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Julio Verne
Julio Verne
LASTRIBULACIONES
DEUNCHINOEN
CHINA
CAPÍTULO PRIMERO
CAPÍTULO II
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
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travesía es puramente un paseo; en menos de doce horas,
aprovechando el reflujo del mar, pudieron subir por el ca
mino del río Azul, hasta la antigua capital de la China meridional.
Durante el trayecto, Craig y Fry se esmeraron en servir a
su precioso Kin-Fo, no sin haber reconocido previamente el
rostro de todos los viajeros. Conocían al filósofo. ¡Qué habitante
de las tres concesiones extranjeras no conocía aquella
cara bondadosa y simpática! Y se cercioraron que no
había podido seguirles a bordo. Tomada esta precaución,
redoblaron sus atenciones de cada instante hacia el cliente
de la Centenaria, tocando primero con la mano los sitios en
que se apoyaba, probando con el pie las pasaderas donde a
veces se ponía, llevándole lejos de las chimeneas, cuyas calderas
les parecían sospechosas, procurando que no se expusiera
al viento frío de la noche y no se resfriara con la
humedad, vigilando porque las claraboyas de su cámara estuvieran
herméticamente cerradas, riñendo a Sun que nunca
estaba en su puesto cuando su amo le llamaba, reemplazándole
en caso de necesidad para servir el té y los bollos de la
primera víspera, y, en fin, acostándose a la puerta de su cámara,
vestidos y con el cinturón de salvamento a lado,
prontos a socorrerle, si por explosión o colisión el vapor
venia a hundirse en las profundidades del río. Pero ningún
accidente ocurrió que pudiera poner a prueba el valor y la
adhesión sin límites de Fry y Craig. El vapor bajó rápidamente
por el Wusung, desembocó en el Yang-Tse-Kiang, o
río Azul, costeó la isla de Tsang-Ming, pasó los faros de UJ
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sun, y, el 1º de junio, por la mañana, dejó sanos y salvos sus
pasajeros en el muelle de la antigua ciudad Imperial
Gracias a los dos guardias de corps, la coleta de Sun no
se había disminuido en una línea durante su viaje. El perezoso
criado hubiera hecho muy mal, por consiguiente, en quejarse.
No sin motivo se había detenido Kin-Fo en Nan-King,
porque allí pensaba obtener algún indicio de filósofo.
Wang, en efecto, había podido ser atraído por sus recuerdos
a aquella desgraciada ciudad principal, centro de la
rebelión de los Tai-Ping. ¿No había sido ocupada y defendida
por un modesto maestro de escuela, por aquel temible
Rong-Sien-Tsien, que llegó a ser emperador de los Tai-Ping,
y tuvo por tan largo tiempo en jaque a la autoridad machú?
¿No era en esta ciudad donde había proclamado la era nueva
de la Gran Paz? ¿No fue allí dónde se envenenó, en 1864,
para no caer vivo en manos de sus enemigos? ¿No fue en
medio de las ruinas de la ciudad incendiada, donde se sacaron
sus huesos de la tumba y se arrojaron como pasto a los
animales más viles? ¿Y no fue, en fin, en aquella provincia,
donde fueron muertos, en tres días, cien mil antiguos compañeros
de Wang?
Era, pues, posible que el filósofo, acometido de una especie
de nostalgia, desde el cambio que había ocurrido en su situación,
se hubiera refugiado en aquellos sitios llenos de recuerdos
personales. Desde allí, en pocas horas podio volver a
Shanghai para cumplir su promesa.
Por eso, Kin-Fo se había dirigido, al principio, a
Nan-King, y quiso detenerse en aquella primera etapa de su
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viaje. Si encontraba A Wang, todo habría concluido y saldría
de aquella absurda situación, y si no lo encontraba, continuaría
sus peregrinaciones por el Celeste Imperio, hasta que,
pasado el plazo, no tuviera ya nada que temer de su antiguo
maestro y amigo.
Acompañado de Craig y Fry, y seguido de Sun, se instaló
en una fonda situada en uno de aquellos barrios medios
despoblados, alrededor de los cuales se extienden, como en
un desierto, las tres cuartas en partes de la antigua capita.
-Viajo con el nombre de Kin-Nan, se contentó con decir
a sus compañeros, y quiero que jamás se pronuncie mi
nombre verdadero bajo ningún pretexto.
- Kin... dijo Craig.
- Nan, acabó de decir Fry.
- Kin-Nan, repitió Sun.
Ya se comprenderá que Kin-Fo que quería evitar los inconvenientes
de la celebridad en Shanghai, no había de pensar
en arrostrarlos en su camino. Por lo demás, nada había
dicho a Fry ni a Craig de la presencia posible del filósofo en
Nan-King, porque aquellos agentes meticulosos hubieran
desplegado un lujo de precauciones justificadas por el valor
peculiar de su cliente; pero que a éste le habrían disgustado
mucho. En efecto, si hubieran viajado por un país sospechoso
y con un millón cada uno en el bolsillo no se habrían
mostrado más prudentes; pero, al fin y al cabo, ¿no era un
millón de pesetas lo que la Centenaria había confiado a su
custodia?
El día entero se pasó en visitar los barrios, las plazas y las
calles de Nan-King. De la puerta del Oeste a la del Este, del
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Norte al Mediodía, fue recorrida rápidamente. Kin-Fo caminaba
a paso largo, hablando poco y murmurando mucho.
No vieron ningún rostro sospechoso en los canales, frecuentados
por el grueso de la población, ni en las calles,
cubiertas de losas perdidas entre los escombros y ya invadidas
por plantas silvestres; no se vio ningún extranjero errar
bajo los pórticos de mármol medio destruidos entre los lienzos
de paredes calcinadas que marcan el sitio que ocupó el
palacio imperial, teatro de aquella lucha suprema, donde
Wang, sin duda, había resistido hasta el último momento.
Nadie trató de evitar el encuentro de nuestros visitantes, ni
alrededor de yamen de los misioneros católicos a quienes los
habitantes de Nan-King quisieron asesinar en 1870, ni en la
fábrica de armas nuevamente construida con los indestructibles
ladrillos de la célebre torre de porcelana que los Tai-
Ping habían esparcido por el suelo.
Kin-Fo, que parecía incansable, continuaba caminando,
seguido de sus dos acólitos también infatigables, y a mucha
mas distancia por el infortunado Sun, poco acostumbrado a
aquel género de ejercicio. Al fin salieron por la puerta del
Este y se aventuraron por la campiña desierta.
A cierta distancia de la muralla se abría una calle de árboles
interminable que tenia a uno y otro lado enormes
animales de granito.
Kin-Fo la siguió con un paso más rápido todavía.
Al extremo de aquella calle había un pequeño templo y
detrás se levantaba un túmulo alto como una colina bajo el
cual reposaban los restos de Rong-U, el bonzo hecho emperador,
uno de aquellos audaces patriotas que cinco siglos
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antes habían luchado contra la dominación extranjera. ¿Habría
venido el filósofo a meditar sobre aquellos gloriosos
recuerdos que evocaba la tumba donde descansaba el fundador
de la dinastía de los Ming?
El túmulo estaba desierto y el templo abandonado, sin
mas guardias que aquellos colosos apenas bosquejados en el
mármol y aquellos animales fantásticos que había a uno y
otro lado de la calle.
Pero sobre la puerta del templo Kin-Fo observó, no sin
emoción, algunos signos escritos por mano de hombre. Se
acercó y vio estas tres letras:
W. K-F.
Wang, Kin-Fo. No había duda ninguna: el filósofo había
pasado por allí últimamente.
Kin-Fo, sin decir nada, miró y buscó por todas partes...
no había nadie.
Por la noche los cuatro volvieron a la posada, y a la mañana
siguiente salieron de Nan-King.
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CAPITULO XII
En el cual Kin-Fo, con sus dos acólitos y su criado se van
por esos mundos.
¿Quién es ese viajero que corre por todos los grandes
caminos fluviales o terrestres, por todo los canales y todos
los ríos del Celeste Imperio? Vi continuamente sin saber el
día antes donde estará al otro día; atraviesa las ciudades sin
verlas y no se detiene en las fondas o en las posadas sino
para dormir algunas horas, ni en las casas de comidas más
que para tomar algún alimento rápidamente. No le importa
el dinero; le prodiga y le gusta sin temor para activar su marcha.
No es negociante que se ocupa en sus tratos; no es un
mandarín encargado por el ministro de alguna comisión
urgente e importante; no es un artista que contempla las
bellezas de la naturaleza; no es un letrado, ni un sabio que va
en busca de antiguos documentos encerrados en los conventos
de bonzos o de lamas de la antigua China; no es un
estudiante que se dirige a la pagoda de los exámenes para
conquistar sus grados universitarios, ni un sacerdote de Buda
que corre la campiña para inspeccionar los altarcillos rústiLAS
TRIBULACIONES DE UN CHINO EN CHINA
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cos erigidos entre las raicillas del bambonero sagrado, ni un
peregrino que va a cumplir algún voto a una de las cinco
montañas santas del Celeste Imperio.
Es el falso Kin-Fo acompañado de Craig y Fry siempre
alerta y seguido de Sun cada vez más fatigado. Es Kin-Fo,
en esa extraña disposición de ánimo que le impulsa a evitar y
a buscar a la vez al invisible Wang. Es el cliente de la Centenaria
que busca en el movimiento incesante el olvido de su
situación y quizá una garantía contra los peligros desconocidos
que está amenazado. El mejor tirador suele errar el
blanco si éste se encuentra siempre en movimiento, y Kin-
Fo quiere ser el blanco que no se inmoviliza jamás.
Había tomado en Nan-King uno de esos vapores americanos
rápidos, grandes hoteles flotantes que hacen el servicio
del río Azul. Sesenta horas después desembarcaba en
Ran-Keu sin haber admirado siquiera aquella extraña roca
llamada el Huerfanito que se levanta en medio de la corriente
de la Yang-Tse-Kiang y que está audazmente coronada
por un templo servido por los bonzos.
En Ran-Keu situada en la confluencia del río Azul y de
su importante tributario el Ran-Kiang 4 no se detuvo sino
medio día. Allí también había ruinas inmensas que recordaban
el paso de los Tai-Ping; pero ni en aquella ciudad comercial,
que a decir verdad no es más que una dependencia
de la prefectura de Ran-Yang-Fu construida a la orilla derecha
del afluente, ni en U-Chang-Fu, capital de la provincia
de Ru-Pé, situada en la orilla derecha del río, había huellas
4 En la China meridional los ríos están indicados por la terminación
Kiang y en la septentrional por la terminación Ro.
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del paso de Wang, ni siquiera había puesto las terribles letras
que Kin-Fo había encontrado en Nan-King en la tumba
del bonzo coronado.
Si Craig y Fry pensaron alguna vez que de aquel viaje por
China sacarían algún provecho para conocer las costumbres
o tomar alguna idea de las ciudades, pronto se desengañaron.
Les hubiera faltado hasta el tiempo para tomar notas y
sus impresiones habrían quedado reducidas a nombres de
ciudades y aldeas y a saber a cuantos estaban del mes. Pero
no eran ni curiosos, ni habladores. No conversaban jamás
entre sí. ¿Para qué? Lo que Craig pensaba, lo pensaba también
Fry; la conversación entre los dos habría sido un monólogo.
Por consiguiente, no observaron, ni observó
tampoco su cliente, la doble fisonomía que presenta la mayor
parte de las ciudades chinas, muertas en el centro, pero
vivas y animadas en los arrabales. Apenas en Ran-Keu notaron
el barrio europeo de calles anchas y tiradas a cordel de
habitaciones elegantes y de paseos sembrados de grandes
árboles que se extienden a orillas del río Azul. No tenían
ojos más que para ver un hombre y precisamente aquel
hombre era invisible.
El vapor, gracias a la crecida que había levantado las
aguas del Ran-Kuang, podía subir por este afluente hasta
unas 130 leguas más o sea hasta Lav-Ro-Keu.
Kin-Fo no era hombre que abandonase aquel género de
locomoción que le agradaba; al contrario, pensaba ir hasta el
punto en que el Ran-Kiang cesara de ser navegable.
Craig y Fry, por su parte, preferían también navegar y
hubieran deseado que se prolongara la navegación todo el
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tiempo que durase el viaje, porque a bordo su cliente corría
menos peligro de ser asesinado y ellos podían vigilarlo mejor.
Después, cuando se encontraran en los caminos inseguros
de la China central, su misión sería muy difícil.
En cuanto a Sun, estaba encantado con la vida de a bordo,
porque ni tenía que dar un paso ni efectuar trabajo alguno.
Su amo estaba entregado a los cuidados de Craig y Fry, y
él no hacía otra cosa que dormir en un rincón, y almorzar,
comer y cenar hasta saciarse.
La cocina era buena, pero Sun no se preocupaba de lo
que comía, hasta el extremo de no advertir la modificación
introducida en la alimentación a consecuencia del cambio de
latitud en la situación geográfica de los viajeros, circunstancia
que no habría dejado de llamar la atención de otra persona
cualquiera que no fuese aquel sirviente tan perezoso como
ignorante.
En efecto, en vez del pan de arroz sin levadura, que por
cierto es bastante agradable al paladar cuando está recién
sacado del horno, se les sirvió en las comidas pan de harina
de trigo.
Pero, aunque casi no advirtió la diferencia del pan, Sun,
como verdadero chino del sur, echó de menos el arroz habitual,
¡manejaba con tanta habilidad los palillos y eran tantos
los granos que introducía con aquellos en su ancha boca!
Además, los hijos del Celeste Imperio no necesitan para
alimentarse otros manjares que arroz y té.
El vapor, que continuaba subiendo por el Ran-Kiang,
había entrado en la región del trigo, país de terreno mucho
más quebrado que el que los viajeros dejaban tras de sí. En
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el extremo del horizonte, elevábanse algunas montañas, en
cuyas cimas asentábanse las fortificaciones que habían sido
construidas durante la antigua dinastía de los Ming; los diques
artificiales que contenían las aguas habían desaparecido
ya en aquella parte, y, en su lugar, presentábanse a la vista
anchas orillas que ensanchaban el lecho del río a expensas de
su profundidad.
Después, el barco entró en la prefectura de Wan-Lo-Fu,
donde se detuvo algunas horas, delante de los edificios de la
Aduana, para proveerse de combustible.
Kin-Fo no quiso desembarcar allí; no tenía nada que hacer
en aquella ciudad, que le era indiferente. Puesto que no
había hallado las huellas del filósofo, su único deseo era internarse
lo antes posible en la China central, donde, si no
encontraba a Wang, tampoco éste podría encontrarlo a él.
Reanudada la marcha, los viajeros vieron desde el barco
dos ciudades diferentes, situadas una frente a la otra: eran
Fan-Cheng y la prefectura de Siang-Yang-Fu.
La primera, en la orilla izquierda, una ciudad comercial
donde había gran movimiento y las gentes se dedicaban a los
negocios con gran actividad. En cuanto a la segunda, que se
encontraba en la margen derecha, era residencia de autoridades
y más parecía muerta que viva
Después de Fan-Cheng, el río Ran-Kiang, siguiendo hacia
el Norte en dirección recta, formaba, un recodo y continuaba
siendo navegable hasta Lao-Ro-Keu; pero allí tuvo
que detenerse el vapor por falta de agua suficiente para proseguir
navegando.
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En lo sucesivo, las condiciones del viaje sufrieron una
gran modificación, porque fue preciso abandonar la navegación
para caminar, o, por lo menos, para subsistir el suave
movimiento del barco por las violentas sacudidas de los
detestables vehículos que se usa en el Celeste Imperio. Iban,
por consiguiente, a empezar de nuevo las fatigas, las reconvenciones
y los vaivenes para el desgraciado Sun.
Y efectivamente, penosísima habría sido la tarea, si alguien
se hubiera propuesto acometerla es, de seguir a Kin-
Fo en aquella peregrinación fantástica de provincia en provincia
y de ciudad en ciudad. Unas veces viajaba en carruaje,
¡qué carruaje! No era otra cosa que una caja cubierta con
una sencilla tela que ni preservaba de la lluvia ni de los rayos
del sol, fija, sobre un eje de dos ruedas por medio de grandes
clavos de hierro, arrastrada por dos mulas ingobernables
que no cesaban de disparar coces. Y, otras veces,
hacíase conducir tendido en una silla de manos, especie de
garita suspendida entre dos largas varas de bambú, que, llevada
por mulas, no cesaba de moverse de atrás hacia adelante
y de uno a otro lado, pero de modo tan violento que
habría hecho estallar las cuadernas de un barco.
Craig y Fry, como si fueran ayudantes de campo, cabalgaban
cada uno
al lado de una portezuela del vehículo de su cliente, sobre
asnos que no cesaban de cabecear y de dar tropezones balanceando
a los jinetes mucha más que la silla da manos en
que iba tendido Kin-Fo.
Sun, por su parte, cuando la marcha era necesariamente
algo rápida, caminaba renegando y maldiciendo, pera conJ
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fortándose, con más frecuencia de lo conveniente, con
grandes tragos de aguardiente de Kia-Lung. En tales circunstancias,
el sirviente, lo mismo que el amo, cabeceaba y
se balanceaba, pero sus extraños movimientos no dependían
de la desigualdad del terreno. En resumen, la pequeña
caravana no habría sufrido más sacudida en un mar borrascoso.
Los viajeros, jinetes sobre sendos caballos, de los que
debe suponerse que serían bastante malos, entraron en Siñenfu,
antigua capital del Celeste Imperio, residencia de los
emperadores de la dinastía de los Tan; pero, ¡cuántas fatigas
y peligros tuvieron que arrostrar antes de llegar a aquella
lejana provincia del Chen-Si, cuyas interminables llanuras,
áridas y desprovistas de toda vegetación, se vieron obligados
a atravesar!
Los rayos insoportables del sol de junio en una latitud
que es la de la España meridional, asfixiaban, y el polvo fino
de los caminos, completamente abandonados, se arremolinaba
formando torbellinos amarillentos, que ensuciaban el
aire como si fueran una humareda malsana, y de los que
salían los viajeros cubiertos de gris desde la cabeza hasta los
pies. Era el país del loes, extraña formación geológica, peculiar
del norte de China, “que ya no es tierra y que no es todavía
roca, o, por mejor decir, que es una piedra que no ha
tenido aún tiempo para solidificarse.”
En cuanto a los peligros, eran demasiado reales en un
país donde los agentes de policía tienen un miedo extraordinario
al puñal de los ladrones. Si en las ciudades los ti-paos
dejan a los bribones el campo libre; si en ellas los habitantes
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no se aventuran a entrar de noche en ciertas calles, júzguese
por esto del grado de seguridad que presentaran los caminos.
Varios grupos sospechosos se detuvieron al paso de los
viajeros cuando éstos entraban en una de esas estrechas cañadas
abiertas profundamente entre las capas del loes. Pero la
vista de Craig y Fry, con el revolver al cinto, había impuesto
hasta entonces a los salteadores. Sin embargo, los agentes de
la Centenaria experimentaron en más de una ocasión los mas
graves temores, sino por ellos, a lo menos por el millón viviente
a quien escoltaban. Que Kin-Fo cayese a impulsos del
puñal de Wang o de cualquier malhechor, el resultado sería
el mismo y la caja de la Compañía recibiría el golpe.
Por lo demás, Kin-Fo, o, que iba no menos armado, en
tales circunstancias estaba igualmente pronto a defenderse,
porque quería mas que nunca vivir, y, como decían Craig y
Fry, era capaz de hacerse matar por conservar la vida.
En Sinan-Fu no era probable que se encontrasen vestigios
del filósofo. Jamás un antiguo Tai-Ping habría podido
pensar en buscar aquel refugio, porque era una ciudad cuyas
murallas no habían podido atravesar los rebeldes en su época
y que estaba ocupada por una numerosa guarnición manchú.
A no tener una afición particular a las curiosidades
arqueológicas que abundan en aquella ciudad y a no estar
muy versado en los misterios de la epigrafía de la cual el
museo llamado el bosque de las tablitas contiene incalculables
riquezas, ¿qué motivo hubiera podido llevar allí a Wang?
Así a la mañana siguiente de su llegada, Kin-Fo, abandonando
la ciudad, que es un centro importante de negocios
entre el Asia central, el Tíbet, la Mogolia y la China, volvió a
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tomar el camino del Norte. La pequeña caravana, siguiendo
por Kao-Lin-Sien y por Sing-Ton-Sien el camino del valle
del Uei-Ro, cuyas aguas están teñidas de amarillo a causa del
loes a través del cual se han abierto el lecho, llegó a
Rua-Cheu, que en 1860 fue el foco de una terrible insurrección
musulmana. Desde allí, unas veces en barco y otras en
carreta, pasaron, no sin grandes fatigas, a la fortaleza de
Tong-Kuang situada en la confluencia del Uei-Ro y del
Ruang-Ro.
El Ruang-Ro es el famoso río Amarillo, el cual baja directamente
del Norte, atraviesa las provincias del Este y
desemboca en el mar que lleva su nombre, aunque por lo
demás es tan amarillo como rojo es el mar Rojo, como blanco
es el Blanco y como negro es el Negro. Sí, río célebre de
origen celeste sin duda, pues que su color es el de los emperadores
Hijos del Cielo; pero también Pesar de la China, calificación
debida a sus terribles desbordamientos que han
puesto en gran parte impracticable el canal Imperial. En
Tong-Kuang los viajeros habrían estado en seguridad aun
durante la noche, porque no es una ciudad comercial, sino
una ciudad militar, habitada permanentemente por los tártaros
manchúes que forman la primera categoría del ejército
chino. Quizá Kin-Fo tenía intención de descansar allí algunos
días; quizá iba a buscar en una fonda un buen cuarto,
una buena mesa y una buena cama, lo cual no hubiera desagradado
a Craig y Fry y menos a Sun.
Pero este imbécil, al cual costó aquella vez una buena
pulgada de su coleta, tuvo la imprudencia de decir en la
aduana, en lugar del nombre supuesto, el verdadero nombre
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de su amo. Se olvidó de que no era ya a Kin-Fo, sino a
Kin-Nan a quien tenía el honor de servir. ¡Qué furioso se
puso el amo! No tuvo más remedio que salir inmediatamente
de la ciudad, porque su nombre había producido el
efecto acostumbrado. El célebre Kin-Fo había llegado a
Tong-Kuang; todos querían ver al hombre singular cuyo
solo y único deseo era llegar a ser centenario.
El viajero, horrorizado, seguido de sus dos guardias y de
su lacayo, no tuvo tiempo más que de tomar la fuga por
entre la multitud de curiosos que se había formado a su paso.
A pie subió por las orillas del río Amarillo, y hasta el
momento en que sus compañeros y él cayeron abrumados
de fatiga en una aldea donde el incógnito debía proporcionarles
algunas horas de tranquilidad.
Sun, atemorizado, no se atrevía a decir una sola palabra.
A su vez, con aquella ridícula coleta de ratón que le quedaba,
era objeto de las chanzas más desagradables. Los muchachos
corrían tras él, y le apostrofaban con mil motes raros. Por
eso también él tenía gana de llegar; ¿pero adónde, pues que
su amo, según había dicho a William J. Bidulph, no tenía
objeto determinado más que correr por el mundo?
Esta vez, a 20 lis de Tong-Kuang, en aquel modesto
pueblo donde Kin-Fo, había buscado refugio, ni se encontraron
caballos, ni asnos, ni carretas, ni sillas, ni mas perspectiva
que la de continuar allí o andar a pie el camino.
Aquella perspectiva no podía volver su buen humor al discípulo
del filósofo Wang que mostró poca filosofía en tal ocasión,
acusando a todo el mundo cuando no debía acusar más
que a sí propio. ¡Ah cuanto echaba de menos el tiempo en
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que no tenía que hacer más que vivir! Sí, para apreciar la
dicha, era necesario haber conocido la desgracia, haber experimentado
penas y tormentos como decía Wang, y Wang
ya había hecho la experiencia.
Y, además, corriendo de la manera en que corría, no había
dejado de encontrar en su camino muy buenas personas
sin un cuarto y que, sin embargo, eran felices. Había podido
observar las formas variadas de la felicidad que da el trabajo
desempeñado alegremente.
Aquí labradores encorvados sobre los surcos que estaban
abriendo; allí obreros que cantaban manejando sus herramientas.
¿No era precisamente a esta ausencia del trabajo a
la que Kin-Fo, debía la ausencia de deseos y, por consiguiente,
la falta da felicidad en el mundo? ¡Ah! La lección era
completa: a lo menos así lo creía... pero no, amigo Kin-Fo,
no lo era todavía.
Al fin, buscando por todas partes y llamando a todas las
puertas de la aldea Craig y Fry acabaron, por descubrir un
vehículo, pero uno solo, el cual no podía llevar más que una
persona, y, circunstancia más grave todavía, no había motor
para dicho vehículo. Era una especie de carro, como la carretilla
de Pascal y quizá inventada antes por esos antiguos
inventores de la pólvora, de la escritura, de la brújula y de las
cometas. Solamente que en China la rueda de este aparato,
que es de un gran diámetro, está situada, no al extremo de
las varas, sino en el medio y se mueve como la rueda central
de ciertos barcos de vapor. La caja está, pues, dividida en
dos partes según su eje; la una, en la cual se puede extender
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el viajero, y la otra, que está destinada a contener su equipaje.
El motor de este vehículo es, y no puede menos de ser,
un hombre que empuja el aparato hacia adelante para lo cual
se sitúa detrás del viajero, y así no le impide la vista como
hace el cochero de un cabriolé inglés cuando el viento es
bueno, es decir; cuando sopla en popa, el hombre aprovecha
esta fuerza natural que no le cuesta nada; planta un mástil
a la popa de la caja del vehículo, despliega una vela cuadrada,
y en los grandes golpes de viento él es quien, en vez
de empujar el carruaje, es arrastrado a veces más deprisa de
lo que quisiera.
Comprado el vehículo con todos sus accesorios, Kin-Fo
tomó asiento en él, y, como el viento fuese bueno, desplegaron
la vela.
- Vamos, Sun dijo Kin-Fo.
Sun es disponía sencillamente a tenderse a la zaga.
- A las varas, gritó Kin-Fo, con cierto tono que no admitía
réplica.
- Señor, yo... es que yo... respondió Sun, cuyas piernas se
doblaban de antemano como las de un caballo fatigado.
-Tú tienes la culpa por ser largo de lengua y decir necedades.
-Vamos, Sun, dijeron Craig y Fry.
-A las varas, replicó Kin-Fo, mirando lo que le quedaba
de coleta al desgraciado lacayo; a las varas, animal, y ten cuidado
de no cometer torpezas, porque si no...
El índice y el dedo de corazón de la mano derecha de
Kin-Fo, separados y aproximados después, imitando el moJ
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vimiento de las tijeras, completaron tan perfectamente su
pensamiento, que Sun cogió las varas con las dos manos
después de haberse pasado la correa por los hombros. Craig
y Fry se situaron a los dos lados de la carretilla y, con ayuda
de la brisa, la pequeña caravana comenzó a marchar a un
trote ligero.
Debemos renunciar a describir la rabia sorda e impotente
de Sun convertido en caballo. Sin embargo, Craig y
Fry consintieron en relevarle. Por fortuna, el viento del Sur
les ayudó constantemente, haciendo las tres cuartas partes
de la tarea. La carretilla estaba bien equilibrada por la posición
de la rueda central, y el trabajo del conductor se reducía
al del hombre que lleva la caña del timón de un buque; es
decir a mantener la máquina en buena dirección.
