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CIENCIA POLÍTICA
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va texto jurado (falta)


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CÉSAR CANSINO

LA MUERTE DE LA
CIENCIA POLÍTICA
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Cansino, César
La muerte de la ciencia política. - 1a ed. - Buenos Ai-
res : Sudamericana, 2008.
416 p. ; 23x16 cm. - (Ensayo)

ISBN 978-950-07-3004-4

1. Ensayo Mexicano. I. Título


CDD M864

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© 2008, Editorial Sudamericana S.A.®
Humberto I 531, Buenos Aires.

www.rhm.com.ar

ISBN 978-950-07-3004-4
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Introducción

¿A dónde va la ciencia política? No lo se […] Se me pide hacer


de historiador de mi propio presente. Probaré, pero no sin an-
tes haber metido las manos al fuego. Tengo un consuelo: se me
ha pedido lo casi imposible.

Giovanni Sartori (1984b, p. 98).

n un ensayo reciente titulado “Where is Political Science


E Going?”, el politólogo más famoso del mundo, Giovanni
Sartori, estableció de manera tajante que la disciplina que él
contribuyó a crear y desarrollar, la ciencia política, perdió el
rumbo, hoy camina con pies de barro, y al abrazar con rigor los
métodos cuantitativos y lógico-deductivos para demostrar hi-
pótesis cada vez más irrelevantes para entender lo político, ter-
minó alejándose del pensamiento y la reflexión, hasta hacer de
esta ciencia un elefante blanco gigantesco, repleto de datos,
pero sin ideas ni sustancia, atrapada en saberes inútiles para
aproximarse a la realidad en toda su complejidad (Sartori,
2004).
Nadie con más autoridad moral que Sartori, podía hacer
este balance autocrítico y de apreciable honestidad intelectual
sobre el estado de la ciencia política actual. No obstante, las
afirmaciones del “viejo sabio” —como él mismo, irónicamente,
se autodenomina en este ensayo—, generaron un auténtico re-

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vuelo en todas partes y muchos politólogos se atrevieron a po-


ner en duda las afirmaciones del pensador florentino. En parti-
cular, los especialistas partidarios de las corrientes y los enfo-
ques que hoy hegemonizan la ciencia política, como la elección
racional, la teoría de juegos, el cálculo del consenso, etcétera,
optaron por descalificar las tesis de Sartori, alegando que su
avanzada edad lo llevaba a desvariar.
Tal parece que, a juzgar por este desencuentro, los politó-
logos defensores del dato duro y los métodos cuantitativos,
promotores de los modelos y esquemas supuestamente más
científicos de la disciplina, denostadores a ultranza de todo
aquello que no soporte la prueba de la empiria y que no pueda
ser formalizado o matematizado, prefieren seguir alimentando
una ilusión sobre las virtudes de la ciencia política antes que
iniciar una reflexión seria y autocrítica de la misma; prefieren
mantener su status en el mundo académico antes que reconocer
las debilidades y las inconsistencias de los saberes producidos
con esos criterios; prefieren descalificar acremente a Sartori an-
tes que confrontarse con él en un debate de altura.
El hecho es que, a pesar de lo que estos supuestos científi-
cos “puros” quisieran, la ciencia política actual sí está en crisis.
El diagnóstico de Sartori es en ese sentido impecable. La cien-
cia política hoy, la que estos politólogos practican y defienden
como la única disciplina capaz de producir saberes rigurosos y
acumulativos sobre lo político, no tiene rumbo y camina con
pies de barro. Esa ciencia política le ha dado la espalda a la
vida, es decir a la experiencia política. De ella sólo pueden bro-
tar datos inútiles e irrelevantes. El pensamiento político, la sa-
biduría política, hay que buscarlos en otra parte.
Este es el trasfondo que anima el presente libro. Su objeti-
vo no es otro que hacer un balance serio y crítico de los límites
de la ciencia política actual, que por lo demás y paradójica-
mente —a juzgar por el creciente número de universidades en
todo el mundo que la han incorporado en sus programas o por
el incontrolable número de revistas especializadas que han
aparecido en todas partes— ha experimentado una evolución
sorprendente. Mi tesis sostiene, en sintonía con el tono crítico

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de Sartori, que la ciencia política dominante en el mundo no ha


podido trascender el nivel de superficialidad que acusa desde
sus orígenes. Dicha superficialidad se debe entre otras cosas a
sus supuestos positivistas que la han llevado a delimitar la po-
lítica de otros sectores sociales de acción, con lo que se ha per-
dido de vista la complejidad de lo social. Así, por ejemplo, dar
cuenta de la novedad que supone la democracia, entendida
como forma de interrelación social y no sólo como forma de go-
bierno, precisa concebir lo político no como una parte del todo
social, sino como el horizonte mismo de sentido social, o lo que
es lo mismo, implica tratar de develar el entramado de relacio-
nes y vivencias que conforma la experiencia social de los ciuda-
danos. En esta perspectiva, la ciencia política no podrá corregir
el miope positivismo de sus supuestos metodológicos sin in-
corporar en su seno la experiencia de la filosofía política. En
efecto, no es preservando el campo político de adherencias filo-
sóficas, prescriptivas o existenciales, como la ciencia política
puede captar la modalidad de ser que pone en juego la demo-
cracia. Y lo mismo vale para cualquier otro tema de la politolo-
gía contemporánea.
Para emprender este análisis he optado por un enfoque
que a falta de un mejor nombre he llamado “historia interna
del conocimiento”, y que enuncié inicialmente en un libro de
1998 titulado Historia de las ideas políticas. Fundamentos filosóficos
y dilemas metodológicos, pero que sólo ahora he podido aplicar
para examinar un caso concreto: el estado del arte de la ciencia
política, concebida ésta como un campo disciplinar de conoci-
miento. Para entendernos, presento a continuación los ejes de
este enfoque.

La historia interna de la ciencia política

La historia interna del conocimiento es un enfoque distin-


to a los convencionales para analizar la evolución de una disci-
plina científica y, en consecuencia, para pensar sobre el estado
actual de ese campo disciplinar. Denomino a este enfoque “his-

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toria interna” para distinguirlo de otros que bien podrían clasi-


ficarse como “historia externa”.
Por lo general, los estudios sobre la evolución de la ciencia
política se han realizado en el contexto de determinados países.
Aunque se ha puesto el énfasis en ciertos temas, tal como la re-
lación entre regímenes democráticos y el desarrollo de la cien-
cia política, la preocupación básica ha sido alcanzar un conoci-
miento comprensivo y comparativo del desarrollo de la ciencia
política en una gama amplia de países particulares y áreas geo-
gráficas, y establecer una base común para evaluar y compren-
der mejor los factores que contribuyen a las variaciones en el
desarrollo del conocimiento en el campo.
Mientras estas historias han proporcionado visiones gene-
rales sobre la evolución disciplinaria, el énfasis principal ha
sido puesto en investigar la historia de la ciencia política en re-
lación con amplios contextos políticos y culturales. Ciertamen-
te, aunque aún falta mucho por hacer en este terreno, sobre
todo en el caso de algunos países, para contar con una visión
cada vez más acabada tanto del desarrollo general del campo
de la ciencia política y de la relación entre esta disciplina y su
contexto general, también es importante avanzar criterios de
investigación más específicos y concretos para pensar la histo-
ria de las ciencias sociales en general, y la ciencia política en
particular.
En esta perspectiva, una alternativa consistiría en investigar
la evolución de conceptos particulares en la ciencia política y su
papel en la estructuración del campo de la disciplina. Más espe-
cíficamente, se trataría de una investigación menos preocupada
en la relación entre la ciencia política y su contexto de origen y
más interesada en lo que se podría llamar la historia “interna”
de la disciplina; es decir, una investigación de la ciencia política
entendida como una práctica discursiva en evolución.
De acuerdo con esta propuesta, el principal desafío consis-
te en definir nuevos criterios metodológicos para incursionar
en la historia de la ciencia política, que van más allá de los cri-
terios propiamente historiográficos. En esta nueva perspectiva,
investigar sobre la historia de la disciplina debe contribuir no

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sólo a conocer mejor el pasado de un modo de pensar el mun-


do, sino también a establecer la relación entre el desarrollo de
dicha disciplina y sus prácticas concretas.
Para emprender esta otra historia de la disciplina son in-
dispensables ciertas condiciones. En primer lugar, se requiere
un buen conocimiento de las actuales investigaciones sobre la
historia de las ciencias sociales, incluyendo la literatura especí-
fica sobre la ciencia política. Se necesita también un conoci-
miento más o menos amplio de temas metodológicos y sus con-
troversias, a fin de avanzar en su resolución. En segundo lugar,
aunque el enfoque de la historia interna —la genealogía y el
desarrollo conceptual— no supone un método o acercamiento
específico, debe distinguirse claramente de los enfoques con-
textualistas.
Buena parte del trabajo reciente en la historia de las cien-
cias sociales, y en la historia de las ideas en general, ha implica-
do variaciones en lo que puede llamarse un método contextua-
lista, es decir, aquel método que intenta entender, y explicar, el
desarrollo disciplinar situándolo en su entorno histórico. Si
bien tales acercamientos, que van desde ciertas formas de la so-
ciología del conocimiento hasta trabajos recientes en la historia
de la teoría política, representan avances importantes, no están
ajenos de problemas y alternativas. Frente a estos enfoques, la
idea de una historia interna puede ser menos convencional-
mente instituida, pero constituye un verdadero desafío para la
investigación en este campo.
El propio concepto de contexto y la manera como se rela-
ciona, en principio y en práctica, con el objeto de investigación,
es a menudo poco claro. Y a veces los contextos que se han re-
construido y se presentan como factores explicativos, en lugar
de estar conectados concretamente a lo que debe ser explicado
están yuxtapuestos. El contexto imputado es también a menu-
do algo que no es comparable lógicamente a los datos bajo in-
vestigación sino que es incluso una abstracción sociológica o
una composición derivada de fuentes secundarias, las cuales
son a menudo menos que compatibles e igualmente abiertas a
la interpretación.

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Finalmente, un énfasis en el contexto a veces falla para


considerar adecuadamente transformaciones “genéticas” y dia-
crónicas, y a menudo tiende más a racionalizar lo que ha ocu-
rrido que a explicarlo. La mayoría de los trabajos importantes
terminan por concentrarse en la comprensión de la relación en-
tre ciencia política y su contexto en varios períodos; pero ade-
más de algunas de las limitaciones inherentes al contextualis-
mo, y los problemas que han asistido a su despliegue, ha
habido una tendencia a hacer de la disciplina una variable de-
pendiente y a rechazar el grado en que la evolución de un cam-
po intelectual es un asunto de dinámicas discursivas internas y
de transformación conceptual.
El problema, sin embargo, no es en realidad el de contex-
tualismo versus internalismo sino el del contexto apropiado y el
de la relación entre disciplina y contexto. La historia interna
busca explicar el desarrollo disciplinario a través de una inves-
tigación arqueológica de los conceptos pivotes en la teoría y la
práctica del campo (como pueden ser los conceptos de demo-
cracia, Estado o sistema político) y a través de una reconstruc-
ción de la evolución de esos conceptos. Aquí el contexto rele-
vante es la matriz disciplinaria, pero la preocupación no es
tanto emplear esa matriz como una variable independiente
sino trazar la interacción evolutiva entre la matriz y el reperto-
rio conceptual.
El tipo de acercamiento que esto supone está bien repre-
sentado por la literatura en la historia de la ciencia natural ins-
pirada por el trabajo de autores como Thomas S. Kuhn (1962),
pero es necesario cuidarse de asumir que existe una simetría
entre las ciencias naturales y las ciencias sociales con respecto a
la conducta y el propósito de la historia disciplinar.
De hecho, siempre es importante situar la historia de la
ciencia política en un contexto tan amplio como el de la prácti-
ca de la ciencia social en general, el sistema político, la cultura,
etcétera. Y la historia interna requiere reconocer estos factores,
particularmente en cuanto a la manera en la que son percibidos
por los individuos dentro del campo. Pero hay también una di-
ferencia básica entre preguntar por el “cómo” y el “por qué”

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del desarrollo histórico en términos de influencia extra-disci-


plinaria como opuesta a la reconstrucción de la estructura in-
terna y al contenido de ese desarrollo.
Sería una equivocación asumir que la historia interna y el
estudio de la evolución conceptual evita de alguna forma (o
implica el rechazo de) un examen de la manera en la que ha ha-
bido intercambio intelectual a lo largo de las disciplinas o entre
la práctica de la ciencia política y los estudios políticos en paí-
ses diferentes. Uno podría, por ejemplo, conducir una historia
interna de la ciencia política en Estados Unidos sin dar un gran
peso a los períodos, tanto en el siglo XIX como en el XX, en los
que el cambio conceptual implicó la adaptación y la adopción
de ideas europeas. Y una historia interna de la ciencia política
en muchos otros países podría no considerar el grado en que,
particularmente a partir de los años cuarenta, esos desarrollos
fueron influenciados por la migración de ideas de la ciencia po-
lítica norteamericana.
La genealogía a la que me estoy refiriendo puede interpre-
tarse en una gran variedad de maneras, desde su significado
muy literal de trazar el origen de los conceptos centrales en el
discurso del campo hasta el proyecto más posmodernista de
una exégesis crítica del presente que busca hacer visible los
conceptos y las voces que se han suprimido en el curso de la
evolución disciplinaria. La pregunta sobre lo que implica, des-
de un punto de vista metodológico, hacer historia interna y el
asunto de los usos de tal historia es, sobre todo, como en el caso
de la ciencia natural, una pregunta abierta. Pero a este respec-
to, es razonable distinguir entre intención y propósito en la in-
vestigación sobre la historia de la ciencia política.
El tipo de “presentismo” que quisiera evitar es el represen-
tado por esas versiones de historia “escéptica”, es decir histo-
rias en las cuales lo que se quiere lograr al escribirlas se confun-
de con la intención, con lo que se está haciendo al escribir
historia. Más allá del grado y la manera en los que puede argu-
mentarse que la realidad del pasado es inseparable de las na-
rraciones con las que se representa, la cuestión de por qué se
escribe historia disciplinar (reflexión crítica sobre el presente,

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para ayudar a evaluar y producir el conocimiento, etcétera),


puede distinguirse de (aunque en varias maneras está relacio-
nado con) preguntas sobre la validez de los reclamos de histo-
ricidad. Los criterios para contestar tales preguntas pueden ser
muy polémicos y no fácilmente establecidos, pero sí existe un
marco para la discusión.
No es posible especificar de una vez por todas los concep-
tos que deben ser considerados en un análisis de este tipo, pues
pueden variar dependiendo del o de los países estudiados y
del carácter particular de la historia de la disciplina así como
de los problemas seleccionados para el estudio. En principio,
sería preferible concentrarse en conceptos que alguna vez han
sido centrales para el desarrollo del campo en un país dado y
que pueden proporcionar un vehículo para alcanzar un modo
general de investigación.
En este sentido, hay por lo menos dos categorías generales
de conceptos que se pueden distinguir. En primer lugar, están
aquellos relacionados principalmente con el objeto de estudio
de la ciencia política, tales como Estado, pluralismo, poder, au-
toridad, etcétera. En segundo lugar, están aquellos que repre-
sentan el lenguaje disciplinar para hablar sobre el objeto de es-
tudio, tales como teoría, sistema, régimen, etcétera. Una tercera
categoría puede incluir conceptos más normativos, tales como
democracia, ciudadanía, etcétera. Los criterios de demarcación
entre tales categorías no son muy firmes, y las categorías están
lejos de ser definitivas, pero sí pueden representar una base
para la discriminación.
Un último aspecto a dilucidar en esta propuesta consiste
en indicar los criterios metodológicos más adecuados para em-
prender la reconstrucción conceptual de la ciencia política. Al
respecto avanzo las siguientes ideas.
Hasta esta parte se puede sostener que la historia interna
de la ciencia política tiene como objeto de estudio el origen y
la evolución de los principales conceptos y categorías que esta
disciplina ha generado para explicar la realidad política.
Huelga decir que este conocimiento contribuye a nuestro pro-
pio conocimiento como individuos, por cuanto puede hablar-

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se de un único proceso en el que el ser humano es el centro de


atención.
Así entendida, la historia interna es al mismo tiempo una
subdisciplina de la historia y de la filosofía. Con la historia
comparte el interés por estudiar la evolución, las causas y las
consecuencias de un proceso o fenómeno, en este caso los con-
ceptos y las categorías de la ciencia política. Con la filosofía, y
en particular la filosofía política, comparte el interés por res-
ponder a las grandes interrogantes sobre la política, tales como
la naturaleza de lo político, el problema del poder y la mejor
forma de gobierno. Desde esta perspectiva, se busca establecer
cómo se ha pensado la política en el pasado, ya sea para detec-
tar los ejes de una contribución o para reforzar una opinión ac-
tual apoyada en otras precedentes.
La historia interna de la ciencia política supone entonces
un ejercicio de reconstrucción evolutiva y reconocimiento de
significados de los conceptos de la ciencia política; es decir, un
ejercicio interpretativo de construcciones y redefiniciones úti-
les para interpretar el mundo. En consecuencia, mi propuesta
se inserta en lo que se podría llamar una “teoría de la teoría”,
es decir, una “metateoría” de la política o, mejor aún, una “me-
tapolítica”.
En una primera aproximación, la metateoría alude a un
campo disciplinar que se ocupa del estudio de la teoría, es de-
cir, de los saberes acumulados en una área particular de cono-
cimiento científico o humanístico, resultado del esfuerzo de in-
vestigación y reflexión de sus cultivadores a lo largo del
tiempo. En ese sentido, la metapolítica vendría a ser una disci-
plina especializada, entre la ciencia política y la filosofía políti-
ca, cuyo objeto de estudio es la teoría política, es decir, el cuer-
po general y multidisciplinario de literatura producido a lo
largo del tiempo por quienes se han ocupado de los fenómenos
del poder, de las estructuras de autoridad, de los valores políti-
cos, de las relaciones sociales, etcétera.
Entendida de esta manera, la metapolítica empieza a ocu-
par un espacio reconocido en los centros académicos e intelec-
tuales de mayor influencia. Por mi parte, considero que hay

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buenas razones para hacer eco de esta tendencia. Así, por ejem-
plo, la metateoría sólo es posible en aquellas parcelas de cono-
cimiento, como en las ciencias sociales, en las cuales no se ha
afirmado un enfoque o paradigma predominante. Sólo ahí
donde hay una permanente confrontación entre escuelas de
pensamiento y una pluralidad de posibilidades explicativas,
cabe reivindicar un estudio particular de los distintos aspectos
presentes en la producción teórica. Nada más cierto para el
caso de la teoría política, recipiente inagotable de siglos de re-
flexión, proveniente tanto de la filosofía política como de la
ciencia política.
No debe confundirse, sin embargo, entre teoría y metateo-
ría de la política. La primera es el resultado natural de la inves-
tigación filosófica o científica de un tema concreto conducido
con las reglas propias del ejercicio formal-argumentativo o em-
pírico-demostrativo, respectivamente. La segunda, por su par-
te, es una reflexión que se plantea el doble propósito de profun-
dizar en los distintos aspectos de la producción teórica
existente y de constituirse a su vez en un punto de arranque
para nuevas propuestas. En ese sentido, la metapolítica no su-
ple a la teoría política, la estudia y complementa. Su interés es
solamente reconocer el potencial explicativo de las teorías, su
coherencia interna en sí mismas y/o en referencia a otras teorí-
as afines.
Con este fin, el quehacer metateórico se sirve de múltiples
disciplinas, como la historia, la hermenéutica, la epistemología,
la filosofía, la sociología, entre otras muchas. En consecuencia,
la metapolítica constituye una reflexión multidisciplinaria —o
mejor transdisciplinaria, en el sentido de estar abierta a múlti-
ples enfoques sean o no científica o filosóficamente correctos—
de la teoría política, desde la genealogía conceptual o la ar-
queología de los saberes hasta el reconocimiento sociológico de
las comunidades intelectuales donde las teorías políticas se ge-
neran y producen.
En síntesis, la metapolítica tiene como objetivo reflexionar
sobre las teorías políticas existentes como punto de partida de
nuevos saberes teóricos. No busca suplir el desarrollo de la in-

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vestigación empírica de la ciencia política para refugiarse en


una especulación teórica de la política. Se propone solamente
como una forma alternativa y complementaria para estimular
el estudio de la política y, eventualmente, enriquecer nuestro
conocimiento de la misma.

Estructura del libro

Los diez capítulos que integran el presente volumen se


distribuyen en dos grandes apartados: “Los límites de la cien-
cia política” y “La ciencia política más allá de sus límites”. El
primer apartado pretende dar cuenta de las insuficiencias e in-
consistencias de la ciencia política contemporánea en relación
con su programa original establecido en la segunda posguerra
por los partidarios de un estudio empírico, sistemático y rigu-
roso de lo político. En particular, se examinan los principales
enfoques y corrientes de la disciplina para desembocar en una
reflexión sobre los límites del conocimiento empírico de lo po-
lítico. El capítulo 1 se pregunta por el impacto que han tenido
en la ciencia política las grandes transformaciones experimen-
tadas por la humanidad durante los últimos quince años, des-
de la caída del muro de Berlín hasta el choque de civilizaciones
al que el fundamentalismo islámico nos ha orillado. La idea es
ver cómo las nuevas problemáticas con toda su complejidad
han confrontado —y muchas veces rebasado— a las ciencias
sociales constituidas en sus posibilidades y capacidades expli-
cativas. Los capítulos 2 y 3 examinan los límites de dos enfo-
ques largamente influyentes en la ciencia política empírica: el
análisis sistémico de la política y los análisis económicos de la
política, respectivamente. Por la vía de los hechos, mientras
que el primero de estos enfoques le dio identidad a la ciencia
política y le permitió proyectarse con autoridad en el mundo
de las ciencias sociales, el segundo le sustrajo esa misma iden-
tidad al operarse una suerte de colonización del estudio de los
fenómenos políticos con los métodos y los presupuestos pro-
pios de la economía. Por lo demás, un desenlace natural para

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una ciencia que muy temprano se enganchó con el espejismo


del cientificismo, donde la economía le llevaba mucha ventaja.
Los capítulos 4 y 5, finalmente, se centran en los desarrollos te-
óricos de la ciencia política en torno a la democracia. De este
análisis se desprende que la ciencia política terminó por su-
cumbir a las tentaciones prescriptivas de la filosofía política de
las cuales trató obsesiva e inútilmente de mantenerse al mar-
gen.
El segundo apartado del libro, una vez reconocidos los lí-
mites de la ciencia política empírica, pretende ofrecer algunas
alternativas de acercamiento intelectual a lo político. En el ca-
pítulo 6 se defiende la necesidad de situar el fenómeno político
en el horizonte más amplio de significados y representaciones
de lo social en toda su complejidad. Los capítulos 7 y 8 reivin-
dican el análisis de la dimensión simbólica de la política, la
cual ha estado simplemente ausente en los enfoques dominan-
tes de la ciencia política empírica. Según este análisis, la políti-
ca ha de volver al individuo, es decir, hacer visible el mundo de
significados que definen la experiencia social y cívica de los
ciudadanos. El capítulo 9 constituye una reivindicación de los
clásicos del pensamiento político, a los cuales la ciencia políti-
ca parece haberles dado la espalda hace mucho tiempo. En el
capítulo 10, por su parte, se da cuenta de la perspectiva meta-
política, entendida como un suerte de sobrevuelo a las teorías
políticas existentes para familiarizarse con su génesis y arqui-
tectura. Finalmente, en las conclusiones hago una apuesta por
un enfoque transdisciplinario de lo político. Así, por ejemplo,
se plantea que el contacto de la ciencia política con otras mira-
das sobre el fenómeno social lejos de vulnerar la especificidad
de la disciplina, apuntala sus posibilidades heurísticas. Cierro
el volumen con un epílogo en el que doy cuenta de manera crí-
tica de los últimos veinticinco años de producción intelectual
acerca de lo político en América Latina, y que puede ser la base
de futuras investigaciones.

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PRIMERA PARTE

LOS LÍMITES DE LA
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Capítulo 1

Una disciplina en busca de identidad


a interrogante a dilucidar en este capítulo se refiere al im-


L pacto que las recientes transformaciones a nivel mundial,
desde la distensión del bloque comunista de Europa del Este a
fines de los años ochenta del siglo pasado hasta la aparición de
la amenaza terrorista islámica en el mundo occidental ya en
este siglo XXI, pasando por el reposicionamiento imperial de
Estados Unidos, la redefinición del planeta en nuevos bloques
comerciales y políticos y la afirmación de la globalización como
factor constitutivo de la sociedad mundial, han tenido y pue-
den seguir teniendo en el desarrollo inmediato y futuro de una
disciplina científica que como la ciencia política se ocupa preci-
samente de dar cuenta de dichas transformaciones mundiales.
En el lapso de apenas veinte años el género humano ha
visto transformaciones en la escena mundial que en otros tiem-
pos y circunstancias hubieran implicado ciclos de varias déca-
das para desarrollarse. El colapso del viejo sistema soviético, el
fin de la Guerra Fría, el triunfo de la democracia y el mercado,
la multiplicación de los centros hegemónicos y la reestructura-
ción de la economía-mundo, son tan sólo los cambios visibles
de un complejo proceso que escapa a toda posibilidad de com-
prensión global.
En su momento, salvo muy pocas excepciones, las inter-
pretaciones sobre lo que estaba aconteciendo en 1989 con la ca-
ída del bloque comunista, apenas alcanzaban a atisbar somera-
mente la magnitud de los cambios. Se decía, por ejemplo, que

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el colapso del comunismo replanteaba no sólo el papel del


mundo soviético, sino también los propios presupuestos de la
defensa militar y la confrontación entre Estados Unidos y la
Unión Soviética; que el fin de la Guerra Fría llevaría a una dis-
minución de los conflictos regionales (Afganistán, Angola,
Centroamérica, etcétera) producto de la rivalidad de los super-
poderes; y que la Unión Soviética, como polo hegemónico, ce-
dería su lugar a Europa Occidental (y en particular a Alemania)
y a Asia del Este (y en particular a Japón), con lo que la rivali-
dad militar se desplazaría cada vez más hacia la competencia
económica y el intercambio comercial.1
En términos económicos, por su parte, se sostenía que el
triunfo de la economía de mercado y las políticas neoliberales
configurarían un mundo de intercambios y alianzas económi-
cas entre los centros de poder de cuyos beneficios estarían ex-
cluidos los países del Tercer Mundo; que en relación con los pa-
íses de Europa Oriental, que obviamente capturarían los
recursos económicos de la Comunidad Europea (hoy Unión
Europea), los países de América Latina, África y Asia, salvo ex-
cepciones, verían agravarse sus problemas de integración eco-
nómica y desarrollo interno, pues su papel de proveedores de
materias primas y mano de obra barata les confería un lugar
claramente subordinado y dependiente en una economía mun-
dial cada vez más automatizada.2
A la distancia, es evidente que las ciencias sociales fueron
superadas por la realidad. En la senda de las transformaciones
inauguradas en 1989 se han sucedido cambios insospechados
entonces y que ponen en su justa dimensión los alcances de la
búsqueda científica. Así, por ejemplo, el recrudecimiento de
posiciones fundamentalistas islámicas en oposición al mundo
occidental apenas fue atisbado por el politólogo Samuel P.
Huntington en su polémico libro The Clash of Civilizations
(1996), una obra, por cierto, muy cuestionada y puesta en duda
por sus pares. Lo mismo puede decirse del impacto que alcan-
zaría la globalización a partir de entonces y que llevó al soció-
logo Manuel Castells a escribir su famoso libro The Age of Infor-
mation (1996-1998), el cual cambió nuestra manera de entender

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el tema, aunque ya eran más que evidentes las transformacio-


nes que describe y examina en el mismo. De hecho, las ciencias
sociales en general, y la ciencia política en particular, siempre
han caminado a la zaga de los acontecimientos, lo cual, sin em-
bargo, no es preocupante para los científicos, pues lo que defi-
ne su quehacer es precisamente la búsqueda de explicaciones
bien fundadas sobre los fenómenos que acontecen. Lo preocu-
pante, más allá de si las ciencias sociales pueden o no anticipar
tendencias a partir de los hechos que observan, es que sus ex-
plicaciones de esos mismos hechos han dejado mucho que de-
sear. No por casualidad ha terminado por imponerse cierta
sensación de orfandad en lo que a explicaciones científicas se
refiere para dar cuenta de la nueva complejidad, lo cual se re-
vela en la gran cantidad de trabajos que evalúan lo que se ha
dado en llamar “la crisis de las ciencias sociales”.
Ahora bien, considerando que las transformaciones de las
últimas dos décadas han impactado todas las esferas del que-
hacer humano y todos los subsistemas sociales, es legítimo pre-
guntarnos cómo han impactado esas mismas transformaciones
a las ciencias sociales en general y a la ciencia política en parti-
cular. En otras palabras, siendo estas disciplinas científicas las
que teóricamente proveen la interpretación más objetiva de las
implicaciones de estos cambios, resulta significativo pregun-
tarse en qué medida se han visto afectadas en su patrón evolu-
tivo como consecuencia ya sea de las nuevas condiciones mun-
diales o de la exigencia de dar cuenta de los muchos fenómenos
inéditos que experimentamos en la actualidad.
En lo particular, me concentraré en la ciencia política, cuya
rápida evolución desde los años cincuenta del siglo pasado
hasta la fecha la convierte en una de las ciencias sociales más
importantes. De entrada, sostengo que el cambiante contexto
mundial ha afectado sensiblemente y seguirá haciéndolo en el
futuro no sólo los contenidos y los paradigmas dominantes
hasta hace poco dentro de la disciplina, sino también los patro-
nes de profesionalización e institucionalización que la han ca-
racterizado. Obviamente, dicho impacto sólo puede establecer-
se diferencialmente por cuanto la disciplina muestra estadios

23
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de desarrollo muy diversos de un país a otro o de una área ge-


ográfica a otra. Asimismo, en un análisis de este tipo, es nece-
sario evitar adjudicar todos los cambios en la disciplina al con-
texto de referencia, por cuanto la evolución de los paradigmas
dentro de la ciencia política tiene que ver también con ciertas
reglas implícitas a toda disciplina científica que más que refe-
rirse a factores coyunturales tiene relación con la propia acu-
mulación de los saberes y la depuración de sus referentes teóri-
cos.
Para proceder con este análisis consideraré dos aspectos
centrales: 1) las diferentes etapas evolutivas de la ciencia polí-
tica y 2) las diferentes áreas definitorias de la ciencia política.
Pero antes de ello, conviene distinguir el objeto y el método es-
pecíficos de nuestra materia.

Definiendo el objeto y el método de la ciencia política

Como veremos en detalle en el capítulo 5, la ciencia políti-


ca es la disciplina que estudia o investiga, con la metodología
de las ciencias empíricas, los diversos aspectos de la realidad
política, con el fin de explicarla lo más completamente posible.
Ciertamente, tras cincuenta años de desarrollos en este
sector, desde su institucionalización en las principales univer-
sidades de Estados Unidos en la segunda posguerra, la ciencia
política no ha alcanzado un consenso pleno sobre su objeto de
estudio. De entrada, se ocupa de un conjunto específico de
prácticas propias de las sociedades existentes: procesos (insti-
tucionalizados), procedimientos, acciones y decisiones colecti-
vas e individuales que configuran históricamente y de un
modo cambiante el espacio político y el ámbito de intervención
de lo político. Lo político significa aquí un conjunto de acciones
e interacciones sociales que pueden ser aisladas con fines de
análisis del universo de acciones e interacciones humanas y
cuya particularidad reside en su capacidad vinculante más o
menos legítima en una sociedad al grado de definir o asignar
los valores dominantes en la misma. Como tales, estas interac-

24
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ciones configuran un ordenamiento singular que define la rele-


vancia y el comportamiento de distintos factores identificados
como políticos (Estado, poder, institucionalidad, formas de go-
bierno y eticidad, acción, representaciones y valores). Según
esta definición inicial, el objeto de estudio de la ciencia política
es el “sistema político”; es decir, el conjunto de procesos en
cualquier nivel que producen “asignaciones autoritativas de va-
lores”.
Sin embargo, como decíamos, esta definición, aunque do-
minante, no es hegemónica. Lo que existe más bien en la cien-
cia política actual es un pluralismo teórico que ha dado lugar a
múltiples interpretaciones sobre su objeto. Asimismo, conside-
rando que no existen consensos sobre su objeto y sus métodos,
ha alentado una interminable discusión en su seno sobre la pre-
tendida cientificidad de la disciplina. Más aún, algunos autores
cuestionan que sea posible (u oportuno) analizar la política con
el método científico.
En este capítulo me ocuparé sobre todo de la ciencia polí-
tica empírica, es decir, de los partidarios del empleo de méto-
dos empíricos para el estudio de la política. Para este sector,
largamente dominante en la ciencia política actual, el método
científico debe emplearse conscientemente y de manera riguro-
sa con plena transparencia de los procedimientos en todos los
estadios del análisis.
Sin embargo, aunque aquí me moveré preferentemente en
esta concepción, conviene tener presente el conjunto de temas
y problemáticas de las que se han ocupado los politólogos, in-
dependientemente de su mayor o menor filiación al método
empírico. Estos son:

1) El estudio de lo político, nivel en el que se agrupan diversas


evidencias empíricas y corrientes de pensamiento aboca-
das a la comprensión y la explicación de la configuración
de la realidad política en sus estructuras de orden, poder,
gobierno y legitimidad en los procesos que permiten su
permanencia y cambio a la luz de su interacción con otros
ámbitos de la realidad social. Lo político como domina-

25
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ción, emancipación, estabilidad y conflicto se explicita en


correspondencia a la configuración estatal, las formas de
gobierno y las atribuciones jurídico-políticas de los indivi-
duos. A ello se suman los niveles de intervención de lo po-
lítico.

2) El estudio de la política, nivel en el que gravitan las acciones


individuales y colectivas (intervención, a su vez, de los ám-
bitos culturales, simbólicos e imaginarios). La política pue-
de ser vista así como un espacio en el cual se aseveran de-
terminadas orientaciones prescriptivas, ideológicas o
normativas concernientes a una manera de organizarse y
dirigir en mayor o menor medida lo social.

3) El estudio de las políticas, referente al análisis, diseño, im-


plementación y diagnóstico de las distintas acciones gu-
bernativas, por lo que se trata de la comprensión y la ex-
plicación de los procesos de toma de decisión de los
gobernantes; los efectos agregados de la aplicación de po-
líticas; las demandas y las respuestas estimadas de los dis-
tintos grupos sociales —premisa sustancial en el cálculo
del consenso—; su contribución al desarrollo y el bienestar
públicos y los grados en que la sociedad puede incidir o
no en la toma de decisiones.

4) El estudio de la teoría política, entendido como el estudio


de las distintas corrientes y escuelas de la reflexión de la
política y como la tendencia a concentrarse cada vez más
en la reflexión en torno al quehacer teórico en sí mismo. En
la actualidad, el estudio de la teoría política se ha consti-
tuido como un elemento distinguible en la configuración
de la ciencia política contemporánea que se vincula con las
formas culturales que adquiere esta disciplina.

Ahora bien, si se insiste en concebir a la ciencia política


como una disciplina empírica cuya práctica de investigación
parte de los saberes acumulados, entonces corresponde a la po-

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lítica comparada —entendida como un sector especializado de


la disciplina y como un método de control para verificar empí-
ricamente nuestros supuestos sobre los fenómenos políticos—
un papel muy importante como productor de conocimientos
sistemáticos y generalizaciones sobre la vida política, al menos
hasta que buena parte de los politólogos optaron por emplear
métodos y técnicas más sofisticados, de carácter cuantitativo y
matemático, similares a los empleados en disciplinas más evo-
lucionadas en el plano científico, como la economía.
Como método de control, la política comparada ha mos-
trado su superioridad sobre otros métodos de las ciencias so-
ciales —estadístico, experimental o histórico— cuando el inte-
rés de estudio han sido fenómenos macropolíticos (estructuras
políticas, ordenamientos institucionales, procesos de crisis po-
lítica, procesos de transición democrática, etcétera). Asimismo,
la pertinencia de la política comparada radica en haber produ-
cido explicaciones susceptibles de controlabilidad empírica
cada vez más eficaces. En síntesis, la cientificidad de la ciencia
política mantiene una relación directa con el empleo sistemáti-
co de métodos comparativos, pues sólo esta perspectiva de
análisis permite establecer regularidades sobre los fenómenos
estudiados y no sólo explicaciones convincentes de los mismos.
Como un sector más de la ciencia política, la política com-
parada ha permitido no sólo la construcción de un cuerpo teóri-
co especializado, sino también un conjunto de tipologías, clasifi-
caciones, hipótesis, proposiciones, etcétera, que han enriquecido
nuestro conocimiento sobre la realidad política.
Si la tarea de la ciencia política es contribuir al enriqueci-
miento de su cuerpo teórico generalizante, sobre todo acerca de
fenómenos macropolíticos, entonces la política comparada es el
sector más importante de la disciplina. En los hechos, si la cien-
cia política ha logrado especificidad con respecto a otras disci-
plinas sociales es precisamente por la contribución de la políti-
ca comparada.
Más específicamente, en este sector de la ciencia política se
agrupan diversos líneas de investigación clasificados según
tres modalidades de la política comparada: a) el estudio com-

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parado de instituciones o estructuras políticas (regímenes polí-


ticos, gobiernos, partidos, sistemas de partido, parlamentos, et-
cétera); b) el estudio comparado de procesos políticos (cambio
político, desarrollo político, transiciones democráticas, crisis
políticas, etcétera); y c) el estudio comparado de comporta-
mientos políticos (cultura política, participación política, prefe-
rencias electorales, etcétera). Según esta clasificación, los obje-
tivos de cada área temática serían los siguientes:

a) Instituciones políticas. El estudio comparado de las institu-


ciones o estructuras políticas permite un mejor entendi-
miento del funcionamiento de las mismas en contextos
particulares. Sólo de manera comparativa es posible de-
terminar las características que distinguen a determina-
das estructuras de autoridad. En otros casos, el estudio
comparado permite observar el grado de institucionali-
zación o estabilidad de un ordenamiento político. Dentro
de la política comparada, la literatura que ha analizado a
las instituciones es muy extensa. Hoy se cuenta con im-
portantes estudios sobre estructuras tales como gobiernos,
parlamentos, partidos y sistemas de partido, etcétera. La
revisión de estos trabajos permite diseñar estrategias de in-
vestigación para entender mejor el funcionamiento institu-
cional de específicos casos de estudio.

b) Procesos políticos. Esta línea de investigación se concentra


en el estudio comparado de los distintos procesos que de-
terminan el cambio o la continuidad de los regímenes o los
sistemas políticos. Se trata de un sector de investigación
que durante las últimas tres décadas ha aportado una gran
cantidad de conocimientos sobre fenómenos políticos de
gran importancia, tales como la crisis de los regímenes po-
líticos, las transiciones democráticas, los problemas de la
consolidación democrática, etcétera. Al igual que en otros
sectores de la política comparada, el estudio sistemático
de la vasta literatura teórica y empírica sobre cambio y
continuidad de los sistemas políticos, permite entender

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mejor las características de procesos de transformación


política específicos. En síntesis, esta línea de investigación
ofrece los lineamientos teóricos y metodológicos indispen-
sables para encarar investigaciones rigurosas y sistemáti-
cas sobre la transformación en y de los sistemas políticos
contemporáneos.

c) Comportamientos políticos. Esta línea de investigación se de-


dica al estudio de los muchos aspectos relativos a la cultu-
ra política, tales como las modalidades de participación
política, la formación de la opinión pública, las preferen-
cias electorales, los actos de voto, etcétera. En los últimos
años, la política comparada ha visto un incremento consi-
derable en investigaciones sobre este tema, dada su cre-
ciente importancia en las democracias modernas. Hoy se
cuenta con un importante cuerpo de propuestas y genera-
lizaciones al respecto que permiten conducir investigacio-
nes sistemáticas sobre el comportamiento político de los
ciudadanos en distintos contextos nacionales. Los fenóme-
nos de cultura política constituyen un indicador suma-
mente importante para entender la evolución de las comu-
nidades políticas.

Para efectos de estudio de la política comparada conviene


distinguir entre un campo y un método. El campo está consti-
tuido por la generalidad de los sistemas políticos, considerados
como terreno ideal de verificación empírica de hipótesis y su-
puestos en torno a las causas y los efectos de los principales fe-
nómenos políticos. El método, por su parte, está representado
por la reflexión sobre los procedimientos que es necesario o re-
comendable seguir para posibilitar comparaciones cada vez
más rigurosas. Obviamente, son dos objetos de estudio com-
plementarios: mientras el primero delimita el ámbito de interés
del investigador (el “qué” comparar, qué fenómenos, en qué
países, en qué épocas históricas), el segundo especifica las con-
diciones para comparar correctamente (el “cómo” comparar).3

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Las etapas evolutivas de la ciencia política

Es posible establecer diferentes etapas de desarrollo de la


ciencia política a partir de cuando menos dos aspectos: a) el ni-
vel de autonomía de la ciencia política respecto de otras disci-
plinas, y b) el grado de institucionalización de la disciplina.
El nivel de autonomía se refiere sobre todo a si la reflexión
de la realidad política ha alcanzado o no un estatuto científico; es
decir, si la ciencia política se ha convertido en el “monopolio”
del discurso especializado (científico) sobre lo político, siendo
reconocida como autónoma respecto de otras disciplinas (socio-
logía, filosofía, historia, etcétera). Por estatuto científico se en-
tiende simplemente el estudio o la investigación de los dife-
rentes aspectos de la realidad política con las metodologías
propias de las ciencias empíricas.4 Las diferentes etapas de la
ciencia política pueden establecerse así por la mayor o menor
autonomía alcanzada por la disciplina.
Por lo que respecta a la institucionalización de la disciplina,
se refiere simplemente a si la ciencia política ha alcanzado un
lugar en la vida académica del país en cuestión, lo cual se de-
termina por la existencia o no de publicaciones especializadas,
licenciaturas y posgrados, institutos de investigación, etcétera.5
Considerando el nivel en que se presentan estos dos aspec-
tos se pueden establecer cuando menos cuatro etapas evolutivas
de la disciplina: 1) pre-científica, 2) baja institucionalización, 3)
alta institucionalización pero en busca de su autonomía, y 4)
consolidada.
Ahora bien, si deseamos determinar el impacto de las ac-
tuales transformaciones mundiales en el desarrollo de la cien-
cia política, debemos establecer previamente para cada contex-
to nacional o área geográfica el estadio en el que se encuentra
la disciplina (ver Figura 1). De acuerdo con una revisión muy
somera de la literatura existente sobre el tema, se pueden esta-
blecer la siguiente clasificación tentativa:6

a) La ciencia política empírica conoce sus mejores desarrollos


en Estados Unidos, Canadá y en algunos países de Europa

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Figura 1. Las etapas evolutivas de la ciencia


política por áreas geográficas

(4) Estados Unidos

Canadá Europa (Italia, Inglaterra,


Francia, Alemania, España)
Autonomía

Israel, Japón,
(3) Australia, India Resto de Europa Occidental
América Latina (México, Brasil,
Argentina, Chile, Uruguay)

Resto de América Latina, Europa del Este,


(2) Asia, Medio Oriente
(1)
África

Institucionalización +

Occidental, tales como Italia, Inglaterra, Alemania, Francia


y, de manera más reciente, España. En todos estos casos la
ciencia política ha logrado plena autonomía y en conjunto
concentran alrededor del noventa por ciento de la produc-
ción mundial en la disciplina.

b) En un estadio inferior deben colocarse el resto de los paí-


ses de Europa Occidental, varios países de América Latina
(México, Brasil, Argentina, Chile, Uruguay), así como los
casos de Israel, Japón, India y Australia. En todos estos pa-
íses la ciencia política ha conocido importantes desarro-
llos; el nivel de institucionalización es elevado y existen
aportaciones originales a la disciplina. En contrapartida,
no puede afirmarse que la ciencia política haya alcanzado
aquí plena autonomía, pues aún se debate sobre su cienti-
ficidad y especificidad.

c) Los países donde la ciencia política empírica ha conocido


algún nivel de profesionalización, pero carece casi por
completo de estatuto científico son sobre todo los de Euro-
pa del Este, el resto de los países de América Latina, buena
parte del Medio Oriente y de Asia.

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d) Finalmente, la ciencia política se encuentra en una fase


pre-científica o simplemente no existe en prácticamente
todo el continente africano y en algunos países de Asia.

Pero si nos interesa ver las específicas variaciones en el de-


sarrollo de la disciplina para cada contexto, es necesario distin-
guir el segundo aspecto sugerido antes: las diferentes áreas de-
finitorias de la ciencia política

Los nuevos temas de la ciencia política

Con motivos de exposición sugiero considerar las siguien-


tes tres áreas definitorias de la ciencia política: a) contenidos y
temáticas, b) paradigmas dominantes y c) concepción de la
ciencia política.
Una hipótesis explicativa sobre este punto puede plantear-
se en los siguientes términos: el impacto de las actuales trans-
formaciones mundiales en el desarrollo de la ciencia política
será mayor, cuando mayores sean las variaciones que presen-
ten cada una de estas áreas en cada contexto nacional.
Para comenzar con la primera de las áreas señaladas, es
decir, los contenidos y las temáticas de la ciencia política, es po-
sible advertir grandes transformaciones a nivel mundial, inclu-
yendo a Europa del Este. Hace algunos años, Carole Pateman,
siendo presidente de la Asociación Internacional de Ciencia Po-
lítica, exhortó a la comunidad politológica a “construir una
nueva ciencia política para un nuevo mundo”. Entre el elenco
de las nuevas temáticas que deberían ocupar el interés de los
politólogos, Pateman señalaba las siguientes: las transforma-
ciones y las consecuencias de los sistemas políticos; las condi-
ciones para la democracia y el desempeño democrático (nue-
vos cleavages sociales, problemas de la modernización,
etcétera.); la política económica y su impacto social; la integra-
ción económica, el nuevo orden económico y el papel del Esta-
do; las posibilidades de un Estado global; las transiciones pos-
tcomunistas; etcétera.7

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A la distancia es fácil constatar que el exhorto de Pateman


tuvo eco en la comunidad politológica. De hecho, a juzgar por
las investigaciones realizadas en los años noventa, la ciencia
política mostró un renovado interés por la política comparada y
la macropolítica. Sin embargo, en tiempos mucho más recientes,
dicho interés fue reemplazado poco a poco por otra perspecti-
va que hoy se ha vuelto dominante en la ciencia política: los
análisis económicos de la política. Por esta vía, la ciencia políti-
ca se fue encaminando a lo que Sartori calificaría después como
el culto al dato inútil y la tribialización de los saberes.8 De
acuerdo con este diagnóstico, si la ciencia política aspira a recu-
perar una posición influyente entre las ciencias sociales consti-
tuidas, deberá rediscutir sus presupuestos de partida y redefi-
nir sus propias fronteras respecto de otras disciplinas, como la
filosofía política, el derecho, la sociología, etcétera. Pero de ello
me ocuparé más adelante. Por ahora quisiera retomar el objeti-
vo planteado al inicio: identificar cómo las transformaciones
mundiales de las últimas dos décadas afectan los paradigmas
dominantes de la ciencia política en cada contexto nacional. Sin
embargo, para evitar confusiones, conviene advertir previa-
mente algunas características propias de los paradigmas domi-
nantes en las ciencias sociales.
Siguiendo a Thomas S. Kuhn, quien ha desarrollado el aná-
lisis más consistente sobre este tema, un paradigma define una
etapa o un estadio de una ciencia. En ese sentido, constituye un
conjunto particular de ideas filosóficas, teorías científicas y nor-
mas metodológicas que predominan en un estadio de una cien-
cia o de varias ciencias y que lo distingue de otros.9 Sin embar-
go, esta interpretación presenta algunas dificultades cuando lo
que se considera son las ciencias sociales. En el modelo de
“ciencia normal” de Kuhn (período en que los académicos están
fuertemente ocupados en la tarea de la “articulación paradig-
mática”), la acumulación de datos para apoyar el paradigma
dominante convencionalmente aceptado, es tan engañosa como
su imagen contraria de “revolución científica”. En efecto, las
ciencias sociales no están dominadas por un solo paradigma, y
nuevas teorías modifican —si no es que substituyen por com-

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pleto— las viejas. Para el caso de las ciencias sociales, la “cien-


cia normal” no es necesariamente estática en lo teórico, como lo
implica el modelo de Kuhn, sino que frecuentemente está carac-
terizada por reducciones incrementales en los residuos inexpli-
cables y por refinamientos en las teorías existentes.10
En ese sentido, los avances o cambios recientes en el análi-
sis de los aspectos políticos, no necesariamente tienen que ver
con lo que Kuhn define como “revolución científica”, sino que
con frecuencia constituyen avances mucho más modestos en la
comprensión de estos fenómenos que buscamos entender. Tie-
nen que ver más con este último interés que con la búsqueda
explícita de nuevas y fuertes rupturas teóricas.
Considerando este aspecto según los diferentes contextos
nacionales, podemos observar diferencias interesantes. Así,
por ejemplo, mientras que en Estados Unidos y Europa Occi-
dental, o sea ahí donde la ciencia política ha logrado consoli-
darse, no existe un paradigma dominante y parece que la así
llamada por el conocido politólogo David Easton “etapa post-
comportamentista” (es decir, una etapa dominada por el cues-
tionamiento a los enfoques tradicionales de la ciencia política
empírica, pero también por un amplio pluralismo teórico y
metodológico),11 continuará aún por largo tiempo, en los paí-
ses de Europa del Este y en otros contextos nacionales (presu-
miblemente México, Brasil, Argentina y otros países latinoa-
mericanos), donde el marxismo llegó a ser la concepción del
mundo dominante entre los científicos sociales, al grado de
entorpecer el desarrollo de otras perspectivas, se vive en la ac-
tualidad un verdadero vuelco ideológico y, en consecuencia,
teórico.
En el caso de estos últimos países podemos observar un
claro intento por incorporar en la ciencia política local metodo-
logías más empíricas y comparativas, desarrolladas original-
mente en Estados Unidos y Europa. Así, por ejemplo, en países
como México o Brasil existe hoy más lugar que en el pasado
para las metodologías funcionalistas, así como para las pers-
pectivas racionalistas (v. gr. teoría de juegos, elección pública,
etcétera), no obstante que las difíciles condiciones económicas

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de estos países frenan o retardan la evolución de las metodolo-


gías y perspectivas más sofisticadas. Con todo, el nuevo interés
en estas perspectivas largamente ausentes en estos países así
como el menor prejuicio en torno a ellas, lleva a anticipar que el
fin del marxismo como paradigma dominante en la práctica,
llevará finalmente a la autonomización de la ciencia política y, en
consecuencia, a su consolidación.
En efecto, debido a la fuerte influencia del materialismo
histórico, la ciencia política en los países en desarrollo y sobre
todo en América Latina se perdió en la interdisciplinariedad,
por lo que cuestiones como el rol de la política, el poder y el Es-
tado fueron reducidas a aspectos secundarios y dependientes
de factores socioeconómicos. En el futuro, una de las tareas de
la ciencia política en estos países es precisamente generar un
entendimiento comparativo sustancial del rol de la política en
el desarrollo.12
Por lo que respecta a los países de Europa del Este, en un
artículo muy sugerente Gabriel A. Almond documenta la aper-
tura de los rusos hacia los métodos y las técnicas originadas
por la ciencia política norteamericana y europea. Esta tenden-
cia parece hoy irreversible.13
A ello debe añadirse la existencia de mejores condiciones
estructurales para el desarrollo de la investigación politológica
en varios de estos países. En efecto, considerando que existe
una relación estrecha entre “campo científico” y “campo políti-
co”, cabe esperar que la democratización gradual de Europa
del Este permitirá una reflexión de la política más autónoma o
menos comprometida con la elite en el poder y menos mediada
por los principios ideológicos del régimen.14
En el caso de los países que aún no conocen un desarrollo
de la ciencia política o donde la reflexión de lo político se en-
cuentra en un estadio pre-científico (presumiblemente África y
buena parte de Asia y de Oriente Medio), el tipo de problemas
es otro. Como señalan Gunnell y Easton, el principal problema
aquí parece ser cómo afirmar una ciencia política más vincula-
da con sus problemas políticos, pues la incorporación de para-
digmas externos parece estar divorciada de sus problemas lo-

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cales; es decir, se realiza un balance crítico de su aplicabilidad


y utilidad. En efecto, el imperialismo de las ideas puede domi-
nar tan profundamente la ciencia política local en países donde
está menos desarrollada, al grado de hacer que prácticas de in-
vestigación teórica y empírica inadecuadas para la sociedad re-
ceptora suplanten aquellas que se estaban formando localmen-
te.15
Una primera conclusión es posible extraer de lo expuesto
hasta aquí: al modificarse estas áreas de la ciencia política
como resultado de las actuales transformaciones mundiales, es
posible prever también cambios sustanciales en la profesionali-
zación de la disciplina ahí donde todavía muestra desarrollos
insuficientes, pero sobre todo en América Latina y en Europa
del Este.
Pero quizá el análisis más útil para observar la relación en-
tre las actuales transformaciones y la ciencia política consiste
en determinar en cada contexto nacional si la ciencia política ha
visto modificaciones en su propia concepción o forma de en-
tenderse.

La nueva concepción de la disciplina

Sobre esta última área definitoria de la ciencia política sólo


puedo mencionar aquí lo que parece una tendencia dominante,
sobre todo en Estados Unidos y en algunos países europeos.
Siguiendo a David Easton, la ciencia política en Estados
Unidos ha pasado en los últimos tiempos por dos momentos de
desarrollo que la obligan en la actualidad a redefinir su propia
concepción: a) una fase de crisis del programa original de la
disciplina, tal y como se sustentó en la segunda posguerra, y b)
una etapa de crítica post-empiricista de la ciencia política.16
Como es sabido, el programa original de la ciencia política
fue delimitado por la corriente comportamentista, con base en
los siguientes principios originados en el neopositivismo: a) ex-
plicaciones basadas en leyes generales, b) objetividad y neutra-
lidad valorativa, c) métodos cuantitativos y estadísticos, d) sis-

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tematicidad y acumulación teórica. Posteriormente, dadas las


elevadas expectativas de cientificidad que estos principios im-
plicaban y su impracticabilidad real en el campo de las ciencias
sociales, surgieron importantes críticas a la ciencia política des-
de dentro como fuera de la disciplina. Así por ejemplo, se puso
en evidencia que las ciencias sociales tienen una idea de progre-
so menos clara que la existente en las ciencias exactas; es decir,
muchas de sus teorías no sugieren avance o acumulación teóri-
ca. En segundo lugar, estas disciplinas se ven atravesadas por
componentes normativos propios de las visiones del mundo que
no pueden ser neutralizadas, sino que se infiltran en las tradi-
ciones de investigación, condicionando las propias teorías. Fi-
nalmente, en las ciencias sociales no existen leyes en el sentido
fuerte del término, es decir, proposiciones que estipulen relacio-
nes (condicionamientos) invariantes, de validez universal, sino
sólo proposiciones que atestiguan regularidades inductivas, ge-
neralizaciones empíricas, o teorías de rango medio delimitadas
en el tiempo y el espacio. A ello debe añadirse que la ciencia po-
lítica no dispone de un cuerpo teórico común y aceptado por to-
dos, ni de una única concepción de la explicación científica o de
la racionalidad propia de los fenómenos políticos, y mucho me-
nos de una sola modalidad de control de las hipótesis.17
Ciertamente, el debate en torno a la cientificidad de las
ciencias sociales está lejos de haberse agotado. En todo caso, lo
que me interesa subrayar aquí es que después de estos dos mo-
mentos de desarrollo de la ciencia política parece ganar cada
vez mayor consenso la idea de debilitar o flexibilizar las fronte-
ras tradicionales de la ciencia política y la filosofía política,
para superar así la llamada “tragedia” de la ciencia política, se-
gún una conocida interpretación.18
Para algunos autores, las diferencias entre la ciencia políti-
ca y la filosofía política son tan sólo aparentes o de grado: am-
bas disciplinas tratan de estudiar la realidad política; ambas es-
tán involucradas con juicios de valor; ambas trabajan con
teorías y evidencias empíricas; etcétera.19 En este orden de
ideas, se sostiene que con el debilitamiento de las fronteras
existentes entre estas dos disciplinas, la ciencia política tradi-

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cional y con pretensiones de hard science, empeñada hasta aho-


ra en alcanzar el conocimiento objetivo de la vida política, puede
superar su limitada atención a los problemas más globales o de
macropolítica. Asimismo, al flexibilizarse la idea tradicional de
la neutralidad valorativa, la ciencia política puede afrontar me-
jor los problemas cruciales de nuestro tiempo, como la crisis de
las instituciones democráticas, el rol del Estado en las cuestio-
nes sociales, etcétera.
Una posición menos radical hablaría simplemente de la ne-
cesidad de una mayor comunicación entre la ciencia política y la
filosofía política. Desde esta perspectiva, la filosofía política, en-
tendida como toda reflexión sobre el fenómeno político que no
se limita a estudiar el comportamiento “observable” de los acto-
res políticos y el funcionamiento de los sistemas políticos, sino
que también problematiza los medios, los fines y el sentido de
la experiencia política, procuraría a la ciencia política aquellas
visiones de la política (o más general, del hombre, la sociedad o
la historia) que son el presupuesto de cualquier investigación en
ciencias sociales. Por otra parte, la filosofía política permite al
politólogo adquirir una mayor conciencia sobre las categorías
filosófico-políticas empleadas en lugar de otras. Por su parte, la
ciencia política ofrece a la filosofía política una ayuda nada des-
deñable derivada de lo que las explicaciones causales permiten
para la reflexión filosófica. Por otra parte, los conocimientos
causales que produce la ciencia política pueden volverse el so-
porte o simplemente reforzar la plausibilidad de las teorías po-
líticas. Son precisamente las teorías empíricas las que propor-
cionan los conocimientos causales indispensables a las teorías
políticas, mediante las cuales buscamos comprender el sentido
de una fase histórica, una época, y de influir, mediante su circu-
lación, al espíritu público de la sociedad en que vivimos.20
En una línea cercana a la anterior, Almond ha subrayado
la necesidad de arribar a un lugar de encuentro entre los dife-
rentes sectores y escuelas involucradas con la reflexión de la
política, independientemente de su origen más o menos cientí-
fico, a fin de integrarlas y garantizar la acumulatividad de los
saberes producidos. Dicho lugar de encuentro no es otro que la

38
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teoría política o, para decirlo con la propia metáfora empleada


por Almond, la “cafetería de en medio” que abastece a las dife-
rentes “mesas separadas” dentro de la disciplina.21
Esta pretensión, sin embargo, parece francamente lejana de
la realidad. En la práctica, los sectores más cuantitativos, empí-
ricos o racionalistas de la ciencia política y que han mostrado un
impresionante desarrollo en Estados Unidos en fechas recientes,
consideran que la verdadera ciencia política apenas está nacien-
do, y que todavía nos encontramos en la prehistoria de la disci-
plina.22 Con esta posición, parece cancelada de antemano la co-
municación entre los diferentes sectores de la ciencia política.
¿Cómo está cambiando entonces la concepción dominante
de la ciencia política? Personalmente, considero que no debe
echarse en saco roto la exhortación de Almond y de otros poli-
tólogos identificados primordialmente con la primera etapa de
la ciencia política empírica. Así, no obstante que un núcleo im-
portante dentro de la disciplina se aleja de sus antecesores para
caminar hacia el perfeccionamiento de metodologías y técnicas
de investigación cuantitativa altamente sofisticadas, la única
vía que permite avanzar hacia una nueva ciencia política para
un nuevo mundo; es decir, una ciencia política capaz de ofrecer
explicaciones consistentes de los actuales e inéditos fenómenos
globales, es el de la interdisciplinariedad, la comunicación y el
pluralismo teórico. Estas son pues las dos posiciones en dispu-
ta. Huelga decir que el futuro de la ciencia política mucho de-
pende de la concepción de la disciplina que alcance el mayor
consenso en el corto plazo.

Notas

1
Cfr. Ryan (1990); Tester (1990) y Nelson (1990).
2
En otra sede me he ocupado de los cambios que es posible advertir en
América Latina como producto de dichas transformaciones mundiales. Véa-
se Cansino y Alarcón Olguín (1994a).

39
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3
Para mayores elementos sobre esta distinción véase Sartori (1979b).
4
Bobbio (1983, p. 1025).
5
De acuerdo con Graciano (1991, p. 8), la ciencia política es un campo
de estudio que ha encontrado una más o menos completa institucionaliza-
ción en la división del trabajo académico, según recorridos temporales y di-
versos de un país a otro. Las dimensiones que para este autor definen la evo-
lución de la ciencia política son el desarrollo teórico y la institucionalización
académica.
6
Para el caso de Estados Unidos véase Easton (1985); Finifter (1983);
Almond (1990a). Para el caso de Canadá véase Trent (1987). Para el caso de
Europa Occidental véase Rose (1990); McKay (1990). Para mayor informa-
ción por países véase Morlino (1991); Page (1990); Leca (1991); Kastendiek
(1987); Vallés (1991); Anckar (1987). Por lo que respecta a América Latina vé-
ase Guiñazú y Gutiérrez (1991); Cansino, Maggi y Zamitiz (1986); Lamou-
nier (1982). Por lo que se refiere a Europa del Este véase Tarkowski (1991).
Para el caso de África véase Jinadu (1991).
7
Pateman (1991).
8
Sartori (2004). En un texto muy sugerente, Mayer (1989) advertía al-
gunas de las implicaciones negativas de haber abandonado los estudios
comparados en favor de los estudios de aspectos cada vez más específicos.
De igual modo, son sugerentes sus observaciones sobre cómo es posible y
por qué es deseable superar las contradicciones y límites característicos de
este sector de investigación dentro de la ciencia política. Sobre este punto vé-
ase también Sartori (1984b) y Lane y Ersson (1990).
9
Kuhn (1962). Véase también Farfán (1988).
10
Cfr. Mayer (1989, pp. 291-292). Véase también Inglehart (1983);
Bluhm (1982).
11
Easton (1985, pp. 140-145).
12
Véase Leftwich (1990b, p. 82).
13
Almond (1990b, pp. 34-35).
14
Sobre el problema de las mediaciones entre ciencia y poder véase Pye
(1990); Gunnell y Easton (1991, pp. 337-338).
15
Gunnell y Easton (1991, p. 335).
16
Easton (1985).
17
Entre los principales politólogos que en su momento advirtieron los
límites de la ciencia política empírica pueden señalarse Almond (1990a);
Lindblom (1979) y Easton (1985). Un recuento de los principales cuestiona-
mientos al programa original de la ciencia política empírica puede encon-
trarse en Zolo (1989, pp. 46-68). Una crítica igualmente interesante puede en-
contrarse en Cerny (1990). Según este autor, el estudio sistemático de la
política sufre de una profunda ambigüedad y esquizofrenia: la conceptuali-
zación teórica de cómo trabajan las instituciones políticas y de su impacto
está muy subdesarrollado. De acuerdo con ello, nos encontramos en una po-

40
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bre situación para entender las estructuras y evaluar los recientes cambios
estructurales en política, economía y sociedad que serán relevantes en el si-
glo XXI.
18
Me refiero al libro de Ricci (1985). De acuerdo con esta interpretación
la ciencia política en Estados Unidos parece incapaz de producir un efectivo
“conocimiento político” debido precisamente a su empeño por alcanzar un
conocimiento cierto y absolutamente preciso —“científico”— de la vida po-
lítica. Este hecho desvía simultáneamente al politólogo de los temas crucia-
les de la sociedad en la que vive, como la crisis de las sociedades democráti-
cas, pues estos temas no pueden ser afrontados seriamente por quien hace
de la neutralidad política su propio hábito profesional.
19
Véase, por ejemplo, Zolo (1989, pp. 61-68).
20
Bobbio (1990).
21
Almond (1990a, pp. 13-31). Véase también Eckstein (1989); Gibbons
(1990); Gunnell (1983).
22
Con esta idea surgieron trabajos tan importantes como los de Riker y
Ordeshook (1973); Buchanan (1978); Ferejohn, Cain y Fiorina (1987). Dos
análisis muy ilustrativos del conjunto de presupuestos de este sector de la
ciencia política pueden encontrarse en Moe (1979) y Almond (1990c).

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Capítulo 2

El análisis económico de la política


l tiempo que la ciencia política daba sus primeros pasos


A para constituirse como una disciplina empírica autónoma,
allá por los años cincuenta del siglo pasado en Estados Unidos,
gracias a los esfuerzos de grandes estudiosos que hoy son con-
siderados los padres de la ciencia política, como David Easton,
Seymour M. Lipset y Paul Lazarsfeld, la economía, o sea la
ciencia social más avanzada hasta entonces en lo que al empleo
de métodos cuantitativos y matemáticos se refiere, ponía los ci-
mientos de un acercamiento novedoso al estudio de lo político
destinado a conquistar con el tiempo a la propia ciencia políti-
ca. Desde sus orígenes, este enfoque se conoció como análisis
económico de la política y muy temprano varios de sus promo-
tores adquirieron gran notoriedad a nivel mundial e incluso al-
gunos fueran galardonados con el Premio Nóbel de Economía,
como James Buchanan.
Más que una coincidencia, el surgimiento de la ciencia po-
lítica empírica y el análisis económico de la política nos habla
del creciente interés por parte de la comunidad científica por
encontrar explicaciones cada vez más consistentes sobre los fe-
nómenos políticos y deja constancia del grado de desarrollo al-
canzado por las ciencias sociales en general. Sin embargo, no
deja de ser paradójico que al tiempo que los primeros politólo-
gos definían las características de la nueva ciencia, surgían en
el seno de otras disciplinas los elementos de su propia ruina, al
menos los que terminarían por vulnerar su autonomía y espe-

43
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cificidad. Pero más sorprendente resulta el hecho de que tanto


la ciencia política empírica como el análisis económico de la
política encuentran en un autor y en una obra en particular su
origen e impulso inicial. El autor es el economista austriaco Jo-
seph A Schumpeter, y la obra, Capitalismo, socialismo y democra-
cia, cuya primera publicación data de 1942.
El objetivo del presente capítulo es precisamente valorar
la contribución de Schumpeter a la ciencia política contempo-
ránea y establecer su influencia en el análisis económico de la
política, también conocido como public choice o elección racio-
nal. En principio, si atestiguamos el impresionante desarrollo
que este último sector de la ciencia política ha alcanzado en
los años recientes, cuyos principales autores reconocen una
deuda intelectual con las propuestas originalmente plantea-
das por Schumpeter desde los años cincuenta del siglo pasa-
do, queda justificado plenamente un análisis como el pro-
puesto.
Para dar paso al mismo, partiré de una consideración ge-
neral de los planteamientos de Schumpeter contenidos en el li-
bro ya citado. Posteriormente, intentaré una caracterización
más específica de aquellos presupuestos teóricos que serán
reintroducidos en el debate contemporáneo sobre la democra-
cia y de los métodos dominantes en la ciencia política empírica,
tales como el conductismo, la teoría de sistemas y el estructu-
ral-funcionalismo. Finalmente, para valorar el impacto de
Schumpeter en la ciencia política contemporánea, analizaré los
nexos entre su propuesta teórica y los principales autores de la
public choice.

Schumpeter y los orígenes del análisis económico de la política

Escrito después de las depresiones económicas de los años


treinta, Capitalismo, socialismo y democracia pretendió ofrecer
una interpretación global de los procesos políticos que podrían
conducir al colapso del capitalismo y la emergencia de un ma-
yor número de economías centralizadas.

44
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En la interpretación de Schumpeter, el colapso del capita-


lismo era inevitable por tres razones: a) el desarrollo de la eco-
nomía capitalista vulnera la función empresarial o innovadora,
pues el progreso tecnológico y la gestión burocrática de las
grandes empresas tienden a convertir la misma innovación en
una cuestión rutinaria y a sustituir la iniciativa individual por
la acción de los comités y equipos de expertos; b) el capitalismo
cuestiona su propio marco institucional al destruir los estratos
protectores y al debilitar la propiedad individual en favor de
otra, más difusa, típica de las modernas sociedades anónimas;
y c) el capitalismo fomenta una actitud racionalista y crítica
que, a la larga, se vuelve contra su propio sistema social, proce-
so al que contribuye en gran medida la aparición de un amplio
estrato intelectual que tiene un interés creado en el malestar so-
cial.23
Pese al impacto que esta interpretación del capitalismo al-
canzó en los años inmediatos a su formulación, es evidente que
su pesimismo implícito no fue corroborado por los aconteci-
mientos posteriores. Ni el capitalismo sucumbió debido a una
lógica como la planteada, ni el socialismo se constituyó en el
heredero forzoso del capitalismo, como resultado de la sociali-
zación del mismo proceso económico.
En ese sentido, más que en el terreno de las predicciones,
el impacto más perdurable del libro de Schumpeter debe bus-
carse en su perspectiva analítica, en su propuesta concreta de
investigación, fundada sobre la construcción de un cuerpo ca-
tegorial intencionalmente despojado de prescripciones o valo-
raciones éticas.24 Así, por ejemplo, el socialismo es definido tan
sólo como un “sistema institucional en el que el dominio sobre
los medios de producción y la dirección de la producción mis-
ma están investidos en una autoridad central, o bien [...] un sis-
tema en el que los asuntos económicos de la sociedad pertene-
cen, en principio, a la esfera pública y no a la esfera privada”
(Schumpeter, 1968, p. 224). Así, quedan al margen cuestiones
como la justicia social en favor de aspectos como la eficiencia o
la productividad de los diversos modelos o sistemas institucio-
nales.

