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Aquel verano de 1899,Olimpia Biddeford se sentia preparada por primera vez para participar en
las veladas literarias que su padre,un editor de prestigio,organizaba en Fortune’s Rocks,su
maravillosa casa en New Hampshire..En las tertulias acompañadas de exquisitas cenas y
sotisficados temas de conversación,Olimpia se instruia sobre lo humano y lo divino.Nada le
resultaria extraño,ni las materias sobre el liberalismo norteamericano o la reforma social
cristiana,ni la literaria mas compleja o la poesia mas delicada.
Pero su juventud inexperta estaba a punto de abrirse a experiencias sensoriales alejadas del
dominio de la razon.Todo comenzo cuando su admirado ensayista John Haskell,acompañado
por su hermosa esposa Catherine,acudio a una de las elitistas veladas de su padre.Rodeados de
un ambiente acogedor y unidos por la pasion hacia la literatura,Olimpia y John se enamoraron,en
un amor tan corto como rotundo que preparaba su pocima amarga,siempre lista para ser
desgustada,pesarosamente,en el futuro.Y con todas las mezquindades de un romance corto y las
veleidades de un largo olvido,Olimpia seria expulsada del paraíso.Para comprobar,una y mil
veces,las maldiciones del eterno femenino:Olympia,tan educada y refinada,pero esclava al fin y al
cabo de su epoca;Olimpia y su obligada renuncia al amor prohibido;Olimpia y su entrega al
sacrificio y Olimpia…. nunca,jamas,sin su hijo.
Primera parte
Fortune's 'Rocks
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Olympia - Anita Shreve
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CAPITULO I
Deja los botines sobre una roca y se despoja discretamente de las medias.
En lo que tarda en llegar desde el malecón hasta la línea que forman las
olas al lamer la arena de la orilla, descubre el significado del deseo. Un
deseo que corta el aliento, que interrumpe las palabras, que sólo le permite
mirar sus pies desnudos avanzando hacia el agua. Aun breve como es, la
conciencia de su propio deseo y, sobre todo, de ser deseada, se apodera de
ella con la brusquedad de lo completamente inesperado; el aire parece
comprimirse a su alrededor y siente el primer estremecimiento de su vida
adulta.
Se toca el ala del sombrero de lino en un gesto impropio de ella hace tan
sólo un año, hace tan sólo un día. Puede que también toque la larga cinta
de tul que rodea el sombrero. A su alrededor, los hombres conversan
vestidos con prendas de baño o en mangas de camisa con chalecos blancos.
Si alzara la mirada, vería sus semblantes pálidos inspirando la brisa del
mar como si estuvieran inhalando unas sales para deshacerse del letargo
de los largos meses de invierno. Hay hombres de todas las edades y,
aunque hablen entre sí, es a ella a quien miran.
Y, entonces, ella ralentiza su manera de andar. Con cada nuevo paso, sus
pies dejan una huella ligera y vergonzosa sobre la arena, rosada y
plateada. Al tocar el agua, el borde de su vestido de seda, de color
melocotón, se torna sepia y traslúcido. Aunque hace calor, el agua tiene
un tacto helado que hace que se vuelva a estremecer.
Se quita el sombrero y da pequeñas patadas a las olas. Inclina la cabeza
hacia atrás e inspira la brisa del mar. Al verla, puede que los hombres
comenten algo sobre la dicha que parece apoderarse de ella. Puede que se
muestren tan sorprendidos como lo está ella misma ante la facilidad con
la que ha aceptado su nueva condición. Pues, en lo que tarda en recorrer
los treinta metros que separan el malecón del mar, Olympia deja de ser
una niña, deseosa de disfrutar de los placeres de la playa, y se convierte en
una mujer.
Es el veinte de junio del último año del siglo y tiene quince años.
Con un traje blanco y el cabello pelirrojo despeinado por la brisa del mar, el
padre de Olympia la llama desde las rocas que hay en el extremo norte de la
larga playa en forma de concha. Esas rocas en las que tantos marineros han
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encontrado su fin y que, en un juego del destino, han llegado a ser conocidas
como Fortune's Rocks, las rocas de la fortuna, al igual que la playa y el
tramo de costa que la envuelven. Se rodea la boca con las ma nos y la llama,
pero el sonido de las olas impide que Olympia lo oiga. Ella tan sólo ve una
silueta blanca sobre un fondo gris. Su padre es un hombre bondadoso e
intachable en su comportamiento, aunque se crea en el deber de dirigir tanto
los actos como los sentimientos de su hija y con el derecho de decidir lo
que es mejor para ella en cada momento de su vida.
Unas horas antes, al llegar de Boston, Olympia y sus padres entraron en
la vieja casa de la playa. En el salón, las sábanas blancas que cubrían los
muebles dibujaban fantasmagóricas formas delante de los seis ventanales.
Detrás del salitre que impregnaba los cristales, se divisaba el océano
Atlántico bajo una corona de bruma. A lo lejos, unos pequeños islotes
parecían flotar sobre el horizonte.
La casa podría parecer modesta para un hombre de la posición del
padre de Olympia. Aun así, tiene unas proporciones singulares y a ella le
parece la casa más deliciosa del mundo. Es una casa de madera de dos
plantas rodeada por elegantes porches. Toda ella está pintada de blanco,
excepto las contraventanas, que son de color azul marino. El tejado, de
poca inclinación, tiene varias buhardillas, como los grandes hoteles de la
costa de Nueva Inglaterra. Pero esa casa nunca fue un hotel. De hecho,
antes era un convento de la orden de Saint Jean Baptiste de Bienfaisance,
en el que vivían veinte hermanas que habían hecho votos de pobreza y de
silencio. Eso explica la cantidad de pequeñas y austeras habitaciones que
todavía hay en la casa. Olympia y su padre ocupan dos de ellas y otras
tres han sido unidas para satisfacer las necesidades de su madre. En la
planta baja hay una pequeña capilla aneja a la estructura de la casa;
aunque ya hace años que no se usa para la oración, el padre de Olympia
prefiere no guardar ningún bien secular entre sus cuatro paredes. Excepto
por una docena de bancos de madera y la desnuda losa de mármol que
antaño hacía las veces de altar, el resto de la capilla permanece vacía.
La casa está rodeada de hortensias al pie de cada porche. Delante de la
fachada principal, una amplia explanada de césped desciende hasta el
malecón, un modesto obstáculo de rocas destinado a proteger la costa de
la furia del océano que, en esta época del año, está cubierto por frondosos
rosales en flor. Desde el porche, las hojas esmeraldas con pinceladas rosas
contrastan con un azul tan intenso que, más que un color, parece un mi-
lagro de la luz. Al oeste, el jardín está limitado por varias hileras de
manzanos. Al norte, está la playa, que se extiende a lo largo de más de
tres kilómetros. Fortune's Rocks no es tan sólo el nombre con el que se
conoce la media luna de tierra que acuna la playa, sino también la colonia
de verano que se alza frente a las dunas y las rocas.
El padre de Olympia agita los brazos, llamando a su hija desde las
rocas.
-Olympia, te he estado llamando —dice cuando ella finalmente llega a
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su lado.
Olympia imagina que estará enojado con ella. Impaciente por sentir el
mar en sus pies, ha ido a la playa durante las horas destinadas al baño de
los hombres, algo que, aun pudiendo resultar aceptable en una niña, no lo
es para una señorita. Olympia quisiera decirle que lo siente, que no se ha
dado cuenta de la hora que era, que, con la brisa, no lo ha oído llamarla,
pero, al ver que su padre evita su mirada, prefiere guardar silencio; sin
duda, debe de haber asistido a la escena desde el principio, debe de
haberla visto mientras caminaba hacia la orilla con las piernas desnudas.
Los ojos del padre de Olympia se humedecen con la brisa del mar. Parece
desconcertado. Incluso parece sentirse incómodo junto a su hija.
—Josiah ha subido unos sandwiches a la habitación de tu madre —dice él
en cuanto consigue recuperar la compostura. Se vuelve hacia Olympia—.
Os conviene comer algo después del viaje. -Mira la hora en su reloj de bol-
sillo—.Vaya desastre —añade.
Por supuesto, se refiere al estado de la casa.
—Parece que Josiah está llevando la crisis bastante bien —intenta animarlo
ella.
—Se suponía que todo debía estar listo para nuestra llegada —dice él
—.Y la cocinera ya debería estar aquí.
El padre de Olympia todavía lleva puesta la levita y las botas negras.
Debe de estar muerto de calor. Más que para la playa, parece vestido para
un día cualquiera en Boston.
Bajo el brillante sol, Olympia ve la cara de su padre con más claridad de
lo que la ha visto en todo el invierno. Es un rostro recio, lleno de
personalidad, una cara que heredó de su propio padre y que, después, con
el tiempo, y gracias a la rectitud de su comportamiento, ha llegado a
merecer. El rasgo más llamativo de su semblante es el azul de sus ojos, un
azul tan intenso que, aun mancillado por diminutas motas ocres, transmite
una sensación de rectitud moral que tan sólo es suavizada por el abanico de
arrugas que se dibuja en torno a sus ojos. Aunque su cabello empieza a
clarear sobre la frente y tiene algunas canas en las sienes, todavía conserva
toda la intensidad de su color; algo poco frecuente en los hombres
pelirrojos de mediana edad. Tiene la cara alargada, como también la tendrá
algún día Olympia, aunque no puede decirse que ninguno de los dos sea
delgado. Olympia no sabe cuánto mide su padre, pero es más alto que su
madre y que ella, algo que resulta acorde con el orden natural de las cosas.
-Cuando acabes de tomar el té, quisiera verte en mi estudio -dice él con
aparente naturalidad, aunque Olympia se da cuenta de que algo ha cambiado
entre ellos. El sol muestra ligeras imperfecciones en la piel del padre de
Olympia y, bajo esa luz inmisericorde, Olympia ve los diminutos reflejos
plateados y rojizos que cubren su mandíbula. Él entorna los ojos para
protegerse del sol-. Quiero hablar contigo de algunas cosas. Para empezar, de
tus estudios durante el verano -añade.
La idea de tener que estudiar durante el verano llena de angustia a Olympia.
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precisan justificación.
La madre de Olympia se lleva una taza de té a los labios.
-Tienes demasiado color en las mejillas —le dice a Olympia sin darle
demasiada importancia, aunque sus palabras no dejan de tener cierto tono
maternal de amonestación.
Olympia sabe perfectamente que no debería haberse quitado el
sombrero, pero no se sentía capaz de renunciar a la sensación del sol sobre
su rostro durante esos breves momentos de felicidad que acaba de pasar
junto a la orilla del mar. Además, sabe que, a pesar de la enorme
importancia que su madre le concede a la belleza, realmente no desaprueba
que ella se haya entregado a ese pequeño placer.
Con el tiempo, Olympia se ha dado cuenta de que la coquetería de su
madre la ha incapacitado hasta el extremo de arruinar su vida, pues ha
hecho que dependa por completo de personas deseosas de verla y de
servirla: su marido, su médico y el servicio. De hecho, preservar la belleza
parece ser el único afán de la madre de Olympia. Es como si el resto de las
cualidades de su espíritu —la laboriosidad, la curiosidad o la filantropía— se
hubieran atrofiado y únicamente hubiera sobrevivido su deseo estético. El
cabello de la madre de Olympia, teñido con gena y sujeto con peinetas, está
recogido en un complejo juego de bucles que sólo ella es capaz de con-
seguir. Tiene los ojos del pálido color gris de las perlas y su cara, atractiva y
enérgica al mismo tiempo, no refleja la condición de su espíritu, que es de
una fragilidad tal que la propia Olympia ha visto en más de una ocasión
cómo se astillaba en multitud de brillantes esquirlas.
—Josiah ha traído algo de comer —dice señalando hacia la fuente llena de
sandwiches.
Olympia se sienta en el borde de la chaise longue. Las rodillas de su
madre forman pequeños montículos en el paisaje añil de su falda.
—No tengo hambre —dice Olympia.
—Tienes que comer algo. Todavía quedan muchas horas para que sirvan
la cena.
Para complacer a su madre, Olympia coge un sandwich de la fuente.
Mientras come, observa la habitación evitando la atenta mirada de su
madre. El padre de Olympia no es partidario de tener muebles de calidad
en Fortunes Rocks, pues la brisa del mar y la humedad son terribles para la
madera. Aun así, a Olympia siempre le ha gustado el tocador con faldones
de su madre. Sobre el tocador, hay todo tipo de cajas de plata y recipientes
de cristal donde su madre guarda peinetas, cepillos, perfumes y finísimos
polvos blancos para la cara, además de tónicos y medicamentos. Desde
donde está sentada, Olympia puede ver la leche hidratante, las pastillas de
menta y el tónico de jengibre.
Desde que Olympia tiene uso de razón, todo el mundo trata a su madre
como si fuera una inválida; algo que no parece molestarla, sino que, al
contrario, es una imagen que ella misma parece cultivar. Sus dolencias son
ambiguas e imprecisas y Olympia no está segura de que hayan sido
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—¿Crees que se verá con alguna mujer de Ely Falls? -pregunta su madre
con fingida maldad.
Tras un breve silencio, durante el que Olympia se imagina a su madre
anhelando una vida distinta, aunque rechaza inmediatamente la
posibilidad, ella se contesta a sí misma.
—No, supongo que no —dice.
Todo el mundo parece comportarse de forma inusual ese día. Aunque
Olympia no está segura de si se trata de conductas fuera de lo común o de
si, al contrario, es el resultado del cambio que ha experimentado ella, que
sin duda debe de reflejarse en la actitud que muestran los demás hacia
ella. ¿Cómo si no podrían explicarse la desacostumbrada dificultad de su
padre a la hora de expresarse o las incursiones de su madre en unos temas
de conversación que normalmente evitaría a toda costa?
—Podrías bajar la fuente a la cocina. Me temo que Josiah está desbordado
de trabajo.
Las palabras de su madre no sorprenden a Olympia, que está
acostumbrada a que cambie súbitamente de tema cuando el anterior ya no es
de su agrado. Olympia se levanta de la chaise longue y se agacha para
recoger la fuente de plata. Siente un sincero aprecio por Josiah y se alegra de
poder ayudarlo. También se alegra de que su madre haya dado por
finalizada la conversación.
—Ya no eres una niña, Olympia. A partir de ahora, debes tener más
cuidado con lo que haces -dice su madre a modo de despedida.
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está húmedo. Ella le pregunta por el próximo libro que quiere que lea. El se
quita las gafas y las deja sobre la mesa redonda de mármol verde que hay
junto a la poltrona, una réplica exacta de la mesa que tiene en su biblioteca
de Boston. Todas las ventanas están abiertas y el ambiente está impregnado
por ese peculiar olor a almizcle salado que llena la costa durante la marea
baja.
-Me gustaría que leyeras los ensayos de John Warren Haskell —dice él al
tiempo que le ofrece un libro—. Quisiera que comentáramos lo antes posible
su contenido, pues el autor nos honrará con su visita el próximo fin de
semana.
Esa es la primera vez que Olympia escucha el nombre de John Haskell.
-Vendrá acompañado de su mujer y sus hijos -añade él—. Espero que te
encargues de entretener a los niños.
-Estaré encantada de hacerlo —dice ella al tiempo que apoya la mano
sobre la oscura cubierta de seda del libro Y acaricia las letras estampadas
en oro-. Nunca he oído hablar de este autor.
—Haskell es médico. Ha dado algunas conferencias en la universidad.
Ahí es donde lo conocí. Pero, en mi opinión, para lo que realmente está
dotado es para escribir. El libro que tienes en la mano incluye algunos de
sus mejores ensayos. Haskell está muy interesado en las condiciones
laborales del proletariado, concretamente en mejorar las condiciones de las
mujeres que trabajan en las fábricas. De ahí su interés por Ely Falls.
—Entiendo —dice Olympia mientras hojea el libro.
Y, aunque no preste demasiada atención a las palabras de su padre, más
adelante rememorará una y otra vez ese momento, deleitándose con cada
detalle de la conversación.
—Haskell dirige un dispensario médico en Cambridge —dice su padre
—. Se ha ofrecido para suplir durante el verano a un médico del
dispensario de Ely Falls. —Se aclara la garganta—. Para Haskell ha sido un
auténtico golpe de fortuna, pues, además de permitirle supervisar la
construcción de la casa de verano que se está haciendo en la playa, le
permitirá observar personalmente las condiciones de los obreros. Para mí
su visita es una circunstancia afortunada, pues disfruto sinceramente de su
ingenio y de su compañía. Y estoy seguro de que la mujer de Haskell y sus
hijos te parecerán encantadores.
—¿Debo comportarme como si fuera su institutriz? -pregunta Olympia
en broma, pero su padre, que la toma en serio, adopta un gesto de
incredulidad.
—Por supuesto que no, querida —dice—. Los Haskell sólo serán nuestros
invitados durante el fin de semana. Después, él se alojará en el hotel
Highland hasta que finalicen las obras de la casa, que será
aproximadamente a finales de julio. Mientras tanto, Catherine y los niños
se alojarán en York con su familia. ¿Cómo puedes pensar que yo podría
abusar de esa manera de tu confianza, Olympia?
Aunque las contraventanas están abiertas, el estudio del padre de
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Olympia apenas tiene luz. Sus libros, recién sacados de las cajas por Josiah,
ya empiezan a combarse por la humedad. Durante el verano, todos los lu-
nes, Josiah los apilará en altos montones y colocará sobre ellos varios pesos
de hierro para devolverles su forma y grosor originales; aunque sólo sea
durante algunas horas.
Olympia se mueve por el estudio tocando algunos de los objetos que su
padre ha ido acumulando a lo largo de los años en la casa de Fortune's
Rocks: un pisapapeles de malaquita de África oriental; un crucifijo engar-
zado con gemas que compró en Praga cuando tenía diecinueve años; un
abrecartas de marfil de Madagascar; la caja de plata en la que guarda todas
las cartas que le escribió la madre de Olympia durante el año que él pasó
en Londres antes de casarse; una lámpara de mesa de ámbar que perteneció
a la abuela de Olympia... También colecciona conchas, como lo haría un
niño pequeño. De hecho, cuando pasea por la playa, nunca olvida llevar al-
gún tipo de recipiente para guardar las más hermosas. En la estantería hay
oscuras e iridiscentes conchas de mejillón, caparazones delicadamente
perfilados de vieira, y blancas e imperfectas conchas de ostra. Cuando
fuma, el padre de Olympia suele utilizar alguna de esas conchas a modo de
cenicero.
El observa a su hija mientras se mueve por el estudio. -¿Te lo has pasado
bien en la playa? —pregunta con tacto.
Ella coge el pisapapeles de malaquita. Incluso si quisiera hacerlo, no está
segura de poder describir lo que ha sentido en la playa.
—Ha sido maravilloso sentir el agua y la brisa del mar después de un
invierno tan largo —contesta ella, pero, al levantar la vista, ve que su
padre se ha puesto las gafas, dando a entender que desea estar solo.
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CAPITULO 2
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recibirlos.
Resulta evidente que los cuatro niños están emparentados. Las tres niñas
tienen el cabello liso y oscuro y edades que oscilarán entre tres y doce años.
El niño, que parece un poco mayor que la más joven de sus hermanas,
también tiene el cabello lacio, aunque de un amarillo sorprendentemente
intenso. Al ver llegar a Olympia con el cuaderno de dibujo debajo del brazo,
los niños se asoman por encima de la baranda del porche y la miran con
curiosidad. Todos, incluso el niño, tienen las cejas oscuras y las mismas bocas
plenas y generosas. Las dos niñas mayores son delgadas. La mayor
probablemente alcanzará una estatura notable, pues tiene los hombros muy
anchos y las piernas largas. Está de pie, con los pies ligeramente separados y
las manos en la cintura. Su vestido, de color azul claro, con el cuello blanco y
delicadamente bordado, parece reñido con el aire atlético de su postura, en el
que Olympia cree advertir cierto ademán de desafío. La segunda niña, más
tímida, se lleva una mano a la boca. Incapaces de permanecer quietos, la niña
más pequeña y el niño no paran de moverse por el porche. Observan el
jardín y las rocas y el mar y a la chica que se acerca a ellos con un vestido-
blanco de lino con la misma ansiedad con la que Olympia absorbió las pri -
meras bocanadas de aire estival el día anterior.
Al subir al porche, Olympia se detiene a saludar a los dos niños pequeños.
Ellos bajan la cabeza con timidez. Después saluda a la segunda hermana,
que acepta tímidamente su apretón de manos sin decir nada, y, finalmente, a
la mayor, que le dice que se llama Martha.
-Yo me llamo Olympia, Olympia Biddeford —dice ella. La chica le da la
mano sin mirarla a los ojos.
-Y yo soy John Haskell -oye decir Olympia a su espalda.
Olympia se da la vuelta. Ve su cabello castaño claro, sus ojos de color
avellana. A modo de saludo, el hombre asiente de forma casi imperceptible.
Tiene la camisa arrugada y el borde de los pantalones manchado con arena
de la playa. Está de pie, con las manos en los bolsillos. Los tirantes se le
clavan en los hombros. Lleva desabrochados los puños de la camisa, aunque
no se ha subido las mangas. Su alta estatura atenúa su robustez. Olympia
piensa que la ropa que lleva debe de resultarle opresiva.
En el breve período de tiempo que tarda John Haskell en acercarse a
Olympia y tenderle la mano, ella calcula que tendrá aproximadamente la
edad de su padre, aunque puede que sea uno o dos años más joven. Sí, ten -
drá unos cuarenta años.
Puede que los dedos de Olympia tiemblen ligeramente cuando John
Haskell toma su mano.
Él inclina ligeramente la cabeza para protegerse del resplandor del sol y
observa durante unos instantes las dos manos entrelazadas antes de volver a
mirar a Olympia a los ojos. Permanecen en silencio durante varios segundos,
mirándose sin decir una sola palabra, sin una frase de bienvenida, sin un solo
cumplido. Y Olympia piensa que su madre, que acaba de salir al porche,
tiene que notar ese silencio que los une.
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Olympia ya no lo oye.
A Olympia le gusta su habitación. A menudo busca el refugio que le ofrecen
esas cuatro paredes empapeladas en un suave color azul celeste que parece
reflejar el color del cielo salpicado por diminutos ramos de rosas de color
marfil. La habitación es lo suficientemente grande para albergar una cama,
una pequeña mesilla, un tocador, un buró y una silla. El buró está colocado
junto a la ventana, de tal manera que Olympia pueda ver al mismo tiempo el
mar y el jardín; una vista de la que nunca se cansa, ni siquiera en los días
más brumosos de la costa de New Hampshire. Unas cortinas blancas de mu-
selina recogidas por sendos lazos enmarcan la vista del mar. Olympia piensa
que quizá sea esa luz difusa que atraviesa la gasa blanca lo que la llena de
sosiego cada vez que entra en su habitación.
Pero hoy no encuentra ningún sosiego, ni en su habitación ni en ningún
otro lugar. Se acerca a la ventana, se aleja, se tumba en la cama y se vuelve a
levantar. Se acerca al espejo que hay sobre el tocador y gira la cabeza hacia
un lado y hacia el otro, intentando imaginar el aspecto que tendrá para
alguien que la ve por primera vez. Se coloca de perfil y observa su figura,
fijándose en la caída del vestido, desde el pecho hasta los pies. Se acerca al
espejo hasta casi llegar a tocarlo y contempla minuciosamente la piel que
surge por encima del cuello festoneado de su vestido. Tiene las mejillas
encarnadas por el sol; está segura de que su madre lo habrá advertido.Y
entonces recuerda que su madre está esperando que ella vuelva a bajar para
ir a la playa con los niños, tal y como ha prometido. En ese preciso
momento, como respondiendo a sus pensamientos, alguien llama a la
puerta.
Con toda la compostura que es capaz de reunir, Olympia se acerca a la
puerta y la abre. Su madre la mira desde el otro lado del umbral con los
brazos cruzados y los labios entreabiertos en una pregunta que no llega a
pronunciar. Sin el menor pudor, Olympia le dice a su madre que se siente
indispuesta, posiblemente por algo que ha comido. Y realmente es una
suerte que su aspecto confirme el malestar que dice sentir. Añade que no
tiene fiebre y que sólo estaba descansando unos minutos.Y, entonces, antes
de que su madre pueda decir nada, ella le pregunta si ya le ha mencionado
el paseo a los niños, pues duda que pueda acompañarlos a la playa.
—Entiendo —dice la madre de Olympia, aunque ella percibe un rastro de
duda en su voz.
No es la primera vez que miente; pequeñas mentiras sin maldad
destinadas a proteger a su madre de algún hecho insignificante que pueda
preocuparla innecesariamente. Pero Olympia no recuerda haber mentido
nunca para protegerse a sí misma. Y entonces se da cuenta de que, aunque
su madre viva apartada en un mundo en el que raramente es necesario
tomar alguna decisión, en ese momento acaba de tomar una y que, a su
manera, debe de sentirse tan desconcertada por el patente estado de
agitación de su hija como lo está la propia Olympia.
-Entonces no bajarás a cenar -dice la madre de Olympia. No es una
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CAPITULO 3
Antes de bajar a cenar, Olympia se sienta ante el espejo del tocador. Aunque
hay una mujer encargada de lavar y planchar, Olympia no tiene una
doncella personal en Fortune's Rocks. Tampoco la tiene en Boston, pues su
padre considera que la autosuficiencia en el vestir y la higiene personal es
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Al oír las voces sofocadas que proceden del porche, Olympia entra en el
comedor, pues, por el momento, prefiere no participar en ninguna
conversación. Es la primera cena formal del verano y la mesa ha sido dis-
puesta con más esmero de lo acostumbrado. Contempla la vajilla de
porcelana doisonné, las copas de cristal tallado y la enorme cantidad de
pálidas y diminutas rosas esparcidas aparentemente al azar sobre el
adamascado mantel blanco, aunque realmente hayan sido colocadas por
Lisette bajo la atenta supervisión de la madre de Olympia.
La luz de docenas de velas se refleja en los espejos que cuelgan sobre los
aparadores de caoba que hay a ambos extremos del comedor, de tal
manera que toda la habitación queda inmersa en el parpadeo de infinitas y
cálidas luces. Todavía no ha anochecido. A través de las mosquiteras que
cubren las ventanas, pueden verse los arbustos de rosas silvestres que
separan el jardín de los árboles frutales. El aire que atraviesa las
mosquiteras acaricia el cuerpo de Olympia como un espíritu afable que
cruzase la habitación. Ella sigue el rastro del espíritu por las llamas de
las velas. Detrás de la puerta que da a la antecocina se oyen voces y el
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médicas.
-Estoy completamente de acuerdo, Olympia —dice su padre, que parece
haber recuperado su orgullo paterno.
-Creo que son pocos los lectores que no se sentirían conmovidos por
esas páginas -añade Olympia.
-Sin duda, sus comentarios delatan su juventud -interviene
repentinamente Rufus Philbrick al tiempo que la observa fijamente.
Olympia se sorprende al descubrir que la intensidad de esa mirada no la
altera lo más mínimo.
-En absoluto -dice el padre de Olympia-. Me enorgullezco de la
madurez de las opiniones de mi hija.
-¿Y en qué colegio ha recibido una educación de tan alta calidad?
