
que estuviese ya encendido" (Lc 12,,49). En una locura de amor, Cristo atrae al alma a sí y la
transforma, consumándola. De este modo el fiel discípulo de Cristo se asimila a Cristo. En él
el Padre encuentra a Cristo, su Hijo querido, que vive en todos los miembros de su Cuerpo.

La meta final, la expresión más profunda de la vida del cartujo, se logra cuando deja
que Dios se reconozca a sí mismo en él, sintiendo como dirigidas a él las palabras: "Este es
mi hijo predilecto, en quien me complazco" (Mt 3,17). El monje, consumado en el amor,
siente continuamente estas palabras y, en todos sus actos, repite de alguna manera las
palabras del Hijo: "Yo hago siempre las cosas que le agradan" (Jn 8,29). El cartujo ha sido
arrancado del mundo y llevado a la soledad para agradar a Dios, para saciar su sed de amor.

Precisamente para esto ha creado Dios a los hombres, para que se encuentren con su
Cristo. En la humanidad Dios busca a Cristo, su imagen visible, su Verbo. ¿Acaso no desea
engendrarlo en nosotros, amarlo y glorificarlo en nosotros? Para esto nos ha concebido,
llamado y predestinado: "a ser conformes a la imagen de su Hijo" (Rm 8,29).

La humanidad, sumida en los afanes de este mundo, se vuelve sorda a esta llamada. Y
por ello, el Amor rechazado, el Amor indigente y crucificado elige unos cuantos hombres,
entre los más débiles y frecuentemente entre los más miserables, para hallar en ellos su
consolación. Dios es amor y no quiere, ni puede querer, otra cosa más que amor. La sed
divina de Jesús sólo puede saciarse con el amor: "¡Tengo sed!", grita desde la cruz. Dejar que
Dios cumpla en nosotros su voluntad, ser, en medio de la humanidad, Cristo en quienes el
Padre pueda vivir y complacerse, es el secreto de la vocación de los cartujos. Quien ha
encontrado este tesoro escondido en el campo, por la alegría que experimenta, vende todos
sus bienes y compra el campo, la perla preciosa, que vale más que el oro y la plata del mundo
entero.

Acoger a Jesús, dar asilo al Hijo del hombre, que no tiene donde reposar la cabeza, es
el deseo que llena las horas de la vida en soledad. "A cuantos le acogen les da el poder de ser
hijos de Dios, pues quienes creen en su nombre no han nacido de la sangre, ni de deseo de la
carne, ni de deseo del hombre, sino que han sido engendrados por Dios" (Jn 1,12-13). En el
monje, abandonado al sacrificio total de sí mismo, el amor llega a su consumación plena; en
él se realiza la generación espiritual, a semejanza de la generación eterna del Verbo.

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d) Para ser alabanza de su gloria

Quien ha renacido de lo alto, del agua y del Espíritu, ya no pertenece a la generación


de la tierra, no es ya hijo de la carne, ni de su propia voluntad, sino que nace de Dios en cada
instante. Vive la vida eterna, conoce a Dios como Dios se conoce, le ama con el amor con que
él se ama, es decir, impulsado por el Espíritu Santo, el amor de Dios derramado en su
corazón. Su vida es realmente alabanza de la gloria de Dios. Dios se recrea en ella; ha sido
transformado en Verdad, en Alabanza perfecta, es pronunciado con el Verbo. Es una obra
conforme a lo que, desde toda la eternidad Dios ha querido. En él se cumple el deseo eterno
de Dios: "Habitaré contigo, porque te he elegido, serás mi reposo eterno. Como el esposo se
alegra con su esposa, así serás tú la alegría de tu Dios" (Is 62,5). Su sumisión a Dios es tan
espontánea como los latidos del corazón: "Los que se dejan conducir por el Espíritu de Dios,
ésos son hijos de Dios" (Rm 8,14). El Padre le contempla y exclama: "He aquí mi hijo
amado, en quien me complazco".

Gracias a estas personas, regeneradas en el amor, Cristo continúa viviendo sobre la


tierra, sufriendo para la salvación de los hombres y para gloria del Padre. Ellas le pertenecen
y pueden decir con verdad: "No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,20).
Pueden decirlo, pues, estando en la tierra, son ciudadanos del cielo, donde "tienen su
conversación" (Flp 3,20). En ellos se percibe la verdad de las palabras de Cristo: "Dichosos
los puros de corazón... Quien me ve a mí ve también al Padre... Esta es la voluntad del Padre:
que los que creen en mí tengan vida eterna... Quiero que estén conmigo donde yo estoy, para
que contemplen la gloria que tú me has dado; quiero que sean uno, como nosotros somos uno,
consumados en la unidad".

Gracias a su unión con Cristo se sienten y son reyes, como Cristo es Rey. Y con la
realeza de Cristo salvan al mundo, pues la vida que reciben directamente de la fuente se
desborda sobre los demás. Su alma se hace agua (Ct 5,6, Vulg), que riega el mundo árido y
reseco. Actuando únicamente en Dios, por Dios y con Dios, el hombre de oración se coloca
en el centro de los corazones, influye sobre todo, da a todos de la plenitud de gracia de que
está lleno hasta rebosar: "Quien cree en mí tiene en el corazón ríos de agua viva", dice el
Señor. Y Juan añade: "Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que recibirían los que creyeran en
él" (Jn 7,38-39). Es río de agua viva, vino y leche, que sacia toda sed, vendas santas para
todas las heridas.

Quien se ha perdido en Dios, regenerado en Cristo según la voluntad de Dios,


participa de la misión consoladora del Espíritu. Sin empobrecerse, hace participes a los
demás de la alegría que le embarga, ilumina y da calor al mundo, porque se preocupa
únicamente de Dios: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado con la
unción; me ha mandado a llevar la alegre noticia a los pobres, a vendar las llagas de los
corazones rotos, a proclamar la libertad a los esclavos, la liberación a los prisioneros" (Is
61,1). Las palabras que Isaías refiere al Señor se aplican, a su vez, al hombre en quien el
Señor continúa su obra de redención.

Vivificado por el amor, como el Amor, el seguidor de Cristo se hace universal y


misericordioso: "Todo lo puedo en aquel que me da fuerza" (Flp 4,13). "Id, dice Jesús, curad
a los enfermos, resucitad a los muertos, arrojad a los demonios. El que cree en mí, cumplirá
las obras que yo hago, e incluso más grandes, porque todo lo que pidáis al Padre en mi
nombre, yo lo cumpliré para su gloria".

92
"Dios es amor: quien está en el amor vive en Dios y Dios en él" (1Jn 4,16). La
sabiduría del mundo, buscándose a sí misma, no busca a Dios. Por ello no entiende el amor, y
pierde el amor. No vive la vida verdadera, pasa al lado de la vida, y se precipita en la muerte.
Por esto el mundo no comprende la vida de los contemplativos, estrechamente unida a Cristo,
ni experimenta su amor ni su victoria: porque la vida es Dios; y también su amor es Dios; y lo
mismo, su victoria, segura y perfecta, no es más que el mismo Dios, y el mundo ignora a
Dios. Sólo quienes permanecen unidos a Cristo escuchan en su interior su palabra
consoladora: "Tened confianza, yo he vencido al mundo" (Jn 16,33).

El mundo no sólo ignora a los hombres encerrados en la soledad de la celda, sino que
con frecuencia les desprecia y odia. Sus pensamientos y acciones no tienen las dimensiones
que el mundo aprecia. Particularmente el mundo actual, completamente absorbido por el
progreso utilitarista, se aleja cada día más del orden espiritual. Absorto por el afán de
producir cosas se vuelve incapaz para concebir todo valor interior y escondido. Lo visible
cubre totalmente lo invisible. Así el hombre actual pierde su vida y destruye su ser, pues el
hombre no es ni vale por lo que hace, sino por lo que es. Jesús ya anunció de antemano la
oposición del mundo a sus discípulos: "Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo que es suyo;
pero como no sois del mundo, pues yo os he sacado del mundo, por eso el mundo os odia" (Jn
15,19).

Advertido por Cristo, quien se entrega a su amor, posee una embriagadora sabiduría.
Sabe que tiene como adversarios y enemigos cosas mortales, es decir, cosas que son pura
apariencia, que ni existen, mientras que Aquel que ha elegido como su amigo y esposo, su
centro, su único y su todo, es Aquel que es. Así, habiendo renunciado a todo, lo posee todo:
"Todo lo que es mío es tuyo" (Lc 15,31). Con Pablo se ríe de la vida y de la muerte, del
presente y del futuro, de los principados y las potestades, porque su alegría y su gloria supera
los océanos y su paz es más profunda que los abismos.

Ha recibido un nombre eterno, que nada ni nadie podrá cancelar. Se embriaga de la


abundancia de la casa del Señor, se sacia en el torrente de sus delicias, porque en Cristo ha
hallado los manantiales de la Vida. Enraizado y fundamentado en el amor, comprende, con
todos los santos, la largueza, la anchura, al altura y la profundidad del amor de Cristo, que
supera todo conocimiento. Con este conocimiento se siente colmado de toda la plenitud de
Dios.

Cristo le da a conocer todo lo que ha oído del Padre (Jn 15,15). Aunque sea desde
"detrás del muro, atisbando por las rejas de la ventana" (Ct 2,9) el Esposo se hace presente y
le da a conocer "los tesoros escondidos y los secretos de los misterios" (Is 45,3): "la sabiduría
de Dios, misteriosa, escondida,destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria
nuestra, lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios
preparó para los que le aman. Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y
el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios" (1Cor 2,7-10). "Fortalecidos por
la acción de su Espíritu en el hombre interior, Cristo habita por la fe en nuestros corazones,
para que, arraigados y cimentados en el amor, podamos comprender con todos los santos cuál
es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que
excede a todo conocimiento, para que nos vayamos llenando hasta la total Plenitud de Dios"
(Ef 3,16-19).

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He aquí el alba de la vida eterna. Esta vida, que el fiel transformado por el Espíritu
comienza en la tierra, es ya una participación de la vida de la Tres personas divinas. Para
expresarlo, un cartujo de nuestros días recurre a San Juan de la Cruz, a quien la Iglesia llama
el doctor místico: "Y como el alma ve que no puede llegar a igualar el amor con que Dios la
ama, desea la clara transformación de gloria con la que llegará a igualar dicho amor. Porque
entonces conocerá a Dios como Dios la conoce y amará a Dios como es amada por Dios. Su
amor será amor de Dios, porque allí él le da su amor, le enseña a amar con la fuerza con que
es amada por él, transformádola en su amor... El Espíritu Santo, con su aspiración divina,
levanta al alma, le informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de
amor que el Padre aspira en el Hijo, y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que
a ella le aspira. Así el alma se transforma en las tres Personas de la Santísima Trinidad en
revelado y manifiesto grado... Este es el gran don que Cristo nos alcanzó, pidiéndoselo al
Padre: Padre, quiero que los que me has dado estén conmigo donde yo estoy, para que
contemplen la gloria que me has dado (Jn 17,24), sí, Padre, que todos ellos sean una misma
cosa, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, así ellos sean uno en nosotros. Yo les he dado la
gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí,
para que sean perfectamente uno (Jn 17,20-23)".

A lograr este estado, feliz y fecundo, de unión con Dios se orientan el abajarse hasta
lo más profundo de sí mismo, el morir al propio yo, la renuncia al mundo, al mundo exterior
de los sentidos y al mundo interior del amor propio. Despojado completamente de todo, el
monje puede gozar, sin obstáculos, de todas las riquezas de la Verdad y del Amor, viviendo de
Dios solo en la soledad y el silencio. San Juan de la Cruz, el gran contemplativo, lo dice
insuperablemente: "El Padre pronunció una sola Palabra, que es su Hijo y siempre la repite en
un eterno silencio; por eso el alma debe escucharla en silencio".

12. BRUNO EN LA CORTE PONTIFICIA DE URBANO II

a) Para ayudar al Papa con sus luces espirituales

Inmerso, con sus compañeros, en la soledad de una naturaleza salvaje y magnífica,


Bruno se siente en Chartreuse como si hubiera alcanzado la quietud celeste tanto tiempo
deseada. Allí puede vivir únicamente del amor de Dios. La alegría divina, que la soledad y el
silencio le ofrecen, le hacen pregustar los goces del cielo. En su interior, sin nada que le
distraiga, "se alimenta de los frutos del paraíso". "Ha adquirido ese ojo, cuya serena mirada
hiere de amor al Esposo divino". A solas con Dios disfruta de la paz que el mundo ignora y de
la alegría del Espíritu Santo. Seis años lleva Bruno gozando de esa quietud; no piensa salir de
ella sino para cruzar la frontera de este mundo hacia la casa del Padre. Pero Dios tiene para
Bruno otros planes.

El 25 de mayo de 1085, un año después de la llegada de Bruno a Chartreuse, muere


Gregorio VII. A pesar de todos sus esfuerzos por renovar a la Iglesia, la deja en una situación

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lamentable y angustiosa. El emperador de Alemania Enrique IV ha entronizado
ilegítimamente en la sede de San Pedro a Guibert, arzobispo depuesto de Ravena, que toma el
nombre de Clemente III. Guibert dispone, pues, del poder militar del Imperio. Antes de
morir, Gregorio VII reúne a los cardenales y a algunos obispos que permanecen fieles y les
suplica que elijan como sucesor suyo a un hombre que, por su carácter y virtud, continúe la
necesaria reforma interior de la Iglesia y resista a las presiones del antipapa. Les sugiere
incluso tres nombres: Didier, abad de Monte Casino, Othon, obispo de Ostia y Hugo,
arzobispo de Lyón.

El 24 de mayo de 1086 es elegido Didier, abad de Monte Casino. Durante un año


rehúsa la tiara, pero al fin es consagrado el 9 de mayo de 1087, tomando el nombre de Víctor
III. Pero el 16 de septiembre del mismo año, Víctor muere en Monte Casino, donde Enrique
IV y Guibert le han obligado a retirarse.

Debido a los disturbios provocados por los partidarios del antipapa, el Sacro Colegio
se reúne de nuevo en Terracina de Campania y elige como sucesor a Odón de Châtillon-sur-
Marne en Champagne. Es el 12 de marzo de 1088. Odón toma el nombre de Urbano II. Esta
elección toca de cerca a Bruno. Urbano II, nacido hacia 1040, hizo sus estudios en Reims y
después decidió quedarse allí. En 1064 fue nombrado arcediano de la Iglesia de Reims, y
muy pronto canónigo de la catedral. Más tarde dejó Reims para ingresar en Cluny. Durante
los veinte años que pasó en Reims, antes de consagrarse a Dios en la vida monástica, primero
fue discípulo de Bruno y luego compañero suyo en el Cabildo de la catedral. La amistad y
afinidad de espíritu entre Bruno y Odón entran en los designios de Dios y, por ello, tendrán
consecuencias importantes en la vida de Bruno y en el futuro inmediato de la Cartuja.

Apenas elegido, Urbano II se propone rodearse de hombres íntegros y de absoluta


fidelidad a la Iglesia, para impulsar con ellos la renovación emprendida por Gregorio VII. Al
primero que invita a visitarlo en Roma es a Hugo, abad de Cluny, su padre en la vida
monástica. En la carta que le escribe, con la confianza que tiene en él, le describe
abiertamente el estado de la Iglesia y las ansias de su corazón:

Si he aceptado mi elección no ha sido por ambición, ni por deseo de dignidades. En


las actuales circunstancias, hubiera temido ofender a Dios de no haber aportado toda
mi ayuda a la Iglesia en peligro. Tengo infinitas ganas de veros. Por eso os ruego que,
si conserváis hacia mí algún afecto, si os acordáis de vuestro hijo, de vuestro niño,
vengáis a consolarme con vuestra presencia, porque siento gran necesidad de ello.
Venid y visitad a vuestra Madre la Iglesia romana, si os es posible, pues deseamos
vivamente vuestra llegada. Si no podéis hacerlo, enviad al menos como delegados a
algunos de vuestros hijos, mis hermanos, a través de los cuales os vea, os reciba y, en
la situación extremadamente revuelta en que me encuentro, escuche la voz de vuestros
consuelos, que me den pruebas de vuestra caridad y del fervor de vuestro afecto para
conmigo y las de todos los hermanos de nuestra congregación. Pedid a nuestros
hermanos que rueguen incesantemente al Dios todopoderoso y clementísimo que se
digne restaurar en su estado primitivo a nosotros y a su Iglesia santa, que está
amenazada de tan graves peligros.

Hugo de Cluny acude inmediatamente a la llamada de su hijo. Urbano II se alegra con


su presencia y se desahoga con él, pero no le saca del monasterio. Sin embargo, muy pronto
manda venir de Monte Casino al monje Juan, a quien nombra cardenal de Tusculum y

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canciller de la Santa Iglesia. Durante todo su pontificado llamará junto a sí a una quincena de
monjes, concediéndolos la púrpura cardenalicia.

En todos estos nombramientos, Urbano II mantiene una regla de prudencia: no quitar


a las Ordenes el abad o Superior que las mantiene en el fervor de la vida monástica. Por
ejemplo, cuando llama a su lado a Anselmo, abad de Bec, le pide que traiga consigo "a un
religioso de su abadía, si encuentra alguno que pueda ser útil al Soberano Pontífice". Sin
embargo hace algunas excepciones a esta regla. A Bernardo, abad general de Valleumbrosa, le
obliga, bajo pena de incurrir en censuras eclesiásticas, a acudir a Roma e inmediatamente le
nombra cardenal .

También Bruno recibe un día la inesperada noticia de que el Papa le llama a Roma y
no para pasar una temporada, sino para quedarse allí. En su sobriedad, la crónica Magister lo
narra de una manera precisa: "Maestro Bruno, dejando el mundo, fundó el desierto de
Chartreuse y lo gobernó durante seis años. Por orden formal del Papa Urbano II, antiguo
discípulo suyo, tuvo que acudir a la curia romana para ayudar al Papa con sus luces
espirituales y sus consejos en los asuntos de la Iglesia".

Bruno se cree olvidado de todos, escondido en el último rincón del mundo. Pero su
fama se extiende más allá de Grenoble. Urbano II no ha olvidado a su antiguo maestro.
Conocedor de su santa vida y, convencido de que es un hombre de ciencia y prudencia, quiere
tenerlo junto a sí en Roma, para que le ayude con sus luces espirituales en el gobierno de la
Iglesia.

b) Solo con Dios en el monte Moria

Según la escueta frase de la crónica Magister, parece que la salida de Bruno es la cosa
más normal. En realidad, aunque su obediencia es absoluta e incondicional en cuanto conoce
la orden del Papa, sin embargo la noticia provoca en Bruno y entre los ermitaños, que
consideran a Bruno el alma de la Cartuja, una gran consternación y desaliento. Difícilmente
podía habérsele presentado una ocasión más amarga de mostrar su obediencia. Bruno ha
renunciado a todo, pero ahora se encuentra con el sacrificio más costoso de su vida: el
sacrificio de sí mismo y de su obra.

Apenas ha superado la Cartuja las primeras dificultades de elección del lugar, del
papeleo de la donación del terreno, de la construcción y todos los demás detalles del
comienzo, cuando se abate sobre ella esta tragedia inesperada. Bruno sólo lleva seis años
disfrutando de la soledad de aquellas montañas, donde vive feliz, cuando le llega el
inesperado mensaje del Papa, que le llena de confusión. El mandato de Urbano II le pone ante
un atormentador dilema. Como monje sabe muy bien que debe obediencia al Papa y esa
obediencia reclama la renuncia a su obra. Obediencia o soledad son los dos términos opuestos
del dilema que desgarra su espíritu. Si obedece debe renunciar a la soledad y, además, dejar
su obra en trance de muerte. Bruno sabe que está escrito: "Heriré al pastor y se dispersarán
las ovejas del rebaño" (Mt 26,31).

El mensaje le llega a Bruno en los primeros meses de 1090. El Papa le ruega que se
presente en Roma, pues desea tenerlo junto a él. Un rayo, como los que estremecen la
montañas que circundan el monasterio, recorre la médula de su ser. Es el final de su vida
solitaria y quizás también el fin de su amada y pequeña comunidad, aún no fundamentada
sólidamente. Dios, a través del Papa, le pide el sacrificio de lo más precioso que tiene en su

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vida, le pone en el trance de Abraham al pedirle el sacrificio de su hijo Isaac. Tras largas
meditaciones, después de nombrar a Landuino prior del monasterio, abandona su amada
Cartuja, que no volverá a ver. Bruno obedece y se queda realmente solo con Dios.