45
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Pero en el terreno de las definiciones, aquella que alcanza-


rá una mayor repercusión, sobre todo en la ciencia política, y a
cuyo tratamiento, curiosamente, Schumpeter destina tan sólo
unas cuantas páginas en este libro, es sin duda la definición de
democracia.25
Como es ampliamente sabido, al igual que en sus defini-
ciones de socialismo o capitalismo, elaboradas en términos es-
trictamente económicos, Schumpeter concibe a la democracia
como un orden institucional, al igual que el mercado, en el que
distintos grupos o personas —los equivalentes a las empresas y
los empresarios— compiten para ganarse los votos de los elec-
tores, es decir, de los “consumidores” políticos. La analogía en-
tre economía y política es total. Y es precisamente este trata-
miento de la democracia el que encontrará mayor eco entre
diversos especialistas.
El análisis de Schumpeter sobre la democracia ha sido ca-
lificado con los más diversos adjetivos y/o ubicado dentro de
múltiples tradiciones: “teoría económica de la democracia”,26
“teoría elitista de la democracia”,27 “teoría de la democracia
competitiva”,28 “teoría pluralista de la democracia”,29 “teoría
empírica de la democracia”,30 etcétera. Curiosamente, Schum-
peter se ubicaba a sí mismo simplemente bajo la etiqueta “otras
teorías de la democracia”, para distinguir su posición de las te-
orías clásicas.
La propuesta de Schumpeter parte precisamente de dife-
renciar entre un concepto clásico de democracia y otro que la
define como competencia entre elites por el liderazgo político.
El elemento distintivo radica sobre todo en la mayor o menor
intervención de elementos éticos fuertes. Así, mientras el con-
cepto clásico de democracia se basa en la dignidad del hombre,
en su desarrollo como individuo actuante y social que depende
de su participación activa en las decisiones que influyen sobre
él, el concepto de Schumpeter subraya exclusivamente la com-
petencia por el caudillaje político; es decir, la discusión pública
sobre los fines de la sociedad pasa aquí a un segundo plano o
queda eliminada por completo, reduciendo la democracia a la
elección de los hombres que han de tomar las decisiones.31

46
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Dicho en palabras del propio Schumpeter, mientras que


para las teorías clásicas la democracia sería aquel sistema insti-
tucional de gestación de las decisiones políticas que realiza el
bien común, dejando al pueblo decidir por sí mismo las cuestio-
nes de litigio mediante la elección de los individuos que han de
congregarse para llevar a cabo su voluntad, una definición alter-
nativa la consideraría como aquel sistema institucional para
llegar a las decisiones políticas, en el que los ciudadanos ad-
quieren el poder de decidir por medio de una lucha de compe-
tencia por el voto del pueblo (Schumpeter, 1968, pp. 343). Por
tanto, el principio democrático significa exclusivamente que el
liderazgo, que la dirección, “las riendas del gobierno deben ser
entregadas a los individuos o equipos que disponen de un apo-
yo electoral más poderoso que los demás que entran en compe-
tencia” (ibid., p. 348). Dicho de otro modo: la democracia se ca-
racteriza por un tipo de relación particular entre la elite y la
masa. Para Schumpeter, tanto la composición de la elite como
su nivel de apertura constituyen cuestiones secundarias siem-
pre que se de un grado mínimo de circulación posible. Hay de-
mocracia, pues, cuando las elites pueden entrar en competición
para alcanzar el poder político y luchan entre ellas para alcan-
zarlo. Democracia no significa gobierno efectivo del pueblo.
“La democracia significa tan sólo que el pueblo está dispuesto
a aceptar o rechazar a los hombres que han de gobernarle. Pero
como el pueblo puede decidir esto también por medios nada
democráticos, hemos tenido que estrechar nuestra definición
añadiendo otro criterio identificador del método democrático,
a saber: la libre competencia entre los pretendientes al caudilla-
je por el voto del electorado” (ibid., p. 362).
Las implicaciones de esta nueva definición saltan a la vis-
ta. En primer lugar, el ciudadano ya no es considerado como
sujeto racional de la política, sino como ignorante y falto de jui-
cio en cuestiones de política nacional e internacional, como un
individuo sometido a prejuicios e impulsos irracionales. En se-
gundo lugar, el proceso político es concebido como la lucha
competitiva de las elites por los votos de un electorado pasivo
por medio de las técnicas más descaradas de propaganda co-

47
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mercial. En tercer lugar, desaparecen los conceptos fundamen-


tales de la teoría clásica como “bien común” y “voluntad popu-
lar”, que pasan a ser considerados como mera retórica de los
partidos. En cuarto lugar, anticipa buena parte de la más re-
ciente literatura científica sobre los contenidos modernos de las
instituciones democráticas (v. gr., la importancia del momento
electoral en la elección de los gobernantes y la función crucial
desempeñada por los institutos de control de las carreras de los
hombres políticos —modalidades de reclutamiento y selec-
ción—, es decir, la naturaleza procedural de la democracia y el
papel de la lógica competitiva en el interior del mecanismo de
formación de decisiones).32

El parteaguas schumpeteriano: denostadores y seguidores

Como era de esperarse, la distinción realizada por Schum-


peter entre un concepto clásico de democracia y otras teorías
de la democracia ha sido objeto de diversos cuestionamientos.
Así, por ejemplo, la conocida obra de C. B. Macpherson The Life
and Time of Liberal Democracy (1977) constituye en sí misma una
replica a la clasificación de Schumpeter. Para Macpherson debe
distinguirse entre varios modelos de democracia, mismos que
rebasan la estrecha clasificación de Schumpeter. Así, por ejem-
plo, mientras que para una tradición de pensamiento la demo-
cracia se entiende como protección de los individuos frente al
gobierno (John Locke), para otra es fundamental el desarrollo
individual de la propia personalidad (Jeremy Bentham y John
Stuart Mill). Una segunda crítica es la efectuada por Carole Pa-
teman es su conocido libro Participation and Democratic Theory
(1970). Para esta autora, la clasificación de Schumpeter además
de ser globalizante no vuelve inmune de valoraciones a la con-
cepción alternativa de democracia. Por el contrario, señala Pa-
teman, al establecer una conexión causal entre el advenimiento
del capitalismo y el nacimiento de la democracia moderna,
Schumpeter introduce en su discurso nociones tales como las
de acción racional, responsabilidad individual, autodisciplina,

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tolerancia, y otras similares, que más bien parecen ser patrimo-


nio de la doctrina clásica. Otra crítica importante, pero dirigida
sobre todo al énfasis elitista de la democracia en Schumpeter,
es la elaborada por Paul Bachrach (1967). Según este autor, el
pretendido “realismo” de la definición de Schumpeter implica
perder una dimensión fundamental en la participación ciuda-
dana: la dimensión normativa.33
Pero de la misma forma que el análisis schumpeteriano de
la democracia suscitó profundas críticas entre los partidarios
de una democracia participativa, su propuesta se constituirá en
un punto de referencia obligado de importantes analistas polí-
ticos. Por una parte, el énfasis en el carácter elitista y competi-
tivo de la democracia será retomado por politólogos como Ro-
bert Dahl, Giovanni Sartori, Gabriel Almond, Seymour M.
Lipset, Sidney Verba, entre otros.34 Y, por otra parte, la metáfo-
ra del mercado utilizada por Schumpeter para analizar el pro-
ceso político se constituirá en el presupuesto de base del sector
más próspero en la actualidad dentro de la ciencia política em-
pírica, el análisis económico de la política o public choice, que
tiene en Anthony Downs, James M. Buchanan, Gordon Tullock,
Walter Riker, Peter Ordeschook y Marcur Olson a sus principa-
les representantes.35 Pero antes de examinar los nexos entre la
propuesta que he venido examinando y dichas corrientes y au-
tores, conviene ubicar el trabajo de Schumpeter dentro de los
desarrollos más importantes alcanzados por la ciencia social
del período de entreguerras.36
Sobre todo, hay que hacer justicia a la influencia decisiva
del sociólogo alemán Max Weber en el trabajo de Schumpeter.
Hay quien afirma incluso, que la obra de Schumpeter constitu-
ye tan sólo una actualización y profundización de algunas de
las ideas desarrolladas por Weber algunos años atrás.37 Cierta-
mente, Weber había anticipado que la organización y la buro-
cratización interna de los partidos tienen consecuencias impor-
tantes para la oligarquización de la toma de decisiones. En
segundo lugar, en Weber se encuentra ya una fundamentación
acabada de la creciente separación práctica entre ética y políti-
ca. En tercer lugar, se debe a Weber la observación relativa a las

49
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consecuencias de una excesiva personalización de la política.


En efecto, Weber señaló que la democracia moderna se define
por su ligamen con el líder carismático, pues la democracia sin
líderes, caracterizada por el esfuerzo de aminorar la domina-
ción de unos hombres sobre otros, no es posible en el Estado de
masas que exige la existencia de una burocracia profesionali-
zada.38
En síntesis, tanto Weber como Schumpeter rechazan las
justificaciones éticas de la democracia, para concebirla como
un método de selección de líderes; reconocen el hecho del cau-
dillaje político y las tendencias en ascenso hacia la personaliza-
ción del poder en las democracias modernas; buscan una teoría
“realista” de la política y coinciden en el papel del electorado,
los partidos y el parlamento en el proceso político; y, finalmen-
te, comparten la imagen de la democracia como mercado y la
comparación sistemática entre el mercado político y el econó-
mico.39
No obstante estos paralelismos, la obra de Schumpeter
muestra desarrollos originales respecto de la de Weber. Cabría
destacar sobre todo el énfasis schumpeteriano en la valoración
de la democracia en términos de su mayor o menor eficacia
como método de selección de los dirigentes políticos, así como
el haber construido su modelo de democracia sobre la base de
una concepción del individuo como homo oeconomicus, es decir
como sujeto maximizador del interés personal.40 En esa medi-
da, tiene sustento la opinión según la cual Schumpeter actuali-
za y profundiza algunas propuestas ya contenidas en Weber,
pero esto de ninguna manera opaca la contribución del econo-
mista austriaco. No hay un pensamiento original si éste no se
construye sobre la base de los saberes acumulados. Sólo así la
teoría conoce un desarrollo efectivo.
Pero volviendo al análisis schumpeteriano de la democra-
cia, habría que destacar sobre todo el cambio de perspectiva
que se opera con su obra. La democracia, en efecto, ya no es
concebida como un ideal moral, como un tipo de sociedad que
desarrolla las capacidades plenas del individuo, sino simple-
mente como el gobierno del político. En esta concepción, la

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“voluntad general” es más bien un producto de las elites que


compiten por el poder. En consecuencia, el ciudadano es redu-
cido al papel de votante. Se trata pues de una “teoría realista”
del proceso político, con una fuerte tendencia hacia el elitismo
y la separación radical entre ética y política.41
En segundo lugar, el concepto de democracia de Schumpe-
ter representa un parteaguas en la literatura sobre el tema, por
cuanto lleva a sus últimas consecuencias la analogía entre mer-
cado y política. En esa medida, las reflexiones de Schumpeter
constituyen teorizaciones de gran fertilidad analítica. Piénsese,
por ejemplo, en su interpretación de la competencia política en-
tre las elites, como fundamento del mercado político y condi-
ción de la democracia, o en la introducción de conceptos tan re-
levantes como los de demanda y oferta, recursos políticos,
intercambio, etcétera, para dar cuenta de la vida política.42
Y son precisamente estas características definitorias del
modelo schumpeteriano de democracia, que por lo demás pa-
recen afirmarse cada vez más en la realidad por cuanto la orga-
nización y la burocratización interna de los partidos ha corrido
paralela a la oligarquización de la toma de decisiones, las que
jugarán un papel decisivo en los debates subsecuentes sobre la
democracia. En particular, como ya se señaló, pueden distin-
guirse dos vertientes de pensamiento directamente influidas
por el modelo schumpeteriano: las teorías pluralistas de la de-
mocracia o teorías del pluralismo de las elites y el análisis eco-
nómico de la democracia o public choice.
En lo que sigue me ocuparé sobre todo del segundo filón,
pues es aquí donde podemos encontrar tanto el potencial de un
enfoque original para el estudio de lo político como el comien-
zo de la tragedia de la ciencia política, colonizada por perspec-
tivas muy exitosas y atractivas pero a final de cuentas extrañas
a la propia lógica de construcción de conocimiento que la inci-
piente politología venía construyendo desde sus orígenes.
Pero así como Schumpeter inauguró los análisis económi-
cos de la política, su influencia no es menor en la propia ciencia
política. De hecho, su definición de democracia motiva el re-
surgimiento de una concepción elitista de la política en politó-

51
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logos como Robert Dahl, principal representante de esta co-


rriente, quien siempre reconoció la influencia de Schumpeter
en sus estudios sobre las poliarquías y el pluralismo democrá-
tico.43
Además de considerar a la democracia, al igual que
Schumpeter, como un método de selección de líderes y gobier-
nos, los diversos autores ubicados dentro de esta tradición plu-
ralista o competitiva de la democracia también se proponen, en
mayor o menor medida, dar lugar a un modelo descriptivo y
realista del comportamiento político de los ciudadanos y los
procesos políticos en las democracias avanzadas, utilizando la
analogía de la política con el mercado. Su particularidad reside
en el énfasis conferido a la pluralidad de centros de poder,
como característica dominante de las democracias, por lo que
la política tiene que ser negociada en el mercado político entre
las diversas elites existentes.44
Quizá menos claro que en el caso de la teoría pluralista de
la democracia, resultan los vínculos entre Schumpeter y el aná-
lisis económico de la política. Ello se debe sobre todo a la diver-
sidad de intereses temáticos encarados por los muchos autores
que confluyen en esta perspectiva, pero también por confor-
marse sobre la base de un particular método lógico-deductivo
para el estudio de la política, hasta entonces no explicitado ya
sea por Schumpeter o por alguien más. En esa medida, estable-
cer con precisión los nexos entre el modelo de Schumpeter y las
teorías de la elección racional exige una caracterización previa
del núcleo definitorio de tales enfoques.

Las perspectivas de la elección racional

Los nombres con que se conocen los análisis sobre la elec-


ción racional son muy diversos: theory of colective choice, rational
choice model, formal political theory, mathematical political theory,
etcétera Su particularidad reside en la adopción de la típica es-
trategia deductiva propia de la ciencia económica para el aná-
lisis de los fenómenos políticos.

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Es precisamente esta característica la que distingue a es-


tos enfoques tanto de la ciencia política como de la filosofía
política tradicionales. A decir de algunos de sus representan-
tes, el análisis económico de la política es el único que permite
rigor científico así como elaborar hipótesis y generalizaciones
consistentes sobre los fenómenos políticos, superando el nivel
meramente empírico-descriptivo de la ciencia política funcio-
nalista.
Si se consideran las pretensiones de objetividad y rigor de
la ciencia política de los años cincuenta y sesenta del siglo XX
en Estados Unidos, es fácil entender por qué un enfoque como
éste terminó constituyéndose en el sector más prominente de la
ciencia política contemporánea. Sin duda, la utilización de la
metáfora del mercado, avanzada originalmente por Schumpe-
ter para analizar la democracia, abrió la posibilidad de estudiar
la política a través de un trabajo científico riguroso y mediante
complejas matematizaciones y sofisticadas estadísticas. En la
base de este auge inusitado cabe mencionar la creciente am-
pliación del campo del análisis económico hacia aspectos de la
vida individual y colectiva aparentemente ajenos a las activida-
des mercantiles.
Pese a la diversidad de intereses y tópicos abordados por
los muchos autores que confluyen en esta perspectiva de análi-
sis, es posible encontrar algunos puntos en común. En primer
lugar, todos ellos intentan modelar el estudio de la política so-
bre el modelo de la economía. En segundo lugar, emparentan al
gobierno y la política con los mercados. Así, los políticos, los
burócratas y los votantes son concebidos como maximizadores
de su propio interés, como individuos que buscan beneficio en
forma de poder, votos, decisiones, etcétera. En tercer lugar,
proceden por asunciones o axiomas sobre los motivos y las
conductas humanas, de donde se deduce la lógica de las insti-
tuciones y las implicaciones de las políticas. En cuarto lugar,
parten de un enfoque metametodológico —el “individualismo
metodológico”—, el cual argumenta que: a) todo fenómeno so-
cial se deriva de las propiedades y las conductas de los indivi-
duos y b) los actores políticos son entendidos como maximiza-

53
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dores de intereses materiales individuales. En ese sentido,


quinta y última característica, parten de un concepto fuerte de
racionalidad individual o de la acción racional, regular, que
como tal es susceptible de ser analizada y generalizada.
Ciertamente, los modelos de la elección racional han gene-
rado importantes conocimientos sobre la realidad política. Sin
embargo, los enfoques de este tipo distan de haberse consolida-
do o de haber superado algunos límites por lo demás visibles.
Así, por ejemplo, si bien el modelo de individuo sobre el cual
se levanta su edificio analítico, el homo oeconomicus, es una
construcción útil para la elaboración de modelos científicos, no
deja de ser una ficción, pues como tal no existe en la realidad.
La crítica que se ha realizado al respecto por parte de diversos
autores, consiste en señalar que es necesario ampliar el concep-
to de racionalidad o de acción racional, para considerar otros
elementos además del estrictamente económico, tales como los
valores, los símbolos o las motivaciones políticas que inducen
al individuo a votar aunque no obtenga por ello ningún benefi-
cio, así como elementos psicológicos.

Los límites del análisis económico de la política

La perspectiva de la elección racional constituye en mi


opinión una suerte de extremización o radicalización del mo-
delo de democracia elaborado originalmente por Schumpeter.
En esta tentativa, las propuestas de Schumpeter devienen axio-
mas y con ello se descontextualizan. Los axiomas simplifican
las cosas y evitan, al contrario del trabajo de Schumpeter, rode-
os fatigosos en los parajes de la historia, con fines explicativos.
Pero, además, los axiomas son más inmunes a los juicios de va-
lor, de los cuales el propio Schumpeter no pudo prescindir aun
proponiéndoselo.
En ese sentido, quizá la deficiencia más sentida en los en-
foques de la elección racional radica en su extremización del
modelo schumpeteriano. O, para decirlo en otros términos, con
lo que retomo la cuestión de la ubicación de Schumpeter, en el

54
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hecho de haberse quedado con sólo Schumpeter, y no recono-


cer los nexos fundamentales de éste con la obra de Weber,
quien es simplemente pasado por alto.
En efecto, quedarse con sólo Schumpeter, haberle sido ex-
cesivamente fiel, impidió quizá premeditadamente relacionar
el modelo económico de racionalidad a cuestiones sociológicas,
psicológicas y antropológicas, que para Weber eran fundamen-
tales. Baste señalar los estudios de este último sobre la civiliza-
ción y la cultura modernas en términos de racionalidad y racio-
nalización, o sus trabajos sobre las éticas económicas de las
grandes religiones donde se demuestra la importancia de los
valores, símbolos y tradiciones, y que no entran en el modelo
economicista de la elección racional.45
Con todo, la fuente schumpeteriana constituyó un salto
cualitativo en el tratamiento de la democracia y permitió
afrontar muchos problemas no encarados por las concepcio-
nes clásicas que veían a la democracia más como la realiza-
ción (imperfecta) de un ideal perfecto, que como un instru-
mento o procedimiento concreto de competición y selección
de líderes. Huelga decir que para la ciencia política de la pos-
guerra, obsesionada con el rigor y la cientificidad, el exceso
de realismo político de Schumpeter le venía muy bien. De he-
cho, como veremos en los capítulos 4 y 5, la idea schumpete-
riana de democracia provee a los politólogos el mejor ins-
trumento teórico para abandonar de una vez por todas la
especulación imperante en los estudios sobre la democracia.
Pero más allá del tipo de apropiación que politólogos o
economistas que se ocupan de la política hayan hecho de las
aportaciones schumpeterianas, lo cierto es que este autor colo-
có muy temprano a la ciencia política en un dilema evolutivo:
¿para avanzar en rigor y cientificidad la ciencia política debe
admitir una cierta dosis de colonización de la economía aún a
costa de perder identidad, o debe preservar su identidad a toda
costa expulsando de su seno perspectivas ajenas a sus princi-
pios y fundamentos? En los hechos, los análisis económicos de
la política se han convertido en el paradigma dominante de la
ciencia política, a pesar de los esfuerzos para impedirlo por

55
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parte de muchos politólogos supuestamente puros. Lo curioso


del asunto es que la mayoría de los promotores originales de
los análisis económicos de la política veían con gran desdén a
la ciencia política de su tiempo, la consideraban una disciplina
subdesarrollada en el plano científico. Considérense, por ejem-
plo, las siguientes palabras muy reveladoras de uno de los
grandes maestros del enfoque de la elección pública, Gordon
Tullock: “El imperialismo de la ciencia económica se debe al
hecho de que la teoría económica se está transformando en una
teoría general del comportamiento y la interacción humana, ca-
paz de un alto nivel de formalización, mientras que las demás
ciencias sociales apenas han pasado del estado meramente des-
criptivo de los fenómenos que estudian” (Tullock, 1965, p. 9).

Notas

23
Schumpeter (1942, cap. 1).
24
Cfr. Urbani (1984, pp. 385-386).
25
En el complejo de la obra de Schumpeter, el tema de la democracia no
fue primordial. Ciertamente, aparece en diversos trabajos suyos pero casi
siempre de manera marginal. Véase al respecto Heertje (1981); Swedberg
(1991).
26
Buchanan (1990, pp. 26-38); Tullock (1979, esp. la introducción);
Downs (1957, esp. cap. I); González (1988).
27
Con este nombre se refieren a la propuesta de Schumpeter principal-
mente sus detractores: Macpherson (1968 y 1977); Pateman (1970 y 1985); Ar-
blaster (1991, pp. 85-86); Bachrach (1967).
28
Ferrera (1984); Sartori (1957); D’Alimonte (1977).
29
Held (1987, pp. 143-185).
30
Urbani (1984).
31
González (1988, pp. 312-313).
32
Cfr. González (1988, p. 313); Urbani (1984, pp. 388 y 393).
33
Sobre las críticas a la teoría elitista de la democracia, puede verse
Ruiz (1985, pp. 87-105).
34
De estos autores véase sobre todo: Dahl (1956 y 1971); Sartori (1987);
Almond (1970); Lipset (1960); Verba (1968).

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35
Aparte de los libros ya citados de estos autores, deben destacarse los
siguientes títulos: Buchanan y Tullock (1962); Buchanan (1978); Riker (1962);
Riker y Ordeshook (1973); Olson (1980).
36
Además de estas corrientes, hay quien establece una influencia de
Schumpeter sobre los estudios conductistas de la participación como los de
Berelson y Campbell, entre otros. Sin embargo, las coincidencias iniciales se
pierden en el tipo de objetivos perseguidos por estos estudios. Cfr. Ferrera
(1984, pp. 418-419).
37
Cfr. Held (1987, pp. 164-167).
38
Sobre estos temas véase Cavalli (1992).
39
Véase González (1988, pp. 315-320).
40
Sobre este tema véase Buchanan (1990, pp. 26-37).
41
Véase González (1988, pp. 313-314).
42
Cfr. Urbani (1984, pp. 400-401).
43
Véase Dahl (1986; 1989, pp. 119-131).
44
Mayores elementos pueden encontrarse en González (1988, pp. 329-
334); Held (1987, pp. 186-220); Ferrera (1984, pp. 419-420). Cabe señalar que
existen autores que han establecido ciertas incompatibilidades de fondo en-
tre el modelo schumpeteriano de democracia y el modelo competitivo. Véa-
se Santoro (1991); Miller (1983); Duncan y Lukes (1970).
45
Cfr. Held (1987, pp. 143-185).

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Capítulo 3

El análisis sistémico de la política


uando David Easton publicó en 1953 su libro The Political


C System nunca imaginó el impacto que alcanzaría entre sus
colegas, al grado de proveer desde entonces a la ciencia políti-
ca de un objeto de estudio propio —los sistemas políticos— y
con el cual la joven disciplina científica alcanzaba especificidad
y una base sólida para desarrollarse. Tan es así, que el propio
Easton avanzó en 1965 (en su libro A System Analysis of Political
Life) la que quizá fue la única tentativa dentro de la ciencia po-
lítica anglosajona por desarrollar algo tan ambicioso como una
“teoría general empírica de la política” y cuyo eje era precisa-
mente la noción de sistema político, entendido como el conjun-
to analíticamente relevante de los procesos, observables como
interdependientes, mediante los cuales cualquier comunidad
política toma decisiones vinculantes.
Ciertamente, la tentativa de Easton de individualizar un
concepto clave capaz de explicar de una vez y para siempre
toda la realidad política era un despropósito y no tuvo muchos
adeptos. Sin embargo, su concepto de sistema político fue lo
suficientemente persuasivo que hasta la fecha se le sigue consi-
derando el objeto de estudio de la ciencia política.
Pero de los años sesenta —o incluso de los cincuenta, si
consideramos la fecha de publicación (1951) de la primera teo-
ría de sistemas en ciencias sociales, la de Talcott Parsons en su
libro The Social System— a la fecha ha corrido mucha agua bajo
los puentes, por lo que contrastar la teoría de los sistemas polí-

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ticos de Easton o Parsons con los desarrollos ulteriores en teo-


ría de sistemas es como comparar carruajes con autos de fór-
mula uno. En efecto, no sólo ha cambiado la terminología para
referirse a los sistemas (v. gr., de conceptos como equilibrio, es-
tabilidad, estructuras de autoridad, etcétera, se ha pasado a
conceptos como complejidad, autorreferencialidad, autopoie-
sis, etcétera), sino también la manera en que supuestamente los
conocemos o intentamos conocer (de la observación de primer
orden se ha pasado a la de tercer orden, es decir, a una suerte
de constructivismo radical, donde la realidad sólo existe por-
que el observador la inventa).
Si a alguien hay que culpar de este salto terminológico y
epistemológico es al sociólogo alemán Niklas Luhmann, crea-
dor de la teoría de sistemas más consistente y sofisticada elabo-
rada hasta ahora para el estudio de las sociedades complejas.
El objetivo de este capítulo es precisamente examinar estos
desarrollos teóricos y con ello reconocer, al igual que en el caso
de los análisis económicos de la política, tanto su potencial
para la ciencia política como los dilemas en que la coloca irre-
mediablemente por el hecho de suministrar un cuerpo catego-
rial y una metodología hasta cierto punto ajenos a los que el
núcleo dominante de la propia disciplina venía construyendo.
Como decíamos, se debe a Luhmann la teoría de sistemas
más ambiciosa elaborada hasta ahora. Muy pocos han influido
como él en la forma que entendemos y estudiamos a las socie-
dades modernas. Su propuesta y su obsesión fue siempre cons-
truir una teoría del sistema sociedad. A ello destinó la mayor
parte de su trabajo intelectual que se concentra en cerca de cin-
cuenta libros y cientos de ensayos especializados.46
Sin embargo, la suya es una propuesta tan compleja como
las propias sociedades occidentales que busca esclarecer. Así,
por ejemplo, emplea un conjunto de conceptos muy complica-
dos, cuya sola comprensión requiere de un ejercicio previo de
reconocimiento, en el cual es muy fácil perderse. De entrada, el
objeto de estudio de Luhmann son los sistemas complejos y el
proceso que lleva de sistemas simples a complejos. A este pro-
ceso de complejización del mundo de las relaciones y las comu-

60
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nicaciones inherentes a los sistemas, Luhmann lo denomina au-


torreferencialidad de los sistemas o proceso mediante el cual és-
tos logran definir su modus operandi básico y emitir comunica-
ciones hacia el sistema sociedad.
Para construir su teoría de los sistemas sociales, Luh-
mann tuvo que confrontarse con lo más elevado de la cultura
universal de la época. Obviamente, conoció como pocos a la
sociología funcionalista, desde Durkheim hasta Parsons; se
confrontó una y otra vez con la teoría crítica y en particular
con Jürgen Habermas; introdujo en su propuesta elementos
del constructivismo radical sugeridos originalmente por bió-
logos como Francisco Varela y Humberto R. Maturana, físicos
como Ilya Prigogine y Heinz von Foerster, matemáticos como
George Spencer Brown, psicólogos como Ernst von Glaser-
feld, entre otros. De esta confrontación extrajo los presupues-
tos teóricos y metodológicos de su teoría de los sistemas com-
plejos. Por ello, antes de entrar en detalle, conviene examinar
las principales premisas teóricas del constructivismo radical,
por cuanto este ingrediente marca la diferencia entre la teoría
de sistema de Luhmann y todas las demás teorías sistémicas,
desde la estructural-funcionalista de Parsons hasta la ciberné-
tica de Karl W. Deutsch (1963), pasando por la conductista de
Easton o la desarrollista de Gabriel Almond (Almond y Po-
well, 1966).

Un paréntesis sobre el constructivismo radical

Las ciencias sociales modernas han caminado casi siempre


a la zaga de las ciencias naturales. Fue bajo el influjo de éstas
últimas que las primeras adoptaron a mediados del siglo XIX la
fe en el dato empírico y la convicción en un método de cons-
trucción del conocimiento capaz de aprehender la realidad de
manera objetiva. El triunfo del positivismo propició en su mo-
mento el florecimiento de las ciencias sociales. Ciertamente, és-
tas nunca lograron, como en el caso de las ciencias exactas, po-
nerse de acuerdo sobre sus objetivos, sus presupuestos o sus

61
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contenidos. Por el contrario, las ciencias sociales se han venido


construyendo bajo el impulso de múltiples concepciones de su
naturaleza y alcances. Es fácil encontrarse con disciplinas so-
ciales donde ningún paradigma, entendido como el conjunto
de premisas teóricas y epistemológicas que comparten un con-
junto de especialistas sobre su campo disciplinar, ha sido capaz
de imponerse a los demás y de esa manera unificar los criterios
de búsqueda y explicación entre sus cultivadores. En suma, el
pluralismo teórico es un dato que permea la construcción del
objeto en las ciencias sociales.
En estas circunstancias, salvo algunas excepciones, parecía
que las ciencias sociales habían encontrado un límite para su
propia evolución: ¿cómo hacer avanzar el conocimiento de un
objeto cuando los conceptos empleados para dar cuenta del
mismo significan cosas distintas para los especialistas?; ¿qué
criterios permiten asegurar la superioridad de un conocimien-
to cuando no existe consenso sobre la pertinencia de los méto-
dos empleados? A estos problemas se suman otros que derivan
de la propia naturaleza del objeto de estudio de las ciencias so-
ciales: ¿es posible aprehender objetivamente una realidad de la
cual el observador forma parte?, ¿es posible establecer leyes o
regularidades de fenómenos que son únicos e irrepetibles?, y
así por el estilo.
Paradójicamente, ni los científicos sociales ni los filósofos
de la ciencia han sido capaces de alentar una discusión de altu-
ra sobre los problemas epistemológicos derivados del quehacer
científico. Hoy, al igual que en el pasado, han sido nuevamente
las ciencias exactas las que han introducido elementos origina-
les al respecto, marcando la pauta sobre el significado del cono-
cimiento. En efecto, se debe a un conjunto de físicos, biólogos,
matemáticos y psicólogos el haber reintroducido con elemen-
tos novedosos la cuestión epistemológica como itinerario fun-
damental de cualquier búsqueda científica. Sin asomo de du-
das, estos científicos “duros” han propiciado una auténtica
revolución copernicana que modifica de raíz nuestros presu-
puestos largamente asumidos sobre la naturaleza y los alcances
del conocimiento científico.

62
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El nombre con el que se conoce esta propuesta epistemoló-


gica surgida del genio de dos grandes científicos, Foerster y
Glasersfeld, es el de “constructivismo radical”. Con esta deno-
minación querían significar ante todo que: a) el conocimiento
no se recibe pasivamente, ni a través de los sentidos, ni por me-
dio de la comunicación, sino que es construido activamente por
el sujeto cognoscente; y b) la función de la cognición no es
adaptativa y sirve a la organización del mundo experimental
del sujeto, no al descubrimiento de una realidad ontológica ob-
jetiva.47
Si anteponemos estos principios a los que prevalecieron
durante siglos en el positivismo dominante, apreciamos inme-
diatamente la radicalidad de esta nueva epistemología. En
efecto, cae por tierra aquella convicción según la cual existe un
mundo completamente estructurado independiente de cual-
quier ser humano cognoscente que lo experimente; o aquella
otra según la cual corresponde al ser humano descubrir cómo
es ese mundo “real” y su estructura.
No es difícil imaginar las grandes transformaciones men-
tales y experimentales que supone abrazar esta nueva episte-
mológica. Sin embargo, no intentarlo, sobre todo en el ámbito
de las ciencias sociales, nos impediría revalorar las posibilida-
des cognitivas del observador, las circunstancias de su búsque-
da y, más importante aún, su estar en el mundo. Dicho breve-
mente, esta nueva perspectiva plantea que la realidad no existe
sino que el observador la inventa cotidianamente y que cada
construcción de conocimiento es en realidad una afirmación
del ser, en este caso del observador. El biólogo chileno Matura-
na, uno de los principales inspiradores de esta noción, afirma
haber descubierto la condición autopoiética de los seres vivos,
pues al observar sus modus vivendi observaba también el suyo
propio, es decir el del observador, en cuanto ser biológico, A
esto se le llama técnicamente observación del tercer orden. Una
lección nada desdeñable para quien dirige su mirada a los fe-
nómenos sociales.48
A partir de estas premisas, el constructivismo radical pare-
ce ser la única perspectiva fenomenológica en condiciones de

63
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propiciar un acercamiento al mundo original y sugerente, fren-


te a los desgastados y esclerotizados enfoques dominantes.
Además, dicho entre paréntesis, esta posición confiere estatuto
epistemológico a una de las ideas que animan al presente libro:
la democracia se inventa cotidianamente en el espacio público-
político, no es una realidad dada y definida de una vez y para
siempre. Entender lo político de esta manera es la condición
para afirmarnos en el mundo. Al construir desde nuestras ex-
periencias la realidad social nos construimos como sujetos por-
tadores de proyectos y necesidades.
No es casual que en este ámbito de reflexión, los autores
sensibles a las cuestiones epistemológicas hayan adoptado la
noción de complejidad para referirse a su objeto de estudio.
Nada sintetiza mejor la realidad de lo social que este concepto,
sobre todo si una nueva concepción cognoscitiva nos obliga a
relativizar algunas nociones largamente dominantes entre los
especialistas, como las de tiempo, estructura, espacio, orden,
caos, regularidad, autorreferencialidad, etcétera.
Obviamente, como todo pensamiento en construcción, el
constructivismo radical apenas está definiendo su horizonte pa-
radigmático y llenando de contenido sus preconcepciones. Y si
bien no siempre ha habido consenso, un espíritu renovador
alienta todas las discusiones al respecto. Así, por ejemplo, si-
guiendo a George Berkeley, el constructivismo contemporáneo
sostiene que la realidad no existe y si existiera no sería sino el
pensamiento. Por ejemplo, el psicólogo cognoscitivo austro-
norteamericano Glaserfeld afirma: “Respecto de la filosofía con-
vencional, que se ha esforzado siempre por las ‘verdades’ eter-
nas e independientes del sujeto pensante, es necesario decir una
vez más con énfasis, que el constructivismo radical no quiere ni
puede ser otra cosa que un modo de pensar sobre el único mun-
do al que tenemos acceso, y ése es el mundo de los fenómenos
que vivimos. Por eso la praxis de nuestra vida es también el
contexto en el que ese pensamiento debe probarse”.49
En la misma línea, Foerster, considerado el fundador del
constructivismo radical, lo define como: “la sustitución de la
noción de ‘descubrimiento’ por la de ‘invención’”.50 De acuerdo

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con Foerster, la autorreferencia así como la circularidad de la


noción y la idea de invento más bien que de descubrimiento,
son tres concepciones básicas en el constructivismo radical.51
Por lo que se refiere al concepto de autorreferencia, Foerster
utiliza los “valores de eigen” —”para sí mismo”—; es decir, se
puede considerar que se utiliza un valor de eigen cuando una
frase dice algo acerca de sí misma y que evidencia su función
recursiva.52
Por su parte, el biólogo Maturana desarrolla una nueva
noción sobre el lenguaje: “El individuo existe solamente en el
lenguaje y la auto-conciencia como fenómeno de auto-distin-
ción se sitúa sólo en el lenguaje, además, también se deriva de
aquí que, dado que el lenguaje como ámbito consensual de ac-
ciones es un fenómeno social, la autoconciencia es un fenóme-
no social, y como tal no tiene lugar dentro de los confines de la
corporeidad de los sistemas vivientes que lo generan; por el
contrario, es externo a ellos y es pertinente a su ámbito de las
interacciones como un asunto de coexistencia.”53
Este pasaje es tan rico en ideas que nos provee de un con-
cepto esencial en el constructivismo moderno, la asociación de
ideas, el cual fue desarrollado originalmente por el filósofo ale-
mán Kant en la segunda sección de La crítica de la razón pura y
anticipa una gran parte del constructivismo radical: “La asocia-
ción [Verbindung] (conjunctio) por sí sola [...] no puede llegar
nunca a nosotros mediante los sentidos, [...] pues es un acto de
la espontaneidad de la imaginación, y puesto que para diferen-
ciarla de la sensibilidad debemos llamarla entendimiento, en-
tonces toda asociación, seamos conscientes o no de ella, [...] es
un acto del entendimiento [...].”54
Kant agrega además que denomina “síntesis” al acto de
asociación de ideas del intelecto: “No podemos representarnos
nada asociado en el objeto sin haberlo asociado antes, y entre
todas las representaciones, la asociación es la única que no es
dada por los objetos, sino sólo puede ser realizada por el suje-
to, porque es un acto de la espontaneidad.”55
Pero la piedra de toque del constructivismo radical lo
constituye “la teoría del observador”, cuyo componente esen-

65
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cial es el concepto de diferencia. “¡Traza una distinción!”, nos


dice el matemático constructivista Brown en su multicitada
obra Laws of Form (1972). En síntesis, para realizar una observa-
ción es necesario trazar una distinción; por lo tanto, la observa-
ción es una operación que utiliza una distinción para indicar
un lado (y no el otro). En consecuencia, es una operación con
dos componentes: la distinción y la indicación, que no pueden
amalgamarse ni separarse operativamente, y es al mismo tiem-
po una elección, se elige un lado y no el otro.
Por su parte, el biólogo chileno Varela, cuyos trabajos cien-
tíficos marcaron un nuevo rumbo para la física y la psicología,
los seres vivientes no siguen ciegamente las presiones adapta-
tivas, impuestas por una dura realidad externa. Tanto para la
célula como para el cerebro humano o para toda la historia de
la evolución lo que las rige es que una vez cumplidas sus exi-
gencias básicas de vida, después gozan como cualquier sistema
viviente de plena libertad de crearse su propio mundo.56 Obvia-
mente, se trata de un planteamiento muy sugerente y que,
como veremos después, parece muy alejado de las conclusio-
nes a las que Luhmann llegó al estudiar el sistema sociedad,
aunque apoyado en la tesis de la autopoiesis biologisista.
Por último, la temática de la noción de tiempo y espacio ha
sido igualmente desarrollada por los constructivistas. De he-
cho, una de sus grandes contribuciones ha sido concebir al
tiempo y el espacio como objetos de estudio, trascendiendo así
la noción tradicional de “nociones dadas”.
De acuerdo con el Premio Nobel de Química, Ilya Prigogi-
ne, la tendencia de una sociedad hacia una visión más huma-
nista o científica se evalúa por su concepción del tiempo. Así,
sostiene en su famoso libro La fin des certitudes (1996) que ac-
tualmente vivimos en una sociedad de dos culturas, la científi-
ca y la humanística, y es precisamente la noción del tiempo do-
minante la que resuelve la dicotomía. Esta cuestión nos lleva a
la pregunta central de Prigogine: ¿cómo pude surgir del no
tiempo la flecha del tiempo?, ¿acaso es una ilusión el tiempo
que percibimos? Según este autor, el surgimiento de nuevos
problemas matemáticos y la aparición de nuevas disciplinas

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científicas han revolucionado la idea del determinismo en las


ciencias naturales, en su lugar aparece la complejidad, la ines-
tabilidad y la irreversibilidad.57

La complejización sistémica de la sociedad

En sintonía con los presupuestos del constructivismo radi-


cal, la primera preocupación de Luhmann al desarrollar su teo-
ría de los sistemas complejos fue epistemológica: cómo conocer
la sociedad, cómo acceder a su conocimiento. Esta búsqueda lo
llevó a recuperar del constructivismo la idea según la cual el
conocimiento no se basa en su correspondencia con la realidad
externa, sino únicamente en las construcciones de un observa-
dor: el conocimiento es un descubrimiento de la realidad, no en
el sentido de un develamiento progresivo de objetos preexisten-
tes, sino de la invención de datos externos.
El primer presupuesto de este constructivismo epistemo-
lógico es la diferencia; es decir, para conocer hay que diferen-
ciar. El segundo, tiene que ver con la observación, que en el
caso de Luhmann se trataba de una observación de segundo
orden, porque para ver a la sociedad también nos tenemos que
incluir en ella. Finalmente, Luhmann defendió una teoría de la
comunicación, que no es otra cosa que la forma en que operan
los sistemas. Si se reconocen estos presupuestos se reconoce
también el punto de partida de Luhmann: la diferencia siste-
ma/entorno. De ahí se pasa a la distinción de los sistemas y de
ahí a la teoría de los sistemas sociales.
Conviene recordar aquí que la ambición de Luhmann fue
la de crear una teoría general de la sociedad, por esta razón
gran parte de su obra está dedicada a la explicación de la ope-
ración de la sociedad en general, y a partir de ahí y como con-
secuencia, se orientó a explicar los sistemas parciales que la
conforman, tales como: la política, la economía, el derecho, la
ciencia, la religión, los medios de masas, etcétera. Utilizando
para ello como fundamento principal de su teoría, la comunica-
ción: ultraelemento basal de la sociedad.

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Para Luhmann, entonces, el modo de operación de los sis-


temas sociales es la comunicación. Pero para que un sistema so-
cial comunique debe ser un sistema complejo, es decir, “auto-
rreferencial” y “autopoiético”, lo cual no es otra cosa que la
capacidad que tienen los sistemas de producir sus propios ele-
mentos operativos por sí mismos, sin intervención de otro sis-
tema. Se trata por ello de sistemas que realizan una clausura,
que se cierran en un momento para realizar sus operaciones y
que sólo se abren una vez completados sus elementos propios.
Sólo así los sistemas son capaces de comunicar. Se trata de una
paradoja: sólo a través de la clausura se puede llevar a cabo la
apertura. La comunicación es entonces la forma en que se rela-
cionan los sistemas con su entorno, es un medio de relación de
un sistema a otro. En una lectura extrema, Luhmann pensaba
que no existen actores que lleven a cabo la comunicación, pues
lo único que existe es la comunicación: yo soy yo no por mi
persona sino por lo que soy capaz de comunicar a los demás.
¿Cómo funciona cada sistema? De nuevo, Luhmann recu-
rre aquí a la teoría de la diferencia. La diferencia de un sistema
a otro permite que el sistema sociedad funcione, pues de otra
manera habría estancamiento. Cada sistema posee un código
binario que lo distingue de los demás sistemas. Así, por ejem-
plo, el código del sistema político es gobierno/oposición; del
sistema económico, dinero/no dinero; del sistema educativo,
capaz/incapaz; del sistema moral, bueno/malo. Obviamente,
los sistemas simples son sistemas abiertos o sistemas coloniza-
dos por otros sistemas y no pueden funcionar porque no pro-
ducen sus propios conocimientos ni son capaces de comunicar,
no han desarrollado un código que los distinga de los demás.
El concepto fundamental en el cuerpo conceptual de la
teoría luhmanniana es el de la “autorreferencialidad”. Su im-
portancia radica en que mediante él podemos definir y recono-
cer el funcionamiento de los sistemas complejos, en contraste
con los sistemas simples. Para Luhmann un sistema es comple-
jo en tanto es autorreferente y autopoiético, es decir, autocrea-
tivo, autoconstructivo, que hace uso de la red conformada con
sus propios elementos para lograr su operación interna y de

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esta manera delimitar su entorno y diferenciarse ante él para


así lograr su reproducción y su desarrollo. De esta manera, la
autorreferencialidad es un concepto básico a través del cual re-
conocemos el modo en que el proceso de tal operación se reali-
za, es decir, cómo un sistema logra determinado grado de auto-
rreferencialidad, de autoconstrucción.
En palabras de Luhmann: “[la autorreferencia] es cual-
quier operación en que ella misma se refiera a otra, y con esto a
sí misma. La pura autorreferencia, que no pasa por el otro, aca-
ba en tautología. Las operaciones reales y los sistemas reales
dependen de un ‘despliegue’ o destautologización de esta tau-
tología, porque sólo así pueden entender que en un entorno
real sean posibles sólo de forma autolimitada, y no libremente”
(Luhmann, 1998, p. 33).
Por otra parte, el concepto de autorreferencialidad aporta
dos importantes elementos: la diferenciación y la distinción, los
cuales son utilizados durante la observación de los sistemas.
En el caso de la referencia sistémica, al observar distinguimos y
diferenciamos un sistema de su entorno, y esta diferenciación
nos permite designar y definir el sistema. La potencialidad ex-
plicativa del concepto de autorreferencialidad radica en que a
partir de él podemos acceder al proceso funcional que desarro-
llan los sistemas autopoiéticos y a su manera de relacionarse
con su entorno.
Pero el concepto en cuestión también tiene un límite y
pone un problema epistemológico: el imperativo de racionali-
dad que implica lograr el proceso que describe. En efecto, para
acceder a la observación que permite la diferenciación y la dis-
tinción de un sistema con su entorno es necesaria una gran do-
sis de racionalidad, la cual se vuelve más exigente cuando el
proceso se complejiza al realizar la selección y la elección en la
relación con su entorno a través de la comunicación, la cual im-
plica también la utilización de códigos específicos. El límite ex-
plicativo del concepto autorreferente es que no logra aclarar
cómo se accede a tal grado de racionalidad.
Recapitulando, los sistemas autopiéticos sólo lo son si son
autorreferentes y se constituyen a sí mismos a través de la dife-

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rencia entre sistema y entorno, cuya relación es fundamental


para la reproducción autopoiética del sistema. El concepto de
comunicación es imprescindible para entender la forma en que
se realiza el contacto entre los sistemas autorreferentes. La co-
municación es una operación autopoiética que le permite al sis-
tema realizar tres selecciones distintas: la información, la noti-
ficación y la comprensión. De esta comunicación autopoiética
se derivan comunicaciones posteriores para sí y en la relación
con su entorno. En este bosquejo del concepto de autorreferen-
cialidad, Luhmann representa las relaciones funcionalmente
diferenciadas que llevan a cabo los sistemas dentro de una so-
ciedad compleja.
El análisis de las sociedades de Occidente de finales del si-
glo XX se ha revelado como el gran reto para la sociología clá-
sica y ha puesto en entredicho la validez de los conceptos, pers-
pectivas y métodos analíticos utilizados en épocas anteriores.
El propio Luhmann lo reconoce y es por ello que propone la
creación de una teoría general, una teoría universal de la disci-
plina sociológica.
La unidad de la obra de Luhmann se identifica principal-
mente porque en ella confluyen tres grandes teorías: la teoría
de sistemas, la teoría de la comunicación y la teoría de la evo-
lución. Las tres permiten elaborar una teoría de la sociedad que
constituye el interés primordial y final de Luhmann.
Las tres teorías mencionadas van acompañadas de un ins-
trumento teórico de gran importancia, la teoría funcionalista,
que en la perspectiva de Luhmann permite un adecuado mane-
jo de la contingencia y la posibilidad, rasgos esenciales en la
concepción de la complejidad social que Luhmann considera
como objeto de la sociología.

Los sistemas políticos como sistemas complejos

Por lo que respecta a la complejidad de los sistemas políti-


cos en particular, Luhmann nunca les confirió una centralidad
decisional con respecto a los otros sistemas y muchos menos

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los concibió como el monopolio de la atención pública. La polí-


tica, por el contrario, es confinada a la función que desempeña
en los límites de su competencia en relación con los otros siste-
mas. En general, la política es para Luhmann uno de los subsis-
temas que permiten al individuo y al sistema social absorber y
elaborar en sentido comunicativo las informaciones disponi-
bles.
En la óptica de Luhmann, la integración social es consen-
sual y se funda sobre normas compartidas. El aumento de la in-
terdependencia y la complejidad impone la superación de una
concepción del poder anclada en los sujetos físicos y humanos:
el poder funge cuando mucho de filtro, de operación selectiva
que, consintiendo la aceptación de algunas posibilidades y la
eliminación de otras, es al mismo tiempo operación de reequi-
librio y de compensación. El sistema “abierto” disuelve cual-
quier sede determinada del poder y lo convierte en una dimen-
sión móvil y difusa, y lo confirma en su carácter de “código”
del cual pueden apropiarse sujetos diversos en circunstancias
diversas. El poder es ejercido tanto por los subordinados como
por los sobreordinados, pues solamente es la suma de las inter-
venciones selectivas practicables.
De acuerdo con la idea anterior, la convivencia entre los
hombres se realiza de manera factual y no problemática: las in-
teracciones cotidianas se fundan sobre certezas existenciales
que no admiten discusión y que hacen inútil la exhibición, de
vez en cuando, de las motivaciones del actuar. Con todo, si
bien no es necesario problematizar el actuar, es importante que
se pueda hacer, y que esta virtualidad sea normalmente funda-
mento de interacciones. De ahí el nexo, típico de la legitimación
procedimental, con aquella mezcla de confianza e indiferencia
que caracteriza la relación entre el individuo y los grandes sis-
temas, de los cuales se depende sin posibilidad de control.
Por legitimación procedimental se entiende una participa-
ción en los procedimientos, por ejemplo en las elecciones polí-
ticas, de modo que el propio sistema político produzca su legi-
timación en lugar de adquirirla del exterior. Este es el modo en
que el sistema político, en una situación de alta contingencia,

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se procura su legitimación de manera abierta y estructuralmen-


te indeterminada, puesto que la positivación del derecho le ha
sustraído las antiguas fuentes de sustento metafísico.
La democracia no debe por lo tanto determinar una sobre-
carga de complejidad, pero debe conservarla pese a la continua
actividad decisional. Antidemocrático sería exigir a todos una
participación intensa y comprometida. La democracia no es
una forma de dominio, sino una técnica de control del sistema
hecha posible y necesaria por una positivación del derecho.
Análogamente, la libertad deja de ser un valor y se vuelve una
técnica de socialización, la cual se realiza no sobre bases jurídi-
co-constitucionales sino de un sistema de roles y autopresenta-
ciones.
Como se puede deducir de lo dicho hasta aquí, la teoría de
Luhmann es antihumanista: no hay un centro de la sociedad.58
Otras teorías sistémicas gustaban colocar al sistema político,
por ejemplo, en esta posición de privilegio. Luhmann, por el
contrario, sostiene que la comunicación es lo que cruza a todo
el sistema sociedad. Por lo que respecta a la sociedad civil,
Luhmann sostenía que entra en el sistema en forma de comuni-
cación y se va a mezclar con todas las comunicaciones. Es muy
difícil entonces que la sociedad civil pueda modificar o de al-
gún modo alterar la vida de los sistemas sociales.
Por estos y otros argumentos defendidos por Luhmann se
entiende que Habermas haya cuestionado severamente su pro-
puesta. Para empezar, Habermas sostiene que a Luhmann se le
hace fácil borrar al sujeto tomando en su lugar la diferencia sis-
tema/entorno. Pero con esta operación no resuelve el proble-
ma. De ahí que Habermas añada a los sistemas sociales, los
“mundos de vida”, que serían los ámbitos de reconocimiento y
socialización de los seres humanos, el lugar donde se forman
las tradiciones, los valores, en una palabra, la cultura. Y tam-
bién el único espacio donde puede surgir una comunicación li-
bre del dominio de los sistemas y que permita arribar a éticas
discursivas no instrumentales.59

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No sólo sistemas, también “mundos de vida”

Entre muchas otras contribuciones, se debe a Habermas


—heredero y renovador de la Escuela de Frankfurt—, una de
las propuestas teóricas más sugerentes para concebir a la de-
mocracia como una esfera pública de deliberación racional fun-
dada en la comunicación y el reconocimiento intersubjetivo. A
este propósito, Habermas dedicó algunos de sus trabajos más
significativos, desde su célebre Strukturwandel der Offentlichkeit
Untersuchungen zu einer Kategorie der bürgerlichen Gessellschaft
(1962), hasta su multicitada Theorie des kommunikativen Han-
delns (1981) e incluso trabajos posteriores como Faktizität und
Geltung. Beiträge zur Diskurstheorie des Rechts und des demokratis-
chen Rechtsstaates (1992).
Toda la obra de Habermas, desde sus trabajos más tem-
pranos y por ello más cercanos al núcleo de inquietudes abra-
zado por los fundadores de la Teoría Crítica (Theodor Adorno
y Max Horkheimer), constituye una reflexión crítica sobre las
teorías de la sociedad moderna y los problemas del hombre
actual, en busca de soluciones prácticas para el impulso de la
democracia presente y futura. Además, son destacables sus
estudios sobre las características de las sociedades posintdus-
triales, las implicaciones ideológicas de la ciencia, y la crisis
de la modernidad.
De acuerdo con varios estudiosos, el concepto de “esfera
pública” introducido por Habermas en los años sesenta consti-
tuye la renovación más importante en toda la teoría democráti-
ca de la segunda mitad del siglo XX. Este concepto, al conside-
rar la modernidad en términos de una espacio público donde
se asienta la libre interacción de grupos, asociaciones y movi-
mientos, le permitió a Habermas ir más allá del debate en boga
entre el “elitismo democrático” (la democracia como método
de selección de elites) y el republicanismo (la democracia como
participación popular).60 La noción de esfera pública, al conce-
bir una relación crítico-argumentativa con la política y no sólo
una relación participativa directa, abrió una nueva vía para el
análisis de la democracia.

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El concepto habermasiano de esfera pública tiene dos ca-


racterísticas centrales ligadas al debate democrático contempo-
ráneo: la primera es la idea de un espacio para la interacción
cara a cara distinto al Estado. En ese espacio, los individuos
interactúan unos con otros, debaten las decisiones tomadas por
la autoridad política, discuten el contenido moral de las dife-
rentes relaciones existentes en el nivel de la sociedad y presen-
tan demandas al Estado. Los individuos en el interior de una
esfera pública democrática discuten y deliberan sobre cuestio-
nes políticas, y adoptan estrategias para sensibilizar a la auto-
ridad política sobre sus discusiones y deliberaciones. La idea
aquí presente es que el uso público de la razón establece una
relación entre participación y argumentación pública. El segun-
do elemento central en el concepto habermasiano de esfera pú-
blica, es la idea de la ampliación del dominio público. Para Ha-
bermas, la desacralización de la política significó la posibilidad
de someter a la discusión pública problemas tratados anterior-
mente a través de monopolios interpretativos como el ejercido
por la Iglesia católica. Esos elementos pasan a formar parte de
la discusión científica o la discusión pública y se vuelven, por
tanto, susceptibles de argumentación racional. Así, la esfera
pública habermasiana es igualitaria no sólo porque permite la
libre participación sino también porque nuevas cuestiones
como la dominación de las mujeres, en el espacio privado de la
casa, y de los trabajadores, en el espacio privado de la fábrica,
penetran el debate político.
Varios años después de estos primeros desarrollos teóri-
cos, la posición de Habermas sobre la democracia alcanzará su
mejor expresión en la obra Theorie des kommunikativen Handelns.
Aquí queda claro que la teoría habermasiana opera a través de
la distinción entre “sistema” y “mundo de vida”, esto es, entre
arenas de coordinación de la acción basadas en los medios po-
der y dinero (sistemas) y arenas comunicativas y de acción sus-
tentadas en el consenso lingüístico (mundos de vida). Para Ha-
bermas, el logro del consenso a través de la comunicación cara
a cara es el elemento que justifica la existencia permanente de
un espacio público. Así, la publicidad se vuelve característica

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de las democracias modernas. Para Habermas todos los actores


sociales son igualmente capaces de dominar el lenguaje y de
argumentar públicamente. Ese proceso, que está en la raíz de la
generación de una forma comunicativa de poder, implica la ca-
pacidad de someter a la autoridad pública a la crítica o impedir
la “colonización” de los mundos de vida por parte de los siste-
mas instrumentales.
Como toda obra original e innovadora, la de Habermas ha
propiciado innumerables aduladores y críticos. Así, por ejem-
plo, los partidarios de una concepción más radical de la demo-
cracia que la de Habermas, una concepción que reconoce en la
radical diferencia de los individuos en una sociedad, en el con-
flicto y en la indeterminación política las claves para entender
el espacio publico en que los individuos pueden integrarse o
separase aún más, encuentran en la propuesta habermasiana
un universalismo abstracto no siempre compatible con los
principios constitutivos de la libertad individual; es decir, una
sobreestimación de las posibilidades del consenso como pre-
ámbulo de éticas universales articuladoras.61
Por su parte, varios habermasianos, sobre todo norteame-
ricanos, han intentado trascender lo que ellos consideran una
insuficiencia de los procedimientos deliberativos en la teoría
de Habermas; es decir, consideran que la posición habermasia-
na acerca del problema de la deliberación se limita a apuntar en
los sistemas democráticos contemporáneos la influencia del
consenso que emerge en el interior de la esfera pública en la
toma de decisiones administrativas pero no apunta cómo in-
corporar la racionalidad de los resultados del debate público a
la práctica concreta de la democracia. A partir de ahí se ha ge-
nerado una corriente de opinión que se conoce como “demo-
cracia deliberativa”.62
En una lógica de argumentación similar, Cohen y Arato
(1992) consideran que Habermas en ningún momento señala
cuáles serían los espacios y los actores capaces de evitar la co-
lonización de los mundos de vida por parte de los sistemas.
Por lo que sugieren depositar esa tarea en los movimientos de
la sociedad civil. Esta intuición colocó a Cohen y Arato en los

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cuernos de la luna. Su libro sobre la sociedad civil fue el prime-


ro en destacar la importancia de este componente en las demo-
cracias modernas, por lo que inauguró un debate aún inconclu-
so. En particular, ellos proponen definir a la sociedad civil
como la “parte institucional” de los mundos de vida; o sea en-
cuentran en las instituciones y formas asociativas que requie-
ren la acción comunicativa para su reproducción, el fundamen-
to mismo de la sociedad civil. Asimismo, corrigiendo en parte
a Habermas, consideran que la sociedad civil no es una defen-
sa de la sociedad civil frente al sistema, sino un instrumento
ofensivo que busca ampliar la capacidad societal de control so-
bre el propio sistema.
Pero más allá de estas críticas y correcciones, es indudable
que Habermas abrió una brecha muy importante para pensar
la política en la modernidad. Asimismo, para volver al tema de
este capítulo, al confrontarse con la teoría de sistemas de Luh-
mann, mostró mejor que nadie los límites explicativos y prácti-
cos de este enfoque. Veamos en detalle en que consiste la “co-
rrección” de Habermas a la teoría de los sistemas complejos.
El paradigma de la comunicación construido por Haber-
mas tiene una importancia crucial. Su concepto de acción comu-
nicativa se enmarca en un razonamiento contra-factual. Es un
instrumento que permite analizar y criticar la distancia que se-
para una comunicación lingüística que se efectuaría en una si-
tuación ideal y la comunicación siempre limitada, trunca, pro-
pia de la sociedad actual (y en mayor o menor medida propia
de todas las situaciones empíricas). El concepto de acción co-
municativa no es por lo tanto un puro ideal: su potencial está
presente en las interacciones cotidianas y, a partir de ellas, es
posible reconstruir abstractamente su lógica. Asimismo, puede
sostener un análisis del presente y un proyecto del porvenir.
El concepto de acción comunicativa mira a explicar cómo
y en qué medida la integración social se efectúa a través de la
coordinación de actividades por el lenguaje, y en cuáles de
ellas se puede decir racional. Este tipo de vínculo social repre-
senta una lógica, una racionalidad que se opone a aquella de
los dos pilares fundamentales de las sociedades actuales: el

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mercado capitalista y el Estado burocrático. Permite superar la


famosa oposición plan/mercado colocando el asunto en un ter-
cer término. Según Habermas, la economía capitalista y el Esta-
do burocrático no funcionan más al lenguaje, sino al oro y el
poder. Habermas llama “racionalidad sistémica” a este modo
diferente de integración social. Los sistemas (economía capita-
lista y burocracia) se han opuesto históricamente a las acciones
y las comunicaciones cotidianas. Se presentan hoy como una
suerte de naturalidad (mediante conceptos como el de “com-
plejidad de los sistemas” tan caro a Luhmann) que escapa al
debate público y desarrolla sus propias leyes: la de la compe-
tencia y la obediencia.
Si los sistemas permanecen de alguna manera anclados en
la comunicación cotidiana, entonces ejercen una acción en re-
torno que se puede definir en términos de “colonización”. En
efecto, su dinámica potencialmente “totalitaria” tiende a condi-
cionar el ensamblaje social (cierta tendencia se repite, por ejem-
plo en la mercantilización creciente de actividades que antes
escaparon al mercado capitalista). Para colmo, los sistemas ge-
neran en los actores sociales la proliferación de una racionalidad
estratégica-institucional y comportamientos monológicos funda-
dos en la auto-valorización; el individualismo utilitarista se en-
carna así en la realidad social. Habermas resume la oposición
de estas dos racionalidades hablando de lógicas contradictorias
de la democracia y el capitalismo.
La teoría de la acción comunicativa permite articular la
idea de una sociedad que no se reduce a un mega-sujeto sin por lo
tanto tener que hacer intervenir el tercero que constituye el Es-
tado o las “leyes del mercado” para asegurar la cohesión social.
El asunto está puesto en la comunicación, en este “entre-
dos” que liga a los individuos entre sí y a los individuos con las
estructuras. La dimensión dialógica del lenguaje excede de re-
pente a toda filosofía del sujeto. Los individuos no se identifi-
can ya con los intereses y con una personalidad que pre-existi-
ría al cambio lingüístico, el cual les permitiría solamente a
posteriori socializarse, oponerse o superar compromisos o con-
tratos. La comunicación es inherente al proceso de constitución

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de la personalidad: uno jamás se forma solo sus gustos y prefe-


rencias. Recíprocamente, el diálogo racional no permite más
que una tendencia a la fusión de modos de vida en presencia, y
la realidad empírica implica que esta tendencia no sea más que
parcial, que ella supone siempre no sólo debates virulentos,
sino también compromisos parciales, divergencias, etcétera.
La teoría de la acción comunicativa permite insistir en la
diversidad irreductible de las concepciones de la vida buena. Contra
el espacio público en las cuestiones del bien común y la justi-
cia: en política, si es que habla el lenguaje de lo universal, no
cancela las diferencias reales de los órdenes de vida. Esto co-
rresponde groso modo a la oposición público/privado. Si las
fronteras dentro de las cuales esta oposición se organiza no es
fija (basta mencionar el surgimiento histórico en el debate pú-
blico de temas relacionados con el trabajo o con las relaciones
entre los sexos), ella misma es su propio objeto de debate pú-
blico.
La teoría de la acción comunitaria extiende de manera fun-
damental el paradigma del trabajo a un paradigma susceptible
de explicar una pluralidad de actividades humanas. Allí toda-
vía, el triunfo de Habermas parece discursivo considerando la
idea clásica del socialismo, siempre dispersa teóricamente en-
tre una aproximación basada en las relaciones de producción y
la voluntad de poder analizar la sociedad en su conjunto (don-
de las infinitas variaciones sobre la metáfora de la infraestruc-
tura/superestructura, sobre la política y la cultura como expre-
siones o instrumentos —según las escuelas— de clases en
lucha...); y políticamente, entre los intereses del proletariado y
la toma de conciencia de la humanidad entera.
Es necesario subrayar que para extraer todas las implica-
ciones positivas del concepto de acción comunicativa conviene
no oponerlo al paradigma del trabajo, como lo hace el propio
Habermas, para quien la producción constituye la esfera natu-
ral de la racionalidad teleológica. Esta interpretación me pare-
ce constituir una versión particular y contestable del concepto
de acción comunicativa más que una lógica que le sería inma-
nente.

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¿Es decir que una sociedad postcapitalista puede ser pen-


sada en los términos de una expansión de la esfera regida por
la acción comunicativa en detrimento de la regida por el oro y
el poder? No es tan simple. En efecto, el paradigma de la comu-
nicación posee serios problemas.
Un primer conjunto de problemas gira en torno al lugar
asignado a la noción de consenso. La discusión argumentada y
considerada desemboca en el consenso racional (cuando son reu-
nidas las condiciones de una situación ideal de comunicación);
esta noción permite evaluar críticamente la parte de compro-
miso (es decir de un acuerdo que se basa en las relaciones de
fuerza existentes entre los intereses monológicos opuestos) o
de constricción que está inevitablemente presente en las discu-
siones y las acciones empíricas. El consenso lleva a una situa-
ción ideal, pero el concepto queda muy fuerte: demasiado, sin
duda. La unidad formal de la razón que reivindica Habermas
se duplica con una suerte de razón substancial que fomenta el
salto lógico de otra manera inexplicable entre el juego argu-
mentado de las pretensiones a la validez universal y el acuerdo
racional.
Tal razonamiento lleva consigo otro corolario: la sociedad
emancipada es asimilada a la sociedad consensual. Regresa así
la utopía de una sociedad (o por lo menos de un “modo de
vida”, o sea de un espacio que no recupera toda la sociedad del
hecho de la existencia sin contornos de mecanismo sistémicos)
más o menos unificada y decisoria racionalmente de su suerte.
Se pueden avanzar especialmente cuatro puntos que permiten
explicar esta carencia en Habermas:

a) Subestima los problemas puestos por la intrincación de di-


ferentes niveles de racionalidad a ciertas fronteras: él trata
por una parte cuestiones que meten en juego la ética y la
ciencia (problema de la bioética); por otra parte cuestiones
ligadas a la vida buena y la justicia (como los problemas
relativos a la vida, tales como el aborto). A estas fronteras
es probable que la discusión racional jamás pueda arribar
a un consenso.

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b) Sobreestima el enseñoramiento de los seres humanos so-


bre su medio ambiente, y conserva sobre este punto una
visión largamente prometéica. El hecho de que las socieda-
des sean incluidas en estos equilibrios que las rebasan
(confrontar la noción de ecosistema) impone constriccio-
nes de información y acción que imponen a la comunica-
ción un límite que es de orden estructural, y no simple-
mente empírica.

c) Descuida la dimensión del inconsciente y el conflicto que


ésta última introduce entre la significación y lo que tratan
de decir los hablantes. Habermas postula su fusión y ter-
mina así con la idea de una comunicación transparente.

d) Considera al poder como algo fundamentalmente exterior


a la naturaleza de la interacción subjetiva.

Este problema remite a la idea de una naturaleza del len-


guaje que sería por esencia portadora de la racionalidad comu-
nicativa (en sentido habermasiano), mientras que las otras dis-
cusiones (particularmente el poder) derivan del exterior. Para
Habermas, la comunicación lingüística se reduce fundamental-
mente a la argumentación. Por su parte, la argumentación es
fundamentalmente de orden “no-hablante”: consiste en inter-
cambiar argumentos racionales, el mejor argumento lleva con-
sigo la convicción común. La dimensión para-hablante (la ma-
nipulación retórica del inter-locutor) es secundaria: para
manipular con éxito a cualquiera en la ayuda de la palabra; el
hecho de abordar es comprendido en primer lugar por aquel
que entendemos manipular. Como dice Kant, el error no se des-
pliega más que sobre el fondo de la verdad.
En consecuencia, el poder no puede nacer de la interacción
cotidiana: debe ser importado, es el producto de la coloniza-
ción del “modo de vida” por los mecanismos sistémicos. El len-
guaje se vuelve en alguna medida unívoco: Habermas declara
que la “intercomprensión” es inherente al lenguaje humano
como su telos. Una etapa suplementaria es separada cuando es

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ajustada en dimensión temporal: esta estructura comunicativa


se va a volver el motor de la evolución histórica a partir del
momento en que el lenguaje permite la socialización. Las es-
tructuras formales de la racionalidad comunicativa definen la
dirección del desarrollo histórico (éste precisamente constituye
el proceso histórico de aprendizaje), desarrollar sus propieda-
des formales de manera acumulativa; de golpe, en comunidad
de comunicación ideal deviene el telos de la historia, telos “for-
mal” pero de cualquier manera telos, que se opone solamente a
esta otra socialización, de tipo extra-lenguaje, que se organiza
en torno de los sistemas del dinero y el poder.
Desembocamos así a la perspectiva de una sociedad don-
de se oponen dos tipos “puros” de socialización: de una parte
el flujo desencarnado de comunicación discursiva porta hacia
el consenso racional, por la otra los mecanismo sistémicos natu-
ralizados. Un tal dualismo supone alguna dificultad para po-
der encarnarse en los análisis concretos sin caer en las dificul-
tades insuperables (por tomar un ejemplo, Habermas tiende
algunas veces a reservar la cultura al dominio de la comunica-
ción y la economía y la política al dominio de los sistemas). Él
desemboca sobre una verdadera incapacidad de tratar las rea-
lidades “intermediarias” tales como la representación, los me-
dia, las organizaciones de la sociedad civil, y por el estilo.
Este recorrido por el paradigma de la comunicación de
Habermas nos puede ayudar a pensar qué podría ser una so-
ciedad postcapitalista, refutando la ilusión de la transparencia
y la reconciliación. No obstante, no hay un telos que nos ponga
hacia un mundo de comunicación ideal, hay en venganza posi-
bles tendencias contradictorias ancladas en las estructuras de la
socialidad contemporánea, y tenemos argumentos razonables
para preferir ciertas tendencias más que otras y para intentar
favorecerlas en la medida de nuestras posibilidades. No hay
forma pues de probar que la libertad o la justicia son (o no son)
propias del hombre, pero sí comprender porque los individuos
concretos, en el marco de nuestra sociedad capitalista moder-
na, pueden sostener una perspectiva creíble de sociedad más li-
bre y más justa.

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En este sentido, el concepto de comunicación es central,


una vez desembarazados de su “naturalismo” luhmanniano y
a condición que se empareje al paradigma del poder. A su vez,
la noción más genérica de poder debe ser especificada en tres
conceptos:

a) Las relaciones de poder propiamente dichas —en el sentido


dado por el filósofo francés Michel Foucault—, que consti-
tuyen relaciones estratégico-instrumentales en un juego
“abierto” política y socialmente.63

b) La dominación en cuanto expresa algo diferente: cuando se


fijan los juegos de poder sin posibilidad de reversibilidad,
cuando es remplazado por una simetría que parece fuera
de lugar de la crítica y la contestación, que parece ser na-
turaleza o según naturaleza. En la sociedad moderna, la
posibilidad de la dominación se inscribe en el hecho de
que los componentes estratégicos-instrumentales de los
individuos pueden articularse a la racionalidad sistémica
del mercado capitalista y el Estado democrático. Recípro-
camente, estos “sistemas” no tienen nada naturalmente y
deben apuntalar su racionalidad en las relaciones de do-
minación.

c) La potencia, que expresa la capacidad de los individuos y


los grupos a actuar colectivamente sobre su historia y so-
bre su medio ambiente a través de una comunicación ra-
cional, a tomar conciencia de sus límites y, eventualmente,
a hacerlos retroceder en parte.