-pregunta Zachariah Cote, dirigiéndose a Olympia.
A ella no le agrada la repentina sonrisa del hombre. Tampoco le agrada
su bigote, desproporcionadamente grande. Pero lo que más desagrada a
Olympia es el giro que ha tomado la conversación, alejándose de la obra de
John Haskell.
-Mi padre se ocupa personalmente de mi educación —dice.
-¿De verdad? -pregunta Rufus Philbrick sin poder ocultar cierta sorpresa
—. ¿No va al colegio?
-Mi hija fue al Commonwealth Seminary de Boston durante seis años
-contesta su padre por ella-. Desafortunadamente, transcurrido ese período,
resultó dolorosa-mente patente que los conocimientos de Olympia supe-
raban con creces los de sus supuestos instructores. Desde entonces, me he
encargado personalmente de su educación y tengo la esperanza de que el
año que viene ingrese en la Universidad de Wellesley.
-¿Y no le ha importado estar separada de otras chicas de su edad?
-pregunta Catherine Haskell al tiempo que se vuelve hacia Olympia.
—Mi padre es un gran profesor —contesta Olympia con diplomacia.
—Deduzco que usted debe de ser un gran conocedor de las condiciones
de trabajo en las fábricas -dice Rufus Philbrick, dirigiéndose a John Haskell.
-No tanto como quisiera —contesta él—. Una de las desventajas de contar
la historia a través de los propios personajes es que el escritor no puede
aportar una visión histórica. Me temo que ése es uno de los mayores
defectos de mi libro, pues, en mi opinión, la correcta comprensión de los
precedentes históricos de cualquier situación es un requisito básico para
entender su condición actual. ¿No están de acuerdo?
—Desde luego —dice el padre de Olympia.
-Durante la primera época -continúa Haskell-, cuando la mano de obra
estaba formada principalmente por chicas venidas de granjas de Nueva
Inglaterra, los dueños de las fábricas demostraban una actitud benévola res-
pecto a ellas. De ahí que les proporcionasen viviendas decentes y
dispensarios médicos en condiciones. Sólo se alojaba a dos chicas en cada
dormitorio y se les proporcionaba alimento tres veces al día en los
comedores. De alguna manera, las viviendas eran como un hogar lejos del
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hogar; algo así como los dormitorios en una universidad. Había bibliotecas y
sociedades literarias y conciertos y obras de teatro... Incluso podría decirse
que las chicas ampliaban sus horizontes al ir a trabajar a las fábricas.
-Incluso así, tengo entendido que trabajaban diez o incluso doce horas al
día, seis días a la semana -dice Rufus Philbrick-. Y que no era extraño que
se arruinaran la vista o que contrajesen graves enfermedades.
-Tiene usted toda la razón, Philbrick. Pero la cuestión es que, cuando
esas chicas volvieron a sus pueblos, cuando fueron reemplazadas por
emigrantes irlandeses y canadienses francófonos, las condiciones no
tardaron en deteriorarse. Para empezar, estos inmigrantes venían en
grupos familiares que tenían que hacinarse en habitaciones concebidas para
dos personas. Los alojamientos iniciales demostraron ser incapaces de
sostener una población tan amplia y las condiciones sanitarias se vinieron
abajo. Ya hace algunos años que los grupos progresistas están reclamando
una mejora en la vivienda, la atención sanitaria y el cuidado de los niños.
-Sí, ya he oído hablar de esos grupos progresistas —dice Zachariah Cote.
-El pasado mes de abril —dice Haskell—, varios médicos de Cambridge
viajamos a Ely Falls para realizar un estudio sobre la salud de los obreros.
El reclamo que ofrecimos para animar a los obreros a colaborar, siete dólares
por familia, resultó lo suficientemente seductor como para que pudiéramos
examinar a quinientas treinta y cinco personas. De todas ellas, tan sólo
sesenta gozaban de lo que puede llamarse buena salud.
-Pero eso es realmente terrible -dice la madre de Olympia.
-Desde luego. Descubrimos que las viviendas eran un foco de
infecciones: tuberculosis, sarampión, cólera, tisis, escarlatina, pleuresía... La
lista es interminable.
-Si no me equivoco, John -dice el padre de Olympia-, uno de los problemas
es que la tradición cultural de los inmigrantes no los predispone en contra
de la explotación laboral de los menores. Los canadienses francófonos
entienden que todos los miembros de la unidad familiar deben contribuir a
su manutención. De ahí que intenten eludir las leyes existentes para
prevenir la explotación de menores instando a los niños a realizar pe-
queñas labores remuneradas. A veces, dependiendo del grado de pobreza
de la familia, los niños pueden llegar a trabajar hasta catorce horas al día
encerrados en una habitación en la que apenas hay luz ni ventilación.
-¿Haciendo qué? -pregunta Catherine Haskell.
-Cosiendo o hilvanando prendas de vestir o arrancando botones -le
explica su marido-. Trabajos simples y repetitivos. -Mueve la cabeza de un
lado a otro-. No puede imaginarse cómo viven esos niños, Philbrick.
Muchos están enfermos. Otros sufren atrofias. Algunos ya están
prácticamente ciegos antes de cumplir los doce años.
Durante unos instantes, todos parecen considerar en silencio lo que
acaba de exponer Haskell. Olympia clava varias veces el tenedor en una de
sus croquetas de arroz.
-Y, además, señor Haskell -dice Olympia con el arrojo de quien se siente
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inmerecido.
—Por lo que tengo entendido, no tan bien como tu madre -dice. En la
oscuridad, su vestido apenas se ve y, bajo la débil luz de los faroles,
Catherine Haskell se convierte en dos brazos, una cara y cabello—. ¿Y sabía
que, originalmente, las piedras de Stonehenge estaban alineadas
exactamente con el punto por donde sale el sol el día del solsticio de
verano? Por lo visto, realizaban sacrificios ese día. Algunos dicen que
incluso realizaban sacrificios humanos.
—Esta noche cualquier cosa me parece posible —dice Olympia.
—Sí. Así es.
Catherine Haskell se mece en su asiento. El mimbre del respaldo cruje
bajo su peso. Olympia se fija en sus botines blancos, que destacan bajo la luz
de la luna.
—Espero que su madre no se encuentre indispuesta—dice Catherine.
—Se fatiga con facilidad —explica Olympia. Después duda durante unos
instantes—. Es de constitución frágil—dice finalmente.
—Entiendo —dice Catherine Haskell volviéndose hacia Olympia-.
Entonces, Olympia, su carácter debe de parecerse más al de su padre -añade.
—¿Por qué lo dice?
—Parece más decidida, más fuerte que su madre.
Los hombres ríen de nuevo. Catherine y Olympia se vuelven hacia ellos y
observan la escena bajo la débil luz de los faroles.
-Aunque sin duda ha heredado la belleza de su madre -dice Catherine al
tiempo que se alisa la falda invisible con sus manos de alabastro—. Siempre
he pensado que hay un momento en la vida de una joven mujer... —empieza
a decir pero, de repente, se detiene al oír la voz de su marido elevándose
sobre la del resto de los hombres. «Se han deteriorado con la llegada de...» No
consigue entender nada más-. Cuando digo momento -continúa Catherine—,
me refiero a un período de tiempo, a una semana, o incluso puede que a
varios meses. Pero, en cualquier caso, a un período de tiempo que tiene
principio y fin. Es ese momento para el que el cuerpo lleva años
preparándose, por así decirlo. —Catherine hace una pausa, como si estuviera
buscando las palabras exactas—.Y, en ese momento, la niña se convierte en
mujer. O puede que tan sólo en el capullo de la mujer que llegará a ser algún
día. Pero, igual que una flor, nunca ha sido, ni será, tan hermosa como en ese
período de tiempo, por breve que sea.
Olympia agradece la oscuridad que impide que Catherine vea su rostro,
pues sabe que sus mejillas deben de haberse encendido.
-Lo que quiero decir, querida —añade Catherine—, es que creo que usted
está viviendo ese momento. Olympia se mira el regazo.
—Se nota en su boca —continúa diciendo Catherine—. Por supuesto,
también se advierte en el resto de su cara, pero sobre todo en su boca, en la
plenitud de sus labios. Sí, realmente, su boca merecería ser retratada.
En la oscuridad, la antepuerta de la cocina cruje repetidarnente antes de
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Catherine no es la única que sabe cosas sobre el solsticio. Olympia sabe que esa
noche la luna se encuentra en Gé-minis y que, a las doce en punto de ese día, en
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Asuán, ochocientos kilómetros al sur de Alejandría, los rayos del sol caen en
una línea perfectamente vertical sobre la tierra. Sabe que existen cultos cuyos
seguidores, durante el solsticio de verano, se pintan símbolos en el cuerpo y
saludan al sol con lamentos hasta que caen agotados o tienen las visiones
deseadas. Sabe que durante el solsticio de verano tienen lugar las mareas más
altas del año, especialmente si coincide con la luna llena. Esta noche la luna no
está llena del todo, pero faltan pocos días para que lo esté y Olympia sabe que
eso será una fuente de preocupación para las personas cuyas casas estén
demasiado cerca de la playa.
Olympia baja al jardín y se refugia en las sombras para no atraer la
atención de los hombres. Al llegar al malecón, busca una roca seca en la que
sentarse y observa cómo el agua cubre una y otra vez las brillantes algas que
se acumulan sobre las rocas más bajas. Olympia se levanta y se acerca al agua.
Al remangarse la falda, siente el frescor de la noche en las piernas. A su
espalda, la casa de su padre se alza a poco más de treinta metros. El porche
está bañado por la parpadeante luz amarilla de los faroles que se mecen en la
suave brisa. Aunque ve a los hombres, el rumor de las olas no le permite oír
sus voces.
Se quita los botines y las medias, los deja sobre una roca y apoya los pies
sobre una de las resbaladizas rocas. Tras la impresión inicial, piensa en todas
las formas de vida que deben de ocultarse en ese preciso momento bajo la
superficie del mar. El verano anterior, el padre de Olympia insistió en que
ella debía aprender a nadar si quería salir sola en la barca. Su propio padre le
dio las lecciones en la bahía. La sensación del fango entre sus dedos y el
posible contacto con alguna criatura resbaladiza la aterrorizaban hasta tal
punto que aprendió a nadar de forma sorprendentemente rápida; al menos,
lo suficientemente bien como para poder salvarse si la barca naufragaba
cerca de la orilla. Y todo ello a pesar del aspecto insólito, por no decir cómico,
que tenía su padre en traje de baño. Y, al pensar en ello ahora, Olympia se
pregunta si, además de a la posible presencia de criaturas viscosas y
desconocidas, la rapidez con la que aprendió a nadar no pudo" deberse
también a la prisa que demostraba su padre por envolverse en un atuendo
más adecuado.
Olympia no sabe cuánto tiempo ha permanecido en el malecón. Cuando
empieza a pensar que ya es hora de regresar, una solitaria ola alcanza la roca
sobre la que está sentada y le roba un botín antes de volver a desaparecer
en la noche. Sorprendida por el gélido tacto del agua, Olympia se
incorpora de un salto. Cuando se agacha para coger el botín, recibe el
impacto de una segunda ola que, además de empaparla por completo, se
lleva el otro botín y las medias. Retrocede un par de pasos y vuelve a
incorporarse. Está claro que no va a recuperar ni los botines ni las medias.
Observa cómo los botines se alejan lentamente de las rocas hasta que
pierde de vista el primero. Temblando ligeramente y con las enaguas em-
papadas, se da la vuelta y camina hacia la casa. Llega al jardín, cuya
oscuridad sólo se ve salpicada por el brillo del rocío. Espera que nadie
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CAPITULO 4
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ellos conocen.
Philbrick muestra un gran interés por el funcionamiento de la
cámara.Vestido con la misma chaqueta a rayas de la noche anterior, se
levanta una y otra vez para mirar por el visor. Pregunta por qué se ve
invertida la imagen y se maravilla ante la habilidad que demuestra Haskell a
la hora de elegir las expresiones y las posturas que más favorecen a cada
persona. Cote lleva puesta una levita azul marino y una camisa blanca de
seda que acentúan las planicies de su rostro. Como es de esperar, el padre de
Olympia, que es de la opinión de que ni siquiera en la playa es conveniente
demostrar demasiada informalidad, hace que Haskell lo fotografíe de pie y
con el sombrero puesto. Finalmente, la madre de Olympia también accede a
ser fotografiada, aunque, eso sí, oculta tras un velo y sin mirar hacia la
cámara. Aun así, se estremece cada vez que oye el sonido del obturador,
como si, en vez de estar delante de una cámara fotográfica, la estuvieran
apuntando con una pistola.
—Ha prestado tanta atención que creo que sería capaz de hacer las
fotografías usted misma —le dice Haskell a Olympia después de acabar los
retratos de su madre.
—Desde luego, resulta fascinante -contesta ella y, tras una breve pausa,
decide que es preferible no añadir que, en su opinión, puede aprenderse
tanto o más sobre una persona observándola posar que a través de los gestos
aislados que capturan las fotografías.
—Es su turno —dice Haskell, dirigiéndose a Olympia con la familiaridad
de un pariente, al igual que lo hizo Catherine la noche anterior-. Siéntese
aquí. En los escalones —añade señalando el lugar con la mano.
Olympia se sienta, se alisa la falda y, tal y como le pide él, coloca las piernas
de lado. Aunque quiere cooperar, hay algo en su postura que no es de su
agrado. Tampoco debe de agradarle a Haskell, pues éste la observa con gesto
pensativo. Y, durante unos segundos, Olympia se siente como si Haskell
estuviera repasando mentalmente todos sus defectos, aunque piensa que eso
explica hasta cierto punto su interés por la medicina y la fotografía. ¿Acaso
no requieren ambas actividades un profundo interés por el cuerpo humano?
Al levantarse esa mañana, Olympia se ha puesto un vestido camisero de
lino blanco con una banda azul marino que le oprime la cintura. Un chai del
mismo color que la banda le rodea los hombros bajo un sombrero blanco de
amplias alas al que a Olympia le hubiera gustado añadir unas rosas
silvestres o la flor de una hortensia. Haskell se acerca a ella y vuelve a
alejarse, da unos pasos hacia la derecha y después hacia la izquierda, ob -
servándola a través de la cámara.
—Olympia, levante un poco el hombro, por favor —dice—. Así. Gire un
poco la cara hacia mí. Despacio. Sí. Ya es suficiente. Perfecto. Ahora no se
mueva.
Ella obedece.
Él aprieta el obturador y hace avanzar la película.
—No —dice para sí mismo con tono de decepción.
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—A mí me parece que está muy bien así —opina Philbrick, que está
deseando que acabe la sesión para poder ir a la playa y disfrutar del picnic
que sin duda los espera allí.
—Está encantadora —dice Catherine, que hace punto sentada en una de
las mecedoras.
—Creo que debería sentarse más erguida —opina la madre de Olympia
—. Mi hija tiende a dejar caer los hombros.
—Olympia, deje caer el brazo. Incline un poco la cabeza. Así —dice
Haskell al tiempo que hace una demostración Molesta ante tantas
opiniones, Olympia levanta los brazos, extrae la horquilla que sujeta el
sombrero a su cabello, se lo quita y lo arroja sobre un escalón.
—De ninguna manera —oye decir a su madre-. Ninguna mujer ha sido
fotografiada sin sombrero, ni tan siquiera las niñas.
Haskell guarda silencio durante unos instantes. Después se acerca
lentamente a Olympia. Por un momento, ella piensa que va a decirle algo,
pero él se limita a levantarle la barbilla con la punta de los dedos. Más y
más arriba, hasta que ella se ve forzada a mirarlo a los ojos. Haskell estudia
su rostro durante unos segundos y luego baja lentamente la mano por el
cuello de Olympia. El contacto es tan breve, tan suave, como el de un
mechón de cabello que roza por un instante la piel.
Esa fugaz caricia, el primer contacto íntimo de su vida, hace que Olympia
recuerde sus sueños de la noche anterior. Su mirada se relaja y sus ojos se
llenan de brillo. El color de sus mejillas delata su confusión. Olympia piensa
que no será capaz de ocultar las escenas que flotan detrás de sus ojos.
Teme oír algún comentario escandalizado, pero las palabras impacientes
que escucha confirman que nadie ha advertido nada fuera de lo normal en
el gesto de Haskell. Y entonces se pregunta si realmente ha ocurrido o si se
lo ha imaginado.
Algún tiempo después, cuando vea las fotografías por primera vez, se
sorprenderá al observar la aparente serenidad de su rostro, la firmeza de su
mirada, la corrección de su postura. En la fotografía, sus ojos estarán ligera-
mente entornados y una sombra cruzará su cuello. El chal rodeará sus
hombros y sus manos descansarán sobre su regazo. En esa engañosa
fotografía no se advertirá suturbaciól. Y Olympia pensará que la fotografía
se parece al mar, que es capaz de ocultar todo tipo de corrientes y
profundidades bajo una superficie aparentemente afable.
—Bueno —dice Philbrick al tiempo que se levanta de su asiento-. Yo me
voy a la playa.
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Esa tarde, Haskell no baja a cenar. Cuando Olympia pregunta por él,
Catherine le dice que ha tenido que ir al dispensario. Olympia
prácticamente no prueba la comida. Nunca podría haber imaginado hasta
qué punto nota su ausencia. Esa será la primera de las muchas noches en
las que se sentirá como si su vida, que hasta ayer mismo le parecía
razonablemente completa, careciera de una pieza vital para su felicidad.
A mitad de la cena, un trueno retumba en la casa. Olympia llega a
sentir las vibraciones a través del suelo de madera. Un rayo corta el cielo
detrás de las ventanas.
-¡Una tormenta! -exclama Catherine.
-El hombre que nos trae los bogavantes dijo que esta noche habría
tormenta —interviene la madre de Olympia.
-Me he dejado abierta la ventana de mi cuarto -dice Olympia, feliz de
tener una excusa para abandonar la mesa.
-¿Saben que, con la tormenta, muchos bogavantes perderán sus pinzas?
-comenta el padre de Olympia.
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docena de hombres a bordo, se aleja del Mary Dexter justo antes de que el
barco, reducido a astillas por las rocas, sea engullido definitivamente por el
mar. A pesar de la magnitud del desastre, los vecinos de Fortunes Rocks no
pueden evitar sentir cierto orgullo por el éxito del andarivel de salvamento,
que nunca había sido utilizado con anterioridad.
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CAPITULO 5
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observa sobre una hoja de papel. Por mucho que lo intente, se siente como
un adulto dándole instrucciones a un niño que es incapaz de entender lo
que le dicen.
Otra cosa totalmente distinta es la equitación y el tenis. Monta a caballo
asiduamente en la granja Hull, aunque, al tratarse de una actividad que ya
domina, tampoco puede decirse que se trate de un logro de ese verano. El
tenis, sin embargo, sí es una actividad nueva para Olympia. De hecho, es
una de las pocas actividades que, al exigir toda su concentración, le
brindan momentos de respiro durante los que consigue olvidarse de sus
sentimientos.
Pues, ante todo, Olympia está sumida en un estado de suspensión que de
alguna forma se asemeja a una pausa en una pieza musical, a un preludio
interrumpido. Se siente incapaz de concentrarse. Se siente aturdida ante el
peso de unos sentimientos encontrados de los que no es capaz de liberarse.
Incluso llega a preguntarse si no estará poseída, pues analiza una y otra vez
cada momento que ha compartido con Haskell, cada palabra que han
intercambiado, cada mirada, cada gesto, reviviéndolos e interpretándolos
de forma obsesiva. Da igual que esté cenando, sentada a la mesa,
escribiendo una carta en el porche o leyéndole un libro a su madre,
Olympia siempre está inventando un nuevo diálogo con Haskell o
pensando una frase ocurrente que él pudiera apreciar. De hecho, su rutina
diaria sólo tiene un fin: darse a conocer a un hombre al que apenas conoce.
Y, aunque repase mentalmente una y otra vez las mismas escenas, nunca
agota sus posibilidades. Es como si bebiera con una sed insaciable de un
vaso que se rellena continuamente. En algunas ocasiones, los recuerdos de
los breves momentos que ha compartido con Haskell pueden llegar a
convertirse en una agonía, pues Olympia es incapaz de imaginar un
desenlace feliz. Ella sólo tiene quince años. Haskell tiene casi la edad de su
padre. Además, está casado y tiene cuatro hijos. Olympia todavía depende
de su padre para su sustento. No es más que una niña, puede que incluso
una niña trastornada. En cualquier caso, una niña obsesionada por una
fantasía que se cimenta en un par de breves encuentros que, por lo que ella
sabe, incluso puede haber mal interpretado. Aun así, su incansable
imaginación no deja de torturarla y no hay ningún momento del día o de la
noche durante el que Haskell no domine sus pensamientos. Algo que hace
que Olympia se pregunte si el tormento y la angustia no irán siempre
unidos a un profundo, aunque extraño, placer. Al margen del hecho de que
parece estar permanentemente alejada del universo que habita su cuerpo,
estos últimos días se le antojan más llenos, más intensos y más reales que
ningún otro momento de su vida. Los colores parecen más vivos. La música,
que antes sólo era placentera o dificultosa, ahora es capaz de penetrar hasta
lo más profundo de su alma.Y el mar se cubre de una grandeza épica y de
una infinita capacidad de seducción que hacen que Olympia se irrite
profundamente ante cualquier interrupción mientras observa su
inmensidad en silencio, dejando que sus pensamientos floten incansa-
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Haskell. Ella piensa que su manera de andar debe de parecer forzada, que
sus movimientos deben de resultar poco naturales, pues ha perdido toda su
serenidad ante la presencia de Haskell. Él, en cambio, parece tranquilo. De
hecho, se detiene un par de veces para coger alguna concha que llama su
atención o para lanzar una piedra sobre la superficie del mar. Al cabo de un
rato, Haskell le pide que se detenga un momento, pues las botas se le están
llenando de arena. Se quita las botas y las deja en la playa, fuera del alcance
de la marea. Cuando Olympia le pregunta por ellas, él dice que las recogerá
de vuelta al hotel. A ella le parece que ese gesto demuestra más confianza
en la naturaleza humana de la que quizá resulte prudente. Olympia quisiera
hacerle mil preguntas, pero se mantiene en silencio; por muy locuaz que se
muestre en sus ensueños, en el mundo real, la presencia de Haskell parece
dejarla muda.
Ese día, el agua tiene un tono aguamarina, un color que apenas se ve en la
costa de New Hampshire, donde el océano suele ser o de un intenso azul
marino o de un plomizo color gris. De hecho, la luz que refleja el mar es tan
hermosa que, por un momento, Olympia piensa que la propia naturaleza
debe de querer lucir sus mejores galas para la celebración del ciento
veintitrés aniversario de la independencia de la nación.
—¿Ha comido ya? —pregunta Olympia.
—No. Mucho me temo que la calidad de la comida no esté a la altura del
resto de los servicios del hotel -dice él-. Sin duda, necesitan cambiar de
cocinero.
-Entonces éste es su día de suerte. En la hoguera hay comida para todos.
¿Conoce la tradición?
-Algo he oído decir durante el desayuno. Desde luego, las almejas
representarán un cambio a mejor en mi dieta. Además, estoy seguro de que
todos los camareros habrán desertado de sus puestos en el comedor. Tiene
la cara un poco colorada —añade Haskell después de observarla durante
unos instantes—. Debería haberse puesto un sombrero.
Continúan andando sobre la arena, uno al lado del otro, con pasos lentos
e irregulares. Cada cierto tiempo, una manga o un hombro rozan entre sí. El
calor calienta el aire hasta el punto de distorsionar ligeramente la visión. De
repente, son sorprendidos por una ola. Haskell grita al sentir el frío tacto
del agua, al que pocas personas llegan a acostumbrarse en esta zona de la
costa de Nueva Inglaterra.
Desde la distancia, Olympia observa que los festejos se han animado
considerablemente durante su ausencia. Varios hombres juegan al tenis en
una pista improvisada en la playa. Más cerca de la orilla, donde la arena
está más dura, varias parejas juegan al croquet, luchando con la inclinación
natural del terreno, que hace que las bolas siempre rueden hacia el mar.
Detrás del malecón, junto a los cobertizos de los pescadores, los vendedores
arnbulantes ofrecen sus mercancías: refrescos, cestas indias, cucuruchos de
helado y todo tipo de prendas de vestir.
Olympia se detiene. Todavía no desea unirse a los demás. Haskell da un
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CAPITULO 6
Como han acordado, Olympia espera detrás del hotel Highland mientras él va a
los establos en busca de un coche. Olympia espera no encontrarse con nadie
conocido, pues no sería fácil explicar lo que está haciendo sola detrás del hotel.
Espera que su padre se eche una larga siesta en la playa, como es costumbre
que lo hagan los hombres en esta fecha tan señalada y democrática.
Haskell aparece conduciendo una calesa verde con las ruedas amarillas y las
palabras HOTEL HIGHLAND pulcramente escritas en uno de los laterales. La
capota se balancea de forma amenazadora con cada bache. Antes de ir a los
establos, Haskell ha subido a su habitación a por su maletín, su chaqueta y su
sombrero. A Olympia le agrada tanto su aspecto que, a pesar de su nerviosismo,
no puede evitar sentirse feliz al pensar que dentro de unos segundos estará
montada con Haskell en esa calesa. Él detiene el pequeño coche y se baja para
ayudarla a subir.
La carretera avanza, sinuosa, entre mansiones y muros de piedra. Se cruzan con
otros coches, que, al igual que la calesa, avanzan a trompicones sobre la dura e
imperfecta superficie de tierra, y con varios hombres en bicicleta, que saludan
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haciendo sonar sus timbres o llevandose una mano al sombrero. Una familia
de gitanos les pide unas monedas. El paisaje es llano. Aquí y allá se levanta
un valla, una casa de madera, algún árbol solitario, un pequeño bosque de
pinos retorcidos... Antes de que la carretera se aleje de la costa, pasan junto a
la caseta de salvamento. Olympia se pregunta si el equipo de salvamento
también participará de los festejos. Supone que no, pues los caprichos de la
naturaleza no tienen días festivos. Además, tendrán que mantenerse atentos
ante posibles bañistas atrapados por alguna corriente.
Detrás de la caseta de salvamento, el sol se refleja cegadoramente sobre el
océano. El resplandor es tan intenso que Olympia no consigue distinguir la
casa de su padre, que debe de alzarse sobre las rocas en el otro ex tremo de la
playa, aunque, en ese momento, lo último que desea es pensar en su padre.
Observa la bahía, que ofrece una imagen idílica con su pequeña flota de ba -
landros y yolas fondeados junto al puerto. Ve la torre marrón de la iglesia
congregacionalista, el viejo edificio de la cooperativa de pescadores y el largo
muelle, que atrae tanto a barcos comerciales como a buques de recreo. Aguas
adentro, dos o tres caballeros reman acompañados por damas con parasoles
en pequeños esquifes.
