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EMILIO ZOLA

OBRAS DE EMILIO ZOLA


de Dente en esto Casa Editorial
La' Débael
2 tomos
Naná
(EL DESASTRE)
V Assovnmoir 2 »
1
Teresa Raquin *
Los Misterios de Marsella.. 1
Lourdes 2 8 Versión castellana de «El Nervión»
2
Roma
2
París
2
Fecundidad *
2 s
Trabajo
2
TOMO SEGUNDO ^ » « ;• S w i s *
La Débdcle
EN PRENSA
2
Verdad *

i o í í ^

BARCELONA «ág?
CASA EDITORIAL MAUCCI.—MALLORCA, 226 Y 228

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B U E N O S A I R E S
MEXICO
Maucci Ilerms., l ^ j i e l o x , 1
Maucci Herms. } Cuyo 1070
30838
La Débâcle
(EL DESASTRE)
, 4 > Publicada por la Cana Editoria
Maucci, con autorización de Et
•s, N e r v i ó n , de Bilbao. j

IV

Sobre el camino de Balan, Enriqueta tuvo que


andar primero muy de prisa. No eran más de las
nueve; la ancha carretera, bordeada de casas y de
jardines, estaba libre aún, obstruida, sin embargo,
cada vez más, á medida que se acercaba á Balan,
por I03 vecinos que huían y por las tropas que ma
niobraban. A cada nueva oleada de gente, se apro-
t œ U O T E C A UNIVERSITARIA ximaba contra las paredes, se escurría y seguía
avanzando. Y su cuerpo delgado, vestido con su
"ALFONSO REYES traje oscuro, con su hermoso pelo rubio y/§u cara
^ ¡ o RICARDO COVARHÜSt^ diminuta, medio ocultos bajo la toquilla de encaje
negro, no llamaba la atención, y nada moderaba su
paso ligero y silencioso.
Pero en Balan un regimiento de infantería de
La Débâcle
(EL DESASTRE)
, 4 > Publicada por la Cana Editoria
Maucci, con autorización de Et
•s, N e r v i ó n , de Bilbao. j

IV

Sobre el camino de Balan, Enriqueta tuvo que


andar primero muy de prisa. No eran más de las
nueve; la ancha carretera, bordeada de casas y de
jardines, estaba libre aún, obstruida, sin embargo,
cada vez más, á medida que se acercaba á Balan,
por I03 vecinos que huían y por las tropas que ma
niobraban. A cada nueva oleada de gente, se apro-
t œ U O T E C A UNIVERSITARIA ximaba contra las paredes, se escurría y seguía
avanzando. Y su cuerpo delgado, vestido con su
" a l f o n s o REYES traje oscuro, con su hermoso pelo rubio y/§u cara
^ ¡ o RICARDO COVARHÜSt^ diminuta, medio ocultos bajo la toquilla de encaje
negro, no llamaba la atención, y nada moderaba su
paso ligero y silencioso.
Pero en Balan un regimiento de infantería de
marina cerraba el camino. Era una masa c o m p a c i das las tropas sobre la meseta de Illy. Lo peor era
de hombres que aguardaban órdenes, escondul^ que el l. e r cuerpo, habiendo retrocedido demasiado
detrás de grandes árboles. Se puso de puntillas? pronto, entregó el valle del Givonne á los alema-
no vió el fin de aquella masa. Trató de hacerse r M nes, y el 12.° cuerpo, atacado con mucho brío de
pequeña aún, para escurrirse La empujában se^ frente, había sido desbordado ñor su flanco izquier-
tía en el costado las culatas de los íusiles A 1 | do. Y ahora que el general Wimpffen sucedía al
veinte pasos, hubo voces de protesta. ü |
a l g u n a s general Ducrot, el primitivo plan volvía á dominar,
capitán volvió la cabeza y se incomodó. i y llegaba la orden de ocupar Bazeilles á todo tran-
_¡Eh! buena mujer, ¿está usted loca? ¿A dóncfc. ce, para echar á los bávaros al Meuse. ¿No era una
tontería haberles hecho abandonar una posición
va usted? que tenían que tomar ahora, cuando el enemigo era
—Voy á Bazeilles. dueño de ella? ¡Estaban dispuestos á hacerse ma-
—jCómo á Bazeilles? _ I tar, pero no por capricho!
Estalló una carcajada general. La senalaban c J
el dedo, se burlaban de ella. El capitán, más t . a i | Hubo en aquel momento un gran movimiento de
hombres y de caballos; el general Wimpffen se pre-
^ B a ^ l l e s l i Y a podía usted llevarnos en sj sentó, firme sobre los estribos, la cara ardiente y
compañía!... Estábamos allí hace un momento j exaltado, dijo:
creo que volveremos; pero la prevengo que allí n Amigos míos, no podemos retroceder, sería el
acabóse... Si tenemos que batirnos en retirada, ire-
ha
Ü v o y ' á Bazeilles á buscar á mi m a r i d o , - d e c l j mos sobre Carignán, de ningún modo sobre Mezie-
ró Enriqueta con voz suave, mientras que sus o ^ res... ¡Pero venceremos; los habéis derrotado esta
de un azul pálido, reflejaban su decisión tranquüa mañana y los derrotaréis ahora!
Dejaron de reir, un sargento la sacó de entre 1* Se alejó al galope por un camino que subía hacia
filas, obligándola á volver hacia atrás. I la Moncelle. Circulaban rumores según los cuales
-'¡Buena mujer, ya ve usted que no es posib había tenido con el general Ducrot una discusión
pasar... No es cosa tácil para una mujer ir á Baza violenta, sosteniendo cada cual su plan y atacando
Bes en estos momentos... Ya encontrara usted m el del contrario, declarando uno que la retirada so-
tarde á su marido... ¡Vamos, atienda usted á razo bre Meziere3 no era posible desde aquella mañana,
y profetizando el otro que antes de la caída de la
^ T u v o que ceder; se paró, empinándose á cad. tarde, si no se retiraban sobre la meseta de Illy, el
momento para ver á lo lejos, empeñada á c o n t u m | ejército se vería encerrado. Se habían acusado mu
la caminata. Lo que oía decir en su alrededor J tuamente de no conocer el país ni la verdadera si-
s e r v T p a r a f o r m a s e idea de lo que pasadj
h a b i a tuación de las tropas. Lo peor era que los dos te-
Los oficiales se quejaban amargamente <^laord« nían razón.
de retirada, que los había obligado á abandcmj Hacía un rato que Enriqueta estaba distraída de
Bazeilles, desde las ocho y cuarto cuando el g e | su afán de avanzar. Acababa de reconocer en el
ral Ducrot, al suceder en el mando del ejército borde del camino, toda una familia de Bazeilles, de
mariscal MacMahon, había querido concentrar te pobres tejedores, el marido, la mujer y tres hijas,
ble visión; los tejados ardiendo la sangre que co-
la mayor de nueve año?. Estaban tan destrozados, I rría v los muertos que cubrían la tierra.
tan rendidos de cansancio y tan desesperados, q u e ! —¿Y mi marido?-repitió Euriqueta.
no hablan podido ir más allá. . I No contestaban ya, lloraban tapándose la cara
—¡Ah! mi querida señora,—decía la mujer á ün-1 con las manos. Se quedó allí de una an^edad
p r e s a

riqueta,—no tenemos ya nada .. Ya lo sabe usted, I atroz, temblando un poco,pero u n desfallecer. ¿Que
nuestra casa estaba en la plaza de la Iglesia y una 1 debía hacer? Aunque se esforzaba en creer que la
granada la ha pegado fuego. No sé cómo hemos po-1 f ñ a se había equivocado, veía á su mando atrave
dido salvarnos. I sado en la calle, con la cabeza abierta por una ba-
Las tres niñas al recordar aquella escena empe-1 a. Después, aquella casa tan herméticamente ce-
zaron á llorar, mientras que la madre continuaba I b a d a la preocupaba. ¿Por qué estaba cerrada? ¿No
dando detalles acerca de la misma. I S a b a allí ? La certidumbre de que había muerto la
—He visto arder el telar como si fuera paja... las l heló el corazón. Pero tal vez sólo estuviese herido
camas, los muebles, todo ha ardido... y hasta el re-1 V la necesidad de ir allá, de estar á su lado, la em-
p u j a b a de tal modo, que' quería intentar atravesar
loi, sí, el reloj que no he podido coger.
Fas fili de nuevo. En aquel momento las cornetas
- ¡ D i o s de Dios!-dijo el mando, de cuyos ojos
caían lagrimones,—¿qué va á ser de nosotros i í
t0
Enriqueta, para tranquilizarlos, dijo en voz baja. ' M u e r d e " a q u e l l o s soldados bisoñes habían lle-
—Están ustedes juntos, sanos y salvos; ¿de que se gado de Tolón, de Brest y de Rochefort, con muy
quejan ustedes? poca instrucción y sin haber sido aun fogaeados y
Después preguntó, quiso saber lo que había ocu- Va desde por la mañana se batían como «nos vete,
rrido en Bazeilles, si habían visto á su mando y có- ranos. Ellos que, desde Reims á Mouzon, habían ca-
mo habían dejado la casa. Pero con el espanto que | minado tan pesadamente por la falta de costumbre
les había trastornado, sus contestaciones eran con- se revelaban ahora como los más ^ c i p l i n a d o s , los
tradictorias. No, no habían visto al señor Weiss más fraternalmente unidos por aquellos lazos que
Una de las niñas dijo que le había visto sobre la impone el deber y la abnegación frente al ene.mi-
acera, tendido y con un boquete en la cabeza y su go. Tocaban las cornetas y volvían al fuego w i
padre le largó una bofetada para hacerla callar vían al ataque á pesar de la cólera que sentían
porque, según él, mentía. Enguanto á la casa debía Tres veces les habían prometido enviarles en su
de estar en pie cuando habían huido y aun recor- apoyo una división que no llegaba nunca. Se veían
daban haber notado al pasar que la puerta y las abandonados y sacrificados. Les pedían su vida á
ventanas estaban bien cerradas, como si no hubiese t o d o s llevándolos de nuevo á Bazeilles, después de
nadie dentro. En aquel momento los bávaros sólo haberlo evacuado. Y lo sabían y daban su vida sm
ocupaban la plaza de la Iglesia y tenían m J^H sublevarse, apretando las filas, abandonando los ár
el pueblo calle por calle, casa por casa. Pero de- boles que los protegían para ir á recibir balas y
bían haber ganado mucho t e r r e n o , todo Bazeilles
debía arder en aquel momento. Y aquellas pobres
gentes continuaban hablando de esas cosas asuste- Enriqueta lanzó un suspiro. iPor fin marchaban!
dos aún, moviendo los brazos y evocando la horri- Los siguió, creyendo poder llegar con ellos, dis-
— i m -

puesta á echar á correr si corrían. De nuevo se p a - 1 por toda aquella tranquila bravura de que se halla-
ba poseída su alma y de que tantas pruebas había
r a r o n , llovían los proyectiles é iba á ser necesario I
dado en el rudo combate por la vida. No quería
para recuperar á Bazeilles ganar cada metro de I que la mataran, quería encontrar á su marido, co
camino, apoderarse de las callejuelas, de las casas, 1 Serle vivir juntos, felices aún. Las granadas caían
de los jardines, á derecha é izquierda. Las prime- I sin cesar, andaba pegada á las paredes, aprove-
ras filas habían empezado á tirar y sólo avanzaban I chando los resquicios de las puertas. Se presentó
á saltos, los menores obstáculos hacían perder mu- I un espacio al descubierto, al final de un camino des
cho tiempo. Nunca podría llegar si se quedaba á la I trozado, cubierto de pedazos de granadas; y aguar-
cola, aguardando la victoria. daba bajo un cobertizo, cuando vió delante de si,
Entonces formó el proyecto de llegar á Bazeilles I en un agujero que casi tocaba con el suelo, la ca-
por aquéllas vastas praderas que bordean el Meuse, I beza curiosa de un niño que miraba. Era un chi-
aunque no comprendía bien cómo podría hacerlo. cuelo de unos diez años, descalzo, vestido con una
De pronto se quedó parada frente á un pequeño camisa y un pantalón hecho pedazos algún mero-
mar, inmóvil, que la cerraba el camino por aquel deador á quien la divertía. Sus ojillos ne-
b a t a l l a

lado. Eran las tierras bajas que habían sido inun gros brillaban y á cada disparo gritaba alegre
dadas, formando un lago de defensa, y de las cua
les no se había acordado. Quiso volver hacia atrás, me
Í Í Q u é bonitos son!.. ¡No se mueva usted!... ¡Ahí
pero después se arraigó, siguió por el borde, en la
hierba mojada, hundiéndose hasta la canilla. Asi viene una'... ¡Bum! ¡vaya un ruido que ha hecho
anduvo un centenar de metros. Después tropezó esa!... ¡No se mueva, no se mueva usted!
con la pared de un jardín, el terreno se hundía, el Y á cada disparo se bajaba al fondo del agujero,
agua chocaba contra el muro, de una profundidad reaparecía, levantaba la cabeza para volver á des-
de dos metros. Era imposible pasar. Apretaba los I aP
Enriqueta notó entonces que las granadas venían
puños de rabia, tuvo que hacer un esfuerzo para no del Liry, mientras que las baterías de Pont Maugis
empezar á llorar. Pasados los primeros momentos, v de No\ ers sólo tiraban sobre Balán. Veía perfec-
se serenó, bordeó el muro, se creyó salvada, porque tamente el humo á cada después oía el
d i s p a r o ;
conocía aquel dédalo, aquellos senderos que condu- silbido que seguía al cañonazo. Debió de haber un
cían al pueblo mismo. descanso porque se disipó la humareda, lenta-
Pero allí caían granadas. Enriqueta se quedó pa-
rada, muy pálida, aterrada por el estrépito de un m
—11cón seguridad que están echando un trago!—
disparo. Un proyectil acababa de estallar delante dijo el rapaz.—¡Pronto! ¡pronto! ¡déme usted la ma-
de ella, á algunos metros. Volvió la cabeza, exami- I
nó las alturas de la margen izquierda, donde esta- no, vamos á marcharnos! .
ban emplazadas las baterías alemanas; comprendió La cogió la mano, la obligó á que le siguiera, y
entonces de donde venia el peligro y siguió andan- los dos corrieron, juntos, bajando la cabeza, salvan-
do con los ojos fijos en el horizonte, buscando las do así el espacio descubierto; al llegar al otro ex-
granadas para evitarlas. En la temeridad loca de tremo, al ocultarse detrás de un montón de haces,
s e volvieron y en momento vieron que una
a q u e l
su carrera se hallaba sostenida por su sangre fría,
granada caia sobre el cobertizo que acaban de de-
jar. El estrépito fué horrible, el cobertizo se vino á Silbaba, se echó á reir, como un chicuelo que se
tierra.
El chicuelo se volvió loco de alegría, encontran- escapa de la escuela.
do aquello muy divertido. —A Bazeilles... ¡Ah! pues yo no voy por allt... Xo
—¡Bravo! ¡bien! ¡Vaya un destrozo!... ¡Pues lo he- voy á otra parte. Adiós.
mos dejado á tiempo! Se escapó, se fué como habia venido, sin que pu
Pero otra vez Enriqueta tropezaba contra obs- diese saber de dónde salía ni á dónde iba. Le había
táculos infranqueables, contra unas tapias de jar- visto asomar por un agujero y le perdió de vista
dín, sin camino alguno. Su pequeño campanero sal- detrás de una pared, y nunca volvería á verle.
tó sobre la tapia, se reía, decía que siempre había Cuando se encontró sola, Enriqueta tuvo miedo.
un medio de pasar. Después la ayudó á saltarla y No era una gran protección la que podía prestarle
se encontraron al otro lado, en una huerta sembra- a q u e l niño, pero su charla la entretenía. \ ahora
da de judías y de guisantes. Estaba cercada por temblaba, ella tan valiente. Las bombas habían ce
todas partes y para salir de allí tuvieron que pasar sado de caer, los alemanes no tiraban sobre tfazei
lies por temor, sin duda, de matar á sus compañe-
por la casa del hortelano. El, silbando, con los bra- ros dueños del pueblo. Pero desde algunos instan-
zos al aire, marchaba el primero, no extrañándose tes oía silbar las balas, ese zumbido de moscones
de nada. Abrió una puerta, se encontró dentro de de que la habían hablado y que ahora recordaba.
una habitación, pasó á otra, donde había una mu- A lo lejos había tal confusión, tal clamoreo, que no
jer anciana, la única persona que había quedado oía ni el ruido de los disparos, tan violentos eran
allí. Parecía estar atontada, de pie, cerca de una los clamoreos. Al dar la vuelta á una casa oyó,
mesa. Miró aquellos dos desconocidos que pasaban cerca de su oído, un ruido apagado, la caída, de un
por su casa y no les dijo una palabra ni ellos tam- trozo de yeso, que la hizo detenerse: una bala aca-
poco. En seguida salieron á una callejuela por don- b a b a de empotrarse en la fachada, y quedó allí,
de anduvieron un rato. Después se les presentaron quieta, paralizada. Después, antes de saber si ten-
otros obstáculos, durante un kilómetro, saltaban ta- dría valor de continuar, recibió en la frente un gol-
pias, franqueaban zanjas, una carrera por el cami- pe como un martillazo y cayó de rodillas, atonta-
no más corto, por las puertas cocheras, por las ven- da. Una segunda bala al rebotar la había rozado
tanas de las habitaciones que lograban franquear. cerca de la ceja izquierda, pero sin penetrar den-
Los perros ladraban, estuvieron á punto de caer tro de la cabeza. Se llevó las manos á la frente y
atropellados por una vaca. Pero debían acercarse, las retiró ensangrentadas. Pero había sentido que
un olor de incendio llegaba hasta ellos, grandes tenía la cabeza sana, intacta bajo sus dedos y dijo
humaredas rojizas, parecidas á gasas volantes, obs- en alta voz, como para darse ánimos.
curecían á cada momento el sol. —No es nada, no es nada. Vamos, no tengo mie-
De pronto, el muchacho se detuvo y se plantó de- do, ¡no! no tengo miedo...
lante de Enriqueta. Y era verdad; se levantó, echó á andar entre las
—Dígame señora, ¿á dónde va usted? balas, sin preocuparse, sin miedo, sin darse cuenta
—Pero ya lo ves, á Bazeilles. del peligro que corría, como una criatura que hace
el sacrificio de su vida. No intentaba ocultarse, pro-
tengo más que este cuerpo y bien puedo darlo Y
tegerse, marchaba derecha, con la cabeza alta, no además, es?o me entretiene, pues ya sabe usted que
alargando el paso más que con el deseo de llegar no soy manco, y va á tener que ver; tumbar á uno
antes. Los proyectiles se aplastaban á su alrede-
dor; más de veinte veces estuvo expuesta á morir, de cada tiro. . . -jj
y no hacía caso. Su deseo de llegar, su ligereza al El teniente y el cabo inspeccionaban la casa. JNa-
andar, su actividad de mujer callada, parecían ayu da había que hacer en la planta baja y se conten
darla, y ella, tan delicada, pasaba por entre aquel taron con colocar los muebles contra las'puertas y
peligro, tan fina, tan suelta, que escapaba á él. Es- ventanas para hacer sólidas barricadas. Despues,
taba por fin en Bazeilles, tomó por mitad de un en las tres habitaciones del primer piso y en. e g r a -
sembrado para llegar á la calle que servia de ca- nero, organizaron la defensa, aprobando desde lue-
rretera y que atraviesa el pueblo. Al desembocar, go los preparativos hechos por Weiss; los colcho-
vió á unos doscientos metros, su casa que ardía, I e s que defendían las ventanas, las troneras abier-
con el tejado aplastado y saliendo por las ventanas tas á distancias iguales. Al asomarse el capitán
bocanadas de humo negruzco. Eetonces echó á co- para ver los alrededores oyó gritos de un mno.
rrer. —;Qué es eso?—preguntó.
Weiss, desde las ocho, se había encerrado allí, Weiss se acordó entonces de Carlitos; enfermo
separado de las tropas que se replegaban. El regre con la cara roja pididiendo agua á su madre que
so á Sedán se había hecho imposible, porque los ya no podía contestarle, con la cabeza d e s t a z a d a
m u e r t a en la acera. Y al recordar aquella visión
bávaros, desbordándose por el parque de Montivi
llers, habían cortado la línea de retirada. Estaba dolorosa, contestó: „ „ a * * ba
—Es un pobre chico, enfermo, cuya madre ha
allí solo con el fusil y los cartuchos que le queda- muerto, d e s h e c h a por una granada.
ban, cuande vió delante de la puerta unos diez sol —Tienen que pagarlo muy c a r o , - d i j o Lorenzo
dados, que se habían quedado atrás, como él, aisla- Sólo llegaban aún á la algunas balas
f a c h a d a

dos de sus compañeros, buscando con la vista un perdidas. Weis y el capitán, acompañados del jardi
refugio, para vender cara su vida. A escape bajó y ñero y de dos hombres, habían subido al granero
les abrió la puerta y entonces la casa tuvo una desde donde podían vigilar el camino. Le veían
guarnición, un capitán, un cabo, ocho hombres, oblicuamente hasta la plaza de la iglesia. Esa plaza
todos fuera de sí, rabiosos, dispuestos á no ren- estaba ahora en poder de los pero no
b á v a r o s

dirse. , , „ avanzaban mucho, tomaban muchas precauciones.


—iCalle! Lorenzo, ¿es usted de los nuestros?— En una callejuela, un puñado de soldados los con-
dijo Weiss, sorprendido de ver entre ellos á un mu- tuvo cerca de un cuarto de hora, h a c i e n d o u n fue-
chacho delgado, que tenia un fusil en la mano, co- go tan nutrido que los muertos se amontonaban
gido, sin duda, al lado de un cadáver. D e s p u é s f u é en una casa, en otro esquinazo de la
Lorenzo, con pantalón y chaqueta de tela azul, que tuvieron que apoderarse antes de pasar ade
era un jardinero de las cercanías, de unos treinta lante. En un momento en que la humareda se ha-
años, que había perdido á su mujer y á su madre, bía disipado vieron á una mujer que disparaba ^
muer-tas á consecuencia de la misma enfermedad. de una ventana. Era la casa de un panadero en la
—¿Por qué no había de formar parte?—dijo—no
cometió la imprudencia de asomarse y recibió un
cual se encontraban algunos soldados, que también I balazo en la frente.
se habian retrasado, mezclados con los vecinos; y | —¡Uno de menos!—dijo el capitán.—¡Tengan cui-
al ser tomoda la casa, hubo gritos, atropellos, una dado, que somos pocos para hacernos matar por
oleada de personas fué arrastrada hasta el muro capricho!
de en frente; aparecieron allí las faldas de una mu- Había cogido un fusil y tiraba, amparado detrás
jer, una chaqueta de hombre, pelos blancos encres- de una ventana. Lorenzo, el jardinero, le causaba
pados, después se oyó una descarga de pelotón y admiración. De rodillas, con el cañón de la escope-
saltó sangre hasta el coronamiento de la pared. Los ta apoyado en una rendija, no disparaba un tiro
alemanes eran inflexibles; toda persona cogida con sin hacer blanco, anunciando de antemano el resul
las armas en la mano, que no perteneciese á los tado.
ejércitos beligerantes, era fusilada en el acto, como —Al oficial, á aquel chiquitín, en el corazón...—
culpable de haberse puesto fuera del derecho de Al otro de más lejos, el alto y flaco, entre las ce-
gentes. Ante la furiosa resistencia del pueblo, su I jas...—A ese gordo que tiene la barba rubia y que
cólera aumentaba y las pérdidas enormes que lie- | me molesta, en el vientre...
vaban sufriendo en las cinco horas de ataque, l e s ] Y á cada tiro el hombre caía, herido en el sitio
hacían tomar represalias atroces. Los arroyuelos señalado, y Lorenzo continuaba con mucha calma,
arrastraban sangre, los muertos cerraban las ca- no se precipitaba, porque necesitaba mucho tiempo
lles, en algunas encrucijadas había montones de para matarlos á todos.
cadáveres de donde salían gritos de agonía. Así es —¡Ah! ¡si tuviese buena vista!—decía Weiss en-
q u e casa que tomaban al asalto, la incendia- furecido.
c a d a

ban; unos corrían con antorchas, otros echaban pe- Acababa de romper las gafas y estaba desespe-
tróleo á las puertas y muy pronto calles enteras rado. Le quedaban los lentes, pero no se le sujeta-
empezaron á arder y Bazeilles se convirtió en una ban encima de las narices, tanto era lo que sudaba,
hoguera. , , , y á menudo tiraba al azar, calenturiento, temblán-
En medio del pueblo solo quedaba la casa de dole las manos. Un afán creciente, una pasión loca,
Weiss, con sus persianas cerradas, semejando una había hecho-desaparecer su calma habitual.
fortaleza dispuesta á no rendirse. —No se precipite usted, no sirve para nada,—de-
—¡Atención! ya están aquí—gritó el capitán. cía Lorenzo.—Mire usted, apunte con cuidado á
Una descarga salida del primero y del último piso aquel que no tiene casco, en la esqnina del tende-
derribó en tierra á dos bávaros que avanzaban si- ro... Muy bien, muy bien, le ha roto usted una pata
guiendo las paredes. Los otros se replegaron y se y está danzando en su propia sangre.
emboscaron en los recodos de la calle y el sitio de Weiss, un poco pálido, miraba.
i la casa empezó en toda regla; fué tal lluvia de ba- —Acábele usted,—dijo á Lorenzo.
las lanzada contra ella, que parecía un huracán de —¿Perder una bala? ¡ah! ¡no! Vale más tumbar á
granizo. Durante diez minutos aquel fuego no cesó, otro.
agujereando las paredes sin causar daño. Pero uno Los sitiadores debían vaber notado aquel fuego
de los hombres que el capitán tenía en el granero, Desastre—Tomo II—2
— 18 —
trozada y perdiendo mucha sangre. Otro recibió un
certero que salía del granero. No P ^ a j a ^ a r un balazo en la garganta, rodó hasta el muro y murió
hombre sin caer á tierra. Trajeron tropas frescas y en un estremecimiento último. Solo quedaban ocho
dieron orden de acribillar el tejado y desde_ aquel hombres, sin contar el capitán que, demasiado dé
momento lué imposible sostenerse eu el granero, bil para poder hablar, acostado en la cama, daba
S s pizarrls se r L p i a n , las balas aún órdenes, por medio de señas.
todas partes, zumbando como abejas. A cada según
Lo mismo que en el granero, en los tres cuartos
^ t e c S ^ ^ - P o d r e m o B r e s i s ü . del primer piso, empezaba á ser imposible la situa-
ción, porque los colchones, hechos ya pedazos, no
n0 resguardaban de los proyectiles; trozos de yeso
Afdirig^rs™á r ia'escalera, una bala le alcanzó en calan de los techos y de las paredes, los muebles
la ingle y cayó á tierra. se hacían pedazos, los costados del armario se abrían
como si recibieran hachazos, y lo peor era, que iban
^ M ™ — s por el soldado que á faltar municiones.
q u e d a b a , quisieron bajarle, aunque él les d e c . a q u —¡Qué lástima!—dijo Lorenzo,—¡ahora que la
cosa marcha bien!
Weiss tuvo una idea feliz.
que ^ o ' s i í e V a r g o , al echarle en —Aguarde usted.
el primer piso, continuó dirigiendo la defensa. Se acordó del soldado muerto en el granero. Su-
—Tiren ustedes al montón, no se ocupen de los bió y le registró para cogerle los cartuchos que de-
d e m á s , mientras el íuego no cese; son demasiado bía tener. Todo un costado del tejado se había caí-
P r e a
do y vió el cielo azul, un trozo de luz que le extra-
f n S d s i r r i a ' c a s a se eternizaba,Mu- ñó. Para que no le mataran se arrastraba de rodi-
llas. Después, cuando cogió los cartuchos, unos
treinta, bajó corriendo.
Pero abajo, mientras repartía las municiones con
í e c e f de pfe, destrozada, agujereada, escupiendo el jardinero, un soldado lanzó un grito y cayó de

i s s s r s
mptralla ñor cada uno de sus boquetes. Los sitiado- rodillas. No eran más que siete y á poco rato que
daron reducidos á seis, pues el cabo recibió en el
ojo izquierdo una bala que le hizo saltar los sesos.
Desde aquel momento Weiss no tuvo conocimien-
to de lo que hacía. El y los otros cinco continuaron
— a i s a s - s s " 4 r » disparando como locos, acabando los cartuchos y
sin figurarse que tenían que rendirse. En los tres
cuartos el suelo estaba obstruido por trozos de mue-
Ca bles. Los muertos estorbaban el paso. Un herido en
L a violencia de las balas acababa de arrancar uu rincón lanzaba gritos horribles. Un hilito de san-
gre bajaba por las escaleras. El aire era ya irrespi-

Un soldado había caído á sus pies con la boca des


rabie; el ambiente respirado por la pólvora,, una , baba de lauzar su último suspiro, permanecía con
humareda, un polvo nauseabundo; ^ ^ ^ s c u r i d a d la boca abierta y los brazos levantados, como p a r a
casi completa que atravesaban como relámpagos dar una orden.
las llamaradas de los disparos. Un oficial, un rubio, armado con un revólver, y
—,Demonio!—dijo Weiss—¡traen un canón! cuyos ojos inyectados en sangre parecían querer
Era verdad. Desesperados, viendo que no podían salir de las órbitas, había visto á Weiss y á Loren-
dominar á aquel puñado de valientes que loe. re- zo, el uno con su paletó y el otro con su chaqueta
trasaban, los bávaros estaban colocando un canón azul, y los apostrofaba en francés:
en la esquina de la plaza de la plaza de la Iglesia. —¿Quienes sois? ¿qué hacéis aquí?
Ta vez pudieran pasar al cabo, cuando h u b ^ e n Después, al verlos tan negros de la pólvora com
echado la casa abajo á fuerza de canonazos. Y aquel prendió, los injurió en alemán, temblando de rabia.
honor que les dispensaban, aquella artaUena que Los apuntaba ya con su revolver para matarlos,
los apuntaba, acabó por enardecer más; á . l o s a t o I cuando los soldados á quienes mandaba se tiraron
do^ que se burlaban despreciándolos. iAh! ,los ca. I sobre ellos y los empujaron por la escalera; los
n a d a d o s cobardes, con su cañón! Siempre arroch- arrastraron en medio de aquella oleada que los
S Lorenzo apuntaba á los artilleros, matando echó á la calle y los hizo rodar hasta la pared cer
un hombre de cada tiro; hasta tal panto que no pu^ baña de enfrente, entre un griterío tal que no se
dieron servirse del cañón, y pasaron cinco ó seis oía la voz de ios jefes. Durante unos momentos
minutos antes de que dispararan el p r i m e r ^ o n a mientras que el oficial rubio los sacaba de entre las
z o , demasiado alto, pues solo se llevó un trozo de I garras de los soldados, para fusilarlos, pudieron
ponerse en pie y ver lo que pasaba.
te
~Se acercaba el fin del combate. Registraban los I Otras casas ardían en Bazeilles, y el pueblo en-
muertos pero ya no quedaba ni un cartucho. Exte tero iba á ser convertido en hoguera. Por las altas
ventanas de la iglesia salían llamaradas. Unos sol-
n u a d í s rendidos, los seis hombres buscaban á tien- dados que habían echado á una señora fuera de su
tas para ver qué podrían tirar por las ventanas casa, la habían obligado á que les entregara ceri-
p a r a ^ p l a s t a r enemigos. Uno de ellos que ¿ ^ llas para pegar fuego á su cama.
ver, vociferando, apretando los puños de rabia re
cibió una descarga y quedó muerto ¿Qué hacen Los incendios se multiplicaban; con hachones y
con petróleo atizaban los bávaros el fuego, y no
i Raiar tratar de escapar por el jardín y por las pra i era más que una guerra de salvajes, enloquecidos
t S En aquel momento se oyó un tumulto abajo por el furor de la lucha; fiera venganza de sus
una oleada furiosa subió por la escalera: eran los muertos, de los montones de sus muertos, sobre los
b á v a r o s q u e habían dado vuelta á la casa, que h a cuales marchaban. Bandadas de soldados aullaban
hian echado abajo la puerta del corral invadiendo entre el humo y las chispas, en el espantoso albo-
la casa Un combate terrible empezó en las habita roto producido por todos los gemidos, por la agonía,
clones enfre los cadáveres y los muebles destroza- por los tiros,por los hundimientos. Apenas se veían;
o s Uno de los soldados cayó atravesado de un una gran polvareda subía, obscurecía el sol, se sen-
bayonetazo en el pecho y los tía un hedor insoportable de sangre y de hollín,
chos prisioneros, mientras que el capitán, que aca
Ella le interrumpió:
como preñado de las abominaciones de la matanza, —Yo no tengo nada, es un rasguño... Pero ¡y tú,
de tú! ¿Por qué te tienen aquí? ¡No quiero que te ma-
M l S n C a e ú ! í ' d e s t r u í a n en todos los rincones; el ten!
bruto suelto, la imbécil rabia, la locura furiosa del El oficial, que en medio de la calle hacía esfuer-
hombre destruyendo al hombre. zos para que retrocediera el pelotón, se volvió al
Y Weiss, por último, delante de sí vió su casa oir una discusión. Cuando vió aquella mujer abra-
que ardía. Algunos soldados habían acudido con an- zada á un prisionero, añadió en francés:
torchas, «tro? activaban las J l ^ j ^ ^ —¡Eh! iNo hagamos tonterías!... ¿De dónde sale
zos de muebles. Con gran rapidez a r d i ó e l p i s o b a usted? ¿Qué quiere usted?
jo; la humareda salió por todos Jos agujeros de ^a —Quiero mi marido.
fachada y del tejado. Pero ya la tintorería de al —¿Su marido, ese hombre?... Ha sido condenado
lado se quemaba, y, caso horroso, se oyó la voz de y tiene que hacerse justicia.
Carlitos, acostado en su cama, delirando, que con- —Quiero mi marido.
tinuaba llamando á su madre, mientras que las ro- —Vamos, sea usted razonable... sepárese usted,
pas Se la infeliz, tendida en el suelo con la cabeza no queremos hacerla daño.
destrozada, empezaban á arder. —Quiero mi marido.
—iMamá, tengo sed!... ¡Mamá dame agua! Renunciando entonces á convencerla, el oficial
Las llamas lamieron la casa la voz se apagó, no iba á dar la orden de arrancarla de brazos del pri-
se oyeron más que los gritos de los vencedores. sionero, cuando Lorenzo, callado hasta entonces,
Pero por encima de los ruidos y f e los clamores, impasible, se permitió intervenir.
se ovó un grito terrible dominándolo todo. Era En —Oiga usted, yo he sido el que ha matado tanta
g
S
r i q u e ? a que llegaba y que acaba de gente, y si me fusilan estamos en paz. Además, no
do contra la pared, enfrente de un pelotón prepa tengo padre, ni madre, ni mujer, ni hijo... Mientras
rando las armas. que este señor es casado... Suéltele usted, y después
me ajustará usted la c u e n t a -
í J E 2 5 3 S W v ^ r C L i * Fuera de sí, el capitán gritó:
w l u * estupefacto, la miraba. Ella! i^u mujer —¡Vaya unos cuentos! ¿Se quieren burlar de mí?..
¡Vamos á ver, un hombre de buena voluntad, que
Y un estremecimiento le despertó. ¿Qué habla ne se lleve á esa mujer!
Iho? ;Por qué se había quedado á tirar en vez de Tuvo que repetir la orden en alemán, y un solda-
?r á buscarla como lo había jurado? En unmomen- do se adelantó, un bávaro, grueso, con cabeza enor-
to vió perdida su felicidad, la separación violenta y me, con barba y pelo rojos, encrespados, bajo los
n a r a siempre. Después vió la sangre qne corría por cuales solo se veía una nariz cuadrada y grandes
T ^ n t e dPe su mujer, y ^ i n a ^ ^ * ; ojos azules. Estaba manchado con sangre, horrible,
do, anonadado al volver á la realidad de la existen parecido á uno de esos osos de la caverna, uno de
esos animales enrojecidos con la sangre de sus pre-
^ S L d a L Es una locura haber venido sos, cuyos huesos está destrozando.
aquí...
Enriqueta repetía dando alaridos que desgarra- brón tan pacífico tenia la cara exaltada, admirable
ban el alma. por su valor. Cerca de él, Lorenzo había metido las
—¡Quiero mi marido, matadme con él! manos en los bolsillos. Parecía estar indignado con
Pero el oficial decía que no era un verdugo, y se aquella escena cruel, de aquellos abominables sal-
daba puñetazos en el pecho; decía que si algunos vajes que mataban los hombres á la vista de sus
mataban seres inocentes, él no lo hacía. No había mujeres; se puso derecho, los miró ca,ra á cara y
sido condenada y prefería cortarse la mano á tocar- les escupió con voz llena de desprecio esta pala-
la un solo pelo de su cabeza. . bra:
El soldado bávaro se acercaba y Enriqueta se — ¡Cochinos!
pegó al cuerpo de Weiss, con todos sus miembros, El oficial había hecho la señal con su espada, y
alocada. . , los dos hombres cayeron como unas mazas,el jardi-
—¡No me dejes ir! ¡guárdame conmigo! ¡quiero nero con la cara contra el suelo, el otro, el tenedor
morir contigo!... de libros, de costado á lo largo de la pared. Este,
Weiss lloraba, y sin contestar trataba de soltar- antes de morir, tuvo una convulsión, los párpados
se, movía sus hombros, hacía cuanto podía por des- temblones, la boca abierta para hablar aún. El ofi-
hacerse de aquella infeliz, cuyos dedos le agarraban cial, se acercó, le tocó con el pie, para asegurarse si
convulsivamente. . . . , había muerto.
—No me quieres ya, quieres morir sin mí... guár- Enriqueta lo había visto todo, aquellos ojos mo-
dame conmigo, esto los cansará y nos matarán jun- ribundos que la buscaban, aquel estertor de la ago-
nía, aquella bota empujando el cuerpo. No gritó,
t 0
H a b í a logrado desasir una de sus manos y la
mordió silenciosamente, furiosamente, lo que pudo,
apretaba contra su boca, la besaba, mientras inten- una mano que sus dientes encontraron. El bávaro
taba hacerla soltar la otra. lanzó un tremendo aullido de dolor. La hizo caer,
—¡No, no, quiero morir!... estuvo á punto de aplastarla. Sus caras se tocaban,
nunca debía olvidar aquella barba y aquellos pelos
Por fin logró sujetarla ambas manos. Había esta- rojizos, manchados de sangre, aquellos ojos azules,
do callado hasta entonces y no dijo más que una abiertos y torcidos por la rabia.
palabra:
—Adiós, querida esposa. Más tarde, Enriqueta no pudo recordar lo que su-
cedió después. No había tenido más que un deseo,
Y él mismo la echó en brazos del bávaro; que se volver cerca del cuerpo de su marido, cogerle, vi-
la llevaba. Pugnaba por soltarse, gritaba mientras gilarle. Pero como ocurre en las pesadillas, se pre-
que el soldado, para calmarla, le dirigía algunas sentaban toda clase de obstáculos, deteniéndola á
palabras. De un esfuerzo violento logró desasir su cada paso. De nuevo acababa de empezar el tiro
cabeza y lo vió todo. teo, las tropas alemanas que ocupaban á Bazeilles,
La escena duró tres segundos. Weiss, á quien se empezaron á moverse; era que llegaba la infantería
le habían caído los lentes, quiso ponérselos mme de marina y el combate volvió á empezar con tal
diatamente para ver bien la muerte de frente. Re- violencia, que la joven fué rechazada á la izquier-
trocedió, se pegó contra la pared, cruzando los bra- da en una callejuela, con un rebaño de vecinos
zos y con su chaqueta hecha pedazos, aquel hom-
despavoridos. Además el resultado de la lucha no iban aumentando, acababan de matar dos hombres
podía ser dudoso, era demasiado tarde para con- y no llegaba la orden de avanzar: ¿iban á pasar el
quistar de nuevo las posiciones abandonadas. Du- día así, dejándose ametrallar sin batirse?
rante una media hora la infantería de marina se Los soldados no tenían ya el consuelo de hacer
batió encarnizadamente, se hizo matar, se portó ad- algunos disparos. El capitán Beaudoin había logra
mirablemente; pero los enemigos continuaban reci- do hacer que cesara el tiroteo, aquel inútil tiroteo
biendo refuerzos, desbordaban por todas partes de contra el bosque de enfrente, donde no debía haber
las praderas, por los caminos, por el parque de quedado ni un prusiano. El sol los quemaba en
Montivilliers. Nadie hubiera podido desalojarlos de aquella postura incómoda, aplastados contra tie-
aquel pueblos á tanta costa adquirido, donde algu- rra. , . ,
nos millares de los suyos habían perecido y se en Juan notó que Mauricio había dejado caer su ca-
contraban revueltos entre la sangre y las llamas. beza, la mejilla contra el suelo, los ojos cerrados.
Ahora se consumaba la obra de destrucción, sólo Estaba muy pálido, con la cara inmóvil.
—¿Qué te pasa?
había allí montones de cadáveres, miembros espar-
Mauricio se había quedado dormido. Tanto aguar-
cidos y restos humeantes y BazeiUes destrozado, dar y el cansancio le habían rendido, á pesar de
aniquilado se deshacía en polvo. la muerte que volaba por todas partes. Se despertó
Por última vez Enriqueta vió á lo lejos.su casita bruscamente, abrió los ojos serenos, en los que se
que se desmoronaba entre torbellinos de llamas. pintó el estupor de la batalla. Nunca pudo saber
Continuaba viendo enfrente, tendido al pie d é l a cuánto tiempo había dormido. Le parecía que ha-
pared, el cuerpo de su marido. Pero una nueva bía salido de la nada.
oleada la recogió, las cornetas tocaban retirada
—¡Calla! iya es raro! ¡he dormido!.. y me ha sen-
fué arrastrada sin saber cómo entre las tropas que
se replegaban. Entonces se convirtió en un objeto, tado muy bien. .
arrastrado, empujado por una m u c h e d u m b r e q u e En efecto, no sufría tanto de la cabeza ni del cos-
chorreaba por el camino. Y no sabía nada mas, se tado y aquella cintura que le ceñía dolorosamente
encontró en Balan, en casa de gentes desconocidas antes, efecto del miedo, no le molestaba. Se burla-
ba de Lapoulle, el cual desde que habían desapare-
y lloraba en una cocina, la cabeza apoyada sobre cido Chouteau y Loubet, estaba intranquilo, y que-
una mesa. ría ir á buscarlos. ¡Vaya una idea buena, para ocul-
tarse detrás de un árbol y fumar una pipa! Pache
decía que se habían quedado en la ambulancia don-
V de faltaban camilleros. ¡Vaya un oficio incómodo,
el de recoger heridos bajo el fuego! Después, ator-
Sobre la meseta de la Argelia, á las diez la com- mentado al recordar las supersticiones de su pue-
pañía Beaudoin continuaba echada entre las ber- blo, añadió que tocar á los muertos era de mal
zas, en el sembrado de donde no se había movido agüero: los que los tocaban se morían.
desde por la mañana. Los fuegos cruzados de las —¡Cállese usted, animal!—gritó Rochas,—¡acaso
baterías del Hattoy y de la península de Iges, que muere alguien!
despavoridos. Además el resultado de la lucha no iban aumentando, acababan de matar dos hombres
podía ser dudoso, era demasiado tarde para con- y no llegaba la orden de avanzar: ¿iban á pasar el
quistar de nuevo las posiciones abandonadas. Du- día así, dejándose ametrallar sin batirse?
rante una media hora la infantería de marina se Los soldados no tenían ya el consuelo de hacer
batió encarnizadamente, se hizo matar, se portó ad- algunos disparos. El capitán Beaudoin había logra
mirablemente; pero los enemigos continuaban reci- do hacer que cesara el tiroteo, aquel inútil tiroteo
biendo refuerzos, desbordaban por todas partes de contra el bosque de enfrente, donde no debía haber
las praderas, por los caminos, por el parque de quedado ni un prusiano. El sol los quemaba en
Montivilliers. Nadie hubiera podido desalojarlos de aquella postura incómoda, aplastados contra tie-
aquel pueblos á tanta costa adquirido, donde algu- rra. , . ,
nos millares de los suyos habían perecido y se en Juan notó que Mauricio había dejado caer su ca-
contraban revueltos entre la sangre y las llamas. beza, la mejilla contra el suelo, los ojos cerrados.
Ahora se consumaba la obra de destrucción, sólo Estaba muy pálido, con la cara inmóvil.
—¿Qué te pasa?
había allí montones de cadáveres, miembros espar-
Mauricio se había quedado dormido. Tanto aguar-
cidos y restos humeantes y BazeiUes destrozado, dar y el cansancio le habían rendido, á pesar de
aniquilado se deshacía en polvo. la muerte que volaba por todas partes. Se despertó
Por última vez Enriqueta vió á lo lejos.su casita bruscamente, abrió los ojos serenos, en los que se
que se desmoronaba entre torbellinos de llamas. pintó el estupor de la batalla. Nunca pudo saber
Continuaba viendo enfrente, tendido al pie d é l a cuánto tiempo había dormido. Le parecía que ha-
pared, el cuerpo de su marido. Pero una nueva bía salido de la nada.
oleada la recogió, las cornetas tocaban retirada
—¡Calla! iya es raro! ¡he dormido!.. y me ha sen-
fué arrastrada sin saber cómo entre las tropas que
se replegaban. Entonces se convirtió en un objeto, tado muy bien. .
arrastrado, empujado por una m u c h e d u m b r e q u e En efecto, no sufría tanto de la cabeza ni del cos-
chorreaba por el camino. Y no sabía nada mas, se tado y aquella cintura que le ceñía dolorosamente
encontró en Balan, en casa de gentes desconocidas antes, efecto del miedo, no le molestaba. Se burla-
ba de Lapoulle, el cual desde que habían desapare-
y lloraba en una cocina, la cabeza apoyada sobre cido Chouteau y Loubet, estaba intranquilo, y que-
una mesa. ría ir á buscarlos. ¡Vaya una idea buena, para ocul-
tarse detrás de un árbol y fumar una pipa! Pache
decía que se habían quedado en la ambulancia don-
V de faltaban camilleros. ¡Vaya un oficio incómodo,
el de recoger heridos bajo el fuego! Después, ator-
Sobre la meseta de la Argelia, á las diez la com- mentado al recordar las supersticiones de su pue-
pañía Beaudoin continuaba echada entre ^ s ber- blo, añadió que tocar á los muertos era de mal
zas, en el sembrado de donde no se había movido agüero: los que los tocaban se morían.
desde por la mañana. Los fuegos cruzados de las —¡Cállese usted, animal!—gritó Rochas,—¡acaso
baterías del Hattoy y de la península de Iges, que muere alguien!
El coronel Vineuil, á caballo, volvió la cabeza. uno llevaba una cantimplora con agua fresca, que
Se sonrió por primera vez aquella mañana. Des guardaban con mucho cuidado. Y á menudo se los
pués volvió á quedar inmóvil, impasible siempre, veía, de rodillas durante mucho tiempo, tratando
bajo las granadas, aguardando órdenes. de reanimar á un herido, aguardando á que abrie-
Mauricio, á quien los camilleros interesaban, los se los ojos. .
seguia con la vista, en los repliegues del terreno. A unos cincuenta metros á la 'izquierda, Mauri
Debía existir al extremo del caminito, detrás de ció, vió á uno que trataba de reconocer la herida
una hondonada una ambulancia volante para las de un soldado, por cuya manga caía la sangre gota
primeras curas, cuyo personal empezaba á regis- á gota. Había allí una hemorragia que el hombre
trar la meseta. Rápidamente colocaron una tienda de la cruz roja logró encontrar y detener, compri-
de campaña, mientras que sacaban del furgón el miendo la arteria. En ios casos urgentes, daban asi
material necesario, algunas herramientas, los apa los primeros cuidados, evitando los falsos movi
ratos, los trapos, para hacer las primeras curas an- mientos para las fracturas, vendando é inmovili-
tes de enviar los heridos á Sedán, á medida que se zando los miembros, para poder trasportarlos sin
procuraban carruajes para trasportarlos, cosa que peligro. El trasporte era asunto de cuidado: soste-
empezaba á faltar. nían á los que podían andar, llevaban á los otros
en brazos, como si fueran niños; ó bien los cogían
No había allí más que practicantes, y los cami- entre dos, trea y cuatro según las dificultades, ha
lleros, especialmente, daban pruebas de mucho he ciéndolos una silla entrelazando sus puños ó se los
roismo sin gloria. Los veían, vestidos con trajes co- llevaban echados, cogiéndolos por los hombros y
lor gris, con la cruz roja en la gorra y en el brazo, por los pies. Además de las camillas reglamenta-
arriesgarse lentamente, tranquilamente bajo los rias, tenían inventos ingeniosos, camillas hechas
proyectiles, hasta el punto donde habían caído los con fusiles aparejados con las correas de las mo-
soldados. Se arrastraban sobre las rodillas, trata- chilas. Y por todas partes de la llanura que barrían
ban de aprovecharse de los fosos, de los vallados, las granadas, se los veía aislados ó en grupo, que
de todos los accidentes del camino, sin pretender marchaban con su carga, bajando la cabeza, ten
exponerse tontamente. Después cuando encontra- tando la tierra con el pie, con heroísmo prudente y
ban algún soldado en tierra empezaba su ruda ta- admirable. »
rea, porque muchos sólo estaban desmayados y ha
bía que reconocer los muertos entre los heridos. Mauricio estaba mirando á uno á su derecha, á
Unos habían quedado con la boca pegada á la tie un muchacho flaco y endeble, qué llevaba á un sar-
rra, en un charco de s a n g r e , expuestos á asfixiarse; gento gordo colgado de su cuello, con las piernas
otros teDÍan la boca llena de barro como si hubie destrozadas, c m o una hormiga laboriosa trasporta
sen mordido la tierra; otros estaban amontonados, un grano de trigo demasiado gordo, los vió caer y
las piernas y los brazos encogidos, medio aplasta- desaparecer los dos al estallar una granada. Cuan-
dos." Con mucho tiento los camilleros los apartaban, do se disipó el humo, el sargento reapareció tum-
los separaban, recogían á los que aún respiraban, bado de espaldas, sin ninguna herida nueva, mien
les estiraban los miembros, les levantaban la ca tras que el camillero estaba allí tendido con el eos
beza, se la limpiaban, lo mejor que podían. Cada tado abierto. Llegó otro, otra hormiga laboriosa y
activa, quien después de tocar y olfatear al compa cada, mezclada con los restos del l. e r cuerpo. Este
ñero muerto, cogió al herido abrazado á su cuello último, después de su movimiento de retirada, no
y se lo llevó. había podido apoderarse de las posiciones que ha-
Entonces Mauricio la tomó con Lapoulle. bía abandonado por la mañana, dejando Daigny
—¡Oye!—dijo—¡si te gusta más ese oficio ves á al XII.o cuerpo sajón y Givonne A la guardia pru-
ayudarlos! siana; obligado á subir al Norte hacia el bosque del
Hacía algunos momentos que las baterías de Garenne, cañoneado por las baterías que el enemi-
Saint Menges tiraban con rabia, la granizada de go instalaba sobre todas las crestas, de un extremo
á otro del valle. El terrible círculo de hierro y de
proyectiles aumentaba, y el capitán Beaudoin, que fuego se apretaba; una parte de la guardia conti-
seguía paseándose delante de su compañía, nervio- nuaba su marcha sobre Illy, de Este á Oeste, dan
so, se acercó al coronel, diciéndole que era unalás do la vuelta á los montes; mientras que del Oeste
tima agotar las fuerzas morales de los soldados du al Este, detrás del XII. 0 cuerpo, dueño de Saint-
rante tantas horas sin aprovecharlas. Meuges, el V.o avanzaba siempre, pasaba de Fleig-
—No tengo órdenes,—contestó estoicamente el neux, llevando sus cañones más adelante con una
coronel. temeridad imprudente, tan convencido de la igno-
Vieron aún al general Douay pasar al galope, rancia y de la impotencia de las tropas francesas,
seguido de su estado mayor. Acababa de encontrar que no aguardaba á la infantería para apoyar á la
se con el general Wimpffen, que había llegado pa- artillería. Era medio día, el horizonte entero ardía,
ra suplicarle sostuviera lo que había creído poder tronando, cruzando los fuegos sobre el 7.« y primer
prometer, pero con la condición formal de que el cuerpo.
calvario de Illy, sobre la derecha, sería defendido.
Si perdían la posición de Illy, no resqondía de na El general Douay, mientras que la artillería ene
da, la retirada era fatalmente necesaria. El general miga preparaba de tal modo el ataque supremo del
Wimpffen declaró que las fuerzas del l. er cuerpo Calvario, se resolvió á hacer un esfuerzo desespe
iban á ocupar el calvario y en efecto vieron en se rado para apoderarse de él. Dió órdenes, se echó él
guida un regimiento de zuavos establecerse allí, de mismo entre los que huían de la división Dumont
manera que ya más tranquilo el general Douay logró reformar una columna que lanzó sobre la me-
consintió en enviar la división Dumont en socorro seta. Resistió allí durante algunos minutos, pero
del 12 o cuerpo, muy amenazado. Pero un cuarto silbaban tan fuertemente las balas, caía tal tromba
de hora después, cuando regresaba de ver la acti de granadas, barriendo los campos, vacíos, sin un
tud firme de su izquierda, se desesperó al levantar árbol, que el pánico se apoderó de las tropas y
la vista y al notar que en el calvario no estaban los arrastraba á los hombres por las pendientes, por
zuavos, que habían tenido que abandonarlo, pues donde rodaban como si fueran pajas sorprendidas
era imposible sostenerse allí, tan terrible era el por una tormenta. Y el general se empeñó é hizo
fuego de las baterías de Fleigneux. Y anonadado, avanzar otros regimientos.
previendo el desastre, echó á correr hacia la dere Una estafeta que pasaba al galope, gritó una or
cha, cuando se encontró en plena retirada de la di- den al coronel Vineuíl en el horrísono estrépito. Ya
visión Dumont, que se replegaba en desorden, alo- el coronel estaba de pie en los estribos, la cara ro
ja, y con un movimiento de su espada, señaló el I ba de Francia con voz que hacían temblar las lá-
Calvario: I grimas.
—[Por fin, ahora nos toca, hijos míos!.. ¡Adelan-1 El teniente Rochas se emocionó tanto, que se en-
te; allá arriba! I colerizó, y con su espada apaleaba á los hombres,
El 106.°, arrastrado, se puso en movimiento. Una I como con un palo,
de las primeras, la compañía Beaudoin se puso de 1 —¡Indecentes, os voy á hacer subir á puntapiés,
pie; en medio de las burlas, los soldados decían que I yo! ¿Queréis obedecer ó abro en canal al primero
estaban enmohecidos, que tenían tierra en las co I que vuelva la espalda?
yunturas. Pero á los primeros pasos tuvieron que I Pero esas violencia, esos soldados llevados al
tirarse á una trinchera abrigo que encontraron, tan I combate á puntapiés, repugnaban al coronel,
vivo era el fuego, y desfilaron encorvados. I —No, no, teniente, me van á seguir todos.,. ¿No
—Oye, Mauricio,—decía Juan,—¡mucho ojo! esta I es verdad, hijos míos, no es verdad que no dejaréis
vez es cosa de cuidado... no asomes la nariz porque I á vuestro coronel solo enfrente de los prusianos?...
te la limpiarían, de fijo... y recoje bien tus hueáos I ¡Adelante, allá arriba!
bajo el pellejo, si no quieres dejar alguno en el c a - 1 Y salió, y todos le siguieron, de tal modo había
mino. Los que vuelvan sanos de esta, serán los I hablado á los soldados, como un padre á quien no
buenos. I se puede abandonar sin ser un perdido. El solo atra-
Mauricio apenas oía con el zumbido y el clamo-1 vesó los campos pelados, tranquilo sobre su caballo
reo que le atolondraban. No sabia si tenia miedo, I grande, mientras que los hombres se separaban, se
corría arrastrado por los otros,sin voluntad propia, i desplegaban en guerrilla?, aprovechando cualquier
teniendo sólo el deseo de acabar pronto. Y hasta I cosa para resguardarse. El terreno subía, quedaban
tal punto se había convertido en una ola de aquel I unos quinientos metros de rastrojos y de campos
torrente en marcha, que al producirse un brusco I sembrados de remolacha, antes de alcanzar el cal-
retroceso en el extremo de la trinchera, delante de I vario. En vez del asalto clásico, tal como se hace
los terrenos pelados que tenían que recorrer, sintió I en las maniobras, por líneas correctas, no se vieron
que se apoderaba el pánico de su cuerpo, pronto á I más que espaldas inclinadas que corrían á nivel del
huir. Era en él un instinto desbocado, una subleva- I suelo, soldados aislados ó por grupos pequeños,
ción de los músculos obedeciendo al medio ambien- I arrastrándose, saltando á veces como insectos, ga-
te en que se encontraba. | nando la cresta á fuerza de habilidad y de agilidad.
Algunos hombres retrocedían, cuando el coronel
se echó sobre ellos.
—¡Vamos, hijos míos, no me causaréis ese pesar,
no vais á portaros como unos cobardes!... ¡Acor- IUU tómeme queuu uecuu uu» peuaz>u».
dáos: el 106 o no ha retrocedido nunca, seríais los I Mauricio y Juan tuvieron la suerte de encontrar
primeros que manchaseis la bandera!... luna valla, detrás de la cual pudieron correr sin gra-
Espoleaba su caballo, cerraba el camino á los Ive riesgo y sin ser vistos. Una bala, sin embargo,
que huían, encontraba frases para cada uno, habla- ¡agujereó las sienes de uno de sus compañeros, que
Desastre—Tonto II— 3
cayó entre sus piernas. Tuvieron que separarle con | aguacero de una nube de verano. No podrían con-
el pie. Pero ya no se contaban los muertos, había servar esa posición mucho tiempo si la artillería no
demasiados. El horror del campo de batalla, un he- venía á apoyar las tropas, comprometidas con tan-
rido que advirtieron gritando, sujetando sus entra- ta temeridad. El general Douay, según decían, ha-
ñas con las manos, un caballo que se arrastraba bía dado la orden de que avanzaron dos baterías
aun con las patas rotas, toda esa horrorosa agonía, de la artillería de reserva, y á cada instante los
no los conmovía ya. Solo sufrían del horrible calor soldados se volvían, aguardando esos cañones que
que hacía, de aquel sol del mediodía que les comía no llegaban.
las espaldas. . . —¡Es ridículo, esto es ridículo!—decía el capitán
—¡Qué sed tengo!—murmuró Mauricio.—Me pa- Bsaudoin, que había vuelto á.dar sus paseos.—No
se envía así un regimiento al aire, sin apoyarle en
r e c e q u e tengo hollín en la garganta. ¿No sientes
seguida.
ese olor de lana quemada? Después, habiendo visto un repliegue del terreno
Juan movió la cabeza.
—Lo mismo olía en Solferino. Tal vez sea el olor á la izquierda, dijo el teniente Rochas:
de la guerra... Aguarda, tengo todavía un poco de —Diga usted, teniente, la compañía podría ente-
aguardiente, vamos á echar un trago. rrarse ahí.
Detrás de la valla, tranquilamente, se detuvie- Rochas, de pie, inmóvil, movió los hombros.
ron... Pero el aguardiente en vez de apagar la sed, —¡Oh! mi capitán, ¡aquí ó allí lo mismo da! El
les quemaba el estómago. Exasperaba ese gusto á baile es el mismo.. Lo mejor ea no menearse.
chamuscado detro de la boca. Y también se morían El capitán Beaudoin, que no juraba nunca, se in-
de hambre y hubiesen comido de buena gana la comodó.
mitad del pan que Mauricio tenía en su mochila, —Pero ¡vive Dios! ¡Vamos á perecer todos! ¡No
pero no era posible. Detrás de ellos, á lo largo de podemos dejarnos destrvir de este modo!
la valla, llegaban otros soldados que los empuja- Se empeñó, quiso dar¿e cuenta por sí mismo de
ban. De un salto, franquearon la última pendiente. la posición que indicaba. Pero no había andado diez
Estaban allí en la meseta, al pie mismo del calva- pasos, cuando desapareció en una brusca explosión,
rio, en el que se veía la cruz vieja, carcomida por con la pierna derecha destrozada por un casco de
el viento y el agua, entre dos tilos escuetos. granada. Cayó de espaldas, lanzando un grito agu-
do, de mujer sorprendida.
—¡Ya estamos!—dijo Juan.—¡Ahora sólo falta
que podamos quedarnos aquí! —Era seguro,—dijo Rochas.—No sirve para na-
da moverse tanto; lo que hay que pescar, se pesca.
Tenía mucha razón, el sitio no era precisamente
muy agradable, como hizo notar Lapoulle con voz Algunos soldados de la compañía, al ver caer al
doliente, haciendo reir á todos. Se tumbaron de nue- capitán, se levantaron; y como pedía auxilio, supli-
cando que se lo llevaran á la ambulancia, Juan
vo en un rastrojo, y á pesar de esto murieron otros acudió, seguido de Mauricio.
tres hombres. Allá arriba era un verdadero hura-
cán desencadenado; llegaba tal número de proyec- —¡Amigos! ¡en nombre de Dios, no me abando-
néis, llevadme á la ambulancia!
tiles de Saint Menges, de Fleigneux y de Givonne,
que la tierra humeaba como si hubiese caído un —Es un poco difícil, mi capitán.. Probaremos...
Estaban viendo cómo podrían cogerle, cuando los hombres sintieron cierto alivio, como si aquellos
vieron, escondidos detrás del vallado, á dos cami- cañones fuesen el baluarte, la salvación, el rayo
lleros que parecían estar aguardando trabajo. Los que iba á hacer enmudecer, allá, á los cañones ene-
llamaron y lograron que se acercaran. Era la sal- migos. Y era un espectáculo magnífico, la llegada
vación si podían llegar á la ambulancia sin tropie- correcta de las baterías, en orden de batalla, cada
zos. Pero el camino era largo y la granizada de pieza seguida de su armón, los conductores monta-
hierro aumentaba. dos, los sirvientes sentados sobre los cajones, los
Cuando los camilleros, después de haber vendado cabos y sargentos galopando en el sitio reglamen-
la pierna, se llevaban al capitán, sentado sobre sus tario. Cualquiera hubiese creído que iban á la pa-
puños entrelazados, sujeto á su cuello por los bra- rada; conservaban las distancias con mucho cuida-
zos, el coronel Vineuil, prevenido, llegó á caballo. do, aunque avanzaban al galope, por entre los ras-
Había conocido al capitán desde que salió de la es- trojos, con un ruido sordo de tempestad.
cuela militar de Saint-Cyr, y le quería mucho. Mauricio que se había acostado, en un surco, se
—Tenga usted valor, pobre hijo mío... No será levantó entusiasmado para decirle á Juan:
nada, le salvarán... —¡Mira! eso que se instala á la izquierda, es la
El capitán hizo un gesto, como si hubiese vuelto batería de Honorato; conozco á los artilleros.
á tener valor. Juan le cogió y le tiró al suelo.
—No, no, se acabó; lo prefiero. Lo que desespera —¡Echate, hazte el muerto!
es aguardar lo que no se puede evitar. _ Los dos, con el carrillo pegado á tierra no per-
Se lo llevaron, los camilleros tuvieron la suerte dieron de vista á la batería, muy interesados con
de llegar sin tropiezo á la valla, deslizándose á su las maniobras; el corazón les latía, al notar la bra-
amparo con su carga. Cuando el coronel los vió vura, la sangre fría y la actividad de aquellos hom
desaparecer detrás de los árboles, donde se encon- bres, que les hacían confiar en la victoria.
traba la ambulancia, sintió cierto alivio. Bruscamente, sobre una cresta pelada, se detuvo
—¡Pero mi coronel!—dijo Mauricio,—¡también la batería; y fué cosa de un minuto, los sirvientes
usted está herido! i saltaron á tiera, desengancharon, los conductores
Acababa de ver la bota izquierda de su jefe llena | dejaron las piezas en posición, hicieron dar media
de sangre. El tacón había debido ser arrancado y vuelta al ganado, para irse apostar á unos quince
un pedazo de cuero había entrado en la carne. metros, detrás, frente al enemigo, inmóviles. Las
El coronel miró un momento su pie, que debía seis piezas estaban espaciadas, dispuestas en tres
pesarle y quemarle. secciones, mandadas por tenientes, las seis, reuni-
—Sí, sí, dijo, me han regalado esto hace poco- das bajo las órdenes de un capitán, delgado, muy
Pero no es nada, puedo seguir á caballo... alto, cuya silueta se destacaba sobre la meseta. Y
Y añadió al volver á su puesto, á la cabeza del I oyeron gritar á aquel capitán, después de haber
regimiento: i hecho el cálculo:
—Cuando se está á caballo y es posible sostener- —¡El alza á mil seiscientos metros!
se, todo va bien. El objetivo iba á ser la batería prusiana á la iz-
Las dos baterías de reserva llegaban. Al verlas, quierda de Fleigneux, detrás de unas zarzas, cuyo
El capitán fué á verificar el alza. En cada cañón
fuego terrible bacía imposible resistirse en el cal- el ayudante tenía en la mano la cuerda, pronto á
Va tirar de la hoja en forma de sierra que prendía el
l°Ya e -ves-volvió á explicar Mauricio, - que no fulminante. Y se dieron las órdenes por números
Podía estar dallado;«cañón de H o n o r a t o g j encuen- lentamente:
tra en la sección del centro. Mírale ahora se m ü i —¡Primera pieza! ¡Fuego!... ¡Segunda pieza! ¡Fue-
na con el apuntador... ese es Luis: bemos tomado go!...
unas copas juntos en Vouziers, ¿te acuerdas? .. Y Se dispararon los seis cañonazos, las piezas retro,
allá, el conductor, á la izquierda, ese que está tan cedieron, volvieron ser llevadas á sus puestos-
tieso á caballo sobre un magnifico al zán, es mientras que los sargentos notaban que su tiro era
A demasiado corto. Lo regularon y la maniobra vol-
El ,f cañón con sus seis sirvientes y su «argento, vió á empezar, siempre lo mismo, y esa lentitud,
más lejos la delantera, con los cuatro caballos sobre esa precisión, ese trabajo mecánico hecho con tal
los cuales se hallaban los d « . c o n d u c t o r e s ^ sangre fría, sostenían moralmente á los soldados.
jos el armón, con sus seis caballos y tres <»ndocto El cañón, el animal querido, agrupaba á su alrede-
res, más allá aún la prolonga, la forrajera, l a i o p a , dor una familia, cuyos lazos mantenía la obligación
toda aquella cola de hombre,, de animales y de m común. Era la única preocupación, todo existía por
t e r i a lse extendía en línea recta a unos « e n me él, los arcones, los carros, los caballos y los hom-
^ detrás, sin contar con los auxiliare,, hombres bres. De ahí procedía la gran cohesión de la bate-
y caballos para reemplazar á los que se m u t d | | ría entera, una unión y una tranquilidad admira-
í a n las piezas de recambio, todo lo que aguardaba bles.
á la derecha para no tener que exponerse inútil-
Entre los soldados del 106°, los primeros disparos
m fueron recibidos con aclamaciones. ¡Por fin iban á
Honorato se ocupaba en cargar el cañón Los dos poder taparles la boca á aquellos cañones prusia-
sirvientes del centro volvían de buscar el cartucho, nos! En seguida hubo una decepción, cuando vieron
y el proyectil, en el arcon donde vigilaban otros y que las granadas quedaban cortas y estallaban en
en seguida, los dos sirvientes de la boca, despues el aire la mayoría, antes de haber alcanzado el si-
de haber introducido el cartucho, la carga de pól- tio donde se escondía la artillería enemiga.
vora envuelta en sarga, que empujaron suavemente —Honorato—dijo Mauricio,—pretende que al la
con el atacador, deslizaban la granada, cuyas aletas do de su cañón los demás son unos clavos... ¡Ah, su
rechinaban en la ranura. Muy pronto el ayudante cañón, vaya un cañón, como que seria capaz de
dejó al descubierto la pólvora y encenoió la mecha. acostarse con él! ¡Mira qué ojazos le echa, cómo le
Honorato quiso apuntar aquel primer disparo, me hace limpiar para que no se caliente!
dio echado sobre la flecha, moviendo el tornillo pa-
ra encontrar el alza, indicando la dirección con la Se entretenía con Juan, reanimados ambos por
mano al apuntador, el cual, detrás y con la pa- aquel valor y aquella serenidad de los artilleros.
lanca, empujaba el cañón á la derecha ó á la íz Pero las baterías prusianas arreglaron el tiro á los
tres disparos: primero demasiado largo, pero luego
q u i e r a a ^ ^ ^ bien,—dijo levantándose. .'; se hizo tan certero, que las granadas caían sobre
los cañones franceses, mientras que éstos, á pesar todos los inconvenientes que ofrecía la maniobra.
de los esfuerzos que hacían para alargar el tiro, no El capitán no dudó un momento y gritó:
llegaban nunca. Uno de los sirvientes de Honorato, —¡Vengan los tiros!
el de la boca, á la izquierda, cayó muerto. Aparta- Y la peligrosa maniobra se llévó á cabo con gran
ran el cadáver y el servicio continuó con el mismo rapidez: los conductores dieron media vuelta, lle-
cuidado, con la misma regularidad, sin prisa. Los vando los tiros que los sirvientes engancharon á
proyectiles llegaban y estallaban de todas partes; los cañones. Al ejecutar ese movimiento desplega-
y alrededor de cada pieza seguían los mismos mo- ron un frente muy extenso y el enemigo se aprove
vimientos metódicos, el cartucho y la granada se chaba para disparar con más rapidez. Otros tres
introducían, se arreglaba el alza y hecho el dispa- hombres cayeron muerto?. Al trote largo desfilaba
ro se colocaba de nuevo en su puesto el cañón, co- la batería, describiendo entre las tierras un semi-
mo si ese trabajo absorbiera por completo á los círculo para situarse á unos cincuenta metros á la
hombres, impidiéndoles ver y oir. . . derecha, al otro lado del 106°, sobre una meseta.
Se desengancharon las piezas, los conductores se
Pero lo que causó mucha extrafieza á Mauricio encontraron frente al enemigo y el fuego volvió á
fué la actitud de los conductores colocados á unos empezar, sin parar y con tal estrépito, que la tierra
quince metros de distancia firmes sobre sus caba- no cesaba de temblar.
llos dando frente al enemigo. Adolfo estaba allí,
ancho de pecho, con sus bigotazos rubios en su cara Esta vez Mauricio lanzó un grito. De nuevo las
roja- y se necesitaba en realidad un valor á toda baterías prusianas, á los tres disparos, habían he-
prueba para estar así quieto sin parpadear, viendo cho blanco y la tercer granada cayó sobre el cañón
venir las granadas, derechas, sobre sí, sin poder de Honorato. Vióse á éste acudir precipitadamente,
distraerse con nada. Los sirvientes que trabajaban, tentando con mano temblorosa la herida, todo un
podían pensar en otras cosas; mientras que los con- esquinazo de la boca de bronce. Pero pudo cargar-
ductores, inmóviles, solo veían la muerte por de- se y la maniobra continuó después de quitar de en
lante, y no tenían más distracción que pensar en tre las ruedas el cadáver de otro sirviente, cuya
ella y aguardarla, firmes sobre sus caballos. Los sangre había manchado la pieza.
obligaban á dar frente al enemigo, porque si hubie- —No, no es Luis,—continuó pensando Mauricio.
sen estado de espaldas, el irresistible deseo de huir —Mírale, ahora apunta, pero debe estar herido por
hubiera arrastrado á los hombres y á los animales. que solo se sirve de su brazo izquierdo... ¡Ah! aquel
Viendo el peligro, se le aguarda estoicamente. No Luis que hacía tan buenas migas con Adolfo, con la
hay heroísmo más grande ni más oculto. condición de que el sirviente, el hombre de á pie,
á pesar de ser más instruido, fuese el humilde cria-
Otro hombre había muerto, la cabeza destrozada do del conductor, del hombre de á caballo.
por un proyectil; dos caballos habían caído, con el
vientre abierto; y el tiro del enemigo continuaba, Juan, que le oía, le interrumpió angustiado:
tan mortífero, que la batería entera iba á ser des- —¡No podrán resistir! (Es cosa perdida!
montada si se empeñaban en continuar en la misma En efecto, aquella nueva posición era más in-
posición. Era preciso cambiar de puesto á pesar de sostenible á los cinco minutos, que la primera. Los -s
proyectiles llovían con la misma precisión. Una ~