Los límites del análisis sistemico de la política

Por lo visto la teoría de los sistemas complejos de Luh-


mann no consigue dar razón del contenido “simbólico” de las
prácticas de los nuevos movimientos sociales. Además, la apli-
cación de la teoría de sistemas a la política no tendría otro obje-

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tivo más que eliminar cualquier posibilidad de poder al mar-


gen del Estado. Los movimientos sociales serían sólo fenóme-
nos marginales de protesta sin influencia alguna en el sistema
político, o en el mejor de los casos, con una repercusión que
siempre le tocaría decidir al propio sistema como sistema es-
tatal.
Al igual que los análisis económicos de la política exami-
nados en el capítulo anterior, la teoría de sistemas de Luhmann
es un enfoque realista de las sociedades complejas. El sociólo-
go alemán abandona por completo la convicción de que la de-
mocracia es la respuesta institucional a las expectativas y las
esperanzas de todos los ciudadanos, de que es un instrumento
de emancipación colectiva indisociable de los ideales de justi-
cia e igualdad. Por el contrario, el alto grado de diferenciación
funcional (división del trabajo inspirada en un principio de
economía en el uso de los recursos de poder, dinero y tiempo)
propio de los sistemas complejos vuelve simplemente imprac-
ticable las ideas clásicas de la democracia, tales como el auto-
gobierno, la soberanía popular, la representación y la participa-
ción. En suma, se trata de un enfoque tecnocrático que sustrae
a la sociedad de toda capacidad creativa, y se concentra en la
capacidad decisional de las instituciones para reducir los ries-
gos inherentes al sistema.64
Pero más allá de estas críticas, el principal problema de la
teoría de Luhmann es que pretendiendo ser una teoría descrip-
tiva de la sociedad termina siendo una enésima versión norma-
tiva de la misma. Así, por ejemplo, no hay nada más normativo
que el concepto de “complejidad”. Algo similar se puede decir
de su reducción del sistema político a gobierno/oposición,
pues el poder es reducido a los políticos profesionales y no en-
tra en su definición la sociedad real. Son a la larga los políticos
quienes articulan decisiones colectivas y deciden si un aconte-
cimiento tiene o no consecuencias de carácter político. ¿Será
acaso que detrás de su pretendida neutralidad, la teoría de sis-
temas de Luhmann oculta un código normativo que rechaza
cualquier acción de protesta contra el orden dado? De ser así,
habrá que leer entrelíneas la obra del sociólogo alemán.65

83
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Pongamos, por ejemplo, el tema de la honestidad en polí-


tica. En un ensayo muy polémico, Luhmann concluyó que la
honestidad no es posible en política. En ese sentido, se pregun-
ta: ¿hay una regla que establece, dentro de la deshonestidad in-
evitable, la diferencia entre la deshonestidad aceptable y la in-
aceptable? En principio, Luhmann considera que los valores en
un sistema funcional no son valores morales. Así como no tie-
ne sentido juzgar la propiedad o la no propiedad en términos
de si una es moralmente buena y la otra mala, tampoco lo tiene
calificar al gobierno y la oposición. Los sistemas sociales fun-
cionan con códigos binarios que de ninguna manera son con-
gruentes con el código moral bueno/malo; y con esto toda la
autoorganización de los sistemas sociales escapa al control mo-
ral. Con todo, concluye el sociólogo, la política tiene sus pro-
pias reglas de competencia que obligan a los políticos a obser-
var cierta prudencia en sus actuaciones. La corrupción socava
siempre el orden legal del Estado, por lo que se impone cierta
observancia voluntaria del código y de la confianza.66
Un autor más clásico, Max Weber, propone analizar el
tema a partir de distinguir entre una ética de la convicción y
una ética de la responsabilidad. Para este autor, la primera es
aquella ética que sólo se atiene a los principios sin tener en
cuenta las consecuencias; mientras que la segunda es aquella
que sólo se atiene a las consecuencias. Obviamente, la ética de
la responsabilidad es la de los políticos.67 El problema con esta
distinción es que para los filósofos, la ética de los políticos no
merece el nombre de ética, es decir, la ética y la política son
irreconciliables.
Sólo en el terreno especulativo se puede intentar reconci-
liar lo que en la realidad está escindido. La mejor política es la
honradez, había dicho Kant, pero falta que la política lo entien-
da sin negarse a sí misma, acotaba después. Por este camino se
puede sostener incluso que toda política cuya máxima no es
pública es injusta; es decir, para que una acción política, como
para cualquier otra acción, sea buena, tiene que ser libremente
decidida por el que la realiza (principio de autodeterminación)
y además tiene que ser una acción que siendo buena para el

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que la realiza también lo sea para los demás (principio de uni-


versalidad). Obviamente, este es el problema de la democra-
cia, la identificación entre pueblo y soberano, el encuentro
ideal entre la voluntad del ciudadano y el poder que lo repre-
senta. Desde este punto de vista, no hay moralidad política
ahí donde se secuestra la voluntad política de los ciudadanos
a través de la mentira, la manipulación, la desinformación y
la corrupción.
El problema con este tipo de soluciones es precisamente
que no ofrecen soluciones. Se hace aquí lo que Luhmann califi-
caba de incorrecto. Aplicar el código moral bueno/malo a sis-
temas que se rigen por otros códigos, como el sistema político
democrático, cuyo código de funcionamiento es gobierno/opo-
sición. Desde esta perspectiva no tiene sentido, por ejemplo,
decir que un gobierno es bueno porque cuenta con la mayoría
y que la oposición es mala porque no logra concitar suficientes
apoyos.
Pese a todo, me parece que la filosofía política —aunque
no cualquier filosofía política, sino una abierta a la contingen-
cia más que atrapada en fundamentos inamovibles— ofrece
más respuestas al problema ético que los enfoques instituciona-
listas o las aproximaciones sistémicas a la Luhmann. Permane-
cer en estos últimos marcos explicativos no nos permite resol-
ver el problema de la voluntad individual y colectiva, del
espacio público, de la participación ciudadana, en suma, de la
democracia entendida no sólo como una forma de gobierno
sino también y sobre todo como una forma de sociedad.
Para empezar, desde la filosofía política que reivindico no
se pueden ofrecer salidas o soluciones morales a lo que es un
problema eminentemente político. La autodeterminación es a
mi juicio política o no lo es. En la autodeterminación se pone en
juego sencillamente la individualidad de los sujetos, y ésta úni-
camente se conquista en el proceso de comunicación, en la de-
liberación pública, que es el proceso político por excelencia.
Este proceso es el que permite que la sociedad civil se convier-
ta en sociedad política, que la radical división de la sociedad
ocupe simbólicamente el espacio del poder.68

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Asimismo, la filosofía política no puede partir de juicios


morales universales para resolver el problema político. Entre
los hombres no hay una igualdad dada, como sugiere el sujeto
moral kantiano. La única igualdad dada es la desigualdad.
Como la libertad, también la igualdad es política y se tiene que
inventar en el espacio público. Este es el problema central de la
democracia, la construcción de un espacio de debate abierto en
todos los sentidos no sólo interminables en cuanto al debate
sino también en cuanto a los límites.

Notas

46
Para efectos de este capítulo se consideraron sobre todo los siguien-
tes trabajos: Luhmann (1984, 1991, 1992 y 1995) y Luhmann y De Georgi
(1993).
47
De Foerster puede consultarse (1991) y de Glasersfeld (1987 y 1995).
48
De Maturana puede consultarse (1995 y 1996) y Maturana y Varela
(1986).
49
Glasersfeld (1995, p. 30).
50
Citado por Ceruti (1998, p. 38).
51
Idem.
52
Idem.
53
Maturana (1987, p. 63).
54
Kant (1984, p. 128).
55
Ibid., pp. 129-130.
56
Véase Varela (1979, 1989a y 1989b) y Varela, Thompson y Rosca
(1989).
57
Prigogine (1994). Véase además: Prigogine (1991 y 1996); Prigogine y
Stengers (1986, 1988, 1990).
58
Cfr. Izuzquiza (1990).
59
Habermas (1989 y 1990).
60
Véase el cap. 2 de este volumen: “El análisis económico de la políti-
ca”.
61
Véase, por ejemplo, Maestre (1994).
62
Véase, por ejemplo, los autores y artículos contenidos en: Bohman
(1996 y 1999).

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63
Como se sabe, Foucault concebía al poder como lo que reprime y es
esencialmente una relación de fuerza. Como relación de fuerza, debe anali-
zarse bajo la figura de enfrentamiento, combate, choque o guerra. Véase
Foucault (2000 y 2001).
64
Véase Maestre (1994, cap. 4).
65
Idem.
66
Luhmann (1996b, pp. 3-5).
67
Weber (1967, pp. 54-67).
68
Nadie desarrolló mejor este tema que la filósofa judío-alemana Han-
nah Arendt (1958).

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Capítulo 4

El conocimiento empírico de lo político


esde sus inicios la ciencia política ha estado obsesionada en


D ofrecer una definición empírica de la democracia y si bien
ha logrado avances significativos al respecto, estos han sido
más bien limitados y parciales.69 La novedad conceptual más
reciente —no más de diez años— en esa dirección son los estu-
dios sobre la así llamada “calidad de la democracia”. Sin em-
bargo, este enfoque, muy exitoso a juzgar por la gran cantidad
de simpatizantes que tiene en muchas partes, ha terminado por
violentar las pretensiones de neutralidad valorativa originales
de la ciencia política desde el momento que incluye en su defi-
nición aspectos abiertamente normativos. A continuación des-
arrollaré este argumento en detalle con el objetivo de recono-
cer los límites del conocimiento empírico de lo político. Más
precisamente, me propongo en este capítulo evaluar la perti-
nencia del enfoque politológico sobre la calidad de la demo-
cracia —considerado a final de cuentas como un modelo ideal
entre otros posibles—, en contraste con otros modelos no nece-
sariamente empíricos elaborados para medir/explicar las de-
mocracias realmente existentes. Anticipo que mi posición será
crítica, pues el modelo politológico sale mal librado de la con-
frontación con otros modelos alternativos de democracia y que,
paradójicamente, la ciencia política siempre descalificó por es-
peculativos, irreales o utópicos. Mi crítica más que metodológi-
ca (la mayor o menor pertinencia empírica de los criterios
adoptados por el modelo de calidad de la democracia para me-

89
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dir a las democracias realmente existentes) considerará más


bien el potencial explicativo de este modelo en comparación
con otros. Mi tesis es que al estar atrapado en una búsqueda
fundamentalmente empírica, el modelo de calidad democráti-
ca pierde buena parte de su capacidad explicativa, pues el ver-
dadero desafío en la actualidad no es medir a las democracias
realmente existentes para ver cuál es la “mejor” o la más “bue-
na” de entre ellas, sino adoptar criterios sugerentes para esta-
blecer qué tan democráticas pueden llegar a ser en el futuro.

El debate reciente sobre la democracia

El tema de la calidad democrática —es decir, en una pri-


mera aproximación, de la pertinencia de un régimen demo-
crático en términos de una ampliación efectiva y extensiva de
derechos civiles y políticos más allá del sufragio— es relativa-
mente nuevo en la ciencia política.70 Con este concepto sus
promotores buscan registrar, debatir y analizar la afirmación
de la democracia en cualquier país midiéndola en el tiempo (no
en el inmediato sino en el mediato). La novedad que el tema
expresa —tanto en términos estrictamente conceptuales como
en el terreno de la investigación empírica orientada a identifi-
car los problemas y llegar, incluso, a proponer distintas estrate-
gias de mejoramiento— puede comprenderse como la culmina-
ción sintética y caracterizante de dos procesos políticos que
han tenido lugar en muchos países desde los años setenta del
siglo XX: el proceso de democratización o transición democrá-
tica (o bien, el paso de un régimen autoritario hacia formas
abiertamente democráticas) y el proceso de consolidación de-
mocrática (o bien, el intento por afirmar y asentar en el tiempo
las prácticas y los valores democráticos surgidos durante la
transición).
Por otra parte, la calidad democrática es una propuesta
que establece un conjunto de indicadores para comparar en
qué punto se encuentran distintos países en términos del desa-
rrollo institucional y societal de su vida democrática; es decir,

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nos permite, al menos en el papel, observar, identificar y pro-


poner el mejoramiento integral de los regímenes políticos exis-
tentes en la actual reorganización de la moderna democracia
representativa, en particular en la imperiosa obligación de sa-
ber cómo dotarla de nuevos atributos y derechos. Incluso, se
puede decir que la noción de mejoramiento de la democracia es
deudora de la concepción sociológica sobre el Estado y la polí-
tica, desde el momento en que su preocupación central es pre-
guntarse sobre las condiciones necesarias (sociales, económicas
y propiamente políticas) que permiten, en primer lugar, el naci-
miento o la recuperación de una democracia después de una ex-
periencia anti-democrática, para abordar ulteriormente el pro-
blema de sus distintos desarrollos y, por último, de su
perdurabilidad en el tiempo y/o el regreso a una forma autori-
taria o de otro tipo anti-democrático.71
Ahora bien, se puede pensar que las preocupaciones y las
propuestas teórico-metodológicas acerca de la calidad demo-
crática tienen en los fenómenos (y teorías por supuesto) de las
transiciones su sostén inigualable. Sin embargo, si aguzamos la
mirada, no es así —o por lo menos no del todo—, ya que el de-
bate de la calidad democrática es quizá la culminación de un
largo y pausado desarrollo político de los regímenes contem-
poráneos. Esto es, su origen intelectual y metodológico se en-
cuentra en la mañana siguiente a la Segunda Guerra Mundial y
no necesariamente en la llamada “tercera ola de las democrati-
zaciones” (Huntington, 1991). Por ello, es necesario diferenciar
dos núcleos constitutivos o bien dos ámbitos de inteligibilidad
que la calidad democrática tiene desde su inicio. El primero
está compuesto por lo que tentativamente llamaré las transfor-
maciones contemporáneas de la democracia (génesis larga); el
segundo, por aquello que, de igual modo, se podría llamar las
transformaciones recientes en la democracia (génesis breve).
Lejos de ser una distinción obvia, los cambios de la democracia
y los cambios en la democracia —y que coinciden con los dos
núcleos genéticos de la calidad democrática— son importantes
porque existe una diferencia de fondo entre ambos. Es decir,
una transformación profunda de un régimen político supone

91
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hablar del paso completo de un régimen a otro, ya que involu-


cra a todas y cada una de las partes constitutivas de la comuni-
dad política en cuestión (valores, creencias, ideología, constitu-
ción), y quizá en lugar de régimen político se debe hablar de
sistema político. Al contrario, un cambio en el interior del régi-
men político, que modifica algunas de sus partes constitutivas,
precedida por distintos procesos de crisis, supone un tránsito
de un régimen político que será solo gradualmente sustituido
por otro. Es decir, las diferencias prevalecientes entre cambio
del régimen tout court y cambio en el régimen no son única-
mente de grado; son temporales (cuándo, cómo, por qué,
quién), pero también de jerarquía: ¿frente a qué tipo de cambio
político nos encontramos?; ¿es un cambio estrictamente ha-
blando de régimen o es su adaptación a las formas emergentes
que las instituciones, actores y sociedad civil están manifestan-
do en una determinada coyuntura crítica?; ¿es un cambio par-
cial que sólo permitirá la consolidación democrática o es un
cambio sustancial que permitirá el nacimiento de un régimen
democrático distinto o de una experiencia anti-democrática? Es
decir, ¿es un cambio inmediato (breve) o un cambio mediato
(largo) que afectará la propia organización del poder político,
su distribución y dispersión, así como la influencia de los acto-
res políticos y sociales en la tutela del mismo?

La democracia en la edad contemporánea (génesis larga)

El fondo de las transformaciones contemporáneas de la


democracia está señalado por una paradoja instituyente: la de-
mocracia es causa y consecuencia potencial de la guerra. Es decir, la
democracia conlleva una lógica reactiva que, dependiendo de
la fuerza y el impacto de la reacción, puede provocar cambios
largos o breves en la dinámica del régimen democrático, afec-
tando su estructuración institucional y, por ende, la profundi-
zación en distintos niveles de su efectividad. Así pues, por
ejemplo, los mecanismos electorales en la década de los treinta
del siglo XX permitieron el ascenso y el desarrollo del fenó-

92
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meno del totalitarismo de derecha en Europa. Sin embargo,


de igual modo, la propia democracia se volvería en el inicio
de la segunda posguerra la salida “natural” a los movimien-
tos anti-democráticos.72 En este sentido, no resultaba privati-
vo que en el contexto del naciente orden mundial posterior a
la guerra,73 el macro-fenómeno de la democratización se vol-
vería el focus principal de la naciente ciencia política empíri-
ca. La preocupación y la insistencia sobre la dimensión empí-
rica de la democracia y de una disciplina particular que se
ocupase de ello, señalaba además una preocupación que ten-
drá su correspondiente adecuación tanto en términos meto-
dológicos (método comparado), como en términos reales:
construir indicadores empíricos de la democracia, cuya forma-
lización abrevó, en un primer momento, de la estadística y las
distintas propuestas disponibles que provenían de las matemá-
ticas y campos afines, así como del propio discurso acerca del
método en la ciencia política como disciplina que nace, tal y
como la conocemos en la actualidad, como una ciencia encarga-
da de discutir, significar y estudiar a los distintos regímenes
democráticos en el terreno fáctico. Ahora bien, ¿cuál fue la ra-
zón histórica e intelectual que originó esta dilatación y consoli-
dación disciplinar e institucional?
En primer lugar, en el terreno histórico es necesario preci-
sar que con la reorganización del concierto de las naciones des-
pués de la guerra, surgirá una concepción dicotómica de la demo-
cracia, generada por los Estados que salieron triunfadores del
conflicto bélico (Estados Unidos a la cabeza). Es decir, una con-
cepción de la democracia que se ubica como una forma de go-
bierno contrastante a su principal rival: los movimientos anti-
democráticos y las distintas opciones políticas antagónicas
(socialismo real). Por ello, el desafío de aquel entonces era el
aseguramiento institucional de la democracia (la buena o mala
calidad vendría después), lo que obligaba a volcar literalmente
la investigación y la reflexión sobre los aspectos domésticos (o
intensivos) de las instituciones, a partir de la unidad máxima de
análisis como lo era el Estado-nacional en dos sentidos; hacia
fuera, en el llamado concierto entre las naciones, la nueva sobe-

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ranía estatal fungía como límite estructural del régimen demo-


crático; hacia adentro, el Estado se ocupaba de la construcción
de los caminos por seguir para el desarrollo de la vida en socie-
dad que necesitaba ser leído en clave de una profunda educa-
ción hacia la democracia.
Asimismo, al ser una salida a la experiencia totalitaria, la
democracia necesitaba de un elemento de cohesión (en el nivel
de los hechos) y de explicación (en el nivel de las ideas) para re-
ferir precisamente el nacimiento, el desarrollo y la potencial
muerte de un régimen democrático (véase supra). En este senti-
do, el punto a considerar fue: ¿qué condiciones sociales, cultu-
rales y, sobre todo, económicas pueden asegurar el desarrollo
de la democracia en el tiempo para que esta última pueda per-
durar y desterrar en lo posible la experiencia antagónica a ella?
La respuesta estará dada por las nuevas funciones que adoptó
el Estado (y el régimen político consustancial a él) como garan-
tes y promotores de una cultura política de corte democrático.
No es gratuito que en este contexto cobre forma la llamada
“gran generación de pensadores sobre la democracia”, que son
aquellos que insistirán sobre la dimensión real de la misma y no
sobre su dimensión sustancial o normativa.74 Este hecho es im-
portante ya que aquí comenzará el debate sobre el nivel de de-
mocraticidad que puede alcanzar un régimen democrático en
el terreno fáctico, dado que estos pensadores abogarán sustan-
cialmente sobre los aspectos más institucionales y menos sobre
los contenidos.75
Por consiguiente, la insistencia sobre los mecanismos ins-
titucionales de control y aseguramiento de la democracia nos
lleva a discutir varios puntos. El primero, la concepción domésti-
ca de la política y la democracia, dado que la democratización,
tanto en los años cincuenta como en los sesenta del siglo XX,
miraba, antes que nada, a su desarrollo nacional. Un segundo
elemento que vivirá con la democracia es la rápida transforma-
ción de las economías de la posguerra (industrialismo).76 En
este sentido, vale la pena puntualizar que el crecimiento acele-
rado (1945-1975) vivido en Europa, Estados Unidos y con me-
nor intensidad en el subcontinente latinoamericano, tendría

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consecuencias no intencionales, tales como el conflicto de clase,


el conflicto generacional y la disputa por los llamados valores
post-materiales, así como la introducción de un mecanismo es-
tructurado económicamente pero usado en la arena política, y
que se volvería central en la dinámica de los regímenes demo-
cráticos: la mecánica de la esperanza política, que involucró
dos dimensiones, una estructural y otra de tipo cognitivo (Piz-
zorno, 2006).77
El mecanismo de la esperanza política puede ser definido
como aquella concepción en la cual se le inculca al ciudadano
la creencia de que el Estado se encargará del mejoramiento de
las condiciones socioeconómicas de él y de la sociedad en su
conjunto. 78 En el desarrollo de las democracias liberales de
masas a partir de los años cincuenta del siglo pasado, se pon-
drá en movimiento dicha concepción cuando sutilmente y
mediante la organización del Estado benefactor, se expande la
noción de un Estado que se ocupaba (en alguna medida, esto
es consecuencia de la llamada educación a la democracia) de
la sociedad. Luego entonces, este mecanismo indujo a pensar
que el Estado podía contribuir a la transformación positiva de
ella.
Ahora bien, con relación a la dimensión estructural de la
esperanza política, se tiene el desarrollo de la triada compues-
ta por el sistema de expectativas (de aquí la idea de esperar), los
medios para alcanzarlas (estructuras territoriales) y los resulta-
dos obtenidos (satisfacción con los productos que las agencias
de provisión de servicios estatales ofertaban). El punto que re-
sultaba altamente estéril era que este mecanismo estuvo dele-
gado al mercado y su estabilidad; es decir, dependía del creci-
miento económico y no de las decisiones políticas. Al mismo
tiempo, el entredicho de las expectativas (o aquello que se es-
peraba que la democracia pudiera ofrecer en términos de bien-
estar) y los resultados cada vez menos consistentes que ofrecía,
fueron el detonante de la crisis del Estado de bienestar. Este
predicamento puede definirse tentativamente como anomia es-
tructural. En cambio, cuando los ciudadanos comienzan a ma-
nifestar una creciente insatisfacción con las instituciones demo-

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cráticas, sobre todo con el advenimiento de la sociedad post-


industrial y posteriormente compleja, se puede decir que es-
tamos frente a una anomia biográfica o cognitiva. Ello es así por
un hecho inédito que el mecanismo de la esperanza política
había introducido en los regímenes democráticos: por una
parte, el Estado y sus servicios, y, por otra, el mercado y su
efectividad, que se volvían el verdadero punto de conversión
de la sociedad, centralizando en una sola entidad la represen-
tación pública (voto), la representación privada (recursos) y la
administración pública (servicios). Por ello, el Estado se vol-
vería una auténtica escuela de integración para controlar en
modo parcial la anomia estructural, así como un poderoso ca-
nal de socialización y educación política (educación soporta-
da en las estructuras territoriales de los otrora poderosos par-
tidos de masas).
Luego entonces, cuando se comienzan a vislumbrar los
primeros síntomas de claudicación de la noción de esperanza
política, más o menos hacia mediados de los años setenta del
siglo XX, es el momento en que ya se puede hablar de las trans-
formaciones recientes en el interior de los regímenes políticos
contemporáneos (génesis corta).

Problemas recientes de los regímenes políticos (génesis corta)

¿Qué es lo que ha estado sucediendo en los últimos dos


decenios con relación a la democracia, sus instituciones y las
esferas de la política? En primera instancia, al tiempo que el Es-
tado de bienestar y sobre todo su instancia económica comen-
zaban a manifestar los primeros síntomas de declinación seve-
ros (con la recesión económica de mediados de los años
setenta), surgen en modo paulatino y por momentos intempes-
tivo tres transformaciones que modelarán la arquitectura de los
nuevos Estados y que tentativamente se pueden definir como:
posdemocráticas, contractuales y post-liberales. Estos tres cam-
bios referirán la nueva estructuración de la sociedad, el indivi-
duo y la política democrática.

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El primer cambio es de corte societal, donde es necesario


reparar en las consecuencias que el cambio en el modelo de so-
ciedad exportó para la vida pública de los regímenes políticos.
Es decir, la organización societal79 que centralizaba sus desarro-
llos a partir de la triada trabajo-conflicto-territorio, cedería su
lugar a un modelo de sociedad que hiper-especializó el merca-
do del trabajo, a la par de pretender controlar y, en el peor de
los casos, anular la intensidad de la participación política de los
grupos sociales (por medio de los partidos políticos o de otros
canales) y, por último, dar paso a una organización de los gru-
pos en términos de una creciente des-territorialización cultural
e identitaria.80 Dos consecuencias inmediatas son evidentes: el
nacimiento de las nuevas profesiones básicamente en estudios
asociados de influencia norteamericana, y el auge institucional
de la tecnocracia en sus dos grandes variantes: como bloque
uniforme de poder, que propone grandes planes económicos y,
al mismo tiempo, controla las instituciones claves del Estado;
por otra, en su forma de epistemic communities, que es una va-
riante a un solo tiempo técnica e intelectual y que, en palabras
de Claudio Radaelli (1999, p. 761) son “redes de profesionales
que son reconocidos en competencia y experiencia en un rubro
particular y reivindican un conocimiento relevante para la po-
lítica pública en el interior de dichos rubros”.81
Dicha transformación está vinculada con el cambio orga-
nizacional de la sociedad de la segunda mitad del siglo XX. Es
decir, se pasaría de una sociedad construida a partir del con-
flicto (que a su vez había sido la concepción dicotómica de la
institución de las sociedades en el siglo XX) a una institución
societal líquida, en el sentido de que la matriz territorial, de
clara influencia liberal, pierde su papel de dominación-centra-
lización.
El segundo cambio es de corte subjetivo, donde se asiste a
la sustitución de la concepción del hombre a partir de sus nece-
sidades por otra que ubica al hombre a partir de sus posibilida-
des. La consecuencia de este cambio afectará considerablemen-
te la estructuración de cualquier noción de ciudadanía y
sociedad civil y, por ende, de la política, ya que el individuo es

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considerado como un momento de la mecánica institucional y


democrática pero no el momento definitorio.82 Este pasaje es
importante porque se encuentra en el centro de los distintos
discursos politológicos contemporáneos de corte neoutilitario
que ubican en el centro de su planteamiento las llamadas para-
dojas-contradicciones de la racionalidad política. Esto es, la po-
lítica funciona más por los aspectos no intencionales de sus ac-
ciones y menos por la lógica de la planeación y la adecuación
institucional para “salir del paso”.83
El tercer cambio es de corte político, donde se asiste a la
transformación de la matriz de la representación política de
corte clásico-territorial hacia una representación política cada
vez más dispersa en términos territoriales. Es decir, se asiste a
la sustitución de la membresía política de corte identitario e
ideológico que conferían los partidos políticos de masas a una
membresía que tentativamente se puede denominar inmaterial
y abiertamente compleja (cfr. Arditi, 2005). Es sintomático el
creciente proceso de des-ideologización de los partidos políti-
cos contemporáneos, al introducir el primado no intencional en
su estructuración discursiva, aunado a la reducción de las po-
sibilidades del ciudadano (pasaje subjetivo) a una sola: el voto
que permita ganar los puestos de elección.
Al volverse inmaterial la membresía hacia el partido polí-
tico, cada ciudadano antes de compartir las causas del prójimo
o de la persona que se encuentra al lado, reivindica su propia
condición de diferencia frente a lo colectivo. Es decir, el ciuda-
dano incrementa la intensidad de su participación en la políti-
ca a partir de la estructuración de alguna de las caras que enar-
bola: puede intensificar su participación en términos de
reivindicación de su propia condición de inferioridad/superio-
ridad social frente a las demás condiciones, antes de compartir
un sentimiento o una necesidad en común (Pizzorno, 2006).
Quizá esta sea una de las causas que han provocado el incre-
mento del costo de la política democrática, ya que a la desapa-
rición paulatina de las identidades sociales por las cuales abo-
gar desde el partido político, se vuelve urgente el uso
discrecional de los medios de comunicación (principalmente la

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televisión) para poder repercutir en las preferencias indivi-


duales y, posteriormente, colectivas a favor de una tendencia o
una organización. Asimismo, el incremento en el costo de la
organización de la contienda política está directamente rela-
cionado con la incorporación de las comunidades de expertos
(efecto claro de las nuevas profesiones y del surgimiento de la
tecnocracia en el nivel gubernamental) tanto en la confección
de la imagen política como en el diseño de las plataformas,
oferta y propuestas de gobierno (Cansino y Covarrubias, 2006,
pp. 36 y ss.).
En este sentido, tanto la génesis larga como la génesis cor-
ta, con los cambios y/o alteraciones que han señalado en la ins-
titucionalidad de los regímenes políticos, sobre todo en aque-
llos de democratización reciente, son indispensables para
entender en modo integral las principales dimensiones de inte-
ligibilidad y análisis de la calidad de las democracias (Cansino
y Covarrubias, 2005, p. 19). El tema por sí mismo resulta nece-
sario porque puede permitirnos discutir seriamente sobre la
pertinencia o no de los tradicionales instrumentos y criterios
analíticos con los cuales contamos para examinar algunas de
las múltiples dimensiones que el régimen democrático tiene y
particularmente en aquellos aspectos que puedan referir a la
“buena” o “mala” salud de las instituciones políticas. De igual
modo, nos ayuda a la introducción de criterios más reales ?y
por ende con un grado de confiabilidad en el tema de los indi-
cadores? para observar el grado de consolidación democrática
y de aseguramiento de derechos (que es el último puerto hacia
el cual se quiere dirigir precisamente el análisis de la calidad de
la democracia).
Hasta ahora, la teoría sobre la calidad democrática ha arri-
bado a la postulación de diversos parámetros para analizar
(comparar) en casos concretos qué tan buenas o malas son las
democracias modernas en sintonía con su preocupación de ori-
gen consistente en ensanchar el entendimiento de este régimen
político desde visiones procedimentales basadas en los electo-
ral y lo representativo hacia concepciones de efectiva y extensa
ampliación de derechos civiles y políticos, donde el sufragio es

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apenas el punto de partida. Pero antes de evaluar la pertinen-


cia de esta propuesta, una última distinción es necesaria, y con
ella regresamos al inicio. No confundamos. Por una parte, el
tema de la calidad de la democracia refiere, antes que nada, a la
llamada actuación democrática; o sea, en otras palabras, a la ac-
tuación de las instituciones de gobierno en una dinámica polí-
tica abiertamente democrática. Por otra parte, la consolidación
refiere directamente a los grados de democratización alcanza-
dos (que se pueden definir como niveles de democraticidad)
que permitan un nivel medianamente satisfactorio de distribu-
ción y justicia en el largo período (March y Olsen, 1995).

Problemas para medir a las democracias

Para avanzar en una propuesta para estudiar la calidad de


la democracia, sus partidarios tuvieron primero que redefinir
el concepto de democracia. Pasar de una definición centrada en
los procedimientos electorales que aseguran la circulación de
las elites políticas a una centrada en aspectos relativos a la afir-
mación de los ciudadanos en todos sus derechos y obligacio-
nes, y no sólo en lo tocante al sufragio. La definición la aportó
Philippe C. Schmitter: “la democracia es un régimen o sistema
de gobierno en el que las acciones de los gobernantes son vigi-
ladas por los ciudadanos que actúan indirectamente a través de
la competencia y la cooperación de sus representantes”
(Schmitter y Karl, 1993). La idea implícita en esta definición es
considerar a la democracia desde el punto de vista del ciudada-
no en relación con sus gobernantes. Así, entre más una demo-
cracia posibilita que los ciudadanos, además de elegir a sus re-
presentantes, puedan sancionarlos, vigilarlos, controlarlos y
exigirles que tomen decisiones acordes a sus necesidades y de-
mandas, dicha democracia será de mayor calidad, y viceversa.
En esa dirección contribuyó sobremanera el concepto de
“democracia delegativa” acuñado por el politólogo argentino
Guillermo O’Donnell en 1994. Según esta concepción, existen
varias democracias en el mundo, como las de América Latina,

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en las que los ciudadanos carecen de toda posibilidad normati-


vamente establecida para influir en los asuntos públicos más
allá de poder elegir a sus representantes periódicamente. Por
muchas razones, en estas democracias no maduraron una serie
de preceptos jurídicos que aseguraran que los ciudadanos fue-
ran siempre el origen y el fin de todas las decisiones políticas
que les competen. Más allá de reglas e instituciones electorales,
cuestiones como el gobierno de la ley o la rendición de cuentas
han sido intermitentes o francamente inexistentes. De ahí que
se trate de democracias delegativas, pues una vez que los ciu-
dadanos eligen a sus representantes, les delegan la función de
gobernar por un tiempo determinado, durante el cual no po-
drán incidir de ninguna manera por carecer de las vías institu-
cionales o jurídicas para hacerlo; es decir, no tienen la oportu-
nidad de verificar y evaluar la labor de sus gobernantes una
vez electos.
Llegados a este punto, sólo había que juntar los elementos
dispersos para dar lugar a una noción de democracia pertinen-
te para los efectos de medir su mayor o menor calidad en casos
concretos. La síntesis y la propuesta más acabada elaborada
hasta ahora se debe al politólogo italiano Leonardo Morlino
(2005), quien con gran atingencia resume en cinco puntos los
criterios para medir una democracia de calidad: a) gobierno de
la ley (rule of law); b) transparencia y rendición de cuentas (ac-
countability); c) reciprocidad, correspondencia y capacidad de
respuesta de los detentadores legítimos del poder en la satis-
facción de las demandas ciudadanas y de la sociedad civil en
su conjunto (responsiveness); d) profundización y creación de
nuevos derechos (ampliación de los ámbitos de la participa-
ción), o sea qué tanto la democracia en cuestión se aproxima al
ideal de libertad inherente a la democracia (respeto pleno de
los derechos que se extienden al logro de un espectro cada vez
mayor de libertades); y e) resolución de los problemas de des-
igualdad y justicia (redistribución equitativa del ingreso y
combate a la pobreza), o sea qué tanto la democracia en cues-
tión se aproxima al ideal de igualdad inherente a la demo-
cracia.

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Así, de acuerdo a Morlino (2005, p. 186): “una democracia


de calidad o buena es aquella que presenta una estructura insti-
tucional estable que hace posible la libertad e igualdad de los ciudada-
nos mediante el funcionamiento legítimo y correcto de sus institucio-
nes y mecanismos”. Cabe observar que todos y cada uno de estos
criterios analíticos aluden directa o indirectamente a las condi-
ciones mínimas que nos permiten hablar de un auténtico Esta-
do de derecho democrático.
Si de estudiar empíricamente la democracia se trata, no
cabe duda que este modelo tiene mucho que ofrecer, pero sería
prudente y consecuente que sus promotores lo consideraran
explícitamente como un modelo típico-ideal que anteponer a la
realidad siempre imperfecta e inacabada, por todo lo que de
normativo tiene. En ese sentido, asumir sin florituras el carác-
ter centralmente normativo del concepto de calidad de la de-
mocracia nos lleva invariablemente a compararlo con otros mo-
delos alternativos producidos desde hace mucho por el
pensamiento político. En este nivel, la pregunta ya no es qué
tan pertinente es tal o cual modelo para “medir” y “comparar”
empíricamente a las democracias realmente existentes, sino
qué tan consistentes son para pensar qué tan democráticas
pueden ser en el futuro nuestras democracias reales. De nuevo,
la contrastación entre un modelo ideal y la realidad, pero sin
más pretensión que el perfeccionamiento y mejoramiento per-
manente de nuestras sociedades, que por supuesto no es poca
cosa.
Asumiendo que lo realmente importante para el pensa-
miento democrático es establecer una serie de criterios ideales
que nos permitan proyectar sociedades democráticas más jus-
tas y próximas al principio de la dignidad humana inherente a
la propia democracia, examinaré a continuación algunos mo-
delos de democracia alternativos a los meramente instituciona-
listas o elitistas. La pregunta aquí es: si la democracia es siem-
pre una realidad nunca acabada, indeterminada y siempre
perfectible, ¿qué ideal de democracia es el más pertinente para
anteponerlo a nuestras democracias realmente existentes en
vistas de su propio mejoramiento?

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Para comenzar con el modelo de democracia de calidad,


cabría añadir a lo dicho hasta aquí que su principal contribu-
ción es ofrecer una serie de criterios mínimos indispensables de
carácter normativo para hablar de una democracia efectiva, a
saber: gobierno de la ley, rendición de cuentas, reciprocidad, li-
bertad e igualdad. En el seno de la disciplina en la que este mo-
delo surge —la ciencia política—, quizá se desdibuje su poten-
cial explicativo, pues se presupone que las democracias
pueden contar con alguno o algunos de estos criterios sin dejar
de ser democracias, si acaso son democracias imperfectas o en
vías de consolidación. Contrariamente a este proceder, me pa-
rece que este modelo puede ser realmente valioso en la medida
que no admita gradaciones en el momento de emplearlo para
analizar regímenes políticos concretos. Dicho de otro modo, en
estricto sentido, si en una democracia no operan todos los pre-
ceptos definidos por el modelo u operan de manera parcial no
merece el nombre de democracia, por más que a ésta se le aña-
dan distintos adjetivos para establecer sus insuficiencias o limi-
taciones (democracias “imperfectas”, democracias “inconclu-
sas”, democracias “delegativas”, democracias “en transición”,
etcétera). Quizá estemos en presencia de un régimen democrá-
tico en lo electoral, pero antidemocrático en todo los demás.
No hay por qué temer a los términos. Además, como modelo
normativo, el de la calidad democrática nos permite ganar en
claridad acerca de las condiciones mínimas de carácter legal
centradas en el ciudadano, indispensables para calificar de de-
mocracia a un determinado régimen. Ganar en claridad en as-
pectos tales como la rendición de cuentas o el imperio de la ley
es una condición para reconocer los déficit que deberán ser col-
mados tarde o temprano en la perspectiva de mejorar nuestras
realidades políticas.
Además, se trata de criterios normativos fácilmente reco-
nocibles, ya sea porque deberán estar formalizados claramente
en las constituciones nacionales vigentes a manera de garantí-
as y derechos para todos los ciudadanos sin distinción; o por-
que su efectividad se deduce de las propias condiciones de li-
bertad e igualdad existentes en la sociedad en cuestión. Desde

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este punto de vista, tiene mucho sentido asumir, por ejemplo,


que sólo puede hablarse de democracia en sociedades donde
las desigualdades extremas o la concentración inequitativa de
la riqueza han disminuido de manera efectiva. Tiene sentido,
porque la lógica sugiere que una democracia efectiva no puede
más que atender las necesidades y demandas de las mayorías,
a las que se deben los gobernantes de turno, por lo que en pre-
sencia de desigualdades oprobiosas hay algo que simplemente
no está funcionando. Lo mismo vale para la noción de libertad,
que en este caso se traduce en derechos cada vez más efectivos
y plenos para las minorías en un país.
Por todo lo anterior, encuentro muy pertinente el modelo
de democracia de calidad. Recurrir a él —desde América Lati-
na, por ejemplo— constituye una herramienta de primera
mano para advertir claramente los muchos déficit que los paí-
ses de esta región tienen en materia de democracia. Además,
este modelo, por el hecho de provenir de una tradición de pen-
samiento a estas alturas muy arraigada e influyente en Latino-
américa, heredera de la vasta literatura politológica sobre
transiciones a la democracia, asegura su fácil incorporación a
los esquemas de explicación dominantes entre sus intelectua-
les y académicos. En suma, su impacto está asegurado en estas
latitudes porque de manera clara y concisa ilustra sobre un de-
ber ser de la democracia históricamente ausente en práctica-
mente toda la región, pero igualmente indispensable para me-
jorar las reglas e instituciones políticas existentes. En ese
sentido, este modelo me recuerda otro que en los años ochen-
ta del siglo pasado tuvo gran influencia en América Latina, la
definición mínima de democracia propuesta en su momento
por el filósofo Norberto Bobbio (1984), pues con ella los latino-
americanos pudimos reconocer sin florituras ni ambages las
condiciones mínimas que nos permitían hablar de democracia,
después de que el concepto había sufrido todo tipo de usos y
abusos a manos de los políticos e ideólogos de turno. Ahora de
lo que se trata es de sumar a la definición mínima de democra-
cia otras condiciones de carácter normativo que finalmente ha-
gan las cuentas con el ciudadano, principio y fin de la demo-

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cracia. No es aventurado anticipar un gran éxito al modelo de


la calidad de la democracia en América Latina, pues existe ya
en sus países una conciencia muy desarrollada en torno al pa-
pel central del ciudadano en la construcción de sus socieda-
des, papel que fue largamente escamoteado y ninguneado por
las elites locales y que explica en parte la escasa atención que
ha merecido en los arreglos normativos vigentes en práctica-
mente toda la región.
Con todo, por su origen politológico, este modelo sigue
atrapado en los esquemas de democracia real dominantes en la
disciplina. En ese sentido, para este enfoque, la democracia es
ante toda una forma de gobierno basada en una serie de insti-
tuciones y procedimientos que regulan la circulación perma-
nente de las elites mediante el sufragio efectivo. Como tal, una
democracia puede ser perfectible en la medida que incorpora
más derechos y garantías para que los ciudadanos puedan de
manera efectiva vigilar, controlar y sancionar a sus autorida-
des. La addenda es en sí misma valiosa para enriquecer nuestro
entendimiento de la democracia, pero ciertamente insuficiente
para quien intuye que la democracia es mucho más que una
forma de gobierno. Por ello, es menester considerar otros mo-
delos de democracia para los cuales ésta es también una forma
de sociedad, una forma de vida. El tránsito a este tipo de posi-
ciones es importante, pues quizá las democracias realmente
existentes pueden incorporar en sus arreglos normativos pre-
ceptos cada vez más justos y amplios para perfeccionarse,
como sugiere el modelo de la calidad democrática, pero al mis-
mo tiempo es muy probable que seguirán atrapadas en dispu-
tas mezquinas por el poder que por la vía de los hechos supe-
diten nuevamente a los ciudadanos y sus eventuales
conquistas. A final de cuentas, el entendimiento del poder en
clave realista lleva a reconocer que el peso de los intereses cre-
ados no tiene reparos de ningún tipo. De ahí que es importante
hurgar en otros modelos de democracia, quizá menos realistas,
para identificar la capacidad instituyente de la sociedad en una
democracia y según la cual el que las elites busquen siempre
imponer sus reglas y condiciones, más que una limitante es una

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condición de resistencia, subversión o afirmación creativa y


participativa de la sociedad.
En las democracias realmente existentes, ni los partidos, ni
los gobiernos, ni las instituciones representativas en general en
todo el mundo han sido capaces de mantener márgenes acepta-
bles de legitimidad para poder gobernar sin mayores contra-
tiempos. Así, los ciudadanos nos sentimos cada vez menos re-
presentados por los partidos o menos identificados con las
autoridades políticas; concebimos cada vez menos a las eleccio-
nes como un referente cívico indispensable y creemos cada vez
menos en los motivos de los políticos profesionales.
Además, la crisis de los partidos, que hoy es estructural en
todas partes, se ha traducido en situaciones más o menos ex-
tensas de apatía política, despolitización y hasta ha hecho pros-
perar a actores y partidos supuestamente antipolíticos que em-
piezan a capturar mayor atención de los electores que los
políticos tradicionales.84
En contrapartida, una parte considerable de nuestras socie-
dades ha decidido organizarse autónomamente frente a la impo-
sibilidad real, la ineptitud o el desinterés de las instituciones y
las autoridades políticas para satisfacer y responder a las de-
mandas sociales acumuladas. Diariamente surgen nuevas orga-
nizaciones e iniciativas independientes de la sociedad civil a pe-
sar del (o al margen del) Estado, los partidos y las autoridades.
Obviamente, no se pueden aventurar escenarios definiti-
vos sobre el futuro de los partidos, sino sólo advertir que la cri-
sis de las democracias representativas es de tal magnitud que
ya no admite maquillajes ni formulas retóricas.
En todo caso, lo que estos datos plantean aquí y ahora es la
necesidad de repensar la democracia desde la sociedad. En
otras palabras, si la democracia ha de contar con nuevos conte-
nidos más próximos al sentido original de esta noción y ha de
expresar más realistamente lo que se está moviendo en las so-
ciedades modernas, deberá dar cobertura teórica al conjunto de
iniciativas ciudadanas, movimientos sociales y demás acciones
que como tales llenan de nuevos contenidos simbólicos al po-
der político.

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En esta perspectiva, considerando las limitaciones de los


modelos de democracia empíricos, como el de calidad de la de-
mocracia, me parece que una visión alternativa para pensar la
democracia —en América Latina por ejemplo— debe conside-
rar que ésta no depende solamente de una transición exitosa o
de una nueva política económica o de mejores políticas públi-
cas. Lo que el resurgimiento de la sociedad civil en nuestros pa-
íses revela es que le corresponde precisamente a ella llenar de
contenidos a la política real. La democracia nace pues de las
propias iniciativas ciudadanas y sus expresiones de lucha. Este
proceso de afirmación política de la ciudadanía se opone clara-
mente a las visiones que reducen su participación a una mera
legitimación a posteriori vía el sufragio de lo que las elites polí-
ticas previamente acordaron. Este es el verdadero contenido de
la democracia en la modernidad. No querer verlo es permane-
cer en el ámbito de las justificaciones de la política estatal, en el
terreno de la ingeniería y el cálculo políticos que hasta ahora
sólo se ha traducido en un mayor rédito para los propios polí-
ticos profesionales.85
En suma, la sociedad que se mueve reivindica un valor de
la democracia olvidado por la política estatal: el reconocimien-
to de la soberanía popular, o sea la afirmación de un espacio
público para la discusión y la toma de decisiones sobre el modo
como el pueblo ha de organizar su vida social. En este sentido,
el poder se entiende como un espacio vacío que sólo puede ser
ocupado de manera simbólica por la sociedad y nunca de ma-
nera material por cualquiera de sus partes.
Por fortuna, frente a las lecturas institucionalistas domi-
nantes de la democracia, se ha ido articulando desde distintas
tradiciones intelectuales un modelo democrático alternativo
que tiene como eje la desestatización de la política; vale decir,
la expropiación de lo político a los profesionales de la política y
su recuperación por parte de la sociedad civil. En esta corrien-
te confluyen autores como Hannah Arendt (1958 y 1971), Cor-
nelius Castoriadis (1975) y Claude Lefort (1983 y 1986). De esta
tradición de pensamiento me ocuparé en detalle en el capítulo
7 del presente volumen. Baste mencionar por ahora que los au-

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tores que participan en ella conciben a la democracia como un


dispositivo simbólico, una creación histórica de una colectivi-
dad consciente de sí misma. Esta idea fuerza le imprime un vi-
raje a la concepción estatal. Redefine no sólo el concepto de Es-
tado sino también el conjunto de ideas dominantes sobre lo
político. Desestatizar la política significa regresar a la sociedad
civil la capacidad de llenar de contenidos simbólicos a la polí-
tica. Esta situación coloca al Estado ya no como la institución
que monopoliza lo político, sino que para afirmarse como tal
requiere transformarse y ceder el espacio público a lo social. El
futuro del Estado depende entonces de la capacidad de asimi-
lar en su justa dimensión el nuevo papel de la sociedad civil.

De la medición a la invención de la democracia

Observar las democracias reales a partir de un ideal de de-


mocracia, cualquiera que éste sea, lo más seguro es que nos lle-
ve al desencanto por lo mucho que nos falta por hacer. De ahí
que la filosofía política ha pensado diversas estrategias para
acercarnos al ideal, en este caso de la democracia: “profundi-
zar” la democracia, “consolidar” la democracia, “radicalizar”
la democracia, etcétera. En esta línea de preocupaciones se
pueden ubicar a muchos autores y corrientes de pensamiento,
pero veamos como lo plantean en particular los autores que en
oposición a la ciencia política institucionalista perfilan un mo-
delo de democracia distinto y que se proponen restituir de dig-
nidad y visibilidad a los ciudadanos de carne y hueso.
En el caso de Arendt, por ejemplo, su gran preocupación
era entender la democracia en clave postotalitaria. Según ella,
si se aspira en nuestros tiempos a decir algo original sobre la
democracia se deben reconocer primero las características que
explican el fenómeno totalitario. De ahí que Arendt elabora un
modelo ideal de democracia en el opuesto exacto del totalita-
rismo, en el entendido de que las características de éste se ex-
presarían en sentido contrario en aquélla. Si en el totalitarismo
lo que existe es un pensamiento único, una obsesión por deter-

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minarlo todo, un control absoluto del poder, la eliminación de


la individualidad, etcétera; en la democracia lo que hay es un
pluralismo pleno, una total indeterminación, la capacidad de
los ciudadanos de definir los contenidos y los valores comunes,
y un pleno reconocimiento de las diferencias y la diversidad,
etcétera. Una vez inferido el ideal democrático, su contrasta-
ción con las democracias reales de la época, le sugirió a nuestra
filósofa que el principal problema de las democracias moder-
nas era de representación. Algo no funcionaba desde el mo-
mento en que los partidos se abrogaban la facultad de decidir
en las instancias formales de representación sobre los temas
que competían a la sociedad, pero sin tomarla en cuenta, sien-
do que el principio y fin de la democracia es precisamente la
sociedad. De ahí que Arendt se coloca en el extremo opuesto de
las visiones realistas de la democracia que, como en Schumpe-
ter, colocaban a las elites en el centro del proceso decisional y le
conferían a la sociedad un papel irrelevante.
Para Castoriadis, por su parte, la política debe ser inven-
ción constante o el riesgo totalitario seguirá acechando. Desde
este punto de vista, el poder es localizado en aquella dimen-
sión en la que los individuos y los grupos se forman una ima-
gen de su situación y su sociedad. El poder no es, frente al ca-
tastrofismo de una izquierda metafísica, ninguna fatalidad
dominante que se sustraiga al horizonte de experiencias de las
personas concretas y que, al mismo tiempo, actúe detrás de
ellos. El ejercicio de este poder definiría la acción democrática
como la praxis contra todos aquellos mecanismos que ofrecie-
sen resistencia al ejercicio efectivo de la igualdad, la libertad y
la solidaridad civil. En este marco de inquietudes, Castoriadis
se enfrascó en primer lugar en una crítica a la burocracia, con-
siderada como la estructura que ha sofocado el potencial eman-
cipatorio del socialismo. De ahí emergen sus dos volúmenes de
La sociedad burocrática (1973), en los cuales sostiene que el siste-
ma burocrático no es un “accidente de la historia”, sino que ha
sido generado por la división rígida entre quienes dirigen y son
dirigidos, entre quienes mandan y quienes obedecen, con la
consecuente exclusión de los trabajadores de la gestión de la

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producción. Contra este nefasto desarrollo de la historia, Cas-


toriadis se propone alentar y solicitar en la sociedad las tenden-
cias antiburocráticas.
No es casual que Castoriadis haya partido de una crítica a
la burocracia para construir su teoría de la política y la socie-
dad. De hecho, el totalitarismo es el horizonte en el cual se ins-
cribe toda reflexión significativa sobre la democracia. Frente al
firme propósito totalitario de negación del conflicto a través de
la imposición de una única “opinión”, “esquema” o “dogma”,
las sociedades democráticas, en la medida que se fundamentan
en el cuestionamiento institucionalizado de sí mismas, renun-
cian a cualquier tipo de unidad, por débil que fuera. De ahí que
la sociedad es pensada por Castoriadis como un “imaginario
colectivo” que está en peligro de extinción por la lógica de los
mecanismos burocráticos y económicos.
Para mediados de los años setenta, Castoriadis había ya
roto con el marxismo para desarrollar su visión de la sociedad
y la historia. En su libro más importante, La institución imagina-
ria de la sociedad (1975), Castoriadis busca demostrar que, de
Platón a Marx, el pensamiento político occidental ha concebido
determinadas teorías de la sociedad, para después aplicarlas o
actuarlas. Ello desarrolla una concepción de la sociedad en su
identidad esencial y estática, una “ontología identitaria”, que
ocultaría el verdadero carácter de una sociedad, lo que Casto-
riadis llama el “imaginario social”. Un paradigma positivo de
dicho imaginario social estaría representado por la protesta es-
tudiantil de 1968 con el eslogan “¡La imaginación al poder!”.
Se trata entonces para Castoriadis de ver lo que el pensa-
miento político tradicional no ve: que dentro de la “sociedad
instituida” se construye una “sociedad instituyente” —el ima-
ginario social—, cuya creatividad y originalidad se sustraen a
toda fundación racional. De ahí su invitación a concebir a la so-
ciedad y a su historia como acción creadora, autoconstitución
de la identidad de un mundo de individuos. En ese sentido, la
política es democrática o no es política, entendiendo por demo-
cracia aquella forma de sociedad que es expresión del espacio
público, del estar con los otros, un proyecto colectivo nacido de

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los imaginarios sociales. En síntesis, Castoriadis nos enseñó a


ver el mundo como un esfuerzo hacia la institución de una so-
ciedad autónoma. Por ello, leer su obra no es solamente un he-
cho teórico sino una auténtica apertura de conciencia, una po-
sibilidad distinta para sentir, pensar y actuar el mundo.
Lefort, por último, sostiene que no es posible comprender
el sentido del fenómeno totalitario —fenómeno que, como
prueban las experiencias de Gulag o Auschwitz, ha marcado un
antes y un después de la humanidad— si no es con la vista
puesta en la revolución liberal democrática, que se extiende y
consolida como forma de vida a lo largo del siglo XIX, y llega
hasta nuestros días. Asimismo, intenta mostrar que la teoría
política ha de incorporar los resultados de la crítica liberal de-
mocrática al totalitarismo, si quiere contribuir en algo al perfec-
cionamiento de la democracia, pues el totalitarismo no es un
accidente histórico producido por encantamientos de sirena,
sino la consecuencia de una elección: reducir la radical plurali-
dad de perspectivas éticas, estéticas y políticas que genera la
revolución liberal democrática, a una única visión del mundo.
Para Lefort, la polis, la sociedad política, sigue siendo —de
acuerdo con una tradición que se remonta a Grecia— un espa-
cio de encuentros y desencuentros, de abrazos y conflictos. La
sociedad política es para él el lugar en que se juega el sentido
de lo social.
La teoría política de Lefort se ha construido en diálo-
go permanente con otros autores, pero principalmente con
Arendt. Es precisamente en ella que Lefort encuentra sustento
para desarrollar su conocida concepción del poder político
como un espacio vacío, secularizado, el cual ha de ser llenado
simbólicamente por la sociedad civil desde sus propias iniciati-
vas y expectativas. Además, coincide con la filósofa judío-ale-
mana en que la política es el verdadero espacio de creación de
los hombres a condición de que la sociedad se conciba como un
espacio público-político.
Lefort dirige su mirada hacia el dispositivo simbólico de la
democracia en nuestras sociedades, que como tal ha sido des-
cuidado o simplemente ignorado por los enfoques funcionalis-

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tas e institucionalistas dominantes en la ciencia política con-


temporánea. Más aún, Lefort sostiene que el concepto de siste-
ma político —objeto de estudio de esta ciencia— no escapa a la
idea de totalitarismo. Con ello, el filósofo francés dirige una
crítica demoledora a la ciencia política empírica, obligándola a
realizar una revisión detallada de sus presupuestos. De igual
forma, a propósito de este debate, Lefort replantea la relación
entre filosofía política y ciencia política, pero se inclina por la
primera como el medio mejor dotado para pensar hoy el fenó-
meno político.86

A manera de conclusión

El análisis del modelo de calidad democrática en contras-


te con otros modelos alternativos de democracia nos ha mos-
trado sobre todo los límites del conocimiento empírico de la
política y, por ende, de la ciencia política.
En el ámbito de las ciencias sociales, las sociedades demo-
cráticas modernas son caracterizadas, entre otras cosas, por la
delimitación de una esfera de instituciones, relaciones y activi-
dades que aparece como política, distinta de otras esferas que
aparecen como económica, jurídica, etcétera.
Los politólogos y los sociólogos consideran este modo de
aparecer de lo político la condición de la definición de su obje-
to y del método de su conocimiento, sin interrogar la forma so-
cial bajo la que se presenta y se ve legitimada la separación en-
tre diversos sectores de la realidad. Sin embargo, como nos
enseña Lefort (2000), el que algo como la política haya venido a
circunscribirse en una época, en la vida social, tiene precisa-
mente un significado político que no es particular, sino general.
Es la constitución del espacio social, la forma de la sociedad, la
esencia de lo que antaño se denominaba la ciudad, lo que es
puesto en juego a partir de este acontecimiento. Lo político se
revela así no en aquello que llamamos actividad política, sino
en ese doble movimiento de aparición y ocultamiento del
modo de institución de la sociedad. Aparición, en el sentido en

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que emerge a lo visible el proceso por el cual se ordena y unifi-


ca la sociedad, a través de sus divisiones; ocultamiento, en el
sentido que un sitio de la política (sitio donde se ejerce la com-
petencia entre partidos y donde se forma y renueva la instancia
general del poder) es designado como particular, mientras se
disimula el principio generador de la configuración del conjun-
to.
Esta observación invita por sí sola a volver sobre la pre-
gunta que antaño guiaba a la filosofía política: ¿en qué consis-
te la diferencia de formas de sociedad? Pensar lo político re-
quiere una ruptura con el punto de vista de la ciencia política
empírica, pues ésta nace de la supresión de dicha pregunta.
Nace de una voluntad de objetivación que olvida que no exis-
ten ni elementos o estructuras elementales, ni entidades (clases
o segmentos de clases), ni relaciones sociales, ni determinación
económica o técnica, ni dimensiones del espacio social que pre-
existan a la acción de dar forma a este espacio. Esta acción sig-
nifica asimismo dar sentido y poner en escena. Dar sentido,
puesto que el espacio social se despliega como espacio de inte-
ligibilidad, articulándose de acuerdo a un modo singular de
discriminación de lo real y de lo imaginario, de los verdadero y
lo falso, de lo justo y lo injusto, de lo lícito y lo prohibido, de lo
normal y lo patológico. Poner en escena, porque este espacio
contiene una representación incompleta de sí misma en su
constitución aristocrática, monárquica o despótica, democráti-
ca, o totalitaria.87

Notas

69
Véase el capítulo 5 de este volumen: “Réquiem por la ciencia polí-
tica”.
Una versión preliminar de este parágrafo (“El debate reciente sobre
70

la democracia”) y de los dos siguientes (“La democracia en la edad contem-


poránea” y “Problemas recientes de los regímenes políticos”), realizada a la

113
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sazón con Israel Covarrubias, tuvo una salida previa en: Cansino y Covarru-
bias (2007).
71
Al respecto, hay una nota interesante que vale la pena recuperar para
el lector. Ya Bobbio (1955) advertía la necesidad de profundizar en el conoci-
miento real de los regímenes políticos y particularmente de la democracia,
dado que —insistía—, sólo a partir del conocimiento y la información reca-
bada por medio de distintas técnicas que en ese entonces estaban surgiendo
(in primis, la estadística y los estudios de opinión y encuestas) es posible sa-
ber: a) la perdurabilidad o no perdurabilidad de un régimen político en el
horizonte temporal; b) la posibilidad de orientar o no distintas propuestas
que los propios estudiosos pudieran tener para la solución adecuada de los
problemas institucionales y de “arraigo” social frente al régimen democráti-
co; c) el compromiso cívico necesario —aunque el propio Bobbio era escépti-
co en este punto— para resguardar institucional y socialmente al régimen
democrático.
72
Siguiendo el hilo de la argumentación, se puede decir que en la ac-
tualidad a la democracia (en su variante institucional) se le pide (o exige) la
solución de los principales problemas de convivencia entre los grupos y los
segmentos sociales, así como respuestas satisfactorias a los potenciales con-
flictos que cualquier comunidad política tiene en su horizonte. De aquí, si-
guiendo la lógica reactiva (en contra o a favor) del régimen democrático, el
populismo en América Latina, por ejemplo, se puede interpretar como una
respuesta que nace en el seno del régimen democrático pero en ocasiones
con la clara intención de atacarlo abiertamente (es el caso de Hugo Chávez
en Venezuela). Sobre estos dilemas, véase Cansino y Covarrubias (2006, pp.
19-42, 69-106).
73
Al respecto, es oportuno señalar la reestructuración de las fronteras
territoriales en Europa (cuyo punto máximo será la edificación del muro de
Berlín), ya que importaría una serie de consecuencias a la ordenación jurídi-
ca y económica de los Estados involucrados y, con mayor ímpetu en el naci-
miento de la Guerra Fría. Contemporáneamente, el contexto de la segunda
posguerra se encontrará también con la emergencia de distintos procesos de
des-colonización que originará el nacimiento de nuevas naciones (sobre todo
en África y Asia). Asimismo, es importante no olvidar las formas radicaliza-
das que el cambio político adoptaba en aquel entonces en distintos países del
subcontinente latinoamericano.
74
Inclusive, Norberto Bobbio (1984) insistirá sobre el particular, a pesar
de ser ubicado tradicionalmente en las concepciones genéticas de la demo-
cracia.
75
Esta generación será encabezada por Joseph Schumpeter (1942) y su
concepción realista-elitaria sobre la democracia, para quien el “voto es im-
portante pero más importante es el mercado electoral”. Quizá este autor es el
más relevante de toda la generación, sobre todo por su insistencia sobre los

114
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aspectos institucionales de la democracia que nos llevan a las siguientes for-


mulaciones: 1) ¿qué puede hacer y qué no puede hacer una democracia?; 2)
¿qué puede alcanzar y qué no puede alcanzar realmente una democracia? A
este autor se le entrecruza la reflexión sociológica acerca de la igualdad de T.
H. Marshall (1963), a partir de los ciclos de aseguramiento de los derechos
políticos, civiles y sociales; y a ellos, la reflexión de Anthony Downs (1957) y
los mecanismos de extensión de la participación electoral que, por su parte,
es el origen de la teoría económica de la democracia. Quizá valdría la pena
agregar el trabajo de Kenneth Arrow (1951); sin embargo, su reflexión no pa-
sará por las preocupaciones centrales que los otros tres autores tendrán. Lo
que si habría que reconocerle, y por ello incluirlo, es el haber sido el maestro
y principal promotor de Downs para que éste escribiera una tesis doctoral
de ciencia política y no de economía, como originalmente pretendía, y de la
cual surgiría precisamente la teoría económica de la democracia.
76
De aquí la noción de democracias maduras en contraposición a aquellas
democracias recientes que no han alcanzado un grado suficiente de asegura-
miento económico y que posteriormente será una preocupación central del
debate sobre la calidad de la democracia.
77
En realidad, aquí se puede entender la verdadera pretensión del lla-
mado Estado de bienestar. Es decir, el Welfare State nace precisamente como
contraposición al Estado de guerra (Warfare State). Por ello, el desarrollo pre-
ciso de tres componentes a él inherentes: a) servicios, b) distribución territo-
rial, y c) economía estatal.
78
Este mecanismo tiene su origen en una particular concepción de la li-
bertad: la libertad de conversión del pluralismo religioso. Inclusive, es una
concepción de libertad anterior a la formación de las modernas democracias
de masas. Es decir, la libertad de conversión religiosa estaba basada en la po-
sibilidad de convertir al prójimo al propio credo o bandera sin pasar por los
dominios del Estado o de sus instituciones. Con este tipo de libertad se pre-
tendía transformar a las personas y a su pasado, volverlos otra persona (con-
vertirlos en última instancia). Por ello, en su origen fue un fenómeno estric-
tamente horizontal (dirigirse a los otros).
79
Donde precisamente su mayor momento de auge son las tres prime-
ras décadas de la posguerra.
80
Entre los autores que han abordado recientemente el tema se encuen-
tran: Bartra (2004), Bauman (2003, 2004), Castoriadis (2000, pp. 115-125),
García Canclini (2005, pp. 67-104), Hirschman (1996, pp. 101 y ss.), Pizzorno
(2005a; 2005b) y Revelli (2001, pp. 89-193).
81
En efecto, ello estará correlacionado con el cambio en la orientación
de las distintas estrategias de desregulación, adecuación estructural y priva-
tización que los Estados y sus economías habrían de experimentar hacia los
primeros años ochenta y sus efectos demoledores, por ejemplo, en las arqui-
tecturas estatales latinoamericanas. Entre otros véase: Cavarozzi (1995), Co-

115
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varrubias (2005, pp. 30 y ss.), Vilas (1993, pp. 9 y ss.). Una síntesis reciente de
este dilema está en Aziz Nassif y Alonso (2005, pp. 13-32).
82
Ya Rokkan (1975) sugería esto al decir que los votos cuentan pero los
recursos económicos son los que deciden.
83
Véase entre otros: Elster (1989, pp. 248-297), Lindblom (1992, pp. 208
y ss.), Wolfe (1997, pp. 200-238).
84
Véase Cansino (1997b).
85
Véase Maestre (2000).
86
Véase Molina (2001).
87
Idem.

116
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Capítulo 5

Réquiem por la ciencia política


omo señalé en la introducción, el famoso politólogo italiano


C Giovanni Sartori postuló recientemente que la disciplina
que él contribuyó a crear y desarrollar —la ciencia política—,
perdió el rumbo, hoy camina con pies de barro, y la mayoría de
sus cultivadores se ha empeñado en comprobar hipótesis cada
vez más irrelevantes y triviales para entender lo político (Sarto-
ri, 2004).
El planteamiento se antojaba doblemente polémico si
consideramos que Sartori es el politólogo que más ha contri-
buido con sus obras a perfilar las características dominantes
de la ciencia política en el mundo —es decir, una ciencia em-
pírica, comparativa, altamente especializada y formalizada—
. Por ello, nadie con más autoridad moral e intelectual que
Sartori podía hacer este balance autocrítico y de apreciable
honestidad sobre la disciplina que él mismo contribuyó a de-
sarrollar.
No obstante, las afirmaciones del “viejo sabio” —como él
mismo se calificó en el artículo referido, quizá para legitimar
sus planteamientos— generaron un auténtico revuelo entre los
cultivadores de la disciplina en todas partes. Así, por ejemplo,
en una réplica a cargo del politólogo español Joseph M. Colo-
mer publicada en la misma revista donde Sartori expone su ar-
gumento, aquél se atreve a decir que la ciencia política, al ser
cada vez más rigurosa y científica, nunca había estado mejor
que ahora, y de un plumazo, en el colmo de la insensatez, des-

117
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califica a los “clásicos” como Maquiavelo o Montesquieu por


ser altamente especulativos, oscuros y ambiguos, es decir, pre-
científicos (Colomer, 2004). Otros politólogos, por su parte, se
limitaron a señalar que Sartori estaba envejeciendo y que ya no
era el mismo que en su momento revolucionó la manera de
aproximarse al estudio de la política.
Pero más allá de las críticas, la tesis de Sartori es impeca-
ble y merece una mejor suerte que la descalificación de la que
ha sido objeto por parte de sus colegas. En virtud de ello, me
propongo en este capítulo ofrecer nuevos argumentos para
complementarla, no sin antes referirme a lo que la ciencia polí-
tica es y no es en la actualidad. Mi tesis plantea que es tiempo
de buscar al pensamiento político, la sabiduría política, en otra
parte. ¡Adiós a la ciencia política!

¿Qué es (y qué no) la ciencia política?

En palabras de Sartori (1979b, p. 75), la ciencia política es


la disciplina que estudia o investiga, con la metodología de las
ciencias empíricas, los diversos aspectos de la realidad política,
con el fin de explicarla lo más completamente posible.
Sin embargo, debe advertirse que la ciencia política pre-
senta una gran diversidad de concepciones sobre su objeto es-
pecífico de estudio. En los hechos, al igual que otras ciencias
sociales, muestra un marcado pluralismo teórico, lo cual no ne-
cesariamente va en detrimento de su afirmación institucional,
sino que simplemente refleja la dificultad de caracterizar de
una vez por todas su ámbito de aplicación. Más aún, para algu-
nos autores, este pluralismo teórico, al producir un debate per-
manente entre escuelas y paradigmas, ha coadyuvado al pro-
pio desarrollo de la disciplina.
Con esta salvedad, en la configuración de la ciencia políti-
ca, entendida en una acepción amplia, han convergido históri-
camente dos ejes fundamentales. Uno, delimitado por la propia
realidad compleja y cambiante de su objeto de estudio, la reali-
dad política en sus diversos dominios y dimensiones: institu-

118
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ciones y prácticas, procesos y procedimientos, sujetos, acciones


y sentidos, símbolos y significados. El otro, definible como el
de la producción teórica y la indagación científica que constitu-
ye el propio campo científico de la política, cuyos límites han
sido establecidos a través de siglos de formulaciones. En un
permanente diálogo con las teorías precedentes o contemporá-
neas, en líneas de continuidad o ruptura, se ha ido configuran-
do el arsenal conceptual y el andamiaje metodológico que
constituyen el contenido de la disciplina.
En esta línea de pensamiento, la ciencia política define su
objeto de estudio a partir de la interacción de estos dos grandes
ejes o momentos. En uno de ellos se condensan múltiples pers-
pectivas teórico-metodológicas, en las cuales se especifican
construcciones conceptuales y categoriales de cuya lógica de
movimiento interno depende el lugar que ocupan las construc-
ciones sociales referentes a los fenómenos de convivencia hu-
mana, conflicto y orden. El otro está compuesto por una agre-
gación de causalidades generadas por las prácticas de las
sociedades existentes: procesos (institucionalizados), procedi-
mientos, acciones y decisiones colectivas e individuales que
configuran históricamente y de un modo cambiante el espacio
político y el ámbito de intervención de lo político. De esta agre-
gación, a la luz del grado de diferenciación estructural de los
componentes humanos, la ciencia política distingue determina-
dos hechos y comportamientos acotados simultáneamente por
correspondientes manejos conceptuales.
En consecuencia, el objeto de estudio de la ciencia política
se explica básicamente a partir de concepciones y no de una de-
finición unívoca. Los discursos científicos abocados a compren-
der y explicar los hechos configuran un ordenamiento singular
respecto de la relevancia y el comportamiento de distintos fac-
tores identificados como políticos. Estado, poder, instituciona-
lidad, formas de gobierno y eticidad, acción, representaciones
y valores, en diferentes coordenadas espacio-temporales, son
momentos y factores indisolubles para la reflexión ampliada de
lo político, a la luz de una dimensión social múltiple, heterogé-
nea y fragmentada.

