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A un siglo de nuestro 1917.

Fernando Hernández Sánchez


Profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales
Facultad de Formación de Profesorado y Educación, UAM

Cualquier alumno de Historia de 2º de Bachillerato que haya comparecido a la


nueva/vieja prueba de acceso a la Universidad, sean cuales sean a día de hoy sus
endemoniadas siglas, sabrá relatar en qué consistió la crisis de la Restauración.
Recordemos: un régimen político instaurado en 1874 por el pronunciamiento del
general Martínez Campos, que devolvió la corona a los Borbones en la persona de
Alfonso XII y se legitimó mediante una constitución, la de 1876, con pretensiones de
perdurable. No es irrelevante señalar el origen del nuevo régimen: un golpe militar.
Cuando desde algunos ámbitos historiográficos y periodísticos se vuelcan dicterios
contra las dos Repúblicas, por anárquica, la Primera, y por radical y violenta, la
Segunda, conviene no olvidar que ambas se fundamentaron en bases democráticas: en
1873, en la proclamación por parte del órgano depositario de la soberanía popular; en
1931, en el resultado de unas elecciones municipales devenidas en auténtico plebiscito
sobre la monarquía alfonsina. Unas credenciales de las que, por cierto, no puede
blasonar en igual medida la dinastía de los Borbones en la época contemporánea:
Fernando VII engañó por tres veces a su pueblo y dos a sus Cortes, en 1808, 1814 y
1823, y recurrió a un ejército extranjero invasor para recuperar su poder absoluto;
Alfonso XII advino por efecto del cuartelazo de Sagunto; Alfonso XIII no dudó en
ampararse en la Dictadura de Primo de Rivera para rehuir sus responsabilidades en los
grandes desastres nacionales de Annual y Monte Arruit y, ya en el exilio, prestó apoyo a
sus correligionarios en afán de conspiración para derribar a la República; Juan Carlos I,
por último, fue inicialmente designado por el Caudillo como su sucesor en 1969. A cada
uno, lo suyo.
Es sabido que el régimen de la Restauración se basó en la colaboración de dos
fuerzas políticas, conservadores y liberales, que dotaron de estabilidad al sistema
mediante el disfrute del poder por riguroso turno pactado. Así, a un gobierno de los
representantes de la oligarquía latifundista, proteccionista y ultracatólica le sucedía un
gabinete de burgueses en mayor o menor grado de ilustración, defensores del
librecambio, practicantes de una retórica laicista y hasta anticlerical, si se terciaba. Dos
caras de una misma moneda fundida en un crisol con un lema fundamental: la defensa
de la dinastía y del orden. Y así, al compás de un rigodón gubernamental
predeterminado, se sucedieron unos y otros, conservadores y liberales, liberales y
conservadores, colonizando alternativamente la administración del Estado con sus
partidarios, usufructuando el presupuesto y sus dones sin más altercados que los roces
entre sus jefes territoriales, los caciques, y sus redes clientelares en los inevitables
momentos en que tocaba representar la pantomima de unas elecciones desnaturalizadas
por la corrupción y el pucherazo.
Y así fue durante más de un cuarto de siglo. Parecía haberse encontrado el
bálsamo de Fierabrás contra las guerras civiles, las revoluciones, las asonadas y
cuartelazos que habían asolado el siglo XIX. La del 76 era la constitución más longeva
de todas las alumbradas hasta entonces. El mecanismo electoral funcionaba como un
reloj. Que España fuese una potencia en declive embarcada en delirios coloniales muy
superiores a su capacidad militar, que sangraban su población joven y sus recursos, con
una economía lastrada por el fardo de una agricultura retardataria y por el saqueo de los
bienes públicos a beneficio de intereses particulares, con una sociedad polarizada,
atenazada por el analfabetismo y el subdesarrollo material no importaba. El turno, con
su tic-tac predecible, enmascaraba todas las tensiones.
Pero en 1917 las cosas habían cambiado. La industrialización se había afianzado
en País Vasco y Cataluña, con sus consecuencias dinamizadoras. Sus burguesías
juzgaron insatisfactoriamente gestionados sus intereses por los gobiernos centrales.
Nuevos agentes se sumaron al escenario político. En el paisaje parlamentario
irrumpieron otras voces -socialistas, nacionalistas catalanes, reformistas, federales- que
acabaron con la escenificación de las confrontaciones con tongo. Unas clases medias
urbanas que aspiraban a unas libertades constreñidas por el lastre del clericalismo y la
estrechez intelectual y moral derivada del sobrerrepresentado peso de la opinión de las
circunscripciones levíticas. Un proletariado que había aprendido a organizarse para
conseguir sus primeras victorias. Un campesinado en el que el ancestral sueño del
reparto convivía ya con la moderna herramienta de la organización sindical. La corácea
armadura del régimen comenzó a agrietarse.
1917 fue el fin del mundo pergeñado por el sagastacanovismo. Todos los
descontentos confluyeron en la huelga general de agosto que vehiculó la reclamación de
un cambio político profundo. El régimen no supo responder de forma distinta a la que
conocía: pólvora y penales. Dio igual: fue el principio del fin. Primero se perdió
Cataluña. La torpeza de los gobiernos centrales, fiel reflejo de la visión alicorta de un
sector conservador con una visión patrimonial y castiza de la nación, empujó a la
representación catalana fuera del sistema. El régimen se enajenó a los sectores más
dinámicos de las clases medias urbanas, a los intelectuales frustrados por el fracaso de
los proyectos de regeneración, a los que consideraban como una burla intolerable el
reparto del poder y sus canonjías mediante un mecanismo corrompido hasta la médula.
Se marginó a un movimiento obrero al que se negó capacidad de interlocución y al que
se combatió mediante el estado de guerra, la cuerda de presos y la ley de fugas. En
respuesta, surgieron grupos de acción que recurrieron a la violencia de retorno frente a
la violencia ejercida por la patronal.
Los antagonistas de opereta, conservadores y liberales, no pudieron ya nunca más
gobernar solos. Tuvieron que coaligarse para tapar las grietas que se abrían en un
sistema que amenazaba ruina, hasta que el edificio se desplomó definitivamente con la
vuelta a la escena política del ejército en 1923. El derrumbe les sorprendió encadenados
entre sí al puntal que sustentaba la tramoya. La inmaculada constitución que había
garantizado la perdurabilidad dinástica no impidió que el rey la arrojara a la basura
cuando lo creyó oportuno para sus intereses. Los representantes de la vieja política se
dieron cuenta demasiado tarde de su error. Algunos, Alcalá Zamora, Miguel Maura,
Osorio y Gallardo, se hicieron republicanos. Pero ya era la hora de otros protagonistas.
El viejo bipartidismo no sobrevivió al colapso del régimen al que tanto y tan bien había
servido.
La Historia, pese a lo que sostenían los clásicos, no es un manual de instrucciones
para el presente. Pero, al revelarlos, permite conocer los errores cometidos en el pasado.
A partir de ahí, cada uno verá.

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