Profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales Facultad de Formación de Profesorado y Educación, UAM
Cualquier alumno de Historia de 2º de Bachillerato que haya comparecido a la
nueva/vieja prueba de acceso a la Universidad, sean cuales sean a día de hoy sus endemoniadas siglas, sabrá relatar en qué consistió la crisis de la Restauración. Recordemos: un régimen político instaurado en 1874 por el pronunciamiento del general Martínez Campos, que devolvió la corona a los Borbones en la persona de Alfonso XII y se legitimó mediante una constitución, la de 1876, con pretensiones de perdurable. No es irrelevante señalar el origen del nuevo régimen: un golpe militar. Cuando desde algunos ámbitos historiográficos y periodísticos se vuelcan dicterios contra las dos Repúblicas, por anárquica, la Primera, y por radical y violenta, la Segunda, conviene no olvidar que ambas se fundamentaron en bases democráticas: en 1873, en la proclamación por parte del órgano depositario de la soberanía popular; en 1931, en el resultado de unas elecciones municipales devenidas en auténtico plebiscito sobre la monarquía alfonsina. Unas credenciales de las que, por cierto, no puede blasonar en igual medida la dinastía de los Borbones en la época contemporánea: Fernando VII engañó por tres veces a su pueblo y dos a sus Cortes, en 1808, 1814 y 1823, y recurrió a un ejército extranjero invasor para recuperar su poder absoluto; Alfonso XII advino por efecto del cuartelazo de Sagunto; Alfonso XIII no dudó en ampararse en la Dictadura de Primo de Rivera para rehuir sus responsabilidades en los grandes desastres nacionales de Annual y Monte Arruit y, ya en el exilio, prestó apoyo a sus correligionarios en afán de conspiración para derribar a la República; Juan Carlos I, por último, fue inicialmente designado por el Caudillo como su sucesor en 1969. A cada uno, lo suyo. Es sabido que el régimen de la Restauración se basó en la colaboración de dos fuerzas políticas, conservadores y liberales, que dotaron de estabilidad al sistema mediante el disfrute del poder por riguroso turno pactado. Así, a un gobierno de los representantes de la oligarquía latifundista, proteccionista y ultracatólica le sucedía un gabinete de burgueses en mayor o menor grado de ilustración, defensores del librecambio, practicantes de una retórica laicista y hasta anticlerical, si se terciaba. Dos caras de una misma moneda fundida en un crisol con un lema fundamental: la defensa de la dinastía y del orden. Y así, al compás de un rigodón gubernamental predeterminado, se sucedieron unos y otros, conservadores y liberales, liberales y conservadores, colonizando alternativamente la administración del Estado con sus partidarios, usufructuando el presupuesto y sus dones sin más altercados que los roces entre sus jefes territoriales, los caciques, y sus redes clientelares en los inevitables momentos en que tocaba representar la pantomima de unas elecciones desnaturalizadas por la corrupción y el pucherazo. Y así fue durante más de un cuarto de siglo. Parecía haberse encontrado el bálsamo de Fierabrás contra las guerras civiles, las revoluciones, las asonadas y cuartelazos que habían asolado el siglo XIX. La del 76 era la constitución más longeva de todas las alumbradas hasta entonces. El mecanismo electoral funcionaba como un reloj. Que España fuese una potencia en declive embarcada en delirios coloniales muy superiores a su capacidad militar, que sangraban su población joven y sus recursos, con una economía lastrada por el fardo de una agricultura retardataria y por el saqueo de los bienes públicos a beneficio de intereses particulares, con una sociedad polarizada, atenazada por el analfabetismo y el subdesarrollo material no importaba. El turno, con su tic-tac predecible, enmascaraba todas las tensiones. Pero en 1917 las cosas habían cambiado. La industrialización se había afianzado en País Vasco y Cataluña, con sus consecuencias dinamizadoras. Sus burguesías juzgaron insatisfactoriamente gestionados sus intereses por los gobiernos centrales. Nuevos agentes se sumaron al escenario político. En el paisaje parlamentario irrumpieron otras voces -socialistas, nacionalistas catalanes, reformistas, federales- que acabaron con la escenificación de las confrontaciones con tongo. Unas clases medias urbanas que aspiraban a unas libertades constreñidas por el lastre del clericalismo y la estrechez intelectual y moral derivada del sobrerrepresentado peso de la opinión de las circunscripciones levíticas. Un proletariado que había aprendido a organizarse para conseguir sus primeras victorias. Un campesinado en el que el ancestral sueño del reparto convivía ya con la moderna herramienta de la organización sindical. La corácea armadura del régimen comenzó a agrietarse. 1917 fue el fin del mundo pergeñado por el sagastacanovismo. Todos los descontentos confluyeron en la huelga general de agosto que vehiculó la reclamación de un cambio político profundo. El régimen no supo responder de forma distinta a la que conocía: pólvora y penales. Dio igual: fue el principio del fin. Primero se perdió Cataluña. La torpeza de los gobiernos centrales, fiel reflejo de la visión alicorta de un sector conservador con una visión patrimonial y castiza de la nación, empujó a la representación catalana fuera del sistema. El régimen se enajenó a los sectores más dinámicos de las clases medias urbanas, a los intelectuales frustrados por el fracaso de los proyectos de regeneración, a los que consideraban como una burla intolerable el reparto del poder y sus canonjías mediante un mecanismo corrompido hasta la médula. Se marginó a un movimiento obrero al que se negó capacidad de interlocución y al que se combatió mediante el estado de guerra, la cuerda de presos y la ley de fugas. En respuesta, surgieron grupos de acción que recurrieron a la violencia de retorno frente a la violencia ejercida por la patronal. Los antagonistas de opereta, conservadores y liberales, no pudieron ya nunca más gobernar solos. Tuvieron que coaligarse para tapar las grietas que se abrían en un sistema que amenazaba ruina, hasta que el edificio se desplomó definitivamente con la vuelta a la escena política del ejército en 1923. El derrumbe les sorprendió encadenados entre sí al puntal que sustentaba la tramoya. La inmaculada constitución que había garantizado la perdurabilidad dinástica no impidió que el rey la arrojara a la basura cuando lo creyó oportuno para sus intereses. Los representantes de la vieja política se dieron cuenta demasiado tarde de su error. Algunos, Alcalá Zamora, Miguel Maura, Osorio y Gallardo, se hicieron republicanos. Pero ya era la hora de otros protagonistas. El viejo bipartidismo no sobrevivió al colapso del régimen al que tanto y tan bien había servido. La Historia, pese a lo que sostenían los clásicos, no es un manual de instrucciones para el presente. Pero, al revelarlos, permite conocer los errores cometidos en el pasado. A partir de ahí, cada uno verá.