Con este tren pasó Kin-Fo por las provincias septentrionales
de la China, marchando a pie cuando experimentaba
necesidad de desentumecer sus piernas, y volviendo a
meterse en la carretilla cuando, por el contrario, quería descansar.
Después de haber dado un rodeo para no entrar en
Wan-Fu, ni en Ca-Fong, subió por las orillas del célebre
canal Imperial, que hace apenas unos 20 años, antes de que
el río Amarillo hubiera recobrado su antiguo lecho, formaba
una hermosa vía navegable, desde Su-Chen, el país del té,
hasta Pekín, en una longitud de algunos centenares de leguas.
Así atravesó a Tsi-Nan y Ho-Kien y penetró en la provincia
de Pe-Chi-Li, donde se levanta Pekín, la cuádruple
capital del Celeste Imperio.
129
Así pasó por Tsien-Sun, defendida por un muro de circunvalación
y dos fuertes, gran ciudad de 400.000 habitantes,
cuyo ancho puerto, formado por la unión del Pei-ho y del
canal Imperial, hace un comercio que se calcula en unos
170.000.000 de pesetas, importando algodones de Manchester,
tejidos de lana, cobres, hierros, fósforos alemanes,
madera de sándalo, etc.; y exportando nenúfar, tabaco de
Tartaria, té, etc. Pero Kin-Fo no pensó ni siquiera en visitar
en esta curiosa ciudad la célebre pagoda de los Suplicios
Infernales; no recorrió, en el arrabal del Este, las divertidas
calles de los Faroles y de la Ropa Vieja; no almorzó en la
fonda de la Armonía y de la dirigidas por el musulmán
Leu-Lao-Ki, cuyos vinos son famosos, por mas que Mahoma
diga lo que quiera; no dejó su gran tarjeta roja, y ya sabemos
por qué, en el palacio de Li-Chong-Tang, virrey de la
provincia desde el año 1870, individuo del Consejo Privado
y del Consejo del Imperio, y que lleva con la túnica amarilla
el titulo de Fei-tze-chao-pao.
No: Kin-Fo en su carretilla y Sun conduciéndola atravesaron
los muelles donde se ostentaban montañas de sacos
de sal; pasaron los arrabales, las concesiones inglesas y americanas,
el campo de carreras, la campiña cubierta de sorgo,
de cebada, de vides, las huertas ricas en legumbres y frutas,
las llanuras de donde partían por millares liebres, perdices y
otras aves de rapiña. Los cuatro siguieron el camino enlosado
de 24 leguas que conduce a Pekín entre los árboles de
diversas especies y los grandes cañaverales del río, y llegaron
a Tong-Tcheu sanos y salvos, Kin-Fo valiendo como siempre
200.000 duros, Craig y Fry escoltándole como desde el
130
principio del viaje; y Sun, cansado, cojo, impedido de las dos
piernas y sin más coleta que tres pulgadas.
Era el 19 de junio. El plazo concedido a Wang expiraba
dentro de siete días.
¿Dónde estaba Wang?
131
CAPÍTULO XIII
En el cual se oye el célebre romance de las cinco vísperas del
centenario.
Señores, dijo Kin-Fo a sus dos guardias de corps, cuando
se detuvo la carretilla en el arrabal de Tong-Cheu, no estamos
ya mas que a 40 lis 5 de Pekín, y mi intención es detenerme
aquí hasta que haya pasado el plazo convenido entre
Wang y yo. En esta ciudad de 400.000 almas, será fácil permanecer
desconocido, si Sun no olvida que está al servicio
de Kin-Nan, simple negociante de la provincia de Tong-
Cheu.
No, seguramente, Sun no lo olvidaría. Su torpeza le había
costado desempeñar durante los últimos ocho días el
oficio de caballo, y esperaba que el señor Kin-Fo...
- Kin... dijo Craig.
- Nan... añadió Fry...
Le volvería, al desempeño de sus funciones habituales.
En aquella ocasión, atendido el estado de cansancio en que
se hallaba, pedía permiso al señor Kin-Fo...
- Kin...dijo Craig.
5 Cuatro leguas.
132
- Nan... añadió Fry...
- Para dormir 48 horas a lo menos, sin quitarse la brida
o, mejor dicho, sin brida, ni nada.
- Durante ocho días si quieres, respondió Kin-Fo. Si
duermes, al menos estaré seguro de que tendrás quieta la
lengua.
Kin-Fo y sus compañeros se ocuparon entonces en buscar
una fonda conveniente entre las muchas que hay en
Ton-Cheu. Esta gran ciudad, a decir verdad, no es sino un
inmenso arrabal de Pekín. El camino enlosado que la une a
la capital está sembrado a un lado y a otro de quintas, de
casas, de granjas agrícolas, de tumbas, de pequeñas pagodas,
de huertos; y la circulación de carruajes, de caballerías y de
gente de a pie, es incesante por aquel camino.
Kin-Fo, que conocía la ciudad, se hizo conducir al
Tea-Wang-Niao, el Templo de los principios soberanos, que es
simplemente un antiguo convento de bonzos, transformado
en fonda, donde los forasteros pueden alojarse bastante
bien.
Kin-Fo, Craig y Fry, se instalaron inmediatamente; los
dos agentes en un cuarto contiguo al de su precioso cliente.
En cuanto a Sun, desapareció para ir a dormir en el rincón
que le fue designado, y no le volvieron a ver.
Una hora después, Kin-Fo y sus fieles custodios dejaron
sus habitaciones, almorzaron con apetito y se preguntaron
lo que harían enseguida.
- Conviene, dijeron Craig y Fry, leer la Gaceta oficial a
fin de ver si contiene algo que nos interese.
133
-Tienen ustedes razón, respondió Kin-Fo; quizá sabremos
lo que ha sido de Wang.
Los tres salieron de la fonda. Por prudencia los dos acólitos
caminaban a los lados de su cliente, examinando a los
transeúntes y no dejando que nadie se le acercase. Así pasaron
por las calles estrechas de la ciudad, y llegaron a los
muelles donde compraron un número de la Gaceta Oficial y la
leyeron ávidamente.
Nada encontraron en ella más que la promesa de 2000
duros, o sean 1300 taeles, a quien indicase a William J. Bidulph
la residencia actual del señor Wang de Shanghai.
- Es decir, dijo Kin-Fo, que no ha aparecido.
- Y que no ha leído el anuncio que le concierne... dijo
Craig.
- Y, por consiguiente, que debe continuar creyéndose en
la obligación de cumplir su promesa, añadió Fry.
- Pero: ¿Dónde puede estar? Exclamó Kin-Fo.
-¿Cree usted hallarse más amenazado durante los últimos
días del plazo? Preguntaron Fry y Craig.
- Sin duda ninguna, respondió Kin-Fo. Si Wang no conoce
el cambio ocurrido en mi situación, y es probable que
no le conozca, no podrá menos de creerse obligado a cumplir
su promesa. Así, pues, dentro de un día, de dos o tres,
estaré más amenazado que hoy, y dentro de seis más todavía.
-¿Y cuándo termine el plazo?
- No tendré ya nada que temer.
- Pues bien, dijeron Craig y Fry; no hay más que tres
medios de evitar a usted todo peligro durante esos seis días.
134
-¿Cuál es el primero? Preguntó Kin-Fo.
- El primero es volver a la fonda, y encerrarse usted en
su cuarto.
-¿Y el segundo?
- El segundo es que le hagamos a usted prender como
malhechor, respondió Fry, a fin de que le pongan en seguridad
en la cárcel de Ton-Cheu.
-¿Y el tercero?
- El tercero, hacerse pasar por muerto, respondieron
Craig y Fry, y no resucitar hasta que haya pasado completamente
todo peligro.
- Ustedes no conocen a Wang. Wang encontraría medio
de penetrar en la fonda, en la prisión y hasta en mi tumba. Si
no me ha herido hasta aquí, es porque no ha querido, porque,
sin duda, él ha considerado preferible dejarme el placer
de la inquietud de aguardar. ¿Quién sabe cuál ha sido su
móvil? En todo caso prefiero esperarlo en libertad.
- Esperemos... sin embargo... dijo Craig.
- Me parece que... añadió Fry.
- Señores, dijo Kin-Fo en tono seco, yo haré lo que me
parezca. Después de todo, si muero antes del 25 de este
mes, ¿qué puede perder la compañía que son ustedes agentes?
- Doscientos mil duros, respondieron Craig y Fry,
200.000 duros que será preciso pagar a los herederos.
-Y yo todo mi caudal, sin contar la vida. Estoy, pues,
más interesado que ustedes en este asunto.
- Es verdad.
- Mucha verdad.
135
- Continúen ustedes, pues, vigilando todo lo que juzguen
conveniente, pero yo haré lo que se me ponga en la cabeza.
No había medio de replicar.
Craig y Fry tuvieron, pues, que limitarse a vigilar más de
cerca a su cliente y, redoblar sus precauciones; y aunque
comprendían que la gravedad de la situación se aumentaba
más y más cada día, no desmayaban. Ton-Cheu es una de las
ciudades más antiguas del Celeste Imperio; situada a orillas
de un brazo canalizado del Pei-Ho y junto a otro canal que
la une a Pekín, es encuentra en olla un gran movimiento
comercial y sus arrabales están muy animados.
Kin-Fo y sus dos compañeros admiraron aquella agitación
cuando llegaron al muelle donde se amarran los sampanes
y los juncos del comercio.
Craig y Fry, después de todo, creyeron estar más seguros
en medio de una multitud. La muerte de su cliente debía,
en apariencia, ser debida al suicidio. La carta que debía tener
su cadáver no dejaría ninguna duda sobre este punto; por
consiguiente, Wang no tenía interés en matarle sino en ciertas
condiciones que no se podían presentar en medio de
calles frecuentadas en la plaza pública de una ciudad populosa.
Por consiguiente, no tenían que temer golpe ninguno
inmediato. De lo que era preciso guardarse únicamente era
de algún prodigio de destreza del antiguo Tai-Ping, que podría
haber seguido sus huellas desde Shanghai Por eso se
desojaban, digámoslo así, mirando todos los transeúntes.
De repente, se pronunció un nombre que los hizo aplicar
atentamente el oído.
136
-¡Kin-Fo! ¡Kin-Fo! Gritaban algunos chinitos saltando
en medio de la multitud.
¿Había sido conocido Kin-Fo y su nombre producía el
efecto acostumbrado?
El héroe, por tuerza se detuvo.
Craig y Fry se mantuvieron dispuestos, en caso necesario,
a formarle una muralla con sus cuerpos.
No era a Kin-Fo a quien se dirigían estos gritos. Nadie
parecía sospechar que estuviese allí. Kin-Fo no hizo, pues,
movimiento ninguno y esperó, deseando con ansia saber
por qué razón se había pronunciado su nombre.
Un grupo de hombres, de mujeres, de niños, se había
formado alrededor de un cantor ambulante que parecía gozar
de gran favor entre el público de las calles. Todos gritaban
y aplaudían de antemano.
El cantor, cuando se vio en presencia de suficiente auditorio,
sacó de su túnica un paquete de papeles iluminados
de colores, y dijo, con voz sonora:
- Las cinco vísperas del centenario.
Era el famoso romance que circulaba por el Celeste Imperio.
Craig y Fry se quisieron llevar de allí a su cliente; pero
Kin-Fo se obstinó. Nadie le conocía; jamás había oído aquel
romance que relataba sus hechos, y manifestó que quería
oírle.
El cantor comenzó así:
137
“A la primera víspera, la luna iluminaba el tejado de la casa
de Shanghai. Kin-Fo es joven, tiene 20 años, parece un
sauce cuyas primeras hojas muestran su lengüecita verde.”
“A la segunda víspera la luna ilumina el lado oriental del
río yamen. Kin-Fo es joven, tiene 40 años, sus diez mil negocios
prosperan grandemente, y los vecinos hacen su elogio.”
El cantor cambiaba de fisonomía y parecía envejecer a
cada estrofa. Al acabar de recitarla, la multitud aplaudía furiosamente.
El cantor continuó:
“A la tercera víspera, la luna ilumina el espacio. Kin-Fo
tiene 60 años. Después de las hojas verdes del verano, los
crisantemos amarillos de la estación de otoño se presentan.”
“ A la cuarta víspera, la luna se hunde en el occidente.
Kin-Fo tiene 80 años, su cuerpo se arruga como el de un
langostino en agua hirviendo. Declina con el astro de la noche.”
“A la quinta víspera, los gallos saludan el alba naciente.
Kin-Fo tiene 100 años, y ahora, después de cumplido su
más vivo deseo, el desdeñoso príncipe Yen se niega a recibirle.
El príncipe Yen no quiere personas de edad tan avanzada
que chochearían en su corte, y el viejo Kin-Fo, sin
poder descansar nunca, anda errante eternamente.”
La multitud siguió aplaudiendo, y el cantor vendiendo,
por centenares, su romance a tres zapeques el ejemplar.
¿Por qué Kin-Fo no había de comprarle también? Sacó
unas monedas del bolsillo y, con la mano llena, alargó el
brazo a través de las primeras filas de la multitud. De reJ
138
pente, se abrió su mano y las monedas se escaparon y cayeron
al suelo.
Enfrente de sí vio a un hombre, cuyas miradas se cruzaron
con las suyas.
-¡Ah! Exclamó Kin-Fo, que no pudo contener aquella
interjección a la vez interrogativa y exclamativa.
Fry y Craig le habían rodeado, creyéndole conocido,
amenazado, herido y quizá muerto.
-¡Wang! Gritó Kin-Fo.
-¡Wang! Repitieron Craig y Fry.
Era Wang en persona. Acababa de ver a su antiguo discípulo;
pero, en vez precipitarse sobre él, huyó con toda la
celeridad de sus piernas, que eran bastante largas.
Kin-Fo no vaciló. Quiso salir de una vez de su intolerable
situación y siguió a Wang, escoltado de Fry y Craig que
no querían ni correr más que él, ni quedarse atrás.
Ellos también habían conocido al filósofo y compren
dieron, por la sorpresa que éste acababa de manifestar, que
no esperaba ver a Kin-Fo, así como Kin-Fo no esperaba
tampoco encontrarle allí.
¿Pero por qué huía Wang? La cosa era inexplicable pero,
en fin, huía como si toda la policía del Celeste Imperio hubiera
ido pisando los talones.
La carrera fue prodigiosa.
- No estoy arruinado, Wang; Wang no estoy arruinado,
gritaba Kin-Fo.
- Es rico, es rico, repetían Fry y Craig.
139
Pero Wang estaba a demasiada distancia para oír aquellas
palabras que hubieran debido detenerle. Atravesó el muelle,
siguió por el canal y llegó a la entrada del arrabal del Oeste.
Sus tres perseguidores volaban; pero no ganaban terreno
sobre él; por el contrario, parecía haber cada vez mayor distancia
entre el fugitivo y Kin-Fo.
Media docena de chinos se habían unido a Kin-Fo, sin
contar dos o tres parejas de tipaos, que habían tomado por
malhechor al hombre que huía de aquel modo.
¡Curioso espectáculo el de aquel grupo gritando, aullando
y aumentándose en su camino con muchos voluntarios!
Alrededor del cantor, habían oído perfectamente a Kin-Fo
pronunciar el nombre de Wang. Por fortuna, el filósofo no
había respondido lanzando el de su discípulo, porque entonces
toda la ciudad se hubiera lanzado detrás de un hombre
tan célebre. Pero el nombre de Wang, súbitamente pronunciado,
había sido suficiente; Wang, el personaje cuyo descubrimiento
valía una recompensa enorme. Todos lo sabían;
de manera que, si Kin-Fo corría tras los 800.000 duros de su
capital y Craig y Fry corrían tras los 200.000 duros del seguro,
los demás corrían tras los 2000 de la prima prometida, y
preciso es convenir en que estos premios eran suficientes
para dar flexibilidad y ligereza a las piernas de todo el mando.
-¡Wang, Wang, soy más rico que nunca! Continuaba gritando
Kin-Fo, según se lo permitía la rapidez de su carrera.
-¡No está arruinado, no está arruinado! Repetían Fry y
Craig.
140
-¡Detente, detente! Continuaba la multitud que iba aglomerándose
como una bola de nieve.
Wang no oía nada. Con los codos pegados al costado, no
quería ni cansarse en responder ni perder nada de su celeridad
por el placer de volver la cabeza.
Salieron del arrabal: Wang tomó la calle enlosada que corre
al lado del canal y que, estando entonces casi desierta, le
proporcionaba campo libre. Allí se aumentó la viveza de su
fuga; pero, naturalmente, también se redobló el esfuerzo de
los perseguidores.
Aquella carrera loca se sostuvo durante veinte minutos y
nadie podía prever cual sería el resultado. El fugitivo, sin
embargo, parecía que iba cansándose. La distancia que había
mantenido, hasta entonces, entre él y sus perseguidores parecía
disminuirse.
Wang, conociéndolo, dio de repente un salto y desapareció
detrás de la tapia que cercaba el recinto de una pequeña
pagoda a la derecha del camino.
- Diez mil taeles a quien lo detenga, gritó Kin-Fo.
- Diez mil taeles, repitieron Craig y Fry.
-¡Ya, ya, ya! Gritaron los más avanzados del grupo. Todos
habían torcido hacia la derecha, siguiendo las huellas del
filósofo y rodearon el muro la pagoda.
Wang, reapareció siguiendo un estrecho sendero transversal
a lo largo de un canal de riego, y, para hacer perder la
pista a los que le perseguían, torció otra vez el camino y
volvió a la carretera enlosada. Pero allí se conoció, desde
luego, que estaba cansado, porque volvió la cabeza muchas
veces. Kin-Fo, Craig y Fry seguían, sin descanso, la persecuLAS
TRIBULACIONES DE UN CHINO EN CHINA
141
ción; no corrían, sino que volaban y ninguno de los que iban
aguijoneados por la esperanza de ganar los 10.000 taeles
ofrecidos marchaba delante de ellos.
El desenlace se aproximaba: no era mas que un asunto
de tiempo y de tiempo relativamente corto, quizá de algunos
minutos.
Todos, Wang, Kin-Fo y sus compañeros habían llegado
al sitio donde la carretera principal atraviesa el río por el
célebre puente de Pali-kao.
Dieciocho años antes, el 21 de septiembre de 1860, no
hubieran podido correr con libertad por aquel puente de la
provincia de Pe-Chi-Li, porque la gran calzada taba entonces
llena de fugitivos de otra especie. El ejército del general
Sau-Ko-Lin-Tsin, tío del emperador, rechazado por los batallones
franceses, había hecho alto en aquel puente de Pali-
kao, magnífica obra de arte, con una balaustrada de
mármol blanco, adornada, a uno y otro lado, de una fila de
leones gigantescos. Allí fue donde aquellos tártaros manchúes,
tan valientes en su fatalismo, fueron aplastados por
las balas de los cañones europeos.
Pero el puente, que tenía todavía las señales de la batalla
en sus estatuas desconchadas, estaba libre entonces.
Wang, cada vez más cansado, atravesó la carretera.
Kin-Fo y los demás, por un supremo esfuerzo, se fueron
acercando; ya no les separaban de él mas que veinte pasos,
más que quince, más que diez.
Era inútil procurar detener a Wang con palabras que no
podía o no quería oír. Era preciso alcanzarle, apoderarse de
él, atarle si se resistía... Después vendrían las explicaciones.
142
Wang comprendió que iba a ser alcanzado y, como, por
una obstinación inexplicable, parecía temer encontrarse cara
a cara con su antiguo discípulo, quiso arriesgar su vida para
evitarlo.
En efecto, de un salto, se puso sobre la balaustrada del
puente y, desde allí, se precipitó al Pei-ho.
-¡Wang, Wang! Gritó Kin-Fo, deteniéndose por un instante.
Después tomó carrera a su vez y se precipitó al río, gritando:
-Yo lo sacaré vivo.
-¿Craig? Dijo Fry.
-¿Fry? Dijo Craig.
- Doscientos mil duros al agua.
Y ambos, atravesando la balaustrada, se precipitaron al
socorro del ruinoso cliente de la Centenaria.
Algunos de los voluntarios los siguieron, presentando
una escena parecida al de un racimo de payasos en el ejercicio
del trampolín.
Paro tanto celo debía ser inútil. Kin-Fo, Fry, Craig y los
demás a quienes guiaba el aliciente del premio ofrecido, registraron
el Pei-ho, sin poder encontrar a Wang, el cual, sin
duda, había sido arrastrado por la corriente. ¿Había querido
Wang, al precipitarse en el río, liberarse de sus perseguidores
o se había resuelto a poner fin a sus días por algún motivo
misterioso? Nadiehabría podido decirlo.
Dos horas después, Kin-Fo, Craig y Fry, desesperados,
pero secos y confortados, y Sun, despertado en lo mejor de
143
su sueño y echando pestes, como puede suponerse, habían
tomado el camino a Pekín.
144
CAPÍTULO XIV
Donde el lector podrá, sin fatigarse, recorrer cuatro ciudades
en una sola.
El Pe-Chi-Li, la más septentrional de las dieciocho provincias
de la China, está dividido en nueve departamentos.
Uno de ellos tiene por capital a Chung-Kin-Fo; es decir, la
ciudad de primer orden obediente al cielo. Esta ciudad es Pekín.
Figúrese el lector un rompecabezas chino, de una superficie
de seis mil hectáreas, y de un perímetro de ocho leguas,
cuyos pedazos irregulares llenaran exactamente un rectángulo,
y tendrá una idea de esa misteriosa Cambalú, cuya curiosa
descripción hizo Marco Polo, a fines del siglo XIII. Tal
es la capital del Celeste Imperio.
En realidad, Pekín comprende dos ciudades distintas, separadas
por una ancha calle y un muro fortificado: la una,
que es un paralelogramo, es la ciudad china; la otra, que
forma un cuadrado casi perfecto, es la ciudad, la cual contiene
en su recinto otras dos ciudades: la ciudad Amarilla
Hoang-Ching, y la ciudad Roja, Tsen-Kin-Ching, o la ciudad
prohibida.
145
En otro tiempo, el conjunto de estas aglomeraciones
contenía más de dos millones de habitantes. Pero la emigración,
excitada por la extrema miseria, ha reducido este número
a un millón todo 1o más, en su mayor parte tártaros y
chinos, con unos diez mil musulmanes y unos cuantos centenares
de mogoles y tibetanos que componen la población
flotante.
El plano de estas dos ciudades superpuestas, figuran
bastante exactamente un baúl, cuya tapa estuviese formada
por la ciudad china y la caja por la ciudad tártara.
Seis leguas de un recinto fortificado, de 45 pies de altura
y otras tantas de anchura, revestido exteriormente de ladrillo
y defendido de 200 en 200 metros, por torres salientes, rodean
la ciudad tártara de un hermoso paseo enlosado y terminan
en cuatro magníficos bastidores, de ángulos salientes,
en cuyas plataformas hay cuerpos de guardia.
Como se ve, el emperador, Hijo del Cielo, está bien
guardado.
En el centro de la ciudad tártara, la ciudad Amarilla, de
una superficie de 660 hectáreas, tiene ocho puertas, y encierra
en su recinto una montaña de carbón de 300 pies de
altura, punto culminante de la capital, un soberbio canal,
llamado mar del Medio, y atravesado por un puente de
mármol, dos conventos de bonzos, una pagoda de los Exámenes,
el Pei-Tha-Sse, otro convento de bonzos, edificado
en una península, que parece suspendido sobre las aguas
claras del canal, el Peh-Tang, establecimiento de misioneros
católicos, la pagoda imperial, magnífica, con su techo de
campanillas sonoras y tejas de lápiz-lázuli, el gran templo
146
dedicado a los antepasados da la dinastía reinante, manto, el
templo de los Espíritus, el templo de los Genios de los
Vientos, el templo del Genio del Rayo, el templo del inventor
de la seda, el templo del Señor del Cielo, los cinco
pabellones de los Dragones, el monasterio del Reposo Eterno.
En el centro mismo de este cuadrilátero se oculta la ciudad
Prohibida, que tiene una superficie de 80 hectáreas, y
está rodeada de un foso canalizado, sobre el cual hay siete
puentes de mármol. Siendo manchú la dinastía reinante, es
inútil decir que la primera de estas ciudades está habitada
principalmente por una población de la misma raza. Los
chinos están relegados a la parte de afuera, a la inferior del
baúl, en la ciudad inmediata.
Se penetra en lo interior de eta ciudad Prohibida, ceñida
de muros de ladrillo rojo, coronados de un chapitel de tejas
barnizadas de amarillo dorado, por una puerta que da al Sur
y se llama la puerta de la Gran Pureza, la cual no se abre sino
delante del emperador y de las emperatrices. Allí se levantan
el templo de los Antepasados de la dinastía tártara, abrigado
bajo los techos de tejas multicolores; los templos llamados
Che-Tsi, consagrados a los espíritus terrestres y celestes; el
palacio de la Soberana Concordia, reservado para las solemnidades
de aparato y para los banquetes oficiales; el palacio
de la Concordia Media, donde se ven los retratos de los
abuelos del Hijo del Cielo, el palacio de la Concordia Protectora,
cuya sala central está ocupada por el trono imperial; el
pabellón del Nei-Ko, donde se celebra el consejo supremo
147
del imperio presidido por el príncipe Kong 6, ministro de
Negocios Extranjeros y tío paterno del último soberano; el
pabellón de les Flores Literarias, a donde el emperador va una
vez al año para interpretar los libros sagrados; el pabellón de
Chuan Sin-Tien, en el cual se verifican los sacrificios en honor
de Confucio; la Biblioteca Imperial; la Sección de los Historiógrafos;
el Vu-in-tien, donde se conservan las láminas de
cobre y madera destinadas a la impresión de los libros; los
talleres, donde se hacen los vestidos de la corte; el palacio de
la Pureza Celeste, donde se tratan los asuntos de familia; el
palacio del Elemento Terrestre Superior, donde se instaló la joven
emperatriz; el palacio de la Meditación, a donde se retira
el soberano cuando está enfermo; los tres palacios, donde se
educan los hijos del emperador; el Templo de los Antepasados
Difuntos; los cuatro palacios reservados la viuda y a las mujeres
de Hien-Fong, que murió en 1861; el Chu-Sieu-Kong, residencia
de las esposas Imperiales; el palacio de la Bondad
Preferida, destinado a las recepciones oficiales de las damas de
6 T. Choutze, en su viaje titulado Pekín y el Norte de la China, refiere el
rasgo siguiente del Príncipe Kong, que es bueno recordar.
En 1870, durante la sangrienta guerra que asolaba la Francia, el
príncipe Kong visitó, no se con qué motivo, a todos los representantes
diplomáticos extranjeros. Hallándose la primera a su paso la legación, de
Francia, comenzó por ella. Acababa entonces de recibirse la noticia de
los desastres de Sedán, y el conde de Rochechouart, a la sazón encargado
de negocios de Francia, le comunicó al príncipe.
Este mandó llamar a uno de los oficiales de su séquito y le dijo:
“Envíe usted una tarjeta a la legación de Prusia y diga que no podré
visitarla hasta mañana”
Después, volviéndose hacia el conde de Rochechouart, añadió: “En
el mismo día en que he dado el pésame al representante de Francia, no
puedo decentemente ir a felicitar al representante de Alemania”
El príncipe Kong sería príncipe en todas partes.