119
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En una perspectiva que como la anterior reconoce la diver-


sidad paradigmática de la ciencia política, su objeto de estudio
se circunscribe entonces al tipo y el nivel de la investigación
científica. En otras palabras, el objeto se refiere a su método y
éste, a su vez, construye, ordena, clasifica sus elementos, dilu-
cida su sentido y aspira a trazar coordenadas de su desarrollo.
De este modo, la ciencia política parte de referentes empíricos
que en mayor o menor rango pueden tratarse y desagregarse
en planos ideológicos, políticos, filosóficos y científicos. En
otros términos, de la clasificación de los discursos y de sus fi-
nes cognitivos se desprende el tratamiento efectuado sobre de-
terminados acontecimientos.
Pero la ciencia política tiene también como objeto de estu-
dio a las distintas corrientes teóricas concernientes a lo político,
de modo tal que su estudio supone la construcción crítica de un
orden teórico. En esta línea, si aceptamos que un campo de in-
vestigación es en buena medida el producto de diversas apro-
ximaciones definitorias, el campo de la política puede ser con-
siderado como un ámbito cuyos límites han sido establecidos a
la largo de siglos de reflexión por una tradición especial, com-
pleja y variada de discurso: la filosofía política. Trazando en la
diversidad de respuestas una continuidad de preocupaciones y
temas problemáticos —entre los que pueden enumerarse desde
una óptica complementaria las relaciones de poder entre go-
bernantes y gobernados, la índole de la autoridad, los proble-
mas planteados por el conflicto social y la jerarquía de ciertos
fines como objetivos de la acción política—, el estudio sistemá-
tico de la ciencia política no puede ignorar el peso de esta tra-
dición en su desarrollo.
En síntesis, pensar hoy lo político nos remite a un univer-
so más complejo y difícil de delimitar que el que pudiera ha-
berse encontrado en otras épocas. Se exhibe un amplio abanico
de dimensiones, componentes y niveles que redefinen sus ne-
xos e interacciones y plantean a la ciencia política el desafío de
generar nuevas categorizaciones.
Aún así, en la concepción moderna de la disciplina, el ob-
jeto de estudio que le permitió a ésta ganar autonomía respec-

120
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to a disciplinas afines es el de “sistema político”. Con ello, los


cultivadores de la disciplina, quienes también se ocupan de los
fenómenos del poder y el Estado, no se refieren a un sistema
político concreto (o a un simple sinónimo actualizado del “Es-
tado”), sino al conjunto de procesos a cualquier nivel que pro-
ducen “asignaciones autoritativas de valores”. Esta definición,
hoy ampliamente aceptada por quienes conciben a la disciplina
como el estudio de la realidad política con los métodos empíri-
cos, sugiere que la ciencia política se ocupa de las modalidades
con las cuales los valores (y los recursos) son asignados y dis-
tribuidos en el interior de cualquier sistema político, por pe-
queño o grande que sea. El carácter autoritativo o imperativo
de las decisiones políticas depende del hecho de que los perte-
necientes al sistema en el cual las decisiones son tomadas con-
sideran que es necesario o que deben obedecerlas.
Las motivaciones por las cuales los miembros de un siste-
ma llegan a esa convicción y los instrumentos a disposición de
las autoridades para aplicar sus decisiones constituyen ulterio-
res elementos implícitos en la definición del objeto de la ciencia
política. El campo de estudio del politólogo resulta así amplia-
do más allá de los solos fenómenos del poder, obviamente com-
prendiéndolos (y, por lo demás, no todos los fenómenos de po-
der pueden ser definidos como políticos: se habla, en efecto, de
poder económico, social, psicológico, etcétera; ni todos los fe-
nómenos políticos implican necesariamente el ejercicio del po-
der: la formación de alianzas y coaliciones, por ejemplo). Lo
cual rebasa los confines físicos del Estado, naturalmente inclu-
yéndolo en el propio análisis siempre que se verifiquen aquí
procesos de asignación autoritativa de valores, para estudiar
todos aquellos sistemas en los cuales se manifiestan estos pro-
cesos: a nivel más elevado de los sistemas estatales, el sistema
internacional, a nivel inferior, los partidos políticos, los sindi-
catos, las asambleas electivas, etcétera.
Si la ciencia política es —y en qué medida— una ciencia es
una cuestión importante. Naturalmente, quienes asumen como
parámetro de referencia las ciencias naturales y sus procedi-
mientos niegan la posibilidad para todas las ciencias sociales

121
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de constituirse en ciencias en sentido estricto. Más aún, algu-


nos cuestionan que sea posible (u oportuno) analizar la políti-
ca con el método científico.
No obstante, la ciencia política se caracteriza por el esfuer-
zo de analizar los procesos y las actividades políticas con el
método científico. Es decir, procede en su análisis mediante pa-
sos y estadios que consienten la elaboración de hipótesis y ex-
plicaciones empíricamente fundadas, que encuentran una con-
frontación con la realidad. En síntesis, sobre la base de una o
más hipótesis y de la observación de determinados fenómenos,
el estudioso propone una descripción lo más cuidadosa y ex-
haustiva posible. Si es factible, procede a la medición del o de
los fenómenos examinados, para después clasificarlos en cate-
gorías definidas con base en elementos comunes. Las causas y
las condiciones de la verificación de determinados aconteci-
mientos son investigadas o descritas, así como sus eventuales
consecuencias. Sobre esta base, el estudioso desarrollará gene-
ralizaciones del tipo “si... (se verifican los eventos a, b y c) en-
tonces... (se obtendrán los efectos x, y y z)”. Finalmente, las hi-
pótesis y las teorías así formuladas serán sometidas a
verificación. Si de la verificación emergen confirmaciones se
podrá también plantear previsiones de eventos futuros cada
vez que se presenten las mismas condiciones (la previsión no
es, sin embargo, esencial para la cientificidad de una discipli-
na); si la teoría es falsificada por fenómenos que se le escapan o
que contrastan con las explicaciones ofrecidas, será reformula-
da o enriquecida y/o se procederá a nuevas observaciones,
nuevas hipótesis, nuevas verificaciones.
Para el estudio científico de la política es fundamental que
el método, así esquemáticamente presentado, sea utilizado
conscientemente y de manera rigurosa con plena transparencia
de los procedimientos en todos los estadios del análisis. La lim-
pieza conceptual, el rigor definicional y la formulación de las
hipótesis y las clasificaciones son esenciales para la cientifici-
dad de la disciplina y para la transmisión entre los especialistas
de las generalizaciones y las teorías así elaboradas. En algunos
sectores, en particular en el del comportamiento electoral, el de

122
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las relaciones entre fórmulas electorales y sistemas de partidos


y el de la formación de coaliciones de gobierno, existen ya ge-
neralizaciones consolidadas y teorías de rango medio confia-
bles. En otros sectores, la investigación politológica afina viejas
hipótesis y constantemente produce nuevas, las combina en ge-
neralizaciones que propician nuevas investigaciones.
Todo ello es realizado con el convencimiento de que la po-
lítica puede ser estudiada como cualquier otra actividad huma-
na de manera científica. El uso consciente del método científico
distingue a los politólogos de todos aquellos que escriben de
política, desde los comentaristas políticos (aunque también es
cierto que muchos politólogos no son otra cosa que comentaris-
tas políticos) hasta los filósofos políticos.
El problema con esta disciplina, para volver al argumento
de Sartori, es que el método científico terminó convirtiéndose
en una especie de camisa de fuerza que llevó a la mayoría de
sus cultivadores —inicialmente en las universidades estadou-
nidenses y de ahí a todas partes— a ocuparse de asuntos suma-
mente especializados, factibles de ser demostrados empírica-
mente pero cada vez más irrelevantes para dar cuenta de lo
político en toda su complejidad. De ahí que la ciencia política
haya perdido el rumbo. De hecho, como veremos en el siguien-
te inciso, Sartori ya vislumbraba este posible derrotero desde
hace muchos años, por lo que sugería emprender ciertos ajus-
tes de enfoque y orientación para no sucumbir ante la triviali-
zación de los saberes especializados.

Un poco de historia

A raíz de la publicación en 1987 de The Theory of Democracy


Revisited, uno de los libros más controvertidos de Sartori, se re-
avivó la discusión sobre el estatuto de cientificidad de la cien-
cia política, sobre su método y sus posibilidades heurísticas.
Para el autor italiano, que los politólogos vuelvan intermiten-
temente a dicho debate estaría revelando una deficiencia de
fondo de la disciplina que cultivan.

123
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El propio Sartori, mucho tiempo antes de decretar el acta


de defunción de la ciencia política en 2004, ya se había ocupa-
do del tema de manera casi obsesiva. En su polémica obra To-
wer of Babel. On the Definition and Analysis of Concepts in the So-
cial Science, del lejano 1975, encontraba el principal problema
de la disciplina en una deficiente y muy poco ortodoxa defini-
ción y empleo del instrumental conceptual de la comunidad
politológica.88
Después de Sartori, quedó claro que no puede confundir-
se una teoría política de impronta empírica con una teoría polí-
tica de origen filosófica. Cada una responde a lógicas de cons-
trucción y persigue objetivos completamente distintos.
Distinguirlas netamente fue para Sartori un empeño recurren-
te, pues de ello dependía la legitimidad y la especificidad de
una disciplina tan nueva como pretenciosa como lo era en ese
momento la ciencia política.89 Lo que debe advertirse en todo
caso es que desde entonces la filosofía política y la ciencia polí-
tica no sólo se distanciaron sino que cada una se encerró en sí
misma, impidiéndose el diálogo constructivo entre ellas.
Quizá Italia es el ejemplo más notable de dicho desen-
cuentro. En la senda de la riquísima tradición filosófico-políti-
ca italiana y que en el siglo XX tuvo en Norberto Bobbio a su fi-
gura más destacada y universal, la ciencia política empiricista
se introducía en Italia con carta de naturalización ajena. Cierta-
mente, la obra de Mosca y de Pareto constituye un antecedente
fundamental y no muy lejano en el tiempo,90 pero la politología
que después de la Segunda Guerra Mundial se institucionaliza
en Italia es precisamente la de origen anglosajón —funcionalis-
ta y conductista—, introducida con gran éxito por Sartori,
quien desde entonces se convirtió en la figura central de la
ciencia política italiana.
Para ello, Sartori destacó en reiteradas ocasiones el poten-
cial explicativo y científico de la nueva disciplina, en contraste
con la excesiva especulación y subjetividad de la filosofía. Al
respecto, el politólogo italiano delimitó con celosa precisión las
características y las diferencias de ambas formas de aproximar-
se al estudio de lo político.

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Es precisamente en este punto que la “revisitación” que


Sartori realizó hace veinte años a su teoría de la democracia
vino a constituirse en la punta de lanza de esta recurrente polé-
mica. En efecto, Sartori reconoció en su libro de 1987 las defi-
ciencias del empiricismo en su versión más factualista, pero re-
chazó igualmente las perspectivas filosóficas cargadas de
ideología. En este sentido —explica—, su objetivo era dar lugar
a una teoría política de la democracia libre de la tentación de
los extremos, de sus mutuamente excluyentes obsesiones. In-
dependientemente de haberlo logrado o no, cuestión que se
examinará después, la intención de Sartori fue saludada favo-
rablemente, pues dejaba entrever una senda posible para tran-
sitar hacia una teoría política, en este caso de la democracia,
menos esquemática y purista que la que existía entonces.
En suma, ya en este libro Sartori deja ver alguna insatisfac-
ción con la ciencia que él mismo contribuyó a crear, y busca
subsanar sus deficiencias tendiendo puentes con la filosofía po-
lítica. Quince años después, cuando Sartori decreta la muerte
de la ciencia política, es claro que sus insatisfacciones no sólo
no se subsanaron sino que se acumularon, propiciando su des-
encanto final.
Ni duda cabe que discutir a Sartori puede decirnos mucho
sobre la pertinencia y las posibilidades del análisis politológi-
co; nos obliga a fijar posiciones de manera muy crítica sobre el
sentido de nuestro quehacer como estudiosos de la política.
Para quien conocía el libro Democratic Theory (1962) del
mismo Sartori (publicado originalmente en Italia en 1957), no
se topó con grandes novedades al leer The Theory of Democracy
Revisited. Incluso, la “revisitación” sartoriana fue fuertemente
criticada entonces por limitada. No obstante ello, por las razo-
nes expuestas arriba, constituye un aporte invaluable.
En su momento, la “revisitación” de Sartori le mereció du-
ras críticas por parte del socialdemócrata Bobbio, quien calificó
al primero de ser un pensador conservador, más liberal que de-
mócrata.91 Ciertamente, el juicio de Bobbio es correcto. Sartori
nunca ha maquillado sus preferencias políticas. Pero ello no
empaña la contribución que Sartori ha hecho a la ciencia políti-

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ca. Si bien su teoría de la democracia posee una orientación po-


lítica implícita, no puede negarse su potencial heurístico deri-
vado en este libro, como ya se dijo, de su intención de generar
una teoría tanto empírico-racional como filosófico-valorativa
de la democracia, en un intento bastante interesante de com-
plementar a la ciencia y la filosofía políticas, aunque sin dejar
de reconocer en todo momento la legitimidad y la especificidad
de ambas lógicas de construcción de saberes.92
De hecho, este objetivo ha estado presente en mayor o me-
nor medida en el conjunto de la obra de Sartori. Para quien re-
visa, por ejemplo, su Parties and Party Systems (1976) podrá to-
parse con la tipología de los sistemas partidistas más socorrida
y reconocida para el análisis de dichos sistemas en la realidad
concreta. Su formulación —señala Sartori— deriva del método
comparativo de casos pero en permanente discusión con las
principales orientaciones teóricas, empíricas y filosóficas, sobre
pluralismo y democracia.
En el caso de The Theory of Democracy Revisited, el hilo con-
ductor lo constituye el conflicto permanente entre los hechos y
los valores, lo ideal y lo real, la teoría normativa y la teoría em-
pírica, la democracia prescriptiva y la democracia descriptiva.
Su análisis confluye de esta manera en la observación de que la
teoría política se ha ido desarrollando y perfeccionando me-
diante la exclusión de su seno de definiciones inadecuadas o de
significados erróneos de conceptos fundamentales. Esta tarea,
sin embargo —para Sartori—, debe ser permanente. Reconocer
su necesidad es el primer paso para avanzar y lograr el enten-
dimiento entre filósofos y científicos. La teoría política saldría
ganando.
Se ha criticado que Sartori en realidad se quedó corto en la
persecución de este propósito. Probablemente es verdad, pero
como suele suceder, las grandes construcciones requieren de
varias manos. Sartori indicó un camino posible y deseable. Con
todo, a juzgar por su desencanto reciente por el derrotero se-
guido por la ciencia política dominante en el mundo, nadie lo
secundó. Por el contrario, la disciplina perdió de vista el bos-
que para concentrarse en los árboles, le dio la espalda al pensa-

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miento político y el método se convirtió en una camisa de fuer-


za. Una manera de documentar este hecho es precisamente
examinando los diversos análisis que sobre la democracia ha
realizado la ciencia política, después de que Sartori escribiera
su revisitación sobre el tema. Aquí, como veremos a continua-
ción, el análisis politológico no sólo se empobreció sino que ter-
minó siendo colonizado para bien o para mal y sin darse cuen-
ta por la filosofía.

Los límites de la ciencia política

Desde su constitución como una disciplina con pretensio-


nes científicas, es decir, empírica, demostrativa y rigurosa en el
plano metodológico y conceptual, la ciencia política ha estado
obsesionada en ofrecer una definición empírica de la democra-
cia, es decir, una definición no contaminada por ningún tipo de
prejuicio valorativo o prescriptivo; una definición objetiva y lo
suficientemente precisa como para estudiar científicamente
cualquier régimen que se presuma como democrático y esta-
blecer comparaciones bien conducidas de diferentes democra-
cias.
La pauta fue establecida desde antes de la constitución
formal de la ciencia política en la segunda posguerra en Esta-
dos Unidos, por un economista austriaco, Joseph Schumpeter,
quien en su libro de 1942, Capitalism, Socialism and Democracy,
propuso una definición “realista” de la democracia distinta a
las definiciones idealistas que habían prevalecido hasta enton-
ces. Posteriormente, ya en el seno de la ciencia política, en un
libro cuya primera edición data de 1957, Democrazia e definizio-
ni, Sartori insistió puntualmente en la necesidad de avanzar
hacia una definición empírica de la democracia que permitiera
conducir investigaciones comparadas y sistemáticas sobre las
democracias modernas. Sin embargo, no fue sino hasta la apa-
rición en 1971 del famoso libro Poliarchy. Participation and Oppo-
sition, de Robert Dahl, que la ciencia política dispuso de una
definición aparentemente confiable y rigurosa de democracia,

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misma que adquirió gran difusión y aceptación en la creciente


comunidad politológica, al grado de que aún hoy —casi cuatro
décadas después de formulada— sigue considerándose como
la definición empírica más autorizada. Como se sabe, Dahl par-
te de señalar que toda definición de democracia ha contenido
siempre un elemento ideal, de deber ser, y otro real, objetiva-
mente perceptible en términos de procedimientos, institucio-
nes y reglas del juego. De ahí que, con el objetivo de distinguir
entre ambos niveles, Dahl acuña el concepto de “poliarquía”
para referirse exclusivamente a las democracias reales. Según
esta definición una poliarquía es una forma de gobierno carac-
terizada por la existencia de condiciones reales para la compe-
tencia (pluralismo) y la participación de los ciudadanos en los
asuntos públicos (inclusión).
Mucha agua ha corrido desde entonces en el curso de la
ciencia política. Sobre la senda abierta por Sartori y Dahl se han
elaborado un sinnúmero de investigaciones empíricas sobre las
democracias modernas. El interés en el tema se ha movido en-
tre distintos tópicos: estudios comparados para establecer cuá-
les democracias son en los hechos más democráticas según in-
dicadores preestablecidos; las transiciones a las democracias;
las crisis de las democracias, el cálculo del consenso, la agrega-
ción de intereses, la representación política, etcétera. Sin em-
bargo, la definición empírica de democracia avanzada inicial-
mente por Dahl y que posibilitó todos estos desarrollos
científicos, parece haberse topado finalmente con una piedra
que le impide ir más lejos. En efecto, como se adelantó en el ca-
pítulo anterior, a juzgar por el debate que desde hace cuatro o
cinco años se ha venido ventilando en el seno de la ciencia po-
lítica en torno a la así llamada “calidad de la democracia”, se
ha puesto en cuestión la pertinencia de la definición empírica
de democracia largamente dominante si de lo que se trata es de
evaluar qué tan “buenas” son las democracias realmente exis-
tentes o si tienen o no calidad.93
El tema de la calidad de la democracia surge de la necesi-
dad de introducir criterios más pertinentes y realistas para exa-
minar a las democracias contemporáneas, la mayoría de ellas

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(sobre todo las de América Latina, Europa del Este, África y


Asia) muy por debajo de los estándares mínimos de calidad de-
seables. Por la vía de los hechos, el concepto precedente de
“consolidación democrática”, con el que se pretendían estable-
cer parámetros precisos para que una democracia recién ins-
taurada pudiera consolidarse, terminó siendo insustancial,
pues fueron muy pocas las transiciones que durante la “tercera
ola” de democratizaciones, para decirlo en palabras de Samuel
P. Huntington (1991), pudieron efectivamente consolidarse. Por
el contrario, la mayoría de las democracias recién instauradas
si bien han podido perdurar, lo han hecho en condiciones fran-
camente delicadas y han sido institucionalmente muy frágiles.
De ahí que si la constante empírica ha sido más la persistencia
que la consolidación de las democracias instauradas durante
los últimos treinta años, se volvía necesario introducir una se-
rie de criterios más pertinentes para dar cuenta de manera ri-
gurosa de las insuficiencias y los innumerables problemas que
en la realidad experimentan la mayoría de las democracias en
el mundo.
En principio, la noción de “calidad de la democracia” vino
a colmar este vacío y hasta ahora sus promotores intelectuales
han aportado criterios muy útiles y sugerentes para la investi-
gación empírica. Sin embargo, conforme este enfoque ganaba
adeptos entre los politólogos, la ciencia política fue entrando
casi imperceptiblemente en un terreno movedizo que hacía
tambalear muchos de los presupuestos que trabajosamente ha-
bía construido y que le daban identidad y sentido. Baste seña-
lar por ahora que el concepto de calidad de la democracia
adopta criterios abiertamente normativos e ideales para eva-
luar a las democracias existentes, con lo que se trastoca el im-
perativo de prescindir de conceptos cuya carga valorativa pu-
diera entorpecer el estudio objetivo de la realidad. Así, por
ejemplo, los introductores de este concepto a la jerga de la po-
litología —académicos muy reconocidos, como Leonardo Mor-
lino, Guillermo O’Donnell, Philippe Schmitter, entre muchos
otros— plantean como criterio para evaluar qué tan buena es
una democracia establecer si dicha democracia se aproxima o

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se aleja de los ideales de libertad e igualdad inherentes a la pro-


pia democracia.
Como se puede observar, al proceder así la ciencia política
ha dejado entrar por la ventana aquello que celosamente inten-
tó expulsar desde su constitución, es decir, elementos abierta-
mente normativos y prescriptivos. Pero más allá de ponderar lo
que esta contradicción supone para la ciencia política, en térmi-
nos de su congruencia, pertinencia e incluso vigencia, muy en
la línea de lo que Sartori plantea sobre la crisis actual de la cien-
cia política, el asunto muestra con toda claridad la imposibili-
dad de evaluar a las democracias realmente existentes si no es
adoptando criterios de deber ser que la politología siempre
miró con desdén. Dicho de otra manera, lo que el debate sobre
la calidad de la democracia revela es que hoy no se puede decir
nada interesante y sugerente sobre la realidad de las democra-
cias si no es recurriendo a una definición ideal de la democra-
cia que oriente nuestras búsquedas e interrogantes sobre el fe-
nómeno democrático.
Se puede o no estar de acuerdo con los criterios que hoy la
ciencia política propone para evaluar la calidad de las demo-
cracias, pero habrá que reconocer en todo caso que dichos cri-
terios son claramente normativos y que por lo tanto sólo flexi-
bilizando sus premisas constitutivas esta disciplina puede
decir hoy algo original sobre las democracias. En este sentido,
habrá que concebir esta propuesta sobre la calidad de la demo-
cracia como un modelo ideal o normativo de democracia, igual
que muchos otros, por más que sus partidarios se enfrasquen
en profundas disquisiciones metodológicas y conceptuales a
fin de encontrar definiciones empíricas pertinentes que con-
sientan la medición precisa de las democracias existentes en
términos de su mayor o menor calidad.
Tiene mucho sentido para las politólogos que han incur-
sionado en el tema de la calidad de la democracia partir de una
nueva definición de democracia, distinta a la que ha prevaleci-
do durante décadas en el seno de la disciplina, más preocupa-
da en los procedimientos electorales que aseguran la circula-
ción de las elites políticas que en aspectos relativos a la

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afirmación de los ciudadanos en todos sus derechos y obliga-


ciones, y no sólo en lo tocante al sufragio. Así lo entendió hace
tiempo Schmitter, quien explícitamente se propuso en un ensa-
yo muy citado ofrecer una definición alternativa: “la democra-
cia es un régimen o sistema de gobierno en el que las acciones
de los gobernantes son vigiladas por los ciudadanos que actú-
an indirectamente a través de la competencia y la cooperación
de sus representantes” (Schmitter y Karl, 1993).
Con esta definición se abría la puerta a la idea de demo-
cracia que hoy comparten muchos politólogos que se han pro-
puesto evaluar qué tan buenas (o malas) son las democracias
realmente existentes. La premisa fuerte de todos estos autores
es considerar a la democracia desde el punto de vista del ciu-
dadano; es decir, todos ellos se preguntan qué tanto una de-
mocracia respeta, promueve y asegura los derechos del ciuda-
dano en relación con sus gobernantes. Así, entre más una
democracia posibilita que los ciudadanos, además de elegir a
sus representantes, puedan sancionarlos, vigilarlos, controlar-
los y exigirles que tomen decisiones acordes a sus necesida-
des y demandas, dicha democracia será de mayor calidad, y
viceversa.
A primera vista, la noción de democracia de calidad resul-
ta muy sugerente para el análisis de las democracias modernas,
a condición de considerarlo como un modelo típico-ideal que
anteponer a la realidad siempre imperfecta y llena de contra-
dicciones. Por esta vía, se establecen parámetros de idoneidad
cuya consecución puede alentar soluciones y correcciones
prácticas, pues no debe olvidarse que el deber ser que alienta
las acciones adquiere de algún modo materialidad en el mo-
mento mismo que es incorporado en forma de proyectos o me-
tas deseables o alternativos. Además, por las características de
los criterios adoptados en la definición de democracia de cali-
dad, se trata de un modelo abiertamente normativo y prescrip-
tivo que incluso podría emparentarse sin dificultad con la idea
de Estado de derecho democrático; es decir, con una noción ju-
rídica que se alimenta de las filosofías liberal y democrática y
que se traduce en preceptos para asegurar los derechos indivi-

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duales y la equidad propia de una sociedad soberana y políti-


camente responsable.
El punto es que abrazar esta noción de democracia, por
sus obvias implicaciones normativas y valorativas, no puede
hacerse sin moverse hacia la filosofía política y el derecho. En
ella están en juego no sólo principios normativos sino también
valores políticos defendidos por diversas corrientes de pensa-
miento no siempre coincidentes. Dicho de otro modo, tal pare-
ce que la ciencia política se encontró con sus propios límites y
casi sin darse cuenta ya estaba moviéndose en la filosofía. Para
quien hace tiempo asumió que el estudio pretendidamente
científico de la política sólo podía conducir a la trivialización
de los saberes, que la ciencia política hoy se “contamine” de fi-
losofía lejos de ser una tragedia es una consecuencia lógica de
sus inconsistencias. El problema está en que los politólogos que
con el concepto de calidad de la democracia han transitado sin
proponérselo a las aguas grises de la subjetividad y la especu-
lación, se resisten a asumirlo plenamente. Y para afirmarse en
las seguridades de su “pequeña ciencia” —para decirlo con
José Luis Orozco (1978)— han reivindicado el valor heurístico
de la noción de calidad democrática, introduciendo toda suer-
te de fórmulas para operacionalizar el concepto y poder final-
mente demostrar que la democracia x tiene más calidad que la
democracia y, lo cual termina siendo un saber inútil. De por sí,
con la definición de “calidad” que estos politólogos aportan, la
democracia termina por ser evaluada igual que si se evaluara
una mercancía o un servicio; es decir, por la satisfacción que re-
porta el cliente hacia el mismo.
Lo paradójico de todo este embrollo es que la ciencia po-
lítica nunca fue capaz de ofrecer una definición de democra-
cia lo suficientemente confiable en el terreno empírico, es de-
cir, libre de prescripciones y valoraciones, por más esfuerzos
que se hicieron para ello o por más que los politólogos creye-
ron lo contrario. Considérese, por ejemplo, la conocida noción
de poliarquía de Dahl. Con ella se pretendía definir a la de-
mocracia exclusivamente desde sus componentes reales y
prescindiendo de cualquier consideración ideal. Sin embargo,

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Dahl traslada a las poliarquías los mismos inconvenientes que


menciona respecto de las democracias, pues su definición de
poliarquía como régimen con amplia participación y toleran-
cia de la oposición, puede constituir un concepto ideal, de la
misma forma que justicia o libertad. Así, por ejemplo, el res-
peto a la oposición es una realidad de las democracias, pero
también un ideal no satisfecho completamente. Lo mismo
puede decirse de la participación. Además, la noción de po-
liarquía posee un ingrediente posibilista imposible de negar.
Posibilismo en un doble sentido: en cuanto se admite en ma-
yor o menor medida la posibilidad de acercarse al ideal, y
como posibilidad garantizada normativamente, esto es, posi-
bilidad garantizada de una participación ampliada y de tole-
rancia de la oposición.
El mismo tipo de inconvenientes puede observarse en mu-
chas otras definiciones pretendidamente científicas de demo-
cracia, desde los modelos elaborados por los teóricos de la elec-
ción racional hasta los teóricos del decisionismo político,
pasando por los neoinstitucionalistas y los teóricos de la demo-
cracia sustentable. Algunos pecan de reduccionistas, pues cre-
en que todo en política se explica por un inmutable e invariable
principio de racionalidad costo-beneficio; o de deterministas,
por introducir esquemas de eficientización en la toma de deci-
siones y en el diseño de las políticas públicas como solución a
todos los males que aquejan a las democracias modernas.
Como quiera que sea, no le vendría mal a los cultores de la
ciencia política un poco de humildad para comenzar un ejerci-
cio serio y responsable de autocrítica con vistas a superar algu-
nas de sus muchas inconsistencias y falsas pretensiones.
Por todo ello, creo que el concepto de calidad de la demo-
cracia está destinado al fracaso si no se asumen con claridad
sus implicaciones ideales. La ciencia política podrá encontrar
criterios más o menos pertinentes para su observancia y medi-
ción empírica, pero lo realmente importante es asumir sin com-
plejos su carácter centralmente normativo. Por esta vía, quizá
sus introductores —politólogos empíricos—, podrán aligerar la
carga que supone traducir en variables cuantificables una no-

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ción altamente abstracta y normativa. Ahora bien, como con-


cepto centralmente normativo, la calidad de la democracia
constituye un gran aporte para el entendimiento de las demo-
cracias modernas. Pero verlo como tal nos lleva a compararlo
con otros modelos normativos. En este nivel, la pregunta ya no
es qué tan pertinente es tal o cual modelo para “medir” y
“comparar” empíricamente a las democracias realmente exis-
tentes, sino qué tan consistentes son para pensar qué tan demo-
cráticas pueden ser en el futuro nuestras democracias reales.
De nuevo, la contrastación entre un modelo ideal y la realidad,
pero sin más pretensión que el perfeccionamiento y el mejora-
miento permanente de nuestras sociedades, que por supuesto
no es poca cosa.

A manera de conclusión

La ciencia política está herida de muerte. Sin darse cuenta


fue víctima de sus propios excesos empiricistas y cientificistas,
que la alejaron de la macropolítica. Incluso los politólogos que
se han ocupado de un tema tan complejo como la democracia
se han perdido en el dato duro y han sido incapaces de asumir
que para decir hoy algo original y sensato sobre la misma de-
ben flexibilizar sus enfoques y tender puentes con la filosofía
prescriptiva, como lo hiciera Sartori en su The Theory of Demo-
cracy Revisited.
Lejos de ello, la ciencia política introdujo un nuevo concep-
to, “calidad democrática”, para proseguir con sus afanes cienti-
ficistas, sin darse cuenta que al hacerlo estaban en alguna medi-
da violentando sus premisas originales. Pongámoslo en otros
términos: un nuevo concepto ha aparecido en la ciencia política
para analizar a las democracias modernas, y como suele pasar
en estos casos, dado el pobre desarrollo de las ciencias sociales,
cada vez más huérfanas de significantes fuertes para explicar
un mundo cada vez más complejo, los especialistas se arremoli-
nan en torno al neonato concepto y explotan sin pudor sus mu-
chas virtudes para entender mejor. Los primeros en hacerlo,

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además, serán los más listos y alcanzarán más temprano que los
demás la mieles del éxito y el reconocimiento de su minúscula
comunidad de pares. Pero, he ahí que no hay nada nuevo bajo el
sol. El concepto de calidad de la democracia constituye más un
placebo para hacer como que se hace, para engañarnos a noso-
tros mismos pensando que hemos dado con la piedra filosofal,
pero que en realidad aporta muy poco para entender los proble-
mas de fondo de las democracias modernas.
Además, en estricto sentido, el tema de la calidad de la
democracia no es nuevo. Es tan viejo como la propia demo-
cracia. Quizá cambien los términos y los métodos empleados
para estudiarla, pero desde siempre ha existido la inquietud
de evaluar la pertinencia de las formas de gobierno: ¿por qué
una forma de gobierno es preferible a otras? Es una pregunta
central de la filosofía política, y para responderla se han ofre-
cido los más diversos argumentos para justificar la superiori-
dad de los valores inherentes a una forma política respecto de
los valores de formas políticas alternativas. Y aquí justificar
no significa otra cosa más que argumentar qué tan justa es
una forma de gobierno en relación a las necesidades y la natu-
raleza de los seres humanos (la condición humana). En este
sentido, la ciencia política que ahora abraza la noción de “ca-
lidad de la democracia” para evaluar a las democracias real-
mente existentes, no hace sino colocarse en la tradición de
pensamiento que va desde Platón —quien trató de reconocer
las virtudes de la verdadera República, entre el ideal y la rea-
lidad— hasta John Rawls (1971), quien también buscó afano-
samente las claves universales de una sociedad justa; y al ha-
cerlo, esta disciplina pretendidamente científica muestra
implícitamente sus propias inconsistencias e insuficiencias, y
quizá, su propia decadencia. La ciencia política, que se recla-
maba a sí misma como el saber más riguroso y sistemático de
la política, el saber empírico por antonomasia, ha debido ce-
der finalmente a las tentaciones prescriptivas a la hora de
analizar la democracia, pues evaluar su calidad sólo puede
hacerse en referencia a un ideal de la misma nunca alcanzado
pero siempre deseado.

135
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Me atrevería a argumentar incluso que con esta noción


—y la búsqueda analítica que de ahí se desprende— la ciencia
política se coloca en el principio de su muy anunciado ocaso.

Notas

88
Véase Sartori, Riggs y Teune (1975) y Sartori (1984b).
89
Véase Bobbio (1988b).
90
Véase Bobbio (1972).
91
Bobbio (1988b).
92
Cuestión que pudiera desprenderse de la crítica que Danilo Zolo re-
aliza a Sartori en Zolo (1988). Mayores elementos sobre la posición de Sarto-
ri pueden encontrarse en Sartori (1984b y 1987).
93
Para una revisión de los principales autores y propuestas sobre este
tema, véase el número especial de Metapolítica dedicado íntegramente al
mismo (vol. 8, núm. 39, enero-febrero 2004).

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SEGUNDA PARTE

LA CIENCIA POLÍTICA
MÁS ALLÁ DE SUS LÍMITES
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Capítulo 6

La producción social de lo político


omo anticipé en el capítulo 4, un primer paso para que la


C ciencia política pueda superar los estrechos márgenes au-
toimpuestos por el canon cientificista que abrazó desde sus orí-
genes, es desandar el camino que lo llevó a aislar o delimitar la
política de otros sectores sociales de acción, como si fuera una
parcela más que un horizonte de sentido de lo social. Que en su
proceso evolutivo la politología tuvo que sustraer lo político
del mundo más complejo de las relaciones sociales era hasta
cierto punto lógico, pues la especialización implica diseccionar
lo que en la realidad permanece unido, pero he ahí que la polí-
tica escindida de lo social se vacía de significados fuertes y ter-
mina siendo un mero patrón de racionalidad institucional ten-
diente a disminuir riesgos, conciliar intereses, administrar
recursos y asignar legítimamente roles y metas.
En virtud de ello, en este capítulo daré cuenta de la dispu-
ta teórica que ha generado en tiempos recientes el tema de la
sociedad civil, una vez que se ha reconocido su centralidad en
la producción social de lo político en las democracias moder-
nas. Del examen puntual de corrientes y autores participantes
en este debate teórico, intentaré prefigurar un enfoque alterna-
tivo para el estudio de lo político, el cual complementaré en los
dos capítulos subsecuentes.94
Para quien sigue con detenimiento los principales debates
intelectuales en el mundo, sabe perfectamente que el tema de la
sociedad civil ha adquirido en los últimos años una enorme im-

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portancia no sólo en los círculos académicos e intelectuales


sino también políticos y sociales. Su resurgimiento lejos de ser
gratuito responde a distintos fenómenos políticos de evidente
actualidad: a) la crisis de los partidos políticos en las democra-
cias modernas, los cuales tienen cada vez más dificultades para
representar y agregar intereses sociales, pues responden cada
vez más a las utilidades de sus elites internas; b) el imperativo
de redefinir los alcances y los límites de las esferas del Estado y
la sociedad a la luz de la emergencia de nuevos actores y movi-
mientos sociales; c) la pérdida de eficacia de las tradicionales
fórmulas de gestión económica y social de orden corporativo y
clientelar; y d) el cuestionamiento público del universo de los
políticos por motivos de corrupción y nepotismo.
En los hechos, el retorno de la sociedad civil ha sido pro-
vocado y alentado por dos procesos históricos de la segunda
mitad del siglo XX: a) la crisis del Estado benefactor europeo en
los años sesenta y setenta, y su sustitución por los experimen-
tos institucionales neocorporativos o neoliberales, y b) la caída
de los regímenes comunistas en la ex Unión Soviética y en Eu-
ropa del Este a fines de los años ochenta.
La discusión intelectual sobre la emergencia de la socie-
dad civil gira en torno a varios dilemas: ¿cuáles son los alcan-
ces y los límites de la esferas del Estado y la sociedad civil y
cómo deben ser las relaciones institucionales entre ambos?,
¿de cuánta autonomía deben gozar los integrantes de la socie-
dad?, ¿qué papel juega el mercado en la relación sociedad-Es-
tado?
La respuesta a estas y otras preguntas no es unánime. Por
el contrario, existen diferentes lecturas sobre el alcance del con-
cepto de sociedad civil. Para fines de exposición aquí se exami-
narán las dos más importantes: a) la liberal, que privilegia la es-
fera de libertad de sus integrantes frente al Estado, y b) la social
liberal, que antepone criterios de igualdad como principal va-
lor de la sociedad.
A continuación examinaré algunos de los dilemas de la so-
ciedad civil contemporánea a partir del análisis y la crítica de
estas dos posturas.95 En la primera parte se analizará el concep-

140
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to de sociedad civil que han desarrollado autores liberales


como Víctor Pérez Díaz y Ernest Gellner. En la segunda parte
me concentraré en autores social liberales como John Keane y
David Held. Con estos elementos, aspiro a perfilar el panorama
actual de la discusión sobre el concepto de sociedad civil y a
proponer una concepción alternativa que contribuya no sólo a
enriquecer el debate intelectual sino también a definir un mo-
delo de sociedad civil que concilie la mayor libertad con la ma-
yor igualdad posible.

La sociedad civil liberal o el predominio de la libertad negativa

El renacimiento de la sociedad civil es un fenómeno re-


ciente. Cuando muchos ya la habían desahuciado, se fortaleció
y adquirió una creciente legitimidad pública. Dicha legitimi-
dad es considerada por Pérez Díaz en su estudio sobre el retor-
no de la sociedad civil en las sociedades occidentales en el pe-
ríodo de la segunda posguerra (Pérez Díaz, 1993).
En primer lugar, el sociólogo español propone un concep-
to restringido de sociedad civil que incluye la esfera pública y
las instituciones sociales. La esfera pública forma parte de la
sociedad civil porque ésta se compone de agentes implicados
simultáneamente en actuaciones privadas y en asuntos públi-
cos que sólo pueden ser conciliados mediante un debate públi-
co. Las instituciones sociales, por su parte, incluyen tanto a los
mercados como a un conjunto de asociaciones voluntarias que
compiten y cooperan entre sí.
Dentro de este esquema, el Estado y la sociedad están se-
parados pero implicados en una serie de intercambios que se
suscitan porque el Estado es a la vez un aparato coercitivo que
garantiza la paz y un proveedor de servicios hacia la sociedad.
En correspondencia, el Estado demanda de la sociedad su con-
sentimiento hacia su autoridad. Mediante esta relación de
mando y obediencia se configuran las distintas modalidades de
intercambio entre el Estado y la sociedad: aceptación, consenti-
miento, rechazo, etcétera.

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Este conjunto de relaciones de intercambio son analizadas


por Pérez Díaz en las sociedades europeas posteriores a la Se-
gunda Guerra Mundial. Para el autor, a partir de los años cin-
cuenta aumentó considerablemente el papel del Estado como
proveedor de servicios, con lo que ocupó una posición cada
vez más destacada en la vida económica y social de los países
occidentales.
La construcción del Estado de bienestar respondió a dos
razones fundamentales: las demandas sociales en favor del in-
tervencionismo estatal procedentes de distintos sectores socia-
les y las presiones de la clase política para ampliar sus áreas de
influencia. Pero más allá de estas razones, la supervivencia del
Estado de bienestar en las décadas posteriores a la Segunda
Guerra Mundial se debió a su relativo éxito, ya que fue un pe-
ríodo de crecimiento económico y de integración social.
Sin embargo, señala Pérez Díaz, al equilibrio relativo de
los años cincuenta y sesenta le siguió un período turbulento en-
tre mediados de los sesenta y principios de los setenta caracte-
rizado por la aparición de nuevos movimientos sociales, una
grave crisis económica e incertidumbres políticas.96 La ejecu-
ción de políticas consecuentes con este diagnóstico puso en di-
ficultades más temprano que tarde el compromiso social y de-
mocrático de los años cincuenta y sesenta. El equilibrio del
Estado de bienestar se tambaleó y la respuesta no se hizo espe-
rar: “Tuvieron lugar dos tipos de experimentos con el diseño
institucional del Estado del bienestar: el desarrollo del neocor-
porativismo, que parecía mejor acomodarse a las tradiciones
socialdemócratas y conservadoras; y el experimento de la pri-
vatización y expansión de los mercados abiertos, asociado a
una filosofía política neoliberal” (Pérez Díaz, 1993, p. 119).
El neocorporativismo consistió en un espacio institucional
de consulta entre empresarios y trabajadores, con la interven-
ción del gobierno, para formular y ejecutar políticas socioeco-
nómicas claves que pretendían mantener el compromiso social
y democrático. El neoliberalismo partió de una postura filosó-
fica distinta, según la cual la tendencia histórica al crecimiento
del Estado debía de ser contenida y revertida. Desde esta ópti-

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ca la responsabilidad del Estado debía ser reducida en favor de


los mercados, es decir, de la capacidad autorreguladora de em-
presas, familias e individuos. Las políticas neoliberales tuvie-
ron como objetivo establecer un marco de leyes e instituciones
que permitieran a los mercados abiertos desenvolverse sin nin-
gún obstáculo. A la par se instrumentaron políticas de liberali-
zación y privatización cuyo objetivo era reducir la supervisión
estatal de distintas actividades económicas.
En esta parte, Pérez Díaz sostiene que los experimentos
neocorporativos pero sobre todo los neoliberales compartieron
un elemento común: ofrecer mayor poder a la sociedad civil ya
que permitieron que una parte cada vez mayor de responsabi-
lidad fuera asumida por las unidades últimas de la sociedad:
los individuos. Frente al repliegue económico y social del Wel-
fare State, la sociedad civil adquirió mayor confianza en sí mis-
ma, sus organizaciones se flexibilizaron y los individuos recu-
peraron mayor libertad para tomar sus decisiones.
No obstante, el optimismo de Pérez Díaz sobre el fortaleci-
miento de la sociedad civil peca de algunos excesos. La fórmu-
la que sugiere es sencilla: a mayor Estado menor sociedad civil
y a menor Estado mayor sociedad. Lo que pierde uno lo gana el
otro y a la inversa. En esta lógica, el Estado benefactor, al inter-
venir en amplias esferas económicas y sociales, asfixió la inicia-
tiva y el poder de la sociedad civil y, por el contrario, el Estado
neoliberal, al reducir y abandonar su intervención en esas esfe-
ras, contribuyó al fortalecimiento de la sociedad.
En los hechos, los avatares del binomio Estado/sociedad
en el Estado benefactor y en el neoliberal contradicen la fór-
mula que Pérez Díaz parece sugerirnos. En efecto, el fortaleci-
miento del Estado del bienestar occidental no fue ajeno al for-
talecimiento de la sociedad civil. El intervencionismo
económico estatal fue resultado del peso social que adquirió la
sociedad civil en el espacio público a través de sus distintas or-
ganizaciones.
Por el contrario, con el neoliberalismo no se ha fortalecido
la esfera pública97 ni tampoco ha sido devuelto el poder al con-
junto de asociaciones sociales y voluntarias sino a una oligar-

143
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quía financiera. De esta suerte, los compromisos que anterior-


mente descansaban en el Estado han sido abandonados y deja-
dos a las fuerzas del mercado, espacio por esencia antidemo-
crático ya que en él domina el capital de las oligarquías
financieras a costa de los “individuos autónomos”. Luego en-
tonces, los individuos no son más libres en este sistema ya que
su esfera de libertad está en entredicho por una desigualdad de
origen: la del mercado.
Un segundo autor en esta línea de pensamiento es Gellner.
Su interés fundamental en algunas de sus últimas obras fue es-
tudiar el renacimiento de la sociedad civil a raíz del vacío dejado
por la dramática caída del comunismo en la ex Unión Soviética y
Europa del Este. El nacimiento de este “eslogan” surgió como re-
sultado de la crisis de las sociedades totalitarias que la menos-
preciaron y calificaron como fraude. Gellner analiza el proceso
de liberalización de estas sociedades, especialmente en la ex
Unión Soviética. El primer intento de liberalización de las socie-
dades comunistas después de la muerte de Stalin, durante la
apertura de Kruschev, se caracterizó por la retención de la fe ori-
ginal, por un deseo de liberarla de sus deformaciones internas,
pero existía aún la creencia de que el comunismo podía ser efi-
caz y que moralmente era superior. En tiempos de la segunda li-
beralización, bajo Mijail Gorbachov, no quedaba nada de ningu-
na de esas dos ilusiones. Se necesitaba, entonces, un nuevo ideal,
el cual se encontró precisamente en la sociedad civil: “en la idea
de un pluralismo institucional e ideológico, que impide el esta-
blecimiento del monopolio del poder y la verdad, y que contra-
pese las instituciones centrales que, si bien necesarias, podrían
de otro modo adquirir tal monopolio” (Gellner, 1996, p. 15).
La práctica real del marxismo condujo a lo que Gellner lla-
mó el “cesaropapismo-mammonismo”; es decir, la fusión casi
total de las jerarquías políticas, ideológicas y económicas. El
Estado, el partido-Iglesia y los directivos económicos pertene-
cían todos a una única nomenklatura. Dicho sistema centralista
dio lugar a una sociedad atomizada e individualizada que, le-
jos de crear al hombre nuevo, dio a luz a hombres cínicos, amo-
rales y tramposos.

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En este ambiente de opresión, no es difícil imaginar que el


discurso de la sociedad civil adquieriera gran legitimidad. Sin
embargo, el concepto de sociedad civil incluye formas de orden
social no satisfactorias. En efecto, históricamente han existido
en las sociedades agrarias tradicionales subcomunidades inter-
namente bien organizadas, total o parcialmente autónomas y
con una administración propia. Estas comunidades mantienen
su cohesión, disciplina interna y solidaridad gracias a una bue-
na dosis de ritual, que se usa para subrayar y reforzar los roles
y las obligaciones sociales. De manera que para Gellner, el con-
cepto de sociedad civil debía diferenciarse de algo que es total-
mente distinto: la comunidad segmentaria que sortea la tiranía
central convirtiendo firmemente al individuo en una parte in-
tegrante de la subunidad social.
En consecuencia, la sociedad civil tiene por lo menos dos
opuestos: las comunidades segmentarias, saturadas de señores
y de rituales, libres quizá de la tiranía central, pero no libres en
un sentido moderno, y la centralización que hace migas todas
las instituciones sociales subsidiarias o subcomunidades, sean
ritualmente sofocantes o no. Para Gellner existía una tercera al-
ternativa que excluía tanto al comunalismo sofocante como al
autoritarismo centralizado: la sociedad civil.
Para Gellner, la descentralización económica constituye
una precondición de la sociedad civil. Dos razones explican esta
descentralización: las sociedades civiles deben ser sociedades
plurales que contengan fuerzas de peso y contrapeso y mecanis-
mos de equilibrio económico que pueden ser garantizados por
medio de una centralización política coercitiva eficaz. El plura-
lismo político, entendido como unidades coercitivas autónomas
e independientes, está totalmente descartado porque presupone
conflictos irresolubles y pérdida de soberanía.98 El segundo argu-
mento en favor del pluralismo económico es el de la eficacia eco-
nómica, que sólo puede ser garantizada en un marco de compe-
tencia entre unidades económicas distintas. Pero entonces,
podríamos preguntar a Gellner, ¿cuál es la función del gobier-
no?, ¿es sólo una unidad coercitiva que garantiza el orden y la
paz y que deja todo lo demás en manos del mercado?

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Aquí Gellner parece distanciarse de las posiciones de Pé-


rez Díaz: ni mercado incontrolado ni Estado ilimitado. El mo-
delo de mercado de la sociedad civil sólo sería aplicable en las
condiciones de las sociedades civiles del siglo XVIII, donde la
tecnología era considerablemente débil. En las sociedades ac-
tuales, por el contrario, cualquier uso ilimitado de la tecnología
podría conducir a la destrucción del medio ambiente y del or-
den social. En el mismo sentido, es moralmente condenable
una sociedad moderna sin alguna forma de Estado de bienestar
eficaz, que atienda a aquellos que por sí mismos no pueden ga-
rantizar sus medios de subsistencia.
En suma, la sociedad civil gellneriana se compone de una
pluralidad económica, política e ideológica de instituciones no
gubernamentales suficientemente fuertes como para contra-
rrestar al Estado, aunque no impidan al mismo cumplir con sus
funciones de garantizar la paz y ser árbitro de intereses funda-
mentales.
En este punto, aunque Gellner no propone revivir el Esta-
do benefactor sí reconoce que en determinadas circunstancias
es justificable su existencia. En ese sentido, el liberalismo de
Gellner pareciera encontrarse a la mitad del camino: si bien es
importante mantener la autonomía y la libertad de las unida-
des productivas, ni una ni otra pueden ser absolutas ya que se
encuentran condicionadas por las políticas del Estado, quien
puede decidir con amplio margen de autonomía qué esferas de
su influencia son moralmente aceptables. Sin embargo, su sim-
patía por la política de bienestar es muy pobre ya que no conci-
be a ésta como promotora de derechos universales para todos
los individuos independientemente de su solvencia económica,
sino como un simple instrumento discrecional y asistencial di-
rigido a determinados grupos sociales. Entre la libertad y la
igualdad, Gellner parece inclinarse por la primera, pero no a
cualquier costo de la segunda.99

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La sociedad civil social-liberal o el predominio


de la igualdad de condiciones

El diagnóstico sobre el renacimiento de la sociedad civil ha


seguido diferentes senderos. Uno de ellos es precisamente el
tomado por algunos autores posmarxistas o neomarxistas
como John Keane y David Held, quienes analizan a la sociedad
civil europea en el marco de las discusiones sobre la opción so-
cialista.
Por lo que respecta a Keane, el socialismo sólo puede tener
perspectivas si deja de identificársele con el poder estatal centra-
lizado y se le convierte en sinónimo de una mayor democracia,
de un sistema de poder diferenciado y pluralista. Esta fórmula
heterodoxa exige replantear la relación entre el Estado y la socie-
dad civil: “entre la compleja red de instituciones políticas (...) y
el reino de actividades sociales (...) que están legalmente recono-
cidas y garantizadas por el Estado” (Keane, 1992, p. 19).
La distinción entre sociedad civil y Estado es analizada
por Keane al abordar el caso del Estado benefactor, al que de-
nomina socialismo estatalmente administrado. Para el autor, el
programa socialdemócrata, a pesar de sus avances, ha perdido
atractivo en las sociedades occidentales porque no ha sabido
reconocer la forma y los límites deseables de la acción estatal
respecto a la sociedad civil. Este modelo incurrió en varios
errores: asumió que el poder estatal podía hacerse cargo de la
existencia social, por lo que alentó el consumo pasivo y la apa-
tía ciudadana; fracasó a la hora de cumplir sus promesas; su
eficacia se vio debilitada por los intentos de ampliar la regula-
ción y el control de la vida social mediante formas corporativis-
tas de intervención que en vez de fomentar los intereses mejor
organizados de la sociedad los supeditaron a los intereses del
gobierno. En contra de lo esperado, estas formas corporativas
no aseguraron mayor estabilidad política y social, sino que hi-
cieron más vulnerable al Estado ante la resistencia y los pode-
res de veto de los grupos sociales poderosos.
La ironía de la historia es que estas tres dificultades del Es-
tado social han sido popularizadas por el neoconservadurismo,

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quien se ha valido de estas deficiencias para fortalecer su pro-


pia visión sobre el ascenso de la sociedad civil. Los neocon-
servadores, ante los yerros del socialismo estatizante, han di-
vulgado una visión distorsionada de las virtudes de la
sociedad civil: autointerés, flexibilidad, autoconfianza, liber-
tad de elección, propiedad privada y desconfianza en la buro-
cracia estatal.
Frente a la amenaza estatizante, los neoconservadores
plantean que el Estado debe ser relevado de ciertas funciones
para ahorrar costos; deben reducirse sus mecanismos de nego-
ciación corporativista y restringirse los poderes de los sindica-
tos del sector público. Se trata de aumentar la eficacia de las
políticas estatales disminuyendo las dimensiones del Estado,
limitándolo exclusivamente a ser garante del cumplimiento de
la ley y el respeto del orden.
Sin embargo, las políticas económicas neoconservadoras,
sostiene Keane, tienen pocas posibilidades de tener éxito no so-
lamente por sus desastrosas consecuencias sociales, sino por-
que lejos de crear condiciones de expansión económica y de
empleo, promueven una mayor desinversión y desactivación
económica.
De cara a esta situación, el pensador inglés propone vol-
ver a lo básico: a los viejos objetivos de igualdad y libertad,
abandonados por el neoconservadurismo y la socialdemocra-
cia. Así, de cara al neoconservadurismo que sacrificó la igual-
dad en beneficio de la libertad y a la socialdemocracia que sa-
crificó la libertad en favor de la igualdad, Keane plantea un
compromiso en favor de la libertad y la igualdad que en térmi-
nos prácticos debe resolver el dilema de un Estado y una so-
ciedad civil que puedan combinarse para promover la igual-
dad con libertad.
Para resolver este dilema, Keane sugiere que se adopten
nociones más complejas de igualdad y libertad. La igualdad
simple debe sustituirse por una concepción pluralista de la
igualdad que debe reconocer que la distancia entre los que tie-
nen y los que no tienen sólo puede eliminarse desarrollando
mecanismos institucionales que distribuyan bienes diferentes a

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personas diferentes, de diferentes maneras y por razones dis-


tintas. Igualmente, las nociones de libertad simple deben ser
reemplazadas por nociones complejas de libertad. Dicha liber-
tad compleja implicaría un espacio en donde las posibilidades
de elección fueran ampliadas mediante una variedad de esfe-
ras sociales y políticas en las que los grupos ciudadanos po-
drían participar si así lo quisieran. Pero, más allá de su nota-
ción semántica, estas nociones de igualdad y libertad
complejas podrían adquirir sentido práctico si estimulan un
conjunto de reformas que permitan restringir el poder estatal y
expandir a la sociedad civil.
En este sentido, la democratización socialista significaría
mantener y redefinir las fronteras entre sociedad civil y Estado
mediante dos procesos simultáneos: la expansión de la libertad
e igualdad social, y la democratización y reestructuración de
las instituciones estatales. Para llevar a buen puerto esta inicia-
tiva se necesitaría reducir el poder del capital privado y del Es-
tado frente a la sociedad civil, mediante luchas sociales e inicia-
tivas políticas públicas que permitan a los ciudadanos
intervenir en condiciones menos desfavorables en las esferas
social y política y responsabilizar a las instituciones estatales
ante la sociedad civil, redefiniendo sus funciones de protección
y regulación de la vida de los ciudadanos. De esta forma, Esta-
do y sociedad civil serían las dos caras de la moneda democra-
tizadora.
Al igual que Keane, Held señala que para que la democra-
cia renazca en nuestros días debe ser concebida como un fenó-
meno de dos caras: que se refiera a la reforma del poder del Es-
tado, por una parte, y a la reestructuración de la esfera de la
sociedad civil, por la otra.
Para Held, el principio de autonomía sólo puede llevarse a
la práctica si se definen las formas y límites de la acción del Es-
tado y de la sociedad civil. En muchos países occidentales los
límites del gobierno están definidos en constituciones y decla-
raciones de derechos. Sin embargo, el principio de autonomía
democrática exige que estos límites del poder público se reva-
loren en relación con un conjunto de cuestiones mucho más

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amplio. Si la autonomía significa “que las personas sean libres


e iguales en la determinación de las condiciones de su propia
vida, y que disfruten de los mismos derechos y obligaciones en
la especificación de un marco que genera y limita las oportuni-
dades a su disposición”, entonces dichas personas deben estar
en condiciones de gozar estos derechos no sólo formalmente,
sino también en la práctica diaria (Held, 1987, p. 342).
Held explica que esta autonomía puede garantizarse a tra-
vés de la ampliación de los derechos que darían vida a un efec-
tivo “sistema de derechos” que posibilitaría y limitaría las ac-
ciones de la sociedad civil en varios terrenos. Este sistema de
derechos incorporaría no solamente la igualdad en el derecho
al voto, sino también los mismos derechos para disfrutar de las
condiciones para una participación efectiva, una comprensión
bien informada y el establecimiento de la agenda política. Estos
derechos “estatales” implicarían, a su vez: “un amplio conjun-
to de derechos sociales ligados a la reproducción, al cuidado de
los niños, a la sanidad y la educación, así como los derechos
económicos para garantizar los recursos económicos necesarios
para una autonomía democrática” (Idem.)
Un sistema de derechos de esta naturaleza especificaría las
responsabilidades de los ciudadanos con respecto a otros ciu-
dadanos, así como las obligaciones del Estado hacia grupos de
ciudadanos que los gobiernos particulares no podrían invali-
dar. Los resultados de este sistema de derechos modificarían a
la vez la naturaleza del Estado, la sociedad civil y las relaciones
entre ambos. Un Estado antidemocrático sería incompatible
con este sistema, pero también una sociedad civil con elemen-
tos antidemocráticos no cuajaría dentro de este sistema. En
efecto, un Estado y una sociedad civil democráticos son incom-
patibles, por una parte, con poderes invisibles, con institucio-
nes políticas elitistas u oligárquicas y con decisiones secretas, y
por la otra, con relaciones sociales y organizaciones (corpora-
ciones, grupos de interés, etcétera) que puedan distorsionar los
resultados democráticos. Así, el Estado y la sociedad civil pasa-
rían a convertirse en un peso y un contrapeso del poder del
otro.

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En suma, para Held, sin una sociedad civil independiente,


el principio de autonomía democrática no puede realizarse;
pero, sin un Estado democrático, comprometido en profundas
medidas redistributivas, es poco probable que la democratiza-
ción de la sociedad civil arribe a buen puerto.
De la confrontación de las dos posiciones que he analizado
hasta ahora sobre el resurgimiento de la sociedad civil en las
democracias modernas, se pueden esbozar algunas conclusio-
nes preliminares. Sin embargo, como veremos más adelante, el
tema de la sociedad civil no puede ser cabalmente teorizado si
se considera exclusivamente como una variable dependiente
de las transformaciones del Estado o en el marco de un discur-
so prescriptivo y normativo sobre la primacía del valor de la
igualdad o de la libertad.
Mis conclusiones hasta esta parte se resumen en los si-
guientes puntos:

1) La sociedad civil se diferencia del Estado. Es la diferencia


entre las instituciones independientes y autónomas de la
sociedad y las instituciones del Estado. Sin embargo, esta
diferencia no significa un juego de suma cero. No debe
concebirse una sociedad civil sin Estado ni tampoco un Es-
tado sin sociedad civil. Una sociedad civil sin Estado su-
pondría una comunidad de hombres y mujeres homogé-
nea, sin intereses, deseos ni aspiraciones contrapuestas.
Un Estado sin sociedad civil sería el triunfo del poder a
costa de la derrota de la sociedad civil.

2) Las relaciones entre el Estado y la sociedad civil no pue-


den ser ocultas ni discrecionales, sino por el contrario de-
ben estar sujetas a normas e instituciones visibles, univer-
sales y sometidas al público.

3) El proceso democrático comprende la democratización de


las instituciones del Estado y la democratización de las
instituciones de la sociedad civil. No puede hablarse de un
proceso democrático integral si excluye alguno de estos
procesos.

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4) El Estado debe respetar la libertad de la sociedad civil


pero no a costa de su igualdad. Asimismo, el Estado debe
garantizar la igualdad pero no a costa de la libertad de la
sociedad civil. En consecuencia, el Estado debe garantizar
y a la vez respetar la mayor igualdad y libertad posible y
deseable de los miembros de la sociedad civil. La mayor li-
bertad e igualdad posible y deseable de una sociedad es
aquella en que la igualdad es igualdad de condiciones
para desiguales aspiraciones y la libertad es libertad de
elecciones para iguales opciones.

5) Plantear que al Estado mínimo le corresponde una socie-


dad civil grande o al Estado grande le corresponde una so-
ciedad civil mínima es una falsa disyuntiva. Un Estado
comprometido con valores como la igualdad social es por
lo general resultado de una sociedad civil fuerte y compro-
metida con la igualdad social. Un Estado ajeno a cualquier
compromiso social es resultado casi siempre de una socie-
dad civil débil y desarticulada.

6) El mercado no puede quedar desregulado, sino que debe


sujetarse a los controles institucionales y normativos del
Estado y al contrapeso de las organizaciones de la socie-
dad civil. Por tanto, la fórmula Estado o mercado es un di-
lema falso. El asunto es cuánto Estado y cuánto mercado
para garantizar la mayor libertad e igualdad posible para
los integrantes de la sociedad civil.

Hacia una concepción alternativa

Hasta esta parte he analizado dos posiciones distintas


sobre el papel de la sociedad civil en las democracias moder-
nas. Como se desprende de este recuento, se trata de posicio-
nes más bien prescriptivas que intentan definir el resurgi-
miento de la sociedad civil en el contexto de las
transformaciones del Estado desde la posguerra o en el mar-

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co de las precondiciones democráticas formales que posibili-


tan su expresión.
En mi opinión, el tema del resurgimiento de la sociedad ci-
vil implica muchos otros aspectos que llevan incluso a redefinir
la concepción dominante de la democracia y, todavía más, de la
política democrática. Dicho de otro modo, el desafío teórico
que en realidad concita el tema de la sociedad civil sólo puede
reconocerse en su justa dimensión si se considera como varia-
ble independiente y no sólo dependiente; es decir, si nos pre-
guntamos por las consecuencias teóricas y prácticas de esta
nueva articulación de iniciativas ciudadanas de la sociedad ci-
vil en un contexto definido por la crisis de las democracias re-
presentativas.
En esta línea alternativa de argumentación existen muchos
autores que han enriquecido el debate teórico sobre la sociedad
civil. En particular, destacan los trabajos de Jeffrey Alexander,
Joseph Cohen y Andrew Arato, Adam Seligman y Agapito
Maestre, tal y como intentaré ilustrar a continuación.
En el caso de Alexander, este autor propone desarrollar un
nuevo modelo de sociedades democráticas que preste más
atención a la solidaridad y los valores sociales (“a qué y cómo
habla la gente, piensa y siente acerca de la política”), en mayor
medida en la que las teorías científico-sociales lo hacen, preo-
cupadas sobre todo por la estructura social (Alexander, 1994).100
Para Alexander, no sólo las teorías científicas se han aleja-
do de estos aspectos concretos sino también las teorías norma-
tivas de la democracia, pues consideran a ésta solamente en
términos de arreglos políticos y estructuras institucionales es-
trechamente definidas —la separación de poderes, derechos le-
gales, procedimientos garantizados y regulaciones del voto—.
Aquí entrarían incluso los teóricos posmarxistas o neomarxis-
tas que analicé arriba, pues se han abocado a defender los re-
quisitos formales de la democracia como condición para res-
tringir el ejercicio del poder y fortalecer el pluralismo y la
participación sociales.
En ese sentido, Alexander nos advierte que la democracia
requiere mucho más que arreglos formales: “Hablar exclusiva-

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mente en términos de mecanismos formales institucionales ig-


nora el ámbito social que aporta a las estructuras políticas inde-
pendientes su apoyo crítico social más relevante” (Alexander,
1994, p. 74). Definir lo extrapolítico ya no puede hacerse exclu-
sivamente desde la base económica. La antigua dicotomía entre
derechos formales y derechos sustantivos ahora se plantea más
en términos de complementariedad. Para la teoría crítica con-
temporánea la democracia se define ahora como derechos for-
males además de los sustantivos, aún cuando estos últimos son
comprendidos como económicos, tal y como sostiene Held.
En orden a estas deficiencias, Alexander propone una
comprensión mucho más amplia de las condiciones sociales so-
bre las que depende la democracia, que van mucho más lejos
que las estructuras de igualdad económica a las que se refieren
los críticos neomarxistas. Para Alexander, el centro de tales es-
tructuras debe ampliarse para incluir a la esfera de la sociedad
civil, que es relativamente independiente tanto del estrecho
ámbito político como también del económico.
Para Alexander, la sociedad civil es “la arena en la que la
solidaridad social se define en términos universalistas. Es el
‘nosotros’ de una comunidad nacional..., el sentimiento de co-
nexión hacia ‘cada miembro’ de la comunidad, lo que trascien-
de los compromisos particulares, las lealtades estrechas y los
intereses sectarios” (Ibid., p. 75).
Como se puede fácilmente apreciar, la de Alexander es
una definición de sociedad civil centrada en el papel que juega
la solidaridad pero sin dejar de reconocer la individualidad. En
efecto, Alexander se adscribe a una tradición liberal post-hob-
besiana, la cual era menos individualista que lo que frecuente-
mente se percibe. Basta leer algunos pasajes de Locke, Fergu-
son, Smith y Tocqueville para constatarlo. Ideas que fueron
borradas bajo la lógica de funcionamiento del capitalismo real,
que redujo la igualdad a una garantía legal y política, que llevó
a un Estado fuerte interventor que canceló y supeditó a la so-
ciedad civil, etcétera.
Es por ello que en el siglo XX, autores como Hannah
Arendt y Jürgen Habermas pensaron que la desaparición de la

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vida pública llegó a ser hasta axiomática. Estaban convencidos


de que el capitalismo había destruido la vida pública, que en
las sociedades democráticas de masas, el mercado había pulve-
rizado los lazos sociales, convertido a los ciudadanos en egoís-
tas y permitido a las oligarquías y burocracias el dominio com-
pleto. (Concepción privatizada de la sociedad civil que va
desde Hegel, cuando identifica a la sociedad civil con el siste-
ma de las necesidades. Visión marxista de Hegel que ya es ob-
soleta, pues para Hegel, la sociedad civil no sólo es el sistema
de las necesidades sino también la esfera de la moralidad).
En ese sentido, señala Alexander, resulta más alecciona-
dora la definición de Antonio Gramsci, antieconomicista y an-
tiindividualista, según la cual la sociedad civil es el ámbito
político, cultural, legal y de la vida pública, la cual ocupa una
zona intermedia entre las relaciones económicas y el poder
político.
En síntesis, propone Alexander, la sociedad civil no debe
ser entendida como comunidad en un sentido estrecho, pro-
pio de George Simmel, sino como “comunidad de la socie-
dad”, pues cada grupo funcionando necesita tener alguna
conciencia colectiva: “Porque la sociedad ‘civil’ es entendida
como esa forma de conciencia colectiva que se extiende más
amplia y profundamente, tanto que puede incluir en princi-
pio varios agrupamientos en un dominio territorial discreto,
administrativamente regulado. Una identificación sobre un
espacio disperso tal, puede sostenerse solamente por medio
de lazos universalistas que apelan a los más altos valores ge-
neralizados como los derechos y la humanidad” (Ibid., pp.
79-80).
De acuerdo con Alexander, la amplitud y el ámbito de tal
comunidad ha llevado a la mayor parte del pensamiento con-
temporáneo acerca de la sociedad civil a seguir a Kant y a otros
filósofos ilustrados en su identificación de tales lazos con tér-
minos tales como la razón y el derecho abstracto (v. gr. Haber-
mas y sus discípulos, quienes hablan de una comunicación ple-
namente transparente, o John Rawls, cuya teoría de la justicia
se erige sobre la noción de que los sistemas políticos serán más

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civiles y completos sólo si los actores políticos pueden compro-


meterse en experimentos mentales hipotéticos, donde deben
desarrollar sus principios distributivos, sin ningún conoci-
miento concreto de sus propios destinos particulares).
Para Alexander, por el contrario, los lazos universalistas
no necesitan ser articulados por símbolos abstractos como la
“razón” o el “derecho”: “limitar nuestro pensamiento acerca de
la sociedad civil a tales nociones es hacer lo que puede llamar-
se la falacia de la abstracción extraviada, una falacia que mina
la utilidad misma del término sociológico” (Ibid., p. 80). El uni-
versalismo debe ser articulado más bien con el lenguaje concre-
to, evocando tendencias inmanentes, como local, nacional, o
debe apelar a las imágenes, a las metáforas, a los mitos, etcéte-
ra, enraizando estas categorías simbólicas a los mundos de
vida cotidianos en los cuales viven los ciudadanos.
Para Alexander, la abstracción que ha dominado a mucho
del pensamiento reciente acerca del discurso sobre la sociedad
civil, debe ser bajado a la tierra y traducido en términos realis-
tas, concretos, al pensamiento y al lenguaje cotidianos.
Debemos continuar discutiendo a la sociedad civil, exhor-
ta Alexander, como una comunidad rudamente isomórfica con
la nación: “El que la nación connota a la solidaridad y la iden-
tidad demuestra que en ningún sentido puede ser equiparada
con el Estado; al mismo tiempo, la cualidad concreta y enraiza-
da de cada nación sugiere una particularidad que desafía a la
abstracción de la idea normativa de sociedad civil, relativizan-
do su universalismo filosófico en una forma sociológica” (Ibid.,
p. 81). Incluso las luchas concretas por expandir el universalis-
mo son exitosas si lo hacen desde dentro de la nación, median-
te el reforzamiento de las orientaciones particularistas: “En el
contexto de la nación-Estado el proceso de expansión de la so-
ciedad civil se refiere tanto a la extensión horizontal de sus mi-
ras —la inclusión de los marginados— como a los procesos ver-
ticales que permiten una más amplia realización de las
obligaciones ‘más altas’, en las que tales comunidades se invo-
lucran, compromisos que pueden concebirse como trascenden-
tes vis-a-vis las instituciones existentes, que pueden relativizar

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y desafiar al status moral de la colectividad nacional en un pun-


to particular del tiempo histórico” (Ibid., p. 82).
Dos textos que sirven de referencia a Alexander para des-
arrollar su propuesta son los de Seligman y Cohen y Arato, res-
pectivamente. Pese a que cada uno de estos trabajos se inscribe
en líneas teóricas diversas, una weberiana y la otra haberma-
siana, ambos llegan a conclusiones similares sobre la importan-
cia de la sociedad civil.
En el caso de Seligman, este autor defiende la tesis de que
es la propia idea original de sociedad civil del siglo XVIII la
que prepara un particular clima religioso que transformó la
tensión natural entre intereses públicos y privados. Sacado de
este específico contexto político y religioso, el concepto ha ad-
quirido nuevos significados, pero al precio de perder su cohe-
rencia inicial.101
A partir del pensamiento de Max Weber, Seligman traza el
camino de la sociedad civil como producto de un delicado ba-
lance entre Razón y Revelación. Lo que destruyó este balance
fue la erosión de las bases efectivas de la sociedad civil —enrai-
zadas en un protestantismo ascético— por un creciente énfasis
en la razón y en la autonomía individual. En otras palabras, en-
tre más se expande el reclamo por la ciudadanía universal más
los individuos se confrontan entre sí como miembros autóno-
mos de una comunidad abstracta de individuos.
Lo que sigue, de acuerdo a Seligman, es la desaparición de
cualquier esfera cívica genuina, pues los individuos se conci-
ben entre sí como respetables pero impersonalmente iguales o
incluso como extraños. Se puede o no compartir esta visión
más bien pesimista de la sociedad civil, pero es indudable que
advierte sobre un problema que no ha sido lo suficientemente
considerado por Habermas en su teoría de la acción comunica-
tiva: el problema de la confianza mutua como condición de la
sociedad civil. Cuestión que nos lleva a comentar la propuesta
de Cohen y Arato, claramente deudora de la de Habermas.
Para Cohen y Arato los nuevos movimientos sociales,
como los feministas o los ecologistas, son los elementos diná-
micos de un rejuvenecimiento de la sociedad civil y de la afir-

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mación de una nueva esfera pública. En concordancia con Ha-


bermas, Cohen y Arato hacen una reconstrucción de la socie-
dad civil a partir del dualismo teórico entre “sociedad civil
moderna” y “éticas discursivas” que se basan en una teoría
normativa de la legitimidad y del derecho sin presuponer que
informan a todas las áreas de la vida. En ese sentido, la socie-
dad civil se distingue enfáticamente del lugar liberal del mer-
cado y al mismo tiempo es crítica del orden existente, pues en
nombre de la inclusión presiona hacia fines económicamente
igualitarios: “Los procesos de la comunicación pública consti-
tuyen el nosotros de la acción colectiva sin prescribir una for-
ma de vida particular o dañando la integridad de las identi-
dades individuales o de grupo” (Cohen y Arato, 1992, p. 65).
Sin embargo, al concebir a la sociedad civil como una are-
na de democratización cuya autonomía está asegurada tanto
conceptual como prácticamente por la actividad crítica de sus
participantes frente al mercado y el Estado, Cohen y Arato per-
manecen atrapados en un esquema utópico. Con todo, nos en-
señan que el tema de la sociedad civil no puede dejar de consi-
derar el elemento de la solidaridad, que por lo demás es
ignorado por Seligman. Para Cohen y Arato, en efecto, la soli-
daridad es la habilidad de los individuos para responder e
identificar entre sí sobre la base de la mutualidad, sin calcular
ventajas individuales y sobre todo sin compulsión. Obviamen-
te, estos autores encuentran en los nuevos movimientos socia-
les la mejor expresión de asociaciones voluntarias movidas por
la solidaridad.
Una manera distinta y quizá más enriquecedora para en-
carar el tema de la sociedad civil y evitar caer en el optimismo
desmedido de Alexander, Cohen y Arato o en el pesimismo de
Seligman, consiste en pasar de modelos de explicación norma-
tivos o descriptivos a un modelo de representación simbólica.
En esta vertiente de pensamiento cabe destacar algunos traba-
jos del filósofo español Agapito Maestre.102
Sobre la base de algunas ideas iniciadas por autores como
Hannah Arendt, Claude Lefort, Cornelius Castoriadis, entre
otros, Maestre propone estudiar a la sociedad civil como el es-

158
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pacio público por excelencia, el lugar donde los ciudadanos, en


condiciones de igualdad y libertad, cuestionan y enfrentan
cualquier norma o decisión que no haya tenido su origen o rec-
tificación en ellos mismos. En ese sentido, la esfera pública es el
factor determinante de retroalimentación del proceso democrá-
tico y la esencia de la política democrática.
La propuesta de Maestre consiste en buscar las bases sim-
bólicas de la política, en construir una teoría crítica de la políti-
ca capaz de dar cobertura teórica a los nuevos movimientos so-
ciales, iniciativas ciudadanas y, en general, a todas aquellas
corrientes favorecedoras de la “desestatización” de la política.
Para Maestre, este proceso no termina en las transiciones de-
mocráticas ni en la transformación de un modelo político y eco-
nómico centralizado en el Estado o en el mercado, sino en el
desarrollo de una sociedad civil diferenciada y autónomamen-
te organizada, entendida como otra forma de concebir al Esta-
do. La de Maestre es pues, una teoría de la democracia desde la
sociedad civil o del poder político como espacio “vacío” y una
idea de la sociedad civil como “imaginario colectivo”
En síntesis, Maestre propone examinar el concepto de so-
ciedad civil como un terreno y un espíritu “público” que está
en peligro por la lógica de los mecanismos administrativos y
económicos, pero también como el primer ámbito para la ex-
pansión de la democracia bajo los regímenes liberal-democráti-
cos realmente existentes. Así considerada, la sociedad civil es la
representante legítima y real del poder político, a condición de
su plena secularización.
Hasta aquí la propuesta de Maestre. En mi opinión, cons-
tituye una de las más sugerentes para aproximarse al tema de
la sociedad civil. Maestre nos enseña ante todo que pensar a la
sociedad civil en términos de un espacio público político abier-
to a todos es casi una oportunidad vital para volver a conferir a
la política dignidad y densidad. Una enseñanza nada desdeña-
ble frente a las tentaciones neoconservadoras y totalitarias que
cruzan en los hechos la experiencia política institucional. Hay
aquí una opción teórica consistente que anteponer también a
los esquemas normativos tanto liberales como posmarxistas,

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atrapados la mayor de las veces en el propio discurso totalita-


rio que buscan combatir, es decir, en esquemas que niegan la
radical diferencia de la sociedad o que creen conjurar el conflic-
to mediante unos mínimos normativos de justicia o bienestar.
Lejos de ello, Maestre nos enseña que la política es un espacio
abierto, materialmente de nadie y potencialmente de todos,
para encontrar bienes en común desde la diferencia y el conflic-
to propio de cualquier sociedad.
No es exagerado afirmar que el debate sobre la sociedad
civil en el futuro partirá en buena medida de presupuestos
como los anteriores. La reflexión sobre la sociedad civil es en-
tonces la mejor oportunidad para repensar la política en un
mundo que tiende precisamente a excluirla. Asimismo, coloca
un desafío a la ciencia política empírica, tradicionalmente re-
nuente a considerar la cuestión social cono el verdadero hori-
zonte de sentido de lo político.

