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La gente que nombró a la arepa

No es tan frecuente encontrarse con gente del pueblo cumanagoto. De hecho, si no viajamos a la
costa más oriental de Venezuela, o a los pueblos más o menos satelitales del “cercano oriente”
barcelonés, difícilmente nos tropezaremos con estos humanos de esa estirpe, nómada y esquiva hace
medio milenio y mucho más de ambas cosas en este tiempo.
El año pasado, al borde de la declaratoria de pandemia, anduve por esos territorios, buscando
historias y explicaciones al asunto comunero, ya en proceso de estallido en el municipio Simón
Bolívar, y conocí a Rosa, a simple vista una oriental o criolla como los millones de venezolanos
actuales, pero en cuanto habló de su amor al origen, a la tierra y a la cultura de los suyos tuve la
revelación hecha al principio: no es tan fácil encontrar cumanagotos, como sí lo es encontrar
originales o descendientes cercanos de wayúus, guajibos, jirajaras, timotocuicas, pumé, e incluso
axaguas.
La razón pudiera residir simple y lógicamente en el escaso número de sus naturales. Pero también
tiene que ver con la poca o nula vocación para despegarse de su territorio, cosa sorpresiva o al
menos curiosa, tratándose de un pueblo que se salvó del exterminio total precisamente gracias a su
nomadismo.
La semana pasada regresé allá a seguir indagando en el impulso que llevó y sigue llevando a ese
municipio a participar del nacimiento o fundación de ciudades comunales, y esta vez anduve por el
corazón de algunos de sus poblados: en el eje Caigua-El Pilar, y más cerca de la periferia criolla, en
El Viñedo, población situada cerca del peaje de Mesones en la larga carretera que baja hacia Anaco-
El Tigre y mucho más allá Bolívar.
Y entonces me encontré escarbando en la huella nominal de esos pueblos donde reposa o reside la
potencia ancestral del indígena recolector. Preguntando y anotando, supe que por allí quedan
poblados de nombre poético o musical que resuena en nuestra memoria genética, oculta por siglos
de proceso “civilizatorio”: por ahí quedan los caseríos, sectores o referencias llamados Guariquero,
Characual, Sacacual, Juncialito, Urucual, Ñamacual, Panamayal, Musumucual, Piritucual, y aprendí
un microscópico dato lingüístico: la partícula o sufijo “cual” significa “agua”. Los poblados se
llaman de esa manera a pesar del rudo sol y la cruda sequía, porque al parecer abunda el agua
subterránea y, además, el mar queda más o menos cerca. También culebrea en el territorio el río
Aragua, donde algunos caseríos practican su ancestral práctica de búsqueda de proteína, la pesca.
“Cuar” significa tierra (Aravenicuar: tierra de venados; Acuparicuar: tierra de acures). La
terminación “patar” significa “casa” o lugar de residencia. Caigua-patar es la tierra donde nació el
pariarca o cacique Caigua, y no extraña para nada que haya ciertas tensiones con la gente de San
Bernardino (así las diferencias actuales no se diriman por ese lado, en los nombres se revela el
clásico choque ancestral entre el paradigma católico y el ancestro bravío), a pesar de que allí
también predominan los cumanagoto.
Los apellidos que sobreviven también traen música y resonancias que han sobrevivido a muchos
accidentes y centurias: hay familias que se apellidan Guapache, Guaiquirima, Guarique, Igualguana,
Characoto, Paravavire, Caicuto, Arainamo, Pericana, Guaregua. Prohibido olvidar que la
aproximación antropológica más cercana a la voz “arepa” proviene de por aquí, de este gentilicio y
de esta región.
En una asamblea entre comuneros (“Comuna Triunfadores Indígenas Cumanagoto”, ara que no
queden dudas) en Caigua, participaba Karina, mujer dulce que de entrada declaró su orgullo por su
origen, que por otra parte se le revelaba en los rasgos, en la textura cobriza de la piel. En algún
momento esa mujer se arrechó o la hicieron arrechar, y su exposición o intervención se convirtió en
un despertar de una rabia de siglos. Los gestos se tornaron abruptos, el verbo endurecido, las
facciones le afianzaron las huellas de un dolor milenario. Había algo en ese mover las manos y en la
expresión que no guardaba relación con casi ningún lenguaje corporal de otro lugar de Venezuela.
Los citadinos que estábamos allí estuvimos de acuerdo en que esa forma de moverse y de palabrear
(por cierto, Karina nunca perdió la coherencia ni el buen verbo, ni la clarísima reflexión política)
recordaba al momento en que los espiritistas, cultores de María Lionza, la “materia”, entran en
trance y reciben el ánima de Cuaicaipuro.
Así se mueve Guaicaipuro (o la ancestralidad) en el cuerpo de sus receptores. Y sigue siendo un
privilegio asistir a estas manifestaciones de lo más profundo de lo que fueron los habitantes de esta
tierra. Empujados ahora sus descendientes a construir la ciudad del futuro, el impuslo predominante
es el volver al pasado a buscar datos de la otra cultura.

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