Podemos imaginar el drama interno de Bruno. Dios, por la palabra del Papa, le pide
renunciar a aquello por lo que ha sacrificado todo, para volver a encontrarse con lo que ha
abandonado. La soledad en la que ha encontrado la respuesta a las más profundas
aspiraciones de su alma, la experiencia espiritual que Dios ha bendecido, todo queda reducido
a la nada, para partir hacia la corte pontificia de Roma, donde encontrará multiplicadas las
preocupaciones, peligros e intrigas de las que se ha liberado al salir de Reims. Y no le queda
ni siquiera el consuelo de ver a sus compañeros decididos a continuar la obra apenas
comenzada. El se va y ellos también se han ido. El eremitorio de Chartreuse, ese fruto del
amor divino, esa realidad que él ha concebido, construido y organizado para ofrecérsela a
Dios en sacrificio de alabanza, queda ahora sacrificada en el holocausto de la obediencia a la
Iglesia, por una orden de un antiguo discípulo suyo, convertido en Papa. A quien Dios elige y
llama, en un momento de su camino de fe, le pide que sacrifique a su hijo, el Isaac de la
promesa, que con frecuencia pasa a ocupar el lugar de Dios en el corazón del hombre. Dios
en sus promesas se promete a sí mismo y no quiere que el hombre ponga el corazón en nada
que no sea él. Aceptar a Dios como Dios es la cumbre de la fe, esperanza y caridad. En la
obediencia a Dios, Bruno salta de la fe en la obra de Dios a solo Dios: se hace
verdaderamente monje. El sabe que al monje, fuera de la obediencia, no le sirven de nada la
oración, el ayuno y demás renuncias de su vida. No es oveja de Cristo quien no sigue al
pastor a quien Cristo ha encomendado apacentar su rebaño (Jn 21,17).

Sus presentimientos acerca de su obra no son ilusorios, muy pronto los ve cumplirse.
El desaliento se apodera de los monjes, que, con la partida de Bruno, se sienten abandonados,
como niños sin padre; quedan desconcertados y no saben cómo continuar. Sin la presencia de
Bruno, que les ha congregado y diariamente les alienta con el testimonio de su vida, se
sienten confundidos. No les cabe en la cabeza vivir en aquel desierto sin Bruno. En aquella
época de gran proliferación del eremitismo, son frecuentes los ejemplos de ermitaños que
abandonan la vida solitaria para volver a su estado anterior o para afiliarse a alguna abadía
vecina. También ellos deciden abandonar la Cartuja. Bruno ve cómo se dispersan, igual que
los primeros discípulos de Jesús huyeron y se dispersaron al quedarse sin el maestro.
Bruno se siente sumamente desolado al ver la desolación de sus hijos. Pero, su
espíritu de obediencia no le permite dejarse llevar por el sentimiento. Sin embargo no desea
que el lugar de la Cartuja, donde ha gozado de la presencia de Dios, pase a manos profanas.
Se ve, pues, obligado, antes de partir para Roma, a resolver la cuestión de la propiedad de
aquellas tierras. De acuerdo con el obispo de Grenoble, que tiene la jurisdicción sobre las
tierras de Chartreuse, se decide que el dominio pase a la abadía de Chaise-Dieu, representada
por su abad Seguin, uno de los nombres que figuran en la carta de donación. Es, pues, normal
que aquellas tierras monacales pasen de nuevo a un monasterio. La abadía de Chaise-Dieu
tiene además a las puertas del macizo de Chartreuse una abadía filial, el priorato de Mont
Cornillon. Hugo de Grenoble acompaña a la comisión que ratifica la donación que Bruno
hace de la Chartreuse a Seguin.

Con la huida de sus compañeros se ha consumado el sacrificio del Moria. Pero, como
Dios provee en el monte, devolviendo a Abraham el hijo, así Dios devuelve a Bruno sus
hijos, resucitados. Algunos de los compañeros, los que le eran más fieles, dispersos por el
desaliento, vuelven sobre sus pasos. Cruzan los montes casi detrás de Bruno, se presentan en
Roma y humildemente le confiesan su debilidad, su falta de fe en Dios. Bruno les acoge con

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los brazos abiertos y les promete que, desde Roma, seguirá estando con ellos y les ayudará
con sus consejos y su amistad. Y después de un tiempo, si Dios se lo permite, volverá con
ellos, según sus deseos. Aunque con mucha dificultad, les persuade a volver a su primitiva
soledad. Animados por Bruno, la comunidad se reagrupa en torno a la persona de Landuino,
que Bruno ha nombrado prior.

Los designios de Dios son incomprensibles, superan los más altos pensamientos de
los hombres. La fe de los apóstoles se fortaleció al ser congregados por Cristo después de su
dispersión ante el escándalo de la cruz. "Así Dios también permitió que los primeros monjes
de la Cartuja desfallecieran y se dispersaran para que, una vez reconocida su debilidad, su fe
quedara fundada en Dios y asegurada para siempre su perseverancia".

Pero ahora surge un problema grave: los ermitaños ya no son propietarios de


Chartreuse, algo necesario para su subsistencia e independencia. Sin una tierra no pueden
vivir fielmente su vocación. Bruno solicita de Seguin la devolución de las tierras. Pero la cosa
no es tan fácil ni tan rápida como Bruno desea y espera. Es probable que Seguin y quizás
hasta Hugo de Grenoble desearan dejar correr el tiempo antes de redactar una nueva acta
jurídica de transferencia del dominio de Chartreuse. ¿Perseverará el grupo nuevamente
reunido? ¿Será Landuino capaz de sustituir a Bruno? Lo prudente es dejar que hable el
tiempo. Pero Bruno no tiene estas dudas. El no pone su confianza en los hombres, sino en
Dios. Ante la demora, Bruno pide a Urbano II que intervenga en el asunto. El Papa acoge su
súplica y escribe a Seguin:

Urbano, obispo, siervo de los siervos de Dios, a nuestro queridísimo hijo Seguin, abad
de Chaise-Dieu, y a todo su monasterio salud y bendición apostólica.

Digno es de la Iglesia romana aliviar en sus preocupaciones a los que se fatigan


trabajando por la obediencia a la misma Iglesia. Ahora bien, Nos hemos llamado al
servicio de la Sede Apostólica a nuestro amadísimo hijo Bruno, y no queremos ni
debemos tolerar que por haber venido a nuestro lado sufra ningún perjuicio su
eremitorio. Rogamos, pues, y ordenamos a vuestra caridad que devolváis a dicho
eremitorio sus antiguas posesiones. En cuanto al acta de donación que nuestro hijo
Bruno redactó de su propia mano en favor vuestro, restituidla por amor a Nos, para
que recuperen plenamente su antigua libertad. Pues los que se habían dispersado se
han vuelto a reunir ahora por inspiración de Dios, y sólo así se avienen a perseverar
en el mismo lugar. Una vez recibidas estas letras, no diferáis más de treinta días la
restitución del citado documento según el respeto que debéis a nuestros mandatos.

Un pasaje de la crónica Laudemus, documento de la Orden cartujana, afirma la pronta


y diligente obediencia de Seguin: "El abad Seguin, recibida la orden de Roma, obedeció
gustosa y prontamente, devolviendo a Maestro Landuino y a sus compañeros las tierras de
Chartreuse con todo derecho de propiedad". En los archivos de Isére se conserva el original
del acta de retrocesión, fechada el 15 de septiembre de 1090:

Yo, fray Seguin, abad de Chaise-Dieu, hago saber a todos los presentes y venideros
que, al ser llamado Bruno a Roma por el Papa Urbano II, viendo que el lugar de
Chartreuse quedaba abandonado porque se dispersaron los demás hermanos al irse él,
Bruno nos lo donó a nosotros y a nuestro monasterio ante la asamblea capitular del
monasterio y en presencia de Hugo, obispo de Grenoble. Así, pues, ahora hago
entrega total, para ellos y sus sucesores, de las tierras de Chartreuse, dejándolas a su

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voluntad, completamente libres de toda servidumbre y con pleno derecho sobre ellas.
En cuanto al acta de cesión que Bruno había hecho en favor nuestro, no se la hemos
devuelto, porque nuestros hermanos reunidos en Capítulo no la han podido encontrar;
pero si alguna vez apareciere, dicha acta les pertenece con todo derecho. Dado en el
año 1090 de la Encarnación del Señor, el 15 de las calendas de octubre. Yo, fray
Seguin, abad de Chaise-Dieu, firmo y sello esta carta en presencia del arzobispo de
Lyon.

En el mes de octubre el eremitorio de Chartreuse está restablecido en su estado


primitivo. La comunidad de la Cartuja ha superado la crisis. Los monjes vuelven a tomar
posesión de sus eremos y continúan el régimen de vida anterior. Bruno está lejos, pero no
ausente. A pesar del alejamiento, la Cartuja se muestra fiel a las orientaciones que recibe de
él. La vida contemplativa sigue siendo particularmente intensa, como testimonian las
Meditaciones de su quinto prior, Guigo I, que completa la obra de Bruno y redacta Las
Consuetudines que asegurarán la perpetuidad de los Cartujos. Bruno ejerce sobre la Cartuja
una dirección espiritual durante toda su vida, exhortando a sus hijos a seguir dócilmente la
regla, con el fin de crecer en la virtud, y a dar pruebas en todas las cosas de humildad, de
paciencia y de verdadera caridad, y a "huir de la peste de los rebaños sensuales de los
vanidosos hombres del mundo".

Aunque ahora la Cartuja se halla bajo la guía de Landuino, todos siguen reconociendo
a Bruno como su padre. Y Bruno, por su parte, nunca se olvida de ellos; hasta el final de su
vida deseará volverles a ver, aunque no llegue nunca a realizar este deseo. Pero se alegra
cuando Landuino le visita y le lleva noticias de sus hijos lejanos. A Landuino entrega una
carta llena de afecto para sus hijos:

Bruno saluda en el Señor a sus hermanos, amados en Cristo con un amor único.
Habiendo conocido, por la larga y consoladora relación de nuestro querido hermano
Landuino, el inflexible rigor que caracteriza vuestra observancia, sabia y realmente
digna de elogio; y habiendo igualmente conocido vuestro santo amor e infatigable
celo por cuanto concierne a la pureza de corazón y las virtudes, mi espíritu exulta en
el Señor (Lc 1,47). Sí, me alegro realmente y me siento transportado a alabar al Señor,
a darle gracias, y sin embargo suspiro amargamente. Me alegro ciertamente, como es
justo, por el crecimiento de los frutos de vuestras virtudes; pero me duele y me
sonrojo viéndome inerte y negligente, aún en la miseria de mis pecados...

En cuanto a vosotros, mis queridísimos hermanos laicos, os digo: "Mi alma glorifica
al Señor" (Lc 1,46), porque me ha permitido contemplar la grandeza de su
misericordia para con vosotros, según la relación que me ha hecho vuestro prior y
amadísimo padre, que está muy contento y orgulloso de vosotros... En cuanto a mí,
hermanos míos, sabed que, después de Dios, mi único deseo es el de ir y veros de
nuevo. Y en cuanto pueda, con la ayuda de Dios, lo haré.

c) En la curia romana

En la primavera de 1090 Bruno está en la curia romana. Ha partido de Grenoble con


la incertidumbre en el corazón, decidido a solicitar de Urbano II la autorización de volver, lo
antes posible, a la Cartuja o, al menos, a la soledad. En cualquier caso lleva el propósito de
crearse otra soledad en su nueva vida, viviendo como un ermitaño en medio de la corte
pontificia, en la medida de lo posible. Pero, si el Papa le impone, como ha hecho con otros,

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un obispado o le nombra cardenal, en las dificultades por las que atraviesa la Iglesia, ¿tiene
derecho a negarse? Su mente baraja todas las posibilidades. Desea seguir la voluntad de Dios,
pero ¿cuál es esa voluntad? Tras de sí deja algo maravilloso, pero en una situación
completamente insegura; y, ante él, el horizonte es igualmente oscuro. Estas incertidumbres,
después de seis años de paz, de silencio, de luz en el amor cercano de Dios, ahora pesan
como una losa en su corazón.

Urbano II le concede la iglesia de san Ciriaco, junto a las termas de Diocleciano, de


donde el Papa puede llamarle fácilmente cuando lo necesita, pero Bruno se siente fuera de su
ambiente en la Ciudad Eterna. En el momento en que Bruno llega a Roma la situación de la
Iglesia es sumamente grave. Se halla lacerada por el cisma del antipapa Clemente III y
sacudida por la lucha contra el Imperio. No es fácil para Bruno adaptarse al ritmo de vida de
la corte pontificia. La difícil diplomacia de aquel tiempo, la guerra, el cisma, las intrigas, son
circunstancias que crean un clima en el que Bruno no encaja. ¿Cómo puede encajar en aquel
mundo de bullicio y tumulto quien ha gustado la paz, la soledad, el silencio, la oración, la
intimidad divina del desierto de la Cartuja? Cada día que pasa su corazón añora más la
soledad y el silencio.

Bruno cumple en Roma la misión que Urbano le encomienda. Pero es imposible


determinar con certeza el papel de Bruno en el gobierno de la Iglesia. Su espíritu
contemplativo le lleva naturalmente a trabajar sin ruido Algunas disposiciones, que se le
atribuían antes, son en realidad obra de su homónimo, San Bruno de Segni; pero está fuera de
duda que colabora en la preparación de varios sínodos organizados por Urbano II para
reformar al clero.

Bruno sufre con el Papa, su antiguo discípulo, enfrentado a una situación política muy
embrollada. Los partidarios del Emperador de Alemania, Enrique IV, y del antipapa Guibert
vuelven a la ofensiva contra Roma en la primavera de 1090 y Urbano II tiene que abandonar
la Ciudad Eterna a fines de julio. ¿Dónde dirigirse para hallar un refugio? En Italia sólo
cuenta con dos lugares fieles a él: en la Toscana podría refugiarse en los dominios de la
condesa Matilde, "con faldas de mujer, pero con arrestos de varón", y en el sur de la
península, en el reino de los príncipes normandos. El Papa prefiere retirarse al sur. Allí
permanece tres años. Bruno acompaña al Papa en su huida de Roma. A fines de septiembre se
encuentra en el sur de Italia.

Bruno cree que ya ha cumplido la misión encomendada por el Papa. Por eso, al
atravesar los parajes solitarios del sur de Italia, tan amados y frecuentados por los anacoretas,
Bruno pide a Urbano II que le permita volver a la Cartuja, pero el Papa no está dispuesto a
dejarle marchar tan lejos y no accede a sus ruegos. Bruno, que arde en deseos de vivir en
soledad, le suplica que le permita quedarse allí en aquellos montes. La imposibilidad de vivir
su vocación le atormenta constantemente y continúa suplicando al Papa que le deje volver a
la soledad. El Papa, a quien también le ha dolido tener que abandonar el monasterio al ser
elegido Papa, comprende el sufrimiento de Bruno y desea escuchar las súplicas de su
maestro.

Sin embargo Urbano II tiene entonces un puesto delicado que cubrir: el arzobispado
de Reggio. Tanto Urbano II como los príncipes normandos desean ir sustituyendo poco a
poco los obispos griegos por obispos latinos, con el fin de mermar la influencia griega en
Italia. A Basilio, archimandrita griego, que ocupaba la sede de Reggio, le ha sustituido un
obispo latino, Guillermo. Pero Basilio sigue viviendo allí con la pretensión de recuperar el

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cargo a la muerte de Guillermo. La sucesión se presenta muy delicada, porque Basilio goza
de la confianza del Basileus de Constantinopla, Alejo I, con quien Urbano II está tratando de
estrechar relaciones. Si Urbano quiere proveer de un obispo latino a Reggio, tiene que
escoger un hombre de tal fama que Basilio no se sienta ofendido. Urbano II piensa que la
persona apropiada es Bruno, que ha demostrado en situaciones delicadas que sabe unir la
firmeza con la prudencia, el celo de la verdad con la modestia. El Papa, pues, ofrece a Bruno
la Sede arzobispal de Reggio.

Bruno la rehúsa con tan convincente humildad que Urbano II no cree oportuno
emplear la violencia. El derecho autoriza al elegido a rehusar la Sede para la que ha sido
designado. Bruno usa de dicho derecho, aunque indudablemente esto supone para él un grave
problema de conciencia. Toda su fe y su fidelidad a la Iglesia le impulsan a servir a Urbano
II, asumiendo la responsabilidad del cargo que le confiere. Pero aceptar el arzobispado de
Reggio es atarse definitivamente a una vida, cuyo bullicio y estilo cortesano le suscita una
repugnancia invencible. La soledad y el silencio interior es la vocación de Dios que resuena
constantemente en lo íntimo de su corazón. Aceptar el arzobispado es dejar abiertas las
puertas al cardenalato, con lo que entraría en el séquito del Papa, sometido a continuos
desplazamientos, a tomar parte en las grandes asambleas de la Iglesia, viéndose mezclado de
cerca en la diplomacia pontificia... Cuanto más vueltas lo da más lejos se siente de ello, pues
aceptar le quita hasta la esperanza de volver jamás a la soledad. Y Urbano, que podía
confirmar su orden imponiendo a Bruno el Episcopado bajo censuras eclesiásticas, se deja
convencer y reconoce en su antiguo maestro una vocación, una llamada particular de Dios, a
la que el Papa, Vicario de Cristo, no se puede oponer. Maestro y discípulo se inclinan ante el
misterio de la vocación de Dios.

Urbano II comprende los deseos de su antiguo maestro. Oyéndole, reconoce que no le


mueven deseos de la carne, sino la vocación divina. Por ello, le concede abandonar la corte
pontificia para retirarse a la soledad, pero sin alejarse demasiado de él. Urbano se ha formado
en la escuela de San Benito, iniciándose en la contemplación atenta del misterio de Dios;
conoce y siente el valor profundamente eclesial de la vida consagrada por entero a la
alabanza de Dios, en unión con Cristo, muerto y resucitado. Bruno, verdadero maestro, hace
aflorar del corazón de Urbano su experiencia de monje, y el memorial de la intimidad con
Dios en el monasterio le hace imposible negar a Bruno su vocación. Dios se hace presente
entre los dos, maestro y discípulo, aunque ahora se inviertan los papeles, Papa e hijo amado.
Sí, Urbano II, hijo de San Benito, comprende que Bruno ermitaño, continuando su vida
contemplativa, contribuye más a la renovación de la Iglesia que Bruno arzobispo de Reggio y
dignatario de la corte pontificia.10 Esta visión la expresa claramente el Papa Pío XI en la carta
apostólica Umbratilem:

Dios benignísimo, que en ningún tiempo ha dejado de mirar por los intereses y
necesidades de su Iglesia, escogió a Bruno, varón de insigne santidad, para devolver a
la vida contemplativa el lustre de su primigenia pureza... Nunca faltó a Bruno la
estima y benevolencia de nuestro antecesor Urbano II, que, habiendo tenido por
maestro en las escuelas de Reims a este doctísimo y santísimo varón, más tarde,
siendo Pontífice, le llamó a su lado para servirse de él como consejero... Fácilmente se
comprende que contribuyen mucho más al incremento de la Iglesia y a la salvación
del género humano los que asiduamente cumplen con su deber de oración y penitencia
que quienes con sus sudores y fatigas cultivan el campo del Señor.
10 Un bello cuadro de Zurbarán, conservado en Sevilla, representa a Urbano II y a Bruno
solos, sentados frente a frente.