Notas

94
Una versión preliminar de algunas partes de este capítulo, realizada
a la sazón con Sergio Ortiz Leroux, tuvo una salida previa en: Cansino y Or-
tiz Leroux (1997).
95
De suerte que no me detendré en el concepto de sociedad civil des-
arrollado por los autores clásicos. Dentro de la línea de los autores clásicos,
el concepto de sociedad civil fue abordado inicialmente por los pensadores
ilustrados escoceses. La principal característica del pensamiento escocés era
su tendencia “secularizadora”, entendiendo por ésta, no antirreligiosidad y
ateísmo, sino más bien interés por lo auténticamente humano. Cfr. Ferguson
(1974). El concepto de sociedad civil también es utilizado en la tradición fi-
losófica política del iusnaturalismo donde la sociedad civil suele ser equipa-
rada con la sociedad política o con el Estado. Igualmente, la idea de sociedad
civil se desarrolla en la tradición hegeliano-marxista donde la sociedad civil
es asociada al sistema de necesidades y sus formas de organización (Hegel),
a la sociedad burguesa (Marx) y al momento de la hegemonía cultural en la
superestructura (Gramsci).

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96
Un estudio detallado sobre la crisis del Estado benefactor y sus con-
secuencias se encuentra en Offe (1991). En esta obra el autor analiza distin-
tos temas relacionados con la crisis contemporánea del Estado del bienestar,
desde el fracaso de la socialdemocracia, el ascenso de la nueva derecha, el
corporativismo, la política social, los partidos políticos y los sindicatos has-
ta los nuevos movimientos sociales.
97
Por esfera pública nuestro autor entiende un espacio público en el
que los agentes debaten entre sí y con el Estado sobre asuntos de interés pu-
blico. Sin embargo, su concepto de esfera pública es muy restringido ya que
comprende una sola de sus dimensiones: lo público visible en oposición a lo
privado secreto. Lo público comprende además de lo público visible lo pú-
blico común, aquel espacio público que pone en el centro el bien común. Y
precisamente el neoliberalismo peca, entre otras cosas, por no colocar en el
centro el bien común. Para profundizar en la discusión sobre la esfera públi-
ca consultar: Arendt (1958, cap. 5 “La esfera pública y la privada”).
98
Cabe precisar que cuando Gellner se refiere al pluralismo político no
está haciendo alusión a los partidos políticos sino a aquel organismo que de-
tenta el monopolio legítimo de la fuerza, el cual no puede quedar sujeto a
varios poderes.
99
En una línea similar de argumentación se coloca el trabajo de Walzer
(1992).
100
El autor más importante en esta línea sociológica es sin duda Niklas
Luhmann. Un buen ensayo sobre el concepto de sociedad civil en este autor
puede encontrarse en: Torres Nafarrete (1996).
101
Véase Seligman (1993).
102
Véase en particular Maestre (1994).

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Capítulo 7

La dimensión simbólica de la política


omo se estableció en el capítulo anterior, hablar hoy de de-


C mocracia es hablar de la moderna cuestión social, es decir
de individuos cuya acción libre y contingente, más o menos
asociada, define cotidianamente los contenidos simbólicos de
lo político. La contingencia es el supuesto de la libertad demo-
crática. De ahí que la democracia, como nos enseña Maestre
(2000), nunca esté cumplida, no es un daimon dado de una vez
y para siempre, la democracia como el Estado de derecho que
le da cobijo siempre está insatisfecha, sometida al vértigo de un
“desarrollo” jamás cumplido en modo absoluto. Pero eso no
significa que la democracia sea sólo conquista, sino que tam-
bién es supuesto de más y mejor democracia. Como el ejercicio
de la libertad siempre trae más libertad, también la genuina de-
mocracia siempre ha de traer más democracia, pero con el ries-
go, también inherente a toda acción libre, de traer lo contrario.
El desarrollo, quiebras y sinsentidos de la historia de la demo-
cracia representativa, sometida a todos los avatares de la con-
flictividad social, es un ejemplo del vértigo de la libertad de-
mocrática.
En consecuencia, no existe espacio público que preexista a
la acción democrática, o sea el verdadero espacio público polí-
tico se gesta en el curso de la acción y, por supuesto, aquél se
desvanece en la ausencia de ésta. Lo público, quizás, pudiera
ser un resplandor siempre acosado por la evanescencia. Nada
genuinamente democrático puede preexistir al curso de la pro-

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pia acción de los individuos reunidos en juntas, consejos,


asambleas, cortes, foros, etcétera. La tensión constante entre el
deseo de elaborar una teoría política, incluso una teoría de la
democracia, y la voluntad de estar siempre dispuesto a com-
prender el acontecimiento histórico, el suceso “político” o no, o
sea, hacer frente a lo inesperado que surge en todo curso de ac-
ción colectiva, constituye el reto que debe resolver el pensa-
miento político contemporáneo que, obviamente, como tal pen-
samiento es ya una acción política.103
Este tipo de lecturas sobre la democracia, cuyo eje es la
desestatización de la política, o sea la expropiación de lo políti-
co a los profesionales de la política y su recuperación por parte
de la sociedad civil, se han abierto paso a contracorriente de los
enfoques y las perspectivas largamente dominantes en las cien-
cias sociales, para los cuales la democracia queda reducida al
ámbito estatal o meramente institucional de explicación.
El objetivo de este capítulo es evaluar las líneas centrales
de este entendimiento alternativo de la democracia y la políti-
ca, así como mostrar las insuficiencias de la ciencia política em-
pírica para dar cuenta de la política entendida como dimensión
simbólica instituyente. Para ello, recorreré primero el camino
que condujo a la concepción institucionalista dominante en las
ciencias sociales.

La estatización de la política

En su acepción moderna, por Estado se entiende el cuerpo


político caracterizado por ser una organización dotada de la ca-
pacidad de ejercer y controlar el uso de la fuerza sobre un pue-
blo determinado y en un territorio dado. Como tal, el Estado se
distingue de la sociedad, pues ésta es mucho más que sociedad
política, pero también es una realidad social, o sea, vida huma-
no-social de hombres asentados en un territorio, con una orga-
nización montada sobre un núcleo de poder, unificada por una
suprema unidad de decisión e informada por una idea del De-
recho que se realiza en un sistema jurídico.

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El uso correcto de la palabra Estado debe ver en éste una


forma política históricamente determinada y no un concepto
universal válido para todo tiempo y lugar. En ese sentido, sue-
le hablarse de “Estado moderno”, entendiendo por ello una
forma de ordenamiento político surgida originalmente en Eu-
ropa durante la Edad Media y que de ahí se propagó a todo el
mundo civilizado. Este origen histórico particular del Estado le
otorga sus rasgos peculiares respecto de otras formas de orga-
nización política. Así, por ejemplo, el Estado moderno surgió
con la impronta de una progresiva centralización del poder por
una instancia cada vez más amplia, que termina por compren-
der el ámbito entero de las relaciones políticas.
En suma, por Estado moderno puede entenderse: a) un
conjunto de instituciones, manejadas por el propio personal
estatal, entre las que destaca muy particularmente la que se
ocupa de los medios de violencia y coerción; b) un conjunto
de instituciones localizadas en un territorio geográficamente
delimitado, atribuido generalmente a su sociedad; y c) la ins-
tancia que monopoliza el establecimiento de reglas en el inte-
rior de su territorio, lo cual tiende a la creación de una cultura
política común compartida por todos los ciudadanos.104
El Estado moderno ha sido objeto de estudio de diversas
disciplinas. Desde un punto de vista histórico, un tema larga-
mente discutido ha sido el del origen de esta forma de organi-
zación política. Al respecto, hoy sabemos, gracias a historiado-
res como Perry Anderson (1980), René Fédou (1977) y Hans
Schule (1977), que las estructuras de las comunidades medie-
vales en Europa eran sumamente complicadas y variables, y no
podía hablarse para esa época de soberanía real sobre territo-
rios y gentes y, por consiguiente, de Estados, sino hasta bien
entrada la Edad Media. El parteaguas radicó en la afirmación
gradual de una estructura feudal jerárquica y ascendente, que
permitió dos formas de patrimonio como fundamentos de la
autoridad política: al rey le pertenecía el patrimonio de la Co-
rona, que comprendía una porción considerable del territorio,
y existía además la propiedad feudal, en la que el rey conserva-
ba la soberanía, pero que se había convertido en propiedad he-

165
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reditaria del feudatario. Y así se desarrolló a partir del vínculo


feudal el Estado de los estamentos: el príncipe y sus feudata-
rios se repartían el poder sobre la tierra y el suelo. Mientras el
rey o el príncipe trataban de consolidar su poder, los otros se-
ñores se aliaban con un objetivo común.
Por lo que respecta al tratamiento que del Estado moderno
ha hecho la ciencia del derecho, suele hablarse de una “doctri-
na general del Estado” para referirse al conjunto de criterios y
principios operativos que regulan la actividad, la estructura y
la organización de esta forma política. Se debe a autores como
George Jellinek (2000) y Hans Kelsen (1983) las mejores contri-
buciones en este campo. Ambos se ocuparon del estudio del Es-
tado de derecho, es decir, del Estado concebido principalmente
como órgano de producción jurídica y, en su conjunto, como
ordenamiento jurídico.
Cabe señalar que con la transformación histórica del puro
Estado de derecho en Estado social, las teorías meramente jurí-
dicas del Estado, condenadas como formalistas, terminaron
siendo abandonadas por los propios juristas, cediendo su lugar
a estudios de sociología política que tienen por objeto el Estado
como forma compleja de organización social (de los cuales el
derecho sólo es uno de los elementos constitutivos).
En este último campo, debemos a Max Weber (1944) el es-
tudio más consistente sobre el Estado moderno. Hasta la fecha,
su contribución sigue permeando las discusiones sobre lo polí-
tico moderno. En principio de cuentas, Weber fue de los prime-
ros en ubicar al Estado en el horizonte de la modernidad capi-
talista. Asimismo, puso el acento en su condición como
monopolio legítimo de la violencia, que como tal siempre es
una aspiración más que una realidad. Este monopolio sólo pue-
de ser atributo del Estado moderno, o sea de una realidad his-
tórica individualizada, la cual sólo podía cuajar en el marco de
la racionalidad capitalista. Por su parte, la legitimidad de la
que habla Weber no se refiere a una calidad intrínseca del po-
der, ni supone una dimensión ético-normativa, sino a la creen-
cia firme de los sometidos en que el poder está justificado, al
dar por supuesto que sirve a los intereses de la mayoría, aun-

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que, en realidad, sólo convenga a los que detentan el poder. De


ahí también el carácter instrumental del poder y que en Weber
se transfiere a la racionalidad que encarna el Estado: el poder
no tiene otro fin que el poder mismo. Visión descarnada que
lleva a Weber a desmitificar la legitimidad consustancial de las
formas democráticas, pues en las condiciones reales de la socie-
dad moderna, convertida en una verdadera “jaula de hierro”
con el despliegue pleno del capitalismo, el pueblo no puede
imponer realmente su voluntad.
La ciencia política es la última de las disciplinas sociales
que por razones lógicas se ha ocupado del estudio especializa-
do del Estado. Sin embargo, la vertiente funcionalista nortea-
mericana optó por sustituir el concepto de Estado por el de
“sistema político”, dentro del cual el primero no es más que
uno de los elementos que se han de tener en cuenta. Así, auto-
res como David Easton (1965) y Gabriel Almond (Almond y
Powell, 1966) argumentaron en su momento que el concepto de
Estado no podía emplearse por una ciencia de la política con
pretensiones de cientificidad, por cuanto impedía aprehender
empíricamente la realidad de los ordenamientos políticos. Por
el contrario, la noción de “sistema político”, afirman, tiene un
base empírica, libre de presupuestos éticos o valorativos, “ca-
paz de viajar” y en esa medida “describir” más objetivamente
la “vida política”. Por esta vía, el lugar del Estado era sustitui-
do por una noción según la cual la “asignación autoritativa de
los valores en una sociedad” (sistema político) hacía más justi-
cia a la realidad de la política.
Este enfoque se ha llevado al extremo en las versiones más
vanguardistas de la ciencia política, tributarias de las teorías de
la decisión racional, en autores como James Buchanan (1978),
Gordon Tullock (1979) y Anthony Downs (1957). Todos ellos
conciben al sistema político con las pautas cognitivas de los fe-
nómenos mercantiles, y al hacerlo tienden a aminorar la centra-
lidad del Estado.105 En una posición similar por sus consecuen-
cias, están los trabajos de Niklas Luhmann (1994), cuya teoría
de los sistemas sociales confiere un lugar marginal al Estado.
Según este autor, el Estado ya no constituye la unidad natural

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de la región sino un aparato que se usa para ordenar política-


mente problemas regionales, para maximizar el consenso, mi-
nimizar la violencia, para manejar algunos problemas específi-
cos.106
Si existen diversas disciplinas que se han ocupado del es-
tudio del Estado moderno, es natural que también existan di-
versas interpretaciones sobre sus características y funciones,
desde la concepción liberal del Estado hasta aquellos autores
que argumentan en favor de la desestatización de la política,
pasando por la concepción marxista, la concepción realista, los
defensores y los críticos del Estado social, etcétera, que se han
venido construyendo y modificando en la medida que el fenó-
meno estatal también ha venido transformándose.
En el caso del pensamiento liberal, desde John Locke has-
ta John Rawls, emerge una idea-fuerza: la necesidad de impo-
ner límites al poder político, pues en la medida que se restrin-
ge dicho poder aumenta la esfera de libertad del individuo, de
sus garantías individuales naturales. A partir de esta premisa,
el Estado liberal se concibió desde sus orígenes en el siglo XVII
como un Estado mínimo, una suerte de “vigilante nocturno mi-
nimalista”, cuya existencia se calificaba como un “mal necesa-
rio”. Se debe también a la doctrina liberal la concepción moder-
na de la política radicada en el iusnaturalismo prevaleciente
desde el siglo XVII en Europa. De acuerdo con esta doctrina, la
sociedad política es producto de un contrato celebrado por los
hombres para preservar sus derechos naturales. En virtud de
ello, el Estado viene a ser una suerte de artificio o constructo
humano elaborado racionalmente, es decir, con un fin predeter-
minado. En el caso del liberalismo, este fin era la defensa de las
libertades del individuo, aunque supondría renunciar a su ca-
pacidad de autogobierno.
Posteriormente, cuando tiene lugar el encuentro entre libe-
ralismo y democracia, en el siglo XIX, un encuentro calificado
por Norberto Bobbio (1988b) como un “abrazo vital” y a la vez
“mortal”, se erige la concepción moderna del Estado democrá-
tico. Para esta posición, la forma de gobierno democrática sólo
podía prosperar en el liberalismo y como tal es la que mejor se

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ajusta a sus principios y valores, incluyendo el del libre merca-


do. Así, una vez afirmado el Estado como Estado de derecho, el
siguiente paso fue la afirmación del Estado democrático, es de-
cir, de un Estado donde prevalece el sufragio universal y la re-
presentación de los ciudadanos a través de estructuras de inter-
mediación. El argumento de Bobbio al respecto es ambivalente,
porque por una parte el encuentro entre liberalismo y demo-
cracia permitió afirmar el principio de la participación política
y la capacidad de los ciudadanos de decidir sobre los asuntos
políticos; pero, por la otra, supone siempre el riesgo de la mer-
cantilización universal, donde la política y todas las esferas de
actividad humanas terminan convirtiéndose en mercancías de
cambio.
En una corriente de opinión contraria a la liberal está la
concepción marxista del Estado, misma que llegó a ser muy in-
fluyente en varios países, aunque aquella parte proyectiva de
la teoría política de Marx nunca llegó a plasmarse en ningún
experimento socialista del siglo XX. En principio, el marxismo
concibe al Estado capitalista como un instrumento de clase, o
sea un aparato de coerción y administración del cual hace uso
una clase burguesa para reproducir y garantizar la explotación
de la clase proletaria. En esa mediada, contrariamente al libera-
lismo, el Estado nunca puede ser una fuerza neutral represen-
tativa del interés general. De ahí que para los artífices de esta
doctrina había que transformar las condiciones económicas es-
tructurales del capitalismo para erigir una sociedad sin clases,
una sociedad comunista, en la que el Estado tendería a desapa-
recer para dar lugar a una auténtica autogestión de los indivi-
duos.
En el horizonte ideológico del marxismo han prosperado
desde Marx y Engels las más diversas concepciones sobre el Es-
tado. Así, por ejemplo, para una visión instrumentalista, repre-
sentada sobre todo por Ralph Miliband (1988), el Estado es un
instrumento de dominación pese a la existencia de otros pode-
res ocupados por individuos particulares. Para Louis Althusser
(1982) y Nicos Poulantzas (1978), por su parte, el Estado se in-
terpretó en términos estructuralistas; es decir, como una estruc-

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tura con autonomía relativa donde prevalecen varios intereses


y sólo una parte de la clase dominante es capaz de establecer su
hegemonía sobre los demás. Finalmente, autores como Elmar
Alvater (1972) y John Holloway (1978) propusieron una teoría
derivacionista, la cual parte de la crítica de la economía políti-
ca para hacer la crítica de la política, y considera al Estado
como “el capitalista colectivo ideal”.
En una concepción muy distinta a la marxista debemos co-
locar a un conjunto de autores que se podría ubicar en una lí-
nea que va de Thomas Hobbes a Carl Schmitt y que depositan
en el Estado una potencia capaz de unificar a sus naciones, ga-
rantizar la paz interna e imponer el orden y la obediencia. Son
célebres al respecto las páginas que Hobbes escribió sobre el Le-
viatán, figura bíblica y monstruosa con la que el filósofo inglés
asoció al Estado; pero son igualmente significativas las obras
de Schmitt sobre el Estado total. Como se sabe, este autor en-
contró en la figura del Leviatán claves para argumentar en fa-
vor de una forma de agregación política capaz de unificar a
una nación, neutralizar el conflicto consustancial a todos los in-
dividuos y permitir el orden y la prosperidad. Al razonar así,
Schmitt dejaba vislumbrar una justificación del Estado totalita-
rio tal y como prosperó en Alemania bajo el nazismo.
A la par que las transformaciones del Estado, han surgido
diversas interpretaciones sobre la naturaleza de estos cambios.
Se debe a John Maynard Keynes (1936) la concepción del Esta-
do social o de bienestar que como tal prosperó en el horizonte
del mundo capitalista desde los años treinta y hasta los años
ochenta. Según este esquema, en tanto existieran profundas de-
sigualdades sociales y económicas, ni siquiera la efectiva igual-
dad política del Estado democrático alcanzaría para conseguir
órdenes políticos-sociales racionales. Para conseguirlo se argu-
menta en favor de una intervención directa del Estado en el
proceso productivo y sobre todo en el distributivo, a fin de ga-
rantizar una redistribución más equitativa de la renta. El mode-
lo keynesiano postula dicha intervención del Estado en el ciclo
económico con el fin de garantizar tres aspectos necesarios
para la prosperidad de las sociedades capitalistas: el equilibrio

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económico, el pleno empleo y, como consecuencia, el creci-


miento sostenido.
Al no cumplirse en los hechos estos postulados, por una
incapacidad real del Estado de satisfacer un número creciente
de demandas alentadas por la propia concepción social de su
actividad, volvió a cobrar fuerza la visión liberal del Estado mí-
nimo, pero ahora en su versión más radical y conservadora, en
autores como Ludwig von Hayek (1985) y Ludwig von Mises
(1982), a quienes se considera los padres intelectuales del neo-
liberalismo triunfante desde los años ochenta. Entre los princi-
pales estudiosos de la crisis del Estado de bienestar destacan
los nombres de Claus Offe (1991), Jürgen Habermas (1972) y Ja-
mes O’Connors (1981).

La desestatización de la política

En una línea de argumentación contraria a la institucional,


ha venido cobrando gran importancia en los últimos años una
corriente de pensamiento que postula la desestatización de la
política en virtud de las propias transformaciones que ha veni-
do experimentando la cuestión social en las sociedades moder-
nas. En esta tradición confluyen autores como Hannah Arendt
(1958 y 1971), Cornelius Castoriadis (1975), Claude Lefort (1983
y 1986) y, más recientemente, Helmut Dubiel (Rödel, Franken-
berg y Dubiel, 1989) y Agapito Maestre (1994 y 2000).
Bajo la influencia de estos autores, se ha configurado en
Occidente una corriente intelectual que concibe a la democra-
cia como un dispositivo simbólico, una creación histórica de
una colectividad consciente de sí misma. Más específicamente,
sostiene los siguientes presupuestos: a) considera a la sociedad
civil como el espacio público por excelencia, el lugar donde los
ciudadanos, en condiciones mínimas de igualdad y libertad,
cuestionan y enfrentan cualquier norma o decisión que no haya
tenido su origen o rectificación en ellos mismos; b) coloca en
consecuencia a la esfera pública política como el factor deter-
minante de retroalimentación del proceso democrático y como

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la esencia de la política democrática, y se opone a cualquier


concepción que reduzca la política al estrecho ámbito de las
instituciones o el Estado; c) en conexión con lo anterior, conci-
be al poder político como un espacio “vacío”, materialmente de
nadie y potencialmente de todos, y que sólo la sociedad civil
puede ocupar simbólicamente desde sus propios imaginarios
colectivos y a condición de su plena secularización; y d) sostie-
ne, finalmente, que la sociedad civil es por definición autóno-
ma y fuertemente diferenciada, por lo que la democracia se in-
venta permanentemente desde el conflicto y el debate público.
De las muchas definiciones del concepto de democracia
conocidas suele descuidarse aquella que en lugar de conside-
rarla como un modelo político, la describe como el imaginario
social que permite a una colectividad tomar conciencia de sí
misma. Por lo general, la cuestión democrática ha sido encajo-
nada por las ciencias sociales, y en particular por la ciencia po-
lítica, en la órbita del Estado, con lo cual se pierde de vista que
la democracia es, por definición, un asunto que compete en pri-
merísima instancia al “demos”. Esta identificación de la demo-
cracia con la esfera estatal ha llevado a privilegiar enfoques
institucionalistas que la sitúan dentro del marco de las forma
de gobierno o en el horizonte de los métodos y procedimientos
para la elección de los gobernantes.
El discurso en boga de la democracia en los círculos acadé-
micos e intelectuales ha logrado sellar una operación paradóji-
ca y sorprendente: los problemas de la democracia se han vuel-
to un asunto que compete en primer lugar a los gobernantes y
de manera subsidiaria a los gobernados. Esta expropiación de
la política adquiere carta de naturalización en las teorías elitis-
tas de la democracia y, en menor medida, en los enfoques par-
ticipativos de la misma. Así, por ejemplo, para los elitistas, la
democracia se reduce a un juego de minorías que compiten en
un mercado político por las preferencias de las mayorías. La
política se asemeja al mercado y los ciudadanos devienen en
consumidores. Para los enfoques participativos, por el contra-
rio, la cuestión democrática no es un asunto que competa ex-
clusivamente a las elites, pero los mecanismos de participación

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de las mayorías en los asuntos públicos suelen limitarse a pro-


cesos acotados como elecciones o consultas. En el mejor de los
casos, las teorías participativas buscan corregir, más no trans-
formar las imperfecciones de las democracias liberales real-
mente existentes.
En un momento de euforia y francos excesos retóricos,
cuando los neoconservadores proclamaban a los cuatro vientos
el triunfo de la “democracia”, entendida como mera transmu-
tación del mercado económico, y cuando las alternativas de
corte “bienestarista” perdían credibilidad, pues habían mutila-
do la iniciativa autónoma de la sociedad civil, se recupera para
el debate intelectual una cosmovisión distinta que proclama, a
contracorriente, que en cuestión de democracia todo está por
inventarse, que el poder no es algo que se conquista de una vez
y para siempre, sino un espacio vacío que sólo puede ser ocu-
pado simbólicamente de vez en vez por la sociedad civil. En
esta perspectiva, la democracia no sólo es un modelo institu-
cional, sino sobre todo un dispositivo imaginario que presupo-
ne la existencia de un espacio público político donde confluye
una sociedad civil que ha ganado el derecho a tener derechos.
La propuesta final de la argumentación a favor de la democra-
cia es una teoría de la integración política a través del conflicto
más que del consenso.
En la actualidad, dos tendencias muy marcadas en este
cambio de siglo nos llevan a repensar la cuestión democrática
con nuevos contenidos: la crisis de la democracia representati-
va y el resurgimiento de la sociedad civil. En todo caso, lo que
estos datos plantean es la necesidad de repensar la democracia
desde la sociedad civil. En otras palabras, si la democracia ha
de contar con nuevos contenidos más próximos al sentido ori-
ginal de esta noción y ha de expresar más realistamente lo que
se está moviendo en las sociedades modernas, deberá dar co-
bertura teórica al conjunto de iniciativas ciudadanas, movi-
mientos sociales y demás acciones que como tales llenan de
nuevos contenidos simbólicos al poder político.
Hay muchas razones para adscribirse a esta concepción de
la democracia con el fin de repensar la política en los albores

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del siglo XXI. La primera, como ya se mencionó, radica en las


propias señales que emiten nuestras sociedades y cuya impor-
tancia es más bien subestimada o simplemente ignorada por
las concepciones convencionales. De hecho, en muchas partes
del mundo la política institucional ha dejado de articular a la
sociedad y el Estado es rebasado cada día por las iniciativas
ciudadanas independientes. En segundo lugar, al favorecer la
“desestatización” de la política, esta concepción concilia a los
ciudadanos con la política, restituyéndole a ésta dignidad y
densidad. Una enseñanza nada desdeñable frente a las tenta-
ciones neoconservadoras y totalitarias que cruzan en los he-
chos la experiencia política institucional. Para América Latina,
en particular, esto nos ayuda a entender que la democracia no
termina en las transiciones democráticas ni en la transforma-
ción de un modelo político y económico centralizado en el Es-
tado o en el mercado, sino que depende exclusivamente del
propio desarrollo de la sociedad civil. Ciertamente, como lo ha
advertido muy bien Habermas (1998), las sociedades modernas
están acosadas por la lógica de los mecanismos administrativos
y económicos, pero entender a la sociedad civil como un espíri-
tu “público” nos permite vislumbrar en alguna medida la ex-
pansión posible de la democracia bajo los regímenes liberal-de-
mocráticos realmente existentes. Finalmente, constituye una
opción teórica consistente que anteponer a los esquemas nor-
mativos dominantes, liberales y neomarxistas, que han resulta-
do insuficientes o parciales.

La política como dispositivo simbólico

Concebir a la política como un dispositivo simbólico nos


permite entender algunos de los significados fuertes que están
en juego en las democracias modernas. Considérense al respec-
to las siguiente preposiciones:

La democracia aspira siempre a más democracia


Si aceptamos que el sujeto de la democracia es el ciudada-

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no, siempre y cuando sea capaz de participar políticamente,


debemos concluir que la sociedad civil, es decir, el grupo de in-
dividuos que participa políticamente, es una vocación, una as-
piración a más democracia. Obviamente, la democracia de la
que hablo no es pura facticidad o pura empiria, es ante todo un
símbolo; es decir, no se puede hacer democracia sino simbólica-
mente y toca a los sujetos democráticos, desde sus imaginarios
colectivos, crear los contenidos simbólicos de la política institu-
cional. Obviamente, desde una concepción realista de la demo-
cracia no podemos entender esta proposición, pues para ésta la
única democracia que hay es la que existe, es decir, la democra-
cia representativa, mientras que para una concepción alternati-
va la democracia se inventa permanentemente desde la acción
social, en los espacios públicos, pues la política no acaba en la
institución o en la representación.

La clase política no participa de esta aspiración a más democracia


La democracia representativa convierte a la democracia en
una de dirigentes y no de representantes, reduce la política al
Estado, convierte al ciudadano en un cliente, y los políticos
profesionales son incapaces de saber qué quieren los indivi-
duos ni qué ofrecer a la ciudadanía. Por eso, la democracia re-
presentativa no supone la democracia. En esta lógica, está cla-
ro que la clase política no comparte la aspiración de más
democracia de la sociedad civil. Su agenda y su actividad mi-
ran hacia otro lado. Por su parte, el ciudadano sabe que no es
un cliente y ya no se conforma con observar el teatro político.
Lo que existe por doquier es una demanda de ciudadanía y la
clase política es la única que parece no darse cuenta de ello.
Cabe señalar que la aspiración a más democracia de la socie-
dad civil y la no aspiración a la misma por parte de la clase po-
lítica generan un corto circuito que da lugar a lo que tenemos.
Un reclamo creciente de ciudadanía y una crisis de la democra-
cia representativa. En esta tensión resulta cada vez más claro
que el destino de las instituciones políticas depende del con-
junto asociado de los ciudadanos y no de una elite de “dirigen-
tes”. Los ciudadanos se toman en serio la crítica a la democra-

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cia representativa desde su acción social. El orden político no


puede fundarse en una obediencia difusa a lo que dice el Esta-
do. La ciudadanía quiere construir bienes en común no desde
un orden difuso sino desde sus espacios públicos.

La libertad es condición de más democracia y más libertad


La aspiración a más democracia prospera a la par que la li-
bertad se fortalece. De otra manera no se entendería por qué al-
gunos acontecimientos se convierten en un símbolo de la de-
mocracia ahora y no hace veinte años. Así, por ejemplo, la
caída del Muro de Berlín nos muestra cada día que la política
no puede fundarse ya en la intolerancia y la arbitrariedad.
Cada vez más el poder-fuerza está en cuestión y no puede des-
empeñarse al margen de la acción social.

La democracia no es facticidad o empiria sino un símbolo. La


democracia no puede concretarse sino simbólicamente
Con estas proposición intento sostener que la sociedad
democrática no se mantiene porque los grupos en conflicto
sacrifiquen sus orientaciones en favor de un imaginario con-
senso, sino porque son capaces de fundar a través de sus con-
flictos irreconciliables, y sin perder su antagonismo, un espa-
cio simbólico que, al mismo tiempo, los integra. Este espacio
simbólico, que puede percibirse en las más diversas situacio-
nes æy acaso detectar la aparición y el desarrollo de estas for-
mas simbólicas sea la tarea más importante de una teoría crí-
tica de la sociedadæ, generador de vínculos comunes (casi
siempre de carácter inconsciente), representa algo así como
un potencial de reflexión social de carácter inconsciente, por-
que se da entre individuos y no asociado directamente a un
individuo, grupo o agencia estatal toda vez que nadie tiene el
monopolio sobre ese espacio simbólico. No se trata de recla-
mar simplemente fundamentos simbólicos, fijados por con-
senso y alimentados mediante tradiciones sustanciales, ni
tampoco de un depósito de valores controlados por las elites
políticas, sino de un capital simbólico frágil, que sólo toma forma
en conflictos solucionados o, mejor, tratados de forma eficaz. No

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está dicho que los compromisos estratégicos de intereses impli-


quen conciencia clara de que, por decirlo así, en la cadena de
esos compromisos, que ocasionalmente se consiguen, se for-
ma un capital que luego produce un débil vínculo normativo de
la sociedad. Como quiera que sea, en circunstancias en las que
un creciente número de individuos comparte una aspiración
de orden simbólico es más fácil percibir que la democracia
sólo puede construirse simbólicamente. Por ello, el derecho y
la norma se construyen permanentemente, no existen de una
vez y para siempre. Corresponde a la acción social definir sus
contenidos. 107

A la luz de esta propuesta, pierden en capacidad explicati-


va y normativa algunos de los debates teóricos más influyentes
de los últimos años. Para el efecto, consideraré tres grandes lí-
neas de discusión largamente dominantes en Europa y Estados
Unidos: a) democracia elitista vs. democracia participativa, b)
liberalismo vs. comunitarismo y c) Estado social vs. neoconser-
vadurismo.
En primer lugar, los tres debates mencionados no resuel-
ven la cuestión democrática en la medida en que niegan la ra-
dical diferencia de la sociedad o buscan conjurar el conflicto
mediante unos mínimos normativos de justicia y bienestar.
Así, por ejemplo, el liberalismo neocontractualista de Rawls,
expuesto es su obra ya clásica Teoría de la justicia, pretende en-
contrar unos principios de justicia universales que armonicen
la libertad individual con ciertos criterios distributivos o regu-
ladores destinados a aminorar las desigualdades. Uno de los
principales problemas de esta concepción, por lo demás fuerte-
mente cuestionada por su contraparte comunitarista, es que si-
gue concediendo gran importancia al Estado como supuesto
ente imparcial producto de un consenso legítimo y moralmen-
te correcto de los hombres en una sociedad. En la realidad, la li-
bertad, la igualdad o cualquier otro bien social se conquistan
permanentemente en el espacio público que como tal es una
arena de conflicto y confrontación. Algo similar puede decirse
de los defensores del Estado social y de sus críticos neoconser-

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vadores. Mientras que los primeros creen que sólo creando las
condiciones de la igualdad de oportunidades pueden funcio-
nar con eficacia los derechos civiles y políticos, los segundos
creen que a menor Estado mayor sociedad y viceversa. Obvia-
mente, se trata de posiciones irrelevantes en el plano de los he-
chos y más en el contexto de América Latina. La primera posi-
ción, porque sigue pensando ingenuamente que el Estado
puede generar prosperidad y sociedades más equilibradas. La
segunda, porque la realidad ha demostrado que la sociedad no
es más o menos libre en el neoliberalismo.
En segundo lugar, estos debates en lugar de resolver la
cuestión democrática quedan atrapados en el propio discurso
totalitario que teóricamente buscan combatir. Este es precisa-
mente el sustrato de las concepciones supuestamente realistas
de la democracia que la reducen a un mero método para elegir
líderes políticos y organizar gobiernos. Una concepción de este
tipo alude a una realidad muy próxima a la que Arendt (1951)
criticaba hace tiempo como una forma velada de totalitarismo,
es decir, la “partidocracia”, donde los ciudadanos son reduci-
dos a meros espectadores de la política, que permanece usur-
pada por políticos profesionales. No muy distintas resultan las
concepciones neoconservadoras tan influyentes en la actuali-
dad. Según estas visiones, el ámbito de libertad individual por
excelencia es el mercado, y toca al Estado preservarlo frente a
cualquier amenaza no importando los medios. En un caso ex-
tremo, si la democracia produce nuevos actores sociales y ge-
nera un incremento incontrolable de demandas imposibles de
ser satisfechas por el Estado, es mejor suprimir las libertades
políticas que poner en riesgo el libre mercado en un contexto
de ingobernabilidad.
Finalmente, todas estas interpretaciones se equivocan en
un aspecto crucial. Pretenden encontrar las claves de la política
siendo que en la actualidad ya no hay claves sino que se inven-
tan permanentemente desde la sociedad civil. En efecto, la cul-
tura de la coherencia ha muerto frente a la pluralidad de for-
mas de vida, de opiniones y de intereses. Como sostiene
Maestre (2000), las sociedades modernas no pueden recurrir a

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fuentes de comunidad identificadoras sin pagar el precio de


una vuelta a la premodernidad autoritaria. La integración, la
vertebración ya no es posible a través de semejanzas de tipo
cultural o ético sino únicamente a través de la diferencia, del
conflicto, o al menos de un capital histórico de divergencia to-
lerable.
La separación de poder y sociedad, como condición de la
democracia, se traduce en dos elementos: que la sociedad ya no
depende de ningún tipo de absoluto y el poder queda como un
espacio vacío que la sociedad civil ocupa de vez en cuando a
partir de la esfera pública. Se trata, obviamente, de una ocupa-
ción simbólica, desde el imaginario colectivo, pues cuando la
ocupación es material se convierte en una sociedad totalitaria.
Ejemplos en América Latina de que el poder es cada vez más
un espacio vacío los tenemos todos los días. Nuestros gobier-
nos no son capaces de articular a sus sociedades, sus proyectos
y acciones no alcanzan para legitimar a las instituciones y las
autoridades, los partidos están en crisis y representan cada vez
menos a la sociedad, etcétera. Por el contrario, las iniciativas
ciudadanas son cada vez más frecuentes. El Estado tiende a ser
rebasado permanentemente, etcétera.
Desde este punto de vista resulta infructuoso depender de
otros absolutos que permean el debate en las sociedades pos-
tindustriales, tales como las nociones de Estado benefactor y
Estado mínimo, democracia liberal y democracia participativa,
neoconservadurismo y neoliberalismo, liberalismo y comunita-
rismo, cuando no hemos resuelto nuestro problema fundamen-
tal que es reconocer que no puede haber fusión en donde hay
confusión, consenso donde hay conflicto. En efecto, nuestras
sociedades son radicalmente diversas. En nuestras sociedades
no hay un mínimo común denominador, acaso la aceptación de
la heterogeneidad, de la radical diferencia.
En síntesis, ni los esquemas de democracia liberal o demo-
cracia popular de los años setenta, ni los análisis instituciona-
listas que pretenden medir el grado de democracia o la calidad
democrática en un país, son adecuados o suficientes para pen-
sar la política y la democracia en este arranque de siglo. Lo im-

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portante aquí, reconociendo que el poder es un lugar estricta-


mente vacío y que la sociedad es un núcleo de individuos radi-
calmente diferentes, donde más que consenso buscan inte-
gración, es pronosticar si una sociedad puede alcanzar la
democracia o no, entendida no en su aceptación normativa
sino social.
Una precisión final: entre los que reducen la política al Es-
tado, por un lado, y los que afirman que todo es “política” (po-
lítico), por otro lado, es necesario matizar que todo es politizable.
Por supuesto, ésta es la mayor contribución de los teóricos y los
protagonistas de la sociedad civil para la construcción de una
democracia de ciudadanos.
Pero más allá del potencial explicativo de los análisis sim-
bólicos de la política, queda claro que la ciencia política, espe-
cialmente la de corte más empiricista, es incapaz de compren-
der y, por supuesto, explicar toda una serie de acontecimientos
—desde las revoluciones hasta los fenómenos de desobedien-
cia civil— a lo largo de la historia que exigen una integración
normativa y participativa de la sociedad en la cogestión de sus
propios problemas. La ciencia política está limitada por su con-
cepción estratégica del poder (como oportunidad que se tiene
dentro de una relación social de imponer la propia voluntad in-
cluso contra las resistencias de los demás), mientras que dar
cuenta de la dimensión simbólica de la política sólo puede ha-
cerse si se concibe al poder como democrático (o sea legitima-
do por el pueblo).108

Notas

103
Véase Maestre (2000, cap. 4).
104
La definición, con ajustes, proviene de: Hall e Ikenberry (1991).
105
Véase el capítulo 2 del presente volumen: “El análisis económico de
la política”.

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106
Véase el capítulo 3 del presente volumen: “El análisis sistémico de la
política”.
107
Más elementos sobre la dimensión simbólica de la democracia pue-
den encontrarse en Maestre (2000).
108
Idem.

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Capítulo 8

Otras miradas a lo político


n el capítulo anterior concluí que ni los esquemas de demo-


E cracia liberal o democracia popular de los años setenta del
siglo pasado, ni los debates teóricos dominantes en el mundo
intelectual (democracia elitista vs. democracia participativa, li-
beralismo vs. comunitarismo y Estado social vs. neoconserva-
durismo) ni los análisis institucionalistas que pretenden medir
el grado de democracia o la calidad democrática en un país,
son adecuados o suficientes para pensar la política y la demo-
cracia en este arranque de siglo. En su lugar, he defendido una
perspectiva distinta que concibe a la política como espacio pú-
blico, como el ámbito decisivo de la existencia humana, como
el lugar donde se actualizan intermitentemente los contenidos
simbólicos que articulan a una sociedad.
En el presente capítulo proseguiré por esta misma línea de
argumentación. Pero ahora dirigiré mi crítica a algunas concep-
ciones y enfoques que sobre la democracia han venido posicio-
nándose los últimos años en el seno de la ciencia política empí-
rica, como los de capital social, democracia deliberativa o
democracia sustentable. Se trata de enfoques que, a diferencia
de todos los que les precedieron en el marco de la politología
dominante, han sido más sensibles a la cuestión social, o sea al
papel que la sociedad desempeña y puede llegar a desempeñar
en las democracias modernas. Sin embargo, como trataré de
demostrar aquí, aportan muy poco o prácticamente nada para
entender la nueva complejidad de lo social.

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Del cuestionamiento a estos enfoques desprenderé nuevas


consideraciones sobre el enfoque alternativo que he venido de-
fendiendo hasta ahora: el análisis simbólico de la política. En
esta ocasión, pretendo llamar la atención sobre la condición
transgresiva o subversiva o radical que supuestamente este en-
foque alternativo tiene en confrontación con los enfoques do-
minantes. Obviamente, se trata de una descalificación insus-
tancial, aunque no deja de ser curioso que lo “radical” en el
análisis político sea hoy concebir a la política como la concibie-
ron los clásicos griegos, o sea como una condición humana, y a
la sociedad como un espíritu “público” en movimiento.

Viejos y nuevos adjetivos de la democracia

Desde hace algunos años el tema de la sociedad civil ha


cobrado gran interés entre los científicos sociales, muestra más
que evidente de que algo inédito se ha venido tejiendo en las
sociedades modernas al grado de atraer la atención de cada vez
más estudiosos.109 El asunto cobra aún más importancia si se
observa en y desde América Latina, donde es indudable que a
la aguda crisis de la política institucional que padecen práctica-
mente todos nuestros países se ha sumado un activismo social
sin precedentes, que ha venido a ocupar espacios de participa-
ción y contestación inéditos, aunque no necesariamente exito-
sos en sus resultados.
En lo personal, en trabajos precedentes, me he acercado a
esta temática con un propósito más bien teórico: repensar la de-
mocracia desde la cuestión social. Resulta interesante, por
ejemplo, observar cómo las nuevas formas de acción colectiva
transforman la realidad de la política y nos llevan a repensar la
democracia con nuevos contenidos. Si cada vez más la política
está contenida en la cuestión social, pues cada vez surgen más
iniciativas sociales autónomas de gestión de bienes colectivos
(que es una expresión de la política), entonces esto supone un
cambio histórico en la democracia realmente existente y, obvia-
mente, en la forma de concebirla o vivirla.110 Frente a las visio-

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nes reduccionistas o institucionalistas largamente dominantes


de la democracia, para las que ésta se entiende únicamente
como una forma de gobierno o un régimen político, un modelo
de representación política, las nuevas expresiones de la cues-
tión social de los últimos años nos obligan a repensar la demo-
cracia también como una forma de vida, una forma de sociedad
que tal y como se ha dado en los hechos supone no sólo que los
individuos puedan elegir a sus representantes políticos y exi-
girles cuentas (democracia representativa), sino también que
puedan (al menos como condición de posibilidad) perseguir
sus propios fines y que junto con otros individuos puedan ges-
tionar bienes colectivos, buscar satisfacer necesidades compar-
tidas por una comunidad o colectividad, con o sin la colabora-
ción de las autoridades políticas constituidas. Sin embargo, que
las cosas sean así, no sólo se explica por efecto de una mayor
concientización política de los individuos respecto del pasado,
es decir, una mayor y mejor cultura cívica y en consecuencia
una actitud más participativa o crítica, sino también por un cre-
ciente malestar hacia la política institucional y hacia los repre-
sentantes políticos, un desencanto que nace precisamente de su
pobre actuación y escasa atención hacia los reclamos sociales.
No es que la sociedad tome en sus manos lo que le correspon-
de teóricamente hacer a las autoridades, pero ante la incapaci-
dad e insensibilidad de éstas, muchos han preferido activarse y
participar, o sea hacer política. Con ello, la democracia real-
mente existente no sólo exhibe sus limitaciones, sino también el
modelo teórico en el que ésta se sustenta, el de la democracia
representativa o pluralista o elitista o económica, que supone
entre otras cosas una despolitización funcional de la sociedad,
de acuerdo con la vieja dicotomía entre lo público y lo privado
(toca a los políticos profesionales, a las instituciones del Estado
la función pública, lo público, es decir, tomar las decisiones co-
lectivas; y a los individuos, lo privado, es decir, el mercado, la
familia, etcétera).111
Y en este cambio de perspectiva, es lógico que se haya ge-
nerado un intenso debate entre los especialistas no sólo para
repensar a la democracia con nuevos contenidos y significados

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y que hagan justicia a estos cambios concretos en la realidad,


sino también para redefinirla con nuevos adjetivos y categorí-
as, lo cual ha producido una autentica inflación terminológica
no siempre útil o pertinente. Así, a las nociones clásicas de “de-
mocracia representativa”, “democracia directa”, “democracia
formal”, “democracia sustantiva”, “democracia electoral”, “de-
mocracia popular”, y a las nociones institucionalistas de “de-
mocracia pluralista”, “democracia procedimental”, “democra-
cia asociativa”, “democracia consociacional”, “democracia
participativa”, se han agregado nuevas nociones no libres de
contradicciones y serios problemas lógicos y en consecuencia
heurísticos, tales como “democracia sustentable”, “democracia
deliberativa”, “democracia incluyente”, por no hablar de otros
adjetivos también recientes de la democracia más específicos y
que aluden a otras tendencias igualmente presentes en las so-
ciedades modernas, tales como “democracia global”, “telede-
mocracia”, “democracia radical”, “posdemocracia” o “demo-
cracia multicultural”.112
¿Cuál es la pertinencia de estas nuevas nociones de la de-
mocracia, pero sobre todo de aquellas que buscan dar cobertura
teórica a las nuevas expresiones de lo social surgidas en las de-
mocracias realmente existente; es decir, en condiciones mínimas
de igualdad y libertad (pues huelga decir que la moderna cues-
tión social sólo es posible en países con democracia política,
aunque incipiente o poco desarrollada, puesto que ahí donde no
existen derechos políticos y civiles elementales la acción social
es inexistente o suele ser inducida desde lo alto o es de natura-
leza antirrégimen)? En particular, me ocuparé de dos nociones
de democracia que por lo demás han conquistado muchos
adeptos en todas partes: “democracia deliberativa” y “demo-
cracia sustentable”. Mi tesis es que ninguna de estas nociones es
pertinente para dar cuenta de la complejidad de la moderna
cuestión social, y sobre todo para el caso de América Latina, ya
sea porque surgen de esquemas teóricos institucionalistas y he-
redan de éstos varias deficiencias o porque fueron construidas
para explicar realidades muy distintas a las que tenemos en
nuestros países.

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Capital social

De las muchas nociones que estas dos propuestas teóricas


de la democracia han introducido al debate hay una que en par-
ticular ha conquistado un gran número de seguidores, aunque
nadie sabe bien a bien que significa, por lo que deberá tratarse
con cuidado, la de “capital social”. Se trata de un concepto que
según sus partidarios, alude al conjunto de relaciones, institucio-
nes y normas que en un momento dado posibilitan, alientan, es-
timulan o retardan, inhiben o dificultan las interacciones socia-
les en una sociedad, y que pueden marcar la diferencia entre una
sociedad dinámica, en crecimiento, y una sociedad apática y es-
tancada. Asimismo, el capital social pretende aludir a una serie
de asociaciones horizontales entre personas que incluyen redes
sociales y normas asociadas que afectan a la productividad y el
bienestar de la comunidad. Las redes sociales pueden aumentar
la productividad al reducir los costos asociados al establecimien-
to de negocios.113
Por lo que a mi respecta, no me voy a ocupar centralmen-
te de este concepto, pero sí quisiera advertir su vaguedad e in-
consistencia. Quizá es un concepto que viste muy bien los re-
portes de investigación sobre acciones comunitarias o de
promoción del desarrollo o de gestión colectiva, o de combate
a la pobreza, o los informes del Banco Interamericano de Desa-
rrollo (BID) o de otros organismos o fundaciones, etcétera; un
concepto muy sofisticado y rimbombante como para gestionar
apoyos de investigación ante esos mismos organismos, pero al
final muy pobres en el terreno explicativo. Amén de tener im-
plicaciones ideológicas muy precisas aunque pocos lo mencio-
nan. Al final resulta ser una enésima reedición del viejo tema
de los prerrequisitos sociales de la democracia que introdujera
Seymour M. Lipset desde 1960 (Political Man) y cuyo desarro-
llismo fue superado no sólo teórica sino prácticamente. Es la
vieja interrogante sobre las mejores condiciones sociales o las
condiciones óptimas (capital social, en este caso) para que se
genere más desarrollo, prosperidad y estabilidad, etcétera, y,
en el terreno político, para que se mantenga la democracia o

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ésta pueda enfrentar mejor los riesgos y las amenazas a la que


está permanentemente sometida, sobre todo en países no des-
arrollados o en desarrollo, o pueda cumplir mejor su tarea so-
cial, diseñando mejores políticas, etcétera. Es decir, es la reedi-
ción del viejo problema de: ¿qué hace sustentable a una
democracia (“democracia sustentable”)? y ¿cómo la sociedad
que se organiza o los grupos sociales dentro de ella o las ON-
G’s, los movimientos sociales, etcétera, pueden interactuar (de-
liberar) con las instituciones del Estado para encontrar solucio-
nes conjuntas a problemas específicos y de manera ventajosa
para ambas partes (“democracia deliberativa”)? Con lo cual lle-
gamos, casi sin darnos cuenta, a las dos nociones de democra-
cia cuya utilidad me propongo discutir aquí.
Si antes los prerrequisitos sociales de la democracia se me-
dían en términos de niveles de bienestar e instrucción o urbani-
zación, ahora, con la noción de “capital social”, se miden en
términos de cohesión social, líneas de lealtad e identidad, hori-
zontalidad o verticalidad de las organizaciones, socialización
de la información, consistencia y extensión de las redes socia-
les, confianza social hacia las instituciones, etcétera. Solo susti-
túyase “prerrequisitos” por “sustentabilidad” y estamos en la
misma lógica de construcción del discurso funcionalista y des-
arrollista que adoptó la CEPAL (Comisión Económica para
América Latina y el Caribe) y muchos gobiernos de América
Latina hace cuarenta años y que condujo precisamente a lo con-
trario de lo que se esperaba: al autoritarismo y la violencia. No
lo menciono para sugerir que éste también será la suerte de
nuestros países en el futuro cercano, sino simplemente para
mostrar que ciertas lógicas de pensamiento se repiten casi por
sistema y que, en consecuencia, también se reproducen sus vi-
cios y contradicciones.

Democracia deliberativa

Obviamente, el tema del diálogo y la comunicación no es


un tema nuevo en la teoría de la democracia. Desde los trabajos

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de la filósofa Hannah Arendt de los años cincuenta ya se seña-


laba su importancia para la acción política: la democracia es co-
municativa o no es democracia.114 Pero, el término “deliberati-
va” fue usándose de manera explícita hasta dar lugar a una
corriente teórica más o menos consistente en los últimos veinte
años. Así, la democracia deliberativa tiene entre sus partidarios
a autores como Joshua Cohen, James Bohmann entre otros mu-
chos, y todos ellos abrevan de algunas ideas apuntadas inicial-
mente por Jürgen Habermas desde su célebre Teoría de la acción
comunicativa y en varios trabajos más.115
Para esta corriente de pensamiento, el proceso de delibera-
ción pública debe hacerse de manera argumentativa; vale decir,
por medio de un intercambio regulado de información y de ra-
zones. Asimismo, las deliberaciones deben ser inclusivas y pú-
blicas, ya que todos los afectados deben de formar parte de la
discusión; deben ser libres de cualquier coerción exterior e in-
terior que pudiese implicar, por ejemplo, un prejuicio hacia el
otro interlocutor, pues todos tienen derecho de hablar pero
también la obligación de escuchar. En este sentido, las conclu-
siones de “Si” o “No” deben motivarse solamente por la fuerza
del mejor argumento. Las deliberaciones pueden ser indefini-
das y reanudadas en principio según sea decidido, pero lo na-
tural es que concluyan en una decisión. Se entiende que en la
práctica las mayorías pueden estar sosteniendo los argumentos
más racionales a menos que la minoría convenza a aquéllas de
que tiene la razón. Las deliberaciones políticas se extienden a
cualquier materia que pueda regularse para el interés de todos,
podrían incluirse en todo caso asuntos que inicialmente fuesen
definidos como privados. Por último, la deliberación política
incluye la interpretación de necesidades y deseos y el cambio
de preferencias.
En otras perspectivas menos filosóficas y más prácticas,
como la de Amy Gutman y Dennos Thompson (1998), basadas
sobre todo en el sentido de reciprocidad con el que debía de
contar la democracia deliberativa para operar, se inquiere a los
ciudadanos y los funcionarios para que justifiquen pública-
mente sus políticas dando razones aceptables para los afecta-

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dos por las medidas. Esta disposición implica tres principios:


reciprocidad, publicidad y responsabilidad (accountability). De
estos, la reciprocidad es el principal principio porque le da sig-
nificado a la publicidad y la responsabilidad y también influye
en la interpretación de la libertad y la oportunidad.
Según esta concepción, la reciprocidad es la capacidad de
buscar términos justos de cooperación por su propia causa, por
lo que se halla entre la imparcialidad y la prudencia (es decir
entre el altruismo y el interés personal) y se caracteriza, entre
otras cosas, por la aceptación mutua, el deseo de justificarnos
ante los otros y una práctica de deliberación constituida por el
acuerdo y el desacuerdo. El supuesto de la democracia delibe-
rativa en este caso es entonces el de contar con individuos razo-
nables y racionales que, por su lado racional, intenten satisfa-
cer su interés personal, en tanto que, por su lado razonable,
renuncien a ciertas ventajas en aras de la convivencia y la paz
social. En suma, la democracia deliberativa busca producir ciu-
dadanos que sean al mismo tiempo ganadores y perdedores.
En lo esencial es difícil no coincidir con las premisas de
esta teoría. Así, por ejemplo, se sostiene con razón que el deba-
te público debe estar ligado a un marco político que facilite la
discusión pública entre ciudadanos iguales al ofrecer condicio-
nes favorables a la libre expresión, la libre asociación y la libre
discusión y, al mismo tiempo, establezca una conexión entre la
autorización para ejercer el poder público —y su propio ejerci-
cio—, asegurando así la transparencia y la capacidad del poder
político de responder a tales debates.
Asimismo, comparto la idea según la cual la deliberación
pública constituye un proceso de cooperación entre los indivi-
duos que debe dar forma al ejercicio de la democracia. Por su
parte, el lugar de la deliberación debe ser el propio espacio pú-
blico y la democracia deliberativa debe pensar el proceso insti-
tucional como proceso de constitución de instituciones para la
deliberación pública. Los foros públicos deben ser el lugar de la
democracia deliberativa y no las instituciones políticas.
Sin embargo, también es menester señalar algunos aspec-
tos problemáticos de esta concepción. En particular, sus soste-

190
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nedores parecen no coincidir en un aspecto crucial: la relación


que los espacios públicos deliberativos guardan con la publici-
dad y la administración. Tal pareciera que en algunos autores
se funde la deliberación con la administración, lo que conduce
precisamente a lo que la teoría de la esfera pública se propone
evitar, esto es, a la asociación acrítica entre participación y ra-
cionalidad administrativa. En efecto, solamente al atribuir a los
procesos públicos de comunicación y deliberación una dimen-
sión institucional podemos pasar de una teoría acerca de la po-
sibilidad de la participación a una teoría democrática de la de-
liberación pública.
En mi opinión, no hay razón para no hablar de delibera-
ción pública y de instituciones públicas, localizadas en el nivel
del propio espacio público. En efecto, la democracia no se limi-
ta únicamente al proceso de agregación política y decisión sino
que implica también un proceso público de deliberación que
disputa con el sistema político y con los partidos políticos fosi-
lizados las prerrogativas de la decisión política. Es de esa dis-
puta interminable que proviene la posibilidad siempre presen-
te de ampliación de la práctica democrática.
Creo que el principal problema de esta concepción es su
confianza desmedida en el potencial transformador de la de-
liberación en cooperación con las instituciones. Se habla de
nuevos solidarismos capaces de modificar la lógica institucio-
nal a conveniencia de la sociedad. Además, esta concepción
nace para pensar el debate público en sociedades complejas
avanzadas, donde la interacción social está pensada más para
perfeccionar o mejorar el intercambio entre la sociedad y las
instituciones políticas, siendo que en las sociedades menos
desarrolladas, como las de América Latina, lo fundamental es
más bien construir de cero nuevas instituciones y lógicas ad-
ministrativas más sensibles a las exigencias sociales, pues to-
davía se carece de ellas.
Si en algo se puede coincidir con estos enfoques es en la
importancia de fomentar el debate público ligado a un marco
político que facilite la deliberación entre ciudadanos iguales al
ofrecer condiciones favorables a la libre expresión, la libre aso-

191
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ciación y la libre discusión y, al mismo tiempo, establezca una


conexión entre la autorización para ejercer el poder público —
y su propio ejercicio— asegurando así la transparencia y la ca-
pacidad del poder político de responder a tales debates.

Democracia sustentable

El tema de la democracia sustentable, a diferencia de la de-


mocracia deliberativa, surge para pensar los problemas que tie-
nen las democracias para mantenerse en contextos de escasez y
de poco desarrollo, con enormes desigualdades y rezagos so-
ciales, como los de América Latina. Con esta noción de “demo-
cracia sustentable”, autores como Adam Przeworski y Guiller-
mo O’Donnell, quienes la acuñaron, pretenden subrayar la
imperiosa necesidad que tienen muchos estados en el mundo
de extender su acción social con fines de legitimidad y gober-
nabilidad.116
Mientras que en el pasado instaurar y consolidar regíme-
nes democráticos se concebía como una condición para promo-
ver un desarrollo económico y social más justo y equitativo,
hoy se considera que promover un desarrollo económico y so-
cial más justo y equitativo es una condición para preservar y
consolidar la democracia; es decir, los términos de la ecuación
se han invertido. De ahí, precisamente, la noción de “democra-
cia sustentable”.117
Si el punto es ahora cómo sustentar la democracia, la res-
puesta es generando mayor equidad (es decir, que los gobier-
nos democráticos atiendan responsablemente la cuestión so-
cial). Quizá el diagnóstico es correcto, pero en mi opinión las
soluciones que se proponen para enfrentar el problema son
francamente insuficientes. Los partidarios de la “democracia
sustentable” sostienen que el problema se resuelve reactivan-
do y reorientando a las instituciones del Estado. En breve, con-
sideran que una democracia será sustentable sólo si cuenta
con un buen esquema institucional, más eficiente y transpa-
rente.

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El problema con estos enfoques no radica en su excesivo


optimismo en la eficientización de las instituciones del Estado
para impulsar el desarrollo social, sino en el hecho de hacer de-
pender la solución al problema casi exclusivamente en este as-
pecto.
Por lo demás, que la democracia requiera promover el
bienestar social para sustentarse me parece una verdad de Pero-
grullo. Más allá de lo que sostienen los minimalistas, la demo-
cracia para la sociedad está plagada de contenidos valorativos
no siempre convergentes. En América Latina es indudable que
la democracia se ha asociado casi siempre con justicia social. De
ahí que los gobiernos, que requieren un umbral de complacen-
cia de los gobernados para poder gobernar, no pueden desen-
tenderse de la cuestión social, al menos retóricamente.118
Por otra parte, se argumenta que no basta que haya un sis-
tema democrático representativo para asegurar que los intere-
ses representados sean correctamente concretados por los re-
presentantes, sino que la efectividad de la representación
depende de la estructura institucional del Estado. De ahí que
sea necesario perfeccionarla para sustentar la democracia. En
síntesis, la democracia es sustentable cuando su marco institu-
cional promueve objetivos normativamente deseables y políti-
camente deseados, como la erradicación de la violencia arbitra-
ria, la seguridad material, la igualdad y la justicia, y cuando, al
mismo tiempo, las instituciones son capaces de enfrentar las
crisis que se producen si esos objetivos no llegan a cumplirse.
Y es precisamente en este punto donde empiezan los pro-
blemas. Se da por sentado que deben reducirse las desigualda-
des, pero no se dice por qué deben promoverse esos objetivos y
no otros en un contexto regido por el pluralismo y la multipli-
cidad de concepciones del bien. Es decir, no hay una justifica-
ción de carácter normativo, sino más bien pragmático, es casi
un imperativo, por lo que perfectamente se podría objetar con
un viejo dilema: ¿constriñe la distribución de bienes materiales
las libertades básicas?
En mi opinión sí es posible justificar este tipo de posicio-
nes más allá del pragmatismo con el que se mueven. Por ejem-

193
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plo, se podría decir que si se protegen ciertas libertades por


medios legítimos, también se pueden asegurar niveles de bien-
estar básicos por las mismas vías. En consecuencia, la libertad
y la justicia no tienen porque ser irreconciliables.
En suma, la idea de democracia sustentable discute uno de
los problemas capitales de América Latina en la actualidad,
pero no está libre de errores de argumentación. Indudablemen-
te, en nuestros países hemos llegado ya a la hora de colocarnos
seriamente el tipo de problemas que estos planteamientos su-
ponen. Preferible mil veces discutir cómo hacer más sustenta-
ble la democracia que cubrirla a priori con un manto de confor-
mismo o pesimismo.

Democracia radical

Las insuficiencias explicativas de los enfoques vistos has-


ta aquí salen a relucir aún más si son confrontados con otros
enfoques más “radicales” sobre la cuestión social, como el que
he reivindicado en capítulos anteriores, para los cuales la socie-
dad que se mueve rehabilita un valor de la democracia olvida-
do por la política estatal: el reconocimiento de la soberanía po-
pular, o sea la afirmación de un espacio público para la
discusión y toma de decisiones sobre el modo como el pueblo
ha de organizar su vida social. En este sentido, el poder se en-
tiende como un espacio vacío que sólo puede ser ocupado de
manera simbólica por la sociedad y nunca de manera material
por cualquiera de sus partes.
No deja de ser curioso que esta perspectiva sea etiquetada
por sus denostadores como “radical”, cuando su estro es sim-
plemente volver a lo básico: la democracia como forma de vida
y la acción social como afirmación permanente de la libertad.
Pero no debe confundirse esta concepción de la democracia,
que tiene en autores como Hannah Arendt, Cornelius Castoria-
dis y Claude Lefort a sus partidarios más conocidos, con otros
enfoques que reivindican para sí la idea de “democracia radi-
cal” para destacarse de otras concepciones presentes en el de-

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bate intelectual, pero que en realidad son enésimas reediciones


de un marxismo trasnochado que para disfrazar sus deudas
ideológicas prefieren autodenominarse “posmarxistas”, “neo-
marxistas” o “postestructuralistas”. Tal es el caso de autores
como Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, así como el de muchos
pensadores neomarxistas que ni ellos mismos sabrían como
ubicarse o presentarse intelectualmente sin ser raspados en el
intento, como Alain Badiou, Giorgio Agamben, Michael Hardt,
Antonio Negri, Paolo Virno, Imannuel Wallerstein y Slavoj
ÎiÏek.?? Veamos a continuación algunas de estas posiciones para
ir desmarañando la madeja.
Mouffe es una de las pocas filósofas dentro de la tradición
de izquierda que ha ofrecido una interpretación original sobre
la democracia moderna y la política democrática en la era pos-
totalitaria, aunque no necesariamente consistente o intelectual-
mente convincente. Hay en Mouffe una crítica bien fundamen-
tada a lo que ella llama “ilusión racionalista” de conciliar en un
supuesto “consenso racional” (parafraseando a Jürgen Haber-
mas) dos tradiciones distintas y en algunos aspectos contradic-
torias: el liberalismo y la democracia. Contrariamente a este
proceder que ha terminado por imponerse en el pensamiento
contemporáneo, Mouffe opta por reivindicar el antagonismo
para pensar la política democrática; antagonismo que es inhe-
rente a la democracia liberal precisamente por conjugar en su
seno dos tradiciones que para Mouffe son irreconciliables: el li-
beralismo, entendido como imperio de la ley, derechos huma-
nos y respeto a la libertad individual; y la democracia, entendi-
da como igualdad, identidad entre gobernantes y gobernados
y soberanía popular.
Cabe señalar que nuestra autora sustenta su concepción de
antagonismo en la filosofía política de Carl Schmitt (1984), para
quien la política es el conflicto permanente entre amigos y ene-
migos. Asimismo, la filósofa francesa opta por reivindicar la di-
cotomía izquierda/derecha para ubicar el antagonismo, pues
considera peligroso no reconocer que en las democracias ac-
tuales subyace una interpretación hegemónica —obviamente
Mouffe está pensando en el neoliberalismo— que de facto sub-

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ordina o somete los valores democráticos de igualdad y sobera-


nía popular a la defensa de los derechos individuales, o sea hay
un “déficit democrático”. De hecho, sostiene Mouffe, se suele
considerar a la democracia exclusivamente como Estado de de-
recho y en nombre de la libertad se ponen límites a la soberanía
popular. En suma, la incuestionable hegemonía del neoliberalis-
mo representa una amenaza a las instituciones democráticas.
De ahí que la tensión no puede suprimirse, a pesar de que en al-
gunas democracias se haya consignado una alternancia hacia la
izquierda. Por lo tanto, como veremos en detalle más adelante,
Mouffe propone —en lo que podría parecer una reedición del
moderno príncipe gramsciano— reivindicar, articular y posicio-
nar una “política de izquierda” lo suficientemente coherente y
consistente como para antagonizar con la “política de derecha”,
la cual es hegemónica desde el colapso del comunismo.
Reconociendo que esta lectura es deudora de las inquietu-
des de una izquierda que perdió piso después de la caída del
socialismo, y como tal tiene un valor intrínseco para quienes si-
guen identificando su praxis y sus convicciones en ese horizon-
te de sentido—, la verdad es que no comparto su argumenta-
ción, ni su diagnóstico ni sus conclusiones.
Para empezar, no deja de ser irónico que Mouffe recurra al
principal ideólogo del totalitarismo del siglo XX —Carl
Schmitt— para apoyar teóricamente su posición sobre el anta-
gonismo como elemento consustancial de la política democrá-
tica.120 Si la izquierda postmarxista tiene que recurrir a un na-
cional-socialista para repensarse y para confrontarse con la
democracia liberal postotalitaria es evidente que algo no fun-
ciona bien con la izquierda actual, sobre todo considerando
que si el comunismo cayó fue precisamente por sus excesos to-
talitarios. No deja de ser irónico, porque confirma que la iz-
quierda —o la inteligencia de izquierda— no es capaz de
aprender de sus errores, de mirarse en el espejo de sus propias
contradicciones, de ser autocrítica para reposicionarse pero con
nuevos objetivos. O la izquierda encuentra otros referentes dis-
tintos para legitimarse o estará condenada a repetir sus errores
ad nausean.

