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La aleluya es un pliego de papel, impreso por una cara, que contiene un

conjunto de viñetas -generalmente cuarenta y ocho- en cuyo pie suelen


aparecer unos versos que aluden a la escena representada. Aunque pueden
entenderse como un género propio de la estampa popular, constituyendo una
fuente de singular interés para el estudio de la imagen gráfica en general, no
debemos de olvidar que, a su vez, constituyen primitivas formas de lectura
con imágenes, directamente emparentadas con los pliegos de cordel y
destinadas generalmente a un público infantil o iletrado.
En efecto, a los gritos de "¡Aleluyas, aleluyas finas, que pasa la
procesión!" o "¡Aleluyas, finas aleluyas; aleluyas que va a pasar Dios!", los
vendedores ambulantes y copleros, anunciaban, todavía en el siglo XX estos
pliegos en donde, con mayor o menor acierto, se contaban historias del tema
más diverso para ser recitadas, leídas o escuchadas por el pueblo llano. En
último término servían -y esta costumbre también veremos después que se ha
mantenido hasta hoy en algunos lugares- para ser recortadas en pequeños
pedazos y arrojadas en la iglesia o sobre la carrera que iba a hacer alguna
procesión. Pese a la popularidad alcanzada por este medio de comunicación,
precursor del moderno comic -o tal vez por eso- tuvo muchos detractores que
aborrecieron su estilo, sus dibujos, sus dísticos vulgares o la moralidad
latente en sus viñetas; otros, literatos y artistas de gran talla, tal vez más
sinceros, confesaron haber aprendido a leer con las aleluyas o haber
descubierto en ellas un sentido estético que quedaría indeleble en su memoria
y tendría gran importancia en su formación artística.
LÁMINA 1

¿Cómo se leían las aleluyas? ¿Como un cartel o como un periódico? “En la


viñeta 22 de Juegos de la infancia, (" Juegan a las aleluyas/cada uno con las
suyas" ), se adivinan aleluyas colgadas de cordeles a la puerta de un
depósito o tienda y se observa a un niño que las lee como un periódico
mientras otro señala una aleluya con el dedo como si le pidiera ayuda... Pero
es un "testimonio" aislado. Ya hemos visto por el título que a un público
infantil parecía dirigirse la mayor parte de la serie.
Alguna traducción visual de esta realidad puede encontrarse en las mismas
aleluyas, y sin embargo cuesta pensar que la muy explícita viñeta 33 del n°
63 de la imprenta Marés (Vida de una criada de servir) se dirigiera a los
niños. La utilización de las aleluyas “para fines políticos y periodísticos da
cuenta de su efectivo consumo por un público de adultos”, nos dice Jean-
François Botrel, uno de los grandes especialistas del género.
Respecto a la forma de venderse las aleluyas, relacionada con el cartel
del ciego y los pliegos, existen al menos dos testimonios tardíos, pero
valiosos. Uno, en el periódico La estampa, en el que Martínez Corbalán, con
imagen y texto, ofrece la evidencia de que esas aleluyas se anunciaban al
público mediante un cartelón con nueve cuarteles, mientras la vendedora,
con un sonsonete similar o inspirado en el del vendedor de romances,
llamaba la atención de los posibles compradores. La vendedora comenta en
ese artículo al periodista que, con su marido, recorrió casi toda España con
el cartelón y da noticia también de quién se lo pinta, D. Angel R. Vilanova,
de quiénes le componen los romances, y enumera varios de sus títulos.
El otro testimonio lo proporciona Edgar Neville en su película de 1946
El crimen de la calle de Bordadores, cuyo comienzo presenta a un hombre en
la Puerta del Sol vendiendo aleluyas con otro cartelón de nueve cuadros.
Como en el caso de la vendedora que aparece en La estampa, también da
cuenta de un crimen pasional.