101
Bruno ha sacrificado su vocación ante la llamada del Papa; ahora el Papa sacrifica sus
planes sobre Bruno ante un llamada superior que descubre en el alma, en la palabra y en los
ojos de Bruno. Pero, Bruno, que desea volver a Chartreuse, para reencontrarse con los
compañeros de su corazón, tropieza con la voluntad expresa del Papa: le concede retirarse a
la soledad, pero en Italia. Urbano II, abrumado por el peso de una Iglesia amenazada en el
interior por el cisma y en el exterior por la guerra, desea que el foco espiritual del eremitismo
de Bruno prenda en Italia. Por ello quiere tenerlo cerca como lugar de oración e impetración
del favor divino y, también, como foco de sabiduría y de consejo donde poder fácilmente
acudir. Así, pues, Bruno vuelve a su vida eremítica, pero no en Chartreuse, sino en Calabria.
La crónica Magister, saltando todas estas circunstancias, resume así todo este período de la
vida de Bruno:

Bruno se fue a la corte romana... Pero no pudiendo soportar todo el bullicio y la


manera de vivir de aquella corte, se sintió más atraído hacia la soledad y la paz
perdidas; por ello, abandonó la curia después de haber renunciado al arzobispado de
Reggio, para el que había sido elegido por deseo expreso del Papa, y se retiró a un
desierto de Calabria llamado La Torre.

13. SANTA MARIA DE LA TORRE

a) La soledad recobrada

Bruno partió de la Cartuja con la esperanza de que el Papa le retendría por poco
tiempo en Roma. Con solicitud presta sus servicios al Papa en cuanto le pide. Pero la tristeza
le embarga el corazón. No puede olvidar a sus hijos de la Cartuja y, menos aún, adaptarse al
tumulto de la curia pontificia, que le impide gustar la dulce quietud que ha experimentado en
la soledad de los montes. "Con humildad, pero con decidida insistencia implora y suplica al
Papa que le libere de lo que su espíritu no soporta y le permita volver al silencio del
eremitorio de la Cartuja".

Urbano II, que ama a su maestro, accede a las peticiones de Bruno, con la condición
de que se quede en Italia, para poder contar con él en caso de necesidad. Bruno, con algunos
compañeros, en los que "el buen olor de su vida ha suscitado el deseo de la soledad", va
entonces en busca del conde Rogerio, hijo de Roberto Guiscardo, quien le encamina hacia su
tío, llamado igualmente Rogerio, conquistador de Sicilia y Señor de Apulia y de Calabria.

102
Los dos príncipes normandos, Roberto Guiscardo y su hermano menor Rogerio, a
pesar de sus pocos medios, han conquistado con rapidez Apulia (Puglia) y Calabria, entonces
bajo el dominio del imperio griego. En 1060, Roberto y Rogerio emprenden la conquista de
Sicilia y tardan veinte años en conseguirlo. Roberto, que ha creado para sí el título de duque
de Apulia, gobierna como señor feudal el conjunto de sus conquistas. Rogerio, con su título
de conde, gobierna Sicilia y Calabria bajo el dominio de su hermano. A la muerte del duque
Roberto le sucede su hijo Rogerio Borsa. El sobrino pasa a ser señor feudal de su tío, el conde
Rogerio. Este es el momento en que Bruno funda su eremitorio de Calabria.

El conde Rogerio, acabada la conquista de Sicilia, se dedica a organizar su condado.


El principal problema que encuentra es el de la coexistencia de los grupos religiosos opuestos
entre sí: católicos latinos, cristianos griegos y musulmanes. Su tendencia política le inclina a
favorecer a los latinos con detrimento de los griegos, incluso de los griegos católicos. Varios
obispados griegos son transferidos a los latinos. Y en cuanto a los monjes griegos, Rogerio
trata de hacerles emigrar de Calabria, donde los considera demasiado poderosos, a Sicilia,
para que sirvan de contrapeso a la presencia islámica.

Por esto, cuando llega Bruno buscando un lugar para su vida eremítica en Calabria,
Rogerio se muestra muy favorable al monaquismo latino. Despoja a los monjes griegos de
sus bienes para dotar con ellos a los monjes latinos. Por otra parte, Urbano II, ante las
expediciones del emperador Enrique IV, que amenaza con invadir toda la península,
encuentra en los príncipes normandos un refugio, pues se mantienen fieles al Papa. El Papa
ve con buenos ojos la latinización de la vida monástica que inaugura el príncipe Rogerio.
Bruno, al margen de toda esta política, sólo busca una cosa: hallar en Calabria la soledad y la
paz de que ha gozado en Chartreuse. Al conocer el duque Rogerio los planes eremíticos de
Bruno le ofrece sus propias tierras para la fundación. Pero Bruno no cree que el lugar que le
ofrece sea el más conveniente para la vida retirada del mundo. Entonces el conde Rogerio,
con tal de retenerlo en sus estados, le ofrece grandes facilidades y bienes para construir su
eremitorio donde le parezca más oportuno. Bruno recorre la región, examina todas las
posibilidades y elige el desierto de La Torre, a pocos kilómetros de Mileto. En la carta de
donación del conde Rogerio se dice:
Por la misericordia de Dios, unos hombres abrasados de celo por la religión, Bruno y
Lanuino, han venido de Francia con algunos compañeros a nuestras tierras de
Calabria. Habiendo despreciado todas las vanidades del mundo, se han propuesto
vivir sólo para Dios. Conociendo sus piadosos deseos y queriendo participar de sus
oraciones, hemos conseguido, después de mucho insistir, que escojan en nuestras
posesiones un lugar conveniente para servir a Dios según sus deseos.

Otra carta del duque Rogerio, confirmando la donación del conde, dice:

Bruno y Lanuino han venido de Francia a Calabria con sus compañeros. Están llenos
de santo celo y admirable piedad. Dios ha querido traerlos a nuestro ducado, pero no
encontrando en nuestras posesiones un lugar suficientemente solitario, Rogerio, conde
de Calabria y de Sicilia, les ha recibido en sus tierras.

En efecto, Rogerio, conde de Sicilia y verdadero árbitro de los destinos de Italia del
Sur, gran aliado del papa Urbano II en su lucha contra la simonía y en la reorganización de la
Iglesia de Sicilia, desaparecida durante la ocupación musulmana, entrega a Bruno y a los
monjes que le acompañan un retiro "con sus bosques, sus tierras, sus aguas y sus montañas
donde podrán llevar, con plena paz, la vida eremítica sin estar sujetos a ningún pago". El

103
obispo de Squilache, Teodoro, y el arzobispo de Reggio, Rangiero, confirman
inmediatamente esta fundación, seguida de otra en la misma región, muy cerca de Squilache.

Se trata del hermoso y fértil valle de La Torre. En él se establece Bruno con algunos
discípulos, que se ha ganado en Roma. Imposible describir el fervor y el gozo que Bruno
experimenta al volver a la soledad. Este gozo se transparenta en las cariñosas cartas que
escribe desde este oasis de paz. En ellas describe en términos entusiastas los gozos y deleites
que Dios les ha concedido a él y a sus compañeros. La alegría corre siempre pareja con la
verdadera virtud y es particularmente necesaria a las almas que viven en la soledad, ya que
nada hay para ellos tan pernicioso como la tristeza y la tendencia exagerada a la
introspección.

En La Torre, en el corazón de la Calabria centro-meridional, Bruno funda el eremo en


el que transcurre los últimos años de su vida. Lo organiza según el estilo de vida de la Gran
Cartuja. En La Torre levanta el eremitorio de Santa María, donde se establecen los padres; y a
unos dos kilómetros de distancia, donde se halla la actual Cartuja, construye para los
hermanos la casa de San Esteban del Bosque. En la iglesia conventual se conservan los restos
de san Bruno y del beato Lanuino, su primer sucesor en esta Cartuja.

En 1099, Landuino, el prior de la Cartuja, va a Calabria a consultar con Bruno ciertos


puntos de la vida monástica, pues los monjes de la Cartuja no quieren apartarse un ápice del
espíritu del fundador. Bruno les escribe entonces una carta llena de ternura y de
espiritualidad, donde les da instrucciones acerca de la vida eremítica, resuelve sus
dificultades, les consuela de lo que han tenido que sufrir y les alienta a la perseverancia. En
sus dos ermitas de Calabria, llamadas Santa María y San Esteban, Bruno sabe inspirar el
espíritu de la Cartuja. En la cuestión material, recibe generosa ayuda del conde Rogerio, con
quien llega a unirle una estrecha amistad. Bruno suele visitar al conde y a su familia en
Mileto, con ocasión de algún bautismo u otra celebración familiar; y, por su parte, Rogerio
acostumbra ir a pasar algunas temporadas en La Torre. Bruno y el conde morirán con sólo
tres meses de diferencia.
b) La Gran Cartuja y Santa María de La Torre

El lugar donde Bruno instala su nuevo eremitorio se llamaba ya antes Santa María de
la Torre. Es un desierto situado a 850 metros de altura, casi equidistante de ambos mares, el
Adriático y el Tirreno, entre las ciudades de Stylo y Arena. El acta de donación añade una
legua cuadrada de terreno lindante con el desierto, con sus bosques, prados, pastos, aguas,
molinos y todos los derechos de señorío. Ciertamente, Santa María de La Torre no ofrece a la
soledad las mismas protecciones naturales que tenía la Chartreuse. Sin embargo, en la carta a
Raúl le Verd, Bruno le dice: "Vivo en un desierto de Calabria, bastante alejado de todo
poblado".

Pero Bruno se encuentra en Calabria con una situación muy distinta de la de


Chartreuse. En la fundación de la Gran Cartuja, Bruno se sintió sumamente ayudado por
Hugo de Grenoble, que comprendía el plan y el espíritu de la vida solitaria, hasta el punto de
hacerlo suyo, apoyando a Bruno con toda su autoridad y prodigándole sus consejos y ayuda.
La dificultad venía de la naturaleza, del clima, pero esto más bien favorecía su plan de
absoluta soledad. En cambio en Calabria son los hombres más que la naturaleza quienes
entorpecen el proyecto. Bruno se ve envuelto en un ambiente humano que condiciona su
fundación. El emplazamiento geográfico y las condiciones políticas de la Torre no se pueden
comparar con el lugar y condiciones de vida de Chartreuse. Estas diferencias pesarán en el

104
futuro del eremitorio de Calabria. Ya en tiempos de Bruno dan un matiz peculiar a la
existencia del grupo de ermitaños.

En Chartreuse, desde el principio de su fundación, Bruno consiguió una donación


franca del terreno, poniéndose así al reparo de cualquier ingerencia de los donantes. En
aquellas tierras pobres, protegidas por el aislamiento, tan ingratas que no despertaban la
codicia de ningún señor o abadía, tenía la libertad de hacer lo que quería. Si Hugo de
Grenoble mantuvo tan estrechas relaciones con los ermitaños, llegando a veces a intervenir en
sus asuntos, fue siempre para ayudarlos a mantenerse fieles a su espíritu; conocía el ideal de
Bruno y lo había hecho suyo. La independencia les era tan indispensable que, después de
reagruparse la comunidad dispersa, Bruno y Landuino no cejaron hasta recuperar el pleno
derecho sobre las tierras del eremitorio.

En Calabria las cosas son distintas. El emplazamiento del eremitorio está menos
protegido por la naturaleza, es más accesible, menos solitario, menos abrupto, más rico y más
codiciado. Además, Bruno y sus hijos dependen del conde Rogerio. Su primera instalación y
las enormes donaciones que el príncipe les hace forman parte de una política: sustituir en
aquella región el monaquismo griego por el latino. Y, dentro de la política de Urbano II,
Bruno ocupa el puesto de mediador entre el Papa y el conde. Si Bruno resiste al conde
desagrada y perjudica al Papa. Es el servicio que presta al Papa para salvar su vida solitaria y
contemplativa. Si los archivos no conservan ningún documento pontificio en el que se diga
que el Papa haya confiado alguna "misión pontificia" a Bruno, no sucede lo mismo con
Lanuino, dotado de grandes dotes para solucionar problemas. El Papa Pascual II le
encomienda que se ocupe de la elección del obispo de Mileto y el cuidado de reformar
algunos monasterios.

Por otra parte, no hay duda de que el conde manifiesta por Bruno una veneración y
respeto admirables. Entre ellos se han creado unos vínculos sumamente cordiales. El conde,
en sus relaciones, sitúa a Bruno en un lugar privilegiado. Este acuerdo entre Bruno y Rogerio
da origen a dos hechos, ajenos ideal eremítico de Bruno y que, a la larga, harán daño a la vida
de Santa María de La Torre. El conde colma al eremitorio de donaciones y "el Maestro del
desierto", como llaman al prior del eremitorio, se convierte en uno de los personajes más
importante del condado. Ya en la primera carta de donación se cede a los ermitaños todo el
territorio de la Torre "hasta dos millas de distancia alrededor de la iglesia".

En la consagración solemne de la iglesia del eremitorio, hecha por Archero, arzobispo


de Palermo, el conde y su corte realzan con su presencia la ceremonia. Cuatro obispos,
Tristán, obispo de Tropea, Augerio, obispo de Catania, Teodoro, obispo de Squillache, y
Godofredo, obispo de Mileto, rodean al arzobispo Archero. Para celebrar el acontecimiento,
el conde Rogerio hace al eremitorio una nueva e importante donación: el antiguo monasterio
de Arsafia con todas sus dependencias. Y las donaciones no acaban nunca. En 1096 el conde
regala a Lanuino un molino, y el mismo año hace donación a Bruno y Lanuino del "vergel de
San Nicolás" y una gran finca cuyo dueño "había muerto sin dejar descendencia", etc, etc.

Esta abundancia contrasta con la pobreza de Chartreuse, que en 1101 apenas ha


aumentado las posesiones del principio. Allí las tierras seguían siendo pobres y de difícil
explotación. Para poder vivir, los ermitaños se sentían obligados a ser pocos. A la muerte de
Bruno no pasaban de doce. En Calabria, en cambio, eran unos treinta.

105
Las dificultades de la comunidad de Calabria comenzaron después de la muerte de
Bruno. Poco a poco fue creciendo la influencia temporal de los sucesores de Bruno, con el
consiguiente malestar de algunos ermitaños. En la medida en que se alejan de la vida sencilla
y callada de Bruno, van perdiendo la paz, esa paz indispensable para la vida contemplativa. A
pesar de ello siempre subsistió un grupo de ermitaños fiel a la vida contemplativa implantada
por Bruno. Disminuye el número, pero perdura el espíritu.

Ya en vida de Bruno, Lanuino, con el cargo seguramente de procurador, va


reemplazando a Bruno en lo tocante a las relaciones con los príncipes y con el mismo Papa.
Bruno, que no tiene mucha perspicacia para los negocios de este mundo ni siente ningún
interés por inmiscuirse en las tareas administrativas, deja todos estos asuntos en manos de
Lanuino, el normando que llegará a ser el sucesor de Bruno como "Maestro del desierto".
Lanuino parece haber gozado de un temperamento activo, dinámico, realista, sin que esto
reste en nada su espíritu de contemplativo. La Iglesia le ha beatificado. Sin embargo, este
desdoblamiento, que imponían la circunstancias, no dejaba de tener sus consecuencias. Por
fiel y perfecto discípulo de Bruno que sea, al tener que dedicarse a administrar bienes tan
considerables, por fuerza ve la cosas de una manera distinta a Bruno, el contemplativo, el
pobre y desprendido totalmente de este mundo. Mientras vive Bruno, con su bondad,
equilibrio y sentido profundo de la vida contemplativa, logra superar los peligros de tantas
riquezas.

Una carta apócrifa, escrita entre 1122 y 1146, es decir, poco después de la muerte de
Bruno, manifiesta la admiración popular hacia Bruno, que rechaza unas fastuosas donaciones
que quería hacerle el conde Rogerio: "Yo, Rogerio, le supliqué que aceptara por amor de Dios
pingües rentas sobre mis tierras de Squillache, pero las rechazó. Me decía que había
abandonado la casa de su padre y la suya, en la que había ocupado el primer puesto, para
servir a Dios libre de las cosas de este mundo, que le parecían extrañas".

Lanuino, en cambio, no sólo recibe las donaciones espontáneas, sino que a veces las
solicita, como aparece en una carta de 1096: "Un día, yo, Rogerio, por la gracia de Dios, me
paseaba a caballo en compañía de N.N.. Era después de la hora nona y marchábamos en
dirección de Santángelo, cuando he aquí que nos encontramos con fray Lanuino, que subía a
la gran explanada junto al camino de Gramático. Lanuino nos acompañó a caballo hasta pasar
Santángelo. Entonces me rogó que me detuviera un poco, pues tenía que hablarme de un
asunto importante. Hicimos alto en el montículo, delante de la capilla de San Dimas. Como
no hacía sino repetir las mismas palabras de Bruno, hombre de quien me dejaba convencer
fácilmente, me rogó le diera para los pastores uno de mis molinos de Squillache. Por
deferencia a Maestro Bruno le respondía amigablemente: 'Fray Lanuino, por la gracia de Dios
eres hábil artífice y gran constructor de monasterios. Ponte al trabajo y date prisa en construir
el molino en los terrenos de Arsafia que te he concedido. Allí hay un magnífico salto de agua'.
Al oír estas palabras, Lanuino se acordó de un viejo molino que había habido allí. Dio gracias
a Dios y me pidió que hiciera constar mi donación en una carta, sellándola con mi sello. Así
lo hice, teniendo por testigos a todas las personas que me acompañaban y que yo había
llamado para ello".

Esta carta, ciertamente auténtica, nos ayuda a ver lo que hay de verdadero en la
apócrifa. Bruno aparece desinteresado, pobre, reservado ante las donaciones fastuosas.
Lanuino, en cambio, se aprovecha de la estima de que goza Bruno ante el conde para sacarle
nuevos dones. El conde Rogerio, normando como Lanuino, no se deja engañar por las
marrullerías de Lanuino, pero cede por deferencia a Bruno. Lanuino, "egregio constructor de

106
monasterios", conseguirá la donación que, según la carta apócrifa, Bruno había rechazado. El
27 de enero de 1114, con la aprobación del Papa, Lanuino erigirá en la región de Squillache
un cenobio bajo la regla benedictina, iniciándose entonces una evolución que arrastrará al
eremitorio de Santa María de La Torre muy lejos del ideal de Bruno hasta transformarse en
monasterio cisterciense. Bruno y Lanuino ante el conde Rogerio recuerdan a Eliseo y Giezi
ante Naamán: Eliseo completamente desinteresado; Giezi, su criado, se va tras los dones de
Naamán.

Esta divergencia de actitud entre Bruno y Lanuino no pasa desapercibida a la


comunidad de Calabria. A la muerte de Bruno, a propósito de la elección del sucesor, afloran
las diferencias, pues no todos los ermitaños están de acuerdo en elegir a Lanuino. La elección
se prolonga tanto que es necesaria la intervención del Papa, quien encarga como delegado
suyo al cardenal de Albano, para que estudie la situación y restablezca la paz. Finalmente es
elegido Lanuino y todos los religiosos le prestan obediencia. Pero, en las cartas que escribe a
los ermitaños para celebrar el restablecimiento de la paz, el Papa invita a Lanuino a imitar las
virtudes de Bruno y especialmente a mantener la fidelidad a la vida eremítica.

c) ¡Oh Bondad! ¡Oh Bondad!

Como en la Gran Cartuja, Bruno no llega solo a Santa María de la Torre. En la carta a
su amigo Raúl le Verd dice que "vive con sus hermanos de religión, algunos de los cuales son
muy doctos". No se sabe con cuántos comienza Bruno la Cartuja de Calabria. A su muerte
serán treinta monjes. Un obituario, lista de los difuntos con el día de su muerte o sepultura,
contiene el nombre de treinta ermitaños que, después de su muerte, prestan juramento al
beato Lanuino en 1101. Lanuino es uno de los primeros compañeros de Bruno en Calabria, un
normando, como hemos visto, habilísimo para los negocios. La crónica Magister, en su
laconismo, dice: "Bruno se retiró a un desierto llamado La Torre y allí, en compañía de
muchos laicos y clérigos, practicó su ideal de vida solitaria hasta el día de su muerte".

Son diez años los que Bruno pasa en Santa María de La Torre, consagrado
enteramente al amor de Dios, gustado en la continua contemplación. Aquí Bruno vive y
ayuda a vivir la vida contemplativa, apasionante y existencial, que nos describen las dos
cartas que escribe desde Calabria. Son diez años muy parecidos a los seis pasados en
Chartreuse: el mismo silencio, el mismo gusto por la soledad, el mismo gusto por la vida
contemplativa, la misma sencillez y bondad, la misma caridad con sus hijos de Santa María
de La Torre... y también por los de la Gran Cartuja.