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granada rompió un cañón, mató á un teniente y á daban más que tres sirviente?. Apuntaba, limpiaba
dos hombres. Ni un tiro se perdía, hasta tal punto, mientras que les tres artilleros iban á buscar los
que si seguían allí no quedaría ni un cañón ni un proyectiles*. Habían tenido que pedir auxiliares pa
artillero. La artillería alemana lo barría todo. r a reemplazar las bajas y tardaban en llegar y
Entonces, por segunda vez se oyó la voz del ca- mientras tanto el cañoneo tenía que continuar. Lo
que les ponía furiosos era que las granadas no lle-
pitán; gaban, que estallaban casi todas en el aire, sin cau-
—¡Vengan los tiros! sar gran daño á las baterías enemigas, cuyos tiros
La maniobra volvió á empezar; los conductores, eran tan eflcace?. Y de pronto. Honorato lanzó un
á galope, dieron la media vuelta, para que los sir- juramento que dominó el estrépito infernal: todas
vientes pudieran enganchar. Pero esta vez, durante las desgracias caían á la vez ¡la rueda derecha del
la maniobra, un trozo de granada abrió la garganta cañón acababa de ser destrozada! ¡Una pata rota,
de Luis, que cayó á través de la flecha que iba á el cañón estaba allí sobre el costado, la boca á tie-
levantar. Y como Adolfo llegaba en el momento en rra y sin servir para nada! Lloraba de rabia, lo
que la línea de los enganches se presentaba de flan- abrazó por el cuello, lo besó, como si quisiera con
co, una andanada furiosa cayó: fué volteado, con el su cariño ponerle de pie: ¡Un cañón, el mejor de la
pecho destrozado y los brazos abiertos. En una pos- batería, inutilizado, después de unos cuantos dispa-
trera convulsión cogió á Luis, y quedaron abraza- ros! Después se empeñó en reemplazar aquella rue-
dos, torcidos, casados hasta la muerte. da inmediatamente, bajo el fuego terrible de las
Y á pesar de los caballos muertos, á pesar del baterías enemigas. Cuando ayudado por el sirviente
desorden, á pesar de la mortífera descarga, toda la fué á la prolonga á buscar otra rueda, la maniobra
batería subía una pendiente, yendo á situarse más empezó, la más peligrosa que puede hacerse en un
adelante, á algunos metros del lugar donde Juan y campo de batalla. Por fortuna, llegaron los hom-
Mauricio estaban acostados. Por tercera vez desen- bres y caballos de repuesto > dos sirvientes le pres-
gancharon los cañones, mientras que los sirvientes taron ayuda.
abrían el fuego con un heroísmo admirable.
—¡Es el acabóse! — dijo Mauricio, cuya voz se per- Pero otra vez fué desmontada la batería, he se
dió entre el ruido. podía llevar más allá aquella heroica locura. Iba á
Parecía, en efecto, que el cielo y la tierra se ha- darse la orden de replegarse definitivamente.
bían confundido. Las piedras se partían, una huma- —¡Vamos de prisa, compañeros!—decía Honora-
mareda espesa ocultaba el sol por momentos. En to.—¡Nos lo llevaremo?, no se quedarán con él!
medio del estrépito espantoso, se veía á los caballos ¡Era su pensamiento único, salvar su cañón como
atontados, con la cabeza baja. Por todas partes se se salva una bandera! Y hablaba aún, cuando cayó
veía al capitán demasiado grande. Fué cortado en arrancado el brazo derecho, el costado izquierdo
dos pedazos, se partió y cayó, como el asta de una abierto. Había caído sobre el cañón y se quedó allí
bandera. como en una cama de honor, la cabeza derecha, la
Alrededor del cañón de Honorato, el esfuerzo con- cara intacta y hermosa de cólera, vuelta allá,
tinuaba sin precipitación. El, á pesar de sus galo hacia el enemigo. Por su uniforme roto acababa de
nes, tuvo que ponerse á la faena, porque no le que-.' deslizarse una carta, que sus crispados dedos "
habían cogido y que la saDgre manchaba gota á rrente avasallador, levantando su espada, los ojos
gota. preñados de lágrimas:
El único teniente que quedaba dió la orden: —¡Hijos míos,—gritó el corpnel Vineuil,—al am-
—¡Vengan los tiros! paro de Dios, que no se ha preocupado de nosotros!
Un armón había saltado hecho pedazos. Tuvieron Bandadas de hombres que huían le rodeaban y
que decidirse á tomar los caballos de otro armón desapareció en un repliegue del terreno.
para salvar un cañón cuyo tiro estaba en tierra. Y Después, sin saber cómo, J u a n y Mauricio se en-
esta vez, cuando hubieron engachado los cuatro ca- contraron detrás de la valla con los restos de su
ñones que quedaban, galoparon y no se detuvieron compañía, de la que quedaban unos cuarenta hom-
hasta llegar á un millar de metros, detrás de los bres al mando del teniente Rochas; la bandera es-
primeros árboles del bosque del Garenne. taba con ellos; el alférez que la llevaba, había arro-
Mauricio lo había visto todo y repetía con voz en- llado la seda alrededor del asta, para ver de sal-
trecortada: varla. Desfilaron hasta el extremo de la valla y se
—¡Pobre Honorato! ¡pobre muchacho! escondieron entre los arbolitos, en una pendiente,
Ese pesar parecía que aumentaba aún el dolor en donde Rochas dió orden de empezar el fuego. Los
creciente que le mortificaba el estómago. Sus fuer- hombres dispersados, en guerrillas, al amparo de
zas estaban agotadas, se moría de hambre, la vista los árboles podían sostenerse; tanto más cuanto que
se le nublaba, no tenía y a idea del peligro en que un movimiento de caballería se verificaba á su de-
se encontraba el regimiento desde que se había re- recha, y se colocaban en linea los regimientos para
tirado la batería. De un momento á otro masas enor- apoyarlos.
mes podían atacar la meseta. Mauricio comprendió entonces cómo se iba veri-
—Oye,—díjole á Juan,—necesito comer... ¡Prefie- ficando lentamente el cerco. Por le mañana había
ro comer y que me maten después! visto á los prusianos desembocar por el desfiladero
Abrió su mochila, cogió el pan con las dos manos de Saint Albert, ganar Saint-Menges. y después
y lo mordió con voracidad. Las balas silbaban, dos Fleigneux; y, ahora, detrás del bosque del Garenne,
granadas estallaron á algunos metros. Mas para él oía los disparos de los cañones de la guardia, y em-
no existía nada; sólo el hambre le preocupaba. pezaba á ver otros uniformes alemanes, que llega-
—¿Quieres pan, Juan? ban por los montes de Gironne. Unos minutos más
Este le miraba, atontado, con los ojos abiertos y y el círculo se cerraba y la guardia prusiana daría
el estómago destrozado. la mano al 5.° cuerpo, envolviendo al ejército fran-
cés con una muralla de hombres, con una cintura
—Si, comeré; sufru demasiado. de cañones que enviaban la muerte por sus bocas.
Repartieron el pan, lo comieron, sin preocuparse Con la idea desesperada de hacer un último esfuer-
de nada mientras quedó un bocado. Después volvie- zo, para tratar de romper aquella muralla en mar-
ron á fijarse en el coronel, montando sobre su caba- cha, una división de caballería de reserva, la del
llo, con el pie ensangrentado. Algunas compañías general Margueritte, estaba apostada en un replie-
habían tenido que huir. Por todas partes el 106.° se gue del terreno, dispuesta á dar una carga. Iban á
veía desbordado. Entonces, obligado á ceder al to- * dar una carga sin resultado posible, sólo por el ho-
ñor de Francia. Y Mauricio, que se acordaba de de Africa, uno de cazadores de Francia y uno de
Próspero, asistió á aquel terrible espectáculo. húsares, habían sido reunidos en un repliegue del
Desde el amanecer, Próspero no había cesado de terreno, un poco más abajo del calvario de llly,
galopar, en marchas y contramarchas continuas de á la izquierda del camino. Las cornetas tocaron,
un extremo á otro de la meseta de Illy. Los habían «pie á tierra» y . se oyó la voz de los oficiales que
despertado al romper el día, uno á uno, sin llama decía:
das; y para hacer el café se habían ingeniado ocul- —¡Cinchad los caballos! t
tando los fuegos con mantas para no dar la señal de Al bajar del caballo, Próspero, acarició á Céfiro
alarma á los prusianos. Después nada más supie con la mano. Apuel pobre Céfiro estaba tan atolon-
ron, oían el cañoneo, veían el humo, movimientos drado como su amo, reventado con las carreras in-
lejanos de la infantería, ignorando toda la batalla, útiles que le hacían dar. Además, llevaba encima un
su importancia, sus resultados, en la inacción eom mundo: la ropa blanca y la manta, la blusa, el pan-
pleta en que los generales les tenían. Próspero se talón, la bolsa con los objetos para curar las heri-
caía de sueño. Era el atroz sufrimiento, las malas das, y detrás de la silla, los víveres y otra porción
noches pasadas; el cansancio de muchos días y una de objetos. Una piedad profunda se apoderó del ji-
somnolencia invencible se apoderaba de ellos, sobre nete mientras cinchaba el caballo y se aseguraba
los caballos. Le daban vahídos, se veía por tierra, de que todo el equipo estaba en su sitio.
caído, roncando sobre un colchón de piedras, soña- Fué un momento difícil. Próspero, que no era más
ba que estaba acostado en una buena cama, con sá- cobarde que cualquier otro, encendió un pitillo,pues
banas limpias. Durante algunos momentos se que tenía la boca muy seca. Cuando se va á dar una
daba dormido á caballo, y se convertía en un objeto carga de caballería, cada cual puede decir: «Esta
arrastrado al azar. Algunos compañeros se habían vez me quedo allí»; aquello duró cinco ó seis minu-
caído del caballo, dormidos. Estaban tan cansados, tos. Decían que el general Margueritte se había
que los toques de corneta no les despertaban y era adelantado para r e c o n o c e r el terreno y aguarda-
preciso ponerlos en pie, sacarlos de aquel aniquila- ban. Los cinco regimientos estaban formados en
miento á puntapiés. tres columnas, cada columna estaba dividida en
—¿Pero qué hacen de nosotros, qué quieren hacer siete escuadrones ¡para que la artillería pudiese
de nosotros?—decía Próspero, para sacudirse aque- aprovechar bien los tiros!
lla somnolencia. De pronto sonaron las cornetas: ¡A caballo! Y casi
El cañoneo continuaba desde las seis. Al subir á continuación de éste, otro toque se dejó oir: ¡sable
sobre una meseta, dos compañeros habían muerto, en mano! ,
reventados por una granada, á su lado; y otros tres, El coronel de cada regimiento había ido a colo-
un poco más lejos, habían perecido por unas balas carse en su puesto de batalla, á veinticinco metros
que no se sabía de donde venían. Desesperaba aquel al frente de sus tropas. Los capitanes estaban en
paseo militar por el campo de batalla, inútil y pe- su sitio. Volvieron á aguardar, callados. No se oía
ligroso. Por último, á la una, comprendió que los; ningún ruido, ni un aliento bajo el sol ardiente.
iban á hacer morir con algún provecho. Toda la Sólo los corazones latían. Una orden, la última,
división Margueritte, tres regimientos de cazadores y aquella masa inmóvil iba á ponerse en moví-
miento, lanzándose á todo correr como una tempes- mitas, las cantimploras, el cobre de los uniformes
tad. y del equipo, entre aquella granizada, pasaba el
En aquel momento apareció en la cresta del mon- huracán de viento y de hierro que hacía temblar la
tecito, un oficial á caballo, herido, sostenido por dos tierra, dejando un olor de lana quemada y de fieras
hombres. Al pronto no le conocieron. Después se sudorosas.
oyó un rumor, un clamoreo furioso. Era el general A quinientos metros, Próspero fué volteado á
Margueritte, que tenía los carrillos agujereados, causa de un remolino que lo arrastraba todo; aga-
atravesados por un balazo, y de esta herida debía rró las crines de Céfiro para ponerse en la silla. El
morir. No podía hablar, movió el brazo señalando centro, acribillado, había cedido, mientras que las
al enemigo. dos alas daban vueltas como torbellinos y se reple
El clamoreo iba en aumento. gaban para volver á la carrera. Era el aniquila-
—Nuestro general... ]hay que vengarle! ¡hay que miento fatal y previsto del primer escuadrón. Los
vengarle! caballos caídos cerraban el camino, unos muertos,
Entonces, el coronel del primer regimiento alzó otros agonizando y se veía á los jinetes desmonta-
la espada y gritó con voz atronadora. dos, echar á correr para encontrar otro caballo.
—¡A la carga! Los muertos iban cubriendo ya ia llanura, y mu-
Se oyeron las cornetas y la masa se puso en mo- chos caballos galopaban sueltos, volvían al puesto
vimiento, primero al trote. Próspero se encontraba del combate para volver al fuego, como .atraídos
en primera fila, pero casi á la extrema derecha. El por la pólvora. Volvieron á la carga. El segundo
gran peligro se encuentra en el centro, donde el escuadrón avanzaba con furia; los hombres tendi-
tiro del enemigo hace siempre blanco. Cuando lle- dos sobre los caballos con el sable pegado á la ro
garon á la cresta del calvario, y empezaron á bajar dilla prontos á usarlo. Doscientos metros avanza-
del otro lado hacia la llanura, vió, á un millar de ron así en medio de los clamores de la tempestad.
metros, los cuadros prusianos sobre los que los lan- Pero de nuevo, bajo las balas, el centro cedía y
zaban. Trotaba como en un sueño, con tal ligereza, caían hombres y caoallos, paralizando la carrera
como un sér dormido que flotara, la cabeza tan va con el laberinto inextricable de sus cadáveres. Y
cía, que no le quedaba una idea en el cerebro. Era el segundo escuadrón fué segado á su vez, aniqui
la máquina que marchaba bajo un impulso irresis- lado, dejando el puesto á los otros, á los que le se-
tible. Los jefes gritaban: «tacto de piernas» para guían.
apretar las filas y darlas consistencia de granito.
Después, á medida que el trote se aceleraba.se cam- Cuando comenzó la tercera carga, Próspero se
biaba en galope furioso; los cazadores de Africa encontró mezclado con húsares y cazadores de
lanzaban aullidos salvajes, según la costumbre ára Francia. Los regimientos se confundían, no forma-
be, asustando á sus caballos. Muy pronto la carga ban más que una ola enorme que se estrellaba y se
fué una carrera diabólica, un torrente infernal; rehacía siu cesar, llevándose todo lo que encontra-
aquel galope furioso, aquellos aullidos feroces que ba al paso. No le queda idea de nada, se abandona
el ruido de las balas acompañaba, como si f u e r a ba á su caballo, á aquel valiente Céfiro á quien tan-
una granizada, chocando contra el metal, las m a r to quería y al que una herida en la oreja parecía
Desastre—Tomo II 4
.plastando bajo su peso la cadera derecha de Prós-
haber vuelto loco. Ahora estaba en el centro; otros
caballos se encabritaban, calan á su alrededor; los pero, que se desmayó. , . ,
jinetes saltaban á tierra de bruces, mientras que Mauricio y Juan que habían seguido con la vista
otros, muertos instantáneamente, se quedaban en la heroica carga de los escuadrones, lanzaron un
la silla, cargaban siempre con los párpados vacíos. grito salvaje, espresando toda la rabia que sentían.
Y esta vez, detrás de los doscientos metros que El valor no servía para nada.
acababan de ganar, aparecieron los rastrojos llenos Continuaron disparando sus armas desde el sitio
de muertos y de heridos. Algunos tenían la cabeza donde se encontraban desplegados en guerrilla. El
empotrada en la tierra. Otros caídos de espaldas, teniente Rochas había cogido un fusil y disparaba.
miraban el sol con ojos de terror fuera de las órbi- La meseta de Illy estaba perdida; las tropas pru-
tas. Después se veía un caballo negro, un caballo sianas la invadían por todas partes. Debían ser las
de oficial, con el vientre abierto y que pugnaba en dos de la tarde; la unión de los ejércitos enemigos
vano por ponerse derecho con las patas delanteras se realizaba al fin sin que fuera posible impedirla;
pisándose las tripas. Bajo el fuego que redoblaba, el 5.o cuerpo y la guardia prusiana se habían jun-
las dos alas dieron la vuelta, se replegaron y vol- tado, cerrando el círculo.
vieron á la carga En aquel momento Juan cayó á tierra.
Por fin, el cuarto escuadrón, á la cuarta vez, cayó —Tengo lo que necesito, dijo.
sobre las líneas prusianas. Próspero empezó á re- Había recibido en la cabeza algo así como un
partir sablazos sobre los cascos, sobre los obscuros martillazo y el kepis roto, arrastrado, estaba á su
uniformes que veía como entre la niebla. Corría la lado Primero creyó que tenía abierto el cráneo y
sangre; notó que Céfiro tenia la boca ensangrentada que los sesos estaban al descubierto. Durante alga
y se figuró que había mordido en las filas enemi- nos segundos no se atrevió á tocarse la herida con
gas. El clamoreo que había á su alrededor era tal, la mano, temiendo encontrar un agujero. Después,
que no oía su propia voz, á pesar de que tenía la por fia, se llevó la mano á la herida y se llenó los
garganta dolorida de tanto gritar. Pero detrás de dedos de sangre espesa. La sensación fué tan fuerte
la primera línea prusiana había otra, después otra que cayó desmayado.
y más aún. El heroísmo era inútil, aquellas masas En aquel momento, el teniente Rochas dió la or-
de hombres eran como altas hierbas, donde desa den de replegarse. Una compañía prusiana se ha-
parecían jinetes y caballos. Segaban muchas cabe- llaba á unos doscientos ó trescientos metros. Iban
zas, pero siempre quedaban más. El tiroteo conti- á verse envueltos.
nuaba tan intenso á boca de jarro, que algunos uni- —No os deis prisa, disparad con calma... J\os re-
formes empezaron á arder; todo zozobró entre formaremos detrás de aquel muro.
aquellas masas de bayonetas en medio de los pe Mauricio se desesperaba. J , , .
chos destrozados y de los cráneos rotos. Los regi- —Mi teniente, ¡no dejaremos abandonado al caDo.
mientos iban á dejar allí las dos terceras partes de —Si ha recibido lo que necesitaba, ¿qué vamos a
los hombres y sólo quedaba de aquella carga famo hacer? ,
sa la locura gloriosa de haberla intentado. Brusca —¡No, no, aún respira!.. ¡Llevémoslo!
mente Céfiro, herido por una bala en el pecho, cayó Rochas manifestó que no se podían recoger á los
que caían. En el campo de batalla los heridos no sel cible le sostenía, y le daba fuerzas para poder lle-
cuentan. Entonces Mauricio, suplicó á Pcahe y á var una montaña. Detrás del muro, encontró al te-
Lapoulle. niente Rochas, y algunos soldados de la escuadra-
—Vamos ayudadme. Yo solo no puedo. tirando siempre, defendiendo la bandera que soste,
No le escuchaban, no le oían, solo pensaban en nía el alférez.
salvarse, sobrexcitado el instinto de conservación. Para el caso de una derrota, no se había indicado
Y se escaparon en dirección al muro. Los prusia- Dinguna línea de retirada al ejército. Con aquella
nos se hallaban á unos cien metros. imprevisión, con aquella confusión, • cada general
Y, llorando de rabia, Mauricio, solo, al lado de obraba á su antojo, y todos á la vez caían sobre Se-
Juan, lo cogió en brazos y quiso llevárselo. Pero dan, bajo el enorme empuje de los ejércitos alema-
era muy débil, y el cansancio y la angustia, habían nes victoriosos. La segunda división del 7.° cuerpo
agotado sus fuerzas. Cayó en seguida con su carga. se replegaba con bastante órden, mientras que los
¡Si hubiese visto á algún camillero! Los buscó, cre- restos de las otras divisiones, mezcladas á los restos
yó reconocer á alguno entre los que huían y los del l. e r cuerpo, rodaban hacia la ciudad en un des
ilamaba. Nadie le hacía caso. Reunió sus fuerzas, órden completo, un torrente de cólera y de espanto,
cogió á Juan, logró dar unos treinta pasos y una arrastrando hombres y animales.
granada estalló á su lado, creyó que iba á morir, En aquel momento, Mauricio vió con alegría abrir-
encima de su compañero. I se los ojos de Juan y al echar á correr hacia un ria-
Lentamente, se levantó. Se tentaba, no tenía chuelo, para lavarle la cara, se quedó sorprendido
nada, ni un rasguño. ¿Por qué no huía? Aún era al ver, á su derecha, en el fondo del valle, algo se-
tiempo, podía alcanzar el muro en unos saltos y era parado, protegido por las pendientes, al aldeano que
la salvación. Volvía á tener miedo y estaba aloca- había visto por la mañana, que continuaba labran
do. Iba á echar á correr, pero al ver á Juan allí en do la tierra tranquilamente, sin prisa, guiando el
el suelo no tuvo valor. ¡No era posible abandonarle! arado, del que tiraba un caballo blanco. ¿Para qué
Todos sus recuerdos se lo impedían, la fraternidad perder un día? Porque se batiesen los hombres, el
que se había apoderado de aquellos dos hombres, trigo no había de dejar de crecer ni el mundo de
del aldeano y del señorito, tenía profundas raíces, vivir.
arrancaba tal vez de los primeros días de la crea-
ción, y era también como si solo hubiesen quedado
dos hombres en el mundo, entre los que uno no po- VI
día renunciar al otro-, sin renunciar á sí mismo.
i Sobre la terraza á donde había subido para dar-
Si Mauricio, una hora antes, no hubiese comido se cuenta de la situación, Delaherche estaba cada
un pedazo de pan bajo las balas, nunca hubiera po- vez más impaciente por averiguar lo que ocurría.
dido hacer lo que realizó y más tarde ni aún pudo Vela que las granadas pasaban por encima de la
recordarlo. Debió haber echado á Juan sobre sus ciudad y que las tres ó cuatro que habían reventa-
hombros y después arrastrarse con él, entre los ras ( do sobre los tejados de las casas cercanas debían
tro jos cayendo veinte veces y levantándose otras ser una contestación á los tiros tan lentos y tan
tantas, tropezado á cada paso. Una voluntad inven- j ineficaces del fuerte del Palatinado. Pero no veía
que caían. En el campo de batalla los heridos no sel cible le sostenía, y le daba fuerzas para poder lle-
cuentan. Entonces Mauricio, suplicó á Pcahe y á var una montaña. Detrás del muro, encontró al te-
Lapoulle. niente Rochas, y algunos soldados de la escuadra-
—Vamos ayudadme. Yo solo no puedo. tirando siempre, defendiendo la bandera que soste,
No le escuchaban, no le oían, solo pensaban en nía el alférez.
salvarse, sobrexcitado el instinto de conservación. Para el caso de una derrota, no se había indicado
Y se escaparon en dirección al muro. Los prusia- Dinguna línea de retirada al ejército. Con aquella
nos se hallaban á unos cien metros. imprevisión, con aquella confusión, • cada general
Y, llorando de rabia, Mauricio, solo, al lado de obraba á su antojo, y todos á la vez caían sobre Se-
Juan, lo cogió en brazos y quiso llevárselo. Pero dan, bajo el enorme empuje de los ejércitos alema-
era muy débil, y el cansancio y la angustia, habían nes victoriosos. La segunda división del 7.° cuerpo
agotado sus fuerzas. Cayó en seguida con su carga. se replegaba con bastante órden, mientras que los
¡Si hubiese visto á algún camillero! Los buscó, cre- restos de las otras divisiones, mezcladas á los restos
yó reconocer á alguno entre los que huían y los del l. e r cuerpo, rodaban hacia la ciudad en un des
ilamaba. Nadie le hacía caso. Reunió sus fuerzas, órden completo, un torrente de cólera y de espanto,
cogió á Juan, logró dar unos treinta pasos y una arrastrando hombres y animales.
granada estalló á su lado, creyó que iba á morir, En aquel momento, Mauricio vió con alegría abrir-
encima de su compañero. I se los ojos de Juan y al echar á correr hacia un ria-
Lentamente, se levantó. Se tentaba, no tenía chuelo, para lavarle la cara, se quedó sorprendido
nada, ni un rasguño. ¿Por qué no huía? Aún era al ver, á su derecha, en el fondo del valle, algo se-
tiempo, podía alcanzar el muro en unos saltos y era parado, protegido por las pendientes, al aldeano que
la salvación. Volvía á tener miedo y estaba aloca- había visto por la mañana, que continuaba labran
do. Iba á echar á correr, pero al ver á Juan allí en do la tierra tranquilamente, sin prisa, guiando el
el suelo no tuvo valor. ¡No era posible abandonarle! arado, del que tiraba un caballo blanco. ¿Para qué
Todos sus recuerdos se lo impedían, la fraternidad perder un día? Porque se batiesen los hombres, el
que se había apoderado de aquellos dos hombres, trigo no había de dejar de crecer ni el mundo de
del aldeano y del señorito, tenía profundas raíces, vivir.
arrancaba tal vez de los primeros días de la crea-
ción, y era también como si solo hubiesen quedado
dos hombres en el mundo, entre los que uno no po- VI
día renunciar al otro-, sin renunciar á sí mismo.
i Sobre la terraza á donde había subido para dar-
Si Mauricio, una hora antes, no hubiese comido se cuenta de la situación, Delaherche estaba cada
un pedazo de pan bajo las balas, nunca hubiera po- vez más impaciente por averiguar lo que ocurría.
dido hacer lo que realizó y más tarde ni aún pudo Veía que las granadas pasaban por encima de la
recordarlo. Debió haber echado á Juan sobre sus ciudad y que las tres ó cuatro que habían reventa-
hombros y después arrastrarse con él, entre los ras ( do sobre los tejados de las casas cercanas debían
tro jos cayendo veinte veces y levantándose otras ser una contestación á los tiros tan lentos y tan
tantas, tropezado á cada paso. Una voluntad inven- j ineficaces del fuerte del Palatinado. Pero no veía
muertos y todos los brazos y piernas cortados, los
nada de la batalla y tenía tal necesidad de obtener | restos de carne y de huesos que quedaban sobre las
noticias, hostigado por el miedo de perder en la ca- , mesas.
tástrofe vida y fortuna, que se bajó de la terraza | Sentadas al pie de los grandes árboles, la señora
dejando allí los anteojos apuntados hacia las bate- . Delaherche y Gilberta no daban abasto para hacer
rías alemanas. , . ,, vendas. Bouroche, que pasaba con la cara roja y
Abajo, al ver el aspecto que tenía el jardín cen- i su delantal blanco manchado de sangre, echó un
tral de la fábrica, se detuvo un momento. Era la paquete de trapos á Delaherche, gritándole:
una de la tarde y la ambulancia se veía atestada de —¡Tome usted! ¡haga usted algo de provecho!
heridos. Los coches llegaban sin cesar bajo el por- Pero el fabricante protestó.
che. Faltaban ya los coches reglamentarios de dos —Dispense usted; tengo que ir á buscar noticias.
y de cuatro ruedas: se presentaban furgones de ma- No sabemos si existimos.
terial, coches y carros de todas clases, embarcados I Después, acercándose á su mujer, añadió:
en cualquier sitio, donde los encontraban. Y allí I —¡Pobre Gilberta, cuando pienso que una grana-
dentro se amontonaban los heridos recogidos en las | da puede caer aquí y prender fuego á todo esto!
ambulancias volantes, hechas á escape las primeras Estaba muy pálida, levantó la cabeza, echó una
curas. Era una multitud horrenda de gentes pálidas, mirada á su alrededor y luego con la sonrisa en los
casi verdosas unas, violáceas otra?, efecto de las labios dijo:
congestiones; muchos estaban desmayados, otros —¡Si, esto es horrible, todos estos hombres hechos
lanzaban lamentos; los había que se abandonaban
á los enfermeros, asustados, con los ojos muy abier- pedazos!... ¡Me extraña mucho no haberme desma-
tos y otros que morían al tocarlos. Era tal la inva- yado!
sión, que todos los colchones de la inmensa sala La señora Delaherche había notado que su hijo
iban á estar ocupados y el médico Bouroche daba besaba'el pelo de su mujer y se acordó que otro
órdenes para que se utilizara la paja con la que ha- hombre acaso lo hubiera hecho también. Sus manos
bía mandado hacer literas en un rincón. El médico temblaron y murmuró:
v los ayudantes daban aún abasto á las operacio- f —¡Con tantos sufrimientos, Dios mío, olvidamos
nes. Había pedido otra mesa con un colchón y un los nuestros!
hule que se colocó bajo el cobertizo donde opera- Delaherche se marchó diciendo que volvería en
ban. El practicante, en cuanto el herido quedaba seguida, con noticias seguras. Al llegar á la calle
acostado, le ponía en las narices una servilleta em- Maqua se sorprendió al ver el número de soldados
papada en cloroformo. Los delgados cuchillos de que llegaban, sin armas, con los trajes destrozados,
acero relucían, las sierras apenas se oían funcionar, 1 manchados. No pudo obtener detalles precisos
la sangre chorreaba, pero en seguida se cortaba el I á pesar de que interrogó á'algunos; contestaban
chorro; se ¡levaban y se traían sin cesar heridos atontados, sin saber lo que decían; otros hablaban
operados rápidamente, sin dar tiempo apenas para ^ tanto, y con tal furia, tan exaltados, que parecían
limpiar el hule que cubría el colchón. Y al extremo locos. Maquinalmeute, se dirigió de nuevo á la sub-
del jardín, detrás de un macizo de flores, en el osa- prefectura, en la creencia de que todas las noticias
rio que habían tenido que instalar, se colocaban loa afluirían allí. Al atravesar la plaza del Colegio, dos
cañones los dos únicos que quedaban de la batería, —No, nada sé... al medio día he subido una carta
llegaron al galope y se pararon contra la acera. En i para el mariscal Mac-Mahon. El emperador estaba
la calle Mayor, notó que la población estaba ates- con él...
tada de gentes que huían; tres húsares desmontados Han estado juntos cerca de üna hora, el mariscal
se hallaban sentados en un portal, repartiéndose en la cama, el emperador sentado en una silla, apo
trozos de pan; otos dos llevaban sus caballos por la yada en el colchón. Esto lo sé, porque los he visto
brida, sin saber en que cuadra iban á meterlos; al- cuando han abierto la puerta.
gunos oficiales corrían sin saber á donde meterse. —¿Y que decían?
En la plaza de Turenne, un alférez le aconsejó - se Le miró otra vez, y se echó á reir.
retirara, pues caían granadas con suma frecuencia; •—¡Pero si no lo sél ¿Cómo quiere usted que sepa
una de ellas había destrozado la verja que rodeaba lo que se han dicho, si nadie lo sabe?
la estatua del gran capitán, vencedor del Palatina- Era cierto, quiso excusarse por aquella pregunta
do. Y en efecto, al retirarse por la calle de la sub- necia. Pero la idea de lo que habían podido decirse
prefectura, vió dos granadas que estallaban con en aquella suprema entrevista le molestaba: ¿qué
gran estrépito sobre el puente del Meuse. interés había tenido? ¿Qué solución habían adop-
Se quedó parado delante de una portería, bus- tado?
cando un pretexto para interrogar á uno d é l o s —Ahora, el emperador está en su despacho con
ayudantes, cuando una voz juvenil le llamó: dos generales que ababan de llegar del campo de
—¡Señor Delaherche!... Entre usted pronto, no se batalla...
está bien ahí fuera. Se paró, echó una ojeada en la escalera.
Era Rosa, la jornalera de la fábrica, de la que no —¡Mire usted, aquí viene uno de los generales y
se acordaba. Entró en la portería y se sentó. ahí va el otro!
—Figúrese usted,—dijo Rosa,—que mamá está Delaherche salió y reconoció al general Douay y
enferma de tanto tragín, se ha acostado y no ha al general Ducrot, cuyos caballos aguardaban en la
podido levantarse. Me he quedado sola, porque pa- puerta. Después de haber abandonado la meseta de
pá, que es guardia nacional, está en la ciudadela... Illy habían acudido para prevenir al emperador
Hace un momento el emperador ha querido demos- que se había perdido la batalla. Daban detalles
trar que era un valiente y ha podido volver á salir, exactos sobre la situación, el ejército y Sedán se
yendo hasta el final de la calle, hasta el puente. encontraban envueltos por todas partes, el desastre
Una granada ha caido delante de él, el caballo de iba á ser espantoso.
uno de sus lacayos ha caido muerto. Y después se El emperador se paseó por su despacho durante
ha vuelto... ¿qué quiere usted que haga? unos momentos con el paso vacilante de un enfer-
—¿Sabe usted en que estado nos encontramos? mo. Sólo quedaba allí un ayudante de campo, de pie,
¿No sabe usted lo que dicen esos señores? callado, cerca de una puerta y Napoleón seguía
Le miraba, estupefacta. Estaba muy fresca, con paseando desde la ventana á la chimenea, la cara
su pelo menudito, sus ojos claros de niña, que se descolorida, nervioso. La espalda parecía haberse
agitaba, apurada en medio de aquellos horrores, encorvado como bajo el hundimiento de un mundo,
cuyo alcance no comprendía. mientras que los ojos apagados, velados por pesa-
dos párpados, señalaban la resignación del fatalista —¡Oh, ese cañón, ese canón, hacedle callar, en
que había jugado y perdido contra el destino la ul- seguida, en seguida!
tima partida. Cada vez que pasaba ante la ventana Y aquel emperador que ya no tema trono, na
abierta, un estremecimiento le hacía detenerse allí hiendo conferido sus poderes á la emperatiz regen-
un instante. , te; ese jefe de un ejército al cual no mandaba des-
En una de aquellas paradas tan cortas, se le oyó de que había entregado al mariscal Bazame el man-
decir: , , . do supremo, tuvo entonces un arranque postumo,
—¡Oh, ese cañón, ese cañón que se oye desde esta deseando demostrar su poder con el irresistible de
mañana! . . . - seo de ser el amo una última vez. Desde Chalóns se
Desde allí se oía el estrépito que producían las había desvanecido, no había querido dar una or-
baterías de la Marfée y de Frenois. Era un trueno den, resignado á ser una cosa inútil y molesta, un
continuo que hacía temblar los cristales y las pare- bulto que estorba llevado con los bagajes de las
des; un ruido incesante, obstinado, que exasperaba. tropas. Y no se sintió emperador más que en el mo-
Y debía pensar que la lucha no dejaba lugar á es- mento del desastre, la primera, la única orden que
peranzas, que toda resistencia era inútil y hasta iba á dar, con el corazón lleno de piepad, era la de
izar la bandera blanca sobre la ciudadela para pe
criminal. ¿Para qué dejar derramar más sangre,
ver miembros destrozados, cabezas cortadas, más dir un armisticio.
muertos además de los muchos que había esparci- —¡Oh! ese cañón, ese cañón... ¡Coger una sábana,
dos por el campo? ¿Puesto que estaban vencidos, un mantel, cualquier cosa! ¡Correr y decir que lo
puesto que todo había acabado, para qué continuar hagan callar!
aquella matanza? Había ya bastantes horrores y se El ayudante de campo salió; y el emperador con-
oían bastantes gritos de dolor. tinuó su paseo inseguro, desde la ventana á la chi-
El emperador, cerca de la ventana, temblando y menea, mientras que las baterías continuaban
levantando las maaos, volvió á repetir: atronando el espacio, haciendo temblar la casa en-
—¡Oh, ese cañón, ese cañón que se oye desde es- tera. ,
ta mañana! Abajo, Delaherche hablaba con Rosa, cuando un
Tal vez la idea de las responsabilidades enormes sorgento de servicio se presentó.
que había contraído se alzaba ante él con la visión —Señorita, no se encuentra nada, no se ve una
de los cadáveres sangrientos que por su culpa ha- criada... ¿no tendría usted un paño, un trozo de te-
bían quedado tendidos allá á millares, y tal vez la —Quiere
blanca? usted una servilleta.
sólo fuese la t e r n u r a de su corazón de h o m b r e so-
—No, no, no es bastante grande... La mitad de
ñador hostigado por somnolencias humanitarias.
En aquel fracaso que rompía y arrastraba su fortu- una sábana... ó cosa así.
Rosa se dirigió al armario.
na como una paja, encontraba lágrimas para otros, —Es que no tengo sábanas cortadas...
anonadado por aquella matanza horrible que conti-
nuaba, sin fuerzas humanas para sufrirla más tiem- ¡No veo que podré darle! ¡Ah! mire usted! ¿quiere
po. Ahora aquel cañoneo asesino repercutía en su usted un mantel?
pecho y aumentaba su mal.
—¡Un mantel, muy bien, eso es lo que necesita- charon á los heridos unos contra otros. Había más
mos! de doscientos y continuaban llegando. Las anchas
Al marcharse añadió: ventanas alumbraban con luz clara aquel hospital
—¡Vamos á hacer una bandera blanca, que se va cuyos cuerpos heridos estaban hacinados. A veces,
á izar sobre la ciudadela, para pedir paz!.. Muchas efecto de un movimiento demasiado brusco, se oía
gracias, señorita. un lamento. Estertores de agonía cruzaban por el
aire. En el fondo un lamento continuo se dejaba oir
Delaherche tuvo un sobresalto de alegría. Por fin constanteniente. Y el silencio se hacía más profun-
iban á quedar tranquilos. do. Una especie de estupor resignado, la triste pe-
Después aquella alegría le pareció antipatrióti- sadumbre de una cámara mortuoria, cuyo silencio
ca, y la refrenó. Pero su corazón aliviado latía lleno sólo interrumpían los enfermeros. Las heridas cu-
de gozo, y vió con placer salir de la Subprefectura radas á toda prisa, en el campo de batalla, alguna«
á un coronel acompañado de un capitán y seguidos aun descarnadas, se dejaban ver, entre los trozos
de un sargento que se dirigía á escape á la ciuda del capote y del pantalón, que se habían roto. Se
déla. El coronel llevaba bajo el brazo el mantel en- veían pies que se estiraban, calzados todavía,
rollado. En aquel momento dieron las dos. aplastados y sangrando. Rodillas y codos rotos, co
Delante del Ayuntamiento, Delaherche se vió mo á martillazos, dejaban colgar miembros inertes.
atropellado por unos soldados que bajaban á escape Había manos rotas, dedos que colgaban sostenidos
per la calle de la Cassine. Perdió de vista al coro- por un trocito de piel. Los brazos y las piernas
nel y renunció á la curiosidad de ver izar la ban- fracturadas parecían ser los más numerosos, tiesos,
dera blanca. Seguramente no le dejarían entrar y efecto del dolor, con una pesadez de plomo. Pero
como por otra parte oía decir que caían granadas sobre todo, las heridas de más cuidado eran las que
sobre el colegio, su inquietud aumentaba; tal vez hablan agujereado el vientre, el pecho ó la cabeza.
estuviese ardiendo su fábrica desde que la había Los costados sangraban por aquellos boquetes ho
abandonado. Echó á correr, pero algunos grupos rrorosos, y se habían formado nudos de entrañas
interceptaban el camino y aumentaban los obs- bajo la piel, las caderas destrozadas, cortadas á ha-
táculos á cada paso. Cuando logró llegar á la calle chazos, torcían las posturas en contorsiones frenéti
Maqua y vió la monumental fachada de su casa, cas. Había pulmones atravesados de parte á parte,
intacta, sin una chispa y sin humo, se tranquilizó. unos con agujero tan pequeño que no salía sangre,
Entró en su casa diciendo: otros con aberturas enormes, por donde se escapa-
—¡Todo va bien, están izando la bandera blanca ba la vida en una oleada de sangre; y las hemorra-
y va á cesar el fuego! gias internas, las que no se veían, acababan con la
Después se detuvo contemplando el aspecto que vida de los heridos. Las cabezas, por último, ha-
ofrecía la ambulancia, que era espantoso. bían sufrido más aun; bocas machacadas, la lengua
y los dientes destrozados; las órbitas hundidas, los
En el amplio secadero, cuya puerta estaba abier- ojos medio sacados; los cráneos abiertos, dejando
ta, no sólo estaban ocupados todos los colchones, ver los sesos. Todos los que habían recibido bala
sino que ni aun quedaba un sitio libre en el extre zos en la médula ó en el cerebro estaban como ca
mo de la sala donde se había colocado la litera.
Empezaron á echar paja entre las camas y estre-
dáveres, en el anonadamiento del coma; i ^ e n ^ a s 3 to de sorpresa al reconocer en el último que baja-
que los fracturados, los calenturientos, se movían, ron al capitán Beaudoin.
pedían agua con voz baja y suplicante. —¡Pobre amigol aguarde usted, voy á llamar á
P
Después, al lado bajo el cobertizo donde, se» ope- mi madre y á mi mujer.
raba, era otro horror; con aquel primer atropello Acudieron las dos, dejando en su puesto á dos
no se procedía más que á verificar las criadas. Los enfermeros que habían cogido al capi
más urgentes, las que reclamaba el estado desespe tán, se lo llevaban á la sala donde iban á acostarle
rado de los enfermos. El temor de una hemorragia sobre un montón de paja, cuando Delaherche vió
decidía al médico Bouroche á hacer ia ampu aeión sobre un colchón un soldado que no se movía, la
inmediata. Tampoco se a t r a s a b a para buscar los cara lívida, los ojos abiertos.
proyectiles en el fondo de las heridas y arrancar —¡Oigan, éste ha muerto!
L J s i estaban situados en algunna zona pehg osa —Es verdad,—dijo un enfermero; pues es inútil
la base del cuello, el costado, la raíz muslo el que estorbe.
doblez del codo ó en la pantorilla. Los demás herí Entre los dos se lo llevaron al depósito de cadá-
dos, que prefería dejar en observación, los curaban veres que habían establecido detrás de las flores.
los enfermeros siguiendo sus ^ ^ T l ' ^ l s Se encontraban allí unos doce muertos colocados
practicado cuatro amputaciones, o p a c ándolas, en orden, los unos con los pies estirados efecto del
descansando de las operaciones graves, extrayendo dolor, otros encogidos, torcidos en posturas atroces.
algunas balas y empezaba á estar c a n s a d a No ha- Los había con los ojos en blanco, con la boca abier-
b í ! más que dos mesas, la suya y otra ¿onde traba ta enseñando los dientes, mientras que varios, la
jaba uno de sus ayudantes. Acababan de colocar cara larga horriblemente triste, lloraban aún. Uno,
muy joven, pequeño y delgado, la cabeza medio
una sábana entre las dos, con objeto de q u e l o i he destrozada; apretaba contra su corazón, con sus
ridos no se vieran. Y aunque lavaban las, mesas dos manos convulsas, una fotografía de mujer, una
con esponjas, no podían hacer desaparecer la san de esas fotografías pálidas de pueblo, manchada de
gre, Arrien tras que los cubos que se vertían cerca sangre. Y al pie de los muertos amontonaban tam-
de allí, esos cubos que un vaso de sangre bastaba bién piernas y brazos cortados, todo lo que se se
p a r a enrojecer el agua clara, parecían cubos de paraba de las mesas de operación, el escobazo en la
sangre que anegaban las flores del jardín. Aunque tienda de un carnicero, llevando á un rincón los
eí aire entraba libremente, salía un olor que daba restos de huesos y de carne.
náuseas, de aquellas mesas, de |
aquellos instrumentos, mezclado con el olor del cío Delante del capitán Beaudoin, Gilberta se estre-
mecía. ¡Qué pálido estaba, echado sobre aquel col-
r
° D e l a h e r c h e se estremecía de compasión cuando chón! Y el recuerdo de que algunas horas antes ha
la entrada de un landau bajo el porche, llamó su bía estado entre sus brazos lleno de vida la helaba
atención. E r a el único coche que habían podid^en- el corazón. Se había arrodillado.
contrar v dentro de él habían amontonado ocho he —¡Qué desgracia, amigo mío! Pero e s t o c o , es
ridos, unos sobre otros. El fabricante lanzó un gri nada, ¿no es verdad? ¡¡í^*' ' ^
Y maquinalmente sacó un pañuelo; le limpió |a