La calesa deja atrás Fortune's Rocks y se adentra en las marismas, un
laberinto de canales poblado por cañaverales, aves acuáticas, lirios y
azucenas. A Olympia le gusta remar por las marismas al ponerse el sol,
cuando la luz oxidada incendia los cañaverales y tiñe la superficie del agua
de un tono rosado con tintes metálicos. A veces, durante esas excursiones,
Olympia se pierde deliberadamente por los canales, atraída por la emoción
silenciosa del color jengibre de las cañas. Después tiene que encontrar el
camino de regreso a través del laberinto de agua. Olympia sólo recuerda
haber fracasado en una ocasión, cuando, al acabar en un callejón sin salida,
tuvo que pedirle ayuda a un chico que pescaba desde tierra firme.
Atraviesan Ely, con sus imperturbables casas de madera, construidas hace
un siglo por hombres que rehuían cualquier tipo de ornamentación. Pasan
por delante de la carnicería, con el carro para transportar las reses muertas
aparcado en la fachada lateral, frente a un taller de herrero, una botica, un
surtidor de agua... Al ser un día festivo, las calles están vacías. De hecho, hay
algo inquietante en esa absoluta quietud. Aunque Olympia sabe que no es
así, se siente como si estuviera atravesando una ciudad donde una plaga
hubiera diezmado la población.
Siguen el camino del tranvía hasta llegar a Ely Falls, donde son recibidos
por edificios ennegrecidos por el hollín de los telares. Olympia intenta
concentrarse sin éxito en el espectáculo que la rodea, pues la belleza de las
marismas y el bullicio de la ciudad no son más que una especie de decorado
en el drama que protagonizan Olympia y Haskell en silencio.
En la calle principal de Ely Falls, engalanada para la ocasión con cientos
de banderines, los comercios se suceden sin interrupción: boticas, sastrerías,
cervecerías, relojerías, casas de comidas... Pasan frente a una zapatería. Cote
& Reny. Hay muchos nombres franceses y también algunos irlandeses:
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en una esquina. Se lava las manos y se las seca con el trapo que le ofrece
Malcolm, antes de bajarse las mangas de la camisa y ajustarse los puños
con los gemelos que guarda en el bolsillo. Tiene una mancha de sangre
cerca del hombro y parece cansado. Más tarde, Olympia se dará cuenta de
que Haskell está midiendo las consecuencias de llevar a Olympia consigo,
pues sabe que, de hacerlo, Olympia presenciará algo para lo que nadie está
nunca preparado, algo que jamás podrá borrar de su memoria.
—Olympia, hay un maletín lleno de sábanas y paños esterilizados en el
armario del cuarto de enfrente —dice Haskell finalmente al tiempo que
descuelga su chaqueta del gancho que hay detrás de la puerta—. No pesa
mucho. Por favor, cójalo y sígame.
La luz es más suave y las calles se han llenado de sombras. Una ligera brisa
refresca la ciudad. El cielo, sin una sola nube, tiene un intenso color azul
celeste. La noche sin duda será espléndida. El sol llena las ventanas de re-
flejos plateados y tiñe las hojas de los árboles de un tembloroso color rosa.
Olympia y Haskell caminan intentando ignorar la basura que se acumula a su
alrededor. Las calles no sólo están cubiertas de los deshechos cotidianos de la
ciudad, sino también de los propios de los festejos: botellas rotas, orines,
prendas desechadas de ropa, charcos del agua de la colada que los vecinos
arrojan por la ventana, restos de comida, jarras rotas de loza que apestan a
cerveza... Finalmente llegan al bloque de viviendas. Suben la escalera hasta la
habitación donde vive la parturienta y Haskell abre la puerta sin llamar.
La habitación no es mayor que el dormitorio de Olympia en Fortune s
Rocks. La única ventana da a un muro que no debe de estar ni a cuatro
metros de distancia. Aunque todavía es de día, los ojos de Olympia tardan
unos segundos en adaptarse a la penumbra. La mujer que yace sobre la
cama se retuerce de dolor, apretando los dientes con fuerza. De repente,
expulsa sonoramente una bocanada de aire y grita algo en un francés tan
torturado que Olympia es incapaz de entender una sola palabra. Alguien le
ha levantado el camisón hasta las caderas y, aun desde el umbral de la
puerta, Olympia puede ver la sangre que le cubre los muslos y la almohada
que tiene debajo del cuerpo. Sus piernas, desnudas y en constante
movimiento, le hacen pensar a Olympia en unos gusanos transparentes
agitándose al ser descubiertos bajo una roca. Olympia desearía salir
corriendo de esa habitación, pero permanece inmóvil, luchando contra las
náuseas.
Haskell se quita la chaqueta. No hay agua corriente en la habitación, ni
tampoco tiempo para buscar un sitio donde lavarse las manos. Se sienta en la
cama y sus dedos desaparecen bajo la tela que oculta las partes más íntimas
de la mujer. Después de palparla durante unos segundos, le dice algo en
francés a la señora Bonneau, la mujer mayor que está de pie al lado de la
cama. Ella, a su vez, le dice que la parturienta se llama Marie Rivard y que
uno de sus hijos, que temía por la vida de su madre, ha ido a avisarla.
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También le dice que la joven parturienta sólo lleva unos meses en Ely Falls.
Por lo visto, el marido la abandonó al poco de llegar a la ciudad y, en su
estado, Marie Rivard ha sido incapaz de encontrar trabajo.
Marie Rivard debe de tener unos treinta años, aunque resulta casi imposible
estimar la edad de esa mujer que se retuerce sobre la cama. De repente,
Olympia advierte la presencia de tres niños sentados en el suelo, con la
espalda apoyada contra la pared. El mayor no debe de tener ni nueve años.
Los tres están descalzos y visten prendas sucias y oscuras y llenas de
remiendos. Es evidente que ninguno se ha bañado últimamente. A Olym-
pia le parece que la habitación cada vez huele peor.
Las paredes, sin empapelar, están llenas de grasa. No hay ningún
armario, ni tan siquiera un baúl. Tan sólo una pequeña despensa.Y, al
abrirla, Olympia observa con sorpresa que está prácticamente vacía. Una
chaqueta de hombre cuelga de un gancho como única presencia masculina.
Una esquina de la habitación está quemada, como si alguien hubiera
encendido una hoguera en el suelo. Sobre el mugriento hornillo hay un
escurridor, un cuchillo y una cacerola. En la pared de la puerta, varias
prendas de vestir cuelgan de clavos. No hay ningún juguete. Debajo de la
ventana hay un paquete de ropa vieja envuelta en papel de estraza. En el
alféizar hay una fotografía enmarcada de una pareja de novios. Ella luce un
largo vestido de satén y una delicada mantilla. Él lleva un pesado traje de
lana y está tan erguido que parece estar en posición de firmes. Olympia
observa a la mujer de la foto. Después mira a la mujer de la cama. ¿De ver-
dad puede ser la misma persona? Aunque ni siquiera eso podría explicar
que no haya empeñado el marco de plata de la fotografía, como parece
haberlo hecho con el resto de sus pertenencias.
Haskell le da una cucharada de láudano a la parturienta.
Inmediatamente, ella deja de retorcerse y sus gritos se tornan leves
gemidos.
—Déme el maletín —le dice escuetamente Haskell a Olympia.
Ella le acerca el maletín y observa cómo Haskell coge una sábana, la
sujeta bajo un lado del colchón, estira la tela y, con un gesto ágil y mil
veces practicado, la desliza por debajo de la mujer antes de sujetarla al otro
lado. Después tapa a la parturienta con otra sábana limpia y, con la ayuda
de la señora Bonneau, la desnuda.
-Necesito agua, Olympia. ¿Podría averiguar dónde está la bomba? —
dice Haskell con la misma naturalidad con la que pediría un lápiz para
hacer una corrección en uno de sus ensayos-. Llévese la cacerola. Tengo que
lavar a esta pobre mujer.
Olympia coge la cacerola y sale al pasillo. Intuye que la bomba de agua
debe de estar en el patio trasero, pero no sabe cómo llegar. Hasta que
descubre una puerta en el sótano que conduce a la pequeña extensión de
tierra reseca. Ve la bomba, oxidada, en el centro del patio. Tras varios
intentos fútiles, consigue que mane un fino chorro de agua. El olor de las
letrinas que hay en una esquina del patio es insoportable; está claro que
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Es una niña. Haskell coge un paño del maletín y le limpia los ojos, la
nariz y la boca. Su primer llanto no se hace esperar y, en cuanto empieza a
respirar, su piel pierde el tono azulado y se vuelve más rosada. Y, de repen-
te, Olympia rompe a llorar. Llora de alivio y de emoción. Llora por todas
las sensaciones que se acumulan en su interior. No sabe por qué llora.
Haskell examina cada centímetro de la niña mientras la limpia con agua
hervida. Después vuelve a concentrarse en la madre y le saca algo
sanguinolento del útero. Exhausta, ella cae en un sueño profundo.
Siguiendo las órdenes de Haskell, la señora Bonneau tumba a la niña junto
al pecho de su madre. Tras escuchar atentamente la respiración de Marie
Rivard, Haskell le da nuevas instrucciones a la señora Bonneau. Es la
primera vez que su voz deja traslucir alguna irritación. Olympia piensa que
debe de ser consecuencia del cansancio o quizá de la frustración que debe
de sentir al ver las condiciones en las que se verá obligada a vivir esa pobre
niña.
Mientras se lava las manos y los brazos con el agua que queda en la
cacerola, Haskell le dice a la señora Bonneau que Malcolm vendrá lo antes
posible con gasas y paños limpios para contener la hemorragia. Después
extrae un par de billetes del bolsillo interior de su chaqueta y se los da a la
señora Bonneau. Le dice que compre naranjas y leche y pan para los niños,
que no le dé el dinero a ningún hombre y que no se lo gaste en bebida. La
señora Bonneau le promete que hará exactamente lo que le ha dicho. Pero, al
mirar a Haskell, Olympia observa una expresión agria, por no decir
sardónica, en su rostro. Al parecer, no confía demasiado en la señora
Bonneau.
Haskell le dice a Olympia que lo siga. Fuera de la habitación, los tres
niños siguen arrancando botones. Olympia se pregunta si sabrán que tienen
una nueva hermanita, aunque los niños no demuestran el menor interés
por lo que pueda haber sucedido al otro lado de la puerta. Haskell se
agacha delante del más pequeño, le sostiene la cabeza en alto con una
mano y le levanta el párpado del ojo derecho con la otra.
—¿Por qué no estáis jugando fuera? —dice en francés.
El niño se encoge de hombros. Haskell se saca un puñado de caramelos
del bolsillo y los reparte entre los niños. Se levanta, vuelve a abrir la puerta
de la habitación y le dice algo a la señora Bonneau.
—Oui, oui, oui —oye decir Olympia.
Haskell ayuda a Olympia a subir a la calesa, se monta en su asiento y coge las
riendas. El sol está a punto de ponerse y un intenso manto añil parece cubrir
el cielo. La calesa empieza a avanzar, de vuelta a Fortune's Rocks, que está a
más de diez kilómetros de la ciudad. Al pensar en la escena a la que acaba de
asistir, Olympia siente un escalofrío. Se pregunta cómo podrá convivir Has-
kell a diario con la enfermedad y la miseria. Aunque puede que, a ojos de
un médico que, como Haskell, está acostumbrado a las vicisitudes de la
vida y la muerte, los acontecimientos de esa tarde no tengan nada de extra-
ordinario. Aun así, le parece imposible que alguien pueda asimilar, como si
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de algo normal se tratara, una situación física tan extrema como la del parto
al que acaba de asistir. Haskell tiene las mangas de la camisa manchadas de
sangre y despide un olor inconfundiblemente masculino, aunque a Olympia
no le desagrada.
—No debe tener miedo a dar a luz —dice Haskell al cabo de algunos
minutos—. Lo que acaba de ver no es algo terrible, aunque, desde luego,
puede ser difícil. A veces, la vida empieza con una gran conmoción, pero no
siempre tiene por qué ser así. Me temo que tal vez haya herido
terriblemente su sensibilidad al permitir que asistiera al parto.
—Estoy bien —dice ella—. No puedo negar que me siento algo aturdida,
pero lo superaré. No soy tan frágil como se imagina. De hecho, le estoy
profundamente agradecida por ofrecerme la oportunidad de contemplar el
milagro de un nacimiento. Y, además, ¿no es siempre mejor conocer la
verdad?
—Ahora mismo tengo algunas dudas al respecto —dice Haskell.
—¿Qué ventaja puede tener desconocer la realidad? Antes o después,
toda mujer tendrá que enfrentarse a esa realidad. Realmente, creo que mi
padre me ha protegido en exceso.
—Y así debe ser -dice Haskell-. Pues así su padre ha conseguido que
creciese y se desarrollase en un entorno saludable. Desde luego, si la
alternativa a un exceso de protección es crecer arrancando botones, rodeado
de inmundicia y de degradación, me declaro a favor del exceso de
protección, por asfixiante que pueda parecerle a quien, como usted, es
objeto de ella —añade Haskell al tiempo que agita las riendas para que el
caballo acelere el trote—. Esos niños deberían estar en un orfanato —concluye
acaloradamente.
—¿Y separarlos de su madre? -pregunta Olympia.
—¿Por qué no? ¿Cómo va a cuidar de sus hijos una madre que carece de
medios? Al menos en el orfanato las monjas bañarían a esos niños y los
alimentarían y les proporcionarían ropa limpia y aire fresco y una educa-
ción, por limitada que fuera. Lo que acaba de ver, Olympia, no ha sido un
nacimiento sino una forma de infanticidio.
—No puede culpar a esa mujer por su pobreza —argumenta Olympia—.
¿Qué me dice del padre? Él es quien ha abandonado a sus hijos y a su mujer
embarazada.
—Estaría de acuerdo con lo que dice si no conociera a tantas mujeres
obreras, tanto francófonas como irlandesas, que pasan la mayor parte del
día borrachas. Aunque, afortunadamente, algunas de ellas tienen el sufi-
ciente sentido común como para entregar a sus hijos a un orfanato si no son
capaces de cuidar de ellos.
—Debe de ser terrible separarse de un hijo —dice Olympia.
Se siente confusa. Ella misma acaba de ver las condiciones de abandono en
las que viven los hijos de Marie Rivard.Y, aun así, no se siente capaz de
criticar a esa mujer. Aunque fuera abandonada por su marido y se en-
contrara en grandes dificultades, nadie le pediría a una mujer de la posición
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CAPITULO 7
Durante una semana, la costa permanece cubierta por una inmensa nube
gris que, aunque nunca llega a convertirse en tormenta, no deja ver un solo
rayo de sol. Durante una semana, la lluvia impide emprender cualquier
actividad al aire libre, aumentando la sensación de aislamiento de Olympia,
su distanciamiento de todos aquellos que la rodean. Durante una semana,
Olympia se siente como si viviera dentro de un capullo, cálido e im -
penetrable, donde la vida es húmeda e insustancial.
Da igual que esté observando el mar desde el porche, paseando bajo la
lluvia, conversando distraídamente con su padre, leyendo la obra de John
Greenleaf Whittier o jugando al backgammon con su madre, cada instante
del día pertenece a John Haskell, pues Olympia sólo piensa en él.
El aire abstraído de su hija no le pasa inadvertido al padre de Olympia,
aunque desconoce cuál puede ser la causa. A medida que transcurren los
días, Olympia cada vez se muestra menos dispuesta a ocultar sus sentimien-
tos y en varias ocasiones está a punto de revelar la razón de su extraño
comportamiento. Dándole la espalda a la prudencia, menciona
continuamente el nombre de Haskell mientras conversa con su padre y se
remite con demasiada frecuencia a sus ensayos y a la labor que desempeña
en el dispensario de Ely Falls. Durante una cena en la que están presentes
Rufus Philbrick y Zachariah Cote, Olympia dirige la conversación hacia la
cuestión de las condiciones de vida de los obreros y las reformas propuestas
por los sectores progresistas de la sociedad, pues el solo hecho de
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descuidado.
La puerta de batiente se abre a su espalda.
—Olympia.
Ella se levanta y se da la vuelta. Al mirarlo, no consigue leer los
sentimientos que se esconden tras la expresión de Haskell. Tan sólo ve las
profundas ojeras que rodean sus ojos.
—No podía esperar más —dice él. Olympia apoya una mano en el respaldo
de la silla. Haskell se acerca lentamente a ella.
—Su padre está buscando un libro en su estudio —dice con el cuidadoso
pragmatismo de un amante—. Le he dicho que venía a ayudarla. Sólo
tenemos un minuto. Dos a lo sumo.
Olympia toca la pechera de la gabardina de Haskell. Sigue húmeda.
Haskell rodea a Olympia con los brazos y la atrae hacia su cuerpo. Ella se
deja llevar por su vigor, perdiéndose en su abrazo. En un acto tan natural e
instintivo como puede serlo espantar a un insecto, Olympia levanta un
brazo, apoya la mano en la nuca de Haskell y lo atrae hacia sí. El abre la
boca, buscando la de Olympia. Ella nunca ha recibido un beso como ése.
Con la cabeza inclinada y el cuello girado y expuesto, saborea la lengua de
Haskell, el interior de sus labios, y se estremece al sentir la presión de su
cuerpo contra el suyo.
No hay tiempo para más.
Él retrocede un paso, aunque sus brazos siguen rodeando un cuerpo
invisible. Intenta decir algo. Tiene suelto el lazo de la chalina. Incapaz de
hablar, Olympia señala hacia la chalina para hacérselo saber y, al notar que
su peinado está a punto de venirse abajo, cambia apresuradamente de sitio
un par de horquillas. El rostro de Haskell tiene un tono exageradamente
rosáceo y ella se siente como si tuviera la boca en carne viva.
El padre de Olympia abre la puerta.
—Veo que la ha encontrado —dice sin prestarles demasiada atención—. Éste
es el libro que quería enseñarle, John. Como verá, las fotografías son dignas de
admiración.
Al no obtener respuesta, mira a Haskell. Después mira a Olympia. La
inmovilidad de su hija parece sorprenderle.
—¿Puedo ayudar en algo? —pregunta.
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Cuando vuelven a bajar, Olympia encuentra a sus padres conversando con los
Haskell en el vestíbulo. Al principio rehuye la mirada de Catherine. Tampoco
se atreve a mirar a Haskell. Le preocupa que Martha comente que ha entrado
en la habitación de sus padres. Pero Martha permanece en silencio, como si se
sintiera confusa ante algo que, aunque intuye, no acaba de comprender.
El padre de Olympia, que parece haber bebido más vino de lo que es
prudente, invita a Catherine y Haskell a cenar en casa el próximo martes.
Catherine agradece cordialmente la invitación, aunque no le será posible
asistir, pues vuelve a York con los niños esa misma tarde. Comenta algo
sobre dejar a su marido abandonado y le coge la mano. Olympia no puede
evitar mirar a Haskell y, al hacerlo, ve en sus ojos una dolorosa mezcla de
angustia y remordimiento; por su mujer y por Olympia y por él y por esas
transgresiones de las que, aun no habiendo sido cometidas todavía, sabe
que algún día tendrán que responder.
Olympia espera toda la tarde y toda la noche, hasta el alba, hasta esa
hora del día en la que el mundo parece detenerse durante unos
minutos en un silencioso recogimiento. Se asea y se viste
apresuradamente, atenta al menor sonido en las habitaciones de su padre
o de su madre o de Josiah o de Lisette, pues cualquiera de ellos puede
haberse levantado antes de lo acostumbrado. Finalmente baja la escalera
de puntillas y sale al jardín.
La marea, en su punto más bajo, ha dejado al descubierto una inmensa
explanada de arena cubierta por desechos marinos. Las rocas están
cubiertas de algas que caen hacia el agua como largos mostachos de
morsa. Los primeros recolectores de almejas ya están trabajando en la
playa. A pocos metros de la costa, un solitario barco con las velas de
color marfil navega en paralelo a la orilla. Olympia camina despacio
para no llamar la atención. Lleva los botines en una mano y con la otra se
sujeta la falda. Pero la cautela no tarda en abandonarla y, entonces, se
lanza a correr. La decisión está tomada.
En lo que sin duda es el acto más atrevido de su corta vida, corre hasta el
hotel, se sienta en los escalones del porche, vuelve a calzarse las medias y
los botines y entra en el vestíbulo. El recepcionista del turno de noche está
leyendo los resultados de las carreras mientras fuma en pipa. Levanta la
vista. Al ver a una chica de la edad de Olympia, su rostro adopta un gesto
de sorpresa.
-Vengo a buscar al doctor Haskell —dice Olympia sin darle tiempo a
reaccionar-. Lo necesitan urgentemente en el dispensario -añade inventando
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Él sube primero. Ella debe entrar por la entrada trasera del hotel
transcurrido un tiempo prudencial.
Ya ha amanecido y el sol inunda el pasillo a través de las ventanas,
sumiendo a Olympia en un estado de perpetua ceguera mientras pasa de la
sombra a la luz y de nuevo a la sombra. Aunque no se cruza con ningún
huésped, oye sonidos detrás de varias puertas. En una ocasión cree oír unas
pisadas a su espalda, pero no se da la vuelta. A través de las ventanas puede
ver la línea que dibujan las olas en la playa.
Por fin llega a la habitación. Haskell está de pie junto a la ventana. Tiene los
brazos cruzados. Su cuerpo traza una oscura silueta frente a la luminosa
muselina de los visillos. Olympia se quita el sombrero y lo deja sobre una
mesilla. Haskell ladea ligeramente la cabeza y la contempla en silencio.
Olympia se siente como si estuviera posando para un retrato, como si Haskell
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estuviera estudiando cada plano y cada curva de su rostro, sin llegar a ver
realmente a la persona que se oculta tras la apariencia física.
Sólo que el rostro de Haskell expresa una gran emoción.
-Olympia —dice por fin.
Abre los brazos y avanza hacia ella. Posa una mano sobre su nuca y atrae
su cabeza hacia su cuerpo. Agradecida, inmersa en una maravillosa
sensación de alivio, Olympia apoya la cabeza sobre el pecho de Haskell.
-Si realmente te amara no te hubiera permitido subir —dice él tuteándola
por primera vez.
-Sé que tu amor es verdadero -dice ella.
Haskell acaricia la espalda de Olympia con las yemas de los dedos. Ella lo
rodea con sus brazos. Nunca ha abrazado así a un hombre, nunca ha palpado
los músculos de la espalda de un hombre. Ya no siente miedo, aunque
tampoco siente el intenso deseo que conocerá más tarde. Se siente como si se
estuviera deslizando dentro del cuerpo de otra persona, como si su cuerpo
fuese líquido. Levanta la cabeza y apoya las manos contra el pecho de
Haskell.
El parece estremecerse. Su cuerpo es más robusto de lo que Olympia había
imaginado. Su presencia física es todavía más intensa de lo que ella
recordaba. Todo lo que la rodea parece más grande, más atrevido, más
intenso incluso que en sus sueños.
-No podemos... —empieza a decir Haskell.
-Ya es demasiado tarde —dice ella.
-No. Todavía podemos evitarlo. Yo puedo evitarlo.
—Pero no deseas evitarlo -dice ella y en sus pensamientos sabe que sus
palabras son ciertas. Tienen que serlo.
—Soy un hombre casado. Tú todavía eres casi una niña.
—¿Realmente importa eso? —pregunta ella.
—Tiene que importar —dice él.
Haskell retrocede un paso. Las manos de Olympia caen al vacío y, de
repente, siente pánico ante la idea de perderlo.
—No importa lo que hagamos —dice Olympia—. Sólo importan nuestros
sentimientos. El cierra los ojos.
—No nos lo perdonarán —dice al volver a abrirlos—. Nunca nos lo
perdonarán.
—¿Quién no nos lo perdonará? -exclama ella-. ¿Acaso no nos perdonará
Dios?
—Tu padre no nos lo perdonará —dice él—. Catherine no nos lo
perdonará.
—No -dice ella-. Ellos no nos lo perdonarán. Una sombra de
resignación oscurece el rostro de Olympia. ¿O acaso es de felicidad?
—Al principio, te resultará extraño -dice él-. Puede que incluso sientas
dolor.
—No me importa —dice ella.
Haskell intenta desabrochar los botones de madreperla de la blusa de
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CAPITULO 9
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finalmente se arma del valor necesario para mirarlo, descubre que su padre
no está enojado con ella; más que enfado su mirada refleja desconcierto, como
si necesitara confirmar que la joven que tiene delante realmente es su hija y
no una impostora.
-Estás pálida, Olympia. ¿Te encuentras bien? A veces me preocupas. Ayer
ni siquiera bajaste a cenar.
-Estoy bien -dice ella sin apartar los ojos de la comida. Está hambrienta y
los pasteles de frambuesa tienen un "aspecto delicioso—. Te preocupas
demasiado por mi. Si me pasara algo te lo diría.
Él bebe un poco de té.
-La verdad es que siempre has sido una persona sensata —dice—. Me gusta
el traje que llevas.
—Gracias, padre —dice ella.
—Por cierto —continúa él—, he pensado que podríamos celebrar una fiesta
por tu cumpleaños. No se cumplen dieciséis años todos los días.
—¿Una fiesta?
—Tu madre y yo nos sentimos orgullosos de ti, Olympia. Tenemos puestas
grandes esperanzas en tu futuro.
Aunque la palabra futuro hace que se sienta incómoda, Olympia asiente.
—Gracias.
—He recibido una carta del reverendo Edward Everett Hale. Es muy
posible que venga a visitarnos por esas fechas. Podríamos celebrar un baile.
Yo había pensado en el diez de agosto. No sé... Unos ciento veinte invitados.
Por supuesto, invitaremos a las familias de la colonia de veraneantes y a
Philbrick y a Legny. ¿Has empezado ya a leer los sermones de Hale que te di
la semana pasada? Tendrás que acabar el libro antes de la fiesta.
—Sí, padre.
—También invitaré a los Haskell. Sé que a John le gustará conocer a Hale.
Además, tengo entendido que su casa estará acabada por esas fechas. Por
buena que sea, nadie puede disfrutar de la cocina de un hotel durante tanto
tiempo.
—El diez es dentro de cuatro semanas —dice Olympia.
—Sí, la verdad es que no tenemos mucho tiempo. Las invitaciones
deberían salir, como muy tarde, pasado mañana. Podríamos hacer la lista
de invitados esta misma tarde. Estoy seguro de que tu madre estará
encantada de escribir las invitaciones.
—Claro —dice Olympia.
El proyecto de una gran fiesta resulta emocionante, aunque, al mismo
tiempo, aterrador. Aterrador porque, sin duda, Haskell asistirá a la fiesta con
Catherine y emocionante porque asistirá.
—¿Te gustaría invitar a alguien en especial? —pregunta su padre
mirándola fijamente. Una vez más, Olympia espera que no vea nada extraño
en sus ojos.
—No, a nadie en especial —dice ella. Él asiente.
—Tengo que escribirle una nota a Haskell para preguntarle si la fecha le
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viene bien. Le pediré a Josiah que se la lleve esta misma mañana. No creo
que me perdonara que invitara a Hale en una fecha en la que él no pudiera
asistir. Tengo entendido que John y el reverendo comparten una profunda
pasión por los automóviles.
—Si quieres, se la puedo llevar yo —espeta Olympia impulsivamente—.
Me gustaría dar un paseo por la playa.
Padre e hija se vuelven simultáneamente para mirar por la ventana.
Aunque el tiempo está empeorando, Olympia sabe que su padre accederá a
su petición, pues es un firme partidario del ejercicio físico.