La fama del santo y de sus ermitaños atrae enseguida a otros muchos, de suerte que
hacia 1098 se ve necesario fundar otro eremitorio cercano, el de san Stefano in Bosco, y en
1099 el de Santiago de Mentauro, donación del conde Rogerio.

Desde Santa María de La Torre escribe a su amigo Raúl le Verd: "¿Os describiré la
hermosura del lugar donde habitamos? Es una llanura amena y espaciosa que se dilata entre
montañas y en donde se encuentran praderas siempre verdes y siempre esmaltadas de flores.
No me es posible pintaros la perspectiva maravillosa de las colinas amontonadas como por
magia unas sobre otras; y menos aún la umbría frescura de los valles en que se reúnen las
aguas de mil fuentes para dividirse de nuevo en mil distintos arroyuelos. Se extiende luego la
vista y se detiene sobre jardines deliciosos, sobre árboles infinitamente variados, sobre frutas
magníficamente coloreadas. Pero, ¿a qué fin presentaros este cuadro de una soledad en la que

107
el sabio encuentra placeres enteramente divinos? Porque el espíritu fatigado por la meditación
y los ejercicios regulares necesita de reposo y de un descanso inocente".

En Calabria, en una montaña coronada de bosques, en su segunda Cartuja vive Bruno


los últimos años de su vida. Estando en la parte meridional de Italia el clima es mucho más
benigno que el de la gran Cartuja. El mismo Bruno dice de su nueva morada: "Este es un
lugar, cuyos encantos regocijan al espíritu humano cuando, por su debilidad y por su intenso
trabajo espiritual, se siente cansado; el arco que está demasiado tenso por mucho tiempo, se
afloja y se hace inservible". En medio del bosque, en la soledad absoluta, con frecuencia
interrumpe su silencio con este grito, salido de su corazón embriagado de felicidad: ¡Oh
Bondad! ¡Oh bondad! Es la exclamación preferida de Bruno, la que más usa y la que mejor
revela los últimos recovecos de su alma.

14. LA PARTE MEJOR

a) Noveno centenario

En 1984, Juan Pablo II ha querido participar en el noveno centenario de la fundación


de la Cartuja. En Santa María de La Torre les dice a los sucesores de Bruno:

En el rápido correr de los acontecimientos, que atrapan a los hombres de nuestro


tiempo, es necesario que vosotros, mirando continuamente al espíritu original de
vuestra Orden, permanezcáis firmes con voluntad inquebrantable en vuestra santa
vocación. Pues nuestro tiempo tiene necesidad del testimonio y del servicio de vuestra
forma de vida. Los hombres de hoy, divididos por opiniones divergentes y
frecuentemente turbados por el fluctuar de las ideas, inducidos incluso a peligros de
orden espiritual por la publicación de una multitud de escritos y sobre todo por los
medios de comunicación que tienen un gran poder sobre los espíritus, pero que a
veces se manifiestan en oposición con la doctrina y la moral cristianas, tienen
necesidad de buscar el absoluto, y de verlo en cierto modo probado por un testimonio

108
de vida. Darles este testimonio es vuestra misión. Y también los hijos y las hijas de la
Iglesia que se dedican a las actividades apostólicas deben, en medio de las realidades
fluctuantes y transitorias del mundo, apoyarse sobre la estabilidad de Dios y de su
amor, que ven testimoniada en vosotros, que sois partícipes de ellas de un modo
especial en esta peregrinación terrena.

Vosotros, si bien con la debida y justa adaptación a los tiempos, debéis, sin descanso,
volver al espíritu original de vuestra Orden y perseverar irremoviblemente en vuestra
santa vocación... Es necesario que vosotros, actuales seguidores de aquel gran hombre
de Dios, que fue san Bruno, recojáis su testimonio, viviendo el espíritu de amor a
Dios en la soledad, en el silencio y en la oración, como quienes "esperan al patrón que
vuelve de las bodas, para abrirle en seguida, apenas llegue y llame" (Lc 12,36)...

El Fundador os invita a reflexionar sobre el sentido profundo de la vida


contemplativa, a la que Dios llama en cada época de la historia a las almas generosas.
El espíritu de la Iglesia es para almas fuertes... El trabajo sobre el carácter, la apertura
a la gracia divina, la asidua oración, todo sirve para forjar en el cartujo un espíritu
nuevo, templado en la soledad para vivir para Dios en actitud de disponibilidad
total....

Los Papas han sido siempre los defensores de los carismas particulares que el Espíritu
Santo suscita sin interrupción en la Iglesia. Los cartujos nacieron con la bendición de Urbano
II y nunca les faltó el consuelo, el apoyo y hasta la defensa del Papa. En las tres cartas
siguientes brilla este aprecio por Bruno y por la vida contemplativa:

b) Carta de Pío IX

Ciertamente se debe decir que han elegido la parte mejor, como María de Betania,
aquellos religiosos que, por profesión, viven escondidos y separados del tumulto y de
las locuras del mundo, y consagran todas sus energías a la contemplación de los
divinos misterios y de las verdades eternas, elevando al Señor continuas e insistentes
plegarias por la difusión y prosperidad de su reino, solícitos por lavar y expiar con la
penitencia espiritual y corporal, prescrita o voluntaria, no tanto las propias culpas
como las ajenas.

De hecho, no se podría proponer, a quien se sienta llamado, ningún género o norma


de vida más perfecto que éste, en el que cuantos viven en el claustro la íntima unión
con Dios y la santidad interior, en tanta soledad y silencio, contribuyen
admirablemente a hacer más espléndido el tesoro de santidad que la Esposa
inmaculada de Jesucristo ofrece a la admiración y a la imitación de todos.

No es extraño, pues, que los escritores de los siglos pasados, deseando exaltar la
oración de los solitarios y mostrar su eficacia, la hayan comparado con la oración de
Moisés. Todos conocen el episodio al que aluden: Habiendo entablado Josué batalla
contra los amalecitas en la llanura, Moisés, sobre la cima del monte cercano, oraba
con fervor a Dios para que concediera la victoria a su pueblo. Y sucedió que,
mientras Moisés tenía alzadas las manos al cielo, prevalecía Israel; pero, apenas las
bajaba por el cansancio, prevalecían los amalecitas. Entonces Aarón y Jur se
colocaron a los lados de Moisés y le sostuvieron los brazos hasta que Josué salió
victorioso del combate.

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Este episodio expresa de forma eficaz el valor de la oración de los contemplativos,
que encuentran un válido apoyo en el augusto sacrificio del altar y en la práctica de
la penitencia, representados en cierto modo por Aarón y Hur. Pues, como hemos
dicho, es una ocupación habitual y prerrogativa de aquellos solitarios el ofrecerse y
consagrarse a Dios como víctimas de propiciación para su salvación y la del
prójimo, en calidad de representantes oficiales del género humano. Por ello, desde
los albores de la Iglesia, echó raíces y se desarrolló este género de vida tan perfecto,
del que toda la cristiandad recibe un beneficio superior a cuanto se pueda imaginar.

Sin hablar aquí de los ascetas, que desde los comienzos del cristianismo vivían en sus
familias con tanta austeridad que san Cipriano les consideraba como "la porción
más ilustre de la grey del Señor", la historia nos narra cómo muchos fieles de Egipto,
perseguidos por el emperador Decio por su fe, se refugiaron en una zona desierta de
su nación, y luego, una vez restituida la paz de la Iglesia, continuaron practicando la
vida eremítica, pues habían experimentado lo apropiada que era esa forma de vida
para alcanzar la perfección. Algunos de estos anacoretas, de los que se decía que
eran tan numerosos como los habitantes de las ciudades, se decidieron a vivir
completamente separados del consorcio de los hombres, mientras que otros,
siguiendo el ejemplo de san Antonio, se congregaron en las lauras. Así, poco a poco,
surgieron las Ordenes monásticas, que, gobernadas y regidas por Reglas
particulares, se difundieron en seguida por todo el Oriente y, después, se
establecieron también en Italia, en las Galias y en Africa proconsular, construyendo
monasterios por todas partes.

Este género de vida que permitía a los monjes, que vivían cada uno en el secreto de
la propia celda, aplicar el espíritu de modo exclusivo a la contemplación de las
realidades celestes, exonerados y libres de todo ministerio exterior, se reveló de una
utilidad admirable para la comunidad cristiana. Pues el clero y el pueblo de aquel
tiempo no podían por menos de reconocer la máxima utilidad del testimonio de
aquellos hombres que, abrazando por amor a Cristo las prácticas más perfectas y
austeras, imitaban la vida interior y escondida que él mismo llevó en la casa de
Nazaret, a fin de "completar lo que falta a su Pasión".

Pero, con el correr de los años, la vida puramente contemplativa se volvió más rara y
terminó por extinguirse casi del todo, porque si es verdad que los monjes deberían
haber permanecido extraños a la cura de almas y a los ministerios exteriores, sin
embargo comenzaron a asociar a la meditación y a la contemplación de las
realidades divinas los ejercicios de la vida activa, bien porque creyeron necesario
ayudar al clero, insuficiente para tantas necesidades -y los obispos no dejaron de
animarlos a ello-, bien porque creyeron conveniente asumir el encargo de la
instrucción del pueblo promovida por Carlo Magno. A esto hay que añadir también
los daños que causaron a los monasterios las perturbaciones políticas de aquella
época. Por todo esto es fácil comprender cuán indispensable era, para reanimar a la
Iglesia, volver de nuevo al antiguo esplendor de aquel género de vida tan santo, que
durante años había florecido en los cenobios, de modo que nunca volviesen a faltar
almas completamente dedicadas a la oración, exentos de cualquier ministerio, para
suplicar sin tregua la misericordia divina y atraer sobre el mundo, tan olvidado de la
propia santificación, dones de todo género.

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Y he aquí que Dios, que en su misericordia no cesa de proveer en todo tiempo a las
necesidades de la Iglesia, eligió a Bruno, hombre de gran virtud, para que llevase de
nuevo la vida contemplativa al esplendor de la pureza primigenia. Bruno, a su vez,
instituyó la Orden de los cartujos y, después de haberles empapado de su espíritu, les
dejó aquellas reglas austeras que, mientras hacen recorrer rápidamente a sus
religiosos la vía de la santidad interior, les aleja de toda obligación de ministerios y
oficios exteriores y les mantiene aplicados con perseverancia y coraje a los ejercicios
de una vida uniformemente rígida y austera. Nadie ignora cómo luego los cartujos
han conservado fielmente por casi nueve siglos el espíritu de su fundador, sin haber
tenido necesidad, como otras Ordenes, de ninguna reforma.

Así, pues, ¿quién no admirará a estos monjes que se han separado completamente,
como segregados, de toda la vida del consorcio de los demás hombres, para poder
proveer a la salvación eterna de sus hermanos mediante un verdadero apostolado de
silencio y recogimiento? Vive cada uno en la propia celda, observando tan
estrictamente la soledad que no se apartan de ella por ningún motivo, por ninguna
necesidad, en ningún tiempo del año; a horas determinadas, del día y de la noche, se
reúnen en el templo, no para salmodiar como se hace en otras Ordenes, sino para
cantar, con voz viva y rotunda, todo el Oficio divino, sin el sostén de ningún
instrumento y según las antiquísimas melodías gregorianas de sus códices. ¿Cómo es
posible que el Dios de las misericordias no escuche los deseos de estas almas
fervorosas que le suplican por la Iglesia y por la conversión de los hombres?

Por tanto, como a san Bruno no le faltó la benevolencia de nuestro predecesor


Urbano II, un tiempo discípulo del doctísimo y santísimo hombre de las escuelas de
Reims, y que, elegido Papa, lo quiso tener a su costado como consejero; así pues, la
Orden de la Cartuja, tan recomendable por su misma simplicidad y por la santa
rusticidad de su vida, ha gozado siempre de un especial aprecio de parte de la Santa
Sede. Y no es menor el afecto que Nos sentimos por esta Orden tan benéfica y el
deseo de que prospere y se propague siempre más y más. Pues, si hubo un tiempo en
que se advirtió la necesidad de anacoretas en la Iglesia de Dios, eso se verifica sobre
todo en nuestros días, en que vemos a tantos cristianos que, olvidados totalmente de
la consideración de las realidades celestes y perdido hasta el pensamiento de su
eterna salvación, corren desenfrenadamente detrás de las riquezas de la tierra y de
los placeres del cuerpo, viviendo en privado y en público como paganos, en oposición
al Evangelio.

Y si hay aún quien piensa que ciertas virtudes, injustamente llamadas pasivas, están
ya superadas y que se deba sustituir la antigua disciplina monástica por el ejercicio
más cómodo y menos fatigoso de las virtudes activas, esta idea ya fue rechazada y
condenada por nuestro predecesor, León XIII, en su carta Testem benevolentiae del
22 de enero de 1899, y cada uno por sí mismo puede comprender cuán dañina e
injuriosa es esa teoría para el concepto y la práctica de la perfección cristiana.

En realidad -y es fácil comprenderlo- sirven más a la Iglesia y a la salvación de los


hombres quienes se dedican asiduamente a la oración y a la penitencia que no
quienes cultivan, trabajando, el campo del Señor. Si los primeros no atrajeran del
cielo la abundancia de las gracias divinas sobre el terreno que los obreros del
Evangelio deben regar, éstos obtendrían de sus fatigas frutos mucho más pobres.

111
Los Estatutos, por los que se rige la Orden, le pareció bien a nuestro predecesor
Inocencio XI acogerlos "bajo el válido patrocinio de la Sede apostólica" y los aprobó
de forma específica con la Constitución Iniunctum nobis del 27 de marzo de 1688, en
la que leemos el magnífico elogio de aquellos religiosos, tanto más valioso por
provenir de un Pontífice de vida tan santa. El no dudó en afirmar, como ya habían
reconocido los romanos pontífices predecesores suyos, que la Orden de los cartujos
era "un excelente árbol plantado por la diestra de Dios en el campo de la Iglesia
militante, y siempre fecundo en frutos de santificación", por lo que él mismo llevaba
en el corazón "esta Orden y sus miembros, que no cesan de servir al Señor en la
contemplación de las sublimes verdades divinas".

Y, como ahora se trataba de conformar los mismos Estatutos a las normas del Código
de Derecho canónico, se han reunido en Capítulo general los cartujos destinados
para esta tarea, para estudiar y llevar a buen término la revisión deseada. Y el
resultado ha sido satisfactorio, porque han sido abrogados aquellos puntos de la
regla y aquellas costumbres que, dejando intacta la esencia de la Orden, habían
caído en desuso o no parecían convenientes para nuestros tiempos, y se han incluído
algunas prescripciones de los precedentes Capítulos generales. (Sigue el texto de los
Estatutos)

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 8 de julio de 1924, año tercero de nuestro
pontificado.11

c) Carta de Pablo VI
Justamente se afirma que han elegido la "parte mejor" (Lc 10,41) aquellos que,
liberados del tumulto de las cosas del mundo, sirven a Dios con una consagración
total en la soledad del cuerpo y del corazón. Pues ellos, despojándose de lo que en el
tumulto de la muchedumbre frena al alma en la contemplación de las verdades
divinas, pueden vivir con más facilidad aquello que, como ha afirmado
espléndidamente san Teodoro Estudita, es el fin específico del monje: "El monje es el
que fija la mirada sólo sobre Dios, desea ardientemente sólo a Dios, se ha
consagrado sólo a Dios y se esfuerza por rendirle un culto indiviso; está en paz con
Dios y se convierte en fuente de paz para los demás".

Esta es, sin duda alguna, una forma singular de vida, con la que de algún modo se
anticipa el modo de vivir de los habitantes de la Jerusalén celestial. Por tanto, a
aquellos que viven esta vocación solitaria se les puede aplicar de modo singular lo
que san Agustín dijo de las vírgenes: "Cuanto mejores sois vosotras que comenzáis
antes de la muerte a ser lo que los hombres serán después de la resurrección".

Sin embargo, no se debe considerar a los eremitas como extraños al cuerpo de la


Iglesia y a la comunidad de los hombres, pues, como claramente ha afirmado el
Vaticano II, "la vida contemplativa es necesaria para la plena presencia de la
Iglesia", y "los contemplativos estimulan con su testimonio al pueblo de Dios y lo
acrecientan con una misteriosa fecundidad apostólica".

La Orden de los cartujos, con rara fidelidad, ha conservado en su pureza e


integralmente esta vida segregada del mundo y unida a Dios, recibida como una
11 Constitución apostólica con la que se aprueban en forma específica los Estatutos de la
Orden de los cartujos, AAS 16 (1924) 385ss.

112
herencia de sus Padres, y esto se convierte en su alabanza y honor. Interesa, pues, a
toda la Iglesia que siga floreciendo, o sea, que sus miembros, deseando dar a Dios la
gloria que le es debida, gasten incesantemente todas sus fuerzas en su adoración.

Con este culto sincero e indiviso la Orden de los cartujos no solamente aporta un
grande y seguro beneficio al pueblo de Dios, sino que ofrece también una no pequeña
ayuda a todos los hombres, a todos aquellos que buscan la vía de la vida y necesitan
de la gracia divina; la contemplación y la oración constante se deben, por ello,
estimar como un servicio y un don de primerísima importancia, que beneficia al
mundo entero.

Esta intensa mirada interior que, en cuanto lo permite la condición humana, se dirige
a Dios sin interrupción en la forma más inmediata, une en modo único a los mismos
monjes con la bienaventurada Virgen María, que ellos suelen llamar Madre
particular de los cartujos.

Es conveniente, pues, que nosotros testimoniemos nuestro paterno y particular afecto


y nuestra gran estima a esta Orden. Ella, según se nos ha hecho conocer, celebrará
dentro de poco un especial Capítulo general que, en las circunstancias actuales, será
de suma importancia, pues se trata de revisar los Estatutos de la Orden. Nos
sentimos, por tanto, movidos a comunicaros, por medio de esta carta, lo que la
Iglesia espera de los cartujos y que consideramos será útil para que orientéis bien el
trabajo del próximo Capítulo.

Vuestra Orden, como es sabido, comprende monjes obligados al coro y hermanos


conversos o donados, unidos por estrechos lazos de fraternidad, de respeto recíproco
y del propósito común de servir a Dios y unirse a él. Por tanto, en vuestros Estatutos,
que ahora vais a examinar, debe expresarse más claramente que todos sois partícipes
del único y mismo patrimonio espiritual, en cuanto que la vocación monástica la
pueden vivir con plenitud tanto los sacerdotes como los hermanos conversos o los
donados.

Los monjes obligados al coro, en la Orden, casi desde los comienzos, son sacerdotes
o religiosos que se preparan a recibir la sagrada ordenación. Hoy, hay algunos que
piensan que no es conveniente que los cenobitas o eremitas, que no ejercen nunca el
sagrado ministerio, se revistan del sacerdocio. Pero esta opinión, como ya hemos
dicho en otro lugar, no tiene ningún fundamento seguro ni estable. En realidad,
muchos santos y muchísimos religiosos han unido la profesión de vida monástica,
incluso eremítica, con el sacerdocio, porque tenían bien clara la armonía existente
entre la dos consagraciones, es decir, la del presbítero y la propia del monje. En
realidad la soledad, en la que se vive en total disposición para Dios solo, el absoluto
desprendimiento de los bienes de este mundo, la negación de la propia voluntad,
cosas que ejercen quienes se encierran entre los muros del monasterio, preparan de
un modo único el alma del sacerdote para celebrar con piedad y ardor el sacrificio
eucarístico, que es "fuente y culmen de toda la vida cristiana". Además, cuando al
sacerdocio se une la plena entrega de sí mismo con la que el religioso se consagra a
Dios, él es configurado de modo particular con Cristo que es al mismo tiempo
Sacerdote y Víctima.

113
El Concilio Vaticano II, cuando ha hablado de los presbíteros y de sus obligaciones,
ha afirmado justamente que forma parte de su ministerio la cura del pueblo de Dios.
Pero en realidad esta cura vosotros la ejercéis celebrando el sacrificio eucarístico,
que soléis celebrar diariamente. Esta celebración normalmente la hacéis en vuestras
celdas eremíticas, es decir, en una sagrada soledad, de la que el espíritu del monje,
fijo en el misterio de Dios, saca más abundantemente el Espíritu de luz y amor.