148
la corte; el palacio de la Tranquilidad General, nombre singular
dado a una escuela de los hijos de oficiales superiores; los
palacios de la Purificación y del Ayuno; el palacio de la Pureza de
Porcelana, habitado por los príncipes de la sangre; el templo
del Dios Protector de la Ciudad, un templo de arquitectura tibetana;
los almacenes de la corona; la intendencia de la corte
imperial; él La-Cong-Chú, residencia de los eunucos, de los
cuales no hay menos de cinco mil en la ciudad Roja; y, en fin
otros palacios, hasta cuarenta y ocho, que forman el total de
los que contiene el imperial recinto, sin contar el Tan-
Quang-Ko, el pabellón de la Luz Purpurina, situado a orillas
del lago de la ciudad Amarilla, donde, el 19 de junio de
1873, fueron admitidos, a presencia del emperador, los cinco
ministros de los Estados Unidos, Rusia, Holanda, Inglaterra
y Prusia.
¿Qué foro antiguo ha presentado semejante aglomeración
de edificios, de formas tan variadas y tan abundantes
en objetos preciosos? ¿Qué ciudad, y aunque sea capital, de
los Estados europeas podría presentar semejante nomenclatura?
Pues a esta enumeración hay que añadir todavía el Uan-
Cheu-Chan; el palacio de Verano, situado a dos leguas de
Pekín. Destruido en 1860 7 apenas se encontrarían hoy entro
sus ruinas, sus antiguos jardines de la Claridad Perfecta y de
7 Por los franceses y los ingleses que lo saquearon horrorosamenete,
hasta el punto de no encontrar medios de conducción por tanto botín.
Si aquellos soldados, cargados como bestias, hubieran sido atacados, en
aquel momento, por unas cuantas tropas decididas, la expedición
anglofrancesa se habría malogrado por la codicia insasiable de los
expedicionarios.
149
la Claridad Tranquila, su colina de la Fuente de Porcelana y su
montaña de las Diez mil Longevidades.
Alrededor de la ciudad Amarilla se extiende la ciudad
Tártara. Allí están instaladas las legaciones francesa, inglesa y
rusa; el hospital de las Misiones de Londres; las Misiones católicas
del Este y del Norte, las antiguas caballerizas de elefantes
que no contienen ya más que uno, tuerto y centenario.
Allí se levantan la Torre de la Campagna, de tejas rojas entremezcladas
con otras verdes; el templo de Confucio; el convento
de los Mil Lamas; el templo de Fa-Cua; el antiguo
observatorio con su gruesa torre cuadrada; el Yamen de los
Jesuitas; el Yamen de los Letrados, donde se verifican los exámenes
literarios. Allí se ven también los arcos de triunfo del
Oeste y del Este; el mar del Norte y el mar de las Cañas,
tapizados de nelumbos, de ninfeas azules y que proceden del
palacio de Verano y alimentan el canal de la ciudad Amarilla;
allí descuellan los palacios en que residen los príncipes de la
sangre, el ministerio de Hacienda, el de Ritos, el de la Guerra,
el de Obras Públicas, el de Relaciones Exteriores, el Tribunal
de Cuentas, el Tribunal Astronómico y la Academia
de Medicina. Todo aparece confundido en medio de calles
estrechas, llenas de polvo en verano y de lodo en invierno,
formadas, en su mayor parte, por casas miserables y bajas,
entre las cuales se levanta alguna gran casa de un alto dignatario,
sombreada de hermosos árboles. Además, a través de
las alamedas, llenas de gente, se ven perros errantes, camellos
mogoles, cargados de carbón de piedra, palanquines
llevados por cuatro u ocho hombres, según la categoría del
funcionario que va en ellas, sillas de mano, carruajes tirados
150
por mulas, carros y mendigos que, según el señor Choutze,
forman una tribu independiente de sesenta mil haraposos.
En estas calles, cubiertas de un lodo pestífero y negro, dice
el señor P. Arene, y cortadas por charcos de agua, donde el
transeúnte se hunde hasta media pierna, no es raro que se
ahogue algún mendigo ciego.
Bajo muchos aspectos, la ciudad china de Pekín, cuyo
nombre es Va-Cheng, se parece la ciudad tártara; pero se
distingue de ella bajo conceptos diversos.
Dos templos célebres ocupan la parte meridional, el
templo del Cielo y el de la Agricultura, a los cuales hay que
añadir los templos de la diosa Koanine, del Genio de la Tierra,
de la Purificación, del Dragón Negro, de los espíritus del
Cielo y de la Tierra, los estanques de Peces de Oro, el monasterio
de Fayuan-Se, los mercados los teatros, etc.
Este paralelogramo rectángulo está dividido de Norte a
Sur por una importante arteria llamada la Calle Mayor que va
desde la puerta de Hung-Ting al Sur a la puerta Tieng al
Norte. Transversalmente tiene una arteria muy larga que
corta la primera en ángulo recto y va desde la puerta de Cha-
Cua al Este, a la puerta de Cuan-Tsu al Oeste. Se la llama
carrera de Cha-Cua; y a cien pasos de su punto de intersección
con la Calle Mayor vivía la futura señora Kin-Fo.
El lector recordará que pocos días después de haber recibido
la joven viuda la carta que le anunciaba su ruina, recibió
otra anulando la primera y diciéndole que no pasaría la
sétima luna sin que su hermanito mayor estuviese de regreso
a su lado. Inútil es decir que Le-u desde aquella fecha, 17 de
mayo, estuvo contando los días y las horas. Pero Kin-Fo
151
había vuelto a dar noticias suyas durante aquel viaje insensato,
cuyo fantástico itinerario no quería indicar bajo ningún
pretexto. Le-u había escrito a Shanghai; pero sus cartas habían
quedado sin respuesta, y inquietud grande, cuando vio
llegar el 19 de junio, sin haber recibido noticia ninguna.
Durante aquellos largos días, no había salido de su caza
de la carrera de Cha-Cua. Esperaba intranquila, porque la
desagradable Nan no era a propósito para alegrar su soledad:
la buena madre cada vez se hacía más gruñona y hacía méritos
cien veces por luna para ser echada por la escalera.
¡Pero qué interminables horas de ansiedad debían pesar
antes que Kin-Fo llegara a Pekín! Le-u las contaba y la
cuenta le parecía larguisima.
Si la religión de los Lao-Tse es la más antigua de la China,
y si la doctrina de Confucio, promulgada hacia la misma
época (unos 500 años antes de J. C.), es la que siguen e1
emperador, los 1etrados y los altos mandarines, en cambio
el budismo, o la religión de Fo, es la que cuenta mayor número
de fieles (cerca de 300.000.000) en la superficie del
globo.
El budismo comprende dos sectas distintas, de las cuales,
la una tiene por ministros a los bonzos, vestidos de gris y
cubiertos de bonetes rojos, y la otra a los lamas, vestidos de
amarillo y con bonetes del mismo color.
Le-u era budista de la primera secta. Los bonzos la veían,
con frecuencia, acudir al templo de Koan-Ti-Miao, consagrado
a la diosa Koanine.
Allí dirigía por su amigo y quemaba palitos perfumados
con la frente prosternada sobre las losas del templo.
152
Aquel, día tuvo el pensamiento de volver a implorar la
protección de la diosa Koanine y dirigirle súplicas más ardientes
todavía. Un presentimiento le decía que amenazaba
algún peligro grave a hombre a quien esperaba con tan legítima
impaciencia.
Llamó, pues, la buena madre y le dio orden de buscar una
silla de manos en la encrucijada de la Calle Mayor.
Nan se encogió de hombros, según su detestable costumbre,
y salió para ejecutar la orden que había recibido.
Entre tanto, la joven viuda, sola en su tocador, miraba
tristemente el aparato mudo que ya no le hacía oír la lejana
voz de ausente.
-¡Ah! Decía; es preciso, al menos, que sepa que no he
cesado de pensar en é1 y quiero que mi voz se lo repita su
vuelta.
Entonces, tocando el resorte que ponía en movimiento
el cilindro fonográfico, pronunció en voz alta las más dulces
frases que su corazón le pudo inspirar.
Nan, entrando de repente, interrumpió aquel tierno monólogo,
diciendo:
- Espera a la puerta la silla de manos a que baje la señora,
que podría muy bien, quedarse en casa.
Le-u no puso atención en sus palabras; salió inmediatamente
y dejó a la vieja murmurar a sus anchas. Instalóse en
la silla y dio orden a los conductores para que la llevasen al
Koan-Ti-Miao.
El camino no podía ser más recto. No había que hacer
más que seguir la carrera de Cha-Cua hasta la encrucijada y
subir por la calle Mayor hasta la puerta de Tien.
153
Pero la silla no pudo adelantar sin dificultad, porque la
afluencia de negociantes era grande todavía en aquel barrio,
que es el más populoso de la capital. Las barracas de los
mercaderes daban a la calle de árboles el aspecto de un campo
de feria con sus mil ruidos y clamores. Los oradores al
aire libre, los lectores públicos, los que decían la buena ventura,
los fotógrafos, los caricaturistas, tan poco respetuosos
hacia la autoridad de los mandarines, gritaban y lanzaban
cada uno su nota en e1 barullo general. Por aquí pasaba un
entierro, con gran pompa, que detenía la circulación; por allá
una boda, menos alegre quizá que la comitiva fúnebre, pero
que dificultaba también el paso. Delante del yamen de un
magistrado había un grupo de gente; un agraviado acababa
de hacer resonar el tambor de las quejas para reclamar la intervención,
de la justicia. Sobre la piedra Seu-Ping estaba arrodillado
un malhechor que acababa de recibir la paliza de
reglamento, custodiado por dos soldados de policía con su
birrete manchú y los dos sables en la misma vaina. Más
lejos, algunos chinos recalcitrantes, atados unos a otros por
sus coletas, iban conducidos al cuerpo de guardia. Todavía
mas allá, un pobre diablo, con la mano izquierda y el pie
derecho metidos en los agujeros de un cepo, marchaba cojeando,
como un animal extraño. Luego se veía un ladrón
metido en una caja de madera, sacando la cabeza por un
agujero de su jaula y abandonado a la caridad pública. Otros
llevaban cubos de agua a la manera de bueyes encorvados
bajo el yugo. Aquellos desdichados buscaban, sin duda, los
sitios mas frecuentados, la esperanza de ganar algo más,
especulando sobre la piedad de los transeúntes y con detriJ
154
mento de los mendigos de todas especies, mancos, cojos y
paralíticos, filas de ciegos conducidos por un tuerto y las mil
variedades de enfermos verdaderos o falsos que pululan en
las ciudades del Imperio de las Flores.
La silla se adelantaba, pues, lentamente y la multitud iba
siendo más densa, a media que se acertaba al baluarte exterior.
Luego se detuvo en el bastión que defiendo la puerta,
cerca del templo de la diosa Koanine.
Le-u bajó, entró en el templo, se arrodilló y se prosternó
después ante la estatua de la diosa. Hecho esto, se dirigió
hacia el aparato religioso que tiene el nombre de molino de
oraciones.
Era una especie de devanadera cuyos ocho brazos tenían
en su extremo banderolas adornadas de sentencias sagradas.
Un bonzo esperaba gravemente, cerca del aparato, a los
devotos, y, sobre todo, el precio de las devociones.
Le-u entregó al servidor de Buda algunos taeles
destinados a los gastos del culto; y, apoyando la mano izquierda
en el corazón, con la derecha tomó el manubrio de
la devanadera y le imprimió un ligero movimiento de rotación.
Sin duda el molino no giraba con bastante rapidez para
que la oración fuese más eficaz.
- Más deprisa le dijo el bonzo, animándola con un ademan.
La joven comenzó a devanar más deprisa.
Aquella operación duró cerca de un cuarto de hora, al
cabo del cual el bonzo afirmó que se verían cumplidos los
deseos de la postulante.
155
Le-u se posternó de nuevo ante la estatua de la diosa
Koanine, salió del templo y volvió a subir en su silla para
regresar a su casa.
Pero, en el momento de entrar en la calle Mayor, los
conductores tuvieron que apartarse precipitadamente aun
lado. Varios soldados separaban brutalmente al pueblo; las
tiendas cerraban de orden superior; las calles transversales se
tapaban con colgaduras azules, bajo la guardia de los ti-paos.
Una comitiva numerosa ocupaba una parte de la calle y
se adelantaba ruidosamente.
Era el emperador Koang-Pin, cuyo nombre significa Continuación
de gloria, que volvía a su buena ciudad tártara y delante
del cual iba a abrirse la puerta del centro.
Detrás de los dos soldados de caballería que abrían la
marcha, iba un pelotón de exploradores, seguido de alabarderos
dispuestos en dos filas y llevando las alabardas apoyadas
en las bandoleras.
Después iba un grupo de oficiales de elevada categoría,
desplegando quitasol amarillo con volantes adornados del
dragón, que es el emblema del emperador, como el fénix lo
es de la emperatriz.
Enseguida se presentó el palanquín cuyas cortinas seda
amarilla iban levantadas, sostenido por dieciséis conductores
de túnicas rojas sembradas de rosas blancas y chalecos de
seda labrada. Escoltaban el vehículo imperial varios príncipes
de la sangre y altos dignatarios, cabalgando en caballos
enjaezados de seda amarilla, señal de la primera nobleza.
156
En el palanquín iba medio tendido el Hijo del Cielo,
primo del emperador Tong-Che y sobrino del príncipe
Kong.
Después del palanquín iban palafreneros y conductores
de repuesto; y por último toda aquella comitiva desapareció
por la puerta de Tien, con gran satisfacción de los transeúntes,
mercaderes y mendigos que pudieron entregarse de
nuevo a sus ocupaciones. La silla de Le-u continuó, pues, su
camino y la dejó en su casa después de una ausencia de dos
horas.
¡Ah, que sorpresa había preparado la buena diosa Koanine
a la joven viuda!
En el momento en que se detenía la silla, un carruaje,
cubierto de polvo y tirado por dos mulas, ababa de pararse
cerca de la puerta, y de aquel carruaje bajó Kin-Fo, seguido
de Craig, de Fry y de Sun.
-¡Usted, usted! Exclamó Le-u, sin poder creer a sus ojos.
-¡Querida hermanita menor! Respondió Kin-Fo; no podía
usted dudar mi regreso.
Le-u no respondió. Tomó la mano de su amigo y le llevó
hasta el tocador delante del pequeño aparato fonográfico,
discreto confidente de sus penas.
- No he cesado un instante de esperar a usted, querido
corazón bordado de flores de seda.
Y, separando el cilindro, empujó el resorte y le puso en
movimiento. Kin-Fo pudo oír entonces una dulce voz, que
repetía lo que la tierna Le-u había dicho pocas horas antes.
“Vuelve, hermanito querido. Vuelve a mi lado; que no se
separen nuestros corazones como no se separan las dos
157
estrellas del Pastor y de la Lira. Todos mis pensamientos se
cifran en tu vuelta...”
El aparato se calló por un segundo, nada más que por un
segundo y después continuó, pero esta vez con voz chillona.
“No basta tener un ama, sin que dentro de poco habrá
un amo en la casa. Que el príncipe Yen los estrangule a los
dos.”
Aquella voz era muy fácil de conocer por ser la de Nan.
La desagradable vieja había continuado hablando después de
la marcha de Le-u mientras el aparato funcionaba todavía; el
cual recogió, sin que ella lo supiese, sus imprudentes palabras.
Criados y criadas, desconfiad de los fonógrafos.
Aquel mismo día, Nan fue despedida; y, para ponerla a la
puerta, no esperaron sus amos los últimos días de la sétima
luna.
158
CAPITULO XV
El cual reserva ciertamente una sorpresa a Kin-Fo y quizá al
lector.
Nada es oponía ya al matrimonio del rico Kin-Fo de
Shanghai con la amable Le-u de Pekín. No faltaban más que
seis días para que terminara el plazo dado a Wang para cumplir
su promesa; pero el desgraciado filósofo había pagado
con la vida su fuga inexplicable y no había ya nada que temer
por este lado. El matrimonio podía, por consiguiente, efectuarse,
y es fijó para aquel mismo día, 25 de junio, que
Kin-Fo había señalado en otro tiempo como último de su
existencia.
La joven conoció entonces toda la situación y supo por
que fases diversas acababa de pasar el hombre que, no queriendo
al principio hacerla miserable, ni después hacerla
viuda, volvía libre, en fin, a hacerla dichosa.
Pero Le-u, al saber la muerte del filósofo, no pudo contener
algunas lágrimas. Le conocía, le tenía afecto, había sido
el primer confidente de su cariño a Kin-Fo.
-¡Pobre Wang! Dijo. ¡Faltará alguna cosa a nuestro matrimonio!
159
-Sí, respondió Kin-Fo, que también echaba de menos al
compañero de su juventud, al amigo de veinte años. Y, sin
embargo, añadió, me habría muerto como lo había prometido.
-No, no, dijo Le-u, moviendo su linda cabeza; quizá ha
buscado la muerte en las aguas del Pei-ho para no cumplir
esa horrible promesa.
¡Ah! Aquella hipótesis era demasiado admisible; Wang
había querido ahogarse para eludir la obligación de cumplir
su juramento. Sobre este punto Kin-Fo pensaba lo mismo
que la joven. Aquellos dos corazones conservaban el recuerdo
indeleble del filósofo. Excusado es decir que a consecuencia
de la catástrofe de Pali-kao, los periódicos chinos
cesaron de reproducir los anuncios ridículos del ilustre William
J. Bidulph; de manera que la incómoda celebridad de
Kin-Fo se desvaneció con tanta presteza como se había
creado.
¿Y qué iba a ser de Craig y de Fry? Estaban encargados
de defender los intereses de la Centenaria hasta el 30 de junio;
es decir, durante diez días todavía; pero en realidad Kin-Fo
no tenía ya necesidad de sus servicios. ¿Era de temor que
Wang atentase a su persona? No, pues que no existía. ¿Podían
temer que su cliente dirigiese contra sí mismo una mano
criminal? Tampoco: Kin-Fo no quería ya que vivir y vivir
bien y el mayor tiempo posible. Así, pues, la incesante vigilancia
de Craig y de Fry no tenía razón de ser. Pero eran
dos buenas personas aquellos dos entes originales; y si su
adhesión, en último resultado, no se dirigía más que al
cliente de la Centenaria, no por eso había dejado de ser
160
constante y sincera. Kin-Fo les rogó que asistiesen a su boda
y ellos accedieron.
-Por lo demás, observó placenteramente Fry a Craig, un
matrimonio es algunas veces un suicidio.
-Da uno la vida sin dejar de conservarla, respondió Craig
con una sonrisa amable.
Desde el día siguiente por la mañana, Nan había sido reemplazada
en la casa de la carrera de Cha-Cua por un personal
más conveniente. Una tía de la joven, llamada la
señora Latalu, debía hacer los oficios de madre hasta la celebración
del matrimonio. La señora Lutalu, viuda de un
mandarín de cuarta categoría, segunda clase y botón azul,
antiguo lector imperial individuo de la Academia de
Han-Sin, todas las cualidades físicas y morales exigidas para
desempeñar dignamente aquellas importantes funciones.
En cuanto a Kin-Fo, pensaba salir de Pekín inmediatamente
después de su matrimonio, porque no era de esos
chinos que gustan vivir a la inmediación de las cortes, y no
se consideraría verdaderamente feliz sino cuando viese a su
esposa instalada en el rico yamen de Shanghai.
Eligió una habitación provisional en el Tien-Fu-Tang, templo
de la Dicha Celeste, fonda y pastelería muy cómoda, situada
cerca del baluarte de Tien-Miao, entre las dos ciudades tártara
y china. Allí se acomodaron también Craig y Fry que
por costumbre no podían decidirse a dejar a su cliente,
mientras que Sun volvía a su servicio, siempre murmurando,
pero teniendo mucho cuidado de mirar si había cerca de sí
algún fonógrafo indiscreto. La aventura de Nan lo había
hecho un poco prudente. Kin-Fo había tenido el placer de
161
encontrar en Pekín a dos amigos de Canton, el negociante
Yin-Pang y el letrado Hual. Además, conocía a varios funcionarios
y comerciantes de la capital y todos se prestaron
con gusto a asistirle en aquellas solemnes circunstancias. Era
verdaderamente feliz aquel hombre en otro tiempo indiferente,
aquel imposible discípulo de Wang. Dos meses de
cuidados, de inquietudes, de incomodidades; dos meses de
movimiento e incertidumbre en su existencia, habían bastado
para hacerle apreciar lo que es, lo que debe y lo que puede
ser la felicidad en la tierra. Sí, el sabio filósofo tenía
razón. ¿Por qué no estaba allí para confirmar una vez más su
doctrina?
Kin-Fo pasaba al lado de la joven todo el tiempo que no
dedicaba a los preparativos de la ceremonia; y Le-u era feliz
teniendo a su lado a Kin-Fo. ¿Qué necesidad tenia éste de
poner a contribución los más ricos almacenes de la capital
para colmarla de regalos magníficos? No pensaba más que
en él y se repetía las sabias máximas de la célebre Pan-Hoeis-
Pan.
“Si una mujer tiene un marido según su corazón, es para
toda su vida.” “La mujer debe tener un respeto sin límites al
hombre cuyo nombre lleva y fijar continuamente la atención
sobre sí misma.”
“La mujer debe ser en la casa como una sombra y como
un simple eco.” “El esposo es el cielo de la esposa.”
Entre tanto, se terminaban los preparativos de aquella
fiesta matrimonial que Kin-Fo quería que fuese espléndida.
Ya los treinta pares de zapatos bordados, que exige la
canastilla de boda de una china, estaban colocados en la
162
habitación de la carrera de Cha-Cua. Los productos de la
confitería de Simu-Yan, almendras, frutas pastas, dulces,
conservas de ciruelas, naranjas, jengibre y pamplemusas; las
magníficas telas de seda; las joyas de piedras preciosas y de
oro finamente cincelado; las sortijas, brazaletes, estuches
para uñas, agujas de cabeza, etc., todos los caprichos de la
joyería de Pekín se habían acumulado en el gabinete de Le-u.
En ese extraño Imperio del Centro cuando una joven se
casa no lleva ningún dote. Los padres del marido o el marido
mismo la compran verdaderamente, y, a falta de hermanos,
no puede heredar una parte del caudal paterno como su
padre no la haya declarado expresamente heredera. Estas
condiciones son arregladas generalmente por intermedios
que se llaman Mei-Yen y el matrimonio no se decide hasta
que todo está convenido y arreglado.
Entonces la joven es presentada a los padres del marido
y éste no la ve hasta el momento en que la silla cerrada llega
la casa conyugal. En aquel instante, se da al esposo la llave
de la silla y abre la portezuela. Si le agrada su futura esposa,
le tiende la mano; y si no le agrada, vuelve a cerrar inmediatamente
la portezuela y el contrato queda roto, con la
única condición de abandonar las arras a los parientes de la
joven.
Nada semejante podía suceder en el caso de Kin-Fo,
porque conocía a la joven y no tenía que comprarla a nadie,
lo cual simplificaba mucho las cosas.
Al fin, llegó el 25 de junio. Todo estaba a punto para la
ceremonia. Según costumbre, hacía tres días que la casa de
Le-u continuaba iluminada exteriormente. Aquellas tres noLAS
TRIBULACIONES DE UN CHINO EN CHINA
163
ches la señora Lutalu, que representaba a la familia de la
joven, había tenido que permanecer en vela, que es un modo
de mostrarse triste en el momento en que la novia va a dejar
el techo paterno. Si Kin-Fo hubiera tenido padres, su propia
casa se hubiera iluminado también en señal de luto, porque
se entiende que el matrimonio del hijo se considera como
una imagen de la muerte del padre, y parece que entonces el
hijo la sucede, como dice el Hao-Kien-Chuan.
Pero si estas costumbres no podían aplicarse a la unión
de dos esposos absolutamente libres, había otras que necesariamente
debían tenerse en cuenta.
No se habían despreciado las formalidades astronómicas.
Los horóscopos, sacados según todas las reglas del arte,
marcaban una perfecta compatibilidad de destinos y de caracteres.
La época del año, la edad de la luna se mostraban
favorables y nunca se había presentado un matrimonio bajo
más felices auspicios.
La recepción de la novia debía hacerse a las ocho de la
noche en la fonda de la Dicha Celeste; es decir, que la esposa
iba a ser conducida con gran pompa al domicilio del esposo.
En China los novios no se presentan ni al magistrado, ni al
bonzo, ni al lama, ni a ningún sacerdote.
A las siete, Kin-Fo, acompañado de los inseparables
Craig y Fry, radiantes de alegría como si fueran testigos de
una boda europea, recibía a sus amigos en el umbral de su
habitación.
¡Qué asaltos de ceremonias! Aquellos notables personajes
habían sido invitados en papel rojo con algunas líneas de
caracteres microscópicos que decían: “El señor Kin-Fo de
164
Shanghai saluda humildemente al señor... y lo ruega humildemente
todavía... que tenga bondad de asistir a la humilde
ceremonia... etc.”
Todos habían acudido para honrar a los esposos y tomar
parte en el magnífico festín reservado a los hombres, mientras
las señoras debían reunirse a una mesa especial servida
para ellas.
Estaban allí el negociante Yin-Pun y el letrado Hual, algunos
mandarines que llevaban en el bonete oficial el glóbulo
rojo, del tamaño de un huevo de paloma, lo cual
indicaba que pertenecían las tres primeras órdenes. Otros,
de categoría inferior, no llevaban más que botones de color
azul oscuro o de blanco opaco.
La mayor parte eran funcionarios civiles, de origen chino,
como debían serlo los amigos de un hombre de Shanghai
hostil a la raza tártara. Todos ibanvestidos
magníficamente, con túnicas resplandecientes y bonetes de
fiesta, y todos formaban una comitiva vistosa en extremo.
Kin-Fo, como lo requería la política, les esperaba a la
entrada misma del edificio; y, a medida que fueron llegando,
los condujo al salón de recepción, después de haberles rogado
dos veces que pasaran delante a cada una de las puertas
que se abrían por criados con librea de gala. Llamábales por
los nombres de sus dignidades; les pedía noticias de su noble
salud; se informaba de sus nobles familias; en fin, un minucioso
observador de las ceremonias de la cortesía china,
pueril y honrada, no hubiera podido señalar la más ligera
incorrección en la conducta de Kin-Fo.
165
Craig y Fry admiraban aquellas ceremonias; pero no perdían
de vista a su atildado cliente.
Ambos habían tenido la misma idea. Si, lo que era imposible,
Wang no hubiese muerto, como se creía, en las aguas
del río; si asomara, mezclado entre los grupos de los convidados,
¿qué sucedería? Aun no habían transcurrido las veinticuatro
horas del día 25 de junio; la última hora no había
sonado todavía; la mano del Tai-Ping no estaba desarmada.
Sí en el último momento...
No: esto era inverosímil pero, en fin, era posible. Así,
por un resto de prudencia, Craig y Fry miraban con cuidado
a todos los que se presentaban... Después de bien mirados
todos, se convencieron que no había en la reunión ninguna
cara sospechosa.
Entre tanto, la futura salía de su casa de la Carrera de
Cha-Cua, y tomaba asiento en un palanquín cerrado.
Si Kin-Fo no había querido tomar el traje de mandarín,
que todo novio tiene derecho a ponerse para honrar la institución
del matrimonio, que los antiguos legisladores tenían
en grande estima, Le-u se había conformado con los reglamentos
de la alta sociedad, y estaba resplandeciente con su
prendido y vestido rojo, hecho de una admirable tela de seda
bordada. Su rostro se ocultaba, por decirlo así, bajo un velo
de perlas finas, que parecían caer gota a gota de la rica diadema
de circulo de oro que ceñía su frente.
Piedras finas y flores artificiales del mejor gusto, brillaban
en su cabellera y en sus largas trenzas negras. Kin-Fo no
podría menos de encontrarla más hechicera todavía, cuando
bajase del palanquín que su mano iba a abrir en breve.