—Es una gran idea -dice él-. Un paseo siempre es aconsejable después de
un desayuno copioso. Pero deja la nota en recepción. No quisiera que
Haskell pensara que me veo obligado a recurrir a mi hija como recadera.
—Claro -dice ella mientras unta mantequilla en un segundo pastel de
frambuesa. Esta mañana su apetito parece insaciable.
—Es un hombre admirable. ¿No te parece? -pregunta su padre.
—Desde luego —responde ella—. Además, es muy agradable.
—Me refiero a Hale —dice él.
Las nubes impiden la proyección de sombras, dándole al paisaje una
cualidad plana y monótona. Mientras camina por la playa, Olympia piensa
que la costa debe de ser el paisaje natural cuya apariencia cambia más con el
clima. Hace tan sólo dos días, el agua tenía un intenso color azul marino y
las rosas silvestres salpicaban la playa de pinceladas de color rosa. Pero
hoy, ese mismo lugar parece privado de color y, alrededor de Olympia,
sólo hay lugar para distintas tonalidades de gris.
Mientras camina con la nota de su padre en el bolsillo y un botín en cada
mano, piensa en la sorpresa que se llevará Haskell al verla aparecer de
nuevo en su habitación. Espera que no esté ocupado, que su visita no re-
sulte inoportuna.
Apenas hay huéspedes en el porche del hotel. Una mujer hace punto
sentada en una mecedora. A su lado, una institutriz cuida de un niño
pequeño. Olympia entra en el vestíbulo, saca la nota del bolsillo y se la da
al recepcionista, que, afortunadamente, ya no es el mismo.
—¿Dice que es para el doctor Haskell? —pregunta el recepcionista—. Se
la haré llegar inmediatamente. Está desayunando en el comedor.
El recepcionista llama a un mozo y le entrega la nota.
—Gracias.
Olympia sale al porche y se apoya en la baranda. Aunque fija los ojos en el
mar, realmente no llega a verlo. Oye los pasos de Haskell a su espalda.
—Esto es más de lo que podría haber soñado —dice él con voz pausada.
Tiene el pelo mojado, perfectamente peinado, y viste una camisa azul y un
chaleco gris de lino.
Cuando Olympia se da la vuelta, Haskell da un paso hacia ella y adelanta
una mano, como para acariciarle la cara, aunque, en el último momento,
interrumpe su gesto. Aun así, Olympia piensa que se delata cuando, inme-
diatamente después, mira a la mujer que hace punto.
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-Olympia —dice.
Ella, en cambio, no lo llama por su nombre, por ese nombre que tantas
veces, y de manera tan entrañable, ha oído pronunciar a Catherine para
dirigirse a su marido.
-¿Ibas a salir? -pregunta formalmente Olympia, que no ha pasado por
alto el maletín de Haskell.
-Tengo que ir al dispensario -aduce-. Desde que te has ido, no he dejado
de pensar en ti —añade bajando la voz-. No soy capaz de pensar en otra
cosa. Es una agonía. Aunque es una agonía que yo mismo he provocado.
¡Olympia quisiera decirle tantas cosas! Pero no encuentra las palabras.
Haskell malinterpreta su silencio.
-Te arrepientes de lo ocurrido —dice—. ¿Por eso has vuelto?
-No -dice Olympia con las mejillas encendidas por la turbación que se
ha ido apoderando paulatinamente de ella. Baja la mirada, repentina y
dolorosamente consciente de su juventud, de su inexperiencia. No quiere
analizar lo que ha ocurrido esa mañana en la habitación de Haskell, pues,
de alguna manera, siente que si lo hiciera estaría mancillando el amor que
los une—. No —repite— , no me arrepiento de nada.
Haskell mira de nuevo a la mujer que hace punto a pocos pasos de ellos.
Coge a Olympia del codo y descienden los escalones del porche. Ella se deja
llevar complacientemente. Rodean el hotel y, al llegar a la fachada trasera,
se detienen junto a un banco. Junto a ellos, una bicicleta descansa apoyada
contra el porche. Aunque están solos, alguien podría verlos desde el hotel.
Se sientan en el banco.
Haskell apoya una mano sobre la rodilla de Olympia y recorre la
superficie de la tela hasta el interior de sus muslos. Ella apoya una mano
sobre la de Haskell. Una camarera pasa andando frente a ellos.
—Esto es una locura —dice Haskell apartando la mano. Permanece en
silencio hasta que recuerda la nota—. ¿Así que tu padre va a celebrar una
fiesta? —dice sacándose la nota del bolsillo-. ¿Es tu cumpleaños?
—No es ese día —dice Olympia—. Pero sí, es para celebrar mi cumpleaños.
Él vuelve a leer la nota y la guarda de nuevo en su bolsillo. Ella piensa
que a Haskell no debe de agradarle que le recuerden su edad.
—No puedes... -empieza a decir Olympia.
—Tendré que decírselo a Catherine —la interrumpe él—. Si no es por
mí, acabará enterándose a través de cualquier otra persona. Y, sin duda,
querrá asistir.
—Todavía falta mucho tiempo para la fiesta -dice Olympia—. Mi padre
dice que tu casa estará acabada para entonces.
Haskell asiente.
—Algún día me gustaría verla -dice ella. Él la mira a los ojos.
Parece confuso.
—Me siento extraño hablando de estas cosas contigo -dice-. Es como si,
de repente, las cosas normales, las cosas cotidianas, me hubieran dejado de
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14 de julio de 1899
Mi amada Olympia:
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posible que algo tan natural, tan verdadero, tan puro como el amor que siento
por ti, resulte al mismo tiempo tan condenable y sea la causa de tanto dolor? Y
lo que es peor, ¿cómo es posible que un amor como el nuestro esté condenado a
terminar de una manera infeliz? Porque es imposible que nuestro amor acabe
bien.
No puedo negar que he conocido a Catherine de todas las maneras que un
hombre puede conocer a una mujer, ni tampoco que ella ha sido generosa
conmigo. Entonces, ¿por qué no puedo conformarme con la compañía de mi
mujer? ¿Por qué? Busco una respuesta racional cuando esto nada tiene que
ver con la razón. Busco una respuesta científica cuando esto es algo que nada
tiene que ver con la ciencia. ¿O acaso es posible que una unión como la
nuestra tenga sus propias leyes, como las tienen todas las ciencias? ¿Será
posible que algún día seamos capaces de detectar y cuantificar la pasión
amorosa, salvándonos así de esta agonía?
¿Y, si fuera posible, realmente desearía salvarme? ¿Es posible que alguien
pueda querer dominar una pasión como ésta?
No tiene sentido seguir con este discurso delirante. Es peligroso. Es
agotador.
No soy escritor. Sólo soy un médico que sufre una enfermedad de la que no
desea ser curado.
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Querido señor:
Mi querido Haskell:
Qué lejos hemos viajado en tan sólo unas horas, unas horas que ni
siquiera hemos
compartido, sino que hemos pasado solos con nuestros pensamientos y
nuestras palabras, por inadecuados que puedan ser. Al leer tu carta, que
aprecié todavía más por su espontaneidad y su carácter inconcluso, decidí
que nunca más volveríamos a vernos, que nunca más volveríamos a
comunicarnos ni a compartir un mismo espacio físico, por formal que
pudiera ser el acontecimiento que nos obligara a hacerlo. No iba a
contestar tu carta, pues mi intención era cortar drásticamente todo lazo
que pudiera unirnos. Pero no soy capaz de hacerlo. Me resulta imposible
mantenerme fiel a una decisión así, pues deseo tu presencia más que
ninguna otra cosa en el mundo.
Tengo que confesarte que la más profunda angustia se apoderó de mí al
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cómo, una vez, estuvimos juntos. Ya disfruto de las palabras silenciosas que
intercambiaremos.
Nunca olvides que soy tuya.
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CAPITULO 10
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ñerías para que los huéspedes creyeran que la calefacción volvía a funcionar.
Ya está —exclama triunfalmente.
Abre la funda y Olympia extrae un telescopio de latón y madera con un
trípode plegable y varias extensiones. El padre de Olympia, que suele
despreciar los objetos materiales, parece un niño que acaba de abrir un
regalo de Navidad. Empieza a ensamblar el instrumento.
-Estaba tan viejo que ha ardido hasta los cimientos en menos de dos
horas -dice-. Como si fuese una caja de fósforos. Es el cuarto hotel que se
incendia este año. Esos edificios están en tan mal estado que basta con que
un huésped se quede dormido fumando para que todo el hotel arda en
llamas.
-¿No sería uno de los establecimientos de Philbrick? -pregunta Olympia.
-No -dice él-. Pero deja de mirar el mar y ayúdame con esto.
Puede que ella suspire o que emita algún sonido que denote
exasperación.
-Sinceramente, Olympia, no alcanzo a comprender qué te ocurre
últimamente. Estás tan... tan... No sé. Tan distraída. Por favor, dime que
sólo es algo pasajero.
-Vas a necesitar una llave inglesa —dice ella.
Olympia va a por la caja de herramientas, que está en un arcón en el
vestíbulo trasero. Es cierto que está distraída. No sólo no ha obtenido
respuesta a la carta que le ha mandado a Haskell, sino que ni tan siquiera
puede estar segura de que él la haya recibido. Es posible que aquel niño la
tirara al mar y se quedara con las monedas.
-Creo que deberíamos instalar un teléfono —dice cuando vuelve con la
caja de herramientas.
-¿Un teléfono? ¿Para qué? -pregunta él-. Precisamente, una de las ventajas
de las vacaciones consiste en liberarse de esos artilugios.
-Pero podría haber una emergencia. Acuérdate del naufragio. Podríamos
haber pedido ayuda.
-Si no recuerdo mal, tuvimos ayuda más que de sobra. No veo qué hubiera
cambiado de haber tenido teléfono. De hecho, creo que, dadas las
circunstancias, nos las arreglamos bastante bien.
Olympia se apoya en la mecedora y observa cómo su padre, que no se
caracteriza precisamente por su destreza manual, intenta ensamblar las
distintas piezas del telescopio. Aun así, es mejor que ella no intervenga, pues,
con dos personas ineptas para las manualidades, las cosas irían todavía peor
que con una sola. Cuando su padre finalmente acaba de montar el telescopio,
mueve unos ajustes con el ojo pegado a la mirilla.
-Ya está —exclama con satisfacción.
Olympia se agacha y mira por el telescopio, pero no consigue distinguir
nada. Levanta la cabeza y comprueba que el instrumento está apuntando
hacia un poste de la baranda del porche. Vuelve a agacharse, eleva un poco el
telescopio y, al hacer girar el ajuste que le indica su padre, unos brillos azules
se convierten en el mar, una mancha blanca en una gaviota y un borrón rojo
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Haskell—. Dieciséis años —repite como hablando para sí mismo-. Tendré que
consultarlo con Catherine antes de poder confirmar nuestra asistencia.
—¿Le he dicho que vendrá el reverendo Hale? —anuncia el padre de
Olympia con evidente orgullo.
—Hale —dice Haskell mirando a Olympia, como si no consiguiera
recordar cuándo ha oído antes ese nombre—. Hale -repite-. Sí, claro, el
reverendo Hale. ¿Nos vamos ya, Olympia?
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llenen de lágrimas.
—Pretendía hacerte feliz —dice Haskell al tiempo que estrecha a
Olympia entre sus brazos. Permanecen unos segundos en silencio-. Esto es
una locura, Olympia —añade de repente—. No deberíamos estar haciendo
esto.
Ella se deshace de su abrazo y se seca las lágrimas de los ojos.
—No me importa si lo que estamos haciendo está bien —exclama ella,
incapaz de juzgar sus propios sentimientos—. Probablemente estará mal —
continúa—, pero creía que habíamos decidido dejar de castigarnos con
juicios morales.
El sombrero de Olympia cae hacia atrás y rueda sobre la hierba. Haskell
mesa su cabello y empuja su frente hacia atrás. El cuello de Olympia se
arquea seductoramente. Haskell le levanta la falda hasta las rodillas. Ella no
ofrece ninguna resistencia. Pero, así, sentados el uno junto al otro en la
calesa, no pueden abrazarse como quisieran. Haskell baja de un salto y le
tiende la mano a Olympia. Así, cogidos de la mano, se adentran en los ca-
ñaverales.
Al encontrar una pequeña explanada, se dejan caer de rodillas,
aplastando la hierba mojada bajo el peso de sus cuerpos. Se tumban de
costado, el uno frente al otro. Haskell se quita la chaqueta, y los tirantes, y
desabotona la blusa de Olympia mientras ella le saca la camisa de los
pantalones. Olympia recorre el torso de Haskell con la mano.
Oyen el sonido seco de las alas de una ave chocando contra el agua al
remontar el vuelo. El sol es cegador. Olympia quisiera llamar amado mío al
hombre que yace a su lado. Duda un momento, pero después lo hace; una
vez, dos veces, tres veces. Las palabras surgen de su garganta con una
dulzura desconocida para ella.
—Olympia —suspira él mientras le besa el cabello. Después le muerde con
ternura el lóbulo de la oreja y apoya una mano sobre su seno.
Algo desconocido se acelera dentro de Olympia. Levanta las caderas,
buscando el cuerpo de Haskell en un gesto instintivo. Poseída por una
urgencia que nunca ha sentido antes, abre las piernas y se aprieta contra el
cuerpo de Haskell. Es una urgencia afilada, irreprimible. Clava los hombros
contra la hierba y arquea la espalda. Haskell entierra la cara entre su cabello.
—Nunca me había sentido así -dice Olympia.
Quisiera hablarle de esa pasión que agita su cuerpo como una niña agita
una muñeca de trapo, de ese deseo que palpita en su interior. Anhela el
cuerpo de Haskell, anhela que él vuelva a poseerla, como la poseyó aquella
mañana en la habitación del hotel. Y, a pesar de ese anhelo, su atrevimiento
no deja de sorprenderla.
—¿Es esto? —pregunta—. ¿Es éste el secreto que comparten los hombres y
las mujeres?
—No todos —dice él—. La mayoría de los hombres sí, pero muchas
mujeres nunca llegan a sentir esta sensación; no se lo permiten a sí mismas.
¿Y Catherine? Olympia no deja de preguntarse cómo se sentirá
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CAPITULO 11
Durante algún tiempo, Olympia será capaz de recordar cada momento que
ha pasado con Haskell: cómo vestía Haskell el día que se conocieron, cómo
vestía el día que almorzaron en el hotel, lo que comieron ambos aquel día,
cada palabra que se han dicho en cada encuentro. Recordará la tarde que
pasearon en barca por las marismas, perdiéndose entre los numerosos
ramales del laberinto de agua. Recordará la noche que abandonó su ha-
bitación justo antes del amanecer y, sumida en una especie de frenesí, corrió
descalza por la playa, sin importarle que alguien pudiera verla, hasta el
hotel. Recordará cada palabra de amor y cada lágrima derramada cuando
Haskell se castigaba a sí mismo por haberla seducido y ella intentaba
convencerlo sin éxito de que era tan culpable de lo sucedido como él.
Con el paso de los años, esos recuerdos se convertirán en imágenes
borrosas, en sensaciones sin un contenido preciso: una cara ligeramente
ladeada; la piel sudorosa de Haskell, cuyo aroma permanecía en Olympia
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cada vez que se separaban; la blusa beige de crep que tanto le gustaba a
Haskell; ella sentada en la arena, riéndose del aspecto de Haskell en traje de
baño; la mano de Haskell subiendo por su pantorrilla, por su rodilla, por
elinterior de sus muslos; el plato de ostras que comieron debajo de las
sábanas en la habitación del hotel; la melancolía que se apoderaba de
Haskell cada vez que se despedían en el umbral de la habitación...
A veces, Olympia tiene la sensación de que Haskell y ella siempre se están
diciendo adiós. Mientras Haskell trabaja en el dispensario, ella inventa
excusas para ausentarse en cuanto él vuelva a Fortune's Rocks. A menudo
necesita de todo su ingenio para justificar sus ausencias. Ha inventado un
amplio reparto de amigas y de actividades imaginarias y, a ojos de su padre,
se ha convertido en una verdadera apasionada del golf. Olympia ha elegido
ese deporte porque su padre no lo practica, lo cual, sin duda, es una ventaja,
pues si la retara a jugar unos hoyos, no tardaría en darse cuenta de que su
hija jamás ha golpeado una pelota de golf. En un par de ocasiones, sus
padres están a punto de descubrir una de sus mentiras y, en otras, ella se
avergüenza de la maestría con la que se desenvuelve en el mundo del
engaño.
El padre de Olympia, que no oculta su sorpresa ante el repentino ajetreo
social de su hija, no cesa de evaluar su comportamiento. A sus ojos, Olympia
ya no es esa niña afable a la que mimaba a comienzos del verano, sino una
criatura desconocida que vive sumida en un estado de continua distracción
que le impide incluso prestar la debida atención durante sus lecciones.
Olympia pone continuamente a prueba su paciencia y cada vez son menos
las ocasiones en las que él puede sentirse orgulloso de su hija. La madre de
Olympia está prácticamente segura de que su hija tiene un pretendiente. In-
cluso intenta abrirse a ella para que la haga partícipe de sus confidencias. De
hecho, en varias ocasiones, al sorprender a su madre mirándola fijamente,
Olympia tiene la sensación de que está repasando mentalmente los nombres
de las familias de veraneantes que tienen hijos de su edad.
Y, a pesar de todo, Olympia sabe que tiene suerte, pues sus padres
dedican la mayor parte de su tiempo a sus propias preocupaciones: el
mundo intelectual en el caso de su padre y el modo de mantenerse al
margen del mundo en el caso de su madre. En ocasiones, Olympia se ve
obligada a modificar su rutina por un repentino cambio de horario en el
dispensario que le permite ver a Haskell en un momento desacostumbrado
del día. Pero Olympia siempre acaba encontrando la manera de justificar
cada nueva ausencia. Sus encuentros cada vez son más temerarios, aunque,
eso sí, Haskell no ha vuelto a visitar al padre de Olympia y jamás se ven
cuando Catherine y los niños vienen a pasar el fin de semana.
Van a menudo a la casa en construcción. Acuden pronto por la mañana o a
última hora de la tarde, cuando los obreros o aún no han llegado o ya se
han ido. A medida que la construcción progresa, cada vez les resulta más
fácil encontrar refugio entre las gruesas vigas y los tablones de madera.
Hacen el amor en el espacio que pronto será un mirador acristalado, en el
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Sabe que llega tarde y, mientras camina por la playa, piensa posibles
excusas. «La madre de Victoria me invitó a tomar el té. Había una partida de
croquet en el hotel. Estaba tocando duetos al piano con Julia y me olvidé de
la hora.» La arena está dura. Olympia tiene la ropa arrugada. Camina
aterrorizada ante la perspectiva de enfrentarse a su padre y, cuando por fin
llega, encuentra a su madre sentada en el porche. A su lado están Zachariah
Cote y Catherine Haskell.
«No puede ser. Catherine está en York», se dice Olympia a sí misma.
En un gesto reflejo, Olympia se da la vuelta y se agacha, como si hubiera
dejado caer algún objeto.
«Dios mío —piensa—. ¿Nos habrán descubierto?»
Se incorpora lentamente y se alisa la falda. Sus dedos buscan el cuello de
su blusa para comprobar que está correctamente abotonada y que el
medallón sigue oculto entre sus senos. Al darse la vuelta, su madre levanta
la manó, invitándola a unirse a ellos en el porche. Olympia sube los
escalones.
—Olympia —dice Catherine cuando llega a su altura-. Cuánto me alegro
de verla. ¿Qué tal está? Debe de estar aburridísima con este tiempo tan
horrible.
—De un tiempo a esta parte, Olympia parece tener una vida secreta
-contesta la madre de Olympia antes de que ella pueda decir nada.
—Desde luego —dice Cote, esbozando una sonrisa.
—Tiene que contármelo todo, Olympia —dice Catherine—. ¿Está saliendo
con algún chico?
—Claro que no —dice Olympia sin poder ocultar su turbación.
—Pero siéntate con nosotros, cariño —dice la madre de Olympia.
—Es que tengo muchas amigas este verano —dice Olympia con un
nerviosismo que difícilmente puede pasar inadvertido-. Por eso estoy tan
ocupada.
—Olympia ha aprendido a jugar al tenis —dice su madre.
—Qué bien -dice Catherine.
—Catherine ha llegado un día antes de lo esperado —explica la madre
de Olympia—. Quiere darle una sorpresa a John.
—Pero antes quería ver a su madre para que me contara cómo va a ser
esa maravillosa fiesta que se va a celebrar en su honor -dice Catherine. Se
inclina hacia Olympia y apoya una mano sobre su rodilla—.Ahora mismo
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que el de Rosamund.
—Sí. Claro. Por supuesto. Mi marido tiene en gran estima tanto a
Rosamund como a Olympia -dice Catherine.
—¿Ha llegado ya el reverendo Hale? —pregunta entonces Cote, delatando
la verdadera razón de su visita.
-No -dice la madre de Olympia-. Phillip me ha dicho que no llegará
hasta el mismo día de la fiesta.
Una sombra de decepción cruza el rostro del poeta.
-¿Viene desde Boston o desde Exeter? —pregunta.
-Desde Boston. ¿Conoce usted al reverendo Hale?
-Conozco a su familia -dice Cote-. Sobre todo a los Hale de Nueva
York. El primo del reverendo se casó con una Plaisted, ¿verdad?
-Sí, así es. Con Lavinia.
-Lavinia es prima segunda de mi tía -dice Cote-. Aunque, claro, mis
primos ven a Hale como una especie de oveja negra. Al fin y al cabo, no
todo el mundo ve con buenos ojos que haya un escritor en la familia. -Al
no obtener la reacción deseada por parte de su audiencia, Cote bebe un
poco de limonada y se gira hacia Olympia-. La echamos de menos en la
fiesta de los Farragut el Cuatro de Julio.
Olympia piensa que el hecho de haber mencionado primero a Haskell
y, pocos minutos después, la fiesta de los Farragut no puede ser una
coincidencia. Respira pausadamente para no dejar traslucir su
desasosiego, pues sabe que Cote olfatearía la menor señal de inquietud
por su parte.
-Tenía otro compromiso —aduce Olympia.
-Sí, ya me lo imagino -dice Cote-. Este verano he tenido el placer de
encontrarme con Olympia en los lugares más insospechados -añade
dirigiéndose a su anfitriona.
-¿Sí? -pregunta la madre de Olympia, mirando a su hija-. ¿Dónde?
Realmente me gustaría saberlo. Verdaderamente, Olympia está de lo más
misteriosa este verano.
-No me diga -interviene Cote. Después señala hacia los sandwiches—.
¿Puedo?
—Por supuesto -dice Rosamund—. Olympia, ¿no quieres un sandwich?
—No, gracias. No tengo hambre -contesta ella-. De hecho, tengo que
irme. Le he dicho a Julia que iría a montar con ella.
—¿Con este calor? -pregunta Cote—. Sería un suplicio para los caballos.
Realmente, Cote se está convirtiendo en un verdadero incordio.
—Sin duda, la fiesta en honor de Olympia va a ser uno de los
acontecimientos de la temporada —dice Cote después de limpiarse una
gota de mahonesa de la comisura de los labios-. ¿Cuántos años cumple,
Olympia?
—Dieciséis —dice ella.
—Una edad realmente encantadora —comenta Cote-. ¿No le parece,
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Catherine?
—Desde luego —dice ella—. Una edad encantadora. Precisamente estábamos
hablando de eso antes de su llegada. Cote mira a Olympia con abierta
impertinencia.
—¿A qué se debe ese desánimo, criatura? —dice-. Debería estar sonriente.
Al fin y al cabo, tiene todo lo que puede desearse en la vida.
Y Olympia, a quien no le gusta que le digan que sonría, y mucho menos
tratándose de Zachariah Cote, se levanta, se excusa y entra en la casa. Está
harta de tantas insinuaciones, de tanta palabrería malintencionada. Una
vez dentro, cruza la planta baja y vuelve a salir por la puerta trasera. Al
llegar a la playa, se quita los botines y las medias, los deja abandonados
donde han caído y corre, corre con todas sus fuerzas sobre la arena
apelmazada que se extiende junto a la orilla.
CAPITULO 12
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uno en uno a los invitados. Su madre, que lleva el pelo recogido en una
serie de complejos bucles sujetos con hilos de perlas, recibe a cada invitado
con una cálida y abierta sonrisa que tan sólo Olympia y su padre saben que
es forzada. Aun así, su interpretación es magnífica y Olympia permanece
observándola, como hipnotizada, desde lo alto de la escalera.
De la madre de Olyrnpia se dice que es capaz de recordar el nombre de
pila de cada invitado, así como el de sus hijos y el de sus amistades más
íntimas. Cómo es capaz de hacerlo, cuando sólo se deja ver en sociedad en
contadas ocasiones, es algo que Olympia no alcanza a comprender. A veces
se imagina a su madre encerrada en su habitación, memorizando largas
listas de nombres, como una colegiala preparándose para un examen. El
padre de Olympia reúne las dos cualidades esenciales de un anfitrión:
elegancia y afabilidad. Al contrario que su mujer, él sí conoce
personalmente a todos los invitados al ser quien ha elaborado la lista. Y, al
contrario que su mujer, él sí siente un aprecio genuino hacia la mayoría de
los invitados. Ha pasado horas enteras pensando en las distintas
presentaciones que tendrá que hacer esta noche y en el lugar más adecuado
para sentar a cada invitado. La mayoría de los invitados pertenecen a los
distintos ambientes en los que se mueve su padre: literatura, periodismo,
arte, música y arquitectura. Pero también ha tenido cuidado de incluir a un
buen número de hombres de negocios, como Rufus Philbrick, para
asegurarse de que la velada no resulte aburrida.
Olympia observa que, manteniéndose fiel a unos hábitos que rayan en lo
obsesivo, su madre lleva puesto un vestido con leves insinuaciones de color
aguamarina y unos pendientes de ópalos con un intenso brillo azulado.
Tanto el padre como la madre de Olympia irradian una sensación de
bienestar, riqueza y elegancia que, a su vez, transmite a los invitados una
sensación de seguridad y despreocupación. Y todo ello contribuye a crear la
impresión de que, esa noche, nadie podría desear estar en otro sitio que no
fuera esa casa.
Olympia se llena los pulmones de aire y lo expulsa lentamente antes de
empezar a descender por la escalera. Al oír sus pasos, primero su padre, e
inmediatamente después su madre, se giran en su dirección. Siguiendo las
miradas de sus anfitriones, uno tras otro, los invitados observan el descenso
de Olympia. Aunque hubiera preferido una entrada más discreta, Olympia
sabe que su padre estará disfrutando inmensamente del momento, algo que,
sin duda, merece. Olympia ve a Philbrick entre los invitados. Sonríe tan
abiertamente que cualquiera pensaría que Olympia es su hija y no la de su
anfitrión. Al lado de Philbrick, ve a varios chicos que no conoce, jóvenes de
Newburyport, de Exeter y de Boston, cuyas familias llevan veraneando toda
la vida, o incluso desde hace varias generaciones, en Fortune's Rocks.