Por tanto, vuestra vocación, si os adherís a ella con profundidad, hace que la
intención universal, que es indisolublemente inherente al sacrificio eucarístico, se
haga la intención de cada monje que celebra. El mismo Concilio Vaticano II ha
proclamado con palabras claras esta plenitud de la caridad eucarística: "En el
misterio del sacrificio eucarístico, en el que los sacerdotes cumplen su tarea
principal, se ejerce continuamente la obra de nuestra salvación, por la que se
recomienda con fuerza la ofrenda diaria, que es siempre un acto de Cristo y de la
Iglesia, incluso cuando no se puede tener la presencia de los fieles"

Sin duda alguna, vuestro Capítulo general hará todos los esfuerzos para que se
conserve religiosamente el espíritu de vuestros fundadores, y continúe plena de vigor
la obra a la que a lo largo de los siglos os habéis consagrado, movidos por el
Espíritu, bajo la guía de los Estatutos de la Orden. Guiados por este deseo, retenéis
oportuno expresar algunos puntos de vuestras Constituciones de modo que resulten
más claros y se orienten a quienes los leen de un modo más inmediato. Además,
teniendo justamente en cuenta las condiciones de la mentalidad y de las condiciones
de vida debidas al progreso actual, deberéis eliminar algunas cosas que están ya
superadas. Al mismo tiempo, sin embargo, repristinar de modo conveniente algunas
costumbres antiguas que, debido a los cambios, han perdido su eficacia o se ha
ofuscado su significado.

Esto se refiere particularmente a vuestro modo de celebrar la sagrada liturgia.


Siguiendo, pues, las normas dadas en esta materia por la Sede apostólica, vosotros
tratáis de restituir al rito de la Misa su antigua simplicidad y, al mismo tiempo, por lo
que se refiere al ciclo litúrgico, estáis tratando de restablecer aquella ordenación que
da más relieve al orden "del tiempo" de modo que se enriquezca también vuestro
leccionario.

Con razón, pues, bien dispuestos a acoger los decretos de la Sede apostólica, tenéis
motivos para creer que se os mostrará favorable también en esto. La Sede apostólica,
ciertamente, no ignora que la liturgia de los monjes solitarios se debe adaptar a su
género de vida, pues en ella debe prevalecer el culto interior y la meditación del
misterio que se nutre de una fe viva. De hecho, los eremitas, a diferencia de los otros
fieles, toman parte en las celebraciones litúrgicas más con la comunión del espíritu,
de modo que, aunque la parte exterior y visible sea menos manifiesta, comporta sin
embargo una participación real e intensa. Para ello, vuestra vocación ha formado
poco a poco un rito particular que vosotros os esforzáis en salvaguardar, por ser más
conforme con vuestra vida contemplativa y solitaria. La Iglesia, por su parte no
desaprueba un cierto pluralismo en cuanto a la expresión externa del sentimiento
religioso y la manifestación exterior del culto divino, porque a esto conducen los
diversos modos de buscar a Dios y de adorarlo. Ella, pues, favorece las sanas
tradiciones monásticas que, custodiadas con amor, contribuyen no poco a acrecentar
la fe y el fervor espiritual del que han surgido.

114
Os queríamos escribir esto con espíritu lleno de afecto a ti y a toda la Orden de
cartujos, tan querida para nosotros, en la vigilia del especial Capítulo general.
Rogamos intensamente al Padre de la luz para que asista benévolo a quienes
tomarán parte en este Capítulo, para que éste contribuya abundantemente al
progreso de esta familia religiosa y sus deliberaciones sean acogidas con esmero
obediente y de paz.

Estos deseos se hagan eficaces por la bendición apostólica que con gusto os imparto
a ti, querido hijo, y a todos los monjes confiados a tus cuidados.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 18 de abril del año 1971, octavo de nuestro
pontificado. Pablo VI.12

d) Carta de Juan Pablo II

"Dedicarse al silencio y a la soledad de la celda", como es sabido, es la más


importante aplicación y vocación de la Orden de los cartujos, que tú presides. Sus
miembros, siguiendo la singular llamada de Dios, han pasado "de la tempestad de
este mundo al descanso seguro y tranquilo del puerto" para vivir sólo de Dios.

La Orden de los cartujos se esfuerza por conducir tal "vida escondida con Cristo"
(Col 3,3), con laudable energía y firmeza, desde hace ya novecientos años. Esto hay
que resaltarlo en este tiempo en que se celebra la memoria de su fundación. En
efecto, San Bruno, hombre eminente, inició con algunos compañeros esta forma de
vida separada del mundo en un lugar llamado Cartuja en la diócesis de Grenoble,
hacia el 24 de junio del año 1084, en el día dedicado a san Juan Bautista, "el más
grande entre los profetas y eremitas", que los cartujos veneran como celestial patrón
después de la beatísima Virgen María.

Conmemorando un acontecimiento tan feliz, unimos nuestra alegría a la vuestra y,


congratulándonos con todo el corazón de tan perseverante fidelidad, queremos
aprovechar esta circunstancia para expresar a toda la familia cartujana nuestra
particular estima y nuestro paterno amor.

Desde los primeros siglos de la Iglesia, como es sabido, han vivido algunos eremitas
dedicados a la oración y al trabajo en el desierto, hombres "que dejaron todo,
habiendo abrazado una vida celeste"; de ellos surgió la vida religiosa. Su testimonio
provocó la admiración de los hombres e incitó a muchos a la práctica de la virtud.
San Jerónimo, por citar un testimonio entre muchos otros, exaltó con palabras
ardientes esta vida escondida de los monjes: "¡Oh desierto, adornado de flores de
Cristo! ¡Oh soledad, donde nacen las piedras con que se construye la ciudad del
gran Rey, según la visión del Apocalipsis! ¡Oh eremo, donde se gusta más
familiarmente a Dios!".

En diversas ocasiones los romanos pontífices han aprobado esta vida segregada del
mundo y, recientemente, lo han hecho en relación a vosotros Pío XI en la constitución
apostólica Umbratilem y Pablo VI en la carta que te mandó para el Capítulo general.
12 Carta al Ministro general de la Orden para el Capítulo general, AAS 63 (1971) 447-450.

115
También el concilio Vaticano II exaltó esta vida solitaria, con la que los habitantes
del desierto siguen de modo más cercano a Cristo entregado a la contemplación
sobre el monte, y afirmó su fecundidad misteriosa para la Iglesia. Y finalmente el
nuevo Código de derecho canónico reafirma con fuerza esta verdad, declarando que
"los institutos dedicados enteramente a la contemplación tienen siempre un puesto
eminente en el cuerpo místico de Cristo" (c. 674).

Todo esto vale para vosotros, queridos monjes y monjas de la Orden cartujana, que,
extraños al rumor del mundo, "habéis elegido la parte mejor" (Lc 10,41).

Por tanto, en el rápido correr de los acontecimientos que atrapan a los hombres de
nuestro tiempo, es necesario que vosotros, mirando continuamente al espíritu
original de vuestra Orden, permanezcáis firmes con voluntad inquebrantable en
vuestra santa vocación. Pues nuestro tiempo tiene necesidad del testimonio y del
servicio de vuestra forma de vida. Los hombres de hoy, divididos por opiniones
divergentes y frecuentemente turbados por el fluctuar de las ideas, inducidos incluso
a peligros de orden espiritual por la publicación de una multitud de escritos y sobre
todo por los medios de comunicación que tienen un gran poder sobre los espíritus,
pero que a veces se manifiestan en oposición con la doctrina y la moral cristianas,
tienen necesidad de buscar el absoluto, y de verlo en cierto modo probado por un
testimonio de vida.

Darles este testimonio es vuestra misión. Y también los hijos y las hijas de la Iglesia
que se dedican a las actividades apostólicas deben, en medio de las realidades
fluctuantes y transitorias del mundo, apoyarse sobre la estabilidad de Dios y de su
amor, que ven testimoniada en vosotros, que sois partícipes de ellas de un modo
especial en esta peregrinación terrena.

La misma Iglesia, que como Cuerpo místico de Cristo tiene entre sus principales
tareas el deber de ofrecer incesantemente el sacrificio de alabanza a la Majestad
divina, tiene necesidad de esa vuestra piadosa solicitud, con la que diariamente
"perseveráis en las vigilias divinas".

Hay que reconocer, sin embargo, que vuestra vida eremítica en estos tiempos, en los
que quizás se da demasiada importancia a la actividad, no es suficientemente
comprendida y justamente estimada, sobre todo en vistas a la falta de obreros en la
viña del Señor. Contra estas opiniones es preciso afirmar que los cartujos, también en
nuestro tiempo, deben salvaguardar integralmente la auténtica fisonomía de su
Orden. Esto está perfectamente de acuerdo con el nuevo Código de derecho
canónico, que, aunque recuerde la urgente necesidad del apostolado activo, protege
el carácter específico de la vocación de los miembros de los Institutos puramente
contemplativos. Y esto por el servicio que ellos ofrecen al pueblo de Dios "al que
estimulan con su ejemplo y dilatan con una misteriosa fecundidad apostólica" (c.
674).

Por tanto, si por este motivo los miembros de vuestra familia "no pueden ser
llamados a prestar la ayuda de su acción en los diversos ministerios pastorales" (c.
674), vosotros no debéis prestarla, ni siquiera extraordinariamente en esa otra forma
de apostolado, consistente en acoger a las personas deseosas de pasar algún día en

116
la santa soledad de vuestros monasterios, porque esto no concuerda con vuestra
vocación eremítica.

Sin duda, los numerosos y rápidos cambios de la sociedad contemporánea, las nuevas
teorías psicológicas que influyen en los espíritus, sobre todo de los jóvenes, y la
tensión nerviosa de la que hoy sufren todos, pueden hacer surgir dificultades en las
comunidades cartujanas, especialmente entre los que están aún en el período de
formación. Por ello, os debéis comportar con prudencia y con firmeza -sin descuidar
esfuerzo alguno para comprender las dificultades de los jóvenes- de modo que
conservéis vuestro auténtico carisma en su integridad, sin desviaros de vuestros
Estatutos. Sólo una voluntad inflamada de amor de Dios y dispuesta a servirle en una
vida austera segregada del mundo ayudará a superar los obstáculos.

La Iglesia está con vosotros, queridos hijos e hijas de san Bruno, y espera grandes
frutos espirituales de vuestras oraciones y de vuestras austeridades, que sostenéis por
amor a Dios. Ya hemos tenido ocasión de decir, hablando de la vida consagrada a
Dios: "Lo importante no es lo que hacéis, sino lo que sois". Esto parece aplicarse de
un modo especialísimo a vosotros que os abstenéis de la vida activa. Mientras
conmemoráis, pues, los orígenes de vuestra Orden ciertamente os sentiréis
impulsados a adheriros con renovado ardor del espíritu y con alegría espiritual a
vuestra sublime vocación.

Y finalmente, sea prueba del amor que nos ha dictado esta carta y prenda de
abundantes gracias del cielo, la bendición apostólica que os impartimos de todo
corazón a ti, querido hijo, y a todos los monjes y monjas de la Cartuja.

En el Vaticano, 14 de mayo 1984, año sexto de nuestro pontificado. Juan Pablo II.13

13 Carta al Ministro general de los cartujos en el IX centenario de la fundación de la


Orden, AAS 76 (1984) 770-774.

117
15. CARTAS DE BRUNO

a) Ultimos años de Bruno

Capiens Unum, captus ab Uno, Bruno goza de la soledad y se entusiasma ante las
bellezas y amenidad de la naturaleza. Sensible a la amistad, se muestra siempre dulce, alegre
y modesto en el hablar. Sonriente y suave para todos, es muy discreto en imponer rigores y
penitencias corporales.

La creación es la carta abierta que el Creador nos entrega cada día. Cada cosa
contiene una chispa de su luz y de su benevolencia. La vida, que nos ofrece cada día, es el
tiempo que nos da para responder a su carta con la tinta de nuestras acciones y con la armonía
de nuestro canto.

El presente es el tiempo de Dios. En el hoy de cada día podemos encontrarnos con él.
Cada hora es un peldaño que nos eleva hacia él. Salirse del presente, con el ayer o el mañana,
es descender, alejarnos de él.

Para evocar el ambiente de los años que Bruno pasa en Calabria disponemos de dos
cartas que escribe en los últimos años de su vida, una a su amigo Raúl le Verd, y la otra, a los
hermanos de Chartreuse.14 Las dos son de sus últimos años de vida. En ambas se expresa
libremente, con suma espontaneidad. Con Raúl usa un lenguaje más literario y erudito. Con
sus hermanos habla con toda sencillez, en un lenguaje cordial y directo. Pero en las dos
14 El texto latino en Lettres des Premiers Chartreux, Sources Chretieenes, 1962, 66-82. La
traducción española es de los PP. Cartujos de Miraflores.

118
hallamos una impresionante sinceridad y apertura de alma. Nos descubren en una luz
discreta, tamizada, pero maravillosa, el alma profunda de Bruno al final de sus días.

b) Carta a Raúl le Verd

Raúl es uno de los dos amigos con quienes Bruno, en el jardín de Adam, hizo el voto
de abandonar el mundo y abrazar la vida monástica. Han pasado los años. Bruno ha cumplido
su voto y se ha mantenido fiel a él, en medio de las dificultades. Raúl se ha quedado en
Reims y ha sido nombrado deán del Cabildo de la catedral. La amistad entre Bruno y Raúl no
se ha enfriado. Raúl ha escrito varias cartas a Bruno, dándole muestra de amistad y
prodigándole favores. Y Bruno le responde, aunque sólo nos ha quedado esta carta.

La amistad de Bruno está enraizada en Dios. Por ello se inquieta por el futuro
espiritual de su amigo. Raúl está en deuda con Dios: no ha cumplido el voto que hizo. Con
energía y firmeza Bruno le escribe:

Al venerable señor Raúl, deán del Cabildo de Reims, digno del más sincero afecto,
envía Bruno un cordial saludo.

La fidelidad a una vieja y probada amistad es por tu parte más admirable y digna de
encomio, pues rara vez se encuentra entre los hombres. Ni el tiempo, ni la distancia,
que tan alejados han mantenido nuestros cuerpos, han sido capaces de arrancar de tu
ánimo el afecto hacia tu amigo. De ello me has dado suficientes pruebas, no sólo en
tus encantadoras cartas, llenas de tan gratas muestras de amistad, sino también en
los abundantes favores que me has prestado a mí personalmente y a fray Bernardo
por mi causa, y en otros muchos detalles. Reciba por ello tu bondad nuestro
agradecimiento, que, si no iguala a tus méritos, nace al menos de la fuente pura del
amor.

Hace algún tiempo te enviamos una carta con un peregrino, que se había mostrado
bastante fiel en otros mensajes; pero, como no le hemos vuelto a ver desde entonces,
nos ha parecido mejor ahora enviarte a uno de los nuestros que, de palabra y con
todo detalle como no podríamos hacerlo por escrito, te explique la vida que aquí
llevamos.

Te comunico en primer lugar, creyendo que no dejará de agradarte, que, en lo tocante


a la salud del cuerpo y en los negocios temporales, todo va a la medida de mis
deseos. ¡Ojalá ocurriera lo mismo en los asuntos del alma! Espero, sin embargo, y
pido al Señor, que su mano misericordiosa sane mis flaquezas interiores y colme mi
anhelo con sus bienes.

Vivo en un desierto de Calabria, bastante alejado por todas partes de todo poblado. Y
conmigo viven otros hermanos religiosos, muy eruditos algunos, que, como centinelas
divinos, esperan la llegada del Señor, para abrirle apenas llame. ¿Cómo describirte
dignamente la amenidad del lugar, lo templado y sano de sus aires, sus anchas y
graciosas llanuras, que se extienden a lo largo entre los montes, con verdes praderas
y floridos pastos? ¿O la vista de las colinas que se elevan en suaves pendientes por
todas partes, y el retiro de los umbrosos valles con su encantadora abundancia de
ríos, arroyos y fuentes? Tampoco faltan huertos de regadío, ni árboles de abundantes
y variados frutos.

119
Mas, ¿para qué detenernos tanto en estos temas? Otros son los deleites del varón
sabio, más gratos y útiles, por ser divinos. Sin embargo, estas vistas sirven
frecuentemente de solaz y respiro a nuestro frágil espíritu, cuando está fatigado por
una dura disciplina y la continua aplicación a las cosas espirituales. El arco siempre
armado, o flojo o quebrado.

¡Cuánta utilidad y gozo divino traen consigo la soledad y el silencio del desierto a
quien los ama! Sólo lo conocen quienes lo han experimentado.

Aquí pueden los hombres esforzados recogerse en su interior cuanto quieran, morar
consigo, cultivar sin cesar los gérmenes de las virtudes y alimentarse felizmente de
los frutos del paraíso. Aquí se adquiere aquel ojo limpio, cuya serena mirada hiere de
amores al Esposo y cuya limpia puridad permite ver a Dios. Aquí se vive un ocio
activo, se reposa en una sosegada actividad. Aquí concede Dios a sus atletas, por el
esfuerzo del combate, la ansiada recompensa: la paz que el mundo ignora y el gozo
en el Espíritu Santo.

Esta es aquella Raquel, de hermoso aspecto, más amada de Jacob, aunque menos
prolífera que Lía, más fecunda, pero legañosa. En efecto, los hijos de la
contemplación son menos numerosos que los hijos de la acción, pero José y Benjamín
son más queridos de su padre que los otros hermanos.

Esta es aquella "parte mejor" que eligió María y nunca le será quitada. Es también
aquella bellísima Sunamita, única doncella digna en todo Israel de mimar y dar calor
a David ya anciano. ¡Ojalá, hermano carísimo, la amases tú por encima de todo y al
calor de sus abrazos te inflamases en el amor divino! Si su llama prendiese una vez
en tu alma, pronto te haría despreciar la gloria del mundo con toda su halagadora y
falsa seducción. No sentirías ninguna dificultad en abandonar las riquezas, fuente de
preocupaciones y pesada carga para el alma, sino que más bien experimentarías
verdadero fastidio por los placeres, tan nocivos al cuerpo como al alma.

Harto conocida es para tu prudencia esta frase: "Quien ama al mundo y a las cosas
mundanas -placeres de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición- no está
poseído del amor del Padre". Y esta otra: "El que quiere ser amigo del mundo se
constituye en enemigo de Dios". ¿Puede haber mayor inquietud, mayor insensatez y
locura, cosa más perniciosa y desgraciada que el pretender crearse enemistades con
Aquel cuyo poder es irresistible y cuya justa venganza nadie puede evitar? ¿Es que
somos más fuertes que él? ¿Podemos creer que su paciencia, tan misericordiosa, que
ahora nos invita a la penitencia, no castigará finalmente cualquier injurioso
desprecio nuestro? ¿Qué mayor perversidad, en efecto, qué más contrario a la razón,
a la justicia y a la misma naturaleza que amar más a la criatura que al Creador,
correr tras lo perecedero, olvidando lo eterno, y anteponer los bienes terrenos a los
celestiales?

¿Qué piensas hacer, carísimo? ¿Qué otra salida te queda sino seguir los consejos
divinos y creer a la Verdad que nunca engaña? Pues bien, ella nos da este consejo:
"Venid a mí todos los que sufrís y estáis cargados, que yo os aliviaré". ¿Y no es un
sufrimiento molesto e inútil verse atormentado por la concupiscencia y afligido sin
cesar por preocupaciones, ansiedades, temores y dolores, originados por tales

120
deseos? ¿Y qué carga tan pesada como la que despeña al alma de la alta torre de su
dignidad hasta hundirla en la sima de la mayor bajeza, contra toda justicia? Huye,
pues, hermano mío, de tales molestias y miserias, y sal del tempestuoso mar de este
mundo para entrar en el reposo tranquilo y seguro del puerto.

Conocida es también para tu prudencia la frase de la misma Sabiduría: "El que no


renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo". ¿Quién no ve cuán hermoso
y útil, e incluso cuán agradable es asistir a su escuela bajo la dirección del Espíritu
Santo, para aprender la divina filosofía, única fuente de verdadera dicha?

Merece, pues, la pena que tu prudencia medite y pese atentamente estas razones. Y si
no te basta la invitación del amor divino, si no te mueve la utilidad de tan grandes
premios, te debe impulsar al menos el temor de sus inevitables castigos.