166
La comitiva se puso ea marcha, torció la esquina para
tomar la calle Mayor y seguir el baluarte de Tien-Mien. Sin
duda, si aquello hubiera sido un entierro en vez de una boda,
la ceremonia habría sido más magnifica; pero, en suma, merecía,
con justicia, que los transeúntes se detuvieran para
verla pasar.
Amigas y compañeras de Le-u seguían al palanquín, llevando
con gran pompa los diferentes objetos de lo que se
llaman las vistas. Unos veinte músicos marchaban delante
con gran estrépito de instrumentos de cobre, entre los cuales
sobresalía el gong sonoro. Alrededor del palanquín se
agitaba una multitud de conductores, con antorchas y farolillos
de mil colores. La futura, sin embargo, permanecía
oculta a la vista de todos, porque la etiqueta exigía que fuera
su esposo el primero que la viese.
En estas condiciones y en medio de un ruidoso concurso
de pueblo, llegó la comitiva hacia las ocho de la noche a la
fonda de la Dicha Celeste.
Kin-Fo estaba a la entrada, que había sido adornada
magníficamente, esperando la llegada del palanquín para
abrir la portezuela, después de lo cual debía ayudar a su futura
a bajar, y conducirla a la habitación reservada, donde ambos
debían saludar cuatro veces al cielo, pasando después a
celebrar el banquete nupcial. La mujer haría cuatro genuflexiones
ante su marido; éste, a su vez, haría dos ante la mujer;
derramarían dos o tres gotas de vino en forma de libaciones;
ofrecerían algunos alimentos a los espíritus intermedios; les
llevarían dos copas llenas; beberían cada uno hasta la mitad
167
y, mezclando en una sola copa el resto, beberían en ella uno
después de otro y quedaría consagrada su unión.
Al llegar el palanquín, Kin-Fo se adelantó, y un maestro
de ceremonias le dio la llave. La tomó, abrió la portezuela y
tendió la mano a la linda Le-u, que estaba toda conmovida.
Le-u ligeramente, y atravesó el grupo de convidados, que se
inclinaron con respeto, levantando la mano a la altura del
pecho.
En el momento en que la joven iba a atravesar la puerta
de la fonda, se dio la señal. Enormes cometas luminosas se
levantaron en el espacio, y balancearon al soplo de la brisa
sus imágenes multicolores de dragones, de aves fénix y de
otros emblemas del matrimonio. Palomas eolias, provistas
de un pequeño aparato sonoro, fijo en sus colas, salieron
volando y llenaron el espacio de una armonía celeste.
Cohete de mil colores silbaron en el aire y esparcieron una
deslumbrante lluvia de oro.
Pero, de repente, se oyó en la alameda de Tien-Men un
ruido lejano de gritos y toques de trompeta. El ruido cesaba
de cuando en cuando y después volvía de nuevo.
Se fue acercando, y pronto invadió la calle donde la comitiva
nupcial se había detenido. Kin-Fo escuchó. Sus amigos,
indecisos, esperaban a que la joven entrara en la fonda.
Pero, casi al mismo tiempo, la calle se llenó de gente,
singularmente agitada, y el ruido de las trompetas se acercó
más y más.
-¿Qué es eso preguntó Kin-Fo?
La fisonomía de Le-u se había alterado, y un secreto presentimiento
aceleraba los latidos de su corazón.
168
La multitud invadió al fin la calle, rodeando a un heraldo
de librea especial escoltado por muchos tipaos. Aquel heraldo,
después de imponer silencio, dijo estas palabras, seguidas
de un sordo murmullo:
-La emperatriz viuda ha muerto. ¡Entredicho! ¡Entredicho!
Kin-Fo comprendió lo que aquello quería decir, porque
era un golpe que le hería directamente, y no pudo contener
un ademan de cólera.
Acababa de decretarse el luto imperial, con motivo de la
muerte de la viuda del último emperador. En su consecuencia,
durante un plazo que fijaría la ley, se prohibía a todos
afeitarse la cabeza, dar fiestas públicas y representaciones
teatrales; se prohibía a los tribunales administrar justicia, y se
suspendía la celebración de matrimonios.
Le-u, desconsolada, pero animosa por no aumentar la
pena de su novio, presentó buena cara a la desgracia. Tomó
la mano de su querido Kin-Fo, y, con voz que quiso hacer
serena para ocultar su emoción, lo dijo:
- Esperaremos.
El palanquín volvió a marchar con la joven hacia la casa
de la Carrera de Cha-Cua; se suspendieron los negocios; se
quitaron las mesas que ya estaban preparadas; se despidieron
los músicos, y se separaron los amigos del afligido Kin-Fo,
después de haberle dirigido sus cumplimientos de pésame.
No podía correrse el riesgo de infringir el decreto imperial.
Decididamente, la mala suerte continuaba persiguiendo a
Kin-Fo. Otra ocasión se le presentaba para aprovechar las
169
lecciones de filosofía que había recibido de su antiguo
maestro.
Quedóse solo con Craig y Fry en la habitación desierta
de la fonda de la Dicha Celeste, cuyo nombre le parecía ya un
amargo sarcasmo.
El plazo del entredicho se podía prolongar, según la voluntad
del Hijo del Cielo. ¡Y Kin-Fo, que había contado con
volver inmediatamente a Shanghai, para instalar a su joven
esposa en el rico yamen y comenzar una nueva vida en condiciones
nuevas!
Una hora después, entraba un criado y le daba una carta
que en aquel momento, acababa de llevar un mensajero.
Kin-Fo, cuando miró el sobre y conoció la letra, no pudo
contener un grito. La carta era de Wang, y decía lo siguiente:
“Amigo: no he muerto; pero cuando recibas esta carta,
habré cesado de vivir.”
“Muero porque no tengo valor para cumplir mi promesa;
pero tranquilízate, lo he previsto todo.”
“Lao-Sen, antiguo jefe de los Tai-Ping y compañero mío,
tiene tu carta. Él tendrá la mano y el corazón más firmes que
yo para cumplir la horrible misión que me obligaste a aceptar.
A él pasará, por consiguiente, el capital asegurado sobre
tu cabeza; yo se lo traspaso, y él lo cobrará cuando tú no
existas...”
“Adiós. Te precedo en la muerte. Hasta luego, amago
mío. Adiós.”
“Wang”
170
CAPÍTULO XVI
En el cual Kin-Fo, todavía soltero, comienza a correr de
nuevo a toda prisa.
Tal era la situación en que se hallaba Kin-Fo, mil veces
más grave que lo había sido nunca.
Wang, a pesar de la palabra que había dado, había sentido
debilitarse su valor al llegar el momento de herir a su
joven discípulo. Es decir, que Wang no sabia nada del cambio
acaecido en la fortuna de Kin-Fo, pues que en su carta
nada le decía. ¡Y Wang había encargado a otro el cumplimiento
de su promesa! ¡Y qué otro! Un Tai-Ping temible
entre todos, que no tendría escrúpulo en cometer un simple
asesinato, del cual ni siquiera le podrían hacer responsable,
porque la carta de Kin-Fo le aseguraba la impunidad, y el
testamento de Wang un capital de 50.000 duros.
-¡Ah! ¡Esto es demasiado! Exclamó Kin-Fo, en el primer
movimiento de cólera.
Craig y Fry se enteraron de la misiva de Wang.
- La carta de usted, dijeron a Kin-Fo, ¿no tenía la fecha
del 25 de junio, como último día del plazo concedido a
Wang para cumplir su promesa?
171
- No tal, respondió Kin-Fo. Wang debía poner en ella la
fecha del día de mi muerte. Ahora, ese Lao-Sen puede matarme
cuando le parezca, sin tener para ello plazo determinado.
- Es verdad, dijeron Craig y Fry; pero tiene interés en
ejecutar la muerte en breve.
-¿Por qué?
- Para poder cobrar el capital asegurado en cabeza de
usted antes de que haya caducado la póliza.
El argumento era incontestable.
- Es verdad, respondió Kin-Fo; pero, de todos modos,
no debo perder tiempo en recobrar mi carta, aunque tenga
que pagarla con los 50.000 duros prometidos a ese Lao-Sen.
- Justo, dijo Craig.
- Cierto, añadió Fry.
-Marcharé pues. Alguien debe saber donde ahora ese jefe
Tai-Ping quizá no se ocultará tanto como Wang.
Hablando así, Kin-Fo no podía estarse quieto en ninguna
parte: iba y venia; aquella serie de golpes contundentes, que
habían caído sobre él uno tras otro, le ponía en un estado de
sobreexcitación extraordinaria.
- Marchemos, dijo. Voy en busca de Lao-Sen. Ustedes,
señores, hagan lo que le parezca.
- Los intereses de la Centenaria, respondieron Fry y Craig,
están más amenazados que nunca; y abandonar a usted en
estas circunstancias, sería faltar a nuestro deber. No nos
separaremos de usted.
No había un momento que perder; pero, ante todo, era
preciso saber a ciencia cierta quien era ese Lao-Sen y en qué
172
paraje residía. Ahora bien, la fama del Tai-Ping era tal, que
no parecía difícil obtener estas noticias.
En efecto, el antiguo compañero de Wang, en el movimiento
insurreccional de los mangchao, se había retirado al
Norte de la China, al otro lado de la gran muralla, hacia la
parte inmediata al golfo de Leao-Tong, que es un anexo al
golfo de Phe-Chi-Li. Si el gobierno imperial no había tratado
todavía con él como lo había hecho con algunos otros
jefes rebeldes, a quienes no había podido reducir, a lo menos
le dejaba operar tranquilamente en esos territorios situados
al otro lado de las fronteras chinas, donde Lao-Sen, resignado
a un papel más modesto, hacia el oficio de salteador de
caminos. ¡Ah, Wang había escogido bien al hombre que
necesitaba! Este no tendría escrúpulos, y, por una puñalada
más o menos, no había de conmoverse su conciencia.
Kin-Fo y los dos agentes obtuvieron, pues, noticias
completas, acerca del Tai-Ping, y supieron que le habían
visto últimamente en las inmediaciones de Fu-Ning, puertecillo
del golfo de Leao-Tong, Resolvieron, pues, dirigirse sin
tardanza a aquel sitio. Ante todo, Kin-Fo informó a Le-u de
lo que acababa de pasar, y las angustias de la joven se redoblaron.
Con lágrimas en los ojos, quiso disuadir a Kin-Fo de
aquel viaje, diciéndole que, en vez de huir el peligro, iba a
encontrarlo; que valía más esperar, alejarse, y hasta salir del
Celeste Imperio, y, en caso de necesidad, refugiarse en alguna
parte del mundo, donde no pudiera alcanzarles el feroz
Lao-Sen.
Pero Kin-Fo le hizo comprender que no podría soportar
la perspectiva de vivir bajo aquella amenaza incesante y a la
173
merced de un malvado como Lao-Sen, a quien su muerte
valdría una riqueza. No: era preciso concluir de una vez.
Kin-Fo y sus fieles acólitos marcharían aquel mismo día, se
presentarían al Tai-Ping, rescatarían, A precio de oro, la deplorable
carta, y estarían de vuelta en Pekín, aun antes que
concluyera el plazo marcado en el decreto que había prohibido
los matrimonios.
- Querida hermanita, dijo Kin-Fo, ahora siente menos
que nuestro matrimonio se haya aplazado por algunos días.
Si estuviera ya hecho, ¡qué situación para ti!
- Si estuviera hecho, respondió Le-u, tendría el derecho y
el deber de seguirte y te seguiría.
- No, dijo Kin-Fo, preferiría mil muertes antes que exponerte
a un solo peligro... Adiós, Le-u, adiós.
Y Kin-Fo, con los ojos bañados de lágrimas se arrancó
de los brazos de la joven, que quería detenerlo.
El mismo día Kin-Fo, Craig y Fry, seguidos de Sun, a
quien su mala ventura no dejaba un momento de descanso,
salieron de Pekín y tomaron el camino de Tong-Cheu, a
llegaron al cabo de una hora.
Veamos lo que habían decidido.
El viajo por tierra, atravesando unas provincias poco seguras,
ofrecía dificultades graves.
Si no se hubiera tratado más que de llegar a la gran muralla
del Norte de la capital, cualesquiera que fuesen los peligros
que ofreciera aquel camino de 160 lis (40 leguas) habría
sido necesario arrostrarlos. Pero el puerto de Fu-Ning no se
hallaba hacia el Norte, sino hacia el Este, y, dirigiéndose a él
por mar, se ganaría tiempo y se evitarían muchos peligros.
174
En cosa de cuatro o cinco días, Kin-Fo y sus compañeros
podrían llegar a Fu-Ning y allí consultarían lo que habían de
hacer.
¿Pero se encontraría un buque que saliera para Fu-Ning?
Esto era lo que había que averiguar ante todo, para lo
cual era preciso visitar a los agentes marítimos de
Tong-Chen.
En aquella ocasión, la casualidad sirvió a Kin-Fo, a pesar
de la mala fortuna que le perseguía sin descanso. Había un
buque a la carga para Fu-Ning en la embocadura del Pei-ho.
No había, pues, que hacer más que tomar uno de los rápidos
vapores que hacen el servicio del río, salir hasta la embocadura
y embarcarse en el buque que esperaba.
Craig y Fry no tuvieron más que una hora para hacer sus
preparativos, y la emplearon en comprar los aparatos de
salvamento conocidos, desde el primitivo cinturón de corcho,
hasta los vestidos insumergibles del capitán Boyton.
Kin-Fo seguía valiendo 200.000 duros, y para viajar por mar,
no tenía que pagar aumento de prima, pues que estaba asegurado
contra todos los riesgos. Podía, pues, suceder una
catástrofe, y era preciso preverlo todo.
El 26 de junio, a las doce de la mañana, Kin-Fo, Craig,
Fry y Sun se embarcaron en el Pei-Tang y bajaron por el
Pei-Ho. Las sinuosidades de este río, tan son caprichosas
que le alargan en una extensión doble de la que tendría una
línea recta que uniese a Tong-Chen con su embocadura;
pero está canalizado y es, por consiguiente, navegable para
buques de gran cabida. Por eso, el movimiento marítimo en
175
él es grande y mucho más importante que el de la carretera
que se extiende paralelamente a él.
El Pei-Tang bajaba rápidamente entre las balizas del canal,
batiendo con sus ruedas las aguas amarillentas del río y perturbando
en su remolino los muchos canales de riego de las
dos orillas.
Pronto pasó de la alta torre de una pagoda que hay mas
allá de Tong-Chuey, que desapareció en un recodo que
bruscamente hacía el río.
Allí, el Pei-ho no era todavía muy ancho. Corría entre
dunas arenosas y entre lugarcillos agrícolas, por un paisaje
bastante cubierto de árboles, entro huertos y setos vivos.
Después se presentaron varias poblaciones importantes,
como Matao, He-Si-Vu, Nan-Tsae y Yan-Tsu, donde todavía
se hacen sentir las mareas.
En breve, apareció Tsien-Tsin. Allí tuvieron que perder
algún tiempo, porque fue preciso aguardar a que abriesen el
puente del Este, que reúne las dos orillas del río, y circular
después, no sin trabajo, entre los centenares de buques que
está lleno el puerto. Esto no pudo hacerse sin grandes clamores
y a costa de las amarras de alguna barca que se cortaban,
sin atender al daño que de ello podía resultar. De aquí
una confusión de barcos arrastrados por la corriente, que
hubiera dado mucho que hacer a los capitanes y maestres del
puerto, si los hubiera habido en Tsien-Tsin.
Durante toda aquella navegación, excusado es decir que
Craig y Fry, más atentos y cuidadosos que nunca, no se
apartaban una pulgada de su cliente.
176
No se trataba ya del filósofo Wang, con quien hubiera
sido fácil un arreglo, si se le hubiera podido avisar, sino de
Lao-Sen, un tai-ping a quien no conocían, lo cual le hacía
mucho más temible. Hubieran podido creerse en seguridad,
pues que iban buscarle,; ¿pero no podía haberse puesto en
camino para buscar a su víctima? Y entonces, ¿cómo evitarlo?
¿Cómo prevenir el crimen? Craig y Fry veían un asesino
en cada pasajero del Pei-Tang. No comían, no dormían,
no vivían.
En cuanto a Sun, no dejaba de estar poseído de una horrible
ansiedad. El solo pensamiento de caminar por mar, lo
marcaba ya. Se ponía pálido a medida que el Pei-Tang se
acercaba al golfo de Pe-Chi-Li. Su nariz se arrugaba, su boca
se contraía y, sin embargo, las aguas tranquilas del río no
imprimían todavía ninguna sacudida al vapor.
¿Qué sería cuando Sun tuviera que soportar las olas cortas
de un mar estrecho, esas olas que hacen los balances más
vivos y más frecuentes?
-¿No has navegado nunca? Le preguntó Craig.
- Jamás.
-¿No te parees bien? Preguntó Fry.
- No.
- Pues ten cuidado de levantar la cabeza, añadió Craig.
-¡La cabeza!
-Y de no abrir la boca... añadió Fry.
Sun hizo comprender a los agentes que no quería hablar,
y fue a instalarse en el centro del barco, no sin haber dirigido
hacia el río, que se iba ensanchando, la mirada melancólica
de las personas predestinadas a prueba a un poco ridícula
177
del mareo. El paisaje se había modificado. La orilla derecha,
más acantilada, contrastaba por su elevación con la orilla
izquierda, cuya larga playa se cubría con la espuma de una
ligera resaca. Más allá se extendían grandes campos de sorgo,
de maíz, trigo y mijo. Allí, como en toda la China, madre de
familia que tiene tantos millones de hijos que alimentar, no
había una parte cultivable de terreno que no estuviese cultivada.
Por todas partes se veían canales de riego, o aparatos
de bambúes, especie de norias en embrión, que sacaban y
esparcían profusamente el agua. Acá y allá, cerca de las aldeas,
formadas de casas construidas de barro y paja, se levantaban
algunos grupos de árboles de diversas especies,
entre las cuales había viejos manzanos que no hubieran figurado
mal en una llanura normanda. Por las orillas iban y
venían muchos pescadores, a los cuales los cormoranes servían
de perros de pesca. Estos volátiles, una señal de sus
amos, se sumergían en el agua y sacaban los peces, que no se
habían podido comer, gracias a un anillo que les apretaba el
cuello. Después se veían patos, cuervos, maricas, gavilanes, a
quienes el ruido del vapor hacía levantar el vuelo entre las
altas yerbas.
Si la carretera a lo largo del río se mostraba entonces desierta,
en cambio el movimiento marítimo del Pei-ho no se
disminuía. ¡Qué de barcos de toda especie subían y bajaban
por él! Juncos de guerra con su batería de barbeta, cuyo
techo formaba una curva muy cóncava de popa a proa, manejados
por dos filas de remotos o por paletas movidas por
mano de hombre; juncos de aduanas de dos palos con velas
de chalupa puestas en tensión por palos transversales y
178
adornados en la popa y en la proa de cabezas o de colas de
fantásticas quimeras; juncos de comercio de gran cabida, anchos
cascos que, cargados de lo más precioso del Celeste
Imperio, no temían arrostrar los tifones de los mares inmediatos;
juncos de viajeros que marchaban al remo o a la
cuerda, según las horas de la marea, y destinados a las personas
que tenían tiempo de sobra; juncos le mandarines,
pequeños yachts de placer, remolcados por sus canoas;
sampanes de todas formas con velas de estera de junco, y de
los cuales los más pequeños, dirigidos por jóvenes con el
remo en una mano y el niño al hombro, merecen bien su
nombre que significa tres tablas; en fin, balsas de madera,
verdaderas aldeas flotantes con cabañas, tiestos de árboles,
legumbres, etc.
Poco a poco las poblaciones iban siendo más raras. Se
cuentan unas veinte entre Tien-Sin y Ta-Ku a la embocadura
del río. En las orillas salían torbellinos de humo de algunos
hornos de ladrillo, cuyos vapores enturbiaban el aire, uniéndose
a los del buque. La noche llegaba precedida por el crepúsculo
de junio, que se prolonga bastante en aquella
latitud. Pronto se dibujaron en la penumbra multitud de
dunas blancas, simétricamente, dispuestas y de una forma
igual. Eran montones de sal recogidos en las salinas inmediatas.
Allí, entre terrenos áridos, se abría el estuario del
Pei-ho, triste pasaje dice el señor de Beauvoir, que es todo
arena, todo sol, todo polvo y todo ceniza.
A l mañana siguiente, 27 de junio, antes de salir el sol, el
Pei-Tang llegó al puerto de Ta-Ku, casi a la embocadura del
río. En aquel paraje, en las dos orillas se levantan los fuertes
179
del Norte y del Sur, hoy arruinados, que fueron tomados
por el ejército anglofrancés en 1860. Allí se dio la gloriosa
batalla del general Collineau en 24 de agosto del mismo año;
allí los cañoneros habían forzado la entrada del río; allí se
extiende una estrecha banda de territorio apenas ocupado
que lleva el nombre de concesión francesa; y allí se ve todavía
el monumento funerario bajo el cual reposan los restos
de los oficiales y soldado muertos en aquellos combates
memorables.
El Pei-Tang no debía pasar la barra. Todos los pasajeros
tuvieron que desembarcar en Ta-ku, ciudad bastante importante
ya, cuyo desarrollo será considerable si los mandarines
dejan establecer un camino de hierro que la una a Tien-Tsin.
El buque que estaba a la carga debía darse a la vela para
Fu-Ning el mismo día. Kin-Fo y sus compañeros no tenían
momento que perder. Hicieron, pues, llegar a la orilla un
sampán, y un cuarto de hora después estaban a bordo del
Sam-Yep.
180
CAPÍTULO XVII
En el cual se compromete de nuevo el valor mercantil de
Kin-Fo.
Ocho días antes, un buque norteamericano había anclado
en el puerto de Ta-Ku. Fletado por la sexta compañía
chino-californiana, había sido cargado por cuenta de la
agencia Fuk-Ting-Tong, que está instalada en el cementerio
de Laurel Hill de San Francisco.
Allí los chinos muertos en América esperan el día de ser
trasladados a su patria, fieles a su religión, que les manda
descansar en la tierra natal.
Este buque, destinado a Canton, había tomado, con autorización
escrita de la agencia, un cargamento de doscientos
cincuenta ataúdes, con sus correspondientes cadáveres, de
los cuales setenta y cinco debían ser desembarcados en
Ta-Ku para ser enviados inmediatamente a las provincias del
Norte. Habíase ya hecho el transbordo de este cargamento
del buque norteamericano al buque chino, el cual, en la mañana
del 27 de junio, aparejó para el puerto de Tu-Ning.
En este buque fue donde tomaron pasaje Kin-Fo y sus
compañeros. No le habrían elegido sin duda; pero, no haLAS
TRIBULACIONES DE UN CHINO EN CHINA
181
biendo otros que salieran para el golfo de Lero-Tong, tuvieron
que embarcarse en él. Además, no se trataba sino de una
travesía de dos o tres leguas a lo sumo, facilísima en aquella
época del año.
El Sam-Yep era un junco de mar de cabida de unas 300
toneladas.
Los hay de 1000 y de más que calan seis pies solamente,
calado que les permite pasar la barra de los más del Celeste
Imperio. Siendo demasiado anchos para en longitud, con un
bao de la cuarta parte de la quilla, marchan mal no yendo de
bolina, según parece. Pero pueden virar en redondo sobre el
mismo sitio, virando como una peonza, lo que les da una
ventaja sobre otros buques de líneas más finas. El azafrán
con su enorme timón está perforado por varios agujeros,
sistema muy preconizado en China y cuyo efecto parece
muy dudoso. De todos modos, estos grandes buques arrostran
las costas de aquellos mares, y aún se citan juncos que,
equipados por una casa de Canton, bajo el mando de un
capitán norteamericano, han llevado a San Francisco un
cargamento de té y porcelana. Está, pues, demostrado que
estos buques pueden sostenerse en el mar, y los hombres
competentes son de parecer que los chinos se hacen muy
buenos marineros.
El Sam-Yep, de construcción moderna, casi recto de proa
a popa, recordaba por su construcción la forma de los cascos
europeos. No tenía, clavos ni clavijas de bambúes: calafateado
de estopa y resina del Cambodge, permanecía tan
seco que no tenía ni siquiera bomba de bodega. Su ligereza
le hacía flotar sobre el agua como un pedazo de corcho. Un
182
ancla fabricada de madera muy dura; un parejo de fibras de
palmera de una flexibilidad notable; velas flexibles que se
manejaban desde cubierta y se cerraban y abrían a manera
de abanico; dos palos dispuestos como el mayor y el mesana
de un lugre sin escandalosa, sin foques, tal era aquel junco;
bien comprendido, en suma, y, bien aparejado para las necesidades
del cabotaje.
Ciertamente nadie al ver el Sam-Yep hubiera adivinado
que sus armadores le habían transformado en un enorme
carro fúnebre.
En efecto, en ves de las cajas de té, de los fardos de sedería
y de las pastillas de perfumería china, estaba cargado de
los ataúdes que hemos dicho. Pero nada había perdido de
sus vivos colores. En sus dos alcázares de popa y proa ondeaban
oriflamas y penachos multicolores. En la proa tenía
un gran ojo flameante que le daba el aspecto de un gigantesco
animal marino, y en el tope de los palos la brisa desarrollaba
el brillante estambre del pabellón chino. Dos cañones
alargaban por encima de la borda sus bocas relucientes
que reflejaban como un espejo los rayos solares; máquinas
útiles en aquellos mares, todavía infestados de piratas. Todo
aquel conjunto en alegre, risueño, agradable a la vista. Después
de todo, el Sam-Yep no hacía más que devolver a su
patria algunos chinos; verdad es que eran cadáveres, pero
cadáveres satisfechos.
Ni Kin-Fo, ni Sun podían experimentar la menor repugnancia
en tal situación. Eran demasiado chinos para eso.
Craig y Fry, semejantes a sus compatriotas norteamericanos,
que no gustan de este género de cargamento, hubieran preLAS
TRIBULACIONES DE UN CHINO EN CHINA
183
ferido, sin duda, cualquier otro buque de comercio, pero no
les había sido dado elegir.
Un capitán y seis hombres componían la tripulación del
junco, y bastaban para las maniobras sencillas del velamen.
Dicen que la brújula ha sido inventada por los chinos: es posible,
pero los que se ocupan en el cabotaje no la usan jamás,
y navegan por la observación y las marcaciones. Esto es lo
que iba a hacer el capitán Yin, comandante del Sam-Yep, que
contaba no perder de vista el litoral del golfo.
El capitán Yin, hombrecillo de cara risueña, vivo y locuaz,
era la demostración palpable de ese insoluble problema
del movimiento perpetuo, porque no se podía estar dos
minutos quieto en su sitio. Era abundante en gestos, y sus
ojos hablaban mas que su lengua, la cual, sin embargo, no
descansaba jamás detrás de sus dientes blancos. Traía a mal
traer a la tripulación; la interpelaba a cada momento, la injuriaba,
pero en suma era un buen marino, muy práctico en
aquellas costas y que manejaba el junco como si la tuviera
entro los dedos. El alto precio que Kin-Fo pagaba por su
pasaje y el de sus compañeros, no podía alterar el humor
jovial del capitán. Pasajeros que pagaban 50 telas (unas 2100
pesetas) por una travesía de sesenta y ocho horas eran una
ganga, si no se mostraban más exigentes respecto de la cama
y del alimento que sus compañeros de viaje empaquetados
en la bodega.
Kin-Fo, Craig y Fry habían tomado alojamiento, bien
mal, bajo el alcázar de popa, Sun en el de proa.