. f u *
• t : ÜÉ .
cara, no pudiendo resistir al deseo d e b i t a r l e aquel Fué á situarse delante del herido, pero de una
sudor, aquella suciedad efecto de la pólvora y déla ojeada debió comprender la gravedad del caso,por-
tierra. Le parecía que le aliviaba limpiándole. que añadió en seguida sin inclinarse para exami
—¿No es verdad, eato no es nada, no es más que nar la pierna:
—¡Bien, me lo traerán en cuanto termine la ope-
la
| r í a p i t á n , en una especie de somnolencia, abría ración que estoy preparando.
los ojos. Habia reconocido á sus amigos y hacía es- Y se fué bajo el cobertizo seguido de Delaherche,
fuerzos para sonreírse. • que no quería soltarle por temor de que olvidara
su promesa.
- S í , es sólo la pierna... No he sentido la herida,
Esta vez se trataba de la desarticulación de un
creí que daba un tropezón y que caía... hombro, según el método de Lisfranc,lo que llaman
Pero hablaba csn mucha dificultad. los médicos cirujanos una bonita operación, una
—¡Tengo sed, mucha sed! cosa rápida y elegante; cuarenta segundos á lo más.
Entonces la señora Delaherche, inclinada al otro Daban cloroformo al paciente mientras que un prac-
lado del colchón, fué á buscar agua. Trajo una bo- ticante le agarraba el hombro con las manos, los
tella y un vaso con un poco de cognac. Y cuando cuatro dedos bajo el sobaco, el pulgar encima. En-
el capitán acabó de beber, tuvo que dar agua á los tonches Bouroche, después de ordenar le sentaran,
que estaban á su lado: todas las manos pedían, su- cogió un cuchillo largo, agarró el deltoide, traspasó
plicaban. Un zuavo á quien no llegó el agua, empe- el brazo y cortó el múculo; después, volviendo ha-
zó á llorar. cia atrás, cortó la juntura de un solo golpe; y el
Delaherche trataba de hablar al medico para pe- brazo había caído derribado en tres movimientos.
dir un turno de favor para el capitán. Bouroche aca- El ayudante había dejado escurrir los dedos para
baba de entrar en la sala con su delantal ensan- tapar la arteria humeral. «¡Acostadle!» Bouroche se
grentado, su cara sudorosa, enrojecida, que sus sonrió involuntariamente al ligarle, porque sólo ha-
crines de león parecían incendiar; y á su paso los bía tardado treinta y cinco segundos. Solo faltaba
hombres se sentaban en los colchones, querían de bajar el trozo de carne sobre la herida. Esto era
tenerle, deseando ser curados, ser socorridos en el muy bonito por el peligro que ofrecía la operación,
acto. ¡A mí, á mí, señor médico! Le rogaban, le to- pues un hombre podía perder toda su sangre en
caban. Pero Bouroche sin perder la cabeza, á pesar tres minutos por la arteria humeral, haciendo caso
del cansancio, organizaba el trabajo sm,atenderá omiso de que al estar un herido bajo la acción del
nadie. Hablaba en voz alta, los contaba con el de- cloroformo hay siempre peligro de muerte.
do, los señalaba con números, los clasificaba: éste,
aquél, el otro; uno, dos, tres; una boca, un brazo, Delaherche, asustado, hubiera querido huir. Pero
una pierna, mientras que el ayudante que le acom- no tuvo tiempo, el brazo estaba ya sobre la mesa.
pañaba le escuchaba con atención para recordar. El soldado amputado, un quinto, un aldeano fuerte
—Señor Bouroche,—dijo Delaherche;—está afll al volver en si, vió aquel brazo que un enfermero
un capitán, el capitán Beaudoiu. llevaba al depósito. Miró su hombro, le vió cortado
—Bouroche ie interrumpió: y sangrando. Y se puso hecho una furia.
—¡Que está aquí Beaudoin!... ¡Pobre hombre! Desastre—Tomo II—5
—Pero ¿qué demonio ha hecho usted? ¡Eso es una esfuerzos eran inútiles; comprendiendo que le era
barbaridad! imposible hacerlo todo, ese pensamiento le había
Bouroche, extenuado, no contestaba. Después paralizado. ¿Para qué? ¡puesto que después de tan
tranquilamente dijo: to trabajo heroico, la muerte había de llevarse sus
—He hecho lo que debía hacer, lo mejor que po- víctimas!
día hacer. No quería que reventases. Además, te he Dos enfermeros llevaban sobae una camilla al
consultado y me has dicho que sí. capitán Beaudoin.
—¡He dicho sí, sí! Pero ¡qué sabía yo! —Señor Bourouche,—se permitió decir Delaher-
Su furia se deshizo en lágrimas. che,—aquí está el capitán.
—¿Qué quiere usted que haga sin brazo? Bouroche abrió los ojos, sacó los brazos del agua,
Se lo llevaron, lo echaron sobre la paja y volvie los sacudió, los secó en la paja. Después, poniéndo-
ron á lavar la mesa y el hule y los cubos de agua se de rodillas:
roja que volvieron á tirar sobre las flores, ensan- —¡Ah,sí,ahora otro!... No ha acababa del trabajo.
grentando el ramillete de margaritas. Y estaba de pie, refrescado, sacudiendo su cabe-
A Delaherche le extrañaba seguir oyendo el ca- za de leÓD, dispuesto á seguir, gracias á su pràtica
ñoneo. ¿Por qué no cesaba ya? El mantel de Rosa y á la imperiosa disciplina.
debía estar izado sobre la ciudadela. Y parecía por Gilberta y la señora Delaherche habían seguido
el contrario que el estrépito aumentaba en intensi- la camilla y se quedaron á alguna distancia, cuan-
dad. Era un ruido imponente, un sacudimiento que do echaron al capitán sobre el colchón cubierto por
estremecía hasta á los menos nerviosos de pies á el hule.
cabeza, en una angustia creciente. Aquellos sacu- —Es por encima del tobillo derecho,—decía Bou
dimientos que taladraban el corazón, no debían de roche que hablaba mucho, para entretener al heri
ser muy buenos para los que operaban ni para los do. No es malo el sitio. Eso tiene buena compostu-
operados. La ambulancia estaba calenturienta, alo ra. Vamos á ver eso.
cada hasta la exasperación. El estado de atontamiento en que se encontraba
—Si ha acabado todo, ¿por qué continúan?—dijo el capitán, le preocupaba mucho Miraba la prime
Delaherche, que prestaba mucha atención, creyendo ra cura que le habían hecno, una venda sencilla,
á cada segundo oir el último cañonazo. apretada y sostenida sobre el pantalón, por una
Después, al volver en busca de Bouroche, para vaina de bayoneta. Y, entre dientes gruñía, pre
recordarle al capitán, le vió en la paja, echado bo- guntándose quién era el puerco que había hecho
ca abajo, los brazos desnudos, metidos en un cubo aquello. Después se calló.
de agua helada. Agotadas las fuerzas morales y físi- Acababa de comprender; con seguridad que en
cas, el médico descansaba aniquilado, abatido por el lanclan lleno de heridos, había debido aflojarse
una tristeza, una desolación inmensas, en uno de la venda, escurriéndose, dejando de comprimir la
esos minutos de agonía de médico que se siente im- herida, lo que había originado una gran hemorra-
potente. Este, sin embargo, era un hombre sólido, gia.
tenía piel dura y un corazón que había hecho sus Bouroche se encolerizó de pronto v descargó su
pruebas. Pero descorazonado viendo que todos sus cólera contra un esfermero.
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agitación que precede á la anestesia se producía,
—¡Pedazo de animal, corta eso prontol dos enfermeros dejaron escurrir suavemente al tenien-
El enfermero cortó el pantalón y el calzoncillo, te ¡sobre el colchon, para que estuvieran las piernas
cortó el zapato y el calcetín. La pierna y el pie apa- libres, y uno de ellos cogió la izquierda, mientras
recieron blancos, manchados en sangre. Y había que el otro apretaba con todas sus fuerzas la dere-
allí, por encima del tobillo, un boquete tremendo, cha á raíz del muslo, para comprimir las arterias.
en el cual un pedazo de granada había empotrado
un trozo de pantalón. Un poco carne destrozada Entonces, cuando vió á Bouruche coger el cuchi-
salía por aquella herida. llo, Gilberta no pudo resistir más.
—¡No. no, esto es horrendo!
Gilberta tuvo que apoyarse contra una de las co- Desfallecía, se apoyó sobre la señora Delaherche
lumnas del cobertizo, ¡Ah! ¡aquella carde tan blan- que pudo sujetarla para que no cayera.
ca, aquella carne sangrando ahora y aplastada! A pe-
sar del espanto no podía apartar los ojos de aquel —Pero ¿por qué se quedan ustedes?
cuadro. Las dos continuaron allí. Volvían la cabeza, no
queriendo ver, inmóviles temblorosas, apretadas
—¡Demontres!—dijo Bouroche,—¡le han apaña- una contra otra, á pesar de lo poco qne se querían.
do á usted bien! En aquel momento fué cuando el cañoneo pro-
Tentaba el pie, lo encontraba frío no sentía latir ducía más estrépito. Eran las tres y Delaherche,
el pulso. Se había puesto muy serio, frunciendo las desesperado, declaraba que no comprendía lo que
cejas, como cuando se veía ante un caso grave. pasaba. Ahora ya estaba fuera de duda, en vez de
—¡Demontres! ¡vaya un pie malo! cesar el fuego, las baterías alemanos lo redoblaban.
El capitán, á quien la ansiedad sacaba de su som- ¿Por qué? ¿qué ocurría? Era un bombardeo infernal,
nolencia, le miraba, aguardaba; y acabó por decir: la tierra temblaba, el aire quemaba. Alrededor de
—¿Lo cree usted, Bouroche? Sedan, la cintura de bronce de los ochocientos ca-
Pero la táctica del médico era la de no pedir ñones del ejército alemán, tiraban á la vez, atro
nunca directamente al herido la autorización acos- nando el espacio y aquel fuego convergente, de to-
tumbrada, cuando se imponía una amputación. Pre- das las alturas que rodeaban la ciudad, tirando al
fería que el herido cayese él mismo en la cuenta de centro, hubiese quemado y pulverizadp la ciudad
que era necesaria. en un par de horas. Lo malo era que empezaban á
—¡Vaya un pie malo! ¡no podremos salvarle! caer granadas sobre las casas. Se oía el estrépito
Nervioso, Béaudoin, añadió: con más frecuencia y estallaron algunas en la calle
—Vamos, hay que acabar de una vez, ¿qué pien- des Voyards. Otra tiró una chimenea de la fábrica
sa usted? y cayeron algunos trozos delante del cobertizo.
—Pienso en que es usted un capitán muy valien- Bourche alzó los ojos gruñendo.
te, y que me va usted dejar hacer lo que es preciso. —¡Qué! ¿van á acabar con nuestros heridos? ¡Ese
—Haga usted lo que quiera. estrépito es insoportable!...
Los preparativos no fueron muy largos. El.' ayu- Un enfermero había agarrado la pierna del capi-
dante había empapado la servilleta en cloroformo, tán, y con una rápida incisión circular, el médico
que fué aplicado inmediatamente á las narices del cortó la piel por debajo de la rodilla, cinco centi-
herido. Después, en el momento en que la corta
metros más abajo del sitio por el cual pensaba ase- Gilberta había vuelto la cabeza. Delaherche le
había dicho que la operación había acabado. Pero
r r a r el hueso. Después, con auxilio del mismo cu- aún vió al enfermero que se llevaba el pie al osa-
chillo, que no soltaba para no perder tiempo, sepa- rio. Este iba llenándose, había allí otros dos cadá
ró la piel, la recogió hacia arriba como si estuvie- veres, uno con la boca desmesuradamente abierta
r a mondando una naranja. y negra, parecía que aun chillaba, el otro empeque
Y nuando se disponía á cortar los músculos, se ñecido por una atroz agonía se había vuelto del
acercó un enfermero y le dijo al oído. tamaño de un niño, enclenque y contrahecho. Lo
—El número dos ha muerto. malo era que el monton de restos humanos, acababa
Con el estrépito que reinaba, Bouroche no oyó. por desbordarse en el paseo del jardín. No sabiendo
—¡Hable usted alto! Los oídos echan sangre con donde colocar convenientemente el pie del capitán,
ese cañoneo. el enfermero dudó un momento y por fin lo echó en-
—¡El ntimero dos ha muerto! cima del monton.
—¿Quién es ese número dos?
—¡Ya se acabó! dijo Bouroche á Beuadoin, que vol-
—El brazo. vía en sí. ¡Ya está fuera de peligro!
—¡Bueno, pues me traerá usted al número tres, Pero el capitán se despertó con esa alegría que
el de la boca! suele proceder á las operaciones felices. Se levantó
Y con una celeridad extraordinaria, sin detener- un poce, volvió á.caer, balbuceando con voz débil:
se, cortó los músculos de un solo tajo, hasta el hue-
so. Puso al descubierto la tibia y el peroné é intro- —Gracias, Bouroche. Prefiero que se haya aca-
dujo entre ellos una compresa para sujetarlos. Des bado.
pués, de un golpe de sierra los echó abajo, y el pie Pero sentía el dolor que le causaba la cura con
se quedó en la mano del enfermero que lo sostenía. alcohol. En el momento en que acercaban una ca-
Cayó muy poca sangre, gracias á la presión que milla para llevárselo, una terrible detonación aca-
ejercían más arriba las manos del ayudante, alre- baba de oirse detrás del cobertizo conmoviendo toda
dedor del muslo. -Ligaron inmediatamente las tres la fábrica; era una granada que había estallado de-
arterias. Pero Bouroche movía la cabeza, y cuando trás del cobertizo, en el pequeño patio donde se
el ayudante separó los dedos, examinó la herida, encontraba la fuente. Volaron cristales, mientras
murmurando, seguro que el paciente no podía oirle que una humareda espesa llenaba la ambulancia.
aún. En la sala, el pánico se apoderó de los heridos sobre
sus lechos de paja y todos querían levantarse, echar
—¡Es lástima, las pequeñas arterias no dan san- á correr lanzando lamentos.
gre!
Delaherche, alocado, echó á correr para ver el
Después, de un gesto, acabó el diagnóstico: ¡otro desastre Pues qué ¿iban á destruirle la casa, á in-
hombre al agua! Y sobre su cara sudorosa reapare cendiársela ahora? ¿qué ocurría? Puesto que el em-
cieron la fatiga y la tristeza, esa desesperación que perador quería que cesara el cañoneo ¿por qué ha-
venía á condensarse en esta frase: «¿Para que sirve bía vuelto á empezar?
todo lo que hago? puesto que no se salvan Cuatro
hombres de cada diezf» Se limpió la frente, bajó la —¡A. ver si no se mueven ustedes!—dijo Bouro-
pie! y empezó á hacer las tres suturas. che á los enfermeros que estaban asustados.—¡Lá-
venia e ustedes la mesa. Vayan á buscar el número pias... Señora, hágame el favor de mojar una toa-
tres! lla y de dármela.
Lavaron la mesa, echaron unos cuantos cubos Gilberta corrió y volvió con la tohalla, y ella
de agua roja á todo vuelo sobre las flores del jar- misma quiso frotarle las manos. Desde aquel mo-
dín. Las margaritas nadaban en sangre y las yer- mento, demostró tener mucho valor, como hombre
bas y las flores flotaban en un lago rojizo. Y el mé- que desea morir dignamente. Delaherche le anima
dico, para descansar un poco, empezó á buscar una ba, ayudaba á su mujer á colocarle bien y la an-
bala al número tres, la que después de haberle des- ciana señora Delaherche, delante de aquel mori
trozado el maxilar inferior debía haberse incrusta- bundo, al ver al matrimonio tan unido auxiliándole,
do debajo de la lengua. Caía mucha sangre y se le sintió que su odio se desvanecía. Estaba dispuesta
pegaban los dedos. á callarse una vez más, á pesar de que había jura-
El capitán Beaudoin había sido llevado á la sala do revelarlo todo á su hijo. ¿Para qué destruir la
y estaba echado en un colchón. Gilberta y la seño- felicidad de aquella casa puesto que la muerte se
ra Delaherche habían seguido la camilla y Dela- llevaba la culpa?
herche, aunque preocupado, fué allí á Jiablarle un Aquella situación acabó pronto. El capitán Beau-
momento. doin, que iba debilitándose, cayó en una especie de
—Descanse usted, capitán. Vamos á prepararle sopor. Un sudor frío le inundaba la frente y el cue-
un cuarto y se quedará con nosotros. llo. Abrió los ojos un momento, tentó su cuerpo
En medio de su postración, el capitán abrió los como si hubiese buscado una manta imaginaria,
ojos, tuvo un momento de lucidez. hizo como que se arropaba, con las manos enco-
—No; creo que voy á morir. gidas.
Miraba á los tres con ojos muy abiertos, llenos —¡Ah, tengo frío, tengo mucho frío!
del espanto de la muerte. Murió, se apagó la vida sin hipo, y su cara tran-
—¿Qué dice usted, capitán?—dijo Gilberta, ha- quila, delgada, conservó una expresión de infinita
ciendo esfuerzos para ocultar su dolor.—Dentro de tristeza.
un mes estará usted de pie. Delaherche cuidó de que el cuerpo de Beaudoin,
Movía la cabeza, no miraba más que á ella, re- en vez de ir á parar al osario, fuese depositado en
flejándose en sus ojos el pesar de abandonar la vi- la cochera. Quiso obligar á Gilberta á que se reti-
da, un sentimiento de abandonar la existencia, tan rara, pues estaba llorando y muy conmovida, pero
joven, sin haber agotado los goces del mundo. ella no quiso, prefirió quedarse con la señora de
—¡Voy á morir! ¡voy á morir!... ¡Esto es horri- Delaherche, entre el ruido y la agitación de la am-
ble!... bulancia, que no le daban tiempo para tener mié
Después notó que su uniforme estaba manchado do. Dió de beber á un cazador de Africa, á quien
y roto, que tenía las manos negras y se avergonzó la fiebre hacía delirar, ayudaba á un enfermero á
al verse así delante de las señoras. Ese pensamien- curar la mano de un soldado, de un quinto de vein-
to le mortificaba tanto, que le dió de nuevo todo su te años, que había venido á pie desde el campo de
valor y logró decir: batalla con el pulgar cortado; y como era muy ale-
—Pero, si muero, quiero morir con las manos lim-
gre y se burlaba de la herida, acabó por distraerse rompiendo el asta y pateando el mantel. Y las ba-
con él. , , terías prusianas seguían tirando; los proyectiles
Mientras el capitán había estado agonizando, el llovían sobre los tejados y en las calles ardían las
cañoneo parecía haber aumentado; otra granada casas; una mujer había sido aplastada en la plaza
cayó en el jardín destrozando uno de los árboles de Turenne.
más grandes. Gentes asustadas gritaban que todo En la subprefectura, Delaherche no encontró á
Sedan ardía, pues un incendio imponente se había Rosa en la portería. Todas las puertas estaban
declarado en el barrio de Cassine. Todo quedaría abiertas, el desastre empezaba. Entonces subió, en-
destruido si aquel bombardeo continuaba con tal contrando en la escalera gentes desconocidas, preo-
violencia. cupadas, sin que nadie le preguntara cosa alguna.
—¡No es posible, esto es inaguantable! ¡quiero En el primer piso encontró á Rosa.
volver allí!—dijo Delaherche furioso. —¡Ah! señor Delaherche, esto va. mal... ¡Mire
—¿A dónde?—preguntó Bouroche. I usted, mire usted pronto si quiere ver al empera-
dor!
!
—Á la subprefectura, para saber si el emperador
se burla de nosotros cuando dice que va á izar la En efecto, á la izquierda, una puerta medio en-
bandera blanca. tornada permitía ver á Napoleón que había vuelto
Bouroche estuvo algunos segundos sin saber lo ¿ emprender sus paseos desde la ventana á la chi-
que le pasaba: la idea de aquella bandera blanca, menea. Paseaba, no se detenía á pesar de los dolo -
de la derrota, de la capitulación que caía en medio res que le hacían sufrir horriblemente.
de su impotencia para salvar á todos aquellos des- Un ayudante acababa de entrar, el que había de-
graciados que le llevaban, le anonadaba. Estaba jado la puerta entornada, y se oyó la voz del em-
desesperado y dijo á Delaherche: perador que le decía:
—¡Vaya usted al infierno! De todos modos esta —Pero ¿por qué siguen tirando, puesto que he
izado la bandera blanca?
mos perdidos. Era su tormento: aquel cañón que no cesaba y
Delaherche tuvo más dificultades para poder pa que aumentaba en violencia á cada minuto. No po-
sar entre los grupos que habían aumentado. A ca- día acercarse á la ventana sin que su corazón no
da instante las calles iban atestándose de soldados se oprimiese. ¡Más sangre derramada, más muertos,
desbandados. Interrogó á algunos oficiales que en- y todo por su culpa! Cada minuto que pasaba
contró al paso: ninguno había visto la bandera amontonaba más cadáveres. Y en su desesperación
blanca sobre la ciudadela. Por último, un coronel de soñador enternecido, había dirigido ya más de
declaró que la había visto flotar un momento, pero diez veces la misma pregunta á las personas que
que en seguida la habían bajado. Aquello podía le rodeaban.
explicarlo todo: ó los alemanes no la habían visto ó
habiéndola visto aparecer y desaparecer habían —Pero ¿por qué siguen tirando, puesto que he
redoblado el fuego, comprendiendo que se aceros- hecho izar la bandera blanca?
ba la agonía. Hasta circulaba una historia* un ge- El ayudante de campo contestó algo que Dela-
neral, loco de feólera al ver la bandera blanca, se herche no pudo oir. El emperador había continua-
había precipitado sobre ella y la había arrancado do su paseo, cediendo, á pesar de todo, á su deseo
de volver delante de aquella ventana donde desfa- talla podía encontrarse. En Sedan era tal la agto
llecía al oír el continuo cañoneo. Su palidez había meración de gentes, que tuvo que andar al paso de
aumentado desde por la mañana; en su cara larga, su caballo, lo que permitió á Delaherche acompa-
triste y estirada de donde aún no había desapa- ñarle hasta la puerta de Meuil.
recido'la pintura de la mañana, se reflejaba su En la carretera, el general echó al galope y tu-
agonía. vo la suerte al llegar á Balan, de ver al general
En aquel momento un hombrecito con el unifor- Wimpffen.
me lleno de polvo, y en el que Delaherche recono- Este había escrito momentos antes al empera
ció al general Lebrun, atravesó el descansillo y dor:
empujó la puerta sin anunciarse. Y en seguida se «Señor, venga á ponerse á la cabeza de vuestras
volvió á oir la voz angustiada del emperador. tropas y tendrán mucha honra en abrirle un cami -
—Pero por fin, general, ¿por qué siguen tirando no á través de las líneas enemigas». Así es que
puesto que he hecho izar la bandera blanca? cuando oyó hablar de armisticio se puso furioso.
El ayudante de campo salía, cerró la puerta y ¡No, no! ¡no firmaría nada, quería batirse! Eran las
Delaherche no pudo oir la contestación del gene- tres y media. Y fué poco después cuando tuvo lu-
ral. Todo había desaparecido. gar aquella tentativa heroica y desesperada, aquel
—¡Ah! — repitió Rosa,—todo se echa á perder; se último empuje para abrir un camino á través de
comprende al ver la cara que tienen esos señores. los bávaros, yendo otra vez sobre Bazeilles. Por las
Es como mi mantel: no le volveré á ver; hay quien calles de Sedan, en los campos cercanos, con obje-
dice que lo han roto... En todo lo que pasa, el em- to de animar á los soldados se gritaba: «¡Bazaine
perador es el que me da más lástima, porque está llega, Bazaine llega!» Después por la mañana era
más enfermo que el mariscal y estaría mucho me- este el ensueño de muchos y creían oir los cañones
jor en su cama que en ese cuarto paseándose. del ejército de Metz, á cada nueva batería alemana
Estaba muy emocionada y su linda carita rubia que empezaba á disparar. Lograron reunir mil dos-
expresaba mucha pena. Delaherche, cuyo furor cientos hombres, soldados desbandados de todos los
bonapartista se enfriaba desde hacía dos días, la cuerpos, donde se mezclaban todas las armas; y Ja
encontraba un tanto necia. En la portería estuvo pequeña columna se lanzó gloriosamente sobre el
un rato con ella aguardando á que saliera el gene- camino barrido por la metralla á la carretera. Pri-
ral Lebrun. Y cuando éste apareció, le siguió. mero fué magnífico, los hombres que caían no de-
tenían á los demás, recorrieron unos quinientos
El general Lebrun había explicado al empera- metros, con una furia heroica. Pero, muy pronto,
dor que si se quería pedir un armisticio, era preci- las filas se aclararon y los más valientes se reple-
so enviar una carta firmada por el general en jefe garon. ¿Qué hacer, contra el poder del número? So-
del ejército francés y dirigida al general en jefe lo había allí la temeridad loca de un jefe de ejérci-
de los, ejércitos alemanes. Después se había ofreci- to que no quería ser derrotado. Y el general Wimp-
do á escribir la carta y á buscar al general Wímp ffen acabó por encontrarse solo con el general Le-
fíen que tenía que firmarla. Llevaba la carta, pero brun, sobre aquel camino de Balan á Bazeilles,
tenía algún temor de no encontrar al general que tuvieron que abandonar definitivamente. No
Wimpffen, ignorando en qué sitio del campo de ba-
quedaba más solución que batirse en retirada so- menos de lo que se creía, un incendio único lanza-
ba gran humareda en el barrio de la Cassine. El
bre Sedan. J fuerte del Palatinado no tiraba ya por falta de mu
Delaherche, al perder de vista al general, había iliciones y únicamente los cañones de la puerta de
regresado á escape á la fábrica, poseído de la idea París disparaban de vez en cuando. En seguida vió
única de subir á su observatorio, para seguir de le- que se había izado una bandera blanca en el fuer-
jos los sucesos. Pero al llegar tuvo que detenerse te, pero.no debía verse desde el campo de batalla
bajo el porche al encontrarse con el coronel Vi- porque el fuego continuaba con la misma intensi-
neuil, al que traían con el pie ensangrentado, me- dad. Algunos tejados cercanos le ocultaban el ca-
dio desvanecido, sobre un montón de heno, en un mino de Balan y no pudo seguir el • movimiento de
carrito. El coronel se había empeñado en querer las tropas. Además, al mirar con los anteojos, aca-
reunir los restos de su regimiento, hasta el mo- baba de fijarse en el Estado Mayor alemán que ha-
mento en que cayó del caballo. Ea seguida le su bía visto en aquel mismo sitio al mediodía. El amo,
bieron á una habitación del primer piso y Bouro el minúsculo soldado de plomo, alto gomo la mitad
che que había acudido, no encontrando más que de un dedo, en el cual había creído reconocer al
una herida en el tobillo, curó la herida después de rey de Prusia, estaba sienpre de pie, con su uni-
sacar unos trozos de cuero de la bota. Estaba des forme obscuro, delante de los demás oficiales, la
esperado, furioso; bajó las escaleras diciendo que mayor parte tendidos en la hierba. Había allí ofi
prefería cortarse él mismo una pierna, á continuar ciales extranjeros, ayudantes de campo, generales,
su oficio de ese modo, sin el material suficiente y príncipes, provistos todos de anteojos, siguiendo
sin los ayudantes necesarios. Abajo, no sabían ya desde por Ja mañana la agonía del ejército francés,
donde colocar los heridos y los dejaban en el jar como en un espectáculo. Y el drama tremendo
din sobre la yerba. Había ya dos hileras aguardan acababa.
do, lamentándose, bajo las granadas que continua- Desde aquella altura de la Marfée, el rey Gui-
ban cayendo. El número de heridos llevados á la llermo acababa de presenciar la unión de sus ejér-
ambulancia desde las doce, pasaba de cuatrocien citos. Ya era cosa hecha: el tercer ejército, á las
tos, y Bouroche había pedido cirujanos y sólo le órdenes de su hijo, el príncipe real de Prusia, que
habían enviado un médico joven, de la ciudad. o había caminado por Saint Menges y Píeigueux, to-
podía dar abasto, sondaba, cortaba, aserraba, co maba posesión de la meseta de Illy, mientras que
sía, fuera de sí, descorazonado, viendo que le lie el cuarto, que mandaba el príncipe real de Sajonia,
vaban siempre más trabajo del que podía hacer. llegaba por su parte á la cita, por Daigny y Gi-
Gil berta, ebria de horror, con náuseas al ver tan- vonne, dando la vuelta al bosque del Garenne.
ta sangre y tantas lágrimas, se había quedado cer- El XIo cuerpo y e! V® daban así la maño al XII» y
ca de su tío, el coronel, dejando abajo á la señora á la guardia. Y el esfuerzo supremo para romper
Delaherche, que daba de beber á los calenturientos el circulo en el momento en que se cerraba, la inú-
y limpiaba las caras sudorosas de los que agoni- til y gloriosa carga de la división Margueritte, ha-
zaban. ' , , , bía arrancado al rey un grito de admiración: «¡Ah,
Al subir á la terraza, Delaherche trató de darse qué valientes!» Ahora el envolvimiento matemáti-
cuenta de la situación. La ciudad había sufrido
co, inexorable, se terminaba, las bocas del tomo Y la batalla atroz, manchada de sangre, era una
se habían unido, podía abarcar de una ojeada la pintura delicada vista desde tal altura, en la despedi-
inmensa muralla de hombres y de cañones que ro- . da del sol: jinetes muertos, caballos reventados, sem-
dea al ejército vencido. Al norte, el cerco se estre- braban la meseta de Fíoing, con manchas alegres;
chaba cada vez más, rechazando á los que huían, hacia la derecha, del lado de Givonne, los últimos
sobre Sedan, bajo el fuego incesante de las bate atropellos de la retirada, distraían la vista del tor-
rías, cuya línea bordeaba el horizonte sin interrup- bellino de aquellos puntos negros, que corrían y se
ción. Al mediodía, Bazeilles conquistado, vacio y empujaban; mientras que en la península de Iges,
triste, acababa de arder lanzando torbellinos de á la izquierda, una batería bávara : con sus cañones,
humo y de llamas; mientras que los bávaros, due- grandes como cerillas, parecía una pieza de mecá-
ños de Balan, apuntaban sus cañones á trescientos nica bien montada; do tal modo se podía seguir la
metros de las puertas de la ciudad. Y las demás ba- maniobra que se hacía con la precisión de uu apa-
terías, las de la margen izquierda, instaladas en rato de relojería. Era la victoria esperada, tremen-
Pont Maugis, en Noyers, en Frenois, en WadeMj da; y el rey no tenía remordimientos, delante de
court, que seguían disparando sin cesar desde ha- aquellos cadáveres tan pequeños, aquellos millares
cía unas doce horas, atronaban más fuertemente, de hombres que ocupaban menos espacio que el
completando la infranqueable cintura de llapias, polvo de los caminos, aquel valle inmenso donde
hasta bajo las plantas del rey. los incendios de Bazeilles, las matanzas de Illy, las
angustias de Sedan, no impedían á la impasible na-
Mas el rey Guillermo, cansado, dejó un momento turaleza ser bella en aquel fin sereno de uu hermo-
sus anteojos, y continuó mirando el campo de ba- so día.
talla. El sol oblicuo bajaba hacia los bosques, é iba
á desaparecer en un cielo de una pureza sin man- De pronto, Delaherche vió subiendo las pendien-
cha Todo el campo inmenso estaba dorado, baña- tes de la Marfée, á un general francés vestido con
do con una luz tan límpida, que los menores deta- una levita azul, sobre un caballo negro al que pre-
lles se veían con mucha precisión. Distinguía los cedía un húsar, con una bandera blanca. Era el ge-
menores edificios de Sedan, con los hierros negros neral Reille, encargado por el emperador de llevar
de las ventanas, las murallas, la fortaleza,, que pa- al rey de Prusia esta carta: «Señor y Hermano, no
recían más grandes, tanto se recortaban las aris habiendo podido morir en medio de mis tropas, no
tas, en rasgos puros. Después, en los alrededores, me queda más que entregar mi espada en las ma-
esparcidos en medio de las tierras, veía las aldeas, nos de Vuestra Majestad. Soy de Vuestra Majestad
frescas y barnizadas, parecidas á las casitas de las el buen Hermano, Napoleón.» En su afán de que
cajas de juguetes, Donchery á la izquierda, al pie acabara la matanza, puesto que no era ya el amo,
de su planicie; Douzy y Carignan á la derecha, en el emperador se entregaba, esperando apiadar al
los prados. Parecía que se podían contar los árbo- vencedor. Y Delaherche vió el general Reille, dete-
les en el bosque de los Ardennes, cuyo océano de nerse á unos diez pasos del rey, bajarse del caba-
verdura se perdía hasta la frontera. El Meuse, con llo, después adelantarse para entregar la carta,
sus lentas revueltas, no era, bajo aquella luz es- sin arma, teniendo en las manos una fusta. El sol
pléndida, más que un río de oro fino. Desastre lomo II—ti
se ponía entre un resplandor rosáceo, el rey se sen- —Aguarda un poco, quiero ver tu cabeza.
tó sobre una silla, se apoyó en el respaldo de otra La herida no tenía importancia, era una rozadu-
que tenía un secretario, y contestó que aceptaba la ra del cuero cabelludo, que había sangrado mucho.
espada mientras llegaba el oficial que pudiera tra El pelo pegado con la sangre había cerrado la he-
tar de la capitulación. rida. No quiso mojarle para evitar que se abriera.
—Ya estás limpio, ahora vuelves á tener figura
VII humana... Aguarda, voy á ponerte algo en la ca-
beza.
Desde todas las posiciones perdidas, alrededor de Recogió el kepis de un soldado muerto y se lo
Sedan, de Floing, de la meseta de Illy, del bosque puso con cuidado sobre la cabeza.
del Garenne, del valle del Givonne, del camino de —Es tu medida... Ahora si puedes andar, todo
irá bien.
Bazeilles, una oleada espantosa de hombres, de ca-
ballos y cañones refluía, rodaba hacia la ciudad. Juan se puso de pie, sacudió la cabeza para ase-
Esta plaza fuerte sobre la que habían tenido la des gurarse de que estaba fuerte. Sólo sentía un poco
de pesadez, la cosa tenía traza de estar arreglada.
astrosa idea de apoyarse, era una tentación funes- Y entonces se dejó llevar por un sentimiento tal de
ta, el amparo que ofrecía á los que huían, el punto gratitud, que cogió á Mauricio entre sus brazos, lo
de salvación á donde se dejaban arrastrar los más apretó contra su corazón sin poder encontrar más
valientes, con la desmoralización y el pánico que que e3tas palabras.
se había apoderado de todos. Detrás de las mura- —¡Ah, pobrecito mío, querido amigo!
llas, allá, creían poder escapar á las granadas de Pero llegaban los prusianos y era cosa de no per-
aquella potente artillería, que atronaba el espacio der tiempo. El teniente Rochas se batía en retirada
desde hacía doce horas; y no quedaba ya concien coa algunos soldados protegiendo la bandera, que
cia de lo que pasaba, no se razonaba, la bestia el alférez llevaba arrollada bajo el brazo. Lapoulle,
a r r a s t r a b a al hombre, era la locura del instinto ga- muy alto, podía alzarse y tirar algunos tiros por
lopando, buscando un agujero para enterrarse y encima de la pared; mientras que Pache se había
dormir. ectiado el fusil al hombro, pensando sin duda que
Al pie de la pared, cuando Mauricio, que lavaba ya había hecho bastante y que ahora había llegado
con agua fresca la cara de Juan, vió que este abría la ocasión de comer y dormir. Juan y Mauricio,
los ojos, lanzó un grito de la alegría. agachándose, trataron de unirse á ello3. No falta-
—¡Ah! pobre infeliz, creí que te habíamos per ban fusiles ni cartuchos, no había más que bajarse
dido!... ¡Y no es para echártelo en cara, pero vaya para cogerlos. Volvieron á armarse, pues lo habían
un peso que tienesl abandonado todo, cuando Mauricio tuvo que cargar
Atontado aún, J u a n parecía despertar de un sue- con Juan. La pared se extendía hasta el bosque del
ño. Después debió recordar, porque dos lágrimas Garenne, y la compañía creyéndose salvada, se echó
rodaron por sus mejillas. [Aquel Mauricio, fan dé- detrás de un caserío y de allí corrieron al bosque.
bil, á quien quería y á quien cuidaba como á un
—¡Ah! dijo Rochas, que conservaba a j m ^ « M i
niño, había encontrado, en la exaltación de su amis-
tad, fuerzas suficientes para llevarle hasta allí!
inagotable confianza, varaos á respirar un poco an- Después, cuando llegaron á un soto para librarse de
tes de tomar la ofensiva. morir aplastados, Juan estuvo á punto de ser cor-
Al dar los primeros pasos en el bosque todos tado por un proyectil, el cual afortunadamente no
comprendieron que entraban en un infierno; pero hizo explosión. Ahora solo avanzaban con muchas
no podían retroceder, era preciso atravesarlo, pues dificultades entre un enjambre inextricable de ar-
to que era la única línea de retirada. A aquella ho bolitos. Las ramas delgadas se les enganchaban en
r a era un bosque horroroso, el bosque de la deses- las hombreras, las hierbas altas se anudaban al pié,
peración y de la muerte. Comprendiendo que las murallas de maleza los inmovilizaban, mientras que
tropas se retiraban por allí, los prusianos lo acri- la hojarasca volaba á su alrededor, bajo la hoz gi-
billaban con balas y le cubrían de granadas. Y se gantesca que segaba el bosque. Al lado de ellos,
veía flagelado como por una tempestad, agitado por otro soldado quedó muerto de un balazo en la fren-
un ruido continuo de ramas destrozadas. Las gra- te, y se mantuvo de pie sostenido entre dos árboles.
nadas cortaban los árboles, las balas hacían caer Multitud de veces, prisioneros de aquellos arbolitos,
las hojas, voces lastimeras parecían salir de los vieron pasar la muerte á su lado.
troncos cortados y se oían lamentos por todas par —¡Demonio, dijo Mauricio, no saldremos nunca
tes. Hubiérase dicho que aquello era la angustia de de aquí!
una muchedumbre encadenada, el terror y los gri- Estaba lívido, un escalofrío se apoderó de su cuer
tos de millares de seres clavados en el suelo, que po; y Juan tan valieute, que le había dado ánimos
no podían huir bajo aquella metralla. Nunca la an- por la mañana, palidecía también, presa de un frío
gustia ha soplado con más violencia que en un bos- intenso. Era el miedo, el miedo horrible, contagioso,
que bombardeado. irresistible. De nuevo la sed les hacía sufrir mucho:
una insoportable sequedad de la boca, una contrac
En seguida Juan y Mauricio, que se habían unido ción de la garganta, con una violencia dolorosa de
á sus compañeros, se asustaron. Marchaban enton- estrangula miento. Acompañaba á todo esto un mal
ces bajo el arbolado y podían correr. Pero silbaban estar general, náuseas en el fondo del estómago,
las balas, se cruzaban, sin que fuese posible com- mientras que puntas de agujas los arañaban las
prender la dirección que llevaban para guarecerse piernas. Y, con aquellos sufrimientos físicos del
de ellas. Murieron dos hombres, heridos uno en la miedo, con la cabeza oprimida, veían volar millares
espalda y otro en el pecho. Delante de Mauricio, de puntos negros, como si hubiesen podido distin-
una encima secular, destrozado el tronco por una guir al paso nube voladora de las balas.
granada, cayó con la majestad trágica de un héroe,
aplastándolo todo á su alrededor. Y en el momento —¡Vaya una suerte perra! dijo Juan, da no sé
en que el jóven se echaba hácia atrás, un haya co que hacerse romper la crisma por otros, cuando esos
loaal, á su izquierda, que una granada acababa de otros se encuentran en cualquier parte, fumando
destrozar, se hundía, como el armazón de una cate- tranquilamente.
dral. ¿A donde huir? ¿Hácia que lado dirigir los pa Mauricio, extraviado, lívido añadió:
sos? Por todas partes caían ramas, como si aquello —Sí, ¿por qué he de ser yo, antes que otro?
fuese un inmenso edificio que amenazase ruina y Era la sublevación del yo, la rabia egoísta del in-
cuyas salas se sucediesen bajo techos hundiéndose.
no teniendo conciencia de su herida, creyendo ha-
dividuo, que no quiere sacrificarse por la especie y ber tropezado con una raíz. Otros, con los miem-
acabar, , bros agujereados, heridos mortalmente, hablaban,
—¡Y aún, dijo Juan, si supiéramos el motivo, si corrían aún, durante algunos metros antes de caer
supiéramos que esto sirve para algo! en una brusca convulsión. En los primeres momen-
Después alzando los ojos y mirando al cielo tos, las heridas más profundas apenas se sentían y
añadió: más tarde solamente los horribles sufrimientos em-
pezaban, desahogándose en gritos y lágrimas.
—¡Y ese canalla de sol que no quiere largarse;
cuando desaparezca y sea de noche no nos batiré ¡Ah! el bosque infame, la selva asesina, que en
mos tal vez! , , , medio de los lamentos de los árboles agonizantes se
Desde hacia algún tiempo, no pudiendo saber la llenaba poco á poco con las voces angustiosas de los
hora que era, no teniendo conciencia del tiempo, heridos abandonados! Al pie de un árbol, Mauricio
aguardaba la puesta del sol, que le parecía parali- y Juan vieron á un zuavo que lanzaba aullidos se
zado y que debía haberse detenido allá por encima guidos, como los de un animal á quien degüellan,
de los bosques de la márgen izquierda. Y no era con las entrañas abiertas. Más allá, otro estaba ar-
aquello cobardía, era una necesidad imperiosa, ere diendo; su cinturón azul se quemaba, y las llamas
cíente, de no oir más las granadas ni las balas; del ganaban y chamuscaban las barbas, mientras que
irse á cualquier parte, de hundirse en tierra paral con las caderas rotas, sin poder moverse sin duda,
anonadarse; sin el respeto humano, el pundonor del lloraba á lágrima viva. Después era un capitán con
cumplir con su deber delante de los compañeros, el brazo izquierdo arrancado, el costado derecho
perderían la cabeza muchos y echarían á correr. herido hasta el muslo, tumbado sobre el vientre,
Mauricio y Juan acabaron por acostumbrarse, y que se arrastraba con auxilio del codo, pidiendo que
en el exceso de su alocamiento, una especie de m lo acabaran con voz penetrante de súplica, que daba
consciencia se apoderaba de ellos; era el valor que horror. Oíros, otros aún, sufrían atrozmente, sem
volvía. No se daban prisa por salir de aquel bosque braban los senderos en número tal, que había que
maldito. Había aumentado el horror, entre aquel tener mucho cuidado para no aplastarlos al paso.
pueblo de árboles, bombardeados, muertos en sus Pero los heridos y los muertos ya no se contaban.
puestos, cayendo por todas partes como soldados El compañero que caía, allí se quedaba abandona-
inmóviles y gigantes. Bajo la floresta, en aquel!» do, olvidado. Ni una mirada siquiera. Era el destino.
deliciosa penumbra verdosa, en ei fondo de aquellos ¡A otro! |A sí mismo, tal vez!
misteriosos asilos tapizados de musgo, soplaba bru De pronto, al alcanzar el lindero del bosque, se
talmente la muerte. Las fuentes solitarias habían oyó una voz:
sido violadas, los moribundos agonizaban en los lu —¡A mí!
gares donde hasta entonces solo se habían extra Era el alférez, el que llevaba la bandera, que ha-
viado parejas de enamorados; un soldado, con el bía recibido un balazo en el pulmón izquierdo. Ha-
pecho atravesado por una bala, había tenido tiempo bía caído escupiendo sangre. Y viendo que nadie se
de gritar: «Han hecho blanco», cayendo de car» paraba tuvo fuerza para gritar:
contra la tierra. Otro á quien acababa de romper —¡A la bandera!
las dos piernas una granada, continuaba riéndose
De un salto, Rochas llegó hasta él, cogió la han- -, una mujer muy vieja, alguna criada abandonada,
dera cuya asta se había roto, mientras que el aban- que no podía moverse apenas.
derado murmuraba unas palabras empastadas con - ¡Eh! abuela, por aquí!.. ¿Dónde está Bélgica?
espumarajos rojos: Le miraba, atontada, como si no le entendiera.
— ¡Yo estoy perdido, no me importa!... ¡salvad ia Entonces se encolerizó, olvidó que hablaba con una
bandera! aldeana; gruñía que no tenía ganas de dejarse coger
Y se quedó solo, retorciéndose en el musgo, en en la ratonera, como un tonto, volviendo á entrar
aquel sirio delicioso, arrancando la yerba con sus en Sedan, que quería escaparse al extranjero. Al
crispadas manos, el pecho inflado por un estertor gunos soldados se habían acercado y escuchaban.
que duró muchas horas. —Pero, mi general, dijo un sargento, no se puede
Por fin, se hallaban fuera de aquel bosque espan- pasar ya, por todas partes hay prusianos... Eso po
toso. Con Mauricio y Juan no quedaban de aquel día hacerse esta mañana.
grupo más que el teniente Rochas, Pache y Lapou- Circulaban historias; decíase que algunas com
Ue. Gaude, el corneta á quien habían perdido, salió pañías, separadas de sus regimientos habían pasa
á su vez de entre los árboles y echó á correr para do sin querer la frontera, otras, más tarde, habían
unirse á sus compañeros llevando la corneta colga- logrado atravesar las líneas enemigas antes de que
da á la espalda. Y era un verdadero desahogo el se verificara la unión de los ejércitos alemanes.
volverse á encontrar así, á campo raso, respirando El general, incomodado, gesticulaba.
á gusto. El silbido de las balas había cesado y ya —Vaya, vaya, con buenos muchachos como vos-
no caían granadas por aquel lado del valle. otros se pasa por todas partes... No me faltarán
En seguida oyeron delante de la puerta de una cincuenta hombres que quieran hacerse romper la
casería juramentos; vieron á un general que se in- crisma.
comodaba, montado sobre un caballo sudoroso. Era Despues, volviéndose hácia la vieja aldeana:
el general Bourgain Desfeuilles, el jefe de su briga- —¡Pero mujer del demonio, abuela, conteste us-
da, cubierto de polvo, destrozado por el cansancio. ted Bélgica ¿dónde está?
Su cara coloradota expresaba la desesperación que Esta vez comprendió. Tendió su descarnada mano
le causaba el desastre que miraba como si fuera una hácia los grandes bosques:
desgracia propia. Desde por la mañana no le habían - ¡ A l l í , allí!
visto ios soldados; sin duda se había extraviado en —¡Eh! ¿qué dice usted? ¿Son aquellas casas?
el campo de batalla corriendo detrás de los restos —No, no, más lejos, mucho más lejos... ¡Allá, muy
de su brigada, muy capaz de hacerse matar con la allá!
rabia que tenía contra aquellas baterías prusianas Esta vez el general dió rienda suelta á su rabia.
que barrían el imperio y su fortuna, como oficial Se desahogó.
que era muy querido en las Tullerias. —¡Vaya un país puerco! Nunca se sabe como está
— Pero ¡demonio! ¿no hay nadie en esta casa--' de- hecho Bélgica estaba allí; temían que saltáramos
cía, ¿no hay quién dé un informe en este país? dentro sin saberlo y ahora que queremos penetrar
Los habitantes de la casería debían haberse mar- en su territorio, resulta que ya no está aquí... ¡No,
chado á ocultarse en los bosques. Por fin se presentó no! ¡está demasiado lejos! ¡que me cojan! ¡que hagan
conmigo lo que les de la gana! |Voy á acostarme! —¡Oye, tú, viejo chifládo' ¡aquí no hay ya más te-
Y espoleando 9u caballo echó al galope en direc- niente, aquí no hay más que hombres libres!... ¿No
ción á Sedan. te han arrimado bastantes palos los prusianos?
El camino daba vueltas y bajaban al fondo del ¿quieres que te arrimemos unos cuantos más?
Givonne, un barrio encajonado entre montes, por Hubo que sujetar á Rochas que quería romperle
donde se deslizaba el camino hácia los bosques bor I la cabeza. Loubet, con las botellas en las manos,
deado de casitas y jardines. Era tal la oleada de I quería poner paz.
gentes que huían obstruyéndole en aquel momento, I —¡Dejadlo! ¡no hay que maltratarse, todos somos
que el teniente Rochas se encontró como bloqueado, I hermanos!
con Pache, Lapoulle y Gaude, contra una taberna, I Al ver á Lapoulle y á Pache, ios dos compañeros
en el ángulo de la carretera. Juan y Mauricio se
vieron y desearon para poder alcanzarles. Todos de la escuadra, los interpeló:
quedaron sorprendidos al oir la vo z ronca de un I —¡No seáis tontos, entrad vosotros; os remojare-
borracho que los llamaba. mos la gargantaV
—¡Vaya un encuentro! ¡Eh, compañeros! Lapoulle dudó un momento, comprendiendo á
Reconocieron á Chouteau en la taberna, apoyado I pesar de lo embotados que se hallaban sus senti-
en una de las ventanas del piso bajo. Muy borracho, I dos, que era muy malo emborracharse cuando tan-
continuó hablando: tos pobres lloraban. Pero estaba tan cansado, tan
—¡Oid! no os molestéis si tenéis sed... Aun queda agobiado por el hambre y la sed, que de pronto se
para los compañeros... decidió: entró de un salto en la taberna empujando
Con la mano llamaba á alguien que debía estar delante de él á Pache, que permanecía en silencio.
en el fondo de la taberna. Y no volvieron á aparecer.
—¡Ven acá, holgazán! Da de beber á estos caba —¡Hatajo de bandidos!-decía Rochas.—¡Debían
lleros... fusilaros á todos! . .
Loubet se presentó á su vez teniendo en cada Ahora sólo quedaban con él, Juan, Mauricio y
mano una botella llena que movía muy alegre. Es Gaude y los cuatro se veían arrastrados, á pesar de
taba menos* borracho que Chouteau; gritó con su su resistencia, en el torrente de los que huían. Se
voz guasona de piiluelo parisiense: encontraban ya lejos de la taberna. Era la derrota
—¡Fresca, fresca! ¿quién quiere beber? que rodaba hacia los fosos de Sedan en una oleada
No los habían vuelto á ver desde que se habían turbia, parecida á los montones de tierra y de pie-
ido con el pretexto de llevar al sargento Sapin á la dras, que una tempestad, asolando las alturas, arras-
ambulancia. Sin duda habían ido de la ceca á la ! tra hasta el fondc de los valles. De todas las mese-
meca evitando los sitios donde caían granadas. Y tas que rodeaban la ciudad,por todas las pendientes,
habían ido á parar á aquella taberna saqueada. por todos los repliegues del terreno, por el camino
El teniente Rochas se indignó. de FJoing, por Pierremont, por el cementerio, por
—¡Aguardad, bandidos, os voy á enseñar á beber el Campo de Marte, lo mismo que por el fondo del
mientras que los demás nos morimos de pena! Givonne, el mismo tropel rodaba en un galope de
Pero Chouteau no quiso tragarse la reprimenda. pánico que aumentaba sin cesar. ¡Y qué se podía
reprochar á aquellos hombres que llevaban doce
lloras, recibiendo cañonazos á pie quieto, inmóviles, lante de ella con la boca abierta. Y fué ella quien
de un enemigo invisible contra el cual nada podían habló la primera.
hacer! Ahora las baterías los cogían de frente, de —Le han fusilado en Bazeilles... Sí; yo estaba
costado y de espaldas, los fuegos convergían cada allí. Y como quiero que me devuelvan el cuerpo he
vez más, á medida que el ejército se batía en retí tenido una idea...
rada sobre Sedan; era el aplastamiento en masa, él No nombraba á los prusianos ni á Weiss. Todo el
aniquilamiento en el fondo de aquel agujero infame
barrido por los cañones alemanes. Algunos regi- mundo debía comprender. Mauricio, en efecto, com-
mientos del 7.° cuerpo, especialmente del lado de prendió. La adoraba y se echó á llorar.
Floing, se replegaban con bastante buen orden. —¡Pobre hermanita!
Pero en el fondo de Givonne no había filas ni jefes; A las dos, cuando pudo darse cuenta de lo que
las tropas se empujaban, se atropellaban, restos de había pasado, Enriqueta se encontró en Balan, en
todos los regimientos, zuavos, cazadores, la mayor la cocina de una casa desconocida con la cabeza apo-
parte sin armas, los uniformes rotos, las caras ne- yada sobre una mesa, llorando. Pero cesaron sus lá-
gras, las manos negras, con ojos que parecían que grimas. En aquella mujer silenciosa, tan débil, se
rer salirse de las órbitas, las bocas inflamadas, las despertaba la heroína. No temía nada, tenia un
gargantas roncas de haber gritado tanto y tan des alma fuerte, invencible. En medio de su dolor no
esperadamente. A veces un caballo sin jinete pa- soñaba más que en recuperar el cuerpo de su mari-
saba á galope, derribando hombres y sembrando do para enterrarle. Su primer pensamiento había
el espanto. Después pasaban cañones, baterías des- sido volver á Bazeilles. Todo el mundo trató de di-
bandadas, arrastradas por un pánico tal, que aplas- suadirla, demostrándola lo imposible que era. Así
taban todo lo que encontraban al paso. Y aquella es que acabó por buscar á alguien que se encarga
manada seguía andando, corriendo despavorida, un ra de dar los pasos necesarios. Eligió á un primo
desfile compacto tocándose los codos, una huida en suyo que había sido sub director de la Refinería ge-
masa, cuyos huecos se cubrían en seguida en el de- neral, en el Chene, en la época en que Weiss había
seo instintivo de llegar allí, de verse fuera de peli- estado empleado allí. Había querido mucho á su
gro al amparo de una muralla. marido y uo se negaría á auxiliarla. Se había reti-
rado dos años antes á una posesión, el Ermitage,
Juan levantó de nuevo la cabeza y miró al sol. A cuyas terrazas se encontraban al otro lado de Se
través de la espesa polvareda que arrancaban los dan, en el fondo del Givonne, é iba allí ahora, á pe-
pies, los rayos del astro quemaban aún las caras sar de los obstáculos y del peligro de ser pateada y
sudorosas. La tarde era muy hermosa, el cielo era
de un color azul admirable. arrastrada.
—¡Y ese canalla de sol que no quiere largarse!— Maurició, á quien explicó su pensamiento, lo
repetía Juan. aprobó.
De pronto, Mauricio reconoció en una mujer arri- —El primo Dubreuil ha sido siempre muy bueno
mada contra la pared, expuesta á ser arrollada por para nosotros... Te será muy útil...
la oleada de gente, á su hermana Enriqueta. La Después se le ocurrió una idea. El teniente Ro-
veía desde hacía un minuto y se quedó parado de- chas quería salvar la bandera, Se había propuesto
ya cortarla para que cada cual se llevara un trozo
debajo de la camisa, ó bien enterrarla al pie de un Al llegar al Ermitage vieron que la puerta estaba
árbol, para poder sacarla más tarde. Pero aquella abierta. . „ L , ,
bandera despedazada, aquella bandera enterrada
como un muerto, no les agradaba; hubieran querido —Ya no están,—dijo Enriqueta.—Se habrán mar-
encontrar otro recurso. chado.
Así es que, cuando Mauricio propuso entregar la En efecto, Dubreuil se había decidido la víspera
bandera á una persona de confianza que la escon- á llevar á su mujer é hijos á Bouillón, previendo el
dería y la defendería en caso necesario, hasta el día desastre. Pero la casa no estaba vacía, se notaba de
en que la devolviese intacta, todos aceptaron. lejos alguna agitación, á través de los árboles. Al
—Pues bien,—dijo Mauricio dirigiéndose á su entrar Enriqueta en el jardín, retrocedió delante
hermana,—vamos á ir contigo para ver si Dubreuil del cadáver de un soldado prusiano.
está en el Ermitage, pues no quiero abandonarte. —¡Demonio!—dijo Rochas,—por aquí se han ba-
No era muy fácil escaparse de entre aquel tropel tido.
de gentes. Por fin lo lograron y tomaron por un sen- Todos quisieron enterarse, saber lo que habían
dero que subía á la izquierda. Entonces penetraron pasado. Llegaron hasta la casa: las puertas y ven-
en un laberinto de veredas y senderos que llevaban tanas del piso bajo habían sido echadas abajo á cu
á las huertas y á las casitas de campo de que se ha- latazos, y habían quedado abiertas viéndose las ha-
llaban cuajados los alrededores. Esos senderos pa bitaciones saqueadas, mientras que los muebles se
saban entre tapias, formando callejuelas solitarias encontraban tirados y esparcidos sobre la terraza y
que torcían en ángulos bruscos y acababan en ca- la escalinata. Había allí una sillería de seda azul
llejones sin salida: un magnífico campamento atrin- celeste, el sofá, las butacas y las doce sillas. Loa
cherado para la guerra de emboscadas, esquinazos zuavos, los cazadores, los soldados de infantería y
que podían defender diez hombres contra un regi- otros de infantería de marina, corrían por las habi-
miento durante muchas horas. Se oían ya algunos taciones y por los jardines, disparando tiros contra
tiros, porque las huertas y las casitas de campo for- el bosque de enfrente.
maban un barrio que dominaba á Sedan y la guar- —Mi teniente,—explicó un zuavo,—son los pru-
dia prusiana asomaba por el otro lado del valle. sianos que hemos encontrado aquí saqueándolo todo.
Les hemos ajustado las cuentas.. Pero ahora vuel-
Cuando Mauricio y Enriqueta, seguidos de los ven y son diez contra uno.
otros, torcieron á la izquierda y después á la dere Otros tres cadáveres de prusianos estaban en la
cha, entre dos paredones interminables, desembo terraza. Enriqueta estaba mirándolos, con el pensa-
carón de repente delante de la puerta del Ermitage. miento fijo en su marido, el cual también dormía
i a ' posesión, con su pequeño parque, tenía tres te allá, desfigurado entre sangre y polvo, cuando una
rrazas y sobre una de ellas se alzaba una gran casa bala fué á incrustarse en un árbol, detrás de ella.
cuadrada, hasta la que se llegaba por un paseo Juan se acercó en seguida.
adornado con olmos gigantescos. En frente, separa- —¡No se quede usted aquí! [Escóndase usted den-
das por el estrecho valle, muy encajonado, se en- tro de la casa!
contraban otras propiedades, en el lindero de un Desde que la había vuelto á ver, tan cambiada,
bosque. tan triste, la miraba con el corazón oprimido, lleno
de piedad, recordándola tal como se había presen
tado la víspera con su sonrisa plácida. Primero no Durante mucho, tiempo aún, continuaron acribi-
había sabido que decirla, no sabiendo si le recono- llándose, de un extremo á otro del valle. De vez en
cía. Hubiera querido sacrificarse por ella, devolver cuando, así que un hombre quedaba al descu-
la su alegría y la tranquilidad. bierto. cala á tierra herido. En el paseo había tres
—Agurádenos usted en la casa; en cuanto haya muertos más. Un herido, tumbado boca abajo, ago-
peligro, ya encontraremos un medio para hacerla nizaba atrozmente, sin que nadie pensara en ayu-
salir. darle á dar la vuelta para que sufriera menos.
—¿Para qué?—dijo ella con indiferencia. De pronto, al levantar la vista, Juan vió á Enri-
Su hermano la empujaba también y tuvo que su- queta, que había vuelto y que colocaba bajo la ca
bir la escalinata, quedarse un momento en el vestí beza del desgraciado una almohada, después de ha-
bulo, desde donde veía el paseo central del parque. berle hecho acostar de espaldas. Corrió, la atrajo
Asistió desde allí al combate. con violencia detrás del árbol donde se ocultaba con
Mauricio.
Detrás de uno de los primeros olmos estaban Juan
y Mauricio. Los troneos centenarios, de una arapli —¿Quiere usted hacerse matar?
tud gigantesca, podían ocultar muy bien dos hom Parecía no darse cuenta de lo que había hecho.
bres. Más allá, el corneta Gaude se había unido al —Pero no... Es que tengo miedo, sola en aquel
teniente Rochas, que se empeñaba en guardar la vestíbulo.. Prefiero estar fuera.
bandera, puesto que no podía confiarla á nadie y la Y se quedó con ellos. La hicieron sentar á sus
había colocado al lado suyo, contra un árbol, míen pies contra el tronco, mientras que ellos continua-
tras disparaba el fusil. En cada tronco había un ban disparando los últimos cartuchos, á derecha é
hombre. Los zuavos, los cazadores, los soldados de izquierda, con tal rabia, que habían desaparecido
infantería de marina, de un extremo á otro del pa el hambre y el cansancio. No se daban cuenta de
seo, se ocultaban y no sacaban la cabeza más que lo que hacían, obraban maquinal mente, la cabeza
para disparar. vacía, habiendo perdido hasta el instinto de conser
vación.
En frente, en el pequeño bosque, el número de
prusianos debía ir aumentando, porque el tiroteo —Mira, Mauricio,—dijo Enriqueta,—¿ese soldado
era cada vez más nutrido. No se veía á nadie, ape- que está delante de nosotros muerto, no pertenece
nas el perfil rápido de un hombre que saltaba de un á la guardia prusiana?
árbol á otro. Una casita de campo, con las ventanas Desde hacia un momento examinaba uno de los
verdes, estaba ocupada por tiradores, cuyos tiros cuerpos que el enemigo había dejado allí, un mu-
salían de las ventanas del piso bajo. Eran las cua- cbachón fuerte, con grandes bigotes, echado sobre
tro. El cañoneo iba cesando poco á poco y en aquel el costado. El casco de punta había rodado á algu
agujero continuaba el combate; allí no.se podía ver nos pasos, roto el barbuquejo. Y el cadáver vestía
la bandera blanca, izada sobre el Donjon. Hasta que el uniforme de la guardia: el pantalón gris oscuro,
anocieció,á pesar del armisticio, hubo así tiroteo en la levita azul con galones blancos, la manta enro-
algunos sitios, en el foudo del Givonne y en los jar llada á través del cuerpo.
diñes del Petit-Pont. —Te aseguro que es de la guardia... Tengo un
Desastre— Jomo II— 7
Rochas triunfaba. Alrededor de él el tiroteo de los
grabado en casa, y además la fotografía que nos ha' ocos soldados á quienes animaba con su voz atro-
enviado el primo Gunther. adora, había adquirido tal intensidad, á la vista de
Se. calló y se fué tranquilamente hasta el muerto, os prusianos, que é3tos retrocedían al bosquecillo.
ante^que pudieran impedirlo, se había inclinado —¡Duro, muchachos, no I03 dejeis! iAh! ¡los cobar-
para leer el número del regimiento. esj huyen ahora. Vamos á ajusfarles las cuentas.
--¡El cuartol—dijo,—estaba seguro de ello. Y estaba alegre, había vuelto á tener confianza,
Desde aquel momento Juan ni Mauricio pudieron ío había habido derrota. Aquel puñado de hombres
conseguir que se estuviera quieta. Se movía, aso- nfrente de él, eran los ejércitos alemanes, que iba
maba la cabeza, quería ver el bosque, con una pre-; , derrotar, á rechazar muy á gusto. Su alto cuerpo
ocupación constante. Ellos seguían tirando, la empu- ico, su larga cara huesosa con su nariz retorcida
jaban con la rodilla, cuando se descubría demasia- ¿yendo encima de la enorme boca, denotaba
do. Sin duda los prusianos empezaban á creerse na satisfacción tan grande, que parecía el soldado
bastante fuertes, dispuestos á dar el ataque, porque ispuesto á conquistar al mundo en compañía de su
se dejaban ver y asomaban muchos por entre los ama y una botella de vino.
árboles y sufrían pérdidas enormes: todas las balas
francesas hacían blanco. —¡Vaya muchachos! Aquí no estamos más que
izra arrimarles una paliza... Y no puede ser otra
—¡Mire usted!—dijo Juan,—tal vez sea ese su pri «sa! ¡Cualquier día nos derrotan á nosotros! ¡De-
mo... Ese oficial que acaba de salir de la casita con rotados! ¿Puede ser eso? ¡Un esfuerzo más, mucha
ventanas verdes, enfrente. ¡hos, y van á echar á correr como unas liebres!
Un capitán estaba allí, en efecto, se le conocía en Caillaba, gesticulaba, tan embriagado con la ilu-
el cuello dorado de la túnica y en el águila de oro ión de su ignorancia, que los soldados se divertían.
que el sol oblicuo hacía brillar sobre su casco. Sin )e pronto gritó:
hombreras, el sable en la mano, daba las órdenes - ¡ A patadas, á patadas hasta la frontera! ¡Victo-
con voz seca; y la distancia era tan pequeña unos
doscientos metros, que se le distinguía perfectamen ria, victoria!
te, la cintura delgada, la cara sonrosada y dura, Pero en aquel momento, como el enemigo del otro
con unos bigotitos rubios. lado del valle parecía replegarse, estalló una des-
arga por la izquierda. Era el eterno movimiento
Enriqueta le distinguía muy bien. evolvente; todo un destacamento de la guardia ha-
—Es él,—contestó.—Le conozco muy bien. lla dado la vuelta por el fondo del Givonne. Enton-
De un gesto, Mauricio le apuntó: ces la defensa del Ermitage se hizo casi imposible;
—El primo... pues va á pagar lo que han hecho á a docena de soldados que defendían aún las térra
Weiss. as se encontraba entre dos fuegos, amenazados de
Pero, estremecida, se había levantado, ladeó el rerse cortados sobre Sedar : hubo un momento de
fusil, cuyo tiro fué á perderse en el aire. |nfusióii. Ya los prusianos saltaban el muro del
—¡No, no, entre parientes no, es horrendo! ¡arque, corrían por los paseos en número tal, que
Y, volviendo á ser mujer, se dejó caer detrás del ¡1 combate empezó á !a bayoneta. Con la cabeza
árbol, llorando. El horror la desbordaba, no era más ^cubierta, la chaqueta caída, un zuavo, un hom-
que espanto y dolor.
bre magnifico con barba negra, hacia tai la! enemigo no se dejaba ver hasta la noche, después
abriendo los pechos, que crujían los vientres bl de haber derrotado al ejército con un prudente
dos, secando la bayoneta roja de la sangre de unt cañoneo? Atontado, perdido, no habiendo compren-
en el costado del otro, que era digno de admiración dido hasta entonces nada de aquella guerra, se sen-
y como la bayoneta se había roto, continuó desto tía envuelto, arrastrado por algo superior á lo que
zando cráneos con la culata; y como de un tropezói no resistía ya, aunque repetía maquinalmente:
quedara desarmado, se tiró al cuello de un prusiano: —¡Valor, muchachos, la victoria está allí!
dió tal salto, que los dos rodaron por tierra hasta 1¿ En un movimiento rápido había cogido la bandera.
puerta de la cocina, abrazados. Entre los árbola Era su pensamiento último; esconderla para que los
del parque, en cada rincón, otras matanzas amonto prusianos no se apoderasen de ella. Pero aunque el
naban los muertos. Pero la lucha adquirió más furú a3ta estaba rota, se enredó en sus piernas; estuvo á
en la escalinata, alrededor de la sillería azul celes punto de caer. Silbaban las balas, sintió la muerte,
te: los hombres se-abrasaban tirándose á boca jarre, arrancó la seda de la bandera, la desgarró tratando
se destrozaban con las uñas y con los dientes por de destruirla. Y en aquel momento cayó herido en
no tener cuchillos para abrirse el pecho. el cuello, en el pecho, en las piernas, envuelto entre
Y Gaude entonces, con su cara dolorida de hom- aquellos trozos de seda como si hubiese estado ves-
bre que ha tenido pesares de los que no hablaba, tido con ellos. Vivió un minuto todavía, con los ojos
fué presa de una locura heroica. En aquel desastre muy abiertos, viendo acaso en el horizonte la ima-
final, aún sabiendo que la compañía estaba aniqui- gen verdadera de la guerra, la atroz lucha vital que
lada, que ningún hombre podía acudir al toque de no hay que aceptar más que con el corazón resigna-
llamada, embocó la corneta, tocó llamada y ataque do, como una ley. Después tuvo un hipo y lanzó su
con tal vigor de tempestad, que parecía querer le último suspiro, atontado como un niño, como un pobre
vantar á los muertos. Y los prusianos llegaban y no sér de inteligencia limitada, aplastado bajo la nece-
se movía, tocando siempre con más bríos. Una des- sidad de la impasible y enorme naturaleza. Con él
carga le hizo caer en tierra y su último aliento voló acababa una leyenda.
por los aires en una nota metálica que llenó el cielo En seguida de llegar los prusianos, Juan y Mauri-
de un escalofrío. cio se habían batido en retirada, de árbol en árbol,
De pié, sin poder comprender lo que pasaba, Ro- irotegiendo cuanto podían á Enriqueta, detrás de
chas no se había movido para huir. Aguardaba; des- ellos. No cesaban de tirar, disparaban y buscaban
pués dijo: donde ocultarse. En lo alto del parque, Mauricio co-
—¿Pero qué pasa? nocía una puertecita que tuvieron la suerte de en
No le cabía en la cabeza que fuese aún el desas contrar abierta. Se escaparon los tres. Cayeron en
tre. Lo cambiaban todo, hasta el modo de batirse, ana especie de callejón entre dos paredes muy al-
¿Aquellas gentes no podían haber aguardado al otro as. Pero al llegar cerca de la salida, unos tiros los
lado del valle á que hubieran ido á vencerlos? Cuan- íicieron ladearse y tomar por la izquierda, entran-
tos más mataban más llegaban. ¿Qué clase de guerra do en un callejón sin salida. Tuvieron que retroce-
era aquella en que se reunían diez hombres para der y tomar por la derecha bajo una granizada de
aplastar á uno? ¿Qué guerra era esa en la que el d í a s . El fuego continuaba en cada esquinazo de
las murallas quedaron algunos destacamentos para
aquel laberiuto de callejuelas. Había batallas á ca- defender la ciudad y por fin se cerró la puerta. Los
da puerta: los menores obstáculos se defendían y ge prusianos estaban á unos cien metros. Los veian ir
tomaban á la bayoneta con un encarnizamiento te
rrible. Luego desembocaron en el camino del tondo y venir tranquilamente sobre el camino de Balan,
del Givonne, cerca de Sedan. ocupando las casas y los jardines.
Mauricio y Juan, llevando por delante á Enrique-
Por última vez, Juan levanto la vista: miró hácia
el Oeste por donde subía un gran fulgor rosáceo; ta para protegerla, habían entrado en Sedan. Da-
suspiró con tranquilidad. ban las seis de la tarde. Desde las cinco había cesa-
do el cañoneo. Poco á poco los disparos aislados
—¡Ah ese canalla de sol ahora desaparece!
Los tres corrían, corrian sin tomar aliento. Aire fueron cesando también. Entonces, del estrépito
dor suyo, la cola de los que huian seguía llenando ensordecedor del tronar que repercutía desde por
el camino, aumentando sin cesar como un torrente la mañana, no quedó más que un silencio de muerte.
desbordado. Cuando llegaron á la puerta de Balan, Anochecía y las lúgubres sombras caían en un es-
tuvieron que aguardar entre apretones y empuja pantoso silencio.
nes. Las cadenas del puente levadizo se habían ro-
to y no quedaba más sitio que el pasadizo para VIII
peatones, de modo que los cañones y caballos no
pudieron entrar. En la puerta del Castillo y en la Alas cinco y media próximamente,antes del cierre
de la Cassine, el tumulto y la confusión eran aún de puertas, Delaherche había vuelto á la subprefec-
mayores. Era una precipitación loca, un pánico ho- tura, deseando averiguar qué consecuencias iban á
rrible, un atropello inaudito, todos los restos del desprendersedeaquellabatallaque sabía estaba per-
ejército rodando por las pendientes, viniendo en dida. Estuvo allí cerca de tres horas, paseando por
tropel á Sedan, á caer allí con un ruido de exclusa el patio, vigilando, interrogando á los oficiales que
rota como en el fondo de una alcantarilla. La atra pasaban; y así fué sabiendo rápidamente los suce-
ción funesta de aquellas murallas acabó por perver sos. La dimisión enviada y después retirada por el
tir á los más valientes. \ general Wimpffen, los plenos poderes que había
recihido del emperador, para ir á obtener del gran
Mauricio había cogido á Enriqueta en brazos, y cuartel general prusiano, en favor del ejército ven-
etresmeciéndose de impaciencia, la dijo: cido, las condiciones menos onerosas y por último
—No irán á cerrar la puerta antes de que todo el la reunión de un consejo de guerra para saber si
mundo haya entrado. se podía continuar la lucha, defendiendo la fortale-
Tal era el temor del gentío. A derecha é izquier za. Mientras se celebraba el consejo en el que to
da los soldados acampaban en los declives de los marón parte unos veinte oficiales superiores y que
fosos, mientras que habían ido á parar á los mismo! le pareció duraba un siglo, el fabricantes de paños
fosos infinidad de cañones, cajones y carrofv subió unas veinte vece8 la escalara. Y bruscamente,
L88 cornetas se dejaron oir con el toque de retre- á las ocho y cuarto vió bajar al general Wimpffen,
ta. Llamaban á los soldados desperdigados. Alga muy encarnado, los ojos hinchados, seguido de un
nos llegaban á la carreta, se oían aquí y allá alga- coronel y de dos generales. Montaron á caballo y se
nos tiros, cada vez más raros; sobre el parapeto de
las murallas quedaron algunos destacamentos para
aquel laberiuto de callejuelas. Había batallas á ca- defender la ciudad y por fin se cerró la puerta. Los
da puerta: los menores obstáculos se defendían y ge prusianos estaban á unos cien metros. Los veian ir
tomaban á la bayoneta con un encarnizamiento te
rrible. Luego desembocaron en el camino del tondo y venir tranquilamente sobre el camino de Balan,
del Givonne, cerca de Sedan. ocupando las casas y los jardines.
Mauricio y Juan, llevando por delante á Enrique-
Por última vez, Juan levanto la vista: miró hácia
el Oeste por donde subía un gran fulgor rosáceo; ta para protegerla, habían entrado en Sedan. Da-
suspiró con tranquilidad. ban las seis de la tarde. Desde las cinco había cesa-
do el cañoneo. Poco á poco los disparos aislados
—¡Ah ese canalla de sol ahora desaparece!
Los tres corrían, corrian sin tomar aliento. Aire fueron cesando también. Entonces, del estrépito
dor suyo, la cola de los que huían seguía llenando ensordecedor del tronar que repercutía desde por
el camino, aumentando sin cesar como un torrente la mañana, no quedó más que un silencio de muerte.
desbordado. Cuando llegaron á la puerta de Balan, Anochecía y las lúgubres sombras caían en un es-
tuvieron que aguardar entre apretones y empuja pantoso silencio.
nes. Las cadenas del puente levadizo se habían ro-
to y no quedaba más sitio que el pasadizo para VIII
peatones, de modo que los cañones y caballos no
pudieron entrar. En la puerta del Castillo y en la Alas cinco y media próximamente,antes del cierre
de la Cassine, el tumulto y la confusión eran aún de puertas, Delaherche había vuelto á la subpreíec-
mayores. Era una precipitación loca, un pánico ho- tura, deseando averiguar qué consecuencias iban á
rrible, un atropello inaudito, todos los restos del desprendersedeaquellabatallaque sabia estaba per-
ejército rodando por las pendientes, viniendo en dida. Estuvo allí cerca de tres horas, paseando por
tropel á Sedan, á caer allí con un ruido de exclusa el patio, vigilando, interrogando á los oficiales que
rota como en el fondo de una alcantarilla. La atra pasaban; y así fué sabiendo rápidamente los suce-
ción funesta de aquellas murallas acabó por perver sos. La dimisión enviada y después retirada por el
tir á los más valientes. \ general Wimpffen, los plenos poderes que había
recihido del emperador, para ir á obtener del gran
Mauricio había cogido á Enriqueta en brazos, y cuartel general prusiano, en favor del ejército ven-
etresmeciéndose de impaciencia, la dijo: cido, las condiciones menos onerosas y por último
—No irán á cerrar la puerta antes de que todo el la reunión de un consejo de guerra para saber si
mundo haya entrado. se podía continuar la lucha, defendiendo la fortale-
Tal era el temor del gentío. A derecha é izquier za. Mientras se celebraba el consejo en el que to
da los soldados acampaban en los declives de los marón parte unos veinte oficiales superiores y que
fosos, mientras que habían ido á parar á los mismo! le pareció duraba un siglo, el fabricantes de paños
fosos infinidad de cañones, cajones y carros.' subió unas veinte veces la escalara. Y bruscamente,
L88 cornetas se dejaron oir con el toque de retre- á las ocho y cuarto vió bajar al general Wimpffen,
ta. Llamaban á los soldados desperdigado?. Alga muy encarnado, los ojos hinchados, seguido de un
nos llegaban á la carreta, se oían aquí y allá alga- coronel y de dos generales. Montaron á caballo y se
nos tiros, cada vez más raros; sobre el parapeto de
fueron por el puente del Meuse. Era la capitulación
aceptada, inevitable. día. La fortaleza no estaba artillada, la ciudad no
Delaherche, tranquilizado, se acordó entonces de estaba aprovisionada. En el consejo eran las razo-
que tenia hambre, y resolvió volverseá su casa. Pe- nes que habían expuesto los más prudentes, los que
ro en cuanto se encontró fuera, se quedó dudando, conservaban bastante sangre fría para darse cuen-
ante los obstáculos que habían jdo acumulándose ta de la situación, en medio de los que no sufría su
en las calles con tanta gente. Las calles y plazas patriotismo; y los oficiales más temerarios, los que
estaban atestadas de gente, llenas hasta tal punto se estremecían de vergüenza al decir que un ejér
de hombres caballos y cañones, que aquella masa cito no podía rendirse así, habían tenido que bajar
compacta parecía haber entrado allí á viva fuerza, la cabeza, sin encontrar medios prácticos para co-
como á martillazos. Mientras que sobre la muralla menzar de nuevo la lucha, al día siguiente.
acampaban los regimientos que se habían replega- En las plazas de Turenne y del Rivage, Delaher-
do en órden, ios restos esparcidos de todos los cuer- che logró con muchas dificultades abrirse paso: al
pos, los que habían huido, de todas armas, una tur- pasar delante del hotel de la Cruz de Oro, tuvo la
ba suelta había asaltado á la ciudad, apoderándose visión triste del comedor, donde estaban sentados
de sus calles, una oleada enorme, espesa, inmovili- varios generales, ante un mesa vacía. No quedaba
zada, que no dejaba mover brazos ni piernas. Las nada, ni aun pan. Sin embargo el general Bourgain-
ruedas de los cañones, de los carros, innumerables Desfeuilles, que gruñía en la cocina, había debido
coches estaban atascadas, empotradas, los caballos, encontrar algo, pues se calló y subió las escaleras
hostigados, no tenían sitio para avanzar ni retroce- llevando en la mano un papel grasiento. Había tal
der. Y los hombres, haciendo caso omiso de las ame- gentío en aquella plaza, mirando por las ventanas
nazas, invadían las casas, devoraban lo que encon aquella mesa redonda, lúgubre, barrida por el ham-
traban, se acostaban donde podían, en los cuartos, bre, que el fabricante tuvo que sudar mucho para
en las cuevas. Muchos habían caído en los marcos pasar, perdiendo á veces de una oleada el terreno
de las puertas y cerraban el paso. Otros, sin tener que había ganado. Pero en la calle Mayor, la mura-
fuerzas para ir más lejos, se tumbaban en las ace lla se hizo infranqueable y se desesperó unos mo-
ras, dormían allí pesadamente, no levantándose mentos. Todas las piezas de una batería parecían
aunque los pisoteaban, prefiriendo que los aplasta Haberse echado allí unas sobre otras. Se decidió á
ran á moverse de sitio. saltar por encima de los cañones, por encima de las
ruedas, exponiéndose á romperse las piernas. Des
Entonces Delaherche comprendió la necesidad pues fueron los caballos los que le cerraron el ca
imperiosa de la capitulación. En algunos barrios, mino; se resignó, se bajó, desfilando por entre los
los cajones de municiones se tocaban, una sola gra- Pies, por debajo de los vientres de aquellos desgra-
nada que hubiese caido encima, los hubiese hecho ciados animales medio muertos de inanición. Des
estallar y Sedan entero hubiera ardido como una Pués de un cuarto de hora de esfuerzos, al llegar á
antorcha. Además, ¿que podía hacerse de aquella 'a altura de la calle de Saint Michel, los obstáculos
masa de desgraciados soldados, muertos de hambre crecientes le asustaron. Tuvo la idea de pasar por
y de cansacio, sin cartuchos ni víveres? Nada más aquella calle para dar la vuelta á la de Laboureurs,
que para despejar las calles hubiera hecho falta un eyendo que en esas vías apartadas había menos
dificultades. Por desgracia, existía allí una casa mal pezar la batalla. Los dos parecían cadáveres. No se
afamada y la sitiaban unos soldados borrachos; te- detuvo, fué hasta el cuarto de su mujer que estaba
miendo ser atropellado, retrocedió. Entonces con muy cerca de allí. Una lámpara ardía sobre, un ve-