Es todopoderoso y terrible el Señor al cual te has ofrecido a ti mismo en voto, como


ofrenda grata y aceptable. No puedes faltarle a la palabra, ni te conviene, pues no
permite que nadie se burle de él impunemente.

¿Te acuerdas, amigo mío, del día en que nos encontrábamos juntos tú y yo con
Fulcuyo le Bergne en el jardincillo contiguo a la casa de Adam, donde entonces me
hospedaba? Hablamos, según creo, un buen rato de los falsos atractivos del mundo,
de sus riquezas perecederas y de los goces de la vida eterna. Entonces, ardiendo en
amor divino, prometimos, hicimos voto y decidimos abandonar en breve las sombras
fugaces del siglo para captar los bienes eternos, y recibir el hábito monástico. Y lo
hubiéramos llevado a efecto enseguida si Fulcuyo no hubiera partido a Roma, para
cuya vuelta aplazamos el cumplimiento de nuestras promesas. Como él tardó y se
mezclaron otros asuntos, nuestros ánimos se enfriaron y se desvaneció nuestro fervor.

¿Qué te queda por hacer, carísimo, sino librarte cuanto antes de tan gran deuda para
no incurrir en las iras del Todopoderoso y en los tormentos eternos, por haber faltado
tanto tiempo a tan graves promesas? ¿Qué soberano dejaría impune a uno de sus
súbditos que le defraudara en un servicio prometido, sobre todo tratándose de algo
para él muy estimado y de gran precio? Así, pues, cree no sólo a mis palabras, sino a
las del profeta, mejor dicho, a las del Espíritu Santo, que te dicen: "Haced votos al
Señor vuestro Dios y cumplidlos fielmente, todos cuantos estáis a su alrededor y le
presentáis ofrendas; al Dios terrible, que quita el aliento a los príncipes y también es
terrible con los reyes de la tierra". Oye la voz del Señor, la voz de tu Dios, la voz del
terrible que quita el aliento a los príncipes y también es terrible con los reyes de la
tierra. ¿Por qué inculca tanto el Espíritu de Dios todo esto, sino para urgirte
vivamente a cumplir las promesas de tu voto? ¿Por qué te retrasas en pagar una
deuda, que no te ocasiona ninguna pérdida ni disminución de tus bienes, sino que te
procura a ti mayores ganancias que a Aquel a quien haces el pago?

No te detengan, pues, las falaces riquezas, que no pueden remediar tu indigencia, ni


tampoco la dignidad de tu decanato, que no puede ejercerse sin gran peligro para tu
alma. Porque, permíteme que te lo diga, sería una acción tan odiosa como injusta
convertir en tu propio uso bienes ajenos de los que eres simple administrador, no
propietario. Y si el deseo de brillo y gloria te lleva a mantener muchos criados, ¿no te
verás obligado a robar de algún modo a unos lo que repartas a otros, por no bastarte

121
tus bienes legítimos? No es esto ser bienhechor y liberal, pues no hay liberalidad si
no se respeta la justicia.

Quisiera además persuadirte, amigo mío, que no debes desoír el llamamiento de la


caridad divina poniendo por excusa el servicio que prestas al señor arzobispo, que
tanto confía y se apoya en tus consejos. No siempre es fácil dar consejos útiles y
justos. La caridad divina, en cambio, es tanto más útil cuanto más justa. Porque,
¿qué hay tan justo y tan útil, qué hay tan innato y conforme con la naturaleza
humana como amar el bien? ¿Y qué mayor bien que Dios? Más aún, ¿existe algún
otro bien fuera de Dios? Así, pues, el alma santa con alguna experiencia del
atractivo, esplendor y hermosura incomparable del tal bien, arde en la llama del
amor y exclama: "Siento sed del Dios fuerte y vivo, ¿cuándo iré a ver el rostro del
Señor?".

¡Ojalá, hermano, no eches en saco roto los avisos de un amigo, ni prestes oídos
sordos a las palabras del Espíritu Santo! ¡Ojalá, carísimo, respondas a mis deseos y
a mi larga espera, para que mi alma no sufra por más tiempo inquietudes, temores y
ansiedades por causa tuya! Pues si ocurriera -Dios no lo permita- que partieras de
esta vida sin pagar la deuda de tu voto, me dejarías sumido en la más profunda
tristeza, sin ninguna esperanza de consuelo.15

Por ello te ruego encarecidamente que, al menos por devoción, te dignes venir como
peregrino a San Nicolás y luego te des una vuelta por aquí para visitar a quien te
aprecia como nadie. Podremos charlar juntos del estado de nuestras cosas, de
nuestro modo de vida religiosa y de otros asuntos de común interés. Confío en el
Señor que no te pesará el haber cargado con las molestias de tan largo viaje.

He sobrepasado los límites de una carta ordinaria: no pudiendo gozar de tu


presencia, he querido permanecer conversando más largo rato contigo por escrito.

Te deseo sinceramente, hermano, que goces de buena salud por muchos años y que
no olvides mi consejo.

Agradeceré me envíes la Vida de San Remigio, que no se encuentra aquí por ninguna
parte. A Dios.

Esta carta, destinada evidentemente a persuadir a Raúl a cumplir su antiguo voto,


transciende el caso de Raúl. En realidad constituye "un breve tratado de la vida solitaria". En
ella se desborda la experiencia de Bruno: la utilidad y gozo divino que proporcionan la
soledad y el silencio del desierto a quien los ama; algo que sólo conoce quien lo ha
experimentado. Sólo el amor de Dios explica y justifica la vida contemplativa. Pero no amor
de Dios vivido superficialmente, sino un amor ferviente, abrasador, como el que infundió el
Espíritu Santo en el corazón de los tres amigos en el jardín de la casa de Adam. Es el amor,
15 Este apremiante llamamiento de Bruno no fue escuchado por Raúl, que continuó
siendo deán. En 1106, al morir Manasés II, fue elegido arzobispo de Reims. En esa
elección Raúl tuvo como rival al candidato del rey de Francia. Entre los que se oponían a
Raúl, un clérigo sacó a relucir esta carta de Bruno y, en un panfleto, le acusó de
infidelidad a su voto de entrar en religión, utilizando incluso frases tomadas de la carta
de Bruno. Raúl murió en julio de 1124. Fue enterrado en la iglesia de la abadía de Saint-
Remi e inscrito en el necrologio de los monjes, lo que parece indicar que había recibido el
hábito monástico ad succurrendum en su última enfermedad.

122
que inflama el corazón, como los abrazos de la bella Sunamita. En el origen de la vocación
eremítica, en el centro de la experiencia contemplativa y en el fin de la vida desprendida del
mundo, arde y brilla la llama del amor de Dios. Se trata de gozar del amor de Dios que se nos
ha manifestado en la Encarnación y Redención de Jesucristo. Es, pues, el amor filial que el
Espíritu Santo testimonia a nuestro espíritu, haciéndonos participar del amor de las Personas
divinas en la Trinidad. La numerosas alusiones al Espíritu Santo testimonian que Bruno no
desea ser más que su intérprete en el interior de su amigo. Sólo el Espíritu Santo puede dar
luz y calor al alma de Raúl.

El contemplativo, cortadas todas las interferencias del mundo, vive ya como si oyera
y "viera al Invisible". Adelgazado el velo de la fe, con la contemplación continua de Dios,
experimenta y vive el preludio de la visión de Dios cara a cara. Y este preludio enciende la
esperanza de la vida eterna. Los monjes, en la montaña, en el silencio de la soledad, escuchan
el susurro de los pasos del Señor que viene. Viven constantemente como "centinelas divinos,
esperando la llegada del Señor, para abrirle apenas llame". En el silencio de la soledad
"captan lo eterno", "pregustan los frutos del paraíso". Espera y posesión, deseo y gozo,
desierto y paraíso, canto del Aleluya y grito del Maranathá, se unen en su vida. El desierto da
al monje el ojo limpio, cuya mirada hiere de amor al Esposo, que con su presencia permite
ver a Dios.

San Agustín,16 al hablar del que habita en la ciudad de los ángeles, dice: "Está, ve y
ama: está en la eternidad de Dios, ve en la verdad de Dios y ama en la bondad de Dios". Esta
es la vida del contemplativo, aunque, mientras viva en este mundo, "su existencia vaya
acompañada de esfuerzo, su verdad de oscuridad y su gozo de deseo". La paz, fruto de la fe,
de la esperanza y de la caridad, no es placer, inmovilidad ni pasividad. Aún es sólo un
preludio del descanso eterno que Dios dará al alma en la eternidad.

La vida contemplativa, en la radicalidad con que la vive y presenta Bruno, es una


vocación singular: "los hijos de la contemplación son menos que los de la acción". Por
carisma personal, Bruno se coloca en el límite de este mundo a las puertas de lo eterno, en la
cercanía de la visión de Dios, de su gracia, de su amor. Desde su experiencia todo lo de esta
tierra, incluso las jerarquías y oficios de los clérigos aparecen como algo transitorio y
marcados de imperfecciones. Llamado por Dios a la plenitud del amor, después de todo lo
que ha visto y sufrido en Reims, se siente con el derecho de expresar a Raúl, su amigo,
confidente y compañero de lucha, la verdad en toda su crudeza. Con ello Bruno no pretende
que todos los fieles o clérigos dejen el mundo, aunque sí todos deban vivir en el mundo sin
ser del mundo. A Hugo, obispo de Grenoble, cuando deseaba quedarse en la soledad de la
Cartuja, Bruno le invitaba a descender a cuidar de la grey que Dios le había confiado. Pero, al
describir la belleza y exigencia de la vida contemplativa, Bruno ofrece un servicio a todos los
cristianos, indicando a todos los frutos de la oración, de la contemplación, del silencio y de la
soledad, necesarias para todos, en cualquier estado de vida, para alcanzar la sencillez, el
recogimiento y gozar del amor de Dios. Recogerse en el propio interior, encontrarse consigo
mismo es necesario para cultivar los gérmenes de las virtudes. Sólo retirándose a la soledad,
entrando en lo íntimo del espíritu, el cristiano puede ver la "falacia de las riquezas y de los
honores" para poder "despreciar la gloria del mundo con su halagadora y falsa seducción" y
"no preferir la criatura al Creador".

Esto no significa desprecio de la creación. Bruno se deleita en las bellezas de Santa


María de La Torre. En su descripción le brota todo el lirismo de su alma y de su pluma.
16 Citado por Lettres des Premiers Chartreux I, p. 63, n.2.

123
"Frecuentemente sirven de solaz y respiro a nuestro frágil espíritu". La imagen del arco que
no debe permanecer siempre tenso para no aflojarse o romperse es una muestra del equilibrio
de Bruno, que siempre admiraron quienes vivieron con él. Bruno une en sí la fortaleza y
firmeza con la dulzura, la moderación y la humildad. Bruno sabe valorar la belleza y la
ciencia, se alegra de que entre sus compañeros halla "algunos muy sabios". Es "el ocio activo
y la sosegada actividad", no como artificio literario, sino como expresión de la vida en el
monasterio de Calabria. Bruno, como aparece en esta carta, concilia la amistad con la
soledad, la ciencia y el silencio, la severidad y el afecto, los combates del atleta y la calma de
quien llega al puerto.

La vida en Santa María de La Torre, con sus aires templados, sus agradables y
espaciosas llanuras, sus verdes praderas y floridos pastos, es la vida de desierto donde el
Espíritu aletea e impulsa al gozo profundo, a la plenitud del amor, transfigurando la
mortificación, el ayuno y las renuncias en contemplación y seguimiento de Cristo muerto y
resucitado.

Al final de una carta tan entrañable y exigente, a Bruno, que ha renunciado a todo, le
aflora del fondo del alma el recuerdo de Reims, que toda su vida contemplativa no ha
borrado. Recuerda un libro que le impresionó, en el que, sin duda, encontró una fuente de su
vocación: "Agradeceré me envíes la Vida de San Remigio, que no se encuentra aquí por
ninguna parte".

En esta carta, Bruno nos revela la entrega de su vida, el fervor de su existencia. Toda
ella trasluce el fervor de su amor a Dios y también la alegría de sus setenta años, al mismo
tiempo que su auténtica amistad a Raúl. Todo su corazón se vuelca en sus palabras. Cuanto
dice, lo piensa, lo siente, lo vive. Y debajo de sus palabras está la Palabra de Dios de la que
lleva tantos años nutriéndose. Se pueden descubrir en ella más de cuarenta citas, unas
explícitas y otras implícitas. La Palabra de Dios resuena en su corazón y llega a la pluma
como palabra propia, rumiada y asimilada. En esta carta, Bruno nos abre su alma en esa
confidencia diáfana, que sólo puede brotar del silencio de su vida.

c) Carta a la comunidad de la Gran Cartuja

Junto a la carta dirigida a su amigo Raúl le Verd, se conserva otra carta de Bruno,
dirigida a sus hijos de Chartreuse. Escrita al final de su vida, los primeros cartujos la
consideran como el testamento espiritual de su padre.

Hacia el 1100, Landuino, el prior que Bruno ha puesto a la cabeza de los ermitaños de
Chartreuse al partir para Roma hace ya diez años, visita a Bruno en Santa María de La Torre.
La comunidad de la Cartuja no se ha desligado nunca de Bruno, sigue considerándolo su
"único padre y superior". Landuino desea volver a verle y toda la comunidad lo aprueba;
todos están deseosos de tener noticias directas de él. Desde Cartreuse a Calabria el camino es
largo. Además, en aquellas circunstancias, el viaje es peligroso. Muchas comarcas están
asoladas por la guerra e infestadas por las tropas del emperador Enrique IV y del antipapa
Guibert de Ravena. Pero Landuino se arriesga a todo con tal de ver a Bruno y tratar con él
más a fondo que por carta sobre la situación presente y futura de la Cartuja. Bruno envejece y
a Landuino no le faltan achaques. El deseo de un encuentro personal de los dos priores es
común a ellos y a todos los ermitaños.

124
Landuino, pues, emprende el viaje encomendándose a las oraciones de todos sus
monjes. Llegado a Santa María de la Torre puede tratar largamente con Bruno. En medio de
la alegría del encuentro, Bruno siente una inquietud profunda, al ver el precario estado de
salud de Landuino. Al principio piensa incluso en retenerlo por una temporada consigo, para
que se reponga con los "aires templados y sanos" de Santa María de La Torre. Pero Landuino
insiste en volver cuanto antes a Chartreuse, donde sus hermanos le aguardan, ansiosos de
noticias de Bruno. Bruno le deja partir con su bendición... y una carta suya para la querida
comunidad.

Pero, al subir hacia el norte de Italia, Landuino cae en manos de los partidarios del
antipapa, que intentan forzarlo a reconocer a Guibert como Papa legítimo de la Iglesia. Ni las
amenazas, ni las promesas, ni astucia alguna hacen ceder a Landuino, que se mantiene firme
en su fidelidad a Urbano II. Esto le cuesta varios meses de prisión. El 8 de septiembre de
1100 muere Guibert y Landuino es puesto en libertad. Pero está tan debilitado que no puede
seguir el camino. Se refugia en el monasterio cercano de San Andrés, "al pie del monte
Sirapte", donde muere el 14 de septiembre de ese mismo año, a los siete días de su liberación.

A pesar de todo, la carta de Bruno a sus hijos, no sabemos cómo, llega a Chartreuse.
Quizás uno de los compañeros de viaje de Landuino logra escapar de los partidarios de
Guibert, o Landuino la confía, antes de morir, a un mensajero. Lo que no es difícil imaginar
es la veneración con que la reciben y leen los ermitaños de la Gran Cartuja. Es el testamento
de Bruno sellado con la muerte de su prior Landuino. La Gran Cartuja queda firmemente
vinculada a Bruno y a Santa María de la Torre. Las circunstancias en que es escrita y
transmitida dan una significación conmovedora a esta carta:

Fray Bruno, a sus hermanos predilectos en Cristo: saludos en el Señor.

Por la detallada y consoladora relación de nuestro buen hermano Landuino, tengo


noticia del inflexible rigor con que seguís una observancia razonable y
verdaderamente digna de encomio. Me ha hablado de vuestro santo amor e
infatigable celo por cuanto se refiere a la pureza de corazón y a la virtud. Por todo
ello se alegra mi espíritu en el Señor. Sí, me alegro en verdad y me siento movido a
alabar y dar gracias al Señor; y, sin embargo, suspiro amargamente. Me alegro,
como es justo, al ver incrementarse los frutos de vuestras virtudes; pero me duelo y
avergüenzo de permanecer estancado y negligente en la miseria de mis pecados.

Alegraos, pues, mis carísimos hermanos, por vuestra feliz suerte y por las abundantes
gracias que la mano del Señor ha derramado sobre vosotros. Alegraos de haber
escapado de los muchos peligros y naufragios del tempestuoso mar del siglo.
Alegraos de haber alcanzado el reposo tranquilo y seguro del más resguardado
puerto. ¡Cuántos lo han deseado, cuántos han luchado por ello y, sin embargo, no lo
han conseguido! Otros muchos, después de haberlo alcanzado, son excluidos de él,
porque a ninguno de ellos se le había concedido esta gracia de lo alto.

Tened por cierto, hermanos míos, que todo el que llega a perder, por la causa que
sea, este ansiado bien después de haberlo gustado, lo lamenta luego toda la vida, si
tiene algún interés o preocupación por la salvación de su alma.

De vosotros, mis carísimos hermanos laicos, digo que mi alma glorifica al Señor al
ver las grandezas de su misericordia sobre vosotros, según el informe de vuestro

125
prior y padre amantísimo, que se siente lleno de gozo y santo orgullo por vosotros.
También yo me alegro, pues, aunque no seáis letrados, el Dios todopoderoso graba
con su dedo en vuestros corazones, no sólo el amor, sino también el conocimiento de
su santa ley. Con vuestras obras, en efecto, demostráis lo que amáis y conocéis.
Porque practicáis con todo cuidado y celo posibles la verdadera obediencia, que es el
cumplimiento de la voluntad de Dios y la clave y sello de toda observancia espiritual.
Obediencia que no existe nunca sin mucha humildad y gran paciencia, y que siempre
va acompañada del casto amor de Dios y de la verdadera caridad. Lo cual pone de
manifiesto que recogéis sabiamente el fruto suavísimo y vital de las divinas
Escrituras.

Permaneced, pues, hermanos míos, en el estado que habéis alcanzado, y evitad como
la peste esa pandilla malsana de vanidosos legos que difunden sus escritos
supersticiosos, musitando lo que ni entienden ni aman, y contradiciéndolo con sus
palabras y obras. Ociosos y giróvagos, murmuran de los buenos religiosos y se tienen
por dignos de alabanza si infaman a quienes la merecen; toda regla u obediencia les
resulta odiosa.17

Quise retener conmigo a fray Landuino, por sus muchas y graves enfermedades. Pero
él, como estando sin vosotros nada encuentra sano, alegre, confortante, ni
provechoso, no ha consentido. Con muchas lágrimas y suspiros me ha demostrado en
cuanta estima os tiene y con qué entrañas de perfecta caridad os ama a todos. Así
que no quise presionarle en modo alguno, por temor de lastimarle a él o a vosotros,
tan estimados para mí por el mérito de vuestras virtudes. Por esto, hermanos míos, os
pongo en aviso y os ruego humilde y encarecidamente que la caridad que lleváis en
vuestros corazones se manifieste en obras con vuestro prior y padre amadísimo,
suministrándole con atención y delicadeza cuanto necesite su quebradiza salud. Es
posible que rechace vuestras atenciones y cuidados, prefiriendo poner en peligro su
salud y aun su vida antes que omitir un punto de la penitencia corporal, pero esto
evidentemente no puede permitirse. Quizá lo haga por rubor de verse en esto el
último quien es el primero en la comunidad, temiendo que alguno de vosotros tome de
ahí ocasión para hacerse más tibio o remiso, temor que juzgo totalmente infundado.
Y para que no os veáis impedidos de prestarle este favor, os permito que hagáis, sólo
en esto, mis veces y podáis obligarle respetuosamente a tomar cuanto hayáis
preparado para mejora de su salud.

En cuanto a mí, hermanos, sabed que mi único deseo después de Dios es el ir a veros.
Y en cuanto pueda lo haré, con la
ayuda del Señor. A Dios.