La palabra "Aleluya", que hoy da nombre a la mayor parte de los papeles


que existen bajo tal denominación y a otros como recortables, sombras y
santos, procede del hebreo y tiene un origen religioso. Significa "alabad al
Señor" y se utilizó en la Biblia con ese sentido en los Salmos números 105 a
107, 111 a 114 y 116 a 118. En el libro del Apocalipsis del Nuevo Testamento,
en varios versículos del capítulo 19, se pone primero en boca de una multitud
que se alegra por la caída de Babilonia y posteriormente dicha por los 24
ancianos y los cuatro seres vivientes que la usan para alegrarse por las bodas
del Cordero, es decir por el establecimiento del Reino Celestial. A partir de los
primeros siglos de nuestra era y especialmente desde el IV, la Iglesia introdujo
el término en la liturgia, aplicándolo al momento en que el pueblo se alegraba
por la resurrección de Cristo. Al alba del Sábado santo, después de rezados los
tres nocturnos y tras ser bendecida la luz y el incienso, el diácono cantaba el
"Exultet iam angelica turba", pidiendo que resonaran en el templo las voces de
todo el pueblo. Una vez bendecido el cirio pascual, el celebrante decía las
Profecías, textos extraídos del Antiguo Testamento para instruir a los
catecúmenos, costumbre ésta que fue conservada incluso después de que la
propia Iglesia decidiera en un momento dado bautizar a sus nuevos miembros
nada más nacer para evitar que fallecieran sin haber recibido el sacramento.
Terminadas las Profecías y tras ser bendecida la pila con el agua, los
cantores entonaban lentamente el Kirie mientras el sacerdote, con ornamentos
blancos, iba hasta el altar y desde allí cantaba solemnemente el Gloria. Ese era
el momento en que las campanillas y las ruedas de los monaguillos y las
campanas de las torres de las iglesias comenzaban a sonar, acompañadas por
el estruendo de las armas de fuego y el golpear de mazos de madera, de los
llamados "matajudíos" contra el suelo. Se izaban las banderas que habían
ondeado a media asta durante la Semana Mayor, se descubrían las imágenes y
los altares y se encendían los cirios que la gente había llevado a la iglesia para
que se los bendijeran y para que protegieran después el hogar durante el resto
del año. Algunas personas portaban jarras para acarrear posteriormente a su
casa el agua que se había bendecido, mientras que otras, en el exterior del
templo y mientras duraba el tañido de las campanas se dedicaban a recoger
piedras del suelo, generalmente en número de nueve, que les protegerían de
las tormentas.
En lo que todo esto sucedía, se rezaba la Epístola de la misa a cuyo final
el celebrante pronunciaba por primera vez desde la vigilia de la Septuagésima
la palabra Aleluya, que iba a acompañar ya cualquier rezo de la Iglesia durante
toda la Pascua. El ritual católico, que siglos atrás había permitido decir
Aleluya a lo largo de todo el año litúrgico, redujo su uso a partir del papa
Dámaso para no banalizar la palabra y trató de celebrar el instante en que se
volvía a utilizar después de la seriedad de la Cuaresma, de la forma más
solemne posible. De este modo se acentuaba la manifestación de gozo tras el
tiempo de arrepentimiento y ayuno. El IV Concilio de Toledo ya había advertido
de un uso excesivo de la palabra y ratificado la ortodoxia con estas palabras:
“Hemos sabido que hay algunos sacerdotes de España que cantan el Aleluya
en la cuaresma, incluso en la última semana [previa a la] pascua, y por
consiguiente prohibimos que se haga, estableciendo que en todos los dichos
días de cuaresma no se cante el Aleluya, pues es tiempo no de gozo, sino de
aflicción; lo propio es intensificar el arrepentimiento y el ayuno, revestir el
cuerpo de cilicio y ceniza, inclinar el ánimo hacia la pena, cambiar el gozo por
la tristeza, hasta que llegue el tiempo de la resurrección de Cristo; entonces
conviene cantar gozosamente el Aleluya y sustituir la aflicción por la alegría...».