tinuó por la calle Mayor haciendo equilibrios sobre lador, en medio del profundo silencio, y Güberta
los coches y furgones. En la plaza del Colegio le se había echado vestida sobre la cams, temiendo
llevaron suspendido unos treinta pasos. Cavó es- sin duda alguna catástrofe. Dormía tranquila, mien-
tuvo á punto de romperse alguna costilla y debió tras que, cerca de ella, Enriqueta adormecida, agi-
su salvación á los hierros de una verja. Y cuando tada por pesadillas, con lágrimas en los ojos, se es-
alcanzó, por último, la calle Maqua,sudando, destro- tremecía; las miró un momento, quiso despertar á
zado. llevaba una hora para recorrer un camino en Enriqueta para averiguar algo. ¿HabríaidoáBazei-
el que de ordinario tardaba cinco minutos. lles? ¿Tal vez pudiera saber algo de su tintorería?
El médico Bouroche, queriendo impedir .invadie- Pero se apiadó, se retiraba, cuando su madre se pre
ran los s o l d a d o s e l j a r d i n d e l a ambulancia, había sentó y leindieó la siguiera.
colocado dos centinelas en la puerta y á Delaherche Al atravesar el comedor manifestó su extrañeza
se le quitó un peso de encima, pues durante el tra- de verla levantada.
vecto había estado pensando en la posibilidad de —¿Porqué no se ha acostado usted?
un saqueo. En el jardín, al ver la ambulancia ape- —No puedo dormir,—contestó en voz baja;—me
nas alumbrada por al-unos faroles, y de donde sa- he sentado en una butaca cerca del coronel... Tiene
lía un mal aliento de fiebre, tuvo náuseas. Tropez mucha fiebre y so despierta á cada momento pre-
con un soldado que dormía en el suelo, y record guntándome algo Yo no sé que contestarle. En-
que el tesoro del 7.« cuerpo, que custodiaba aquel tra y le verás.
hombre, estaba allí y el centinela, olvidado de sus El señor Vineuil se había vuelto á dormir. Ape-
jefes, había caido rendido. La casa parecía estar nas se distinguía sobre la almohada su cabeza roja
vacía, muy oscura de abajo arriba, con las puertas de fiebre, que sus bigotes blancos hacían resaltar.
abiertas. Las criadas debian haberse quedado en la La señora Delaherche había colocado un periódico
a m b u l a n c i a , porque no había nadie á la cocina, delante de la lámpara y todo aquel rincón del cuar-
donde alumbraba una lamparilla muy triste. Encen- to estaba oscuro, mientras que la claridad de la
dió una vela, subió despacio la escalera, para no luz caía sobre ella, sentada en una butaca, con las
despertar á su madre jai á su mujer, á las que ha manos sueltas, los ojos extraviados, como en un
bia suplicado se acostaran después de una jorna sueño trágico.
tan dura y de tantas emociones. —Aguarda, creo que te ha oído; ya se despierta.
Pero al entrar en su gabinete, se sobrecogió, w En efecto, el coronel abría los ojos; los fijaba so-
soldado estaba allí echado sobre el mismo sofá en bre Delaherche sin mover la cabeza. Le reconoció,
el que había descansado el capitán Beaudom la vii preguntó con voz que la fiebre hacía temblar:
pera y no compréndió lo que aquello . significa —¿Se acabó, no es verdad? capitulan..
hasta que reconoció á Mauricio, el hermano de M El fabricante, cuyas miradas se cruzaron con las
riqueta. Además vió allí, echado en el suelo, á ot» de su madre, estuvo á punto de mentir. ¿Pero para
soldado, á Juan, á quien había visto antes de effi qué?
—¿Qué quiere usted que hagan? ¡Si pudiera usted deró de él una gran tristeza. El hambre volvía á
ver como están las calles!... El general Wimpffen mortificarle y creyó que la debilidad era la que le
ha ido al gran cuartel general prusiano para tratar quitaba el valor. Andando muy despacio, salió del
de las condiciones. cuarto, bajó á la cocina con la vela. Pero encontró
Los ojos del coronel volvieron á cerrarse, mien- allí más tristeza; los fuegos estaban apagados, los
tras que de sus labios se escapaba este lamento: armarios vacíos, los trapos andaban por el suelo en
—¡Ah! ¡Dios mío, Dios mío! desorden, como si el viento del desastre hubiese
Y sin abrir los párpados, continuó con voz entre- pasado también por allí, llevándose toda la viva
cortada: alegría de lo que se come y se bebe. Primero creyó
—Lo que yo quería debían haberlo hecho ayer... no encontrar nada, pues los restos del pan habían
Sí; yo conocía el país, he dado cuenta de mis temo- ido á parar á la ambulancia para hacer la sopa.
res al general; pero no le escuchaban siquiera... Después halló en un armario un plato de judías de
Allá arriba, por encima de Saint Menges hasta la víspera, olvidadas. Las comió sin pan, de pie, no
Fleigneux, todas las alturas ocupadas, el ejército atreviéndose á subir al comedor, dándose prisa en
dominando á Sedan, dueño del desfiladero de Saint aquella cocina triste que un quinqué envenenaba
Albert... Aguardamos allí; nuestras posiciones son con el olor del petróleo.
inexpugnables, el camino de Mezieres queda abier- Eran más de las diez y Delaherche permaneció
to... sin saber que hacer, aguardando para saber si se .
Sus frases se atragantaban; balbuceó aún algunas firmaría la capitulación. Estaba muy preocupado
palabras ininteligibles mientras que la visión de la con el temor de que volviera á empezar la lucha,
batalla, nacida de la fiebre, se desvanecía poco á pensando en las terribles escenas que podían ocu-
poco en el sueño. Dormía; tal vez continuaba so- rrir, cuyo recuerdo le ahogaba. Cuando subió á su
ñando con la victoria. gabinete donde Juan y Mauricio continuaban sin
—Y el médico ¿responde de él?—preguntó Dela- haberse movido, y trató de dormirse en una buta-
herche en voz baja. ca, no pudo conciliar el sueño, los ruidos de los dis-
La señora Delaherche hizo una señal afirmativa. paros le hacían saltar, cuando estaba á punto de
—No importa, esas heridas del pie son muy ma- quedarse dormido. Era el tremendo cañoneo de to
las. ¿Tendrá que estar en cama mucho tiempo? do aquel día que se había quedado en sus oídos; y
escuchaba un momento, asustado, con el imponente
Esta vez la señora Delaherche no contestó, como silencio que ahora reinaba. No pudiendo dormir,
si estuviera pensando en la inmensidad del desas- prefirió levantarse y andar por las habitaciones'
tre. Era de otra época, pertenecía á esa antigua y oscuras, evitando entrar en el cuarto en que se ha-
fuerte burguesía de las fronteras, tan ardiente y llaba su madre velando al coronel, porque las mi-
entusiasta en la defensa de las ciudades. Con la vi radas de ésta acababan por molestarle. Dos veces
va claridad de la lámpara, su serena fisonomía, de volvió al lado de Enriqueta para saber si se había
nariz seca, de labios delgados, daba á conocer su . despertado, se detuvo ante su mujer, contemplando
cólera y su dolor, todo lo que en ella se sublevaba su plácido semblante. Hasta las dos de la madruga-
y la impedía dormir.
Entonces, Delaherche se sintió aislado, y se apo-
da, no sabiendo que hacer, subió, bajó, cambió de un hombre terrible seco y duro, con su cara pálida
sitio. , de químico matemático, que ganaba las batallas
Esto no podía durar. Delaherche quiso volver á desde la mesa de su despacho, á golpes de álgebra!
la subprefectura, sabiendo que no podía descansar, En seguida quiso demostrar que conocía la situa-
mientras no conociera lo que iba á suceder. Pero ción de¡-esperada del ejército fraocés; sin víveres,
al llegar abajo, ante la calle obstruida, se apoderó sin municiones, la desmoralización y el desorden,
de él la desesperación: nunca tendría la fuerza ne- la imposibilidad absoluta de romper el círculo de
cesaria para ir y volver entre tantos obstáculos, hierro en el que se encontraba encerrado. Mientras
cuyo recuerdo le asustaba. Y dudaba, cuando vió que los ejércitos alemanes ocupaban las más fuer-
tes posiciones, podían quemar la ciudad en dos ho-
llegar á Bouroche. ra?. Fríamente dictaba su voluntad: el ejército
—¡No hay quien resista esto! ¡Es cosa de reven- francés entero prisionero, con armas y bagajes.
tar!
Había tenido que ir al Ayuntamiento para supli- Bismarck le apoyaba tranquilamente, con aquel
car al alcalde embargara el cloroformo que había aire de perro dogo bueno. Y desde el primer mo-
en las farmacias y que se lo enviara á la amanecer, mento el general Wimpffen había tratado de re-
porque hábía agotado todo el que tenía, y como chazar esas condiciones, las más duras que se hu-
era preciso continuar haciendo operaciones urgen biesen impuesto á un ejército vencido. Había seña-
tes, temía verse obligado á cortar piernas y brazos lado su desgracia, el heroísmo de los soldados, el
peligro de excitar á un pueblo orgulloso; durante
sin adormecer á los pacientes. tres horas había amenazado, suplicado, hablado con
—5Y qué hay?—preguntó Delaherche. elocuencia, desesperada y magnífica, pidiendo que
—¡Pues no saben siquiera si los farmacéuticos se permitiera á los vencidos internarse en el me-
tienen aún cloroformo! diodía de Francia, en la Argelia misma; y la única
Pero al fabricante le importaba un bledo el clo- concesión que había obtenido, era la de que aque
roformo. Continuó: , líos oficiales que se comprometieran por escrito y
—No, no es eso... ¿Han acabado allá? ¿se na fir- bajo palabra de honor á no volver á tomar las ar
mado la capitulación? mas, podrían regresar á sus hogares. Por último, el
armisticio se prolongaría hasta el día siguiente á
Bouroche se indignó. las diez de la mañana. Sí á aquella hora no se ha-
—¡No han hecho nada! Wimpffen acaba de re- bían aceptado las condiciones, las baterías prusia-
gresar. . Según parece esos bestias tienen tales exi- nas comenzarían á disparar sobre la ciudad y esta
gencias qne sería mejor abofetearlos... ¡Mejor es quedaría destruida en dos horas.
volver á empezar á ver si reventamos todos!
Delaherche escuchaba palideciendo. —¡Eso es estúpido!—dijo Delaherche; ¡no se des-
—Me lo han dicho esos señores del Ayuntamien- truye una ciudad que nada ha hecho para eso!
to, que están allí en sesión permanente... Un oficial El médico acabó por sacarle de quicio, al añadir
de la subprefectura había ido á decírselo. que unos oficiales, con los que había hablado en el
Añadió algunos detalles. La entrevista se había hotel de Europa, trataban de hacer una salida en
verificado en el palacio de Bellevue, entre el gene masa antes del día. Desde que eran conocidas las
ral Wimpffen, el general Moltke, y Bismarck ¡Vaya
donde dormía la amenaza del siguiente día. AI Sur,
exigencias de los alemanes, reinaba una gran exci- del lado de Bazeilles, revoloteaban algunas llama-
tación y se anunciaban los más disparatados pro- radas por encima de las casas que caían hechas as-
yectos. El pensamiento mismo de que aquella salida cuas, mientras que al Norte, la casería del bosque
aprovechando las tinieblas, no sería leal, no dete- del Garenne, incendiada al anochecer, continuaba
nía á nadie y se formaban planes locos, la marcha ardiendo, ensangrentando los árboles con una cla-
sobre Carignan, á través de los bávaros, gracias á ridad rojiza.
la oscuridad de la noche, la meseta de Illy conquis
tada de nuevo por sorpresa, el camino de Mezieres No se veían otros fuegos, nada más que esas dos
libre y hasta un empuje irresistible para llegar á hogueras, un insondable abismo que atravesaban
Bélgica de un salto. Otros, en realidad, nada de- los rumores exparcidos, extraviados. Allá, tal vez
cían, comprendían la fatalidad del desastre, lo hu- muy lejos, tal vez sobre las murallas, alguien llora-
bieran aceptado todo, firmado todo, para acabar ba. En vano intentaba rasgar el velo, Ver el Liry,
de una vez. la Marféé, las baterías de Frénois y de Wadelin-
court, aquella cintura de animales de bronce que
— ¡Buenas noches! terminó diciendo Bouroche. sentía, estaban allí con la boca abierta. Y como di
Voy á ver si duermo un par de horas, pues bien lo rigiese sus miradas hacia la ciudad, alrededor de
necesito. si sintió el soplo de angustia. No era solo el sueño
Al quedarse solo Delaherche, estaba sofocado. horrendo de los soldados caídos en las calles, el
¿Qué, era verdad? ¿iban á volver á empezar á ba- sordo crujido de ese montón de hombres, de anima
tirse, á incendiar, á destruir á Sedan? Eso era in- les y de cañones. Lo que creía percibir era el sue-
evitable, ese horrible trance sucedería forzosamente ño agitado del vecindario, de sus convecinos, que
desde el momento en que amaneciera, en cuanto el tampoco podían dormir, sacudidos por la fiebre, en
sol se alzara en el espacio para alumbrar la matan- la espera horrenda del nuevo día. Todos debían sa
za. Y maquinalmente, subió las escaleras de las ber que no se había firmado la capitulación; todos
bohardillas, se encontró entre las chimeneas, en el contaban las horas y temblaban al pensar que si no
parapeto de la terraza, que dominaba la ciudad se firmaba no tendrían más remedio que bajar á
Pero á esa hora estaba allá arriba envuelto entre las cuevas, para morir allí aplastados entre los es-
tinieblas, en un océano infinito de grandes olas combros. Le pareció que una voz extraviada subía
sombrías, donde al pronto no pudo distinguir nada. de la calle des Voyards, gritando «¡A.1 asesino!» en
Después fueron destacándose los edificios de laja medio de un chocar de armas. Se inclinó y se que-
brica debajo de él, con sus masas confusas que iba dó en la noche inmensa, perdido entre el cielo de
reconociendo: el cuarto de las máquinas, las salas bruma, sin una estrella, envuelto en tal escalofrío
de los telares, los secaderos, los almacenes; y aque- de terror, que todo el pelo de su cuerpo se ponía
lla vista, aquel enorme conjunto de edificios qne de punta.
constituían su orgullo y su riqueza, le conmovieron
de piedad hacia sí mismo, cuando pensó que dentro Abajo, sobre el sofá, Mauricio se despertó al ama-
de algunas horas sólo quedarían cenizas de todo necer. Con el cuerpo dolorido, no se movió, los ojos
aquello. Sus miradas subieron hacia el horizonte, lijos en los cristales que iban palideciendo con el
dieron la vuelta á toda aquella inmensidad negra Desastre—Tomo II— 8
alba lívidá. Los horrendos recuerdos volvían: la —¡Dios mío! ¡tomadme, llevadme de este mun-
do!... ¡Llevaos á todos esos desgraciados que pade-
batalla de la víspera, la huida, el desastre, en la cen!...
lucidez aguda del despertar. Lo volvió á ver todo,
Envuelto en su manta, en el suelo. Juan se movió
hasta el menor detalle, sufrió atrozmente de aque- y acabó por sentarse.
lla derrota, que repercutía en todas las raíces de
—¿Qué tienes?... ¿Estás enfermo?
su sér, como si se hubiera sentido culpable. Y ra
Después, comprendiendo que esas ideas de Mau-
zonaba el mal, analizándole, encontrando afinada ricio eran de las que no sirven para devanarse los
la facultad de devorarse á sí mismo. ¿No era él el sesos, añadió:
primero un advenedizo, un cualquiera de aquella
—¡Vamos á ver, hombre! ¿qué tienes? jNo pases
época, con una instrucción muy brillante es cierto, apuros por tan poca cosa!
pero de una ignorancia supina de todo aquello que —¡Ah! dijo Mauricio, ¡estamos perdidos! Podemos
hubiera debido saber, además vanidoso hasta el prepararnos á ser prusianos.
punto de estar ciego, pervertido por la impaciencia Y como Juan, con su dura cabeza de hombre sin
de gozar y por la prosperidad engañadora del rei- instrucción, se extrañaba, trató de hacerle com-
no? Después era otra evocación: su abuelo, nacido prender la degeneración de la raza, su desaparición
en 1780, uno de los héroes del Gran Ejército de necesaria bajo una oleada de nueva sangre. Pero
Napoleón l.o, uno de los vencedores de Austerlitz, el aldeano meneando con fuerza la cabeza, no ad-
de Wagram y de Friedland; su padre nacido en mitía explicaciones.
1811, yendo á parar á la burocracia, modesto em- —¡Cómo! ¿mi campo no va á ser mío? ¿Lo deja-
pleado, recaudador en el Chene Populeux, donde ría coger á los prusianos cuando aun no estoy muer-
se había gastado; él, nacido en 1841, educado como to del todo y tengo mis dos manos? ¡Vaya, vaya,
un señorito, hecho un abogado, capaz de realizar pues no faltaba más!
las mayores tonterías y de abrigar los más grandes Después, á su vez, emitió su idea como pudo.
entusiasmos, vencido en Sedan, en una catástrofe ¡Habían recibido una paliza tremenda; eso era in-
que adivinaba era inmensa, que acababa un mun- negable! Pero todos no hablan muerto, tal vez que-
do, y aquella degeneración de la raza, que explica- daban algunos y éstos bastarían para construir la
ba de que modo la Francia victoriosa con los abue- casa, si eran buenos, trabajaban mucho y no se be-
los, había podido ser derrotada con los nietos, le bían lo que ganaban. En una familia, cuando se
oprimía el corazón, como una enfermedad de fami- trabaja y se ahorra, siempre hay medio de salir
lia, agravada lentamente, llegando á la catástrofe adelante, á pesar de los contratiempos. Aun á veces
final, al sonar la hora. ¡Con la victoria se hubiera es bueno recibir una lección: eso hace reflexionar.
sentido tan valiente y triunfante! En la derrota, Y si era cierto que había algunos miembros podri-
con una debilidad nerviosa de mujer, cedía á una dos en alguna parte, más valía cortarlos de un ha-
de esas desesperaciones inmensas, donde se hundía chazo que no reventar como del cólera.
el mundu entero. No quedaba ya nada, Francia es —¡Perdidos, no, no! Yo no me siento perdido.
taba muerta. Las lágrimas le ahogaban, lloraba, Y, aunque estropeado, con el pelo pegado aún
juntó las manos, encontrando las oraciones de su Por la sangre seca, se levantó como si tuviera ne-
niñez:
cesidad grande de vivir, de volver á coger el aza-
dón y el arado para construir su casa, según había la terraza, hostigado por el hambre, por una de
manifestado. Pertenecía á la tierra, era prudente y esas hambres nerviosas que el cansancio exaspera;
obstinado, del país de la razón, del trabajo y del y como había vuelto á entrar en la cocina para to
ahorro. mar algo caliente, encontró allí á la cocinera con
—A pesar de todo, me da lástima el emperador...: un pariente suyo, de Bazeilles, á quien estaba dan-
Los negocios marchaban al parecer, el trigo se ven- do precisamente un vaso de vino caliente. Y aquel
día... ¡Pero en realidad ha sido demasiado tonto; al hombre, uno de los últimos que había quedado allá
demonio se le ocurre meterse en un lío como este! en medio de los incendios, le había contado que su
Mauricio, que permanecía aniquilado, tuvo otro tintorería estaba completameute destruida y que
momento de desesperación. sólo era un montón de escombros.
—¡Ah! el emperador... Yo le quería á pesar de to- —¡Vaya unos bandidos! ¡creerán ustedes,—dijo
do, á pesar de mis ideas de libertad y de repúbli- dirigiéndose á Juan y á Mauricio, que van á incen-
ca... Sí; tenía eso en la masa de la sangre, por mi diar á Sedan como han incendiado á Bazeilles ayer....
abuelo sin duda... Y ahora resulta que por ese lado ¡Estoy arruinado, estoy arruinado!
todo está podrido. ¿A dónde vamos á parar? La herida que Enriqueta tenía en la cabeza lla-
Sus ojos se extraviaban, lanzó un lamento tan mó su atención y se acordó que no había podido
doloroso que Juan se decidía á acudir hasta él cuan hablar aún con ella.
do vió á Enriqueta. Acababa de despertarse al oir —¡Es verdad, ha ido usted allí, y ha cogido usted
el ruido de voces en el cuarto de al lado. Un día eso!.. jPobre Weiss!
pálido alumbraba ahora la habitación.
Y, bruscamente, comprendiendo al ver los ojos
—Llega usted á tiempo para regañarle,—dijo rojos de tanto llorar, que Enriqueta sabía la muer-
sonriéndose.—No es muy bueno. te de su marido, relató un detalle horrible que el
Pero al ver á su hermana tan pálida, tan afligí pariente de la cocinera le había contado.
da, sobrevino en Mauricio una crisis de enterneci- —¡Pobre Weiss! Parece que le han quemado...
miento. Abrió los brazos y la atrajo sobre su pecho. Sí, han echado los cuerpos de los vecinos fusilados
Cuando estuvieron abrazados lloraron y sus lágri en la hoguera de una casa incendiada, regada con
mas se mezclaron. petróleo.
—¡Ah, pobrecita, pobrecita roía; aún avergonza- ¡Estremecida, horrorizada, Enriqueta le escucha-
do estoy de no tener valor para consolarte!... ¡Ese ba. ¡No iba á tener el consuelo de recoger y ente-
pobre Weiss, tu marido que tanto te quería! ¿qué rrar á su querido muerto, cuyas cenizas dispersa-
va á ser de tí? Siempre has sido la víctima, sin ha- ría el viento! Mauricio la cogió de nuevo, en brazos,
berte quejado nunca... ¡Cuántos pesares te he cau- la acarició pidiéndola no llorara tanto.
sado en este mundo y quién sabe si aún te causaré Al cabo de un rato de silencio, Delaherche, que
otros! miraba por las ventanas, se volvió para decir á los
Le hacía callar, le tapaba la boca con la mano, dos soldados:
cuando en aquel momento entró Delaherche, tras —¡Ah! á propósito; me olvidaba deciros que allá
tornado, fuera de sí. Había concluido por bajar de abajo en la cochera, un oficial está distribuyendo
dinero á los soldados para que no caigan en poder
ticias; y después de haberse asegurado de que dor-
de los prusianos. Debiérais bajar, siempre es con mía su madre, desapareció.
veniente tener dinero, si no nos hemos muerto to En la cochera, abajo, Juan y Mauricio, habían
dos esta noche. encontrado, sentado sobre una silla de cocina, de-
El consejo era bueno, Mauricio y Juan bajaron lante de una mesa de pino, á un oficial pagador, el
después que Enriqueta consintió en acostarse en el cual, sin pluma, sin recibos, sin papeles de ninguna
sofá donde había dormido su hermano. En cuanto clase, distribuía fortunas. Metía la mano en los sa-
á Delaherche, atravesó el cuarto vecino donde en cos llenos de monedas de oro y sin tomarse el tra
contró á Gilberta, que continuaba durmiendo tran bajo de contar, á puñados, llenaba los kepis de los
quilamente, sin que los ruidos la hubieran hecho sargentos del 7.o cuerpo que desfilaban ante él. Se
cambiar de postura. Y desde allí echó una ojeada había convenido que los sargentos distribuirían la
al cuarto donde velaba su madre al coronel Vi suma entre los soldados de sus compañías. Cada
neuil, pero ésta se había dormido, mientras que el uno iba recibiendo aquello, como avergonzado, co-
coronel, con los párpados cerrados, no se nabia mo si fuera una ración de café ó de carne, y des
movido, aniquilado por la fiebre. pués se iban, vaciando sus kepis en los bolsillos,
Abrió los ojos y preguntó: para no encontrarse en las calles con todo aquel
' —¿fía acabado? ¿no es verdad? oro á l a luz del día. La operación se hacia en silen-
Contrariado por aquella pregunta que le detento cio, no se pronunciaba una palabra, solo se oía el
en el momento en que esperaba escaparse, Déla ruido cristalino de las monedas, entre el estupor
herche hizo un gesto de cólera, ahogando la voz. que causaba á aquellos muchachos verse con aque-
—¡Sí, se ha acabado hasta que vuelva á empe- llas riquezas, cuando ya no quedaba en la ciudad,
zar! No se ha firmado nada. un pan ni un cuartillo de vino que comprar.
Con voz muy baja, el coronel continuó, empezan Cuando Juan y Mauricio se acercaron, el oficial
do á delirar. retiró primero el puñado de monedas de oro que
—¡Dios mío! ¡que muera antes de que acabe!- tenía en la mano.
No oigo el cañoneo. ¿Por qué no tiran más?... Alié —No son ustedes sargentos ni uno ni otro, dijo...
arriba, en Saint Menges, en Fleigneux, dominamos Sólo los sargentos tienen derecho á cobrar...
todos los caminos, echaremos los prusianos al Meu Después, cansado y deseando acabar:
se si se atreven á volver sobre Sedan para atacar- —Tome usted, cabo, lo mismo da... ¡Pronto á
nos. La ciudad está á nuestros pies, entre nosotros otro!
y ellos, como un obstáculo que refuerza nuestras Y había dejado caer las monedas de oro en el
posiciones... ¡Adelante! El 7.° cuerpo irá á la cabe kepis que Juan le tendía. Este, emocionado al ver
za, el 12.° protegerá la retirada... aquella suma, cerca de seiscientas pesetas, quiso
Y sus manos se agitaban sobre las mantas, como que Mauricio tomase en seguida la mitad. Podían
si fuera á caballo. Poco á poco se detuvieron á me- verse separados cuando menos lo pensaran.
dida que sus palabras se hacían más pesadas y que Hicieron el reparto en el jardín, delante de la
se iba durmiendo. ambulancia, y después entraron en ésta, recono-
Dejó de hablar, estaba sin aliento, atontado. ciendo encima de la paja, casi á la .entrada, al tam-
—Descanse usted, volveré cuando tenga más no
— m —
bor de su compañía, Bastían, un muchacho muy guía con la vista á un sargento que hacía tenido la
alegre, que había tenido la desgracia de recibir un buena idea de entrar, con su kepis lleno de oro,
balazo en la ingle á eso de las cinco de la tarde, para ver si quedaba allí algún soldado de su com
cuando ya había concluido la hatajla. Estaba ago- pañía. Precisamente encontró á dos y dió á cada
nizando desde la víspera. uno veinte francos. Llegaron otros sargentos y el
A la luz de la mañana, en el momento en que se oro empezó á llover sobre la paja. Y Bastían, que
despertaban, la ambulancia los dejó helados. Tres había logrado sentarse, tendió sus manos que la
heridos habían muerto durante la noche, sin que agonía sacudía.
nadie la hubiera advertido; y los enfermeros ha —¡A mí, á mi!
cían sitio para otros, llevándose los cadáveres. Los
que habían sido operados la víspera, en su somno El sargento quiso pasar adelante como había pa-
lencia, abrían los ojos, miraban atontados aquel sado Bouroche. Después, cediendo á un impulso de
inmenso dormitorio de sufrimientos, donde, sobre hombre bueno, echó las monedas sin contar en las
la paja estaba echado todo un rebaño, medio dego- dos manos ya frías.
llado. Aunque habían barrido la víspera, después —¡A mí, á mí!
de terminar la horrible tarea, el suelo conservaba Bastían había caído de espaldas. Trató de reco-
señales de sangre, una gran esponja tinta en san ger el oro que se le escapaba, lo tentó con los de-
gre parecida á una cereza, nadaba en un cubo de dos tiesos. Y murió.
agua; una mano olvidada con los dedos rotos, esta- — [Buenas noches, dijo un zuavo que se hallaba
ba al lado de la puerta, bajo el cobertizo. Eran las al lado, éste ha apagado la vela! Es lástima cuan-
migajas de la carnicería, el horrendo deshecho de do se tiene con que echar un trago.
una matanza, en el triste amanecer. Y la agitación, El zuavo tenía el pie izquierdo en un aparato.
esa necesidad de vida turbulenta de las primeras Logró levantarle un poco y arrastrarse con los co
horas, había reemplazado al anonadamiento de la dos y con las rodillas; y al llegar cerca del muerto
fiebre. Apenas se oía, interrumpiendo el silencio, un lo recogió todo, registró las manos y los pliegues
quejido ensordecido por el sueño. Los ojos vidrio- del capote. Cuando volvió á su puesto, notando que
sos se asustaban ,9,1 volver á ver el día, las bocas le miraban, se conformó con decir:
empastadas lanzaban un aliento malsano, toda la —¡No es cosa de que se pierda!
sala caía en esa tristeza de los días sin fin, lívidos, Mauricio, oprimido el corazón en aquella atmós-
nauseabundo?, cortados por agonías, que iban á vi- fera de tristeza, se llevó á Juan. Al atravesar el
vir los desgraciados estropeados, que acaso sal cobertizo vieron á Bouroche, exasperado por no ha-
drían á los dos ó tres meses con un miembro de ber podido procurarse cloroformo, que se decidía á
menos. cortar una pierna á un chico de unos veinte años.
Y huyeron de allí para no ver ni oir.
Bouroche, que empezaba su visita después de al- En aquel momento Delaherche volvía de la ca-
gunas horas de descanso, se paró delante de B'as lle. Los llamó y les dijo:
tian y después pasó haciendo un imperceptible mo- —¡Subid, subid pronto, vamos á almorzar; la co-
vimiento de hombros. Nada hacía que hacer. Bas cinera ha logrado encontrar leche y no .es cosa de
tian había abierto los ojos y, como resucitado, se- desrerdiciarío, pues hay que tomar algo caliente!
Y á pesar de los esfuerzos que hacía, no podía las culatas contra las paredes; mientras que los ar
ocultar la alegría que le embargaba. Bajó la voz y tilleros, que habían arrancado el mecanismo de las
añadió muy satisfecho: ametralladoras, las tiraban á las alcantarillas. Ha-
—jEsta vez es cosa hecha! El general Wimpffen bía muchos que enterraban y quemaban las bande-
ha ido á firmar la capitulación. ras. En la plaza de Turenne, un viejo sargento, su-
¡Ah! ¡qué gran desahogo; su fábrica se había sal bido sobre un guardacantón, insultaba á los jefes,
vado, la atroz pesadilla desaparecía, iba á volverá los trababa de cobardes, como si le hubiese ataca-
la vida dolorosa, pero al fin á la vida! Daban las do súbita locura. Otros parecían estar atontados y
nueve: era Rosa que había ido á casa de una pana lloraban. Y, es preciso decirlo, otros, el mayor nú
dera tía suya para comprar pan, quien le había mero, estaban alegres, se les había quitado un peso
dado cuenta de los sucesos ocurridos aquella maña enorme de encima. ¡Era el fin de sus miserias, eran
na en la subprefectura. A las ocho, el general prisioneros, no se batirían más! Llevaban tantos
Wimpffen había reunido un nuevo consejo de gue días sufriente, con aquellas caminatas y sin comer!
rra compuesto de treinta generales, á los que dió Además ¿para qué batirse puesto que no eran los
cuenta del resultado de su entrevista, sus inútiles más fuertes? ¡Habían hecho muy bien los jefes, si
esfuerzos y las duras exigencias del enemigo victo- como se decía, los habían vendido, para acabar
rioso. Sus manos temblaban, una emoción violenta prontol ¡Era tan consoladora la idea de que iban á
le llenaba los ojos de lágrimas. Y estaba hablando tener pan blanco y á dormir en buenas camas!
aún cuando se presentó un coronel de Estado Ma-
yor prusiano, en nombre del general Moltke, para Allá arriba, al entrar Delaherche en el comedor,
recordar que si á las diez no se había tomado una con Mauricio y Juan, su madre le llamó:
resolución se abrirla el fuego sobre Sedan. El con- —Ven, el coronel me da cuidado.
sejo, entonces, ante la espantosa sítuacióu, no ha- El señor Vineuil, con los ojos abiertos había vuel-
bía tenido más remeiio que autorizar al capitán to á hablar, agitado por la fiebre.
para que volviera de nuevo al palacio de Bellevue — ¡Qué importa! si los prusianos nos cortan el ca-
para aceptarlo tolo. El general debía hallarse allí; mino de Mezieres... Ahí están, ya han dado la vuel-
el ejército francés era prisionero con armas y ba- ta al bosque de Falisette, mientras que otros suben
gajes. por el valle del Givonne... La frontera está detrás
de nosotros y la pasaremos de un salto cuando ha-
Después Rosa se había extendido en detalles,dan- yamos matado todos los que podamos... Eso era lo
do cuenta de la extraordinaria agitación que reina que yo quería ayer -
ba en la ciudad, desde que se sabía la noticia. j Pero su miraba ardiente acababa de cruzarse
En la subprefectura había visto á unos oficial« con la de Delaherche. Le reconoció, pareció volver
que arrancaban sus charreteras llorando como ni á la horrible realidad preguntó por tercera vez:
ños. Sobre el puente, los coraceros tiraban sus sa —¡Se ha acabado! ¿no es verdad?
bles al Meuse y todo un regimiento había desfilado, El fabricante de paños no pudo contener su ale-
lanzando cada cual el suyo, veían saltar el agua, y gría.
luego entraban en las filas. En las calles, los sóida —¡Ah, sí! ¡A Dios graciasl Se acabó. La capitu-
dos cogían los fusiles por el cañón y destrozaban lación debe estar firmada á estas horas.
ta. Y se dirigió á Juan, el único muchacho sencillo
El coronel se puso de pie, á pesar de su herida; que pudiera atenderle.
cogió su espada, que estaba sobre una silla y quiso —¡Ah! puedo decirlo, el emperador me ha enga-
romperla. Pero sus manos temblaban demasiado, el ñado... Porque sus paniaguados podrán pedir para
acero cayó al suelo. él se tengan en cuenta todas las circunstancias ate-
—¡Tenga usted cuidado! ¡se va á cortar!—grita- nuantes que quieran, pero lo cierto es que es el
ba Delaherche. Es peligroso, quítale eso de las ma- primero, el único causante de nuestros desastres.
nos. Olvidaba ya que, siendo bonapartista acérrimo,
Y fué la señora Delaherche quien se apoderó de había trabajado algunos meses antes para que triun-
la espada. Después, ante la desesperación del señor fara en el plebiscito. Y no le inspiraba lástima des-
Vineuil,en vez de esconderla como su hijo la decía, de aquel momento el que iba á ser el hombre de
la rompió de un golpe seco, contra su rodilla, con Sedan; le echaba en cara todas las iniquidades.
una fuerza extraordinaria, de la que ella misma no —Es un hombre incapaz de nada, como nos ve-
se creía capaz. El coronel dirigió á su anciana ami- mos obligados á reconocerlo ahora; pero esto no
ga, una mirada muy tierna. importaría nada después de todo... Un espíritu qui-
En el comedor, la cocinera acababa de servir el mérico, una cabeza mal equilibrada á quien ha pa-
café con leche, para todo el mundo. Enriqueta y recido favorecer la suerte mientras todo le ha sali-
Gilberta se habían despertado; esta última descan- do bien... No, créame usted, no es necesarió que
sada gracias á un buen sueño, con la cara fresca y traten de apiadarnos sobre su destino, diciéndonos
los ojos alegres; y abrazaba tiernamente á su ami- que le han engañado, que la oposición le ha negado
ga, á quien tenía mucha lástima. Mauricio se colo los hombres y los créditos necesarios, Es él quien
có cerca de su hermana, mientras que Juan, un nos ha engañado. Sus vicios y sus faltas nos han
poco avergonzado, habiendo tenido que aceptar el metido donde nos encontramos-
convite, se encontró enfrente de Delaherche. La se- Mauricio, que no quería hablar, no pudo menos
ñora Delaherche no quiso sentarse á la mesa, la de sonreírse; mientras que Juan, que se hallaba co-
llevaron una taza y bebió el café. Pero, á su lado, hibido temiendo soltar algún disparate, solo se per
el desayuno de los cinco, primero silencioso, fué mitió decir:
animándose. Estaban sumamente débiles, tenían —Sin embargo, dicen que es una buena persona.
mucha hambre, y ¿cómo no iban á estar alegres, Aquellas palabras, dichas con toda modestia, sa
cuando se encontraban allí, intactos, cuando milla- carón de quicio á Delaherche. Todo el miedo que
res de infelices quedaban tendidos en el campo? había tenido, todas las angustias que le habían mor-
En el gran comedor, el mantel blanco daba alegría tificado estallaron en un arranque de desespera
á los ojos, y el café con leche, muy caliente, estaba ción, casi de odio.
delicioso. —¡Una buena persona! ¡Eso se dice pronto'... ¡No
Hablaron. Delaherche, tranquilo, había vuelto á sabe usten que en mi fábrica han caído tres grana
su aspecto de rico industrial, con una bondad de das y que no es por culpa del emperador si no se
patrón á quien halaga la popularidad, duro sola- ha quemado... ¡Sabe usted que yo, que le hablo, voy
mente para la falta de éxito; volvió á hablar de Na- á perder más de cien mil francos con. todos estos
poleón III, cuya fisonomía no se apartaba de su vis-
jaleos! ¡Ah, no, no! Francia invadida, incendiada,': ncionario, donde se atreviese á sentarse. Y fué
exterminada, la industria paralizada, el comercio 1 en la casita de un tejedor donde quiso recogerse,en
destruido ¡esto es demasiado! ¡De una buena perso-, una humilde casa, vista en el borde del camino con
na asi que nos libre Dios!... ¡Está en el tango y en 3 BU diminuta huerta, cerrada por una tapia, su fa-
la sangre, que se quede! chada de un piso, con las pequeñas ventanas tristes.
Con el puño hizo un gesto como si quisiera man- Arriba, el cuarto blanqueado con cal, con suelo de
tener bajo el agua á algún miserable que hubiera ladrillo, no tenía más muebles que una mesa de
intentado salir. Después acabó de beber su café., pino blanco y dos sillas de paja. Aguardó allí mu-
Gilberta se había reído involuntariamente al notar chas horas, primero en compañía de Bismarck, que
las distracciones de Enriqueta,á quien servía como se sonreía al oírle hablar de generosidad, solo des-
si fuera un niño. Cuando acabaron el desayuno, si- pués, arrastrando su miseria, pegando su cara lívi-
guieron aún en la paz feliz del gran comedor da contra los cristales, mirando aún aquella tierra
fresco. de Francia, aquel Meuse, que se deslizaba tan her-
Y, en aquella misma hora, Napoleón estaba en la moso por entre los campos fértiles.
pobre casita del tejedor, en el camino de Donche- Después, al día siguiente, los demás días, fueron
ry. A las cinco de la mañada, habla querido aban-; las otras etapas atroces: el palacio de Bellevue,
donar la sub prefectura, muy molestado al sentir á aquel lindo castillo, dominando el río, donde dur-
Sedan alrededor suyo, como un remordimiento y mió, donde lloró después de su entrevista con el
una amenaza, atormentado por la necesidad de apa-, rey Guillermo; la cruel salida, Sedan evitado por
ciguar su corazón sensible, obteniendo para su des-• temor á la cólera de los vencidos, de los hambrien-
graciado ejército mejores condiciones. Deseaba ver tos; el puente de barcas que los prusianos habían
al rey de Prusia. Había tomado un coche de alqui- echado en Iges, el largo rodeo al Norte de la ciu-
ler y recorría la carretera adornada por los álamos, dad, los atajos, los caminos separados de Floing, de
la primera etapa del destierro, llevada á cabo, con Fleigneux, de Illy, toda aquella lamentable huida,
el fresco del amanecer, con la sensación de toda la en coche descubierto; y allí, sobre aquella trágica
grandeza caída que abandonaba en su huida; y so meseta de Illy, atestada de cadáveres, el legenda-
bre aquella carretera había encontrado á Bismarck rio encuentro, el miserable emperador que, no pu-
que llegaba á escape, con su gorra vieja, con sus diendo soportar el trote del caballo, se había caído
botazas enormes, con el único deseo de divertirse, bajo la violencia de alguna crisis, fumando acaso
de impedirle viera al rey, mientras no se firmara raaquinalmente un cigarrillo, mientras que un re-
la capitulación. El rey estaba aún en Vendresse, á baño de prisioneros, lívidos, cubiertos de sangre y
catorce kilómetros. ¿Y dónde ir? ¿Bajo qué techo de polvo, llevados de Fleigneux á Sedan, se colo
aguardar? Allá, perdido en una nube de tempestad, eaba á ambos lados del camino para dejar pasar el
el palacio de las Tullerías había desaparecido. Se- coche; los primeros callados, los otros gruñendo,
dan parecía haber retrocedido leguas, como cerra los otros poco á poco exasperados, haciendo esta-
do por un río de sangre. No existiendo ya más pa llar su cólera á gritos, amenazándole con los puños
lacios imperiales en Francia, no quedaban más en un gesto de insulto y de maldición. Después hu
albergues oficiales, ni un rincón en casa del menor bo aúu la interminable travesía del campo de bata
- 129 —
lia, una legua por caminos destrozados, por entre negra. Los caballos, los coches, los furgones, con
cadáveres, con los ojos grandes abiertos, amenaza su vajilla de plata, sus cestas de vinos finos, salie-
dores, hubo el campo helado, los vastos bosques ron con mucho misterio de Sedan, se fueron tam-
mudos, la frontera en lo alto de una cuesta después, bién á Bélgica por caminos extraviados, sin hacer
al final de todo, bajando el camino, más allá, por ruido, con un estremecimiento inquieto de robo.
entre abetos, por ei fondo del estrecho valle.
¡Y qué primera noche de destierro, en B O U Ü I O D . We&iÉÁt ce f„,r
en una posada, en el hotel del Correo, rodeado por b!
tal muchedumbre de franceses refugiados y de cu ^'0TECA l M ^ E 0
»
riosos, que el emperador creyó deber presentarse
entre los murmullos y los silbidos! El cuarto, cuyas TERCERA P ^ p S f e « ^ ^
tres ventanas caían sobre la plaza, y el Semoy era
el cuarto vulgar, con silías de damasco rojo, con el
armario de luna, con la chimenea adornada con un
reloj de zinc, con conchas y rasos de flores artifi
ciales, cubiertos con fanales.
A derecha é izquierda de la puerta había dos ca Durante la interminable jornada de la batalla,
mas pequeñas. En una se acostó el ayudante de Silviua, desde el ribazo de Remilly, donde estaba
campo,á quien el cansancio hizo que durmiera des construida la casería del señor Fouchard, no había
de las nueve de la noche. En la otra, el emperador cesado de mirar hacia Sedán, envuelto entre el hu-
tuvo que dar vueltas durante mucho tiempo, sin mo y el tronar continuo de los cañones, temblando,
poder conciliar el sueño y se levantó para pasear con el pensamiento fijo en Honorato. Y al día si
su mal; no tuvo más distracción que mirar colga guíente aumentó su inquietud, por la imposibilidad
dos á la pared, á los dos costados de la chimenea, de procurarse noticias exactas entre los prusianos
unos grabados que se encontraban allí, represen que guardaban los caminos, que se negaban á con-
tando uno á Rouget de Lisie cantando la Marselle testar, no sabiendo ellos tampoco lo que sucedía.
sa, el otro, el Juicio final, una llamada furiosa de El sol claro de la víspera había desaparecido, ha-
trompetas, tocadas por arcángeles que hacían salir blan caído aguaceros que entristecían el valle con
de la tierra á todos los muertos, la resurrección del una luz lívida.
osario de las batallas subiendo á declarar ante Dios.
A la caída de la tarde, el señor Fouchard, ator-
En Sedan, el tren de la casa imperial había que mentado igualmente en su mutismo, no acordándo-
dado abandonado, detrás de las lilas, en el jardín se mucho de su hijo, pero deseando averiguar qué
del sub prefecto. No se sabía cómo hacerlos des consecuencias iba á tener para él la desgracia de
aparecer, quitarlos de la vista de las pobres gentes los otros, estaba á la puerta de su casa, aguardan-
que morían de hambre, tal era la insolencia agresi- do los sucesos, cuando vió ,á un muchachón alto,
va que habían tomado, la ironía atroz que repre con blusa, que desde hacía un momento rondaba
sentaban en medio del desastre y que los hacía in por el camino. La sorpresa fué tan grande al reco-
soportables. Hubo que aguardar á una noche muy Desastre - Tomo II—9
- 129 —
lia, una legua por caminos destrozados, por entre negra. Los caballos, los coches, los furgones, con
cadáveres, con los ojos grandes abiertos, amenaza su vajilla de plata, sus cestas de vinos finos, salie-
dores, hubo el campo helado, los vastos bosques ron con mucho misterio de Sedan, se fueron tam-
mudos, la frontera en lo alto de una cuesta después, bién á Bélgica por caminos extraviados, sin hacer
al final de todo, bajando el camino, más allá, por ruido, con un estremecimiento inquieto de robo.
entre abetos, por ei fondo del estrecho valle.
¡Y qué primera noche de destierro, en B O U Í U O D . We&iÉÁt ce f„,r
en una posada, en el hotel del Correo, rodeado por b!
tal muchedumbre de franceses refugiados y de cu ^'0TECA l M ^ E 0
»
riosos, que el emperador creyó deber presentarse
entre los murmullos y los silbidos! El cuarto, cuyas TERCERA P ^ p S f e « ^ ^
tres ventanas caían sobre la plaza, y el Semoy era
el cuarto vulgar, con silías de damasco rojo, con el
armario de luna, con la chimenea adornada con un
reloj de zinc, con conchas y rasos de flores artifi
cíales, cubiertos con fanales.
A derecha é izquierda de la puerta había dos ca Durante la interminable jornada de la batalla,
mas pequeñas. En una se acostó el ayudante de Silviua, desde el ribazo de Remilly, donde estaba
campo,á quien el cansancio hizo que durmiera des construida la casería del señor Fouchard, no había
de las nueve de la noche. En la otra, el emperador cesado de mirar hacia Sedán, envuelto entre el hu-
tuvo que dar vueltas durante mucho tiempo, sin mo y el tronar continuo de los cañones, temblando,
poder conciliar el sueño y se levantó para pasear con el pensamiento fijo en Honorato. Y al día si
su mal; no tuvo más distracción que mirar colga guíente aumentó su inquietud, por la imposibilidad
dos á la pared, á los dos costados de la chimenea, de procurarse noticias exactas entre los prusianos
unos grabados que se encontraban allí, represen que guardaban los caminos, que se negaban á con-
tando uno á Rouget de Lisie cantando la Marselle testar, no sabiendo ellos tampoco lo que sucedía.
sa, el otro, el Juicio final, una llamada furiosa de El sol claro de la víspera había desaparecido, ha-
trompetas, tocadas por arcángeles que hacían salir blan caído aguaceros que entristecían el valle con
de la tierra á todos los muertos, la resurrección del una luz lívida.
osario de las batallas subiendo á declarar ante Dios.
A la caída de la tarde, el señor Fouchard, ator-
En Sedan, el tren de la casa imperial había que mentado igualmente en su mutismo, no acordándo-
dado abandonado, detrás de las lilas, en el jardín se mucho de su hijo, pero deseando averiguar qué
del sub prefecto. No se sabía cómo hacerlos des consecuencias iba á tener para él la desgracia de
aparecer, quitarlos de la vista de las pobres gentes los otros, estaba á la puerta de su casa, aguardan-
que morían de hambre, tal era la insolencia agresi- do los sucesos, cuando vió ,á un muchachón alto,
va que habían tomado, la ironía atroz que repre con blusa, que desde hacía un momento rondaba
sentaban en medio del desastre y que los hacía in por el camino. La sorpresa fué tan grande al reco-
soportables. Hubo que aguardar á una noche muy Desastre - Tomo II—9
nocerle, que le llamó en alta voz, á pesar de que —¡Si cree usted que se puede saber algo! ¡Han
pasaban en aquel momento tres prusianos por el ocurrido tantas cosas, tantasl ¡De toda esa batalla
camino. maldita, no podría contar ni esto... ni aun los sitios
—jCómo! ¿Eres tú, Próspero? por donde he pasado...¡Allí se vuelve uno tonto!
De un movimiento rápido el cazador de Africa Y, después de beber un vaso de vino, se quedó
le tapó la boca. Después, acercándose, dijo en voz pensativo, los ojos soñadores, perdidos allá en las
baja: tinieblas de su memoria.
—Sí, soy yo. Estoy cansado de pelear en balde y —Todo lo que sé es que, cuando volví de mi des-
me he escapado... Diga usted, señor Fouchard; ¿no mayo, anochecía... Cuando caí en tierra al dar la
necesita usted un criado? carga, el sol estaba muy alto. Debía estar allí ha-
El viejo, astuto siempre, recobró su prudencia. cia muchas horas, la pierna derecha aplastada bajo
Precisamente buscaba un criado. Pero no habla el cuerpo de Céfiro, el que había recibido un trozo
para que decirlo. de granada en el pecho... Le aseguro á usted que
—¡Un criado, ahora no! al menos por ahora no... aquella postura nada tenía de cómoda, montones
Pero entra á echar un trago. No creas que te voy á de compañeros muertos, y ni un gato vivo y pen
dejar penando en el camino. Bando que yo también moriría allí si nadie venía á
En la cocina, Silvina ponía la comida á la lum- recogerme. Poco á poco traté de salir de debajo de
bre, mientras que el pequeño Charlot, se colgaba á Céfiro, pero era imposible, pesaba una barbaridad.
sus faldas, jugando y riendo. Al pronto no recono Estaba aún caliente. Le acariciaba, le llamaba con
ció á Próspero, el cual, sin embargo, había traba- cariño. Y esto si que no lo olvidaré nunca: abrió
jado con ella; y solo al traer una botella y dos va- los ojos, hizo un esfuerzo para levantar la cabeza
sos fué cuando cayó en la cuenta de quién era. que estaba en tierra al lado de la mía. Entonces
Lanzó un grito, acordándose de Honorato. charlamos un poquillo. — «Pobrecillo, le dije, no es
—¡Ah! ¿viene usted de allí, no es verdad?... ¿Está para echártelo en cara, pero sin duda quieres que
bueno Honorato? reviente contigo, porque me aprietas mucho.» Cla-
Próspero iba á contestar, después dudó. Hacia ro, no contestó que sí, pero pude leer, en su mirada
dos días que vivía como en un sueño, entre una vio turbia, la pena que sentía al abandonarme. Y no sé
lenta sucesión de cosas vagas, que no le dejaban cómo fué, no sé si quiso ó si fué una convulsión,
más que tristes recuerdos. Creía haber visto á Ho- pero es el caso que tuvo una sacudida brusca y
norato, muerto, encima del cañón, pero no lo hu- que se echó al otro lado. Pude levantarme; ¡pero
biera afirmado; ¿y para qué hacer daño á la gente en qué estado! la pierna me pesaba como si fuera
no teniendo certeza absoluta? de plomo... No importa, cogí la cabeza de Céfiro
entre mis brazos, continué consolándole, diciéndole
—Honorato,—murmuró,—no sé... no puedo decir que era un buen caballo, todo lo que me dictaba el
nada... corazón, que le quería mucho, que me acordaría
Ella le miró, insistió. siempre de él. ¡Me escuchaba, parecía estar muy
—¿No le ha visto usted? contento! Después tuvo otra sacudida, y murió, con
Con un movimiento pausado, agitó las manos, sus grandes ojos que no dejaban de mirarme... Acá
meneando la cabeza.
so no quieran creerme, pero la verdad es que tenía en la Chapelle, donde tropezaron con una avanza
en los ojos lágrimas gordas... Mi pobre Céfiro llo- da enemiga que dió la alerta y empezó á disparar
raba como un hombre.. tiros en las tinieblas, mientras que, agachados,
La pena ahogaba á Próspero y empezó á llorar. arrastrándose, volvieron á alejarse oyendo los sil-
Después echó otro trago de vino; continuó relatan- bidos de las bala?. A la vuelta de un sendero andu-
do su historia con frases entrecortadas, incomple vieron á gatas, se echaron sobre un centinela y le
tas. La noche se iba haciendo más obscura; no ha- mataron de una cuchillada en la garganta. Después
bía más que un rayo rojo de luz en el campo de encontraron los caminos libres, continuaron andan-
batalla que proyectaba á lo lejos la sombra inmen- do, riendo y silbando. Y á las tres de la mañana
sa de los caballos muertos. El, sin duda, se había llegaron á una aldea de Bélgica, llamaron á una
quedado mucho tiempo al lado del suyo, incapaz puerta, les abrieron y se acostaron en un pajar.
de alejarse con su pierna que le pesaba mucho.
Después, un espanto repentino se apoderó de él, Ya era muy de día cuando se despertó Próspero.
haciéndole correr á pesar suyo, la necesidad de no Al abrir los ojos, mientras sus compañeros ronca
encontrarse solo, el deseo de estar al lado de 3us ban, vió al dueño de la casa que estaba enganchan-
compañeros para no tener miedo. Así de todas par do un carricoche cargado de pan, de arroz, de café,
tes, de las zanjas, de entre las matas, por todos si- de azúcar, de toda clase de provisiones escondidas
tios, los heridos abandonados se arrastraban, trata- bajo unos sacos de carbón, y supo que el buen
ban de unirse, formaban grupos de cuatro ó cinco hombre tenía en Francia, en Raucourt, dos hijas
donde parecía menos duro quejarse y morir. Asi casadas, á las que iba á llevar provisiones sabien-
fué como en el bosque del Garenne encontró dos do que se encontraban sin nada después de haber
soldados del 43° que no tenían un rasguño, que es pasado por allí los bavaros. Se había procurado un
taban allí enterrados casi, escondidos como liebres, salvoconducto aquella mañana. Próspero entró en
aguardando á que anocheciera. Cuando supieron ganas de sentarse en aquel carricoche para volver
que conocía los caminos le indicaron que querían allá, á aquel pedazo de tierra cuya nostalgia le an
huir á Bélgica, llegar á la frontera por los bosques gustiaba ya.
antes de que amaneciera. Se negó primero á guiar- La cosa era bien sencilla; se apearía en Remilly,
los; hubiera preferido llegar en seguida á Remilly, por donde tenía que pasar el coche para ir á Ran-
seguro de encontrar un refugio; ¿pero dónde podría court. Y quedaron arreglados en seguida: le pres-
procurarse una blusa y un pantalón? esto sin con- taron un pantalón y una blusa y el casero le hizo
tar que desde el bosque del Garenne á Remilly, de pasar como si fuera su criado, de manera que á eso
un extremo á otro del valle, no había que confiar de las seis, se bajó delante de la puerta de la Igle-
en atravesar las líneas prusianas sin tropiezo. Ac- sia, después de haber sido detenido dos ó tres veces
cedió á servir de guía á los dos compañeros. ;Sa por las avanzadas alemanas.
pierna se había recalentado; tuvieron la suerte de —¡Yo ya estoy harto!—decía Próspero.—Si hu-
que les dieran un pan en una casería. Dieron las biesen sacado algún partido de nosotros, como allá
nueve en un campanario lejano, al ponerse de nue- en Africa. Pero ir á la izquierda para volver á la
vo en camino. El único peligro que corrieron fué derecha, comprender que no se sirve para nada,
acaba por cansar... Y además, ahora, Céfiro ha
muerto, estoy solo; no tengo más que volver á tra la habia perdonado, que se había comprometido á
bajar al campo. ¿No es verdad? Vale mucho más casarse, en cuanto acabara el servicio, en cuanto
esto que ser prisionero de los prusianos... ¡Tiene terminara la guerra! ¡Y se lo habían matado, esta-
usted caballos, señor Fouchard, ya verá usted como ba allí, con un agujero debajo del corazón! ¡Nunca
los cuido! había creído que le amaba tanto, tal era la necesi-
El viejo estaba satisfecho. Echó otro trago y pro dad que sentía de volverle á ver, de poseerle á pe-
siguió: sar de todo!
—¡Dios mío! puesto que te viene bieD, te queda Dejó á Charlot en tierra.
rás aquí, te tomaré... Pero, en cuanto al sueldo, no —¡Bueno! no lo creeré hasta que lo vea yo tam-
hay que hablar de eso hasta que se acabe la guerra bién. . Puesto que sabe usted donde es, va usted á
porque no necesito de nadie y los tiempos son ma llevarme allí, y si es verdad, si lo encontramos, lo
los. traeremos aquí.
Silvina se había quedado sentada teniendo á Las lágrimas la ahogaban, se dejó caer sobre la
Charlot sobre las rodillas. No había perdido de vis mesa, llorando, mientras que el pequeñuelo, aton-
ta á Próspero y cuando éste se levantó para ir á la tado por haberse visto rechazado por su madre,
cuadra á ver los caballos le preguntó de nuevo: empezó también á llorar. Le cogió, lo apretó con-
—¿No ha visto usted á Honorato? tra su corazón, cubriéndolo de besos.
Esa pregunta hecha bruscamente le hizo estre- —¡Pobre hijo mío, pobrecito!
mecerse. Dudó un momento, después se decidió á El señor Fouchard estaba perplejo. Quería á su
hablar. hijo á pesar de todo, á su modo y manera. Algunos
—Oiga usted, no he querido causarla un disgusto antiguos recuerdos volvieron á su imaginación,
antes, pero creo que Honorato no volverá, se ha muy lejanos, de la época en que vivía su mujer,
quedado allí. cuando Honorato iba á la escuela, y dos lágrimas
—¿Cómo, que dice usted? salieron de sus ojos, y rodaron por el cuero curti
—Creo que los prusianos le han ajustado las do de sus mejillas. No había llorado en diez años.
cuentas,.. Le he visto medio Caído sobre una cure- Acabó por incomodarse, al pensar que á aquel hijo
ña, la cabeza derecha, con un agujero, debajo del que era suyo no le volvería á ver más.
corazón. —¡Eso de no tener más que un hijo y que le ma-
Hubo un silencio. Silvina palideció, mientras que ten, es infame!
el señor Fouchard, sorprendido, colocaba su vaso Pero cuando se calmó le molestaba ver que Sil-
sobre la mesa, después de vaciar la botella. vina continuaba hablando de ir allí á buscar el ca-
—¿Está usted seguro?—dijo con voz que la pena dáver de Honorato. Se obstinaba, sin llorar; en un
ahogaba. silencio desesperado, invencible; y no la reconocía,
—Tan seguro como puede uno estar cuando lo ella tan dócil, haciendo todas las labores sin que
ha visto... Era sobre una eminencia, entre tres ár- jarse; sus grandes ojos sumisos, que bastaban para
boles, y me parece que iba allí con los ojos venda- embellecer su cara habían adquirido un aspecto
dos. feroz, mientras que su frente pálida sé ocultaba
í»ajo su pelo negro. Acababa de quitarse un pañue-
Era la destrucción de su felicidad. ¡Honorato, que
lo encarnado que llevaba puesto, y quedó vestida parecían ríos de barro y grandes nubarrones lívi-
de negro como una viuda. En vano intentó demos dos corrían por el cielo triste.
trarla las dificultades de la empresa, los peligros Próspero, queriendo tomar el camino más corto,
que podía correr y la poca esperanza de encontrar se decidió á pasar por Sedán. Pero antes de llegar
el cuerpo. No contestaba y el señor Fouchard com- ít Pont Maugis, una avanzada prusiana detuvo el
prendía que haría cualquier locura si no tomaba carrito durante una hora; y cuando el pase circuló
cartas en el asunto, lo que le inquietaba más aun, entre las manos-de cuatro ó cinco jefes, el burro
con motivo de las complicaciones que podría aca- pudo emprender de nuevo la marcha, con la cendi
rrearle con las autoridades prusianas. Se fué á ver ción de dar un gran rodeo, para pasar por Bazei-
al alcalde de Remilly, que era algo pariente suyo y lles. Cuando Silvina pasó el Meuse, sobre el puente
los dos arreglaron la cosa. Silvina pasó como viuda del ferrocarril, aquel puente funesto, que no habían
de Honorato y Próspero como su hermano; de ma- hecho saltar y que por cierto tantas pérdidas había
nera que el coronel bávaro, instalado en la aldea costado á los bávaros, vió el cadáver de un artille
en la posada de la Cruz de Malta, dió un pase para ro, que bajaba á flor de agua. Unas ramas le en-
el hermano y la viuda autorizándoles á traer el gancharon, se quedó un rato parado, dió después
cuerpo del marido si lo encontraba. Era ya de no- una vuelta y continuó su viaje.
che; lo único que pudieron lograr es que aguarda-
ría al día siguiente para ponerse en camino. En Bazeilles, por donde el burro atravesó al pa
so, de un extremo á otro, la destrucción era com-
Al día siguiente el señor Fouchard no quiso de- pleta, todo lo que la guerra puede hacer de ruinas
j a r enganchar uno de sus caballos por temor de horribles, cuando pasa, devastadora cual furioso
que desapareciera. ¿Quién le aseguraba que los huracán. Habían recogido los muertos y no queda-
prusianos no embargarían el coche y el caballo? ba en las calles ni un cadáver; y la lluvia lavaba
Por último accedió de mala gana á prestar el burro la sangre, las charcas quedaban rojas, con restos
y el carrito pequeño, donde aun podía caber un sospechosos, trozos en los que se creía reconocer
muerto. Dió muchas instrucciones á Próspero, que aún pelos. Pero la angustia que oprimía el corazón,
había dormido bien, pero á quien preocupaba la procedía de las ruinas, de ese Bazeilles tan alegre
expedición, ahora que estaba descansado. A última tres días antes, con sus lindas casitas entre los jar-
hora Silvina fué á buscar la manta de su cama que dines, dormido ahora, aniquilado, dejando ver sólo
plegó en el fondo del carrito y al marchar abrazó algunas paredes ennegrecidas por el humo. La
á Charlot. iglesia continuaba ardiendo, una gran hoguera de
—Se lo confío á usted, señor Fouchard, tenga us- maderos humeando, en medio de la plaza, de donde
ted cuidado, no le deje jugar con las cerillas. salía una espesa columna de humo, que se extendía
—iVete tranquila! por el cielo como un velo de luto. Habían desapa-
Los preparativos habían durado bastante. Daban recido calles enteras, no quedando ni una casa á
las siete cuando Silvina y Próspero, detrás del ca- uno y otro lado, sólo se veían montones de piedras
rrito que arrastraba el burro, con la cabeza baja, calcinadas entre cenizas y un barro negro que lo
anegaba todo. En los cuatro extremos, las casas
descendieron por las rápidas cuestas de Remilly. que formaban ángulos habían desaparecido como
Había llovido mucho durante la noche, los caminos
si las hubieran segado. Otras habían sufrido menos, das, que la servían de desahogo. No debía com
una por casualidad había quedado en pie. Aislada, prenderla, la miraba, iutranquilo, retrocediendo.
mientras que las de la derecha é izquierda habían Acudieron tres compaOeros, y le libraron de la
sido totalmente destruidas por la metralla. Y salía mujer, llevándosela, chillando. Ante los escombros
de allí un hedor insoportable, las náuseas del in- de otra casa, un hombre y dos niñas, los tres en el
cendio, la acritud del petróleo especialmente, de suelo, rendidos de cansancio y de miseria, lloraban,
rramado sobre los pisos de madera. Después era no sabiendo á donde ir, habiendo visto volar en ce
también la desolación muda de lo que se había in- nizas todo lo que poseían. Pasó una patrulla, que
tentado salvar, muebles tirados por las ventanas, dispersó á los curiosos, y el camino se quedó de-
aplastados sobre la acera, las mesas rotas, los ar- sierto, con los centinelas, tieso?, firmes, vigilando
marios destrozados, las ropas tiradas por el suelo, con mirada oblicua, para hacer respetar su consig-
rotas, manchadas, las tristes migajas del saqueo, na infame.
prontas á deshacerse con la lluvia. Por una facha —¡Canallas, canallas!—decía Próspero sordamen-
da abierta, por entre los pisos destrozados se veía te.—¡Con qué placer estrangularía á un par de
un reloj intacto, sobre una chimenea, en lo alto de ellos!
una pared. Silvina le hizo callar de nuevo. Se estremeció.
—jAh! ¡los canallasl—gruñía Próspero, cuya san En una cochera que el fuego no había tocado, un
gre se calentaba á la vista de aquel desastre. perro encerrado, olvidado hacía dos días, aullaba
Apretaba los puños y fué necesario que Silvina, con tono tan lastimero, tan lamentable, que un es-
muy pálida, le calmase con la mirada, á cada cen- calofrío recorrió el cielo, de donde empezaba á
tinela que cruzaban por el camino. Los bávaros caer un poco de agua. Y en aquel momento, en el
habían puesto centinelas cerca de las casas que ar- parque de Montivillers, tuvieron un encuentro.
dían; y esas gentes con los fusiles cargados, con la Tres grandes carros atestados de cadáveres, esos
bayoneta armada, parecían guardar los incendios carros de la basura que se llenan con palas en las
para que las llamas terminasen su obra. Con gesto calles todas las mañanas; y del mismo modo los ha-
amenazador, con un grito gutural, hacían que se bían llenado de cadáveres, parándolos al encon
separasen los curiosos, los interesados que ronda- trarlos para echar los muertos, volviendo á em-
ban por los alrededores. Algunos grupos de veci- prender la lúgubre caminata para pararse más le-
nos, á distancia, mudos contemplaban aquellas rui- jos, recorriendo Bazeilles entero hasta que el mon-
nas. Una mujer, muy joven, con los cabellos espar- tón desbordaba. Aguardaban inmóviles en la carre-
cidos, el vestido manchado de barro, se encontraba tera á que los llevaran á enterrar. Salían algunos
dentro de los restos incendiados de una casa, cuyas pies por encima. Una cabeza colgaba, medio arran
brasas quería remover, á pesar del centinela que cada. Cuando los tres carros empezaron á rodar de
las guardaba. Decían que aquella infeliz se le ha nuevo, traqueteando en los baches, una mano lívi-
bía muerto un niño abrasado, en la casa. Y. de da que colgaba, muy larga, fué á rozar contra una
pronto, al apartarla el bávaro con modales bruscos rueda y la mano se gastaba poco á poco, desollán-
se volvió y le vomitó en la cara su desesperación dose, comida hasta el hueso.
furiosa, injurias de sangre y lodo, palabras inmun
oídas, no tenían cara; la nariz arrancada, los ojos
Ea Balan cesó la lluvia. Próspero decidió á Silvi- fuera de las órbitas. La risa Sel que tenía las ma-
na á que comiera un pedazo de pan que había te- nos cruzadas sobre el vientre procedía de que una
nido la precaución de llevarse. Eran las once. Pero bala le había partido los labios rompiéndole los dien-
al llegar cerca de Sedan, un puesto prusiano los tes. Aquello atroz, esos desgraciados que se hallaban
detuvo de nuevo, y esta vez fué terrible; el oficial en actitudes de maniquís rotos, las con miradas
se incomodaba, se negaba á devolver el pase, que vidriosas, las bocas abiertas, frías, inmóviles. ¿Se
decía era falso, hablando en correcto francés. Al- habían arrastrado hasta allí para morir juntos? ¿O
gunos soldados habían llevado el burro y el carrito eran los prusianos que se habían entretenido en re-
bajo un cobertizo. ¿Qué iban á hacer? ¿Cómo iban cogerlos y sentarlos después en corro como para
á continuar el camino? Silvina se acordó entonces burlarse de ellos?
del primo Dubreuil, un pariente del señor Fou-
chard, á quien conocía y cuya posesión, el Ermita —¡Vaya una broma fúnebre!—dijo Próspero pa-
ge, se encontraba á unos pasos de allí. Tal vez hi lideciendo.
cieran caso de un señor. Dejó el burro, se fué con Y al mirar los otros muertos á través del paseo,
Próspero, puesto que los dejaban libres, con la con aquellos treinta valientes, entre los cuales se en-
dición de quedarse con el carrito. Al llegar al Er- contraba el cuerpo del teniente Rochas, lleno de
mitage, encontraron la verja abierta. Y desde lejos, heridas, envuelto en la bandera, añadió muy serio:
al entrar en el paseo central, vieron un cuadro que — Por aquí se han batido de firme. Me parece
les causó mucha extrañeza. que no vamos á encontrar las personas que busca-
mos.
—¡Demonio!—dijo Próspero,—¡estos no tienen pe- : Silvina entró en la casa cuyas puertas y venta-
nas!—En la terraza había una reunión muy alegre. nas destrozadas habían dado paso al aire húmedo.
Alrededor de un velador,con tablero de mármol, ha- No había nadie; los amos de la casa debían haberse
bía butacas y un sofá de satén azul celeste, formando escapado antes de que comenzara la batalla. Des-
círculo; era un salón muy raro, al aire libre, que la pués, como quiso recorrerlo todo, al penetrar en la
lluvia debía estar mojando desde la víspera. Dos cocina dejó escapar otro grito de espanto. Dos
zuavos sentados en el sofá parecían reírse á carca- hombres se encontraban allí tendidos, un zuavo de
jadas. Un soldado de infantería, en una butaca, te- barba negra y un prusiano enorme, con el pelo
nía las manos cruzadas como si no pudiera aguan rojo, entrelazados los dos furiosamente. Los dientes
tar la risa. Otros tres estaban apoyados tranquila- del uno habían penetrado en la mejilla del otro, los
mente en los respaldos de sus asientos mientras que brazos tiesos, no habían soltado la presa, haciendo
un cazador avanzaba la mano, como para tomar cruiir aún las columnas vertebrales rotas anudando
una copa sobre el velador. Debían haber vaciado los dos cuerpos con nudo tal de rabia eterna que
la bodega y se divertían. iba á ser preciso enterrarlos juntos.
— ¿Cómo pueden estar ahí? — decía Próspero Entonces Próspero se llevó á Silvina, puesto que
asombrado.—¿Se burlan de los prusianos? nada les quedaba que hacer en aquella casa abier-
Pero Silvina, cuyos ojos se dilataban, lanzó un ta, habitada por la muerte. Y, cuando desespera-
grito de horror. Los soldados no se movían, estaban dos regresaron al puesto prusiano, tuvieron la bue-
muertos. Los dos zuavos tiesos, con las manos retor-
na suerte de encontrar con el oficial, que tan mal estaba desgajado, ni una mancha de sangre se de-
les había recibido, á un general que visitaba el jaba ver sobre la yerba. Un riachuelo se deslizaba
campo de batalla. Este quiso ver el pase, después tranquilamente y el sendero que le acompañaba
lo devolvió á Silvina con un gesto de piedad, di- estaba cuajado de hayas. Aquel sitio encantaba,
ciendo que dejaran ir á aquella pobre mujer á re- tranquilo, con una frescura deliciosa en el silencio
coger el cuerpo de su marido. Sin aguardar más del campo.
echaron á andar, subiendo hacia el fondo del Gi- Próspero hizo que parara el borriquillo para que
vonne, obedeciendo á la orden que les prohibía pa bebiera en el arroyo.
sar por Sedan. —¡Qué bien se está aquí!—dijo con un grito de
involuntaria satisfacción.
Después torcieron á la izquierda para llegar á la
meseta de Illy por el camino que atraviesa el bos Silvina miró á su alrededor, inquieta también, de
que de Garenne. Allí fueron detenidos de nuevo, sentirse feliz un momento. ¿Por qué había allí tanta
creyeron que no podrían pasar, tantos eran los obs felicidad, cuando en los alrededores todo era luto y
táculos que hallaron. A cada paso los árboles cor dolor?
tados por las granadas, tumbados como gigantes, —¡Pronto, pronto, vámonos... ¿Dónde es? ¿Dónde
cerraban el camino. Era el bosque bombardeado á ha visto usted á Honorato?
través del cual el cañoneo había cortado existen- Y á unos cincuenta pasos de allí, al desembocar
cias de árboles seculares como en un cuadro forma en la meseta de Illy, la llanura se desplegó brusca-
do por veteranos. Por todas partes se veían troncos mente ante sus ojos. Esta vez era el verdadero
abiertos, agujereados, hendidos como si fueran pe- campo de batalla, los terrenos pelados se extendían
chos; y aquella destrucción, aquella matanza de ra hasta los confines del horizonte, bajo el cielo gris
mas llorando con su savia, ofrecía el aspecto es de donde caían continuos chaparrones. Los muer-
pantoso de un campo de batalla humano. Después tos no estaban amontonados, todos los prusianos
vieron cadáveres, soldados caídos abrazados frater debían haber sido enterrados, porque no quedaba
nalmente con los árboles. Un teniente, con la boca uno entre los cadáveres de los franceses, esparci-
ensangrentada, tenía las dos manos empotradas en dos entre los caminos, en los rastrojos, en las hon-
tierra, arrancando puñados de yerba. Más lejos un donadas, según los azares de la lucha. Cerca de un
capitán habla muerto echado sobre el vientre, la vallado, el primero que encontraron fué un sargen-
cabeza levantada como para aullar su dolor. Otros to, un hombre hermoso, joven y fuerte, que pare-
parecía que dormían entre la maleza, mientras que cía sonreírse, con los labios entreabiertos, la cara
un zuavo, cuya faja azul se había quemado, tenia apacible. Cien pasos más allá, á través del camino,
la barba y el pelo tostados. Y fué preciso varias vieron á otro, mutilado atrozmente, la cabeza me-
veces, en aquel estrecho camino, separar los cuer dio arrancada, los hombros manchados con salpica-
pos para que el burro y el carrito pudiesen conti- duras de los sesos. Después de los cuerpos aislados,
nuar. aquí y allá, había grupos, vieron siete en fila, la
rodilla en tierra, con el fusil apuntando, heridos
De pronto, en un pequeño valle, cesó el horror, cuando disparaban, mientras que á su lado había
La batalla no debía haber pasado por allí, no había caído un sargento. El camino seguía por una estre-
querido tocar aquel lugar delicioso. Ni un árbol
cha encañada y allí volvieron á horrorizarse, en ;
frente de un foso donde babía caído toda una com Silvina, cansada por la vista de aquellos campos
pañía, ametrallada: los cadáveres lo llenaban, un I muerte por donde creía andar hacía muchas
de
hundimiento, una mezcolanza de hombres, empo horas, miraba á su alrededor con creciente angus-
trados, rotos, cuyas manos retorcidas habían arran tia.
cado la tierra amarillenta sin poder sujetarse. Y . —¿Dónde es? ¿Dónde es?
una bandada de cuervos alzó el vuelo llenando el Pero Próspero no contestaba; lo que más le tras-
espacio con sus lúgubres graznidos; y ya millares tornaba, le conmovía, más que los cuerpos de los
de moscas revoloteaban por encima de los cuerpos, compañeros muertos, eran los cadáveres de los ca-
bebiendo la sangre fresca de las heridas. ballos, los pobres caballos acostados sobre el flan-
co, en actitudes atroces, las cabezas arrancadas, ...
—¿Dónde está?—preguntó Silvina. los vientres abiertos, dejando paso á las entrañas.
Pasaban entonces por un campo labrado, cubier- Muchos estaban boca arriba con las cuatro patas r\
to de mochilas. Algún regimiento había debido sol- al aire, los vientres enormes salpicaban la llanura
tarlas allí, efecto del pánico, para huir más de prisa. como si fueran jorobas. Algunos no habían muerto
Los restos que cubrían el suelo daban idea de los después de una agonía de dos días, y al menor ruí
episodios de la lucha. En un campo de remolachas, do levantaban la cabeza dolorida, la balanceaban m
algunos kepis esparcidos, parecidos á amapolas, á derecha é izquierda, y la volvían á dejar caer;
trozos de uniformes, charreteras, cinturones, seña- mientras que otros, inmóviles, lanzaban un grito,
laban el trance horrendo, uno de los momentos en era la queja del caballo moribundo, tan particular^
que la lucha de la artillería, que había durado doce tan dolorosamente triste, que el aire temblaba. Y H
11
horas, había sido más certera. Pero especialmente Próspero, con el corazón acongojado, se acordaba
con lo que tropezaban á cada paso, eirá con trozos de CV firo, creyendo que iba á volver á verle.
de armas, sables, bayonetas, fusiles, en tan crecido
número que parecían ser producto de la tierra, una Bruscamente, sintió temblar el suelo, bajo el ga
cosecha que hubiese crecido en un día de horrores. lope de una carga furiosa. Se volvió y sólo tuvo
Platos, cantimploras se veían también por todas tiempo para decir á su compañera:
partes, todo lo que se había escapado de las mochi- —¡Los caballos, los caballos!... ¡Echese usted de-
las rotas, arroz, cepillos, cartuchos. Y las tierras se trás de esa pared!
sucedían á través de aquella devastación inmensa, De lo alto de una pendiente, un centenar de ca-
las vallas arrancadas, los árboles achicharrados ballos libres, sin jinetes, llevando algunos aún el
lili
como en un incendio, el suelo mismo agujereado equipo, descendían al galope como una avalancha.
por las granadas, pateado, endurecido por el galop« Eran los animales perdidos, abandonados sobre el
de las multitudes, tan asolado, que parecía iba á campo de batalla, que se reunían así en rebaños,
quedar estéril para siempre. La lluvia lo anegaba por instinto. Sin heno y sin avena desde la ante
todo con su humedad, un olor se desprendía muy víspera, habían talado la escasa yerba y raído la
penetrante, ese olor de los campos de batalla, que corteza de los árboles, cuando el hambre Les picaba
huelen á paja fermentada, á paño quemado, una el vientre como si fueran espolazos, salían todos á
mezcla de podredumbre y de pólvora. escape. con galope furioso, daban una carga por el
Desastre— Tomo JI—10
campo vacio y mudo, despachurrando los muertos, fusiles, le daban veinticinco céntimos por cada uno.
rematando los heridos. Por la mañana, cuando huía de su pueblo, con el
La tromba se acercaba, Silvina tuvo tiempo para estómago vacío, se había encontrado con un ale-
llevar el burro y la carreta detrás del muro. mán que se había ajustado para recoger los fusiles
—¡Dios mío! ¡Van á destrozarlo todo! sobre el campo de batalla. Los prusianos temían
Pero los caballos habían saltado el obstáculo, y que si los aldeanos recogían las armas, las envia-
galoparon del otro lado, engolfándose en un cami ran á Bélgica, para desde allí volver á Francia, y
no bajo, hasta llegar al lindero de un bosque, detrás toda una nube de infelices se había dedicado á ca-
del cual desaparecieron. sar fusiles, buscando entre las yerbas.
Cuando Silvina llevó el carrito al camino, exigió —¡Vaya un oficio!—decía Próspero.
que Próspero la contestase. —Hay que comer,—replicaba el muchacho.—No
—Vamos á ver, ¿dónde es? robo á nadie.
El, de pie, miraba á todas partes. Como no era del país y no podía darle ninguna
—Había tres árboles, necesito encontrarlos. noticia, le señaló una casería donde había visto
¡Caramba, no se ve muy bien cuando se da una gente.
carga y no es muy fácil saber luego qué caminos Próspero le dió las gracias y se alejó para unirse
se han tomado! á Silvina, cuando vió en un surco un fusil. Primero
Después, viendo alguna gente á la izquierda, dos nada dijo, después retrocedió gritando como á pe-
hombres y una mujer, quiso preguntarles. Pero al sar suyo:
acercarse huyó la mujer, y los hombres hicieron —¡Mira, ahí tienes uno!
que se alejara, amenazándole; vió otros y todos se Silvina al acercarse á la casería, vió otros aldea-
evadían, trataban de evitarle, huyendo, ocultándo nos cavando unas zanjas. Pero éstos estaban á las
se, como animales que se arrastran, vestidos po- érdenes de oficiales prusianos, los que con varita
bremente, con una suciedad sin nombre, con caras en la mano vigilaban el trabajo. Habían embargado
horrendas de bandidos. Entonces, al notar que los á los vecinos de los pueblos para enterrar los cadá
muertos, detrás de aquella gente asquerosa, no te- veres por temor de que la lluvia acelerara la des-
nían zapatos, acabó por comprender que eran de composición de los cuerpos. Dos carretadas de ca-
esos merodeadores que seguían á los ejércitos ale- dáveres se encontraban allí; los descargaban, los
manes, ladrones de cadáveres, toda una baja jude- echaban á tierra en fila, muy apretados, sin regís
ría de rapiña, que seguía á los invasores para ex trarlos, sin mirarles la cara; mientras que dos hom-
plotar los campos de batalla. Un hombre alto, fla- brea con grandes palas, seguían cubriéndolos con
co, echó á correr delante de él, llevando en los nna capa de tierra tan delgada, que ya con las llu
bolsillos, monedas y relojes robados á los cadáve- vias se abría el suelo. Antes de quince días la pes-
res. te, tan ligero era el trabajo, soplaría por allí. Silvi-
Un muchacho de trece á catorce años dejó que na no pudo menos de pararse en el borde de la
se le acercara Próspero, y como éste al notar que fosa, mirando los cadáveres á medida que los baja-
era francés lo injuriaba, el muchacho protestó: ban. Temblaba, creyendo roconocer á Honorato á
¿Pues qué; no podían ganarse la vida? Recogía los cala momento. ¿No era el desgraciado aquel á
quien faltaba un ojo? ¿ó aquel otro que teníala donde se encontraba y lo decía. El borriquillo tro-
boca destrozada? si no descubría pronto, en aque aba siguiéndolos, con la cabeza baja, arrastrando
Ha meseta, se lo cogerían y lo enterrarían con los el carrito. Subieron al volvieron hacia Se-
n o r t e ,