Esta carta, cargada de la emoción de sus circunstancias, rebosa el calor del amor y
ternura de Bruno hacia sus hijos de Chartreuse. Bruno sigue siendo para ellos el padre, el
fundador y maestro. Aunque no se conserven otros documentos escritos, los vínculos entre
Chartreuse y Santa María de La Torre deben haber sido frecuentes por medio de cartas,
mensajeros o amigos comunes, que viajan de un lado para otro. Si Bruno manda cartas
17 Estos monjes giróvagos o vagabundos vivían en las primeras estribaciones del macizo
de Chartreuse, de donde salían a mendigar. Su vida agitada ocasionó a veces molestias a
los ermitaños de Chartreuse hasta que Hugo, el obispo de Grenoble, los expulsó. Guigo
dice de ellos: "hombres de discordia e inestables, bajo apariencias religiosas, sería largo
de contar hasta qué punto nos han molestado y turbado, a pesar de los muchos
beneficios y ayudas que les hemos prestado".

126
mediante mensajeros a Raúl le Verd, ¿cómo no iba a hacerlo con "sus hermanos predilectos
en Cristo"?18

La carta a sus hijos, más breve y familiar que la escrita a Raúl, es una efusión de gozo
y afecto paternal. En ella Bruno exulta y alaba al Señor por los dones concedidos a sus
hermanos. Bruno se alegra e invita, como Pablo a su queridos filipenses (4,4), a alegrarse en
el Señor. Y para manifestar su alegría entona con María el Magnificat: "Se alegra mi espíritu
en el Señor" y, de modo especial, dirigiéndose a los hermanos conversos: "Mi alma glorifica
al Señor". Bruno, ante las noticias que le ha llevado Landuino, no puede cerrar sus labios a la
alabanza porque el Señor derrama sobre su amada Cartuja "su gracia a manos llenas".
Escuchando a Landuino, Bruno contempla "las maravillas de la misericordia de Dios" sobre
los humildes ermitaños. La bondad de Dios con sus hijos despierta en el padre un gozo
incontenible, al mismo tiempo que le lleva a dolerse y avergonzarse porque se ve a sí mismo
negligente y estancado en la miseria de sus pecados. Las maravillas de Dios brillan en los
humildes, manteniéndoles fieles a su vocación. El "casto amor de Dios y la verdadera
caridad" es la expresión principal de esa fidelidad a la vida contemplativa.

Y el alma de la fidelidad es la obediencia, por la que Bruno felicita a los hermanos, ya


que "la obediencia es el cumplimiento de la voluntad de Dios y la piedra de toque de la
auténtica vida espiritual". Al final de su larga vida contemplativa, Bruno no quiere grandes
penitencias, sino una "observancia razonable" y una "verdadera obediencia", como
cumplimiento de "la voluntad de Dios", fruto "del amor de Dios y de la verdadera caridad".
Esta verdadera caridad se traduce en "prestar con atención y delicadeza cuanto necesite la
quebrada salud del prior y padre amadísimo", lo que vale para cualquier otro hermano
necesitado. Para Bruno es inadmisible anteponer "la penitencia corporal" a la caridad.

Bruno nos da una luz nueva sobre la obediencia. Dirigiéndose a los hermanos
conversos, les dice que la obediencia les sitúa en el mismo plano de los padres, que alimentan
su vida contemplativa en las Sagradas Escrituras. El converso no estudia; a veces es inculto,
iletrado, incapaz de leer la Escritura. Pero la obediencia suple al conocimiento. Es al mismo
tiempo amor y conocimiento, permitiendo al más ignorante "recoger sabiamente el fruto
suavísimo y vital de las divinas Escrituras". Con sus obras "demuestran lo que aman y
conocen".

Para todos, la vida contemplativa, vivida con fervor, "da la seguridad de un


resguardado puerto". Es "la gracia concedida de lo alto". La vocación a la vida contemplativa
es una llamada al amor casto de Dios, vivido y gustado en la soledad, el silencio y la
simplicidad. Es un anticipo del cara a cara eterno con Dios, un preludio de la paz del cielo.
Por ello, el que la ha experimentado una vez, aunque las circunstancias le priven de ella,
nunca "dejará de lamentarlo durante toda su vida".

18 A mediados del siglo XIII todavía se conservaba en la Gran Cartuja un volumen con las
Consuetudines de Guido, la Crónica Magister y unas cuantas cartas en las que "se decía
que Landuino reconocía a Bruno como prelado y prior de Chartreuse". Por desgracia, este
volumen no se ha vuelto a encontrar. Es casi seguro que desapareció en uno de los
primeros incendios que arrasaron el eremitorio de Chartreuse, quemando gran parte de
la biblioteca.

127
16. PROFESION DE FE ANTES DE MORIR

a) A la espera del Señor para abrirle apenas llame

A las dos cartas hay que añadir la profesión de fe que Bruno hace antes de morir. Por
su acento y expresión nos ayuda a penetrar más adentro en el secreto espiritual de su persona
y de su vida.

Bruno vive pacíficamente en su monasterio de Santa María de La Torre hasta su


muerte, acaecida el domingo 6 de octubre de 1101, día en que la Iglesia le venera con culto
público desde que León X le colocó solemnemente en el número de los Santos. Antes de
expirar desea dar a sus discípulos el ejemplo de lo que con tanta constancia han seguido, el
odio a toda doctrina sospechosa y, principalmente, a los errores introducidos por los
innovadores de su tiempo. A este respecto, haciendo su última profesión de fe, declara, contra
la herejía de Berengario, que el pan y el vino, consagrados en el altar, son la verdadera carne
y la verdadera sangre de Jesucristo.

Bruno desea vivamente volver a Chartreuse. Así se lo dice en la carta que envía con
Landuino: "En cuanto a mí, hermanos mío, sabed que mi único deseo, después de Dios, es el
ir a veros. Y lo haré en cuanto pueda, con la ayuda de Dios". Se queda con el deseo. No es ese
el plan de Dios. Bruno se halla al término de su peregrinación. Ha ido dando todo a Dios, en
la medida en que se lo ha ido pidiendo. Ahora sólo espera que llegue el Señor, "para abrirle la
puerta apenas llame". El Señor le manifestó su rostro y lo introdujo en su gloria el domingo 6
de octubre de 1101.

La muerte une a Bruno con los amigos y conocidos de su vida. En menos de dos años
mueren tres personajes estrechamente relacionados con él. Urbano II muere el 29 de julio de
1099. Rainier, antiguo monje de Cluny, nombrado cardenal, le sucede con el nombre de

128
Pascual II. Era amigo de Bruno y tenía en gran aprecio su fundación. En julio de 1101,
Pascual II confirma las donaciones del conde Rogerio a los ermitaños de Calabria.

En septiembre de 1100 le van llegando a Bruno, una tras otra, las noticias de la
cautividad, liberación y muerte de Landuino. La fidelidad de Landuino al Papa le llena sin
duda de alegría y santo orgullo. Su muerte, en cambio, le resulta muy dolorosa. Landuino era
el compañero de la primera hora, el amigo fiel, el confidente de sus penas y alegrías, el
discípulo en cuyas manos había dejado con plena confianza su fundación de Chertreuse en el
momento de su partida a Roma.

También el conde Rogerio, guerrero afortunado y gran admirador de Bruno, muere el


21 de junio de 1101. Toda la fundación de Calabria está vinculada a su nombre.
Indudablemente, ha sido para Bruno un mecenas insistente, casi demasiado generoso; pero
con una generosidad sincera, nacida de un verdadero deseo de asegurar por largo tiempo la
presencia de los ermitaños en Calabria.

A fines de septiembre de 1101, Bruno contrae su última enfermedad. No sabemos


nada acerca de esta enfermedad. Pero Bruno presiente la llegada de su muerte. En la Carta
circular, que escriben sus hijos, encabezando el "Rollo de difuntos", escriben: "Dándose
cuenta de que se le acercaba la hora de pasar de este mundo al Padre, Bruno convocó a sus
hermanos y fue evocando las distintas etapas de su vida desde la infancia, recordando los
sucesos más importantes de su tiempo. Después expuso su fe en la Trinidad mediante una
alocución profunda y detallada, y concluyó con la profesión de fe".

Al sentir que le llega la hora de pasar de este mundo al Padre, Bruno manda llamar a
todos los monjes y ante ellos hace su confesión pública de fe. Sus discípulos se encargan de
transmitir a la posteridad dicha profesión. Es algo de lo poco que ha quedado del santo y
sabio solitario, junto con sus comentarios a los salmos y a las epístolas de san Pablo, y las dos
cartas a Raúl y a los hermanos de la Cartuja.

A modo de prólogo, los hermanos de Calabria escriben: "Hemos cuidado de conservar


por escrito la profesión de fe de Maestro Bruno, pronunciada ante todos sus hermanos
reunidos en comunidad cuando sintió que se le acercaba la hora de dar el paso que espera
todo mortal; porque nos rogó con encarecimiento que fuésemos testigos de su fe en Dios". No
se conserva la "alocución profunda y detallada de su fe en la Trinidad" ni la "evocación de las
distintas etapas de su vida", pero sí la profesión de fe:

Creo firmemente en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo: Padre no engendrado,


Hijo unigénito, Espíritu Santo procedente de ambos; creo también que estas tres
personas son un solo Dios.

Creo que el mismo Hijo de Dios fue concebido del Espíritu Santo en el seno de María
Virgen. Creo que la Virgen fue castísima antes del parto y que en el parto y después
del parto permaneció siempre virgen. Creo que el mismo Hijo de Dios fue concebido
entre los hombres como verdadero hombre sin pecado. Creo que este mismo Hijo de
Dios fue apresado por odio de los judíos, tratado injuriosamnete, atado injustamente,
escupido y azotado. Creo que fue muerto y sepultado, que bajó a los infiernos para
librar de allí a los suyos cautivos. Descendió por nuestra redención, resucitó y subió
a los cielos, de donde ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

129
Creo en los sacramentos que cree y venera la Iglesia, y expresamente en que lo
consagrado en el altar es el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de nuestro Señor
Jesucristo, que nosotros también recibimos en remisión de nuestros pecados y como
prenda de salvación eterna. Amén.

Confieso mi fe en la santa e inefable Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo


Dios natural, de una sola substancia, de una sola naturaleza, de una sola majestad y
potencia. Creemos19 que el Padre no ha sido engendrado ni creado, sino que es
ingénito. El mismo Padre no recibe su origen de nadie; de él recibe el Hijo su
nacimiento y el Espíritu Santo, la procesión. Es pues, la fuente y el origen de la
divinidad. El mismo Padre, inefable por esencia, engendró inefablemente de su
substancia al Hijo, pero sólo engendró lo que es él; Dios engendró a Dios; la luz
engendró a la luz; de él, pues, procede toda paternidad en el cielo y en la tierra.
Amén.
En esta profesión de fe se aprecian los pensamientos que animaban la contemplación
de Bruno en el desierto. Ha pasado su vida inmerso en la contemplación de la Paternidad
divina, de la Eucaristía, de la Encarnación y Redención de Jesucristo y, también, de María, la
madre siempre Virgen. En la contemplación de estos misterios, Bruno ha encontrado su gozo,
su vida, su plenitud. Espontáneamente, en la hora de la muerte, su última mirada se centra en
estos tesoros de la Revelación. Sus labios confiesan lo que siempre ha vivido. Antes de morir,
Bruno abre su alma y deja brillar la Luz que ha iluminado toda su vida.

El domingo siguiente, su alma santa se separa del cuerpo. Es el 6 de octubre del año
del Señor 1101. Bruno muere, pues, con algo más de 70 años, a los 17 años de haber fundado
la Cartuja. Apenas se conoce la noticia de su muerte, la gente de Calabria y de toda Italia
corre a venerar sus restos mortales. Tres días tienen que dejar expuesto el cadáver antes de
enterrarlo.

b) Bruno, hombre de corazón profundo

Cuando moría un monje importante, era costumbre enviar a las Iglesias y monasterios
donde le conocían un mensajero para dar noticia de su muerte y pedir sufragios y oraciones
por el descanso de su alma. Este mensajero llevaba colgados al cuello largos rollos de
pergamino, Rollos, de donde se deriva el nombre dado al mensajero: Rolliger, portador de
rollos. En estos rollos, los que habían conocido al difunto escribían el elogio que les parecía
mejor, prometiendo oraciones. Estos textos se han transmitido bajo el nombre de Títulos
fúnebres.

Así se hace con Bruno. Después de su muerte, los ermitaños de Santa María de La
Torre envían un relato de su muerte a las principales iglesias y monasterios de Italia, Francia,
Alemania, Inglaterra, Irlanda... El Rolliger recorre todas las Iglesias y monasterios en los que
Bruno era conocido. Ese documento, junto con los elogios escritos por los ciento setenta y
ocho que reciben el relato de su muerte, es uno de los más completos y valiosos que existen.
Estos ciento setenta y ocho Títulos fúnebres, que se conservan, nos dan la impresión que
había dejado Bruno en quienes convivieron con él a lo largo de su vida. A los ya citados
podemos añadir el que escriben los ermitaños de la Cartuja:

19 A partir de este momento recita la profesión de fe del Concilio XI de Toledo, por ello
pasa al plural, como está en el Credo del concilio (Cf Denz 275).

130
Nosotros, los hermanos de Chartreuse, quedamos afligidos y desconsolados como
nadie al enterarnos de la muerte de nuestro Padre Bruno, cuya celebridad es tan
grande. ¿Cómo poner límites a lo que haremos por un alma tan santa y querida para
nosotros? Los beneficios que le debemos quedarán siempre por encima de cuanto
podamos hacer. Rogaremos por él ahora y siempre, considerándolo nuestro único
Padre y Maestro. Como buenos hijos no dejaremos de aplicar las misas y sufragios
espirituales que solemos ofrecer por los difuntos.

En estos títulos encontramos un testimonio de la huella que dejó Bruno tras de sí.
Bruno aparece como "luz del clero", "intérprete de las Escrituras, "guía de santos", "doctor de
doctores". Y cuando el autor del elogio le ha tratado de cerca, la admiración cede el puesto al
afecto, al agradecimiento, hasta a la ternura. La extraordinaria bondad que irradió Bruno en
su vida queda registrada en los versos que le dedicaron los ermitaños de Calabria:

Por muchos motivos merece Bruno ser alabado, pero sobre todo por uno: Fue un
hombre de carácter siempre igual, siendo ésta su característica. De rostro siempre
alegre, era sencillo en su trato. A la firmeza de un padre unía la ternura de una madre.
Ante nadie hizo ostentación de grandeza, sino que se mostró siempre manso como un
cordero. Realmente fue en esta vida el verdadero israelita del Evangelio.

Después de su muerte, Bruno es enterrado, como los demás ermitaños, en el


cementerio de Santa María de La Torre. Poco después es trasladado a la iglesia misma del
eremitorio. Más tarde, cuando el eremitorio fue abandonado, convirtiéndose en cenobio, los
restos de Bruno fueron trasladados a la iglesia de San Esteban, colocándolo debajo del
presbiterio. Y, cuando el 27 de febrero de 1514 los Cistercienses devolvieron el monasterio a
los Cartujos, los restos de Bruno volvieron a la iglesia de Santa María.

Guigo, quinto prior de la Gran Cartuja, le definió significativamente, diciendo:


"Bruno, hombre de corazón profundo". Bruno ama, y cuando el amor alcanza cierta
profundidad sólo puede saciarse en la soledad, el silencio y el don total de sí mismo hasta el
sacrificio en esa simplicidad que le permite la cercanía de Dios.

San Bruno no ha sido nunca canonizado formalmente, pues los cartujos rehuyen todas
las manifestaciones públicas. Sin embargo, en 1514 el Papa León X autorizó a los cartujos,
por un oráculo de viva voz, el culto de San Bruno. El cardenal de Pavía, protector de la Orden
de los cartujos, encargado por el Papa de estas gestiones, lo narra: "Su Santidad el Papa León
X, habiendo oído desde hace mucho tiempo grandes ponderaciones de la gloria y santidad del
bienaventurado confesor Bruno, juzgó justo y razonable que quien había estado adornado de
dones tan grandes y gracias tan excelentes y había recibido del Todopoderoso un corazón tan
dócil para cumplir sus preceptos y guardar su ley de vida y santidad, fuera venerado y
honrado con un culto digno de él, ahora que goza para siempre de la gloria divina". Por una
bula del 17 de febrero de 1623, Gregorio XV extendió el culto de San Bruno a la Iglesia
universal.

En la iglesia de Santa María hay una hermosa imagen de san Bruno. Pero no nos basta
para hacernos una idea aproximada de él. Sólo indirectamente podemos comprender lo que
fue por la vida de sus seguidores. Sin embargo, también sus discípulos se caracterizan por su
silencio; los cartujos se encierran en el silencio impenetrable, que envolvió la vida de su
fundador. No es mucho lo que sus hijos nos dicen de su padre; sólo su vida testimonia lo que
Bruno vivió y les transmitió. El espíritu cartujano no busca la exaltación del hombre, ni

131
siquiera la del fundador; Bruno desaparece en la bruma de los siglos, pero su obra sobrevive,
como testimonio imborrable de la gracia de Dios, que colmó su alma.

17. LA ORDEN DE LA CARTUJA

a) Las Consuetudines

Bruno jamás pensó en fundar una Orden; por eso no se preocupó de escribir una
Regla. Los cartujos se constituyeron en una Orden después de la muerte del fundador. Guigo
Duchastel, el quinto prior de la Gran Cartuja, a instancias de los superiores de los otros
monasterios, recoge por escrito las costumbres de la Gran Cartuja, formando así las
Constituciones que, en su conjunto, no se pueden relacionar ni con la Regla de San Basilio, ni
con la de San Agustín, ni con la de San Benito, aunque Guigo se sirva de todas ellas. Con el
nombre de Consuetudines20 son publicadas y aprobadas por Inocencio II en 1133. Más tarde,
en el año 1170, son aprobadas de nuevo como Constituciones por el Papa Alejandro III. A
partir de ese año se puede hablar de la Orden de la Cartuja.

Hacia 1120, Guigo , se encuentra con un delicado problema. Bruno ha legado a sus
hijos una realidad viva, pero no unas Constituciones. Hugo, obispo de Grenoble, que ha
ayudado a Bruno y a sus primeros compañeros en la fundación del primer eremitorio, tiene
casi setenta años y, movido por el deseo de dar unas estructuras durables a la obra de Bruno,
de tanta utilidad para la Iglesia, urge a Guigo para que redacte por escrito una especie de
Constituciones de la vida cartujana.

Por otra parte, ya en 1115 se han inaugurado dos eremitorios según el espíritu de la
Gran Cartuja: uno en Portes, cerca de Belley; y a poca distancia, en Saint-Sulpice-en-Bugey,
otro grupo de ermitaños desea vivir según el ideal de Bruno; al año siguiente se abren otros
cuatro: Les Ecouges, en la diócesis de Grenoble; Durbon, en la diócesis de Gap; Sylve-
Bènite, en la diócesis de Vienne, en el Delfinado; y en Myriat, un canónigo de Lyón, Ponce
de Balmey, funda otro eremitorio, en el que Guigo pone como prior a uno de los primeros

20 PL 153, 631ss.

132
compañeros de Bruno. Las fundaciones se multiplican y varios de los priores de estos
eremitorios piden una regla escrita de la vida eremítica según Bruno.

Esta insistencia de Hugo y de los priores le crea a Guigo un verdadero problema de


conciencia: ¿No había recusado Bruno crear una Orden religiosa? ¿No había dejado siempre
a Calabria vivir su vida propia sin anexionarla nunca a Chartreuse? ¿No estaba claro que cada
eremitorio dependía del obispo del lugar? ¿Y cómo él, Guigo, se iba a atrever a legislar
cuando Bruno no lo había hecho? Los hermanos de la Gran Cartuja le han elegido como prior
hace once años, cuando sólo tenía veintiséis años. ¿Le permiten sus trece años de Cartujo
escribir una Regla para imponerla a otros hermanos que tienen una experiencia de vida
eremítica más larga y completa que la suya? Y él, con un temperamento tan distinto del de
Bruno, ¿está capacitado para interpretar su pensamiento? En el prólogo de Las
Consuetudines escribe: "No me juzgo el hombre indicado para ejecutar tal obra".