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En segundo lugar, Mouffe ve límites donde no los hay. En


una democracia liberal no hay límites a la soberanía popular
sino condiciones mínimas de libertad e igualdad para que se
exprese la soberanía popular, y ésta no se limita por una pre-
tendida hegemonía prevaleciente (liberal o neoliberal) sino que
se autolimita por los propios individuos en una sociedad. Esto
es así por que la democracia liberal supone siempre autolimita-
ción, regla básica de la convivencia. Además, seguir pensando
el mundo en términos de hegemonías prevalecientes, aunque
constituye una opción para el socialismo de autoafirmarse en
oposición al neoliberalismo, es una herencia marxista insoste-
nible en la modernidad. Hoy no hay posibilidad alguna de re-
ducir la complejidad social a una o dos visiones omniabarcan-
tes capaces de englobarlo todo. En realidad ya no hay un eje
que dote de sentido a la complejidad de lo social, sino tantos
centros de sentido como individuos.
En tercer lugar, sostener que la democracia liberal es resul-
tado de la articulación de dos lógicas que en última instancia
son incompatibles, y que no hay forma de reconciliarlas sin im-
perfección, además de retórico es insostenible. Es retórico, por-
que si fueran incompatibles nunca se hubieran acercado; y es
insostenible, porque no existe en el mundo ninguna forma po-
lítica perfecta desde donde calificar las imperfecciones.
En cuarto lugar, Mouffe no se equivoca al considerar que
el ideal de la democracia como realización de un “consenso ra-
cional” tiene serias consecuencias negativas. En efecto, que el
ideal de la democracia sea un consenso racional es algo muy
cuestionable, pero no porque por esta vía se aspire a reposicio-
nar en lugar de la hegemonía dominante a otra de tipo socialis-
ta, sino simplemente porque no es cierto. Si algo caracteriza a
las democracia en la era postotalitaria es su absoluta y total in-
determinación. Seguir pensando en términos de hegemonías
omniabarcantes constituye una violencia teórica que no hace
justicia a la complejidad social, donde la radical diferencia de
los individuos que la conforman impide postular pensamien-
tos únicos o utopías incluyentes, y mucho menos de izquierda
o derecha.

197
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En el terreno de la propuesta propiamente política que


Mouffe desprende de su análisis, también existen múltiples
contradicciones. De entrada, nuestra autora considera que si el
neoliberalismo es hoy la hegemonía dominante esto es sólo
temporal y se debe al descrédito que acusa, también temporal-
mente, un proyecto alternativo —socialista— al orden existen-
te. Según Mouffe, la ausencia de un proyecto alternativo al do-
minante después de 1989 deslegitima cualquier forma de
expresión de las resistencias que se alzan contra las relaciones
de poder dominantes. Al respecto cabe señalar que si después
de la caída del Muro de Berlín desapareció la idea de “alterna-
tiva”, esto se debe precisamente a que la supuesta alternativa
que existía al capitalismo no era alternativa ni nada; era más
bien una mentira, una ficción, como la propia historia se encar-
gó de demostrar.
Pero las cosas no se quedan ahí. Según Mouffe, al supri-
mirse la alternativa al orden existente, ya sea como proyecto o
como realidad, se opera una suerte de “naturalización” de lo
que existe, o sea del neoliberalismo, como si no pudiera ser de
otra forma; cuestión que ni los partidos de izquierda en el po-
der pudieron revertir. Así, ejemplifica Mouffe, la llamada “ter-
cera vía” terminó siendo una capitulación de los socialdemó-
cratas ante la hegemonía neoliberal, pues los ajustes
socioeconómicos que introdujeron fueron totalmente insustan-
ciales ante el destino ineludible de la globalización. Por otra
parte, como ya vimos, Mouffe reivindica la dicotomía izquier-
da/derecha, pero añade que se equivocan todos aquellos quie-
nes consideran que dicha distinción ya no funciona. No mante-
ner la distinción, abandonar la mentalidad de izquierda,
supone renunciar a la lucha por la igualdad, claudicar a su
compromiso por los pobres y los marginados.
Coincido plenamente con Mouffe cuando critica la inefica-
cia de alternativas tan pobres como la tercera vía, sobre todo
porque creen ilusamente que el conflicto puede ser erradicado
con fórmulas mágicas, pero, por otra parte, no comparto su de-
fensa a ultranza de la dicotomía izquierda/derecha. En la ac-
tualidad el conflicto no puede entenderse ya como antagonis-

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mo izquierda/derecha: ¿quién puede postular que una deter-


minada reivindicación social es de izquierda o de derecha?
Solo quien está obsesionado por creerse “la vanguardia del
proletariado”, cualquier cosa que esto signifique.
Además, ninguna teoría democrática mínimamente cohe-
rente puede reivindicar hoy la idea de consenso para caracteri-
zar la política democrática, pues lo que hay en todas partes es
conflicto. Por eso, es muy sintomático que Mouffe recurra a
Schmitt para argumentar su idea del antagonismo (con lo que
se cancela la política misma por cuanto en esta teoría corres-
ponde al gran decisor estatal fijar a conveniencia el campo de
los amigos y los enemigos), y no a Hannah Arendt, la teórica
por excelencia del conflicto y adversaria intelectual de Schmitt
en esta cuestión. Pero es peor aún que Mouffe coloque a Arendt
entre los filósofos de la ética, siendo que a nadie le correspon-
de mejor que ella el ser la filósofa de la política, es decir, de la
acción y el conflicto.
Mouffe lleva su reivindicación de la dicotomía izquier-
da/derecha a extremos delirantes. Así, por ejemplo, sostiene
que la moderna política democrática no puede concebirse
como la búsqueda de un inaccesible consenso sino como la
“confrontación agonística” entre interpretaciones irreconcilia-
bles de los valores constitutivos de una democracia liberal, los
valores de la izquierda versus los de la derecha. Esta posición
lleva a nuestra autora a descalificar los enfoques racionalistas
tipo Habermas o Rawls, por cuanto buscan reconciliar lo irre-
conciliable, postulan consensos donde sólo hay antagonismos.
Por esta vía sólo se puede aspirar a instaurar prácticas políticas
pragmáticas, precarias y necesariamente inestables a la hora de
negociar. El problema con los enfoques racionalistas —remata
nuestra autora— es que en lugar de reconocer la imposibilidad
de erradicar la tensión de origen entre democracia y liberalis-
mo, tratan de encontrar formas de eliminarla, lo cual es una
ilusión.
Me parece muy importante cuestionar posiciones excesi-
vamente racionalistas y optimistas e incluso esencialistas como
las de Habermas o Rawls, incapaces de apreciar la indetermi-

199
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nación de la democracia que como tal es incompatible con cual-


quier posición fundamentalista (incluyendo el fundamentalis-
mo de Mouffe) ya sea que postule principios universales de lle-
gada (Habermas) o de partida (Rawls), o principios éticos
delimitados espacial y temporalmente o principios de justicia
de una sociedad bien ordenada o una alternativa tópica a lo
existente.
En suma, Mouffe desemboca en lo mismo que crítica.
Cuestiona al racionalismo dominante y aboga por una teoría
“no-esencialista” para lo cual la objetividad social está funda-
da en una exclusión original. Pero, ¿puede haber algo más
esencialista y determinista que eso? En este punto Mouffe ya
no puede avanzar sin abrir todas sus cartas: el capitalismo si-
gue generando relaciones de poder injustas y desiguales, y nin-
gún diálogo o deliberación logrará persuadir jamás a la clase
dirigente para que renuncie a su poder, por lo que hay que cre-
ar una política distinta, una “política para la emancipación”,
una política encaminada a crear una nueva hegemonía. ¿Cuál?
¡la hegemonía del proletariado! Llegó la hora de definirse polí-
ticamente, y definirse es —según Mouffe— decidir en que lado
de la confrontación agonística está cada quien: izquierda o de-
recha. A esto nuestra autora le llama “democracia radical”, o
sea una sociedad vibrante y conflictiva donde los individuos
tienen la posibilidad de elegir entre proyectos alternativos, es
decir izquierda/derecha, en lugar de una sociedad pacífica y
armónica como las actuales, donde la alternativa ha sido cance-
lada (¿derrotada?) por la hegemonía neoliberal. O sea, Mouffe
no propone otra cosa más que volver al origen, al determinis-
mo estéril, al reduccionismo inútil, ¡a la lucha de clases! A lo
que me pregunto: ¿y si yo no me quiero definir en esos térmi-
nos? Nada nos permite afirmar que acercarnos cada vez más a
los ideales de la libertad y la igualdad supone asumirnos como
de izquierda o de derecha. A estas alturas, cuando la dicotomía
izquierda/derecha ha perdido toda capacidad heurística, lo
único que realmente cuenta es participar políticamente desde
la radical diferencia de los individuos en sociedad, donde pen-
sar distinto no convierte a los individuos en enemigos sino

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simplemente en diferentes. Sólo con democracia se puede aspi-


rar a más y mejor democracia, y sólo en condiciones mínimas
de libertad e igualdad se puede aspirar a más y mejor libertad
e igualdad sin necesidad de incendiarlo todo previamente des-
de posiciones antagónicas irreflexivas e intransigentes. Lo úni-
co realmente evidente en las sociedades actuales es el deseo de
libertad.
En consecuencia, la radicalidad de la democracia, lo que
ésta tiene o puede tener de verdaderamente transgresivo, hay
que buscarla en otra parte; hay que abandonar las tentaciones
neomarxistas, posmarxistas o postestructuralistas incapaces de
sacudirse las taras del pensamiento dicotómico del bien y el
mal y los esquemas deterministas, tan socorridos por los Bour-
dieu, los Negri, los ÎiÏek y los Wallerstein, que en lugar de ex-
plicar la complejidad la simplifican y reducen a esquemas au-
torreferenciales.

El vértigo de la democracia

¿Cómo entender entonces la radicalización de la política


en la democracias actuales? En primer lugar, lo radical no deri-
va de anteponer al orden existente —las democracias liberales
actuales— una alternativa antagónica, como postula el posmar-
xismo, cuyas supuestas bondades emancipatorias superiores
conjurarán mágicamente las contradicciones y los excesos de
dicho orden —opción que por lo demás la historia se encargó
de desmentir en 1989—, sino en reconocer lo que ya existe en la
realidad con todo su potencial libertario y humanista, pero que
permanece oculto para los discursos dominantes, científicos o
filosóficos. En efecto, mientras que para la ciencia política la
única democracia que hay es la que existe (la democracia repre-
sentativa con todo y su crisis actual), para un enfoque alterna-
tivo, más filosófico y menos cientificista, la democracia hay que
situarla en el diapasón entre lo que es y lo que debería ser, en-
tre la facticidad y la validez. Sólo así se puede reconocer en su
justa dimensión la principal condición de la democracia: su ab-

201
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soluta indeterminación. Así como la necesidad es una manera


de ser, también lo es la contingencia: no hay una sola razón, un
daimon que oriente sus pasos, no hay un consenso último sino
que todo está por hacerse, no hay un espacio público-político
que preexista, que sea anterior a la acción, se crea en la acción
y se desvanece con ella. La democracia como espacio público-
político, o sea como forma de sociedad o de vida además de
forma de gobierno, pone en relación a individuos libres y dife-
rentes que en conjunto forman una sociedad plural, una socie-
dad civil que es siempre una vocación, una aspiración a más
democracia. Por ello, los verdaderos sujetos de la democracia
son siempre los ciudadanos a condición de participar pública-
mente, de crear bienes en común. De hecho, el destino de las
instituciones políticas depende del conjunto asociado de los
ciudadanos, de sus aspiraciones y anhelos que sólo pueden
trascender simbólicamente hacia el poder fuerza, y no de una
elite de “dirigentes”; la ciudadanía quiere construir bienes en
común no desde un orden difuso sino desde sus espacios pú-
blicos, es aquí donde se definen y adquieren significado los
valores que han de articular a la sociedad, capacidad institu-
yente por excelencia aunque permanentemente desautorizada
por la política institucional.121
Pero no debemos confundirnos. El tema de la vuelta a la
ciudadanía (lo verdaderamente radical de la democracia hoy)
no es una utopía, ya está ahí en teoría y en práctica, sólo que
debe abrirse paso trabajosamente en un horizonte de la demo-
cracia distinto, avasallante, y cuya realidad tampoco puede ne-
garse. Ahí reside el vértigo democrático, constatar lo cerca y lo
lejos que estamos siempre de hacer valer nuestra soberanía. En
principio, la clase política, los políticos profesionales, no parti-
cipan de esta aspiración social por más y mejor democracia.
Por el contrario, la democracia representativa convierte a la de-
mocracia en una de dirigentes más que de representantes; y lo
que la democracia representativa llegó a tener de valor, los po-
líticos terminaron arruinándolo. No es que los ciudadanos no
deseen mejores instituciones o mejores leyes o mejores repre-
sentantes, es sólo que la política institucional conecta cada vez

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menos con dichas aspiraciones. El resultado es un malestar so-


cial creciente hacia los políticos profesionales, una desconfian-
za que a veces lleva a la frustración y la parálisis, una suerte de
corto circuito o distanciamiento entre los ciudadanos y sus re-
presentantes, lo que ha llevado a un politólogo muy ocurrente
a introducir la categoría de “posdemocracia” (Crouch, 2004)
para referirse a una nueva etapa de la democracia en la que sus
prácticas y decisiones no alcanzan por sí solas para asegurarle
respaldo o legitimidad. Lo curioso es que en la democracia, por
más embrionaria que esté la vocación libertaria de los ciudada-
nos, el poder político, parafraseando a Maestre (1994), “siem-
pre está en vilo”, no puede concebirse como algo al margen de
lo social; es decir, al tiempo que la cuestión política está conte-
nida cada vez más en la cuestión social, la reducción de la polí-
tica al poder del Estado es imposible.

Notas

109
La pauta fue abierta por Cohen y Arato (1992), a los que le siguieron:
Gellner (1996), Hall (1995), Keane (1992), Seligman (1993), entre otros auto-
res.
110
Véase, por ejemplo, Cansino y Sermeño (1997) y Cansino (2000b y
2005b).
111
Sobre estas perspectivas dominantes de la democracia, remito a mis
siguientes trabajos: Cansino (2000a y 2005b).
112
Los fenómenos de la globalización en los ámbitos económico y so-
cial, la constitución de nuevos Estados en Europa del Este y la transición a la
democracia en los países latinoamericanos, llevaron a muchos a repensar el
papel del ciudadano y la importancia de su participación en la construcción
de instituciones democráticas. La necesidad de explicar y dar respuesta a es-
tos cambios desde las perspectivas de la teoría y la ciencia política, el dere-
cho, la sociología, la antropología y las relaciones internacionales, ha lleva-
do a debatir y proponer significados distintos para categorías como
ciudadanía, legitimidad, soberanía, identidad, Estado y democracia. Así, por
ejemplo, en los ensayos reunidos en Archibugi, Held y Kohler (1999) se exa-

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minan las categorías de democracia y ciudadanía con base en los principios


de cosmopolitismo de Kant para incluir niveles de organización política tan-
to subnacionales como transnacionales (locales, nacionales, regionales y glo-
bales). Al análisis de la transformación del sistema internacional; de las cate-
gorías de ciudadanía, soberanía y democracia transnacional; y de las
perspectivas de una democracia cosmopolita, contribuyen, entre otros, los
ensayos de Held y Preuss. En esta misma línea se encuentran los libros de
Habermas (1999), Cortina (1997) y los volúmenes editados por Hutchings y
Dannreuther (1999) y Nussbaum (1999).
113
La teoría actual sobre capital social fue construida, principalmente, a
partir de los conceptos de Pierre Bourdieu, James Coleman y Robert Putnam.
Para estos autores, de manera general, por capital social se entiende a las re-
ciprocidades materiales y simbólicas que existen y circulan en una red social.
El enunciado de capital social frecuentemente hace referencia a la confianza
entre los sujetos que pertenecen a un grupo social, del cuidado y preocupa-
ción mutua, de la voluntad de los sujetos para vivir conforme a las reglas del
grupo social al que pertenecen y que les es propio, y a los mecanismos y las
prácticas de castigo para quienes transgreden los principios y las reglas de
dicho grupo. Véase de Bourdieu (2000, 1986 y 1980); de Coleman (1997) y de
Putnam (2000, 1994).
114
Véase Arendt (1993).
115
Un buen resumen de estas propuestas puede encontrarse en el nú-
mero especial de Metapolítica dedicado al tema (vol. 4, núm. 14, abril-junio
de 2000).
116
Véase Przeworski, O’Donnell, et. al. (1998). Democracia sustentable,
Buenos Aires, Paidós, 1988.
117
Véase López-Guerra (2001).
118
Idem.
119
Véase, por ejemplo, Laclau y Mouffe (1987), Mouffe (1999, 2000), Ba-
diou (1990 y 1999), Agamben (2002), Hardt y Negri (1993, 1996 y 2002), Ne-
gri (2001, 2002 y 2003), Virno (2003), Wallerstein (1990), ÎiÏek (1998a, 1998b y
2002).
??
Por cierto, no es la primera vez que la izquierda se deja seducir por
Schmitt. De hecho, fueron precisamente los gramscianos quienes lo introdu-
jeron al debate latinoamericano en los años ochenta. Así, por ejemplo, el
gramsciano José Arico prologa la traducción en español del famoso libro de
Schmitt El concepto de lo político (1984).
121
Véase Maestre (2000).

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El alcance político del pensamiento


asta esta parte he discutido los límites de la ciencia política


H empírica y he propuesto diversas alternativas para que esta
disciplina pueda enfrentar los rígidos cánones cientificistas a los
que sus cultivadores más ortodoxos la han sometido. Abrirse a la
filosofía política, tomarse en serio la transdisciplinariedad, con-
siderar la dimensión simbólica de la política, son tan sólo algu-
nas de las muchas opciones que la ciencia política tiene a su al-
cance para superar la trivialidad y la insustancialidad que hoy
acusa. Con esta misma intención, en este capítulo haré un alega-
to a favor de la historia de las ideas políticas, entendida como
una disciplina interesada en reconstruir e interpretar las preocu-
paciones centrales, experiencias e ideas formativas de los seres
humanos con respecto a la política a lo largo de la historia.122 Mi
tesis es que volver a los clásicos del pensamiento político es una
tarea indispensable y totalmente vigente para acercarse a la rea-
lidad política del presente. Más aún, defiendo la imposibilidad
de pensar la política hoy sin la lectura de los clásicos.
Con este objetivo me viene bien el programa de búsqueda
establecido no hace mucho por un conjunto de investigadores
que nos propusimos conjuntamente revalorar a los clásicos del
pensamiento político en la actualidad.123 Dicho itinerario esta-
blecía, entre otras cosas, lo siguiente:

1) Volver a los clásicos hoy se beneficia hasta cierto punto de


la oportunidad de una conmoción múltiple en el terreno

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del que brotan recurrentes reservas acerca de releer a di-


chos pensadores del pasado. Dicha conmoción agita a
unos saberes que constatan sus limitaciones, revuelve las
vísceras de una ciudadanía que no puede ocultar su indig-
nación y abre la perspectiva de una historia que, por im-
previsible, algunos científicos y no pocos políticos querrí-
an ver acabada. En cualquier caso, estas sacudidas han
tenido el tonificante efecto de relajar determinadas atadu-
ras intelectuales y permitir la expansión del pensamiento
por el campo de una renovada filosofía política, o ese otro
ancho espacio de librepensamiento que se abre a la expe-
riencia política —la metapolítica—, y que no requiere de
entregas ni dedicaciones exclusivas.

2) Sin embargo, la crisis de las ciencias sociales no ha devuel-


to la tarea legislativa a la filosofía. No se trata de que los fi-
lósofos hagan ahora lo que las ciencias no han querido ha-
cer, aunque estaba en su proyecto, sino que las ciencias
sociales no han podido culminar su pretensión de conver-
tirse en faros de la Verdad. A aquellos pensadores que han
resistido al resplandor cegador de una ciencia capaz de
determinar los fines últimos de la sociedad y la política he-
mos de darles ahora la razón de su reserva. Pero esto no
nos da derecho a entronizar una filosofía política académi-
ca vacía de vida política —extendida rápidamente entre
los que han cambiado el pensamiento por el dictado de
apuntes de clase— a nueva administradora de la Verdad.

3) ¿Para qué los clásicos, ese desesperante y tardo de la lectu-


ra, en una época que apremia, que urge a lo concreto?
¿Para qué los clásicos ante unos saberes a los que ya des-
punta la barba de ciencias hechas y derechas? No eran po-
cos los que pensaban que los clásicos tenían todo lo más el
sentido de permitir un respiro entre las solicitaciones de la
realidad. Los clásicos eran vistos como un lujo del pensa-
miento, y en la misma medida un obstáculo para la acción
(quien piensa no actúa): los clásicos pagan su prestigio re-

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conocido con su relegación al limbo de las ideas, y quien


en épocas democráticas se deja seducir por sus encantos
cae bajo la sospecha de la distinción elitista. Además,
¿quién se atrevería a hablar de los “clásicos” en lo que toca
a la política? ¿No se atribuye a los padres fundadores de
las ciencias sociales la higiénica precaución de haber pur-
gado las actitudes de respeto excesivo ante el saber pasa-
do, fuente de todo prejuicio?

4) Volver la mirada hacia nuestro pasado no tiene una inten-


ción pedagógica: no busca ilustrar el presente con los des-
atinos de un pensamiento extraviado, ni componer la guía
del curioso intelectual; tampoco el breviario de citas fáci-
les de funcionarios académicos o políticos —para el caso
es lo mismo—. La decisión surge del sentimiento, apenas
una intuición en el sobrecargado mundo de los datos, de
que las claves del presente no están dadas con él; de que
somos arrastrados por una corriente iniciada en otro lugar
y en otro momento. Lo que hacemos y decimos, nuestro
modo de hacer y decir, no nos pertenece del todo; no so-
mos dueños absolutos ni de nuestra acción, ni de nuestra
palabra. Comprender lo que nos hace hablar y actuar nos
impone la experiencia de una ausencia, el silencio del
tiempo y la naturaleza. Ese silencio masivo es roto de
cuando en cuando por las misivas que, sorteando mil ava-
tares, han conseguido alcanzar el presente: son la escritura
de aquellos cuyo deseo de comprender el sentido del po-
der, esto es, el sentido de la libertad y de la justicia y de la
verdad se transforma en obra de pensamiento, obra de
arte, literaria... Hay que hacer hablar al tiempo sumergién-
dose en él, empapándose de su viscosidad, dejándonos lle-
var por los caminos que transita la escritura. Cómo volva-
mos de esa experiencia es algo que no podemos adelantar.

Con esto en mente, presentó a continuación mi propio iti-


nerario para volver a los clásicos de la mano de dos grandes fi-
lósofos políticos del siglo XX, igualmente clásicos, Carl Schmitt

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y Hannah Arendt. Ambos nos enseñan que descubrir a un clá-


sico no es una cuestión previa a pensar la política; en el peor de
los casos, leer a un clásico y reflexionar sobre la política son
procesos simultáneos. Pero antes de ello haré un paréntesis so-
bre las características del campo disciplinar en el que se mue-
ven estas reflexiones: la historia de las ideas.
Cabe señalar que aquí más que tomar partido por los clá-
sicos del pensamiento político, mi intención es denunciar im-
plícitamente una atmósfera intelectual —propiciada por la
ciencia política empírica— que ha convertido el saber sobre lo
político en un asunto pragmático al margen no sólo de la histo-
ria de las ideas, sino de lo que dijeron sobre la política los gran-
des pensadores.

Un parentesis sobre la historia de las ideas políticas

En una primera acepción, la historia de las ideas políticas


tiene como objeto de estudio las “grandes” ideas políticas o te-
orías políticas, es decir, aquellas posiciones en materia política
que mediante un largo proceso se convirtieron en una parte de
la cultura occidental y que explican algunas de las preocupa-
ciones, experiencias, frustraciones, aspiraciones, etcétera, de
los seres humanos en un momento y espacio determinado.124
Huelga decir que este conocimiento contribuye a nuestro pro-
pio conocimiento como individuos, por cuanto puede hablarse
de un único proceso en el que el ser humano es el centro de
atención.
Contrariamente a lo que muchos piensan, no existe una
sola perspectiva metodológica para incursionar en la historia
de las ideas políticas. De hecho, las ideas políticas son tan sólo
una área de creación intelectual entre muchas posibles, como
serían las ideas económicas, estéticas, sociales, científicas, reli-
giosas, etcétera. Asimismo, la reconstrucción de las ideas polí-
ticas puede partir de las más variadas premisas teóricas. Así,
por ejemplo, encontramos historiadores de las ideas políticas
interesados más en la lógica de construcción del discurso de los

208
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autores y los textos examinados, y otros preocupados más en el


contexto histórico en el que un pensador político interviene.
Algo similar puede decirse del sentido histórico que los espe-
cialistas atribuyen o no a la evolución de las ideas. Mientras
que para algunos existe una evolución positiva en la historia de
las ideas políticas, es decir, éstas se han vuelto cada vez más
científicas y menos especulativas, otros niegan esta evolución y
sostienen que las grandes preguntas filosóficas sobre la políti-
ca ya estaban planteadas en la antigüedad griega, por lo que
basta concentrarse en los autores clásicos para obtener respues-
tas a las grandes interrogantes sobre lo político. Finalmente,
tampoco existe consenso sobre la naturaleza de esta disciplina.
Mientras que algunos autores sostienen que incursionar en las
ideas políticas del pasado tiene como objetivo contribuir al es-
clarecimiento de problemas políticos actuales, otros autores
sólo reconocen un valor heurístico a su disciplina en la medida
que facilita la comprensión de un autor o de sus ideas.

Desarrollos recientes
Suele pensarse que la historia de las ideas políticas man-
tiene una controversia con la ciencia política, por cuanto la pri-
mera es teórica y la segunda empírica. Sin embargo, hasta que
la ciencia política empírica no se afirmó en Estados Unidos a
partir de los años cincuenta del siglo pasado, la mayoría de los
historiadores de las ideas pensaban que examinar a los clásicos
podía enriquecer a la ciencia política, es decir, proveer a ésta de
conceptos y categorías útiles para su desarrollo.125
La controversia fue fijada en gran medida por el politólo-
go David Easton en su famoso diagnóstico sobre el “empobre-
cimiento” de la teoría política (Easton, 1951). En él, el politólo-
go norteamericano sostiene que la historia de la teoría política
se ha reducido a una forma de análisis histórico que vive para-
sitariamente de las ideas del pasado, renunciando a su rol tra-
dicional de crear constructivamente un marco de referencia va-
lorativo. Asimismo —continúa Easton—, la historia de las
ideas políticas ha renunciado a la tarea de construir una teoría
sistémica sobre el comportamiento político y el funcionamien-

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to de las instituciones políticas, que fue esencial para el desa-


rrollo de la ciencia política empírica. Sin embargo, Easton reco-
noce que esta disciplina sí ha provisto, aunque en escasa pro-
porción, alguna información valiosa sobre el sentido, la
consistencia interna y el desarrollo histórico de valores políti-
cos contemporáneos y pasados.
En suma, Easton critica el carácter historicista y no cien-
tífico de la historia de las ideas, por cuanto producto de una
tendencia a aceptar acríticamente los valores contemporáne-
os. Así, la típica historia de las ideas políticas no se interesaba
en los valores políticos del pasado en relación al presente sino
que más bien consideraba su historia como una mera narra-
ción; es decir, sus practicantes se concretaban a explicar la re-
lación de las ideas al ambiente social y a una situación histó-
rica particular. En ese sentido, concluye Easton, si bien la
teoría política tradicional ha fallado en desarrollar teorías
compatibles con la ciencia moderna, la asunción de conoci-
miento empírico debe ser recapturada y acentuada si la teoría
política quiere ser el “órgano teórico” de una ciencia contem-
poránea de la política.126
Obviamente, la posición de Easton fue criticada por los
historiadores de las ideas. Así, en respuesta a la supuesta irre-
levancia de esta disciplina, el filósofo Leo Strauss sostuvo en su
famoso What is Political Philosophy? (1959) que el estudio del
pensamiento político del pasado ha sido de singular importan-
cia para un entendimiento apropiado de fenómenos políticos
modernos así como para iluminar y solucionar problemas polí-
ticos contemporáneos. En ese sentido, la tentativa de la ciencia
política moderna de separar hechos de valores es imposible y
cae en una trivialización del análisis político más que en una
estación nueva superior.
Por su parte, la controversia llevó a los partidarios de am-
bos bandos a negarse mutuamente. Así, por ejemplo, Laslett
(1956) y Brecht (1959) declararon la muerte de la filosofía polí-
tica, al tiempo que Cobban (1951) veía en el desarrollo de la
ciencia política un enfoque falso y truncado por cuanto niega la
sabiduría del pasado.

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No fue sino hasta los años sesenta y setenta que la teoría


política, en su vertiente empírica y en su vertiente normativa,
se reconcilió. Para muchos era razonable que la filosofía políti-
ca reconociera la importancia de los datos empíricos, y que la
ciencia política recuperara las ideas normativas.127
Por su parte, la supuesta muerte de la teoría política que-
dó como un mito gracias a las valiosas contribuciones de auto-
res como Eric Voegelin (1957-1974), Hannah Arendt (1958,
1961, 1971), Sheldon Wollin (1960) y el propio Strauss (1959).
Cabe señalar, por otra parte, que la crítica de Easton a la
historia de las ideas políticas por desapegarse de intereses de
análisis de la política contemporánea es parcialmente cierta,
pues muchos de los historiadores de las ideas desde 1850 en
adelante expresaron precisamente esa inquietud. Tal es el caso
de autores como Blakey (1855), Pollock (1890), Merriam (1900)
y Willoughby (1903). Pollock, por ejemplo, presentaba a la his-
toria de las ideas políticas como la historia de la ciencia de la
política.
Por su parte, algunos de los autores que en su momento
contribuyeron a que el estudio de la teoría política se haya con-
vertido en un historicismo fueron Dunning (1902-1920), McIl-
wain (1932) y Sabine (1937). Para estos historiadores, la tarea
principal de la historia de las ideas es ubicar a los autores ana-
lizados en su contexto histórico y/o particular ambiente social.
Para George Sabine, por ejemplo, la tradición de la teoría polí-
tica no fue solamente un constructo analítico sino también un
fenómeno histórico concreto que más allá de su aparente diver-
sidad mantiene una unidad a través de su historia. Sin embar-
go, para éste y otros autores esto no significaba que la historia
de las ideas no tuviera, como pensaba Easton, ningún interés o
utilidad para pensar problemas políticos contemporáneos o
para la ciencia política. Así, para citar de nuevo a Sabine, este
autor sostenía que si los textos políticos del pasado han sido
elementos intrínsecos del proceso político en su conjunto, en-
tonces contribuyen a nuestro conocimiento del presente. Con
todo, no se puede negar tampoco que este autor en particular
partía de una preconcepción evolutiva positivista de las ideas

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políticas que lo llevaban a justificar ciertas doctrinas políticas y


a condenar a otras.
Después de estas intervenciones y al calor del debate so-
bre el empobrecimiento de la teoría política, surgen varios au-
tores que reivindican la historia de las ideas y sobre todo la
teoría política clásica. Autores como los ya referidos Strauss,
Arendt, Voegelin y Wollin revitalizaron la tradición de la teo-
ría política, a partir de analizar los trabajos clásicos a la luz de
la época moderna. Todos estos autores han contribuido a la
creencia de que el objeto básico en la historia de las ideas po-
líticas es un patrón o canon heredado de pensamiento cuyos
elementos esenciales se pueden discernir de los trabajos clási-
cos de la literatura política desde Platón hasta nuestros días,
y que esta tradición es el contexto intelectual básico para in-
terpretar textos particulares.128 Como señala Gunnell (1979, p.
xi), estos autores, pese a sus muchas diferencias entre sí, coin-
ciden en el uso de la idea de la tradición como un vehículo
para emprender un análisis crítico de la política contemporá-
nea, lo cual ha conducido al “mito de la tradición” o a la im-
posición sobre el marco de los trabajos clásicos de una elabo-
rada historia dramática sobre el auge y el declive de la teoría
política y sobre las implicaciones de estos eventos para la era
moderna.
El problema con esta última perspectiva es que muchos de
los textos así escritos no estaban muy bien informados sobre lo
que otros autores consideraban los motivos históricos, o adole-
cían de un interés por entender el pasado en sí mismo. Es pre-
cisamente como reacción a estas perspectivas ahistóricas que
otros historiadores de las ideas políticas proponen una aproxi-
mación histórica a los pensadores del pasado mediante méto-
dos históricos rigurosos. Así, a partir de los años setenta, co-
menzó una etapa en que se incrementó la reflexión sobre
problemas metodológicos de la interpretación de los textos clá-
sicos que han constituido la materia de este campo. Asimismo,
se desarrollaron importantes temas filosóficos sobre el conoci-
miento y la explicación. Entre otros autores preocupados por
establecer métodos autónomos para estudiar la historia de las

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ideas políticas destacan los nombres de Quentin Skinner, John


G. Pocock y La Capra.
La principal tesis de la mayoría de esta literatura que
anuncia o propone nuevos enfoques es que las investigaciones
pasadas no han sido adecuadamente históricas y han sido inca-
paces, dadas sus deficiencias metodológicas, de entender el
verdadero significado de los textos y de describir y explicar sa-
tisfactoriamente la persistencia y el cambio en las ideas políti-
cas. Asimismo, estos autores sostienen que la investigación en
este campo ha estado dominada por varios tipos de preconcep-
ciones, tanto procedurales como sustantivas, que han distorsio-
nado las interpretaciones de los escritores del pasado y las ex-
plicaciones sobre el desarrollo de las ideas. No deja de ser
paradójico que estos autores planteen la necesidad de mayor
rigor histórico en el estudio de las ideas, siendo que los cientí-
ficos políticos como Easton advertían precisamente un exceso
de historicismo en este campo.
Con respecto a los historiadores del “mito de la tradición”,
la nueva propuesta historicista marca una distinción con rela-
ción a la finalidad de este campo de estudio. Mientras los pri-
meros mantienen una actitud práctica que muestra un interés
por el pasado en relación con el presente, los segundos subra-
yan más una postura contemplativa o desinteresada propia del
historiador. Mientras que la actitud histórica está preocupada
por dar cuenta de manera concreta del pasado, la actitud prác-
tica tiende a enfocar el pasado en términos derivados del pre-
sente, de leer los eventos del pasado y conferirle sentido en re-
lación al presente, para seleccionar lo relevante para la
discusión de problemas contemporáneos, y para justificar o
condenar. Obviamente, como señaló tiempo atrás Oakeshott
(1962), no sólo se trata de una diferencia en términos de la ob-
jetividad o la ausencia de un marco ideológico y de otros tipos
de asunciones regulativas.
El hecho es que a partir de los años setenta predomina más
una actitud histórica que práctica. El debate se ha concentrado
más en definir los contenidos de este campo y los enfoques más
pertinentes para acercarse a los textos que en la utilidad prácti-

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ca de incursionar en el pensamiento pasado. Más aún, se ha


tendido a insertar a este campo de estudio como una subdisci-
plina de la historia de las ideas, diferenciada tan sólo por su ob-
jeto temático particular: las ideas políticas. En ese sentido, se
asumía que la historia de las ideas políticas debía recuperar la
matriz metodológica generada por la historia de las ideas de
otros subsectores: las ideas religiosas, las ideas científicas, las
ideas económicas, etcétera. Obviamente, esto supondría que to-
das las ideas humanas tienen el mismo grado de coherencia, in-
dependientemente de su tipo, lo cual no deja de ser cuestiona-
ble. Este último aspecto nos lleva entonces al problema sobre la
naturaleza de este campo de estudio.

¿Subdisciplina de la historia o de la filosofía?


Esta interrogante es fundamental para caracterizar esta
parcela de conocimiento. En efecto, si la historia de las ideas
políticas es una subdisciplina de la historia, y en particular de
la historia de las ideas, eso significa que comparte con la his-
toria el interés por estudiar la evolución, las causas y las con-
secuencias de un proceso o un fenómeno, en este caso las
ideas humanas sobre la política. De ser así, surgen inmediata-
mente nuevas interrogantes: ¿son realmente las ideas políti-
cas un proceso histórico?, ¿hay o no un sentido de la historia
en el pensamiento político?, ¿pueden estudiarse las ideas po-
líticas de la misma manera como se estudia un fenómeno po-
lítico, una revolución por ejemplo? Adicionalmente, concebir
a la historia de las ideas políticas como una subdisciplina de
la historia, transfiere en la primera muchas de las inconsisten-
cias de la segunda. Baste mencionar, por ejemplo, el problema
aparentemente irresoluble sobre la cientificidad de la histo-
ria.129 En ese sentido, ¿cuando se hace historia de las ideas po-
líticas, se hace ciencia o no?, ¿en qué radica la cientificidad de
la reconstrucción de un pensamiento del pasado?, ¿acaso en
demostrar la veracidad de los documentos en los que están
plasmadas las ideas políticas, o quizá en el manejo adecuado
de la filología o la semántica, como disciplinas auxiliares de la
historiografía?

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Pero los problemas no son menores si nos colocamos en la


otra vertiente. En efecto, si la historia de las ideas políticas es
una subdisciplina de la filosofía, y en particular de la filosofía
política, eso significa que comparte con esta última disciplina
su interés por responder a las grandes interrogantes sobre la
política (v. gr.: la naturaleza de lo político, el problema del po-
der y la mejor forma de gobierno). En ese sentido, la historia de
las ideas políticas no se interesa necesariamente por la evolu-
ción del pensamiento político, sino sobre todo en establecer
cómo se ha argumentado en el pasado para aislar los ejes de
una contribución y/o reforzar una opinión actual. Pero enton-
ces, ¿por qué llamarla historia de las ideas políticas y no sim-
plemente filosofía política? Y en este último caso, ¿basta con
examinar las ideas políticas de un pensador del pasado para
ser un filósofo político o para hacer filosofía política?
Comencemos por la primera vertiente. Como ya vimos, los
autores que sostienen que la historia de las ideas políticas es
una subdisciplina de la historia, son aquellos que reconocen un
sector especializado de estudios historiográficos conocido
como historia de las ideas. Obviamente, este sector es produc-
to de la propia necesidad de cualquier disciplina de especiali-
zarse para aprehender mejor la realidad. De hecho, la evolu-
ción práctica de la historia como disciplina fragmentada en
diversos campos, puso en entredicho la aspiración de com-
prensión holística que mantenían algunas corrientes historio-
gráficas, sobre todo en el siglo XX, como la Escuela francesa de
los Annales.130
Cabe recordar que la Escuela de los Annales proponía su-
perar la concepción dominante de la historia como historia po-
lítica para incluir otros aspectos largamente marginados como
la historia de las mentalidades, la historia económica, la histo-
ria social y la historia cultural. Sin embargo, en el intento se
produjo una suerte de negación de la historia política, lo cual
en lugar de propiciar su renovación produjo un efecto depresi-
vo incluso en relación con la historia de las ideas políticas. Así,
bajo la influencia de la Escuela de los Annales, los historiadores
de las ideas se concentraron a lo sumo en las ideas colectivas,

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de las mentalidades, del imaginario, en detrimento de las ideas


políticas o de las teorías políticas de autores específicos, y guia-
dos sobre todo por una concepción extrínseca de la historia de
las ideas, donde lo importante es el contexto en que surgen és-
tas y en que tratan de incidir.
La principal contribución a la historia de las ideas políticas
como subdisciplina de la historia provino entonces más de la
crítica a los presupuestos de la Escuela de los Annales que de
su recuperación, así como de otras concepciones de la historia.
La principal crítica a la Escuela de los Annales cuestionaba la
pretendida cientificidad que sus partidarios concedían a la his-
toria. Así, por ejemplo, Veyne (1971) escribió que en la historia
no se tienen explicaciones, en el sentido científico, o sea en el
sentido de explicar un fenómeno reportándolo, por medio de
una ley general, a sus causas, sino que se tiene por el contrario
una narración construida sobre una trama y la explicación no
es otra cosa que la comprensión de dicha trama. El rigor del
historiador es de tipo filológico.
En alguna sintonía con esta posición estaban ya varios
años antes los fundadores de la historia de las ideas en su ver-
tiente anglosajona. De hecho, la historia de las ideas tal y como
fue teorizada en los Estados Unidos por Arthur O. Lovejoy
(1936) se aleja en alguna medida de la historiografía para con-
centrarse en el análisis del lenguaje. El interés de autores como
Lovejoy era precisamente elaborar metodologías innovadoras
basadas sobre el análisis del lenguaje. Se trata en suma de una
concepción interna o intrínseca de la historia de las ideas, en
detrimento de los factores extrínsecos o contextuales.131
Una nueva concepción de la historia de las ideas surgirá
varios años después a cargo de autores como Skinner y Pocock.
Para estos autores, el análisis del pensamiento político es prefe-
rentemente análisis del lenguaje pero también de la redefini-
ción del contexto histórico, buscando superar así la oposición
entre historia interna e historia externa, entre ideas y hechos.
Recapitulando estos desarrollos puede decirse que la his-
toria de las ideas políticas entendida como subdisciplina de la
historia de las ideas se ha movido entre dos concepciones

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opuestas: la historia externa y la historia interna de las ideas.


La primera vertiente se originó sobre todo en las tentativas
cientificistas de la historia, como la Escuela de los Annales, y
condujo a investigaciones sobre las mentalidades colectivas en
detrimento del estudio de propuestas o ideas de autores y
obras específicas. La segunda vertiente, por su parte, se debe a
la historia de las ideas de origen anglosajón, que derivó en in-
vestigaciones filológicas sobre determinados textos, pero esta-
bleciendo pocos puentes con el contexto de referencia del autor
en cuestión.
Por otra parte, mientras que la historia externa de las
ideas ponía mayor énfasis en los hechos históricos, la historia
interna destacaba propiamente las ideas. En todo caso, ambas
concepciones, así como las tentativas intermedias de concilia-
ción, coincidían en el carácter más descriptivo que práctico de
su disciplina. Su interés era meramente contemplativo y heu-
rístico más que buscar respuestas a problemas políticos con-
temporáneos. Lo cual nos lleva a la segunda vertiente de defi-
nición: la historia de las ideas como subdisciplina de la
filosofía política.
Quizá el elemento discriminante para ubicar a la historia
de las ideas políticas como una subdisciplina de la filosofía po-
lítica sea el interés que mueve a los estudiosos a incursionar en
las ideas políticas del pasado. Así, si existe un interés prescrip-
tivo, es decir, apoyar una posición filosófico-política del que
examina un pensamiento del pasado, o argumentar sobre la
utilidad de un autor para pensar el presente o condenarlo por
ir en contra de una preconcepción valorativa; o si simplemente
existe un interés por reconstruir el significado de los conceptos
empleados por un autor sin mayor referencia al contexto histó-
rico del mismo, lo más probable es que nos estaremos movien-
do en una concepción de la historia de las ideas como filosofía
política.
Está de más subrayar que esta concepción pondrá más én-
fasis en los textos que en los contextos históricos, en las ideas y
los argumentos que en los hechos, en los valores políticos que
en los acontecimientos.

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Además de los autores del “mito de tradición”, que com-


partieron en su momento este interés propiamente filosófico en
sus estudios del pensamiento político, la mejor fundamenta-
ción de la historia de las ideas como filosofía política se debe al
filósofo italiano Norberto Bobbio.132
En principio de cuentas, este autor no niega validez a la
historiografía de las ideas políticas, aunque toma partido por
una lectura filosófica de los textos clásicos. Más específicamen-
te, Bobbio reconoce tres formas posibles para abordar a un pen-
sador político: el histórico, el ideológico y el filosófico. La his-
toria política se ocuparía del estudio fundamentalmente
histórico ya sea de las instituciones políticas o de las ideas po-
líticas; una lectura ideológica, por su parte, se acerca a los auto-
res en cuestión buscando claves para justificar una práctica, en
este caso política, presente; la filosofía política, por último (a
diferencia de la ciencia política que trabaja con juicios de hecho
y métodos empíricos verificables), se refiere a problemas de la
argumentación y se basa en juicios de valor. En este orden de
ideas, los temas fundamentales, “recurrentes” para decirlo en
palabras de Bobbio, de la filosofía política son: a) la búsqueda
de la óptima República (¿cuál es la mejor forma de gobierno?);
b) la fundamentación del poder político (¿por qué un hombre
obedece a otro?); y c) la distinción de la política de otras ramas
del pensamiento humanístico (¿qué es la política?).
Una segunda consideración importante para estudiar un
pensador político es el método de análisis de la filosofía políti-
ca. Consecuente con lo que ha sido un estilo de reflexión del que
en buena medida es introductor, Bobbio se aproxima a las dis-
tintas teorías políticas mediante un ejercicio textualista-herme-
néutico; esto es, un ejercicio abocado a revestir de significado
los conceptos y las categorías de los autores elegidos, siguiendo
para ello la lógica expositiva de sus escritos fundamentales.
Bobbio comienza por individualizar las interrogantes y por
identificar, dicho de manera simbólica, a sus interlocutores,
aquellos pensadores políticos que avanzaron respuestas inno-
vadoras, francamente originales, en relación con los problemas
canónicos de la filosofía política.

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Para precisar las interrogantes, Bobbio recurre a una clasi-


ficación por demás sugerente, según la cual existirían dentro
del método de la filosofía política por lo menos tres vías para
acceder a cualquier tema: la descriptiva, la prescriptiva y la his-
tórica. Así, por ejemplo, en su célebre estudio La teoria delle for-
me di governo nella storia del pensiero politico (1976), el filósofo
italiano plantea la siguiente matriz de análisis:

a) Existen distintas formas de gobierno que en un primer


momento son descritas por los autores, dando lugar a tipo-
logías carentes de juicios de valor. La pregunta articulado-
ra en este nivel es: ¿cuáles y cuántas formas de gobierno
existen?

b) Reconocidas las formas de gobierno, el escritor político


prescribe (emite un juicio de valor), a partir de criterios par-
ticulares, ¿cuál es la mejor y cuál es la peor forma de go-
bierno?, con lo cual intenta incidir en la realidad; se trata
de una vía axiológica.

c) De acuerdo a la descripción y prescripción previas de las


formas de gobierno, buena parte de los escritores políticos
encuentran una explicación histórica en la sucesión de las
distintas constituciones políticas.

Ahora bien, las referencias de los escritores políticos para


acceder a la interpretación de la óptima República pueden pre-
sentarse de tres maneras: a) idealizando una forma de Repúbli-
ca que haya existido en la historia, b) combinando en una sínte-
sis ideal los diversos elementos positivos de todas las formas
buenas (estado mixto) y c) construyendo una elaboración inte-
lectual pura, abstraída por completo de la realidad histórica.
Con respecto a este método, Michelangelo Bovero, un dis-
cípulo de Bobbio, comenta que uno de los principales filones
de investigación de Bobbio es la recuperación y repensamiento
de las lecciones de los clásicos, sobre todo de aquellos pensado-
res que están en los orígenes de la cultura democrática de la

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cual participamos. Así, a diferencia de la concepción angloame-


ricana de la filosofía política que descansa en una vertiente
prescriptiva, normativa, la filosofía política para Bobbio no re-
nuncia y no puede renunciar a su tarea primera que es la clasi-
ficación y definición de conceptos, entendidos como instru-
mentos de interpretación del mundo, antes que de valoración o
prescripción sobre el mismo. De esta manera, el sentido de es-
tudiar los orígenes clásicos de la filosofía política moderna no
es solamente prescriptivo, sino que antes que nada tiene el sen-
tido de recuperar una concepción del mundo, el carácter cate-
gorial fundamental de un modelo conceptual (o de muchos
modelos conceptuales alternativos que debaten entre sí) que
esté en condiciones de restituirnos la imagen más adecuada,
más realistamente eficaz, de lo que el mundo es. En suma, la fi-
losofía política para Bobbio no es exclusivamente un discurso
normativo, sino también un discurso interpretativo, de recons-
trucción conceptual. Ninguna valoración o ninguna prescrip-
ción tiene una plausibilidad cualquiera, si no está fundada so-
bre un sistema categorial adecuadamente interpretativo; es
decir, en condiciones de interpretar el mundo de manera per-
suasiva (Cansino y Alarcón, 1994).
Sin lugar a dudas, la propuesta de Bobbio para incursionar
en las ideas políticas del pasado tiene un valor intrínseco inne-
gable. El filósofo italiano confiere a este campo una dimensión
filosófica fuerte que da sentido al estudio de los clásicos del
pensamiento político. Sin embargo, y me parece que Bobbio es
consciente de ello, este ejercicio no agota los objetivos de la fi-
losofía política, cuya dimensión ética es igualmente fundamen-
tal, aunque sí obliga al estudioso en la teoría política clásica a
contar con una formación filosófica disciplinar.
Además de Bobbio, existen muchísimos otros autores inte-
resados más en los conceptos políticos que en el carácter histó-
rico de los textos.133 Sin embargo, esto no significa negar valor a
los estudios de las ideas políticas propiamente historiográficos.
De lo dicho hasta aquí podemos concluir que el pensa-
miento político puede ser abordado desde distintas disciplinas,
lo cual marca intereses y métodos diversos. Desde la historio-

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grafía, interesará sobre todo explicar las ideas políticas de un


autor o de una sociedad en su contexto histórico a partir de mé-
todos históricos más o menos rigurosos. Desde la filosofía polí-
tica, interesará sobre todo estudiar los significados y la relevan-
cia de los conceptos políticos mediante el empleo de métodos
filosóficos o argumentativos.
Ambas formas de reflexión son igualmente legítimas y a
su modo contribuyen a entender las ideas políticas del pasado.
Cada una se coloca interrogantes específicas, aunque muchas
veces complementarias. Mientras que los historiadores de las
ideas en su vertiente historiográfica se ponen problemas del
tipo: ¿qué intentaba decir el autor a través de su texto?, ¿qué
nos muestra ese texto de la sociedad en la que el autor vivía?,
¿qué ha significado ese texto para quien lo ha leído entonces o
después, y por qué ha significado precisamente eso y no otra
cosa?, la historia de las ideas políticas como filosofía se pone
problemas del tipo: ¿qué significados daba el autor a los con-
ceptos empleados?, ¿qué respuestas ofrecía a los grandes pro-
blemas de la filosofía política?, ¿qué significan verdaderamen-
te hoy los grandes textos políticos del pasado y qué significan
para nosotros?
Los problemas con estas perspectivas son más bien de or-
den metodológico, pues la mayoría de los historiadores de las
ideas se han movido por lo general en los extremos de falsos
dilemas que en lugar de propiciar un conocimiento integral de
una obra o de un autor, lo parcializan o incluso trivializan. Al-
gunos de estos dilemas son: textualismo o contextualismo (lo
importante es la interpretación de los textos o el contexto en el
que interviene el autor que se está estudiando); objetivismo o
interaccionismo (la reconstrucción de las ideas del pasado su-
pone neutralizar las opiniones del observador o una interac-
ción circular entre el observador y los autores estudiados); y
continuidad o discontinuidad (se debe establecer un criterio
evolutivo de las ideas del pasado o renunciar a ello para no
contaminar a priori la interpretación del autor).134

221
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El alcance político de la lectura de los clásicos

Incursionar en el pensamiento político del pasado de la


mano de filósofos políticos como Schmitt y Arendt nos enseña
a valorar la reconstrucción de las ideas y los conceptos más que
de las biografías y los testimonios; la búsqueda de respuestas a
problemas viejos y actuales más que la acumulación de nom-
bres y fechas; la vinculación, por último, del pensamiento y la
acción. Schmitt fue un gran lector de los clásicos modernos,
como Thomas Hobbes, y Arendt fue una gran lectora de los
pensadores clásicos antiguos y modernos. En sus reconstruc-
ciones de las ideas del pasado, ambos se comprometieron con
la precisión y el rigor, pero entendieron también la naturaleza
esencialmente creativa y política de la lectura de los clásicos.
Ello implica recuperar tanto los aportes sustantivos como los
analíticos de toda conceptualización teórica, pero también las
aproximaciones lógicas y metodológicas. Asimismo, Schmitt y
Arendt nos muestran que el diálogo crítico y sereno, riguroso
pero creativo, con los pensadores del pasado no ha de renun-
ciar en aras de un mal entendido objetivismo a la toma de posi-
ciones, es decir, a la filosofía política.
Suele pensarse que el acercamiento a las ideas políticas del
pasado no representa mayores complicaciones; que basta leer
con atención la obra de un pensador político para captar la ló-
gica de su discurso, sus posiciones intelectuales y/o sus objeti-
vos. Obviamente, como vimos antes, las cosas no son así color
de rosa. Por el contrario, la historia de las ideas políticas está le-
jos de haber alcanzado consensos entre sus cultivadores, a no
ser sobre su objeto de estudio. En ese sentido, filósofos como
Schmitt y Arendt tienen mucho que enseñarnos. En particular,
me interesa observar cómo ambos autores conjugan la pasión
por las ideas del pasado con el rigor filosófico, la vocación por
el conocimiento con la convicción política. Más específicamen-
te, con sus propias incursiones en el pensamiento político del
pasado, nos enseñan que no hay historia de las ideas políticas
inmune por completo a los juicios de valor. En ese sentido, des-
cripción y prescripción son en realidad los extremos vacíos de un

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continuum en el que podemos ubicar a todos los historiadores


de las ideas.
En efecto, así como ninguna historia de las ideas políticas
del pasado tendrá valor si no procede con criterios metodológi-
cos más o menos rigurosos, independientemente de su mayor o
menor interés político prescriptivo, ninguna podrá postular
plenamente la neutralidad valorativa, pues no hay ejercicio in-
telectual, mucho menos en las disciplinas sociales y humanis-
tas, inmune a las mediaciones subjetivas del observador.
Partiendo de estas premisas, en lo que sigue defenderé la
idea de que la trascendencia de una historia de las ideas, es de-
cir, lo que la hace perdurar como un acercamiento útil y perti-
nente a las ideas políticas del pasado, no tiene que ver con la
adopción de un enfoque pretendidamente objetivo-descriptivo
y la subsecuente negación de cualquier interés político por par-
te del historiador de las ideas —ya sea esclarecer problemas
políticos actuales o reforzar una opinión a favor o en contra de
una determinada forma de gobierno o criticar una corriente de
pensamiento, etcétera—, sino con la seriedad y la rigurosidad
con la que se acomete la tarea.
De hecho, debemos a varios historiadores de las ideas no
necesariamente avalorativos algunas de las interpretaciones
más consistentes de importantes pensadores del pasado, a pe-
sar de no haber ocultado sus intereses políticos. Este es el caso
de autores como Strauss, Arendt y Voegelin, pero también de
autores que defendieron ideas políticas contrarias, como
Schmitt.
Como se sabe, Arendt dirigió su mirada al pensamiento
político antiguo y moderno para extraer claves de interpreta-
ción de su circunstancia presente y para incidir políticamente
en ella. En particular, a Arendt le preocupaba argumentar en
favor de la democracia participativa y en contra de cualquier
totalitarismo. Ello la llevó a profundizar en la obra de los filó-
sofos griegos, pero en particular de Aristóteles. Ahí encontró
las claves esenciales para construir su conocida y muy discuti-
da propuesta sobre la condición humana y para demostrar que
cualquier totalitarismo es contradictorio a dicha condición. Por

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otra parte, en los clásicos modernos, pero en particular en re-


plica a Tocqueville y Marx, encontró elementos para explicar
las razones sociales de la violencia y la revolución, pero sobre
todo, para avanzar hacia una teoría de la desobediencia civil
autolimitada y responsable. Por su parte, Schmitt desenterró lo
que de mito genial tiene la figura del Leviatán tan cara a Hob-
bes, para actualizarlo en clave moderna y antiliberal. Esta es
pues la materia de este capítulo, que no pretende más que mo-
tivar la lectura de los clásicos de la mano de Arendt y Schmitt.
De esta reflexión debe quedar claro que las ideas políticas
del pasado no son osamentas que sólo admiten estudios de pa-
leontólogo, sino que corresponde al historiador de las ideas
darles vida en función de sus intereses personales y actuales.
Con todo, ceñirse a ciertas reglas metodológicas es indispensa-
ble para que la interpretación de un autor del pasado pueda ser
aceptada o al menos considerada intelectualmente correcta.

Carl Schmitt lector de Hobbes

Nadie ha ofrecido una lectura más completa y sugerente


del mito moderno del Leviatán que Schmitt. En lo que sigue,
trataré de desentrañar los motivos intelectuales y políticos de
su acercamiento a este tema así como los puntos nodales de
su interpretación de la obra de Hobbes. Para ello contamos
con uno de los libros más polémicos del pensador alemán: El
Leviatán en la doctrina del Estado de Thomas Hobbes (publicado
originalmente en 1938). Cabe señalar que Schmitt fue uno de
los principales ideólogos del nazismo en Alemania, por lo que
sus escritos han debido atravesar la dura prueba del juicio crí-
tico.
Entre Schmitt y Hobbes pueden establecerse tres tipos de
identificaciones que corresponden a otras tantas intenciones
del pensador alemán hacia el filósofo de Malmesbury. Una pri-
mera identificación es la que podría denominar, no sin alguna
imprecisión, “existencial”. Me refiero a la analogía que el pro-
pio Schmitt (1987, p. 61) expresó en múltiples ocasiones con

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respecto a la vida del creador del Leviatán. Schmitt comparte


con Hobbes la intención de salvar el orden jurídico-político
sustrayéndolo de un poder que no está más en grado de fundar
un orden (la potestas spiritualis para Hobbes y el Estado de de-
recho para Schmitt) sin que tal transferencia se resuelva en una
profanación “sin residuos”. La analogía entre las vidas de
Schmitt y Hobbes es, en suma, la de dos pensadores incom-
prendidos en su tiempo, pues sus respectivos proyectos políti-
co-intelectuales, aunque influyentes, fueron desvirtuados o
fuertemente cuestionados.135
Una segunda identificación, acaso la más comentada por
los críticos de Schmitt, y que está en estrecha relación con la an-
terior, es propiamente “política”. Schmitt encuentra en el Levia-
tán de Hobbes un mensaje descifrable para la intervención po-
lítica durante las circunstancias de la República de Weimar y
del III Reich.136 La suya es entonces una lectura en clave políti-
ca en la que se fundamenta el “Estado total”; la posibilidad de
unidad política en una Alemania weimariana debilitada por la
ineficiencia parlamentaria,137 por la “policracia”, como el pro-
pio Schmitt la denominaba.138 La identificación política entre
Schmitt y Hobbes se vincula a la vivencial por cuanto la defen-
sa razonada del autoritarismo fue en ambos fuertemente cues-
tionada por sus críticos a partir de la asociación Hobbes-abso-
lutismo/Schmitt-nazismo.139
La tercera y última intencionalidad en la lectura schmittia-
na del Leviatán —con frecuencia soslayada por los estudiosos
de Schmitt, pues se presupone como fundamental la intencio-
nalidad político-ideológica— es la propiamente científico-ana-
lítica. En efecto, cuando Schmitt se confronta con Hobbes, el
primer teórico político en pensar con superior pureza el “tipo”
de Estado moderno, el pensador alemán descarga sobre su ob-
jeto de estudio la cuestión que será fundamental en el curso de
su actividad científica: la posibilidad de una política construi-
da con los presupuestos de la teoría “moderna”, pero consigna-
da sobre nuevas coherencias con respecto sobre todo al tema de
la “neutralización” y de la “unidad política” y al significado de
la así llamada “secularización”. Todas categorías fundamenta-

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les en el sistema schmittiano, previas incluso a la noción de Es-


tado total.140
Sin pretender relativizar la significación de la intenciona-
lidad biográfico-política advertida por numerosos estudiosos
de la obra de Schmitt, considero que el leitmotiv de la lectura
schmittiana del Leviatán es fundamentalmente científica.141 El
problema de fondo sostenido por el largo trabajo schmittiano
sobre la doctrina del Estado de Hobbes tiene que ver con la
búsqueda de respuestas y explicaciones acerca de las posibili-
dades y los fines de un sistema unitario de agregación política.
Es un interés científico-analítico, más que político, el que lleva
a Schmitt al Leviatán de Hobbes, lo cual se conjuga, se podría
añadir, con un cierto tono celebrativo y apasionado que le es
característico.
Fundamentar una afirmación en tal sentido supone ciertas
interrogantes. A saber, ¿cómo interpreta Carl Schmitt el mito
del Leviatán? ¿En qué consiste su modelo teórico con el que
pretende explicar el Estado absoluto? ¿Qué tan objetiva y per-
tinente es la interpretación schmittiana de Hobbes? Para res-
ponder a estas interrogantes intentaré sistematizar a continua-
ción la interpretación schmittiana de la doctrina del Estado de
Hobbes.
Hobbes fue para Schmitt una referencia permanente. Sale
a relucir en prácticamente todas sus obras, cuestión que de en-
trada nos coloca una limitante seria en nuestro esfuerzo siste-
matizador. Para efectos de esta exposición y reconociendo lo
anterior, me apoyaré en dos textos que juzgo fundamentales: El
Leviatán en la doctrina del Estado de Thomas Hobbes y en algunos
pasajes clave de El concepto de lo político (1984), sobre todo los
que tienen que ver con la “teología política” y el célebre “cris-
tal de Hobbes”, de acuerdo a la terminología del propio
Schmitt.
El “Pequeño libro” —como el propio Schmitt lo definía—,
El Leviatán en la doctrina del Estado de Thomas Hobbes, no sólo
constituye una de las interpretaciones más inteligentes y acu-
ciosas del Leviatán, sino que presenta también una excelente ca-
racterización de la génesis y evolución del Estado moderno. El

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acercamiento de Schmitt al viejo y misterioso mito del Leviatán


le permite ofrecer un balance completo de la formación del Es-
tado moderno y de sus motivos.142
El objetivo de Schmitt es desentrañar el significado del
símbolo del Leviatán en la doctrina política de Hobbes a través
de una exhaustiva investigación de la simbología judeo-cristia-
na que subyace en su obra. Es así que Schmitt sugiere que el Le-
viatán es en primer lugar “Dios mortal”, afirmación preñada de
un valor polémico para quien defiende al Estado contra las pre-
tensiones, apelando a Dios, del Papa, los presbiterianos y los
puritanos. En segundo lugar, el Estado es “persona” representa-
tiva, condición que surge a través de una construcción artificial
de naturaleza contractual. Por último, como consecuencia de su
artificialidad y su devenir producto de la inteligencia y laborio-
sidad humanas, el Estado se significa como “máquina”, sustitu-
yéndose así su identificación como persona. En este último pun-
to, el Estado se reconoce como el primer producto artificial de la
Edad Moderna, la así llamada “edad de la técnica”.
De acuerdo con Schmitt, por esta vía se inicia el proceso de
tecnificación del Estado, mismo que lo independizará de todo
contenido político y toda convención religiosa; es decir, se
transforma en un Estado neutral, en un mecanismo de direc-
ción. Esto es precisamente el Estado moderno, el Estado del po-
sitivismo jurídico. El Leviatán se realiza con el Estado absolu-
tista, pero sucumbe en su connotación “Dios mortal” con el
Estado de derecho, con el fortalecimiento paulatino de la dis-
tinción entre fe privada y confesión pública, presupuesto histó-
rico del Estado liberal.
Schmitt (1986) explica el proceso referido en los siguientes
términos: el Leviatán es precursor del Estado legal al tiempo
que encuentra aquí los motivos de su decadencia, pues todos
los poderes indirectos dejados fuera del Estado comenzarán a
organizarse en el Estado mismo en forma de partidos, propi-
ciando su disgregación. Es así que el Estado leviatánico se di-
suelve o, como lo advierte Schmitt, la obra de Hobbes se obscu-
rece y su símbolo cae estrepitosamente en sus posibilidades de
imponerse.

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Hasta aquí la argumentación central de Schmitt sobre el


mito del Leviatán. Detengámonos ahora en algunas de sus im-
plicaciones e intenciones con el fin de fundamentar nuestra
afirmación inicial, aquélla que sostiene que el interés de
Schmitt en el mito del Leviatán reside en valorar la pertinencia
epistemológica de la teoría política moderna con el fin de escla-
recer problemas centrales, tales como el de la agregación políti-
ca y el de la neutralización.
La lectura schmittiana de Hobbes está cargada de un tono
polémico y confrontativo. El problema en discusión tiene que
ver con las características específicas de la racionalidad políti-
co/práctica. Para Schmitt, un proceso de unidad política que
pretenda ser total precisa tanto de una racionalidad como de la
evocación mítica; es decir, requiere una neutralización como
acto político consciente y puntual y no meramente pasivo y
procesal, como el que deriva de la técnica.
No basta con inventar al Estado mediante una empresa ra-
cionalista, critica Schmitt a Hobbes, sino que hay que evocar
una intención mítica. Para Schmitt (1986, pp. 72-82), Hobbes se
acercó a una solución con su propuesta del Leviatán, pero pre-
valeció más como ente de Razón que como dimensión mítica.
La dimensión mítica, para Schmitt, es trascendente respecto a la
dimensión racional, no es fundacional, es una conciencia, un
encuentro del pueblo con su destino, con la experiencia históri-
ca de lo político a través del artificio. Es mito-fuerza, mito polí-
tico, momento central de la unidad política.
En este orden de ideas, Schmitt advierte que el reto que el
Leviatán debe afrontar es la creación de una paz histórica y
concreta en un ambiente que amenaza continuamente el orden.
Se trata de una amenaza que proviene de la existencia de diver-
sas voluntades políticas concretas en lucha recíproca, y donde
el operar de las fuerzas históricas contrapuestas se realiza a tra-
vés de la producción o la destrucción del sentido, a través de
las ideas-fuerza.
En consecuencia, la modernidad consiste para Schmitt en
el fin de los vínculos tradicionales, tanto a nivel de distribución
del poder como de legitimación divina del mismo. Ello signifi-

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ca que en el espacio político es necesario crear y llenar un hue-


co: la autoridad. A la ingobernabilidad de los poderes (la gue-
rra civil de religiones) y de las pasiones (el estado de naturale-
za) no se puede oponer más que una “tabla rasa”, una radical
negación sobre la cual afirmar la construcción “estable”, como
construcción al mismo tiempo racional y decisiva (el Estado).
Este sistema, en el cual la razón no está sin la decisión de la vo-
luntad, muestra el máximo de potencia concebible, y tendrá en-
tonces las características de la irresistibilidad sobre todos los
puntos de vista, pero será instrumental, incapaz de verdad au-
téntica propiamente en cuanto creador de verdad a través de su
poder (autoritarismo=suma potestas). Su aporte legitimador
será la protección, su representación será por una parte fortísi-
ma (es una representación creadora de “unidad”), pero por
otra parte será nula (porque la persona en el Estado moderno
tiende a desaparecer).
En síntesis, el Estado moderno, piensa Schmitt, deberá te-
ner requisitos tecnológicos sin ser verdaderamente Dios y sin
poder mostrar un origen divino; revestirá el aspecto de una
persona sólo en cuanto ficción funcional; usará para fines con-
cretos la potencia de la técnica moderna, por lo que será una
máquina. El resultado será monstruoso.
En conclusión, Schmitt ofrece importantes aportaciones
desde y para —conviene reiterarlo— un análisis científico de lo
político: a) Schmitt nos ofrece una pertinente reconstrucción de
una línea de continuidad entre el absolutismo hobbesiano, el
sistema representativo y el Estado de derecho; b) pone en evi-
dencia el nexo moderno entre poder, libertad e igualdad políti-
ca (y descubre que el sujeto existe sólo —y contradictoriamen-
te— en el Estado); c) en estrecha relación con lo que en su
tiempo fue una preocupación de Max Weber, Schmitt desarro-
lla el tema de las formas de poder legítimo y de la inexorable
tendencia del Estado a perder real capacidad política (la sobe-
ranía coexiste con la técnica y desaparece el sujeto, la decisión
tiende a desaparecer y se mueve hacia la dimensión de la má-
quina); y d) Schmitt intuye la historicidad del Estado y la dife-
rencia radical entre lógica del poder y lógica del derecho.