demás. dan No sabían en qué dirección marchaban, retro


cedieron dos veces por el mismo camino. Debían
Echó á correr para alcanzar á Próspero que lle- dar vueltas v acabaron, desesperados y cansados,
gaba á la puerta de la casería. por detenerse en el ángulo de tres caminos, batidos
—¡Dios mío! ¿dónde es?... Pregunte usted. oor el agua, sin fuerzas para buscar más.
En la casería no había más que prusianos, en
compañía de una criada y de su hijo, que hablan Overon algunos lamentos y entraron en una ca-
sita aislada, á la izquierda, donde encontraron dos
vuelto de los bosques, donde habían estado ex pues
tos á morir de hambre y de sed. Era un rincón de heridos en un cuarto. Las puertas estaban abiertas:
patriarcal descanso, después de los días anteriores. llevaban dos días suf.iendo la fiebre, sin que nadie
Los soldados cepillaban con esmero sus uniformes, los hubiese curado, sin haber visto á nadie. La sed,
tendidos sobre las cuerdas que servían para secar sobre todo, los hacia sufrir mucho, en medio de los
las ropas. continuos aguaceros que caían. No podían moverse,
en seguida pidieron ¡agua! ¡agua! ese grito de dolo-
Otro acababa de dar las últimas puntadas á un rosa avidez, con el que los heridos persiguen á los
pantalón, mientras que el cocinero había encendido que pasan, al menor ruido de pasos que los saca de
la lumbre sobre la cual cocía el rancho, que despe- * sk
día un buen olor de berzas y de tocino. La conquis su somnolencia. , ,
ta se organizaba con mucha tranquilidad y disci Cuando Silvina les dió el agua, Próspero, que ha-
plina. Hubiérase dicho que eran rentistas que habla bía reconocido á un compañero, un cazador de
vuelto á sus casas fumando tranquilamente la pipa. Africa, de su comprendió que no de
r e g i m i e n t o ,

Sentado en un banco, delante de la puerta, un hom- bían estar muy lejos de los terrenos donde había
bre grueso, rubio, había cogido entre sus brazos al dado la carga la división Marguentte. El herido
hijo de la criada, un niño de cinco á seis años; y le acabó por señalar vagamente; sí, era por allí, al
hacía saltar, le decía en alemán palabras cariñosas volver á la izquierda, después de pasar un campo
y se divertía viendo reir al niño con las palabras de alfalfa. Silvina quiso ir en seguida. Acababa de
que le decía y que no entendía. llamar para que socorrieran á los heridos á una
En seguida, Próspero volvió la espalda temien cuadrilla que iba recogiendo cadáveres. Había co-
do le ocurriera algún nuevo contratiempo. Pero gido el borriquito de la brida y le hacía andar muy
aquellos prusianos eran gente buena. Se echaron á de prisa deseando verse al otro lado del campo de
reir al ver el burro, y no le pidieron el pase. alfalfa.
Entonces empezó una marcha loca. Entre dos Próspero se detuvo:
nubes apareció el sol, que estaba ya muy bajo. ¿Iba - D e b e ser por aquí. Mire usted, á la derecha,
á sorprenderles la noche en aquel lugar? Un nuevo ahí están los tres árboles... ¿Ve usted la señal de
chaparrón hizo que desapareciera el sol y sólo que las ruedas? Allí hay un armón roto... ¡Por fin hemos
dó á su alrededor, un polvo de agua que lo borraba llegadol , ,
todo, caminos, campos y árboles. Próspero no sabia Silvina se precipitó, miraba las caras de dos
muertos, dos artilleros que habían caído al borde cuervos que revoloteaba por los aires lanzando
del camino. graznidos, la inquietaba como una amenaza. ¿Que-
—jPerc no está, no está! Habrá usted visto mal... rrían quitarle el muerto? Se había arrastrado sobre
¡Sí. alguna equivocación, una alucinación que le las rodillas, alejaba las moscas con mano temblo-
habrá pasado por la vista! rosa, esas moscas que revoloteaban al rededor de
Poco á poco se iba apoderando de ella una espe los dos ojos, grandes, abiertos, cuyas miradas bus-
ranza loca, una alegría inmensa. caba.
—¡Si se hubiese usted equivocado! ¡si viviese! ¡Y Pero entre los crispados dedos de Honorato vió
debe vivir, puesto que no está aquí! un papel manchado de sangre. Entonces quiso co-
De pronto lanzó un grito. Se había vuelto y se ger ese papel tirando poco á poco. El muerto no
encontraba en el sitio donde había estado emplaza quería soltarlo, lo tenía tan sujeto, que no hubiese
da la batería. Era espantoso, el suelo removido co sido posible cogerlo sin hacerlo pedazos. Era la
mo por un temblor de tierra, restos arrastrándose carta que le había escrito, carta conservada entre
por todas partes, muertos caídos en todos sentidos, la camisa y su corazón, apretada así en una última
en posturas atroces, los brazos torcidos, las piernas J
convulsión, como una despedida. Y cuando la re-
dobladas, la cabeza caída, con la boca abierta en conoció sintió una gran alegría en medio de su do
señando los dientes. Un sargento había muerto con lor intenso, trastornada al saber que habla muerto
las dos manos sobre los párpados, en una crispa- pensando en ella. ¡Ab! ¡sí, le dejarla aquella carta!
i SI
ción asustada, como para no ver. Algunas monedas no se la recogería puesto que quería llevársela con- • í; !••>.
de oro que un teniente llevaba en una bolsa, habían sigo bajo tierra. Lloró de nuevo y esto la alivió. Se
caído al suelo mezclándose con su sangre. había levantado, le besaba las manos, le besaba en
Uno sobre otro, Adolfo, el conductor, y Luis, el la frente, repitiendo siempre la misma palabra:
hombre de á pie, con los ojos salidos de las órbitas, —¡Amigo mío, amigo mío!
estabau furiosamente abrazados, unidos hasta en la El sol declinaba, Próspero había ido á buscar la
muerte. Y era por fin, Honorato, echado sobre la 81.
manta. Y los dos, con lenta piedad, cogieron el cuer-
pieza como sobre una cama de honor, herido en el po de Honorato, lo echaron sobre la manta, lo en-
costado y en el hombro, con la cara intacta y her- volvieron después y lo llevaron al carrito. La lluvia
mosa de cólera, mirando siempre hacia allá á las amenazaba de nuevo: empezaron á andar de prisa,
baterías prusianas. , formando un triste cortejo á través de la llanura
—Pobre amigo,—dijo Silvina llorando.—Había asesina, cuando un lejano rumor de truenos se dejó
caido de rodillas sobre la tierra mojada, las manos oir.
unidas en un arranque de dolor. Aquella palabra Próspero gritó de nuevo:
de amigo, que sólo encontraba su boca, decía bien —¡Los caballos, los caballos!
la pérdida que había sufrido; ese hombre tan bue- Era una nueva carga de los caballos errantes, li-
no, tan cariñoso, que la había perdonado, que con bres y hambrientos. Llegaban ahora por los rastro-
sentía en hacerla su esposa á pesar de todo. Ahora jos, en masa profunda, las crines flotando al vien-
se acababa su esperanza; no viviría más. Nunca to, cubiertos de espuma; y un rayo oblicuo de sol
amaría á otro. La lluvia cesaba; una bandada de rojo proyectaba hasta el otro extremo de la meseta
el frenético vuelo de su carrera. En seguida Silvi- drían al sol, las cabezas, los huesos, se arrastraban
na se lanzó delante del carrito con los brazos ex- por el suelo, cubiertos de moscas. La peste iba á
tendidos, como para contenerlos. Felizmente toma declararse si no se daban prisa en barrer aquella
ron á la izquierda, desviados por una pendiente del capa de inmundicias que, en la calle del Minil, en
terreno. Lo hubieran destrozado todo. La tierra la calle de Maqua, aun en la misma plaza de Tu-
temblaba, los cascos lanzaron una lluvia de pie- renne, alcanzaba hasta veinte centímetros. Unos
dras, una granizada de metralla que hirió al borri- anuncios blancos, pegados en las paredes por los
quillo en la cabeza. Y desaparecieron en el fondo prusianos, embargaban al vecindario para el día
de una cañada. siguiente ordenando á todos, fuese quienes fueran,
—¡Es el hambre que los hace correr!—dijo Prós- obreros, comerciantes, magistrados, empezaran á
pero.—¡Pobres animales! barrer con escobas y palas bajo la amenaza de pe
Silvina, después de vendar la oreja del borriqui
to con su pañuelo, lo cogió de nuevo por la brida,
ñas severas, si la ciudad no estaba limpia por la
noche, y se veía ya delante de la puerta de su casa II
®f
Y el cortejo lúgubre volvió á ponerse en marcha al presidente del tribunal que quitaba la basura
atravesando la meseta en sentido contrario, para echándola con una pala en una carretilla.
recorrer las dos leguas que los separaban de Remi- Silvina y Próspero, que habían tomado por la ca-
lly. A cada paso, Próspero se paraba, miraba los ••• mM
lle Mayor, sólo pudieron avanzar muy despacio en-
caballos muertos, con el corazón oprimido de ale- tre aquel fétido barro. Además una continua agita-
jarse de allí sin poder volver á ver á Céfiro. ción les impedía continuar el camino con frecuen-
Un poco más abajo del bosque del Garenne, al cia. Era el momento en que los prusianos registra
volver á la izquierda, para tomar el camino de la ban las casas para hacer salir á los soldados que se
mañana, un puesto alemán exigió el pase. Y en vez habían escondido y que no querían rendirse. La
de alejarlos de Sedán, esta vez les ordenaron pasa- vÍ3pera, cuando el general Wimpffen había regre
ran por allí, si no querían ser detenidos. Nada ha- sado del palacio de Bellevue, después de haber fir-
bía que replicar, eran las nuevas órdenes. Además, mado la capitulación, había circulado el rumor de
el camino se acortaba dos kilómetros pasando por que el ejército prisionero iba á ser encerrado en la
Sedán. península de Iges, mientras se organizaban convo
Pero en Sedán sufrieron muchos percances en su yes para llevarlos á Alemania. Algunos oficiales,
marcha. En cuanto penetraron en las fortificado muy pocos, contaban aprovecharse de la cláusula
nes, un hedor insoportable los envolvió; una costra que los dejaba libres, comprometiéndose por escri-
de estiércol les cubría los pies. Era la ciudad in- to á no servir más en el ejército. Uno solo, el gene-
munda, una cloaca en la que desde hacía tres días ral Bourgain Desfeuilles, poniendo por pretexto
se amontonaban las deyecciones y los excrementos que padecía de reuma, había firmado el compromi
g
de cien mil hombres. Toda clase de detritus habían- o, y por la mañana su salida había sido saludada
espesado aquella litera humana; paja, heno, que' con silbidos al montar en el coche delante de! hotel
fermentaban ya. Y, sobre todo, los esqueletos de los de la Cruz de Oro. Desde el amanecer se llevaba
caballos muertos y despedazados en mitad de la á cabo el desarme; los soldados tenían que desfilar
calle, envenenaban el aire. Las entrañas se pu por la plaza de Turenne, tirar los fusiles y las ba
yo netas al montón que iba aumentando poco á poco para abrirse la garganta. La voz ruda de su vigi-
en un ángulo de la plaza. Había a'lí un destaca- lante los hacía andar como á latigazos, en medio
mento prusiano mandado por un oficial joven, un del atropello silencioso, donde no se oía más que
muchacho pálido, con levita azul celeste, que vigi las pisadas de los zapatos gordos en el barro espe-
laba el desarme, correcto, altivo, con las manos en so. Acababa de caer otro chaparrón y nada más
guantadas. Un zuavo que en un momento de deses-; triste que aquel rebaño de soldados vencidos, de-
peración no había querido entregar su fusil, habla caídos, parecidos á los vagabundos y mendigos de
sido cogido por orden del oficial, diciendo tranqui- los caminos.

i
lamente: «¡Que me fusilen á ese hombre!» Los otros, Bruscamente, Próspero, cuyo corazón de soldado
tristes, continuaban desalando, tiraban su fusil con latía con fuerza, tocó con el codo á Silvina, seña
un gesto de dolor, deseando acabar cuanto antes. lándole dos soldados que pasaban. Había reeonoci
¡Cuántos estaban ya desarmados! ¡Aquellos cuyos do á Juan y á Mauricio, llevados con los compañe
fusiles habían quedado en el campo de batallal ¡Y ros, marchando fraternalmente, al lado uno de
cuántos desde la víspera se escondían creyendo otro; y el carrito volvió á emprender la caminata.
que iban á pasar inadvertidos en medio de la ho Detrás del convoy, pudo seguirlos con la mirada
rrible confusión! Las casas estaban atestadas de hasta el barrio de Torcy, sobre aquel camino llano
soldados, que no contestaban, que se escondían en que va hasta Iges, entre las huertas y jardines.
los rincones. Las patrullas alemanas, al registrar —¡Ah!— murmuró Silvina, con los ojos vueltos
la ciudad, los encontraban ocultos debajo de los hacia el cuerpo de Honorato, trastornada con lo que . f
muebles. Y como muchos, aun después de descu veía,—¡acaso los muertos son los más felices!
biertos, se empeñaban en no querer salir de las La noche, que los había sorprendido en Wadelin-
cuevas, se habían decidido á disparar tiros por las court, era ya muy cerrada cuando llegaron á Re-
ventanas. Era una caza al hombre, una batida es milly. Delante del cadáver de su hijo, el señor
pantosa. Fouchard, se quedó sorprendido, porque estaba
En el puente del Meuse, el carrito tuvo que dete convencido que no lo encontrarían. El había ocu- A i
nerse, por la aglomeración de gente. El jefe del pado el día haciendo un buen negocio. Los caballos
puesto que guardaba el puente, desconfiado, temien de los oficiales, robados en el campo de batalla, se
do se tratara de algún comercio de pan ó de carne, vendían al precio corriente de veinte francos, y
quiso asegurarse de lo que llevaba el carretero; y habla comprado tres por cuarenta y cinco francos.
cuando separó la manta, miró un momento el cadá-
ver, sorprendido; después los dejó pasar. Pero no II ñ
podían avanzar, aumentaba la confusión, era uno
de los primeros convoyes de prisioneros que un des- En el momento en que la columna de prisioneros
tacamento prusiano conducía á la península de salía de Torcy, hubo tal confusión, que Mauricio
Iges. El rebaño, no paraba, se empujaban, se pisa- quedó separado de Juan. Por más que corrió tras
ban los talones, con sus uniformes destrozados, la el, se extravió. Y cuando, por último, llegó al puen-
cabeza baja, las miradas oblicuas, con los brazos te que se había establecido sobre el cañar que cor-
caídos de vencidos que no tienen ni un cuchillo ta la península de. Iges en su base, se vió mezclado
yo netas al montón que iba aumentando poco á poco para abrirse la garganta. La voz ruda de su vigi-
en un ángulo de la plaza. Había a'lí un destaca- lante los hacía andar como á latigazos, en medio
mento prusiano mandado por un oficial joven, un del atropello silencioso, donde no se oía más que
muchacho pálido, con levita azul celeste, que vigi las pisadas de los zapatos gordos en el barro espe-
laba el desarme, correcto, altivo, con las manos en so. Acababa de caer otro chaparrón y nada más
guantadas. Un zuavo que en un momento de deses-; triste que aquel rebaño de soldados vencidos, de-
peración no había querido entregar su fusil, habla caídos, parecidos á los vagabundos y mendigos de
sido cogido por orden del oficial, diciendo tranqui- los caminos.