Jóvenes que, dentro de un año o dos, serán vistos como posibles
pretendientes de Olympia. A punto de llegar al vestíbulo, Olympia vuelve a
dudar de sus fuerzas. ¿Será capaz de enfrentarse a la velada?
Se imagina a todo tipo de jóvenes visitándola insistentemente, incluso
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lo pide?
—Supongo que tendré que hacerlo —dice Olympia.
—Hablas como una de esas mujeres mayores que están aburridas de la
vida.
—Lo siento —dice Olympia-'. Estoy algo fatigada.
Bebe un nuevo sorbo de champán y observa a Rufus Philbrick, que se
aproxima a ellas con la botonadura de la camisa a punto de explotar bajo
la presión de su orondo abdomen.
—Creo que vienen a pedirte el primer baile -dice Victoria con tono
jocoso.
—Por Dios,Victoria. Ese hombre es mayor que mi padre -exclama
Olympia e, inmediatamente, se da cuenta de lo irónico que resulta ese
comentario en su situación.
Rufus Philbrick toma la mano de Olympia. Ella le presenta a su amiga.
—Tengo el gusto de haber conocido a su padre —se dirige Philbrick a
Victoria tras obsequiarla con una leve inclinación de cabeza—. Hicimos
algunos negocios juntos. Era una gran persona. Espero que su madre y us-
ted estén disfrutando del verano —añade tras una breve pausa.
—Sí, muchísimo -contesta Victoria-. Gracias. Y, ahora, si me perdona,
debo reunirme con mi madre.
Philbrick y Olympia observan cómo Victoria se abre camino entre los
invitados, que ya llenan el jardín.
—Una joven encantadora -dice Philbrick-. Pero, digame, Olympia, ¿ha
conocido a algún chico este verano?-le pregunta él, y Olympia se acuerda
de la noche que conoció a Philbrick, la misma noche que se conocieron
Haskell y ella.
—De hecho he estado ocupada con otras cosas -contesta Olympia.
—Espero que no haya ocurrido nada malo.
—No, al contrario.
De repente, siente la apremiante necesidad de contar lo que
verdaderamente ha ocurrido ese verano, de decirlo todo en voz alta, de dar
vida al secreto que guarda en su interior. Es un impulso temerario, como
cuando uno se acerca al borde de un precipicio y siente un deseo
irreprimible de saltar al vacío.
—A su salud, querida -dice Philbrick al tiempo que un camarero rellena
su copa—. Sin duda, el chico que consiga alejarla de sus padres será un
hombre con suerte.
Mientras observa a Philbrick, Olympia piensa en lo distinto que es de
Cote y agradece que sus comentarios sean francos y carezcan de todas esas
insinuaciones perniciosas que siempre envuelven las palabras del poeta.
—Espero que nadie me aleje nunca de mis padres—dice Olympia con
aparente ligereza.
—Usted parece una joven aventurera, señorita Biddeford. -Philbrick
guarda silencio durante un instante—. Sí, conocerá a un vaquero y viajará al
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aprovechando los espacios abiertos que dejan los invitados, eludiendo cualquier
intercambio de palabras. Entra en la casa y cruza el salón, abarrotado de
personas conversando animadamente. Continúa avanzando, sin dirigirse a
ningún sitio en concreto. Tan sólo quiere aumentar la distancia que la separa de
Catherine Haskell.
Y, mientras avanza, se castiga por su torpeza. Nunca, nunca jamás, bajo
ninguna circunstancia, debe volver a hablar con Catherine. Debe evitar a toda
costa que Catherine vuelva a visitar la casa de sus padres. No debe acudir a
ninguna reunión social en la que ella pueda estar presente. Es más, lo que tiene
que hacer es abandonar Fortune's Rocks. Sí, eso es. Tiene que volver a Boston.
Inventará alguna excusa, alguna razón convincente para que su padre la envíe
de vuelta a Boston. Lo hará mañana mismo. Mañana por la mañana. Avanza por
un pasillo, alejándose de los invitados. En el jardín, los músicos de la orquesta
afinan sus instrumentos. El baile no tardará en comenzar.
Al llegar al pasillo que une la casa a la capilla, se apoya contra la pared, deja
caer la cabeza hacia atrás y cierra los ojos. Permanece inmóvil, intentando
tranquilizarse. A lo lejos oye una viola, el principio de un vals. ¿Bailará Haskell
con Catherine? Olympia se lleva las manos a la cabeza, se arranca las peinetas y
las mira durante unos segundos antes de apretarlas con fuerza en sus puños.
Al oír las pisadas, no tiene que girarse para saber quién es. De alguna manera,
sabía que él la seguiría. Olympia observa la expresión de su rostro, esa mezcla
de angustia y expectación que conoce tan bien. Él se acerca a ella, hasta que
Olympia siente su aliento en la cara. El se inclina hacia ella y aprieta los labios
contra su hombro desnudo. Por un instante, al notar cómo los dientes de
Haskell se clavan en su piel, Olympia siente miedo. Haskell nunca ha hecho
eso antes. Algo húmedo recorre su piel y, entonces, Olympia sabe que Haskell
está llorando. Llora como lo hacen los hombres, en silencio, aunque buscando
aire ruidosamente. Y ese llanto de hombre despierta el deseo. O quizá sea el
deseo lo que provoca el llanto. Olympia quiere levantarle la cabeza, acercarla a
la suya, calmar su dolor, pero él baja la boca hasta su pecho y la abraza con
tanta fuerza que ella apenas puede respirar. Avanzan, o más bien se tambalean,
por el pasillo, buscando la oscuridad, buscando algún refugio, cualquier sitio
donde ocultarse. Olympia choca contra la pared, haciendo caer un cuadro. Se
pisa el borde del vestido y oye cómo la tela se rasga a la altura de la cintura.
Entran en la capilla y permanecen en silencio frente al altar, delante de los
bancos de madera. Olympia oye cómo la puerta se cierra a su espalda. Haskell
cierra el pestillo. Olympia se sienta sobre la losa de mármol. Haskell se acerca a
ella. De pie, frente a ella, Olympia no consigue verle la cara.
-¿Qué le has dicho a Catherine? -pregunta ella.
-No le he dicho nada -la tranquiliza él. Olympia le rodea las piernas con los
brazos y apoya la cabeza sobre su cintura.
-No puedo vivir en esa casa —susurra él entre sollozos-. No lo puedo
soportar.
Olympia también está llorando.
-Tengo que irme de esa casa -dice él-. Inventaré cualquier excusa. No puedo
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CAPITULO 13
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con la mirada. ¿Cómo has podido hacer algo así, Olympia?, parece decir. Ella le
responde, pero él no parece comprender el significado de sus palabras. Ni si-
quiera parece oírla. Y es entonces cuando el padre de Olympia parece tomar
plena conciencia de lo ocurrido. Su cuerpo se estremece en un escalofrío. Ve la
ruina, la pérdida de todo aquello que más valora: su hija, su reputación, la
posibilidad de regresar alguna vez a Fortune's Rocks, a esa casa que tanto
quiere, a esa vida que tanto aprecia.Y, a ojos de Olympia, el momento más triste
de toda la noche es cuando su padre se yergue, luchando por recuperar el
control de sí mismo, e intenta tranquilizar a sus invitados, confortándolos,
cumpliendo con su papel de afable y capaz anfitrión incluso mientras el barco
se hunde irremediablemente en la negrura de las aguas.
Intenta coger a su hija de la mano, pero Olympia forcejea, forcejea hasta
soltarse y corre. Corre de un cuarto a otro mientras los invitados llaman a sus
cocheros, compitiendo por ser los primeros en abandonar la escena del
naufragio. Tiene que ver a Haskell. Tiene que encontrar a Catherine. Tiene que
hablar con ella.
Finalmente, los encuentra en el pasillo. Catherine está llorando, gritando,
diciéndole a su marido que no la toque. Haskell ve a Olympia, pero no dice
nada. Tiene el rostro desencajado.
«No es posible que hayamos hecho algo así -quisiera gritar Olympia—.
¿Cómo hemos podido?»
Marido y mujer salen juntos por la puerta trasera. Haskell tiene que seguir a su
mujer. Tiene que acompañarla hasta su nueva casa. Olympia se pregunta qué
pesadilla los estará esperando en esa casa, qué llantos llenarán la noche cada
vez que Catherine se despierte y se vuelva a dormir y vuelva a despertarse en
una implacable y cruel repetición de los hechos.
Y Olympia observa cómo Haskell se aleja, dejándola sola en el pasillo. La
orquesta ya hace rato que ha dejado de tocar. Olympia se deja caer al suelo y,
de rodillas, observa cómo Haskell desaparece detrás de la puerta. Y es
entonces cuando entiende el significado real de lo que creía saber desde un
principio: Haskell nunca le ha pertenecido.
Segunda parte
EL exílío
CAPITULO 14
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tranquilidad que es capaz de reunir, Olympia llena una taza de leche caliente y
se sirve unos huevos y unos panecillos, pero, al sentarse frente a su desayuno,
se da cuenta de que, si permanece mucho tiempo delante de la comida, termi-
nará por vomitar. Así pues, sin más demora, comienza el discurso que ha
estado ensayando toda la noche.
-Padre, tengo algo importante que decirte. Es algo que no puedo ocultar
por más tiempo y no quiero que te enteres por los comentarios de otras
personas.
El padre de Olympia baja el libro y la mira a los ojos.
-Lo siento tanto... -exclama ella.
-¿Qué ocurre, Olympia?
-Voy a... -empieza a decir-. Estoy... Finalmente se lleva una mano al
vientre.
-No.
Su padre pronuncia el monosílabo casi de forma imperceptible y, de
repente, empalidece. Mira fijamente hacia la ventana sin soltar el libro.
Olympia nunca ha visto a nadie luchar tan denodadamente por mantener el
control de sí mismo. Al cabo de unos segundos, su padre se moja los labios con
la lengua y bebe un poco de agua.
-Dime que no es cierto. Olympia permanece en silencio. Él bebe más agua.
Olympia observa que la mano le tiembla al sujetar el vaso.
-Habrá que prepararlo todo -propone al fin con un tono de voz
sorprendentemente ronco. Ella asiente.
-¡Por Dios! -explota finalmente el padre de Olympia-. ¿En qué estaría
pensando ese hombre? ¿Cómo pudo ser tan ruin?
-Lo último que deseo es hacerte más daño -dice Olympia.
-Nunca más podré confiar en ti -le dice con engañosa tranquilidad. Ella cierra
los ojos.
-Esta noticia va a matar a tu madre. Y puede que sea lo exagerado de la
afirmación lo que hace que Olympia pierda finalmente la calma.
-¡Esto no tiene nada que ver con madre! -grita-. ¡Soy yo quien está
embarazada! ¡Soy yo quien ha perdido al hombre que ama! ¡Soy yo quien está
sufriendo!
-Basta ya -exclama él. Se limpia los labios con la servilleta y la deja sobre la
mesa-. No quiero que te equivoques, Olympia -continúa diciendo sin apenas
abrir la boca por la tensión-. Pienso en ti cada minuto del día, pero sí, claro que
tiene que ver con tu madre. Tiene que ver con tu madre y conmigo y con la
vida que compartimos. Tiene que ver con la criatura inocente que llevas en tu
seno. Tiene que ver con Catherine Haskell y con sus hijos. Tiene que ver con
Josiah y con Lisette, que han tenido que compartir esta pesadilla con todos
nosotros. Y, por mucho que me cueste pronunciar su nombre, también tiene
que ver con John Haskell, un hombre cuya vida, aunque merecidamente, ha
quedado arruinada. Esto no tiene que ver solamente, y lo repito, solamente con
Olympia Biddeford.
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abarrotan las calles vestidos con sus mejores galas. La nevada adelanta la
oscuridad del crepúsculo. Para poder ver mejor por la ventana, Olympia no ha
encendido la luz eléctrica del salón. Como consecuencia, la oscuridad de la
habitación es casi completa. Su padre, su madre, Josiah y Lisette deben de estar
en alguna parte de la casa, aunque no se oye ningún ruido. Josiah y Lisette, que,
después de contraer matrimonio durante la festividad de Acción de Gracias,
viven juntos en el piso de arriba, pronto saldrán a celebrar la última Nochevieja
del siglo. El padre y la madre de Olympia se quedarán en casa.
Olympia y sus padres han pasado juntos unas Navidades empañadas por su
inmediato e incierto futuro. Al no poder salir a comprar regalos, Olympia ha
tejido un chal para su madre y una bufanda para su padre. Ella, por su parte, ha
recibido unos patines de hielo y una capa de terciopelo azul, como si sus padres
quisieran olvidar, aunque sólo fuera por un día, la reclusión en la que vive
desde hace más de tres meses. El regalo de Lisette es el único que hace alusión a
la situación real de Olympia: una preciosa caja amarilla con sábanas bordadas a
mano con diminutas flores amarillas para la cuna del bebé. Olympia no pudo
contener el llanto al ver lo que contenía la caja.
El fuego de la chimenea disminuye la sensación de frío del salón, aunque no
consigue deshacerse del todo de la humedad. Olympia se envuelve los hombros
con el chai. Cuánto desearía poder salir esa noche, aunque sólo fuera para
formar parte de las celebraciones que se han preparado para dar la bienvenida
al nuevo siglo. Aunque la fecha le parece arbitraria, pues nadie puede saber en
qué día empieza exactamente un milenio. No puede evitar sorprenderse ante la
histeria y la profusión de profecías que parecen haberse apoderado del país
ahora que el siglo toca a su fin. Sin duda, esa noche se permitirán más licencias
que en cualquier Nochevieja anterior. Olympia ha leído en los periódicos que
hay quienes incluso han llegado a construir refugios subterráneos con el objeto
de sobrevivir a las profecías que supuestamente se harán realidad el primer día
del año 1900. Otros pasarán la noche entera encerrados en iglesias, aunque la
mayoría de las personas asistirán a los elaborados festejos que durarán hasta el
alba. En circunstancias normales, los padres de Olympia se estarían preparando
en ese preciso instante para asistir a una de esas fiestas. O quizá incluso
hubieran celebrado su propia fiesta. Pero, después de lo sucedido el II de
agosto, todo es diferente. Los padres de Olympia no han asistido a un solo acto
social desde que abandonaron apresuradamente Fortune's Rocks.
Mientras escucha el tictac del reloj de pared, no puede dejar de pensar que la
juventud se le está escapando encerrada en esa opresiva habitación decorada
con pesadas cortinas de damasco, ornamentados muebles de caoba y alfombras
persas. Una vez más, siente ese movimiento en su interior que le gusta
comparar con las burbujas del champán. Entre ella y Lisette han arreglado
todos sus vestidos, aunque ya ni siquiera eso basta para proporcionarle un
vestuario digno. Sin hacer apenas ejercicio, Olympia engorda semana tras
semana. De hecho, ya hace tiempo que ha dejado de disimular su estado. Se
estira el vestido de franela sobre el vientre y piensa en el inminente nacimiento
del niño. Cuando oscurezca por completo, Olympia tendrá permiso para pa-
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-¡Es mi hijo! -grita Olympia-. ¡Es mío! ¡Mío y de John Haskell! Somos
nosotros quienes debemos decidir lo que será de él.
Las mejillas del padre de Olympia se cubren de manchas rojas.
-¿Cómo te atreves a mencionar a ese hombre en mi presencia? —exclama.
Ella abre la boca para responderle, pero él levanta la mano exigiendo silencio.
-El próximo otoño irás al Hastings Seminary. Es un internado para señoritas
—ordena con un tono de voz que no admite réplica—. Está en el extremo oeste
del estado. Lo mejor que puedes hacer, lo único que puedes hacer si quieres
tener una vida propia es hacerte maestra. Siempre hacen falta buenos maestros,
especialmente en las zonas rurales de Nueva Inglaterra. Además, así tu vida
podrá serle útil a otras personas.
-No me hagas esto, padre.
El la mira intensamente. Olympia se imagina lo que deben de revelarle sus
ojos: a una chica embarazada de dieciséis años en cuyo buen juicio ya no se
puede confiar.
-Está decidido -dice él-. No quiero volver a hablar de este asunto.
Ella se muerde los labios y se agarra a los brazos de la butaca para contener los
gritos que claman por salir de su garganta.
Está decidida a no obedecerlo. Aceptará el reto implícito en sus palabras y
criará sola a su hijo. Aunque, ¿cómo va a hacerlo? ¿Cómo podría sobrevivir sin
el apoyo económico de su padre? Y, si ella no puede sobrevivir sola, ¿cómo va a
proporcionarle entonces las atenciones necesarias a su hijo?
El padre de Olympia mira por la ventana, aunque ella sabe que lo único que
puede ofrecerle ésta es el reflejo de sus dos figuras, padre e hija, enmarcadas
por las cremosas molduras de la ventana. No parece gustarle lo que ve, pues se
vuelve bruscamente hacia ella.
-Cuando acabes con tu educación, Olympia, intentaré encontrarte un puesto
de maestra en algún lugar donde la gente no conozca tu pasado —dice y,
entonces, Olympia se da cuenta de que su padre debe de llevar semanas
planeándolo todo-. Incluso así, tienes que estar preparada para enfrentarte a tu
pasado, pues lo más probable es que las noticias de lo ocurrido lleguen a cono-
cerse en cualquier lugar en el que te instales. A no ser que te cambies de
nombre. -Durante unos segundos, parece considerar las ventajas y los
inconvenientes de esa opción-. No -dice finalmente-. No, no te cambiarás de
nombre. Lo último que necesita esta familia es dar muestras de cobardía. No
creo que el sueldo de una maestra alcance para mucho, pero, por supuesto, yo
me aseguraré de proporcionarte todo lo necesario. No hablo de grandes lujos,
tan sólo de lo adecuado para una mujer joven. A pesar de todo -añade su padre
con calidez-, debes saber que tu madre y yo te queremos.
Olympia apenas consigue contener las lágrimas, pues es la primera vez que
recuerda oírlo decir esas palabras.
Su padre levanta ligeramente el mentón y respira hondo, como si esa
confesión hubiera sido más dura de lo que había previsto.
—Coge tu capa y tu sombrero —dice cambiando de tema súbitamente,
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CAPITULO 15
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comercios, hasta tal punto que resulta imposible determinar dónde empieza y
dónde acaba realmente. La mayoría de los edificios, incluso las viviendas más
acomodadas, son de ladrillo oscuro. La fábrica produce todo tipo de calzado y
hay tantos talleres de curtidores que hasta las hojas de los árboles huelen a
despojos. Sin duda, el padre de Olympia no ha visitado la institución, pues, por
grandes que hayan sido sus crímenes, ningún padre sometería conscientemente
a su hija a una condena tan ejemplar.
En el futuro, Olympia conservará recuerdos aislados y una imagen borrosa de
su estancia en Hastings, aunque no tendrá una sensación real del tiempo que
pasó en la institución. Carne fría en un plato azul. Una colcha sobre una cama.
Chicas que ven el amor como algo que temer. Oscuros edificios de ladrillo bajo
la lluvia. Una ventana con la madera del larguero hinchada por la humedad.
Una chica con un vestido estampado vigilando el comedor. Una tarta de cien
huevos. Pupitres de madera de cerezo con el tablero pintado de verde. Una lata
llena de lapiceros. Un porche de madera rodeado de olmos. Una chica llorando
encerrada en un armario. Ásperas sabanas blancas tendidas a secar. Alfombras
marrones y sillas azules. Una hora de sermón seguida de otra de oración.
Pálidos pastores metodistas que observan a las chicas jugando con aros en los
ejercicios de calistenia. Los Elementos de Worcester y la Inglaterra de Goldsmith. Jó-
venes mujeres que viajan a trabajar a países lejanos.
Olympia no tarda en saber que Hastings fue fundado en 1873 por un
filántropo metodista con el objeto de proporcionar una educación a las chicas
que trabajaban en la fábrica. Algunos años después, cuando los fundadores se
dieron cuenta de que las chicas de la fábrica apenas tenían horas libres y de que,
las pocas que tenían, preferían dedicarlas a actividades distintas de la educa-
ción, Hastings empezó a reclutar a sus pupilas entre las clases medias: hijas de
pastores, comerciantes y maestros. El principal objetivo de la institución consiste
en educar a esas chicas para que, después, ellas, a su vez, le brinden una
educación cristiana a otras chicas en lugares tan remotos como Turquía,
Sudáfrica o Indiana. Así pues, además de cumplir con su labor didáctica, se es-
pera de las chicas que ejerzan como modelos de virtud cristiana para las chicas
de todo el mundo. El estado de apatía en el que vive Olympia hace que no
sienta ni temor ni entusiasmo ante la perspectiva de un nuevo exilio, pues para
ella no existe diferencia alguna entre un sitio u otro.
Entre otras materias, Olympia estudia latín, geografía, matemáticas y biología,
además de composición, calistenia, canto, corte y confección y labores del
hogar. Como ni el programa académico ni los profesores son especialmente
exigentes, ante la sorpresa de todos, la institución ha florecido de forma
espectacular, hasta tal punto que las solicitudes de admisión superan con
creces las plazas disponibles. A Olympia le sorprende la cantidad de chicas
que están dispuestas a abandonar sus casas, o, mejor dicho, sus pueblos,
para viajar a tierras desconocidas donde lo más probable es que sucumban
ante la soledad o ante alguna virulenta enfermedad. Y Olympia se pregunta
en cuántos casos esa indolencia colectiva será consecuencia de desastres
personales que, como el suyo, convierten a las chicas en mujeres no aptas
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que, tras la palidez del rostro de Benton, se oculta algún terrible secreto;
después de todo, puede que la mujer de la fotografía no fuera su esposa. Hablan
de la vida empleando las células y las especies a modo de metáforas; un idioma
que impide cualquier incursión peligrosa en el mundo de los sentimientos. De
alguna manera, Olympia sabe que son almas afines. En el futuro, Olympia
recordará a menudo al señor Benton. Incluso pensará en escribirle, aunque, de
hacerlo, tendría que hablarle de su vida en un lenguaje corriente;
probablemente sea ésa la razón por la que nunca llega a escribirle.
Olympia sólo ve a sus padres durante las vacaciones de verano y de
Navidad, pues el viaje a Boston es demasiado largo para los breves recesos de
Acción de Gracias y Pascua. Su padre ha vuelto a emprender algunas de sus
antiguas actividades, aunque, como un anillo que pierde su diamante
engarzado, éstas ya no le proporcionen el gozo de antaño. De tiempo en tiempo,
Olympia recibe una carta de su padre:
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llora. Llora con tanta fuerza que la señora Cowper, la encargada de los
dormitorios, no tarda en llamar a la puerta de su habitación. Para que la
deje sola, Olympia le dice que acaba de enterarse de que su madre está
muy enferma; todavía es capaz de mentir con brillantez cuando lo
considera necesario.
Y si Olympia piensa todos los días en su hijo, piensa incluso más a
menudo en Haskell. Recordar los momentos pasados con él, imaginar lo
que puede estar haciendo en cada momento se convierte en un hábito
cotidiano. A veces no consigue recordar su aspecto y ya hace mucho que
ha dejado de recordar el timbre de su voz. La mayoría de las fantasías
de Olympia tienen un trasfondo especulativo. A menudo imagina que se
encuentran por casualidad en un lugar público. Por ejemplo, en una
estación de tren. Olympia reconoce su manera de andar o el gesto de su
mano al comprobar la hora en su reloj de bolsillo. Haskell lleva puesto un
traje oscuro. Puede que sujete su maletín en la mano. Se quita el
sombrero de fieltro y se aparta un mechón de cabello de la frente. Ella se
acerca a él por la espalda. Intuyendo su presencia, Haskell se da la vuelta.
«Olympia», dice, como si ella hubiera regresado de entre los muertos.
¿Se atreverá a tocarla? ¿Ahí, en la estación, delante de todo el mundo?
Olympia imagina la sorpresa en su ojos, ve la culpa y la emoción.
Imagina su gesto cuando le dice que tiene un hijo. Después suben juntos
al tren.
Y esas fantasías le brindan a Olympia sus momentos de mayor
felicidad en Hastings.
Olympia no tarda en descubrir el innovador programa de verano de
Hastings, que, según dicen los maestros, es algo único en todo el país. Dado
que la mayoría de las alumnas proceden de familias con escasas
posibilidades económicas, la escuela acostumbra a buscarles puestos de
institutriz durante los meses de verano. Así, al tiempo que mejoran su
educación y ayudan a personas necesitadas, tienen la oportunidad de
ganar algo de dinero para ayudar a sus familias.
A medida que se aproxima el final de su tercer año en Hastings, Olympia
empieza a preguntarse adonde la enviarán al acabar su educación. Sabe
que las alumnas más emprendedoras pueden elegir su destino. De hecho,
la mayoría de ellas solicitan alguno de los puestos en los que han trabajado
durante los programas de verano. Por supuesto, los más solicitados son los
de Boston. Pero Olympia no desea volver a Boston, aunque eso significara
que podría volver a vivir en casa de sus padres, o puede que precisamente
por eso. Boston ha sido su destino durante sus dos programas de verano y
Olympia no cree que pudiera soportar una nueva estancia en una de esas
sofocantes casas de Bacon Hill donde la cercanía le haría rememorar una y
otra vez lo ocurrido en Fortune's Rocks: hoy, hace un año, vi por primera
vez a Haskell en el porche; hoy, hace dos años, observamos juntos el globo
que ascendía al cielo sobre el mar; hoy, hace tres años, nos amamos por
primera vez en la casa de la playa.
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contiene una promesa, pues donde antes sólo había vacío ahora ve la
posibilidad de una nueva vida.
Se irá inmediatamente de la granja. Acabará con su exilio. Volverá al único sitio
donde ha sido realmente feliz.
Tercera parte
El regreso a Fortune's
CAPITULO 16
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en profanar la capilla? No, aquello no pudo ser una profanación, aquello fue
algo sagrado. Aunque Olympia no está segura. Lleva años pensando en ello,
debatiéndose entre ambos opuestos. Pero, de cualquier forma, este caso es
mucho peor, pues lo que están profanando esos trozos de papel encerado,
esos garabatos y esa camisola es lo más precioso que posee Olympia: sus
recuerdos.
Mientras avanza por el estrecho pasillo que une la capilla a la casa, va
abriendo las ventanas y las puertas, dejando paso a una luz que, aun brillante
como es, tarda en deshacerse de la indignación y la melancolía que convi ven
en su interior. Entra en la cocina. Los aparadores están vacíos, la mesa
desnuda. El fregadero está oxidado y se ven huellas de ratones sobre el polvo
que cubre la en-cirnera. Abre la puerta de batiente y recorre el pasillo en el
que vio a Haskell por última vez. Cruza el comedor, donde cenó con Haskell
por primera vez, y entra en el salón. Intacta, sin profanar, la gran sala tiene
un aspecto fantasmal, llena de recuerdos que, como las sábanas que cubren
los muebles, parecen esperar que Olympia los destape. La capa de salitre que
cubre las ventanas es tan gruesa que más bien parece hielo y, aunque
Olympia oye el rumor de las olas, no alcanza a ver el mar con clari dad. Se
detiene en el centro del salón, se quita el sombrero y deja que caiga flotando
hasta el suelo. Después se quita la capa y se agacha para desatarse los botines
cuarteados que lleva usando todo el verano. Se desabotona los puños de la
blusa y se la remanga hasta los codos.
