una superficie azul cielo y estrellas de un lejano brillo cristalino y pálido. Con cólera e ira señorial golpeó a esa puerta, el rey Gnomo, parado allí solitario, mientras infinitas fortalezas de piedra absorbieron el resonar agudo, penetrante y claro del cuerno de plata en verde tahalí. Su desesperado desafío intrépido vociferó Fingolfin: '¡Venid, y abrid de par en par, rey oscuro, tus horribles puertas de bronce! ¡Salid, vos de quien la tierra y los cielos abjuran! ¡Salid, vos monstruoso y cobarde señor, y pelead con vuestra propia espada y manos, tú, gobernante de huestes de esclavos encadenados, tú, tirano protegido por fuertes muros, tú, enemigo de los Dioses y la raza élfica! Te espero aquí. ¡Venid! ¡Mostrad vuestro rostro!'
Entonces Mogoth vino. Por última vez
en aquellas interminables guerras se dignó a levantarse del profundo trono subterráneo, el rumor de sus pasos resonaban como el retumbar de un terremoto subterráneo. Armado de negro, alto como una torre, coronado de hierro se presentó; su enorme escudo era una vasta superficie negra sin blasón con sombras semejantes a nubes de trueno; y pro sobre el reluciente rey se cernía, muy en lo alto como un mazo el blandía, aquel martillo del mundo subterráneo, Grond. Rechinando se precipitó hacia el suelo como un relámpago, desmoronando las rocas bajo suyo; brotó humo, un abismo se abrió, y fuego emanó.
Fingolfin como un rayo de luz
a través de una nube, un puñal blanco, saltó hacia un lado, y Ringil danzó, ese acero resplandeciente y azul como el hielo, su espada creada con élfica habilidad para penetrar la carne con un frío mortal. Con siete heridas desgarró a su enemigo, y siete poderoso gritos de dolor resonaron en las montañas, la tierra tembló y las temblorosas huestes de Angband se estremecieron.
Sin embargo los Orcos después riendo hablarían
de aquel duelo a las puertas del infierno; si bien una canción élfica de esto fue creada antes de ésta, más sólo una - cuando la tristeza fe apaciguada, el poderoso rey de aquella encumbrada elevación y Thorondor, Aguila del cielo, las terribles noticias llevaron y contaron al afligido Elvinesse de antaño. Tres veces Fingolfin fue con grandes golpes derrotado hasta caers sobre sus rodillas, tres veces se levantó del polvo aún palpitante para sostener brillando como una estrella, orgulloso, su abollado escudo, su hendido yelmo, que ni la oscuridad ni la fuerza pudieron abatir hasta que el suelo fue quemado y desgarrado en abismos a su alrededor. Él fue destruído. Sus pies titubearon. Cayó arruinado al suelo, y sobre su cuello un pie como la raíz de una montaña cayó, y él fue aplastado - aunque no conquistado; un último y desesperado golpe dió: el poderoso y pálido pie Ringil hendió cerca del talón, y la negra sangre brotó como humo que mana de una fuente.
Por siempre desde ese golpe cojeó
el gran Morgoth; pero al rey él quebrantó, y trozado y despedazado podría haberselo tirado a los lobos para que lo devoraran. ¡He aquí! de aquel trono que Manwë se hizo construir en lo alto, en un pico inalcanzable bajo el cielo, para observar a Morgoth, descendiendo se precipitó Thorondor el Rey de las Aguilas, se abatió, y hendiendo el dorado pico hirió en el rostro a Bauglir, luego hacia arriba flotó sobre alas de treinta pies de ancho llevándose lejos, aunque fuerte ellos vociferaron, el poderoso cadáver, el rey de los elfos; y donde las montañas hacían un anillo lejos hacia el sur alrededor de una explanada donde después Gondolin reinaría, ciudad almenada, a gran altura sobre un empinado pico de nieve blanca en un promontorio fortificado, el poderoso cadáver tendió sobre la cima de la montaña. Nunca Orco o demonio después intentó escalar ese paso, sobre el cual podían observar la alta y sagrada tumba de Fingolfin, hasta que se decretó la caída de Gondolin.