Los dos agentes, siempre desconfiados, se habían entregado
a un minucioso examen de la tripulación y del capitán;
184
pero nada hallaron sospechoso en la actitud de aquella buena
gente. Suponer que podían estar de acuerdo con Lao-Sen
era completamente inverosímil, pues que solo la casualidad,
había puesto el junco a disposición de su cliente; y ¿cómo la
casualidad había de ser cómplice del famoso Tai-Ping? La
travesía, fuera de los peligros que ofreciera la mar, debía,
pues, proporcionar una tregua de algunos días a su alarma
continua. Por eso dejaron a Kin-Fo más solo que otras veces.
Este no se disgustó de su soledad. Se metió en su camarote
y pudo filosofar a sus anchas. ¡Pobre hombre, que no
había sabido apreciar su dicha ni comprender lo que valía
aquella existencia exenta de cuidados en el yamen de Shanghai!
¡Pobre hombre, a quien el trabajo hubiera podido transformar!
Si volvía a entrar en posesión de su carta, ya se vería
si la lección le había servido de algo y si el loco no se había
vuelto juicioso.
Pero aquella carta, ¿la recobraría al fin? Sí, sin duda ninguna,
pues que pondría precio a su restitución. Aquella no
podía ser para Lao-Sen más que una cuestión de dinero. Sin
embargo, era preciso comprarla y no ser sorprendido: gran
dificultad. Lao-Sen debía estar al corriente de todo lo que
hacía Kin-Fo, mientras que kin-Fo no sabía nada de lo que
hacía Lao-Sen. De aquí el peligro serio que correría luego
que hubiera desembarcado en la provincia explotada por el
Tai-Ping. Todo consistía en sorprenderle. Evidentemente
Lao-Sen prefería cobrar 50.000 duros en vida de Kin-Fo que
la misma cantidad a su muerte, porque esto le evitaría un
viaje Shanghai y una visita a la Centenaria, cosa peligrosa para
185
él, cualquiera que fuese la longanimidad del gobierno acerca
de su conducta anterior.
Así pensaba el transformado Kin-Fo, y puede creerse
que la noble viuda de Pekín tenía una gran parte en sus proyectos
de porvenir.
Entre tanto ¿qué pensaba Sun?
Sun no reflexionaba. Estaba tendido en el alcázar, pagando
su tributo a las divinidades malhechoras del golfo de
Pe-Chi-Li. No lograba reunir en su mente ninguna idea sino
para maldecir a su amo, al filósofo Wang y al bandido
Lao-Sen. Su corazón era estúpido, sus ideas estúpidas y sus
sentimientos también. No pensaba ya en el té, ni en el arroz.
¿Qué viento le había llevado por allí, sin duda equivocadamente?
Había hecho muy mal, diez mil veces mal, en entrar
al servicio de un hombre a quien se le había antojado navegar.
Daría de buena gana lo que lo quedaba de coleta por no
estar allí. Preferiría afeitarse toda la cabeza y hacerse bonzo.
Tenía un mareo como si fuese un perro amarillo que le devorase
el hígado y las entrañas.
Entre tanto, bajo el impulso de un buen viento del Sur,
el Sam-Yep seguía, a tres o cuatro millas de distancia, las costas
bajas del litoral, que se extendían del Este al Oeste. Pasó
por delante de Peh-Tang, a la embocadura del río de este
nombre, no lejos del sitio donde los ejércitos europeos realizaron
su desembarco, y después delante de Shan-Tung, de
Shian-Ho, de las bocas del Tau, y de Hai-Ve-Tse.
Aquella parte del golfo comenzaba a presentarse desierta.
El movimiento marítimo, muy importante en el estuario del
Pei-Ho, no se extendía a 20 millas más allá. Algunos juncos
186
de comercio que hacían el cabotaje; una docena de barcas
pescadoras que explotaban el agua, abundante en peces de la
costa y las almadrabas de la orilla; a lo lejos del horizonte,
absolutamente desierto: tal era el aspecto de aquella parte del
mar.
Craig y Fry observaron que las barcas pescadoras, aun
aquellas que no pasaban de cinco a seis toneladas, iban armadas
con uno o dos cañoncitos.
Hicieron esta observación al capitán Yin, el cual respondió,
frotándose las manos:
- Todo se necesita para imponer miedo a los piratas.
-¡Piratas en esta parte del golfo parte de Pe-Chi-Li! Exclamó
Fry.
- Hay abundancia de esa buena gente en los mares de la
China.
Y el digno capitán se echó a reír, mostrando las dos filas
de sus dientes blanquísimos.
- Parece que no les teme usted mucho, observó Fry.
- No, tengo aquí mis dos cañones, que son dos buenos
mozos y que hablan muy alto cuando alguno se les pone
demasiado cerca.
-¿Están cargados? Preguntó Craig.
- Ordinariamente sí.
-¿Y ahora?
- No.
-¿Por qué? Preguntó Fry.
- Porque no tengo pólvora, respondió tranquilamente el
capitán Yin.
187
-¿Entonces para qué sirven los cañones? Dijeron Craig y
Fry, poco satisfechos de la respuesta.
-¡Para qué! Exclamó el capitán. Para defender un cargamento
cuando vale la pena de defenderlo, cuando el junco
está atestado hasta las escotillas de té o de opio. Pero hoy
con el cargamento que lleva...
-¿Y cómo, dijo Craig, han de saber los piratas si este junco
vale o no la pena de ser atacado?
-¿Teme usted la visita de esa buena gente? Respondió el
capitán, encogiéndose de hombros y girando sobre sus talones.
- Sí, señor, dijo Fry.
- No traen ustedes ni siquiera una pacotilla a bordo.
- Es verdad añadió Craig, pero tenemos razones particulares
para no desear esa visita.
- Pues bien, estén ustedes tranquilos, respondió el capitán.
Los piratas, si encontramos algunos, no darán caza
nuestro junco.
-¿Por qué?
- Porque sabrán de antemano a qué atenerse sobre la
naturaleza de su cargamento desde el instante que le tengan
a la vista.
Y el capitán Yin les mostró una bandera blanca que flotaba
a la mitad del palo mayor del junco.
- La bandera blanca a media asta es la bandera del luto, y
esa buena gente no se molestará para saquear un cargamento
de ataúdes.
- Pueden creer que navegamos bajo pabellón de luto por
prudencia, observó Craig, y venir a bordo para cerciorarse.
188
- Si vienen los recibiremos, respondió el capitán Yin; y
cuando nos hayan visitado, se volverán como hayan venido.
Craig y Fry no insistieron; pero no participaban, sino en
muy corto grado, de la inalterable tranquilidad del capitán.
La captura de un junco de 300 toneladas, aun en lastre, ofrecía
buen provecho a la buena gente que hablaba Yin para
animarla a intentar el golpe. De todos modos, era preciso
resignarse y esperar que la travesía se hiciera con toda felicidad.
Por lo demás, el capitán no había descuidado nada de lo
que pudiera asegurarle un éxito favorable.
En el momento de aparejar, había sacrificado un gallo en
honor de las divinidades del mar. Del palo de mesana pendían
todavía las plumas del desdichado gallináceo. Algunas
gotas de su sangre esparcidas por el puente y una copita de
vino arrojada al mar, habían completado aquel sacrificio
propiciatorio. Así consagrado, ¿qué podía temer el junco
Sam-Yep a las órdenes del digno capitán Yin?
Sin embargo, podía sospecharse que aquellas caprichosas
divinidades no habían quedado satisfechas. Ya fuera que el
gallo estuviera demasiado flaco, ya que el vino no procediese
de las mejores bodegas de Chao-Chin, acometió al junco un
terrible vendaval que no había podido ser previsto, porque
durante el día claro y despejado había reinado tiempo bueno
y favorable brisa. El más experto de los marineros no hubiera
podido adivinar que se preparaba aquella galerna.
Hacia las ocho de la noche el Sam-Yep se disponía a doblar
el cabo que presenta el litoral hacia el Nordeste, después
de cuya operación no tendría más que correr a gran largo,
189
cosa muy favorable para su marcha. El capitán Yin, sin presumir
demasiado de sus fuerzas, contaba llegar dentro de
veinticuatro horas al fondeadero de Fu-Ning.
Kin-Fo veía acercarse la hora del desembarco, no sin un
movimiento de impaciencia y Sun con un movimiento casi
de ferocidad. Fry y Craig hacían la observación que si en tres
días su cliente había recobrado de mano de Lao-Sen la carta
que comprometía su existencia, habría conseguido su objeto
precisamente en el mismo instante en que la Centenaria no
necesitaría cuidarse de él por más tiempo. En efecto, su
póliza caducaba el 30 de junio a las doce de la noche, pues
que no había pagado más que el plazo de dos meses al ilustre
William J. Bidulph. Y entonces:
- All... dijo Fry.
- Right, añadió Craig 8
Al anochecer, cuando el junco llegaba la entrada golfo de
Leao-Tong, el viento saltó bruscamente al Nordeste y después,
pasando por el Norte, comenzó dos horas más tarde a
soplar del Noroeste.
Si el capitán Yin hubiese tenido un barómetro a bordo,
hubiera podido observar que la columna mercurial bajaba
cuatro o cinco casi súbitamente. Esta rápida rarefacción del
aire presagiaba un tifón 9 poco distante, cuyo movimiento
conmovía ya las capas atmosféricas. Por otra parte, si hubiera
conocido las observaciones del inglés Paddington del
8 All right es una frase muy comunmente usada por los ingleses para
expresar que todo va bien. (N. del T)
9 Los huracanes giratorios se llaman tornados en la costa occidental del
Africa y tifones en los mares de la China. Su nombre científico es
ciclón.
190
americano Maury, habría tratado de cambiar su dirección y
gobernar hacia el Nordeste con la esperanza de llegar a un
punto menos peligroso fuera del centro de atracción de la
tempestad.
Pero el capitán Yin no hacía uso jamás del barómetro, e
ignoraba a ley de los ciclones; y, por otra parte, ¿no había
sacrificado un gallo poniéndose con este sacrificio al abrigo
de todo riesgo?
Sin embargo, era un buen marino aquel chino supersticioso,
y lo demostró en las circunstancias en que de hallaba,
pues por instinto maniobró como hubiera podido hacerlo
un capitán europeo.
El tifón era un ciclón pequeño, dotado, por consiguiente,
de grandísima celeridad de rotación y de un movimiento
de traslación de más de cien kilómetros por hora. Empujó,
pues, el Sam-Yep hacia el Este, circunstancia feliz en último
resultado, porque corriendo de este modo el junco se separaba
de una costa que no ofrecía ningún abrigo y contra la
cual se habría estrellado en poco tiempo.
A las once de la noche la tempestad llegó a su grado máximo
de intensidad. El capitán Yin, servido por su tripulación,
maniobró como verdadero marino. No se reía, pero
conservaba toda su serenidad. Su mano, sólidamente fija a la
caña del timón, dirigía el ligero buque que se levantaba sobre
las olas como una malva.
Kin-Fo había salido del alcázar de popa. Asido al filarete,
miraba al cielo cubierto de nubes difusas, empujadas por el
huracán y que arrastraban sobre el agua sus jirones de vapores.
Contemplaba el mar, blanco de espuma en medio de
191
la oscuridad de la noche y cuyas aguas levantaba el tifón por
medio de una aspiración gigantesca por encima de su nivel
normal. El peligro no le admiraba, ni le asustaba, formaba
parte de la serie de emociones que su mala fortuna le reservaba,
encarnizándose contra su persona. Una travesía de
sesenta horas sin tempestad y en medio del verano, era buena
pan los felices del día; pero Kin-Fo no se contentaba ya
en el número de estos afortunados.
Craig y Fry estaban mas alarmados, siempre en razón del
valor mercantil de su cliente. Ciertamente la vida de los dos
agentes valía tanto como la de Kin-Fo. Muriendo con él, no
tendrían ya que cuidarse de los intereses de la Centenaria;
pero aquellos agentes concienzudos no pensaban en sí mismos,
sino en cumplir con su deber. No tenían inconveniente
en morir aunque fuese con Kin-Fo; pero había de ser
después de las doce de la noche del día 30 de junio. Era necesario
a toda costa salvar el millón de pesetas: esto era lo
que deseaban y esto lo único su que pensaban.
Por su parte, Sun no sospechaba que el junco corriese
ningún riesgo, o, mejor dicho, para él, el riesgo había empezado
desde el momento que se habían embarcado sobre el
pérfido elemento, aun con el tiempo más favorable.
-¡Ah, los pasajeros de la bodega, pensaba Sun, están en
una situación menos deplorable! No sienten el cabeceo, ni
los balances. ¡Ay, ay! Y el desgraciado Sun se preguntaba si
en su lugar habría experimentado quizá dentro del ataúd el
mareo que sentía entonces.
Durante tres horas el junco estuvo muy comprometido.
Una desviación cualquiera en el manejo de la caña del timón
192
lo hubiera perdido, anegando su cubierta. Si no podía volcarse,
podía, al menos, llenarse de agua y hundirse.
Por lo demás, ni se le podía mantener en una dirección
constante en medio del oleaje agotado por el torbellino del
ciclón, ni era posible pretender calcular el rumbo que seguía,
ni el camino que había recorrido.
Una feliz casualidad hizo que el Sam-Yep llegue sin grandes
averías al centro de aquel gigantesco circulo atmosférico
que cubría un área de cien kilómetros. Allí se encontraba un
espacio de dos a tres millas de mar tranquila y viento apenas
sensible. Era como un lago pacífico en medio de un océano
alterado.
Aquella fue la salvación del junco empujado hasta allí por
el huracán a palo seco. Hacia las tres de la madrugada el
furor del ciclón se apaciguó como por encanto, y las aguas
furiosas tendieron a calmarse alrededor de aquel pequeño
lago central.
Pero cuando vino el día, el Sam-Yep buscó en vano la tierra
hacia los límites del horizonte. No había ninguna tierra a
la vista; las aguas del golfo, extendiéndose hasta la línea circular
del cielo, rodeaban el junco por todas partes.
193
CAPÍTULO XVIII
En el cual Craig y Fry, impulsados por la curiosidad, visitan
la bodega del Sam-Yep.
-¿Dónde estamos, capitán Yin? Preguntó Kin-Fo cuando
hubo pasado el peligro.
- No puedo saberlo con exactitud, respondió el capitán
cuyo rostro había vuelto a presentar su acostumbrada jovialidad.
-¿En el golfo de Pe-Chi-Li?
- Puede ser.
-¿O en el golfo de Leao-Tong?
- Es posible.
-¿Pero a dónde vamos?
- A donde el viento nos lleve.
-¿Y cuándo tocaremos es tierra?
- Me es imposible decirlo.
- Un verdadero chino está siempre orientado dijo
Kin-Fo con mal humor citando un proverbio muy a la moda
en el Celeste Imperio.
- En la tierra sí, respondió el capitán Yin; pero en el mar
no.
194
Y aquí se echó a reír hasta juntársele la boca con las
orejas.
- No es caso este de risa, dijo Kin-Fo.
- Tampoco me he de poner a llorar por eso, contestó el
capitán.
En efecto, si la situación no tenía nada de alarmante, en
cambio era imposible al capitán Yin decir donde se encontraba
el Sam-Yep. ¿Cómo calcular la dirección durante una
tempestad giratoria sin brújula y bajo la dirección de un
viento que se movía sobre las tres cuartas partes del horizonte?
El junco, con las velas recogidas sin obedecer completamente
a la influencia del timón, había sido juguete del
huracán, y por eso las respuestas del capitán habían tenido
que ser inciertas, aunque pudiera haberlas dado en un tono
menos jovial.
De todos modos el Sam-Yep, ya estuviera en el golfo de
Leao-Tong, ya en el de Pe-Chi-Li no podía vacilar en poner
la proa al Noroeste, pues la tierra debía estar necesariamente
en aquella dirección. La cuestión no era más que de distancia.
El capitán Yin, por consiguiente, hubiera desplegado sus
velas y puesto la proa según el sol que brillaba entonces con
vivo resplandor si aquella maniobra hubiera sido posible en
tal momento.
Pero no lo era.
Después del tifón vino la calma chicha, sin una corriente
en las capas atmosféricas y si un soplo de viento, con un
mar sin arrugas, apenas hinchada por sordas y extensas ondulaciones,
que causaban un simple balanceo, pero que no
195
producían ningún movimiento de traslación. El junco se
levantaba y se bajaba impulsado por una fuerza regular, pero
sin separarse de su sitio. Un vapor cálido pesaba sobre las
aguas, y el cielo, tan profundamente turbado durante la noche,
parecía entonces impropio para una lucha de los elementos.
En una de esas calmas que hemos llamado chichas
cuya duración es imposible calcular.
-¡Muy bien! Dijo Kin-Fo; después de la tempestad que
nos ha arrastrado a alta mar, ahora falta el viento para impedirnos
volver a tierra.
Después, dirigiéndose al capitán, preguntó:
-¿Cuánto puede durar esta calma?
- En la estación en que estamos ¿quién puede saberlo?
-¿Horas o días?
- Días y aún semanas, replicó Yin con una sonrisa de
perfecta resignación que irritó más al pasajero.
-¡Semanas! Exclamó Kin-Fo. ¿Cree usted que puedo yo
esperar aquí semanas?
- No habrá más remedio, a no ser que llevemos nosotros
el junco a remolque.
-¡Al diablo el junco de usted con todo lo que lleva y yo
el primero, que he tenido la mala idea de tomar pasaje a su
bordo!
- Amigo mío, respondió el capitán, ¿quiere usted que le
dé dos buenos consejos?
- Démelos usted.
- El primero es que vaya usted tranquilamente a dormir,
como yo lo haré dentro de un momento, lo cual será muy
juicioso después de una noche pasada sobre cubierta.
196
-¿Y el segundo? Preguntó Kin-Fo, a quien la calma del
capitán exasperaba tanto como la del mar.
- El segundo, respondió el capitán; es que imite usted a
mis pasajeros de la bodega que no se quejan jamás y toman
el tiempo conforme viene.
Hecha esta observación filosófica, digna del mismo
Wang, el capitán Yin se retiró a su cámara, dejando dos o
tres hombres de la tripulación sobre cubierta.
Durante un cuarto de hora Kin-Fo se paseó de popa a
proa con los brazos cruzados y silbando con impaciencia.
Después, arrojando una última mirada a aquella triste inmensidad
cuyo centro ocupaba el junco, se encogió de hombros
y volvió a entrar en el alcázar de popa sin dirigir ni siquiera
la palabra a Craig y Fry.
Sin embargo, los dos agentes estaban allí apoyados en la
batayola y, siguiendo, su costumbre, conversaban por simpatía
sin hablar. Habían oído la preguntas de Kin-Fo y las
respuestas del capitán, pero sin tomar parte en la conversación.
¿De qué les habría servido mezclarse en ella y sobre
todo por qué habían de quejarse de aquel retraso que ponía
de tan mal humor a su cliente?
En efecto, lo que perdían en tiempo lo ganaban en seguridad.
Kin-Fo no corría ningún peligro a bordo; allí la mano
de Lao-Sen no podía alcanzarle; ¿qué mejor cosa podían
pedir?
Además el plazo en que expiraba su responsabilidad se
acercaba rápidamente. Cuarenta horas más y todo el ejército
de los Tai-Ping podría haberse precipitado sobre el ex
cliente de la Centenaria que ellos hubieran arriesgado un caLAS
TRIBULACIONES DE UN CHINO EN CHINA
197
ballo por defenderle. ¡Son muy prácticos estos norteamericanos!
Dispuestos a sacrificarse por Kin-Fo mientras valía
200.000 duros, pero absolutamente indiferentes a lo que lo
sucediera desde el momento en que no valiese ya un zapeque.
Raciocinando, así almorzaron con buen apetito, porque
sus provisiones eran de excelente calidad. Comieron en el
mismo plato el mismo manjar, la misma cantidad de bocados
de pan y de trozos de carne fría, y bebieron el mismo
número de copas de excelente vino de Chao-Chin a la salud
del ilustre William J. Bidulph. Fumaron cada uno media docena
de cigarrillos y demostraron una vez más que dos personas
pueden ser siamesas en usos y costumbres, aunque no
lo sean de nacimiento.
¡Pobres yankees que creían hallarse ya al fin de sus trabajos!
El día transcurrió sin incidentes, ni accidentes. Siempre la
misma calma de la atmósfera y el mismo aspecto del cielo;
nada que hiciera prever un cambio en el estado meteorológico.
Las aguas del mar se habían inmovilizado como las de un
lago.
Hacia las cuatro Sun se presentó sobre cubierta vacilante,
titubeando, semejante a un borracho, aunque en toda su
vida había bebido, menos que durante los últimos dias.
Su cara, después de haber tomado un color de violeta y
luego índigo, después azul, luego verde, tendía a volverse de
nuevo amarilla. Una vez en tierra cuando fuese anaranjada,
que era su color habitual y en movimiento de cólera le huJ
198
biese puesto rojo, habría pasado sucesivamente, y en su orden
natural por toda la escala de colores del espectro solar.
Sun llegó a ponerse entre los dos agentes con los ojos
medio cerrados y sin atreverse a mirar más allá de la obra
muerta del Sam-Yep.
-¿Hemos llegado?
- No, respondió Fry.
-¿Vamos a llegar?
- No, respondió, Craig.
-¡Ay, ay, ay! Dijo Sun.
Y desesperado, no teniendo fuerza para decir más, se fue
a tender al pie del palo mayor, agitado de sobresaltos convulsivos
que removían su coleta corta como un rabito de
perro.
Entre tanto, por orden del capitán Yin se abrieron as escotillas
para airear la bodega: precaución muy buena de
hombre inteligente. El sol iba pronto a absorber la humedad
que dos o tres olas, que habían penetrado a impulsos
del tifón, introdujeron en el interior del junco.
Craig y Fry, paseándose por la cubierta, se detuvieron
muchas veces delante de la escotilla principal. Un sentimiento
de curiosidad les impulsó en breve a visitar aquella
bodega funeraria, y bajaron al fin con este objeto.
El sol, formando un gran trapecio de luz, caía a plomo
sobre la escotilla principal; pero la parte de proa y la de popa
de la bodega estaban en una oscuridad profunda. Los ojos
de Craig y de Fry se habituaron, sin embargo, pronto a
aquellas tinieblas y pudieron observar el arrumaje de aquel
cargamento especial del Sam-Yep.
199
La bodega no estaba dividida como en la mayor parte de
los juncos de comercio por tabiques transversales. Se hallaba
libre de un extremo a otro, enteramente reservada par el
cargamento cualquiera que fuese, porque los alcázares de
popa y proa bastaban para alojamiento de la tripulación.
De un lado a otro de aquella bodega, limpia como la antesala
de un cenotafio, estaban colocados unos sobre otros
los setenta y cinco ataúdes destinados a Fu-Ning. Sólidamente
arrimados, no podían salirse de su sitio con el cabeceo,
ni con los balances del buque, ni comprometer de
modo alguno su seguridad.
Entre, la doble fila de ataúdes había un espacio libre que
permitía pasar de un extremo a otro de la bodega, ya con la
claridad que despedían les escotillas cuando estaban abiertas,
ya en una oscuridad relativa.
Craig y Fry, silenciosos como si hubieran estado en un
mausoleo, se adelantaron por aquel espacio mirando a una y
otra parte con curiosidad.
Allí había ataúdes de todas formas, de todas dimensiones,
unos ricos, otros pobres.
Entre aquellos emigrados a quienes las necesidades de la
vida habían llevado al otro lado del Pacífico, unos habían
hecho fortuna en los placeres californianos, en las minas de
la Sierra Nevada o del Colorado, y éstos eran pocos.
Los demás, en gran número, habían llegado miserables a
aquellas tierras y miserables volvían. Pero todos regresaban a
su país natal ante la muerte.
Una docena de ataúdes de maderas preciosas adornadas
con todas los caprichos del lujo chino; otros, hasta los seJ
200
tenta y cinco, construidos simplemente de cuatro tablas groseramente
ajustadas y pintadas de amarillo: tal era el cargamento
del buque. Cada ataúd, rico o pobre, tenía un
nombre. Craig y Fry pudieron leer al pasar: “Lien-Fu de
Yaun-Ping-Fu, Nan-Lu de Fu-Ning, Chen-Kin de Lin-Kia,
Luang de Qu-Li-Koa, etc.” No había confusión posible.
Cada cadáver con sus señas especiales debía ser enviado a su
destino y esperar los huertos, en medio de los campos o en
la superficie de la llanura, el momento de su sepultura definitiva.
- Bien comprendido, dijo Fry.
- Bien arreglado, dijo Craig.
No hubieran dicho más de los almacenes de un mercader
y de los muelles de un consignatario de San Francisco o de
Nueva York.
Al llegar al extremo de la bodega, hacia proa, en la parte
más oscura, se detuvieron y miraron el espacio libre que se
dibujaba claramente como una calle de un cementerio. Acabada
su exploración, se disponían a volver sobre cubierta,
cuando oyeron un ligero ruido que llamó su atención.
- Alguna rata, dijo Fry.
- Alguna rata, respondió Craig.
Mal cargamento para aquellos roedores.
Otro de mijo, de arroz o de maíz les habría convenido
más.
El ruido continuaba y procedía de cierta altura como la
de un hombre a estribor, y, por consiguiente, en la fila superior
de los ataúdes. Si no era ruido de dientes, no podía ser
sino de garras o de uñas.
201
-¡Frr, frr! Dijeron Craig y Fry.
El ruido no cesó. Los dos agentes, acercándose, escucharon
deteniendo la respiración. Indudablemente, aquel ruido
provenía del interior de uno de los ataúdes.
-¿Habrán puesto en alguna de estas cajas un chino aletargado
y no muerto? ... Dijo Craig.
-¿Y que se despierte después de una semana de travesía?
Añadió Fry.
Los dos agentes pusieron la mano sobre el ataúd sospechoso
y observaron, sin género ninguno de duda, que había
en el interior algún movimiento.
-¡Diablo! Dijo Craig.
-¡Diablo! Exclamó Fry.
La misma idea les había ocurrido a ambos, y era que su
cliente estaba amenazado de algún próximo peligro.
Inmediatamente, retiraron la mano y enseguida sintieron
que la tapa del ataúd se levantaba con alguna precaución.
Quedáronse inmóviles como hombres que de nada se
sorprendían; y, no pudiendo ver nada en aquella oscuridad,
escucharon con gran atención.
-¿Eres tú Cuo? Dijo una voz que parecía contenida por
una gran prudencia.
Casi al mismo tiempo, otro de los ataúdes de babor se
entreabrió y otra voz murmuró:
-¿Eres tú, Fa-Kien?
Y enseguida hubo esta conversación rápida:
-¿Es para esta noche?
- Para esta noche.
-¿Antes que salga la luna?
202
- A la segunda víspera.
-¿Y nuestros compañeros?
- Están prevenidos.
- Treinta y seis horas de ataúd son para cansar a cualquiera.
- Yo ya no puedo más.
- En fin, Lao-Sen lo ha querido.
- Silencio.
Al oír el nombre del célebre Tai-Ping, Craig y Fry, no
obstante el dominio que tenían sobre sí mismos, no pudieron
contener un movimiento.
Las tapas de los ataúdes habían caído sobre sus cajas
oblongas, y un silencio completo reinaba en la bodega del
Sam-Yep.
Fry y Craig, arrastrándose sobre las manos y las rodillas,
llegaron a la parte iluminada y subieron por la escotilla principal.
Un instante después se detenían en el alcázar de popa
donde nadie podía oírlos.
- Muertos que hablan... dijo Craig.
- No están muertos... respondió Fry.
Un nombre les había revelado todo, el nombre de
Lao-Sen.