Sabemos que el demostrar esa alegría lanzando pétalos de flores,


papeles o pequeños fragmentos de piel era uso antiquísimo. En el Diccionario
de arqueología cristiana y liturgia de F. Cabrol se cita un texto del siglo XVIII
en que se comenta el origen de la costumbre: «[el Aleluya] fue interpretado en
la Edad Media (...) como el símbolo de la alegría sin fin del paraíso. Ese
prolongado júbilo sin palabras que, en su origen, parecía adecuado para
expresar de una manera confusa y misteriosa sentimientos de alegría y
triunfo, más propios del cielo que de la tierra.Aún quedan por señalar algunos
usos litúrgicos, por ejemplo la casi universal costumbre de cesar en este canto
al comienzo del ayuno (in capite jejunii), y más adelante, en la septuagésima,
que dio origen a la costumbre de la despedida del Aleluya. El gusto por la
alegoría y la representación escénica que tan extraordinariamente se desarrolló
en la liturgia en la Edad Media, y que, con sus excesos, convirtió a la iglesia en
un verdadero teatro, condujo a idear ceremonias para la despedida del
Aleluya. Incluso el mismo día de esta celebración recibió el nombre de
clausum aleluya. Se compuso un oficio, llamado el Alleluiaticum officium,
oficio con himnos, oraciones, responsos, antífonas, en el cual el Aleluya
aparecía naturalmente con frecuencia. En la iglesia de Toul, y en algunas
otras, se fue más lejos aún: se enterraba al Aleluya como si se tratara de una
persona muerta que debía resucitar el día de Pascua; el officium claudendi et
sepeliendi aleluya (el oficio de clausurar y enterrar al Aleluya) lleva consigo
una puerilidad que Moroni condenaba severamente, y con razón: “el sábado se
reunirán los niños del coro diario con sus vestidos más elegantes, y entonces
organicen la sepultura del Aleluya. Y, completado el último Benedicamus,
avancen con cruces, velas, agua bendita e incienso, llevando la tierra de la
sepultura como en un funeral, pasen por el coro y lleguen al claustro con
lamentos, hasta el lugar en que se haya de enterrar; una vez allí, asperjada
con agua bendita e incensada, [conducidos] por alguno de entre ellos, regresen
por el mismo recorrido. Así es la costumbre desde antiguo”».
Parece, pues, que en la Edad Media pudo personificarse el aleluya hasta el
extremo de llorar su ausencia y simular su sepelio del mismo modo que se
hacía con el Carnaval para luego celebrar con júbilo su resurrección.
Probablemente las fiestas barrocas contribuyeron a centrar una tradición y a
dejarla reducida a unos términos que hoy, por desusados, se nos antojan
excepcionales. Una de las primeras menciones que hallamos sobre el hecho de
arrojar papeles que ya se llamen aleluyas nos la da en el siglo XVIII el
Diccionario de Autoridades en la voz "Aleluya" y en su tercera acepción que
presenta en plural: "Aleluyas. Se llama por analogía las estampas de papel o
vitela, que se arrojan en demostración de júbilo y alegría el Sábado Santo, al
tiempo de cantarse la primera vez solemnemente por el celebrante la Aleluya. Y
se les dio este nombre porque en ellas está impresa o escrita la palabra Aleluya
al pie de la imagen o efigie que está dibujada en la estampa". Estamos, pues,
ante una costumbre antigua, venerable y permitida por la Iglesia, aunque poco
documentada, de lanzar al aire papelillos con la palabra aleluya y algún dibujo
alusivo a la fiesta de la Pascua o su significado.
Ya en el siglo XX, Manuel Matosés, en el prólogo de su librito
Aleluyas finas, nos ilustra algo más acerca de la costumbre que, como he
dicho, hoy tenemos por excepcional: "Después de transcurridos los sombríos
días de Semana Santa, días de lluvia menuda, de barro resbaladizo en las
calles, de color plomizo en el cielo y de frío húmedo en los cuerpos, llega la
Pascua Florida con las primeras sonrisas del sol, las primeras caricias de la
temperatura y las primeras flores de la primavera, llevando al cuerpo y al
espíritu cierto aroma de juventud, de alegría, de satisfacción. Los teatros se
abren de nuevo con espectáculos alegres, los circos de caballos ofrecen a los
entusiasmados muchachos amenas y variadas distracciones, los aficionados a
las corridas de toros se animan con la previsión de próximas emociones y la
iglesia organiza procesiones por barrios para llevar al lecho del enfermo el pan
de la eucaristía. Estas procesiones modestas y reducidas, conocidas con el
nombre de Minerva o el Dios grande, se componen de un pendón, un par de
estandartes, un palio, un coche de gala (generalmente de la casa de
Medinaceli), dos monaguillos vestidos de rojo, sacudiendo alternativamente
sendas campanetas de dos manos, una charanga de cazadores del ejército y
una compañía de soldados con el ros colgado a la espalda, el fusil terciado y el
paso uniforme y reposado que los acordes de música marcan.
Al entrar en una calle la procesión, un murmullo de regocijo se oye por todas
partes, la gente, vestida de día de fiesta se agolpa a los balcones que están
engalanados con colgaduras, la charanga toca una regocijada marcha triunfal,
una nube de flores y ramos cae sobre el palio bajo el cual marcha el sacerdote
vestido de lujo conduciendo las sagradas formas, y una turba de muchachos
de todas clases, edades y condiciones se agolpa bajo algún balcón librándose
una batalla para arrebatarse unos a otros los puñados de aleluyas y estampas
que arrojan al paso de la procesión y que desde las alturas descienden
revoloteando con regocijo de los muchachos.
Por todas partes se oyen gritos de alegría que se confunden con los acordes de
la música y con las voces de los vendedores que pregonan: ¡Lilas, de la Casa de
campo, lilas! o bien ¡Fresa, de Aranjuez, fresa! o lo más característico del
momento, la voz de una mujer que vende
Aleluyas, finas Aleluyas / que va a pasar Dios, Aleluyas".