i
lamente: «¡Que me fusilen á ese hombre!» Los otros, Bruscamente, Próspero, cuyo corazón de soldado
tristes, continuaban desalando, tiraban su fusil con latía con fuerza, tocó con el codo á Silvina, seña
un gesto de dolor, deseando acabar cuanto antes. lándole dos soldados que pasaban. Había reeonoci
¡Cuántos estaban ya desarmados! ¡Aquellos cuyos do á Juan y á Mauricio, llevados con los compañe
fusiles habían quedado en el campo de batallal ¡Y ros, marchando fraternalmente, al lado uno de
cuántos desde la víspera se escondían creyendo otro; y el carrito volvió á emprender la caminata.
que iban á pasar inadvertidos en medio de la ho Detrás del convoy, pudo seguirlos con la mirada
rrible confusión! Las casas estaban atestadas de hasta el barrio de Torcy, sobre aquel camino llano
soldados, que no contestaban, que se escondían en que va hasta Iges, entre las huertas y jardines.
los rincones. Las patrullas alemanas, al registrar —¡Ah!— murmuró Silvina, con los ojos vueltos
la ciudad, los encontraban ocultos debajo de los hacia el cuerpo de Honorato, trastornada con lo que . f
muebles. Y como muchos, aun después de descu veía,—¡acaso los muertos son los más felices!
biertos, se empeñaban en no querer salir de las La noche, que los había sorprendido en Wadelin-
cuevas, se habían decidido á disparar tiros por las court, era ya muy cerrada cuando llegaron á Re-
ventanas. Era una caza al hombre, una batida es milly. Delante del cadáver de su hijo, el señor
pantosa. Fouchard, se quedó sorprendido, porque estaba
En el puente del Meuse, el carrito tuvo que dete convencido que no lo encontrarían. El había ocu- A i
nerse, por la aglomeración de gente. El jefe del pado el día haciendo un buen negocio. Los caballos
puesto que guardaba el puente, desconfiado, temien de los oficiales, robados en el campo de batalla, se
do se tratara de algún comercio de pan ó de carne, vendían al precio corriente de veinte francos, y
quiso asegurarse de lo que llevaba el carretero; y habla comprado tres por cuarenta y cinco francos.
cuando separó la manta, miró un momento el cadá-
ver, sorprendido; después los dejó pasar. Pero no II ñ
podían avanzar, aumentaba la confusión, era uno
de los primeros convoyes de prisioneros que un des- En el momento en que la columna de prisioneros
tacamento prusiano conducía á la península de salía de Torcy, hubo tal confusión, que Mauricio
Iges. El rebaño, no paraba, se empujaban, se pisa- quedó separado de Juan. Por más que corrió tras
ban los talones, con sus uniformes destrozados, la el, se extravió. Y cuando, por último, llegó al puen-
cabeza baja, las miradas oblicuas, con los brazos te que se había establecido sobre el cañar que cor-
caídos de vencidos que no tienen ni un cuchillo ta la península de. Iges en su base, se vió mezclado
con cazadores de Africa, sin poder unirse á su re- rraba el círculo del río. En vano registró Mauricio
gimiento. la pendiente occidental del monte; sólo veía allí la
Dos cañones, con las bocas hacia la península de caballería y artillería, tratando de instalarse. Pre-
Iges, defendían el paso del puente. Después del ca- guntó de nuevo, se dirigió á un sargento de caza-
nal, en una casita pequeña, el Estado mayor pru- d<)res de Africa, el que no pudo contestarle. Co-
siano había instalado un puesto de guardia, á las menzaba á anochecer y se sentó en la orilla del ca
órdenes de un comandante, encargado de la recep- mino, rendido.
ción y de la custodia de los prisioneros. Las forma- Entonces, en la brusca desesperación que se apo
lidades eran pocas, se contaban los hombres como deraba de él, vió en frente, del otro lado del Meuse,
si fueran borregos, y entraban poco á poco, sin in- los campos malditos, donde se había batido la ante-
quietarse por los uniformes ni los números: y el re- víspera. Era aquel día en que terminaba aquella
baño penetraba é iba á colocarse donde podía. jornada de lluvia, una evocación lívida, la triste
Mauricio creyó poder dirigirse á un oficial bá- visión de un horizonte anegado de barro. El desfi
varo que fumaba tranquilamente, sentado en una ladero de Saint Albert, el estrecho camino por don-
silla. de habían llegado los prusianos, se perdía por en
tre los recodos hasta llegar á unas canteras. Más
—¿El 106°, caballero, por dónde hay que pasar? allá de la cuesta de Seugnon, se veían las cimas del
El oficial, por rara casualidad no entendía el bosque de Felizette. Pero, derecho delante de él, un
francés ó al menos quiso engañarle, porque se son poco á la izquierda, era sobre todo Saint Menges,
rió, levantó la mano é hizo la señal de que fuera cuyo camino iba á pasar hasta la barca; era la
derecho. eminencia del Hattoy en medio, Illy muy lejos,
Aunque Mauricio era del país, no había ido nun- Fleigneux escondido detrás de un repliegue del te-
ca á la península de Iges, y anduvo á la descubier- rreno, Floing, más cerca, á la derecha. Reconocía
ta, como lanzado por un vendaval, á una isla leja- el campo en el cual había aguardado muchas horas
na. Primero tomó á la izquierda por la Tour á Glai- echado entre las berzas, la meseta que la artillería
re, una hermosa posesión, cuyo pequeño parque de reserva había tratado de defender, la cuesta
tenía un encanto infinito, allí en las márgenes del donde había visto morir á Honorato, sobre su ca-
Meuse. El camino seguía al río, que se deslizaba á ñón destrozado. Y el horror del desastre renacía,
la derecha. Popo á poco subía para dar la vuelta se apoderaba de él haciéndole sufrir tanto, que
al montecillo que ocupaba el centro de la penínsu hasta le daban náuseas.
la; había allí antiguas canteras, excavaciones por
donde se perdían estrechos senderos. Más allá, á El temor de verse sorprendido por la negra noche
flor de agua, se encontraba un molino. Después tor le obligó á continuar indagando. Tal vez encontra-
cía el camino, bajaba hasta la aldea de Iges, cons- se al 106o al otro lado de la aldea. Sólo encontró
truida sobre una pendiente, unida por una barca, á allí merodeadores. Se decidió á dar la vuelta á la
la otra margen, delante de la fábrica de hilados de península. Al pasar por un campo sembrado de pa-
Saint Albert. Por último, campos de labranza, pra- tatas, tftvo la precaución de arrancar unas matas,
deras que iban ensanchándose, toda una extensión desenterrando las patatas para llenarse Tos bolsi-
de vastos terrenos llanos y sin árboles, que ence llos; no estaban maduras, pero no tenía otra cosa
para comer, pues Juan había querido cargar con da era más fácil que custodiar aquel campamento
los dos panes que les había dado Delaherche. Lo á pesar de su extensión. Había notado que en la
que llamaba su atención era la multitud de caba otra margen del río se habían colocado centinelas
líos que encontraban por los terrenos pelados que alemanas, un soldado cada cincuenta pasos, con
bajaban suavemente hasta el Meuse, hacia Don- orden de disparar sobre cualquier prisionero que
chery. ¿Para qué habían llevado allí caballos? ¿Có- intentara escapar á nado. Los huíanos galopaban
mo iban á mantenerlos? Y la noche le sorprendió detrás, uniendo los distintos puestos, mientras que,
cuando llegó á un bosquecito en el que vió con más lejos, esparcidos en el campo, hubieran podido
sorpresa se encontraban los cien guardias del em- contarse las líneas negras de los regimientos pru-
perador, instalados ya, secándose delante de algu- sianos, una triple muralla, viva y movediza que en-
nas hogueras. Esos señores, acampados aparte, te- cerraba al ejército prisionero.
nían buenas tiendas de campaña, marmitas donde Ahora, con los ojos grandes, abiertos por el in-
cocían la comida y una vaca atada á un árbol. somnio, Mauricio no veía más que las tinieblas don-
Comprendió en seguida que le miraban de reojo al de brillaban las hogueras de los campamentos. Sin
verle tan destrozado, con el uniforme hecho peda- embargo, más allá del Meuse pálido, distinguía aún
zos y lleno de barro. Sin embargo, le dejaron asar las siluetas inmóviles de los centinelas. Bajo la cla-
las patatas en la ceniza y se alejó después á un ridad de las estrellas permanecían derechas y ne-
centenar de metros, se sentó al pie de un árbol y gras; y á intervalos regulares, un grito gutural lle-
las comió. Había cesado de llover, las nubes des- gaba hasta sus oídos, un grito de vela, amenazador,
aparecieron y vió brillar en el cielo algunas estre que se perdía allá en lontananza, en el ruido del
lias. Entonces comprendió que lo mejor era pasar río. Toda la pesadilla de la antevíspera renacía en
allí la noche, proponiéndose continuar buscando su él al oir aquellas duras sílabas extranjeras atrave
regimiento al siguiente día. Eátaba cansado; el sando una hermosa noehe estrellada de Francia;
árbol le protegería algo si empezaba de nuevo la lodo lo que había visto una hora antes, la meseta
lluvia. de Illy atestada de cadáveres, los infames contor-
nos de Sedán, donde se había hundido un mundo.
Pero no pudo dormir recordando la prisión in La cabeza apoyada contra una raíz del árbol, con
mensa donde se encontraba, abierta en la espesa la humedad de aquel bosque, volvió á apoderarse
noche. Los prusianos habían tenido una idea feliz de él la misma desesperación que la víspera sobre
llevando allí á los ochenta mil hombres que queda- el sofá de Delaherche; y lo que, agravando los su-
ban del ejército de Chalóns. La península podía frimientos de su orgullo, le torturaba ahora era la
medir una legua de larga por un kilómetro y me- cuestión del mañana, la necesidad de medir la caí-
dio de latitud, donde podía estar muy á sus anchas •da, la de saber en medio de qué ruinas ese mundo
el inmenso rebaño desbandado y vencido. Se daba de ayer había desaparecido. Puesto que Napoleón
perfectamente idea de la cintura de agua que los había entregado su espada al rey Guillermo, ¿aque-
encarcelaba; rodeándolos el Meuse en tres^partes, lla horrible guerra no acabaría? Pero recordaba lo
después el canal que arrancaba de la base, unien qne le habían dicho dos bávaros que conducían los
do loo dos brazos del río. Allí so encontraba una prisioneros á Iges: «¡Todos nosotros en Francia, to
puerta, el puente que defendían dos cañones. Y na
dos nosotros en París!» En su somnolencia, tuvo la en el ribazo que va desde la Tour á Glaire hasta el
brusca visión de lo que ocurría; el imperio barrido, palacio de la Villette, otra posesión, rodeada de
arrastrado bajo la maldición universal, la repúbli- algunas casitas, del lado de Donchery; todos acam-
ca proclamada en medio de una explosión de pa- paban cerca del puente, cerca de la única salida,
triótica fiebre, mientras que la leyenda de 1792 ha con el instinto de la libertad que hace que se aplas-
cía desfilar las sombras, los soldados llamados en ten los rebaños contra la puerta del aprisco.
masa, los ejércitos de voluntarios echando al ex
tranjero del suelo de la patria. Y todo se confundía Juan lanzó una exclamación de alegría.
en su pobre cabeza enferma, las exigencias de los —¡Ah! ¿eres tú? ¡Creí que te habías caído al rio?
vencedores, la tenacidad de la conquista, la obsti- Estaba allí con lo que le quedaba de la escuadra:
nación de los vencidos para derramar hasta la úl Pache y Lapoulle, Loubet y Chouteau. Estos, des-
tima gota de sangre, el cautiverio para los ochenta pués de haber dormido en un portal de Sedan, se ha-
mil hombres que estaban ahí, en la península pri bían encontrado de nuevo al ser hechos prisioneros.
mero, después en las fortalezas de Alemania, du En la compañía no quedaba más jefe que el cabo;
rante unas semanas, unos meses, acaso años. Todo la muerte habíasegado las vidas del sargento Sapin,
crujía, se desmoronaba para siempre en una desgra del teniente Rochas y del capitán Beaudoin. Y aun-
cia sin límites. que los vencedores habían abolido los grados decre-
tando que los prisioneros solo debían obedecer á los
El grito de los centinelas, aumentando poco á oficiales prusianos, los cuatro se habían acercado
poco, resonó delante de él y fué á lo lejos. Se habla á Juan, sabiendo que era muy prudente y muy ex-
despertado, daba vneltas sobre la tierra dura, cuan- perimentado y que era muy útil en los casos de ver-
do un tiro rasgó el silencio de la noche. Un ester dadero apuro. Así es que aquella mañana reinaba
tor de muerte atravesó en seguida el espacio; el la mayor armonía y concordia entre todos. Para pa-
agua salpicó unos momentos durante la corta la sar aquella noche, les había encontrado un sitio ca-
cha de un cuerpo que se va á fondo. Algún desgra- si seco entre dos arroyuelos, donde se habían acos-
ciado había recibido un balazo al querer atravesar tado, no teniendo para todos más que un pedazo de
á nado el Meuse para escaparse. lona. Después se habla procurado leña y una mar-
Al siguiente día, en cuanto amaneció, Mauricio mita en la cual Loubet les había hecho el café que
estaba en pie. El cielo estaba despejado, tenía pri- les había templado el cuerpo. No llovía, el día se
sa para unirse á Juan y á los compañeros de la es anunciaba muy hermoso, tenían aún un poco de ga-
cuadra. Quiso registrar de nuevo el interior de la lleta y de tocino y después, como decía Chouteau,
península, pero después se decidió á dar la vuelta era una satisfacción no tener que obedecer á nadie
entera. Y al encontrarse al lado del canal, vió los J poder estar á sus anchas, pues aunque estaban
restos del 106°, un millar de hombres acampados .encerrados, había mucho sitio para todos. Además,
en la orilla del río que protegía una hilera de árbo dentro de tres ó cuatro días se marcharían. Aquel
les. La víspera, si en vez de tomar por derecho, de primer día, el día 4, que era un domingo, lo pasaron
lante de él, hubiese torcido á la izquierda, hubiera alegremente.
encontrado en seguida su regimiento. Casi todos los
regimientos de infantería estaban amontonados allí, El mismo Mauricio, confortado desde que se
Desastre—Tomo II 11
había unido á sus compañeros, solo padeció oyen- Durante esos dos días el lunes y martes, vivieron
do las músicas prusianas qne tocaron durante toda con las patatas robadas en el campo y aún al final
la tarde al otro lado del canal. Al anochecer canta- de los dos días eran tan escasas, que los soldados
ron coros. Se veía más allá del cordón de centinelas, que tenían dinero las compraban á real cada una.
á los soldados paseándose por pequeños grupos, can- Las cornetas tocaban á provisiones y el cabo se ha-
tando con voz lenta y fuei td para celebrar el do bía dado prisa en acudir delante de un cobertizo de
mingo. la Tour á Glaire, donde corría el rumor de que da
—¡Ah!... ¡esas músicas!—acabó por decir Mauricio ban raciones de pan. Pero la primera vez tuvo que
exasperado.—Me penetran en la piel. aguardar tres horas inútilmente, y la segunda em-
Menos nervioso, Juan movió los hombros. pezó á regañar con un bávaro. Si los oficiales fran-
—¡Hombres, pues ya tienen motivos para estar ceses nada podían, hacer imposibilitados de obrar,
contentos! Y además, tal vez crean que nos dis- ¿los alemanes tendrían intención de dejar morir de
traen... El día no ha sido malo; no nos quejemos. hambre á los soldados vencidos? No parecía quehu-
biesen tomado precaución alguna, ningún esfuerzo
Pero al anochecer empezó á llover. Era un desas- se había hecho para alimentar, aquellos ochenta mil
tre. Algunos soldados habían invadido las pocas ca- hombres cuya agonía empezaba, en aquel infierno
sas abandonadas de la península. Otros habían lo horrendo que los soldados designaban con el nom-
grado plantar las tiendas de campaña. El mayor bre de Campo de la Miseria, un nombre de angustia,
número, sin abrigo de ninguna clase, sin mantas, tu del que los soldados debían guardar un recuerdo
vo que pasar la noche al aire libre, bajo aquella llu- indeleble.
via diluviante.
A la una de la mañana, Mauricio se despertó en Al regresar del cobertizo, Juan á pesar de su cal-
medio de un verdadero lago. Los arroyuelos hincha- ma habitual se encolorizaba.
dos por laslluvias se habían desbordado sumergien —¿Se quieren burlar de nosotros, tocando á pro
do el terreno donde estaban echados. Choutean visiones cuando no hay nada? ¡Que el demonio me
y Loubet juraban, mientras que Pache sacudía á lleve, si vuelvo á menearme!
Lapoulle, que seguía durmiendo, á pesar de todo, Y á pesar de todo, al menor toque de llamada acu-
en aquella riada. Entonces Juan se acordó de unos día de nuevo. Aquellos toques reglamentarios eran
álamos que había visto á la orilla del canal y íuéá inhumanos; cada vez que sonaban las cornetas, los
acogerse debajo de*ellos con los compañeros que caballos franceses, abandonados y libres del otro Ja
acabaron de pasar allí la noche, medio doblados, la do del canal, acudían, se retiraban al agua, para
espalda contra la corteza, las piernas recogidas unirse á sus regimientos, atraídos por aquellos to-
para guarecerse de las gotas. ques conocidos que los aguijoneaban como si fueran
Y la jornada siguiente y la del otro día fueron espolazos. Pero sin fuerzas apenas, pocos llegaban
verdaderamente atroces, bajo los continuos chapa al otro ribazo, y se veían sus cuerpos hinchados fio
rrones, tan frecuentes y tan fuertes, que las ropss jar sobre las aguas, en crecido número. En cuanto
no tenían tiempo de secarse. El hambre comenzaba a los que llegaban á tierra, como presa de súbita
de nuevo á hacerlos sufrir, no quedabá ni una ga locura, galopaban, y se desvanecían en los campos
lleta, ni un pedazo de tocino, ni un grano de café. de la península.
—¡Carne para cuervos! decía dolorosamente Mau- Después de aquella noche horrible, Juan puso ea
ricio, que recordaba la infinidad de caballos, encon- ejecución un proyecto que venía meditando.
trada por él. Si nos quedamos aún unos días, nos —Oye, Mauricio, puesto que no nos dan de comer
vamos á devorar unos á otros... ¡Pobres animales! y que nos tienen olvidados, tenemos que arreglar-
La noche del martes al miercoles fué terrible. Y nos de algún modo, si no queremos morir como pe-
Juan que empezaba á tener cuidado por el estado fe rros... ¿cómo estás con tus piernas?
bril de Mauricio, le obligó á envolverse en un trozo Felizmente había vuelto á salir el sol y Mauricio
de manta, que habían comprado por diez francos; calentado contestó.
mientras que él, en su capote que parecía una es — ¡Pues estoy bien de piernas!
pon ja, recibió el diluvio que no cesó en toda aquella; —Pues entonces vamos á ver si descubrimos al-
noche. Bajo los álamos, la posición era insostenible, go... Tenemos dinero y malo será que no encontre-
había un barizal enorme, y la tierra, harta de agua, mos algo que comprar. Y no nos cuidemos de los
la devolvía. Lo malo era que además tenían el es- demás, no lo merecen; ¡que se las arreglen!
tómago vacío, pues la cena había consistido en dos En efecto, Loubet y Chouteau le sublevaban por
remolachas para los seis hombres, que no habían su egoísmo, robando lo que podían, sin partir nunca
podido hacer cocer, por falta de la leña seca y con los compañeros: nada podían sacar de Lapoulle,
cuya frescura azucarada, se cambió muy pronto en el bruto, ni de Pache, el beato.
una intolerable sensación de quemadura. Sin contar Los dos, Juan y Mauricio, se fueron por el cami-
con que se declaraba la disentería á consecuencia no que este último había recorrido, á la orilla del
del cansacio, de la mala comida y de la humedad. Meuse. El parque de la Tour á Glaire y la habita-
Varias veces Juan, adosado contra el tronco del ción, estaban destrozados, saqueados, los árboles
mismo árbol, había alargado la mano para tentar y cortados, la casa invadida. Un gentío andrajoso, sol
ver si Mauricio no estaba destapado. Desde que so dados llenos de barro, las mejillas hundidas, los ojos
bre la meseta de Illy, su compañero le había salva brillantes de fiebre, acampaban allí como bohemios,
do de caer en manos de los prusiano?, llevándoselo viviendo como lobos en los cuartos manchados, no
entre sus brazos, pagaba su deuda centuplicada. Lo atreviéndose á salir por temor de perder el sitio
hacia sin razonarlo, se daba por entero, se olvidaba para pasar la noche. Y más lejos en las pendientes;
de sí, por cariño hacia el otro. Se había quitado la atravesaron por los sitios donde acampaban la caba-
comida de la boca para dársela, como decían los llería y la artillería, tan correctas hasta entonces,
hombres de ia escuadra; ahora hubiera dado su piel, descaídas también, desorganizándose con las tortu-
para vestir al otro, abrigarle las espaldas y calen ras del hambre que alocaba á los caballos y echaba
tarle los pies. Y en medio del salvaje egoísmo que .a los hombres por los campos, en bandadas devas-
los rodeaba, en aquel rincón de humanidad dolien • tadoras. A la derecha, vieron delante del molino
te, donde el hambre hacia sufrir atrozmente, debía nna cola interminable de artilleros y de cazadores
acaso á esa abnegación completa, el beneficio im- de Africa, desfilando con lentitud: el molinero les
previsto de conservar su tranquilidad y su salud: vendía harina, dos puñados por un franco. Pero el
porque sólo él, firme aún, no perdía la cabeza. temor de tener que aguardar demasiado, les hizo
pasar adelante, esperando encontrar algo mejor en
el pueblo de Iges; y este presentaba un aspecto un sabor soso de pasta. El almuerzo los reconfortó
tristísimo; como si fuera una aldea de la Argelia des un poco. Tuvieron también la suerte de encontrar
pués del paso de una nube de langosta: no queda en la roca un depósito natural de agua de lluvia,
ba ni una migaja de víveres, de pan, de legumbre bastante pura y la bebieron con delicia.
ni de carne. Decían que el general Lebrun se ha- Después Juan propuso pasar allí mismo'la tarde,
bía hospedado en casa del alcalde. Había tratado pero Mauricio se negó.
de organizar uu servicio de bonos, pagaderos des- —¡No, no, aquí no!... Caería enfermo si tuviese
pués de la guerra, para facilitar el aprovisionamen ese panorama mucho tiempo ante mi vista...
to de las tropas. Pero como nada quedaba, el dine- Con mano temblorosa señalaba el horizonte in-
ro era completamente inútil. La víspera se habían menso, el Hattoy, las mesetas de Floing y de Illy,
pagado dos francos por un galleta y siete francos el bosque del Grarenne, esos campos malditos de la
una botella de vino, una copa de aguardiente un matanza y de la derrota.
franco y un pipa de tabaco cincuenta céntimos. Y ¡ • —Hace un momento, mientras te aguardaba, he
ahora los oficiales se veín obligados á custodiar la tenido que volverles las espaldas, porque me entra-
casa del general como las que se hallaban cerca, ban ganas de aullar de rabia, si, de aullar como un
porque las cuadrillas de merodeadores derribaban perro á quien se azuza. ¡No puedes imaginarte el
las puertas y robaban hasta el aceite de las lám- daño que eso me causa! ¡Me vuelvo loco!
paras para be'oerlo. Juan le miraba, extrañándole aquel orgollo, in-
Tres zuavos llamaron á Juan y á Mauricio. Entre quieto al sorprender en los ojos ese extravío de la
los cinco podrían trabajar bien. locura que había ya notado algunas veces. Quiso
tomarlo á broma.
—Venid... hay aquí caballos que se mueren y si
tuviéramos leña seca... —¡Bueno! La cosa es muy sencilla. Vamos á cam-
Después asaltaron la casa de un aldeano, rompie biar de país. .
ron los armarios, arrancaron el tejado de paja. Unos Empezaron á andar y anduvieron hasta la caída
oficiales que llegaron á la carrera los hicieron huir, de la tarde. Visitaron la parte llana de la península,
amenazándoles con los revólvers. esperando encontrar algunas patatas, pero los arti-
Cuando Juan se convenció de que los aldeanos lleros que se habían apoderado de los arados ha-
que se habían quedado en Iges estaban tan ham- bían removido los campos recogiendo todo lo que
brientos como los soldados, sintió haber desdeñado quedaba. Retrocedieron. Atravesaron de nuevo por
la harina del molino. medio de las multitudes inactivas y moribundas,
soldados que paseaban el hambre, sembrando el
—Hay que volver allá, tal vez quede aún. suelo con sus cuerpos aletargados, caídos de ina-
Pero Mauricio empezaba á estar tan cansado, tan nición á centenares, expuestos á los rayos del sol.
debilitado, que Juan le dejó en un boquete de las Ellos mismos, á cada momento, tenían que sen-
canteras, sentado sobse una roca, en frente del an- tarse.
cho horizonfe de Sedan. Después de formar cola
durante tres cuartos de hora volvió con dos racio Después una sorda exasperación los ponía en pie,
nes de harina y no tuvieron más remedio qne comenzaban á rondar como aguijoneados por el
comer á puñados. No era malo, no sabía á nada, instinto del animal que busca su comida. Parecía
que aquello duraba meses y, sin embargo, los mi- —¿No es verdad, cabo? Forma usted parte de la
nutos pasaban rápidos. Ea el interior de las tierras, expedición y cuantos más seamos mejor... Mire us-
hacia Donchery, tuvieron miedo de los caballos y ted, hay allí uno rojo, grande, al que estamos ace-
les fué preciso esconderse detrás de una pared; se chando hace una hora. Parece que está enfermo y
quedaron allí mucho tiempo mirando, con sus ojos le acabaremos antes.
lánguidos, esos galopes de animales locos que pa- Y señalaba un caballo á quien el hambre había
saban rápidos bajo el cielo rojizo. hecho caer sobre el costado, levantaba á veces la
Como Mauricio lo había previsto, los millares de cabeza, paseaba alrededor unas miradas tristes y
caballos aprisionados con el ejército y que no po volvía á dejarla caer.
dian mantener, eran un peligro que aumentaba —¡Qué pesado es!—gruñó Lapoulle, á quien su
cada día. Primero habían comido la corteza de los enorme apetito torturaba.—Voy á acabarle, ¿que-
árboles, después atacaron á los emparrados, á to réis?
das las maderas que encontraban y ahora se devo- Pero Loubet le detuvo. ¡No, no! Los prusianos
raban entre sí. Se les veía tirarse unos sobre otros habían prohibido que se mataran caballos bajo pe-
para arrancarse las crines de la cola que masca- na de muerte, por temor á que sus cuerpos produ
ban furiosamente. Pero por la noche, eran terri- jeran la peste. Había que aguardar á que fuera de
bles, como si la obscuridad los hostigase con horri- noche y por eso los cuatro estaban allí, en la zan-
bles pesadillas. Se reunían, se lanzaban contra las ja, aguardando, sin perder de vista al caballo.
escasas tiendas de campaña que aun permanecían
de pie, atraídos por el olor de la paja. Inútilmente —Cabo,—dijo Pache con voz temblorosa,—usted
se habían encendido hogueras para alejarlos, éstas que tiene tanta maña ¿no podría usted matarlo sin
parecían excitarlos más. Sus relinchos eran tan la- hacerle daño?
mentables, tan horrorosos, que parecían rugidos de Juan se negó á hacer lo que le pedían. ¡Aquel
animales salvajes. Los ahuyentaban y volvían en pobre animal que agonizaba! ¡No, no! Su primer
mayor número y más feroces. Y á cada momento pensamiento fué huir con Mauricio para que ni uno
surgía de las tinieblas el grito de agonía de algún ni otro tomaran parte en aquella horrible matanza.
soldado extraviado á quien acababan de aplastar Pero al ver tan pálido á su compañero tuvo lásti-
al galopar furiosos. ma de él. Después de todo, se dijo, los animales se
han hecho para que los coman las personas. No po-
El sol permanecía aun en el horizonte cuando dían buenamente dejarse morir de hambre tenien-
Juan y Mauricio se disponían á regresar al cam- do allí carne. Y se alegró al ver que Mauricio se
pamento. En el camino se encontraron con los reanimaba ai pensar que podría cenar.
cuatro compañeros de la escuadra, medio enterra- '—¡Pues no, no sé cómo matarlo sin hacerle
dos en una zanja. Loubet los llamó y Chouteau les íaño!...
dijo: —¡Pue3 á mí poco me importa! —dijo Lapoulle.—
—Estamos tratando de la cena de esta noche- ¡Ahora veréis!
Vamos á morir de hambre, pues hace treinta y seis Cuando los dos se sentaron en la zanja volvieron
horas que no comemos nada... Y como hay caba- á esperar. De vez en cuando se levantaba uno, se
llos y la carne de caballo no es mala... aseguraba de que el caballo estaba allí, con el cue-
lio tendido hacia el Meuse para respirar la fresca la cabeza, metió la navajita en el cuello, cortó pé
brisa. Después llegó el crepúsculo lentamente; los dazos de carne hasta que encontró y cortó la arte
seis hombres se levantaron impacientados por j ría. De un salto se levantó y la sangre empezó á
aquella espera, mirando á todas partes para ver si chorrear como si fuera el caño de una fuente, míen
los vigilaban. tras que las patas se movían y un estremecimiento
—¡Ahora es la ocasión!—dijo Chouteau. agitaba todo el cuerpo. Tardó cinco minutos en
El campo estaba aun claro, con una claridad morir. Sus grandes ojos se fijaban en los que le ro-
precursora de las sombras de la noche. Lapoulle deaban aguardando su muerte.
echó á correr seguido por los otros cinco. Habia —Dios mío,—murmuraba Pache de rodillas,—so-
cogido una piedra grande y redonda, se tiró sobre corredle...
el caballo y empezó á machacarle el cráneo, mo- Después, cuando murió, fueron las dificultades
viendo los brazos como si tuviera una maza. Pero para sacar un buen pedazo. Loubet que había he
al segundo porrazo el caballo hizo un esfuerzo para cho todos los oficios indicaba cómo había que arre
ponerse en pie. Chouteau y Loubet se echaron so- glárselas para sacar el filete. Pero carnicero torpe,
bre sus piernas para tratar de sujetarlo y pedían á y no teniendo más que la navajita, se perdió en
los demás les ayudaran. El caballo relinchaba con aquella carne caliente. Y Lapoulle, impaciente, se
voz casi humana, se movía, los hubiera destrozado puso á ayudarle abriendo el vientre sin necesidad
si no hubiese estado medio muerto de inanición. alguna y la carnicería fué horrible. Rebuscaban
Pero su cabeza se movía demasiado y Lapoulle no íerozmente entre la sangre y las entrañas, como
acertaba á rematarle. lobos.
—¡Vaya unos huesos duros!... sujetadle para que —No sé qué pedazo será éste,—dijo Loubet, le-
le acabe. vantándose con un enorme trozo de carne, —pero
Juan y Mauricio no hacían caso de las palabras i creo que con esto tendremos para hartarnos.
de Chouteau, permanecían impasibles, sin tomar j Juan y Mauricio, horrorizados, volvieron la ca
parte en la matanza. beza. Pero siguieron á los otros cuando se alejaron
Y Pache, bruscamente en un arranque instintivo del caballo, para que no los sorprendieran. Chou-
de religiosa piedad, cayó en tierra de rodillas, con teau encontró tres remolachas olvidadas. Loubet,
las manos juntas y empezó á rezar, como si estu- , para quedar libre echó la carne sobre los hombros
viera á la cabecera de un moribundo. de Lapoulle mientras que Pache llevaba la marmi
—Señor, tened piedad de él... ta de la escuadra Y los seis corrían, corrían sin
Otra vez más Lapoulle dió un golpe en falso; só- tomar aliento, como si los persiguieran.
lo arrancó una oreja al pobre caballo que relinchó • De pronto Loubet se detuvo.
dolorosamente. ' —Eíto es tonto, sería necesario saber dónde va-
—¡Aguarda, aguarda!—gruñó Chouteau.—Hay | mos á guisar esto.
que acabar de una vez, nos haría coger... ¡No lo Juan, tranquilo ya, propuso fuese en las cante-
sueltes, Loubet! ras. Estaban á unos trescientos metros y había allí
Acababa de sacar una navajita y de rodillas, so algunos agujeros escondidos donde podrían encen-
bre el cuerpo del caballo, sujetando con un brazo der lumbre sin ser vistos: Pero cuando Uegaron allí
se presentaron muchas dificultades. Primero la ca- comida sosa, á medio cocer, con gusto de arcilla.
rencia de leña, pero encontraron la carretilla de En seguida empezaron á vomitarla. Pache no pudo
un peón caminero y Lapoulle la hizo pedazos con continuar comiendo.Chouteau y Loubet insultaban
los tacones. Después fué el agua potable de que se al caballo que después de darles tanto trabajo aho-
carecía en absoluto. Durante el día, el sol había ra les daba cólicos. El único que comió copiosa
secado los pequeños depósitos de agua de lluvia. mente fué Lapoulle, pero estuvo á punto de reven-
Había una fuente, pero estaba muy lejos, en el pa- tar durante la noche, cuando volvió con los otros
lacio de la Tour á Glaire y había que hacer cola para dormir, bajo los árboles del canal.
hasta media noche para coger un poco. En cuanto En el trayecto, Mauricio, sin decir una palabra,
á los pozos, estaban agotados hacía dos días y no agarró el brazo de Juan y se lo llevó por un sende-
se sacaba más que barro. Sólo quedaba el agua del ro. Los compañeros le disgustaban y había tenido
Meuse, cuyo ribazo se encontraba al otro lado del la idea de ir á dormir en el pequeño bosque donde
camino. había pasado la primera noche. Era una buena idea
—Voy allá con la marmita,—dijo Juan, que Juan aprobó, cuando echado sobre la tierra
Todos se opusieron. seca empezó á dormir. Al día siguiente se desper-
—¡Ahí no, no queremos envenenarnos. taron muy tarde. El descanso les devolvió las
¡Está lleno de cadáveres! fuerzas.
El Meuse, en efecto, acarreaba cadáveres de Habían llegado al jueves y estaban allí desde el
hombres y de caballos. Se veían pasar á cada ins- domingo. No sabían cómo vivían, pero el tiempo
tante, con el vientre hinchado, verdosos, descom- hermoso que parecía haberse asegurado, les dió
puestos. Muchos se paraban en las hierbas, en los mucho ánimo. Juan decidió á Mauricio á pesar de
bordes, envenenando el aire. Todos los soldados su repugnancia á volver á la orilla del canal para
que hablan bebido de aquella agua, habían tenido saber si su regimiento marchaba aquel día. Cada
náuseas y disentería. día salían prisioneros por columnas de mil doscien
Había que resignarse. Mauricio explicó que des- tos hombres, á los que dirigían sobre las plazas
pués de cocida, el agua no era peligrosa. fuertes de Alemania. La antevíspera habían visto
—Entonces voy á buscarla,—dijo Juan, lleván- delante del puesto prusiano, un convoy de oficiales
dose á Lapoulle. 4 y de generales, que iban á Pont á Mousson, para
Cuando la marmita estuvo en el fuego, llena de tomar el ferrocarril. Todos tenían ganas de aban-
agua con la carne dentro, ya era de noche. Loubet donar cuanto antes aquel Campo de la Miseria.
peló las remolachas, para hacerlas caer con el cal- ¡Cuándo les tocaría á ellos el turno! Y cuando en-
do; era aquello un guiso endiablado; todos atizaban contraron al 106.° acampado en el ribazo, en el
la lumbre. Sus grandes siluetas se reflejaban en desorden creciente de tantos sufrimientos, se des-
las rocas. Después no pudieron resistir más, se esperaron.
echaron sobre el caldo inmundo y se distribuyeron Sin embargo, aquel día, Juan y Mauricio creye
la carne, partiéndola con los dedos. Pero á pesar ron que comerían. Desde por la mañana se habla
de todo, con la falta de sal, aquella carne les re establecido un comercio entre los bávaros y los
pugnaba y el estómago no podía resistir aquella prisioneros, por encima del canal: los prisioneros
les echaban dinero en un pañuelo, y ellos les en nían permiso para ver á los prisioneros á los que
volvían en el mismo un pedazo de pan y un poco llevaban provisiones. Cuando conocieron de lejos á
de tabaco. Hasta los soldados que no tenían dinero, Delaherche cargado con una cesta se echaron so
habían logrado hacer negocio, tirándoles sus guan- bre él; pero aún llegaron tarde, hubo tal oleada
tes blancos de ordenanza que los bávaros recibían que la cesta y un pan desaparecieron, sin que el
con gusto. Durante unas dos horas, ese comercio fabricante pudiera darse cuenta de lo ocurrido.
extraño se realizó sin tropiezos. Mauricio que habla —¡Pobres amigos!—balbuceó, estupefacto,—¡yo
tirado una moneda de á duro bien envuelta en sn que venía tan contento!
corbata; pero el bávaro que le echaba el pan, lo tiró Juan se había apoderado del pan y lo defendía;
tan torpemente con buena ó mala intención,que íué y mientras que Mauricio y él lo comían, sentados
á parar al río. Entonces los alemanes se echaron á en la orilla del camino, Delaherche les daba noti
reir. Dos veces Mauricio quiso repetir y dos veces cías. Su mujer, á Dios gracias, estaba muy bien.
el pan cayó al agua. Después, atraídos por las ri- Pero el estado del coronel le inspiraba serios cui-
sas, acudieron los oficiales, y prohibieron á los ale dados. Estaba muy abatido, aunque su madre le
manes vendieran nada á los prisioneros. El comer acompañaba noche y día.
ció cesó. Juan tuvo que aplacar á Mauricio, que
amenazaba con los puños á los ladrones, pidiéndo —¿Y mi hermana?—preguntó Mauricio.
les le devolvieran el dinero. —¡Su hermana, es verdad!... Me acompañaba,era
ella la que traía los dos panes. Pero habla tenido
El día aquel, á pesar del hermoso sol, fué terri que quedarse al otro lado del canal, pues no la ha-
ble. Hubo d<?s alertas, dos llamadas de corneta,que bían dejado pasar... Ya saben ustedes que los pru-
hicieron á Juan acudir bajo el cobertizo, donde se sianos han prohibido que entren mujeres en la pe-
debían repartir provisiones. Pero las dos veces só nínsula.
lo recibió empujones. Los prusianos, tan admirable- Entonces habló de Enriqueta, de lo que había
mente organizados, continuaban dando pruebas de intentado para ver á su hermano y auxiliarle. Una
una incuria brutal hacia el ejército prisionero. casualidad la había puesto en presencia del primo
Con las reclamaciones de los generales Douay y Gunther, el capitán de la guardia prusiana. Pasa-
Lebrun, hicieron llevar algunos carneros, y algu ba con su aire altanero y duro haciendo como que
nos carros de panes; pero tomaban tan mal las pre no la conocía. Ella misma se había escapado, como
cauciones que los carneros desaparecían y los ca si fuera uno de los asesinos de su marido. Después,
rros eran saqueados, cerca del puente, de modo sin saber cómo, volvió hacia él, le alcanzó y le
que los soldados acampados á más de cien metros contó todo, la muerte de Weiss. Y no se había con-
no recibían nada. Sólo los merodeadores podlau movido al saber la muerte horrible de su pariente:
comer. Así es que Juan, comprendiendo la trampa, esas eran cosas de la guerra, á él también hubie
se l evó á Mauricio cerca del puente, para cazar la ran podido matarle. Después cuando le habló de
comida. su hermano, que estaba prisionero y le suplicó in-
Eran ya las cuatro y nada habían comido, en tervioiera para que le dejaran verlo, se negó en
aquel hermoso día, cuando tuvieron la alegría de absoluto. La orden era formal; hablaba de la vo
ver á Delaherche. Algunos vecinos de Sedan obte 'notad alemana como de una religión. Al separar-
se de él, tuvo la sensación de que se creía en Fran- Y Chouteau exasperaba á Loubet y Lapoulle, á es-
cia como un justiciero, con la intolerancia burlona te último especialmente. ¡Vaya una mala persona,
del enemigo hereditario, que aumentaba con el odio si era verdad que tenía que comer y no daba parte
hacia la raza á quien castigaba. á los compañeros!
— De todos modos,—terminó diciendo Delaher- —Esta tarde vamos á seguirle...
che,—esta tarde habéis comido; y lo que me des Veremos si tiene valor para comer solo, cuando
espera es que temo mucho no poder obtener otro nos morimos de hambre á su lado.
pase. —¡Sí, sí, eso es, le seguiremos!—repetía con vio-
Les preguntó si tenían que hacerle algún encar- lencia Lapoulle; —¡ya veremos si se atreve!
g ó l e ofreció á llevar algunas cartas escritas con Apretaba los puños, la sola esperanza de comer
lápiz, que le entregaron otros soldados, porqoe le volvía loco. Su gran apetito le torturaba más
habían visto que los bávaros encendían sus pipas que á los otros, y era tanto lo que sufría que había
con las cartas que hablan ofrecido llevar al eo intentado comer yerba. Desde la antevíspera, des-
rreo. de la noche que había comido carne de caballo, con
Después cuando Juan y Mauricio le acompaña- remolachas, lo que le produjo disenteria, estaba en
ron hasta el puente, Delaherche les dijo: ayunas; tan torpe era, que á pesar de sus hercú-
—¡Allí está, allí está Enriqueta!... leas fuerzas no había podido coger nada al lado
¿No veis como mueve el pañuelo? del puente. Hubiera pagado con sangre una libra
Más allá de la línea de lo centinelas, entre el gen de pan.
tío, se dfstingía una silueta menuda, un punto blan Al anochecer, Pache despareció, por entre los ár
co que palpitaba al sol. Y los dos muy emociona- boles de la Tour á Glaire, y los otros tres desfila-
dos, llorando, levantaron los brazos y contestaron ron detrás de él.
al saludo. —Que no nos vea,—decía Chouteau.—Mucho
El día siguiente, un viernes, fué el peor para ojo.
Mauricio. Después de una noche tranquila en el Pero unos cien pasos más allá Pache debió creer-
bosque, había tenido la suerte de comer pan, pues se libre, porque echó á andar más rápidamente,
Juan había descubierto, en el palacio de Villette, sin mirar hacia atrás, Y pudieron seguirle hasta
una mujer que lo vendía á diez francos la libra. las canteras, llegaron detrás de él, en el momento
Pero aquel día presenciaron una escena horrorosa, en que separaba dos piedras para coger la mitad
cuya pesadilla conservaron mucho tiempo. de un pan que se hallaba debajo. Era lo último
La víspera, Chouteau había notado quePacheno de sus provisiones y tenia para hacer una comida.
se quejaba, estaba contento, como un hombre que —¡Canalla!—aulló Lapoulle,—¡para eso te escon-
hubiese satisfecho el hambre. En seguida compren des!-... ¡Vas a darme eso, es mi ración!
dieron que debía tener algún escondite, tanto más, Dar su pan, ¿por qué? Aunque era muy pequeño,
cuanto que aquella mañana lo habían visto alejar- tuvo valor para ponerse en pie y apretaba el pan
se durante una hora, y reaparecer después, satisfe- contra su pecho, con todas sus fuerzas. El también
cho, con la bocá llena aún. Con seguridad, le había tenia hambre.
caído alguna ganga, había encontrado provisiones, Desastre—Tomo II— 12
—¡Déjame en paz! ¿lo oyes? Esto es mío. brazos se estiraron y el pan rodó por tierra man-
Después, al ver á Lapoulle que le amenazaba eon chándose con la sangre.
los puños, echó á correr, por entre las canteras, Ante aquel crimen, imbécil y loco, Mauricio, in-
hacia Donchery. Los otros tres le perseguían, á es móvil hasta entonces, pareció ser presa de súbita
cape. Pero ganaba terreno, el miedo le daba alas locura. Amenazaba á los tres hombres, los trataba
tanto que parecía que le llevaba el aire. Había re de asesinos con tal vehemencia que todo su cuerpo
corrido un kilómetro, se acercaba al bosque, á la temblaba. Pero Lapoulle parecía que no le oía. Se
orilla del agua, cuando se encontró á Juan y Mau había quedado en tierra cerca del cadáver de Pa-
ricio, que volvían al sitio donde debían pasar la no- che, devoraba el pan, salpicado de gotas de sangre;
che. Les pidió auxilio sin dejar de correr, mien tenía un aspecto de estupidez salvaje como atonta
tras que éstos, sin darse cuenta de lo que sig- do por el ruido de sus mandíbulas, mientras que
nificaba aquella caza al hombre, se quedaron pa- Loubet y Chouteau, al ver su aspecto feroz satisfa-
rados. ciendo su hambre no se atrevían á reclamarle su
Y así lo vieron todo. parte.
Pache tuvo la desgracia de tropezar en una pie Era completamente de noche, una noche clara
dra y cayó. Los otros tres llegaban jurando, aullan- con hermoso cielo estrellado; Mauricio y Juan que
do como lobos hambrientos, persiguiendo una presa. habían regresado al bosque, solo vieron á Lapoulle
—¡Dame eso, bandido! gritó Lapoulle, ó acabo rondando á la orilla del Meuse. Loubet y Chouteau
contigo. habíaa desaparecido para volver al canal, inquietos
Y alzaba la mano para pegarle, cuando Chou- por aquel cadáver que dejaban detrás d6 ellos. La-
teau, sacó la navajita abierta, que le había servido poulle, al contrario, parecía temer ir á unirse á
para sangrar el caballo. ellos. Después del aturdimiento del crimen, fatiga-
— ¡Toma el cuchillo! do por la digestión del grueso pedazo de pan, comi-
Pero Juan había echado á correr, para evitar do demasiado de prisa, era presa de una angustia
una desgracia, perdiendo la cabeza él también, pues que le hacía agitarse, no atreviéndose á pasar por
hablaba de meterlos en el calabozo; y Loubet cuan el camino que le cerraba el cuerpo de Pache; iba
do oyó tal cosa, le trató de prusiano, pues como no de aquí para allá sobre el ribazo sin saber qué ha-
había jefes, los prusianos eran los únicos que man- cer. ¿Era el remordimiento que se despertaba en el
daban. fondo de aquella inteligencia inculta? ¿ó era solo el
miedo de que le descubrieran? Iba y venía como
—¡Dame eso, bandido! repetía Lapoulle. ¿Quieres una fiera ante los hierros de la jaula, con el deseo
dármelo? de huir, que aumentaba por momentos, una necesi-
A pesar del terror, Pache apretó más el pan con- dad.'dolorosa de huir, como si fuera un mal físico
tra su pecho, obstinado como aldeano hambriento del que tuviera que morir. Tenía que salir á escape
que no suelta nada de lo que le pertenece. de aquella cárcel donde había matado á un hombre.
—¡No! Sin embargo, se dejó caer al suelo y durante mu-
Entonces se acabó todo, el bruto de Lapoulle la tilo tiempo estuvo echado sobre las hierbas.
hundió el cuchillo en la garganta con tal violeneie
que el desgraciado no pudo lanzar un grito. Sus Exasperado Mauricio decía á Juan:
—©ye, no puedo seguir aquí por más tiempo. Te ranza de salir aquel día. Pero no había órdenes, el
aseguro que me voy á volver loco... Me extraña que regimiento estaba como olvidado. Muchos se habían
el cuerpo haya resistido, no estoy mal de salud. Pe ido, la península de Iges se vaciaba y los que allí
ro la cabeza se va. Si me dejas aquí un día más en quedaban caían enfermos. Desde hacía ocho días
este infierno soy hombre perdido.. marchémonos, la demencia germinaba y subía en aquel infierno.
vámonos en seguida! Al acabarse las lluvias y con el sol de plomo, sólo
habían cambiado de suplicio. Los excesivos calores
Y empezó á explicarle planes extravagantes para acababan por agotar las fuerzas de los prisioneros,
evadirse. Iban á atravesar el Meuse á nado, echar- dando á los casos de disentería un carácter epidé-
se sobre los centinelas, estrangularlos con un peda mico grave. Las deyecciones, los excrementos de
zo de cuerda que tenía en el bolsillo, y sino los ma- todo aquel ejército enfermo envenenaban el aire
tarían á pedradas ó los comprarían con dinero, se con emanaciones infectas. No se podía ir por las
pondrían sus uniformes para pasar las líneas pru- orillas del Meuse, tal era el olor que despedían los
sianas. cadáveres de los soldados ahogados y de los caba
—Cállate, hombre, decía Juan, me da miedo oírte líos muertos que se pudrían entre las hierbas de
decir tales tonterías. ¿Estás en tu juicio? ¿Puede las orillas. Y en ios campos, los. caballos muertos
hacerse nada de lo que dices?... Mañana veremos. de inanición se descomponían, soplando tal aire de
¡Cállate ahora! peste que los prusianos, que temían por su vida,
Juan, á pesar de que estaba muy disgustado y habían ilevads palas y azadones obligando á los
muy aplanado, conservaba su prudencia á pesar de prisioneros á enterrar ios cuerpos.
la debilidad y de las pesadillas causadas por el
hambre. Y como su compañero, medio loco, se que- Aquel sábado cesó la penuria. Como eran menos
ría tirar al Meuse, tuvo que agarrarle, regañarle numerosos y los víveres llegaban de todas partes,
con lágrimas en los ojos. De pronto dijo: pasaron de un golpe de la mayor escasez á la ma-
yor abundancia. Tuvieron cuanto querían de pan,
—¡Mira! carne y aun vino, y se dieron un atracón de comer
Se había oído un ruido en el agua. Vieron á La- desde el amanecer hasta que anocheció. Llegó la
poulle que se había decidido á echarse al río des noche y siguieron comiendo, y se comió aun hasta
pués de quitarse el capote para que 110 le molesta- el amanecer del día siguiente. Muchos reventaron.
se; y su camisa blanca hacía que se le viera muy
bien en la semi oscuridad. Nadaba, subía lentamen- Durante aquel día Juan no hizo más que vigilar
te, observando el sitio á donde podría abordar, á Mauricio á quien creía capaz de todas las locuras.
mientras que sobre la otra orilla se distinguían las Había bebido bastante y hablaba de abofetear á un
siluetas de los centinelas inmóviles. Rasgándola oficial alemán para que se lo llevaran. Y por la no-
noche apareció un rayo, después se oyó un tiro. El che," Juan que había encontrado en las dependen
agua se movió muy poco. Y fué todo; el cuerpo de cias de la Tour á Grlaire un rincóu libre en una
Lapoulle, la mancha blanca, empezó á bajar, aban cueva, creyó prudente ir á pasar allí la noche con
donada á la corriente. su compañero, á quien el sueño acaso devolvería la
tranquüidad de espíritu. Pero fué la noche más ho-
Al día siguiente, un sábado, Juan llevó á Mauri rrenda de su estancia en la península, una noche
ció al lugar donde acampaba el 106° con la espe-
espantosa durante la cual no pudieron cerrar los cuando los dos se encontraron cerca de la aldea de
ojos. Otros soldados llenaban la cueva; dos se ha Iges, Mauricio se exaltó más aún, con el puño ame-
bían echado en un rincón y se morían atacados de nazando allá, al inmenso campo de batalla, la me-
disentería; y cuando la oscuridad fué completa no seta de Illy en frente, Saint Menges á la izquierda,
cesaron las quejas, los lamentos, los estertores de el bosque del Carenne á la derecha.
la agonía. —¡No, no! |no puedo ver más tiempo eso! El te
En las tinieblas los estertores adquirían tal ho ner eso delante de mi vista me taladra el corazón
rror, que los soldados, acostados unos al lado de y el cerebro... ¡Llévame de aquí en seguida, pero
los otros, gritaban á los moribundos se callaran y en seguida!
los dejaran dormir, muy incomodados. Estos no los Aquel día era domingo, las campanadas de Se-
oían y el estertor volvía á dejarse oir, dominándolo dan llegaban á todo vuelo, mientras que se oía á lo
todo, mientras que de fuera llegaban los clamores lejos una música alemana.
de las borracheras de los compañeros que seguían El 106° no habia recibido órdenes, y asustado
comiendo sin poder hartarse. Juan por el delirio de Mauricio, se decidió á poner
Entonces empezoron las angustias de Mauricio. en práctica un medio que venía meditando. Delante
Había intentado huir de aquel antro de horror que del puesto prusiano, sobre el camino, se preparaba
hacía correr por su piel un sudor frío, pero como una salida de prisioneros, la de otro regimiento,
se levantaba á tientas, había pisado unos miembros el 5.° de línea. Reinaba gran confusión en la colum
y había vuelto á caer á tierra entre aquellos mori na de la que un oficial, que hablaba muy mal el
bundos. Y no trataba de escapar. Se evocaba en él francés no lograba hacer la lista. Y habiéndose
todo el horrible desastre, desde la salida de Reims arrancado del uniforme el número y los botones,
hasta el aniquilámiento de Sedan. Le parecía que pasaron el puente y se encontraron fuera. Sin duda
la pasión del ejército de Chalons acababa solo en Chouteau y Loubet habían tenido la misma idea
aquella noche, en la noche oscura de aquella cueva porque los vieron detrás de ellos, con sus miradas
donde agonizaban dos soldados que no dejaban dor de asesinos, inquietos.
mir á los compañeros. El ejército de la desespera ¡Qué desahogo! en aquel primer instante feliz.
ción, el rebaño expiatorio, enviado en holocausto, Fuera parecía una resurrección, la luz brillante, el
había pagado las culpas de todos con la oleada ro aire sin límites, el despertar florido de todas las es-
ja de su sangre en cada una de las estaciones. Y peranzas. Cualquiera que fuera su desgracia ahora
ahora, muerto sin gloria, cubierto de oprobio, cala no la temían, se reían al salir de aquel horrible
en el martirio bajo aquel castigo que no había me- campamento de la Miseria.
recido. Era demasiado, se encolerizaba sediento de
justicia, con ansias de vengarse del destino.
III
Cuando amaneció uno de los soldados había
muerto, el otro agonizaba aún. Por última vez, por la mañana, Juan y Mauricio
—Vámonos, Mauricio, iremos á tomar el aire; se acababan de oir los toques alegres de las cornetas
r á mucho mejor, dijo Juan. francesas, y marchaban ahora camino de Alemania
Pero fuera, con la hermosa y cálida mañana, entre el rebaño de prisioneros á los que precedían
espantosa durante la cual no pudieron cerrar los cuando los dos se encontraron cerca de la aldea de
ojos. Otros soldados llenaban la cueva; dos se ha Iges, Mauricio se exaltó más aún, con el puño ame-
bian echado en un rincón y se morían atacados de nazando allá, al inmenso campo de batalla, la me-
disentería; y cuando la oscuridad fué completa no seta de Illy en frente, Saint Menges á la izquierda,
cesaron las quejas, los lamentos, los estertores de el bosque del Oarenne á la derecha.
la agonía. —¡No, no! jno puedo ver más tiempo eso! El te
En las tinieblas los estertores adquirían tal ho ner eso delante de mi vista me taladra el corazón
rror, que los soldados, acostados unos al lado de y el cerebro... ¡Llévame de aquí en seguida, pero
los otros, gritaban á los moribundos se callaran y en seguida!
los dejaran dormir, muy incomodados. Estos no los Aquel día era domingo, las campanadas de Se-
oían y el estertor volvía á dejarse oir, dominándolo dan llegaban á todo vuelo, mientras que se oía á lo
todo, mientras que de fuera llegaban los clamores lejos una música alemana.
de las borracheras de los compañeros que seguían El 106° no había recibido órdenes, y asustado
comiendo sin poder hartarse. Juan por el delirio de Mauricio, se decidió á poner
Entonces empezoron las angustias de Mauricio. en práctica un medio que venía meditando. Delante
Había intentado huir de aquel antro de horror que del puesto prusiano, sobre el camino, se preparaba
hacía correr por su piel un sudor frío, pero como una salida de prisioneros, la de otro regimiento,
se levantaba á tientas, había pisado unos miembros el 5.° de línea. Reinaba gran confusión en la colum
y había vuelto á caer á tierra entre aquellos morí na de la que un oficial, que hablaba muy mal el
bundos. Y no trataba de escapar. Se evocaba en él francés no lograba hacer la lista. Y habiéndose
todo el horrible desastre, desde la salida de Reims arrancado del uniforme el número y los botones,
hasta el aniquilámiento de Sedan. Le parecía que pasaron el puente y se encontraron fuera. Sin duda
la pasión del ejército de Chalons acababa solo en Chouteau y Loubet habían tenido la misma idea
aquella noche, en la noche oscura de aquella cueva porque los vieron detrás de ellos, con sus miradas
donde agonizaban dos soldados que no dejaban dor de asesinos, inquietos.
mir á los compañeros. El ejército de la desespera ¡Qué desahogo! en aquel primer instante feliz.
ción, el rebaño expiatorio, enviado en holocausto, Fuera parecía una resurrección, la luz brillante, el
había pagado las culpas de todos con la oleada ro aire sin límites, el despertar florido de todas las es-
ja de su sangre en cada una de las estaciones. Y peranzas. Cualquiera que fuera su desgracia ahora
ahora, muerto sin gloria, cubierto de oprobio, cala no la temían, se reían al salir de aquel horrible
en el martirio bajo aquel castigo que no había me- campamento de la Miseria.
recido. Era demasiado, se encolerizaba sediento de
justicia, con ansias de vengarse del destino.
III
Cuando amaneció uno de los soldados había
muerto, el otro agonizaba aún. Por última vez, por la mañana, Juan y Mauricio
—Vámonos, Mauricio, iremos á tomar el aire; se acababan de oir los toques alegres de las cornetas
r á mucho mejor, dijo Juan. francesas, y marchaban ahora camino de Alemania
Pero fuera, con la hermosa y cálida mañana, entre el rebaño de prisioneros á los que precedían
y seguían pelotones de soldados prusianos, mientras encargado de la vigilancia de la columna, un hom-
que otros, situados á derecha é izquierda, los vigi- bre pequefiito de aspecto insolente, llegó en aquel
laban, con la bayoneta calada en el fusil. Solo oían momento. Apuntó con el revólver la cabeza de
ahora en los puestos las cornetas alemanas, con no Juan y amenazó con levantar la tapa de los sesos
tas tristes. al primero que se moviera. Y todos habían bajado
Mauricio vió con satisfacción que la columna ¡a cabeza mientras que continuaba la marcha,
torcía á la izquierda y que atravesaba á Sedan. Tal oyéndose solo el ruido sordo de los pasos del re
vez tuviese la suerte de volver á ver á su hermana. baño.
Pero los cinco kilómetros que separaban la penín- —¡Ahí ¡con qué gusto le abofetaría á esel—dijo
sula de Iges de la ciudad, bastaron para que se Mauricio ¡con qué gusto le rompería las muelas!
echara á perder la alegría que había sentido al Desde entonces la vista de aquel capitán, se le
verse fuera de la cloaca. Ese convoy era otro supli- hizo insoportable. Entraban en Sedan, pasaban por
cio, los prisioneros sin armas, llevados como gana- el puente del Meuse, y las escenas brutales se re
do, destrozados; vestidos con pingajos, sucios áe novaban, se multiplicaban. Una mujer, una madre
haberse visto abandonados durante tantos días, sin duda, que quería abrazar á su hijo, un sargento
adelgazados por aquel ayuno de una semana, pare- joven había sido separada de un culatazo con tal
cían vagabundos, merodeadores que hubiesen dete- violencia, que cayó á tierra. En la plaza de Turen
nido los gendarmes en los caminos. Al llegar al ba- ne, fueron atropellados unos señores que echaban
rrio de Torcy, como algunos hombres se paraban y provisiones á los prisioneros. En la calle Mayor, á
las mujeres salían á las puertas mirándolos con aire uno de estos, que al coger una botella que le alar-
de lástima, una oleada de vergüenza ahogó á Mau- gaba una señora, se escurrió y cayó al suelo, le hi-
ricio, obligándole á bajar la cabeza. cieron levantar á puntapiés. Sedan, que desde hacía
Juan, de espíritu más práctico y del piel más du- ocho días veía pasar así aquel desgraciado rebaño
ra, sólo se acordó de que habían hecho una tontería de vencidos, no se acostumbraba, estaba agitado y
no llevándose un pan cada uno. Con la precipita- á cada nuevo desfile de prisioneros, se conmovía.
ción de la salida no habían almorzado, y el hambre Juan, cuya cólera se había aplacado, se acorda
volvió á hacerles sufrir. Otros prisioneros debían ba de Enriqueta y de pronto la idea de ver á Dela-
haber hecho lo mismo, porque tendían monedas pi- herche le vino á la memoria.
diendo les vendieran algo. Uno muy alto, con cara —Oye, dijo á Mauricio, abre los ojos cuando pa
de enfermo, ofrecía una moneda de oro por encima sernos por la calle Maqua.
de los soldados de la escolta, desesperanzado de no En efecto cuando entraron en la calle, vieron
encontrar nada que comprar. Y fué entonces cuan- desde,lejos, algunas cabezas asomadas, en una de
do Juan, que acechaba la ocasión apercibió de le !as ventanas monumentales de la fábrica. Después
jos, delante de una panadería, una docena de panes reconocieron á Delaherche y Gil berta y detrás de
en una pila. Antes que los otros tiró un duro y qui- ellos, de pie, la severa figura de la señora Delaher-
so cojer dos panes. Después como el prusiano que che. Tenían panes y los echaban á los hambrientos,
se encontraba cerca de él le empujara brutalmente, que les tendían las manos temblorosas, implorán-
quiso recojer al menos la moneda. Pero el capitán dolos.
Mauricio había notado en seguida, que su herma j y no quedaban diez casas intactas. Lo que les con
na no estaba allí; mientras que Juan inquieto al soló un poco fué encontrar carretillas y carros lie
ver volar los panes y temiendo que no quedaran nos de cascos y de fusiles bávaros, recogidos des-
para ellos se agitó, movió los brazos gritando: pués de la lucha. Era la prueba de que habían ma
—¡A nosotros, á nosotros! tado á muchos de esos incendiarios.
En casa de Delaherche se sorprendieron alegre La gran parada debía tener lugar en Douzy para
mente. Sus caras pálidas, se iluminaron mientras permitir almorzar á los prisioneros. Llegaron allí
que hacían gestos demostrando su alegría por aquel después de sufrir bastante en el camino. Los solda-
encuentro. Y Gilberta quiso ecbar ella misma el dos se cansaban muy pronto, aniquilados por los
último pan, en los brazos de Juan, pero lo hizo cou ayunos. Los que se habían atracado de comer la
tanta torpeza, que se echó á reir. víspera, tenían vértigos, estaban rendidos, porque
No pudiendo detenerse, Mauricio preguntó á vo- aquella glotonería en vez de reparar sus fuerzas
ces: las había agotado. Así es que cuando se pararon en
—¿Y Enriqueta? un prado, á la izquierda del pueblo, los desgracia
Entonces Delaherche contestó, pero su voz se dos se dejaron caer sobre la hierba, sin fuerzas pa
perdió entre el ruido de los pasos. Debió compren- ra comer. Les faltaba el vino, y algunas mujeres
der que el joven no le había oído, porque hizo se caritativas que se acercaron para dárselo, fueron
fias, señalando al Sur. La columna entró en la calle rechazadas por los centinelas. Una de ellas, asusta-
del Menil, la faenada de la fábrica desapareció, con da eayó al suelo, torciéndose el pie; hubo gritos, lá-
las tres cabezas que se inclinaban mientras que una grimas, una escena lastimosa; mientras los prusia-
mano agitaba un pañuelo. nos que se habían apoderado de las botellas se las
—¿Qué es lo que ha dicho?—preguntó Juan. bebían. Esa solicitud de los aldeanos para los po-
bres prisioneros, se manifestaba así á cada paso,
—No sé, no lo he entendido... y voy á estar in mientras que con los generales se mostraban in-
tranquilo, hasta que reciba noticias de mi hermana, transigentes. En Douzy mismo, fué atacado un con-
añadió Mauricio. voy de generales que se dirigían sobre Pont á Mou-
Continuaron andando, los prusianos aceleraban zon. Los caminos no estaban seguros para los ofi
la marcha, con la brutalidad de los vencedores; el cíales; hombres con blusas, soldados evadidos,
rebaño salió de Sedan, por la puerta de Menil y desertores tal vez, se echaban sobre ellos y querían
continuó la caminata por la carretera, galopando asesinarles, como si fueran cobardes y traidores,
como si los persiguiera alguien. con aquella leyenda de la traición, que veinte años
Cuando llegaron á Bazeilles, Juan y Mauricio se más tarde, debía aún entregar al desprecio de
acordaron de Wsiss, buscaron las cenizas de la ca aquellos campos, á todos los jefes.
sita defendida cou tanto tesón. Les habían contado
en el Campo de la Miseria la devastación del pue Mauricio y Juan comieron la mitad de su pan,
blo, los incendio! y las matanzas; y lo que veían que tuvieron la suerte de remojar con algunos tra-
sobrepujaba en horror á lo que les habían conta gos de aguardiente que les dio un aldeano. Pero lo
do. Después de doce días, los montones de escom más terrible fué después, enándo tuvieron que em-
bros humeaban aún. Se habían hundido las paredes prender de nuevo la marcha. Tenían que ir á dor-
mir á Mouzon, y aunque la etapa era corta, el e,s triste existencia en las fortalezas, bajo el délo de
tuerzo parecía excesivo. Los hombres no pudieron invierno, cargado de nieve. ¡No, no, prefería morir
levantarse sin gritar, tanto era lo que se enfriaban en seguida, prefería exponerse á morir en un reco-
al menor descanso. Muchos, cuyos pies sangrahan, do del camino, en Francia, que ir á pudrirse allá,
se descalzaron para continuar la marcha. La disen en una cárcel durante meses y meses.
tería hacia estragos, uno cayó en en el primer ki —Oye,—dijo á Juan en voz baja,—al pasar cerca
lómetro y tuvieron que empujarlo á la orilla del de un bosque nos escapamos por entre los árboles,
camino. Otros dos, más allá, cayeron al pie de una de un salto. La frontera belga no está muy lejos, y
valla, donde una mujer los recogió por la noche. ya encontraremos á alguien que nos enseñe el ca-
Todos estaban muy débiles, se apoyaban en palo» mino.
que los prusianos les habían permitido cortar en
un bosque. Formaban una desbandada de desgra —¿Estás loco?—dijo Juan,—tirarán sobre nos-
ciados inválidos, cubiertos de llagas, pálidos y sin otros y nos matarán.
fuerzas. Y las violencias continuaban, los que se Pero Mauricio replicaba que había alguna espe-
separaban un poco, volvían á entrar en fila á esta ranza de escapar y que, después de todo, si los ma
cazos. En la cola, el pelotóu que formaba la escol- taban, era preferible á continuar así.
ta, tenía orden de empujar á los que no podían se —¡Bueno!—replicó J u a n , — p e r o ¿qué haremos
guir pinchándoles con las bayonetas. A un sargen- después con nuestros uniformes? Ya ves que el cam-
to que se negó á ir más lejos, el capitán dió orden po está lleno de puestos prusianos y necesitábamos
de llevarle á rastras hasta que consintiera en an- otros trajes... Es demasiado peligroso, y no te deja-
dar. Y era prevalecía sobre todo un castigo: el del ré llevar á cabo tal locura.
oficial calvo, que hablaba correctamente el francés Tuvo que sujetarle, le cogió por el brazo, le apre-
y que abusaba de esa ventaja insultando á los pri taba contra sí mismo, como si se sostuvieran mu
sioneros, con frases secas parecidas á latigazos. tuamente, mientras continuaba calmándole, rega
ñándole paternalmente.
—¡Ah! —decía rabiosamente Mauricio, ¡con qué Detrás de ellos, en aquel momento, hablaban y
placer le sacaría á ese toda la sangre, gota á gota! les hicieron volver la cabeza. Eran Chouteau y
Estaba aniquilado, más enfermo aún de la rabia Loubet, que habían salido por la mañana al mismo
que no podía desahogar, que del cansancio. Todo tiempo que ellos de la península de Iges y á los que
le exasperaba, hasta los toques de las cornetas pru habían evitado hasta entonces. Ahora los dos los
sianas,que le hubieran hecho aullar como un perro, seguían. Chouteau debía haber oído las frases de
tan enervado se encontraba. No podía llegar al Mauricio, su plan de huida por un bosque, porque
final del viaje sin hacerse matar. Al atravesar al- lo tomaba- por su cuenta.
gunas aldeas, sufría atrozmente al ver á las muje —Oid, entramos en la expedición. Es una magní
res que le miraban con aire de lástima. ¿Qué suce fica idea la de largarnos. Algunos compañeros se
deria al entrar en Alemania, cuando los habitantes han escapado y lo haremos como lo han hecho
se atropellasen para verlos pasar? Y se figuraba ellos. No nos vendrá mal tomar el aire á los cua
ver los vagones de ganado, donde iban á amonto tro.
narlos, los disgustos y las torturas del camino, la
Mauricio se excitaba y Juan se volvió para repli dearon los culatazos y las patadas tanto, que cuan-
car á Chauteau: do le levantaron tenía un brazo roto y la cabeza
—Si tienes prisa echa á correr... ¿á qué aguar- abierta. Murió antes de llegar á Mouzon, en el ca-
das? rrito de un aldeano que lo había recogido.
Ante las miradas del <;abo tartamudeó, pero dio —Lo ves,—murmuró Juan al oído de Mauricio.
las razones por las que insistía. Miraban allá, hacia el bosque impenetrable, en-
—Es que si somos cuatro estaremos mejor... y colerizados contra aquel bandido que corría libre-
alguno podrá salir libre. mente, mientras que sentían lástima por su vícti-
Entonces, con gran energía, Juan se opuso. No se ma, que no valia gran cosa, era cierto, pero que era
fiaba de Chauteau y temía alguna trastada. Tuvo nn muchacho alegre y listo, lo que no impedía que
que hacer uso de toda su autoridad sobre Mauricio Chouteau le hubiese jugado una partida.
para impedir que éste accediera, porque se presen- En Mouzon, á pesar de aquel terrible ejemplo,
taba una ocasión: pasaban junto á un bosque muy Mauricio volvió á pensar en la huida. Habían lie
tupido que solo separaba del camino un campo lle- gado tan cansados, que los prusiones tuvieron que
no de zarzas. Atravesarlo corriendo y meterse en ayudar á los prisioneros á plantar las tiendas que
el bosque, esa era la salvación. les habían dado. El campamento se encontraba cer
Hasta entonces Loubet no había dicho nada. Mi- ca del pueblo, en un terreno bajo y pantanoso; y lo
raba, aguardaba la ocasión oportuna decidido á no peor era que la víspera otro convoy había acampa-
entrar en Alemania. Se fiaba en sus piernas y en su do allí y el suelo estaba lleno de basura: era una
instinto, que le habían sacado de muchos apuros. Y verdadera cloaca. La tarde fué menos dura, la vi-
de pronto se decidió. gilancia de los prusianos no era tan estrecha desde
—jVaya, hasta la vista, me largo! que desapareció el capitán para instalarse en algu-
De un salto se echó fuera del camino. Chouteau na posada. Los centinelas toleraban á los chiquillos
le imitó corriendo á su lado. En seguida dos pro echasen frutas á los prisioneros; manzanas y peras.
sianos los persiguieron, sin acordarse de disparar Después dejaban invadir el campamento á los veci-
un tiro. La escena que pasó después fué tan rápida nos del pueblo, de modo que se improvisaron mu-
que apenas pudieron darse cuenta de ella. Loubet, chos vendedores,hombres y mujeres,que despacha-
dando rodeos por entre las zarzas iba á lograr es ban pan, vino y tabaco.Todos los que tenían dinero
caparse, mientras que Chouteau, menos ágil, iba á comieron y tomaron. Bajo el pálido crepúsculo,aquel
ser cogido. Pero de un esfuerzo supremo adelantó mercado improvisado estaba animadísimo.
terreno, se echó entre las piernas de Loubet y le Detrás de su tienda, Mauricio estaba muy excita-
hizo caer; y mientras los dos prusianos se echaban do, repitiendo á Juan:
sobre éste para sujetarle, el otro desapareció en el —No puedo más, en cuanto anochezca me esca-
bosque. Se oyeron algunos tiros, dieron una batida po... Mañana nos alejaremos de la frontera y ya no
entre los árboles, pero todo fué inútil. será tiempo.
Los dos prusianos apaleaban brutalmente á Loa —Pues bueno, escapemos, acabó por decir Juan,
bet. El capitán, enfurecido, acudió y hablaba de DO pudiendo resistir más y Cediendo también á
hacer un ejemplo; y ante aquellas palabras menu-
UNIVERS®« 0?
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aquel afán de huir. Ya veremos sino dejamos el pe creía perdido y andaba buscando algo con que cu-
llejo. I brírsela; cuando se le ocurrió comprar el sombrero
Empezó á mirar á los vendedores á su alrededor. á un hombre muy sucio que vendía cigarros.
Algunos compañeros se habían procurado blusas y —¡A quince céntimos la pieza! ¡Dos por veinticin-
pantalones; circulaban rumores anunciando que co céntimos! Cigarros de Bruselas.
personas caritativas habían organizado almacenes ; Desde la batalla de Sedan no había aduanas y
de trajes para facilitar la evasión de los prisione- todos los productos belgas entraban libremente y el
ros. Y en seguida le llamó la atención una mucha- hombre había podido realizar muy buenos benefi-
cha, una rubia de dieciséis años, con ojos magniti cios, lo que no le impidió querer sacar buen parti-
eos, que tenía tres panes en una cesta. No voceaba do de su sombrero agujereado y grasiento cuando
su mercancía como los otros, tenía una sonrisa muy comprendió de lo que se trataba. No lo quiso dar
agradable. Juan la miró muy fijamente, sus mira por menos de diez pesetas, diciendo que se iba á
das se cruzaron. Entonces se acercó: constipar.
—¿Quiere usted pan? Juan tuvo otra idea,la de comprarle toda su mér-
No contestó;—la interrogó por señas. Después, mela, tres docenas de cigarros. Y, sin aguardar á
como le dijo que sí con la cabeza, añadió en voz más, empezó á vocear:
baja: | —¡A quince céntimos dos cigarros! ¡Cigarros de
—¿Hay trajes? Bruselas!
—Sí, debajo de los panes. Era la salvación. Hizo señas á Mauricio de que
Y empezó á vocear su mercancía en voz alta. le precediera. Este tuvo la suerte de encontrar un
«¡Pan, pan! ¿quién compra pan?» Pero cuando Mau paraguas y como caían algunas gotas, lo abrió
ricio quiso darla una moneda de oro, retiró la ma tranquilamente para atravesar la línea de centine-
no y se escapó, después de dejarles la cesta.Lavie las.
ron que se volvía, alejándose, mirándolos con sus i —¡A quince céntimos dos! ¡Cigarros de Bruselas!
hermosos ojos. En pocos momentos, Juan vendió su mercancía.
Cuando tuvieron la cesta, Juan y Mauricio empe Se la arrebataban de las manos; ¡éste, al menos, es
zaron á temblar. Se habían separado de su tienda razonable,—decían,—no quiere robarnos! Atraídos
y no la pudieron encontrar, tan atolondrados se ha por la baratura, se acercaron algunos prusianos y
liaban. ¿Dónde meterse? ¿Cómo cambiar de traje? tuvo que comerciar con ellos. Se arregló de tal ma-
Aquella cesta que Juan llevaba tan torpemente, les nera, que al pasar la línea de centinelas vendió los
parecía que todo el mundo la registraba con los dos últimos cigarros á un sargento que no hablaba
ojos y que veían lo que contenía. Por último se de una palabra de francés.
cidieron, entraron en la primer tienda vacia y se —No váyas tan de prisa,—decía Juan á Mauri-
pusieron un pantalón y una blusa, después de colo cio. Nos van á coger de nuevo.
car bajo los panes los uniformes. Y lo abandonaron Pero á pesar de ellos sus piernas los arrastraban.
todo. Pero no encontraron más que una gorra de Tuvieron que hacer grandes esfuerzos para dete-
lana, y Juan obligó á Mauricio á que se la pusiera. nerse un momento en el ángulo que formaban los
El, sin nada en la cabeza, exageraba el peligro; se Desastre—Tomo II—13
dos caminos, entre los grupos que se estacionaban ge metieron dentro del bosque, temiendo verse per
delante de una posada. Algunos hombres hablaban seguidos. Creyeron oir voces y pasos, anduvieron
allí tranquilamente con soldados alemanes; hicieron así durante más de una hora, sin dirección fijaban-
como que escuchaban, tomaron parte en la conver do vueltas, corriendo á veces y á veces también in
sación, hablando de la lluvia que amenazaba caer movilizados delante de los árboles á quienes toma-
durante toda la noche. Un señor gordo, que los mi ban por prusianos. Por fin, desembocaron de nuevo
raba con mucha insistencia, les hacía estremecer. en el mismo camino, á diez pasos del centinela, cer-
Después, como se sonreía, se arriesgaron. ca de los soldados que estaban calentándose.
—Diga usted, caballero, ¿el camino de Bélgica —¡No tenemos suerte! decía Mauricio,—es un
está guardado? bosque encantado.
—Sí, pero atraviesan ustedes ese bosques prime Pero esta vez les habían oído, se habían roto al
ro y después tomen por la izquierda, por los cam- gunas ramas y rodaron piedras. Y como al «quién
pos. vive» del centinela, echaron á correr, sin contes-
En el bosque, en el gran silencio de los árboles tar, el puesto cogió las armas y dispararon al bos-
inmóviles, cuando nada oyeron,cuando se creyeron que, acribillándole.
salvados, la emoción los echó en brazos uno del Juan lanzó un juramento, conteniendo un grito
otro, en la fraternidad de todo lo que habían sufrí de dolor.
do ¡untos; y el abrazo que se dieron les pareció el Había recibido un latigazo en la pantoarilla y
más suave de toda su vida, un abrazo como no re cayó contra un árbol.
cibirían seguramento de ninguna mujer, la consa- —¿Te han herido?—preguntó Mauricio.
gración de la inmortal amistad, la certidumbre ab- —¡Sí, en la piernal Es cosa perdida.
soluta de que sus dos corazones no formaban más Los dos escuchaban, temblando de miedo, ere
que uno para siempre. yendo que les perseguirían. Pero los tiros cesaron
—No, Mauricio, —dijo Juan con voz temblorosa, y nada se movía. Los soldados no debían querer
cuando se soltaron,—ya es algo bueno estar aquí, perseguirlos dentro del bosque.
pero no hemos llegado al final... habrá que orríen- Juan, que se esforzaba en querer ponerse en pie,
tarse. ahogó un quejido y Mauricio le sostuvo.
Mauricio, aunque no conocía el sitio, decía que —¿No puedes andar?
no había más que seguir todo derecho para llegar —¡Creo que no!
á la frontera. Los dos, uno detrás de otro, empeza Se encolerizaba, apretaba los puños, se hubiera
ron á andar con muchas precaucionas hasta salir pegado.
del bosque. Acordándose entonces de la indicación — ¡Yaya una mala suerte! dejarse romper una
que les habían hecho, quisieron tomar á la izquier pata, cuando más falta hace para correr. ¡Es cosa
da para, cortar por los rastrojos. Pero como encon- de echarse al surco! Escápate solo.
traran un camino, adornado con álamos, vieron las Mauricio contestó alegremente.
hogueras de un puesto prusiano que lo cerraba. Se —¡No seas tonto!
veia brillar la bayoneta del centinela, los soldados Le cogió por los brazos, le ayudaba, deseando
acababan de comer y charlaban. Retrocedieron y alejarse á escape. Después de andar unos pasos, se
detuvieron de nuevo al ver delante de ellos una
casita. No se veía ninguna luz, la puerta del patio escalonados en el camino de Remilly. Tuvieron qué
estaba abierta y cuando se decidieron entrar, les dar muchos rodeos. Saltaban zanjas, se abrían ca-
chocó encontrar un caballo ensillado, sin que pu- mÍDO por entre las zarzas. Juan, presa de la fiebre,
dieran averiguar cómo ni por qué estaba allí. Tal bajo la lluvia menuda, desmayado sobre el caballo,
vez el amo iba á volver, tal vez hubiese quedado agarrado á las crines, se sostenía con mucha difi-
muerto en el camino. cultad, mientras que Mauricio, que había pasado
Un pensamiento surgió en la mente de Macricio. las bridas por el brazo derecho, se veía obligado á
—Oye, la frontera está muy lejos, y además, ne- sostenerle para que no cayese.
cesitábamos un guía... Mientras que si fuésemos á Durante más de una legua, durante más de dos
Remilly, á casa del tío Fouchard, podría llevarte horas, aquella caminata fatigosa se eternizó, entre
allí con los ojos cerrados. Te voy á poner sobre el tropezones, exponiéndose á cada momento hombres
caballo, y nos largamos. y caballo á estrellarse. Formaban un convoy de
Primero quiso examinarle la pierna. Tenía dos miseria, cubiertos de barro, el cabaUo temblando
agujeros, la bala debía haber salido después de sobre sus pies, el hombre que sostenía inerte, y el
romperle la tibia. La hemorragia era poca cosa; otro, con la mirada extraviada, marchando por el
vendó la pantorrilla con el pañuelo. ánico esfuerzo de su caridad fraternal. Amanecía
—¡Escápate solo!—dijo Juan. cuando llegaron por fin á Remilly.
—¡Cállate, tonto! En el patio de la casería que dominaba el pueblo,
Cuando Juan se encontró á caballo, Mauricio co- al salir del desfiladero de Haraucourt, el señor Fou
gió la brida y salieron. Debían ser cerca de las on- chard estaba cargando en su carreta los dos carne-
ce, creía poder recorrer el trayecto en tres horas, ros matados la víspera. Al ver á su sobrino con tal
aún yendo al paso. Pero la idea de que tenían que fecha se trastornó tanto, que después de las prime-
atravesar el Meuse, le desconcertó. El puente de ras expHcaciones, dijo brutalmente:
Mouzou debía estar custodiado. Se acordó que ha- —¿Que me quede contigo y con tu amigo? Para
bía una barca, cerca de Villiers; y se dirigió hacia tener compromisos con I03 prusianos, ¡ah, no, eso
allí, atravesando los prados de la margen derecha. no! ¡Prefiero reventar antes!
Al pronto todo marchó bien, solo tuvieron que evi- Pero no se atrevió á impedir que Mauricio y
tar una patrulla de caballería y estuvieron durante Próspero bajaran á Juan del caballo y lo echaran
un cuarto de hora inmóviles, contra una pared. Ha- ¡obre la mesa de la cocina. Silvina fué á buscar su
bía vuelto á llover y la marcha era muy difícil para ilmohada, que colocó debajo de la cabeza del heri-
Mauricio, que se metía en las tierras mojadas, al do, que continuaba desmayado. Pero el viejo gru-
lado del caballo; afortunadamente este era muy dó- Ma, desesperado de ver aquel hombre su mesa, di-
cil. En Villers tuvieron suerte, la barca que había Qendo que allí estaba muy mal y que era preciso
servido para pasar á un oficial bávaro los recogió levarlo á la ambulancia que había en Remilly, cer-
y los llevó al otro lado. Y los peligros y las fatigas ca de la iglesia, en la antigua escuela, donde había
terribles no empezaron hasta llegar á la a l d e a , d o n © salón muy grande y se encontraban muy bien.
de estuvieron á punto de caer entre los centinelas
—¡A la ambulancia!—dijo Mauricio para que los
Prusianos se lo lleven á Alemania, después que se
cure, puesto que todos los heridos les pertenece, fondo de todo aquello veía alguna ganancia, acabó
¿Se quiere usted burlar de mí, tío? No le he traído por subir á su carricoche y marcharse, dejándolos
hasta aquí para entregarle después. completamente libres.
Las cosas se ponían mal, el tío hablaba de echar En pocos minutos, ayudada por Silvina y Próspe-
los á la calle, cuando se pronunció el nombre de En ro, Enriqueta organizó el cuarto, hizo que llevaran
riqueta. allí á Juan, y que le acostaran en una cama recién
—¡Cómo, Enriquetal—preguntó Mauricio. hecha, sin que éste diese apenas señales de vida.
Y acabó por saber que su hermana estaba en Abría los ojos, miraba, pero sin que al parecer
Remilly desde la ante víspera, tan triste con su luto, reconociera á nadie. Mauricio acababa de beber un
que se le hacía intolerable la estancia en Sedan, vaso de vino y de comer un pedazo de carne, cuan-
donde había sido tan feliz. do llegó el doctor Dalichamp, como acostumbraba
Había encontrado al doctor Dalichamp de R u . todas las mañanas para hacer su visita á la ambu-
eourt, á quien conocía, y éste la había decidido á lancia, y Mauricio, á pesar de que estaba muy can-
instalarse en casa del señor Fouchard, en un cuar sado, le siguió con su hermana á la cabecera del
tito pequeño para dedicarse por completo á los he herido.
ridos de la cercana ambulancia. Esto solo podía El doctor era un hombrecillo con gruesa ca-
distraerla. Pagaba su hospedaje y era en la casería beza redonda, con el pelo gris. Su cara colorada se
el ángel bueno, que hacía que el viejo la mirase había endurecido como la de los aldeanos, efecto
con cariño y respeto. de su vida al aire libre; mientras que sus ojillos y
sus labios revelaban su bondad, un poco tosco á ve-
—¡Ahí ¿mi hermana está aquí?—decía Mauricio, ces, médico sin gran talento, pero á quien su larga
Eso era lo que me decía Delaherche... Pues si está práctica daba mucha experiencia.
aquí nos quedamos.
En seguida quiso ir á buscarla á la ambulancia, Cuando hubo examinado á Juan, murmuró:
donde había pasado la noche, mientras que el tío —Temo que sea necesaria lá amputación:
estaba incomodado porque no podía marcharse con Fué un pesar para Mauricio y Enriqueta. Sin
los dos carneros y el carrito en tanto no se arregla- embargo, añadió.
se el asunto del herido. y —Tal vez pueda conservar su pierna, pero serán
Cuando Mauricio llevó á Enriqueta, vieron al se ecesarios muchos cuidados y será cosa larga. En
ñor Fouchard que estaba examinando con mucho este momento está bajo la influencia de tal depre-
cuidado el caballo que Próspero había llevado á la sión física y moral que la única cosa que se puede
cuadra. Uu caballo cansado, pero muy fuerte y que acer es dejarle dormir... Veremos mañana.
le gustaba mucho. Mauricio, riéndose, le dijo que Después de curarle empezó á hablar con Mauri-
se lo regalaba. Enriqueta, por su parte, cariñosa- cio á quien había conocido siendo niño.
mente le explicó que Juan pagaría y que ella se —Y usted también estaría mejor en la cama que
encargaba de él y que le cuidaría en el cuartito sentado en la silla.
que se encontraba detrás de la cuadra, donde no Como si no oyese, Mauricio miraba fijamente ante
iría á cogerle ningún prusiano. Y el señor Fon sí con los ojos extraviados. Se había apoderado de
chard, mal convencido aún, á pesar de que en el él una excitación nerviosa, efecto de los sufrimien-
tos acumulados durante toda la campaña. La vista sombrío, triste, deseando escapar. Su hermana, llo-
de su amigo agonizando, el sentimiento de su pro- rando, comprendió que no debía insistir.
pia derrota, desnudo, sin armas, inútil, el recuerdo Y el doctor Dalichamp, al hacer su visita prome-
de que tantos heroicos esfuerzos habían dado por tió facilitar la huida gracias á los documentos de
resultado tal desastre, le sacaban de quicio, era un ayudante de la ambulancia que acababa de mo
una necesidad frenética de rebelión contra el des- rir en Raucourt. Mauricio se pondría la blusa gris,
tino. Por último habló: la cruz roja, pasaría á Bélgica para desde allí diri-
—¡No, no, no ha acabado, tengo que marchar- girse sobre París que aun no estaba bloqueado.
me... Puesto que él tiene para algunas semanas, Aquel día no quiso abandonar la casería, se es-
para algunos meses, no puedo quedarme aquí, quie condió aguardando la noche. Apenas habló, solo in-
ro irme en seguida... ¿No es verdad, doctor? Usted tentó llevarse á Próspero.
me ayudará, me proporcionará usted los medios —Oiga usted,—le dijo,—¿no tiene usted ganas de
para volver á París. volver á ver á los prusianos?
Enriqueta le cogió por los brazos: El antiguo cazador de Africa, que acababa de co-
—¿Qué es lo que dices? Enfermo como estás, ha- mer un pedazo de pan con queso, replicó:
biendo sufrido tanto ¿crees que te voy á dejar mar-
char? ¿No has pagado tu deuda? Acuérdate de mí, —¡Para lo que hemos visto no vale la pena!...
piensa que estoy sola, que no tengo á nadie más Puesto que la caballería no sirve más que para ha-
que á tí en el mundo. cerse matar cuando todo ha acabado, ¿para qué
quiere usted que vuelva allí?... ¡No, no quiero vol-
Sus lágrimas se confundieron: se abrazaron es- ver, me han cansado bastante sin hacer nada de
trechamente en su adoración, con ese cariño de provecho!
hermanos gemelos. Pero él se exaltaba cada vez Hubo un corto silencio y añadió para ahogar los
más. latidos de su corazón de soldado:
—Te aseguro que tengo que marcharme. Me —Además hay aquí ahora demasiado trabajo.
aguardan, moriría de angustia si no me marchase. Ahora viene la época de la labranza y después
No puedes imaginarte el daño que me causa la idea vendrá la sementera. Hay que acordarse de la tie-
de estar quieto. Te digo que esto no puede acabar rra también ¿no es verdad? que hay que batirse es
así, que tenemos que vengarnos; ¿contra quién, con cierto, ¿pero qué sucedería si no se trabajase la
tra qué? ¡No lo sé! pero tenemos que vengarnos de tierra?... Comprenda usted que no puedo dejar el
tantas desgracias para tener el valor de vivir. trabajo. Y no es que el señor Fouchard sea razona-
El doctor Dalichamp. que seguía la escena con ble, no, probablemente no veré el color de su dine-
mucho interés, impidió á Enriqueta que contestara. ro; pero los animales empiezan á tomarme cariño
Cuando Mauricio hubiese dormido estaría más tran- y francamente, esta mañana cuando me encontra-
quilo; y durmió todo el día y toda la noche siguien- ba allá arriba labrando, miraba á lo lejos ese mal-
te, durante más de veinte horas, sin movimiento. dito Sedán y me sentía muy contento de verme
Unicamente al despertar al otro día volvió á apa solo, al sol, con mi ganado, guiando el arado.
recer su resolución. No tenía más fiebre, estaba A la caída de la noche el doctor Dalichamp se
presentó en su coche. Quería conducir á Mauricio
hasta la frontera. El señor Fouchard, satisfecho de Y se abrazaron como en el bosqueja víspera; ha
ver que al menos se marchaba uno, fué á vigilar el iría en el fondo de ese abrazo la fraternidad de los
camino para asegurarse de que no rondaba ningu- peligros corridos juntos, esas cuantas semanas de
na patrulla, mientras que Silvina cosía la blusa del heroísmo común que los había unido más estrecha-
enfermero, adornada en la manga con la cruz roja, mente que algunos años de amistad. Los días sin
Antes de marcharse el doctor examinó de nuevo pan, las noches sin sueño, las fatigas excesivas, la
la pierna de Juan, sin poderle prometer si la con- muerte siempre delante. ¿Pueden acaso separarse
servaría. El herido continuaba siempre medio ale dos corazones cuando se han dado libremente y se
targado, sin conocer á nadie, sin hablar con nadie. han fundido uno en otro? Pero el otro abrazo, el
Y Mauricio iba á alejarse sin decirle adiós, cuando que se dieron debajo de los árboles, estaba lleno de
al inclinarse para abrazarle, le vió abrir los ojos, las esperanzas que la huida abría ante ellos; mien-
muy grandes, mover los labios, hablando con voz tras que este abrazo, á esta hora, les hacía estre-
débil: mecer con las angustias de la despedida. ¿Se volve
—¿Te vas? rían á ver algún día? ¿Y cómo y en qué circuns-
Y como se extrañasen: tancias de dolor ó de alegría?
—Sí, los he oído á ustedes, mientras que no podía El doctor Dalichamp, subido en su coche, llama-
moverme,—dijo.-Coge todo el dinero. Regístralos ba á Mauricio. Este abrazó con toda su alma á su
bolsillos de mi pantalón. hermana Enriqueta, que le miraba con lágrimas si-
Del dinero del Tesoro, que se habían repartido, lenciosas, muy pálida, con su traje de viuda.
les quedaba todavía doscientos francos á cada uno. —¡Te confío á mi hermano... Cúidale bien, quié-
—¡El dinero! — dijo Mauricio,—pero si tú lo nece- rele mucho como yo le quiero!
sitas más que yo. Con doscientos francos tengo pa
r a llegar á París, y para hacerme romper la cabe IV
za no necesito dinero... Hasta la vista y muchas
gracias por lo que has hecho por mí, porque sin ti El cuarto era una gran pieza con suelo de ladri-
es probable que me hubiese quedado en cualquier llos, blanqueado con cal, que había servido para
parte como un perro muerto. depósito de frutas. Se sentía aún el buen olor de las
Juan le hizo callar. peras y manzanas y como muebles sólo había allí
—No me debes nada, estamos en paz... Si no hu una cama de hierro, una mesa de madera blanca y
biese sido por tí, si no me hubieses llevado á cues- dos sillas, sin contar un armario viejo de nogal,
tas, me hubiesen recogido los prusianos allá. Y grande, donde cabía un mundo. Pero reinaba allí
ayer aún, me has librado de caer entre sus garras. mucha calma, solo se oían los ruidos sordos de la
Has pagado des veces y ahora me tocaría á mi pa- cuadra, los mugidos de los bueyes. Por la ventana
garte la vida... ¡qué intranquilo voy á estar sin te que daba al mediodía entraba el sol. No ae veía
nerte á mi lado! más que un trozo de monte, un campo de trigo que
bordeaba un bosquecillo. Y aquel cuarto cerrado,
Su voz temblaba y algunas lágrimas asomaron a misterioso, estaba tan oculto á todas las miradas
sus ojos. que nadie podía sospechar existiera.
—Abrázame, Mauricio.
hasta la frontera. El señor Fouchard, satisfecho de Y se abrazaron como en el bosqueja víspera; ha
ver que al menos se marchaba uno, fué á vigilar el iría en el fondo de ese abrazo la fraternidad de los
camino para asegurarse de que no rondaba ningu- peligros corridos juntos, esas cuantas semanas de
na patrulla, mientras que Silvina cosía la blusa del heroísmo común que los había unido más estrecha-
enfermero, adornada en la manga con la cruz roja, mente que algunos años de amistad. Los días sin
Antes de marcharse el doctor examinó de nuevo pan, las noches sin sueño, las fatigas excesivas, la
la pierna de Juan, sin poderle prometer si la con- muerte siempre delante. ¿Pueden acaso separarse
servaría. El herido continuaba siempre medio ale dos corazones cuando se han dado libremente y se
targado, sin conocer á nadie, sin hablar con nadie. han fundido uno en otro? Pero el otro abrazo, el
Y Mauricio iba á alejarse sin decirle adiós, cuando que se dieron debajo de los árboles, estaba lleno de
al inclinarse para abrazarle, le vió abrir los ojos, las esperanzas que la huida abría ante ellos; mien-
muy grandes, mover los labios, hablando con voz tras que este abrazo, á esta hora, les hacía estre-
débil: mecer con las angustias de la despedida. ¿Se volve
—¿Te vas? rían á ver algún día? ¿Y cómo y en qué circuns-
Y como se extrañasen: tancias de dolor ó de alegría?
—Sí, los he oído á ustedes, mientras que no podía El doctor Dalichamp, subido en su coche, llama-
moverme,—dijo.-Coge todo el dinero. Regístralos ba á Mauricio. Este abrazó con toda su alma á su
bolsillos de mi pantalón. hermana Enriqueta, que le miraba con lágrimas si-
Del dinero del Tesoro, que se habían repartido, lenciosas, muy pálida, con su traje de viuda.
les quedaba todavía doscientos francos á cada uno. —¡Te confío á mi hermano... Cúidale bien, quié-
—¡El dinero! — dijo Mauricio,—pero si tú lo nece- rele mucho como yo le quiero!
sitas más que yo. Con doscientos francos tengo pa
r a llegar á París, y para hacerme romper la cabe IV
za no necesito dinero... Hasta la vista y muchas
gracias por lo que has hecho por mí, porque sin ti El cuarto era una gran pieza con suelo de ladri-
es probable que me hubiese quedado en cualquier llos, blanqueado con cal, que había servido para
parte como un perro muerto. depósito de frutas. Se sentía aún el buen olor de las
Juan le hizo callar. peras y manzanas y como muebles sólo había allí
—No me debes nada, estamos en paz... Si no hu una cama de hierro, una mesa de madera blanca y
biese sido por tí, si no me hubieses llevado á cues- dos sillas, sin contar un armario viejo de nogal,
tas, me hubiesen recogido los prusianos allá. Y grande, donde cabía un mundo. Pero reinaba allí
ayer aún, me has librado de caer entre sus garras. mucha calma, solo se oían los ruidos sordos de la
Has pagado des veces y ahora me tocaría á mi pa- cuadra, los mugidos de los bueyes. Por la ventana
garte la vida... ¡qué intranquilo voy á estar sin te que daba al mediodía entraba el sol. No ae veía
nerte á mi lado! más que un trozo de monte, un campo de trigo que
bordeaba un bosquecillo. Y aquel cuarto cerrado,
Su voz temblaba y algunas lágrimas asomaron a misterioso, estaba tan oculto á todas las miradas
sus ojos. que nadie podía sospechar existiera.
—Abrázame, Mauricio.
Y la intimidad entre Juan y Enriqueta fué esta-
En seguida, Enriqueta lo arregló todo: para evi- bleciéndose. Les parecía que habían vivido siempre
tar sospechas quedó convenido que ella y el doctor así. Pasaba con él todas las horas que no estaba
serian las únicas personas que entrasen. Nunca de- ocupada en la ambulancia, cuidaba de que comiera
bía entrar Silvina á menos que llamase. Por la ma- y bebiera con regularidad y le ayudaba á dar vuel-
ñana, muy temprano, las dos mujeres arreglaban tas en la cama, con una fuerza que nadie hubiese
el cuarto y después quedaba cerrado durante todo podido sospechar tenía. A veces hablaban y con
el día. Por la noche, si el herido necesitaba de al más frecuencia aun estaban callados, sobre todo al
guien, no tenía más que tocar el tabique, porque principio. Pero no parecían aburrirse, era una vida
Enriqueta dormía en el cuarto de al lado. Y así fué muy tranquila; él aniquilado aún por la batalla y
como Juan se encontró separado del mundo, des- ella vestida de luto, con el corazón destrozado por
pués de unas semanas de atropellos y de violen- la pérdida que había sufrido. Primero se había sen-
cias, viendo solo á aquella mujer tan cariñosa, cu- tido un poco molesto porque comprendía que era
yos pasos ligeros no nacían ruido. La volvía á ver una mujer superior, casi una gran señora, mientras
tal como se le había aparecido allá, en Sedán, por que él sólo había sido un aldeano y un soldado.
primera vez, con su boca un poco grande, sus ras- Apenas sabía leer y escribir. Después se tranquili-
gos delicados, su hermoso pelo de color de avena zó mucho cuando vió que le trataba sin orgullo,
madura, ocupándose de él con infinita bondad. como su igual; lo que le había animado á mostrar-
se tal cual era, inteligente á su modo, á fuerza de
Los primeros días, la fiebre del herido fué tan paciencia y de meditación. El mismo se extrañaba
intensa que Enriqueta no pudo apenas separarse de haber cambiado con la sensación de las nuevas
de él. Todas las mañanas, al pasar, el doctor Dali ideas: ¿era acaso efecto de la vida atroz que arras-
champ entraba con el pretexto de recogerla para traba hacía dos meses? Salía afinado, efecto de tan
llevarla á la ambulancia y de paso examinaba al tos padecimientos físicos y morales. Pero lo que
herido y le curaba. La bala, después de romper la acabó por conquistarle fué al averiguar que no sa-
tibia, debía haber salido, le extrañaba el mal cariz bia más que él. Muy joven, después de la muerte
que presentaba la herida, temía que la presencia de su madre, hecha una ama de casa, teniendo que
de una esquirla que no podía hallar con la sonda, cuidar á tres hombres, á su abuelo, á su padre y á
le obligase á tener que cortar el hueso. Había ha- su hermano, no había tenido tiempo de instruirse.
blado de esto con Juan; pero éste, al pensar que La lectura, la escritura, un poco de ortografía y de
podía quedar cojo se había sublevado: no, no, pre números; no había que pedirla más. Y no le intimi-
feria morir á quedar inútil. Y el doctor, dejando la daba, no le aparecía sobre los otros más que por-
herida en observación, no hacia más que curarla que sabía que era de una bondad infinita, de un
con hilas impregnadas en aceite común y en ácido valor extraordinario bajo su apariencia de mujer
fénico, después de haber colocado en el fondo de la modesta que se complacía en los menudos cuidados
llaga un tubito de cautchouc para dar salida al de su casa.
pus; pero previniendo que si no intervenía la cura
sería muy larga. Sin embargo, en la segunda sema-
na disminuyó la fiebre, mejoró un poco y seguiría Se entendieron en seguida, hablando de Mauri-
mejorando con tal de que no se moviera. cio. Si daba muestras de abnegación, era por el
amigo, por el hermano de Mauricio, por el hombre tre, llegaba asi á aquel cuarto, uniendo más, en
cariñoso á quien pagaba una deuda de su corazón; una angustia común, á los pobres seres que allí se
sentía mucha gratitud, su afecto aumentaba á me- encontraban sufriendo.
dida que le iba conociendo, sencillo y bueno, con Y así fué como Enriqueta, con periódicos viejos,
un cerebro sólido; y él, á quien ella cuidaba como leyó á Juan los sucesos de Metz, las grandes y he-
á un niño contraía una deuda de agradecimiento, roicas batallas que habían vuelto á empezar por
le hubiera besado las manos por cada taza de cal- tres veces con intervalo de un día. Habían ocurri-
do que le daba. Ese lazo de tierna amistad aumen- do cinco semanas antes, pero las ignoraba aún, y
taba cada día entre ellos, en aquella profunda so oía su relato con el corazón oprimido, al ver allí
ledad en que habitaban, agitados por los mismos las mismas miserias y ¡as mismas derrotas que ha-
pesares. Cuando se agotaban los recuerdos, los de- bía sufrido. En el silencio del cuarto, mientras En-
talles que sin cesar le pedía sobre la dolorosa mar riqueta con su voz cantante de alumna aplicada,
cha de Reims á Sedán, asomaba á sus labios la leía espaciando cada frase, la lamentable historia
misma pregunta; ¿qué hacía Mauricio á aquella ho- se desarrollaba.
ra? ¿Por qué no escribía? ¿París estaba completa Después de Froeschviller, después de Spickeren,
mente bloqueado? Sólo habían recibido una carta en el momento en que el primer cuerpo, aplastado,
fechada en Rouen, tres días después de su marcha, arrastraba al quinto en su derrota, los otros cuer-
en la que explicaba en algunas líneas como había pos escalonados de Metz á Bitcae, dudaban, refluían
desembarcado en aquella ciudad, después de dar en la consternación de aquellos desastres, y con-
un largo rodeo para entrar en París. Y nada más cluían por concentrarse por delante del campamen-
en una semana después de un silencio completo. to atrincherado, sobre la margen derecha del Mo-
Por la mañana cuando el doctor Dalichamp, ha sela. jPero cuánto tiempo precioso perdido, en vez
bía curado al herido, la gustaba quedarse allí algu de acelerar la retirada sobre París que iba á ser
nos momentos y aun volvía por las noches, y se después tan difícil! El emperador había tenido que
quedaba otro rato; era así el único lazo con el mun ceder el mando al mariscal Bazaine, del que se
do, aquel vasto mundo de fuera tan trastornado aguardaba la victoria. Entonces, el 14 había sido
por las catástrofes. Las noticias no llegaban más Borny, el ejército atacado en el momento en que se
que por él, tenía un corazón ardiente de patriota decidía á atravesar el río, teniendo en contra suya,
que se desbordaba de cólera y de pesar, á cada de- dos ejérc itos alemanes, el de Steinmetz, inmóvil en
rrota. Así es que no hablaba más que de la marcha frente del campo atrincherado, al que amenazaba,
invasora de los prusianos, cuya oleada, desde Se- y el del principé Federico Carlos, que había pasa-
dán se extendía poco á poco sobre toda Francia, do el río, más abajo y que subía por la orilla iz-
como una marea negra. Cada día llevaba su duelo quierda, para cortar á Bazaine del resto de Fran
y se quedaba anonadado, sobre una silla, apoyada cia, Borny, cuyos primeros disparos sólo empezaron
contra la cama y daba cuenta de la situación cada á las tres de la tarde, Borny esa victoria sin prove-
vez más grave. A menudo llevaba los bolsillos ates- cho, que dejó á los cuerpos de ejército franceses,
tados de periódicos belgas, que dejaba allí. Con al dueños de sus posiciones, pero que los inmovilizó á
gunas semanas de intervalo el eco de cada desas- caballo sobre el Mosela, mientras que el movimien
to envolvente del segundo ejército alemán se ter-
minaba. A cada momento mientras Enriqueta leía, Juan
Después, el 16, habia sido Rezonville, todos los la interrumpía para decirla:
cuerpos sobre la margen izquierda, el 2.? y el —¡Y nosotros que desde Reims esperábamos á
4.° solos, detrás, retrasados en la horrible confusión Bazaine!
que se producía en el encuentro de los caminos de El telegrama del mariscal Bazaine, fechado en
Etain y de Mars la Tour, el ataque audaz de la ca- Saint Privat, en el que hablaba de volver á em-
ballería y de la artillería prusianas, .cortando esos prender su movimiento de retirada por Montmedy,
caminos desde por la mañana, la batalla lenta y ese telegrama, que había sido precisamente el que
confusa, que hasta las dos hubiera podido ganar dió lugar á que se emprendiera la marcha de Reims
Bazaine no teniendo más que un puñado de hom i Sedán, y que parecía el parte que da un general
bres que rechazar delante de sí y que había acaba- derrotado, deseoso de atenuar el desastre; y más
do por perder, con su inexplicable temor de verse tarde el 29 solamente, cuando la noticia de que se
cortado de Metz, la batalla inmensa, cubriendo le- acercaba el ejército de -socorro llegó hasta él, á
guas de valles y de llanuras, donde los franceses través de las líneas prusianas, había intentado un
atacados de frente y de flanco, habían hecho pro último esfuerzo sobre la margen derecha, en Noi-
digios para no avanzar, dejando al enemigo tiem- seville, pero tan lentamente, que el l.o de Septiem
po p a r a concentrarse, trabajando ellos mismos en >re, el mismo día en que el ejército de Chalons era
favor del plan prusiano, que consistía en hacerlos aplastado en Sedán, el de Metz se replegaba, para
retroceder, al otro lado del río. El 17 por último, lizado por completo y para siempre, perdido para
después del regreso ante el campo atrincherado, Francia. El mariscal que hasta entonces había po
había sido Saint Privat la lucha suprema, un frente dido no ser más que un capitán poco inteligente
de ataque de trece kilómetros, doscientos mil ale- que se olvidaba de pasar por los caminos cuando
manes con setecientos cañones, contra ciento vein- estaban libres, ahora, verdaderamente bloqueado
te mil franceses, no teniendo más que quinientos por fuerzas superiores, iba á convertirse bajo el
cañones, los alemanes la cara vuelta hacia Alema imperio de las preocupaciones políticas en un cons
nia, los franceses la C8ra vuelta hacia Francia, co- pirador y en un traidor.
mo si los invasores hubieran sido los invadidos, con Pero en los periódicos que el doctor Dalichamp
el extraño movimiento giratorio, la más espantosa llevaba, Bazaine continuaba siendo el hombre de
lucha desde las dos, la guardia prusiana rechaza- genio, el soldado valiente del que Francia aguar-
da, aniquilada, Bazaine mucho tiempo victorioso, daba su salvación. Y Juan hacía que le volvieran
fuerte con su ala izquierda, muy firme, hasta el i leer I03 párrafos para comprender perfectamente
momento en que á la caída de la tarde, el ala dere- de que modo el tercer ejército alemán con el prín-
cha más débil, tuvo que abandonar á Saint Privat, cipe real de Prusia, había podido perseguirlos,
en medio de una horrible matanza, arrastrando mientras que e l . primero y segundo ejército blo
con ella todo el ejército, derrotado, rechazado, so queaban á Metz, los dos tan fuertes en hombres y
bre Metz, encerrado en un círculo de hierro. cationes, que había sido posible destacar aquel
cuarto ejército que á las órdenes del príncipe real
Desastre - lomo II—14
de Sajonia, había completado el desastre de Sedán. todo se explicaba, la carta que había escrito al
Por último, enterado de todo sobre aquel lecho de doctor Dalichamp el 18 de Setiembre, el mismo día
dolor donde le sujetaba su herida, se apoderaba en que salían los últimos trenes para el Havre, ha
aún de él la esperanza. bia dado muchos rodeos y llegaba por una verdade-
—Pues entonces ya se comprende. ¡No hemos ga- ra casualidad después de haberse extraviado mu-
nado porque no éramos más numerosos!.. Ahora ya chas veces en el camino.
sabemos á qué atenernos: Bazaine tiene ciento cin- —¡Pobre amigo!—decía Juan,—léame usted eso
cuenta mil hombres, trecientos mil fusiles y más de pronto.
quinientos cañones; con seguridad que les prepara El viento redoblaba su violencia, la ventana cru-
un buen golpe, de esos que él solo conoce. jía y Enriqueta, después de llevar la lámpara, em-
Enriqueta meneaba la cabeza, le daba la razón pezó á leer, tan cerca de Juan, que sus cabellos se
para no entristecerla más. Se perdía entre aquel in tocaban. Se estaba muy bien en aquel cuarto, oyen-
menso movimiento de tropas, pero comprendía que do rugir la tempestad fuera.
la desgracia era irreparable. Con su voz suave con- Era una carta muy larga, de ocho carillas, en la
tinuaba leyendo muchas horas, nada más que por que Mauricio explicaba primero cómo á su llegada,
entretenerle. A veces, cuando leía alguna narra- el 16, había tenido la suerte de sentar plaza en un
ción de matanzas, tartamudeaba, con los ojos lie regimiento de línea cuyos cuadros se completaban.
nos de lágrimas; sin duda, se acordaba de su mari Después contaba los sucesos de todo aquel mes, que
do, fusilado allá, empujado con el pie por el oficial había llegado á saber. París tranquilo después del
bávaro. estupor doloroso causado por las batallas de Wis-
—Si le causa tanto pesar no me lea usted lo que semburgo y Froeschwiller, reanimándose con la es-
dicen de las batallas. peranza de un desquite, volviendo á ser víctima de
Pero ella se reponía en seguida, complaciente nuevas ilusiones; la leyenda victoriosa del ejército;
siempre. el m^ndo en jefe de Bazaine, la leva en masa, las
—No, no, dispénseme usted, le aseguro á usted victorias imaginarias, las hecatombes de prusianos
que tengo verdadero placer en leer esto. de que los mismos ministros daban cuenta en el
Una noche, en los primeros días de Octubre, en Parlamento. Y de pronto, daba nuevas de cómo ha-
que soplaba un viento muy fuerte, volvió de la am- bía estallado el rayo por segunda vez en París, el
bulancia, entró en el cuarto muy emocionada, di- 3 de Setiembre; las esperanzas destruidas, la capi-
ciendo: tal ignorándolo todo, confiada, abatida con aquel
golpe cruel del destino, los gritos de: ¡Dimisión! ¡di-
— ¡Una carta de Mauricio! el docfor acaba de en misión! repercutiendo desde aquella tarde por los
fregármela. bulevares, la corta y lúgubre sesión de noche de
Todas las mañanas los dos estaban muy intran •a Cámara de Diputados, donde Julio Favre había
quilos sin recibir noticias del joven y sobre todo leído aquella proposición de expulsión reclamada
desde hacía una semana, en que se decía que París Por el pueblo. Después, al día siguiente, era el 4 de
estaba completamente bloqueado; se desesperaban Setiembre, el hundimiento de un mundo, el segun-
de no tener noticias y trataban de indagar qué es do imperio arrastrado por el desastre acumulado
lo que le había ocurrido al salir de Rouen. Ahora
por sus vicios y por sus faltas, el pueblo entero por ?a insolente y arriesgada que no duraría tres se-
las calles, un torrente de medio millón de hombres manas, contando con los ejércitos que las provin-
llenando la plaza de la Concordia, con el hermoso cias iban á enviar, sin tener en cuenta el ejército
sol de aquel domingo, rodando hasta las verjas de de Metz, en marcha ya sobre Verdún y Reims. Y
la Cámara de Diputados que custodiaban apenas los anillos de la cintura de hierro se habían unido,
unos cuantos soldados, la culata hacia arriba, habían encerrado á París, y París, separado ahora
echando abajo las puertas, invadiendo la sala de se- del mundo entero, era sólo una gigantesca cárcel
siones, desde donde Julio Favre, Gambetta y otros de dos millones de hombres, de donde salía un si-
diputados de la izquierda iban á salir para procla lencio de muerte.
mar la República en el Ayuntamiento,mientras que
sobre la plaza de Saint Germain l'Auxerrois se ' —¡Dios mío! ¿cuánto tiempo durará esto? ¿Le
abría una puertecita del Louvre, dando paso á la volveremos á vér?
emperatriz regente, vestida de negro, acompañada Una ráfaga de viento hizo doblar los árboles que
por una sola amiga, temblando las dos, huyendo rodeaban la casería. Si el invierno era duro, ¡cuán-
escondidas en un coche de alquiler que las llevaba tos padecimientos por los pobres soldados que se
lejos de las Tullerías, por las cuales paseaba el batirían, sin fuego y sin pan, en la nieve!
pueblo. Aquel mismo día, Napoleón III salía de la f —Es muy buena su carta,—replicó Juan,—y da
posada de Bouillón donde había pasado la primera gusto tener noticias. No hay que perder nunca la
noche del destierro, en dirección á Wilhelmshoe. esperanza.
Día por día pasó el mes de Octubre, con el cielo
Juan, muy serio, interrumpió á Enriqueta. triste, en que el viento llevaba y traía los pesados
—Entonces ¿ahora estamos en República? ¡Mejor, nubarrones; la herida de Juan se cicatrizaba con
si esto nos sirve para batir á los prusianos! macha lentitud, y el herido se había debilitado mu-
Pero meneaba la cabeza, le habían asustado cho, se obstinaba en negarse á dejar llevar á cabo
siempre, siendo aldeano, con la República. Y ade ninguna operacióu, por temor á quedar inútil.
más, en frente del enemigo, no le parecía muy bien Aguardaba con resignación cortada á veces por
no estar de acuerdo. Pero era necesario que llega bruscas ansiedades, sin causa justificada, en el fon-
se este caso puesto que el imperio estaba podrido y do de aquel cuarto, á donde llegaban las noticias
que nadie lo quería. muy lejanas. La guerra atroz, las matanzas, los
Enriqueta acabó la carta, que terminaba indican desastres, continuaban allá, en algún sitio, sin que
do que los alemanes se acercaban. El 13, el mismo se pudiera saber nunca la verdad exacta, sin que
día en que una Delegación del gobierno de la De- se' oyera más que el sordo clamoreo de la patria
fensa Nacional se instalaba en Tours, los había vis oprimida, destrozada. Y el viento arrastraba las
to al Este de Parí3, acercarse por Lagny. El 14 y bojas bajo el lívido cielo, y había grandes silencios
el 15, estaban en las cercanías de Creteil y en Join ® el campo yermo, donde pasaban bandadas de
ville le Pont. Pero el 18 por la mañana, en el mo- cuervos, cuyos graznidos anunciaban un invierno
mento en que Mauricio escribía, éste no parecía muy crudo.
creer en la posibilidad de un bloqueo completo,
confiando de nuevo en que aquello era una tentati Uno de los motivos de conversación era la ambu
lancia, de donde Enriqueta no salía más que para
acompañar á Juan. Por la noche, cuando regresa- das de aquellos infelices. Al entrar en las salas, un
ba, la interrogaba acerca del estado de los heridos, olor insoportable hacía retroceder, las heridas su-
queriendo saber los que sanaban y los que morían: puraban gota á gota. A menudo había que volver á
y ella misma tenía una satisfacción desahogando abrir las carnes para extraer algunas esquirlas ig-
su corazón, hablando de esas cosas con todos sns noradas. Después se declaraban accesos, flujos que
detalles. iban á reventar más lejos. Cansados, sin fuerzas,
—¡Ah!—repetía siempre—¡pobres chicos, pobres con las caras delgadas, los infelices padecían todas
chicos! las torturas. Unos, abatidos, sin aliento, pasaban los
días sin moverse, con los párpados negros, y cerra-
No era ya en plena batalla, sino en la ambulan- dos, como cadáveres medio descompuestos. Los
cia donde chorreaba la sangre fresca, donde se ha otros sin poder dormir, agitados por un insomnio
cían amputaciones en carnes sanas y rojas. Era la febril, sudando, se exaltaban, como si la catástrofe
ambulancia corvertida en hospital, con su podre los hubiese vuelto locos. Y que estuviesen tranqui-
dumbre, oliendo á fiebre y á muerte, con sus lentas los y agitados, cuando el escalofrío de la fiebre in-
convalecencias y agonías interminables. El doctor fecciosa se apoderaba de ellos, era el fin, el veneno
Dalichamp había pasado muchos apuros para pro triunfaba, volaba de unos á otros, llevándoselos á
curarse camas, colchones y sábanas; y cada día el todos en la misma oleada de podredumbre victo-
sostenimiento de los enfermos, el pan, la carne, las riosa.
legumbres, sin hablar de las vendas, de las hilas,
de los aparatos, le obligaba á hacer milagros. Loa Existía una sala para los que estaban atacados
prusianos establecidos en el hospital militar de Se- de disentería, de tifus y de viruela. Muchos tenían
dán, le habían negado todo, hasta cloroformo, y te- viruela negra. Se movían, se agitaban en su conti-
nía que traerlo todo de Bélgica, y, sin embargo, ha nuo delirio, se levantaban sobre las camas, como
bía acogido lo mismo á los heridos alemanes queá espectros. Otros, heridos en los pulmones, morían
los franceses; cuidaba á una docena de bávaros re de pulmonía con toses atroces. Otros, que aullaban,
cogidos en Bazeilles. Esos hombres, esos enemigos no se calmaban hasta que se les mojaba la herida
que se habían arrojado unos contra otros, se halla con un chorrito de agua. Cuando llegaba la hora de
ban ahora juntos, sufriendo los mismos dolores. ¡Y la cura, era cuando únicamente había un poco de
qué estancia de espanto y de miseria, esas dos anti tranquilidad, de descanso para tantos dolores. Y
guas salas de la escuela de Remilly, que contenían era también la hora temible, porque no pasaba día
cada una cincuenta camas! sin que el doctor, al examinar las heridas, no viese
algunas manchas violáceas sobre la piel, revelado-
Diez días después de la batalla, habían llevado ras de la gangrena. La operación se hacía al si-
heridos, olvidados, encontrados en el campo. Cua- guiente día y se cortaba un brazo ó una pierna más.
tro se habían quedado en una casa vacía de Balán, A veces la gangrena subía más arriba y había que
sin asistencia médica, viviendo sin saber cómo, gra volver á empezar, hasta cortar todo el brazo ó toda
cías á la caridad de algún vecino, y sus heridas es- la pierna. Después, á veces, todo el cuerpo se en
taban llenas de gusanos, habían muerto, envenena venenaba, con las manchas lívidas del tifus, había
dos por aquellas llagas inmundas. Esa purulencia que llevárselo, ebrio, vacilando, á la sala de los con-
que no se podía combatir con nada, segaba las vi-
denados donde sucumbía, la carne muerta y olien- Aunque le tenían mucha lástima, no podían ha-
do á cadáver antes de la agonía. blar de Gutmann sin cierta alegría. Cuando la jo-
Todas las noches Enriqueta contestaba á las ven entró en la ambulancia el primer día, recono-
preguntas de Juan, con voz temblorosa, emocio- ció en aquel soldado bávaro al hombre de barba y
nada. pelo rojos, con los grandes ojos azules, la nariz an-
—¡Ah! ¡pobres muchachos, pobres muchachos! cha y cuadrada, que la había sujetado en Bazeilles
Los detalles eran casi siempre iguales, los tor- mientras fusilaban á su marido. El también la reco-
mentos de aquel infierno eran siempre los mismos. noció, pero no podía hablar; una bala que le pene-
Habían desarticulado un hombro, cortado un pie, tró por la nuca le había arrancado la mitad de la
pero no se sabía si la gangrena ó la infección puru- lengua. Y después de retroceder horrorizada du-
lenta perdonarían la víctima. A menudo decía que rante los días, se dejó atraer por las miradas de
se había enterrado á alguno, á veces un francés, á desesperación con que la seguía. ¿No era ya el
veces un alemán. No pasaba día sin que un ataúd, monstruo, con el pelo tinto en sangre, los ojos ra
construido de prisa con cuatro tablas, no saliese al biosos, que le traía tan triste recuerdo? Tenía que
anochecer acompañado por un enfermero y á veces hacer un gran esfuerzo para ver ahora á aquel
por ella, para que no se enterrase á un hombre monstruo en ese sér desgraciado, sufriendo horro-
como á un perro En el pequeño cementerio de Re res. Su caso poco frecuente, esa brusca enferme-
milly se habían abierto dos zanjas y dormían todos dad, apiadaba á la ambulancia entera. No se tenia
muy cerca, los franceses á la derecha, los alemanes seguridad de que se llamase Gutmann, le designa
á la izquierda, reconciliados bajo tierra. ban así porque era el único sonido que lograba
emitir. De todo lo demás, se creía que era casado
Sin haberlos visto Juan se interesaba por algu- y que tenía hijos. Debía comprender algunas pala-
nos heridos. Pedía noticias. bras del francés, pues contestaba á veces moviendo
—¿Qué tal está hoy su «pobre muchacho» ? la cabeza. ¿Casado? ¡sí, sí! ¿con hijos? ¡sí, sí! El ca-
Era un soldado del 5.° de línea, un joven que no riño con que miraba un día la harina, hizo creer
tenia veinte años y que había sentado plaza. Se que fuese molinero. Y nada más se sabia. ¿Dónde
quedó con el apodo de «pobre muchacho» porque estaba el molino? ¿En qué lejana aldea de Baviera
siempre lo repetía hablando de sí mismo; y un día, lloraban ahora la mujer y los niños? ¿Iba á morir,
al preguntarle el por qué de aquel apodo, contestó sin nombre, desconocido, dejando á los suyos aguar-
que su madre le llamaba siempre así. Pobre mu- dándole eternamente?
chacho, en efecto, porque se moría de una pleu-
resía, originada por una herida en el costado iz —Hoy,—decía una noche Enriqueta á Juan,—
quierdo. Gutmann me ha enviado besos... No puedo darle de
—Pobrecillo,—decía Enriqueta que le había to beber, no puedo hacerle el menor favor, sin que
mado mucho cariño,—no va muy bien, ha tosido se lleve mi mano á- sus labios, como un hombre
todo el día... Me parte el corazón. muy agradecido... No se sonría usted, es dema-
—¿Y su oso, ese Gutmann?—decía Juan con una siado horrible verse así como enterrado antes de
débil sonrisa. ¿Tiene alguna esperanza el doctor? tiempo.
—Sí, tal vez se salve. Pero sufre mucho. A fines de Octubre, Juan se encontraba mejor.
El doctor consintió en que se levantara, aunque no harina, una barrica de vino, un cuarto de vaca, sin
estaba del todo satisfecho, pero la herida pareció que le diesen el dinero contante y sonante. Se ha-
cicatrizarse rápidamente; se paseaba durante mu- blaba mucho de eso en Remilly y se afeaba la con-
chas horas por el cuarto, se sentaba delante de la ducta de un hombre que había perdido á su hijo,en
ventana, entristecido por aquel cielo lleno de nuba la guerra y cuya tumba no visitaba, pues Silvina
rrones. Después se aburrió, quiso hacer algo de era la única que la cuidaba. Y á pesar de todo, le
provecho en la casería. Le preocupaba mucho la respetaban viéndole enriquecepse cuando los más
cuestión de dinero, pero no se atrevía á hablar de listos perdían el pellejo. El, tranquilo, guasón á ve
ello. Comprendía que en seis semanas se habrían ees, oía y después contestaba:
gastado los doscientos francos. Para que el señor —¡Patriota, patriota!.. lo soy más que todos vos-
Fouchard no le pusiera mala cara, habría sido ne otros!... ¡Vaya un patriotismo el de dar de comer
cesario que Enriqueta pagase. Esta idea le moles gratis á los prusianos! ¡Yo les hago pagar todo lo
taba tanto, que sintió un gran placer cuando quedó que les doy! ¡Ya veremos, ya veremos más tarde!
convenido que se le haría pasar por un nuevo cria
do, encargado con Sil vina de los cuidados del inte- Al segundo día, Juan se quedó mucho tiempo de
rior, mientras que Próspero se ocupaba de los de pie y los temores del doctor se realizaron; la heri-
fuera casa. da se abrió de nuevo, una inflamación le hinchó la
pierna y tuvo que meterse de nuevo en la cama.
A pesar de los malos tiempos que corrían,un cria El doctor Dalichamp acabó por sospechar que exis-
do más no estorbaba en casa del señor Fouchard, tía alguna esquirla, que el esfuerzo hecho durante
cuyos negocios prosperaban. Mientras el país ente los dos días de ejercicio habría hecho soltar. La
ro agonizaba, había encontrado el medio de ensan- buscó y tuvo la suerte de extraerla. Pero no fué
char su comercio de carnicero ambulante, y tenía sin esfuerzos; se declaró una fiebre intensa y Juan
que matar ahora tres ó cuatro veces más que antes. quedó más débil que nunca. Enriqueta volvió á ocu-
Se decía que desde el 31 de Agosto había hecho par su puesto de enfermera en aquel cuarto que el
contratos magníficos con los prusianos; él, que el invierno entristecía y helaba. Estaban en los pri-
día 30 había defendido su casa contra los soldados meros días de Noviembre y el viento del Este ha
del 7.° cuerpo can el fusil en la mano, negándose á bía llevado una borrasca de nieve, hacía mucho
venderles un pedazo de pan,diciéndoles que la casa frío entre las cuatro paredes desnudas y como no
estaba vacía, y al día siguiente se había hecho co- había chimenea, se decidieron á poner una estufa
merciante, traficaba en todo; al presentarse el pri- que los distrajo en su soledad.
mer soldado enemigo, había desenterrado de su Los días transcurrían monótonos y aquella pri-
cueva toda clase de provisiones y había sacado, no mera semana de la recaída fué para Juan y Enri-
se sabía de dónde, verdaderos rebaños de ganado. queta la más melancólica. ¿No acabarían los pade-
Y desde aquel día era uno de los mayores abaste cimientos? ¿Volvería á renacer el peligro sin que
cedores de carne de los ejércitos alemanes, hacién- pudiesen esperar el'fin de tantas miserias? Su pensa-
dose pagar su mercancía entre dos repartos. Los miento volaba siempre hacia Mauricio de quien no
otros sufrían, efecto de las brutales exigencias de habían vuelto á tener noticias. Le3 decían que otros
los vendedores y él no habla entregado un saco de recibían cartas, billetes muy delga ditos llevados
por palomas mensajeras. Sin duda, algún alemán territorio, y la catástrofe inevitable, el destino aca-
había matado en el camino la paloma que les lleva- bando su obra, el hambre en Metz, la capitulación
ba la alegría. Todo parecía retroceder, apagarse y forzosa, los jefes y los soldados obligados á aceptar
desaparecer en el precoz invierno. Las noticias de las duras condiciones de los vendedores. Francia
la guerra llegaban con mucho retraso, los pocos no tenia ya un ejército.
periódicos que les llevaba el doctor Dalichamp te- —¡Demonio!—dijo Juan, que no comprendía todo
nían la fecha de una semana. Y contribuía á au- lo que le habían leído, pero para quien, hasta en-
mentar su tristeza la ignorancia de los sucesos. tonces Bazaine había sido un gran eapitáu. el úni-
co salvador posible. ¿Entonces qué va á suceder?
Una mañana llegó el doctor trastornado, temblán- ¿Qué van á hacer en París?
dole las manos, sacó un periódico belga del bolsillo
y lo echó sobre la cama, diciendo: El doctor empezó á leer entonces las noticias de
París, que eran desastrosas. Hizo notar que el pe-
—¡Ah, amigos mios, Francia ha muerto! |Bazaine riódico tenía fecha de 5 de Noviembre. La capitula-
le ha hecho traición! ción de Metz había tenido efecto el 27 de Octubre
Juan, recostado sobre la almohada, medio dormi- y la noticia no se supo en París hasta el día 30.
do, se despertó. Después de las derrotas sufridas en Chevilly, en
—¿Qué habla usted de traición? Bagneux, en la Malmaison, después del combate y
—Sí, ha entregado Metz y el ejército que le guar- la pérdida de Bourget, esa noticia cayó como un
necía. Es otro Sedan que empieza y esta vez es lo rayo en medio del pueblo desesperase, irritado por
último que nos queda de nuestra sangre. la debilidad, la impotencia del gobierno de la De
Después cogió el periódico y leyó: fensa Nacional. Así es que al siguiente día, el 31 de
—Ciento cincuenta mil prisioneros, ciento cin- Octubre, se había iniciado una insurrección, míen
cuenta y tres águilas, quinientos cuarenta y un ca- tras un gentío inmenso se apiñaba en la plaza del
ñones de campaña, setenta y seis ametralladoras, Ayuntamiento y acababa por penetrar en las salas,
ochocientos cañones de plaza, trescientos mil fusi- haciendo prisioneros á los individuos del gobierno
les, dos mil carruajes y material para ochenta y que la guardia nacional pudo libertar por la noche,
cinco baterías... con el temor de que triunfaran los revolucionarios
Y continuó dando detalles: el mariscal Bazaine que pedían se proclamara la Comunne. Y el periódi-
encerrado en Metz con el ejército, reducido á la im- co belga añadía reflexiones insultantes para el pue
potencia, sin hacer un esfuerzo para romper el cír- blo de París, á quien la guerra civil desgarraba en
culo de hierro que le encerraba, su trato seguido el momento en que el enemigo se presentaba á sus
con el príncipe Federico Carlos, sus dudosas com- puertas. ¿No era aquello la descomposición final, el
binaciones políticas, su ambición de jugar un papel charco de lodo y de sangre donde iba á hundirse
decisivo que no parecía haber determinado aún; nn mundo?
después, toda la complicación de las negociaciones,
el envío de emisarios sospechosos y embusteros á —¡Es verdad,—decía Juan,—estando enfrente de
Bismarck, al rey Guillermo, á la emperatriz regen los prusianos no deben despedazarse los hermanos!
te, quien finalmente debía rehusar tratar con el í Enriqueta, que hasta entonces nada había dicho,
enemigo bajo las bases de la cesión de un trozo del
líWíeBs®3*3 P'- RIA