Así, pues, algunos compañeros del temible Tai-Ping se
habían introducido a bordo. ¿Podía dudarse de la complicidad
del capitán Yin, de la de su tripulación, de los cargadores
del puerto de Ta-Ku que habían embarcado el
cargamento fúnebre? No; los ataúdes, después de haber sido
desembarcados del buque americano que los había traído de
San Francisco, habían permanecido en el muelle durante dos
203
noches y dos días. Sin duda diez, veinte, o mas quizá de los
piratas afiliados a la partida de Lao-Sen, violando los ataúdes,
habían sacado los cadáveres y habían tomado su lugar;
más para intentar este golpe bajo la inspiración de su jefe
¿habían sabido que Kin-Fo iba a embarcarse en el Sam-Yep?
¿Pero como lo habían podido saber?
Punto absolutamente oscuro y que, por otra parte, era
inoportuno tratar de esclarecer en aquel momento.
Lo cierto, sin embargo, era que desde la salida de Ta-Ku
se hallaban bordo del junco varios chinos de la peor especie;
que el nombre de Lao-Sen acababa de resonar en boca
de uno de ellos y que la vida de Kin-Fo estaba directa y próximamente
amenazada.
Aquella noche misma, aquella noche del 28 al 29 de junio,
iba a costar 200.000 duros a la Centenaria, que cincuenta
y cuatro horas después, no estando la póliza renovada, no
tendría nada que pagar a los herederos de tan ruinoso cliente.
Sería, no conocer a Fry y a Craig imaginar que perdieran
la cabeza ante aquellas graves circunstancias. Inmediatamente,
tomaron su partido: era preciso obligar a Kin-Fo a
salir del junco antes de la hora de la segunda víspera y huir
con él.
¿Pero cómo escapar? ¿Apoderándose de la única embarcación
que iba a bordo? Imposible.
Era una piragua pesada que exigía los esfuerzos de toda
la tripulación para habilitarla y echarla a la mar. El capitán
Yin y sus cómplices no se prestarían, a semejante maniobra
204
y era preciso acudir a otros medios, cualesquiera que fuesen,
para evitar los peligros que se presentasen.
Eran entonces las siete de la tarde. El capitán, encerrado
en su cámara, no es había vuelto a presentar. Esperaba, sin
duda, la hora convenida con los compañeros de Lao-Sen.
- No hay un instante que perder, dijeron Craig y Fry.
Los dos agentes no se creían menos amenazados que si
estuvieran a bordo de un brulote lanzado a alta mar y con
mecha encendida.
El junco parecía a la sazón abandonado: un solo marinero
dormía a proa.
Craig y Fry pasaron al camarote de Kin-Fo.
Kin-Fo dormía.
La presión de una mano le despertó.
-¿Qué me quieren? Dijo.
En pocas palabras, Kin-Fo fue puesto al corriente de la
situación. Su valor y en serenidad no le abandonaron y exclamó:
- Arrojemos todos esos falsos cadáveres al mar.
- Magnífica idea; pero absolutamente impracticable dada
la complicidad del capitán Yin con los pasajeros de la bodega.
-¿Qué hacer entonces?
- Ponerse esto, respondieron Craig y Fry.
Y abriendo uno de los bultos de su equipaje embarcado
en Tong-Chen, presentaron a su cliente uno de esos maravillosos
aparatos náuticos inventados por el capitán Boyton.
La maleta contenía además tres aparatos semejantes con los
205
diferentes utensilios que los completaban y los convertían en
máquinas de salvamento de primer orden.
- Adelante, dijo Kin-Fo; busquen ustedes a Sun.
Un instante después, Fry llevaba a Sun completamente
estupefacto. Fue preciso vestirle y él dejó maquinalmente
que hicieran lo que quisiesen, no estando su pensamiento
sino con ayes que partían el alma.
A las ocho Kin-Fo y sus compañeros estaban prontos.
Parecían cuatro focas del mar Glacial dispuestas a sumergirse,
no obstante que la foca Sun hubiera dado al espectador
una idea poco ventajosa de la admirable flexibilidad de estos
mamíferos marinos: tan débil y blanduzco parecía en su
vestido insumergible.
Ya comenzaba a extenderse la sombra de la noche hacia
el Este, y el junco flotaba absolutamente silencioso sobre la
tranquila superficie de las aguas.
Craig y Fry empujaron una de las ventanas que cerraban
a popa el castillo y cuya claraboya es abría por encima del
coronamiento del junco. Sun, levantando sin ceremonias,
fue lanzado por aquella claraboya al mar. Kin-Fo le siguió
inmediatamente, y después saltaron Craig y Fry con los aparatos
que les eran necesarios.
Nadie podía sospechar que los pasajeros del Sam-Yep
acababan de abandonar el buque.
206
CAPÍTULO XIX
Que no concluye bien para el Capitán Yin, comandante del
Sam-Yep, ni para su tripulación.
Los aparatos del capitán Boyton consisten únicamente
en un vestido de goma elástica que comprende pantalón,
chaqueta y capote, y que por la naturaleza misma de la tela
son impermeables; pero impermeables al agua, no lo habrían
sido ciertamente al frío de una inmersión prolongada. Por
esto, este traje se compone de dos telas unidas entre las
cuales se puede introducir cierta cantidad de aire. Este aire
sirve para dos fines: primero, para mantener el aparato suspensor
en la superficie del agua; segundo, para impedir con
su interposición todo contacto con ella, y, por consiguiente,
evitar el resfriamiento. Un hombre así vestido, puede pasar
en el agua indefinidamente.
Excusado es decir que era perfecta la unión de las costuras
del aparato. El pantalón, cuyos pies terminaban en pesadas
plantillas, se unía al cuerpo por un cinturón metálico,
bastante ancho para dejar algún juego a los movimientos del
cuerpo. La chaqueta, fijada en aquel cinturón, se unía, a su
vez, a un sólido collar sobre el cual se adaptaba la capucha.
207
Ésta rodeando la cabeza, se aplicaba herméticamente a la
frente, a las mejillas y la barba por medio de elásticos y de la
cara no se veían más que la nariz los ojos y boca.
En la chaqueta iban fijados varios tubos de goma que
servían para la introducción del aire y permitían arreglarle
según el grado de densidad que se quería obtener. Podía,
pues, a voluntad el hombre sumergirse hasta el cuello o solamente
hasta la mitad del cuerpo y hasta tomar la posición
horizontal. En suma, completa libertad de acción y de movimientos
y seguridad garantida y absoluta.
Tal es el aparato que ha proporcionado tantos triunfos a
su audaz inventor, y cuya utilidad práctica se ha manifestado
en algunos accidentes de mar. Completábanle diversos accesorios:
un saco impermeable que contenía varios utensilios y
que se colgaba de un hombro a guisa de bandolera; un
bastón sólido que se fijaba al pie en una cuja y llevaba una
pequeña vela en forma de foque en el otro extremo, y un
ligero canalete que servía de remo o de timón según las circunstancias.
Kin-Fo, Craig, Fry y Sun, así equipados, flotaban ya en la
superficie de las olas. Sun, empujado por uno de los agentes,
se dejaba conducir, y, después de algunos golpes de canalete,
los cuatro se habían alejado del junco.
La noche era todavía oscura y favorecía la maniobra. En
el caso que el capitán Yin o alguno de sus marineros hubiesen
subido a cubierta, no habrían podido ver a los fugitivos.
Nadie, por otra parte, debía suponer que hubiesen abandonado
la embarcación en tales condiciones; y los tunantes
208
encerrados en bodega no lo sabrían sino en el último momento.
A la segunda víspera, había dicho el falso cadáver del último
ataúd; es decir, a las doce de la noche.
Kin-Fo y compañeros tenían pues, algunas horas de respiro
para huir y en este tiempo esperaban adelantarse una
milla a sotavento del Sam-yep. En efecto, un aire fresco comenzó
a arrugar la superficie unida de las aguas, pero tan
ligero todavía, que no debía contarse más que con el canalete
para alejarse del junco.
En algunos minutos Kin-Fo, Craig y Fry se habían habituado
tanto a sus aparatos, que caminaban instintivamente
sin vacilar jamás ni sobre el movimiento que había que producir,
ni sobre la posición que hubieran de tomar en el
blando elemento. El mismo Sun había recobrado pronto en
valor y se encontraba incomparablemente más cómodo que
a bordo del junco. Su mareo había cesado en el acto, porque
es muy diferente, y Sun lo experimentaba con cierta satisfacción,
sufrir el balance y cabeceo de un buque, que sufrir los
movimientos de las olas cuando está uno metido en ellas
hasta medio cuerpo.
Pero si Sun no estaba ya mareado, tenía un miedo horrible
porque pensaba en los tiburones que acaso no se habrían
acostado todavía e instintivamente replegaba las piernas
como si hubiera temido que alguno le tirase algún bocado...
Francamente, este temor no estaba en aquellas circunstancias
demasiado fuera de su lugar.
Así, pues, Kin-Fo y sus compañeros, a quienes la mala
fortuna continuaba poniendo en las situaciones más anorLAS
TRIBULACIONES DE UN CHINO EN CHINA
209
males, marchaban remando con su canalete y guardando una
posición casi horizontal. Solamente cuando se detenían,
tomaban la posición vertical.
Una hora después de haber abandonado el buque, éste se
hallaba a medía milla a barlovento. Entonces se detuvieron,
es apoyaron en su canaletes situados horizontalmente y celebraron
consejo, teniendo cuidado de hablar en voz baja.
-¡Bribón de capitán exclamé! Exclamó Craig para entrar
en materia,
-¡Tunante de Lao-Sen! Añadió Fry.
-¿Eso les admira a ustedes? Dijo Kin-Fo, como hombre
a quien nada podía sorprender.
- Sí, respondió Craig, porque no puedo comprender como
esos miserables han sabido que tomamos pasaje a bordo
del junco.
- Es incomprensible, en efecto, añadió Fry.
- Poco importa, dijo Kin-Fo, pues que la han sabido y
nos hemos escapado.
- Todavía no estamos, respondió Craig: mientras tengamos
a la vista el Sam-Yep no estaremos fuera de peligro.
-¿Qué haremos preguntó Kin-Fo?
- Reponer las fuerzas, respondió Fry, y alejarnos lo bastante
para que no nos vean cuando sea de día.
Fry, introduciendo cierta cantidad de aire en su aparato,
se levantó sobre la superficie del agua hasta la mitad del
cuerpo, recogió el saco que llevaba a la espalda hasta ponerle
en el pecho, sacó un frasco y un vasito, que llenó de aguardiente
muy confortante, y se lo dio a Kin-Fo.
210
Éste no se hizo rogar y vació el vaso hasta la última gota,
Craig y Fry le imitaron, y Sun, no fue tampoco olvidado.
-¿Qué tal? Preguntó Craig.
- Estoy mejor, respondió Sun, después de haber bebido.
Si pudiéramos tomar un bocado...
- Mañana, dijo Craig; mañana almorzaremos al amanecer,
y con algunas tazas de té...
-¡Frío! Exclamó Sun, haciendo un gesto.
-¡Caliente! Exclamó Craig.
-¿Hará usted lumbre?
- La haré.
-¿Y por qué esperar a mañana? Preguntó Sun.
-¿Quieres que el fuego señale nuestra situación al capitán
Yin y a sus cómplices?
- No, no.
- Entonces hasta mañana.
A la verdad aquella gente hablaba como en su casa. Sólo
la ligera ondulación de las aguas les imprimió un movimiento
de alto a bajo que tenía un aspecto singularmente
cómico, porque subían y bajaban por turno al de la ondulación
como las teclas de un piano por la mano de un pianista.
- La comienza a refrescar, observó Kin-Fo.
- Aparejemos, respondieron Craig y Fry.
Ya se preparaban a poner su bastón en forma de mástil y
desplegar su pequeña vela, cuando Sun lanzó una exclamación
de espanto.
- Te callarás, imbécil, dijo su amo. ¿Quieres que nos descubran?
- Me parece que he visto... murmuró Sun.
211
-¿Qué?
- Un enorme animal que se acercaba... algún tiburón
- No hay nada, Sun, dijo Craig después de haber observado
atentamente la superficie del mar.
- Pero he creído sentir... repuso Sun.
-¡Te callarás, cobarde! Dijo, Kin-Fo, poniendo la mano
sobre el hombro de su criado. Aunque sientas que te comen
una pierna, te prohibo gritar, porque si no...
- Si no, añadió Fry, con una cuchillada en su aparato, le
enviaremos al fondo, donde podrá gritar a su placer.
El desdichado Sun no estaba, como se ve, al término de
sus tribulaciones. Tenía un miedo horrible, pero no se atrevía
a decir una palabra; y si todavía no echaba de menos el
junco, el mareo y los pasajeros de la bodega, no podría tardar
el momento en que prefiriese estar entre ellos. Como
había observado Kin-Fo, la brisa iba entablándose; pero no
era más que una de esas brisas locas que con frecuencia se
calman al salir del sol. Sin embargo, era preciso aprovecharla
para alejarse lo posible del Sam-Yep. Cuando los compañeros
de Lao-Sen no encontraron ya a Kin-Fo en el alcázar de
popa, tratarían de encontrarle, y si se hallaba a la vista, la
piragua la daría caza con facilidad. Importaba, pues, alejarse
a toda costa antes del alba.
La brisa soplaba del Este. Cualesquiera que fuesen los
parajes a donde el huracán había empujado el junco, ya fuera
a cualquier punto del golfo de Leao-Tong del golfo de
Pe-Chi-Li, o aunque fuera a las costas del mar Amarillo,
navegar hacia el Oeste era, sin duda, acercarse al litoral. Allí
podían encontrar algunos de los buques de comercio que se
212
dirigen a la embocadura del Pei-ho; y allí los barcos pescadores
frecuentaban día y noche las inmediaciones de la costa,
aumentándose grandemente las probabilidades de ser recogidos.
Si, por el contrario, el viento hubiese venido del
Oeste y el Sam-Yep hubiera sido empujado más al Sur que el
litoral de la Corea, Kin-Fo y sus compañeros no hubieran
tenido probabilidad alguna de salvación. Delante de ellos se
hubiera tendido el inmenso mar, y en el caso que hubieran
llegado a las costas del Japón, habría sido en estado de cadáveres
flotando en su vaina insumergible de goma elástica.
Pero, como hemos dicho, la brisa debía caer probablemente
al salir el sol, y era preciso utilizarla para alejarse prudentemente
del buque. Eran las diez de la noche. La luna
debía aparecer sobre el horizonte antes de las doce. No había,
pues, un minuto que perder.
- A la vela, dijeron Fry y Craig.
Inmediatamente se aparejó la vela. Nada más fácil en
suma: cada plantilla del pie derecho del aparato llevaba una
cuja destinada a plantar en ella, el bastón que servía de mástil.
Kin-Fo, Sun y los dos agentes se tendieron primero boca
arriba, después plegaron la rodilla derecha y plantaron el
bastón en la cuja, habiendo pasado a su extremo la driza de
la pequeña vela. Luego que tomaron de nuevo la posición
horizontal, el bastón, formando ángulo recto con la línea del
cuerpo, se enderezó verticalmente.
-¡Iza! Dijeron Craig y Fry.
Y todos, tirando con la mano derecha, izaron, al extremo
del mastelero, el ángulo superior de la vela que estaba cortada
en forma de triángulo.
213
La driza fue amarrada al cinturón metálico, teniendo cada
uno la escota en la mano, y la brisa, llenando los cuatro
foques, empujó, en medio de un ligero remolino, la escuadrilla
de escafandros.
Aquellos hombres-barcas, merecían, en efecto, el nombre
de escafandros justamente que los trabajadores submarinos
a quienes, ordinaria e impropiamente, se aplica este
título.
Diez minutos después, cada cual, maniobrando con una
seguridad y una facilidad perfectas, navegaban en conserva
sin apartarse los unos de los otros. Parecían una bandada de
gaviotas que con el ala tendida a la brisa, se deslizasen ligeramente
sobre la superficie de las aguas.
La navegación era favorecida, por otra parte, por el estado
del mar, cuya larga y tranquila ondulación no estaba turbada
ni por el choque de las olas, ni por la resaca.
Dos o tres veces solamente el torpe Sun, olvidando las
recomendaciones de Fry y de Craig, quiso volver la cabeza y
tragó algunas bocanadas del amargo líquido; pero no tuvo
más que una o dos náuseas sin consecuencias. No era aquello
lo que le alarmaba, sino el temor de encontrar alguna
banda de feroces tiburones. Sin embargo, lo hicieron comprender
que corría menos riesgo en la posición horizontal
que en la vertical; y, en efecto, la disposición de sus fauces
obliga al tiburón a volverse para morder su presa, y este
movimiento no le es fácil cuando quien coger un objeto que
flota horizontalmente. Además se ha observado que si estos
animales voraces se arrojan sobre los cuerpos inertes, vacilan
antes de arrojarse sobre los que están dotados de moviJ
214
miento. Sun debía, por consiguiente, moverse sin cesar y ya
se comprende cuanto se movería.
Los escafandros navegaron de suerte durante una hora, que
era ni más ni menos lo que Kin-Fo y sus compañeros necesitaban.
Menos de una hora era poco para alejarse, del junco;
y más los habría fatigado, tanto por la tensión dada a su pequeña
vela, como por el choque de las olas que se iba aumentando
más y más.
Craig y Fry dieron entonces la señal de alto. Se largaron
las escotas, y la escuadrilla se detuvo.
- Cinco minutos de descanso si le parece a usted bien,
dijo Craig dirigiéndose a Kin-Fo.
- Descansemos.
Todos, a excepción de Sun, que quiso permanecer tendido
por prudencia y que continuaba gimiendo, recobraron su
posición vertical.
-¿Quiere usted otra copita de aguardiente? Dijo Fry.
- Con mucho gusto, respondió Kin-Fo.
Algunos sorbos del licor reconfortante eran lo que en
aquel momento necesitaban. Todavía no les atormentaba el
hambre, porque habían comido una hora antes de abandonar
el junco y podían esperar hasta la mañana siguiente. En
cuanto a calentaras, era inútil, porque el colchón de aire interpuesto
entre su cuerpo, y el agua les garantizaba contra el
frío. La temperatura normal de sus cuerpos no había bajado
ciertamente un grado desde su salida del buque.
¿Y el Sam-Yep? ¿ Estaba todavía a su vista?
Craig y Fry se volvieron. Fry sacó de su morral un anteojo
de noche y le dirigió hasta el Este.
215
¡Nada! Ni una de esas sombras apenas visibles que dibujan
los buques sobre el fondo oscuro del cielo.
Por lo demás, la noche era oscura, un poco brumosa y
avara de estrellas.
Los planetas no formaban más que una especie de nebulosa
en el firmamento; pero probablemente la luna, que
no iba a tardar en mostrar su medio disco, disiparía aquellas
brumas un poco opacas y aclararía en una gran extensión el
espacio.
- El junco está lejos, dijo Fry.
- Esos tunantes duermen todavía, respondió Craig, y no
se habrán aprovechado de la brisa.
-Cuando ustedes quieran, dijo Kin-Fo, que tiró de su escota
y desplegó de nuevo la vela al viento.
Sus compañeros le imitaron y todos recobraron su primera
dirección a impulsos de una brisa ya un poco más
fuerte.
Iban de este modo con rumbo al Oeste.
Por consiguiente, la luna, levantándose hacia el Este, no
debía darles en el rostro; pero iluminaría con sus primeros
rayos el horizonte opuesto, y este era el horizonte que importaba
observar con cuidado. Quizá en vez de una línea
circular claramente trazada por el cielo y por el agua, presentaría
un perfil accidentado, y franjeado de resplandores
lunares. En tal caso no habría duda ninguna; sería el litoral
del Celeste Imperio y, cualquiera que fuese el punto a donde
llegaran, la salvación era segura. La costa estaba franca; la
resaca apenas se sentía; el desembarco no podía ser, pues,
216
peligroso, y, una vez en tierra, allí decidirían lo que conviniera
hacer en adelante.
Hacia las once y media, se dibujaron vagamente algunos
puntos blancos sobre las brumas del cenit. El cuarto de luna
comenzaba a presentarse sobre la línea del agua.
Ni Kin-Fo, ni ninguno de sus compañeros se volvieron.
La brisa, que refrescaba mientras se disipaban los altos vapores,
les llevaba entonces con cierta rapidez. Pero conocieron
que el espacio se iba iluminando poco a poco.
Al mismo tiempo las constelaciones se presentaron más
claramente. El viento barría las nubes y los escafandros
formaban ya una estela bastante clara.
El disco de la luna, pasando del rojo cobre al blanco
plata, iluminó bien pronto todo el horizonte. De repente, un
juramento muy franco y muy americano, se escapó de los
labios de Craig.
-¡El junco! Dijo.
Todos se detuvieron.
-¡Abajo las velas! Gritó Fry.
En un instante los cuatro foques fueron arriados y los
bastones sacados de sus cujas.
Kin-Fo y sus compañeros, recobraron sus posiciones
verticales y miraron detrás de sí. El Sam-Yep estaba ya a menos
de una milla, proyectando en negro, sobre el horizonte
iluminado, la sombra de todas sus velas desplegadas.
En efecto, era el junco. Había aparejado y se aprovechaba
de la brisa. Sin duda, el capitán Yin, había notado la desaparición
de Kin-Fo sin haber podido comprender como
había logrado escaparse, y, a todo evento, se había puesto en
217
su persecución de acuerdo con sus cómplices de la bodega.
Antes de un cuarto de hora Kin-Fo, Sun, Craig y Fry habrían
vuelto a caer en sus manos.
¿Pero les habrían visto estando sus perseguidores en
medio del haz luminoso con que les bañaba la luna? Quizá
no.
-¡Abajo las cabezas! Dijo Craig que todavía tenía esta esperanza.
Todos le comprendieron.
Los tubos de los aparatos dejaron escapar un poco de aire,
y los cuatro escafandros se hundieron hasta no dejar fuera
del agua más que la cabeza con su capuchón. No había
que hacer más que esperar en absoluto silencio y en la mayor
inmovilidad.
El junco se acercaba con rapidez. Sus altas velas dibujaban
dos grandes sombras sobre las aguas.
Cinco, minutos después el Sam-Yep estaba sólo a media
milla. Sobre la obra muerta se veían sobresalir los marineros
que iban y venían, y en la popa el capitán empuñaba la caña
del timón.
¿Maniobraba para alcanzar a los fugitivos, o no hacía
más que mantenerse en el rumbo del viento? No se sabía.
De repente, se oyeron gritos. Una masa de hombres
apareció sobre la cubierta del Sam-Yep y redoblaron los clamores.
Evidentemente, había lucha entre falsos muertos que habían
subido de la bodega y la tripulación del junco.
¿Pero por qué aquella lucha? Aquellos tunantes marineros
y piratas ¿no estaban de acuerdo?
218
Kin-Fo y sus compañeros oyeron claramente, por una
parte, horrible vociferaciones, por otra, gritos de dolor y de
desesperación, que se extinguieron al cabo de pocos minutos;
después, se oyeron violentos choques en el agua a lo
largo el junco que indicaron que habían sido arrojados al
mar varios de los tripulantes.
No; el capitán Yin y su tripulación no eran cómplices de
los bandidos de Lao-Sen. Por el contrario, aquellos pobres
marinos habían sido sorprendidos y asesinados. Los tunantes
que se habían ocultado a bordo, sin duda con el auxilio
de los cargadores de Ta-ku, no habían tenido más objeto
que apoderarse del junco por cuenta del Tai-Ping y, ciertamente
ignoraban que Kin-Fo fuese pasajero del Sam-Yep.
Ahora bien, si le veían, si era cogido, ni él, ni Fry, ni Craig,
ni Sun encontrarían misericordia en el corazón de aquellos
miserables.
El junco seguía adelantando y los alcanzó; pero, por una
casualidad inesperada, proyectó sobre ellos la sombra de sus
velas. Todos se sumergieron en el agua por un instante.
Cuando volvieron salir, el junco había pasado, sin verlos
y se alejaba dejando en pos de sí una profunda estela.
Un cadáver flotaba a popa y el remolino le acercó poco a
poco a los escafandros. Era el cuerpo del capitán con un
puñal en el costado. Los largos pliegues de su túnica le sostenían
todavía sobre el agua.
Después se hundió y desapareció en las profundidades
del mar.
Así pereció el alegre capitán Yin, comandante del
Sam-Yep.
219
Dos minutos después, el junco se había perdido de vista
hacia el Oeste, y Kin-Fo, Fry, Craig y Sun se encontraban
en la superficie del mar.
220
CAPÍTULO XX
Donde se verá a lo que se exponen los que emplean los aparatos
Boyton.
Tres horas después, los albores del alba se anunciaban ligeramente
en el horizonte. Pronto se hizo de día y el mar
pudo ser observado en toda su extensión.
El junco se había perdido de vista; pronto había dejado a
larga distancia a los escafandros que no podían luchar en
celeridad con él. Había seguido el mismo rumbo hacia el
Oeste bajo el impulso de la misma brisa: pero el Sam-Yep
debía encontrarse ya a más de nueve leguas de distancia.
Así, pues, nada había que temer de sus tripulaciones.
Sin embargo, evitado este peligro, la situación no por eso
es presentaba menos grave.
El mar estaba absolutamente desierto, sin un buque, sin
una barca pescadora, sin apariencia de tierra ni al Norte, ni
al Este, sin nada que indicase la proximidad de un litoral
cualquiera. Aquellas aguas ¿eran las del golfo de Pe-Chi-Li o
las del mar Amarillo? Nada se sabía, ni había indicio que
pudiera darlo a conocer.
221
Algunas ráfagas movían todavía la superficie del agua y
era preciso aprovecharlas. La dirección seguida por el junco
demostraba que más menos próximamente aparecería la
tierra al Oeste, y, en todo caso, allí era donde convenía buscarla.
Decidióse, por consiguiente, que los escafandros volverían
a ponerse la vela después de haber comido. Los estómagos
reclamaban su alimento y diez horas de travesía en
aquellas condiciones hacían imperiosas sus exigencias.
- Almorcemos... dijo Craig.
- Copiosamente, añadió Fry.
Kin-Fo bizo una señal de asentimiento y Sun respondió
haciendo chocar sus mandíbulas, signo que no podía dar
lugar a duda. En aquel momento, el hambriento Sun no
pensaba en ser devorado, sino en todo lo contrario.
Se abrió el saco impermeable del cual sacó Fry diferentes
comestibles de buena calidad, como pan, conservas, algunos
utensilios de mesa; en fin, todo el necesario para apagar el
hambre y la sed. De los cien platos que figuraban en la lista
ordinaria de una comida china, faltaban noventa y ocho;
pero con los dos restantes había para restablecer las fuerzas
de los cuatro comensales, que no estaban en circunstancias
de mostrarse delicados.
Almorzaron con buen apetito. El saco contenía provisiones
para dos días; y, antes de dos días, o debían haber
llegado a tierra, o no llegarían nunca.
- Tenemos una buena esperanza, dijo Craig.
-¿Por qué? Preguntó Kin-Fo con cierta ironía.
- Porque la fortuna empieza a favorecernos.
222
-¿Cree usted?
- Sin duda el peligro mayor era el junco, y le hemos evitado.
- Nunca, dijo Fry, desde que tenemos el honor de acompañar
a usted, se ha encontrado usted más seguro que aquí.
- Todos los Tai-Ping del mundo... dijo Craig.
- No podrían alcanzar a usted ahora... dijo Fry.
- Y flota usted lindamente... añadió Craig.
- Para ser hombre que pesa 200.000 duros, repuso Fry.