Más cercano a nuestros días Serrano Anguita escribía en la sección "Aquí


Madrid", de un diario de la capital de España: "Las que han desaparecido son las
aleluyas, que eran indispensables para arrojarlas al paso de las procesiones, en un
alegre revoloteo multicolor. Se hacía un copioso consumo de ellas en la tarde del
Viernes Santo y en la del Corpus, y cuando desfilaban por las calles los cortejos del
Dios Grande y el Dios Chico". Serrano Anguita, que se confiesa autor de centenares
de pareados de los de las viñetas siguiendo el ejemplo de Larra o Narciso Serra,
termina su artículo descubriendo que ese pregón de las ¡Aleluyas, finas Aleluyas,
Aleluyas que va a pasar Dios!, se repetía en las calles de la ciudad de Madrid "en los
días de fiesta solemne".
Pese a ser una costumbre tan estimada y tan divertida, hay poca
documentación sobre la forma de ejecutar el simpático y multicolor arrojamiento o
echazón, palabra que he usado muy frecuentemente por parecerme más explosiva y
expresiva. Hemos visto grabados sobre niños que van vendiendo los pliegos e
incluso de aleluyeros vendiendo pliegos a niños, pero escasean las láminas en las
que se pueda observar la costumbre en cuestión de arrojar los papelitos sobre la
procesión o sobre el público que la acompañaba.
Entre esos escasísimos ejemplos hay un dibujo de Cibera que acompaña la edición
decimonónica del periódico "El Duende Crítico de Madrid" y en concreto la hoja del
12 de abril de 1736, en el cual se puede observar al Duende que se incorpora de un
catafalco sobre el que reza la leyenda: "Aleluya, Aleluya, que el Duende se sale con
la suya" (naturalmente se refiere a que el periódico y su incansable artífice volvían a
la carga después de un período de ostracismo). Delante del ataúd, y en ademán de
mostrar triunfalmente algo, un niño señala hacia la parte derecha del espectador,
donde otros pequeños están arrojando alborozadamente unos papeles de un
tamaño como de octavo. Sin duda el grabado, que acompaña la reedición de 1844,
reproduce la costumbre -existente todavía en la época en que se xilografía- de
arrojar en el interior de la iglesia esos trozos de papel o vitela con dibujos bíblicos y
las palabras Aleluya, Aleluya.
Los temas favoritos de esos billetes u octavillas eran, por supuesto, la Resurrección
de Cristo y la de las almas que esperaban su redención, pero también el arca de la
alianza, Moisés ante la zarza ardiendo,
David tocando el arpa,
Abel (símbolo de la fe) ofreciendo su sacrificio,

las insignias de la Pasión, un cordero Pascual,

unos porteadores de un enorme racimo de uvas, Sansón venciendo al león,


San Elías y el ángel, el arca de Noé, los cuatro símbolos de los evangelistas e
incluso algunos ángeles con diferentes objetos como por ejemplo un ancla,
tradicional sustituto de la cruz en la iconografía cristiana; tampoco puede pasarse
por alto la costumbre de utilizar, en determinadas diócesis, catedrales, colegiatas o
iglesias, algunos dibujos de santos de especial significación por su sabiduría o por
sus poderes taumatúrgicos (es conocida la costumbre de hacer con el recorte de un
san Blas, por ejemplo, una bolita y hacérsela tragar al enfermo de anginas para
conseguir su restablecimiento). Es decir, en el fondo de todo, la necesidad de
convencer con la imagen, de enseñar a través de la ilustración e incluso de sanar
por simpatía.

Por lo que vamos viendo, la costumbre de recortar estos pliegos puede haber
ido tomándose de otros orígenes, contaminándose y aplicándose a diversos fines,
pues conocemos el uso que de los rodolins o redondeles tijereteados hacían los
muchachos cuando jugaban a la oca o a la lotería. También sabemos que en pliego,
y generalmente con 16 figuras, se editaban esos dibujos que en tamaño octavo se
arrojaban el Sábado Santo dentro de la iglesia, según hemos visto que nos decía el
Diccionario de Autoridades. Está menos documentada pero es muy popular,
asimismo, la costumbre de las sombras chinas o de los soldados que eran
pacientemente recortados por los niños. También conocemos la costumbre de los
estrechos que se llevaba a cabo la última noche del año sorteando los "motes" o
papelitos identificadores que se habían impreso de dieciseis en dieciseis para
emparejar a quienes quisieran divertirse el 31 de diciembre. Por último algunos
autores nos han referido la práctica, ya extendida a las solemnidades mayores
-tanto en el interior como en el exterior del templo y en ocasiones como el Corpus,
Pascua o particularmente en la comunión anual de los enfermos-, de comprar
aleluyas para recortar sus viñetas y arrojarlas como lluvia multicolor sobre los
desfiles religiosos.
Aquí y allá van apareciendo descripciones de los días de la Semana Santa en
medio de las cuales se habla como de pasada de un hecho, tan festivo y natural en
el momento que se está refiriendo como raro hoy día, aunque todavía se practica
como costumbre en Elche, Astorga y Novelda, por poner tres ejemplos que se
pueden hallar fácilmente hasta en Internet.