Pero, por otra parte, si se debe redactar la Regla de la vida eremítica según el espíritu
de Bruno, este es el momento oportuno. Ahí está el obispo Hugo, para dar fe de las
intenciones de Bruno y confirmar la autenticidad de su interpretación; todavía viven algunos
de los primeros ermitaños que han conocido a Bruno y han visto y vivido su estilo de vida.
No se puede perder la oportunidad de la presencia y recuerdos de tales testigos.

Después de superar sus muchas dudas, Guigo se decide a escribir las constituciones.
Sin embargo, no quiere legislar, sino simplemente codificar lo que se hace en la Gran Cartuja.
Escribirá simplemente "las Costumbres de nuestra Casa" sin imponer sus puntos de vista
personales. Su obra se reduce a transmitir una tradición, como hacen los hermanos que envía
el prior de Chartreuse a las nuevas fundaciones para formar, según la experiencia cartujana, a
los nuevos ermitaños. Su obra no lleva el título de Regla ni de Constituciones, sino más
modestamente el de Costumbres. Está redactada en forma de carta, dirigida a los priores que
le han solicitado las Constituciones. Recogiendo las Costumbres de Chartreuse asienta la obra
de Bruno con las epístolas de San Jerónimo, con la Regla de San Benito y "con otros escritos
de valor cierto y positivo". Lo que Guigo aporta es su erudición y su estilo literario tan
original, su sentido innato del gobierno, su fidelidad y admiración por Bruno, su amor a la
soledad y a la vida contemplativa. Seis años dedica a la redacción de Las Consuetudines,
terminándola hacia el año 1127.

El texto sobrio y austero de Las Consuetudines alcanza en su desnudez una densidad y


plenitud admirables. Por ello, nos ayuda a penetrar en lo más hondo del alma y de la vocación
de Bruno. El texto no ha nacido en Guigo de una reflexión abstracta y fría, sino que es la
transcripción de una experiencia comunitaria de más de cuarenta años. Es la experiencia del
espíritu que Bruno infundió en sus hijos durante los seis primeros años que vivió con ellos.
Con frase de Pío XI: "Dios, en su infinita bondad que nunca deja de proveer a las necesidades
e intereses de su Iglesia, eligió a Bruno, hombre de eminente santidad, para devolver a la vida
contemplativa el brillo de su pureza original". Es lo que recoge Guigo en Las Consuetudines:
"el himno a la vida contemplativa en soledad".

b) Fidelidad al espíritu original

Los cartujos desde el principio aspiraron, en primer lugar, a imitar la vida del
anacoretismo primitivo. Quisieron ser, ante todo, unos ermitaños y, en medio del mundo
occidental, dieron al cristianismo del desierto un impulso de resurrección. Nuevamente, de
entre las cenizas, surgió el fuego de la vida en soledad. La Cartuja, sin embargo, no es simple

133
copia del ascetismo de los anacoretas. Los cartujos incorporaron también la vida cenobítica,
creada por san Pacomio. Unir la vida comunitaria a la vida solitaria fue el deseo íntimo de
Bruno. La vida cartujana es, pues, una mezcla de eremitismo y cenobitismo, una síntesis de
vida solitaria y comunitaria.

Bajo estas Consuetudines, la Cartuja se ha mantenido fiel al espíritu de San Bruno.


Mientras las demás Ordenes de la Edad Media adquirieron un rápido desarrollo, para iniciar
en seguida también una marcha descendente, con la Cartuja sucede lo contrario. Se
desarrolla, al principio, de una forma lenta y, sólo doscientos años después, adquiere un
desarrollo tan fuerte que las dificultades de la época no le afectan. Aunque algunos
monasterios, por la prosperidad de sus ganados, llegan a adquirir cierta opulencia, sin
embargo, esto no frena su buena marcha espiritual. Desde luego la Cartuja nunca ha logrado
extenderse tanto como otras órdenes religiosas. En 1300 son 63 cartujas; en los cien años
siguientes siguen fundándose nuevos monasterios y luego comienza su descenso. A partir de
1091 Europa, -sobre todo Francia, Italia y España-, vio surgir hasta 282 monasterios de
cartujos, quedando su número reducido a 20 a principios del siglo XX. Desde 1147 hay
también cartujas de mujeres, fundadas bajo la dirección del Beato Juan de España (+1160) y
san Anselmo (+ 1178), séptimo prior de la Cartuja y luego obispo de Belley.

La marcha casi inalterable de los cartujos, fieles a su espiritualidad austera, se refleja


en un episodio, que recoge una leyenda. El Papa Urbano V sentía gran afecto por los cartujos
e, impresionado por sus rigurosas penitencias, como prueba de su afecto, introdujo algunas
mitigaciones en la regla, como la creación de un abad general, la comida en común en ciertas
ocasiones, la posibilidad de comer carne los monjes de salud delicada, etc. Estas
innovaciones produjeron gran consternación entre los monjes. Por ello, decidieron mandar
una delegación al Papa, presidida por el prior Juan de Neuville. Fue un espectáculo
extraordinario, según la leyenda, ver entrar a los monjes blancos con su tosco calzado por los
hermosos salones del palacio pontificio. El Papa los recibió amablemente y les saludó con
estas palabras: "Hermano Juan, no puedes figurarte el afecto que siento por tu Orden; por eso
la he dado unos nuevos estatutos, de los que estarás enterado". Después de un saludo tan
amable, la conversación tomó un giro inesperado. Todos aguardaban que los cartujos se
desharían en manifestaciones de gratitud por las bondades del Pontífice. Sin embargo, el
Prior, de rodillas, replicó: "Ciertamente, Santo Padre, estoy enterado; pero permitidme decir
con franqueza que esos estatutos no conducen a nuestro bien, sino a la ruina de nuestra
Orden, pues ellos nos obligan a vulnerar las constituciones de nuestros padres". Demostró
minuciosamente en qué se basaban sus temores y con toda humildad rogó al Papa que
revocase tales estatutos. El ruego, fuera de lo habitual, pues las visitas al Papa eran
normalmente para pedir privilegios, sorprendió al Papa y a todos los presentes. Pero Urbano
V era de una gran elegancia espiritual y no se sintió herido ante el rechazo de la prueba de su
afecto a la Orden. Tras una breve reflexión, dijo: "Permitimos a los cartujos continuar en su
antigua vida de rigor y penitencia, ya que no desean adaptarse a las mitigaciones que Nos
creímos un deber concederlos. ¡Ojalá que puedan perseverar siempre en sus santas
resoluciones y en la observancia de su Regla austera e inflexible!".

El camino del monacato nunca ha sido ni fácil, ni agradable; es un sendero estrecho,


que conduce a las cumbres luminosas y llenas de claridad; junto a sus márgenes se abren
abismos profundos y rocosos; para recorrerlo es necesario un espíritu osado y sereno. El
monje lo sacrifica todo en aras del amor cristiano, que arde en lo íntimo de su ser con
llamaradas inextinguibles. Es un hombre disciplinado, que adapta su vida a la rigidez de la
Regla; se somete voluntariamente a una norma, que informa toda su vida; consagrada su

134
existencia enteramente a Dios y encerrada del todo en su interior, todo lo demás le es
indiferente; de la firmeza interior del monje nace la luz divina, en que está envuelta de vida
monástica.

La vida de los monjes blancos no es nunca vida idílica. La vida de soledad y silencio,
en sus comienzos, es dura. Sólo vivida en la presencia de Dios, la soledad deja de ser soledad,
pues en el silencio el monje vive tan intensamente la proximidad de Dios que en su celda ya
no se siente solo. Siente continuamente la presencia de Dios en su vida de oración. Cuando el
monje sabe hablar con Dios, experimenta en la oración alegrías indescriptibles, que en nada
pueden compararse con las satisfacciones de los sentidos.

La santa Regla libra al monje de todas las perplejidades e inquietudes, que atormentan
a los demás hombres. El monje conoce el fin de su vida y sabe el camino para alcanzarlo; al
entrar en el claustro se decidió a recorrerlo. En franca oposición a la desorientación de
nuestros días, el monje es el hombre mejor orientado, que sigue su camino sin titubeos ni
vacilaciones.

Al cartujo no le importa nada el qué dirán. Vive en completa indiferencia de la estima


humana, que esclaviza a tantos hombres. No preocuparse de la fama, del honor y de estar
bien considerado, es propio de los que viven en Dios. Quien vive la vida de Dios y aún se
desvive por la vana estima, vive dividido en su interior; en realidad, se busca a sí mismo y no
a Dios. Es, en cambio, tan grande el deseo que tienen los cartujos de pasar desapercibidos que
ni siquiera se preocupan de incoar procesos de canonización de sus hermanos muertos. El
mismo Bruno no fue nunca canonizado; sólo cuatrocientos años después de su muerte el Papa
concedió a los cartujos la celebración de su culto. Los cartujos desean pasar desapercibidos
durante su vida y también después de su muerte.

Por ello, la historia de los cartujos es una historia sin apenas datos históricos, pues a
los ojos del mundo han pasado desapercibidos. Los cartujos no se han preocupado ni siquiera
de publicar la tan leída "Vida de Cristo" del cartujo Ludolfo de Sajonia, ni las tan apreciados
obras de Dionisio el cartujano. Si no lo hubieran hecho otros, nunca se hubieran publicado.
Para los cartujos no tiene importancia alguna la publicación de libros; es algo no esencial y
les es indiferente lo que el mundo piense de ellos. El silencio sobre su vida es lo que más
aprecian.

c) En la hoguera del amor divino

La experiencia singular de Bruno es un carisma del Espíritu Santo en favor de todo


cristiano que desea vivir plenamente su bautismo: "El alma humana vive atormentada
siempre que se nutre entre espinas, es decir, cuando busca algo fuera de Dios". Dios no
admite corazones divididos. Bajo formas distintas, según la vocación personal, todo cristiano
es invitado a "dejar padre, bienes y sus propios proyectos de vida para seguir a Cristo".

Bruno está convencido, y así se lo ha transmitido a sus hijos, de que es indispensable


para el vigor espiritual y para la eficacia apostólica de la Iglesia que algunas almas se
entreguen completamente a la vida contemplativa: "María ruega tanto por sí misma como por
todos los demás que están entregados, como Marta, a otras ocupaciones". Es María la que da
a Marta su más profunda eficacia apostólica.

135
En Cristo, sentado a sus pies, escuchando y acogiendo su palabra, el cristiano goza de
la "parte mejor", de la "única cosa necesaria", según las palabras de Cristo a María en
Betania, en casa de Lázaro, la víspera de su Pasión. Guigo, en Las Consuetudines, invocando
estas palabras de Cristo, reivindica para el Cartujo el derecho a vivir una vida totalmente
contemplativa, como María a los pies de Jesús, completamente alejada de todas las
actividades, incluso de la más legítimas y santas, de Marta, como la hospitalidad y el servicio
pastoral: "María ha elegido la parte mejor, que no le será quitada. Al decir la mejor, el Señor
no sólo la elogia, sino que la antepone a la inquieta actividad de su hermana. Al decir que no
le será quitada, la dispensa de mezclarse en las inquietudes y turbaciones de Marta, por
legítimas que sean".

En el fondo, al retirarse a la soledad y al silencio, alejándose del mundo para vivir en


Dios solo, Bruno, paradójicamente, se introduce en lo más profundo del corazón de los
hombres. Y desde el corazón muestra a todos dónde se encuentra la realización del más
profundo anhelo de toda persona: el deseo de escapar de lo efímero y asirse en lo firme y
eterno.

Sin palabras, sólo con su vida elocuente han mostrado los cartujos la solución del
problema siempre actual de la renovación de la Iglesia. En casi todos los siglos se ha
presentado el problema de una reforma interior. Pero sólo las que se hacen manteniendo la
radicalidad del Evangelio dan verdaderos frutos. Las que buscan adaptarse a los tiempos,
aguando el Evangelio, son reformas falsas. Los cartujos dieron en la diana de la verdadera
reforma: no predicar la reforma para los demás, sino practicarla en ellos mismos. Aferrados a
las tradiciones de los padres, la vida de los cartujos es hoy, sustancialmente, la misma que
hace novecientos años. Parece que el tiempo se ha detenido en los claustros de las cartujas.
Los cartujos no han sido desbordados por el tiempo, sino que han triunfado sobre él.

Mientras los israelitas luchaban contra los amalecitas, Moisés, con las manos
levantadas al cielo, imploraba la misericordia de Dios y el pueblo de Israel llevaba la ventaja
en el combate. Las manos Moisés en actitud orante dio la victoria definitiva a Israel. Este
hecho es un símbolo de lo que hacen los cartujos. Ellos hacen respecto a la cristiandad lo que
Moisés hizo respecto a Israel durante la gran batalla contra los amalecitas. Ellos levantan
constantemente sus manos al cielo, mientras la cristiandad libra la ruda batalla con los tres
poderosos enemigos del alma. Ellos hacen la "única cosa necesaria" para la salvación del
mundo.

El único objetivo de la vida del cartujo es la unión con Dios. A ese objetivo sacrifica
todo. "Escondido con Cristo en Dios, ni la ciencia, ni el poder, ni nada de este mundo interesa
a estos monjes . Todas esas cosas, por las que tanto se afanan los hombres, no despiertan en
ellos más que una total indiferencia. En la oración han hallado el camino que más
directamente les lleva a Dios y, por ello, prescinden de otros medios: "Todos los actos de su
vida, sus actitudes y sus ademanes, hasta los más imperceptibles movimientos de su corazón,
todo está dirigido a un solo fin: la más íntima unión con Dios, vivir constantemente con el
corazón unido al corazón de Dios y consumirse en la hoguera del amor divino" (Van der
Meer).

136
BREVE BIBLIOGRAFIA

Dom Le Couteulx , Annales Ordinis carthusiensis.


Statuta et Consuetudines: PL CLIII, 1123-1150.
Obras de San Bruno: PL CLII y CLIII.
Guigo I, Meditations, SC 308, París 1983.
Coutumes de Chartreuse (Consuetudines Cartusae), SC 313, París 1984.
Guigo II, Lettre sur la vie contemplative (Scala del paraíso), SC 163, París 1970
Tornerò al mio cuore, Magnana 1987.
Liber de exercitio cellae, PL CLIII.
La Grande Charteuse, par un Chartreux, París 1952;
Aux sources de la vie cartusienne, 3 vols, Grenoble 1960-1961.
Un cartujo, Lettres des premiers chartreux, Sources Chrétiennes 88 y 274, París 1962, 1980.
Varios, Certosini, en Dizionario degli Istituti di perfezione, Roma 1975, II, 782-821.
S. Autore, Chartreux, en DTC, vol. II, cc. 2279-2282.
Dictionnaire de spiritualité, vol. II, cc. 705-776.
Pollien F., La pianta di Dio, Florencia 1949.
Un Cartujo, Amour et silence, París 1951.
Walter Nigg, San Bruno y los cartujos, en El secreto de los monjes, San Sebastián 1956, pp.
216-250.
G. Vassallo, Fascino di Solitudine, Milán 1957.
La Grande Chartreuse, s. 1, 1976 (12ª ed).
A. Rivier, Saint Bruno, París 1967. En español, San Bruno. Primer cartujo, Burgos 1974.
Van der Meer P., Il paradiso bianco, Alba 1969.
Ancilli E., Dal silenzio della certosa. Scritti spirituali, Roma 1977.
Papásogli G., Dio risponde nel deserto, Bruno il santo di certosa, Torino 1979.
Un Cartujo, San Bruno -la sua vita, il suo Ordine, la sua certosa, Cartuja de la Sierra San
Bruno 1982, (3ª ed).
Lefèbre F. A., Saint Bruno et l'Ordre des chartreux, París 1883, 2 vol.
Scaglione Pomilio, Lettere di certosini, Milán 1983.

137
Bligny B., Saint Bruno, le premier chartreux, Rennes 1984.
Varios, Un itinerario di contemplazione. Antologia di autori certosini, Cinisello Balsamo
1987.
Robin Bruce Lockhart, Tra le mura della certosa, Milán 1988.
Varios, La vie cartusienne, en la Vie Spirituelle, octubre de 1950.
Bienheureuse solitude, en la Vie Spirituelle, octubre de 1952.
Varios, IX Centenario certosino, en La Civiltà Cattolica, 4(1985) 43-50.
Varios, Paroles des chartreux, en La Vie Spirituelle, 140(1986) 437-624.

INDICE

PRESENTACION 3
a) Ser en Cristo 3
b) Alabanza de Dios 4
c) Luz de los hombres 5
6
d) En el corazón de la Iglesia
1. PRIMEROS AÑOS DE BRUNO 9
a) Bruno nace en Colonia 9
b) Estudiante en Reims 10
2. MAESTRO BRUNO 13
a) Maestro de la Iglesia de Reims 13
b) Canónigo de la Catedral 15
c) El comentario de los Salmos 16
3. BRUNO FRENTE A MANASES 19
a) Bruno en la Lucha contra las investiduras 19
b) Bruno, canciller de Reims 21
c) Bruno, refugiado en el castillo del conde Ebal 23
d) Destitución de Manasés y vuelta de Bruno a Reims 27
4. EN EL JARDIN DE ADAM 29
a) Llamada a la soledad 29
b) Pensando en la eternidad, huí lejos y permanecí en la soledad 30
c) Verdad de una leyenda 31
d) Con Roberto, abad de Molesmes 35
5. LLEGADA A CHARTREUSE 37
a) Dios desea erigir un templo en el desierto 37
b) Subida a Chartreuse 40
c) La Gran Cartuja 42
6. LA GRAN CARTUJA 47
a) Aires de renovación 47
b) Comunidad de eremitas 48
c) Las Consuetudines 50

138
d) En la contemplación del misterio de Dios 53
7. UN DIA EN LA CARTUJA 55
a) Solo con Dios solo 55
b) Las horas del día 56
c) El ejercicio de la celda 59
62
c) Los hermanos conversos
8. ORGANIZACION DE LA CARTUJA 65
a) Soledad del cuerpo y del corazón 65
b) El prior, espejo para todos del amor de Cristo 66
c) La mortificación, milagro de equilibrio 68
d) El silencio de los cartujos 69
e) La oración 70
f) La liturgia lenta y pausada 72
9. EL CORAZON DE LA CARTUJA 75
a) Bajar de la mente al corazón 75
b) Los pórticos de la piscina de Betsaida 77
c) Misteriosa fecundidad apostólica 79
d) Espiritualidad virginal 80
10. ESCALA ESPIRITUAL 83
a) Los cuatro peldaños de la escala espiritual 83
b) De la lectura a la meditación 85
c) De la meditación a la oración 86
d) De la oración a la contemplación 87
e) El Esposo oculta su rostro para ser más deseado 88
f) Los celos del Esposo 89
11. CAMINO INTERIOR 91
a) "La gloria de la hija del rey permanece escondida" 91
b) La humildad: abrazo de la miseria y la misericordia 92
c) La humildad lleva a la simplicidad 93
d) Para ser alabanza de su gloria 94
12. BRUNO EN LA CORTE PONTIFICIA DE URBANO II 99
a) Para ayudar al Papa con sus luces espirituales 99
b) Solo con Dios en el monte Moria 100
c) En la curia romana 104
13. SANTA MARIA DE LA TORRE 107
a) La soledad recobrada 107
b) La Gran Cartuja y Santa María de La Torre 109
c) ¡Oh Bondad! ¡Oh Bondad! 111
14. LA PARTE MEJOR 113
a) Noveno centenario 113
b) Carta de Pío IX 113
c) Carta de Pablo VI 117
d) Carta de Juan Pablo II 120
15. CARTAS DE BRUNO 123
a) Ultimos años de Bruno 123
b) Carta a Raúl le Verd 123
c) Carta a la comunidad de la Gran Cartuja 129
16. PROFESION DE FE ANTES DE MORIR 133
a) A la espera del Señor para abrirle apenas llame 133
b) Bruno, hombre de corazón profundo 135
17. LA ORDEN DE LA CARTUJA 137
a) Las Consuetudines 137

139
b) Fidelidad al espíritu original 138
c) En la hoguera del amor divino 140

BREVE BIBLIOGRAFIA 143

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