Kin-Fo no pudo menos de sonreírse.
- Si floto, respondió Kin-Fo, es por ustedes, señores;
porque, sin su auxilio, estaría ahora donde está el pobre capitán
Yin.
- Nosotros también, replicaron Craig y Fry.
-Y yo, exclamó Sun tragando, no sin esfuerzo, un enorme
pedazo de pan que tenía en la boca.
- No importa, dijo Kin-Fo; yo sé lo que debo hacer.
- Usted no nos debe nada, respondió Fry porque es
cliente de la Centenaria...
- Compañía de seguros contra la vida...
- Capital de garantía: 20.000.000 de duros...
- Y esperamos...
- Que nada tendrá que entregar a usted, ni a sus herederos.
En el fondo, Kin-Fo estaba muy agradecido a la adhesión
que le habían mostrado los dos agentes, cualquiera que
fuese el motivo que les hubiera impulsado, y no les ocultó
sus sentimientos en éste punto.
223
-Ya hablaremos de todo eso, añadió, cuando Lao-Sen me
haya devuelto la carta que tan imprudentemente le entregó
Wang.
Craig y Fry se miraron uno a otro y se dibujó en que labios
una sonrisa imperceptible.
Evidentemente, les había ocurrido el mismo pensamiento.
-¡Sun! Dijo Kin-Fo.
-¡Señor! Respondió el criado.
- El té.
- Aquí está, respondió Fry.
Y Fry tenía razón para responder, porque Sun habría
respondido que imposible hacer té en aquel momento y en
aquellas condiciones.
Pero creer que los dos agentes encontraran dificultades
por cosa tan pequeña, habría sido no conocerles.
Fry sacó del morral un pequeño utensilio que es el complemento
indispensable de los aparatos Boyton, porque
puede servir de farol cuando es de noche, de hogar cuando
hace frío y de hornilla cuando se quiere obtener alguna bebida
caliente. Nada más sencillo en verdad: es un tubo de
cinco a seis pulgadas, unido a un recipiente metálico provisto
de un grifo superior y de otro inferior, el todo encajado
en una caja de corcho, a la manera de esos termómetros
flotantes que es usan en las casas de baños.
Fry colocó este utensilio en la superficie del agua que
estaba perfectamente unida y tranquila.
Con una mano abrió el grifo superior y con la otra el inferior,
adaptado el recipiente que estaba sumergido. InmeJ
224
diatamente se levantó al extremo una hermosa llama desprendiendo
un calor bastante grande.
- Ya tenemos el fuego, dijo Fry.
Sun no podía creer a sus ojos.
-¿Hace usted fuego con agua? Exclamó.
- Con agua y fosfuro de calcio, respondió Craig.
En efecto, el aparato estaba construido de manera que
pudiera utilizarse usa propiedad singular del fosfuro, de calcio,
que es u compuesto de fósforo que al contacto con el
agua produce hidrógeno fosforado. Este gas arde espontáneamente
al aire, y ni el viento, ni la lluvia, ni el mar pueden
apagarlo. Por eso se lo emplea para iluminar las boyas de
salvamento perfeccionado. La caída de la boya pone el agua
en contacto con el fosfuro de calcio e inmediatamente surge
una llama que permite al hombre que ha caído al mar encontrar
la boya durante la noche, y al buque de donde ha
caído, acudir directamente a su socorro 10 *
Mientras el hidrógeno ardía en la punta del tubo, Craig
conservaba aplicada a la llama una tetera llena de agua dulce
que había tomado de un tonelito en el saco.
En pocos minutos el liquido llegó a hervir; Craig le echó
en las tazas, que contenían cada una un puñadito de té ex-
10 El señor Seyferth y el señor Silas, archivero de al embajada de Francia
en Viena, son los inventores de esta boya de salvamento que se usa en
todos los buques de guerra.
* El señor Holmes ha inventado en Inglaterra, hace algún tiempo,
un aparato que produce una luz intensísima que ilumina a mas de una
milla de distancia. Se han hecho pruebas de esta luz en Cartagena, en
Cádiz y en Mahon para determinar si debe usarse en los buques españoles,
que todavía no llevan a bordo ningún aparato de este género;
pero no se ha adoptado hasta la fecha, porque se aguarda la última
moda en esta materia.
225
celente, y Kin-Fo y Sun lo bebieron aquella ves a la americana,
lo cual no produjo reclamación de su parte.
Aquella bebida caliente puso buen término al almuerzo
servido en la superficie del mar, a tantos de latitud y tantos
de longitud. No faltaba más que un sextante y un cronómetro
para determinar la posición con diferencia de pocos segundos.
Estos instrumentos completarán un día sacos de los
aparatos Boyton y lo náufragos ya no correrán riesgo de
perderse en el océano.
Kin-Fo y su compañeros, descansados y confortados,
desplegaron entonces sus velas y tomaron de nuevo el
rumbo del Oeste.
La brisa se mantuvo todavía durante doce horas, y los
escafandros hicieron buen rumbo viento en popa. Apenas
tenían necesidad de rectificarle de cuando en cuando con un
ligero golpe de canalete. En aquella posición horizontal,
reclinados y suavemente arrastrados, tenían cierta tendencia
a dormirse. Pero el sueño hubiera sido muy inoportuno en
aquellas circunstancias. De aquí la necesidad de resistirlo, y,
para ello, Craig y Fry, encendiendo sus cigarros, iban fumando
como los bañistas elegantes en el recinto de natación.
Varías veces los escafandros fueron conmovidos por los
saltos de algunos animales marinos que causaron al desdichado
Sun grandes temores.
Por fortuna, no eran sino focas inofensivas, payasos del
mar que acudían buenamente a reconocer quienes eran
aquellos seres singulares que flotaban en su elemento: mamíferos
como ellos; pero de ningún modo marinos. ¡Curioso
226
espectáculo! Aquellas focas se acercaban en tropel, se deslizaban
como flechas, matizando las capas líquidas con sus
colores de esmeralda, lanzándose cinco o seis pies por encima
de las olas con una especie de salto mortal que demostraba
la flexibilidad y el vigor de sus músculos. ¡Ah, si los
escafandros hubieran podido hendir el agua con aquella rapidez
que es superior a la de los mejores buques, no hubieran
tardado en llegar a tierra! Dábales gana de amarrarse a
uno de aquellos animales y hacerse remolcar por ellos. ¡Pero
qué saltos y qué chapuzones!
Más valía contentarse con la brisa para seguir su rumbo
que sería más lento, pero mucho más práctico.
Hacia el medio día el viento se calmó de repente y acabó
por no soplar sino de cuando en cuando ráfagas caprichosas,
que hinchaban un instante las pequeñas velas y después
las dejaba caer inertes. La escota no obedecía ya la mano que
la llevaba y la estela no murmuraba ya ni a los pies, ni a la
cabeza de los escafandros.
- Una complicación... dijo Craig.
- Grave, añadió Fry.
Se detuvieron un instante; se quitaron los mástiles, se rizaron
las velas y, poniéndose todos de nuevo en posición
vertical, observaron el horizonte. El mar estaba desierto, sin
una vela a la vista, ni el humo de un vapor levantándose
hasta el cielo. Un sol ardiente había, absorbido todos los
vapores y rarificado las corrientes atmosféricas. La temperatura
del agua hubiera parecido cálida a una persona que
no hubiera estado vestida de la doble envoltura de goma
elástica.
227
Por tranquilos que se hubieran mostrado Craig y Fry
acerca del éxito de aquella aventura, no dejaban de estar un
poco alarmados. No podían estimar la distancia recorrida en
dieciséis horas; pero como nada anunciaba la proximidad del
litoral, ni buque de comercio, ni barca pescadora, aquello les
parecía cada vez más inexplicable.
Por fortuna, Kin-Fo, Craig y Fry no eran, hombres que
se desesperasen antes del momento oportuno, si tal momento
debiera llegar para ellos. Tenían todavía provisiones
para un día y nada indicaba que de sobrevenir temporal alguno.
- Manejemos el canalete, dijo Kin-Fo.
Aquella fue la señal de la partida; y unas veces tendiéndose
de espaldas, otras boca abajo, los escafandros siguieron su
rumbo al Oeste.
Iban despacio porque la obra del canalete fatigó pronto
sus brazos que no tenían costumbre de manejarlo. Era preciso
detenerse con frecuencia para esperar a Sun que se quedaba
atrás y que había vuelto a sus jeremiadas. Su amo le
interpelaba y le amenazaba; pero Sun no temía nada por el
resto de su coleta, que estaba protegida por el espeso capuchón
de goma, y le dejaba decir por lo demás, el temor de
ser abandonado bastaba para que se mantuviese por sí propio
a corta distancia de los demás.
Hacia las dos de la tarde observaron algunas aves. Eran
goelands; pero estos ligeros volátiles se aventuran muy lejos
dentro de mar y no se puede deducir de su presencia la proximidad
de la costa. Con todo, aquel indicio fue considerado
como muy favorable.
228
Una hora después, los escafandros entraban en una especie
de red espesa de sargazos que con trabajo pudieron
librarse. Tropezaban en ellos como los peces en una malla
de un esparacel y fue preciso sacar los cuchillos y toda
aquella maleza marina. En esto perdieron más de media hora,
y gastaron fuerzas que hubieran podido utilizarse mejor.
A las cuatro la pequeña caravana flotante se detuvo de
nuevo muy fatigada. Acababa de levantarse una brisa fresca;
pero entonces soplaba del Sur, circunstancia alarmante, porque
los escafandros no podían navegar contra el viento como
una embarcación cuya quilla la sostiene contra la
corriente. Si desplegaban las velas corrían el riesgo de ser
empujados hacia el Norte y perder una parte de lo que habían
ganado hacia el Oeste. Además, las oleadas iban siendo
mayores; fuertes ondulaciones agitaron el mar e hicieron la
situación más penosa
Hicieron por consiguiente, un alto bastante largo y le
emplearon, no solamente en tomar descanso y fuerzas, sino
también en confortar los estómagos atacando de nuevo las
provisiones. La comida fue menos alegre que el almuerzo.
Iba a hacerse de noche dentro de pocas horas y el viento
refrescaba... ¿Qué partido tomar?
Kin-Fo, apoyado en su canalete, con el ceño fruncido, y
más irritado que temeroso de aquel encarnizamiento de la
mala suerte, no pronunciaba una palabra. Sun gemía continuamente
y estornudaba como si estuviera amenazado de la
terrible coriza.
Craig y Fry se sentían mútuamente interrogados; pero no
sabían qué responder.
229
En fin, una casualidad feliz les dio respuesta.
Un poco antes de las cinco, Craig y Fry tendiendo simultáneamente
la mano hacia el Sur, exclamaron:
-¡Vela!
En efecto, a 3 millas a barlovento se mostraba una embarcación
que caminaba a fuerza de velas; y que, si continuaba
en la dirección que seguía viento en popa, debía
probablemente pasar a poca distancia del sitio donde se
habían detenido Kin-Fo y sus compañeros.
No había, pues, que hacer más que cortar el rumbo de la
embarcación, siguiendo una línea perpendicular a este rumbo.
Los escafandros, maniobraron en tal sentido.
La esperanza les hizo recobrar fuerzas, y temiendo, por
decirlo así, la salvación en sus manos, se dispusieron a no
dejarla escapar.
La dirección del viento no permitía desplegar las velas;
pero los canaletes debían bastar, porque la distancia del buque
era relativamente corta.
La embarcación seguía avanzando rápidamente a impulsos
de la brisa que refrescaba. Era una barca pescadora y su
presencia anunciaba evidentemente que la costa no debía
estar lejos, porque los pescadores chinos raras veces se
aventuran en alta mar.
-¡Adelante, adelante! Gritaron Fry y Craig, manejando
con vigor el canalete.
No tenían que excitar el ardor de sus compañeros.
Kin-Fo, tendido sobre la superficie del agua, se deslizaba
como un esquife de carrera. Sun se excedía verdaderamente
230
a sí mismo navegando a la cabeza del convoy, tanto temía
quedarse atrás.
No les faltaba más que media milla de camino para llegar
a las aguas de la barca. Además, era todavía de día y si los
escafandros no llegaban a ponerse a la vista, por lo menos
podrían hacerse oír. Pero los pescadores, al ver aquellos
animales marinos tan extraños que les hablaban en su lengua,
¿no tomarían la fuga? Ésta era una eventualidad bastante
grave.
De todos modos era preciso no perder un solo instante.
Las velas se desplegaban, los canaletes herían rápidamente la
cresta de las pequeñas olas y la distancia se iba disminuyendo
sensiblemente, mudo Sun, que continuaba a la cabeza del
convoy, dio un grito terrible de espanto, diciendo:
-¡Un tiburón, un tiburón!
Y aquella vez Sun no se equivocaba.
A una distancia de 20 pies, poco más o menos, se veían
salir dos apéndices, que eran las aletas de un animal voraz
propio de aquellos mares, el tiburón tigre, muy digno de su
nombre porque la naturaleza le ha dotado de la doble ferocidad
del tiburón y de la fiera.
-¡Los cuchillos! Dijeron Fry y Craig.
Eran las únicas armas que tenían a su disposición, armas
quizá insuficientes.
Sun, como puede creerse juego, desde luego, se había
detenido bruscamente y dirigido después con rapidez a tomar
la retaguardia de la escuadrilla.
El tiburón reparó en los escafandros y se dirigió hacia
ellos. Por un instante su enorme cuerpo apareció entre las
231
aguas trasparentes rayado y moteado de verde. Medía 16 a
18 pies de longitud. Era un monstruo.
Precipitóse desde luego sobre Kin-Fo, volviéndose un
poco boca arriba para morderle.
Kin-Fo no perdió su serenidad, y en el momento ea que
el tiburón iba a hacer presa en él, le apoyó el canalete en el
dorso, y con un vigoroso empujón le apartó a algunas varas
de distancia.
Craig y Fry se habían acercado dispuestos al ataque y a la
defensa.
El tiburón se sumergió un instante y después volvió con
la boca abierta, especie de gran tenaza erizada de cuatro filas
de dientes
Kin-Fo quiso comenzar de nuevo la maniobra que antes
había tenido tan buen éxito; pero su canalete encontró la
mandíbula del animal, que lo cortó como si fuera una paja; y,
volviéndose a inclinar sobre el costado se lanzó sobre su
presa.
El aquel momento, grandes chorros de sangre salieron
con ímpetu y la mar se tiñó de rojo.
Craig y Fry acababan de acometer al animal con redoblados
golpes, y, por dura que fuese su piel, sus cuchillos americanos
de largas hojas penetraron en el cuerpo del tiburón
bastante profundamente.
Las fauces del monstruo se abrieron entonces y se cerraron
con ruido horrible, mientras su aleta batía el agua de una
manera formidable. Fry recibió un coletazo que, tomándole
de costado, le arroyó a 10 pies de distancia.
232
-¡Fry! Gritó Craig con acento del más vivo dolor, como
si hubiera recibido él mismo la sacudida.
-¡No hay cuidado! Respondió Fry volviendo a la carga.
En efecto, no estaba herido. Su coraza de goma elástica
había amortiguado la violencia del coletazo.
El tiburón fue de nuevo atacado con verdadero furor. Se
volvía y revolvía. Kin-Fo había logrado introducirle en la
órbita del ojo el extremo roto del canalete, y, a riesgo de ser
dividido por medio, trataba de mantener inmóvil al monstruo,
mientras Fry y Craig procuraban herirle en el corazón.
Sin duda, los dos agentes consiguieron su objeto, porque
el tiburón, después de una suprema sacudida, se hundió, en
medio de un mar de sangre.
-¡Victoria, victoria! Exclamaron Fry y Craig a una voz
agitando sus cuchillos.
- Gracias, dijo Kin-Fo.
- No hay de qué, contestó Craig. Un bocado de 200.000
duros no era para la boca de ese pez.
- Jamás añadió Fry.
-¿Y Sun? ¿Dónde está Sun?
Aquella vez se había puesto a vanguardia y se hallaba ya
muy cerca de la barca, que no distaba sino tres cables. El
cobarde había huido a fuerza de remo y aquello estuvo a
punto de causar su pérdida.
En efecto, los pescadores lo habían visto; pero no podían
imaginar que, bajo aquel traje de perro marino hubiese
una criatura humana. Se prepararon, pues, a pescarle como
hubieran pescado un delfín o una foca. Así, luego que el
supuesto animal se halló en jurisdicción, le echaron del barLAS
TRIBULACIONES DE UN CHINO EN CHINA
233
co una cuerda larga con un gancho. El gancho dio en el
cinturón de su traje e, introduciéndose en él, le desgarró
desde la espalda hasta la nuca.
Sun, no estando ya sostenido por el aire contenido en la
doble envoltura, cayó cabeza abajo en el agua, haciendo salir
las piernas al aire.
Kin-Fo, Craig y Fry llegaron entonces y tuvieron la precaución
de interpelar a los pescadores en lengua china.
Los, pescadores se asustaron mucho al ver focas que hablaban,
e iban a dar as velas al viento y a huir a toda prisa,
cuando Kin-Fo les tranquilizó dándoles a conocer que eran
hombres, compañeros suyos y chinos como ellos.
Un instante después, los tres mamíferos terrestres estaban
a bordo.
Faltaba Sun. Le atrajeron con una espadilla, le levantaron
le levantaron la cabeza por encima del agua y uno de los
pescadores, cogiéndole por el extremo de la coleta, le levantó.
Pero la coleta de Sun se quedó toda entera en las manos
del pescador, y el pobre diablo tomó un nuevo chapuzón.
Los pescadores entonces le ataron una cuerda y lograron,
no sin trabajo, subirle a la barca... Apenas estuvo sobre
cubierta y hubo devuelto el agua del mar que había tragado,
Kin-Fo se acercó a él y, con tono severo, exclamó:
-¡Es decir, que tu coleta era postiza!
- Sin eso, respondió Sun, yo, que conocía las costumbres
de usted, ¿habría entrado nunca a su servicio?
Esta salida hizo soltar la carcajada a todos.
234
Los pescadores eran de Fu-Ning cuyo puerto se hallaba a
menos de dos leguas de distancia.
Por consiguiente, aquella noche, hacia las ocho, desembarcaron
Kin-Fo y u compañeros, y, quitándose los aparatos
del capitán Boyton, volvieron a tomar la apariencia de criaturas
humanas.
235
CAPÍTULO XXI
En el cual Craig y Fry ven con gran satisfacción salir la luna.
- Ahora en busca del Tai-Ping.
Tales fueron las primeras palabras que pronunció Kin-Fo
al día siguiente, 30 de junio por la mañana después de una
noche de descanso que tenían bien merecido los héroes de
tan singulares aventuras.
Se hallaban en fin en el teatro de las hazañas de Lao-Sen
e iba a empeñarse la lucha definitiva.
¿Saldría Kin-Fo vencedor?
Si, sin duda alguna, con tal que pudiera sorprender al Tai-
Ping, porque le pagaría su carta al precio que quisiera pedirle.
No ciertamente si Kin-Fo se dejaba sorprender y recibía una
puñalada en el corazón antes de haber podido entrar en
tratos con el feroz mandatario de Wang.
- En busca del Tai-Ping, respondieron Fry y Craig después
de haberse consultado mútuamente con una mirada.
La llegada de Kin-Fo, de Fry, y Sun en tan singular atavío,
la manera con que los pescadores les habían recogido en
el mar, todo era muy a propósito para excitar cierta emoción
en el puerto de Fu-Ning. Difícil hubiera sido librarse de la
236
curiosidad pública, por lo cual no es de extrañar que fueran
escoltados hasta la posada donde, gracias al dinero que
Kin-Fo había conservado en su cinturón, y Fry y Craig en el
saco, se habían proporcionado vestidos más convenientes.
Si Kin-Fo y sus compañeros hubiesen ido a la posada menos
acompañados habrían notado cierto chino que les seguía los
pasos muy de cerca; y en sorpresa se habría aumentado si le
hubieran visto hacer centinela durante toda la noche a la
puerta de la posada, y aparecer en el mismo sitio a la mañana
siguiente.
Pero nada vieron, nada sospecharon y no extrañaron por
tanto que el mismo personaje sospechoso les ofreciera sus
servicios como guía, en el momento en que salían de la casa.
Era un hombre de unos treinta años, y que parecía muy
honrado. Sin embargo, los recelosos Craig y Fry le interrogaron
diciendo.
-¿Por qué se ofrece usted a servirnos de guía, y a dónde
pretende guiarnos?
Nada más natural que estas dos preguntas; pero tampoco
había nada más natural que las dos respuestas que dio el
Chino.
- Supongo, dijo, que tienen ustedes la intención de visitar
la Gran Muralla, porque eso quieren hacer todos los viajeros
que llegan a Fu-Ning. Conozco el país y me ofrezco a llevar
a ustedes allá.
- Amigo mío, dijo Kin-Fo tomando parte en la conversación;
ante todo, quisiera saber si la provincia es segura.
- Muy segura, respondió el guía.
237
-¿No se habla en el país de un tal Lao-Sen? Preguntó
Kin-Fo.
¿Lao-Sen el Tai-Ping? Sí, en efecto, respondió el guía;
pero no hay nada que temer en la parte de acá, de la Gran
Muralla, porque no se atrevería a penetrar en el territorio
imperial. A la parte de allá, es donde está, recorriendo las
provincias mogolas.
-¿Se sabe dónde reside actualmente? Preguntó Kin-Fo.
- En esto últimos días lo han visto en Chin-Tang-Ro, a
pocos lis de la Gran Muralla.
-¿Y qué distancia hay desde Fu-Ning a Chin-Tang-Ro?
- Unos 50 lis. 11
- Pues bien, acepto los servicios de usted.
-¿Para llevarlos a la Gran Muralla?
- Para llevarnos hasta el campamento de Lao-Sen.
El guía no pudo contener cierto movimiento de sorpresa.
- Se la pagará a usted bien, añadió Kin-Fo.
El guía movió la cabeza, como hombre que no tenía
forma de pasar la frontera, y después dijo:
- Hasta la Gran Muralla serviré a ustedes; pero más allá
no, porque sería arriesgar la vida.
- Ponga usted el precio que quiera por la suya. La pagaré.
- Entonces adelante, respondió el guía.
Kin-Fo, volviéndose a los dos agentes, añadió:
- Señores, ustedes son libres, y, si no quieren acompañarme,
pueden volverse.
- A donde usted vaya, dijo Craig.
11 Diez leguas.
238
- Iremos nosotros, añadió Fry.
El cliente de la Centenaria no había dejado de valer para
ellos 200.000 duros.
Por lo demás, después de esta conversación, los agentes
quedaron tranquilos al parecer, respecto de las indicaciones
del guía. Según este, sin embargo, al otro lado de la barrera
que los chinos levantaron contra las excursiones de las hordas
mogolas, era de temer, cualquier suceso desagradable.
Inmediatamente se hicieron los preparativos de marcha,
sin preguntar a Sun si le convenía o no hacer el viaje.
Faltaban absolutamente medios de transporte, tales como
coches o carros, en Fu-Ning; tampoco había caballos ni
mulas; pero había cierto número de esos camellos que sirven
para el comercio de los mogoles, traficantes aventureros que
marchan por caravanas, camino de Pekín a Kiatak, llevando
delante de sí innumerables rebaños de carneros de larga
cola, y que han establecido comunicaciones entre la Rusia
asiática el Celeste Imperio.
Sin embargo, estos traficantes no se aventuran por
aquellas largas estepas sino muy bien armados y acompañados.
Son gente feroz dice el señor de Beauvoir, que desprecian
soberanamente a los chinos.
Cinco camellos, con sus jaeces muy primitivos fueron
comprados y cargados de provisiones. Se compraron también
armas, y la caravana se puso en marcha bajo la dirección
del guía.
Pero estos preparativos habían exigido algún tiempo, y la
marcha no pudo emprenderse hasta la una de la tarde, a
pesar de cuyo retraso el guía creía poder llegar antes de las
239
doce de la noche al pie de la Gran Muralla. Allí organizaría el
campamento; y, al día siguiente, si Kin-Fo perseveraba en su
imprudente resolución, pasarían la frontera.
El país, en los alrededores de Fu-Ning, era bastante accidentado.
Nubes de arena amarilla se levantaban en espesos
remolinos por encima del camino que pasaba entre, campos
cultivados; conocíase que caminaban todavía por territorio
de Celeste Imperio. El guía procedía a Kin-Fo y a sus compañeros,
encajonados entre las dos jorobas de su cabalgadura.
Sun aprobaba tal modo de viajar, y, en tales condiciones,
hubiera ido hasta el fin del mundo. Si el camino no era fatigoso,
en cambio el calor era grande. A través de las capas atmosféricas,
muy caldeadas por la reverberación del suelo,
sólo se presentaban los más curiosos efectos de espejismo;
vastas llanuras liquidas grandes como un mar, aparecían al
extremo del horizonte, y desaparecían enseguida con gran
satisfacción de Sun, que todavía se cría amenazado de nueva
navegación.
Aunque la provincia estaba situada en los límites de la
China, no hay que pensar que estuviese desierta. El Celeste
Imperio, aunque muy vasto, es todavía pequeño para la población
densa que cubre su superficie. Así, hasta en los límites
del desierto asiático, hay muchos habitantes.
Los hombres trabajaban en los campos. Las, mujeres
tártaras, que podían conocerse por los colores rosados y
azules de sus vestidos, trabajaban también en la agricultura.
Rebaños de carneros amarillos de larga cola (cola que Sun
miraba no sin envidia) pacían acá y allá bajo las ávidas miradas
del águila negra. ¡Desdichado el rumiante que se apartaJ
240
ba del rebaño! Estas, águilas son, en efecto, muy temibles y
hacen una guerra terrible a los carneros, a los gamos y a
los jóvenes antílopes, y hasta sirven como si fueran perros
de caza a kirguicios de las estepas del Asia Central.
Bandadas de aves se levantaban también de todas partes,
y un fusil no abría permanecido inactivo en aquella parte del
territorio; pero el verdadero cazador no habría mirado con
buenos ojos las redes, los lazos y
otras máquinas de destrucción, dignas a lo más de un cazador
furtivo, que cubrían el suelo entre los surcos de trigo, de
mijo o de maíz.
Entre aquellos campos y entre aquellos torbellinos de
polvo mogol, caminaban Kin-Fo y sus compañeros sin detenerse
a la sombra del camino, ni en las granjas aisladas de
la provincia, ni ea las aldeas que de distancia en distancia,
anunciaban las torres funerarias levantadas a la memoria de
algunos héroes de la leyenda budística. Caminaban en fila
dejándose guiar por los camellos que tienen la costumbre de
ir unos detrás de otros, y cuyo paso lento se regula por un
cencerro encarnado que llevan al cuello.
En estas condiciones no era posible conversación ninguna.
El guía poco hablador de suyo, iba siempre a la cabeza
de la caravana, observando la campiña según podía, en medio
del polvo espeso que disminuía considerablemente el
círculo de observación. Pero no vacilaba jamás acerca del
camino que debía seguir, ni siquiera cuando llegaba a ciertos
cruces que no tenían poste indicador. Fry y Craig, no sospechando
nada de aquel guía, concentraban toda su vigilancia
en el precioso cliente de la Centenaria, y, por un sentimiento
241
muy natural, se aumentaba su inquietud a medida que se
acercaban al objeto del viaje. A cada instante, y sin estar
prevenidos, podrían encontrarse en presencia de un hombre
que de una puñalada bien dirigida podría hacerles perder
200.000 duros.