En cualquier caso, si tuviese que hacer una interpretación o exégesis de la


echazón de papelillos en la fiesta de Pascua, me inclinaría por la teoría de que la
Iglesia destinaba especialmente este día al bautismo de sus nuevos hijos; si bien es
cierto que un sentido práctico fue rebajando desde los primeros siglos la edad de los
catecúmenos, también lo es que buena parte del simbolismo deseado para la
liturgia de ese día se mantuvo y, en particular, el referente al momento tan
significativo en que la sabiduría desciende sobre el nuevo miembro de la Iglesia del
mismo modo que en el bautismo de Cristo el Espíritu Santo se materializó en forma
de paloma. Todavía en el siglo XVI hay referencia a gastos, sobre todo en las
catedrales, para la adquisición de tórtolas, palomas y otros pájaros destinados al
Sábado de Gloria. Dado el escaso interés que siempre tuvo la Iglesia en mantener
dentro del templo cualquier costumbre, por antigua y popular que fuera, que
pudiese alterar el orden, no es extraño encontrar ya en ese mismo siglo contratos
con determinadas personas que acordaban con los Cabildos imitar a los pájaros en
tales circunstancias o en otras similares, como la de la ceremonia de la
Resurrección, eludiendo así la necesidad de que hubiese revoloteando por el interior
del edificio animales no controlados. Julián de Chía, en el capítulo II de La música
en Gerona habla del pago que se hizo en 1523 por el Corpus a un tal Pedro de las
Rocas "qui sonavit unam philomenam" y continúa escribiendo sobre ese
instrumento que en catalán se denomina "rossinyol": "Yo lo he pitado cuando niño
en el pueblo donde me crié, cabalmente en el día del Corpus y metido con otros
chicos de mi edad entre el ramaje con que estaban adornadas las calles de la
carrera".

Toda esta parafernalia no es sino herencia de los conocidos Oficios del


Sepulcro o de la Resurrección, autos o escenificaciones representados en los
monasterios medievales y que posteriormente pasaron a algunas catedrales e
iglesias españolas. Continuando con la arriesgada labor de exégeta no sería
descabellado pensar que al igual que el canto de las aves se sustituye primero con
profesionales que se contrataban para silbar y luego con las flautas de agua que
terminaron llevando los niños de la Doctrina, del mismo modo el vuelo de las
palomas sobre las cabezas de los catecúmenos pudo sustituirse con papeles
arrojados desde el coro cuyo contenido didáctico tuviese que ver, tanto con la
infusión de la sabiduría como con la fiesta de la Resurrección. El paso del tamaño
mayor de las viñetas al menor se daría a finales del XVIII con la implantación casi
generalizada de los 48 escaques y la reducción del tamaño de los dibujos gracias a
la evolución de la xilografía, y su uso en los actos públicos callejeros quedaría
confirmado a partir de finales del XVIII o comienzos del siglo XIX.
La dispersión de los datos consultados, la escasez de iconografía, la
ambigüedad de los hechos simbolizados, puede que todavía arrojen algo más de
inconcrección si cabe a este género de estampas populares. La palabra aleluya pone
en común sobre un pliego de papel a muchos juegos y costumbres que ya existían
por lo menos desde la invención de la imprenta. Imágenes alegóricas, religiosas o de
soldados fueron recortadas a lo largo de los siglos con distintos fines y tal vez sólo
llegaron a nosotros algunos de esos flecos a partir de los cuales he trazado las
líneas de esta ponencia.
Josep Maria de Sagarra, escribe en sus Memorias, publicadas en Barcelona,
las sensaciones que le producían, hacia 1900, algunos de los lugares barceloninos
de su infancia, y dice claramente:
“Otro de los lugares, muy cerca de casa, adonde me llevaba Pepeta era la tienda de
las aleluyas de la calle del Buey de la plaza Nueva. Era un establecimiento
antiquísimo, y creo que hacía doscientos años que vendían aleluyas. Daban como
ajilimójilis estampas, cometas, cohetes y objetos de escritorio. A la puerta tenían
pegadas dos grandes aleluyas de tamaño natural que representaban dos soldados
de caballería, con un uniforme de mucho tiempo atrás.

La Mujer de las aleluyas, como yo la llamaba, que regentaba la tienda, era de esas
que cuando hablaban bufaban como un gato [...]. Las aleluyas que le comprábamos
eran, por lo general, de animales; las recortábamos y las pegábamos en una libreta,
y esto constituía uno de mis placeres máximos. Me gustaba ir a la tienda de las
aleluyas”.