Con ademán teatral, levanta una sábana, descubriendo una butaca
tapizada en suaves tonos cremas y rojos. Los ratones parecen haber estado
mordisqueando la tapicería.
¿O ya estaba deshilachada? Levanta otra sábana, descubriendo una mesilla de
caoba con garras a modo de patas. Rodeada de todas esas sábanas blancas, la
mesilla parece demasiado pesada, demasiado oscura, demasiado masculina.
Olympia va al vestíbulo, se acerca a la puerta principal, corre el cerrojo y la
abre. La ráfaga de aire que choca contra su rostro es tan fresca, tan intensa, que
todas las dudas de Olympia parecen despejarse de golpe. Antes de acercarse a
la baranda, se lleva una mano a la frente para protegerse de la súbita claridad.
En cuando sus ojos empiezan a acostumbrarse a luz, busca con avidez los
viejos frutales, el malecón, la playa...Y entonces sabe que vivirá en esa casa y
que en ella por fin será libre.
—¿Señorita?
Es la voz del cochero. Está de pie, delante del porche, mirándola con gesto
intranquilo mientras sujeta la gorra en una mano.
—¿Está bien? —dice arrastrando lentamente las palabras—. Me
preocupaba dejarla sola en una casa abandonada.
—Se lo agradezco, pero estoy bien —dice ella.
—Veo que ha conseguido entrar.
—Así es.
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—¿Funciona el agua?
—No lo sé —dice ella.
—Seguro que la bomba de agua necesita un buen repaso.
—Sí, supongo que sí.
Olympia observa que el cochero tiene un hombro de la chaqueta rasgado.
Sus brazos, excepcionalmente largos, cuelgan como apéndices sin vida junto
a sus costados.
Sus ojos, de un gélido color azul, brillan rodeados del polvo que le cubre la
cara.
—Veo que tampoco ha encendido la luz —insiste él-. ¿No pensará usted
pasar la noche aquí?
—Sí, así es —dice ella.
Él se rasca la barba con una mueca de escepticismo.
—No parece un sitio apropiado para una señorita de su condición —dice
sin más rodeos.
¿Qué edad tendrá ese hombre? ¿Treinta y cinco? ¿Cuarenta años? Su cara,
curtida por la continua exposición al aire libre, no saca de dudas a Olympia.
—Se está haciendo tarde —continúa diciendo él—. Creo que debería buscar
algún sitio donde alojarse antes de que oscurezca. Por estas fechas, la
mayoría de los hoteles están llenos, pero mi hermana Alice tiene una
habitación que podría alquilarle.
Olympia considera las palabras del cochero. Aunque sea a regañadientes,
tiene que reconocer que no le falta razón. Sin agua ni luz no puede quedarse,
por mucho que desee hacerlo.
—Supongo que tiene razón —dice finalmente—. Gracias.
—¿Lista para irse?
Olympia vacila durante unos instantes. No puede soportar la idea de irse
ahora que acaba de llegar.
—La verdad es que preferiría...
—Volveré a recogerla en una hora —la interrumpe él.
—Gracias —dice ella—. Es usted muy amable. ¿Cómo se llama?
—Ezra Stebbins. Solía traerle bogavantes a su padre.
—Ya veo -dice ella—. Entonces, ¿es usted pescador?
—Sí, señorita.
—¿Vive cerca?
—En Ely, señorita.
Olympia mira por encima de la baranda del porche. Se pregunta si ese
hombre sabrá lo que ocurrió en esa casa hace cuatro veranos. Sabe que
éste no es más que el primero de los muchos encuentros a los que tendrá
que hacer frente si realmente pretende quedarse a vivir en Fortunes
Rocks. Se vuelve hacia el cochero, pero Ezra ya se ha ido.
No hay ninguna mecedora en el porche, tan sólo un viejo taburete caído
contra la baranda. Olympia coge el taburete, lo coloca en el centro del
porche, se sienta y se levanta la falda hasta las rodillas. Hace cuatro años,
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3 de agosto de 1903
Mi querida Olympia:
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de la visita.
Philbrick ha ganado mucho peso desde la última vez que Olympia lo vio,
aunque eso no debería sorprenderla, pues recuerda que, además de un
dandi, es un epicúreo declarado. De hecho, Philbrick está tan gordo que
necesita ayudarse de su bastón para subir los escalones del porche.
Olympia observa que uno de sus zapatos es considerablemente más grande
que el otro. Puede que padezca de gota. Su bigote, perfectamente recortado,
deja a la vista unas mejillas sonrosadas y una considerable papada. Al
pensar en su peinado y en el vestido de percal que lleva puesto, Olympia se
da cuenta de que, a ojos de Philbrick, ella también debe de parecer bastante
cambiada. Lo invita a pasar.
Philbrick la sigue hasta la cocina, que, aun siendo espartana, no deja de ser
acogedora. Sobre la mesa hay un jarrón de rosas silvestres y, junto a la
ventana, una maceta con hortensias. Al principio, Olympia no sabe adonde
llevar a su invitado. Al margen de Ezra y de los repartidores, es la primera
persona que entra en la casa desde su llegada. Finalmente, lo invita a
compartir con ella una limonada, unos sandwiches y unas pastas a modo de
merienda improvisada. Y, aunque Philbrick le dice que no es necesario que
se tome ninguna molestia, el brillo de sus ojos denota que la perspectiva de
degustar unas pastas recién horneadas resulta claramente de su agrado.
—Tiene buen aspecto -comenta cuando se sientan a disfrutar de la
merienda en el salón.
Philbrick ocupa la silla Windsor mientras que Olympia se ha acomodado
en una mecedora que en otro tiempo estuvo en la habitación de su madre.
Las ventanas están abiertas al magnífico día de verano y el rumor de las
olas sólo se ve interrumpido por los gritos ocasionales de los niños que
juegan en la playa.
—Gracias -dice ella al tiempo que le ofrece un vaso de limonada.
—¿Lleva mucho tiempo en Fortune's Rocks? —pregunta Philbrick,
mirando a su alrededor con evidente sorpresa ante lo escaso del mobiliario.
—He estado interna en una escuela para señoritas hasta este verano —dice
Olympia—. Llevo en Fortune's Rocks desde mediados de julio.
—¿Están bien sus padres?
—Sí, muy bien. Gracias por preguntar. ¿Le apetece un sandwich de paté
de arenque?
—Muchas gracias.
Olympia le acerca la fuente.
—¿Cómo sabía que estaba aquí? —pregunta.
—Me temo que las noticias vuelan, querida. Me lo han dicho varias
personas. No pretendería mantener su presencia en secreto, ¿verdad?
Porque, de ser así, me temo que ha juzgado mal la naturaleza de una
pequeña comunidad como la nuestra.
Olympia se fija por primera vez en la ropa de Philorick: un chaleco de seda
amarilla, una pálida camisa amarilla y un espléndido traje de lino. Se
pregunta dónde encontrará un sastre capaz de confeccionar una ropa de esa
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CAPITULO 17
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24 de mayo de
1897
Olympia cierra los ojos. 1897. ¿Qué edad tendrá Marie Christine ahora?
¿Siete años? ¿Ocho? ¿Volvería su madre a por ella?
Otra carta.
15 de
diciembre de 1899
Hermana Marguerite:
El niño es producto de un asalto sobre una chica joven que ha
recalado bajo mi cuidado. Es una chica decente, pero demasiado
pobre para cuidar de su hijo. Habiendo asistido en el parto, puedo
asegurarle que el niño goza de perfecta salud. Aun así, la madre me ha
hecho saber que respiró con dificultad durante los días
inmediatamente siguientes a su nacimiento. El niño no ha sido
bautizado. De surgir la oportunidad, creo que sería aconsejable
entregarlo en adopción, pues dudo sinceramente que su madre acuda
algún día en su busca. El asalto que tuvo como resultado la concepción
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del niño es una fuente de gran sufrimiento para la madre que, como
resultado de ello, se ha visto obligada a abandonar la casa que
compartía con su madre y su padrastro. Estoy seguro de que entenderá
lo que quiero decir.
Atentamente,
Doctor
R. Martin.
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angustia.
—Ha sido acogido por una familia —explica la hermana.
—¡No puede ser! —exclama ella.
—Mucho me temo que sí.
—No puede ser —repite Olympia. Apoya las manos sobre el escritorio
—.Tiene que haber alguna manera de recuperarlo. Dígame que la hay.
Dígame que podré recuperar a mi hijo. Es mi hijo. Es mío —dice con
creciente desesperación.
—Ya hace demasiado tiempo que fue acogido —dice la hermana dando el
tema por zanjado. Olympia se siente mareada.
—¿Se encuentra bien? —pregunta la hermana al verla palidecer.
—Al menos dígame dónde vive.
La hermana frunce los labios y el ceño.
—No puedo decírselo. Es nuestra política. Nunca...
—Tiene que decírmelo -la interrumpe Olympia-. Tengo que saber dónde
está mi hijo. Se lo ruego.
—Lo siento, pero no puedo. Lo único que puedo decirle es que vive con
una familia que cuida de él como si fuese su propio hijo. Los conozco
personalmente y puedo asegurarle que al niño no le falta nada.
—¿Viven aquí? ¿En Ely Falls?
—No puedo decirle nada más. Tiene que entender que esto ocurre con
bastante frecuencia. Y, además, piénselo bien. ¿No cree que el niño estará
mejor con unos padres que pueden proporcionarle todo el calor de un ho-
gar que con una madre soltera que, además de llevar el estigma del pecado,
carece de la experiencia necesaria para cuidar de un niño pequeño?
—Yo no llevo ningún estigma.
—¡Señorita! —exclama la hermana-.Viene aquí pidiendo ayuda y se atreve
a decirme a mí, a una madre supe-riora de la Iglesia Católica, que no ha
pecado. ¿Es que no tiene conciencia?
—Sí, claro que tengo conciencia —dice Olympia sin levantar la voz—. Si no
tuviera conciencia no sentiría el daño que le hice a otra mujer y a sus hijos. Y
lo siento con toda mi alma. Pero no puedo arrepentirme de haber amado ni
de haber sido amada. Y, sinceramente, no creo que sea demasiado inexperta
para cuidar de mi hijo. Habría sido perfectamente capaz de cuidar de él
desde el mismo día que nació.
—Pero no lo hizo —dice la hermana con una desagradable sonrisa—.Y si
se molestara en hacer algunas averiguaciones aprendería que tanto las leyes
de los hombres como las leyes de Dios discrepan frontalmente con usted.
Una madre soltera, cuya conducta es inmoral a ojos de la sociedad, y, lo que
es peor, pecadora a ojos de Dios, es la persona menos indicada para criar a
un niño.
—Eso no es verdad —exclama Olympia acaloradamente—. ¿O acaso cree
que un padre que ha violado a su propia hija está más capacitado para criar a
un niño que una mujer joven y sana cuyo único pecado es haber concebido
un hijo sin estar casada?
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—Los hijos no son concebidos por obra del Espíritu Santo~ —dice la monja
—. Es necesario que exista una unión corporal entre un hombre y una mujer
y cuando esa unión no se realiza en el seno del matrimonio es un pecado
contra la naturaleza y una ofensa contra Dios. Que el Señor se apiade de su
alma.
-Amar no es un pecado —grita Olympia. La monja se levanta.
-Hasta que no se arrepienta de sus pecados y suplique perdón no podrá
volver a vivir en el seno de la comunidad cristiana.
Olympia también se levanta.
-Suplicaré perdón -dice—. Puede estar segura de ello. —Se agacha para
coger el bolso que descansa junto a la silla, ese bolso que contiene el dinero con
el que estaba dispuesta a comprar a su hijo. Quizá debería haber empezado
por ahí, pero ya es demasiado tarde-. Puede estar segura de que suplicaré.
Suplicaré y lucharé hasta que no me queden fuerzas —añade con una extraña
frialdad—, pero le aseguro que algún día volveré a tener a mi hijo a mi lado.
La madre superiora se santigua en un gesto que a Olympia le produce un
escalofrío.
16 de agosto de
1903
17 de agosto
de 1903
Querida señorita Olympia:
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Atentamente,
R.
Philbrick.
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la casa de Fortune's Rocks. El suelo está cubierto enteramente por una al-
fombra persa cuyos flecos llegan a rozar las paredes. Todo parece demasiado
grande para esa casa.
A lo largo del pasillo, empapelado con una tela con elegantes franjas verdes
y negras, hay varias pinturas al óleo. Olympia reconoce una de Childe
Hassam y otra de Claude Legny. Al final del pasillo hay dos puertas cerra-
das. Olympia abre la de la derecha, pero, en vez de un cuarto de aseo, lo
que encuentra es el dormitorio de Philbrick. Durante unos segundos,
observa la cama de matrimonio, el tocador de madera de cerezo con varios
cepillos de hombre y un humidor para los puros, la cómoda de madera de
pino sobre la que descansa una palangana acompañada de su
correspondiente jarra... Se da la vuelta, pero, cuando está a punto de cerrar
la puerta, algo que ha visto hace que se vuelva y observe la habitación con
más detenimiento. Y es entonces cuando ve el segundo juego de cepillos de
cerdas de jabalí, las dos batas de hombre con idénticos estampados de
cachemira, los dos pares de pijamas a rayas, uno debajo de cada almohada,
entre las dos mesillas de noche, con sus correspondientes ceniceros. Se
acerca a una de las mesillas y observa una fotografía enmarcada en una
moldura de marquetería. Es un retrato de un joven apuesto con altos y
atractivos pómulos.
Aunque no puede evitar sentir un ligero desconcierto, Olympia no se
siente aturdida, ni mucho menos escandalizada, como sin duda se habría
sentido hace cuatro años. No puede estar segura, y, aunque lo estuviera, no
sería capaz de entender realmente la naturaleza de lo que acaba de ver. Aun
así, a partir de ese momento no puede evitar ver a Philbrick de manera
distinta de como lo hacía hace tan sólo unos minutos. Y mientras piensa en
las fotografías del escritorio de nogal, recuerda lo que dijo Philbrick sobre el
amor, esas palabras que, por extrañas que pudieran parecer en su momento,
ahora resuenan llenas de sentido: «Créame cuando le digo que conozco bien
las dificultades de un amor prohibido».
«Retratos —piensa mientras cierra la puerta del dormitorio—. Todos
somos retratos inacabados.»
Cuando regresa al porche, Philbrick la está esperando con una fuente llena
de sandwiches y una jarra de té con hielo. La visión de Philbrick, con su
elegante traje azul, la conmueve hasta tal punto que, durante unos
instantes, lo mira fijamente, olvidando por completo sus buenos modales.
Al despertar de su ensueño, abre la boca, como queriendo decir algo, pero
Philbrick la interrumpe con un gesto de la mano.
—Sé que ha venido para decirme algo de suma importancia -dice-, pero
soy de la opinión de que nunca debe discutirse ninguna cuestión de
importancia con el estómago vacío, pues eso sólo conduce a conclusiones
erróneas, cuando no provoca también una sensación de desesperanza.
Olympia no desea contrariar a su anfitrión. Además, tiene un apetito
voraz. Con el tiempo, recordará ese almuerzo como uno de los más
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CAPITULO 18
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esas cuatro paredes que Olympia casi cree poder verlo sentado en su
poltrona. Y, en su imaginación, él siempre la mira con severidad.
Entra en el estudio y busca apresuradamente entre los estantes casi vacíos.
Tratado de biología marina, Breve historia de la nación zulú, Nepos De Vita
Excellentium Imperatorum... No tarda en perder las pocas esperanzas que pu-
diera haber albergado. Pero, cuando se da la vuelta, dispuesta a salir del
estudio, ve un libro en el suelo, justo delante de la poltrona. Y, al agacharse
para cogerlo, al leer el título, le parece un milagro que sea precisamente ese
libro y que su padre no lo arrojara a las llamas en un arrebato de ira, pues se
trata del libro de Haskell.
Olvidando por una vez la presencia fantasmal de su padre, Olympia se
sienta en la poltrona. Y, al deshacer el nudo del cordel que rodea el libro, unas
cartas caen sobre su regazo. Olympia conoce a la perfección esa letra
manuscrita, y no es la de su padre. Aun así, tarda algún tiempo en abrir la
primera carta.
10 de junio
de 1899
Estimado Biddeford:
Gracias por su amable invitación. Estoy seguro de que a Catherine y a
los niños les encantará pasar el fin de semana del próximo día 21 en su
casa de Fortune's Rocks. Yo, por mi parte, espero con impaciencia la
oportunidad de conocer a su mujer y a su hija...
26 de junio
de 1899
Estimado Biddeford:
¿Cómo podría expresar cuánto hemos disfrutado del fin de semana que
pasamos en su maravillosa casa? Siento haber tenido que dejarlo solo a
cargo de esos pobres náufragos. Catherine se encuentra feliz, pues siente
que ha encontrado una amiga y una futura confidente en la persona de
Rosamund. Como siempre, disfruté inmensamente conversando con
usted y con Philbrick.Y los niños están hechizados con su maravillosa
hija...
2 de julio
de 1899
Estimado Biddeford:
Me temo que no comparto su entusiasmo respecto a la obra de
Zachariah Cote y, menos aún, respecto a su posible publicación. Me
parece que Cote carece de la fuerza necesaria para atemperar sus versos.
Además, incurre en un exceso de descripciones y de sensiblería barata.
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11 de julio
de 1899
Estimado Biddeford:
Gracias por su amable invitación a cenar. Mucho me temo que el 14
espero la visita del eminente doctor Dwight Williston, de Baltimore. Por
tanto, me será imposible...
18 de julio de
1899
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Cierra los ojos y se entrega a sus recuerdos, como lo ha hecho tantas veces
antes. Al cabo de unos minutos, deja el libro sobre una mesilla de mármol y
se levanta. Tiene que salir de esa casa.
La arena se hunde bajo sus botines. Los pocos bañistas que hay en la playa
parecen observar el mar con tristeza. Desde que Olympia tiene uso de
razón, todos los veranos hay una semana en agosto durante la cual el mar
se cubre de medusas enredadas entre compactas masas de algas. Y, durante
esa semana, nadie se atreve a bañarse. Casi todo el mundo ha oído alguna
vez la historia de Tommy Yeaton, en tiempos el único policía de Fortune's
Rocks, que fue atacado por un banco de medusas una tarde de agosto.
Murió a la mañana siguiente. Olympia recuerda cómo su padre solía
contarle la historia de Tommy Yeaton mientras paseaban por la playa en
días como éste.
Pronto, la playa estará desierta. Sólo queda una semana para que termine la
temporada de verano y, entonces, las casas de Fortune's Rocks se quedarán
vacías. Olympia anhela la llegada del otoño, cuando sólo las gaviotas y las
olas romperán el silencio de la playa. Los días se tornarán más fríos y, tierra
adentro, las hojas de los árboles cambiarán de color. Olympia se abastecerá
de fruta y verduras enlatadas y de bacalao en salazón y comprará carbón
para las estufas. Después, cuando llegue el invierno, puede que tenga que
mudarse a la planta baja. Sí, seguro que tendrá que hacerlo. Se imagina a sí
misma sentada en el salón una fría tarde de noviembre, mirando el trozo de
playa que enmarcan los .ventanales, rodeada de casas vacías que
permanecerán cerradas hasta la llegada del nuevo verano. Y esa imagen le
produce una intensa sensación de melancolía. No tarda en darse cuenta de
que, sorprendentemente, es por su padre por quien siente tristeza, pues,
por primera vez en todos estos años, entiende la intensidad del dolor que
debe de haber sentido al perder a su hija, al ver cómo caía en deshonra
delante de sus propios ojos, al tener que renunciar a todas las esperanzas que
había depositado en ella. ¿Acaso no era ella su obra, su mayor orgullo? Se
acuerda de aquella primera cena con Haskell y Philbrick y Cote y del orgullo
con el que hablaba su padre de ella, de su singular educación, de su futuro.
Pero ¿de qué sirvió esa educación?
Olympia se pone en cuclillas, se rodea las piernas con ambos brazos y
descansa la frente sobre las rodillas. El sombrero se desliza sobre su cabeza
hasta caer sobre la arena. Piensa en todas esas horas que su padre pasó ins-
truyéndola, en todos esos días de lecciones y debates. ¿En qué ocupará ahora
él todas esas horas?
—¿Está bien, señorita? -oye decir Olympia a su lado.
Levanta la cabeza. Un niño la observa con el ceño fruncido. Parece confuso
ante lo inusual de la postura de Olympia. Ella se sienta y apoya las manos en
la arena.
—Sí —dice—. Estoy bien.
Él la mira sin moverse del sitio, con su traje de baño azul marino y las manos
entrelazadas detrás de la espalda. Tiene el pelo rubio y las mejillas cubiertas de
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pecas. Sus ojos son tan claros que más que azules parecen del color del mar en
un vaso.
—¿Está triste?
—Un poco —contesta ella.
—¿Por las medusas? Olympia sonríe.
—No, no es por eso.
—¿Cómo se llama?
—Olympia.
—Ah.
—¿Y tú? ¿Cómo te llamas tú?
—Edward, y tengo nueve años.
Olympia le ofrece una mano y él la estrecha como lo haría un niño que
quiere parecer mayor de lo que es.
—¿Está de vacaciones? —pregunta él.
—No. Vivo aquí.
—Tiene suerte.
Olympia vuelve a rodearse las piernas con los brazos.
—Aunque éste va a ser el primer invierno que pase aquí. Dicen que en la
costa hace mucho frío en invierno.
—Yo vivo en Boston —dice él—. ¿Puedo sentarme con usted?
—Claro.
El niño se sienta a su lado.
—¿Tienes hermanos? —pregunta Olympia.
—Una hermana, pero sólo es un bebé -dice dando a entender que un bebé
no es algo que sirva de mucho.
Olympia mira a su alrededor, pero no ve a nadie que parezca estar
buscando a un niño.
—¿No estarán preocupados tus padres?
—No creo. Están en Francia. Me está cuidando mi institutriz.
—¿Y no estará preocupada tu institutriz?
—Cuando me fui, estaba dormida en el porche de casa -dice el niño,
señalando hacia una gran casa de madera con el tejado blanco que se alza
detrás del malecón.
Olympia asiente.
—Sabes que no puedes bañarte si no te acompaña una persona mayor,
¿verdad?
—Claro. Pero hoy no me bañaría ni con una persona mayor.
—Tienes razón.
El niño estira las piernas, largas y delgadas, y clava los talones en la
arena.
—¿Duelen mucho las picaduras de medusa?
-Nunca me ha picado ninguna -dice ella—, pero dicen que sí.
-¿Y te mueres si te pica una?
-No. Tienen que picarte muchas. Y, aun así, no siempre te matan. Una
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Observa las ventanas de la cuarta planta, sobre todo esa en la que el visillo se
balancea mecido por la suave brisa, y recuerda un mar de sábanas, un libro
abierto, una mirada, su blusa cayendo sobre la estera... Recuerda las
palabras: «Si pudieras verte a través de mis ojos...». Casi puede sentir la
suave caricia de las sábanas, casi puede oír el eco de las palabras.
Un numeroso grupo de huéspedes se reúne en el extremo sur del porche.
Probablemente sean los preámbulos de algún tipo de celebración. Y, de
repente, los ojos de Olympia se detienen en una figura conocida y sus
músculos se tensan al reconocer la afectada inclinación de la cabeza y la falsa
sonrisa. Lleva puesto un chaleco a cuadros amarillos y negros y se ha dejado
crecer el bigote y las patillas. Incluso lleva monóculo. Zachariah Cote alza el
mentón y ríe sonoramente. Incluso desde la distancia, Olympia puede
apreciar que el gesto resulta excesivo y artificial. Ha oído que Cote se ha
convertido en un hombre de éxito, que sus versos se han hecho muy
populares. Publica en revistas femeninas y, por lo visto, es especialmente
popular entre las mujeres casadas. Olympia ha tenido la oportunidad de leer
algunos de esos poemas y sigue pensando que son excesivamente efectistas y
sentimentales. Y no puede evitar sentir cierta rabia al ver que es
precisamente Cote, y no su padre o su madre o John Haskell o Catherine
quien es objeto de tanto agasajo en el porche del hotel.
¿Pues no fue Cote la única persona involucrada en los sucesos de aquel
verano que se comportó con verdadera malicia? ¿Acaso no fue Cote quien
invitó a Catherine Haskell a mirar por el telescopio? Aunque Olympia sabe
que eso no la absuelve de su propia responsabilidad, no puede evitar que
un sentimiento de rabia se apodere de ella mientras observa la felicidad de
Cote. Recuerda el día que Catherine dijo que era un cretino. Entonces le
pareció un calificativo acertado y ahora se lo parece todavía más. Se
pregunta si la propia Catherine se habrá topado inesperadamente en
alguna ocasión con un poema de Cote. Y, de haberlo hecho, se pregunta
cómo habrá reaccionado.
Y es entonces, mientras Olympia permanece inmersa en sus
pensamientos, con su vestido a cuadros amarillos y blancos y el cabello
suelto y alborotado, cuando Cote, que sigue actuando ante su público, la
ve. Aunque quisiera darse la vuelta y alejarse lo antes posible de ese
hombre, Olympia le devuelve la mirada sin permitirse el más leve
parpadeo. Un gesto de sorpresa se dibuja en el rostro de Cote y, por un
momento, deja de sonreír.
La mujer que está junto a él le dice algo, pero Cote no deja de mirar a
Olympia. La mujer mira en esa dirección, sin duda preguntándose qué
puede ser lo que ha captado así la atención de Zachariah Cote, pero no pa-
rece reconocer a Olympia.
Olympia permanece inmóvil.
«Qué sangre fría», piensa al ver cómo él baja los escalones del porche y
se dirige hacia ella. Cote se detiene a dos pasos de Olympia. Durante un
breve instante, ninguno de los dos dice nada.
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1 de septiembre de 1903
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Olympia cierra los ojos y aprieta la hoja de papel contra su pecho. «Tengo
un hijo y está bien —se dice a sí misma—.Tengo un hijo y se llama Fierre
Francis Haskell.»
CAPITULO 19
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Cruza la calle y avanza buscando el vestido malva entre los peatones que
llenan la acera. Cada vez camina más rápido. Alguien choca contra ella.
Ya está prácticamente corriendo cuando ve entrar a la mujer y al niño en
un comercio. PASTELERÍA, dice el cartel que hay sobre la puerta.
Olympia se detiene delante del escaparate, abre el bolso y hace como si
estuviera buscando algo en su interior. Incluso frunce el ceño fingiendo
concentración.
«Esto es una locura —se dice a sí misma mientras remueve los artículos
del interior del bolso—. Ni siquiera sé si es él.»
Pero no tarda en cambiar de idea.
«Claro que es él.»
Un grupo de chicos con los tirantes caídos pasa junto a ella. Olympia oye sus
voces, pero no oye lo que dicen. La mujer y el niño salen de la tienda. Él
sujeta un cucurucho de helado en una mano. El helado, que ya empieza a
derretirse, chorrea hasta su diminuta muñeca. El parece asustado, incluso
parece a punto de echarse a llorar. La mujer se agacha y chupa el borde del
cucurucho. El niño mira el resultado con una sonrisa en los labios.
Olympia está tan cerca de él que, si estirase el brazo, podría tocarlo. El
parecido es realmente sorprendente; ese niño podría ser el propio John
Haskell a su edad.