«ALFONSO "
— 223 —
evitando hablar de cosas políticas, se acordó de sn dos. El desgraciado mudo, con la lengua arrancada,
hermano. había agonizado durante dos días. En sus últimas
—¡Dios mío, con tal que Mauricio, que tiene ma horas se quedó á su cabecera, accediendo á las sú-
la cabeza, no se meta en todos esos líos! plicas que le dirigía con los ojos. La hablaba con
Hubo otro momento de silencio, hasta que el doc lágrimas en los ojos, la decía tal vez su verdadero
tor, patriota ardiente, añadió: nombre, el nombre de la lejana aldea, donde le
—No importa, sino quedan más soldados, saldrán aguardaban una mujer y unos niños. Y se fué, des
otros. Metz se ha entregade. París puede entregar- conocido, enviándole con sus dedos un último beso,
se, pero Francia subsistirá... ¡Sí, como dicen núes como para darla las gracias por sus cuidados. Ella
tros aldeanos, el arca es buena y viviremos á pesar sola le acompañó hasta el cementerio, donde la he-
de todo! lada tierra, la ingrata tierra extranjera cayó sorda-
Pero advertíase que se forjaba muchas ilusiones. mente sobre su ataúd de madera, con algunos copos
Habló del nuevo ejército que se estaba formando de nieve.
en las orillas del Loire, y cuyos comienzos no ha Y de nuevo al día siguiente Enriqueta dijo:
bían sido muy felices; iban á aguerrirse y marcha .—«Pobre muchacho» ha muerto.
rían en socorro de París. Le entusiasmaban las de- Lloraba mucho, la muerte de éste la causaba mu-
claraciones de Gambetta, que había salido en globo cho pesar.
de París el 7 de Octubre, é instalado en Tours á los ; —¡Si le hubiera usted oído en su delirio! Me lla-
dos días, llamando á las armas á todos los ciudada- maba: ¡Mamá, mamá! y me tendía los brazos tan
nos, hablando un lenguaje tan enérgico y prudente tiernamente, que tuve que cogerle y sentarle sobre
á la vez, que el país entero se entregaba á aquella mis rodillas... Pobrecillo, el dolor le había hecho
dictadura. Y se trataba de formar otre ejército en adelgazar tanto, que pesaba menos que un niño...
el Norte, otro en el Este, de hacer brotar soldados Y le he mecido para que muriese contento, ¡sí! le
de tierra por la sola fuerza de la fe. Era el desper- he mecido yo, á quien él llamaba mamá y que no
tar de la provinciana indomable voluntad de crear tengo más que unos cuantos años más que él. Llo-
todo cuanto faltaba, para luchar hasta perder la úl- raba, no podía menos de llorar t ambién, y lloro
tima gota de sangre. aún...
—¡Bah!—terminó diciendo el doctor, levantándo- Estaba sofocada, tuvo que dejar de hablar un
se para irse, he desahuciado á muchos enfermos, rato.
que á los ocho días estaban en pie. Cuando murió, murmuró estas palabras: ¡Pobre
Juan se sonrió. muchacho, pobre muchacho!... ¡Y qué verdad es!
—Doctor, cúreme usted pronto para que pueda Todos esos pobres muchachos, tan jóvenes, que esta
ir allá á ocupar mi puesto. guerra atroz deja inútiles primero y mata después.
Cuando Enrique y Juan se quedaron solos, una Enriqueta volvía ahora todos los días trastornada
tristeza infinita se apoderó de ambos. De nuevo hu con los dolores ajenos y por aquellas agonías. Ha-
bo ráfagas de nieve y al-día siguiente, al volver blando de esto, se pasaban las horas tristes en aquel
Enriqueta de la ambulancia, anunció que Gutmann cuarto tranquilo. Horas muy tranquilas, porque la
había muerto. Ese frío intenso diezmaba á los heri amistad había echado raíces en sus corazones, que
hablan aprendidido á conocerse. Juan, de espíritu
reflexivo, se había realzado con aquella intimidad lenciosamente, que servía de bálsamo á su corazón;
continua; y ella, viéndole tan razonable, no se acor ese cariño recorría su camino como el grano que
daba de que era un sér humilde, que había labrado germina sin que se revele el trabajo escondido á
la tierra antes de coger el fusil. Se arreglaban muy las miradas. Ignoraba hasta el placer que había
bien, hacían un matrimonio como decía Silvina. acabada por sentir, quedándose horas y horas cer-
ca de Juan, leyéndole los periódicos, que sólo les
EUa continuaba cuidándole la pierna sin que llevaban noticias tristes. Nunca su mano al encon-
nunca tuvieran que dejar de mirarse. Vestida de trar la suya, había sentido temblor, nunca la idea
negro, con su traje de viuda, parecía que no era ya del mañana la había dejando pensativa, con el de-
mujer. seo de ser amada y, sin embargo, no olvidaba sus
Juan, en las largas tardes, cuando se encontraba penas, no se consolaba más que en aquel cuarto.
solo, pensaba mucho en ella. Sentía un agradecí Cuando se encontraba allí, ocupada, su corazón se
miento infinito, un gran respeto, que le hubiera he calmaba, le parecía que su hermana iba á regresar
cho alejar en seguida cualquier pensamiento amo- y que todo quedaría bien arreglado, que todos se-
roso. Y, sin embargo, se decía, que si hubiese teni- rian felices, no separándose más. Y hablaba de ello
do una mujer así, tan tierna, tan cariñosa, tan ac sin escrúpulo alguno, tan natural la parecía todo,
ti va, la vida hubiera sido un verdadero paraíso. sin que se le ocurriese interrogarse más, tan casto
Su desgracia, los malos años que había pasado era su corazón.
en Rogne?, el desastre de su matrimonio, la muerte
violenta de su mujer, todo aquel pasado volvía á Pero una tarde, al marcharse á la ambulancia, se
entristecerle y surgía una vaga esperanza, á penas quedó aterrada al ver en la cocina á un capitán y
formulada, de probar aún la felicidad. Cerraba los dos oficiales prusianos, y entonces comprendió el
ojos, se adormecía, y entonces se veía confusamen gran afecto que Juan la inspiraba. Aquellos hom-
te en Remilly, casado de nuevo, propietario de un bres debían haber averiguado que se encontraba un
campo que daba bastante producto para mantener herido en la casa é iban á reclamarlo. Era el cau-
á un matrimonio sin ambición. Era eso tan vago, tiverio en Alemania, en alguna plaza fuerte. Escu-
tan ligero, que no podía ser, y no sería nunca. No chó temblorosa, latiéndole con violencia el cora-
se creía capaz de abrigar otro sentimiento que no zón.
fuera de amistad y no quería así á Enriqueta, más El capitán, un hombre que hablaba muy bien el
que porque era hermana de Mauricio. Después, ese francés, regañaba con violencia al señor Fouchard.
sueño indeterminado de matrimonio,había acabado —jEsto no puede durar así, se está usted burlan-
por ser un consuelo, una de esas ilusiones que se do de nosotros!.. He venido yo mismo para preve
acarician en las horas tristes, aunque se sabe que nirle que si se reproduce,la responsabilidad es para
son irrealizables. usted, y sabré tomar mis medidas!
Enriqueta, nada sospechaba, nada sentía. Al día Muy tranquilo, el Viejo hacía como que no sabía
siguiente del drama atroz de Bazeilles, su corazón de lo que se trataba.
había quedado destrozado, y si recibía algún con —Pero ¿qué dice usted, caballero?
suelo era á pesar suyo, un cariño que se filtraba si —No se haga usted el tonto, demasiado sabe us-
Desastre— Joma II— 15
ted que las tres vacas que vendió usted el domingo demonio, si he matado más alemanes con mis vacas
estaban podridas.. Completamente podridas, enfer- enfermas, que ellos con sus fusiles!
mas, porque han envenado á mis soldados, y á estes Cuando Juan supo lo que pasaba, empezó á estar
horas deben haber muerto dos. intranquilo. Si las autoridades alemanas sospecha-
El señor Fouchard hizo como que se indignaba. ban que los vecinos de Remilly albergaban á los
—¡Mis vacas podridas! una carne tan buena, una voluntarios de los bosques de Dieulet, podían regis-
carne que puede darse á una recién parida, para trar las casas de un momento á otro, y descubrirle.
que tome fuerzas! Y la idea de que podía comprometer .á sus amigos
Empezó á darse golpes de pecho, diciendo que y causar algún disgusto á Enriqueta, le molestaba
era un hombre honrado, que prefería cortarse una mucho. Ella le suplicó, le obligó á que se quedara
mano á vender carne mala. Le conocían en el país, unos días más, porque la herida se cicatrizaba len-
donde llevaba vendiendo carne treinta años y nadie tamente y no tenía aún fuerzas bastantes para en-
se quejaba ni del peso ni de la calidad. trar en algunos de los regimientos del Norte ó del
Loire.
—Estaban muy sanas, y si los soldados han teni-
do cólicos, es tal vez porque han comido demasía Y fueron entonces, hasta mediados de Diciembre,
do, ó porque alguien habrá echado alguna droga en los días más tristes. El frío era tan intenso que la
la comida... estufa no calentaba la habitación. Cuando miraban
Atolondraba al capitán con palabras, con hipóte por la ventana la campiña cubierta de nieve, se
sis tan estupendas, que éste, encolerizado, le hizo acordaban de Mauricio, encerrado allá en aquel
callar. París helado, y de quien no recibían noticias. Siem-
—¡No hable usted más! ¡Ya está usted preveni- pre volvían las mismas preguntas: ¿qué hacía, por
do!... Además, sospechamos que en este pueblo aco- qué no daba señales de vida? No se atrevían á co-
gen ustedes á los voluntarios de los bosques de municarse sus temores de que estuviese enfermo,
Dieulet, que nos han matado un centinela antea- herido, muerto acaso. Las pocas noticias que les
yer... ¡Tengan ustedes mucho cuidado! llegaban por los periódicos, no los tranquilizaban
mucho. Después de unas cuantas salidas felices, des
Cuando se marcharon los prusianos, el señor Fou mentidas siempre, había circulado la noticia de que
chard añadió con tono desdeñoso:— ¡Carne podrida! el general Ducrot había ganado una gran batalla
Pues ya lo creo que les doy, como que no les doy el 2 de Diciembre en Champigny, pero supieron
otra cosa. Todos los amimales que le llevaban los después que se había visto obligado á abandonar
aldeanos, que morían de enfermedad, y lo que él sus posiciones y á pasar el Marne. A cada hora se
recogía en las zanjas, era demasiado bueno para estrechaba el cerco de París, el hambre empezaba
esos canallas. á hacer estragos en la capital, se habían embarga
Guiñó el ojo, y añadió volviéndose hacia Enri- do las patatas, después de haber recogido todo el
queta: ganado, se negaba el gas á los particulares, y des-
—¡Oye muchacha, cuando me acuerdo que andan pués las calles se quedaron á obscuras. Y los dos
diciendo por ahí que no soy buen patriota!-. Esos no se calentaban, no comían sin que la imagen de
que hablan, que hagan como yo, que les den carne Mauricio y de aquellos dos millones de seres ence-
y cobren los cuartos... ¡Que no soy patriota! ¡Pero,
rrados en aquella tumba gigantesca, se presentase tas hasta después de doce semanas de furiosa resis-
á su imaginación. tencia. Parecía que Francia entera se hundía y ar-
De todas partes, del Norte como del centro, las día en medio del rabioso cañoneo.
noticias eran malas, la situación se agravaba. En Una mañana en que Juan quiso marcharse, Enri-
el Norte, el 22 cuerpo de ejército, formado por guar- queta le cogió las dos manos y le detuvo, desespe-
dias móviles, por compañías de depósito, por sol- rada:
dados y oficiales escapados de Sedan y de Metz, —¡No, no, no me deje usted sola, se lo suplico...
habían tenido que abandonar Amiens, para retirar- Está usted demasiado débil, aguarde usted unos
se sobre Arras; y á su vez, Rouen había caído en días, unos días nada más... Le prometo á usted de-
poder de los enemigos, sin que aquel puñado de jarle ir cuando el doctor me diga que está usted
hombres, desbandados, desmoralizados, lo hubiesen bastante fuerte.
defendido seriamente. En el centro, la victoria de
Coulmiors, ganada el 3 de Noviembre por el ejérci
to del Loire,había hecho concebir algunas esperan-
zas. Orleans había vuelto á poder de los franceses, V
los bávaros huyendo, la marcha sobre Etampes, el
levantamiento del sitio de París, muy próximo. Pe En aquella fría noche de Diciembre, Silvina y
ro el 5 de Diciembre el príncipe Federico Carlos Próspero se encontraban solos, con Charlot, en la
ocupaba de nuevo Orleans, cortaba en dos el ejér gran cocina de la casa; ella cosiendo, él haciéndose
cito del Loire del que tres cuerpos S6 replegaron un látigo. Eran las siete, habían cenado á las seis
sobre Vierzon y Bourges, mientras que los otros sin aguardar al señor Fouchard, que debía haber-
dos, á las órdenes del general Chanzy, retrocedían se retrasado en Raucour, donde faltaba la carne; y
hasta el Mans en una retirada heroica; toda uñase Enriqueta, que tenía que velar aquella noche en la
mana de marchas, contramarchas y de combates. ambulanbia, había salido, recomendando á Silvina
Los prusianos estaban estaban en todas partes, en no se acostara sin echar carbón en la estufa de
Dijon como en Dieppe, en el Mans como en Vierzon. Juan.
Además, cada día llegaba la noticia de la capitula Fuera, el cielo era muy negro sobre la blanca
eión de una plaza fuerte. El 28 de Septiembre ha- nieve. No se oía ningún rumor, solo se oía en la co-
bía sucumbido Strasburgo, después de cuarenta y cina el ruido que producía el cuchillo de Próspero,
seis días de sitio y treinta y siete de bombardeo, que hacía una fina labor en el mango del látigo. A
con los muros destrozados, los monumentos acribi- ratos se paraba y miraba á Charlot, cuya gruesa
llados por. cerca de doscientos mil proyectiles. La cabeza rubia vacilaba, efecto del sueño. El niño
ciudadela de Laon había volado, Toul se había ren acabó por dormirse y pareció que aumentaba el
dido; y después asombraba el sombrío desfile: Sois- silencio. Suavemente la madre separó la vela para
sons, con sus ciento veintiocho cañones, Verdun que el pequeñuelo no recibiera la luz en los párpa-
que tenía ciento treinta y seis. Neufbrisac cien, dos, y después, cosiendo siempre, empezó su imagi-
La Fere setenta, Montmedy sesenta y cinco, Thion- nación á volar por el mundo de los recuerdos.
ville estaba ardiendo, Shalsbourg no abría sus puer- Y fué entonces, cuando después de unos momen-
tos de duda, Próspero se decidió á hablar.
rrados en aquella tumba gigantesca, se presentase tas hasta después de doce semanas de furiosa resis-
á su imaginación. tencia. Parecía que Francia entera se hundía y ar-
De todas partes, del Norte como del centro, las día en mèdio del rabioso cañoneo.
noticias eran malas, la situación se agravaba. En Una mañana en que Juan quiso marcharse, Enri-
el Norte, el 22 cuerpo de ejército, formado por guar- queta le cogió las dos manos y le detuvo, desespe-
dias móviles, por compañías de depósito, por sol- rada:
dados y oficiales escapados de Sedan y de Metz, —¡No, no, no me deje usted sola, se lo suplico...
habían tenido que abandonar Amiens, para retirar- Está usted demasiado débil, aguarde usted unos
se sobre Arras; y á su vez, Rouen había caído en días, unos días nada más... Le prometo á usted de-
poder de los enemigos, sin que aquel puñado de jarle ir cuando el doctor me diga que está usted
hombres, desbandados, desmoralizados, lo hubiesen bastante tuerte.
defendido seriamente. En el centro, la victoria de
Coulmiors, ganada el 3 de Noviembre por el ejérci
to del Loire,había hecho concebir algunas esperan-
zas. Orleans había vuelto á poder de los franceses, V
los bávaros huyendo, la marcha sobre Etampes, el
levantamiento del sitio de París, muy próximo. Pe En aquella íría noche de Diciembre, Silvina y
ro el 5 de Diciembre el príncipe Federico Carlos Próspero se encontraban solos, con Charlot, en la
ocupaba de nuevo Orleans, cortaba en dos el ejér gran cocina de la casa; ella cosiendo, él haciéndose
cito del Loire del que tres cuerpos S6 replegaron un látigo. Eran las siete, habían cenado á las seis
sobre Vierzon y Bourges, mientras que los otros sin aguardar al señor Fouchard, que debía haber-
dos, á las órdenes del general Chanzy, retrocedían se retrasado en Raucour, donde faltaba la carne; y
hasta el Mans en una retirada heroica; toda uñase Enriqueta, que tenía que velar aquella noche en la
mana de marchas, contramarchas y de combates. ambulanbia, había salido, recomendando á Silvina
Los prusianos estaban estaban en todas partes, en no se acostara sin echar carbón en la estufa de
Dijon como en Dieppe, en el Mans como en Vierzon. Juan.
Además, cada día llegaba la noticia de la capitula Fuera, el cielo era muy negro sobre la blanca
ción de una plaza fuerte. El 28 de Septiembre ha- nieve. No se oía ningún rumor, solo se oía en la co-
bía sucumbido Strasburgo, después de cuarenta y cina el ruido que producía el cuchillo de Próspero,
seis días de sitio y treinta y siete de bombardeo, que hacía una fina labor en el mango del látigo. A
con los muros destrozados, los monumentos acribi- ratos se paraba y miraba á Charlot, cuya gruesa
llados por. cerca de doscientos mil proyectiles. La cabeza rubia vacilaba, efecto del sueño. El niño
ciudadela de Laon había volado, Toul se había ren acabó por dormirse y pareció que aumentaba el
dido; y después asombraba el sombrío desfile: Sois- silencio. Suavemente la madre separó la vela para
sons, con sus ciento veintiocho cañones, Verdun que el pequeñuelo no recibiera la luz en los párpa-
que tenía ciento treinta y seis. Neufbrisac cien, dos, y después, cosiendo siempre, empezó su imagi-
La Fere setenta, Montmedy sesenta y cinco, Thion- nación á volar por el mundo de los recuerdos.
ville estaba ardiendo, Shalsbourg no abría sus puer- Y fué entonces, cuando después de unos momen-
tos de duda, Próspero se decidió á hablar.
declaró gravemente con su aire de hombrecillo de
—Oiga usted, tengo que decirla algo... He aguar tres años:
dado á que estuviéramos solos... —¡Cochinos, los prusianos!
Silvina alzó los ojos intranquila. Su madre le cogió en brazos, le sentó sobre sus
—He aquí la cosa... Dispénseme si la causo al- rodillas. ¡Ah! aquel pobre sér, su alegría y su des-
gún pesar, pero vale más que esté usted preveni esperación, á quien quería con toda su alma y á
da... He visto esta mañana en Remiily, en la esqui quien no podía mirar sin llorar, ese hijo de sus en-
na de la igiesia á Goliath, como la veo á usted trañas á quien los chicuelos de su edad llamaban el
ahora, sin equivocarme. prusiano. Le besó como para hacerle entrar las pa-
Se puso pálida, las manos temblorosas, no pudien- labras en la boca.
do murmurar más que una queja sorda. —¿Quién te ha enseñado esas palabras tan feas?
—¡Dios mío, Dios mío! No se pueden decir, está prohibido.
Próspero continuó, con frases prudentes, contó Entonces, testarudo como un niño, ahogando la
lo que había averiguado durante el día. Nadie du risa, repitió:
daba ya en el pueblo de que Goliath era un espía, f
—¡Cochinos, los prusianos!
que se había establecido en el país para conocer Después, viendo llorar á su madre, se echó á llo-
los caminos, los recursos, todo lo que pudiera inte- rar también colgado de su cuello. ¡Dios mío! ¿qué
resar á Alemania. Recordaban su estancia en casa nueva desgracia la amenazaba? No era bastante
del señor Fouchard y el modo repentino con que haber perdido á Honorato, la única esperanza de
había salido de allí, los sitios donde había ido hacia su vida, con el deseo de olvidar y de ser feliz. Era
Beaumont y Raucourt. Y ahora estaba haí, ocupan- preciso que el otro resucitase para acabar su des-
do en la comandancia á Sedan, una situación inde gracia.
terminada, recorriendo de nuevo los pueblos para
denunciar unos y vigilar otros. Aquella mañana ; —Vamos, añadió, ve á dormir, querido. Te quie-
había aterrorizado á los habitantes de Remiily con ro mucho y eso que no sabes cuánto me haces su-
motivo de una entrega de harina incompleta. frir.
Y le dejó solo con Próspero, quien para no moles-
—Está usted prevenida, dijo Próspero; ahora sa- tarla había vuelto á trabajar con mucho cuidado
brá usted lo que tiene que hacer cuando venga por en su látigo.
aquí... Pero antes de llevar á la cama á Charlot tenía
Le interrumpió con un gesto de terror. por costumbre enseñárselo á Juan de quien era
—¿Cree usted que vendrá? buen amigo. Aquella noche, al entrar en el cuarto
—Me parece que sí... No tendría que ser muy ca- con la luz en la mano, vió al herido sentado en la
rioso puesto que no ha visto el chico, á pesar de cama con los ojos muy abiertos. ¿No dormía? No,
que sabe que vive... Y además está usted aqui, y no Juan estaba soñando despierto durante aquella no-
es usted muy fea y tendrá ganas de verla. che de invierno: Y mientras Silvina arreglaba la
Pero ella le suplicó que se callara. Despertado estufa, jugó con Charlot, que se revolcaba en la ca-
por el ruido, Charlot levantó la cabeza, los ojos ex ma como un gatito. Conocía la triste historia de
traviados como al salir de un sueño, recordó la in Silvina y le inspiraba mucha compasión, llevando
juria que le había contado un guasón del pueblo y
el luto del único hombre á quien había querido, sin - ¡ N o tienen más de tres días! dijo el primero.
más consuelo que aquel niño cuyo nacimiento ha- Son unos animales que han muerto en la casería de
bía sido la causa de todos sus tormentos. Cuando Kafflns, donde hay alguna epidemia.
terminó de arreglar la estufa y fué á coger al niño,
notó que había llorado. ¿Qué era aquello? Pero no —Procumbil hunie bos, declamó el otro, el pro-
quiso contestarle, más tarde se lo diría, si era pre curador, que gustaba hablar un poco en latín
ciso. La vida era para ella una continua serie de El señor Fouchard seguía despreciando la mer-
disgustos. cancía, que encontraba muy pasada. Entró luego
Silvina se llevaba á Charlot cuando se oyó ruido en la cocina con los tres, añadiendo:
—Tendrán que contentarse con esto... Y como en
de pasos en el patio de la casería. Kaucourt no queda ni una chuleta, cuando se tiene
—¿Qué es eso?—dijo Juan; no es el señor Fou- hambre se come de todo. ¿No es verdad, mucha-
char, no he oído el ruido del coche. Luego añadió: cnosr
—Deben ser los voluntarios de los bosques de
Dieulet, que vienen á buscar provisiones.
—¡Pronto! murmuró Silvina yéndose, dejándole
I Cfaari^r'0' UamÓ áSUVÍna qUG VeDÍa d6 aC08tar
de nuevo á oscuras; tengo que darles panes. - T r á e n o s unas copas, vamos á echar un trago
En efecto, en la puerta de la cocina sonaban pu- para que reviente Bismarck.
ñetazos y Próspero, viéndose solo, dudaba, parla- El señor Fouchard sostenía así buenas relaciones
mentaba. Cuando el amo no estaba en casa temía con los voluntarios de los bosques de Dieulet, que
abrir las puertas por miedo de qué se hicieran des- hacía tres meses salían de entre los árboles al ano
trozos. Pero tuvo la suerte de oir llegar en aquel checer rondaban por los caminos, asesinaban y ro-
momento el carricoche del señor Fouchard y éste baban á los prusianos y ponían á contribución las
fué quien recibió á los tres hombres. caserías cuando les faltaba caza. Eran el terror de
las aldeas, tanto más que cuando atacaban un con
—¿Sois vosotros?¿qué me traéis en esa carretilla? voy ó mataban á un centinela, las autoridades ale-
Sambuc, delgaducho, enterrado en su blusa de manas se vengaban en los pueblos cercanos, mul-
lana azul, demasiado ancha, no le oyó, exasperado tando á los vecinos, llevándose prisioneros á los
como estaba contra Próspero, su honrado hermano, alcaldes y quemando las casas. Y si los aldeanos, á
que hasta entonces no quiso abrir la puerta. pesar de las ganas que tenían, no entregaban á
—¡Oye, tú! ¿nos tomas por mendigos para dejar- ^mbuc y su cuadrilla, era por temor de recibir
nos fuera, con la nieve que hay? aigun balazo si no los cogían.
Pero mientras que Próspero muy tranquilo, sin Fouchard había tenido la buena idea de comer-
contestar, hacía entrar el caballo y el carruaje, el fcr con ellos. Como recorrían todo el país, eran
señor Fouchard intervino de nuevo, inclinándose us abastecedores de animales muertos. No moría
sobre la carretilla. ana yaca ni un carnero en tres leguas á la redon-
—Me traéis dos carneros reventados. ¡Tenéis da, sin que ellos fuesen allí y se lo trajesen
suerte, porque sino helara, olerían bien! Les pagaba en provisiones, en pan sobre todo,
Cabasse y Ducat, los dos ayudantes que acompa- jornadas de pan que Silvina hacía cocer. Aunque
ñaban á Sambuc, replicaron. no los estimaba mucho, tenía cierta admiración por
6803 muchachos que hacían sus negocios burlándo tilla, pero nada contestó cuando los otros, al mar-
se del mundo entero; y aunque se enriquecía co charse le dieron las buenas noches.
merciando con los prusianos, cada vez que averi Al día siguiente después del almuerzo, cuando el
guaba que habían matado á uno pasaba un buen padre Fouchárd se hallaba solo, vió entrar á Go-
rato. liath, grande, gordo, la cara colorada, con su tran-
—¡A vuestra salud! dijo, chocando su vaso con quila sonrisa. Si se sorprendió al verle, no lo dejó
los suyog. 1 notar. Guiñaba los ojos mientras que el otro se ade-
Después limpiándose la boca con el revés de la lantaba, y le daba la mano.
mano, añadió: —Buenos días, señor Fouchárd.
— Oigan, ya saben ustedes lo que han hecho, á Entonces fué cuando le reconoció.
cuenta de los dos huíanos que han encontrado sin —¡Calla! eres tu, muchacho... ¡Cómo has engor-
cabezas cerca de Villecourt... el pueblo está ardien dado!
do desde ayer; es una sentencia, como ellos dicen, Y le miraba, estaba vestido con una especie de
en castigo porque os han recibido... Hay que obrar capote, de paño azul, y tenía una gorra del mismo
con prudencia, no vengáis por aquí en unos días, paño.
os llevarán el pan allí. I —Pues sí, soy yo, señor Fouchárd; No he querido
Sambuc se incomodó; ¡ah, sí! ¡los prusianos podían pasar por aquí, sin venir á saludarle.
correr! Dió un puñetazo sobre la mesa. El viejo estaba intranquilo. ¿Qué iba hacer allí?
—No es cosa de desperdiciar un par de huíanos, ¿Sabía acaso lo de la visita de los voluntarios? Ha-
pero al que quisiera coger de frente, es al otro, al bía que vivir prevenidos. Pero como se presentaba
espía, ese que ha servido aquí... muy cortés, lo mejor era pagarle en la misma mo-
—Goliath, dijo Fouchárd. neda.
Silvina que había vuelto á la costura, escuchó. —Pues bien, muchacho, puesto que te has acor-
—Eso es, Goliath. ¡Vaya un bandido! Conoce los dado de nosotros, te voy á convidar.
bosques de Dieulet y es capaz de hacernos coger; Trajo una botella y dos copas. Todo el vino que
ayer decía en la Cruz de Malta, que antes de ocho se bebía le dolía mucho, pero no había más reme-
días nos ajustaría las cuentas. Jj dio que gastar algo si se querían hacer buenos ne-
Vaya un canalla. Debe de ser el quien guió á los gocios. Volvió á empezar la escena de la víspera,
bávaros, la víspera de Beaumont. con los mismos gestos y las mismas palabras.
—Está juzgado y condenado... Si sabe usted al- —A su salud, señor Fouchárd.
gún día por donde ha de pasar, avíseme y su cabe- —A la tuya, muchacho.
za irá á hacer compañía á la de los huíanos. Después Goliath, complaciente siempre, empezó
Silvina oía con atención. á mirar alrededor suyo, como hombre que vuelve
—Esas son cosas de las que no se debe hablar, á ver con gusto las cosas conocidas. No habló del
dijo prudentemente el señor Fouchárd. ¡A vuestra presente ni del pasado.- La conversación rodó sobre
salud y buenas noches! el frío intenso que hacía y que iba á paralizar los
trabajos del campo; afortunadamente la nieve tenía
Apuraron la segunda botella. Próspero volvió de algo de bueno, pues mataba los insectos. Apenas hi-
la cuadra, ayudó á cargar los panes sobre la carre-
zo alusión al odio, al desprecio que le habían mani- más allá, lo mismo hubiese ido y, naturalmente, no
festado en otras casas de Remilly. Cada cual es de podía hablar. Bastante pena me ha causado mar-
su país, y le sirve á su manera. ¿No es verdad? Pe- charme sin decirte nada. Hoy no te diré que tenía
ro en Francia tenían ideas muy raras acerca de al seguridad de volver, pero pensaba hacerlo y ya ves
gunas cosas. Y el viejo le miraba y le escuchaba, qoe estoy aquí...
muy conciliador, muy razonable, creyendo que no
había ido allí con malas intenciones. Silvina volvió la cabeza, miraba la nieve por la
ventana del patio, resuelta á no escuchar y él, á
—¿Está usted solo hoy, señor Fouchard? quien el silencio molestaba, interrumpió sus expli-
—No, Silvina está allá, dando de comer al gana- caciones para decirla:
do. ¿Quieres verla? —¡Sabes que estás más guapa!
Goliath se echó á reir. En efecto, estaba muy hermosa con su palidez,
—Ya lo creo; le digo con franqueza que si he ve- con sus grandes ojos que iluminaban su cara.
nido ha sido por ella. —¡Sé amable! Ya sabes que no te quiero mal...
El señor Fouchard, tranquilo ya, se levantó y Si no te quisiera no hubiera vuelto... Puesto que me
empezó á llamar: encuentro aquí, todo se arreglará ¿no es verdad?
—¡Silvina, Silvina!... ¡Ven aquí que te buscan! Retrocedió bruscamente, mirándole de frente.
Y se fué, sin preocuparse más de Goliath, puesto —¡Nunca!
que la muchacha estaba allí para proteger la casa, —¿Por qué nunca? ¿No eres mi mujer? ¿Este hijo
Cuando entró, Silvina no se sorprendió al ver á no es nuestro?
Goliath, que se había quedado sentado y que la mi- No dejó de mirarle, habló lentamente:
raba sonriéndose. Le aguardaba, se paró después —Escuche usted, es mejor acabar en seguida...
de pasar la puerta Y Charlot, que la había alcanza Ha conocido usted á Honorato, le quería, no he que-
do corriendo, se agarró á sus faldas, extrañándose rido más que á él. Y ha muerto, me lo han matado
de ver á aquel hombre á quien no conocía. ustedes. Nunca seré de usted.
Hubo un silencio que duró algunos segundos. Levantó la mano, hizo el juramento con tal acen-
—¿Es ese el chico? acabó por preguntar Goliath to rencoroso, que Goliath se quedó un momento sin
cariñosamente. saber qué decir.
—Sí, contestó Silvina con dureza. —Sí, ya sé que Honorato ha muerto. Era un
Volvió á reinar silencio. buen muchacho. Pero que quiere usted, otros han
Goliath se había marchado cuando ella se encon- muerto también, son cosas de la guerra. Después
traba en cinta de siete meses; sabía que tenía un creía que habiendo muerto no había más obstácu
hijo, pero le veía por primera vez, por lo cual de- os; porque en fin Silvina, permítame usted que se
seaba dar explicaciones acerca de su conducta. ¡o recuerde, no la he atropellado, ha consentido us
—Oye, Silvina, comprendo que me habrás guar- ted...
dado algún rencor y, sin embargo, no lo mejecía... Pero no acabó, la vió tan trastornada, las manos
Si me he marchado y te he dejado sola, hubieras {
n la cara, dispuesta á destrozársela.
debido comprender que era porque tenía un amo á —Eso es precisamente lo que me vuelve loca.
quien obedecer. Si me hubiesen enviado cien leguas ¡Por qué consentí, yo que no le quería á usted?...
No puedo recordarlo estaba tan triste, tan enferma, raza alemana. Ella misma se sentía otra, con su pe-
con motivo de la marcha de Honorato, y tal vez sea lo negro que caía sobre sus espaldas.
por eso, porque me hablaba usted de él, y parecía ? —Le he concebido, es mío. Es un francés que no
quererle... ¡Dios mío; cuantas noches he pasado lio sabrá nunca alemán, un francés que irá algún día
rando acordándome de eso! Es horrible haber he á mataros á todos.
cho una cosa sin querer y no poder explicarse des- Charlot empezó á llorar, agarrándose al cuello
pués porque se ha hecho... Y me había perdonado, de su madre.
me dijo que si esos cochinos de prusianos no le ma ;•'• —¡Mamá, mamá, tengo miedo, llévame de aquí!
taban, se casaría conmigo, cuando volviese del ser ; Goliath, que no quería dar un escándalo, retro-
vicio... ¿Y cree usted que voy á casarme con usted? cedió y volviendo á tutearla añadió con voz dura:
¡Nunca, nunca, nuncal —Oye bien lo que voy á decirte, Silvina... Sé
Esta vez Goliath se puso triste. La había conocí cuanto ocurre aquí. Recibís á los voluntarios de los
do muy sumisa y comprendió que su resolución era bosques de Dieulet, ese Sambuc, que es hermano
definitiva. Aunque era buen muchacho, quería po- del mozo de labranza, un bandido á quien abaste-
seerla hasta por la fuerza, ahora que era el amo; y céis de pan. Y sé que ese chico, ese Próspero, es
si no imponía su voluntad, era por una prudencia un cazador de Africa, un desertor que nos pertene-
innata, por su instinto de paciencia y de astucia. ce; y sé además que tenéis aquí escondido un heri-
Ese coloso era enemigo de los puñetazos. Así es que do, otro soldado, al cual, con decir una palabra, se
acudió á otro recurso para someterla. llevarían prisionero á Alemania... Ya ves que sé
—¡Bueno! puesto que no me quiere usted á mi, cuando pasa por aquí...
voy á coger al chico. Silvina escuchaba, muda, aterrada, mientras que
—¡Al chico! Charlot repetía á su oído:
Charlot se había quedado agarrado á las faldas j¡ —¡Mamá, mamá, llévame, tengo miedo!
de su madre, haciendo esfuerzos para no llorar, al [ —Pues bien, añadió Goliath, no soy malo, no me
oir aquella disputa. Y Goliath que había abandona gustan Jas disputas, puedes creerlo, pero te aseguro
do su silla, se acercó. que los haré detener á todos, al señor Fouchárd y
—¿No es verdad que eres hijo mío? ¡Eres un pru- á los demás, si no me recibes en tu cuarto el lunes
siano, vente conmigo! próximo... Y me llevaré al chico, le enviaré allá con
Pero Silvina le cogió entre sus brazos y le apre mi madre, que le recibirá muy contenta, porque
taba contra su pecho. desde el momento en que no quieres ser mi mujer,
—¡Él, prusiano! no, es francés, ha nacido en Fran- me pertenece... Ya lo sabes; cuando no quede aquí
cia. nadie, vendré á buscarle y me lo llevaré. Soy el
—¿Un francés, este chico? mírele usted. ¡Es mi amo y hago lo que me da la gana... ¿Qué resuelves?
retrato! ¿Acaso se parece á usted? í Ella no contestaba, apretaba el niño contra su
Entonces fué cuando vió á aquel muchachón ru- pecho, como si hubiese temido que se lo arrancasen
y sus ojos expresaban todo su espanto y su odio.
bio con barba y pelo rizados, con ojos azules que
brillaban extraordinariamente. Y era verdad, el —Bueno, pues te concedo tres dias para pensar
pequeño tenía el mismo color sonrosado, toda la •o que has de hacer... Dejarás la ventana de tu
cuarto abierta, la que da sobre la huerta.. Si el lu- en su corazón. No era su esposa y sentía hacia él
nes, á las siete de la noche, no encuentro abierta una repulsión inmensa. Antes que entregarle Char-
la ventana, el martes tcdcs seréis detenidos y vol lot le hubiera matado y ella se mataría después. Y
veré para coger el chicuelo... Hasta la vista Sil- ya se lo había dicho; aquel niño qué le había dado
vina. como un regalo de odio, hubiera querido que fuese
Se marchó tranquilamente y ella se quedó en el grande, capaz de defenderla y le veía más tarde
mismo sitio, con la cabeza trastornada por ideas llevando un fusil, agujereándoles la piel. ¡Ah, sí!
tan tremendas, que parecía atontada. Y durante to- ¡Un francés más, un francés más para matar pru-
do el día sostuvo una lucha continua en su interior. sianos!
Primero tuvo el pensamiento de escapar con su hi No quedaba más que un día y tenía que decidir-
jo á cualquiera parte; pero el temor de que al lie se. Desde el primer momento tuvo una idea que la
gar la noche no sabría dónde acostarle y dónde trastornaba: avisar á los voluntarios, á Sambuc.
darle de comer, la contuvo, sin tener en cuenta que Pero había tratado de rechazar esa idea; aquel
los prusianos que guardaban los caminos, la deten- hombre, después de todo, era el padre de su hijo y
drían y la devolverían á Goliath. Después tuvo in- no podía hacerle asesinar. Después, el mismo pen-
tención de hablar á Juan, de prevenir á Próspero y samiento volvió á apoderarse de su espíritu y se
al señor Fouchard, y de nuevo dudó, no tenía segu- imponía por la fuerza de las circunstancias. Si Go-
ridad absoluta, para no temer que la sacrificaran liath moría, Juan, Próspero y el señor Fouchard
para tranquilidad de todos. No, no, nada diría del nada tenían que temer y ella se quedaría con
peligro que la amenazaba y procurarla librarse &e Oharlot, que nadie podría quitarla. Y subía del
él sola, puesto que era la única que lo había queri fondo de su corazón la necesidad de acabar, de bo-
do. No sabía qué partido tomar, su honradez se su rrar aquella paternidad suprimiendo al padre, era
blevaba y no se perdonaría nuncaisi por su causa una alegría salvaje, sería madre y único dueño de
sucedían desgracias á tantas personas, á Juan so- su hijo. Durante el día aquel pensamiento la hosti-
bre todo, que tanto quería á Charlot. gaba, sin fuerzas para rechazarlo, llegando hasta
preparar la emboscada, combinando los detalles.
Pasaron las horas, pasó el día siguiente sin que Era el único pensamiento que pudiera librarla de
hubiese encontrado una solución. Trabajaba como sus torturas, cuando empezó á obrar, á obedecer á
de costumbre en sus quehaceres, barría la casa, aquella inspiración, á aquella fatalidad inevitable,
cuidaba de las vacas, hacía la comida. Y encerrada como en un sueño.
en un silencio completo, un silencio horrible, solo
seguía aumentando su odio contra Goliath. Era su ; El domingo, el señor Fouchard, intranquilo, había
pecádo. Sin él, hubiera aguardado á Honorato y manifestado á I03 voluntarios que les llevarían el
Honorato viviría y sería feliz. Recordaba el tono pan á las canteras de Boisville, á unos dos kilóme-
con que había dicho que era el amo. Y era verdad; tros y como Próspero no pudo ir, fué Sil vina con la
ya no había jueces á quien dirigirse; la fuerza era carretilla á llevárselo. .
la única razón. |Ah! ¡si fuese la más fuerte y al ve ¿No era la casualidad quien decidía lo que había
nir él le cogía! Sólo alentaba en ella el amor á su de ocurrir? Vió en aquello un decreto del destino»
hijo. Aquel padre del azar no había entrado nunca Desastre—Tomo II—16
habló, dió cita á Sambuc para la noche siguiente que hacia. Las tinieblas eran muy intensas, solo el
muy tranquila, como si no hubiese podido evitarlo. reflejo de la nieve iluminaba un poco la estancia.
Al día siguiente hubo señales de que las cosas y las De la campiña venía un silencio de muerte, pasa-
gentes quería que se consumara el atentado. Pri- ron minutos interminables. Al oir un ruido de pa-
mero, el señor Fouchard fué llamado á Raucourt, sos, Silvina se fué á la cocina, donde se quedó sen
dejando prevenido que cenaran sin él, pues no re- tada, inmóvil, con los ojos fijos en la luz.
gresaría hasta las ocho de la noche. Después, Enri- Goliath rondó alrededor de la casería antes de
queta, que no tenía que velar en la ambulancia arriesgarse. Creía conocer á Silvina y sólo había
hasta el martes, recibió aviso de ir el lúnes por la ido con su revólver. Pero un presentimiento le pre
noche. Y como Juan no salía de su cuarto, no que venía, abrió del todo la ventana, asomó la cabeza
daba más que Próspero, cuya intervención se po llamanda en voz baja:
día temer, pues no era partidario de matar á un —¡Silvina, Silvina!
hombre entre varios y cuando vió llegar á su her- Puesto que estaba abierta la ventana era que ha
mano con I03 dos hombres, el disgusto que éstos le bía reflexionado y que consentía. Esto le alegró
inspiraron se aumentó con el odio que tenía á los mucho aunque hubiese preferido verla allí. Sin du-
prusianos. Prefirió acostarse para no ver ni oir. da el señor Fouchard le habría llamado. Alzó la voz
Eran las siete menos cuarto y Charlot no quería un poco más.
dormirse. En cuanto cenaba se quedaba dormido —¡Silvina, Silvina!
sobre la mesa, pero aquella noche no tenía sueño. Nadie contestaba. Saltó el poyo de la ventana,
—Vamos, duerme, decía Silvina echándole en la entró con intención de meterse en la cama para
cama de Enriqueta, iya ves que es una cama muy aguardarla, pues hacía mucho frío.
buena para dormirl De pronto hubo un ruido espantoso, voces, jura-
Pero el niño, precisamente en aquella cama tan mentos. Ssmbuc y sus dos acólitos se abían hecha
buena no quería dormir, quería jugar, se reía. do sobre él y á pesar de ser tres, no lograban suje-
—'•¡No, no, quédate comigo, mamá, juega con- j tar al coloso, cuyas fuerzas duplicaba el peligro.
migo! Se oían crugir huesos en la oscuridad. El revólver
—Duerme, hijo mío, decía ella, sé bueno. se había caído. Una voz, la de Cabasse, pidió las
Y el niño acabó por dormirse, con la sonrisa en cuerdas, mientras que Ducat pasaba éstas á Sam-
los labios. No le había desnudado, le tapó y se fué buc. Llevaron á cabo la operación de atarle brutal-
sin cerrar el cuarto con llave, pues tenia un sueño mente, á puñetazos, á patadas. Primero le ataron
muy pesado. las piernas, después los brazos, todo el cuerpo lue-
Nunca se había visto Silvina tan tranquila. Se go, con tal lujo de nudos, que parecía estar dentro
movía con una ligereza de movimientos maravillo- Ue una red. Continuaba gritando y Ducat le decía
sa, obrando bajo el impulso de otro sér á quien no que callara. Los gritos cesaron, porque Ducat le
conocía. Había introducido á Sambuc, con Cabasse ! ató un pañuelo azul tapándole la boca. Se lo lleva-
y Ducat, recomendándoles gran prudencia y los ron á la cocina, lo echaron sobre la mesa como un
llevó á su cuarto, los colocó á derecha ó izquierda paquete al lado de la vela.
de la ventana que quedó abierta á pesar del frío —¡Vaya con este cochino prusiano! ¡pues no nos
ha dado poco trabajo!... Oiga usted, Silvina, traiga lleria por caminos imposibles donde han tenido
usted otra vela para que le veamos bien. que enganchar ocho caballos á cada cañón. Cuan-
Silvina se levantó, no pronunció una palabra, en do se vuelven á ver esos caminos es cosa que pare-
cendió la vela y fué á colocarla al otro lado de la ce imposible, la gente se pregunta cómo ha podido
cabeza de Groliath, que apareció iluminada la cara pasar por allí un cuerpo de ejército... Sin tí, sin tu
como entre dos cirios y sus miradas se cruzaron en crimen, si no te hubieses instalado en nuestra casa
aquel momento: la suplicaba asustado, pero ella para vendernos, no se hubiera realizado la sorpre
hizo como que no le entendía y fué apoyarse con sa de Beaumont y no hubiéramos ido á Sedan y
tra la alacena. acaso hubiéramos podido destrozaros... Y no hablo
—Este bandido me ha comido medio dedo, dijo del asqueroso oficio que continuas haciendo, de la
Cabasse, cuya mano estaba ensangrentada. ¡Tengo osadía que has tenido al presentarte aquí, triunfan
que romperle algo! do, denunciando y amedrentando á las pobres gen-
Se levantó armado con el revólver, pero Sambuc tes... Eres el más infame de los canallas, pido para
le desarmó. tí la pena de muerte.
—¡No, no hagamos tonterías!... Nosotros no somos Reinó silencio. Se había sentado y añadió por úl-
bandidos, somos jueces... Oyes tú, prusiano infame, timo:
vamos á juzgarte y no tengas cuidado, respetamos —Nombro de oficio abogado defensor á Ducat...
el derecho de defensa... Tú no te defenderás, porque Ha sido escribano y hubiera podido llegar muy le-
si te quitásemos el bozal nos aturdirías. Pero te da jos, sin sus pasiones feas. Ya ves que somos ama-
ré un buen abogado. bles, no te negamos nada.
Fué á buscar tres sillas, las colocó en fila for- Groliath, que no podía mover un dedo, volvió los
mando lo que él llamaba el tribunal. Se sentó en el ojos hacia su defensor improvisado. Sólo sus ojos
centro teniendo á derecha é izquierda á sus satéli- estaban vivos y suplicaban, bajo la lívida frente de
tes. Los otros se sentaron también. Después el pre- la que la angustia hacer caer gotas de sudor á pe-
sidente se levantó, empezó á hablar con voz guaso- sar del frío.
na que poco á poco fué haciéndose grave.
I —Señores, dijo Ducat levantándose; mi cliente es
—Yo soy presidente y acusador fiscal á la vez. en efecto el más infame de los canallas, y no acep-
N© es muy correcto, pero no somos aquí bastante taría su defensa si no tuviese que hacer notar para
gente... Te acuso de haber venido á Francia á es excusarle, que en su país todos son así... Mírenle
piarnos, pagando así con la más negra traición el nstedes, ya ven ustedes que esto le extraña mucho.
pan que has comido en nuestras mesas. Porque tú No comprende su crimen. En Francia no tocamos
eres la causa principal del desastre, tú eres el trai- nuestros espías más que con pinzas, mientras que
dor que después del combate de Nouart has guiado allá el espionaje es una carrera muy honrosa, una
á ios bávaros hasta Beaumont, durante la noche, manera muy meritoria de servir á su pais... Me per-
por los bosques de Dieulet. Era necesario que fuese uitiré decir que acaso tengan razón. Nuestros no-
un hombre que hubiese habitado mucho tiempo el iles sentimientos nos honran, pero lo malo es que
pais, para conocer todos los senderos; y nuestra nos han hecho derrotar. Si puedo expresarme así,
convicción es completa, te han visto guiar la arti
— 246 — _ _
quos wdi\ perdere Júpiter dementat... Vosotros movido. Aguardaba rígida, sin darse cuenta, em-
apreciaréis, señores. briagada con el pensamiento fijo que la perseguía
Y se sentó, mientras que Sambuc añadía: hacía dos días. Y cuando la pidieron el cubo, obe-
—Y tú, Cabasse, ¿no tienes que decir nada en deció y desapareció para ir á buscarlo.
pro ó en contra del procesado? —Póngale usted ahí debajo, en el borde de la
—Tengo que decir que estos son muchos cuentos mesa.
para ajustarle las cuentas á ese canalla...He tenido Lo dejó allí y al levantarse, sus miradas se cru-
que aguantar muchas cosas durante la vida; pero zaron con las de Goliath, y las de este miserable
no me gusta que se tomen á broma las cosas de suplicaban por última vez el perdón. Pero en aquel
la justicia, eso trae la desgracia... ¡A muerte, á momento nada quedaba de la mujer, nada más que
muerte! el deseo de verle muerto para quedar libre. Retro-
Sambuc se puso en pie solemnemente. cedió hasta la alacena y se quedó allí.
—¿Esa es vuestra sentencia?... ¿A muerte? Sambuc abrió el cajón de la mesa y sacó un cu-
—¡Sí, sí, á muerte! chillo de cocina.
Separaron las sillas, se acercó á Goliath dicién- —Puesto que eres un cochino, vas á morir como
dole: un cerdo.
—No eres soldado, eres un espía. Vas á morir Y no se dió prisa, discutió con Cabasse y Ducat,
como lo que eres. para que el degüello se hiciera decentemente. Has-
Las dos velas ardían, con la mecha alta, como si ta tuvieron una disputa, porque Cabasse decía que
fueran cirios, á derecha é izquierda de Goliath, que en su país, en Pro venza, se degollaban los cerdos
temía el rostro descompuesto. Hacía tales esfuerzos colgados con la cabeza abajo, mientras que Ducat
para pedir perdón, que el pañuelo azul que le tapaba se incomodó, indignado, diciendo que aquel método
la boca estaba lleno de espuma; y era espantoso ver era bárbaro é incómodo.
aquel hombre reducido al silencio, mudo como un —Acercadle al borde de la mesa, encima del cu-
cadáver, que iba á morir con aquella oleada de ex- bo. para que no caigan gotas de sangre.
plicaciones y de ruegos en la garganta. Le acercaron y Sambuc empezó tranquilamente
Cabasse preparaba el revólver. la operación. De una cuchillada abrió la garganta
—¿Hay que saltarle la tapa de los sesos?—pre Goliath. En seguida empezó á chorrear la sangre
guntó. en el cubo, cayendo como si fuera el caño de una
—No, no,—dijo Sambuc,—sería demasiado ho- fuente. Había hecho la hendidura con mucho cui-
nor. dado y saltaron muy pocas gotas de sangre fuera.
Y volviéndose hacia Goliath añadió: Si fué más lenta la muerte, no notaron las convul-
—No eres soldado, no mereces morir de un bala siones porque estaba sólidamente atado; y el cuer-
zu en la cabeza... ¡No, vas á morir como lo que po se quedó inmóvil. No hubo sacudida. No pudie-
eres, como un espía cochino! ron seguir la agonía sobre aquella cara desfigurada
por el espanto, de donde se retiraba la sangre gota
Se volvió y pidió con mucha finura: á gota, descolorida la piel. Y los ojos se enturbia-
—Silvina, quisiera que me diese usted un cubo. ron y se apagaron.
Duránte la escena del juicio, Silvina no se había
—Oiga usted, Silvina, hará falta una esponja. querella de las razas, creciendo más tarde, aborre-
No contestó, los brazos cruzados contra el pecho, ciendo á toda la familia paterna, que tal vez iría á
inconsciente, clavada en el suelo y la garganta exterminar algún día! ¡Eran simientes asesinas
oprimida, como si la rodeara una argolla. Miraba para horribles cosechas!
el cadáver. Después notó que Charlot estaba allí,
colgado á sus faldas. Debía haberse despertado y Caída sobre una silla, cubriendo de besos á Char
haber abierto las puertas y nadie le vió entrar. lot, que lloraba abrazado á Silvina, repetía siempre
¿Cuánto tiempo llevaba allí escondido detrás de su la misma frase de doloroso espanto.
madre? Miraba con gran curiosidad caer Ja sangre, —¡Ah! pobrecito, no dirán ahora que eres un pru-
la fuente roja que llenaba poco á poco el cubo. siano... Pobrecito, no dirán ahora que eres un pru-
siano!
Aquello le divertía tal vez. Primero no debió darse
cuenta de lo que era. En aquel momento llegó el señor Fouchard. Ha
bia tocado á la puerta como amo y se decidieron á
Después el espectáculo al que asistía le horrori- abrirle. Y, en verdad, no recibió una sorpresa agra-
zó, lanzó un grito. dable, a! encontrar aquel muerto sobre su mesa y
-—¡Oh, mamá, mamá, tengo miedo, llévame! el cubo lleno de sangre. Naturalmente se enfu-
Y Silvina recibió una sacudida cuya violencia la reció.
estremeció. Era demasiado; el horror de la escena —¡Canallas! ¿no podiais haber hecho en otra par
que había presenciado, se llevó aquella fuerza, te vuestra canallada¿ ¿Habéis tomado mi casa por
aquella exaltación que la sostenía desde dos días. un estercolero?
Volvió á ser mujer, empezó á llorar, tuvo un gesto
de loca, cogiendo á Charlot y apretándolo contra Después, como Sambuc explicaba las razones
su corazón. Se escapó con él aterrada, sin poder que tenía para obrar de ese modo, el viejo, al que
el miedo empezaba á hacer palidecer, se incomodó
oir, sin poder ver más, con el único deseo de irse, más:
de anonadarse en cualquier parte.
—¿Y qué quereis que haga con el muerto? ¿Creis
En aquel instante, Juan se decidió á abrir la que es cosa agradable matar á uu hombre en mi ca-
puerta suavemente. Aunque los ruidos que oía no sa y sin saber qué se va á hacer de él?...¡Si entrase
le inquietaban mucho, acabó por sorprenderse de ahora una patrulla estaba arreglado! ¡A vosotros
la idas y venidas y del ruido de voces que oía. Y poco os importa! ¡Pero os aseguro que si no os lie
en su cuarto fué donde cayó Silvina, llorando, sa- váis el cadáver inmediatamente, tendréis que veros
cudida por tal crisis, quo no pudo entender apenas conmigo! Cogedle por los pies, por la cabeza, por
sus palabras Por último comprendió, vió á su vez donde queráis y que no quede aquí señal dentro de
la emboscada, el degüello, la madre de pie, el pe- cinco minutos.
queño en sus faldas, en frente del padre degollado
cuya sangre chorreaba, y quedó anonadado de an- Sambuc obtuvo del señor Fouchard un saco, aun-
gustia. ¡Ah! ¡la guerra, la atroz guerra! que cam- que á éste le doliese darlo. Lo escogió de entre los
biaba á todas aquellas gentes en animales feroces, más rotos, diciendo que de .todos modos era bastan
que sembraba aquellos odios horribles, el hijo sal- e bueno para un prusiano.-Pero Cabasse y Ducat
picado con la sangre del padre, perpetuando la uvieron que pasar muchas fatigas para'meterle
dentro; el cuerpo era muy gordo y muy largo y loa ocurrirle á su tío. Se decidió ir á Sedán para ver á
pies quedaron fuera. Delaherche, en cuya casa estaba alojado un oficial
Después le cargaron sobre la carretilla. muy influyente.
—¡Le aseguro á usted,—declaró Sambuc,—quq —Cuide usted bien al enfermo, Silvina,—dijo al
vamos á echarle al Meuse! marcharse;—déle usted el caldo al mediodía y la
—¡Pero tened cuidado, atadle dos piedras gran- medicina á las cuatro.
des para que no flote! Silvina, entregada á sus ocupaciones habituales,
Y en la noche negra, sobre la nieve pálida, des- había vuelto á ser la mujer de siempre, trabajado
apareció el pequeño cortejo, sin hacer más ruido ra y sumisa, dirigiendo los trabajos en ausencia del
que el que producía la carretilla. amo, mientras que Charlot brincaba y reía á su
Sambuc juró que había echado á Goliath al río lado.
atado con dos piedras. Pero el cuerpo flotó, los pru- —No tenga usted cuidado, señora; no le faltará
sianos le descubrieron á los tres días en Pont Man nada. Yo me encargo de cuidarle.
gis; y su furor no tuvo límites, cuando retiraron el
cuerpo de aquel hombre degollado, como un cerdo. VI
Debieron hablar demasiado los vecinos de Reimilly,
porque fueron á apresar al alcalde y al señor Fou En Sedan, en la calle Maqua, en casa de los De-
chard, como culpables de apoyar á los voluntarios laherche, había vuelto á normalizarse la vida, des
á los que se acusaba de aquel asesinato. Y el señor pués de las terribles sacudidas de la batalla y de la
Fouchard en aquella ocasión estuvo admirable, con capitulación, y pasaban los días, hacía cuatro me-
su impasibilidad de viejo aldeano, conociendo la ses, tristes, con la ocupación militar de los pru-
fuerza invencible del silencio y de la sangre fría. sianos.
Se dejó llevar, sin hacer manifestación alguna de
asombro, sin pedir explicaciones. Ya se verla lo que Un rincón de los vastos edificios de la fábrica
pasaba. En el pueblo se decía en voz baja, que ha permanecía cerrado, como inhabitado: era el cuarto
bía ganado una fortuna con los prusianos, y que ha que ocupaba el coronel de Vineuil. Mientras que las
bía ido enterrando el dinero poco á poco, á medida otras ventanas se abrían, dejando pasar el aire, el
que lo ganaba. ruido, la vida, las de aquella habitación tenían las
persianas constantemente cerradas muy hermética-
Cuando Enriqueta conoció todo lo ocurrido,- vol- mente. El coronel se quejaba de la vista, pues la
vió á estar intranquila. Juan, por temor de compro- luz del día le hacia sufrir mucho, y no se sabía si
meter á los que le habían dado albergue, quería mentía; día y noche tenía en su cuarto una lámpara.
marcharse, aunque el doctor decía se encontraba Durante dos largos meses permaneció en cama,
demasiado débil y deseaba que aguardase quince aunque el médico Bouroche había diagnosticado'
días má?, apenado también por la idea de una se que solo tenía una rozadura en la canilla: la herida
paración. Cuando fué detenido el señor Fouchard, no se cerraba, habían ocurrido muchas complica-
piído librarse escondiéndose en el pajar, pero po ciones. Ahora se levantaba, pero anonadado moral-
dían cogerle de un momento á otro. Además, Enri- mente, sufriendo una enfermedad desconocida, y se
queta estaba muy preocupada con lo que pudiera pasaba los días echado sobre un canapé, delante de
dentro; el cuerpo era muy gordo y muy largo y loa ocurrirle á su tío. Se decidió ir á Sedán para ver á
pies quedaron fuera. Delaherche, en cuya casa estaba alojado un oficial
Después le cargaron sobre la carretilla. muy influyente.
—¡Le aseguro á usted,—declaró Sambuc,—que —Cuide usted bien al enfermo, Silvina,—dijo al
vamos á echarle al Meuse! marcharse;—déle usted el caldo al mediodía y la
—¡Pero tened cuidado, atadle dos piedras gran- medicina á las cuatro.
des para que no flote! Silvina, entregada á sus ocupaciones habituales,
Y en la noche negra, sobre la nieve pálida, des- había vuelto á ser la mujer de siempre, trabajado
apareció el pequeño cortejo, sin hacer más ruido ra y sumisa, dirigiendo los trabajos en ausencia del
que el que producía la carretilla. amo, mientras que Charlot brincaba y reía á su
Sambuc juró que había echado á Goliath al río lado.
atado con dos piedras. Pero el cuerpo flotó, los pru- —No tenga usted cuidado, señora; no le faltará
sianos le descubrieron á los tres días en Pont Man nada. Yo me encargo de cuidarle.
gis; y su furor no tuvo límites, cuando retiraron el
cuerpo de aquel hombre degollado, como un cerdo. VI
Debieron hablar demasiado los vecinos de Reimilly,
porque fueron á apresar al alcalde y al señor Fou En Sedan, en la calle Maqua, en casa de los De-
chard, como culpables de apoyar á los voluntarios laherche, había vuelto á normalizarse la vida, des
á los que se acusaba de aquel asesinato. Y el señor pués de las terribles sacudidas de la batalla y de la
Fouchard en aquella ocasión estuvo admirable, con capitulación, y pasaban los días, hacía cuatro me-
su impasibilidad de viejo aldeano, conociendo la ses, tristes, con la ocupación militar de los pru-
fuerza invencible del silencio y de la sangre fría. sianos.
Se dejó llevar, sin hacer manifestación alguna de
asombro, sin pedir explicaciones. Ya se vería lo que Un rincón de los vastos edificios de la fábrica
pasaba. En el pueblo se decía en voz baja, que ha permanecía cerrado, como inhabitado: era el cuarto
bía ganado una fortuna con los prusianos, y que ha que ocupaba el coronel de Vineuil. Mientras que las
bía ido enterrando el dinero poco á poco, á medida otras ventanas se abrían, dejando pasar el aire, el
que lo ganaba. ruido, la vida, las de aquella habitación tenían las
persianas constantemente cerradas muy hermética-
Cuando Enriqueta conoció todo lo ocurrido,- vol- mente. El coronel se quejaba de la vista, pues la
vió á estar intranquila. Juan, por temor de compro- luz del día le hacía sufrir mucho, y no se sabía si
meter á los que le habían dado albergue, quería mentía; día y noche tenía en su cuarto una lámpara.
marcharse, aunque el doctor decía se encontraba Durante dos largos meses permaneció en cama,
demasiado débil y deseaba que aguardase quince aunque el médico Bouroche había diagnosticado'
dias má?, apenado también por la idea de una se que solo tenía una rozadura en la canilla: la herida
paración. Cuando fué detenido el señor Fouchard, no se cerraba, habían ocurrido muchas complica-
piído librarse escondiéndose en el pajar, pero po ciones. Ahora se levantaba, pero anonadado moral-
dían cogerle de un momento á otro. Además, Enri- mente, sufriendo una enfermedad desconocida, y se
queta estaba muy preocupada con lo que pudiera pasaba los días echado sobre un canapé, delante de
la chimenea. Adelgazaba, parecía una sombra, sin obreros y de los clientes. Para ocupar el tiempo se
que el médico que le cuidaba pudiese encontrar le ocurrió hacer un inventario de su fábrica y estu-
ninguna lesión, ni averiguar la causa de aquella diar algunos perfeccionamientos con los que soñaba
muerte lenta; se apagaba como una llama. hacía algún tiempo. Tenía para auxiliarle á un jo-
Y la señora Delaherche, la madre, se había ence- ven que fué á parar á su casa después de la batalla,
rrado con él desde el día siguiente al en que ocupa- el hijo de uno de sus clientes, Edmundo Lagarde,
ron la ciudad los prusianos. Debían haberse com- que había crecido en Passy, en la tienda de su pa-
prendido en pocas palabras, una vez para siempre, dre, sargento en el 5.° de línea, de veintitrés años,
sobre el deseo de enclaustrarseentreaquellas cuatro aunque no representaba más de diez y ocho; había
paredes, mientras que los prusianos viviesen en la recibido un balazo en el brazo izquierdo, y Delaher-
casa. Muchos habían pasado dos ó tres noches; un che, desde que se habían llevado los heridos del
capitán, el señor Gartlauben, vivía allí aun. Ni el cobertizo, lo tenía con él por compasión. De este
coronel ni la señora habían vuelto á hablar de esas modo Edmundo formaba parte de la familia, comien-
cosas. A pesar de sus setenta y ocho años, la señora do, durmiendo, viviendo allí, sirviendo de secreta-
Delaherche se levantaba al amanecer, é iba á insta rio al fabricante, mientras llegaba la hora de poder
larse enfrente de su amigo, en una butaca al otro regresar á su casa. Gracias á la protección de este
lado de la chimenea y á la luz de la lámpara, se en- último y bajo promesa formal de no escaparse, los
tretenía haciendo medias para los pobres, mientras prusianos le dejaban en paz. Era rubio, con ojos
que él, fijos los ojos en la lumbre, no hacía nunca azules, bonito como una mujer y ten tímido,'que se
nada, parecía vivir presa de un pensamiento, de un ponía colorado por cualquier motivo. Su madre le
estupor que seguía aumentando. No hablaban vein- había educado en un colegio, gastando con él los
te palabras al cabo del día; la había hecho callar, pocos beneficios que dejaba la tienda. Y echaba de
cuando ella que iba y venía por la casa, intentó menos á París, al que adoraba aquel querubín he
darle algunas noticias de fuera, de manera que na ndo, que Giiberta había cuidado como á un compa-
da de la vida exterior penetraba allí y no sabía na- ñero. ^
da del sitio de París, de las derrotas del ejército del
Loire, ni de los cotidianos sobresaltos que produ- La casa tenía además otro huésped, el señor Gart
cía la invasión. Pero en aquella voluntaria tumba, lauben, capitán de la landwehr, cuyo regimiento
aunque el coronel se negaba á dejar penetrar la luz había reemplazado en Sedan el ejército activo. A pe-
del día, aunque se tapaba los oídos, todo el terrible sar de su grado modesto, era un personaje influyen-
desastre, todo el duelo llegaba hasta él, por las hen te, porque su tío era el gobernador general, instala-
diduras, con el aire que respiraba: porque de día do en Reims, que ejercía un poder absoluto so
en dia se moría como si fuese envenenando lenta- bre toda la región. El también conocía París, le
mente. gustaba, conocía sus refinamientos y ocultaba su
rudeza nativa bajo una corrección de hombre bien
educado, siempre de uniforme, alto y grueso, se
Durante ese tiempo, á la luz del dia, Delaherche quitaba años y se desesperaba de tener cuarenta y
se agitaba, trataba de abrir su fábrica. No había cinco. Con más inteligencia hubiera podido ser te-
podido poner en marcha más que algunos telares, en rrible; pero su excesiva vanidad le dejaba siempre
medio del trastorno que se había apoderado de los
satisfecho, porque no le cabía en la cabeza que pu- tenían que ir á menudo en busca de provisiones.
dieran burlarse de él. Los cuartos donde dormían quedaban hechos basu-
Mas tarde fué para Delaherche un verdadero sal- reros. A menudo los oficiales volvían berrachos y
vador. Pero en los primeros días de la capitulación eran más insoportables que los soldados. Pero la
¡que días tan horrorosos! Sedan invadido, poblado disciplina los sujetaba tanso, que las denuncias de
de soldados alemanes, temía el saqueo. Luego las saqueo y de violencias eran escasas. En todo Sedan
tropas victoriosas refluyeron hacia el valle del Se- no se citaban más que dos mujeres violadas. Más
na; sólo quedó una guarnición y la ciudad quedó en tarde, cuando París se resistió, hicieron sentir su
la ciudad quedó en la paz de una necrópolis: las ca mano dura, desesperados de ver que se eternizaba
sas siempre cerradas, las tiendas lo mismo, las ca- la lucha, temiendo siempre un alzamiento en masa,
lles desiertas al anochecer, recorridas por patrullas. esa guerra de escaramuzas que les hacían los vo
No llegaban cartas ni periódicos. Era el calabozo luntarios.
amurallado, la brusca amputación, en la ignorancia Delaherche acababa de albergar á un comandan-
y con la angustia de los nuevos desastres que pre te de coraceros, que dormía con las botas puestas,
sentían. Para colmo de desgracias, el hambre ame- el cual, al marcharse, había dejado basura hasta
nazaba hacer estragos. Una mañana se despertaron encima de chimenea, cuando, el 15 de Septiembre
sin pan, sin carne, arruinado el país, como destroza el capitán Gartlauben, se presentó en su casa, una
do por nube de langosta, desde hacia ocho días que noche en que diluviaba. El primer momento fué
rodaba por él aquella oleada de cientos de miles de bastante duro. Hablaba fuerte, pedia el mejor cuar-
hombres. La ciudad no tenía víveres más que para to y hacía sonar el sable en la escalera. Pero, al ver
dos días y había sido preciso pedirlos á Bélgica de á Gilberta, se moderó, pasó muy tieso, saludando.
donde procedía todo, á través la frontera abierta, Era muy adulado porque sabían que una tarjeta su-
de donde había desaparecido la aduana, arrastrada ya dirigida al coronel que mandaba en Sedan, basta-
también por la catástrofe. Por último, eran las con ba para suavizar asperezas y poner en libertad á un
tinuas vejaciones entre la comandancia militar pru- preso. Su tío, el gobernador general, había lanzado
nn edicto, decretando el estado de guerra y casti-
siana instalada en la sub prefectura y el municipio gando con pena de muerte á toda persona que sir-
que estaba en sesión permanente en el Ayuntamien viese al enemigo como espía, extraviando las tro-
to. Este último, heroico en su resistencia adminis- pas alemanas que debían guiar, ó destruyendo puen-
trativa, hacía inútiles esfuerzos, discutía, cedía po tes, cañones, lineas telégraficas y vías férreas. El
co á poco, pero el vecindario tenía que sucumbir enemigo eran los franceses; el corazón de los veci-
bajo las crecientes exigencias y los frecuentes y nos de Sedan saltaba dentro del pecho leyendo aquel
caprichosos registros. cartel blanco, pegado á la puerta de la Comandan-
Primero Delaherche sufrió mucho con los solda- cia militar, que convertía en crímenes sus angus-
dos y los oficiales que tuvo que alojar. Todas las na tias y sus ardientes deseos.. ¡Era ya bastante duro
cionalidades desfilaban por su casa con la pipa en la llegar á saber las nuevas victorias del ejército ale-
boca. Cada día caían de improviso sobre la ciudad, gan, por los hurras de la guarnición! Cada día traía
dos mil hombres, tres mil hombres, infantes y jine w duelo: los soldados encendían grandes hogueras,
tes; y aunque solo tenían derecho á cama y lumbre,
cantaban, se emborrachaban durante toda la noche, agradecer la influencia de su huésped. La noticia
mientras que los vecinos, obligados á meterse en cayó en Sedan como UÜ rayo, era la destrucción de
sus ultimas esperanzas; y á la semana siguiente
casa á las nueve de la noche, los oían desde sus ca empezaron á pasar las tropas, torrentes de hom-
sas, tristes, poseídos de ineertidumbre, adivinando bres que bajababan de Metz, el ejército del príncipe
una nueva desgracia. En una de esas circunstancias, Federico Carlos que se dirigía hacia el Loire, el
á mediados de Octubre, el señor de Gartlauben, dió del general Manteuffel que se dirigía á Amiens y
por primera vez prueba de delicadeza. Desde por Rouen, otros cuerpos de ejército que iban á refor
la mañana Sedan volvía á tener esperanza; circula zar á los sitiadores alrededor de París. Durante va
ba el rumor de que el ejército del Loire había obte ríos días las casas se llenaron de soldados, las pa-
nido una gran victoria y se dirigía á París. ¡Pero se naderías y carnicerías fueron saqueadas, no quedó
habían cambiado tantas veces en malas las buenas ni una migaja, y las calles volvieron á oler á es-
noticias! Y por la noche se supo en efecto que los tiércol como después del paso de los grandes reba-
bávaros se habían apoderado de Orleans. En la ca ños. La fábrica de la calle de Maqua se vió libre
lie Maqua en una casa que daba frente a la fábrica, de aquel desbordamiento; preservada por una ma
alborotaron tanto unos soldados, que Gilberta se no amiga, sólo albergó á algunos jefes de alta ca-
emocionó mucho, y al notarlo el capitán prusiano, tegoría, personas bien educadas.
bajó á la calle para hacerlos callar.
Delaherche acabó por abandonar su actitud fría.
El mes pasó y el señor Gartlauben prestó aun Las familias acomodadas se encerraban en sus ha-
algunos servicios. Las autoridades prusianas ha bitaciones, evitando el trato con los oficiales que
bían reorganizado los servicios administrativos, ha hospedaban. Pero á Delaherche, con la necesidad
bian instalado un sub prefecto alemán en Sedán, lo que sentía de hablar, de moverse, de agradar, no le
que no impedia continuaran las vejaciones, aunque gustaba representar aquel papel de vencido intra-
éste se mostrase relativamente razonable. Entre las table. Su casa, donde cada cual vivía aparte, odián
continuas dificultades que renacían entre la co do^, le mortificaba. Así es que un día empezó á
mandancia militar y el municipio, una de las más hablar en la escalera con el capitán, dándole las
frecuentes era el embargo de coches y carruajes)' gracias. Y poco á poco los dos hombres hablaban
se produjo un conflicto un día que Delaherche no cuando se encontraban; de modo que una noche el
pudo enviar su coche á la sub prefectura: fué dete capitán prusiano se encontró sentado en el despa-
nido el alcalde y él mismo hubiera ido á hacerle cho del fabricante, fumando un cigarro al amor de
compañía á la ciudadela, sin la intervención delca la lumbre, charlando sobre las últimas noticias.
pitán, que logró aplacar las iras del jefe militar de Durante los primeros quince días, Gilberta no se
Sedan. Otro día por su intervención logró con« presentó, y el capitán hacía como que ignoraba su
diera un plazo á la ciudad para pagar una m u l t a de existencia, aunque al menor ruido volvía la cabe-
treinta mil francos que le había sido impuesta por za. Parecía querer hacer. olvidar su situación de
no haber terminado la reconstrucción del puente vencedor, se presentaba muy correcto y amable y
de la Villette, un puente que los prusianos habiaa se burlaba de algunos registros que hacían las tro-
destruido. Pero, especialmente después de la capí Desastre— Tomo II—17
tulación de Metz, fué cuando Delaherche tuvo que
pas alemana?». Asi, un día que embargaron un gos. Y el señor Gartlauben, se había enamorado de
ataúd, se rió mucbo. En cuanto al carbón, aceite, aquella mujer tan alegre, que coqueteaba con él,
leche, azúcar, manteca, pan, carne, sin contar las como otras veces en Charleville con los amigos del
ropas, las estufas y las lámparas, en fin, todo lo capitán Beaudoin.
que se come, todo lo que sirae para la vida. El se cuidaba más, se mostraba muy galante,
—¿Qué quiere usted?—decía; —convengo que se contentándose con el menor favor, atormentado por
pide demasiado, pero son cosas de la guerra. Y hay el único deseo de que no le confundieran con un
que vivir en país conquistado. | soldadote grosero, que violentaba mujeres.
Delaherche, á quien molestaoan mucho aquellas Y la vida se hizo así menos pesada en el caserón
peticiones de víveres y utensilios, las examinaba de Delaherche.
detenidamente. Pero no tuvieron más que una dis- Mientras que en las comidas Edmundo, con su
cusión un poco fuerte, con motivo de la contribu linda carita de querubín herido, contestaba con mo-
ción de un millón de francos que el prefecto pro nosílabos á la charla de Delaherche, poniéndose
siano de ítethel había impuesto al departamento colorado en cuanto Gilberta le pedía la sal, ¡por las
de los Ardennes, con el pretexto de compensar las noches, mientras que el señor Gartlauben escucha
pérdidas que los buques de guerra franceses cau- ba atentamente una sonata de Mozart que Gilberta
saban y para indemnizar á los alemanes expulsa tocaba al piano, el cuarto de al lado donde vivían
dos. En el reparto correspondieron cuarenta y dos el coronel y la señora Delaherche permanecía si-
mil francos á Sedan. Se esforzó en hacer compren- lencioso, las persianas cerradas, la lámpara siem-
der á su huésped que aqueilo era inicuo, que la si pre encendida, como una tumba alumbrada por un
tuación de Sedan era excepcional, que había sufri- cirio. Diciembre había envuelto la ciudad con un
do demasiado. Los dos salían más amigos, él satis manto de nieve, las malas noticias se ahogaban con
fecho de la oleada de sus palabras y el prusiano el frío intenso. Después de la derrota del general
contento de haber dado pruebas de su buena edu Ducrot en Champigny, después de la pérdida de
cación. Él Orleans, no quedaba más que una sombría esperan-
Una noche, impensadamente, entró Gilberta, na za, la de que la tierra francesa se hiciese la ventea
dora, devorando á los vencedores. ¡Que la nieve si-
ciendo como que se sorprendía al verle. El señor guiera cayendo en espesos copos, que el suelo se
Gartlauben se había levantado y tuvo la galantería abriese bajo la capa de hielo, para que Alemania
de retirarse. Pero al día siguiente encontró á Gil- entera encontrase allí su tumba! Y una nueva an-
berta sentada y entonces ocupó su puesto al lado gustia ahogaba á la señora Delaherche. Una noche
de la chimenea. Entonces empezaron las veladas en que su hijo se hallaba ausente de Bélgica, para
agradables, al lado de la lumbre. Más tarde, cuan- sus negocios, había oído al pasar delante del cuar-
do Gilberta consintió en tocar el piano, iba ai sa- to de Gilberta ruido de beso3, mezclado con risas.
lón dejando la puerta abierta para que oyera el Sobrecogida, entró en sa cuarto, espantada por
huésped. En aquel crudo invierno, los árboles de aquel sacrilegio que sospéchaba: no podía ser más
los Ardennes ardían á grandes llamaradas en ei que el prusiano que se encontraba allí, y creía ha-
fondo de la alta chimenea. A las diez tomaban el ber notado ya algunas miradas de inteligencia en
té y pasaban el rato charlando como buenos ami
tre ellos. ¡Ah! aquella mujer á quien su hijo habla revelárselo todo á su hijo antes de que éste saliera
llevado á su casa á pesar suyo, á quien había per- para Bélgica, donde iba á contratar una partida de
donado una vez, no denunciándola después déla hulla con la esperanza de poner en marcha algunos
muerte del capitán Beaudoin! jY volvía á empezar telares de su fábrica. No quería tolerar á su lado
y esta vez era mayor la infamial ¿Qué iba á hacera aquellos horrores durante la ausencia. Sólo aguar-
Una monstruosidad tan enorme no podía tolerarse. daba para hablarle á tener la seguridad de que se
marchase. Era el hundimiento de la casa, el pru
La tristeza de la reclusión en que vivía se aumen- siano echado á la calle, la mujer expulsada de su
tó; pasaba los días enteros luchando. Los días en hogar, su nombre puesto en la picota, como S8 ña-
que volvía al lado del coronel, más triste, llorando, bía amenazazado hacerlo con toda mujer francesa
muda durante muchas horas, éste la miraba y se que se entregase á un alemán.
imaginaba que Francia había sufrido un« nueva
Cuando Gilberta advirtió á Enriqueta lanzó un
d
° F u é é n aquellos días en que se presentó Enrique grito de alegría.
ta una mañana en la calle Maqua, para que los De- —,Qué feliz soy viéndote de nuevo!...
laherche interpusieran su influencia en favor del —¡Me parece que hace un siglo que no te he vis-
tío Fouchard. Había oído hablar de la influencia to y envejecemos tanto en estos tiempos con tantos
que Gilberta tenia sobre el señor Gartlauben y al disgustos!
encontrarse con la señora Delaherche á quien en La llevó á su cuarto, la hizo sentar y se apretó
contró primero en la escalera subiendo á casa del contra ella.
coronel, creyó deber explicarla el objeto de la vi- —Vamos, hoy almorzarás con nosotros... Pero an-
tes hablemos. ¡Debes tener tantas cosas que con-
8
—¡Ahí señora, qué buena seria usted si quisiera tarme!... Sé que estás sin noticias de tu hermano.
intervenir en favor de mi tío! Tratan de llevárselo ¡Pobre Mauricio! ¡qué lástima me da el pensar que
está en París, sin lumbre, acaso sin pan!.. ¿Y ese
á muchacho á quien cuidas, el amigo de tu hermano?
La a n d a ¿ a señora, que la quería mucho, tuvo sin Ya ves que me han dicho algo... ¿Es por él por
embargo un gesto de cólera. . . quien vienes?
- P e r o , pobre hija mía, yo no tengo ninguna m Enriqueta tardaba en contestar, sobrecogida in-
fluencia... No se dirija usted á mí. teriormente. ¿No era por Juan por quien había ido
Después, á pesar de lo emocionada que la vela, á Sedan para tener la seguridad de que cuando sol
an
—Llega usted en mala ocasión, mi hijo se mar tasen al tío no le molestasen? Al oír á Gilberta ha-
blarla de él, se quedó confusa, sin atreverse á de-
cha esta noche á Bruselas... Además, se encuenda cir el verdadero motivo de su visita; la conciencia
como yo, sin influencia... Diríjase usted á mi nue le remordía y le repugnaba emplear aquella in
ra, esa lo puede todo. , fluencia que adivinaba no era honrada. ^
Y dejó á Enriqueta, trastornada, convencida de —Entonces,—añadió Gilberta con tono indiscre-
que caía en medio de un drama de familia. Desde to,—¿es para ese muchacho para lo que nos nece-
l a la señora Delaherche estaba decidida a
v í s p e r a
sitas?
Y como Enriqueta, medio avergonzada, hablase mujer le arreglará á usted el asunto. Logra lo que
de la detención del señor Foucbard: quiere, no hay quien la resiste.
— ¡ P e r o e s v e r d a d ! ¡si s e r é t o n t a ! ¡yo q u e hablaba Se reía, decía esas cosas con toda naturalidad,
d e e s o e s t a m a ñ a n a ! . . . H a s h e c h o m u y b i e n e n ve como hombre satisfecho, á quien halagaba esa in-
n i r ; h a y q u e o c u p a r s e e n s e g u i d a d e t u tío, porque fluencia. Después añadió:
l a s ú l t i m a s n o t i c i a s q u e t e n g o n o s o n b u e n a s . Quie- —¡Ah querida! ¿No te ha dicho nada Edmundo
ren d a r u n ejemplo. de un hallazgo?
— S í , m e h e a c o r d a d o d e v o s o t r o s , c o n t i n u ó di —No, ¿qué hallazgo? preguntó Gilberta mirando
c i e n d o E n r i q u e t a . H e c r e í d o q u e m e d a r í a s u n buen al sargento, que se ponía como una cereza.
c o n s e j o , q u e p o d r í a s h a c e r a l g o p o r mí... —Se trata, señora, del encaje antiguo que sentía
Gilberta se echó á reír. j usted no encontrar para adornar su vestido... He
— ¡Si s e r á s t o n t e ! ¡Voy á h a c e r q u e p o n g a n en li- tenido la buena suerte de descubrir ayer cinco me-
b e r t a d á t u t í o a n t e s d e t r e s días! ¿No t e h a n dicho tros de punto de Bruges, muy hermoso y arregla-
q u e t e n g o a q u í u n c a p i t á n p r u s i a n o , q u e h a c e todo do. La vendedora vendrá á enseñárselo muy pronto.
c u a n t o q u i e r o ? . . . ¡ Y a lo o y e s , n o m e p u e d e negar — ¡Qué bueno es usted, yo le recompensaré!
nada! I Después, como sirvieran un tarrito de foie gras
Y r e í a con g a n a s , ccrao u n a loquilla, orgullosade comprado en Bélgica, la conversación tomó otro
s u t r i u n f o de. c o q u e t a , c o g i d a s l a s m a n o s d e Enri- giro, se paró un momento en el pescado del Meuse,
q u e t a e n t r e l a s s u y a s a c a r i c i á n d o l a , y é s t a s i n en que moría envenenado, y acabó por ir á parar al
e o n t r a r f r a s e s d e a g r a d e c i m i e n t o , a t o r m e n t a b a an peligro que amenazaba á la ciudad, en cuanto lle-
t e el t e m o r d e q u e a q u e l l o f u e s e l a r e v e l a c i ó n de gara el deshielo. En Noviembre se habían presen-
s u f a l t a . ¡Qué s e r e n i d a d y q u é f r a n c a a l e g r í a ! tado algunos casos de epidemia. Aunque después
— D é j a m e hacer, t e irás satisfecha esta ncche. de la batalla se habían gastado más de seis mil
C u a n d o p a s a r o n a l c o m e d o r , E n r i q u e t a s e sor- francos en limpiar la ciudad, en quemar todos los
restos sospechosos que encontraban, de los campos
prendió al notar l a delicada belleza d e Edmundo, á que la rodeabau salían olores nauseabundos á la
q u i e n n o c o n o c í a . L a e n c a n t a b a y n o p o d í a com- menor humedad, tantos eran los cadáveres mal en
prender cómo se había batido aquel muchacho y terrados que allí se hallaban, cubiertos apenas por
c ó m o s e h a b í a n a t r e v i d o á r o m p e r l e u n b r a z o . La una delgada capa de tierra. Por todas partes las
l e y e n d a d e s u h e r o i c o v a l o r a c a b a b a p o r hacerle tumbas se agrieteaban, con el empuje de los cadá
a g r a d a b l e , y D e l a h e r c h e , q u e h a b í a a c o g i d o á En- veres, la putrefacción dilataba las capas de tierra
r i q u e t a ; m u y c o n t e n t o a l v o l v e r á v e r u n a c a r a co y el aire apestado corría envenenándolo todo. Y
n o c i d a , n o d e j ó m i e n t r a s d u r ó e l a l m u e r z o d e ha- días antes se había descubierto otro foco infeceio
c e r e l o g i o s d e s u s e c r e t o r i o , t a n a c t i v o y b i e n edu- so, el Meuse, de donde se habían sacado más de mil
c a d o . E i a l m u e r z o e n t r e l e s c u a t r o e n e l comedor doscientos cuerpos de caballos. Todo el mundo creía
f u é delicioso. que no quedaba allí un cadáver humano, cuando
— ¿ Y e s p a r a h a b l a r n o s d e l t í o F o u c h a r d p * r a lo un guardia de campo, al mirar con cuidado á más
q u e h a v e n i d o u s t e d a q u í ? d i j o e i f a b r i c a n t e . Me de dos metros de profundidad, había apercibido ba-
f a s t i d i a t e n e r q u e m a r c h a r e s t a n o c h e . . . p e r o mi
jo el agua cosas blancas que parecían piedras y grave, muy grave! Temo mucho no poder hacer na-
eran lechos de cadáveres, cuerpos reventados que da por él.
no habían podido flotar. Estaban allí hacía cuatro —¡Capitán, me causarla usted tanto placer!
meses, entre aquellas aguas, entre las hierbas. Le miraba, acariciándole con sus ojos, y él, satis-
Cuando intentaban sacarlos se deshacían, se des fechísimo, se inclinó muy galante: ¡haría cuanto
gajaban, y subían á la superficie burbujas que al quisiera ella!
reventar apestaban el aire. —Se lo agradeceré á usted mucho, murmuró En-
—La suerte que tenemos es que hiela, hizo notar riqueta, presa de súbito malestar ai recordar á su
Delaherche. Pero en cuanto desaparezca la nieve, marido, á su pobre Weiss fusilado allá en Bazeilles.
habrá que desinfectarlo todo, si no perderemos to- Pero Edmundo, que había desaparecido discreta-
dos la vida. mente al llegar el capitán, entró para decir algo al
Su mujer le suplicó que al menos mientras co- oído de Gilberta. Se levantó en seguida, contó la
mían hablase de otras cosas y terminó diciendo: historia del encaje que una mujer le llevaba y si-
—Nos quedaremos sin pescado del Meuse duran- guió al joven. Enriqueta se quedó sola en compa-
te mucho tiempo. ñía de los dos hombres y pudo aislarse, sentada
Acabaron de comer, sirvieron el café y en aquel cerca de la ventana mientras que ellos seguían ha-
momento la doncella anunció que el señor Gartlau- blando en voz alta.
ben pedía permiso para entrar un momento. En se- — Capitán, acepte usted una copita... Ya lo vé
guida Delaherche dió orden de que le introdujeran usted, le digo las cosas lealmente, con franqueza,
para aprovechar la ocasión de presentarle á Enri porque le conozco á usted. Pues bien, le aseguro
queta, y cuando el capitán vió allí á otra señora, se que su prefecto obra muy mal, al imponernos una
deshizo en cumplidos. Aceptó una taza de café, que contribución de cuarenta y dos mil francos... Fíjese
bebía sin azúcar como muchas personas en París. en los sacrificios que llevamos hechos. Primero, en
Si insistió para que le recibieran e r a porque había vísperas de la batalla, hemos alimentado á todo el
obtenido que uno de los protegidos de Gilberta fue ejército francés, hambriento. Después á ustedes,
se puesto en libertad, un desgraciado obrero de la que tenían buen apetito. El paso de las tropas, las
fábrica que había sido detenido por haber reñido reparaciones, los gastos de todas clases nos han
con un soldado prusiano. | costado millón y medio. Calcule otro tanto por las
Gilberta aprovechó la ocasión para hablar del ruinas que ha acumulado la batalla, las destruccio-
señor Fouchard. nes y los incendios y tenemos tres millones y otros
—Capitán, le presento á usted á una de mis más dos millones que calculo habrán perdido el comer
ció y la industria, y tenemos cinco millones. ¿Qué
queridas amigas... Desea ponerse bajo su protec- le parece? Cinco millones de francos para una po -
ción: es sobrina del señor Fouchard, de Remilly, blación de trece mil almas. Y ahora nos piden cua-
ese que ha sido detenido á consecuencia de esa his- renta y dos mil francos de contribución, no sé con
toria de los voluntarios. ^ qué pretexto. ¿Es esto justo?
—¡Ah! sí, la historia del espía, ese desgraciado á
quien han encontrado dentro de un saco... ¡Es cosa El capitán movía la cabeza, diciendo:
—¿Qué quiere usted? ¡Son cosas de la guerra!
Enriqueta estaba abatida, se apoderaban de ella
toda clase de tristes pensamientos, mientras que Gilberta empezó & llorar más, se negaba á ha-
Delaherche decía que Sedan no hubiera podido ha blar, avergonzada. Y por último, escondiendo su
cer frente á la crisis, con la falta de dinero, sin la cara en el pecho de Enriqueta, balbuceó unas pa-
labras:
feliz creación de un papel moneda local, de la Caja
del Crédito Industrial, que habían salvado á la po —¡Ahí querida mía, si supiese?... Nunca me atre
blación de un desastre financiero. veré á decírtelo... Y, sin embargo, tú eres la única
que puedes aconsejarme.
—Capitán, tome usted otra copita.
Pasó á otro asunto. '^í Se paró y después añadió:
—Estaba con Edmundo... y la señora Delaherche
—No es Francia quien ha hecho la guerra, es el me ha sorprendido...
imperio... ¡Ah! el emperador me ha engañado. To
—¡Cómo! ¿te ha sorprendido?
do se ha acabado con él, no queremos nada con ese { —Sí, estábamos aquí, me abrazaba, me besaba.
hombre nefasto... Mire usted, el único que ha visto Y besando á Enriqueta, estrechándola entre sus
claras las cosas, ha sido Thiers, cuyo viaje actual brazos, se lo contó todo.
por las capitales de Europa, es un acto de pruden-
—¡Querida mía! no rae regañes, me causaría mu-
cia y de patriotismo, en el que se vé acompañado cha pena. Ya sé que te había jurado que no volve-
por todos los franceses. | rla á hacerlo más. ¡Pero ya has visto á Edmundo,
No acabó su pensamiento porque le parecía mal es tan valiente, es tan guapo! ¡Después, figúrate
hablar de paz delante de un prusiano, aunque fue- que el pobre, herido, enfermo, lejos de su madre!
r a simpático. Pero el deseo de ver llegar la paz ¡Además, nunca ha sido rico y no he podido negar-
reinaba en él como en todas las clases acomoda- me!...
das. Estaban sin fuerzas y sin dinero y era preciso
Enriqueta la escuchaba atontada,
rendirse, y París era objeto de un rencor sordo, —¡Cómo! ¿pero es con el sargento? Pues si todo
porque continuaba resistiéndose. Terminó en voz el mundo cree que eres la querida del prusiano.
baja, haciendo alusión á las palabras de Gam- Gilberta se levantó, secó sus lágrimas y pro-
be testó.
Ü_No no podemos estar con los locos furiosos. Yo —¡La querida del prusiano! eso nunca. Es horri-
estoy con Mr. Thiers, que quiere las elecciones, y ble, me repugna. ¿Por quién me toman? ¿Quién me
en cuanto á su república, no me estorba, la conser- cree capaz de tal infamia? ¡No, no, nunca! ¡preferi-
varemos si es preciso hasta encontrar otra cosa rla morir!
m
Se había puesto muy seria, y después añadió ale-
E l señor Gartlauben continuaba oyéndole, apro gremente:
bando las palabras del fabricante. —Es verdad que me divierto con él. Me adora y
Enriqueta no pudo seguir allí más tiempo, se le- no tengo má3 que mirarle para que me obedezca.
vantó y fué á buscar á Gilberta,que no había vuei- Si vieras qué bueno es buf larse así de un hombre
t0 que parece creer siempre que le van á recomoen-
Á\ entrar en su cuarto la encontró llorando,muy sar.
emocionada.
—Pero es un juego muy peligroso,—dijo Enri ¿Hablaría? ¿Contaría lo que había visto antes de
que se marchara su hijo? La anciana señora se fi-
queta. jaba en su nuera. A pesar de su rigorismo sentía
—¿Lo crees? ¿á qué me expongo? Cuando vea sin duda el mismo consuelo que Enriqueta. Puesto
que no puede obtener nada se incomodará y se irá. que había sido con aquel joven, con aquel francés
Además nunca lo notará. Es uno de esos hombres que se había batido con tanto heroísmo, ¿no debía
que no ofrecen peligro. Es demasiado vanidoso y perdonarla como lo había hecho con el capitán
no creerá nunca que me he burlado de él. Y cuan Beaudoin? Sus miradas se suavizaron, volvió la ca
do se marche, lo único que se llevará será mi re beza. Su hijo podía ausentarse; Edmundo la prote
cuerdo y el consuelo de decir que ha obrado co gería contra el prusiano.
rrectamente. — ¡Hasta la vista! — dijo abrazando á Delaherche.
Se alegraba y añadió: —Haz tus negocios y vuelve pronto.
—Mientras tanto va á hacer que pongan en li Y se fué, entró lentamente en el cuarto donde el
bertad al señor Fouchard y en pago sólo recibirá coronel continuaba ensimismado.
una taza de té en la que yo echaré el azúcar. Aquella misma noche Enriqueta regresó á Remi
Pero de repente volvieron sus temores y las la lly, y tres días después tuvo la alegría de ver al
grimas humedecieron sus ojcs. . sefior Fouchard que volvía tranquilamente á su ca
—¡Dios mío! ¿qué hará la señora Delahercheí sa. Se sentó, comió un pedazo de pan con queso.
¿qué va á ocurrir? No me quiere mucho y es capaz Contestó á todas las preguntas que le dirigían, con
de contárselo todo á mi marido. mucha calma, como hombre que no ha tenido nun-
Enriqueta acabó por tranquilizarse. Secó las la- ca miedo. No había hecho daño á nadie, no podían
grimas de su amiga, la obligó á levantarse üel ca detenerle. Como él no había matado á Goliath, ha
ñapé y á arreglarse el pelo y los vestidos. bía contestado á las autoridades que buscaran al
—¡Escucha, querida, no tengo valor para recon- asesino. Y habían tenido que soltarle, lo mismo que
venirte y sin embargo sabes cuánto te echo en ca al alcalde, puesto que no tenían pruebas contra
ra tu conducta! Pero me habían asustado tanto con ellos. Pero sus ojos relucían, sentía cierta satisfac-
el prusiano, que lo otro me ha servido de consuelo, ción por haber engañado á aquellos canallas, de
¡Cálmate, todo puede arreglarse! los que empezaba á estar harto, ahora que encon-
Era lo mejor; en aquel momento entró Delaner traban mala la carne que les daba.
che con su madre. Explicó que había enviado a Diciembre concluyó y Juan quiso marcharse.
buscar el coche para hacer el viaje á Bélgica aque Ahora estaba bien de su pierna y el doctor declaró
lia misma tarde, pues quería coger el tren de tíra- que podía ir á batirse. Fué aquello para Enriqueta
selas. Se despidió de su mujer; después volviéndose nna gran pena que trató de ocultar. Desde la des
á Enriqueta: astrosa batalla de Champigny, no habían recibido
—Esté usted tranquila, el señor Gartlauben me ninguna noticia de París. Unicamente sabían que
ha prometido ocuparse de su tío y cuando no esie ei regimiento de Mauricio,- expuesto á un fuego te-
aquí, mi mujer hará el resto. rrible, había perdido muchos hombres. Después,
Desde que la señora Delaherche había entraao, siempre el silencio, no les llegaba ninguna carta,
Gilberta no la perdía de vista, toda angustiad*
Fouchard, para llevarse á Juan y hacer escapar á
cuando sabían perfectamente que algunas familias otro de los vencidos de Sedan, estaba muy conten-
de Sedan y de Raueourt las habían recibido. Acá to. Juan, que no sabía como arreglar la cuestión
so la paloma mensajera que llevaba las noticias de del dinero, aceptó los cincuenta francos que le dió
Mauricio había sucumbido bajo las garras de algún el doctor para hacer el viaje, pues no quiso pedir
ave de rapiña ó de alguna bala prusiana. Pero lo nada á Enriqueta, sabiendo que estaba muy pobre.
que más les apenaba era el presentimiento de que
Para la despedida, el señor Fouchard quiso ha-
había muerto. El silencio de la gran ciudad, muda, cer bien las cosas. Encargó á Silvina trajera dos
cerrada por los prusianos, se había convertido con botellas de vino, y quiso que todo el mundo echara
la angustia, en un silencio de tumba. Habían perdi un trago de vino para lograr la exterminación de
do la esperanza de obtener noticias, y cuando Juan los alemanes. El, rico ya, tenía s u dinero escondido
expresó ei deseo formal de marcharse, Enriqueta y tranquilo desde que los voluntarios de los bos-
no pudo reprimir esta exclamación: ques de Dieulet habían desaparecido, perseguidos
—¡Dios mío! todo se acaba, ¡voy á quedarme sola! como fieras, no tenía más que el deseo de gozar
El deseo de Juan era unirse al ejército del Norte, tranquilamente de su fortuna en cuanto se hiciera
que el general Faídherbe había reorganizado. Des- la paz. Hasta en un momento de generosidad pagó
de que el cuerpo de ejército del general Manteuf á Próspero su soldada, quiso que Silvina bebiese y
fel, había llegado hasta Dieppe, este ejército defen chocase su copa con la suya: Silvina con quien ha-
día tres departamentos separados del resto de bía tenido la idea de casarse, al verla tan prudente
Francia, el Norte, el Paso-de Calais y el Somme; y y tan trabajadora. ¿Pero para qué? Comprendía
el proyecto de Juan era de muy fácil ejecución, se que no se movería de allí, cuando Chariot creciese
reducía á ir á Bouillon y dar la vuelta á Bélgica. y fuese soldado. Y cuando bebió con el doctor, con
Sabía que se acababa de organizar el 23.° cuerpo, Juan y con Enriqueta añadió:
con todos los antiguos soldados de Sedan y de Mete p—¡A la salud de todos! ¡que todos hagan sus ne-
que lograban escaparse. Había oido decir que el gocios y no se encuentren peor que yo!
general Faidherbe, tomaba la ofensiva, y señalo Enriqueta quiso acompañar á Juan hasta Sedan.
para su marcha el domingo siguiente, en cuanto Iba vestido con paletó y sombrero redondo que le
supo el resultado de la batalla de Pont Noyelle, esa prestó el doctor. Aquel día brillaba el sol sobre la
batalla, de un resultado indeciso, que los franceses nieve y el frío era muy intenso. Sólo debían atra-
habían estado á punto de ganar. vesar la ciudad, pero cuando Juan supo que suco-
El doctor Dalichamp se ofreció á llevar á Juan ronel continuaba'en casa de Delaherche, quiso ir á
á Bouillon en su coche. Tenia un valor y una bon saludarle y al mismo tiempo daría las gracias al
dad inagotables. En Raueourt, donde hacía estra- fabricante por sus bondades. Y recibió allí una úl-
gos el tifus, llevado allí por los bávaros, tema en tima y dolorosa sensación, en aquella ciudad de
fermos en todas las casas, además de los de las dos desastre y de duelo. Al llegar á la fábrica de la ca
ambulancias que visitaba. Su patriotismo ardiente, He de Maqua, encontraron la casa trastornada por
la necesidad de protestar contra las inútiles violen- «n suceso trágico. Gil berta estaba atontada, la se
cias, le proporcionaron dos veces el disgusto de SJ ñora Delaherche lloraba, mientras que su hijo que
detenido. Así es que al llegar á la casa del señor
subía de los talleres donde había vuelto á comen Prusia, después de haber pasado el Sena por Ville
zar el trabajo, lanzaba exclamaciones de sorpresa. neuve Saint Georges, se dirigía á Versalles. Y en
Habían encontrado al coronel en el suelo del cuar- aquella hermosa mañana de Septiembre; cuando el
to. muerto, caído como una masa. La lámpara con- general Ducrot á quien se había dado el mando del
tinuaba ardiendo. El médico á quien habían llama_ 14o cuerpo, resolvió atacar al segundo ejército ale
do, no pudo comprender de qué había muerto. Ni mán, durante su marcha de flanco, el nuevo regi-
aneurisma ni congestión. El coronel había fallecido miento de Mauricio, el 115°, que estaba acampado
sin que nadie supiera cómo, y al día siguiente en- en los bosques, á la izquierda de Meudon, no reci
contraron un pedazo de periódico que había serví bió la orden de marchar sino cuando era ya segu-
do para encuadernar un libro, donde se daba cuen- ro el desastre. Habían bastado unas cuantas grana-
ta de la rendición de Metz. das; un pánico espantoso se había apoderado de un
—Querida,—dijo Gilberta á Enriqueta,—el señor batallón de zuavos, compuesto de reclutas, comu-
Gartlauben, al pasar delante de la puerta donde nicándose al resto de las tropas, las cuales no pa
descansa el cuerpo de mi tío, le ha saludado... M- raron de correr hasta París, donde fué inmensa la
alarma. Se habían perdido todas las posiciones de
mundo le ha visto. ¿No es verdad que es un hom la parte del Sur, y aquella misma noche fué corta-
bre muy correcto? . da la línea telegráfica del ferrocarril del Oeste, la
Juan no había abrazado nunca á Enriqueta. An- única que aun no lo estaba. París quedaba separa-
tes de subir al coche, con el doctor, quiso darla las do del mundo.
gracias por sus buenos cuidados y por haberle
atendido como si hubiera sido su hermano. Pero no Aquella noche fué muy triste para Mauricio. Si
encontró palabras adecuadas: abrió los brazos y la los alemanes se hubiesen atrevido, habrían acam-
abrazó llorando. Ella estaba inconsolable y le de- pado en la plaza del Carrousel. Pero eran gente de
volvió el beso. Cuando el coche empezó á andarle gran prudencia y habían decidido poner sitio en
volvió, se saludaron con las manos mientras de sus toda regla. El ejército del Meuse se extendía por
bocas salían las palabras: el Norte, desde Croissy hasta el Marne. pasando
—¡Adiós, adiós! ...por Epinay; el tercer ejército cubría la línea desde
Aquella noche, al volver Enriqueta á Kemiiiy, Chenneviéres hasta Cbatillón, y el cuartel general,
con el rey Guillermo, Bismarck y el general Molt-
estuvo de servicio en la ambulancia. Durante su ke, se había establecido en Versalles. Aquel gigan-
larga velada las lágrimas corrieron por sus meji- tesco bloqueo, en el cual no se creía, era un hecho
llas y lloró, lloró mucho, ahogando sus penas, ta- consumado. La capital, con su recinto fortificado
pándose la cara con sus manos. de ocho leguas y media de perímetro, con sus quin-
VII ce fuertes y sus seis reductos destacados, iba á en-
contrarse como encarcelada. Y el ejército de de-
Al día siguiente de la batalla de Sedán, los dos fensa no contaba sino con- los cuerpos 13° y 14»,
lúe reunían entre los dos una fuerza de ochenta
ejércitos alemanes se habían puesto en marcha to- mil soldados, á los cuaies había que agregar los
d a París, dirigiéndose el del Meuse por la c g * g
del Marne, mientras que el del principe real de Desastre - Tomo II—18
subía de los talleres donde habla vuelto á comen Prusia, después de haber pasado el Sena por Ville
zar el trabajo, lanzaba exclamaciones de sorpresa. neuve Saint Georges, se dirigía á Versalles. Y en
Habían encontrado al coronel en el suelo del cuar- aquella hermosa mañana de Septiembre; cuando el
to. muerto, caído como una masa. La lámpara con- general Ducrot á quien se había dado el mando del
tinuaba ardiendo. El médico á quien habían llama_ 14o cuerpo, resolvió atacar al segundo ejército ale
do, no pudo comprender de qué había muerto. Ni mán, durante su marcha de flanco, el nuevo regi-
aneurisma ni congestión. El coronel había fallecido miento de Mauricio, el 115°, que estaba acampado
sin que nadie supiera cómo, y al día siguiente en- en los bosques, á la izquierda de Meudon, no reci
contraron un pedazo de periódico que había serví bió la orden de marchar sino cuando era ya segu-
do para encuadernar un libro, donde se daba cuen- ro el desastre. Habían bastado unas cuantas grana-
ta de la rendición de Metz. das; un pánico espantoso se había apoderado de un
—Querida,—dijo Gilberta á Enriqueta,—el señor batallón de zuavos, compuesto de reclutas, comu-
Gartlauben, al pasar delante de la puerta donde nicándose al resto de las tropas, las cuales no pa
descansa el cuerpo de mi tio, le ha saludado... M- raron de correr hasta París, doisde fué inmensa la
alarma. Se habían perdido todas las posiciones de
mundo le ha visto. ¿No es verdad que es un hom- la parte del Sur, y aquella misma noche fué corta-
bre muy correcto? . da la línea telegráfica del ferrocarril del Oeste, la
Juan no había abrazado nunca á Enriqueta. An- única que aun no lo estaba. París quedaba separa-
tes de subir al coche, con el doctor, quiso darla las do del mundo.
gracias por sus buenos cuidados y por haberle
atendido como si hubiera sido su hermano. Pero no Aquella noche fué muy triste para Mauricio. Si
encontró palabras adecuadas: abrió los brazos y la los alemanes se hubiesen atrevido, habrían acam-
abrazó llorando. Ella estaba inconsolable y le de- pado en la plaza del Carrousel. Pero eran gente de
volvió el beso. Cuando el coche empezó á andarle gran prudencia y habían decidido poner sitio en
volvió, se saludaron con las manos mientras de sus toda regla. El ejército del Meuse se extendía por
bocas salían las palabras: el Norte, desde Croissy hasta el Marne. pasando
—¡Adiós, adiós! ...por Epinay; el tercer ejército cubría la línea desde
Aquella noche, al volver Enriqueta á Kemmy, Chenneviéres hasta Chatillón, y el cuartel general,
con el rey Guillermo, Bismarck y el general Molt-
estuvo de servicio en la ambulancia. Durante su ke, se había establecido en Versalles. Aquel gigan-
larga velada las lágrimas corrieron por sus meji- tesco bloqueo, en el cual no se creía, era un hecho
llas y lloró, lloró mucho, ahogando sus penas, ta- consumado. La capital, con su recinto fortificado
pándose la cara con sus manos. de ocho leguas y media de perímetro, con sus quin-
VII ce fuertes y sus seis reductos destacados, iba á en-
contrarse como encarcelada. Y el ejército de de-
Al día siguiente de la batalla de Sedán, los dos fensa no contaba sino con- los cuerpos 13° y 14»,
que reunían entre los dos una fuerza de ochenta
ejércitos alemanes se habían puesto en marcha to- mil soldados, á los cuaies había que agregar los
d a París, dirigiéndose el del Meuse por la c g * g
del Marne, mientras que el del principe real de Desastre - Tomo II—18
catorce mil hombres de la marina, los quince mil rosas. Declarábase una crisis de nervosidad enfer
de los cuerpos francos, y los ciento quince mil de miza, una fiebre epidémica que exageraba lo mis-
la guardia móvil, sin contar los trescientos mil mo el miedo que la confianza y que al menor soplo
guardias nacionales repartidos entre los nueve sec- hacía que se desbocase la bestia humana. Y Mau-
tores de las muralla?. Era una muchedumbre ar- ricio presenció en la calle de los Mártires una es-
mada, pero faltaban los soldados aguerridos y dis- cena que le impresionó mucho: el asalto, dado por
ciplinados. París no era ya más que un inmenso gente enfurecida á una casa, en cuyas guardillas
campo atrincherado. Se activaban los preparativos se habían visto brillar luces, como si fueran seña-
de defensa, cortándose las carreteras, derribándose les. El día antes, un miserable, que estaba mirando
las casas de la zona militar y poniéndose en bate nn plano de París, había estado á punto de ser víc-
ría dos mil setecientas piezas de artillería. Después tima del furor del pueblo.
del rompimiento de las negociaciones de Ferrieres,
cuando Julio Favre hizo públicas las exigencias de Mauricio, que era antes tan indiferente, se había
Bismarck, la cesión de Alsacia, tres mil millones vuelto receloso. No se desesperaba ya, como la no-
de indemnización, estalló la cólera popular, acia che del pánico de Chatillon, ansiando saber si el
mándose la continuación de la guerra como una ejército francés recobraría la virilidad de batirse.
condición indispensable para la vida de Francia. La salida del 30 de Septiembre hacia Chevilly; la
Aun sin esperanza de vencer, París tenía que de- del 13 de Octubre, en la que los movilizados habían
fenderse para que viviese la patria. tomado á Bagneux: por último, la del 21 de Octu-
bre, en la que su regimiento se había apoderado
Un domingo, á fines de Septiembre, tuvo que ir por un momento del parque de Malmaison, le ha-
Mauricio al otro extremo de la capital, y al ver el blan devuelto toda su confianza, aquella llama de
aspecto que presentaban las calles y las plazas, la esperanza que le consumía. El ejército se había
concibió nuevas esperanzas. Desde la derrota de batido con bravura y todavía podía vencer. Pero
Chatillon le parecía que los parisienses habían to el sufrimiento de Mauricio, reconocía por causa la
mado bríos para la obra magna. ¡Ah! aquel París facilidad con que pasaba París desde la ilusión ex-
que el conoció, tan ansioso de gozar, tan próximo trema al desaliento más grande, dominado por el
á cometer las últimas faltas, lo encontraba sereno, miedo de la traición, en su sed de victoria. Los ge-
valiente, decidido á todos los sacrificios! No se nerales Trochu y Ducrot ¿no resultarían los jefes
veían más que uniformes. Como un reloj gigantes- ineptos, los causantes inconscientes de la derrota?
co cuyo muelle real ha saltado, la vida social se El mismo movimiento que había derribado al im-
había paralizado de repente, la industria, el comer perio, amenazaba dar al traste con el gobierno de
cío, los negocios; y solo quedaba una pasión, la vo- la Defensa Nacional; una impaciencia de los exal
luntad de vencer, el único asunto de que se habla tados por coger el poder, para salvar á Francia.
ba, que enardecía los corazones y la cabeza, en las Julio Favre y sus colegas eran ya más impopula-
reuniones públicas, en las veladas de los cuerpos res que los antiguos ministros de Napoleón III. Ya
de guardia, entre los grupos de gente que obstruían que no querían batir á los prusianos, debían dejar
las aceras. Todo se volvían ilusiones que arrastra el puesto á otros, á los revolucionarios, seguros de
ban á aquel pueblo al peligro de las locuras gene vencer, decretando el levantamiento en masa, pro-
Sedán más vergonzoso todavía. Y al día siguiente,
tegiendo á los inventores que ofrecían minar las | cuando supo los sucesos de la Casa Consistorial, el
afueras ó aniquilar al enemigo con una lluvia de , triunfo momentáneo de los revoltosos, la detención,
fuego griego. 1 durante algunas horas, de los individuos del go-
La víspera del 31 de Octubre, Mauricio estaba bierno de la Defensa Nacional, salvados por un
dominado por aquel mal de la desconfianza y del cambio de actitud del vecindario de París, Mauri-
ensueño. Aceptaba ideas que antes le hubieran he- cio sufrió el fracaso de aquella Comunne de la que
cho reir. ¿Por qué? ¿Acaso no tenían límites la es- tal vez hubiera salido la salvación, el llamamiento
tupidez y el crimen? ¿Acaso no era posible el mila- á las armas, la declaración de la patria en peligro,
gro en medio de las catástrofes que trastornaban todos los recuerdos clásicos de un pueblo libre que
el mundo? El alimentaba un gran rencor desde que no quiere morir. Thiers no se atrevió á entrar en
había sabido lo de Froeschwiller; tenía la conmo París, y faltó poco para que hubiera una ilumina-
ción de cada una de las derrotas, el cerebro debili- ción general después del rompimiento de las nego-
tado por tantos días como había pasado sin comer ciaciones.
y sin dormir; casi no sabía si vivía; y la idea de
que tantos sufrimientos tendrían por término otra í El mes de Noviembre se pasó en una impacien-
catástrofe irremediable, le enloquecía, le hacía re cia febril. Hubo acciones de poca importancia, en
troceder á la infancia, arrastrado sin cesar por la las que no tomó parte Mauricio. Vivaqueaba en las
emoción de! momento. ¡La destrucción, el extermi- cercanías de Saint Ouen, y, siempre que podía, se
nio, todo, antes que dar un céntimo de la fortuna, escapaba, devorado por una necesidad continua de
una pulgada del territorio de Francia! Estaba aca noticias. París esperaba, lleno de ansiedad, como
bando de hacer la evolución que, bajo la impresión él. La elección de los alcaldes parecía haber cal-
de las primeras batallas perdidas, se había llevado mado las pasiones políticas; pero casi todos los
la leyenda napoleónica, el bonapartismo sentimen electos pertenecían á los partidos avanzados y
tal que debía á las narraciones épicas de su abuelo. aquello era un síntoma muy malo para el porvenir.
Ni siquiera admitía ya la república teórica y pru- Lo que esperaba París, era la gran salida, tan re-
dente; se apasionaba por las violencias revolucio clamada, la victoria, la liberación. Nadie tenía du-