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Ciertamente, una lectura distinta probablemente nos colo-


caría en otro plano, en el de las convicciones político-ideológi-
cas de Schmitt que encuentran en Hobbes una justificación idó-
nea. Baste recordar la conocida interpretación de Franz
Newmann (1944) en este sentido: el recurso a Hobbes permite
a Schmitt justificar el Estado totalitario; Schmitt deduce de
Hobbes su decisionismo con el que invoca la acción, en lugar
de la deliberación, la decisión en contra de la reflexión; la doc-
trina amigo-enemigo es una doctrina del autoritarismo, de la
fuerza bruta más agresiva; bajo el primado hobbesiano del va-
lor orden, Schmitt confiere al Führer la irresistibilidad de su
potestad, el derecho a la vida y la muerte.
Con todo, sin restar validez a éstos y otros juicios, conside-
ro que el problema de fondo en el acercamiento a Hobbes está
en otro plano, en el que aquí he denominado “intencionalidad
científica”.143

Hannah Arendt lectora de los clásicos antiguos

Hace tres décadas falleció Hannah Arendt, la filósofa polí-


tica más importante de todos los tiempos. A lo largo de su obra,
parecía moverse entre una disyuntiva que en buena medida
perfila en confrontación con su maestro Heidegger: asumir el
punto de vista del hombre concreto o el de la totalidad, que es
siempre el punto de vista personal de quien habla, pero consi-
derado como absoluto. Frente a este dilema, Arendt optó por la
existencia concreta, no por una existencia reducida a objeto, in-
cluida como mero predicado de todo, manifestación de una ley
en la contingencia. En todo momento, rechazó que el hombre
debe desaparecer para hacer lugar al Hombre, al género huma-
no. En ese sentido, la existencia excede siempre a la esencia, y
el hombre existe sólo como pluralidad y en la pluralidad. Con-
vive. Por ello también, sólo en la política, en el poder compar-
tido, en el compromiso, su existencia se vuelve auténtica.
Arendt fue consecuente en todo momento con esta posi-
ción. El suyo fue un existencialismo analítico que partía de re-

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conocer a la existencia individual como lo específicamente hu-


mano, como la existencia auténtica, cuyos componentes esen-
ciales, la diferencia y la libertad, sólo se realizan en el espacio
público.
La actualidad de Arendt radica precisamente en su exis-
tencialismo analítico. A partir de él, edificó un pensamiento
original sobre la política que en su momento fue intencional-
mente incomprendido, rechazado por radical o especulativo,
tildado de idealista o tendencioso. Sin embargo, por vía de los
hechos, Arendt no puede ser ya ignorada. Hurgar en su obra
constituye no sólo un ejercicio intelectual estimulante sino que
también nos ofrece elementos nada desdeñables para pensar la
modernidad. En particular, frente a las ortodoxias de todo tipo
—liberales o marxistas—, frente al conformismo filosófico, el
pensamiento de Arendt nos permite repensar la política, llenar-
la de nuevos contenidos, refundarla desde la existencia indivi-
dual, desde la diferencia y la convivencia.
Hay entonces buenas razones para ilustrar con Arendt una
lectura de los clásicos profundamente actual. En particular, es
sumamente interesante su concepto aristotélico de la política,
pues sus posiciones al respecto resultan de gran actualidad
frente a la sustracción de política de la que han sido objeto los
ciudadanos en las democracias realmente existentes.
El problema que Arendt se colocó en todo momento puede
resumirse en los siguientes términos: frente a la tendencia de
las democracias liberales occidentales a reducir el discurso pú-
blico a pura mediación de intereses igualmente particularistas,
frente a la precariedad de una integración social y étnica cada
vez más débil, y frente a la tendencia de los sistemas políticos
democráticos a legitimarse en los términos, siempre aleatorios,
de la prosperidad económica, ¿puede realmente la integración
de las sociedades complejas fundarse sobre los principios de-
mocráticos tal y como los conocemos? ¿Qué debe entenderse en
este contexto por una política democrática?
Para Arendt, la verdadera política no puede ser más que
democrática, pues es una condición de la existencia y el actuar
del hombre. Actuar es sinónimo de libertad, y por ello de exis-

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tencia. Pero este milagro acontece sólo en el espacio público y


simétrico, en el ser-con-los-otros, cuando cada quien asume la
pluralidad como una necesidad propia e irrenunciable: “El in-
dividuo, en su aislamiento, nunca es libre; lo puede ser sola-
mente si pisa el terreno de la polis y la actúa” porque sólo en la
polis se conquista.
El pensamiento de Arendt se despliega en innumerables
trabajos. En La condición humana (1958) analiza el “Trabajo”, la
“Obra” y la “Acción”. Esta obra fue concebida como un prole-
gómeno a sus obras La vida del espíritu (1971) y ¿Qué es la políti-
ca? (1993). Para 1951 ya había publicado su celebre Los orígenes
del totalitarismo. Además de analizar los elementos del odio a
los judíos y de la expansión alemana, se encuentra en este libro
un análisis de las masas modernas caracterizadas por la ausen-
cia de identidad, raíces e intereses comunes. Asimismo, recha-
za la asimilación de las ideologías totalitarias como una nueva
religión, plantea las consecuencias de la abolición entre lo priva-
do y lo público, afirma el carácter inédito del totalitarismo en re-
lación a la tiranía, se interroga sobre la pérdida de sentido co-
mún —sentido político por excelencia—, sobre este mal que ella
nombra tanto absoluto como radical, sobre la desproporción en-
tre crimen y castigo y sobre la imposibilidad del perdón.
En ¿Qué es la política? encontramos una primera afirma-
ción: “La política se basa sobre un hecho: la pluralidad huma-
na”. La condición humana se afirma por la equivalencia del vivir,
es decir, del hecho de ocupar un lugar en el mundo que es
siempre más viejo que nosotros y que nos sobrevivirá, y del in-
ter homines esse, la pluralidad apareciendo específicamente
como “la condición per quam de toda vida política”. “La plura-
lidad es la ley de la tierra”, retomará en eco La vida del espíritu.
Vivir es entonces para el hombre estar en medio de sus seme-
jantes, en el seno de una polis e inter homines desinere, dejar de
estar entre los hombres es sinónimo de muerte. El lugar de na-
cimiento de la política es el espacio entre los hombres. La condi-
ción humana, por su parte, describe la acción como la única acti-
vidad correspondiente a la condición humana de la pluralidad,
es decir, “el hecho de que son los hombres y no el hombre quie-

232
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nes viven sobre la tierra y habitan el mundo”, la única activi-


dad que pone directamente en relación a los hombres. La polí-
tica es entonces esencialmente acción, puesta en “relación”, y
Arendt se remite a Hobbes; es decir que el objeto de la política
es el mundo y no el hombre. En La condición humana, Arendt
opone el mundo, la tierra y la naturaleza: para que haya mun-
do, es necesario que existan no solamente las “producciones
humanas”, los “objetos fabricados por la mano del hombre”,
sino que es igualmente necesario que existan las “relaciones
entre los habitantes de este mundo hecho por el hombre”, las
cuales no podrían reducirse a las relaciones estrechas del traba-
jo. La misma vida del ermitaño en el desierto no podría conce-
birse sin la existencia de un mundo atestiguando la presencia
de otros humanos.
“¿Qué hacer ahora?”. La respuesta es: fundar un mundo
donde seamos libres de crear y pensar. “Un mundo nuevo tie-
ne necesidad de una política nueva”, ya decía Tocqueville y a
Arendt le gustaba citarlo.

Hannah Arendt lectora de los clásicos modernos

“Una nueva política para un nuevo mundo”. Cuanta in-


fluencia tuvieron estas palabras de Tocqueville en Arendt. Y en
esta convicción era inevitable incursionar en las dos grandes
parteras de la modernidad: la revolución francesa y la revolu-
ción americana. Y que mejor guía para hacerlo que las enseñan-
zas de Tocqueville y Marx. Del primero obtendrá la convicción
de que “La libertad sólo podía existir en lo público; era una re-
alidad tangible y secular, algo que había sido creado por los
hombres para su propio goce, no un don o una capacidad, era
el espacio público construido por el hombre o la plaza pública
que la antigüedad ya había conocido como el lugar donde la li-
bertad aparece y se hace visible a todos.” Del segundo, por su
parte, Hannah Arendt retoma como desafío teórico las contra-
dicciones de su pensamiento, por cuanto partícipes de una tra-
dición de pensamiento que no ha muerto, que incluso puede

233
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rastrearse desde Platón hasta la actualidad, pasando por Kant


y Hegel. Se trata de contradicciones que pueden conducir a la
afirmación del totalitarismo o de la violencia en nombre de una
sociedad sin clases o bien a la emancipación y a la “salvación”
del género humano.
Las obras en las que Arendt se aproxima a Tocqueville y
Marx son muy diversas. De hecho, estos autores salen a relucir
en muchísimos de sus trabajos, a veces en una nota o a veces
como pretexto para avanzar un capítulo o un ensayo. Con todo,
Arendt dialogó primordialmente con Tocqueville y con Marx
en su libro Sobre la revolución y, en menor medida, en Sobre la
violencia y Los orígenes del totalitarismo. Además, con respecto a
la lectura arendtiana de Marx, acaban de divulgarse dos textos
inéditos de Arendt dedicados íntegramente a la contribución
del pensador alemán: “Karl Marx y la tradición del pensamien-
to político” y “Karl Marx y la tradición del pensamiento políti-
co occidental” y que próximamente serán publicados en un vo-
lumen de obras escogidas por una editorial de Nueva York.
Vamos pues a los textos. Tocqueville respira en cada pági-
na que Arendt dedica a las revoluciones francesa y americana
en su conocida obra Sobre la revolución. A riesgo de ser esque-
mático, presento a continuación la línea argumental de esta
obra histórica pero también absolutamente política, pues hay
en ella la convicción de afirmar una nueva política, en definiti-
va, una nueva voluntad política profundamente radicada en
los individuos, en el reconocimiento recíproco y en el diálogo.
Según Arendt: “La cuestión social comenzó a desempeñar
un papel revolucionario solamente cuando en la edad moderna
y no antes, los hombres comenzaron a dudar que fuese inevita-
ble y eterna la distinción entre unos pocos, que, como resulta-
do de las circunstancias, la fuerza o el fraude, habían logrado
liberarse de las cadenas de la pobreza, y la multitud, laboriosa
y pobre”. Esto significo que “para los genuinos revolucionarios
la tarea más importante (fue) alterar la textura social que cam-
biar la estructura política”.
La ecuación que conjugó en una la necesidad histórica de
las masas de liberación (léase pan o trigo) y libertad (su funda-

234
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ción y acceso para todos) dio paso, de esta manera, al fenóme-


no revolucionario en toda su complejidad, riqueza y magnitud.
De ahí su fuerza incontenible y su exigencia de refundación del
nexo social. En este sentido, Arendt señala que, con la Revolu-
ción Francesa, irrumpió en la historia con plena carta de ciuda-
danía: “La insurrección del populacho de la gran ciudad unido
inextricablemente al levantamiento del pueblo en nombre de la
libertad, irresistibles ambos por la fuerzas de su número...” Lo
que desde entonces ha mostrado ser irrevocable y que los agen-
tes y espectadores de la revolución reconocieron de inmediato
como tal, fue que: “...la esfera de lo público —reservada desde
tiempo inmemorial a quienes eran libres, es decir, libres de to-
das las zozobras que impone la necesidad— debía dejar espa-
cio y luz para esa inmensa mayoría que no es libre debido a que
está sujeta a las necesidades cotidianas... se había levantado sú-
bitamente una fuerza mucho más poderosa, capaz de constre-
ñir a su capricho a los hombres y frente a la cual no había repo-
so, ni rebelión, ni escape. La fuerza de la historia y la necesidad
histórica”.
En suma, el aspecto realmente constitutivo de una revolu-
ción radica, como ya dijimos, en “la constitución de una esfera
secular con su propia dignidad” donde tenga cabida, al menos
en teoría, la admisión y participación para todos los miembros
de la sociedad en los asuntos públicos. Ello, naturalmente, no
puede lograrse sin la formación de “un gobierno independien-
te y la fundación de un cuerpo político nuevo”.
Por eso, Arendt asegura que: “Solo podemos hablar de re-
volución cuando está presente este pathos de la novedad y
cuando la revolución aparece asociada a la idea de la libertad.”
Ni la violencia ni el cambio pueden servir para describir el fe-
nómeno de la revolución: “...sólo cuando el cambio se produce
en el sentido de un nuevo origen, cuando la violencia es utili-
zada para constituir una forma completamente diferente de go-
bierno, para dar lugar a la formación de un cuerpo político
nuevo, cuando la liberación de la opresión conduce, al menos,
a la constitución de la libertad, sólo entonces podemos hablar
de revolución”.

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Toda revolución triunfante se enfrenta de inmediato al


agudo problema de fundar un cuerpo político permanente, du-
radero y perdurable. Dicha tarea fundacional exige, en conse-
cuencia, la creación de una nueva legalidad y la imposición le-
gitima de una nueva autoridad. Alcanzar tales objetivos no
constituye, por supuesto, una tarea sencilla. Por el contrario, el
verdadero éxito de una revolución se mide, justamente, en esta
etapa constructiva, la cual, como ya señalé, se encuentra plaga-
da de trampas (de nuevo el mal manejo del recurso de la vio-
lencia, por ejemplo) y serios obstáculos que pueden dar al tras-
te con las mejores intenciones de los mejores hombres de la
revolución.
Las lecciones arrojadas en este sentido por las Revolucio-
nes americana y francesa son verdaderamente proverbiales. En
efecto, la dificultad que la gravedad de la “cuestión social”
añade a la tarea de la revolución consiste en desviarla precisa-
mente de su objetivo primordial. Se trata de un cambio de rum-
bo y de prioridades que con frecuencia puede volverse desvir-
tuación o degeneración. Como nos muestra Arendt en una
análisis comparativo: “La Revolución francesa se apartó, casi
desde su origen, del rumbo de la fundación a causa de la proxi-
midad del padecimiento; estuvo determinada por las exigen-
cias de la liberación de la necesidad, no de la tiranía, y fue im-
pulsada por la inmensidad sin límite de la miseria del pueblo y
de la piedad que inspiraba esta miseria.” Más adelante añade:
“Cuando la Revolución abandonó la fundación de la libertad
para dedicarse a la liberación del hombre del sufrimiento, de-
rribó las barreras de la resistencia y liberó, por así decirlo, las
fuerzas devastadoras de la desgracia y la miseria”.
En cambio, el punto de partida de los padres fundadores
de la nación americana fue totalmente opuesto y sus intereses
y retos tenían otra dimensión: “Más que pobreza lo que no
existía en la escena americana era la miseria y la indigencia; ...
(los padres de la revolución) no se vieron constreñidos por la
indigencia, de tal modo que la revolución no fue arrollada por
ellos.” El problema que planteaban no era social, sino político,
y se refería a la forma de gobierno, no a la ordenación de la so-

236
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ciedad. El legado de la Revolución americana a la historia y la


práctica política de la humanidad consiste en el éxito obtenido
en conseguir “la constitución de la libertad y... la fundación de
la república”. Se trata de una rica herencia que da al fenómeno
revolucionario su grandeza y eficacia propia. Es decir, en esta
dimensión es donde se despliega toda la fuerza creativa de las
revoluciones, pues realiza el ejercicio pleno de la libertad polí-
tica en el mismo seno del espacio público.
En efecto, con la Revolución americana esta concepción de
libertad sufre un proceso de ampliación. Nos encontramos, de
hecho, frente a una refundación teórica y práctica del concepto
de libertad. En el plano teórico, a partir de los filósofos de la
Ilustración, la libertad deja de ser entendida como simple vo-
luntad libre o pensamiento libre. Más bien, la libertad pasa a
ser entendida como libertad pública. Ésta, justamente, consisti-
rá, en el plano práctico, en una participación en los asuntos pú-
blicos. Esto es, en el ejercicio del derecho que tiene el ciudada-
no a participar del poder público. El ejercicio de esta libertad,
por lo demás, fue experimentado como una cuestión que iba
más allá del simple patriotismo o civismo. Ella involucraba o
confería, en realidad, un “sentimiento de felicidad inaccesible
por cualquier otro medio” a quien la ejercía.
Con el tiempo, este ejercicio de la libertad se transformó
de búsqueda de felicidad pública en disfrute del bienestar pri-
vado. Quizá la razón fundamental para que ello fuera posible
estribó en que la constitución de un cuerpo político nuevo
adoptó, en principio, la defensa de dicha libertad. Pero, en rea-
lidad, el problema del ejercicio de la libertad a donde nos lleva
es a la necesidad de delimitar y distinguir con claridad dos es-
feras: la de lo público y la de lo privado, o, dicho con más pre-
cisión, la distinción entre los intereses privados y el bien co-
mún.
Hasta aquí la lectura de Arendt sobre la revolución. Sin
duda, su recurso a Tocqueville en este ejercicio creativo hace de
su interpretación una de las más actuales y sugerentes de la po-
lítica moderna. Tocqueville es quizá el más importante clásico
moderno. Nadie lo entendió mejor que Arendt.

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Con respecto a la lectura que Arendt hace de otro gran


pensador de la modernidad como lo es Marx, permítaseme un
breve nota que desprendo de los dos textos inéditos ya comen-
tados que la autora dedicó íntegramente al filósofo alemán. El
valor de estos textos reside en mi opinión en que ofrecen una
lectura serena y ecuánime de un pensador en cuyo nombre se
han desatado tempestades. Nada más oportuno en un tiempo
en que la caída del socialismo real también arrasó con las bar-
bas de Marx, un pensador muchas veces denostado u endiosa-
do, pero como quiera que sea imprescindible.
En particular, Arendt se propuso en estos textos de los
años cincuenta encontrar las razones de la novedad de algunos
temas de Marx así como mostrar el fuerte vínculo que lo une a
la tradición de la filosofía occidental. Según Arendt, la origina-
lidad del filósofo alemán no radica ni en el aspecto económico
de su obra ni es su supuesto descubrimiento de la lucha de cla-
ses, menos aún en la prefiguración de una sociedad sin clases y
sin Estado. En todos estos temas, Marx tuvo antiguos e ilustres
predecesores. Su auténtica novedad reside en aquellas tres afir-
maciones que, a juicio de Arendt, equivalen a verdaderos des-
afíos en relación con algunos dogmas de la filosofía occidental:
“El trabajo es el creador del hombre”, “La violencia es la parte-
ra de la historia”, “los filósofos se han limitado a interpretar el
mundo y de lo que se trata es de transformarlo”. Para la tradi-
ción, en efecto, el hombre no sólo está determinado por Dios o
por la razón, sino que el trabajo siempre ha ocupado el rango
más bajo de las actividades humanas. Y el pensamiento políti-
co siempre ha considerado como lo más bajo o como el rasgo
distintivo de la tiranía a la violencia que para Marx constituye
la esencia de la política, la “verdad” de los asuntos históricos.
Aún más inaudito es que la filosofía deba hacerse acción, que la
teoría y la praxis —que a partir de Platón han tomado caminos
distintos— se vuelvan uno.
Sin embargo, y este es el mérito de la lectura de Arendt, si
bien estas afirmaciones dan voz a los radicales cambios que el
mundo moderno estaba atravesando en ese momento en el que
Arendt escribe, Marx no alcanza a articular completamente es-

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tas afirmaciones, pues está atrapado en la tradición. De ahí las


muchas contradicciones no resueltas en el pensamiento mar-
xiano: considerar necesaria la violencia para abolir a la propia
violencia; ver en la emancipación de los oprimidos el fin de la
historia; y, más grave aún, promover el trabajo como la esencia
del hombre y radicar en el mismo el “reino de la libertad”.
Hay pues muchos motivos para revisar cuidadosamente
estas páginas que Arendt dedica a Marx. Pero sobre todo pode-
mos extraer una lección inmediata. Con frecuencia, captar una
propuesta original supone desandar el camino que atropella-
damente construyeron sus exegetas, críticos y apologetas.
Nada más contundente que en el caso de Marx.

A manera de conclusión

Para concluir, resumo en cuatro puntos las enseñanzas que


en mi opinión se pueden extraer de la lectura arendtiana y
schmittiana de los clásicos.

1. Arendt y Schmidt nos muestran que la historia de las ideas


no puede concebirse tan sólo como una reconstrucción
cuidadosa del contexto histórico ambiental, cultural y so-
cial en el que se coloca y forma un autor, de su biografía
humana e intelectual, sino también como la exposición e
interpretación filológica y conceptual, serena y rigurosa,
de su pensamiento y obra.

2. Mientras que el principal desafío para los filósofos que se


ocupan de los conceptos de pensadores políticos del pasa-
do es no permanecer en un nivel demasiado abstracto por
carecer de anclajes históricos, el desafío de los historiado-
res de las ideas políticas es no perder de vista que su obje-
to de estudio son precisamente las ideas y no los hechos,
los acontecimientos o las personas. En ese sentido, la his-
toria de las ideas políticas no puede más que ser historia
de las reflexiones del pasado sobre el poder, el Estado, la

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sociedad, etcétera, y sobre los ideales y los propios valores


que mueven a la acción política.

3. No hay historia de las ideas políticas inmune por comple-


to a los juicios de valor del autor. En ese sentido, descrip-
ción y prescripción son en realidad los extremos vacíos de
un continuum en el que podemos ubicar a los historiadores
de las ideas. Así como ninguna historia de las ideas políti-
cas del pasado tendrá valor si no procede con criterios me-
todológicos más o menos rigurosos, independientemente
de su mayor o menor interés político prescriptivo, ningu-
na podrá postular plenamente la neutralidad valorativa,
pues no hay ejercicio intelectual, mucho menos en las dis-
ciplinas sociales y humanistas, inmune a las mediaciones
subjetivas del observador.

4. Adoptar un criterio evolutivo para analizar el pensamien-


to político es una opción válida para el historiador de las
ideas a condición de que no pierda de vista que cualquier
criterio que se emplee sólo puede hacerse con fines expo-
sitivos o didácticos. Atribuirle otro sentido conduce a dis-
torsiones o malinterpretaciones, pues si bien la historia no
es una búsqueda irracional tampoco es una camisa de
fuerza.

Notas

122
En el contexto de este capítulo, salvo cuando se indique lo contrario,
usaré el término “ideas políticas” como sinónimo de “doctrinas políticas” o
“teorías políticas”. Obviamente, eso no significa que ignore las muchas con-
notaciones posibles de todos estos términos. Simplemente, pretendo ganar
en claridad.
123
Véase la presentación al número dedicado a “Volver a los clásicos”
de la revista Metapolítica, México, vol. 4, enero-marzo 2000.

240
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124
Esta primera definición no niega validez a las ideas políticas no oc-
cidentales. De hecho, también civilizaciones milenarias de Oriente, como Ja-
pón, China, India, etcétera, desarrollaron tradiciones cognoscitivas de aspec-
tos prominentes e innegablemente importantes de la política. Sin embargo,
la referencia a la teoría política occidental es casi siempre inevitable puesto
que cualquiera que reflexione seriamente, y a cualquier nivel, sobre el que-
hacer político en el mundo en que vivimos, no puede ignorar en ningún mo-
mento el aparato legal, coercitivo y administrativo del Estado moderno, las
ambigüedades ideológicas y prácticas del moderno partido político, o las re-
calcitrantes dinámicas del sistema de comercio internacional. Realidades to-
das analizadas con rigor y profundidad por primera vez en Occidente. Sobre
este tema véase Dunn (1992, pp. 16-21; 1975).
125
Mayores elementos sobre esta controversia pueden encontrase en
Gunnell (1979, pp. 3-31), Germino (1967, pp. 2-17) y Berlin (1962).
126
Algunos científicos de la política de la época estuvieron más procli-
ves que Easton a ver un lado positivo a la historia de las ideas políticas para
la ciencia política, considerando que la primera puede proporcionar impor-
tantes hipótesis para explicar el comportamiento político. Véase, por ejem-
plo, Hacker (1954), Glaser (1955), Eckstein (1956) y Weldon (1953).
127
Para mayores elementos sobre este tema véase Gunnell (1975, cap. 7;
1987) y Cansino (1995).
128
Obviamente, el establecimiento de los autores que merecían integrar
ese canon de la historia de las ideas políticas ha sido un tema de gran contro-
versia. Siguiendo a Dunn (1992, pp. 26-27), en ese canon no pueden faltar los
siguientes pensadores: Platón y Aristóteles, de la Grecia antigua; Cicerón y
Seneca, de la Roma imperial; San Agustín y Tomás de Aquino, de la Edad
Media; Marsilio de Padua y Maquiavelo, del Renacimiento italiano; Bodin,
de la época de las guerras de religión; los grandes teóricos del derecho natu-
ral de los siglos XVII y XVIII, Grozio, Hobbes, Spinoza, Locke y Rousseau;
los teóricos del constitucionalismo clásico, Montesquieu, Madison y Sieyes;
el pensamiento escocés sobre las sociedades de mercado, Hume y Adam
Smith; la recepción de estos análisis en la Gran Bretaña imperial del Siglo
XIX, Bentham, Ricardo, John Stuart Mill; el estéril desafío de la crisis revolu-
cionaria, Burke, Constant, Hegel; y los orígenes del socialismo científico,
Marx. Este elenco de autores, sin embargo, no siempre ha sido compartido
por todos los historiadores de las ideas políticas. Un ejemplo curioso es el li-
bro colectivo coordinado por Hall (1986), en el cual se propone restituir im-
portancia a pensadores largamente marginados de este canon, tales como
Thomas Carlyle, Arthur de Gobineau, Jacob Burckhardt, Mmile Masqueray,
Peter Kropotkin, Charles Péguy, George Sorel y Guglielmo Ferrero, entre
otros.
129
Entre los partidarios de conferir un estatus científico a la historia
pueden verse los trabajos de Bloch (1949), Carr (1961), Febre (1953), Le Goff

241
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(1991) y Braudel (1968). Por su parte, dos de los principales denostadores de


esta pretendida cientificidad son: Mosca (1939) y Sartori (1979a).
130
Entre los principales representantes de la Escuela de los Annales
destacan los nombres de Marc Bloch, Lucien Febvre, Fernand Braudel, Jac-
ques Le Goff, Georges Duby y Pierre Vilar. Una buena introducción a los
principales temas y presupuestos de la Escuela de los Annales puede encon-
trarse en Burke (1990).
131
Lovejoy fue el fundador de la primera revista de historia de las ideas
en los años treinta. En el libro de D. R Kelley (1990) se realiza un balance del
papel que esta publicación y la obra de Lovejoy jugaron en el desarrollo del
estudio de las ideas.
132
Para un seguimiento de la metodología de la filosofía política pro-
puesta por este autor véase Bobbio (1965; 1966; 1971; 1976; 1980; 1981; 1985).
133
Véase MacIntyre (1966, 1981), Taylor (1989), Williams (1985), Plame-
natz (1975).
134
De estos dilemas me ocupo en mi libro: Cansino (1998b).
135
La autoidentificación que Schmitt expresó hacia Hobbes en términos
existenciales ha sido comentada por diversos estudiosos. Véase, por ejem-
plo, Mankler (1984, pp. 352 y ss.) y Helmut (1972).
136
En Schmitt (1987, pp. 66-67) se puede leer a propósito de Hobbes y
de Bodin: “En ellos encontré respuestas a los problemas de derecho interna-
cional y constitucional que se presentaban en mi época, más actuales que
aquellos comentarios a la Constitución bismarkiana o a la de Weimar, o a
aquellas publicaciones de la Sociedad de Naciones. Ellos me han sido más
cercanos que todos los positivistas del status quo del momento, de las facha-
das de legalidad de en vez en vez vigentes.”
137
Véase al respecto Schmitt (1986). Es también muy ilustrativo del con-
texto político alemán el artículo de Pérez Gay (1989).
138
El autor desarrolla los conceptos de “Estado total” y “policracia”
fundamentalmente en Schmitt (1985). Un análisis interesante sobre el signi-
ficado de estos términos en Schmitt puede encontrarse en Galli (1986).
139
Considérese, por ejemplo, la crítica despiadada de Franz Newmann
en su Behemoth (1944).
140
Véase Galli (1986, p. 7). Sobre los conceptos de “neutralización” y de
“unidad política” intentaré dar cuenta aquí, para el concepto de “seculariza-
ción” remito a Lubbe (1970) o véase directamente: “La época de las neutrali-
zaciones y de las despolitizaciones”, en Schmitt (1984, pp. 77-90).
141
Una posición contraria a ésta puede encontrarse en Maschke (1988,
pp. 3-6). Cfr. también Biral (1981).
142
En estos términos lo calificó Bobbio (1938).
143
Además de los argumentos aquí señalados en este sentido, existen
algunas otras consideraciones que reforzarían esta idea. El primer argumen-
to nos lo sugiere Carlo Galli (1986) en una muy bien documentada introduc-

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ción a algunas obras de Schmitt. Galli señala que para 1937 Schmitt era un
hombre políticamente derrotado. Su compromiso inicial con el nazismo, en
el que observaba un camino serio hacia el Estado total fuerte, hacia una
“unidad política” soberana que superara la ineficacia parlamentaria y la
neutralización de la técnica, un movimiento capaz de gobernar la transfor-
mación del Estado, legitimado por las ideas-fuerza consensualmente asumi-
das de orden y paz, pasó a ser en buena medida desencanto. El nazismo no
actuó tal gobierno. El mito del Leviatán fue leído en sentido totalitario, más
que total, y si bien se evitó la guerra civil, lo hizo a un costo muy alto: la in-
tervención en todo aspecto de la existencia individual. Esta cuestión adver-
tida y criticada por Schmitt en 1937 lo llevó a una situación precaria dentro
de Alemania, motivo por el cual retorna a un tipo de actividad científica me-
nos expuesta y militante. El acercamiento a Hobbes que aquí he comentado
corresponde precisamente a esta época menos comprometida políticamente
y más científica. Respecto a Hobbes, en suma, Schmitt se orienta a “retornar
al principio” y a profundizar la reflexión sobre el destino del Estado moder-
no en un contexto de objetiva desilusión. El segundo argumento lo encontra-
mos en la investigación de George Schwab, El desafío de la excepción (1986),
sin lugar a dudas una de las interpretaciones más completas de la obra de
Schmitt, en la que se resalta la vocación científica de éste por cuanto se ocu-
pa del problema de la excepción. Cito en extenso a Schwab para aclarar esta
posición: “La crucialidad de la excepción, la situación de emergencia, no la
regla o el estado de normalidad, constituye el punto de partida del análisis
schmittiano del Estado moderno, de la soberanía y de la legitimidad. Cues-
tiones políticas de nuestro tiempo. Al privilegiar el momento de la excepción
en lugar del curso normal, Schmitt se coloca en una óptica intelectual que lo
acerca al debate en ese entonces entre los estudiosos de las ciencias natura-
les, sobre todo con respecto a las posiciones metodológicas más recientes, las
cuales, como es posible observar, penetran en las situaciones de crisis y ca-
tástrofe, más que en las de normalidad. El intento profundo y constructivo
del análisis científico —no sólo de las ciencias naturales, sino en general— es
precisamente ese: acertar, verificar, explicar, poder prever los desarrollos fu-
turos, específicas uniformidades tendenciales, hacerlas transparentes. Por
ello, Schmitt es un científico”.

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Capítulo 10

Política y metapolítica

s común asociar a la filosofía política y a la ciencia política


E con la teorización abstracta y el hiperfactualismo cuantitati-
vo, respectivamente. De hecho, ambas formas de acercarse a lo
político casi siempre marcan y defienden celosamente sus fron-
teras entre sí. Para la ciencia política, el resultado de ello ha
sido un virtual abandono de la teoría política que sólo en los
años más recientes comienza a revertirse.144
Ciertamente, la ciencia política se acercó a la posibilidad
de construir una teoría general de la política con la teoría de
sistemas propuesta originalmente por David Easton (1965).
Más aún, la definición aportada por este autor sobre el objeto
de estudio de la ciencia política —el sistema político como asig-
nación autoritativa de los valores en una sociedad— permitió a
la joven disciplina conquistar autonomía y especificidad. Con
todo, fueron más los desafíos que los consensos que la teoría de
sistemas dejó abiertos para todos aquellos interesados en con-
ducir investigaciones empíricas y sistemáticas sobre la realidad
política.
Baste mencionar, por ejemplo, el surgimiento de enfoques
neoinstitucionalistas que en los últimos tiempos han buscado
restituir importancia al concepto de Estado, como objeto privi-
legiado de la política.145 Lo mismo puede decirse de aquellos
que reproponen el concepto de poder, por no hablar de las
perspectivas racionalistas de la política que miran a ésta en tér-
minos de mercado o de maximización de las oportunidades.146

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El hecho es que la disciplina no ha logrado todavía alguna uni-


dad teórica o metodológica. Conforme se han modificado las
exigencias de la investigación, el campo del análisis político se
ha fragmentado, sin lograrse el acuerdo teórico de base que al-
guna vez propusieron y anhelaron autores como Easton (1965)
o Giovanni Sartori (1979a y 1979b). La pregunta es entonces
plausible: ¿cuál es la situación actual de la teoría política en la
ciencia política?
En repetidas ocasiones, al referirse a la teoría política, John
Gunnell (1979 y 1983) ha distinguido entre la teoría política
como un sector de la ciencia política y la teoría política como
cuerpo de literatura más general e interdisciplinario, como ac-
tividad y comunidad intelectual. Obviamente, la teoría a la que
aludo en mi interrogante se refiere a la del primer tipo, es decir,
a la teoría que es resultado de (y que puede orientar) investiga-
ciones empíricas sobre los fenómenos sociales y políticos, no a
la que es resultado de otras modalidades de reflexión o de otras
tradiciones de pensamiento no empiricistas. Sin embargo, esta
distinción también exige ser repensada a la luz del pluralismo
teórico y paradigmático que caracteriza a las ciencias sociales
en general y a la ciencia política en particular. En efecto, cuan-
do Gunnell se refería a la teoría política como sector especiali-
zado de la ciencia política tenía en mente básicamente a la teo-
ría política supuestamente dominante en Estados Unidos en los
años setenta del siglo pasado: el funcionalismo-sistémico, el
cual, como hemos visto, está lejos de haberse afirmado en el
tiempo como el núcleo articulador de la disciplina, no obstante
su innegable contribución en la evolución de la misma.
Mi punto es que la teoría política así pensada, es decir,
como un conjunto de aserciones empíricas y normativas más o
menos coherentes, es un entendimiento limitado de la teoría y
que lejos de permitir una revaloración de la misma para la cien-
cia política, inhibe su desarrollo.
En ese sentido, un camino alternativo es incursionar en el
otro tipo de teoría política mencionado; es decir, la teoría polí-
tica como cuerpo de literatura más general e interdisciplinario,
como actividad y comunidad intelectual. Pero de ser el caso, lo

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primero que observaremos es una gran complejización de los


saberes teóricos sobre lo político. Como un signo de esta cre-
ciente complejización ha surgido un nuevo término en la litera-
tura especializada: metapolítica. Lejos de admitir un significado
unívoco, este término se entiende de diversas maneras. Para
unos, la metapolítica viene a significar el agotamiento de los
enfoques tradicionales para analizar lo político en virtud de las
propias transformaciones que ha mostrado la política en las so-
ciedades complejas. Para otros, con este término se pretende
denunciar una excesiva teorización de lo político, en virtud de
la cual la teoría política se vuelve un discurso autorreferencial.
Otros más emplean el término para subrayar que el estudio de
lo político moderno debe insertarse en una teoría social muy
amplia en sus contenidos, alimentada por múltiples disciplinas
y perspectivas de análisis. Finalmente, hay quien emplea el tér-
mino para prefigurar un nuevo campo disciplinar entre la cien-
cia política y la filosofía de la ciencia, cuyo objeto de estudio es
la propia teoría política. En esta última perspectiva, al menos
dos cuestiones justifican la existencia de esta nueva disciplina
o subdisciplina: a) el pluralismo paradigmático que caracteriza
a las ciencias sociales en la actualidad y b) la emergencia de
nuevos problemas y temáticas de investigación que no pueden
ser encarados sin el recurso a teorías menos rígidas en sus indi-
caciones empíricas.
En este capítulo se examinarán estas nociones de metapo-
lítica con el objetivo de fundamentar la importancia que ad-
quiere para los politólogos en la actualidad reflexionar sobre
las teorías políticas existentes, no solamente en términos de su
potencial explicativo, sino también de su coherencia interna
y/o en referencia a otras teorías afines.

La metapolítica como postpolítica

Esta concepción de la metapolítica se debe básicamente a


autores como Giacomo Marramao (1989) y Danilo Zolo (1989),
sobre la base de algunas aportaciones del sociólogo alemán Ni-

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klas Luhmann.147 Así, con este concepto se quiere significar la


exigencia de conceptualizar un nuevo campo semántico dada
la complejización real de lo político.
Tanto Marramao como Zolo parten de constatar las trans-
formaciones de lo político en las sociedades modernas para
proponer un dispositivo hermenéutico alternativo proporcio-
nado en buena medida por la teoría de sistemas de Luhmann.
En el caso de Marramao, los principales indicadores de la me-
tamorfosis de la política real en algo distinto, más complejo —
en una “postpolítica”—, son: la crisis de representación de las
democracias modernas, la crisis de las estructuras tradicionales
de intermediación de intereses y el surgimiento de nuevas
identidades colectivas y movimientos sociales que vienen a su-
plantar las fracturas tradicionales de la esfera política. Lo pos-
tpolítico viene a ser así una consecuencia de la politización de
la sociedad que implica nuevas formas de relacionarse con el
poder.148
En ese sentido, la metapolítica vendría a significar ese
nuevo dispositivo de análisis que debe dirigirse a datos obli-
cuos o áreas que se presentan como remotas o excéntricas res-
pecto a las nomenclaturas tradicionales, así como asumir una
lectura en términos sistémicos de las nuevas interrelaciones, lo
cual supone que en las áreas de lo postpolítico no se intersec-
cionan o superponen fuerzas, sino también lógicas.
De manera explícita, Marramao propone recuperar a Luh-
mann o cuando menos las siguientes cuestiones: su concepto
de “ambiente”, por cuanto incluye los sistemas culturales a los
que los individuos hacen referencia; el comportamiento “reac-
tivo” que lo político, como sistema colectivo de consecución de
fines, viene a asumir respecto a las fuerzas secularizantes del
ambiente; la calificación de lo político no ya como función de
grupos o conglomerados de individuos, sino como “sistema de
acción”. En síntesis, la consideración metapolítica aparece en
este esquema como la única adecuada para dar alguna luz a las
dificultades y angosturas del actuar político.
Con una intencionalidad semejante, Zolo ofrece una lectu-
ra más clara de la necesidad de la metapolítica. En primer lu-

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gar, consecuente con uno de los ejes del edificio conceptual de


Luhmann, Zolo coloca a la complejidad de las sociedades mo-
dernas como constatación de lo postpolítico. La complejidad es
entendida como una dimensión funcional característica de la
evolución social. Se trata del pasaje de relaciones simples (uni-
lineales, monofuncionales) entre los sistemas y sus ambientes a
relaciones complejas (con un gran ascendente de improbabili-
dad evolutiva, variabilidad y recursibilidad) entre los mismos
componentes. En este esquema, el sistema intercambia materia,
energía e información con su ambiente externo.
En las sociedades modernas se afirman lógicas funcionales
que articulan el cuerpo social en estructuras organizativas dis-
tintas y garantizan de manera simultánea su interconexión en
un complicado entrelazamiento de roles, expectativas, estruc-
turas de selección, mecanismos reflexivos. Al ser la compleji-
dad la tendencia de las sociedades modernas, nuestro conoci-
miento permanece sin fundamentos ni certezas. Los esquemas
tradicionales de las ciencias sociales, como el funcionalismo o
el racionalismo, resultan limitados para dar cuenta de la com-
plejidad. Por ello, Zolo toma partido por el enfoque de Luh-
mann, quien propone concebir la sociología general como teo-
ría de los sistemas sociales “autorreferenciales”. Esta noción
sugiere que las categorías para dar cuenta de la complejidad
deben ser “circulares” más que direccionales, como si el uni-
verso entero del conocimiento pudiese ser representado como
un espacio “curvo”, es decir, autorreferencial, reflexivo, recu-
rrente.
El problema de la complejidad social se presenta en térmi-
nos de una creciente diferenciación funcional interna a los gru-
pos sociales: aumenta el número y la variedad de los subsiste-
mas sociales, crece la autonomía de sus códigos y se engrosan
las redes de interconexión e interdependencia funcionales de
los diversos subsistemas diferenciados. Las sociedades ya no
tienen un centro.
Una primera consecuencia de todo esto es que las estruc-
turas de poder ya no son lineales, jerárquicamente descendien-
tes desde un vértice que se derrama hacia la base. El poder ya

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no presenta las connotaciones de la causalidad lineal y transiti-


va: se ha vuelto un sofisticado medio de comunicación con for-
mas reflexivas y de relación particulares. Por su parte, el siste-
ma político ya no coincide con el sistema social en su conjunto.
La política ya no es la expresión general de la vida social. El sis-
tema político es simplemente un subsistema al lado de otros,
encargado de prestaciones funcionales específicas, que no go-
zan de un particular primado respecto de los subsistemas de la
ciencia, la tecnología, la economía, la cultura, el tiempo libre,
etcétera.
En esa lógica, asuntos como la representatividad dejan de
cumplir las funciones para las que fueron concebidas. Lejos de
consentir el ejercicio de la soberanía popular o la elección entre
elites políticas concurrentes, su función es ahora permitir a los
aparatos administrativos liberar sus decisiones colectivamente
vinculantes de toda referencia demasiado inmediata y concreta
a los intereses y expectativas de los ciudadanos. De acuerdo
con esta lectura, concluye Zolo, la teoría democrática debe re-
construirse, pues sus valores clásicos han quedado desdibuja-
dos frente a la complejidad real. La pregunta es si estos valores
tradicionales todavía pueden encontrar tutela en las sociedades
complejas del presente y del futuro.
Se puede o no estar de acuerdo con la teoría de Luh-
mann,149 pero que es lo suficientemente original y persuasiva
como para propiciar adhesiones como las de Zolo y Marramao
es inobjetable. En todo caso, si como sostiene Luhmann, la po-
lítica, tal y como la conocimos y observamos en el pasado re-
ciente, ha cedido su lugar a la postpolítica, por efecto de la
complejización de lo social, hay aquí una conjetura teórica so-
bre la realidad política que no puede ser ignorada o subestima-
da por los politólogos, por más empiristas que se asuman, so
riesgo de ser rebasados por la propia historia. En suma, por
esta vía no queda más remedio para los politólogos con sensi-
bilidad que justipreciar la teoría política, sea que se entienda o
no como metapolítica.

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La metapolítica como metafísica

El primero en referirse a la metapolítica como metafísica


fue Manfred Reidel (1972-1974) para estudiar la idea de lo polí-
tico en la Grecia antigua como un componente de la cosmovi-
sión naturalista y organicista de la época. Sin embargo, en una
acepción más moderna, con el término metafísica algunos au-
tores han pretendido criticar ciertas concepciones de lo político
por su alto grado de abstracción, por lo que la teorización pier-
de toda capacidad de orientar el estudio de la política.
Un ejemplo de esta crítica es la que Adela Cortina (1993)
dirige al racionalismo crítico de Karl Popper (1973) y Hans
Albert (1978). A decir de Cortina, más que por su presunta
carga ideológica, el racionalismo crítico debe ser cuestionado
por su debilidad teórica en el ámbito práctico, muy especial-
mente en el político. Más específicamente, frente al pensa-
miento utópico-revolucionario, el racionalismo crítico propo-
ne un pensar tecnológico-reformista. Sin embargo, el
concepto de praxis racional que ello supone presenta grandes
contradicciones. En la perspectiva del racionalismo crítico, un
programa político, según se desprende de los modelos econó-
micos para la resolución de problemas, se elabora en condi-
ciones de escasez de medios, en las que deben ponderarse los
costes, y en una situación de incertidumbre: es decir, se elabo-
ra en las condiciones de la falibilidad humana (principio fun-
damental de la epistemología popperiana). Por eso es praxis
política racional la que, atendiendo al contexto, sin caer en la
“ficción del vacío” (la revolución, por ejemplo), propone dis-
tintas alternativas cuya posibilidad de realización ha sido ya
acreditada por las ciencias, y muestra las consecuencias que
previsiblemente se seguirán de ella, de modo que sea posible
juzgar los costes.
Atención al contexto, pluralismo de alternativas, posibili-
dad de realización de las propuestas y ponderación de las con-
secuencias son, pues, los caracteres que el racionalismo crítico
considera como propios de la praxis racional y, por lo tanto,
también de una praxis política racional.

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Sin embargo, concluye Cortina, en este caso los mismos


términos cobran una connotación especial, porque parecen ha-
ber “regresado a casa” al aplicarlos al terreno político. “Plura-
lismo”, “reformismo”, “posibilismo”, son expresiones de la
vida política que parecen haber sido traspasadas al pensar teó-
rico. En tal caso, de igual modo que Aristóteles entendió la po-
lis desde la ousía (sustancia), haciendo de su política metapolí-
tica, el racionalismo crítico habría pensado el conocimiento
teórico desde la sociedad abierta, bosquejando el funciona-
miento de la praxis racional cognoscitiva como el de una de-
mocracia liberal, con libertad de mercado.
La poca referencialidad práctica del racionalismo crítico, y
por ello su condición metafísica, queda estipulada precisamen-
te por el hecho de reducir la democracia a una cuestión de efi-
ciencia y mercado, una tecnología social, siendo que la demo-
cracia es mucho más. En ese sentido es sugerente la
interrogante final de Corina: “¿No es cierto que se hace poca
justicia a la capacidad autónoma y participativa de los hombres
en la cosa pública, cuando se la reduce a depositar un voto el
día señalado para las elecciones?”
Por esta vía, a diferencia de la primera —la metapolítica
como postpolítica—, en lugar de reivindicar ciertas teorías po-
líticas en lo que tiene de sugerente para pensar lo político hoy,
se busca limpiar a la propia teoría política de todas aquellas
elaboraciones demasiado metafísicas que de tan distantes de la
realidad empírica, terminan siendo inútiles para cualquier pro-
pósito de comprender mejor lo político.
La misma condición metafísica o de desapego práctico ad-
vertida en el caso de la teoría racionalista crítica también ha sido
insinuada por otros autores en el caso de otros dispositivos her-
menéuticos. Así, por ejemplo, muchas críticas se han dirigido a
la sociología de sistemas de Luhmann, por su carácter autorrefe-
rencial,150 o a la teoría de la acción comunicativa del último Ha-
bermas,151 o a propuestas teóricas más ubicadas en la tradición fi-
losófico-política, como la teoría de la justicia de Rawls.152
Sin embargo, como veremos en nuestra siguiente acepción
de metapolítica, otra vertiente de estudios de la teoría política

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ha tomado partido en los tiempos recientes por la gran teoría.


Se trata de autores que sostienen que la permanencia de gran-
des sistemas de pensamiento confiere relevancia teórica a la re-
flexión de lo político, sobre todo considerando el desdén hacia
lo teórico por parte de las ciencias sociales dominantes en los
años cincuenta y sesenta del siglo pasado.

La metapolítica como macroteoría

Esta tercera connotación de lo metapolítico se debe sobre


todo a Quentin Skinner (1985). Más específicamente, Skinner
analiza tanto las razones por las cuales los estudiosos de lo so-
cial abandonaron a partir de los años cincuenta las pretensio-
nes teóricas que sí tuvieron otros estudiosos del pasado —
como Max Weber o Karl Manheimm—, como las razones que
permitieron, a partir de los años setenta, volver a la senda de
las grandes teorías. Por lo que respecta a la segunda cuestión,
Skinner destaca un largo proceso en el que comenzó a cuestio-
narse la posibilidad de modelar las disciplinas sociales según
una imagen tradicional de las ciencias naturales. Entre los pen-
sadores que contribuyeron con sus críticas al retorno de la gran
teoría en las ciencias humanas destacan los nombres de Hans-
Georg Gadamer, Jacques Derrida, Michel Foucault, Thomas S.
Kuhn, Paul Feyerabend, John Rawls, Jürgen Habermas y Louis
Althusser.
En la senda de este retorno, Skinner sostiene que el estu-
dio de lo social ha recuperado profundidad, sus preguntas han
vuelto a considerar lo más relevante y las propias ciencias so-
ciales han conocido una renovación y actualización.
Esta concepción, correcta en lo general, se equivoca en un
punto: con el regreso de la gran teoría en las ciencia humanas a
partir de los años setenta del siglo XX lejos de operarse un en-
cuentro fructífero entre los paradigmas empiricistas y todos los
demás en el seno de las ciencias sociales terminó ensanchado la
brecha que los separaba de origen. El camino seguido desde
entonces de manera más recurrente fue más bien el de la exclu-

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sión y la cerrazón. Es justo aquí cuando la hiperteorización abs-


tracta o subjetiva fue desterrada de la ciencia social empírica
por parte de los ortodoxos cientificistas.
Por lo demás, Skinner no era el mejor candidato para pro-
clamar encuentros y reconciliaciones efímeras. Lo suyo siem-
pre fue y ha sido la historia de las ideas, la reconstrucción de
los usos que de los conceptos han hecho históricamente los
pensadores del pasado; en suma, las ideas y no los hechos, las
mentalidades y no los fenómenos —preferencia o elección inte-
lectual poco estimulante para quienes optaron por el camino
contrario, o sea el científico—.

La metapolítica como debate público

En coincidencia con la concepción de metapolítica como


postpolítica, esta nueva concepción también quiere colocarse
más allá de la política realmente existente —la política institu-
cional, la política de los políticos profesionales—, pero por ra-
zones y con criterios teóricos completamente distintos. Aquí lo
que interesa es argumentar a favor de un nuevo entendimien-
to de la política más allá de las concepciones dominantes que
la ubican en los ámbitos institucionales de decisión —léase el
Estado—. Por el contrario, para esta concepción que hunde sus
raíces en autores como Hannah Arendt (1958) y Cornelius Cas-
toriadis (1975) la política es el ámbito decisivo de la existencia
humana, el lugar donde los hombres transparentan sus prefe-
rencias, el lugar donde se definen los contenidos que han de
orientar a una sociedad; en suma, la política es el espacio pú-
blico.
En estricto sentido, para esta concepción, la política no
existe, se inventa todos los días, y metapolítica significa pre-
cisamente eso: construir la política como un espacio público,
porque la política es discurso y acción, y siempre ha sido
eso, contra los que nos han secuestrado la política, es decir,
contra quienes se consideran los representantes del “espíri-
tu público”.

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En este punto de vista, la invención política supone hacer-


se cargo de la democracia realmente existente, del principio ca-
pital de la modernidad, que es el autogobierno. En otras pala-
bras, la política es un referente simbólico, un referente que se
construye teóricamente, y para eso es necesario un soporte de
carácter ilustrado, es decir, de carácter público. Dicho de otro
modo: hay que salir a la calle para defender la razón. Hay que
atreverse a pensar y a perder el miedo, a defender la razón o,
dicho de otro modo, las razones públicas.
Metapolítica es quedarse del lado de la sociedad civil, de
los imaginarios colectivos, de los espacios públicos en perma-
nente movimiento. La política institucional es la política de los
profesionales de la política, de los partidos y los funcionarios.
Estar del lado de la metapolítica es estar del lado del ciudada-
no, del “movimiento ciudadano”, eso que, en definitiva, hace
un individuo cuando se rebela ante el poder de la fuerza (por-
que eso no es poder, es fuerza). El poder se genera sólo comu-
nicativamente. Como dijo Arendt (1958), eso es lo que propicia
que, en cada momento, podamos llegar a un acuerdo. Es el ge-
nuino poder, lo otro es fuerza. En este punto resulta sintomáti-
co que los gobiernos despóticos o los gobiernos formalmente
democráticos se encuentren asustados ante el recuerdo crítico
del pasado, o simplemente ante la desobediencia civil de uno
solo frente al poder de la fuerza.
La metapolítica así entendida no se coloca al margen de
las instituciones; por el contrario, se trata de crear institución.
Y la primera institución es la publicidad, la esfera pública polí-
tica. Por tanto, la política más allá de la política institucional, es
la política del diálogo y la deliberación, porque el poder se ge-
nera horizontalmente a través del conflicto de los que pueblan
las sociedades, que son los individuos, que cada uno es hijo de
un padre, de una madre, de una familia, que procedemos de las
más distintas tradiciones, por tanto, ese poder es siempre con-
flictivo y siempre horizontal.
El poder concebido siempre de modo vertical, como nos
enseñó cierto pensamiento, o cierto saber sobre lo político, que
técnicamente destruyó la política o destruyó la posibilidad de

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construir bienes en común, es el objetivo último que está en la


base de la metapolítica: crear un imaginario colectivo.
No ignoro las implicaciones políticas que una concepción
como ésta supone. Obviamente, esta visión fija una posición
muy concreta con respecto a la política y la democracia. Sin em-
bargo, también coloca importantes desafíos heurísticos a la teo-
ría política, tales como la dimensión simbólica de la política, la
indeterminación de la política y la recuperación para el indivi-
duo de su condición irrenunciable de sujeto político.

La metapolítica como metateoría153

Esta última concepción de la metapolítica busca resaltar el


estudio de la teoría política como una disciplina particular,
considerando la gran diversidad de tradiciones teóricas y pers-
pectivas de estudio. En efecto, el quehacer teórico de las cien-
cias sociales durante los últimos años ha vivido cambios signi-
ficativos. Quizá el más importante de ellos es la inexistencia de
un enfoque predominante que pueda presentarse como el úni-
co válido o como el más cercano a la verdad. Si bien es cierto
que esta circunstancia no es nueva —en el análisis teórico siem-
pre han confluido distintas posiciones— en la actualidad nos
enfrentamos a una diversidad de puntos de vista que acaso no
tenga precedente.154
De acuerdo con un polémico ensayo de David Miller
(1990), la teoría política ha florecido en los últimos veinte años
(setentas y ochentas) aunque también se ha vuelto más frag-
mentada. El estudio crítico de los textos clásicos ha sido reem-
plazado por un enfoque más histórico, que busca ubicar los
textos en sus propios contextos políticos. Un desarrollo recien-
te, la llamada historia conceptual, promete una relación más es-
trecha entre la teoría clásica y la contemporánea. El análisis
conceptual ha dado lugar a la teoría política normativa, intere-
sada en encontrar justificaciones fundamentadas para arreglos
políticos determinados. La disputa principal en este terreno se
ha dado entre individualistas, que buscan fundamentos uni-

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versales en postulados tales como la naturaleza humana, y co-


munitaristas, que parten de personas e individuos insertos en
relaciones y prácticas sociales contingentes. En el ámbito de la
teoría política aplicada, la división principal se ha dado entre
cuestiones de tipo institucional y el análisis de asuntos de polí-
ticas públicas, tales como la procuración del bienestar y la dis-
criminación sexual y racial.
En virtud de lo anterior, más que una situación de crisis,
en la actualidad pasamos por una etapa esencialmente próspe-
ra para la teoría política. La estimulante atmósfera intelectual y
la creciente importancia de corrientes plurales se hacen eviden-
tes de distintas formas, desde el renacimiento por el interés de
los autores clásicos hasta el resurgimiento de un verdadero de-
bate entre distintas corrientes que antes se desarrollaban de
forma relativamente aislada. Más aún, la pluralidad de alterna-
tivas teóricas en la ciencia política contemporánea es ya una re-
alidad de muchos años y por lo tanto tiende a institucionalizar-
se en las universidades y centros de enseñanza superior.
No podemos recorrer aquí el amplio panorama que cubre
el desarrollo reciente de la teoría política. Lo que por ahora me
interesa resaltar es la creciente importancia que para el desa-
rrollo de la ciencia política tiene la “competencia entre escue-
las”. En ese sentido, estoy de acuerdo con Alexander y Colomy
(1992) cuando afirman que “La ciencia social no avanza única-
mente a partir de la compulsión de expandir los estudios dedi-
cados a la investigación empírica, sino que el motor principal
del progreso científico es el conflicto y la síntesis entre diferen-
tes tradiciones de pensamiento”.
Debido al cambio constante que sufren las escuelas esta-
blecidas y al número creciente de “tradiciones emergentes”, los
límites que las vinculan y separan están en constante cambio.
Las “escuelas” no están selladas de una forma hermética, y la
competencia entre ellas puede provocar ciertas convergencias
tanto en el nivel del discurso general como en el de los progra-
mas de investigación. Este conjunto de circunstancias son a su
vez causas y efectos de la creciente introspección de los acadé-
micos interesados en el debate teórico.

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Como lo he señalado antes, hay un incremento exponen-


cial de los textos dedicados a la reflexión sobre teoría política,
clásica y contemporánea. Consecuentemente, cada vez se vuel-
ve más difícil estudiar la teoría política de forma marginal o
como parte de otros proyectos de investigación.
La necesidad de estudios específicos sobre las distintas co-
rrientes y escuelas y la tendencia a concentrarse cada vez más
en la reflexión en torno al quehacer teórico en sí mismo, ha
dado lugar a la emergencia de un área disciplinaria a la cual al-
gunos autores identifican como metateórica y que considera la
interpretación de los textos (y los “contextos” en que éstos se
presentan) como una de las tareas fundamentales de la especia-
lización de las ciencias sociales.155
La metateoría se concibe así como un área de conocimien-
to que tiene que ver con el estudio de las teorías, y de las comu-
nidades donde éstas se producen y generan. Entendida en cier-
ta forma como una “teoría de la teoría”, la “metateoría” se ha
constituido como un elemento distinguible de la constitución
de la ciencia política contemporánea que se vincula con el estu-
dio de las formas culturales que adquieren estas disciplinas.156
Conviene aclarar, sin embargo, que esta concepción sobre
la reflexión teórica como punto de partida debe diferenciarse
de otra forma de razonamiento al cual a menudo también se
conoce como “metateoría” y que tiende a privilegiar los conte-
nidos de tipo filosófico con base en principios metafísicos y
epistemológicos. Me refiero básicamente a reflexiones propia-
mente de filosofía de la ciencia, que en el caso de las ciencias
sociales han discurrido sobre todo entorno a la cientificidad de
estas últimas o sobre los principios naturales o morales de la
realidad social o la naturaleza humana.
La metateoría se sitúa así más bien entre un quehacer poli-
tológico que enfatiza las orientaciones filosóficas y una ciencia
política de contenidos básicamente empíricos. Del positivismo,
hereda la confianza en los métodos empíricos y los utiliza para
estudiar los procesos sociales e intelectuales que de alguna for-
ma hacen posible toda formulación teórica. Sin embargo, la
metateoría no acepta la pretensión positivista que considera

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que las teorías y los métodos de la ciencia política son autosu-


ficientes y se justifican a sí mismos.
En la medida que reconoce la importancia relativa de las
teorías con base en su propia historicidad, la “metateoría” es
una práctica disciplinaria que parte de la diversidad y la “com-
petencia” y que, consecuentemente, no tendría ningún sentido
si la ciencia política fuera una disciplina uniparadigmática. La
posibilidad del desarrollo del punto de vista aquí propuesto
está precisamente en la multiplicidad de posibilidades teóricas
que a su vez hacen posible un “segundo nivel” de reflexión en
torno al proceso y las formas de constitución del objeto teórico.
Las consecuencias inevitables de este enfoque son precisamen-
te, la relativización de las pretensiones de cualquiera de los “ju-
gadores” mediante la búsqueda de una estructura lógica que
permita identificar las relaciones cualitativas de oposición y si-
militud de las teorías existentes (Weinstein y Weisntein, 1992).
Visto en esta perspectiva la actividad de la metateoría no con-
siste en hacer una defensa de las “reglas del trabajo politológi-
co” con base en argumentos sobre la “validez” de una corrien-
te y el rechazo acrítico de las otras. Lejos de buscar un
“discurso teórico maestro” o la de tomar posición por una es-
cuela determinada, la metateoría busca identificar, describir y
contextualizar elementos y estructuras subyacentes dentro de
la diversidad teórica existente.
Más específicamente, la metateoría intenta analizar las
condiciones sociales en que se producen las teorías y las conti-
nuidades y rupturas entre las mismas, mostrando tanto las
convergencias entre las que están “en competencia” como las
diferencias entre las que son aparentemente similares. Para de-
cirlo con Weinstein y Weinstein (1992), se trata de un enfoque
en el cual prevalece el interés por el estudio de los textos cuyos
contenidos son reordenados constantemente en una serie de
juegos infinitos de contextualización provisional.
La adopción de esta perspectiva nos lleva necesariamente
a colocarnos en una posición diametralmente opuesta a la de
aquellos que cuestionan la conveniencia y “legitimidad” de los
estudios sobre teoría en ciencias sociales (Skocpol, 1986). En el

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ámbito académico no resulta raro encontrar argumentos que


sostienen que este tipo de preocupaciones restan importantes
energías y “distraen” la concentración de problemas de inves-
tigación considerados más substantivos. En lo personal, consi-
dero que estas posturas radicales sólo muestran que aún no se
ha llegado a valorar en su debida dimensión la importancia de
un marco que permita analizar y describir el campo discursivo
de las ciencias sociales y proveer otra alternativa frente a un
debate en el cual todavía prevalecen fuertes contenidos ideoló-
gicos.

Una reflexión final

Para concluir puedo refrendar aquí lo que suscribí sobre


este tema hace casi quince años con motivo de la presentación
de un libro sobre filosofía política (Cansino y Víctor Alarcón,
1994, pp. 9-10): “En lo personal, apostamos por ahora a la posi-
bilidad de que la teoría política pueda preservar su carácter
bajo el enfoque de tipo ‘concreto’. Y lo creemos sobre la base de
que las sociedades evolucionan combinando sus tiempos y exi-
gencias, por lo que los propios individuos tendremos la obliga-
ción de mejorar o desechar conceptos en la medida que los ne-
cesitemos. Pero al margen del curso de los acontecimientos, la
teoría política no puede renunciar al principio de búsqueda, ni
tampoco debe insistir en sólo mirar hacia atrás, en términos de
proteger la validez de un pensamiento propio bajo el manto de
los “gigantes” o apelando a la historia, tendencias que suelen
conferir una errónea adscripción conservadora a la disciplina.
[…] Huelga decir que la teoría política debe marcar sus nuevas
fronteras a partir de atacar un hecho poco advertido, pero peli-
groso […]: la falta de diálogo. En esa medida, se deben flexibi-
lizar los límites y forzar la comunicación donde los ‘pares’ se
reconozcan para restablecer el nivel de lo óptimo, con objeto de
erradicar la medrosidad de las anteojeras con que actualmente
se mide la transmisión del conocimiento. […] Las verdaderas
escuelas de pensamiento se han adiestrado a partir de confron-

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tar las ideas, dado que como costumbre bien entendida, toda
teoría, disciplina o individuo que se encierra en sí mismo, inde-
fectiblemente acelera el camino de su muerte”.

Notas

144
El tema del resurgimiento de la teoría política ha sido tratado básica-
mente por Miller (1990), Pasquino (1985) y Connolly (1990).
145
Al respecto véanse los trabajos de March y Olsen (1989) o de Weir y
Skocpol (1993).
146
Véase al respecto Almond (1990a).
147
Para incursionar en el pensamiento de este importante autor véase
Luhmann (1991).
148
Dos autores que dan cuenta de manera sugerente de estas transfor-
maciones son Benjamin (1980) y Cerny (1990).
149
En lo personal, he presentado ya mis reservas y mis críticas a esta
teoría en el capítulo 3 del presente volumen: “El análisis sistémico de la po-
lítica”.
150
Véase, por ejemplo, Izuzquiza (1990).
151 Véase, por ejemplo, Apel (1990).
152
Véase, por ejemplo, Barry (1973).
153
Este inciso retoma partes de un ensayo precedente: Zabludovsky y
Cansino (1994).
154
Al respecto véase Fiske y Shweder (1986), Alexander y Colomy
(1990), Giddens y Turner (1987) y Ritzer (1988).
155
Véase, por ejemplo, Ritzer (1988), Antonio y Kellner (1992), Fiske y
Shweder (1986).
156
Véase Ritzer (1988), Wallace (1992), Weinstein y Weinstein (1992).

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Conclusiones

legó el momento de sistematizar lo que de manera intermi-


L tente he venido sosteniendo a lo largo de este libro. Frente a
un saber de la política arruinado por la miopía empiricista de
la ciencia política dominante en todas partes mi apuesta es por
la transdisciplinariedad, es decir por una mirada más libre, críti-
ca y sensible y al mismo tiempo transgresiva o radical para
acercarse a lo político. Me explico. Si en algún momento de su
desarrollo la ciencia política tuvo que encerrarse en sí misma
para alcanzar su identidad con respecto a las demás ciencias
sociales, o sea definir su objeto y método propios, ahora debe
abrirse a otros saberes, no necesariamente científicos, para salir
del ostracismo al que la hiperespecialización la orilló y poder
renovar así su potencial explicativo de las cada vez mas com-
plejas tramas políticas actuales. Hay implícita en esta lectura
una analogía con la teoría de sistemas de Niklas Luhmann:
para que un sistema pueda comunicar hacia afuera (o sea,
abrirse a su entorno) antes debió construir hacia dentro su pro-
pio modus operandi (o sea encerrarse en sí mismo). La analogía
es correcta para pensar la ciencia política en la actualidad, con
la diferencia de que si ahora esta disciplina debe abrirse al
mundo de las comunicaciones existente sobre lo político y lo
social no es porque haya culminado con éxito su proceso pre-
vio de autoconstrucción, sino, precisamente, porque fracasó en
el intento. En otras palabras, abrirse a otros saberes parece ser
la única opción que tiene la ciencia política actual para salir de

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la irrelevancia que la aqueja desde hace tiempo y que de mane-


ra tan precisa diagnosticó Giovanni Sartori en el ensayo que
inspiró en buena medida este libro (Sartori, 2004).
Para apoyar esta convicción, distribuiré en tres apartados
mis reflexiones finales: a) el estado del arte; b) desbordarse para
avanzar; y c) cruce de caminos.

El estado del arte

Las ciencias sociales, en general, y la ciencia política, en


particular, están sometidas actualmente al reto de comprender
—explicar se ha convertido ya en una simple ilusión racionalis-
ta— una sociedad que ya no responder a ningún centro neurál-
gico de sentido. El pluralismo metodológico que cruza a todas
las ciencias sociales contemporáneas es un signo de la crisis de
los paradigmas dominantes en las tres últimas décadas. Este
pluralismo no es ningún accidente. Responde a una verdad que
no ha hecho más que afianzarse con el despliegue de la demo-
cracia moderna: la realidad social no puede ser reducida a un
único sentido.
La pluralidad de concepciones del bien, la justicia, los de-
rechos, lo público y lo privado, en fin, de la ciudadanía demo-
crática es ya un elemento tan evidente como problemático de
las democracias contemporáneas. La vocación individualista
de la democracia moderna ha ido definiendo un complejo
mapa social y político. Las figuras de lo social y lo político se
han hecho cada vez más difíciles de interpretar con los con-
ceptos y los métodos heredados de las ciencias sociales. Las
“clases”, las “elites”, los “sindicatos”, los “partidos”, las “cor-
poraciones”, no tienen ya la fuerza diferenciadora que sirvió
para impulsar el proyecto del Estado de bienestar y que los
llevó a formar parte del vocabulario corriente de la ciencia
política. Los conflictos sociales han sido desplazados de sus
lugares tradicionales (empresa, sindicato, partido) hacia otros
nuevos (escuela, familia, organizaciones no gubernamenta-
les...).

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Este movimiento ha mitigado, sin duda, la agresividad del


conflicto social, pero también anticipa la aparición de una con-
cepción de la política distinta a la política de intereses y organi-
zaciones de intereses, una política de los individuos. Al desafío
de la pérdida, por parte de lo político, de capacidad para visua-
lizar las formas de lo social —pérdida que constituye la parte
fundamental de la crisis de la representación política—, las
ciencias sociales han de responder repensando sus categorías y
afinando su instrumental metodológico. La apertura de la cien-
cia política empirista a la teoría política y de ambas al resto de
los saberes sociales es una exigencia ineludible.
La ciencia política ha de incorporar la experiencia de la fi-
losofía política. Sólo así puede comprender las claves de ese fe-
nómeno tan perturbador como iluminador de la constitución
simbólica de la democracia que es el totalitarismo. Como sugie-
re Lefort (1986), la ciencia política es vana si no incorpora, al
menos en germen, “una interrogación sobre el ser de lo social”,
si no que nos requiere “descifrar, sea cual sea su objeto, el fenó-
meno de su institución, la manera como una humanidad se di-
ferencia o, con más contundencia, se divide para existir como
tal, la manera como ella dispone de los referentes simbólicos
para dar una figura a lo que se le escapa: su origen, la naturale-
za, el tiempo, el ser mismo”.
Nadie lo ha dicho mejor que Esteban Molina (2006, p. 69):
“La ciencia política ha de contribuir, como deseaba Tocqueville,
a la iluminación de ese mundo completamente nuevo, a esa
forma de vida nueva que atisbaba y que él mismo llamó demo-
cracia. […] si la ciencia política no quiere alejarse cada vez más
de la vida de los ciudadanos ha de ampliar su tradicional obje-
to (el gobierno) hacia una política de la vida cotidiana. Esta ex-
tensión significa que la democracia tiene que dejar de ser con-
cebida exclusivamente —tal como ha ocurrido en buena parte
de la ciencia política— como democracia de instituciones y or-
ganizaciones (partidos, sindicatos, corporaciones) para ser
comprendida como democracia de los ciudadanos, es decir,
como una forma de vida que desde el reconocimiento de la ple-
na ciudadanía permita a cada cual conformar su relación consi-

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go mismo y con los otros en un contexto de incertidumbre que


no extrae su sentido último de poderes extrasociales (Naturale-
za, Dios), ni intrasociales (Historia, Ciencia, Mercado). Los in-
dividuos han de inventarse a sí mismos, han de procurarse una
identidad. Esta búsqueda no puede fluir sin comprender la so-
ciedad política que la hace posible —la democracia— y la ma-
nera como responde a la irresoluble tensión entre el deseo de
dominar y el deseo de no ser dominado que constituye a toda
Ciudad.”
En una línea similar a la de Molina están los italianos
Gianfranco Pasquino (1988) y Danilo Zolo (1989). Así, por ejem-
plo, Pasquino advierte sobre la necesidad de que la ciencia po-
lítica se confronte de nuevo y se redefina respecto de la filoso-
fía política, aceptando medirse con la rica complejidad de sus
temas, muy por encima de toda batalla por la defensa de confi-
nes disciplinarios o por la conquista de mayores espacios aca-
démicos. Pasquino alienta la idea de que por la interacción en-
tre científicos políticos y filósofos políticos emerja una nueva
capacidad teórica, una nueva “teoría política”, en condiciones
de medirse con la creciente complejidad de la realidad política
contemporánea.
Zolo, por su parte, considera que no es posible ni deseable
trazar entre la ciencia política y la filosofía política un confín ri-
guroso de orden teórico, conceptual o lingüístico. En realidad,
no disponemos de un estatuto epistemológico definido, y mu-
cho menos definitivo, de las ciencias sociales y en particular de
la ciencia política. Pero para que el diálogo entre filósofos y
científicos sea fructífero ambos deben ocuparse mucho más de
los “problemas” que de los “hechos” de la política, deberían re-
cuperar sensibilidad e interés por las grandes interrogantes so-
ciales y políticas de nuestro tiempo (como el destino de la de-
mocracia en las sociedades postindustriales, la violencia
creciente de las relaciones internacionales; el abismo económi-
co que separa los pueblos del área postindustrial del resto del
mundo).
Más específicamente, la filosofía política debería dejar a
las espaldas algunos aspectos no secundarios de su tradición

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“vetero-europea”: su genérico humanismo, su moralismo, su


tendencia especulativa a diseñar modelos de “óptima repúbli-
ca”, su predilección por las grandes simplificaciones del mesia-
nismo político, su desinterés por el análisis cuidadoso y señala-
do de los fenómenos. Tampoco parece haber espacio para una
recuperación del moralismo iusnaturalista, en sus variantes
utilitaristas o contractualistas, que se revelan poco más que es-
quemas elementales de justificación de los arreglos económi-
cos-políticos existentes. Esquemas que la creciente complejidad
social vuelve entre otras cosas ineficaces, incluso desde el pun-
to de vista apologético.
La ciencia política, por su parte, debería liberarse de su ob-
sesión metodológica, de las presunciones de su ideología cien-
tificista, de su imposible aspiración a la neutralidad valorativa,
de su débil sensibilidad por la historia y el cambio social. Con
todo, la ciencia política no debería renunciar a su lección de ri-
gor y claridad conceptuales, ni disminuir su vocación por la in-
dagación “empírica” sobre la política, si esto significa, una vez
abandonados los prejuicios positivistas, actividad de informa-
ción, documentación y estudio comparativo de los sistemas po-
líticos contemporáneos, sin la cual no se construye alguna “teo-
ría política” digna de tal nombre.