La mujer coge al niño de la mano y se alejan un par de metros de
Olympia. Ella permanece donde está, con el bolso abierto, incapaz de
moverse. Apenas puede respirar. La mujer coge al niño en brazos y le da un
beso en la mejilla. Olympia mira sus zapatitos marrones, viejos, con el
cuero cuarteado.
Los celos que se apoderan de Olympia son tan intensos que el bolso se le
cae de las manos. Varias monedas y una peineta ruedan por la acera.
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El aire está imbuido de una extraña luz amarilla. El cielo está quieto,
demasiado quieto, casi sulfuroso, más quieto incluso que el día anterior. Al
llegar a la bahía, se descalza y camina por el fango negro que todos los días
queda al descubierto con la marea baja. Olympia tiene los pies blancos y
suaves. Sin duda son la parte más sensible de su cuerpo. Cada vez que pisa
una piedra o una concha enterrada en el fango piensa que es extraño que las
raíces del cuerpo sean tan vulnerables cuando el tronco es tan fuerte y
musculoso.
La bahía está cubierta de algas de distintos colores y texturas. Cientos de
medusas han quedado atrapadas entre el fango. Olympia camina
cuidadosamente para evitar su desagradable textura gelatinosa y su
doloroso escozor. Las algas secas parecen tiras de papel. Olympia ha oído
que hay gente que hace sopa con esas algas; está segura de que no le gustaría
su sabor.
Remueve el fango con el rastrillo que le ha dejado Ezra, dejando al
descubierto todo tipo de moluscos. Una hora después, tiene el cubo lleno de
almejas. Se sienta en una roca que sobresale del agua y se limpia el fango de
los pies y del borde del vestido. Espera a que se le sequen los pies antes de
ponerse las medias y calzarse los botines.
Ayer, cuando se desmayó en la pastelería de Ely Falls, Lyman Fogg la
cogió justo antes de que se cayera del taburete. Ella apenas tardó unos
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La tormenta golpea la costa con tanta fuerza que la casa parece estremecerse
en sus cimientos. Olympia, sobrecogida, observa cómo el viento levanta la
espuma de las crestas de las olas. Las algas y la arena vuelan dibujando
remolinos sobre la playa. Una gaviota permanece suspendida sobre el agua,
incapaz de avanzar contra el viento. De repente, vira bruscamente y
desaparece arrastrada por el aire. El viento arranca una plancha de metal
del techo de uno de los cobertizos donde los pescadores guardan sus
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gusta llevar con una blusa blanca de cuello alto y un lazo de terciopelo.
Como sombrero lleva un sencillo tocado de color violeta. Al mirar a los
demás pasajeros del tranvía, se da cuenta de que la moda ha cambiado
mientras ella estaba en Hastings. Las faldas se llevan más largas y las
mangas más anchas. En conjunto, ahora la ropa tiene un aspecto menos
exuberante.
Al apearse en la esquina de Alfred y Washington ve a unos hombres
reparando el tejado de una casa subidos a un andamio. Ha leído en el Ely
Falls Sentinel, el diario local, que diecisiete obreros fallecieron durante el
huracán al derrumbarse una máquina hiladora; al parecer, el patrón se negó
a cancelar el turno de noche a pesar de las insistentes peticiones de los
obreros. Al llegar a la lista de fallecidos, Olympia la leyó como una esposa
leería la lista de bajas de una batalla, intentando abarcar toda la información
con una sola mirada, rogando por que ningún nombre empiece por la letra
temida. A diferencia del día de su anterior visita, cuando, a pesar del calor,
las calles parecían transpirar jovialidad, hoy se respira un ambiente solemne,
casi sombrío, en Ely Falls. Olympia camina por Alfred Street. A su alrededor,
las vitrinas rotas de muchos comercios aún están tapadas con tablas de
madera.
A mitad de camino oye el sonido de un silbato que le recuerda al de los
revisores que anuncian la salida de un tren. Casi inmediatamente, la calle
se llena de hombres y mujeres que regresan a sus casas. Olympia mira el
reloj de la torre que hay en la esquina de Alfred y Washington: las doce y
cinco. Debe de ser la hora del almuerzo.
Llega a la altura del portal. Permanece inmóvil durante unos segundos,
sin saber qué hacer, hasta que decide sentarse en el banco que hay en la
acera de enfrente. Varias mujeres entran en el edificio, pero ninguna de
ellas es la que busca. Olympia medita sobre la posibilidad de acercarse a
una de esas mujeres y preguntarle sobre la familia Bolduc, pero finalmente
decide no hacerlo. Tampoco cree que sea aconsejable permanecer
demasiado tiempo en el banco, pues, con el frío, hay poca gente en la
calle, y su presencia acabaría por llamar la atención.
Exactamente a la una menos diez, la calle vuelve a llenarse de gente.
Olympia observa cómo las mujeres se enfundan los guantes y se sujetan el
sombrero con la mano mientras caminan apresuradamente hacia el trabajo.
Diez minutos después, la calle vuelve a estar vacía.
Olympia entra en el café que hay enfrente del número 137. Una chica
con un vestido negro y un delantal azul la mira con gesto sorprendido,
como si le sorprendiera ver entrar a un cliente a esa hora.
—¿Podría ponerme una taza de té? -pregunta Olympia.
—Ya no servimos almuerzos —dice ella—, pero sí, supongo que podría
prepararle una taza de té.
—Gracias —dice Olympia.
Se sienta junto a la vitrina, en una mesa que le ofrece una excelente visión de
la puerta azul. Se quita los guantes y los guarda en uno de los bolsillos de la
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Cuarta parte
El proceso
Capitulo 20
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Tucker lo dice como si fuera una pregunta más, una mera frase entre otras
muchas posibles. Olympia abre los labios, pero no consigue hablar. Nota cómo el
calor se extiende por su cuerpo. Tucker se inclina hacia ella. Un mechón de pelo
le cae sobre la mejilla. El joven abogado se lo recoge detrás de la oreja en un
gesto automático.
—Sé que todo esto debe de ser terriblemente doloroso para usted, señorita
Biddeford. Ha mostrado un gran coraje respondiendo a mis preguntas, pero
debe entender que son necesarias si quiere que la represente legal-mente.
Además, si vamos a trabajar juntos, necesito saber si tiene el valor suficiente
para enfrentarse a ciertos hechos de su pasado. Créame cuando le digo que esto
no es nada comparado con lo que tendrá que soportar si finalmente decide
emprender acciones de curso legal.
Olympia respira hondo. Después asiente.
—Mi padre, mi madre y yo abandonamos Fortunes Rocks la mañana del
once de agosto.Volvimos a Boston, a la casa de mi padre, en Beacon Hill.Yo
descubrí que estaba encinta el veintinueve de octubre.
—¿La examinó un médico?
—No, al principio no.
Tucker se reclina sobre el respaldo de su asiento. Detrás de él, sobre la mesa
de trabajo, hay una foto enmarcada de una apuesta mujer de unos treinta y
cinco años; Olympia supone que se tratará de la madre de Tucker cuando
todavía era una mujer joven.
—Lo que voy a preguntarle ahora puede parecerle fuera de lugar, incluso
insultante, pero es necesario que me responda -dice él-. ¿Existe alguna
posibilidad, por remota que sea, de que John Haskell no sea el padre del niño?
A pesar de la advertencia de Tucker, Olympia se siente escandalizada,
aunque no tanto por la pregunta en sí como por la idea de poder haber tenido
una relación de esa índole con otra persona que no fuera Haskell.
—No —responde con vehemencia—. Por supuesto que no.
—Bien -asiente él con patente alivio—. Está bien. Veamos... ¿Se puso usted, o
intentó ponerse usted, en contacto con el doctor Haskell cuando supo que estaba
encinta?
—No.
—Cuénteme lo que ocurrió el día que dio a luz al niño.
—No estoy segura de lo que ocurrió. El médico me administró láudano
hacia el final del parto y cuando me desperté el niño ya no estaba junto a
mí.
—Pero supongo que recordará el momento en el que dio a luz, ¿no?
—Por supuesto.
—¿Por eso sabe que fue un niño?
—No. Sé que fue un niño porque me lo dijeron.
—¿Y dice que contó con la asistencia de un médico durante el parto?
—Sí. El doctor Ulysses Branch.
—¿Fue él quien se llevó al niño?
—No lo sé. Pero, quienquiera que fuese lo hizo a petición de mi padre.
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marrones.
—Puede ir a visitarme cuando quiera —dice.
27 de septiembre
de 1903
28 de septiembre de
1903
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Seca la hoja, la introduce en un sobre y sella la carta. «Ya no hay vuelta atrás»,
piensa.
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conversación.
—Y, dígame, ¿qué le trae a Fortune's Rocks? —le pregunta a Tucker.
—Tengo que atender ciertos asuntos, tanto hoy como mañana -dice él
mientras atraviesan el vestíbulo-. He preferido no hacer cuatro veces el
trayecto a Exeter en un período tan breve de tiempo. Ahí es donde vivo. En
Exeter. Además, pernoctar en Fortunes Rocks me ha ofrecido la posibilidad
de volver a verla.
Entran en el comedor. Todo está exactamente como lo recuerda Olympia.
Como es de esperar, tratándose de un martes de principios de octubre,
apenas hay mesas preparadas. El maítre acompaña a Olympia y a Tucker
hasta una mesa decorada con velas y rosas blancas, no lejos de la inmensa
araña de cristal que cuelga en el centro de la sala. Olympia observa las
brillantes copas de delicado cristal, la cubitera de plata para el champán, los
pesados cubiertos de plata... El menú consiste en cordero con alubias, pavo
con salsa de ostras, sopa de tortuga y tarta de manzana. Cada segundo que
transcurre, Olympia es más consciente de que hace cuatro años que no
aparece en sociedad. Hace tan sólo cuatro años, el lujo, los muebles, la
comida, incluso el servicio, era algo que ella daba por supuesto, como si le
correspondiera por derecho de nacimiento. Sentada a la mesa con Tucker,
Olympia piensa que, una vez perdida la candidez, ya nunca podrá disfrutar
de ese lujo como lo hacía antes.
—Es la última semana que permanece abierto el hotel esta temporada
-dice Tucker.
—Desde luego, no parece haber demasiados huéspedes.
—Si me permite decírselo, y espero no ofenderla con mis palabras, está
usted encantadora esta noche —dice Tucker. Se quita las gafas y las deja
junto a su plato. Olympia observa el intenso color negro de sus ojos, en-
marcados por largas y sedosas pestañas.
—Si me sintiera ofendida por sus palabras, no podría seguir adelante con
la demanda. Por lo que recuerdo, tratamos asuntos bastante más delicados
en su despacho.
Esta noche, Tucker lleva el pelo peinado hacia atrás con algún tipo de
ungüento. Olympia piensa que debe de tratarse de otra nueva moda y se
lamenta de su vestido, pues, por mucho que intente convencerse de lo
contrario, sin duda debe de resultar anticuado a ojos de Tucker.
—¿Vive solo en Exeter?
—No. Vivo con mis padres y con mi hermana —contesta él-. Trabajo con
mi padre, que ha tenido la bondad de aceptarme como su pupilo. Si hubiera
llegado usted media hora antes al despacho, hubiera sido él quien la habría
atendido.
—Por una vez en mi vida me alegro de haber llegado tarde -dice Olympia.
—Soy yo quien debe alegrarse —dice Tucker con excesiva calidez.
Un camarero trae champán. Al beber el primer sorbo, Olympia tiene la
sensación de que las burbujas le suben hasta la frente.
—¿Le gustan las ostras? —pregunta él.
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—Por supuesto.
—Quiero que sepa que tan sólo hace un año que me gradué por la
Facultad de Derecho de la Universidad de Yale —se sincera
inesperadamente Tucker cuando el camarero los deja a solas—. Se lo digo
porque no quiero comprometer su causa. He hablado de su caso con mi
padre y, si usted juzgara más oportuno que fuese él quien la representara,
quiero que sepa que yo no tendría ninguna objeción que hacer. De hecho,
quisiera que meditara cuidadosamente sobre esa posibilidad. Como puede
imaginar, mi padre tiene mucha más experiencia que yo, aunque me temo
que él tampoco se ha enfrentado nunca a una demanda de estas
características. No sé si se dará cuenta de lo extraordinario de su caso. De
hecho, por lo que tengo entendido, la suya sería la primera demanda de
esa naturaleza en la historia del condado.
—¿De verdad? No sabía que fuese tan inusual —dice Olympia.
—Por lo que sé, sólo se han presentado dos demandas similares en toda
la historia de Nueva Inglaterra.
—¿Y cuál fue el resultado?
—Mucho me temo que ninguna de las dos prosperó.
—Ya -dice Olympia.
—He leído la historia de su casa y debo decirle que la encuentro
fascinante -dice Tucker cambiando de tema-. El otro día, cuando me dijo
dónde vivía, creí reconocer la dirección. Hace seis meses, trabajando en una
causa relacionada con la Diócesis Católica de Ely Falls, tuve la oportunidad
de leer varios documentos relacionados con el antiguo convento. ¿Sabía
usted que la Iglesia se vio obligada a cerrar las puertas del convento?
—No —dice ella—. Siempre pensé que se cerró con el propósito de
trasladar a las hermanas a Ely Falls para que regentaran el hospicio y el
orfanato. Al menos eso es lo que me dijo mi padre.
—Al parecer, se consiguió que el escándalo no trascendiera. Como sabrá,
la Iglesia Católica tenía y sigue teniendo una considerable influencia en Ely
Falls. —Tucker permanece en silencio mientras el camarero sirve las ostras
que acaba de traer en una gran bandeja de plata con una cama de hielo,
limones y salsa picante de rábano—. A finales de la década de 1870, el
convento empezó a hacerse cargo de jóvenes mujeres que se habían
apartado del buen camino —explica Tucker—. Las más jóvenes tenían doce
años y ninguna superaba los veinte. Algunas habían sido víctimas de
brutales asaltos físicos. Otras eran simples doncellas que habían sido
seducidas por los señores de la casa en la que servían.
Olympia deja el tenedor sobre el plato.
—Me sorprende usted, señor Tucker.
—Créame que lo siento, señorita Biddeford —dice él—. Le ruego que me
perdone si la he ofendido de alguna manera.
—No es la historia lo que me ha ofendido, sino el claro paralelismo que
existe entre la situación de esas chicas y la mía. Porque supongo que
estamos hablando de madres solteras. ¿O acaso me equivoco?
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—Entiendo.
-Al final se alcanzó un acuerdo fuera de los tribunales.Y una de las
condiciones de dicho acuerdo fue el inmediato cierre del convento. Las
monjas, que en su mayoría desconocían lo ocurrido, fueron trasladadas a
Ely Falls. Las dos hermanas que colaboraban con el cura fueron enviadas a
Canadá. Como sin duda sabrá, ahora las hermanas de la orden de Saint
Jean Baptiste de Bienfaisance tienen un admirable historial de ayuda a la
comunidad. Además, han renunciado al voto de silencio.
-Desde luego, no resultaría nada práctico trabajando con la comunidad.
—Así es. Además, se consideró que el silencio fue uno de los factores que
permitieron que el cura llevara a cabo sus escandalosas prácticas.
—¿Qué fue de las chicas?
—Ni las actas ni la sentencia mencionan nada al respecto —concluye
Tucker.
Olympia intenta imaginar el destino de esas pobres chicas.
—¿Cree que volverían a sus casas? —pregunta.
—No lo sé.
—Las ostras estaban deliciosas —dice Olympia tras un largo silencio.
—Desde luego, tiene usted un magnífico apetito, señorita Biddeford —
dice él con una amplia sonrisa.
Olympia, avergonzada, alisa la servilleta sobre su regazo.
—Es la segunda vez que me lo dicen este otoño —confiesa.
—No es nada de lo que deba avergonzarse —interviene él—. Al contrario,
tengo que confesarle que nunca he entendido por qué algunas mujeres se
sienten obligadas a disimular su apetito para mantener las buenas formas.
No hay ninguna razón para que una mujer no disfrute tanto de la comida
como un hombre. ¿Por qué no iba a hacerlo? Sin duda, es uno de los
grandes placeres que nos ofrece la vida.
Tucker guarda silencio mientras el camarero rellena las copas.
—Hay ciertas cuestiones que quisiera comentar con usted, señorita
Biddeford. Si pudiera, preferiría no mencionarlas, pero me temo que es
necesario hacerlo si está decidida a seguir adelante con su demanda. Pero,
antes de seguir adelante, quiero que sepa que estoy disfrutando
enormemente de su compañía y que espero que algún día podamos
compartir una velada sin que sea necesario tratar cuestiones profesionales.
—Me adula usted, señor Tucker.
—¿Me permite que hable con franqueza? —pregunta él.
—Por favor —lo anima Olympia.
—No pretendo desanimarla -empieza diciendo Tucker-, pero debe saber
que su demanda no tiene ni mucho menos el éxito garantizado. Como ya le
he dicho, en los únicos dos precedentes que existen, la sentencia favoreció a
los padres de acogida, desestimando los derechos naturales de las madres
biológicas. Usted, por supuesto, es la madre biológica, y Albertine Bolduc la
madre de acogida.
Por mucho que sepa que legalmente es así, a Olympia le desconcierta que
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-confiesa Olympia-. La otra vez fue en el colegio. Un mecenas vino a ver las
instalaciones.Yo fui una de las estudiantes elegidas para ir en su automóvil
hasta el pequeño observatorio que tenía el colegio en lo alto de un
monte.
—¿A qué colegio fue? —pregunta Tucker.
—Al Hastings Seminary, un modesto internado para seño'ritas en
Fairbanks, al oeste de Massachusetts.
—¿Le gustó?
—¿El colegio o el paseo en automóvil? Tucker sonríe.
—Ahora que lo menciona, las dos cosas.
-Pasé un miedo horrible en el automóvil. Estaba convencida de que nos
íbamos a despeñar. De hecho, cuando llegamos al observatorio sólo
podía pensar en que tenía que volver a montarme en esa horrible má-
quina. En cuanto al internado, no, no me gustó. De hecho, me desagradó
profundamente.
Mientras observa cómo Tucker cambia de marcha, piensa que algún día
le gustaría aprender a conducir un automóvil. Sería maravilloso poder ir y
venir por la costa a su antojo.
Al llegar a la casa, Tucker detiene el automóvil, abre la puerta de
Olympia y la ayuda a bajar. Una espesa bruma los envuelve.
-Qué noche tan oscura —comenta ella.
-Sí —dice él al tiempo que la sujeta suavemente del codo—. ¿Quiere que
espere hasta que encienda la luz? —se ofrece mientras la acompaña hasta el
porche.
—No es necesario. Pero gracias de todas formas.
La oscuridad es tan espesa que Olympia apenas puede ver la cara de
Tucker. Extiende una mano. Tucker la sujeta de forma delicada y firme al
mismo tiempo.
—No sabe cuánto siento haber tenido que decirle esas cosas mientras
cenábamos, pero creo que tiene usted derecho a conocer la verdad, por
dolorosa que pueda ser. Debe saber usted que la admiro y la estimo
sinceramente —añade tras un breve silencio.
Ella retira la mano. El aire huele a colonia. Hace mucho tiempo que
Olympia no estaba tan cerca de un hombre.
—¿Todavía lo ama? —pregunta Tucker.
Y a Olympia no le sorprenden sus palabras, pues sabe que Tucker lleva
queriendo hacerle esa pregunta toda la noche.
—Sí. No puedo concebir que algún día pueda dejar de amarlo —responde
ella con sinceridad.
Olympia escucha el ruido del automóvil hasta que sólo oye el rumor de
las olas. Sin quitarse ni los guantes ni el sombrero, recorre la casa como si
no la conociera, pensando en el impenetrable silencio en el que vivirían
esas pobres chicas cuando la casa todavía era un convento. Resulta
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increíble que esa misma casa en la que ella conoció el lujo y el amor, esa
casa en la que fue besada por Haskell, esa casa en cuya cocina sorprendió a
Josiah y a Lisette entregados a su amor, esa casa en la que han sonado todo
tipo de hermosas melodías, en la que han bailado elegantes mujeres,
escondiera un pasado tan terrible. Sube la escalera, entra en una de las
habitaciones que antes usaba el servicio y se sienta en la cama. Es una ha-
bitación agradable, con delicadas cortinas y pequeñas flores azules en el
papel de las paredes. La luz de una lámpara revela varias marcas de tazas
en la mesilla de noche de caoba. Olympia recuerda el lujo que rodeaba a su
familia cuando vivían en esa casa. Después intenta imaginar el sufrimiento
de las chicas recluidas a la fuerza entre esas mismas cuatro paredes y,
mientras lo hace, mientras intenta reconciliar ambas imágenes, de repente
sabe lo que hará algún día con el antiguo convento de Fortune's Rocks.
CAPITULO 21
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Es una sala pequeña con paneles de madera, una pequeña sala de vistas
pensada para juicios sin público. Sus reducidas dimensiones desconciertan a
Olympia. Albertine y Telesphore Bolduc no tardan en llegar. Siguiendo las
indicaciones de un ujier, se sientan frente a la mesa de la parte demandada,
separados tan sólo por un estrecho pasillo de la mesa que ocupan Olympia y
Payson Tucker. Aunque Olympia ya ha visto a Albertine en dos ocasiones,
ella nunca ha visto a Olympia. Ambas mujeres se observan durante unos
instantes. A pesar de su desconcierto, Olympia se obliga a sí misma a no
apartar la mirada; si quiere que su demanda salga adelante tiene que ser ca-
paz de mirar a Albertine a los ojos.
Albertine tiene los rasgos duros, pronunciados, y una mirada muy intensa. El
cabello le crece demasiado cerca de las cejas. La sombra de un bigote oscurece
su labio superior. Tiene las mejillas y los labios rojos, aunque de forma
natural, pues no lleva ningún tipo de maquillaje. Su cara refleja abiertamente
sus emociones y no hay duda de que Albertine Bolduc está furiosa. Pero su
cara también refleja cierta curiosidad. ¿Estará buscando algún parecido entre
Olympia y su hijo? ¿Estará buscando algo que pueda explicar por qué ha
presentado Olympia una demanda para arrebatarle a su hijo? ¿O
simplemente estará midiendo las fuerzas de su rival? Lleva un traje negro de
lana de dos piezas que, una de dos, o ha sido confeccionado por un sastre
inexperto o pertenece a otra mujer. Aun así, Albertine adopta una postura
orgullosa. Está tan erguida que los volantes del cuello de la blusa apenas le
rozan el mentón. De repente, su marido, sentado a su lado, se inclina hacia
adelante para ver qué está mirando Albertine. Al hacerlo, parece recordar
que todavía lleva puesta su gorra de tela, pues se la quita con un brusco
ademán. Telesphore tiene el bigote mojado y las mejillas encendidas por la
nieve y el frío. Le dice algo a su mujer. Ella le contesta sin apenas mover los
labios.
Un hombre bajo y robusto, con poco pelo, grandes patillas y un
monóculo, se sienta junto a Albertine, interponiéndose entre ella y Olympia,
y apoya un maletín de cuero sobre la mesa. Antes de que Olympia pueda
preguntarle por él a Tucker, el ujier del juzgado anuncia la entrada del juez.
—En pie. Preside el honorable juez Levi Littlefield.
El juez entra en la sala con paso decidido. Es un hombre bajo, pequeño,
con el pelo entre rubio y pelirrojo. No tiene ni barba ni bigote y es bastante
más joven de lo que había imaginado Olympia. Tan sólo su toga le confiere
cierta autoridad.
—Parece muy joven —le dice Olympia a Tucker.
—No es tan joven como parece —dice Tucker—.Y no se deje engañar por
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Olympia y Tucker han acordado que ella vestiría de forma conservadora, sin
ocultar su clase ni su condición de privilegio, pero sin alardear tampoco de
ella. Olympia se ha comprado un traje gris de dos piezas que acompaña con
una blusa blanca de cuello alto y un lazo negro de terciopelo. Para rematar el
conjunto, lleva un sombrero a juego con el traje y unos sobrios pendientes de
perlas. Ignorando sus notas, Tucker se levanta y se acerca lentamente al
estrado.
—Señorita Biddeford —empieza a decir con una amable sonrisa que,
como pretende el joven abogado, tranquiliza a Olympia-, ¿puede decirnos
cuántos años tiene?
—Tengo veinte años.
—¿Dónde reside?
—Actualmente, en Fortune's Rocks.
—¿Dónde residía antes?
—En Fairbanks, Massachusetts, en el Hastings Seminary -contesta ella
haciendo hincapié en la palabra seminary, tal y como le ha aconsejado
Tucker.
—¿Puede decirnos cuánto tiempo estuvo estudiandoen Fairbanks?
—Tres años.
—¿Y cuál es el objetivo de esa institución educativa?
---El objetivo del Hastings Seminary es educar a señoritas para que viajen al
extranjero con el propósito de inculcar los valores de la moral cristiana y
proporcionar una educación a niños con escasas posibilidades.
—¿Y está usted de acuerdo con esos objetivos?
—No estoy en contra de ellos —dice cuidadosamente Olympia.
-¿Entonces, tenía usted la intención de convertirse en misionera? —
pregunta Tucker haciendo hincapié en la palabra misionera.
—Así es —dice Olympia—. Pensé que ése sería mi futuro.
—Y, díganos, ¿cómo le fue académicamente en el Hastings Seminary?
-Bien.
-¿Sólo bien? ¿No es cierto que, dependiendo del curso, fue usted la
primera o la segunda mejor alumna entre las doscientas setenta señoritas
que componían su clase?
—Sí, así es.
-¿Y no es cierto que, si lo deseara, podría conseguir un puesto de maestra
sin necesidad de proseguir con su educación?
-Sí -dice Olympia-. Creo que sí.
-Entonces, por favor, díganos por qué ha decidido no hacerlo.
-Porque quiero estar con mi hijo.
Albertine Bolduc se lleva una mano enguantada a la boca, intentando
sofocar un grito. Su marido le rodea los hombros con el brazo.
—Dígame -prosigue Tucker—, ¿me equivoco si afirmo que el personal
docente del Hastings Seminary, cuyos valores cristianos están fuera de
toda duda, no la consideraba ni disipada, ni lasciva ni depravada ni
vulgar ni vil?
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espero que este juzgado corrija el daño que se nos ha hecho, tanto a mi hijo
como a mí, y que algún día podamos volver a estar juntos, como fue la
intención de Dios y de la naturaleza.
Albertine Bolduc cierra los ojos. Telesphore, que sigue abrazando a su
mujer, mira a Olympia con odio. Tucker guarda silencio mientras las
palabras de Olympia resuenan en la sala.
-No haré más preguntas, señoría —dice Tucker. Vuelve a la mesa y se
sienta. Addison Sears se levanta.
-Señoría, quisiera interrogar a la demandante.
-Proceda, señor Sears.
Sears se acerca lentamente al estrado, consultando sus notas.
-Buenos días, señorita Biddeford -dice Sears sin levantar la mirada de
sus notas.
-Buenos días -dice ella en apenas un susurro.
Sears levanta bruscamente la cabeza y clava los ojos en Olympia.
-Tendrá que hablar un poco más alto. Apenas puedo oírla.
