Está en la página 1de 2

CAFÉ EN PARÍS

John Lane pasó más de dos horas sentado en el café, contemplando los cuadros, el delantal de
la mesera y la gente que entraba. En su libreta John Lane hacía trazos sin sentido, y una que
otra vez escribía y releía lo anotado en el avión.
En París todo mundo escribe: una novela, un diario, un extenso mail, un blog, una carta, una
placa memorial, un epitafio, una historia para John Lane una declaración universal, un graffiti,
etc. Dicen que en París el tiempo es más lento y por eso es fácil escapar de la rutina diaria, es
cuestión de hallar el refugio ideal. John Lane lo ha encontrado aquí. Bebe un sorbo de café y
escribe, no tiene prisa por explorar la ciudad, sabe que tiene un mes para el Louvre, las Places y
los Ponts.
John Lane tiene una fijación por las pantorrillas gruesas, tal como las de la mesera, así que se
queda mirándola con un morbo sólo yo noto. Eso hace que John Lane entre en profunda
concentración y escriba más aprisa, presionando el bolígrafo sobre la suave página en blanco,
escribe sin dejar de observar esas pantorrillas, se las imagina lamiéndolas, arañándolas,
durmiendo con ellas pegadas a sus mejillas porque ése es John Lane, escandalosamente
imaginativo, y escritor.
La verdad no vale la pena hablar de John Lane. En París uno se topa con tipos así:
extranjeros que vienen en busca de una aventura de corte filosófico-metafísico. Entonces, para
qué molestarse en seguir describiendo a John Lane. En cambio, la mesera que le atiende ha
venido a preguntarme si yo deseo otra cosa, y justo cuando se inclina para retirarme la taza de
café, John Lane aprovecha para mirarle de nuevo las pantorrillas.
— Marianne —así dice llamarse— tráeme otra taza. Y te diré, ¿te das cuenta que John Lane
está devorándote con los ojos?
— John Lane es mi hermano, monsieur , y si no le importa...

Bueno, bueno. Desde el otro lado del café John Lane me mira directamente. Es una mirada
de odio, con un mensaje: sé que me has delatado. Y es verdad. Porque John Lane no es
hermano de Marianne, eso es tan obvio. «Deja de joder» es lo que parece decirme desde su
lugar, con esos mismos ojos lujuriosos que antes buscaban las pantorrillas de Marianne y ahora
se posan en mí como con uñas y aguijones. Así que preferí la retirada. Qué me importaba John
Lane, Marianne, las pantorrillas de Marianne o el hermano de Marianne. Quizás era cierto que
eran hermanos, o que eran amantes, o ambos. Quizá todo es un mal chiste (y yo soy John Lane
(pero esa sería una opción tan pasada de moda) ).
Ahora bien: en París el café es especialmente cruel porque uno puede durar cinco minutos, o
pedir para llevar. Se puede estar con alguien o no. Se puede comprar un croissant y té, o no. Se
puede llegar a leer o escribir, o no. Se puede espiar al vecino de mesa, a Marianne, o a John
Lane, o no. Se puede incluso entrar a un café y no beber café. En cualquiera de los casos, en
todos los casos, uno siempre sale con ganas de hacer el amor.
Se puede invitar a alguien. Pero mejor no. Se pueden comprar palomitas y refresco, pero como
no se ha invitado a nadie, mejor no. Se puede sentarse en el centro, pero como ahí hay muchas
palomitas y refrescos y tal vez se antojen, mejor no. En cualquiera de los casos, en todos los
casos, uno sale con ganas de hacer el amor.
O se puede no ir al cine. Por ejemplo, se puede ir al teatro, a una ópera, a un partido de fútbol,
a un concierto de Alyzée, a mendigar con los clochards, a rezar a Notre Dame. De todos
modos siempre uno sale con ganas de hacer el amor.
El café es especialmente horrible. A diferencia de los españoles, los mexicanos o los ingleses,
en los cafés de París siempre hay alguien que discute con voz muy escandalosa. Pero en las
calles es peor, porque si bien caminando nadie hace la más mínima mueca, los conductores
arman la cantata con sus pobres cláxones de renault y cochecitos que más bien parecen de
juguete.
La música es un elemento importantísimo en París. Baste decir que estimula todo tipo de
sueños y delirios.

También podría gustarte