Las primeras xilografías, es decir grabados sobre taco de madera, se


caracterizan por la escasez de trazos, debido a la dificultad inherente al propio
vaciado del taco realizado a favor de la veta, incluso en los casos en que se
utilizasen las maderas más duras como el boj o el peral que fueron siempre las
preferidas por los grabadores. Esta dificultad obligaba a realizar un trabajo
sencillo, casi infantil, relativamente tosco, aun en los tipos de dibujo
artísticamente bueno, pues las líneas no podían estar excesivamente juntas
por romperse fácilmente la madera al ser tallada o al ser utilizada para
imprimir en sucesivas ocasiones. Las xilografías de los primeros siglos
dedican, pues, gran atención a la línea descartando el sombreado o el
claroscuro, si hacemos excepción de la mancha negra obtenida por el sistema
de dejar sin tallar un fragmento del taco en el que la tinta se extendía por toda
la madera sobre la que no se había practicado ningún tipo de incisión. De
todos es sabido también que esta técnica se diferenciaba del grabado sobre
metal en que el artista practicaba los trazos hasta dejar en relieve los que
debían de imprimirse y tallaba lo que no debía salir (y que por tanto debía
quedar en blanco) mientras que en el cobre o acero las líneas trazadas con el
buril y tratadas después con ácido se entintaban, dejando en blanco aquella
superficie en la que no se habían practicado trazos. En el siglo XVIII, y con la
nueva técnica de utilizar la madera a contrafibra, es decir en contra de la veta,
fórmula que perfeccionó Thomas Bewick y sus alumnos ingleses, comenzará
otro estilo de ilustración que alcanzará su máximo esplendor un siglo después
llegando a convivir o incluso a ser preferido a la fotografía, a la cual tomaban
en ocasiones como muestra los xilógrafos para alcanzar un resultado
artísticamente superior al original.

No puede separarse la historia de la xilografía del pequeño negocio


urdido por los ciegos para mantener su status peculiar de la misma forma que
no puede separarse la historia de la imagen del descubrimiento del papel y de
la imprenta. El siglo XV es un período de transición entre el manuscrito y el
impreso, por tanto un período muy "tradicional", es decir, muy dado a la
costumbre de transmitir de viva voz para que otros memorizasen. Nos interesa
mucho resaltar que leer y oir era lo mismo en la Edad Media: se leía en alto
para comunicar noticias, hechos, ideas... en resumen cultura. Y esta forma de
entender la cultura se va a ver perpetuada por los ciegos copleros que se van a
encargar durante cuatro siglos de cantar -de "leer", permítasenos la paradoja-
para que otros escuchen, acepten lo comunicado, sin importarles para nada
quién había sido su autor. Este vicio, contra el que tanto lucharon quienes
estaban orgullosos de la autoría de sus textos y además pretendían vivir de
ellos, convierte lo pregonado en algo colectivo pero desvirtúa la propiedad de lo
impreso al copiarse con descaro y sin prevención.
La primera edición de un pliego de aleluyas parece ser valenciana y
titulada por los investigadores Jochs; se imprime en la casa de Benito Macé
en 1674. Los impresores Macé, de probable origen francés –hay una familia
Macé que tenía un taller en París-, llevan posiblemente estampas del taller
parisino hasta Valencia a mediados del seiscientos.

“El pliego –dice Ana Pelegrín- está inspirado en la moda de los "niños-
amorcillos-“ siguiendo la idea del dibujante francés Jacques Stella, con
grabados de C. Bouzonnet, Les jeux et Plaisirs de l'enfance, obra considerada
desde 1667 una importante fuente para la historia de los juegos infantiles.
El anónimo dibujante/grabador del taller valenciano de los Macé, inspirado
en la guía de los juegos renacentistas de Jacques Stella, imprime en sus
estampas la adaptación hispánica de los entretenimientos de la época, y
refleja la universalidad de los juegos tradicionales”.
En lo que respecta a la técnica, ya se puede hablar de una clara mejoría
en el tratamiento de la madera, y los últimos años del siglo XVIII ven aparecer
en paises como Inglaterra las primeras muestras de la talla a contrafibra, uso
que revolucionaría el grabado sobre taco de madera y permitiría llegar al grado
de perfección que se desarrollaría durante el período romántico.

Si bien la historia de este tipo de representaciones comienza con


anterioridad a la imprenta, con las llamadas Carocas o cartelones religiosos,
la forma tipográfica que hoy conocemos como Aleluya empieza a definirse
precisamente en el siglo XVII y en particular en establecimientos de
Cataluña, Valencia y Baleares. Ya en el XVIII y XIX vendrán a añadirse a la
lista de impresores algunos nombres de Madrid y otras provincias. Gayano
Lluch y Joan Amades estudiaron minuciosamente el fenómeno del Auca, que
es como se denomina en catalán y valenciano a este tipo de papel impreso y
han dejado dos trabajos muy importantes donde se recogen datos y
reproducciones de ediciones de los tres últimos siglos.
El profesor Botrel se preguntaba en un artículo sobre estas producciones:
“¿Es obligatorio saber leer para acceder a la literatura?” Para el gran
hispanista francés los pliegos de Aleluyas son “literatura gráfica” y las
primeras muestras (“Auca del sol i la luna”, “Artes y oficios”) ofrecen un paso
previo a la capacidad para leer; en esos pliegos primitivos, realizados todos
uniendo tacos de madera trabajada a favor de veta, las imágenes de grueso
trazo y fácil identificación presentan motivos de personas, animales, edificios
y barcos. En efecto, toda la vida de la época parece estar reunida en 48
viñetas que va a entender hasta el más torpe. La principal función de la
Aleluya –la didáctica- está cumplida.