Olympia se da cuenta inmediatamente de lo que pretende Sears con ese
reproche. Quiere hacer que parezca una niña.
-Buenos días -repite Olympia subiendo la voz y la barbilla al mismo
tiempo.
-Señorita Biddeford, ¿está usted o ha estado usted alguna vez casada?
-No.
-Entonces, de recibir la guarda y custodia del menor, se vería obligada a
criarlo sin la ayuda de un padre. ¿No es así?
-Sí —contesta ella escuetamente.
-Señorita Biddeford, ha dicho usted que antes de instalarse en Fortunes
Rocks estaba interna en el colegio Hastings. Pero ¿acaso no es cierto que
inmediatamente antes de venir a Fortune's Rocks estaba trabajando en casa
de Averill Hardy, en Tetbury, Massachusetts, y no, como ha dicho, en el
colegio Hastings?
Olympia advierte cómo Sears ha cambiado deliberadamente el nombre
de Hastings. Sin duda, el juez tampoco lo habrá pasado por alto.
-Sí —dice-. Es cierto. Pero, al formar parte del programa de verano del
Hastings Seminary, esa ocupación también formaba parte de mi educación.
-Sí, claro -dice Sears-. Fue contratada usted en calidad de institutriz de
los tres hijos del señor Hardy, ¿verdad?
-Sí.
-¿Y no es cierto que el pasado doce de julio abandonó su puesto, dejando a
esos niños sin institutriz, y que ni tan siquiera avisó de su marcha al señor
Hardy?
—Las circunstancias eran tales que...
—Díganos -interrumpe Sears-. ¿Es o no es cierto que abandonó su
puesto de trabajo sin avisar al señor Hardy?
—Señoría -dice Tucker al tiempo que se levanta-. El letrado de la parte
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—Sí, señoría.
Se'ars se rasca la punta de la nariz con un nudillo, como si estuviera
inmerso en una profunda reflexión. De repente, se vuelve hacia Olympia.
—Señorita Biddeford, ¿cuándo empezó a mantener relaciones sexuales
con el doctor Haskell?
El carácter inesperado y directo de la pregunta no sólo sorprende a
Olympia, sino también a Tucker, que levanta bruscamente la mirada de sus
notas. No pensaban que Sears se atreviera a realizar un ataque tan frontal. A
pesar de los reiterados consejos de Tucker, Olympia baja la mirada hacia su
regazo. Mi padre no puede oír esto —piensa—. No puedo contestar esa
pregunta delante de mi padre. Mira a Tucker, implorándole con la mirada.
Al ver la angustia de Olympia, Tucker vuelve a levantarse.
—Señoría —dice—, como letrado de la demandante solicito que el padre de
la misma, el señor Phillip Biddeford, se ausente de la sala durante esta fase
extremadamente delicada del interrogatorio.
Littlefield asiente.
—Ujier, acompañe al señor Biddeford a una sala donde pueda esperar a
que finalice el interrogatorio de su hija.
El padre de Olympia tiene que apoyarse un momento en el brazo del
ujier, haciendo acopio de sus fuerzas, antes de salir de la sala.
—¿Cuándo empezó a mantener relaciones sexuales con el doctor Haskell?
-vuelve a decir Sears en cuanto el padre de Olympia desaparece tras la
puerta.
—El 14 de julio de 1899.
—¿Podría describir la naturaleza de dichas relaciones sexuales?
—¡Protesto! -exclama Tucker, aunque en esta ocasión no se levanta-.
Señoría, ¿realmente cree necesario que mi cliente responda a una pregunta
tan aborrecible?
—Se acepta la protesta —dice Littlefield—. Señor Sears, este juzgado no
aceptará más preguntas de ese tipo.
—Señorita Biddeford -dice Sears-, ¿dónde tuvo lugar dicho encuentro
sexual con el doctor Haskell?
-En su habitación del hotel.
-¿Se refiere al hotel Highland, en Fortune's Rocks?
-Sí.
-¿Fue usted a su habitación?
-Sí.
-¿Compartía el señor Haskell esa habitación con su esposa cuando ella iba
a visitarlo los fines de semana?
-Creo que sí -responde Olympia, que no alcanza a comprender cómo
puede saber eso Sears.
-¿Me equivoco si digo que fue usted quien dio el primer paso para
comenzar ese encuentro sexual?
Olympia reflexiona durante unos instantes. Es una pregunta que se ha
hecho muchas veces a sí misma.
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cierra.
—Sí. Si no recuerdo mal, nos conocimos a causa de unos cerdos que
destrozaron mis frutales —dice el padre de Olympia-. El juez Littlefield
resolvió el conflicto con diligencia y sentido común.
Olympia recuerda el día que unos cerdos de una granja vecina
invadieron el jardín de la casa de Fortunes Rocks. Fue hace seis o siete
años.
Tucker sonríe.
—Me hubiera gustado poder estar presente en ese juicio -dice-. Supongo
que sería divertido.
—Puede estar seguro de que lo fue —dice el padre de Olympia.
—Padre —dice ella—, ¿por qué no invitamos al señor Tucker a almorzar?
Además, tendrás que reservar una habitación en el hotel. No estoy
dispuesta a permitir que vuelvas a Boston hasta que el tiempo mejore.
—No puedes imaginarte cuánto te he echado de menos, Olympia -dice
él y, al mirarlo, Olympia observa que el rostro de su padre ha recuperado
parte de su color.
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perdonarme.
El letrado de la parte demandada desea interrogar a Phillip Arthur Biddeford.
-Señor Biddeford, ¿podría decirnos qué pensó cuando descubrió que su
hija estaba encinta?
-Estaba horrorizado.
-¿Pensó que su hija era demasiado joven como para tener un hijo?
—Sí, señor Sears, lo pensé.
-¿Pensó que su hija era demasiado joven para criar a un niño?
-Sí.
—Si no me equivoco, su hija sólo tenía dieciséis años en aquel momento.
-Así es.
-¿Y no pensó usted también que su hija todavía era una niña?
—Sí, lo pensé.
—Dígame, ¿tuvo en cuenta alguna vez el futuro bienestar del niño?
—Sí, por supuesto que sí.
—¿Podría decirnos qué pensó al respecto?
—En aquel momento pensé que estaría mejor en una institución de
caridad, pero ahora me arrepiento de...
—Limítese a contestar las preguntas, señor Biddeford.
-Sí.
-¿Además del bienestar del niño,_ qué otras cosas le preocupaban?
—Me preocupaba el futuro de mi hija. Me preocupaba que su vida
quedara arruinada.
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Biddeford nos había proporcionado dinero más que suficiente para cubrir
todos los gastos.
—¿Al llegar a Ely Falls, fueron a ver al doctor Haskell?
—Claro. Fuimos directamente a verlo.
—¿Puede decirnos dónde se produjo el encuentro con el doctor Haskell?
—En el hotel Ely Falls.
—Díganos qué ocurrió.
—Subimos a la habitación del doctor Haskell.Ya lo conocíamos, pues antes
solía visitar al señor Biddeford con cierta periodicidad. Y le entregamos al
niño.
—¿Y qué ocurrió después?
—El doctor Haskell soltó una especie de aullido. Realmente fue terrible.
Tendría que haberlo visto.
—¿Y?
—Bueno, como ya le he dicho, cuando cogió al niño el doctor Haskell se
puso a gritar como si le estuvieran desgarrando las entrañas. Después tumbó
al niño sobre la cama, lo desnudó y lo examinó cuidadosamente. Mi mujer se
alegró muchísimo cuando nos dijo que el niño estaba sano.
—¿Y qué ocurrió después?
—Mi mujer y yo estábamos junto a la puerta. El doctor Haskell se acercó a
mí y me dio la mano. Entonces mi mujer le dijo que se asegurara de que al
niño no le faltara nada. El doctor Haskell dijo que lo haría.
—¿Y después?
—Después, él nos preguntó por la señorita Biddeford. Quería saber cómo
estaba, si se encontraba bien, cómo había sido el parto... Mi mujer, que había
estado presente, pudo informarle de todo. Entonces el bebé se puso a llorar.
Yo le di la maleta con sus cosas al doctor. Él dejó la maleta en el suelo y cogió
al niño en brazos y, mientras intentaba tranquilizarlo, mi mujer y yo salimos
de la habitación. Ya era demasiado tarde para volver a Boston, así que
pasamos la noche en el hotel.
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-Sí, señor Cote. Estoy seguro de que todos los presentes conocen esa
tradición. Pero, por favor, continúe.
-Como le decía, volvía de Rye. El cochero decidió tomar la carretera
que atraviesa las marismas, pues es el camino más corto.
-Sí.
-Al llegar a una curva, vi a un hombre y a una mujer abrazándose en
una calesa detenida junto a la carretera.
-¿Y pudo reconocerlos?
-Sí, por supuesto que sí. Eran Olympia Biddeford y el doctor John
Haskell.
-¿Está usted completamente seguro?
-Sí. El farol de mi calesa iluminó sus caras.
-Y, díganos, ¿cuál fue su reacción?
-De sorpresa e indignación, por supuesto. El doctor Haskell era un
hombre casado y Olympia Biddeford sólo tenía quince años.
—¿Le habló a alguien de lo que había visto?
—No, no lo hice. Aunque pensé que en algún momento tendría que
decírselo a Phillip Biddeford.
—¿Fue ésa la única vez que vio a Olympia Biddeford en circunstancias
comprometedoras?
—No. Un día, cuando volvía de dar un paseo antes de desayunar, me
encontré con Olympia Biddeford en el porche del hotel Highland.
—¿Recuerda qué hora era?
—No podían ser más de las ocho de la mañana.
—¿Qué aspecto tenía ella?
—Tengo que decir que su aspecto me sorprendió. Parecía... ¿Cómo
podría decirlo? ¿Desaliñada?
—¿Habló usted con ella?
—Sí. Incluso la invité a desayunar conmigo en el comedor del hotel.
—¿Y?
—Ella rechazó mi invitación de forma insolente y se fue.
—Señor Cote, ¿conocía usted a Catherine Haskell?
—Sí, de hecho la conocía bastante bien. Era una mujer realmente
encantadora, además de una excelente madre y esposa.
—¿Sorprendieron Catherine Haskell y usted a Olympia Biddeford y a
John Haskell en una actitud comprometida?
—Sí, mucho me temo que sí.
—¿Podría describirnos lo que ocurrió?
—La verdad es que es un asunto muy delicado. Fue el diez de agosto,
durante la fiesta que celebraron los Biddeford en ocasión del cumpleaños
de la señorita Biddeford. Yo me encontraba en el porche con la señora Has-
kell. Ella miró por el telescopio que había en el porche y al apuntarlo
casualmente hacia una de las ventanas de la capilla aneja a la casa... Bueno,
digamos que vio algo realmente terrible.
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CAPITULO 22
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¡Déjennos pasar!
Tucker se abre camino entre la multitud sin soltar a Olympia del brazo.
Al llegar a la escalinata, suben los escalones corriendo y entran en los
juzgados, cuya puerta sólo está abierta para ellos. Tucker no se detiene
hasta que entran en una de las antesalas de los juzgados.
—¿Se encuentra bien? —se interesa volviéndose hacia ella.
—Sí —dice ella intentando controlar el temblor de su voz—. Estoy bien.
Pero no entiendo por qué...
—¡Es lo peor que podía ocurrir! —exclama Tucker buscando el interruptor
de la luz. Finalmente se da por vencido y corre las cortinas de una ventana
—. ¡Lo peor! —Abre su maletín—. ¿No ha leído los periódicos?
—No.
—Mire.
Tucker le muestra dos periódicos: el Ely Falls Sentinel y L'Avenir, el diario
de la comunidad francófona. HIJA
DE POTENTADO DE BOSTON PIDE LA CUSTODIA DE
NIÑO FRANCÓFONO, dice el titular del primer periódico. ESCÁNDALO EN FORTUNE'S
ROCKS, exclama el periódico francófono. Olympia traduce rápidamente:
PRETENDEN ROMPER A UNA FAMILIA DE NUESTRA COMUNIDAD.
Ambos periódicos incluyen dibujos de Olympia. El del Ely Falls Sentinel, de
forma ovalada, al modo de un camafeo, muestra a una hermosa joven con
aspecto respetable. En cambio, el dibujo de L'Avenir presenta a una joven
con la blusa escotada y los senos descubiertos. La chica tiene los labios
entreabiertos y varios mechones de cabello ondean voluptuosamente en
torno a su cara. Ninguno de las dos mujeres se parece a Olympia. Ella se
sienta sin decir nada.
—Esto es precisamente lo que no queríamos que ocurriera —dice Tucker al
tiempo que coge uno de los periódicos y lo golpea ruidosamente contra la
palma de su mano-. La opinión pública se está polarizando. La comunidad
francófona ya se ha movilizado en defensa de los Bolduc.Y los anglosajones,
que se sienten amenazados por la survivance, no tardarán en demostrar sus
prejuicios, que le aseguro que no son pocos. Es un odio que lleva años
latiendo oculto y que, en ocasiones como ésta, sale a relucir con toda su
sordidez. No me cabe duda de que es cosa de Sears. El no tiene nada que
perder. Y sí mucho que ganar. De hecho, ahora que lo pienso, ya debía de
tener esto en mente cuando aceptó el caso. ¿Por qué iba a haberlo aceptado si
no? Lo que busca es la publicidad. Desde luego, no está en esto por dinero.
Pero Olympia está pensando en otra persona.
—También podría ser obra de Zachariah Cote -dice—. Sería su manera
de vengarse por lo que le hizo usted ayer en el estrado.
Tucker mira fijamente a Olympia.
—Perdóneme, señorita Biddeford —dice al cabo de unos segundos—. Es
usted la que está sufriendo las afrentas.
—Usted ya me previno. Me dijo que esto podría ocurrir.
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trabajo en la fábrica?
—Soy cardadora. Limpio y peino el algodón.
—¿Y cuántas horas trabaja al día?
—Diez horas y media.
—¿Podría decirnos cuál es su salario?
—Gano más de trescientos dólares al año.
—¿Me equivocaría si dijera que usted se siente orgu-llosa del trabajo que
realiza en la fábrica? —preguntaTucker con una amable sonrisa.
—Claro que me siento orgullosa. Soy una buena trabajadora. Superviso a
muchas otras mujeres.
—¿Cree que debe inculcársele una ética del trabajo a los niños?
—No entiendo lo que quiere decir -admite ella con evidente confusión.
—¿Cree que los niños deben aprender que el trabajo es algo bueno?
—Claro que sí -dice ella-. Todo el mundo tiene que trabajar.
—Así es —dice Tucker—. Y, dígame, ¿qué otros valores quisiera enseñarle a
Fierre?
—Le enseñaré a ser honesto. A ser bueno con los demás. También a ser
obediente.
—Si la he entendido bien, usted desea que la lengua de Fierre sea el
francés. ¿No es así?
—Sí.
—Y tiene intención de educarlo en la fe católica, ¿verdad?
—Mais oui.
—Y lo enseñará a ser honesto y bondadoso y obediente.
—Por supuesto.
—Y le inculcará esa moral del trabajo que tan importante es para la
comunidad francófona.
—Claro que sí. Es mi deber.
—Entonces, ¿desea que Fierre empiece a trabajar en la fábrica a los ocho
años, como lo hicieron usted y su hermana?
—No —dice ella.
—¿Cuándo empezaría a trabajar entonces Fierre? ¿A los diez años?
Albertine parece reflexionar durante unos segundos.
—Sí, a los diez años -dice finalmente.
—¿A los diez años? -insiste Tucker-. ¿Está segura?
—Sí, a los diez años. Sí.
Un grave silencio se apodera de la sala. Y, aunque Sears se levanta de su
asiento y protesta enérgicamente, el daño ya está hecho. Olympia observa
cómo el rostro de Albertine Bolduc se ensombrece al darse cuenta de lo
ocurrido. En la mesa de la parte demandada, Telesphore inclina la cabeza y
se tapa la cara con las manos.
—Siéntese, señor Sears —dice Littlefield.
—Pero, señoría —protesta Sears.
—He dicho que se siente, señor Sears.
El silencio es absoluto. Es como si algo oscuro y pesado se hubiera
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Olympia mira hacia la mesa de los demandados. Sears apoya una mano
en el brazo de Albertine, como intentando tranquilizarla.
—Non, non, non —murmura Telesphore entre dientes.
-Señoría —continúa diciendo Tucker—, una de las dos mujeres que se
enfrentan por la custodia del menor sufrirá terriblemente a la conclusión del
presente proceso. Pero, como ha dicho mi ilustre compañero, el señor Sears,
no estamos aquí para juzgar los sentimientos de la madre, sino para decidir
qué es mejor para el niño.Y nadie puede poner en duda que lo único que
puede hacerse para proteger los intereses del niño es conceder su guarda y
custodia a Olympia Biddeford, quien le ofrecerá una educación superior y
una situación económica holgada. De la sentencia que se dicte aquí
depende que este niño trabaje toda su vida en una fábrica o que llegue a
ser médico, abogado o, quién sabe, incluso juez. Privar a Fierre Francis
Haskell de esa oportunidad sería un crimen, señoría.
Tucker hace una nueva pausa.
—Señoría, Olympia Biddeford no era más que una niña cuando supo
que estaba encinta. Desde entonces ha vivido una vida cristiana, ha
completado su educación, se ha forjado un hogar sobrio y decente y ha
sabido administrar sabia y respetablemente los privilegios derivados de su
condición social. No creo que nadie pueda poner en duda que será una
buena madre para Fierre Francis Haskell.
Tucker empieza a recoger sus notas del atril.
—Señoría, esta sala tiene la responsabilidad tanto moral como legal de
responder a una pregunta de gran trascendencia: ¿Cuál de estas dos
mujeres debe tener la guarda y custodia de Fierre Francis Haskell?
-pregunta Tucker. Se da la vuelta y avanza lentamente hacia Olympia—.
Devolvamos a este niño a su legítima madre —concluye señalando a Olympia
tras un interminable silencio.
CAPITULO 23
«El juez leerá la sentencia mañana a las tres. Iré a buscarla a las once para
almorzar. Tenga valor. Tucker.»
Olympia se guarda el papel amarillo en el bolsillo del vestido y observa
cómo el chico que ha traído el telegrama se aleja con la propina en la mano.
Cierra la puerta, va a la cocina y se sirve un vaso de whisky para tran-
quilizarse; algo completamente inusitado en ella. Ni siquiera recuerda
cuándo compró la botella. Con el vaso en la mano, va al salón y se acerca a
uno de los ventanales. Esa tarde, el mar tiene un profundo color verde
azulado. Deja el vaso en una mesilla y se quita las peinetas, dejando que el
cabello le caiga sobre los hombros.
Ya hay sentencia. Su destino está sellado, aunque ella todavía no sepa cuál
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CAPITULO 24
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—No aguantes la respiración. Tienes que respirar cada vez que sientas el
dolor.
La chica gime con un sonido animal. Tiene el cabello rubio pegado a la
frente. Las sábanas están empapadas en sudor. Si la chica no estuviera a
punto de dar a luz, Olympia las volvería a cambiar.
Cada cierto tiempo, el padre de la chica, un hombre sin afeitar, con
pantalones de peto y una camisa de lana, abre la puerta y se asoma a la
habitación, aunque, más que porque esté preocupado, parece hacerlo porque
eso es lo que cree que se espera de él. Olympia ruega a Dios que el bebé no
sea producto de la unión entre el padre y su hija. La chica sólo tiene quince
años. Olympia ya casi no recuerda la última vez que una madre acompañó a
su hija en el parto.
La chica vuelve a gritar mientras tira de la sábana que Olympia ha atado al
pie de la cama precisamente con ese propósito. Olympia le frota la vulva con
manteca de cerdo y comprueba el progreso del bebé. Cuando llegó, Olympia
cubrió el colchón de pelo de caballo con una sábana impermeable que, a su
vez, cubrió con hojas de periódicos viejos para absorber la sangre. Ha traído
sábanas y toallas limpias, tijeras, aguja e hilo basto de algodón, muselinas e
imperdibles y lo ha dispuesto todo sobre la única mesa que hay en la
habitación. Le ha lavado los pezones a la chica con una solución de té verde
y le ha confeccionado un camisón para el parto con una de las sábanas
limpias. Olympia empapa un trapo en el agua helada que el padre ha traído
del pozo, lo escurre y lo apoya en la frente de la chica.
-Salga a mirar -le dice Olympia al padre para mantenerlo ocupado—.
Tiene que estar a punto de llegar.
La chica tiene las caderas demasiado estrechas. Aunque Olympia cree
que podría encargarse de todo ella sola, preferiría que Haskell estuviera
ahí,con su experiencia y su fórceps. La chica lleva veinte horas de parto.
Prácticamente no le quedan fuerzas.
Olympia mira a su alrededor. A pesar de su falta de medios, resulta
evidente que la chica ha intentado adecentar un poco la modesta habitación.
Unas descoloridas cortinas rojas cuelgan clavadas a los marcos de madera
de las dos ventanas. En el suelo hay una estera con el dibujo prácticamente
borrado por el uso y, a los pies de la cama, una manta doblada con varios
agujeros. Pero eso no basta, ni mucho menos, para ocultar la crudeza de esa
habitación, una de las dos únicas estancias de esa pequeña cabaña situada a
varios kilómetros de la población más cercana. Las paredes no están
revocadas y las vigas de madera lucen descubiertas en el techo inclinado. Al
no haber ningún armario, la ropa de la chica cuelga de unos ganchos de
madera. Fuera, se oyen los balidos dé las ovejas. Un sonido continuo,
fatigoso.
Y, entonces, Olympia oye otro sonido. Al principio muy lejano, y después,
cada vez más intenso, a medida que el automóvil avanza por el irregular
camino de tierra. La chica ha tenido suerte de dar a luz ese día; en una
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siendo siempre iguales, nunca lo son del todo, Haskell mueve a la chica hacia
adelante, le levanta las rodillas y le ata los tobillos a los postes de madera
mientras Olympia la incorpora y coloca una almohada y varios sacos vacíos
detrás de ella. Durante todo el proceso, Olympia le habla continuamente a la
chica, intentando tranquilizarla. Hace varias horas, cuando llegó a la cabana,
Olympia le explicó a Lydia todo lo que iba a ocurrir, pues supuso
acertadamente que la chica no tendría la menor idea de lo que era un parto.
Incluso así,
Lydia está aterrorizada, aunque puede que sólo sea por el dolor.
-¡Aprieta, Lydia! -exclama Haskell.
-¡Como si estuvieras en la letrina! -le recuerda Olympia.
La chica lo intenta. Gime y jadea, luchando por llenarse los pulmones de
aire. Siguiendo las instrucciones de Olympia, vuelve a hacerlo. Otra vez. Y
otra vez más.
-¡Ya veo la cabeza! -exclama Haskell-. Después de todo, parece que no voy a
necesitar el fórceps. ¡Venga, Lydia! ¡Aprieta! ¡Venga! ¡Con todas tus fuerzas!
Lydia grita. Al otro lado de la ventana, su padre se vuelve y regresa a la
cabana.
-La cabeza ya está fuera —dice Haskell al tiempo que palpa el cuello del
bebé con los dedos para asegurarse de que no se estrangule con el cordón
umbilical—. ¡Venga! ¡Un último esfuerzo! ¡Aprieta! —ordena Haskell. Su voz
cada vez contiene más urgencia. Tira del cordón umbilical y lo desliza por
encima de la cabeza del bebé-. El vientre. Frótale el vientre -le pide a Olympia.
Olympia apoya las manos en la parte baja del vientre de la chica y aprieta.
El bebé, resbaladizo y mojado, emerge al mundo. Haskell lo sujeta con firmeza
y le succiona las mucosidades de la boca y la nariz.
Y, por primera vez en su vida, el bebé llora. Es un niño. Tumbada sobre las
sábanas ensangrentadas, la joven madre también llora. Es un llanto que
Olympia ha visto muchas veces, pero nunca en ninguna otra situación: una
combinación de alivio ante la ausencia de dolor y de dicha y de agotamiento y
de temor por los días y las noches que vendrán. El padre observa la escena
desde la puerta. Está tan pálido que parece a punto de desmayarse.
Haskell atiende al recién nacido. Olympia frota el abdomen de la chica para
evitar que sufra una hemorragia al tiempo que intenta provocarle una
contracción lo suficientemente fuerte como para que expulse la placenta.
Haskell corta el cordón umbilical. Olympia tira de él hasta que la placenta se
derrama sobre la cama. La deja a un lado, para poder examinarla después, y se
incorpora.
-Déjame que te ayude -dice cogiendo al recién nacido de las manos de
Haskell. Y como siempre, coger a un bebé de manos de un hombre le parece un
gesto lleno de belleza.
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Entran, como lo hacen siempre, por la puerta de atrás. Haskell lleva los dos
maletines, el suyo y el de Olympia. María está hablando por el teléfono que
hay en el pasillo.
—Seis docenas de huevos, dos kilos del mismo queso que nos mandó el
lunes pasado, siete pollos enteros... ¿Puede esperar un momento? —María
tapa el micrófono del auricular con una mano y se vuelve hacia Olympia-.
Estoy pidiendo la compra en la tienda de Goldthwaite —dice-. Un caballero
la espera en el estudio, señora Haskell.
—¿Quién?
—El señor Philbrick.
—¡Rufus! -exclama Olympia.
—Voy a cambiarme de camisa —dice Haskell al tiempo que cuelga el abrigo
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tengo tiempo para ver a mi encantadora esposa -dice con una sonrisa.
Philbrick los observa.
—Por lo que se ve, no parece que eso haya enfriado su matrimonio
-comenta con tono adulador.
—Le aseguro que eso nunca ocurrirá —dice Haskell.
Olympia mira a su marido y puede que sea ella la única que vea su
dolor, aquello que le ha sido arrebatado y que ya nunca podrá recuperar.
Pues, por mucho que se enorgullezca de su trabajo en el dispensario, por
grande que sea su amor hacia ella, Haskell ha tenido que renunciar tres
veces a la paternidad, y ella sabe que es la única culpable de esa terrible
renuncia. Primero perdió a los cuatro hijos que le dio Catherine como
resultado de su amor hacia Olympia. Después perdió otro hijo cuando
Olympia salió de los juzgados sin el pequeño Pierre. Y, ahora, ha vuelto a
renunciar a la paternidad al casarse con una mujer que no puede alumbrar
más hijos.
Y, mientras mira a su marido, Olympia piensa en el deseo, en ese deseo
que impide respirar, que hace temblar la voz, piensa en cómo ese deseo es
capaz de quebrantar el espíritu de un hombre hasta destrozar su vida.
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Con paso vacilante, Olympia entra en el salón, donde ahora hay suficientes
muebles para acomodar a las chicas y a los niños cuando, todas las noches, se
reúnen ahí después de cenar. Ve al niño a través de uno de los ventanales.
Tiene el cabello pobremente cortado. Lleva puesto un jersey que en algún
momento debió de ser de color marfil. Está agachado, mirando por el
telescopio. Olympia lo observa mientras él gira el telescopio hacia la derecha
y hacia la izquierda, como si no consiguiera encontrar lo que busca en el mar.
Olympia coge el chai que cuelga del respaldo de una butaca y sale al
porche.
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Fin.