Por su parte, Kin-Fo hallaba en esa disposición de ánimo
en la cual el recuerdo de lo pasado domina la ansiedad
de lo presente y de lo porvenir. Recordaba su vida durante
los últimos dos meses; la constancia de la mala suerte no
dejaba de alarmarle seriamente, porque desde el día en que
su corresponsal de San Francisco le había enviado la noticia
de su supuesta ruina, había entrado en un período de desgracias
verdaderamente extraordinario. ¿No se establecería
una compensación entre la segunda parte de su vida y la
primera, cuyas ventajas había tenido la locura de desconocer?
Aquella serie de circunstancias adversas, ¿concluiría con
recobro de la carta que en manos de Lao-Sen, supuesto que
pudiera, llegar hasta él sin lucha? La amable Le-u con su
presencia, cuidados y ternura, ¿conseguiría conjurar a los
malos espíritus que contra él se habían encarnizado? Toda
su vida pasada se le presentaba entonces a la memoria, y
caminaba pensativo e inquieto. ¿Y Wang? No, podía acusarle
de no haber querido cumplir la promesa que le había
hecho; pero Wang, el filósofo, el huésped asiduo del yamen
de Shanghai, no estaría allí para enseñarle filosofía.
-¡Se va usted a caer! Gritó en aquel momento el guía,
con cuyo camello había tropezado el de Kin-Fo, que, absorto
en sus pensamientos, no había cuidado de él.
-¿Hemos llegado? Preguntó Kin-Fo.
242
- Son las ocho, respondió el guía, y propongo que hagamos
alto para comer.
- ¿Y después?
- Después nos volveremos a poner en camino.
-¿Ya será bien de noche?
- No teman ustedes que les pierda. La Gran Muralla está
a 20 lis de aquí, y conviene dar descanso a nuestras cabalgaduras.
-¡Sea! Respondió Kin-Fo.
A un lado del camino se levantaba un edificio abandonado,
cerca del cual corría un arroyuelo por un sinuoso barranco,
donde los camellos acudieron a apagar la sed.
Entre tanto, antes que se hiciera de noche Kin-Fo y sus
compañeros se instalaron en aquel edificio, y allí comieron
con buen apetito, porque a lo largo del camino les había
abierto las ganas.
La conversación no fue, sin embargo, animada. Una o
dos veces Kin-Fo habló de Lao-Sen, preguntando al guía
quien era el Tai-Ping, y si le conocía; pero el guía volvió la
cabeza con temor y evitó en lo posible dar respuestas concretas.
-¿Y viene alguna vez a esta provincia? Preguntó Kin-Fo.
- No, respondió el guía; pero los Tai-Ping de su partida
han pasado muchas veces la Gran Muralla, y no sería bueno
encontrarles. ¡Buda nos guarde de los Tai-Ping!
Al oír estas respuestas que daba el guía sin comprender la
importancia que tenían para Kin-Fo, Craig y Fry se miraban
frunciendo el entrecejo, sacaban sus relojes, los consultaban
y por último movían la cabeza de arriba a abajo.
243
-¿Por qué no nos quedamos allí tranquilamente hasta que
venga o día? Preguntaron al fin los dos agentes.
-¡En estas ruinas! Exclamó el guía. Prefiero estar a
campo raso, porque allí se corren menos peligros de ser
sorprendidos.
- Hemos convenido en que llegaremos esta noche a la
Gran Muralla, respondió Kin-Fo. Quiero llegar esta noche y
llegaré.
- Estas palabras fueron pronunciadas en tono que no
admitía discusión; y Sun mismo, a pesar del mucho miedo
que tenía, no se atrevió a protestar.
- Concluida la comida, y siendo cerca de las nueve, el
guía se levantó y dio la señal de la partida.
Kin-Fo se dirigió hacia su camello, y Craig y Fry corrieron
tras él.
- Señor, dijeron, ¿está usted decidido a ponerse en manos
de Lao-Sen?
- Absolutamente decidido, respondió Kin-Fo.
- Quiero recobrar mi carta a cualquier precio.
- Juega usted una partida peligrosa, respondieron, yendo
al campamento del Tai-Ping.
- No he venido hasta aquí para retroceder, contestó Kin-
Fo. Ustedes pueden seguirme o dejarme.
El guía había encendido una linterna de bolsillo y a ella
se acercaron los agentes y consultaron por segunda vez sus
relojes.
- Sería mucho más prudente esperar a mañana, dijeron
al fin.
244
-¿Por qué? Preguntó Kin-Fo. Lao-Sen será tan peligroso
mañana o pasado mañana como puede serlo hoy. En marcha.
- En marcha, repitieron Craig y Fry.
El guía había oído aquella conversación. Muchas veces ya
durante el viaje, cuando los dos agentes habían querido disuadir
a Kin-Fo de pasar mas adelante, se había notado en
su rostro un movimiento de despecho; y en aquel mismo
instante no pudo contener otro de impaciencia, cuando, les
vio volver a la carga.
Kin-Fo lo había notado; sin embargo, estaba decidido a
no retroceder un punto. Su sorpresa fue grande cuando en
el momento en que el guía le ayudaba a subir sobre el camello,
le dijo al oído estas palabras:
- Desconfíe usted de esos dos hombre.
Kin-Fo iba a pedir la explicación de aquellas palabras; pero
el guía, haciéndole señas que callase, dio la señal de la
marcha, y la caravana comenzó a caminar por el campo.
¿Había penetrado un poco de desconfianza en el ánimo
del cliente respecto de Fry y Craig? Las palabras inesperadas
e inexplicables del guía, ¿podían contrabalancear los dos
meses de adhesión que los agentes le habían mostrado? No,
en verdad. Sin embargo, se preguntaba por qué razón Fry y
Craig le habían aconsejado que aplazase su presentación en
el campamento del Tai-Ping o renunciase completamente a
ella. ¿No habían salido de Pekín precisamente para buscar a
Lao-Sen? ¿No estaba en el interés mismo de los agentes de
la Centenaria que en cliente recobrase su absurda carta, que le
comprometía? Su insistencia parecía incompresible.
245
Kin-Fo no manifestó los sentimientos que le agitaban.
Había vuelto a tomar su sitio detrás del guía; Craig y Fry le
siguieron y así caminaron durante dos horas largas.
Debían ser cerca de las doce de la noche cuando el guía,
deteniéndose, señaló al Norte una larga línea negra, que se
dibujaba vagamente sobre el fondo un poco más claro del
cielo. Detrás de aquella línea blanqueaban algunas cimas ya
iluminadas por los primeros rayos de la luna, próxima a
asomar por el horizonte.
-¡La Gran Muralla dijo el guía!
-¿Podemos atravesarla esta misma noche? Preguntó
Kin-Fo.
- Sí, usted lo quiere.
- Lo quiero.
Los camellos se habían detenido.
-Voy a reconocer el pago, dijo entonces el guía. Quédense
ustedes aquí, que pronto vuelvo.
Diciendo esto, se alejó.
En aquel momento, Craig y Fry se aproximaron a
Kin-Fo.
- Señor Kin-Fo... dijo Craig.
- Señor Kin-Fo... dijo Fry.
Y ambos añadieron:
-¿Está usted satisfecho de nuestros servicios durante los
dos meses que han transcurrido desde que el ilustre William
J. Bidulph nos agregó a su
persona?
- Muy satisfecho.
246
-¿Tendría usted la bondad de firmarnos este papelito, en
el cual certificará que no tiene más que elogios que darnos
por nuestros buenos servicios?
-¡Ese papel! Dijo Kin-Fo bastante sorprendido a la vista
de una hoja que le presentaba Craig.
- Es un certificado, añadió Craig, que quizá nos valdrá algún
elogio de parte de nuestro director...
- Y sin dada, alguna gratificación extraordinaria, prosiguió
Fry
- Mi espalda servirá a usted de pupitre, dijo Craig encorvándose.
- Y aquí tengo la tinta necesaria para que pueda usted
darnos esa prueba de bondad dijo Fry.
Kin-Fo es echó a reír y firmó. Después preguntó:
-¿A qué viene esa ceremonia en este sitio y a esta hora?
- En este sitio, respondió Fry, porque nuestra intención
es no acompañar a usted más lejos...
- Y a esta hora, añadió porque dentro de algunos minutos
serán las doce de la noche.
-¿Y qué les importa a ustedes la hora?
- Señor Kin-Fo, dijo Craig, el interés que tenía por usted
nuestra compañía de seguros...
- Va a concluir dentro de algunos instantes, añadió Fry.
-Y puede usted matarse...
- O hacerse matar...
Kin-Fo miraba sin comprender a los dos agentes, que le
hablaban en el tono más amable. En aquel momento, la luna
es presento hacia el Oriente lanzando hasta ellos sus primeros
rayos.
247
-¡La luna! Exclamó Fry.
- Y estamos a 30 de junio... añadió Craig.
- Hoy sale la luna a las doce de la noche...
- Y no estando renovada su póliza de usted...
- No es usted ya cliente de la Centenaria.
- Buenas noches, señor Kin-Fo; dijo Craig.
- Buenas noches, señor Kin-Fo, dijo Fry.
Y los dos agentes, volviendo la cabeza de su cabalgadura,
desaparecieron en breve, dejando a su cliente estupefacto.
Apenas había cesado de oírse el ruido de los pasos de los
dos camellos que se llevaban a los dos americanos, quizá
hombres demasiado prácticos, una multitud de soldados,
conducidos por el guía, se arrojó sobre Kin-Fo, que en vano
trató de defenderse, y sobre Sun, que trató en vano de huir.
Un instante después el amo y el criado fueron llevados a
una sala baja de uno de los torreones abandonados de la
Gran Muralla, cuya puerta se cerró cuidadosamente detrás
de ellos.
248
CAPÍTULO XXII
Que hubiera podido ser escrito por el mismo lector, tal es la
manera inesperada conque concluye.
La Gran Muralla, especie de biombo chino, de 400 leguas
de longitud, construida en el siglo tercero por el emperador
Tsi-Chi-Wang-Ti se extiende desde el golfo de
Leao-Tong, que baña dos de sus torres, hasta el Kan-Su,
donde se reduce a las proporciones de una simple tapia. Es
una sucesión interrumpida de dobles parapetos defendidos
por bastiones y torres de 50 pies de altura y de 20 de anchura,
con base de granito y ladrillo en el revestimiento superior,
y que siguen audazmente el perfil caprichoso de las
montañas de la frontera ruso-china.
Del lado del Celeste Imperio el muro se encuentra en
muy mal estado; pero del lado de la Manchuria presenta un
aspecto más, tranquilizador, y sus almenas le forman una
magnifica orla de piedras. No hay defensores en esta larga
línea de fortificaciones, ni tampoco existen cañones. El ruso
como el tártaro, el kirghicio como el Hijo del Cielo pueden
pasar libremente a través de sus puertas. La mampara no
preserva ya la frontera septentrional del Imperio, ni siquiera
249
del polvo fino mogol que el viento del Sur lleva en ocasiones
hasta la misma capital.
Bajo la poterna de uno de aquellos bastiones desiertos,
después de una noche muy mala pasada sobre la paja, tuvieron
que entrar al día siguiente Kin-Fo y Sun, escoltados por
una docena de hombre que no podían pertenecer más que a
la partida de Lao-Sen.
El guía había desaparecido; pero Kin-Fo no podía ya hacerse
ilusión ninguna. No era la casualidad la que había
puesto al traidor en su camino; su vacilación al proponerle
pasar la Gran Muralla no era más que un medio astuto de
evitar sospechas; pertenecía, sin duda, a la partida del
Tai-Ping y había obedecido sus ordenes.
Por lo demás, Kin-Fo se cercioró de todo, cuando interrogó
a uno de los hombres que parecía dirigir la escolta.
-¿Me conducen ustedes al campamento de Lao-Sen su
jefe? Preguntó.
- Allí estaremos antes de una hora, contestó el hombre.
En suma, ¿qué había ido a buscar el discípulo de Wang?
Buscaba al mandatario del filósofo, y, por consiguiente, le
conducían a donde él mismo quería ir. Que fuese por su
voluntad o por fuerza, importaba poco. De esto solamente
se cuidaba Sun, cuyos dientes chocaban unos con otros,
sintiendo vacilar su cabeza sobre los hombros.
Kin-Fo, sin perder su flema, había tomado su partido y
se dejaba conducir. Iba a tratar del negocio del rescate de su
carta, que era precisamente lo que deseaba. No podía, por
siguiente, quejarse.
250
Después de haber pasado la Gran Muralla, siguieron, no
el camino general de la Mogolia, sino senderos escarpados
que penetraban hacia la derecha en la parte montañosa de la
provincia. Así marcharon durante una hora con toda la celeridad
que permitía la inclinación del suelo. Kin-Fo y Sun,
estrechamente vigilados, no hubieran podido huir, y, por
otra parte, no pensaban en hacerlo.
Hora y media después, los presos y sus guardias, al dar
vuelta a un contrafuerte, observaron un edificio medio
arruinado.
Era un antiguo convento de bonzos levantado en un cerro;
curioso monumento de la arquitectura budistica. En
aquel sitio perdido de la frontera ruso-china, y en aquel país
desierto, no era posible figurarse qué especie de fieles se
atreverían a frecuentar aquel templo, pues que aventurándose
en tales desfiladeros, muy propios para loa asaltos y emboscadas,
no podrían menos de arriesgar sus vidas.
Si el Tai-Ping Lao-Sen había establecido su campamento
en aquella parte montañosa de la provincia, indudablemente,
había sabido escoger una posición digna de sus hazañas.
El jefe de la escolta preguntado, por Kin-Fo, respondió
que, en efecto, Lao-Sen residía en aquel edificio que había
sido convento de bonzos.
- Deseo verle al instante, dijo Kin-Fo.
- Al momento, respondió el jefe.
Kin-Fo y Sun, a quienes previamente se había desarmado,
fueron introducidos en un gran vestíbulo que formaba el
atrio del templo. Allí había unos veinte hombres armados,
con sus trajes pintorescos de salteadores de caminos, y cuyas
251
caras feroces no eran muy a propósito para tranquilizar a
nadie.
Kin-Fo pasó resueltamente entre las dos filas de los Tai-
Ping. Pero Sun tuvo que ser empujado con vigor por la espalda
para que pasase.
El vestíbulo conducía a una escalera abierta entre dos espesas
paredes, cuyos escalones bajaban introduciéndose
profundamente en las entrañas del monte.
Aquello indicaba que bajo el edificio principal había una
especie de cripta a la cual habría sido difícil, por no decir
imposible, que llegase el que no tuviera el hilo de aquel laberinto
subterráneo.
Después de haber bajado unos treinta escalones y de haber
andado unos cien pasos al resplandor fuliginoso de las
antorchas que llevaban los hombres de la escolta, llegaron
los presos al centro de una gran sala iluminada a medias por
otras antorchas de la misma especie. Era aquella, en efecto,
una cripta. Pilares macizos adornados de cabezas feísimas de
monstruos que pertenecen a la fauna grotesca de la mitología
china, sostenían arcos cuyas molduras se unían a la clave
de pesadas bóvedas.
A la llegada de los presos se oyó un sordo murmullo en
aquella sala subterránea.
La sala no estaba desierta. Hasta en sus sombrías profundidades
se encontraba llena de multitud de gente.
Allí estaba toda la partida de los Tai-Ping, reunida para
alguna ceremonia sospechosa.
Al extremo de la cripta, sobre un ancho estrado de piedra,
se hallaba en pie un hombre de alta estatura que parecía
252
el presidente de un tribunal secreto. Tres o cuatro de sus
compañeros, inmóviles a su lado, parecían servirle de asesores.
Aquel hombre hizo una seña, y entonces la multitud
abrió paso a los dos prisioneros.
- Lao-Sen, tienes en tu poder una carta que te ha enviado
tu antiguo compañero Wang.
Esa carta es ya inútil y vengo a pedirte que me la devuelvas.
Kin-Fo pronunció estas palabras con voz firme: pero el
Tai-Ping no hizo movimiento ninguno, ni siquiera con la
cabeza. Hubiérase dicho que era de bronce.
-¿Qué exiges por la devolución de esa carta? Preguntó
Kin-Fo.
Esperó algún rato la respuesta, perono la obtuvo.
- Lao-sen, dijo Kin-Fo, te daré una letra a cargo del banquero
que te convenga, en la ciudad que tú elijas. Esa letra
será pagada íntegramente y a la vista, sin que el hombre de
confianza a quien envíes para cobrarla pueda ser molestado
bajo este concepto.
Continuó el mismo silencio glacial del Tai-Ping, silencio
que no era de buen agüero.
Kin-Fo continuó, recalcando sus palabras.
-¿De qué suma quieres que te firme la letra? Te ofrezco
5000 taeles.
No obtuvo respuesta.
- Diez mil taeles.
Lao-Sen y sus compañeros continuaban tan mudos como
las estátuas del extraño convento.
253
Kin-Fo empezó a sentir los impulsos de la cólera y de la
impaciencia. Sus ofertas merecían que se les diera una contestación
cualquiera que fuese.
-¿No me oyes? Dijo al Tai-Ping.
Lao-Sen entonces, dignándose bajar la cabeza, indicó que
lo había oído todo perfectamente.
-¡Veinte mil taeles! ¡Treinta mil taeles! Exclamó Kin-Fo.
Te ofrezco lo que te pagaría la Centenaria si yo hubiese
muerto; te ofrezco el doble... el triple. Habla. ¿No te parece
bastante?
Continuando el mismo silencio, Kin-Fo, a quien el mutismo
de Lao-Sen ponía fuera de sí, se acercó al grupo taciturno,
y, cruzando los brazos, exclamó:
-¿A qué precio quieres, en fin, venderme esa carta?
- A ninguno, respondió al fin el Tai-Ping. Has ofendido a
Buda despreciando la vida que te había dado, y Buda pide
venganza. Ante la muerte conocerás al cabo lo que valía el
favor de existir en el mundo, favor que por tan largo tiempo
has desconocido.
Dicho en tono que no admitía réplica. Lao-Sen hizo un
ademan, e inmediatamente Kin-Fo fue sujetado sin que pudiera
defenderse, atado, llevado fuera de aquel sitio y encerrado
en una especie de jaula herméticamente cerrada, que
podía servir también de silla de mano. Sun, el desgraciado
Sun, a pesar de sus gritos y de sus súplicas, tuvo que someterse
al mismo tratamiento.
- Me llevan a la muerte, dijo para sí Kin-Fo. No importa:
el que ha despreciado la vida merece, en efecto, morir.
254
Sin embargo, la muerte, si le parecía inevitable, no estaba
tan cercana como lo suponía. No era posible imaginar a qué
espantoso suplicio le reservaba el cruel Tai-Ping. Pasaron así
algunas horas, al cabo de las cuales Kin-Fo sintió que le levantaban
con la jaula en que le habían encerrado y que le
llevaban en un vehículo cualquiera. Los tumbos que el vehículo
hacia dar a la jaula por el camino, el ruido de los caballos
y el de las armas de su escolta, no le dejaron duda
ninguna de que le llevaban lejos, pero en vano hubiera tratado
de averiguar a donde.
Siete u ocho horas después de su encierro, sintió que la
silla se detenía, y que lo llevaban a brazos de hombres. En
breve observó un movimiento de su jaula menos brusco que
sucedió a las sacudidas del camino terrestre.
- Estoy, sin duda, en un buque, dijo para sí.
Los movimientos notables de cabeceo y de balance y el
ruido de la hélice le confirmaron en la idea que iba en un
vapor.
- Me van a matar tirándome al agua, pensó. ¡Bueno! Así
me evitarán nuevos tormentos. ¡Gracias, Lao-Sen!
Sin embargo, transcurrieron todavía dos días y cada día
por una pequeña trampa que tenía la jaula le introducían un
poco de alimento, sin que el preso pudiera ver la mano de
quien se lo llevaba, ni pudiera obtener ninguna respuesta a
sus preguntas.
Kin-Fo, antes de abandonar la existencia que el cielo le
había proporcionado tan felizmente, había querido recibir
emociones. Había deseado no morir sin que su corazón
255
latiese siquiera una vez. Pues bien, sus votos se habían cumplido,
y mas allá de lo que podía desear.
Aunque había hecho el sacrificio de su vida, habría preferido
morir a la luz del día. Parecíale horrible el pensamiento
que pudiera ser precipitado de un momento a otro en las
olas dentro de aquella jaula en que lo llevaban encerrado.
Morir sin haber vuelto a ver la luz ni a la pobre Le-u, cuyo
recuerdo ocupaba enteramente su imaginación, le parecía
espantoso.
En fin, después de cierto tiempo, cuya extensión no pudo
calcular, le pareció que cesaba de repente aquella larga
navegación. Ya no se sentía el ruido de la hélice; el buque
que llevaba su jaula se detenía, y la jaula misma era levantada
y transportada de nuevo a otro sitio.
Sin duda, había llegado el momento supremo y el sentenciado
no tenía que hacer otra cosa más que pedir perdón
por los errores de su vida
Transcurrieron algunos minutos, que para Kin-Fo fueron
años y aun siglos. Con gran admiración observó desde luego
que la jaula descansaba otra vez sobre terreno sólido.
De repente, se abrió su prisión, se sintió asido, por brazos
vigorosos; cayó inmediatamente sobre sus ojos una venda
y se sintió sacado bruscamente de la jaula y obligado a dar
algunos pasos, al cabo de los cuales sus guardias le hicieron
detener.
- Sí, al fin voy a morir, exclamó, no os pido que me dejéis
una vida de la cual no he sabido qué hacer, sino al menos
que me concedáis la gracia de morir a la luz del día, como
hombro que no teme mirar a la muerte cara a cara.
256
- Sea, dijo una voz muy grave. Hágase lo que pide el reo.
Entonces le quitaron súbitamente la venda de los ojos.
Kin-Fo dirigió una mirada ávida en torno suyo.
¿Era juguete de un sueño? Lo primero que vio fue una
mesa suntuosamente servida y sentadas a ella cinco personas
que con aire risueño parecían esperarle para comenzar el
banquete.
-¡Son ustedes, amigos míos, mis queridos amigos! ¡Son
ustedes los que veo! Exclamó Kin-Fo con acento imposible
de describir.
Pero no, no se engañaba. El uno era Wang el filósofo, y
los otros eran Yin-Pang, Hual, Lao-Sen-Tsin, sus amigos de
Canton, aquellos mismos a quienes dos meses antes había
dado una comida en uno de los barcos-flores del río de las
Perlas, sus compañeros de juventud los testigos de su despedida
de la vida de soltero
No podía creer a sus ojos. Estaba en su casa, en el comedor
de su yamen de Shanghai.
-¿Eres tú, exclamó dirigiéndose a Wang o eres tu sombra?
Habla.
- Soy yo mismo, respondió el filósofo. ¿Perdonarás a tu
antiguo maestro la última lección, no poco dura, de filosofía
que que ha tenido que darte?
-¿Cómo? Exclamó Kin-Fo. ¿Serias tú Wang?...
-Yo, respondió Wang; yo, que me encargué de quitarte
la vida, para que otro menos escrupuloso no es encargase de
ello. Yo, que supe antes que tú que no estabas arruinado y
que llegaría un momento en que no querrías morir. Mi antiguo
compañero Lao-Sen, que acaba de someterse al Imperio
y que será en adelante su más firme columna, ha tenido la
bondad de ayudarme a hacerte comprender, en presencia de
la muerte, lo que vale la vida. Si te he abandonado en medio
de terribles angustias, y lo que es peor, si a pesar de la compasión
que sentía hacia ti, te he hecho correr aun más de lo
que debía, es porque tenía la certidumbre que corrías en
pos de la felicidad y que acabarías por alcanzarla en la carrera.
Kin-Fo estaba en los brazos de Wang, que le estrechaba
fuertemente contra su pecho.
-¡Mi pobre Wang! Decía Kin-Fo muy conmovido. ¡Si al
fin hubiera corrido yo sólo! Pero ¡qué trabajos te he hecho
pasar! También tú has tenido mucho que correr. ¡Y qué
baño te obligué a tomar en el puente de Pali-kao!
-¡Ah! Respondió Wang; mucho miedo me causó aquel
baile, porque era demasiado para un filósofo de cincuenta y
cinco años. Tenía mucho calor y el agua estaba muy fría.
Pero al fin escapé del peligro. Nunca se corre ni se nada
mejor que cuando se hacen estas cosas por el bien de los
demás.
- Si, por los demás, dijo Kin-Fo con aire grave. Es preciso
saber hacerlo todo en beneficio de los demás. Ahí está el
secreto de la felicidad
Sun entró entonces, pálido, cómo hombre que ha sufrido
el mareo durante cuarenta y ocho horas mortales. Lo
mismo que su amo, el desgraciado criado había tenido que
hacer la travesía de Fu-Ning a Shanghai; y en qué condiciones
la había hecho podía juzgarse por su cuerpo.
Kin-Fo, después de haberse separado de los brazos de
Wang, estrechó la mano de sus amigos.
- Decididamente, dijo, es preferible vivir. He sido un loco
hasta ahora.
- Y puedes de aquí en adelante ser un hombre juicioso,
respondió el filósofo.
- Trataré de serlo, dijo Kin-Fo, y para empezar quiero
poner en orden mis asuntos. Corre todavía por el mundo el
papelucho que ha sido para mí la causa de grandes tribulaciones
y, por consiguiente, no lo puedo olvidar ¿Qué ha
sido al fin de esa carta maldita que te di, mi querido Wang?
¿Salió verdaderamente de tus manos? Me alegraría mucho
volverla a ver, porque, al fin, ¡si se perdiese de nuevo!
Lao-Sen, si la tiene todavía, no puede dar gran importancia a
ese pedazo de papel, y yo sentiría que cayese en manos...
poco delicadas.
Todos los circunstantes se echaron a reír.
- Amigos míos, dijo Wang: Kin-Fo se ha mejorado mucho
en sus desgracias y se ha convertido en un hombre ordenado
y metódico. Ya no es el indiferente de otro tiempo,
piensa vivir como hombre arreglado.
- Todo eso no me vuelve mi carta, dijo Kin-Fo, mi absurda
carta. Confieso sin rubor que no estaré tranquilo hasta
que la haya quemado y haya visto sus cenizas esparcidas a
todos los vientos.
-¿De veras quieres recobrar tu carta?...Preguntó Wang.
- Sin duda ninguna, respondió Kin-Fo. ¿Tendrías la
crueldad de querer conservarla como garantía contra algún
acceso de locura por mi parte?
- No.
-¿Y entonces?
- Es, mi querido discípulo, que hay un obstáculo a tu deseo,
obstáculo que desgraciadamente no procede de mí. Ni
Lao-Sen, ni yo tenemos tu carta.
-¡Qué no la tenéis!
- ¡No!
-¿La habéis destruido?
-¡No!
-¡Ah, no! ¿Habéis tenido la imprudencia de confiarla a
otras manos?
- Sí.
-¿A quién, a quién? Preguntó vivamente Kin-Fo, cuya
paciencia se iba concluyendo. Sí, ¿a quién?
- A una persona que se ha obligado a no entregarla a nadie
más que ti.
En aquel momento la hermosa Le-u, que estaba oculta
detrás de una mampara y no había perdido una palabra de la
escena, se presentó llevando en su pequeñita mano la famosa
carta y agitándola en señaal de desafío.
Kn-Fo le abrió los brazos.
- No, todavía no, un poco de paciencia, dijo la amable
joven, haciendo ademan de retirarse detrás de la mampara.
Los negocios antes que todo, mí sabio marido.
Y poniendo la carta a la vista, preguntó:
-¿Mi hermanito mayor reconoce su obra?
- Sí, la reconozco, dijo Kin-Fo. ¿Quién otro podría haber
escrito esa carta tan absurda?
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