En general, toda la temática de las Aleluyas gira en torno a motivos


didácticos y pedagógicos, muy acordes con el espíritu de la Ilustración y sus
secuelas: animales de la naturaleza, cuestiones de comportamiento (“El
hombre obrando bien y obrando mal”, “Vida de la mujer buena, vida de la
mujer mala”) e incluso asuntos que invitan a la reflexión y que se podrían
calificar de filosóficos, como el de “El mundo al revés” que analizaré ahora
con más detalle. También hay papeles para la diversión, como soldados
recortables y algunos juegos (no en vano la palabra Auca –oca- obedecía a
haberse representado el famoso juego en este tipo de impresos) y visiones
sectoriales de desfiles y procesiones. En particular de éstas últimas se
conservan incluso grandes rollos de papel continuo que se hacían girar sobre
un palo para dar la sensación de que los cofrades, alineados en largas filas
que también podían recortarse y pegarse en un cartón, se movían y
avanzaban.

No siempre las viñetas eran cuadradas; se llamaba rodolins a las


redondas (hoy día se llamarían tazos), con las que el niño, una vez
recortadas, podía jugar e intercambiar con otros. La costumbre de recortar
nos lleva de nuevo a la palabra Aleluya, vocablo que aparecía impreso como
ya vimos bajo diferentes escenas bíblicas (12 o 24, por lo general) y que
trascribía al papel el grito que salía de todas las gargantas de los fieles para
conmemorar el Sábado de Gloria en los templos la resurrección de Cristo,
según he dicho anteriormente.
Particular interés ofrece una de las Aleluyas más repetidas e impresas a lo
largo de varios siglos, que lleva como título “El mundo al revés”. Desde los
tiempos más remotos, el asombro, la sorpresa, incluso el miedo a algo
insólito, parecieron servir de impulso al individuo cuando necesitaba salir de
su rutina y alcanzar cotas de conocimiento más elevadas. En efecto, el
desorden, lo inverso, lo desacostumbrado, son circunstancias capaces de
sacarnos de nuestra aparente seguridad y descubrirnos una parte de
nosotros mismos que no conocemos y que sin embargo existe.
La incertidumbre que siempre produjo el pensar en cómo quedaría el mundo
si las cosas y las personas perdieran su lugar quedó plasmada desde hace
siglos en imágenes que se fueron imprimiendo en un tipo de estampas
populares cuya iconografía ha llegado hasta nuestros días “contaminando”
campos como la literatura, el teatro o la música.
Uno de los mitos que adornan la figura de la diosa Deméter y que la hacen
más humana, es precisamente la leyenda de su presunta e inevitable
tristeza cuando descubre que los dones entregados por ella a los hombres –
el cultivo de los cereales y la esperanza de otro mundo mejor-, no habían
conseguido atenuar el malévolo fondo de sus corazones. El relato, mejorado
por las sucesivas versiones, venía a contar que la diosa salió de su
depresión al ser sorprendida y tener que soltar una inevitable carcajada por
una danza desquiciante de su propia sirvienta que, haciendo el pino, había
dejado al aire sus vergüenzas mostrando sobre su pubis invertido el retrato
de un rostro sonriente. Si esa sirvienta fue la creadora del yambo o no, sólo
lo discuten ahora los estudiosos de la poética griega.
Sin embargo, todos coinciden en atribuir al poeta Arquíloco un yambo en el
que contaba sus impresiones después de un eclipse de sol: si había un dios
capaz de convertir el día en noche, la luz en oscuridad, nada a partir de eso
podría extrañarnos ni parecernos mentira. El trastorno de lo ordinario, el
pasmo ante lo inusitado, la mudanza o inversión de papeles que Arquíloco
traducía en la imagen de los delfines buceando por el monte nos recuerda
inevitablemente la célebre canción de las mentiras que entretenía nuestras
excursiones juveniles: “Por el mar corren las liebres, por el monte las
sardinas, tralará”...Los llamados “impossibilia” o sucesos imposibles, que ya
preocuparon a Horacio y a Virgilio, los tradujo también con maestría
nuestro Garcilaso en los elocuentes versos de su Égloga I:
La cordera paciente
con el lobo hambriento
hará su ajuntamiento...
O sea, el mundo al revés. Al revés de lo “normal”, claro. Lo cual quiere decir
lo contrario a la norma. Y si la norma era de carácter moral, el “mundus
inversus” se transformaría en “mundus perversus”, cómo no. Aquel poeta
barroco que tantas lecciones nos dio y nos sigue dando, el inefable Quevedo,
lo clavaba en “La Fortuna con seso y la hora de todos”. A las 4 de la tarde, la
Fortuna engrasaba su rueda y se desataba la locura durante una hora con
permiso de Júpiter: “El mundo está para dar un estallido”, escribía don