narias; creía en la necesidad del terror para acabar das; los prusianos serian arrollados. Se habían he-
de una vez con los ineptos y con los traidores que cho preparativos en la península de Gennevillers,
estaban matando á la patria. Así fué que el 31 de el punto que se consideraba más favorable para
Octubre estuvo de corazón con los revoltosos, cuan- una embestida. Una mañana se alegró locamente
do se recibieron las noticias desastrosas, una tras ,todo el mundo con las buenas noticias de Coul-
otra: la pérdida de Bourget, tan valerosamente to- miers. Se decía que el ejército del Loire había
mado por los voluntarios de la Prensa en la noche avanzado hasta Etampes. No se pensaba ya más
del 27 al 28; la llegada de M. Thiers á Versalles, que en ir á reunirse con él, al otro lado del Marne.
de regreso de su viaje á las capitales de Europa, Se hablan reorganizado las fuerzas militares, créa-
de donde volvía, según sé susurraba, para entrar lo tres ejércitos; el primero compuesto de los bata-
en negociaciones en nombre de Napoleón III; por Iones de la guardia nacional, á las órdenes del ge-
último, la rendición de Metz, el último golpe, otro neral Clemente Thomas; el segundo, formado con
los cuerpos 13o y 14° y otro de nueva creación, romperlo. Pero París, en su fiebre de desesperación,
mandado por el general Ducrot; por último, el ter- encontraba nuevas fuerzas para resistir. Empezaba
cero, el de reserva, compuesto únicamente de mo- á amenazar el hambre. Desde mediados de Octu-
vilizados y confiado á la pericia del general Vinoy. bre, la carne estaba racionada. En Diciembre no
Y Mauricio tenía una íe absoluta cuando el 28 de quedaba ni una sola cabeza de ganado, y se mata-
Noviembre su regimiento fué á vivaquear al bos- ban caballos. Las requisas de harinas y de trigo
que de Yincennes. Allí estaban los tres cuerpos del debían dar cuatro meses de pan. Cuando se acabó
segundo ejército. Se contaba que la cita dada al la harina fué preciso construir molinos en las esta-
ejército del Loire era para el día siguiente, en Fon- ciones de ferrocarriles. Faltaba también combusti-
tainebleau. Después hubo las faltas de siempre, ór ble; se le reservaba para moler los granos, para co-
denes mal dadas, una crecida repentina que impi cer el pan, y para fabricar las armas. Y París, sin
dió echar los puentes de barcas. El 115° fué uno de gas, alumbrado por lámparas de petróleo, París ti-
los primeros regimientos que pasaron el río; y á ritando debajo de su capa de hielo, París á ración
las diez, en medio de un fuego espantoso, Mauricio de pan negro y de carne de caballo, esperaba á pe-
entró en la aldea de Champigny. Estaba como loco, sar de todo; hablaba de Faidherbe en el Norte, de
su fusil le quemaba los dedos, á pesar del frío te Chanzy en el Centro, de Bourbaki en el Este, como
rrible. Su único deseo era seguir marchando de si algún prodigio fuera á llevarles á París, victo-
trente, hasta encontrarse con los camaradas de riosos. Delante de las panaderías y de las carnice-
provincias. Pero el ejército había tenido que dete- rías, las largas hileras de gente que esperaba, en
nerse delante de las tapias de los parques de medio de la nieve, se alegraban, de cuando en cuan
Coeuilly y de Villiers, tapias de medio kilómetro, do, con la noticia de grandes victorias imaginarias.
transformadas por los prusianos en fortalezas in- Después del abatimiento de cada derrota renacía
expugnables. Todos los esfuerzos se estrellaron la ilusión tenaz entre aquella multitud hambrienta.
allí. El tercer cuerpo se había retrasado; el prime- Un soldado que habló de rendirse, en la plaza del
ro y el segundo se sostuvieron dos días en Cham- Chatelet, estuvo á punto de ser destrozado por las
pigny, pero tuvieron que abandonarlo el 2 de Di turbas. Mientras que el ejército, desalentado y
ciembre por la noche. Todo el ejército volvió á viendo acercarse el fin, pedía la paz, el vecindario
acampar en el bosque de Víncennes; y Mauricio, reclamaba todavía la salida en masa, la salida to-
con los pies entumecidos, tendido boca abajo, se rrencial, el pueblo entero, las mujeres, hasta los
echó á llorar. niños, lanzándose contra los prusianos, como un rio
desbordado que lo arrastra todo.
¡Qué días tan tristes, después de aquel tremendo
fracaso! La gran salida, preparada hacía tanto Y Mauricio se aislaba de sus camaradas, cobran-
tiempo, la embestida irresistible que debía salvar á do cada vez más odio á su oficio de soldado, que le
París, había resultado infructuosa; y tres días des- recluía al abrigo de Mont Valerien, ocioso é inútil.
pués, una carta del general Moltke anunciaba que Aprovechaba todas las ocasiones que se le presen-
el ejército del Loire había tenido que abandonar á taban para ir á aquel París, donde estaba su cora-
Orleans por segunda vez. El círculo se estrechaba zón. No se encontraba á gusto sino en medio de la
cada vez más, sin que hubiera ya posibilidad de multitud. Muchas veces, iba á ver salir los globos,
que, cada dos días se elevaban de la estación del día, París rompiendo sus diques, ahogando á los
Norre, llevando palomas mensajeras y pliegos. Los prusianos en la oleada colosal de su pueblo. No hu-
globos subían y desaparecían en el triste cielo de bo más remedio que ceder á aquel deseo de valor,
invierno; y cuando el viento los empujaba hacia á pesar de la seguridad de una nueva derrota; pero
Alemania; se oprimían los corazones.Debían haber- á fin de disminuir la matanza, no se mandó marchar
se perdido muchos. Mauricio había escrito dos ve- con el ejército activo, sino á los cincuenta y nueve
ces á su hermana Enriqueta, sin saber si recibiría batallones de la guardia nacional movilizada. En
las cartas. El recuerdo de su hermana y el de Juan los boulevares y en los Campos Elíseos, una multi-
estaban tan remotos,allá abajo,en el fondo de aquel tud inmensa miraba desfilar los regimientos que,
vasto mundo de donde no llegaba ya nada, que rara con la música á la cabeza, entonaban himnos pa-
vez pensaba en ellos, como afecciones dejadas en trióticos. Niños y mujeres les acompañaban. Los
otra existencia. La tempestad continua de abati- hombres les animaban con aclamaciones entusias-
miento y de exaltación en que vivía, llenaba dema- tas. Al día siguiente todo París corrió hacia el Arco
siado su sér. En los primeros días de Enero se apo- del Triunfo, y sintió una especie de locura, de es-
deró de él otra exasperación, la del bombardeo de peranza, al recibir la noticia de la toma de Montre
los barrios de la orilla izquierda. Había acabado tout. Se referían cosas increíbles acerca del arran-
por atribuir á motivos de humanidad, los retrasos que irresistible de la guardia nacional. Se asegura-
de ios prusianos, debidos sencillamente a dificulta ba que los prusianos habían sido desbaratados, y se
des de instalación. Desde que una granada había anunciaba la toma de Versal les. ¡Qué desengaño
matado á dos niñas en el Val de Grace, Mauricio más terrible cuando, al anochecer, se supo el fraca
estaba poseído de un desprecio furioso contra aque- so inevitable!Mientras que la columna de la izquier
llos bárbaros que asesinaban á los niños,y que ame da ocupaba á Montretout, la del centro, que había
nazaban con quemar los museos y las bibliotecas. saltado las tapias del parque de Buzenval, se estre
Pasados I03 primeros días de espanto, París reanu- Haba contra otra tapia interior. El deshielo y una
daba, en medio del bombardeo, su vida heroica de llovizna continua habían puesto intransitables las
obstinación. carreteras, y los cañones, aquellos cañones fabrica
dos por suscripción popular, no pudieron pasar. La
Desde el desastre de Champigny no había habido columna de la derecha, que había entrado en ac
más que otra tentativa desgraciada, por la parte ción muy tarde, se quedó atrás. El general Trochu
del Bourget; y la noche en que tuvo que desalojar- tuvo que dar la orden para la retirada general. Se
se la meseta de Avron, Mauricio se irritó, como abandonó á Montretout y á Saint Cloud. Los prusia-
toda la ciudad. La racha de impopularidad que ame nos incendiaron á Saint Cloud. Y al hacerse de no
nazaba llevarse al general Trochu y al gobierno de che, el horizonte de París se iluminó con aquel in
la Defensa nacional, se aumentó hasta el punto de menso incendio.
obligarles á intentar un esfuerzo supremo é inútil.
¿Por aué se negaban á hacer entrar en fuego á los Aquella vez Mauricio comprendió que todo había
trescientos mil guardias nacionales que no cesaban acabado. Durante cuatro horas, en medio del fuego
de reclamar su parte en el peligro? Era la salida terrible de las trincheras prusianas había permane
torrencial que se estaba exigiendo desde el primer cido en el parque de Buzenval, entre las filas de la
guardia nacional; y cuando volvió é París, ponderó De repente el 29 de Enero, París supo que, des-
el valor de aquella fuerza. Efectivamente, la guar- de la antevíspera, estaba Julio Favre en tratos con
dia nacional se había portado con bizarría. Y sien- Bismarck para conseguir un armisticio; y, al mis-
do asi, ¿de qué procedía la derrota, sino de la estu- mo tiempo, se enteró de que no quedaba pan sino
pidez y de la traición de los jefes? En la calle de para diez días. La capitulación brutal se imponía.
Rívoli encontró Mauricio grandes grupos que grita París, estupefacto al saber la verdad, dejó obrar.
ban: ¡Abajo Trochu! ¡Viva la Commune! Era el des- Apuel mismo día, á la noche, se disparó el último
pertar de la pasión revolucionaria, una nueva ma- cañonazo. Cuando los alemanes ocuparon los fuer-
nifestación de la opinión, tan alarmante, que el Go- tes, el regimiento de Mauricio volvió á acampar,
bierno de la Defensa Nacional, para no caer, tuvo cerca de Montrouge, dentro del recinto fortificado.
que obligar al general Trochu á presentar su dimi- Y entonces empezó para Mauricio una existencia
sión, y nombró en su lugar al general Vinoy. Aquel vaga, llena de holganza y de fiebre. La disciplina
mismo día, en una reunión pública de Belleville, en se había relajado mucho; los soldados se desbanda-
la que había entrado Mauricio, oyó reclamar de ban, vagaban sin objeto fijo, esperando el momento
nuevo el ataque en masa. Demasiado sabía él que de recibir su licencia. Pero Mauricio seguía inquie-
aquello era una locura, y sin embargo, le impresio- to, nervioso é irritable. Leía con avidez los periódi-
nó aquella obstinación. Pasó la noche soñando con cos revolucionarios, y aquel armisticio de tres se-
prodigios. manas, pactado con el único objeto de que Francia
pudiera nombrar una Asamblea para acordar la
Transcurrieron ocho días más. París agonizaba paz, le parecía una asechanza, una traición final.
sin exhalar ni una queja. Las tiendas no se abrían Aunque París se viese obligado á capitular, él esta-
ya; los pocos transeúntes no encontraban coches ba, con Gambetta, por la continuación de la guerra
en las calles desiertas. Habían sido comidos cuaren- en el centro y en el Norte. El desastre del ejército
ta mil caballos; los perros, los gatos y las ratas se del Este le puso furioso. Las elecciones acabaron
pagaban muy caros. Desde que se había acabado de desesperarle. Era lo que él había previsto, las
el trigo, el pan, hecho con arroz y avena,era un pan provincias cobardes, irritadas con la resistencia de
negro, viscoso,de difícil digestión; y para conseguir París, ansiando la paz,restableciendo la monarquía,
la ración, reducida á 300 gramos, las colas intermi- bajo los cañones de los prusianos. Después de las
nables delante de las panaderías se hacían morta- primeras sesiones de Burdeos, Thiers, elegido en
les. ¡Cuánta lástima inspiraban aquellas pobres mu- veintiséis departamentos, aclamado jefe del poder
jeres, esperando horas y horas á la intemperie! La ejecutivo, fué á los ojos de Mauricio el monstruo, el
mortalidad había triplicado; los teatros estaban con- hombre de todas las mentiras y de todos los críme-
vertidos eh hospitales, Desde el anochecer los an nes. Y ya no se inquietó; aquella paz, hecha por una
tiguos barrios aristocráticos quedaban silenciosos Asamblea monárquica, le parecía el colmo de la
y á obscuras, como si fueran arrabales de una ciu- vergüenza; deliraba con sólo la idea de las durísi-
dad maldita, asolada por la peste. Y en aquel silen- mas condiciones, la indemnización de los cinco mil
cio, en aquella obscuridad, sólo se oía el continuado millones. Metz entregado, la Alsacia cedida, el oro
fragor del bombardeo, sólo se veían los fogonazos
de los cañones.
m m ^ ü é m e m
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Y la sangre de Francia corriendo por aquella heri- sado de repente á una vida de holganza completa,
da incurable. en el aislamiento en que se hallaba del mundo ente-
Entonces, en los últimos días de Febrero, Mauri- ro. Mauricio hacía lo mismo que los demás; andaba
cio se decidió á desertar. Un artículo del tratado todo el día de acá para allá, respiraba el aire vicia-
decía que los soldados acampados en París serían do de todos los gérmenes de locura que se despren-
desarmados y mandados á sus casas. El no esperó; dían de la multitud. La libertad ilimitada de que se
le parecía que le arrancarían el corazón si salía de disfrutaba, acababa de destruirlo todo. Mauricio leía
aquel París glorioso, que sólo había cedido al ham- los periódicos, frecuentaba las reuniones públicas,
bre; y desapareció, tomó, en la calle des Orties, en se encogía de hombros cuande oía disparates y se
lo alto de la Butte des Moulins, en una casa de seis afirmaba, cada vez más, en su resolución de sacri
pisos, un cuartito amueblado, una especie de torre- fiearse por lo que él creía que era la verdad y la
cilla, desde donde se veía el mar sin límites de los justicia. Y en su cuartito, desde donde dominábala
tejados, desde las Tullerías hasta la Bastilla. Un ciudad, se ponia á soñar en la victoria, figurándose
antiguo compañero de la Facultad de Derecho le que había posibilidad de salvar á Francia y á la
había prestado cien francos. Se alistó en un bata- República mientras no estuviese firmada la paz.
llón de la guardia nacional, y con el franco y me-
dio de la paga tendría bastante. Le horrorizaba el Los prusianos iban á entrar en París el 1.® de
pensamiento de una existencia tranquila y egoísta Marzo. Un prolongado grito de execración y de có-
en provincias. Hasta las cartas que recibía de su lera salía de todos los pechos. Mauricio no asistía á
hermana Enriqueta, á quien había escrito inmedia- una reunión pública en que oyese acusar á la Asam
tamente después del armisticio, le incomodaban, blea, á Thiers, á los hombres del 4 de Septiembre,
con sus súplicas, con el deseo ardiente de volver á de aquella afrenta suprema, que no habían querido
Remilly. El se negaba, iría más tarde, cuando ya evitar á la gran ciudad heroica. El mismo, una no-
no estuvieran allí los prusianos. che se exaltó hasta el extremo de tomar la palabra
para decir que París entero debía ir á morir en las
Y la vida de Mauricio fué una vida de ociosidad murallas antes que dejar entrar á un solo prusiano.
y de fiebre. Ya no le atormentaba el hambre. Había En aquel pueblo, entregado á una ociosidad llena
devorado con delicia el primer pan blanco. París, de pesadillas, después de haber pasado muchos me
alcoholizado, donde no había faltado ni el aguar- Bes de angustia y de hambre, la insurrección salía
diente ni el vino, vivía en una borrachera conti- así naturalmente, se organizaba á la luz del día.
nuada, Pero seguía estando preso, con las puertas Era una de esas crisis morales que siempre se han
guardadas por los alemanes. Una complicación de observado después de los grandes sitios, el exceso
formalidades impedía la salida. Ni la vida social, del patriotismo engañado, que, después de haber
ni el trabajo, ni los negocios se habían reanudado; enardecido inútilmente las almas, se cambia en una
y allí estaba un pueblo entero, sin hacer nada, aca necesidad de venganza y de destrucción. La junta
bando de perder la cabeza al claro sol de la prima central, elegida por los comisionados de la milicia
vera naciente. Durante el sitio, por lo menos, el ciudadana, acababa de protestar coutra toda ten ta
servicio militar fatigaba los miembros, ocupaba la tiva de desarme. En la plaza de la Bastilla se veri-
cabeza; mientras que ahora el vecindario había pa ficó una gran manifestación; bandera roja, diseur-
sos violentísimos, un gentío inmenso, un agente de cando á su hermano que la diese noticias de Juan
policía asesinado, arrojado al cana!, rematado á en cuanto lo viese. Entonces Mauricio, con aquella
pedradas. Y dos días después, el 27 de Febrero por carta en la mano, cayó en una meditación tierna.
la noche, Mauricio, despertado por el toque de lla- ¡Enriqueta y Juan, su hermana idolatrada, su her-
mada, vió pasar por el boulevard de Batignolles mano de desgracias y de penalidades! ¡Qué lejos
cuadrillas de hombres y mujeres que arrastraban estaban d e sus pensamientos aquellos seres queri-
cañones; él mismo se puso á tirar de una pieza, con dos, desde que la tempestad habitaba en él! Sin em-
otros veinte, al oir que el pueblo había ido á coger bargo, como su hermana le advertía que no había
aquellos cañones en la plaza Wagram, para que la podido dar á Juan las señas de la calle de las Or
Asamblea no los entregase á los prusianos. Había ties, se propuso buscarlo aquel mismo día, yendo á
ciento setenta. El pueblo los arrojó con cuerdas, los preguntar á las oficinas militares. Pero no hacía
empujó con los puños, los subió hasta lo alto de más que poner el pie en la calle cuando se encontró
Montmartre en un arranque feroz de horda bárbara con dos camaradas de su batallón que le enteraron
que salva á sus dioses. El 1 o de Marzo, cuando los de io ocurrido por la noche y de lo que estaba ocu-
prusianos tuvieron que contentarse con ocupar por rriendo en Montmartre. Y los tres salieron á la ca-
veinticuatro horas el barrio de los Campos Elíseos, rrera, medio locos.
encerrados como un rebaño en un redil, París no
se movió, quedando las calles desiertas, las casas ¡Ah! ¡Qué exaltación tan decisiva produjo en
cerradas, la ciudad muerta, envuelta en el inmenso Mauricio aquella jornada del 18 de Marzo! Más tar
crespón de su luto. de no pudo acordarse bien de lo que había dicho,
ni de lo que había hecho. Primero se veía corrien-
Pasaron otras dos semanas. Mauricio no sabía ya do. furioso por la sorpresa militar que se había in-
cómo se deslizaba su vida, en espera de algo inde tentado, antes del amanecer, para desarmar á Pa-
finido y monstruoso que veía venir. La paz estaba rís, recuperando los cañones de Montmartre. Hacía
hecha; la Asamblea debía empezar sus sesiones en dos días que Thiers, de regreso de Burdeos, medita-
Versal les el 20 de Marzo; y. sin embargo, para él ba evidentemente aquel golpe de mano, para que
no había concluido nada; alguna revancha tremen- la Asamblea pudiese sin temor proclamar la mo-
da iba á empezar. El 18 de Marzo, al levantarse, narquía en Versalles. Mauricio volvía á verse en
recibió una carta de Enriqueta, suplicándole de Montmartre á las nueve de la mañana, enardecido
nuevo que fuera á Remilly, amenazándole tierna- por los triunfos que le contaban, la llegada furtiva
mente con ir ella misma á buscarle, si tardaba mu de las tropas, el retraso de los tiros de caballos, que
cho en darle aquella gran alegría. Después le ha- había dado tiempo á la guardia nacional para to-
blaba de Juan; le contaba que éste se había separa mar las armas, los soldados sin atreverse á hacer
do de ella, á fines de Diciembre, para incorporarse fuego contra las mujeres y los niños, poniendo ha-
al ejército del Norte, había caído enfermo con ca- cia arriba las culatas de los fusiles, fraternizando
lenturas en un hospital de Bélgica; y que acababa con el pueblo. Luego, andaba á la ventura por Pa-
de tener carta suya diciéndole qué, á pesar de su rís, y al mediodía conocía que éste pertenecía á la
estado de debilidad salía para París, donde pensaba Commune. Thiers y los ministros habían huido á
volver á hacer servicio. Enriqueta terminaba supli Versailles, con treinta mil hombres del ejército;
desertaron cinco mil. A eso de las cinco y media,
Mauricio se encontraba en el boulevard exterior, Los ojos de Juan se arrasaron en lágrimas.
en medio de un grupo de energúmenos, escuchando * —¡Muchacho, cuánto me alegro de verte! Yo tam-
sin indignación el relato del fusilamiento de los ge- bién he andado buscándate, pero ¿quién te encon-
nerales Lecomte y Clemente Thomas. ¡An! ¡Genera- traba en esta Babilonia?
les! Se acordaba de los de Sedan, vividores é inep- La gente se impacientaba y Mauricio se volvió:
tos. ¡Uno más ó menos qué importaba eso! Y el —Ciudadanos, dejadme que les hable. Respondo
resto del día acababa en la misma exaltación, que de ellos. »
desfiguraba para él todas las cosas, una insurrec- Cogió las manos de su amigo, y le dijo en voz
ción que hasta los adoquines parecían haber queri- baja:
do, triunfante por una fatalidad imprevista y que á —Te'quedas con nosotros ¿no es verdad?
las diez dé la noche se había hecho dueña de las Juan se sorprendió mucho.
Casas Consistoriales, donde se había instalado la —¿Con vosotros?
Junta Central. Escuchó por un momento sus - quejas contra el
Un recuerdo quedaba, sin embargo, muy claro gobierno y contra el ejército, y sus explicaciones
en la memoria de Mauricio: su encuentro repentino acerca del modo de salvar á la República. Y con-
con Juan. Hacía tres días que este último se halla- forme se esforzaba por comprenderle, su plácida
ba en París, á donde había llegado sin un céntimo, fisonomía de campesino ignorante tomaba una ex-
extenuado por las calenturas que le habían tenido presión de sentimiento.
dos meses en un hospital de Bélgica; y, casi en se- —No, no, si es para esa tarea, no me quedo!... Mi
guida, habiendo encontrado á un antiguo capitán eapifcáu me ha dicho que vaya con mi gente á Vau-
del 106«, el capitán Ravaud, se afilió en la compañía girard, y allí voy. Aunque estuviera allí el demonio
del 124«, que éste mandaba. Habían vuelto á darle con todo el infierno junto, no dejaría de ir. Es na-
los galones de cabo y acaba de salir aquella tarde tural. Debes comprenderlo.
del cuartel del Príncipe Eugenio, con su escuadra, Se echó á reír, y añadió:
para ir á la orilla izquierda, donde estaba recon- —Quien va á venirse con nosotros, eres tú.
centrándose todo el ejército, cuando tuvo que de- Mauricio, enfadado, le soltó las manos. Y los dos
tenerse en el boulevard de San Martín, porque la se quedaron un instante mirándose de hito en hito,
multitud no le' dejaba pasar y quería desarmar á él el uno con la exasperación del acceso de locura que
y á su escuadra. Con mucha serenidad contestó que padecía París entero, aquel mal producido por los
le dejasen en paz, que no tenía que ver con nada de malos fermentos del último reinado, el otro fuerte
aquello y que solo quería cumplir su consigna sin con su buen sentido y con su ignorancia, sin haber-
hacer daño á nadie. Pero hubo un grito de sorpresa, se maleado, porque se había criado en tierra del
Mauricio que se había acercado, daba un abrazo trabajo y del ahorro. Y sin embargo, los dos eran
fraternal á Juan. hermanos, estaban unidos por un vínculo fuerte, y
sintieron lo que Ies sucedía en aquel momento. De
—¡Eres tú!... Mi hermana me ha escrito. Yo q U e . repente una oleada de gente les separó.
ría haber ido esta mañana á preguntar por tí en las
oficinas de Guerra. Desastre — Tomo II - 1 9
estremecimiento de terror en la ciudad. Y en tanto
—¡Hasta la vista, Mauricio! que la revolución triunfante se apoderaba definiti-
—¡Hasta la vista, Juan! vamente de todos los ministerios y de todas las ad-
La masa compacta de un regimiento, el 79o, que ministraciones públicas, Versalles temblaba de có
desembocaba de una calle inmediata, había echado lera y de miedo, el gobierno se daba prisa á reunir
á la multitud á las aceras. Nadie se atrevió á poner- fuerzas militares suficientes para rechazar un ata-
se delante de la tropa. Y la escuadra del 124°, ya que que preveía. Las mejores tropas de los ejérci-
libre, pudo continuar su marcha. tos del Norte y del Loire eran llamadas con premu-
—¡Hasta la vista, Juan! ra, habían bastado diez días para reunir ochenta
—¡Hasta la vista, Mauricio! mil hombres, y la confianza se restableció tan pron-
Se saludaron con la mano. Seguían queriéndose, to, que el 2 de Abril se rompieron las hostilidades,
aunque cedían á la fatalidad violenta de aquella se- siendo tomados por dos divisiones los pueblos de
paración. Puteaux y Courbevoie.
Los días siguientes, Mauricio olvidó su encuentro Sólo al día siguiente fué cuando Mauricio, que
con Juan, en medio de los acontecimientos extraor- había salido con su batallón por la carretera de
dinarios que se precipitaban. El 19, París se desper- Versalles, volvió á ver delante de sí, en la fiebre
tó sin gobierno, más sorprendido que asustado al de sus recuerdos, á Juan, que le decía «Hasta la
saber el pánico que había hecho marchar de Ver vista>. El ataque de los Versalleses había asombra-
salles, durante la noche, al ejército, á los funciona- do é indignado á la guardia nacional. Tres colum-
rios públicos y á los ministros; y como hacía un nas, con una fuerza total de cincuenta mil hombres,
tiempo magnifico, París salió tranquilamente á las habían marchado por Bougival y Meudon. á apode
calles para ver las barricadas. Pareció muy opor- rarse de la Asamblea monárquica y de Thiers el
tuna una alocución de la Junta Central convocando asesino. Era la salida torrencial, con tanto ardor
al pueblo para unas elecciones comunales. Sólo le exigida durante el sitio, y Mauricio se preguntaba
chocó que estuviera firmada por nombres comple á sí mismo dónde volvería á ver Juan, como no fue-
tamente desconocidos. En aquella aurora de la se allá abajo, entre los muertos del campo de bata
Commune, París estaba en contra de Versalles, por lia. Pero la derrota fué inmediata. El batallón de
el resentimiento de lo que había padecido y por las Mauricio llegaba á lo alto de la cuesta de las Pasto-
sospechas que le asaltaban. Empezó la anarquía, ras, en el camino de Rueil, cuando, de repente, ca-
entablándose una lucha entre los alcaldes y la Jun- yeron en las filas algunas granadas, disparadas des-
ta Central. Los esfuerzos de conciliación intentados de el Mont Valerien. Los federados se quedaron sin
por los primeros, resultaron inútiles, mientras que saber lo que les pasaba, unos creían que el fuerte
la Junta, poco segura de tener en su favor á toda estaba ocupado por compañeros suyos, otros conta-
la guardia nacional federada, no hacía más que re- ban que el gobernador se había comprometido á no
clamar modestamente las libertades municipales. hacer fuego. Y un terrible pánico se apoderó de
Los tiros disparados contra la manifestación pacífi- ellos; los batallones se dispersaron, y volvieron á
ca de la plaza Vendóme, las víctimas cuya sangre París á todo correr, mientras que la cabeza de la
había enrojecido el empedrado, causaron el primer
columna, cogida por un movimiento envolvente del
general Vinoy, era acuchillada en Rueil. constituyó solemnemente la Commune en la plazá
Entonces, Mauricio sintió aumentar su odio con- de la villa, Mauricio había querido olvidarlo todo,
tra aquel supuesto gobierno de orden y de l e g a l animado de nuevo por una esperanza sin límites y
dad, que derrotado en todos los encuentros por los renacía la ilusión, en la crisis aguda del mal en su
prusianos, no recobraba el valor sino para atacar paroxismo, en medio de las mentiras de los unos y
á París. ¡Y los ejércitos alemanes estaban todavía de la fe exaltada de los otros.
allí, presenciando aquel hermoso espectáculo de la Durante todo el mes de Abril, Mauricio anduvo
caída de un pueblol Por eso, en la crisis de destruc- tiroteando por las cercanías de Neuilly. La prima-
ción que le invadía, aprobó las primeras medidas vera, adelantada, hacía ya florecer las lilas. Mu-
violentas, la construcción de barricadas en las ca- chos guardias nacianales volvían por la noche con
lles y plazas, el encarcelamiento de los rehenes— un ramo de flores en el cañón del fusil. Entre tanto
el arzobispo, sacerdotes, antiguos funcionarios. Por se había reunido en Versalles tanta tropa, que ha-
una y otra parte empezaban ya las atrocidades; brían podido formarse dos ejércitos, uno de prime-
Versalles fusilaba á los prisioneros, París decretaba ra línea, á las órdenes del mariscal Mac Mahón, y
que, por la cabeza de uno de sus combatientes, ha- otro, de reserva, mandado por el general Vinoy. La
ría caer tres cabezas de rehenes; y la poca cordura Commune contaba con cerca de cien mil guardias
que le quedaba á Mauricio, después de tantos sacu- nacionales movilizados y casi otros tantos sedenta-
dimientos y de tantas ruinas, se la llevaba el viento rios; pero en realidad no había para batirse más
de furor que soplaba por todas partes. La Commu que cincuenta mil. Y de día en día se acentuaba el
ne se le presentaba como una vengadora de los ul- plan de ataque de los versalleses. Después de Neui-
trajes sufridos, como una libertadora, llevando el lly habían ocupado el palacio de Bécon y luego As-
hierro que amputa y el fuego que purifica. Aquello niéree, nada más que para estrechar la linea de
no estaba muy claro en su imaginación, porque lo asedio, porque pensaban entrar por el Point du-
que en él había de instrucción, le evocaba sencilla- Jour en cuanto pudiesen asaltar la muralla por
mente recuerdos clásicos, ciudades libres y triun- aquella parte, bajo los fuegos convergentes del
fantes, federaciones de provincias ricas imponiendo Mont Valerien que estaba en su poder. Todos sus
su ley al mundo. Veía á París reconstituyendo una esfuerzos tendían á tomar el fuerte de Issy, al que
Francia de justicia y de libertad, reorganizando atacaban utilizando las trincheras de los prusianos.
una sociedad nueva, después de haber barrido los Desde mediados de Abril no cesaba el fuego de fu-
restos podridos de la antigua. A decir verdad, los silería y de artillería. En Levallois, en Neuilly, era
nombres de los individuos elegidos para la Com- un combate continuado, un fuego incesante de gue-
mune le habían sorprendido algo, por la extraordi- rrillas, lo mismo de día que de noche. Por el ferro-
naria mezcla de moderados, de revolucionarios de carril de circunvalación se llevaban en vagones
todas sectas á quienes se confiaba la obra magna. blindados piezas de grueso calibre para batir á As-
Conocía á muchas de aquellos hombres y les consi- niéres. Pero en Vanves y en Issy era tremendo el
deraba como unas medianías. Pero el día en que se bombardeo, haciendo temblar todos los cristales
de París, como en los días más terribles del sitio.
- 294 — ción por hilos eléctricos para que una sola chispa
Y cuando el fuerte de Issy cayó en manos del ejér- les prendiese fuego; repuestos inmensos de materias
cito de Versailles, el día 9 de Mayo, entró el pánico inflamables, especialmente petróleo, para transfor
en la Comunne, impulsándola tomar resoluciones mar las calles y plazas en torrentes, en mares de
llamas. La Commune lo había jurado; si entraban
extremas. ., — » , los versalleses, ni uno solo pasaría más allá de las
Mauricio aplaudió la creación de una Junta de barricadas, se abriría el empedrado, se desploma-
salvación pública. Si se quería salvar la patria, ¿no rían los edificios, París quemaría y tragaría á todo
era llegada la hora de las medidas enérgicas? De un mundo.
todas las violencias, sólo una le había oprimido el
corazón; el derribo de la columna Vendóme; y_se El descontento de Mauricio contra la Commune,
acusaba de aquello como de una debilidad de nmo. fué lo que le hizo concebir aquellas ideas propias
Le parecía estar oyendo á su abuelo cuando le rela- de un loco. La Commune le parecía torpe, desaten-
taba las batallas de Marengo, Austerlitz, Jena, M* tada, incoherente, estúpida. De todas las reformas
lau Frieland, Wagram y Moseowa, narraciones sociales que había prometido, no había podido rea-
épicas que todavía le impresionaban. Pero que se lizar ni siquiera una, y era ya seguro que no deja-
arrasara la casa de Thiers el asesino, que se guar ría detrás de sí ninguna obra duradera. Pero lo que
dase á los rehenes como una garantía y una ame más la perjudicaba eran las rivalidades que la des-
naza, ¿qué tenía eso de particular? ¿Acaso no eran garraban, la inquietud en que vivía cada uno de
represalias justas por el bárbaro proceder del go- sus individuos. Muchos de ellos, los moderados, no
bierno de Versalles? Mauricio sentía cada vez más asistían ya á las sesiones. Los otros eran arrastra-
la sombría necesidad de la destrucción, por lo mis dos por los acontecimientos, temblaban ante una
mo que se acercaba el fin de sus ensueños. Si la dictadura posible, estaban en la hora en que los
idea justiciera y vengadora había de ser ahogada grupos de las Asambleas revolucionarias se exter-
en la sangre, que se abriese la tierra, transforma- minan entre si para salvar á la patria. Después de
da, en medio de uno de esos trastornos cósmicos Cluseret, después de Dombrowski, Rossell iba á ha-
que han renovado la vida! ¡Qué se hundiese París, cerse sospechoso. Delescluze, nombrado para el
que ardiera como una inmensa hoguera de holo- cargo de delegado civil del ministerio de la Gue-
causto antes que volviese á sus vicios y á sus mise- rra, no podía hacer nada á pesar de su gran auto-
rias, á aquella antigua sociedad corroída por abo- ridad. Y el gran esfuerzo social vislumbrado abor-
minable injusticia! Mauricio tuvo otro gran ensue taba en el aislamiento que de hora en hora se ex-
ño- la ciudad reducida á cenizas, nada más que ti- tendía al rededor de aquellos hombres que carecían
zones humeantes en las dos orillas, la Haga curada de prestigio y no podían hacer más que atroci-
por el fuego, una catástrofe sin nombre, sin ejenr dft(Í68«
pío, de la que saliese un pueblo nuevo. Así era que En París aumentaba el terror. París, irritado al
cada vez se enardecía más con lo que oía contar,
los barrios minados, las catacumbas atestadas de principio contra Versalles, se iba separando de la
pólvora, todos los monumentos preparados para vo- Commune. El alistamiento forzoso de todos los hom-
larlos, los hornillos de mina puestos en comunica bres de menos de 40 años había exasperado á las
personas pacíficas y determinado una fuga en ma- dia, solía aceptar una copa de cognac. Si tomaba
sa. Se escapaban valiéndose de un disfraz, con do- otra, se exaltaba entre las bocanadas de alcohol
cumentos aisacianos, falsos; en las noches obscuras que le daban en la cara. Era la epidemia creciente,
se descolgaban por las murallas con cuerdas y es- la borrachera crónica, herencia del primer sitio; un
calas. Hacía mucho tiempo que se habían marcha- vecindario sin pan, pero con aguardiente y vino á
do los vecinos ricos. Ninguna fábrica había vuelto discreción, y que al menor trago que echaba, se
á abrir sus puertas. No había comercio, no había trastornaba por completo. Por primera vez en su
trabajo, continuaba la existencia de ociosidad, en vida, Mauricio volvió borracho á su casa (donde
espera del desenlace inevitable. Y la gente del pue- dormía de cuando en cuando) el domingo 21 de Ma-
blo no vivía más que del sueldo de los guardias yo, por la noche. Había pasado el día en Neuilly,
nacionales, aquellos treinta suses que se pagaban disparando tiros, bebiendo con sus compañeros, con
con los millones cogidos al Banco, los treinta suses la esperanza de quitarse el cansancio que le abru-
por los cuales se batían muchos de los rebeldes, maba. Después, trastornado, rendido, había ido á
una de las causas verdaderas y la razón de ser de echarse en su cama, llevado por el instinto, porque
la insurrección. Barrios enteros estaban deshabita- nunca se acordó cómo había vuelto á su casa. Y al
dos; las tiendas, cerradas. A la claridad del sol del otro día el sol estaba ya muy alto, cuando le des-
admirable mes de Mayo, no se encontraban más pertaron ruidos de campanas, de tambores y de
que entierros de federados muertos en los comba- cometas. Los versalleses habían entrado libremen
tes, entierros sin sacerdotes, carros fúnebres cu- te en París, por haber encontrado abandonada una
biertos con banderas rojas, seguidos de mucha gen- de las puertas.
te que llevaba ramos de siemprevivas. Las iglesias,
cerradas, se transformaban por la noche en salas Mauricio se vistió de prisa, cogió el fusil y salió
de club. Sólo se publicaban los periódicos revolu- á la calle. En la alcaldía del distrito encontró á
cionarios; todos los demás habían sido suprimidos. unos compañeros que le contaron confusamente lo
Era la destrucción de París, aquel malhadado Pa- que ocurría. Hacía diez días que el fuerte de Issy
rís que tenía á la Asamblea una repulsión de capi- y la batería de Montretout, auxiliados por la ciuda-
tal republicana, y donde iba en aumento el miedo dela de Mont Valerien, estaban abriendo brecha,
á la Commune, la impaciencia por verse libre de obligando á los federados á abandonar la puerta de
ella, en medio de los rumores aterradores que cir- Saind Cloud. Ai día siguiente iba á darse el asalto.
culaban, de las detenciones diarias de rehenes, de Serían las cinco de la tarde cuando un transeúnte,
los barriles de pólvora llevados á las alcantarillas, viendo que nadie guardaba ya la puerta, había lla-
donde hacían centinela muchos hombres con teas mado con una seña á la guardia de trinchera que
encendidas, esperando una señal. estaba á unos 50 metros escasos. Dos compañías
del 37.° de línea entraron sin esperar órdenes, y de-
Entonces, Mauricio, que no había bebido nunca, trás de ellas entró todo el 4 ° cuerpo mandado por
se encontró cogido y como ahogado en la embria- el general Douay. A las siete la división Vergé pa-
guez general. Cuando estaba de servicio de avanza- só el puente de Grenelle y avanzó hasta el Troca-
das, ó cuando pasaba la noche en el cuerpo de guar- dero.A las nueve, el general Clinchamp se apoderó
de Passy. A las tres de la mañana, el primer cuer- división Bruat, corriéndose por el muelle, se había
po acampó en el Bosque de Boulogne, y al mismo apoderado del palacio del Cuerpo Legislativo. A
tiempo la división Bruat pasaba el Sena para to duras penas pudieron llegar á la calle de Lille,
mar la puerta de Sévres y facilitar la entrada del dando un gran rodeo por las calles de Santo Do
2.o cuerpo, el cual ocupó, una hora después, el barrio mingo y Belleschasse. Al cerrar la noche, el ejérci-
de Grenelle. El dia 22 por la mañana, el ejército de to de Versalles ocupaba una línea que empezaba
Versalles era, pues, dueño del Trocadero y de a en la punta de Van ve«, pasaba por el palacio del
Muette, en la orilla derecha, y de Grenelle, en la Elíseo, la iglesia de San Agustín y la estación
izquierda, con asombro y terror de la Commune, de San Lázaro, y terminaba en la puerta de As-
que se veía ya perdida. _ niéres.
El primer pensamiento de Mauricio fué que todo El día siguiente, el 23, un martes primaveral, de
había concluido y que no quedaba más que hacerse ardiente sol, fué para Mauricio el día terrible. Unos
matar. Pero las campanas seguían tocando á reba- cuantos centenares de federados de distintos bata
to las mujeres y hasta los niños trabajaban en las llones, entre los cuales se hallaba él, se sostenían
barricadas, los batallones, reunidos á toda prisa, todavía en el barrio de Santo Domingo. Pero la ma
corrían á su puesto de combate. Y á mediodía re- yor parte habían vivaqueado en los jardines de los
nacía la esperanza en el corazón de los soldados de palacios de la calle de Lille. El mismo se había que
la Commune, resueltos á vencer, al observar que dado profundamente dormido en un jardincito con
los versalleses no avanzaban más. Este ejército tiguo al palacio de la Legión de Honor. Por la ma-
procedía con una prudencia extraordinaria, alec- ñana creía que las tropas saldrían del palacio del
cionado por sus derrotas, exagerando la táctica que Cuerpo Legislativo para atacar las fuertes barri-
los prusianos le habían enseñado tan duramente. cadas de la calle del Bac. Sin embargo, iban pasan-
La Junta de salvación pública organizaba y dirigía do las horas sin que se diese la orden de ataque.
la defensa desde la Casa de la Villa. Contábase que Sólo había algún tiroteo. Era el plan de Versalles,
había rechazado desdeñosamente una suprema ten- que se desarrollaba con prudente lentitud; la reso-
tativa de conciliación. Esto alentaba á las masas; lución de no atacar de frente al terraplén de las
la resistencia iba á ser tenaz, puesto que el ataque Tunerías, transformado por los rebeldes en una
seria implacable, dado el odio que enardecía á los fortaleza formidable; la marcha á lo largo de las
dos ejércitos. Y aquel dia, Mauricio lo pasó en el murallas, por derecha é izquierda, para apoderarse
barrio del Cuartel de Inválidos, retirándose lenta- primero de Montmartre y del Observatorio y para
mente de calle en calle, sin dejar de hacer fuego. coger después todos los barrios del centro en una
No habiendo podido encontrar á su batallón, se re- inmensa redada. A eso de las dos, Mauricio oyó de-
unió con camaradas desconocidos, con los cuales cir que la bandera tricolor ondeaba en Montmar-
pasó á la orilla izquierda. A las cuatro, defendieron tre. Atacada por tres cuerpos de ejército, que ha-
una barricada que cerraba la calle de la Universi- bían lanzado sus batallones sobre el cerro, por las
dad por la parte de la Esplanada y no la abando- calles Lepic, de los Sauces y del Mont Cenis, aca-
naron hasta el anochecer, cuando supieron que la baba de ser tomada la gran batería del Molino de
la G-alette; y los vencedores entraban en París, ción brusca dejó atónito á Mauricio. Acababan de
apoderándose de la plaza de San Jorge, de la igle- salir precipitadamente del palacio cinco ó seis
sia de Nuestra Señora de Loreto, de la alcaldía de hombres, y delante iba un mocetón, en el cual re-
la calle Druot y del nuevo teatro de la Opera; conoció á Chouteau, su antiguo camarada de escua-
mientras que en la orilla izquierda, tomaban la pla- dra del 106.° Ya lo había visto después del 18 de
za de Enfer y el Mercado de Caballos. Los insurrec- Marzo con un kepis galoneado y á los pocos días lo
tos recibían aquellas noticias con asombro y espan- había encontrado con más galones, agregado al es-
to. ¡Montmartre tomado en dos horas, Montmartre, tado mayor de algún general que no se batía. Se
la ciudadela gloriosa é inexpugnable de la insu- acordó de una historia que le habían contado: el
rrección! Mauricio notó que las tilas se aclaraban, tal Chouteau, instalado en el palacio de la Legión
muchos camaradas, amedrentados, se marchaban, de Honor, viviendo allí en compañía de una queri-
yendo á lavarse las manos y á ponerse una blusa da en una francachela continua, rompiendo los es-
por temor á las represalias. Corría el rumor de que pejos á tiros de revólver y limpiándose las botas
se preparaba el ataque á la Croix Rouge. Las ba- con las colchas de damasco. Hasta se aseguraba
rricadas de las calles Cartinag y Bellechasse ha- que, con el pretexto de ir á la compra, su querida
bían sido ya tomadas; empezaban á verse pantalo- salía todas las mañanas en carruaje de gala, lle-
nes encarnados al extremo de la calle de Lille. Y vándose envoltorios de ropa blanca, relojes de so
no tardaron en quedarse solos los convencidos, los bremesa y hasta muebles. Mauricio al ver correr á
tercos, Mauricio y unos cincuenta más, resueltos a Cüouteau, con una lata de petróleo en la mano,
morir, pero no sin matar antes cuantos versalleses sintió un malestar, una duda tremenda que hizo va-
pudieran, aquellos versalleses que trataban á los cilar toda su fe. ¿Si serla mala la obra terrible,
federados como bandidos, que fusilaban á los prisio- puesto que un hombre así era uno de los obreros?
neros á retaguardia de la línea de batalla. Desde el
día anterior había aumentado el odio. Entre aque- Pasaron más horas. Mauricio se batía á la deses
llos sublevados que morían por su ideal y aquel perada. Si se había equivocado, ¡que pagase al me-
ejército lleno de pasiones reaccionarias, exaspera- nos su error con su sangre! La barricada que ce
do por tener que batirse otra vez, no había, ni po- rraba la calle de Lille, á la altura de la calle del
día haber más que exterminio. Bac, estaba hecha con sacos y con barricas llenas
de tierra y protegida por un foso profundo. Defen
díala Mauricio con una docena de federados, todos
Serían las cinco de la tarde, cuando Mauricio y medio tendidos en el suelo, matando á los soldados
sus compañeros se replegaban detrás de las barri- que se presentaban. El no se movió hasta el ano
cadas de la calle de Bac, sin dejar de hacer fuego, checer, gastó sus cartuchos, silencioso, en la ter-
vieron de repente salir una gran humareda por una quedad de su desesperación. Miraba cómo iba au-
ventana abierta del palacio de la Legión de Honor. mentando la humareda del palacio de la Legión de
Era el primer incendio y Mauricio sintió una alegría Honor. Todavía no se veían las llamas. Un edificio
feroz. Había llegado la hora, ¡Que ardiese, pues, la contiguo empezaba á arder también. De repente,
ciudad entera como una hoguera inmensa! ¡Que el un compañero fué á avisar á Mauricio que los sol-
mundo se purificase por el fuego! Pero una apari-
dados, no atreviéndose á salir al centro de la calle, En la exaltación de aquella lucha suprema, hacía
avanzaban por los jardines y por dentro de las ca- dos días largos que Mauricio no se acordaba de
sas, abriendo boquetes en las paredes. De un mo- Juan. Y tampoco Juan, desde que había entrado en
mento á otro podía ser tomada la barricada por re- París con su regimiento, se había acordado de Mau-
taguardia. A la luz de un fogonazo que salió de una ricio, ni siquiera un minuto. El día antes había es-
ventana, Mauricio vió á Cbouteau y á su cuadrilla tado en las guerrillas, en el campo de Marte y en
que subían á las casas de esquina llevando latas de la explanada de los Inválidos. Después, aquel día,
petróleo y hachas de viento. Media hora después no había salido de la plaza del Palacio Borbon has-
estaban ardiendo las casas de las cuatro esquinas. ta mediodía para ir á tomar las barricadas del ba-
Entretanto, Mauricio, tendido detrás de las barri- rrio. El, tan tranquilo, se había ido exasperando
cas, se aprovechaba del resplandor del incendio poco á poco en aquella guerra fratricida, en medio
para tirar á los soldados imprudentes que se arries- de compañeros que no deseaban sino descansar,
gaban á salir al centro de la calle. después de tantas fatigas y penalidades. Además,
¿Cuánto tiempo estuvo Mauricio haciendo fuego/ los relatos de las atrocidades de la Commune, le
ponían tuera de sí, lastimando su respeto á la pro
No tenía ya conciencia del tiempo, ni de los luga piedad y su necesidad de orden. Era el tipo del
res. La detestable tarea que estaba ejecutando le verdadero francés, un campesino sesudo, ansioso
daba náuseas. A su alrededor, el incendio empeza- de paz, para que se volviera á trabajar, á ganar.
ba á envolverle con un calor i Q tenso en una atmós- Pero lo que más ira le daba eran los incendios.
fera sofocante. La encrucijada, con los montones ¡Quemar las casas, quemar los palacios, porque no
de adoquines que la cerraban, se había convertido se había triunfado! ¡Caramba, eso no! Sólo unos
en un campo atrincherado, defendido por los incen- bandidos eran capaces de hacer una barbaridad se-
dios. ¿No eran esas las órdenes; prender fuego á los mejante. Y él, que se había conmovido al presen-
barrios al abandonar las barricadas, detener á las ciar el día antes los fusilamientos, no sabía ya lo
tropas con una línea de hogueras? Mauricio com- que hacía, se había vuelto feroz.
prendía que las casas de la calle del Bac no eran
las únicas que ardían. Detrás de sí veía iluminarse Juan salió, impetuosamente, á la calle del Bac,
el cielo con un resplandor rojizo. A la derecha de- con algunos individuos de su escuadra. Al princi-
bía haber otros incendios. Hacía ya rato que Chou- pio, no vió á nadie, creyó que la barricada acaba-
teau había desaparecido. Los más furibundos de ba de ser desalojada. Luego, vió á un comunista
los compañeros de Mauricio se marchaban también revolviéndose entre los sacos de tierra y disparan-
uno á uno, aterrados con la idea de ser cogidos de do tiros hacia la calle de Lille. Impulsado por la fa-
un momento á otro. Al fin, Mauricio se había que talidad, Juan salió á la carrera, y atravesó al co-
dado solo, tendido entre dos sacos de tierra, sin munista, de un bayonetazo.
pensar en otra cosa que en defender el frente de la Mauricio no había tenido tiempo para volverse.
barricada cuando los soldados, que habían ido pa Dió un grito, levantó la cabeza. Los incendios los
sando por los patios y por los jardines, llegaron por alumbraban con una claridad extraordinaria.
retaguardia, saliendo de un portal de la calle del —Juan, querido Juan, ¿eres tú?
Bac.
da vez más alarmantes, se había decidido á mar-
Quería morir, lo deseaba con frenética impacien- charse de Remilly. En casa de su tio Fouchard lle-
cia. Pero morir á manos de su hermano, aquello vaba una vida muy triste. Conforme se había ido
era demasiado, aquello emponzoñaba la muerte con pjolongando la resistencia en Parí-», las tropas de
una amargura terrible. ocupación se habían vuelto más exigentes. El ra-
—¿Con que eres tú, Juan, querido Juan? cionamiento de las fuerzas que regresaban á Ale-
Juan le miraba asombrado. Estaban solos, por- mania estaba acabando con los recursos de los
que los demás soldados habían salido en persecu- pueblos. Al salir-Enriqueta de la casería para ii*á
ción de los fugitivos. A su alrededor los incendios Sedán á tomar el ferrocarril muy de madrugada,
ganaban terreno; grandes llamaradas rojizas salían había visto el corral lleno de soldados de caballería
por las ventanas; desplomábanse los techos con pa- que habían dormido allí. A un toque de corneta,
voroso estrépito. Y Juan desesperado y lloroso, se todos se habían levantado, silenciosos, envueltos en
arrodilló junto á Mauricio, palpándole, procurando sus capotes, y tan apiñados que Enriqueta creyó
levantarle, para ver si podia salvarle. ostar presenciando la resurrección de los muertos
¡Pobre amigo mío, pobrecillo! en un campo de batalla, al toque de llamada délas
trompetas del Juicio final. Y encontraba más pru-
VIII sianos en San Dionisio, y ellos eran los que daban
aquel grito que la trastornaba:
Cuando el tren procedente de Sedan llegó, con —¡Abajo todo el mundo! ¡De aquí no se pasa!...
mucho retraso, á la estación de San Dionisio, á eso ¡París está ardiendo!
de las nueve, un gran resplandor rojizo iluminaba Enriqueta, desesperada, con su maletita en la
el cielo, por la parte del Sur, como si estuviese ar- mano, pidió noticias. Hacia dos días que en París
diendo todo París. Conforme había ido haciéndose se estaban batiendo; la vía férrea se hallaba inter-
de noche, aquel resplandor había aumentado, y, ceptada; los prusianos se mantenían á la espectati-
poco á poco se extendió por todo el horizonte, dan- ba. Pero Enriqueta quería pasar á todo trance; vió
do color de sangre á unas nubecillas que, por la en el andén al capitán de la compañía que ocupaba
parte de Oriente, se perdían en el fondo de las ti- la estación, y se acercó á él.
nieblas. —Caballero, voy á ver á un hermano mío, de
Enriqueta bajó del coche, inquieta por aquellos quien no sé nada. Suplico á usted que me facilite
reflejos de incendio que los viajeros habían visto un medio de continuar mi viaje.
por las ventanillas del tren en marcha. Los solda- Se detuvo, sorprendida, al reconocer al capitán.
dos de un destacamento prusiano que acababa de —¡Es usted, Otto!... Favorézcame usted, ya que
ocupar la estación, hacían bajar á todo el mundo, la casualidad ha hecho que volvamos á encontrar-
y dos de ellos gritaban en francés: nos.
—Paris está ardiendo... El tren no pasa de aquí... Su primo, Otto Gunther, seguía tan espetado y
¡Abajo todo el mundo!... Pari3 está ardiendo- orgulloso como siempre. Y ño reconocía á aquella
Enriqueta se angustió mucho. ¿Llegaría demasia- mujer delgada, rubia y bonita, de aspecto entermi-
do tarde? Como Mauricio no había contestado á sus Desastre—Tomo II—2 0
dos últimas cartas, y las noticias de Paris eran ca-
da vez más alarmantes, se había decidido á mar-
Quería morir, lo deseaba con frenética impacien- charse de Remilly. En casa de su tio Fouchard lle-
cia. Pero morir á manos de su hermano, aquello vaba una vida muy triste. Conforme se había ido
era demasiado, aquello emponzoñaba la muerte con pjolongando la resistencia en Parí-», las tropas de
una amargura terrible. ocupación se habían vuelto más exigentes. El ra-
—¿Con que eres tú, Juan, querido Juan? cionamiento de las fuerzas que regresaban á Ale-
Juan le miraba asombrado. Estaban solos, por- mania estaba acabando con los recursos de los
que los demás soldados habían salido en persecu- pueblos. Al salir Enriqueta de la casería para ii*á
ción de los fugitivos. A su alrededor los incendios Sedán á tomar el ferrocarril muy de madrugada,
ganaban terreno; grandes llamaradas rojizas salían había visto el corral lleno de soldados de caballería
por las ventanas; desplomábanse los techos con pa- que habían dormido allí. A un toque de corneta,
voroso estrépito. Y Juan desesperado y lloroso, se todos se habían levantado, silenciosos, envueltos en
arrodilló junto á Mauricio, palpándole, procurando sus capotes, y tan apiñados que Enriqueta creyó
levantarle, para ver si podia salvarle. ostar presenciando la resurrección de los muertos
¡Pobre amigo mío, pobrecillo! en un campo de batalla, al toque de llamada délas
trompetas del Juicio final. Y encontraba más pru-
VIII sianos en San Dionisio, y ellos eran los que daban
aquel grito que la trastornaba:
Cuando el tren procedente de Sedan llegó, con —¡Abajo todo el muado! ¡De aquí no se pasa!...
mucho retraso, á la estación de San Dionisio, á eso ¡París está ardiendo!
de las nueve, un gran resplandor rojizo iluminaba Enriqueta, desesperada, con su maletita en la
el cielo, por la parte del Sur, como si estuviese ar- mano, pidió noticias. Hacia dos dias que en París
diendo todo París. Conforme había ido haciéndose se estaban batiendo; la vía férrea se hallaba inter-
de noche, aquel resplandor había aumentado, y, ceptada; los prusianos se mantenían á la espectati-
poco á poco se extendió por todo el horizonte, dan- ba. Pero Enriqueta quería pasar á todo trance; vió
do color de sangre á unas nubecillas que, por la en el andén al capitán de la compañía que ocupaba
parte de Oriente, se perdían en el fondo de las ti- la estación, y se acercó á él.
nieblas. —Caballero, voy á ver á un hermano mió, de
Enriqueta bajó del coche, inquieta por aquellos quien no sé nada. Suplico á usted que me facilite
reflejos de incendio que los viajeros habían visto un medio de continuar mi viaje.
por las ventanillas del tren en marcha. Los solda- Se detuvo, sorprendida, al reconocer al capitán.
dos de un destacamento prusiano que acababa de —¡Es usted, Otto!... Favorézcame usted, ya que
ocupar la estación, hacían bajar á todo el mundo, la casualidad ha hecho que volvamos á encontrar-
y dos de ellos gritaban en francés: nos.
—Paris está ardiendo... El tren no pasa de aquí... Su primo, Otto Gunther, seguía tan espetado y
¡Abajo todo el mundo!... Pari3 está ardiendo- orgulloso como siempre. Y ño reconocía á aquella
Enriqueta se angustió mucho. ¿Llegaría demasia- mujer delgada, rubia y bonita, de aspecto entermi-
do tarde? Como Mauricio no había contestado á sus Desastre—Tomo II—2 0
dos últimas cartas, y las noticias de Paris eran ca-
quedaba en el zenit m i s que una mancha negra, en
zo. Al fin la recordó, pero se contentó con hacer la cual se reflejaban las llamas lejanas. Toda la li
una inclinación de cabeza. nea del horizonte despedía l l a m a d l a s , pero á tre-
—Ya sabe u«fced que tengo un hermano soldado, chos, se distinguían focos más intensos cuyo con
continuó Enriqueta. Está en París, y temo que ha- tinuo centelleo rayaba las tinieblas, en medio de
ya tomado parte en esa lucha horrible... Otto, por grandes humaredas. Parecía qjje los incendios an
favor, deme usted el medio de seguir mi viaje. daban, que algún bosque gigantesco estaba ardien-
.Entonces él se decidió á hablar. do, que hasta la^tierra iba á arder, abrasada -por
^ - N o puedo hacer nada.. Desdapyer no circulan aquella colosafnoguera de París.
los trenes. Creo que han levantado los rails. Y no —¡Mire usted!—explicaba Otto;—aquella cosa ne
tengo á mi disposición ningún carruaje, ni caballo, graquese destaca sobre el fondo rojo es Monmartre.
para llevar á usted. A la izquierda, en la Villette, en Belleville, no se
Ella le miraba, apesadumbrada por encontrarle quema nada todavía. El fuego es en los mejores
tan frío, tan resuelto á no auxiliarla. barrios y se va extendiendo... ¡Mire usted, allá á la
—No quiere usted hacer nada... ¡Dios mío! ¿A derecha, otro incendio! Se ven las llamas,un hervi-
quien me dirigiré yo? dero de llamas... ¡Más, más!..
¡Aquellos prusianos, que eran los dueños de todo, No gritaba, no se animaba, y la enormidad de su
que, con solo una palabra, hubieran podido volver alegría tranquila dejó aterrada á Enriqueta. Otto
la ciudad de arriba á bajo, embargar cien carrua- estaba insultante con su calma, con su sonrisita,
jes, hacer salir de las cuadras mil caballos! Y Otto como si hubiera previsto y esperado, desde mucho
se negaba, con su aire altanero de vencedor que se tiempo atrás, aquel desastre sin ejemplo. Al fin ar-
imponía la obligación de no intervenir nunca en día París, aquel París donde las granadas alemanas
los asuntos de los vencidos, por figurarse, sin duda, no habían liecho casi daño. Todos los rencores del
que iban á manchar su gloria recién ganada. capitán estaban satisfechos. Parecía vengado de la
—En fin - d i j o Enriqueta,procurando calmarse;— larga duración del sitio, de los fríos espantosos, de
sabrá usted, por lo menos, lo que ocurre. Dígamelo. las dificultades que á cada paso habían sufrido. En
—París está ardiendo... Venga usted conmigo. el orgullo del triunfo, las provincias conquistadas,
Desde ahí se ve perfectamente. la indemnización de los cinco mil millones, nada
valía tanto como aquel espectáculo de París des-
Otto salió del andén seguido por Enriqueta, y truido, atacado de locura furiosa, prendiéndose fue-
anduvo por la vía un centenar de pasos para llegar go á sí mismo y desvaneciéndose en humo en aque-
á una pasadera de hierro, construida encima de la lla noche serena de primavera.
vía. Cuando hubieron subido la estrecha escalera y
se encontraron arriba, apoyados en la barandilla, —Tenía que suceder, añadió Otto en voz baja.
pudieron ver por encima de. un talud, la inmensa ¡Buena tarea, buena!
llanura. . Ante la inmensidad de la catástrofe, Enriqueta
—Ya lo vé usted; París está ardiendo. sentía oprimírsele el corazón. Durante unos_minu-
Eran las nueve y media, poco más ó menos. El tos desapareció su desgracia personal, perdida en
resplandor rojizo se extendía cada vez más. Las aquella expiación de un pueblo entero. La idea de
nubecillas ensangrentadas habían desaparecido, y
que el fuego estaría devorando vidas humanas, la vista r a y se dirigió á la estación. Octo se quedó arriba
de la ciudad ardiendo, despidiendo la claridad in- un largo rato, gozando con la monstruosa fiesta que
fernal de las cantales malditas, le arrancaban ex- le proporcionaba el espectáculo de aquella Babilo-
clamaciones de dolor. Cruzó las manos y preguntó: nia incendiada.
—¡Dios mío! ¿Qué»hemos hecho para ser castiga- Al salir de la estación, Enriqueta tuvo la suerte
dos de esta manera^ de tropezar con una señora que estaba ajustan do
Otto hizo un ademán de apòstrofe. Iba á hablar un carruaje que la condujese inmediatamente á Pa-
coirla vehemencia de ese frío y dujsp protestantis- rís, calle de Richelieu; y tanto la suplicó, con lágri-
mas tan conmovedoras, que la señora acabó por
mo militar que citaba versículos de la Biblia. Pero consentir en llevarla. El cochero arreó á su caba-
una mirada de Enriqueta le contuvo. Además, su llo; no habló una palabra en todo el camino. La se-
ademán había bastado, porque había expresado su ñora no cesó de charlar, contando que la antevís-
odio de raza, su convicción de ser en Francia el pera había salido de su tienda dejándola cerrada,
justiciero enviado por el Dios de los ejércitos para pero que había hecho la tontería de dejar unos va-
castigar á un pueblo pervertido. París ardía en cas- lores escondidos en una pared, y volvía á buscar-
tigo de muchos siglos de mala vida, de la acumula- los, aunque tuviera que pasar por entre las llamas.
ción de sus crímenes y de sus orgías. Los germanos En la puerta no había mas que unos cuantos insu-
volverían á salvar al mundo, barriendo el último rrectos, medio dormidos. El coche pasó sin grandes
polvo de la corrupción latina. dificultades. La señora dijo al comandante de aque-
Otto se contentó con decir: lla guardia que había ido á buscar á su sobrina pa-
—Es el final... Ahora empieza á arder otro ba- ra cuidar entre las dos á su marido, herido por los
rrio... aquel otro foco, allá, más á la izquierda... versalleses. Los grandes obstáculos empezaron en
Los dos callaron. Llamaradas continuas subían las calles, obstruidas por barricadas.
sin cesar, desbordándose en el firmamento. El mar
de fuego ensanchaba á cada momento su línea en Después de haber dado varios rodeos llegaron al
boulevard Poissonniere, donde el cochero manifestó
lo infinito, una marejada incandescente de la que que no seguía adelante. Y las dos mujeres tuvieron
salían humaredas que formaban encima de la ciu- que continuar á pie por la calle de Sentir y por to-
dad un inmenso nubarrón cobrizo. do el barrio de la Bolsa. Les extrañaba la calma y
Enriqueta sintió un estremecimiento. Le pareció la soledad que había en aquella parte de la capi-
que salía de una pesadilla. Y angustiada con el re- tal. Sin embargo, al pasar por delante de la Bolsa
cuerdo de su hermano, dirigió á Otto la última sú- oyeron tiros. En la calle de Richelieu, la señora,
plica. ,0 muy contenta por haber encontrado intacta su tien-
—Conque... ¿no puede usted hacer nada por mi:' da, quiso enseñar á Enriqueta por donde había de
¿Se niega usted á ayudarme á entrar en París? ir á la calle des Orties, que no estaba lejos. Por fin,
Otto hizo un ademán como si fuera á barrer el á las cuatro de la mañana, ya de día, Enriqueta,
horizonte. rendida de cansancio, llegó á la casa donde vivía
—¿Para qué? Mañana no habrá allí más que es- su hermano.
combros.
Y no hablaron más. Enriqueta bajó de la pasade- En la barricada de la calle del Bac, Mauricio ha
pedazo de cuerda, para contener la hemorragia.
bía podido sentarse en el suelo, con gran alegría —¿Puedes andar?
de Juan, porque éste creía que lo había matado.
—Me parece que sí.
—Muchacho ¿vives todavía?... ¿Tendré esa suer
te?... Espera; déjame ver. A la claridad del incen- Pero no se atrevía á llevárselo así, en mangas de
dio reconoció con cuidado la herida. La bayoneta camisa. Tuvo una inspiración repentina; corrió á
había atravesado el brazo derecho por cerca del una calle inmediata, donde había visto un soldado
hombro; y lo peor era que había penetrado después muerto, y volvió con un capote y un kepis. Echó el
entre dos costillas, interesando, sin duda, el pul- capote sobre los hombros de Mauricio.
món. Sin embargo, el herido respiraba sin mucha —¡Vaya! Ya eres de ios nuestros... ¿A dónde va-
dificultad. mos?
—¡Pobre Juan! No te desesperes así. Yo estoy ( Esa era la dificultad. ¿Dónde encontrarían un re-
contento; me gusta acabar de una vez. Bastante has fugio seguro? Las tropas registraban las casas y
hecho por mí, porque hace mucho tiempo que á no fusilaban á todos los comunistas cogidos con las
haber sido por ti estaría yo debajo de tierra. armas en la mano. Además, ni Juan, ni Mauricio,
conocían á nadie en aquel barrio, ni había por allí
Al oirle decir aquellas cosas, Juan se desesperaba
nadie á quien pedir auxilio.
más. —Lo mejor será ir á mi casa, dijo Mauricio. Es-
—¡Te quieres callar! Tú me has salvado dos ve- tá en una calle tan extraviada, que nadie ha de ir
ces de los prusianos. Estábamos en paz. Ahora me por allí... Pero está al otro lado del río; en la calle
tocaba dar mi vida, y te he herido... ¡Maldita sea de las Orties.
mi suerte! ¡Si estaría yo borracho cuando no te he Juan, desesperado, juraba como un carretero.
conocido!... ¡Sí, borracho como un marrano de tanto —¿Y qué hacemos ahora?
beber sangre! No había que pensar en tomar por el puente Real,
Se le saltaban las lágrimas, al recordar su sepa- porque el resplandor de los incendios lo alumbraba
ración allá en Remilly, cuando se habían despedido como si hiciera sol En las dos orillas seguía el
sin saber si volverían á verse. Conque no servía de tiroteo. El palacio de los Tullerías estaba ardiendo.
nada haber pasado juntos tantas penalidades y ha Por el Louvre tampoco se podía pasar.
ber tenido la muerte delante? ¿Y era para llevarlos De repente se le ocurrió á Juan una idea. Si ha-
á aquella abominación á aquel fratricidio monstruo- bía barcas, como antes, junto al puente Real, podía
so y estúpido, para lo que se habían unido sus co intentarse pasar á la otra orilla. La tentativa era
razones durante aquellas semanas de vida heroica? muy ariesgada, pero no había otro medio y era pre
¡No y no! - ciso decidirse pronto.
—Tengo que salvarte, muchacho... quieras ó no. — Oye, muchacho, aquí no estamos bien; tenemos
Lo primero era sacarle de allí, porque la tropa que largarnos... Yo contaré á mi teniente que me
remataba á los heridos. Suerte tenían en estar so cogieron unos comunistas y que me escapé.
los. No habla que perder ni un minuto. Juan quitó Cogió á Mauricio por el' brazo sano, y le ayudó á
á Mauricio el uniforme, y le vendó fuertemente el salir de la calle del Bac, cuyas casas ardían de arri-
brazo, con pedazos que sacó del forro. Después ta- ba á bajo, como enormes antorchas. Una lluvia de
pó la herida y sujetó el brazo por encima, con un
tizones encendidos cala sobre ellos. Cuando llega- A la derecha, en primer término, el palacio de la
ron al muelle, se quedaron un momento como cie- Legión de Honor, que estaba ardiendo desde las
gos, por la espantosa claridad. cinco de la tarde y que se consumía en una gran
Y no se consideró algo seguro hasta que no hubo llamarada, como una hoguera cuya lena se acaba
hecho bajar á Mauricio la escalera del muelle, á la toda al mismo tiempo. En segundo término el pa-
izquierda del muelle Real, aguas abajo. Se escon- lacio del Consejo de Estado, el incendio inmenso,
dieron entre unos árboles. Al poco rato, oyeron ti- el más grande, el más aten-ador, el gigantesco cu
ros y gritos, después el ruido de un cuerpo que caía bo de piedra vomitando llamas. Los cuatro edificios
al agua. El puente estaba guardado; no había duda. que rodeaban el patio interior habían empezado á
—¿No te parece que debíamos pasar la noche en arder á un tiempo; y alii, el petróleo, derramado
esa caseta? preguntó Mauricio señalando una caseta por barricas enteras en las cuatro escaleras, había
de guarda. corrido por los escalones á manera de torrente in
fernal. En la fachada que da al río se destacaba la
—¡Eso es! ¡Para que nos cojan cuando sea de día! línea del ático en medio de las lenguas rojizas que
Juan no renunciaba á su plan. Acababa de en- lamían sus bordes; las columnatas, las cornisas, los
contrar allí una flotilla de barquichuelos. Pero esta- frisos, las esculturas, aparecían con un relieve ex-
ban amarrados. ¿Cómo podía desmarrar uno y sol- traordinario en medio de un resplandor que quita
tar los remos? Al fin encontró un par de remos vie- ba la vista. El fuego tenía allí una fuerza tan terri
jos y pudo hacer saltar un candado, que sin duda ble, que el colosal monumento parecía vacilar sobre
estaba mal cerrado. Enseguida acomodó á Mauricio sus'cimientos, conservando únicamente la armazón
en la proa del bote y se dejó llevar por la corrien- sus espesos muros bajo aquella violencia de erup
te siguiendo la orilla á la sombra de las casetas de ción que lanzaba al aire el zinc de las techumbres.
baños y de las gabarras. Ni uno ni otro hablaban También estaba ardiendo una parte del cuartel del
una palabra, aterrados con el espectáculo que te- muelle de Orsay, una columna alta y blanca que
nían ante sus ojos. Al llegar al puente de Solferino, parecía una torre de luz. Y detrás, había más in-
vieron los dos muelles ardiendo. c e n d i o s , las siete casas de la calle del Bac, las
A la izquierda estaba ardiendo el palacio de las veintidós de la calle de Lila, destacándose las lla-
Tulíerías. Los comunistas habían prendido fuego al mas sobre otras llamas, en un mar sangriento.
pabellón de Flora y al de Marsan, desde los cuales Juan, espantado, murmuró:
se había comunicado al del Reloj,donde estaba pre- —¡Esto no puede ser!.. Va á arder el río.
parada una mina, barriles de pólvora amontonados Parecía, efectivamente, que el bote navegaba
en la sala de los Mariscales. En aquel momento sa- por un río de fuego. Hubiérase dicho que á los re
lían por las ventanas remolinos de humo rojizo. La flejos de aquellos focos inmensos, arrastraba el Se-
techumbre ardía, entreabriéndose como una tierra na carbones encendidos. Y el bote seguía siendo
volcánica al impulso de la hoguera interior. El pa- llevado por la corriente entre palacios incendiados.
bellón de Flora era todo él una hoguera. El petró-
leo, con el que se habían rociado el piso y las col —¡Ab!-dijo Mauricio enloquecido ante aquella
gaduras, daba á las llamas tanta intensidad que se destrucción que había deseado;-¡que arda todo!
veía retorcerse los hierros de los balcones. ¡que vuele todo!
Pero Juan le hizo callar, como si hubiera tenido rriles de pólvora había causado la voladura del pa
miedo de que una blasfemia así les llevase la des- bellón del Reloj. Surgió un inmenso penacho de
gracia. ¿Era posible que un muchacho á quien que llamas que llenó el cielo obscuro, el bouquet tlaml
ría tanto, tan instruido, tan fino, tuviese ideas se gero de la horrenda fiesta.
mejantes? Y se puso á remar con más fuerza, por- —¡Bien por el baile!—gritó Mauricio,como cuan-
que habían dejado atrás el puente de Solfermo. La do termina un espectáculo.
claridad era tan grande; que el río estaba alumbra Juan volvió á suplicarle que callase. ¡No, no! JNo
do como con el sol de mediodía. Se distinguían los había que querer el mal. Si todo quedaba destrui-
más pequeños detalles con una precisión asombro- do perecerían ellos. Y no deseaba ya más que atra
sa: los visos que hacía el agua, los arbolillos de los car á la orilla, huir del terrible espectáculo. Tuvo
muelles. Los puentes se destacaban con una blan- sin embargo, la prudencia de seguir hasta más allá
cura deslumbradora, con una claridad tal que po del puente de la Concordia para no desembarcar
dían contarse las piedras. De cuando en cuando se sino en el Muelle de la Conferencia, pasado el re-
oían fuertes crujidos. El viento llevaba olores pes codo del Sena. Y en aquel momento crítico, impul-
tíferos. Y lo espantoso era que no se veían ios de- sado por su respeto instintivo á los bienes ajenos,
más barrios, los situados agua abajo. A derecha é perdió algunos minutos en amarrar el bote, en lu
izquierda la violencia de los incendios deslumhra- gar de dejarlo ir por el rio abajo. Su plan era pa-
ba, abría más allá un abismo negro. Sólo se veía sar por la plaza de la Concordia y por la calle de
una enormidad tenebrosa, como si París entero, m San Honorato para llegar á la calle de los Orties.
D e s p u é s de haber hecho sentar á Mauricio en la
vadido por el fuego, hubiera desaparecido en una
noche eterna. Y el cielo también había dejado de orilla del río subió la escalera del muelle y al lle-
gar arriba comprendió que les iba á costar mucho
existir: las llamas subían tan arriba que apagaban trabajo salvar los obstáculos acumulados allí; el
las estrellas. f , .. , terraplén de las Tullerías, transformado por los co
Mauricio, á quien la calentura hacía delirar, sol
munistas en fortaleza inexpugnable, las calles Real,
tó una carcajada de loco: San Florentino y de Rivoli, cerradas con barrica-
—¡Gran fiesta en el Const-jo de Estado y en las das altas; y esto explicaba la táctica de ejército
TulleríasL. Las fachadas están iluminadas, las mu- de Versalles, cuyas líneas formaban aquella noche
jeres están bailando... ¡Bailad, si, bailad con esas un inmenso ángulo entrante, con el vértice en la
faldas que echan humo, con esos moños que echan plaza de la Concordia, uno de los extremos en la
Ch
orilla derecha, en la estación de mercancías del fe-
Y con el brazo que tenía útil, evocaba las fiestas rrocarril del Norte, el otro extremo en la orilla, íz
de Sodoma y Gomorra, las músicas, las flores, los ouierda, en un baluarte de las murallas, junto á la
goces monstruosos, los palacios convertidos en bur- nuerta de Arcueil. Pero iba á amanecer, los comu
deles iluminando la abominación de las desnudeces nistas habían desalojado las Tullerías y las barrí
con tanto lujo de bujías que se habían incendiado cadas, la tropa acababa de apoderarse del barrio,
á sí mismos. De repente sonó un estampido espan- en medio de más incendios, doce casas que estaban
toso. Era que el fuego en las Tullerías había llega ardiendo desde las nueve de la noche en las cua-
do á la sala de los Mariscales ó inflamando los ba
para la venta de periódicos estaban destrozados,
tro esquinas de la calle de San Honorato y calle acribillados á metrallazos. Se oían gritos. Los bom-
Real. beros acababan de encontrar, en un sótano, los ca-
Cuando Juan volvió á buscar á Mauricio le en- dáveres, medio carbonizados, de siete personas.
contró soñoliento, como atontado después de su Aunque parecía más fuerte la barricada que obs-
crisis de sobreexcitación. truía la calle de San Florentino, Juan comprendió
—¡No va á ser fácil!... ¿Podrás andar, muchacho? que por allí era menos peligroso el paso. La barri-
—Sí, sí, no tengas cuidado. Muerto ó vivo, yo cada estaba completamente abandonada, sin que la
llegaré. tropa se hubiese atrevido todavía á ocuparla. De-
Le costó trabajo subir la escalera de piedra. Ya trás de aquella muralla no había ni un alma, úni-
arriba echó á andar despacio, apoyado en el brazo camente un perro vagabundo que echó á correr.
de su compañero, con paso de sonámbulo. Aunque Pero sucedió lo que Juan temía; en la calle de San
no era todavía de día, el resplandor de los incen- Florentino se encontraron con una compañía del
dios próximos alumbraba la extensa plaza con una 88.0 de línea, que había flanqueado la barricada.
aurora amoratada. Al otro lado del puente y al ex- —Mi capitán,—dijo,— éste es un camarada á
tremo de la calle Real, se distinguían confusamen- quien han herido esos pillos, y lo llevo al hospital
te los fantasmas del Palacio Borbón y de La Mag- de sangre. . .
dalena. Una parte del terraplén de las Tullerías, El capote echado por los hombros de Mauricio,
batido en brecha, se había hundido. En la plaza de fué lo que le salvó. Juan pasó un susto terrible. Al
la Concordia las balas habían agujereado el bronce fin, pudieron tomar la calle de San Honorato. Em-
de las fuentes, la estátua de Liia yacía en el sue pezaba á amanecer; se oían todavía algunos tiros
lo, partida en dos por una granada, y la estátua de en las calles trasversales. Fué un milagro que los
Strasburgo, cubierta con un crespón, parecía que dos camaradas pudiesen llegar á la calle de Fron-
. llevaba luto por tantas ruinas. Y había allí, junto deurs, sin haber tenido otro mal encuentro. Anda-
al obelisco, en una zanja, una cañería de gas, rota ban muy despacio, porque Mauricio iba debilitán-
por algún piquetazo, á la que se había prendido dose cada vez más. Los 300 ó 400 metros que fal-
fuego por una casualidad y de la que salía con un taban, parecían interminables. En la calle de Fron-
ruido estridente una llamarada. deurs tropezaron con unos comunistas sueltos; pero
Juan evitó el pasar por la barricada que cerra- estos se asustaron, creyendo que llegaba un regi-
ba la calle Real entre el Ministerio de Marina y el miento entero, y echaron á correr. No quedaba
G u a r d a Muebles, salvados del incendio. Oía voces más que un trozo de la calle de Argenteuil para
de soldados detrás de los sacos de tierra y de los llegar á la de los Orties. ¡Dichosa calle de los Or-
toneles que lo formaban. Por delante la defendía ties! ¡Con qué impaciencia la deseaba Juan, hacía
un foso, lleno de agua corrompida, en la cual flota cuatro horas largas! Cuando entraron en ella, esta-
ba el cadáver de un federado; y por un boquete se ba obscura, desierta, silenciosa, como á cien leguas
veían las casas de la calle de San Honorato, que de la batalla. La casa, una casa vieja y estrecha,
todavía estaban ardiendo á pesar de las bombas sin portería, dormía con ún sueño de muerte.
que se habían llevado de los pueblos de las afueras.
A derecha é izquierda, los arbolillos, los kioskos —Tengo las llaves en el bolsillo, balbuceó—Mau-
rielo.—La grande es la de la calle, la pequeña, la da, pálida, mirando á Juan con ojos asustados. ¡Dios
poderoso! ¿Se habría concluido todo y no habría de
de mi cuarto» en lo más alto de la casa. sobrevivir nada en su corazón destrozado? ¡á.h!
Y se desmayó en brazos de Juan, cuya inquietud aquel Juan, de quien se había acordado aquella
y apuros fueron grandes, Se le olvidó c e r r a r l a misma noche, esperando volver á verle. Y él era
puerta de la calle, y tuvo que subir á Mauricio en quien había hecho aquella cosa atroz, y acababa,
brazos, á tientas, por aquella escalera desconocida, sin embargo, de salvar otra vez á Mauricio, puesto
evitando hacer ruido, por hiiedo de que acudiera que él era quien lo había llevado allí, corriendo
gente. Al llegar arriba, se perdió en los pasillos, tantos riesgos. Enriqueta puso la última esperanza
tuvo que dejar al herido en el suelo y buscar la de su corazón en una frase:
puerta, encendiendo fósforos que, por una feliz ca-
—¡Le curaré, es preciso que le cure!
sualidad, llevaba en el bolsillo. Por fin acostó al Durante sus largas vigilias en el hospital de san-
herido en la camita de hierro, enfrente de la ven- gre de Remilly había adquirido mucha práctica en
tana, la cual abrió de par en par, porque necesita- curar heridas. Y desde, luego quiso reconocer las
ba aire y luz. Cayó de rodillas delante de la cama, de su hermano, á quien desnudó sin que él saliese
sollozando, rendido y sin fuerzas, dominado por el de su desmayo. Cuando le quitó el vendaje impro
horrible pensamiento de que había matado á su visado por Juan, él se movió, dió un quejido, abrien
amigo. do mucho los ojos, y conoció á su hermana.
Al cabo de un rato se encontró de repente con —¿Estás ahí? ¡Cuánto me alegro de verte antes
que estaba allí Enriqueta. Esto no le sorprendió; al de morir!
contrario, le pareció lo más natural del mundo. Ni Enriqueta le hizo callar con un ademán de con-
siquiera había visto entrar á Enriqueta; quizás es- fianza.
taría allí hacía ya tiempo. La miraba agitarse ca- —¡Yo no quiero que te mueras! ¡Quiero que vi-
lurosamente impresionada al ver á su hermano sm vas!... No hables más...
conocimiento, ensangrentado. Juan se serenó un Pero después que hubo reconocido las herida, se
poco y preguntó: quedó triste y sintió ganas de llorar. Registró la
—Diga usted, ¿ha vuelto usted á cerrar la puerta habitación, consiguió encontrar un poco de aceite,
do 1 sl o^ll©V desgarró camisas viejas para hacer vendas, mien-
Ella, toda trastornada, contestó afirmativamente tras que Juan bajaba á buscar un cántaro de agua.
con una señal de cabeza; en seguida le alargó las El pobre Juan la miró lavar las heridas, curarlas
manos. Juan se las cogió y dijo: diestramente, sin atreverse á decirla ni una pala-
—Yo soy quien le ha matado... ¿sabe usted/ bra, incapaz de ayudarla, consternado, aniquilado.
Ella no le entendía, no le creía. Viendo lo inquieta que estaba se ofreció á ir á bus
—Pues sí... yo he sido, allá en una barricada... El car un médico. Pero Enriqueta no había perdido la
era de un partido, yo de otro.. serenidad. ¡No, no! ¡Un médico cualquiera... nol Po-
Las manitas temblaron. día denunciar á su hermanó. Se necesitaba un hom-
—Estábamos como borrachos, ya no sabíamos lo bre de confianza. No había peligro en esperar unas
que hacíamos... Yo soy quien le ha matado... I horas. Como Juan dijese que tenía que ir á incor-
Entonces, Enriqueta retiró las manos, estremeci-
porarse á su regimiento, quedó ©onvenido entre los chos bajos, la inmensa acumulación de papelotes.
dos que en cuanto él pudiera escaparse volvería Y aunque ya habían cesado la impresión trágica
con un cirujano. _ de la noche y el espanto de una destrucción total,
Juan no se marchó en seguida. Parecía que no quedaba una tristeza desesperada, con aquella es
podía resolverse á salir de aquella habitación. La. pesa humareda cuya nube seguía extendiéndole y
ventana seguía abierta. Y desde su cama, con la que no tardó en obscurecer el sol.
cabeza alta, el herido miraba, en tanto que Juan y Mauricio, que empezó otra vez á delirar, mur
Enriqueta dirigían también sus miradas á lo lejos, muró:
en medio del pesado silencio que había acabado por —¿Está ardiendo todo? ¡Cuánto tarda!
ab A Enriqueta se le saltaron las lágrimas, como si
Desde Aquella altura del cerro de los Molinos su infortunio se hubiera aumentado con aquellos
veían la mitad de París, primero los barrios del desastres inmensos, en los que había tomado parte
centro, desde la calle de San Honorato hasta la Bas- su hermano, y Juan, que no se atrevió á darla la
tilla, después todo el curso del Sena la orilla iz- mano, ni á abrazar á su amigo, se marchó entonces
quierda, un mar de tejados, de copas de árboles de haciendo un ademán de desesperación.
campanarios, de cúpulas y de torres. Era ya de día;
la abominable noche, una de las más horrorosas de —¡Hasta luego!
la historia, había cesado. Pero, á la límpida clan- No pudo volver hasta por la noche. A pesar de su
dad del sol naciente, los incendios continuaban. En gran inquietud estaba contento: su regimiento ha-
frente, se veía el palacio de las Tullerías que se- bía quedado en reserva y recibido la órden de
guía ardiendo, el cuartel de Orsay, los palacios del guardar el barrio, de suerte que él, vivaqueando
Consejo de Estado y de la Legión de Honor cuyas con su compañía en la plaza del Carrousel, espera-
llamas no brillaban tanto como por la noche. Más ba poder ir todas las noches á saber cómo seguía el
allá de la calle de Lila y de la calle de la Barca de- herido. Y no volvía solo. Había encontrado por una
bían estar ardiendo otras casas, porque de la en- casualidad al antiguo médico mayor del 106®, á
crucijada de la Cruz Roja, y todavía más lejos, da quien llevaba por no haber podido encontrar otro y
la calle de Nuestra Señora de los C a m p o s , subían porque en medio de todo, aquel hombre terrible,
columnas de chispas. A la derecha se extinguían con su cabeza de león, era un buen hombre.
los incendios de la calle de San Honorato, mientras Cuando Bouroche, que no sabía quien era el he
que hacia la izquierda, en el Palais Royal y en el rido y que iba gruñendo por haber subido tantas
Louvre nuevo, no se propagaban unos incendios escaleras, comprendió que tenía delante de sí á un
tardíos. Pero lo que Juan y Enriqueta no se expli- comunista, se puso furioso:
caron desde luego, fué una gran humareda negra —¿Se están ustedes burlando de mí? ¡Foragidos
que el viento del Oeste llevaba hasta debajo de la que se han cansado de robar, de asesinar y de in-
ventana. Desde las tres de la mañana estaba ar- cendiar!... Yo me encargo de curar á este, haciendo
diendo el Ministerio de Hacienda, sin llamas altas; que le metan en la cabeza cuatro onzas de plomo!
se consumía en espesos remolinos de hollín, tanto i Pero al ver á Enriqueta tan pálida, con su mag
era lo que se comprimía, en aquellas oficinas de te
Desastre—Tomo II—21
nifica cabellera rubia tendida por la espalda, se desempedradas, los escombros, la sangre, y, sobre
calmó de repente: todo, los incendios. El castigo iba á ser tremendo.
—Es hermano mío. Ha sido del regimiento de us- Se registraban las casas, se entregaba á las tropas
ted y estuvo en Sedan. la gente sospechosa que se cogía en ellas. Aquel
El médico no contestó, quitó el vendaje de las día, á las seis de la tarde, el ejército de Versalles
heridas, las reconoció sin decir nada, sacó de sus era dueño de la mitad de París, desde el parque de
bolsillos unos frasquitos y practicó la cura, ense- Montsouris hasta la estación del Norte. Y los últi-
ñando á Enriqueta como había de arreglarse. Des- mos individuos de la Commune, unos veinte, habían
pués preguntó bruscamente al herido: tenido que refugiarse en la alcaldía del undécimo
—¿Por qué te has ido con esos pillos? ¿Por qué distrito, boulevard Voltaire.
has hecho una porquería como esa? Hubo un rato de silencio. Mauricio murmuró:
Mauricio le estaba mirando, sin decir nada, des- —En fin, la cosa marcha, París sigue ardiendo.
de que había entrado. Era verdad. El resplandor de los incendios enro-
—¡Porque hay demasiadas iniquidades, y dema- jecía de nuevo el cielo. Por la tarde, cuando voló
siada afrenta!—le contestó. con horroroso estruendo el polvorín del Luxembur-
Bouroche hizo un ademán, como para decir que go, corrió la voz de que acababa de hundirse el
con semejantes ideas no podía hacerse nada bueno. Panteón. Durante todo el día habían continuado
Fué á hablar, pero se contuvo. Y se marchó, di- ardiendo los palacios de las Tullerías y del Conse-
ciendo únicamente: jo de Estado y el ministerio de Hacienda. Enrique-
—Volveré. ta había tenido que cerrar muchas veces la venta
na, porque una infinidad de papeles quemados re-
Al salir, manifestó á Enriqueta que no se atrevía voloteaban por el aire y caían en menuda lluvia.
á responder de nada. Estaba interesado el pulmón. Todo París quedó cubierto de ellos; algunos fueron
Podía declararse una hemorragia que mataría al á parar á Normandia, á veinte leguas. Y no eran ya
herido. . sólo los barrios del Oeste y del Sur los que ardían,
Cuando Enriqueta volvió á entrar en la habita las casas de la calle Real, las de la encrucijada de
ción, hizo un esfuerzo para sonreír, á pesar del gol- la Cruz Roja y de la calle de Nuestra Señora de los
pe que acababa de recibir en medio del corazón. Campos: toda la parte oriental de la ciudad parecía
¿No había de salvar á su hermano, no había de incendiada; la inmensa pira de las Casas Consisto-
evitar la eterna separación de los tres que estaban riales obstruía el horizonte con una hoguera gigan
allí reunidos con el ansia de vivir? tesca. Y también estaban ardiendo el Teatro Líri-
Pero, cediendo á su excitación febril, Mauricio co, la alcaldía del cuarto distrito, y más de treinta
hacía preguntas á Juan. Este no decía todo, no que casas de las calles inmediatas; sin contar el teatro
ría hablar de la cólera furiosa que sentía París de la Porte Sant Martín, situado en la parte del
contra la Commune agonizante. Estaban ya en Norte, el cual ardía aislado, como una hacina, en
miércoles. Desde el domingo por la noche, la gente el fondo de los campos tenebrosos. Se ejecutaban
estaba metida en los sótanos, temblando de miedo; venganzas particulares, y quizás también cálculos
y cuando se arriesgó á salir, el miércoles por la criminales para destruir expedientes de importan-
mañana, se exasperó terriblemente al ver las calles
Pasaron dos días, el jueves y el viernes, en me-
cia y legajos de causas. No era cuestión de defen- dio de los mismos incendios y de las mismas ma-
sa, de detener con el fuego á las tropas vencedoras. tanzas. No cesaba el fuego de artillería; las bate-
Lo único que dominaba era la demencia. El Pala- rías de Montmartre, de las que se había apoderado
cio de Justicia, el Hospital General, Nuestra Seño el ejército de Versalles, cañoneaban sin descanso á
r a se hablan salvado por casualidad. Destruir por las que habían establecido los federales en Bellevi-
destruir, enterrar bajo las cenizas de un mundo á lle y en el cementerio del Padre Lachaise, y estas
la humanidad podrida, con la esperanza de que últimas arrojaban proyectiles á París. En la calle
surgiese una sociedad nueva, inocente y feliz, en de Richelieu y en la plaza Vendóme habían caído
pleno paraíso terrestre de las leyendas primitivas. granadas. El 25 por la noche toda la orilla izquier-
—¡Lo que es la guerra, esa maldita guerra!—di- da quedó en poder de las tropas. Pero, en la orilla
jo Enriqueta, contemplando el pavoroso espectácu- derecha, seguían resistiéndose las barricadas de la
lo de los incendios. plaza del Chateau-d'Eau y de la plaza de la Basti-
lla. Eran dos verdaderas fortalezas, defendidas por
;No era, en efecto, el último acto, la locura de la un fuego terrible, incesante. Al anochecer, cuando
sangre que había germinado en los campos de ba- se dispersaron los últimos individuos de la Commu-
talla de Sedán y de Metz, la epidemia de destruc- ne, Delescluze cogió su bastón y como quien va de
ción producida por el sitio de París, la crisis supre- paseo, se fué tranquilamente hasta la barricada del
ma de una nación en peligro de muerte, en medio boulevard Voltaire, donde murió como un héroe.
de las matanzas y de los hundimientos? Al amanecer del día siguiente, 26, fueron tomadas
Pero Mauricio, sin separar la vista de los barrios las plazas del Chateau d'Eau y de la Bastilla. Los
que ardían, balbuceó lentamente, con esfuerzo: comunistas, reducidos á un puñado de valientes,
_ N o , no maldigas la guerra... Es buena, está ha- •no ocupaban ya más que la Villete, Belleville y
ciendo su obra... , Charonne, resueltos á morir.
Juan le interrumpió con una exclamación ae
rencor y de remordimiento: El viernes por la noche, al ir Juan desde la pla-
—¡Dios santo! ¡Cuando te veo ahi, y sé que es za del Carrousel á la calle de los Orties, presenció
por culpa mía!... ¡La guerra es una barbaridad, no en la calle de Richelieu una ejecución que le dejó
la defiendas! trastornado. Desde la antevíspera actuaban dos
El herido murmuró: consejos de guerra, uno en el Luxemburgo y otro
—Tal vez sea necesaria esa sangría. L.a guerra en el teatro del Cbatelet. Los sentenciados por el
es como la vida; no puede existir sin la muerte. primero, eran pasados por las armas en el jardín,
Y Mauricio cerró los ojos, fatigado por el estuer- mientras que los del segundo, eran conducidos al
zo que había hecho para pronunciar aquellas pala cuartel Lobau, donde había piquetes permanentes
bras. Enriqueta hizo una seña á Juan para que no que los fusilaban casi á boca de jarro. Allí fué, so-
discutiese. Y ella sentía una irritación profunda bre todo, donde la matanza tomó proporciones ate-
contra los padecimientos humanos, á pesar de su rradoras: hombres, muchachos, sentenciados por
calma de mujer delicada y tan valiente con su un indicio, por tener las manos ennegrecidas por
límpida mirada en la que revivía el alma heroica la pólvora, ó por llevar zapatos de munición; ino-
del abuelo, el héroe de las leyendas napoleónicas.
centes denunciados falsamente, víctimas de ven- veres de los otros tres. jAy! ¡Qué cosa tan triste es
ganzas personales, clamando justicia, sin conseguir ver como los más culpables se libran del castigo,
que les escuchasen; rebaños arrojados en montón como se pavonean con su impunidad, mientras que
bajo los cañones de los fusiles, tantos iníelices á un los inocentes se pudren debajo de tierra!
tiempo, que no había balas para todos y era preci- Enriqueta al oir el ruido de pasos, había salido á
so rematar á culatazos á los heridos. Todo el día la meseta de la escalera.
estaban saliendo del cuartel carros cargados de ca- —Tenga usted prudencia... Hoy está sumamente
dáveres. Y en la ciudad conquistada, al azar de los excitado... El doctor ha vuelto, me ha quitado las
arrebatos de furia vengadora, se hacían otras eje- esperanzas.
cuciones delante de las barricadas, contra las pare- Efectivamente, Bouroche había meneado la ca-
des de las calles desiertas, en las gradas de los mo- beza. No podía prometer nada. Acaso la juventud
numentos. Así era como Juan habla visto á unos del herido triunfase de los accidentes que él temía.
vecinos del barrio llevando á una mujer y á dos —¡Ah! eres tú,—dijo Mauricio en cuanto vió á
hombres al cuerpo de guardia del Teatro Francés. Juan.—Te esperaba. ¿Qué sucede? ¿Cómo anda eso?
Los paisanos demostraban más ferocidad que los Y recostado en las almohadas, frente á la venta
militares; los periódicos que habían vuelto á publi- na, señalando á la ciudad, otra vez iluminada por
carse, excitaban al exterminio. Una multitud enfu- el resplandor de los incendios:
recida se encarnizaba con la mujer á la que acusa- Ya vuelve á empezar la función. París está ar-
ban de ser una de las petroleras que, según se de- diendo y esta vez es todo él.
cía, andaban de noche echando en los sótanos latas Desde el anochecer el incendio de la Alhóndiga
de petróleo ardiendo. Se aseguraba que aquella alumbraba los barrios lejanos. En el palacio de las
acababa de ser sorprendida en el momento de aga- Tullerías y en el del Consejo de Estado, habían de-
charse delante de un respiradero de la calle dé bido desplomarse los techos, avivando el fuego con
Santa Ana. Y á pesar de sus protestas y de sus la- las vigas que se consumían, porque de cuando en
mentos, la arrojaron con los dos hombres á una cuando salían llamas y chispas. Hacía tres días que
trinchera de barricada, y allí se les fusiló como lo en cuanto anochecía empezaban de nuevo los res-
bos cogidos en un cepo. Unos transeúntes se para plandores, como si las tinieblas atizasen el fuego.
ron á mirar, entre ellos una señora con su marido; [Ah! Ciudad infernal, que se enrojecía por la noche,
y un pinche de cocina que pasaba con una cesta encendida para toda una semana, alumbrando con
en la cabeza, se puso á silbar un toque de caza. sus antorchas monstruosas las noches de la semana
sangrienta! Y aquella noche, cuando se quemaron
Juan, helado de espanto, apretó el paso. De pron- los almacenes de la Villette, fué tan vivo el res-
to, tuvo un recuerdo. ¿No era Chouteau, el antiguo plandor sobre la ciudad inmensa, que ésta parecía
soldado de su escuadra,á quien acababa de ver con estar ardiendo por los cuatro costados.
la honrosa blusa blanca de obrero, presenciando el
fusilamiento cón ademanes de aprobación? ¡Y él sa- Se acabó,—repitió Mauricio,—¡París está ar-
bía que Chouteau era un bandido, traidor, ladrón diendo! .
y asesino! Estuvo á punto de volver atrás, de de- Se excitaba con estas palabras, repetidas veinte
nunciarle, de hacer que le fusilasen sobre los cadá- veces en una necesidad febril de hablar, después
de la pesada somnolencia que le había hecho estar vertida, exasperada, maleada por el Imperio, ex-
casi mudo durante tres días. Pero un ruido de so- traviada por los ensueños y por los goces, y había
llozos contenidos le hizo volver la cabeza. tenido que cortar su misma carne, como si se arran
—¿Qué es eso, Enriqueta?... ¡Tú, tan valiente- case el alma, sin saber bien lo que hacia. Pero el
lloras porque voy á morirme! baño de sangre era necesario y de sangre france-
Ella le interrumpió con viveza: sa; un holocausto tremendo, un sacrificio vivo en
medio del fuego purificador. El calvario había su-
—¡Pero como no te morirás! bido hasta la más espantosa de las agonías; la na
—iSí, sí, es mejor... No se perderá mucho con que ción crucificada pagaba sus culpas é iba á renacer.
yo me muera. ¡Te he dado tantos disgustos, he eos-
tado tan caro á tu corazón y á tu bolsillo!.. Hubie- —Juan, tú eres el bueno y el fuerte.. ¡Anda,
ra tenido mal paradero. ¿Quién sabe? Una cárcel... coge la azada, coge la llana! ¡Labra el campo, re-
un... edifica la casa!... ¡Has hecho bien en matarme por-
Enriqueta volvió á interrumpirle con violencia. que yo era la úlcera que corroía tus huesos!
—¡Calla! ¡calla!... Bien lo has pagado todo. En medio de su delirio, Mauricio quería levan-
Mauricio se quedó pensativo por un instante. tarse, asomarse á la ventana:
—¡Cuando me muera, sil ¡Ay! Juan, ¡qué favor —París está ardiendo, no va á quedar nada...
tan grande nos has hecho á todos, con darme el ¡Ah! esas llamas que se lo llevan todo, que todo lo
bayonetazo! curan, yo las he deseado... ¡Bien trabajan, bien!
Pero Juan, con los ojos arrasados en lágrimas, Dejadme levantar, dejadme acabar la obra de hu-
protestó también: manidad y de libertad...
—¡No digas esol ¡Quieres que me rompa la cabe- Le costó á Juan un trabajo improbo sujetarle en
za contra la pared! la cama, mientras que Enriqueta, desconsolada, le
Mauricio continuó: hablaba de su infancia, le suplicaba que se calma-
—Acuérdate de lo que me dijiste al día siguiente se. Y, sobre París inmenso, se había extendido más
de Sedán; que no venía mal recibir de cuando en el resplandor; la mar de llamas llegaba á los lími-
cuando una buena paliza... Y añadiste que, cuando tes tenebrosos del horizonte; el cielo era como la
se tenía algo podrido, un miembro averiado, valía bóveda de un horno gigantesco, calentado al rojo
más cortarlo, echarlo al suelo de un hachazo, que claro. Y en aquel resplandor de los incendios, las
irse muriendo á pedazos... Muchas veces me he espesas humaredas del Ministerio de Hacienda, que
acordado de aquellas palabras, cuando me he visto seguía ardiendo sin echar llamas, pasaban en una
solo, encerrado en este París maldito. ¡Pues bien! sombría y lenta nube de luto.
Yo soy el miembro podrido que tú has cortado... Al día siguiente, sábado, tuvo Mauricio una me-
Su exaltación iba en aumento; no escuchaba las joría repentina: estaba mucho más tranquilo, la ca-
súplicas de Enriqueta y de Juan, aterrados. Y si- lentura había disminuido; y fué para Juan una gran
guió hablando con una vehemencia febril, abun- alegría el encontrar á Enriqueta risueña, reanudan-
dante en símbolos, en imágenes brillantes. La parte do el ensueño de la intimidad de los tres en un por-
sana de Francia, la razonable, la bien equilibrada, venir de felicidad todavía posible, que ella no que-
la campesina, era la que suprimía á la parte per- ría precisar. ¿Iría á cesar la mala suerte? Enrique-
ta pasaba los días y las noches sin salir de aquella cogidos al azar de la redada. En el cementerio del
habitación, donde su dulzura activa de cenicienta, Padre Lachaise, bombardeado durante cuatro días,
y al fin tomado, sepulcro por sepulcro, se fusiló á
sus cuidados suaves y silenciosos ponían una espe- c i e n t o cuarenta y ocho. Entre los doce mil infeli-
cie de caricia continua. Y aquella noche Juan estu ces á quienes costó la vida la Comunne ¡cuántos
vo más tiempo al lado de sus amigos. Las tropas hombres de bien hubo por cada pillo! Decíase que
habían tomado á Belleville y las Buttes Chaumont. había llegado de Versalles la orden de cesar las
Unicamente se resistía ya el cementerio del Padre ejecuciones. Pero, así y todo, se seguía matando, y
Lachaise, transformado en un campo atrincherado. Thiers iba á quedar como el asesino legendario de
Juan daba todo por concluido; hasta aseguró que París, en su gloria de libertador del territorio; en
va no se fusilaba á nadie. Habló de las condúcelo- tanto que el mariscal Mac Mahon, de quien había
nes de los prisioneros á Versalles. Por la mañana todavía en las paredes una proclama anunciando
había encontrado una en los muelles; hombres con la victoria, era va, únicamente, el vencedor del Pa-
blusa, con gabán, en mangas de camisa, mujeres dre Lachaise. Y París, asoleado y animado, pare-
de todas edades, niños menores de quince años, un cía estar de fiesta. Un gentío inmenso llenaba las
montón movedizo de miseria y de rebeldía empu- calles; los paseantes iban á ver los escombros hu-
jado por soldados, y al cual se recibía en Versai- meantes de los edificios incendiados, muchas ma-
lles con silbidos, bastonazos y paraguazos; al me dres, llevando de la mano á sus hijos, se paraban
nos así se decía. . . „ , . un momento á escuchar con interés el ruido sordo
Pero el domingo Juan se horrorizó. Era el último de las descargas del cuartel Lobau.
día de la semana terrible. Desde la salida triuufal El domingo por la tarde, después de puesto el
del sol, en aqueUa mañana del día de fiesta, Juan sol, cuando Juan subió la escalera obscura de la
sintió pasar el estremecimiento de la agonía supre- casa de la calle de las Orties, llevaba el corazón
ma. Hasta entonces no se supo que el miércoles ha- oprimido por un presentimiento horrible. Entró, y
bían sido fusilados en la cárcel de la Roquette el en seguida vió el final inevitable. Mauricio muerto,
arzobispo, el párroco de La Magdalena y otros mu- ahogado por la hemorragia, como temía Bouroche.
chos de los detenidos en rehenes por los comunis- La roja despedida del sol se deslizaba por la ventana
tas- que el jueves habían sido cazados á tiros, como abierta; dos velas ardían encima de la mesa, á la
liebres, los dominicos de Arcueil; y que en el sector cabecera de la cama. Y Enriqueta, de rodillas, se
de la calle Haxo se había hecho el viernes una ma- deshacía en llanto. Al ruido, levantó la cabeza y se
tanza de cuarenta y siete personas, entre las cuales estremeció al ver entrar á Juan. El, desesperado,
había sacerdotes y gendarmes. Al saberse aquellos iba á cogerle las manos, á mezclar su dolor con el
de ella. Pero sintió trémulas las manos, comprendió
horrores, se apoderó de todo el mundo un furor de que la joven se apartaba de él para siempre. ¿No
repaesalias. Las tropas fusilaron en masa á los últi- había acabado ya todo entre los dos? La tumba de
mos prisioneros que cogieron. Durente todo aquel Mauricio los separaba. Y él también cayó de rodi-
domingo tan hermoso, no cesaron las descargas en llas y se echó á llorar.
e l p a t i o del cuartel Lobau, lleno de estertores, de
sangre y de humo. En la R o q u e t t e fueron ametra-
llados en montón doscientos veintisiete infelices,
la víspera, se hundía hoy c o n l o d e m á s arrastrada
Sin embargo, á los pocos instantes, habló Enri- por la oleada de sangre que había matado á Mau-
queta.
—Yo estaba vuelta de espaldas, con una taza de ricio.
caldo en la mano, cuando él dió un grito. No tuve Juan se levantó trabajosamente.
tiempo más que para acudir, y murió, llamándome —¡Adiós! .
á mí, llamándole á usted, también á usted y echan- Enriqueta permaneció inmóvil.
do una bocanada de sangre... S r o ^ u a n se había acercado al cadáver de Mau-
¡Su hermano, su Mauricio idolatrado, á quien ella ricio, y miraba su frente despejada, que parecía
había educado y salvado! ¡Su única afección, desde más grande, su cara larga y delgada,sus ojos a b i e r
que había visto, en Bazeilles, el cuerpo de su po- tos Hubiera querido dar un beso en la frente á su
bre Weiss, acribillado á balazos! Iba á quedar sola muchacho, como le había llamado tantas veces; pero
en el mundo, viuda, sin tener á nadie que la qui- no se atrevía. Retrocedía ante el horror de, la. fata-
siera! , , , lidad. ¡Qué muerte aquella, en medio del derrum-
—¡Ay!—exclamó Juan. — ¡Yo tengo la culpa!... bamiento de un mundo! ¡En el último día, entre los
¡El pobre muchacho, por quien hubiera dado yo la últimos restos de la Commune expirante, « habte
vida... y le he matado!..¿Quéva á ser de nosotros?... formado aquella grandiosa y monstruosa idea de
;Me perdonará usted alguna vez? a sociedad destruida, de París mcendmdo del cam^
Y, en aquel instante, se encontraron sus ojos, y P o labrado y purificado para que en él naciese el
los dos quedaron aterrados con lo que en eüos leían idilio de una nueva Edad de Oro!
claramente. Evocábase el pasado, la habitación es- Juan, lleno de angustia, se volvió para mirar á
condida de Remilly donde habían transcurrido días París. El sol, al declinar, iluminaba la inmensa cm-
tan tristes y tan tranquilos. El volvía á encontrar su dad con un ardiente resplandor rojizo. Los crista-
ensueño, inconsciente al principio, apenas formula- les de las ventanas chispeaban, como atizados por
do después: la vida en Remilly, un casamiento, una fuelles invisibles; los tejados plumbraban como
casita, una heredad cuyo cultivo bastaría para pro- canas de carbones encendidos; los trozos de pared,
porcionar el sustento á una pareja buena y modes- f altos monumentos, de color de moho relu-
ta. Juan tenía la seguridad de que, con una mujer cían con chisporroteo de hogueras en el aire de la
como Enriqueta, tan cariñosa, tan activa, la vida noche. ¿Y no era aquello la pieza final el gigantes-
hubiera sido una verdadera existencia paradisiaca. co bouquet de púrpura,París
Y ella, á quien no había turbado antes aquel ensue un bosque seco y desapareciendo e n t r e ¿ a m a s j
fio veía ahora, lo comprendía todo, de repente. Ella chisDas? Los incendios continuaban, se ola un ru-
misma, sin saberlo, había deseado aquel casamien- mor ¿menso, quizás el estertor de los fusilados, en
to. Amaba á aquel hombre, á cuyo lado no había S cuTrTel LÓbau, quizás la alegría de las mujeres
encontrado al principio más que consuelos. Y las V la risa de los niños, que comían, después de un
miradas de los dos se decían eso, y no se amaban buen paseo, á la puerta de las tabernas. D e l ^ g -
abiertamente, en aquel momento, sino para la des sas v de los edificios saqueados, de las calles des
pedida eterna. Se necesitaba todavía aquel horrible empedradas, de tantas ruinas y de tantos sufrimien
sacrificio. La felicidad dé ambos, que era posible
tos, se exhalaba aún la vida, en medio del centelleo
de aquella regia puesta de sol.
Juan tuvo entonces una sensación extraordina-
ria. Le pareció que por encima de aquella ciudad
ardiendo, asomaba ya una aurora. Era, si. el final
de todo; un encarnizamiento de la suerte, una acu-
mulación tan grande de desastres, que ninguna na-
ción los había tenido mayores: las derrotas conti-
nuas, las provincias perdidas, los miles de millones
que pagar, las más espantosas de las guerras civi
les ahogada en olas de sangre, montones de escom-
bros y de cadáveres, perdidos el dinero y la honra,
todo un mundo que era preciso reconstituir! El mis
mo dejaba allí su corazón destrozado, Mauricio,
Enriqueta, su vida dichosa arrebatada por la tem-
pestad. Y, sin emqargo, mas allá de aquel Ínfimo,
renacía la esperanza en el fondo del cielo sereno.
Era el rejuvenecimiento seguro de la Naturaleza
eterna, de la humanidad eterna, la regeneración
prometida al que espera y trabaja; el árbol que
echa nuevo ramaje después de cortadas las ramas
podridas, cuyas hojas ponía amarillas la savia en-
venenada.
Juan repitió, sollozando:
—¡Adiós!
Enriqueta, con la cara tapada por las manos cru-
zadas, contestó sin levantar la cabeza:
—¡Adiós!
El campo estaba en barbecho, la casa estaba en
el suelo; y Juan, el más humilde y el más dolorido,
emprendió la marcha para el porvenir, para empe
zar la penosa cuanto sublime tarea de reconstituir
á Francia.
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