Francisco, y añadía en su parábola toda suerte de juiciosos desatinos.
Porque las aparentes “anormalidades” tenían su explicación. Si las ovejas
preferían la compañía de los lobos era porque mientras que éstos las comían
de una en una para saciar el hambre, los mayorales con su codicia las
diezmaban sin piedad. Y así todo. La reflexión final de Júpiter nos interesa:
tan útiles son los favores como los desdenes de la Fortuna, “y aquél que
recibe y hace culpa para sí lo que para sí toma, se queje de sí propio y no de
la Fortuna, que lo da con indiferencia y sin malicia”. O sea que dejando
aparte las preocupaciones más elevadas de Quevedo, la monarquía y la
religión, todo lo demás parecía tener un haz y un envés, un lado
aparentemente bueno y otro aparentemente malo que estaban en el mundo
y compartían espacio en él aunque la mirada interesada o una educación
dirigida los discriminara buscando la propia seguridad del individuo y la
sociedad, en el orden y en la certeza de lo establecido.
Y lo hacía, en efecto, porque a comienzos del siglo XVII todo parecía estar en
crisis y había que salvar los muebles del incendio. Esa zozobra queda
plasmada en imágenes que se imprimen en un tipo de estampas populares
que, salvando las escasas distancias de épocas y modas, llegan casi hasta
nuestros días.
Encabeza las viñetas un dibujo del mundo con una figura humana invertida
atravesándolo, mientras otras dos personas –en alguna edición- pretenden
corregir la inestabilidad que sugiere la idea de que todo esté “patas arriba”.
En las siguientes un matrimonio cambia sus papeles (ella va a la guerra
fumando y él se pone a hilar en la rueca),
unos alumnos castigan a su maestro con unos palmetazos en las nalgas, un
buey maneja un arado del que tiran unos labradores, unos caballos colocan
las herraduras a un jinete, un cazador persigue a un venado por el mar
mientras los peces vuelan por el aire, un molinero carga sobre sus espaldas
unos sacos de trigo que le proporciona un jumento a la puerta de un molino
que aparece al revés, unos caballos que van a lomos de sus propios jinetes
emulan una justa en un palenque, de un mar en el que nadan aves y
animales terrestres surge la figura de un hombre pescado a caña por un
pez, unos cerdos hacen una matanza con una persona a la que están
desangrando, una vaca destaza a un carnicero que aparece colgado de los
pies y la locura se completa con una especie de ciudad celestial que está por
encima de unos montes sobre los que han caído el sol, la luna y las
estrellas. Las explicaciones que aparecen bajo los dibujos son casi siempre
las mismas, no importa si el grabado es francés, inglés, italiano, alemán o
ruso. Más que una pregunta -¿qué sucedería si algunos roles se
intercambiaran?-, la estampa parece advertir acerca de un caos catastrófico
provocado por una eventual perturbación del universo: ¿resistirán el mundo
y la sociedad, el desorden o la desaparición de los principios que parecían
regirlos?
La inversión de papeles, actitudes y jerarquías, manifiesta voluntad o
inclinación claras hacia una necesidad de desintegración del orden
establecido, sobre todo si ese orden es de procedencia humana. No se trata
del otro lado de un espejo, ni del reflejo contrario de nuestra propia
condición, sino de una proposición burlesca y a veces despiadada –por lo
menos tan despiadada como el mismo orden- que nos presenta situaciones
desconocidas y alarmantes: un perro esquila a un hombre,

un toro estoquea a un torero,


un individuo amenaza a la muerte con su guadaña, un niño castiga a
su maestro, los peces van por el aire y las aves por el mar; todo el conjunto y
las viñetas una por una invitan a una reflexión espeluznante: porque la
sangre que sale del pecho de ese hombre que está en la mesa matancera y al
que los cochinos le han asestado la cuchillada, nos parece más sangre y nos
pone en evidencia ante las crueldades de una vida cuyas estructuras no
hemos elegido. José Noguera, dibujante catalán que hace dos versiones del
mismo tema (la segunda en 1822) se atreve a poner pies a la más nueva y
extrae ya conclusiones concretas descendiendo de la abstracción:
“Donde los borricos mandan/ los hombres cargados andan”, escribe
ante la imagen de un burro arreando a una persona;
“las horcas fueron ahorcadas / y así han quedado olvidadas” anota
debajo de un curioso dibujo en el que un patíbulo cuelga de una estructura
formada por dos columnas y un travesaño de hombres. El pesimismo y la
ironía, se palpan sobre los hombros de una sociedad cansada, la de
comienzos del siglo XIX, que no podía ni siquiera intuir lo que aún le
quedaba por sufrir.

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