Desbordarse para avanzar

Quien analiza la evolución de las ciencias sociales de la


posguerra a la fecha, observará en primer lugar la creciente
tendencia a la especialización de la que han sido objeto. Al
tiempo que la realidad social se ha tornado más y más comple-
ja, los instrumentos analíticos y los enfoques metodológicos a
partir de los cuales se intenta conocerla y explicarla se han
multiplicado considerablemente.
Pero los productos visibles de dicha tendencia, las decenas
de disciplinas y subdisciplinas sociales que hoy conocemos,
terminan pronto por encontrarse con sus propios límites, deri-
vados de la parcialización de la realidad que se ven obligadas a

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operar con fines heurísticos. En ese momento, los esfuerzos ini-


ciales realizados por sus respectivos cultivadores en el sentido
de legitimar su existencia frente a otras disciplinas sociales, se
transforma en preocupación por tender puentes con esas mis-
mas disciplinas a fin de trascender el reducido ámbito de com-
petencia que las caracteriza.
En muchos casos, la especialización en las ciencias sociales
contemporáneas ha conducido no sólo a una parcialización de
la realidad, sino también a una creciente irrelevancia, pues por
esta vía se dejan de encarar los grandes problemas que aquejan
a nuestras sociedades. Lo macrosocial parece escapar del ámbi-
to de la explicación científica.
Si a lo anterior se suma la pluralidad de enfoques o para-
digmas dentro de las ciencias sociales constituidas, difícilmen-
te puede afirmarse que éstas atraviesan por una fase de “nor-
malidad” (Kuhn, 1962). Lejos de ello, las ciencias sociales
experimentan una etapa de crisis (que no de revolución, pues
no hay evidencia de un nuevo paradigma en proceso de susti-
tuir a los existentes) que deriva precisamente del pluralismo te-
órico, pero también de sus propios déficit en la producción de
saberes generalizables, avalorativos, empíricos y objetivos. Di-
cho en otros términos, las ciencias sociales de la posguerra na-
cieron con expectativas de cientificidad muy elevadas, que la
realidad humana, impredecible y contingente, se ha encargado
de debilitar.
No obstante todo, ha sido precisamente la especialización
la que ha permitido los mayores logros dentro del programa
científico neopositivista, aunque ello se haya realizado en de-
trimento de la comprensión de los grandes fenómenos sociales,
en un sentido más global e integrador. De esto se desprende
que la producción de saberes científicos sobre lo social en su
versión más empiricista, requiere de la acumulatividad de co-
nocimientos y experiencias dentro de una disciplina particular;
es decir, exige el involucramiento del científico social con un
campo especializado de reflexión.
Sin embargo, si el investigador asume como fundamental
superar la parcialidad de sus descubrimientos relativos a su es-

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pecífico ámbito de competencia, deberá hacer un esfuerzo adi-


cional por complementar su disciplina con otras afines. En esta
operación seguramente se perderá en cientificidad, pero, en
contrapartida, se ganará en comprensión. Esta es quizá la ma-
nera moderna de conciliar explicación y comprensión, tal y
como han sido argumentadas por la filosofía de la ciencia des-
de hace mucho tiempo. Hoy no es posible despachar a las cien-
cias sociales que nacieron bajo el paradigma neopositivista, en
virtud de sus déficit explicativos. Pero la ciencia social tampo-
co debe renunciar a la pretensión de dar cuenta de los fenóme-
nos sociales en un nivel de generalidad superior.
De acuerdo con lo anterior, considero que toda disciplina
social que aspire a mantener un lugar dentro de las ciencias so-
ciales constituidas debe recorrer un doble camino: el de su es-
pecificidad y el de su complementariedad con otras disciplinas.
El primer camino permitirá ganar en cientificidad, y el segun-
do impedirá caer en la trivialidad. Pero la complementariedad
puede ser leída de distintas maneras. De hecho, hoy existen va-
rios conceptos para definirla y orientarla, tales como multidis-
ciplinariedad, interdisciplinariedad, transdisciplinariedad. Es
momento pues de una precisión conceptual, para seguir avan-
zando.
He aquí un tema y un debate llamado a permear a las cien-
cias sociales de hoy y de mañana: la necesidad cada vez más
evidente de desbordar las disciplinas sociales constituidas hacia
un tipo de conocimiento capaz de hacerse cargo tanto de la
multidimensionalidad de los problemas de la sociedad, como
de nuevos saberes que den cuenta del “sin lugar”, es decir, de
espacios de frontera atípicos que ya no caben en ninguna de las
disciplinas conocidas. El debate, por su parte, tiene que ver con
la pertinencia o no de avanzar en esa dirección y las maneras
de proceder.
En un artículo muy sugerente sobre el tema, Jesús Martin-
Barbero intenta establecer las diferencias entre multidisciplina-
riedad, interdisciplinariedad y transdisciplinariedad. De entra-
da, cada uno de estos conceptos refiere a formas específicas de
articulación o interrelación de distintos saberes o disciplinas,

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los cuales pueden colocarse en un continuum que va de menos


a más complejidad. Así, lo multidisciplinario tiene que ver con la
acción de aportarle a una disciplina los saberes de otras, por
tanto ahí no se sale del cuadro de las disciplinas, son unas dis-
ciplinas aportando datos o resultados de la investigación de
unas disciplinas a otra disciplina en particular (es, por ejemplo,
lo que puede hacer la economía para la investigación histórica
o viceversa, lo que puede hacer la psicología para la antropolo-
gía o viceversa); la interdisciplinariedad implica una primera
ruptura al trasladar métodos de una disciplina a otra, lo que
afecta al estatuto de lo disciplinario en forma mucho más hon-
da y fuerte, ya que ello viene a trastornar el funcionamiento de
la disciplina (por ejemplo, los métodos de la física nuclear
transferidos a la medicina, posibilitando un avance enorme en
el tratamiento del cáncer pero también de método); la transdis-
ciplinariedad, finalmente, es una ruptura de otro nivel, una que
desborda las disciplinas sacándolas de sí mismas, más que un mo-
vimiento no de mera descentralización es uno de descentra-
miento de lo disciplinar, de apertura no meramente táctica sino
de pérdida de fe en sí misma, que es lo que sucede cuando una
disciplina empiezan a sentir que no es dueña de su objeto. (Martin-
Barbero, 2003).
Es por ello que la transdisciplina se coloca en un nivel su-
perior de complementariedad. Siguiendo con Martin-Barbero,
la transdisciplina no sólo quiebra-abre las disciplinas sino que
las desborda por el establecimiento de unas relaciones cada vez
más densas no sólo entre ciencias exactas y ciencias humanas o
sociales, sino de las ciencias con las artes, la literatura, la expe-
riencia común, la intuición, la imaginación social. Pues no se
trata sólo de una interacción de discursos en términos de lógi-
cas científicas sino también de la interacción de discursos en
términos de diversidad de lenguajes y escrituras.
En lo personal, más allá de su potencial para hacernos
cargo de manera cada vez más creativa e imaginativa de la
complejidad social y para pensar desde el mundo, o sea desde
la experiencia, considero que la transdisciplinariedad lejos de
ser una moda académica es una necesidad para combatir la

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ignorancia, o sea es una actitud que está in nuce en todos no-


sotros.
Al afirmar lo anterior, no ignoro las muchas objeciones
que algunos científicos sociales y filósofos de la ciencia han di-
rigido a las tentativas transdisciplinarias. Así, por ejemplo, el
filósofo Roberto Follari ha dicho que la unión interdisciplinar
no tiene nada de “natural” sino que siempre es precaria y pro-
blemática. Las ciencias no se constituyen desde el continuum de
lo real, sino desde las discontinuidades de los puntos de vista
racionales que estatuyen los objetos teóricos diferentes. En ese
sentido, concluye Follari, la especificidad de las disciplinas no
es una “maldición” que hay que superar, ni hay razones para
afirmar que la cientificidad es una especie de rémora de la que
hay que desprenderse (Follari 1999). Sin embargo, para el caso
de la disciplina que aquí ponderamos de manera central —la
ciencia política—, considero haber demostrado convincente-
mente que la única posibilidad que tiene para superar sus mar-
cadas insuficiencias es desbordándose hacia otros saberes.
Más aún, sostengo que con la transdisciplinariedad mu-
chas cosas están en juego, pero sobre todo la viabilidad misma
de las ciencias sociales. Ni duda cabe que las disciplinas socia-
les no han acompañado los cambios políticos y culturales de
nuestras sociedades sino tangencialmente. El discurso científi-
co social ha sido en este terreno desplazado por el discurso es-
pecializado y pragmático de los técnicos o el discurso vacío e
interesado de los políticos. Esto es así en buena medida por las
propias inconsistencias del discurso académico, bastante hete-
rogéneo, disperso (en el que no existe consenso sobre cuestio-
nes medulares) no comprometido y muy desubicado. De ahí
que las ciencias sociales deben repensarse a sí mismas si es que
aspiran a salir de su actual ostracismo. Una posibilidad a con-
siderar, en sintonía con las directrices de las nuevas socieda-
des del riesgo, es acercarse a los saberes de frontera de mane-
ra transdisciplinaria, es decir, considerar como objeto los
desafíos que plantean el caos y el descentramiento de la mo-
dernidad.

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Cruce de caminos

Situados en este cruce de caminos, pensar la política hoy


parece requerir de varios anclajes: obviamente, la aproxima-
ción filosófica; pero también las perspectivas de los saberes so-
ciales y políticos que centran su atención tanto en el análisis de
las representaciones simbólicas de un sistema político como en
su realidad institucional; y, finalmente, la mirada versátil de la
literatura y las artes en general.
Sobre la relación entre la ciencia política y la filosofía polí-
tica ya me he ocupado antes, por lo que concluyo ahora con
una breve nota sobre el potencial de la literatura para entender
lo político, la cual ha llegado en algunos casos a captar mejor
que los saberes positivos la experiencia política. Al respecto,
Agapito Maestre ha dicho magistralmente que: “Dejar hablar a
la cosa sin agotarla conceptual y metodológicamente siempre
ha sido un privilegio de la literatura, pero quizá ahora, cuando
los saberes sociales y políticos positivizados, han entrado en
una crisis sin parangón con otras épocas, la experiencia litera-
ria pudiera contribuir de modo determinante a la descripción y
análisis (fenomenológico) de lo político. Más aún, la literatura
parece estar poniendo definitivamente en cuestión la interpre-
tación positivista de los ideales modernos” (Maestre, 2000).
En lo personal, cada vez me convenzo más de que hay más
sabiduría política en una buena novela que en un tratado de
ciencia política. El terreno de la ficción, de la imaginación crea-
tiva, siempre será más fértil que el del método científico para
dar cuenta de la experiencia política. Mientras que el científico
aspira a reducir la complejidad del mundo que observa a cate-
gorías empíricas impermeables, verdaderas camisas de fuerza,
el escritor no tiene más límite que su imaginación y su talento.
Así, por ejemplo, la novela histórica o política, es decir, la na-
rrativa que recrea pasajes, personajes o situaciones concretas
del pasado o del presente o de un futuro conectado con hechos
reconocibles aquí y ahora, no tiene porque ser fiel a los aconte-
cimientos que narra, y en esta lisonja de la imaginación reside
su potencial y su superioridad respecto de otras maneras de

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aproximarse a la vida. Mientras que el científico de la política


no tiene más remedio que contentarse, en el mejor de los casos,
con lo meramente fenomenológico, la buena narrativa política
escarba siempre en la condición humana, es decir, nos pinta
mundos posibles, por más lejanos que nos parezcan a primera
vista.
Con todo, hay ocasiones en que el dilema del escritor de
novelas históricas o políticas no es el de la mayor o menor fide-
lidad a los acontecimientos que narra si no el de la prudencia o
no en el momento de recrearlos en su obra. Y es que, aunque
sea una frase hecha, la realidad siempre supera a la ficción. No
hace mucho, el laureado escritor Mario Vargas Llosa señaló en
ocasión de la aparición de su extraordinario libro La fiesta del
chivo, en el que se narra la sangrienta y muy larga tiranía del
general Trujillo en República Dominicana, que si en su novela
hubiera recreado en detalle los excesos del dictador tropical en
el poder, y sobre todo la brutalidad con la que eliminaba a sus
adversarios o imponía su voluntad, todos hubieran cerrado el
libro horrorizados y exclamado que Vargas Llosa ahora sí había
exagerado la nota. Como quiera que sea, esta novela desgarra-
dora, pese a la prudencia con la que fue escrita según confiesa
su propio autor, ilustra perfectamente lo que he venido dicien-
do hasta aquí; es decir, que se pueden encontrar más claves
para entender la política, o mejor, la experiencia política, la po-
lítica de hombres de carne y hueso, en la buena literatura que
en la ciencia más sofisticada. Quien quiera entender, por ejem-
plo, la lógica del poder ilimitado, de la tiranía, bien haría en in-
cursionar en las páginas de esta obra maestra.

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Epílogo

El estudio de lo político
en y desde América Latina

n este epílogo me propongo revisar y valorar la producción


E intelectual en América Latina en los campos de la filosofía y
la ciencia políticas, sobre todo la que va de finales de los años
setenta del siglo XX a la actualidad, o sea los últimos veinticin-
co años. En los hechos, para el caso de la filosofía política la ta-
rea es particularmente compleja y evasiva, por cuanto ha sido
precisamente esta disciplina la que en términos cuantitativos y
cualitativos ha ofrecido en estos años menos aportes al saber
sobre lo político en comparación con otras disciplinas que al
menos en nuestra región o subcontinente han tenido mayores
desarrollos y cultivadores, como la sociología, la historia, la an-
tropología y la propia ciencia política. En virtud de ello, en un
ejercicio un tanto ecléctico, he optado en lo que sigue por ir del
objeto a la disciplina; es decir, la reconstrucción del pensamien-
to sobre lo político o historia intelectual sobre lo político que
ensayaré aquí, se concentrará más en los grandes temas propia-
mente políticos que han inquietado a los estudiosos latinoame-
ricanos que en las formas y los métodos empleados para enca-
rarlos. Así, más que distinguir entre filosofía política y otros
abordajes no filosóficos sobre lo político, me concentraré en to-
das aquellas producciones intelectuales relevantes que inde-
pendientemente de su marco disciplinar de origen han venido
alimentado un saber sobre lo político en la región hasta dar lu-
gar a lo que hoy pudiera ser considerado una teoría política

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propia, que inserta en las corrientes de pensamiento cosmopo-


litas no abandona la tentativa de responder y representar la es-
pecifidad cultural de nuestros países.
Sin embargo, en honor a la verdad, no ha llegado el mo-
mento para afirmar que América Latina ha producido un pen-
samiento político original y novedoso capaz de dialogar desde
su tradición particular con las corrientes de pensamiento domi-
nantes en el mundo. Que exista una tradición de pensamiento
en “Hispano-América” —para decirlo con Ortega y Gasset—
distinta a otras tradiciones, como la idealista alemana o la em-
pirista anglosajona, es indudable. Basta incursionar en la línea
de pensamiento que a partir del humanismo vitalista de Orte-
ga y Gasset impulsó a algunas de las mentes más brillantes de
nuestra lengua a producir un saber auténtico que respondiera
a nuestro temperamento, es decir a nuestra forma particular de
ser y estar en el mundo, y que poco tiene en común con otras
tradiciones. Piénsese si no en autores como María Zambrano
o Alfonso Reyes, en José Vasconcelos o Mariano Picón-Salas,
en José Lezama-Lima o Jorge Luis Borges, en Octavio Paz o
Gabriel Zaid, todos interesados más en el esteticismo de la pa-
labra que en el rigor de los conceptos omniabarcantes, en la li-
gereza del ensayo que en la pesadez del tratado, en la humil-
dad del pensamiento que en la soberbia del racionalismo, en
la fecundidad de la experiencia y la imaginación que en la
deificación de la razón, en el escepticismo estoico que en el
progreso positivista, en el realismo hispano que en el idealis-
mo germano.
Pero si ese talante filosófico particular no ha podido posi-
cionarse ya no digamos en el mundo intelectual sino en el pro-
pio subcontinente no es porque carezca de méritos, sino por un
sentimiento de inferioridad intelectual que merodea en nues-
tros países que lleva a mirar nuestra propia tradición con des-
dén y a hurgar en los centros dominantes de producción inte-
lectual para sentirnos cosmopolitas. El resultado es una pobre
escolástica para consumo interno de la cual muy poco se puede
rescatar. En suma, salvo honrosas excepciones, el pensamiento
que sobre lo político ha producido América Latina los últimos

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veinticinco años es una mala copia de lo que consumimos de


otras latitudes. Al darle la espalda a lo que bien podía haber
sido una tradición propia de pensamiento, en América Latina
han tenido cabida todas las corrientes y paradigmas europeos
y anglosajones, desde el marxismo hasta el positivismo, desde
el utilitarismo hasta el cientificismo, desde el anarquismo has-
ta el comunitarismo, y un interminable etcétera. Y es en el seno
de estas corrientes y paradigmas donde se han movido nues-
tros estudiosos sobre lo político. El resultado ha sido más bien
pobre: intentos forzados de encajar nuestra especificidad cultu-
ral a modelos pensados para realidades muy distintas; explica-
ciones orientadas más por las modas intelectuales que por un
interés genuino de entender mejor; descripciones superficiales
que poco ayudan a comprender la complejidad de nuestra rea-
lidad; visiones sumamente academicistas sin conexiones inme-
diatas con la realidad.
De lo anterior se desprende que mi mirada en este epílogo
no será complaciente. Lejos de ello, en sintonía con los presu-
puestos que defendí en los capítulos 7 y 8 del presente volu-
men, intento proponer al final del recorrido algunos lineamien-
tos que de manera alternativa permitan orientar en el futuro la
reflexión sobre lo político en América Latina. Cabe señalar que
el recorrido que emprenderé aquí es por necesidad muy gene-
ral e indicativo. De antemano señalo que del conjunto de auto-
res escogidos no están todos los que son ni son todos los que
están. Sin embargo, creo que el resultado es lo suficientemente
incluyente como para tener una fotografía de contornos más o
menos precisos de nuestro objeto.
Una última precisión es necesaria: si hay un tema que ha
inquietado más a los estudiosos latinoamericanos sobre lo po-
lítico los últimos veinticinco años ese es la democracia. La ra-
zón es fácilmente entendible: después de tantos tumbos autori-
tarios y fracasos democráticos, los países de América Latina, a
excepción de un puñado de ellos, finalmente han podido en-
contrar su lugar con relativo éxito entre las naciones democrá-
ticas del mundo. Este hecho ha vuelto relevante la discusión in-
telectual sobre la democracia que tenemos y la que podemos

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construir en el futuro. De ahí que el eje de mi reconstrucción in-


telectual en este epílogo será sobre todo las percepciones y las
posiciones que sobre la democracia se han producido los últi-
mos veinticinco años en el subcontinente.
En una primera acepción, y sin desconocer las intermina-
bles disputas teóricas que este asunto ha propiciado desde
siempre, entiendo por filosofía política un intento por sustituir
el nivel de opinión por un nivel de conocimiento de la esencia
de lo político. Como tal, la filosofía política no puede renunciar
a emitir juicios de valor acerca de su objeto; es decir sobre el
buen orden político o el orden político justo —en este caso la
democracia—. Con todo, la filosofía política busca siempre la
verdad. Sus cultivadores saben de antemano que nunca podrán
poseerla, pero no pueden no buscarla. Este hecho constituye un
impulso moral por sí sólo, confiriendo dignidad y sustancia a
la reflexión filosófica. Además, quien se pregunta por la esen-
cia de lo político se pregunta también por los grandes objetivos
de la humanidad: la vida buena, la sociedad justa, la libertad,
etcétera. No cabe duda que esta inquietud en principio filosófi-
ca cruza a prácticamente todo el pensamiento sobre la demo-
cracia en América Latina. De ahí que en nuestro elenco de au-
tores, quepan muchos que sin ser propiamente filósofos sí se
han movido por una inquietud prescriptiva, más o menos ex-
plícita, dado los enormes déficit que en todos los órdenes sigue
arrastrando nuestra trágica América.

Modelo para armar

Para proceder con la reconstrucción del pensamiento polí-


tico latinoamericano de los últimos veinticinco años que me he
propuesto aquí, sugiero clasificar a los distintos autores a lo
largo de dos dimensiones: una ideológica y otra metodológica
(ver figura 2). En la dimensión metodológica podemos ubicar
los extremos de suaves y duros. En el primero están todos aque-
llos autores cuyos análisis sobre la política en América Latina
no adoptan un método científico empírico riguroso; es decir,

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carecen casi por completo de conceptualización, no emplean


métodos de control precisos para demostrar sus afirmaciones,
no hipotetizan sobre los asuntos estudiados. De ello no se deri-
va que algunos de estos trabajos no hayan tenido implicaciones
teóricas de la mayor importancia, por el contrario, algunos au-
tores no necesariamente cientificistas han generado acalorados
debates y han ofrecido valiosas contribuciones, este es el caso
de diversos literatos, ensayistas, filósofos e historiadores como
Octavio Paz, José Guilherme Merquior y Mario Vargas Llosa.
Muy cerca de este extremo de los suaves, podemos colocar
también a diversos científicos sociales que abrevan en el para-
digma marxista. Este es el caso de Pablo González Casanova y
Atilio Borón, entre otros, o los partidarios de la teología de la li-
beración, que no necesariamente dejan de ser rigurosos, pero sí
llegan a ser excesivamente subjetivos, deterministas y hasta or-
todoxos en el momento de conducir sus estudios u ofrecer so-
luciones a los males analizados. Finalmente, en este rubro de-
bemos ubicar también a diversos estudiosos que se han
adscrito al corpus de ideas provisto por el movimiento intelec-
tual posmoderno de origen europeo para pensar el presente la-
tinoamericano. Se trata de estudiosos que no sólo se alejan del
método científico sino que adoptan una posición sumamente
crítica respecto a la Razón científica propia de la modernidad,
por lo que proponen formas inéditas y originales de construc-
ción del conocimiento.

Figura 2

Dimensión ideológica

Izquierda Derecha

Dimensión Duros ID DD
metodológica Suaves IS DS

En el otro extremo del continuum metodológico está un


conjunto de científicos sociales, sobre todo politólogos, antro-

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pólogos y sociólogos, que valoran positivamente el quehacer


científico, por lo que emplean métodos demostrativos más o
menos rigurosos y se empeñan en enriquecer el corpus teórico
de sus respectivas disciplinas mediante sus investigaciones y
estudios empíricos. En esta casilla podemos ubicar a los insti-
tucionalistas, los culturalistas y algunos sociólogos con un
buen manejo de la teoría social contemporánea. Algunos adop-
tan incluso modelos explicativos sumamente sofisticados o re-
curren a métodos cuantitativos, econométricos y matemáticos
para reforzar los resultados de sus investigaciones.
Por lo que respecta a la dimensión ideológica, podemos
ubicar los extremos de izquierda y derecha, en sintonía con los
criterios convencionales con los que estos términos se emplea-
ron durante décadas. Obviamente, en el extremo izquierda es-
tán todos aquellos autores que se adscriben en mayor o menor
medida a la tradición marxista, la cual fuera tan influyente en
América Latina en los años sesenta y setenta. Ciertamente, des-
pués de la debacle del socialismo real, hoy es difícil identificar
a un autor que se declare abiertamente marxista. Sin embargo,
al adoptar diversos aspectos teóricos provenientes del marxis-
mo, sobre todo en el momento de ofrecer sus soluciones, varios
de estos autores bien pueden ser ubicados en el marco de esta
tradición. En el caso de otros estudiosos, su ubicación en este
extremo deriva más bien de su posición descarnada con respec-
to al neoliberalismo o su crítica radical a la modernidad. En el
primer caso están sociólogos como Sergio Zermeño o Hugo Ze-
melman, mientras que en el segundo, algunos antropólogos
como Néstor García Canclini. Cabe señalar que la crítica más
feroz a la modernidad ha sido la producida por los intelectua-
les posmodernos. Con justicia, éstos también deben ser ubica-
dos en el extremo izquierda, pero su caso es ambivalente, pues
efectivamente son radicales en su diagnóstico, pero muy con-
servadores en sus soluciones, las cuales se resumen es una
suerte de “privatismo individualista” que no deja suficiente es-
pacio para proyectos colectivos y de solidaridad.
En el otro extremo del continuum ideológico está un con-
junto de intelectuales que comulgan con la doctrina liberal en

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alguna de sus muchas vertientes. En algunos países se les cono-


ce como la “derecha ilustrada” y tienen un enorme peso en las
políticas culturales y en los medios intelectuales de sus respec-
tivas naciones. Junto con ellos, también podemos ubicar en la
derecha a los así llamados “transitólogos”, por cuanto compar-
ten con aquellos la asociación de capitalismo y democracia
como intrínsecamente necesarios y tienden a reducir la noción
de democracia al ejercicio electoral parlamentario.
Ahora bien, si combinamos las dos dimensiones conside-
radas para clasificar a los estudiosos latinoamericanos, pode-
mos reconocer cuatro tipos muy bien definidos de posiciones
intelectuales: la derecha dura, la derecha suave, la izquierda
dura y la izquierda suave. Obviamente, se trata de una clasifi-
cación con fines expositivos, pues en los hechos podemos en-
contrar múltiples combinaciones o hasta posiciones eclécticas.
Este el caso, por ejemplo, de los intelectuales que adoptan cri-
terios desarrollistas para referirse a las perspectivas de la re-
gión.
Los desarrollistas son especialistas de diversas disciplinas,
pero principalmente economistas, que buscan explicaciones so-
bre las posibilidades de nuestros países para salir del atraso.
Obviamente, mantienen algún vínculo teórico con las posicio-
nes desarrollistas que alcanzaron notoriedad en los años sesen-
ta en todo el mundo y que en América Latina fueron adoptadas
y estimuladas por la Comisión Económica para América Latina
y el Caribe (CEPAL). Este vínculo, sin embargo, es tan sólo apa-
rente, pues las teorías desarrollistas clásicas terminaron su-
cumbiendo frente a la crítica dependentista de los años setenta
y debido a sus propias contradicciones internas. En ese sentido,
confrontadas a las teorías dependentistas de impronta marxis-
ta, las teorías desarrollistas eran más bien conservadoras y
poco sensibles a desnudar las contradicciones propias del capi-
talismo. Sin embargo, debido al ulterior triunfo material de la
doctrina neoliberal en nuestros países y la subsecuente derrota
teórica de las perspectivas dependentistas, los autores que hoy
reivindican posiciones desarrollistas, aunque corregidas res-
pecto de las propuestas tradicionales de los años sesenta, son

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de los pocos especialistas que todavía muestran alguna sensibi-


lidad hacia los agudos problemas sociales que cruzan a todos
nuestros países. Por ello, desde este punto de vista, no sería in-
exacto ubicarlos en el extremo de la izquierda. Algo similar po-
dría decirse de las soluciones que ofrecen frente a dichos pro-
blemas, pues son pretendidamente progresistas al buscar
opciones para enfrentar el subdesarrollo, pero se aproximan al
extremo opuesto cuando proponen mecanismos de eficientiza-
ción del Estado y de las políticas públicas como el eje indispen-
sable para cualquier estrategia desarrollista; es decir, se aproxi-
man en sus recomendaciones a posiciones mantenidas por los
institucionalistas y los liberales.
Con respecto a la dimensión metodológica, tampoco resul-
ta fácil ubicar a los autores desarrollistas en uno u otro extre-
mos. Algunos recurren a métodos demostrativos más o menos
rigurosos, mientras que otros elaboran discursos más libres y
menos comprometidos con las exigencias del método cientí-
fico.
Paso ahora a analizar en profundidad cada una de las cua-
tro posiciones intelectuales que se desprenden de la clasifica-
ción anterior.

La derecha dura

En este rubro debemos ubicar a un grupo compacto de po-


litólogos adscritos plenamente a los enfoques empiricistas y
funcionalistas provenientes de la ciencia política desarrollada
sobre todo en Estados Unidos. Todos ellos son mejor conocidos
como “institucionalistas” y, en algunos casos, “transitólogos”,
y han centrado buena parte de sus esfuerzos a explicar y des-
cribir los procesos de democratización en América Latina a
partir de los primeros años ochenta del siglo pasado. Primero
fueron politólogos extranjeros los que volcaron su mirada so-
bre esta región muy bien equipados con las teorías empíricas
del cambio político que se fueron gestando desde las experien-
cias transicionales en el Sur de Europa en la década de los se-

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tenta. Este es el caso de Linz y Stepan (1978), Huntington (1968


y 1994), Przeworski (1991), Morlino (1985), por citar a los más
conocidos. A esta corriente claramente cientificista del estudio
de la política se adscribieron después muchos politólogos lati-
noamericanos, la mayoría formados en Estados Unidos, como
Lechner (1986 y 1990), O’Donnell (1992), Garretón (1994 y
1997), Cavarozzi (1990 y 1994), Nohlen (1988 y 1989), Huneeus
(1987), Baloyra (1987) y, siendo autocríticos, yo mismo (Cansi-
no, 1991, 1994, 1996 y 1997). En la actualidad, estas perspecti-
vas funcionalistas comienzan a perder terreno frente al auge de
enfoques neoinstitucionalistas y racionalistas mucho más rigu-
rosos y cuantitativos en el plano metodológico.
En el caso de América Latina, la producción de estudios
sobre la transición ha sido vasta y muy importante. Entre otras
cosas porque los procesos de democratización en la región, sal-
vo algunas excepciones, coincidieron en el tiempo y se desarro-
llaron con patrones muy semejantes, lo cual motivaba a buscar
explicaciones globales sobre las implicaciones y repercusiones
de esta novedad histórica en el Continente.
Según nuestro esquema, este grupo de estudiosos debe ser
colocado en el extremo derecha de la dimensión ideológica, bá-
sicamente porque comparten una visión reduccionista de la de-
mocracia muy en sintonía con las definiciones minimalistas y
procedimentales elaboradas en Estados Unidos por politólogos
como Dahl (1971), Sartori (1988), Schmitter y Karl (1991). Así,
para todos ellos, la democracia se define exclusivamente como
un régimen político, es decir, queda confinada al ámbito de las
instituciones y/o es concebida únicamente como un mecanis-
mo de selección de representantes a partir de ciertas condicio-
nes y garantías de pluralismo partidista y participación de los
ciudadanos. Por otra parte, estos autores comparten con el pen-
samiento liberal la asociación de capitalismo y democracia
como intrínsecamente necesarios así como la tendencia a redu-
cir la noción de democracia al ejercicio electoral parlamentario.
Cabe señalar que la ubicación de los institucionalistas en el ex-
tremo de la derecha no desconoce el valor de sus contribucio-
nes en favor de la democratización de América Latina sumergi-

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da durante años en la intolerancia y el autoritarismo. Con todo,


por lo dicho antes, su defensa de la democracia liberal no al-
canza por sí sola para ubicarlos en una posición distinta en la
dimensión ideológica.
Aunque los estudios sobre los procesos de democratiza-
ción en la región han reparado en un sinnúmero de aspectos, es
posible reconocer algunos criterios comunes. Así, por ejemplo,
opinan que la democratización de América Latina en los años
ochenta se genera en la crisis de los modelos burocrático-auto-
ritarios que prosperaron en todo el continente. Por las propias
características de estos regímenes, las transiciones en la región
han sido más bien lentas y conflictivas y han conducido a pro-
cesos de consolidación frágiles y difíciles. De esta suerte, si
bien se han afirmado procesos mínimos que nos permiten ha-
blar de regímenes democráticos, prevalecen amplias zonas o
franjas autoritarias y excluyentes, que muchas veces han gene-
rado situaciones de ingobernabilidad. Los partidos políticos,
por su parte, han mostrado serias dificultades para echar raíces
y articular demandas, por lo que las democracias generadas
son más bien “delegativas”, en el sentido de que los represen-
tantes políticos no siempre cuentan con el respaldo social e ins-
titucional mínimo para cumplir sus funciones de manera legi-
timada.
Buena parte de las inquietudes de los transitólogos que
analizan América Latina consiste en identificar los riesgos que
ponen en peligro los avances democráticos. Algunos, como Ca-
varozzi (1990) y Garretón (1994), hacen depender estas dificul-
tades de lo que denominan una doble transición. Es decir, en
América Latina no sólo hubo un tránsito de régimen político,
sino también de la matriz de Estado que prevaleció en la región
desde la posguerra. De ahí que buena parte de los diagnósticos
producidos por los transitólogos derivan en recomendaciones
para la reforma del Estado.
Se trata casi siempre de recomendaciones de políticas pú-
blicas, de sugerencias para eficientizar la administración, de in-
geniería constitucional, o de propuestas para afinar y perfec-
cionar las instituciones representativas, en una palabra, se trata

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de soluciones para conjurar los peligros que amenazan a la de-


mocracia política a través del fortalecimiento de las institucio-
nes. En suma, se trata de propuestas con soluciones tecnocráti-
cas, que sólo miran a aproximar la lógica de funcionamiento de
las instituciones democráticas al modelo de democracias con-
solidadas de Estados Unidos y Europa. Esta derivación etno-
céntrica y teleológica parece inevitable para quienes se adscri-
ben a este corpus teórico y metodológico para analizar a
América Latina. No por casualidad, la mayoría de los transitó-
logos han terminado acomodándose como funcionarios o tec-
nócratas en sus respectivos gobiernos o a lo sumo como aseso-
res a sueldo.
Mi crítica a estos enfoques no puede desconocer este he-
cho, pero más importante, en estos diagnósticos no hay lugar
para la sociedad civil. Lo social siempre es visto en términos de
los equilibrios que propicia en lo político-institucional; es casi
siempre un elemento aleatorio que a lo sumo obliga en deter-
minados momentos a redefinir el papel del Estado. Sin embar-
go, como han apuntado otros enfoques, es cada vez más evi-
dente que la cuestión social es la cuestión política por
excelencia, son indisociables. De lo que se trata es de reconocer
adecuadamente las señales que se generan desde la sociedad
civil y que a su vez determinan los nuevos contenidos de la po-
lítica democrática.
Cabe señalar que algunos de los autores ubicados en esta
perspectiva institucionalista han sabido extender su mirada
más allá de los estrechos márgenes de la perspectiva funciona-
lista, lo que les ha permitido ofrecer diagnósticos mucho más
interesantes y sugerentes. Este es el caso de los últimos trabajos
de Lechner (1995 y 1996). Para ejemplificar, resumiré algunas
de sus posiciones.
Lechner sostiene la necesidad de repensar la política en
América Latina a la luz de un nuevo contexto internacional ca-
racterizado por el fin del sistema bipolar, la globalización, la
fragmentación social, la afirmación de la sociedad de mercado
y la reorganización del Estado, la expansión de la democracia,
etcétera. Las nuevas formas de la política se caracterizan sobre

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todo por el descentramiento de la política, su informalización


(poderes fácticos) y la reestructuración de lo público/privado.
Para América Latina, concluye Lechner, de lo que se trata es de
adecuarse a estas nuevas formas de la política de manera que
no se ponga en riesgo el orden institucional. Así, sostiene, no se
trata de eliminar la política sino de redimensionarla (reforma
del Estado), de poner en línea la política con los supuestos im-
perativos técnicos de la economía. Por otra parte, en contra de
la informalización de la política, propone la politización de lo
social, perfeccionar los mecanismos de representación para que
la sociedad influya cada vez más en las decisiones políticas.
Sin duda, el diagnóstico de Lechner es mucho más suge-
rente que los revisados arriba por cuanto da cuenta de procesos
de innovación política que no pueden subestimarse. Sin embar-
go, las soluciones propuestas se enmarcan en la mejor línea ins-
titucionalista, por cuanto el perfeccionamiento de la democra-
cia se hace depender de criterios de eficientización o ingeniería
política. En suma, el reconocimiento de la cuestión social por
parte de Lechner es sólo aparente o se queda en la superficie.

La derecha suave

En esta categoría se incluye a un grupo de intelectuales


afines con la doctrina liberal que alcanzaron un enorme presti-
gio en sus respectivos países a fines del siglo XX. En algunos
casos se les conoce como la “derecha ilustrada” y entre ellos
mantuvieron y mantienen fuertes vínculos de cooperación e in-
tercambio. Este es el caso de Octavio Paz (1984 y 1991) y Enri-
que Krauze (1990) en México, Vargas Llosa (1993) en Perú,
Merquior (1984, 1989a, 1989b, 1991), Lafer (1991) y Gomes y
Mangabeira (1998) en Brasil. Como líderes intelectuales en sus
respectivos países, supieron establecer vínculos muy estrechos
con los pensadores liberales más connotados a nivel mundial.
Se trata casi siempre de ensayistas, escritores o filósofos, y, en
algunos casos, llegaron a involucrarse activamente en la políti-
ca, como embajadores, asesores o candidatos a la presidencia.

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Sin duda, la contribución de estos autores para pensar


América Latina ha sido fundamental, aunque siempre antepo-
nen sus convicciones ideológicas a la búsqueda de explicacio-
nes metodológicamente correctas y rigurosas. Quizá por ello
no pueda decirse que estos intelectuales hayan elaborado, sal-
vo algunas excepciones, una teoría más o menos consistente
sobre América Latina. Por el contrario, sus reflexiones al res-
pecto son más bien reactivas y subjetivas. Por lo general, ofre-
cen explicaciones en negativo; es decir, tratan de desnudar las
implicaciones devastadoras de las tendencias populistas o to-
talitarias en la región, sean de tipo burocrático-autoritario,
como en la Sudamérica predemocrática; de tipo comunista,
como en Cuba; o semidemocrático, como en el México de la
transición. Se debe a Octavio Paz (1979), por ejemplo, una de
las caracterizaciones más lúcidas del Estado mexicano de los
años setenta, una crítica mordaz a su ambigua condición de
ogro y filántropo.
De su confrontación intelectual con los pensadores marxis-
tas, los liberales han extraído casi siempre sus argumentos en
favor de la democracia liberal como horizonte político y de con-
vivencia civil para América Latina. Pero a la hora de las pro-
puestas no hay más que un conjunto de ideas desarticuladas. A
lo sumo, sugieren revalorar los rasgos culturales e históricos de
nuestros pueblos, su idiosincrasia y modos de ser y relacionar-
se, como factores que imprimen su sello en las prácticas políti-
cas y de todo tipo.
Pero si de excepciones se trata, la contribución más sólida
sobre América Latina proveniente de este grupo de intelectua-
les liberales, es la ofrecida por Merquior, el más grande filóso-
fo que haya visto nacer nuestra América en el siglo XX. En uno
de sus ensayos más celebres, “El otro Occidente”, Merquior
ofrece una propuesta sumamente sugerente para pensar Amé-
rica Latina. En primer lugar, sostiene que América Latina ha vi-
vido siempre procesos de modernización inconclusos, enten-
diendo por modernización la afirmación de una democracia de
libertades y derechos mediante el logro de un bienestar equili-
brado y de progreso económico. En buena medida, piensa Mer-

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quior, esto se ha debido a la falta de sensibilidad de los Estados


populistas, nacionalistas y autoritarios que hemos padecido
tantos años, por cuanto se empeñan en desconocer que nues-
tras sociedades son profundamente plurales —liberales, diría
Merquior—, por lo que cualquier reivindicación del “sujeto na-
cional” con fines y metas compartidas, no concita ya ninguna
reacción.
En ese sentido, sostiene Merquior, América Latina com-
parte con Occidente el valor de la pluralidad y la libertad, pero
esta parte del mundo no es una mera extensión de Europa sino
otro Occidente, con valores y rasgos culturales peculiares. Re-
conocer la diversidad de América Latina implica quitar los ve-
los y las máscaras que nos han querido imponer desde las ins-
tituciones políticas. En esta tensión entre Occidente y América
Latina, nuestra identidad se configura como múltiple y pluriét-
nica, nuestra sociedad, como profundamente rebelde frente a
los abusos y definitivamente liberal por cuanto valora y defien-
de la diversidad y la diferencia.
Partiendo de estas premisas, Merquior considera priorita-
rio para América Latina desterrar el centralismo, la autocracia
y el paternalismo. Para ello, propone dos caminos: a) la defen-
sa consecuente del liberalismo en sus dos vertientes, como de-
fensa del mercado y de derechos individuales elementales y, re-
cuperando un viejo liberalismo que suele olvidarse, como
defensa de derechos sociales más sensibles a la igualdad de
condiciones y oportunidades; y b) racionalizar la política, es
decir, propiciar un Estado fuerte y eficiente, independiente-
mente de su tamaño. Ambos elementos se conciben como pre-
rrequisitos para dar coherencia a la legitimidad de las institu-
ciones y conjurar las tentaciones autoritarias tan frecuentes en
nuestros países. En una palabra, Merquior se inclina por un “li-
beralismo democrático” para América Latina, pero sensible a
las cuestiones sociales más apremiantes como condición de es-
tabilidad y legitimidad del orden institucional (vid. Gellner y
Cansino, 1996).
Sin duda, el diagnóstico de Merquior es sugerente y preci-
so y sus soluciones son sensibles a los problemas estructurales

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de nuestros países. El problema está en que el resurgimiento li-


beral en la región no ha dejado espacio en los hechos a los as-
pectos que el filósofo brasileño mencionaba en su momento. El
triunfo del neoliberalismo en los años ochenta y noventa ha co-
rrido paralela a una mayor exclusión social y terribles desi-
gualdades, que lejos de conjurar las amenazas de ingobernabi-
lidad, han hecho emerger conflictos de todo tipo así como
poderes fácticos que producen una creciente informalización
de la política, con todo su caudal de violencia y corrupción in-
controlables. Es decir, diagnósticos liberales como el de Mer-
quior parecen encontrar sus límites en la propia lógica de fun-
cionamiento del liberalismo de mercado. La mercantilización
universal parece inmune a cualquier regulación político-nor-
mativa y la eficientización del Estado y la legitimación de las
instituciones democráticas siguen siendo quimeras frente a la
creciente informalización de la política.
Habría que buscar por ello otros diagnósticos liberales
mucho más realistas con respecto a las consecuencias que el ne-
oliberalismo ha tenido en nuestros países, para extraer conclu-
siones más acabadas de este tipo de propuestas. Aquí entra
precisamente un trabajo de los filósofos brasileños Gomes y
Mangabeira (1998), en el que se desarrolla una alternativa prác-
tica al neoliberalismo. En principio, estos autores parten de re-
conocer que el neoliberalismo como proyecto para organizar la
economía y por sus consecuencias sociales recesivas ha fracasa-
do. En virtud de ello, proponen como imperativo pensar sin
prejuicios cómo se pueden hacer más justas, eficientes y sólidas
nuestras economías, a partir de una definición política que no
es otra cosa que una voluntad compartida para profundizar la
democracia en nuestros países, afianzar el pluralismo de la so-
ciedad y reducir las disparidades entre los sectores modernos
de la economía y los sectores rezagados.
En suma, los autores se inclinan por un “desarrollo demo-
cratizante” fundado en varios aspectos: la reorganización de
un Estado actuante capaz de invertir en los individuos y de ser
un socio de la iniciativa privada; una profundización de la de-
mocracia mediante reformas institucionales que favorezcan la

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práctica de los cambios estructurales; un Estado fuerte y demo-


cratizado comprometido con la democratización de la econo-
mía de mercado y la superación de las desigualdades; un Esta-
do autónomo con proyectos nacionales en condiciones de
corregir o cuestionar los dictados económicos externos. De esta
convicción nacen una serie de propuestas muy concretas. A ni-
vel económico proponen: a) invertir el efecto regresivo del tri-
buto mediante un efecto distribuidor del gasto social, lo que
supone una mayor tributación indirecta del consumo y un ma-
yor castigo a los evasores de impuestos; b) privatizar empresas
públicas onerosas y usar las ganancias para abatir la deuda pú-
blica interna; c) asegurar una base de derechos sociales con par-
ticular atención a la niñez y a la juventud a partir de un princi-
pio de herencia social (todos heredan de la sociedad); d) la
revaloración social no depende de regulaciones sino de un Es-
tado enriquecido; regular sin esta condición acrecienta las desi-
gualdades; y e) promover una agricultura de carácter familiar a
través de asociaciones entre los gobiernos y las pequeñas ha-
ciendas. En suma, proponen colocar a la sociedad en el centro
entre el poder público y la iniciativa pública mediante una red
de pequeñas y medianas empresas. A nivel político, los autores
proponen: a) fomentar la veracidad y la equidad electorales y el
fortalecimiento de la movilización cívica; b) garantizar el finan-
ciamiento público de las campañas y la transparencia de las
contribuciones privadas, para disminuir la influencia del dine-
ro en la política; c) diversificar y descentralizar los medios de
información y regular su acceso por parte de los partidos; d) co-
rresponsabilizar a los gobernantes con la sociedad en sus deci-
siones, sobre todo en los ámbitos locales; e) penalizar severa-
mente los abusos de autoridad; f) acotar las responsabilidades
y funciones del presidente de la República en una lógica de
contrapesos clara y corresponsable en las decisiones; y g) mul-
tiplicar los instrumentos prácticos para que los ciudadanos
puedan conocer y reivindicar sus derechos.
Hasta aquí la propuesta de Gomes y Mangabeira. Su valor
reside sobre todo en el detalle con el que la construyen. Parece
que no dejan ningún tema sin tocar. Mi crítica, sin embargo, no

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es muy distante a la que ya expresé en el caso de los otros auto-


res liberales. A final de cuentas, depositan una enorme confian-
za en la capacidad autocorrectiva de las instituciones políticas
que repercuta en una adecuación con criterios más justos del li-
beralismo de mercado y de la política realmente existente. La
propuesta alternativa que expondré más adelante es en este
sentido mucho más realista porque parte de reconocer la crisis
de la política representativa y la incapacidad de las autorida-
des para acotar su propio rédito personal en beneficio de lo so-
cial. En este escenario, cobra sentido sostener que lo político
comienza a identificarse con lo social. Es aquí el único lugar
donde pueden generarse los contenidos que redefinan el ámbi-
to institucional y normativo. El problema está en que los políti-
cos profesionales siguen pensando que las decisiones son su
competencia exclusiva, y son incapaces de leer las señales que
emiten sus sociedades.
Por otra parte, la propuesta de Gomes y Mangabeira hace
depender del Estado no sólo la redefinición del proyecto eco-
nómico y político sino también la generación de una conciencia
social más crítica y de ciudadanos mejor informados de sus de-
rechos. Una propuesta totalmente ingenua si consideramos que
han sido precisamente nuestras sociedades las que se han mo-
vido en esa dirección a pesar del Estado, los partidos, y todos
aquellos que les niegan su condición de sujetos políticos.

La izquierda dura

Como vimos en la definición de nuestro esquema de dos


dimensiones, en la categoría de la izquierda dura podemos ubi-
car dos conjuntos de intelectuales, los “culturalistas” y los “so-
ciólogos”. Veamos ahora sus respectivas propuestas sobre la
democracia y la política en América Latina.

Los culturalistas
Muy cercanos en sus intenciones a los autores posmoder-
nos, se encuentran los culturalistas. En efecto, para ambos son

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fundamentales los cambios culturales producto de la crisis


de la modernidad para explicar el presente latinoamericano;
es decir, ambos parten de reconocer nuevas dimensiones sim-
bólicas en el terreno de la cultura y la socialidad ya sea como
producto de una crisis de ideologías, valores y certidumbres
no hace mucho articuladoras, o como resultado del efecto de
los media y la globalización cultural a la que ha conducido la
etapa más reciente del capitalismo, o a la afirmación de un
desencanto creciente que ha arrojado a muchos al individua-
lismo privatista e inmediatista, debilitándose así la idea de
pertenencia o identidad. Pero esta semejanza inicial en inten-
ciones que nos permite ubicar a ambos discursos en la casilla
radical de nuestro esquema, contrasta visiblemente en lo que
respecta a los métodos de explicación apropiados para dar
cuenta de estos cambios en el ámbito de la producción, circu-
lación y consumo de significaciones que es la cultura. En
efecto, mientras que para los posmodernos la crisis del dis-
curso científico es consustancial a la crisis de la modernidad,
por lo que la posmodernidad perfila una corriente epistemo-
lógica de nuevo aliento, para los culturalistas hay cierto ape-
go a los métodos científicos demostrativos y rigurosamente
conducidos.
Así, los estudios culturalistas de la región han sido elabo-
rados sobre todo por antropólogos y sociólogos, empleando
modelos teóricos y de análisis en ocasiones muy sofisticados
como los de Geertz (1983) o Gellner (1997). No debe confundir-
se este sector de análisis con los estudios culturalistas en gene-
ral. En una visión amplia, serían culturalistas todos aquellos
que encuentran en los rasgos culturales históricamente confor-
mados de un pueblo (idiosincrasia) las explicaciones de una
manera de ser y de relacionarse. Aquí entrarían un sinnúmero
de estudios y ensayos con las más variadas posiciones e inten-
ciones, y que sin duda nos aclaran muchas de nuestras obscuri-
dades actuales como miembros de una comunidad. Pienso, por
ejemplo, en autores como Monsiváis (1988), Zea (1986), Uslar
Pietri (1996), Fuentes (1991 y 1992), Briseño Guerrero (1994),
para citar a los más conocidos.

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Los estudios culturalistas a los que en realidad me refiero


aquí se insertan en un esquema y un programa muy concreto
de producción de saberes. Es lo que en Estados Unidos se ha
llamado Cultural Studies. En América Latina, sus principales re-
presentantes son García Canclini (1990 y 1994), Martín-Barbero
(1993 y 1997), Calderón, Hopenhayn y Ottone (1994).
Para ejemplificar esta veta de reflexión sobre la política en
América Latina me concentraré aquí en algunas ideas producidas
por el antropólogo García Canclini. Se debe a este autor el con-
cepto de “culturas híbridas” para referirse sobre todo a la reali-
dad cultural de América Latina. La hibridización es así un proce-
so que implica una mezcla constante no sólo en el ámbito racial
sino en el mundo más amplio de la cultura. La hibridización
como proceso no sólo es un desafío para el conocimiento (la mul-
tidisciplinariedad) sino también una constatación de las incerti-
dumbres actuales como impacto de la crisis de la modernidad.
Para García Canclini, en el proceso de modernización eco-
nómica y política inconcluso en América Latina, las culturas
que no son completamente nacionales sino autoritarias han
chocado con la transformación de los años ochenta de los mer-
cados simbólicos. Lo existente, lo nuevo, la mezcla híbrida de
cultos populares y masivos han sido producidos por la expan-
sión urbana, por lo que las formas tradicionales de la vida po-
lítica y la cultura urbana han declinado y los medios “han lle-
gado a ser los constituyentes dominantes del significado
‘público’ de la ciudad, los que estimulan una esfera pública
imaginaria desintegrada”.
A partir de estas premisas, García Canclini desafía algunas
posiciones posmodernas al señalar que: “Las preguntas funda-
mentales sobre la identidad y lo nacional, la defensa de la sobe-
ranía y la apropiación desigual del conocimiento y el arte, no
desaparecen. Los conflictos no se han borrado... Se colocan en
un registro diferente, uno que es multilocal y más tolerante y la
autonomía de cada cultura es repensada. Las consecuencias
políticas están moviéndose de una concepción vertical y bipo-
lar de las relaciones sociopolíticas a otra que es descentrada y
multideterminada.” (García Canclini, 1990, p. 45).

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Por todo ello, para García Canclini, la modernización in-


completa del Estado y la sociedad en América Latina coexiste
con la posmodernidad: “las culturas popular y de elite con sus
raíces tradicionales pertenecen a lo moderno, mientras que la
cultura de masas es posmoderna, una matriz desorganizadora-
organizadora de experiencias temporales”.
Pero esta hibridación modernidad/posmodernidad no ce-
lebra al posmodernismo sino que lo hace una parte del dilema
contemporáneo. Para América Latina, esta realidad cultural
más heterogénea no debería concebirse como más democrática,
pues no escapa a las operaciones de nuevos y viejos mecanis-
mos para concentrar la hegemonía.
La conclusión lógica de este tipo de diagnósticos se dirige
a reformular la política cultural: “las relaciones entre el Estado
y el mercado deben ser redirigidas: no es cosa de restaurar la
propiedad del Estado, sino de repensar el papel del Estado
como el árbitro o garante, para que la necesidad de informa-
ción, entretenimiento e innovación de la colectividad no esté
siempre subordinada al lucro”.
Sin duda, los estudios culturalistas tienen un valor sustan-
cial: adentrarse en la producción de significaciones simbólicas
como un elemento consustancial a cualquier reflexión de la re-
alidad latinoamericana. Se trata de un elemento nada desdeña-
ble si consideramos que la posibilidad de repensar lo político
moderno reside en buena medida en reconocer los contenidos
simbólicos que los imaginarios colectivos transfieren desde
una sociedad radicalmente secularizada y diferenciada —autó-
noma— a los ámbitos de mediación y decisión político-norma-
tiva. Desde este frente, los estudios culturalistas proveen un ar-
senal teórico y conceptual muy sugerente para acercarse al
tema. Con todo, conceptos como hibridización de la cultura no
son más que otra forma, quizá más sofisticada, para señalar lo
que aparece fenomenológicamente evidente para cualquiera: la
sociedad está cruzada por la diferencia y la pluralidad, por lo
que ninguna perspectiva radical en el terreno democrático pue-
de negar el conflicto como condición sine qua non de la socie-
dad. En esa perspectiva, no puede más que coincidirse con las

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conclusiones culturalistas a la García Canclini. Pero no basta


con levantar acta de esta realidad, sobre todo pensando en
América Latina, para pretender resolver heurísticamente el
enorme dilema que supone la heterogeneidad. En este sentido,
la complejidad de nuestras sociedades heterogéneas escapa a
cualquier posibilidad de caracterización intelectual. Aquí resi-
de la principal limitante de conceptos como el de “hibridación
cultural”, por cuanto buscan descifrar lo que en sí mismo es in-
descifrable. Me parece mucho más honesto reconocer este he-
cho que alentar falsas expectativas omnicomprensivas. Pero
más allá de esta crítica metodológica, me parece que estos en-
foques conducen a otro error. Si no es posible caracterizar de
una vez lo híbrido, menos lo es recomendar políticas culturales
para sociedades híbridas. De nuevo, una manía por sobredi-
mensionar al Estado en sus competencias y facultades.

Los sociólogos
En este rubro ubico a un conjunto de sociólogos muy cer-
canos a dos sociólogos provenientes de Europa que han puesto
particular atención al estudio de los movimientos sociales y a
la democracia participativa: Alain Touraine y Jürgen Haber-
mas, respectivamente, a los que se han adscrito como discípu-
los muchos estudiosos de la región.
En el caso de Touraine, esta influencia se ha debido en
buena medida al propio interés que el sociólogo francés ha te-
nido por América Latina al grado de convertirse en uno de sus
temas centrales de reflexión. La sociología de Touraine se pre-
tende rigurosa en el plano epistemológico pero muchas de sus
conclusiones nos permiten ubicarlo como un pensador radical
en el terreno ideológico. En buena medida, esto se debe a que la
teoría de Touraine hunde sus raíces en el pensamiento marxis-
ta aunque también se deslinda de esta corriente para criticarla,
rectificarla o corregirla en el momento de pensar realidades to-
talmente distintas a las que Marx visualizó en su tiempo. Cu-
riosamente, la mayoría de los discípulos de Touraine en Améri-
ca Latina tuvieron un itinerario semejante. De marxistas a
veces ortodoxos pasaron a adoptar una posición más ecléctica

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en sus contenidos teóricos y metodológicos, aunque también


profundamente crítica e inconforme con la explotación y la
pauperización a la que ha conducido el “capitalismo salvaje”
en América Latina. En algunos casos, los diagnósticos son tam-
bién profundamente pesimistas acerca del futuro de la región.
Este es el caso de sociólogos como: Zermeño (1996), Zapata
(1993 y 1997) y Zemelman (1989 y 1995), aunque en el caso de
los dos últimos su pensamiento navega en muchas otras co-
rrientes además de la de Touraine.
En el caso concreto de Touraine (1987 y 1989), su posición
sobre América Latina es abiertamente socialdemócrata. Des-
pués de reflexionar sobre el agotamiento de los modelos de de-
sarrollo populistas y autoritarios, lo cual se constata en la au-
sencia de movilizaciones políticas a partir de los años ochenta,
y de reconocer las terribles consecuencias sociales del actual
proyecto neoliberal en los países de la región, Touraine conclu-
ye: “Estoy convencido de que dentro de pocos años el tema ge-
neral de América Latina será cómo introducir un tipo de social-
democratización, de redistribución a través del Estado; cómo
crear o incrementar impuestos, dar recursos al Estado y utilizar
los nuevos para servicios sociales y un sistema mínimo de se-
guridad social. No hay otra salida. La política liberal actual es
el primer paso, pero hay que reconstruir rápidamente un con-
trol social y político de la actividad económica a través de un
sistema de redistribución.” (Cansino y Alarcón, 1994, p. 145).
No deja de sorprender que aún haya voces que eleven dis-
cursos tan endebles como el anterior. Touraine no es capaz de
ver más allá de lo que sus estrechos enfoques sociológicos le
permiten. Si algo expresa la pluralidad de iniciativas sociales
en América Latina es su desconfianza en un proyecto socialde-
mócrata que asuma el monopolio de la verdad sobre la manera
en que deben redistribuirse los recursos públicos. A estas altu-
ras, más de 250 millones de marginados en todo el continente
esperan muy poco de la política social de sus gobiernos. A lo
sumo, esperan cierta sensibilidad de sus “representantes” para
que no bloqueen o manipulen sus propias iniciativas autóno-
mas de organización y sobrevivencia.

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Además de Touraine, cabría ejemplificar este tipo de enfo-


ques con la propuesta del sociólogo Zermeño, quien publicó
hace una década un libro de título muy polémico, La sociedad
derrotada (1996), en clara sintonía con su maestro Touraine.
El análisis de Zermeño parte de una hipótesis general: la
globalización en la que se han visto inmersas las economías de
nuestros países ha resultado un ataque furibundo contra los ac-
tores de nuestra modernidad. Más específicamente, la globali-
zación ha significado: a) una destrucción sistemática de los más
destacados actores de la sociedad (empresarios, clases medias,
asalariados públicos, proletariado industrial, sectores medios,
etcétera); b) una destrucción de los espacios de intermediación
entre estos actores y el Estado (sindicatos, partidos, universida-
des, medios, movimientos sociales, asociaciones, etcétera); y c)
el desmantelamiento de los actores modernos a favor del nú-
cleo reducido y poderosísimo de empresas transnacionales aso-
ciadas a la cúpula del poder, en medio de la desorganización,
pauperización y anomia crecientes de la población. En suma,
concluye Zermeño, “la globalización constituye un disolvente
social de las identidades colectivas con consistencia social y
continuidad y de los espacios de interacción comunicativa y
formación crítica de lo público”, con la peculiaridad de que la
destrucción de lo público en nuestros países no conduce nece-
sariamente a la afirmación de consumidores individualistas
como en otros países sino a la incultura y la miseria, lo cual se
suma a una herencia histórica derrotista y a la existencia de Es-
tados que sistemáticamente han promovido el desmantela-
miento de las identidades colectivas inconvenientes. El cuadro
pintado por Zermeño no podía ser más desolador. En América
Latina lo que tenemos es modernización con exclusión. De he-
cho, concluye el sociólogo, el neoliberalismo tiene como razón
de ser la exclusión creciente de la sociedad.
A partir de este diagnóstico, Zermeño dirige severas críti-
cas a las justificaciones neoliberales y a los transitólogos que
sólo tienen como horizonte la democracia política. Con respec-
to a los primeros, Zermeño deja ver lo absurdo que resulta jus-
tificar la existencia del modelo neoliberal a partir del argumen-

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to de que el adelgazamiento del Estado y la privatización de


empresas antes estatales es el precio que hay que pagar por ha-
ber mantenido Estados sociales ineficientes. Con respecto a los
segundos, sostiene que la democracia que puede existir en el
marco de un proyecto de globalización como el actual, es decir,
una democracia excluyente al igual que el mercado, es todo
menos democracia. Por ello, más que tránsito a la democracia
habría que hablar de una nueva etapa neoliberal globalizada
que para existir requiere una nueva forma de gobierno varian-
te del autoritarismo, una forma política que conjuga exclusión
y burocratización y que se levanta sobre la marginación y el
desmantelamiento de identidades colectivas por fuera del Esta-
do. En suma, para Zermeño, la política en la era de la globaliza-
ción no puede democratizarse.
Mi principal crítica a este tipo de enfoques reside en su
marcado derrotismo sobre la cuestión social. De hecho, su lec-
tura desencantada del presente latinoamericano en tiempos de
neoliberalismo les impide a sus partidarios vislumbrar cual-
quier opción de futuro para nuestras sociedades. Es como una
condena lapidaria que nos deja inmóviles y sin ninguna posibi-
lidad de inventar con nuevos contenidos la democracia. Defini-
tivamente, bajo ninguna circunstancia puedo convalidar este
tipo de lecturas. Por ahora, me conformo con ofrecer un argu-
mento alternativo. Si algo estamos viendo en la actualidad en
América Latina es precisamente lo contrario a la derrota de la
sociedad. Que las nuevas formas de organización y resistencia
sociales no coincidan con las que catalogan los sociólogos a la
Touraine, es decir, con las movilizaciones sociales de actores
producidos por la modernidad, no significa que la sociedad no
produzca formas alternativas de participación.
Por lo que respecta a los discípulos de Habermas, varios
de ellos se han ocupado de la democracia y la sociedad civil en
América Latina, entre los que destacan Evelina Dagnino (2002),
Alberto Olvera (1999 y 2003), Aldo Panfichi (2002) y Leonardo
Avritzer (2002), la mayoría formados en la New School for So-
cial Research, que como se sabe se creó originalmente como un
enclave de la Escuela de Frankfurt en Nueva York. Para este

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conjunto de autores, que se subieron a la ola de los estudios so-


bre sociedad civil en su momento de mayor moda —es decir in-
mediatamente después de que Jean Cohen y Andrew Arato,
dos autores también neohabermasianos a los que les gustaba
ser ubicados a la izquierda de su maestro, publicaron su famo-
so libro Civil Society and Political Theory (1992)—, encuentran en
la noción habermasiana de espacio público (o sea los lugares de
interacción donde se debaten asuntos públicos, de interés co-
lectivo, surgidos por el deseo legítimo de los ciudadanos de
cuestionar el monopolio ejercido por los gobernantes sobre las
decisiones colectivas) la clave para repensar la democracia en
la actualidad en América Latina. Sin embargo, todos ellos, in-
cluido Cohen y Arato, consideran que Habermas se quedó cor-
to en un aspecto: su concepción del espacio público es mera-
mente defensiva, una barrera a los abusos de poder, pero no
una instancia con potencial ofensivo, capaz de incidir (influir)
efectivamente en el poder político. En esa medida, proponen
pasar del discurso a la deliberación, o sea a un modelo de deba-
te que lleva a la toma de decisiones a través de foros públicos y
mecanismos de rendición de cuentas, los cuales estarían conec-
tados con el Estado mediante diversos mecanismos institucio-
nales y legales que les asegurarían capacidades de implemen-
tación de políticas públicas. Con estas mismas premisas se
constituyó en Estados Unidos toda una corriente de pensa-
miento que se conoce como “democracia deliberativa”, cuyo
propósito es imaginar estos mecanismos de cooperación e in-
tervención sociales en los asuntos públicos (véase, por ejemplo,
Bohman, 1996). Pero he ahí que los promotores latinoamerica-
nos de este modelo, es decir los partidarios de aplicarlo en
América Latina, se toparon con sociedades y estructuras políti-
cas muy distintas a la estadounidense, por lo que sus propues-
tas resultaban ridículas o francamente insustanciales.
En un trabajo más reciente, Dagnino, Olvera y Panfichi
(2006) buscan superar sus tropiezos iniciales con la introduc-
ción de lo que ellos consideran una “nueva” perspectiva para
acercarse al tema de la democracia y la sociedad civil en Amé-
rica Latina: la idea de que la construcción de la democracia en

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nuestros países pasa por una disputa en la que diversos pro-


yectos sociales luchan por obtener la hegemonía. Es decir, de
nuevo nos topamos con una propuesta que por la vía de los he-
chos reduce la complejidad a una batalla por la hegemonía en-
tre dos grandes proyectos. Lo curioso del asunto (o lo trágico)
es que los autores se proponían al inicio no caer en ese tipo de
reduccionismos y simplificaciones, pero al final no lo logran.
Así, por ejemplo, ubican su estudio de los procesos de demo-
cratización en el terreno de las vinculaciones, articulaciones y
tránsitos entre la esfera de la sociedad civil y la esfera de la so-
ciedad política (el Estado), donde la lucha entre distintos pro-
yectos políticos estructura y da sentido a la lucha política. Asi-
mismo, después de explicitar su insatisfacción con la manera
como se han usado normalmente los conceptos de espacio pú-
blico y capital social, consideran que ambas esferas —la socie-
dad civil y la sociedad política— son altamente heterogéneas
por lo que sus relaciones entre sí son igualmente múltiples y
diversas. Pero a la hora de dar cuenta de esos proyectos en lu-
cha y sus interrelaciones en realidades concretas, en este caso
en América Latina, caen en una simplificación extrema insoste-
nible desde cualquier punto de vista. Hablan de tres grandes
proyectos que en la actualidad definen —según ellos— la lucha
por la construcción democrática: el autoritario, el neoliberal y
el democrático participativo. De ahí las simplificaciones cami-
nan solas y sin remedio. Si bien el proyecto autoritario no es
democrático, hay que incluirlo en la lucha por la democracia
porque sigue presente en nuestros países (¡sin comentarios!);
pero el verdadero polo de la lucha lo constituyen los proyectos
democrático-participativos y los neoliberales (¿donde quedó la
heterogeneidad y la pluralidad?). Entre los primeros caben to-
dos aquellos movimientos que buscan una mayor igualdad so-
cial y que el Estado se haga cargo de sus compromisos sociales,
por lo demás muy relajados en la era neoliberal. Asimismo,
promueven mejores mecanismos de rendición de cuentas me-
diante la ampliación de formas de participación ciudadana co-
gestiva con los servidores públicos (de nuevo la obstinación
deliberativa). Por lo general, lo cual ya no me sorprende, este

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tipo de reivindicaciones coincide para nuestros autores con


las que en América Latina han defendido organizaciones, gru-
pos o partidos que se asumen o consideran de izquierda (aquí
el modelo más acabado e influyente en la región y amplia-
mente elogiado por nuestros autores es el que se fue forjando
en las Cumbres Sociales de Porto Alegre desde 1989 y por el
Partido de los Trabajadores brasileño), y se oponen a los pro-
yectos excluyentes o elitistas promovidos por el neoliberalis-
mo (¡uff!, la madre de todas las simplificaciones). Por su par-
te, en el proyecto neoliberal entran todos aquellos
movimientos y acciones que buscan ajustar al Estado y sus re-
laciones con la sociedad a lo que serían las exigencias de un
nuevo momento de las relaciones de acumulación capitalista,
marcadas por su reconfiguración en el ámbito global. Es decir,
estos proyectos no nacen de un deseo genuino por ampliar la
democracia sino por una necesidad “mezquina” y “perversa”
de adecuarla a las exigencias del capitalismo (¿tiene caso se-
guir?) Sólo una cosa. Es obvio que este enfoque pretendida-
mente objetivo terminó siendo presa de posicionamientos ide-
ológicos que por lo demás siguen muy vivos en nuestro
subcontinente. Al cargar sus simpatías del lado de los proyec-
tos de izquierda, estos autores terminan emparentados inte-
lectualmente con otro grupo de autores latinoamericanos
muy influyentes en los años recientes y que construyen un
discurso de emancipación a partir de la experiencia de Porto
Alegre, siendo el más conocido Boaventura de Souza Santos
(2002a y 2002b), a su vez emparentado con una línea de pen-
samiento posmarxista que tiene en Antonio Negri, Michael
Hard, Slavoc ÎiÏek, Alain Badiou, Jacques Rancière a algunos
de sus principales representantes.

La izquierda suave

En realidad, no habría mucho que decir de quienes se han


aferrado a la tradición marxista para pensar la política y la so-
ciedad en América Latina. La inconsistencia de estos discursos

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reside no sólo en el empleo de categorías y conceptos que poco


explican ya el presente, sino también en su recurso a cierta dog-
mática rebasada por los propios acontecimientos. Obviamente,
el hecho de que algunos autores permanezcan todavía en esta
tradición es sintomático del enorme peso que alcanzó no hace
mucho entre los intelectuales latinoamericanos, al grado de
convertir al marxismo en el paradigma explicativo dominante.
Por fortuna, como vimos con los “sociólogos”, muchos ex mar-
xistas prefirieron reconvertirse y hoy son pocos los que se iden-
tifican como tales. En esta última situación están algunos inte-
lectuales que en su momento alcanzaron gran notoriedad, tales
como González Casanova (1990, 1992 y 1995), Borón (1991 y
1993), Vuskovic (1993) y Torres Rivas (1993). Veamos brevemen-
te algunas de sus posiciones más recientes con respecto a la po-
lítica en América Latina.
En primer lugar, dirigen una severa crítica a todas aque-
llas concepciones de la democracia que la restringen al espa-
cio de la ingeniería política, es decir, de las instituciones polí-
ticas. Para ellos, la democratización de América Latina no
puede agotarse en la pura reestructuración del régimen polí-
tico; es decir, dejando al margen la necesidad de llevar ade-
lante profundas reformas en las estructuras sociales que pon-
gan fin a las injusticias y conduzcan a la legitimación de los
gobiernos democráticos. En segundo lugar, consideran que la
reflexión de la democracia en América Latina es inseparable
de un análisis sobre la estructura y la dinámica del capitalis-
mo en la región. En sintonía con el pensamiento marxista clá-
sico, defienden la necesidad de democratizar el capitalismo.
Mientras persistan las injusticias sociales, la democracia no
tiene ningún sentido, se vuelve un instrumento más del capi-
tal. Finalmente, encaminan buena parte de sus reflexiones a
demostrar lo injusto del actual modelo neoliberal y de la glo-
balización como nueva forma de imperialismo.
Por lo que respecta a las soluciones que desprenden de su
diagnóstico bien pueden resumirse en tres: a) caminar hacia la
democracia sustancial y no sólo hacia la democracia formal, b)
preservar la soberanía nacional frente a los embates globaliza-

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dores, y c) definir para nuestros Estados un nueva condición


social y popular.
El problema con este tipo de interpretaciones es que no co-
rrigen un ápice respecto a las interpretaciones marxistas de los
años sesenta y setenta. Es como si nuestras sociedades no hu-
bieran experimentado profundos cambios desde entonces. En
consecuencia, no vale la pena redundar en el absurdo.
La misma crítica vale para otros dos enfoques que bien
pueden ser ubicados en este mismo casillero de izquierda sua-
ve: la teología de la liberación y el así autodenominado pensa-
miento posmarxista. Mientras que el primero tuvo su mejor
época en los años setenta —aunque sigue teniendo represen-
tantes muy destacados en la actualidad—, el segundo surge
después de la caída del socialismo real y tiene varios adeptos
en América Latina. Se trata en ambos casos de corrientes deu-
doras del marxismo, pese a que cada una hace una lectura muy
particular del mismo.
En el caso de la teología de la liberación es una corriente
teológica que comenzó en América Latina después del Concilio
Vaticano II. Sus ideólogos más destacados son los sacerdotes
Gutiérrez Merino (1971) y Boff (1975), pero su teórico más in-
fluyente ha sido Enrique Dussel (1977). La teología de la libera-
ción intenta responder a la cuestión que los cristianos de Amé-
rica Latina se plantean: cómo ser cristiano en un continente
oprimido. Sus principales tesis sostienen que la salvación cris-
tiana no puede darse sin la liberación económica, política, so-
cial e ideológica, como signos visibles de la dignidad del hom-
bre; por lo que deben eliminarse la explotación, las faltas de
oportunidades e injusticias de este mundo y garantizar el acce-
so a la educación y la salud; en los hechos, la situación actual
de la mayoría de los latinoamericanos contradice el designio
histórico de Dios y la pobreza es un pecado social; se debe to-
mar conciencia de la lucha de clases optando siempre por los
pobres; se debe afirmar el sistema democrático profundizando
la concienciación de las masas acerca de sus verdaderos enemi-
gos para transformar el sistema vigente; crear un “hombre nue-
vo” como condición indispensable para asegurar el éxito de la

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transformación social. El hombre solidario y creativo motor de


la actividad humana en contraposición a la mentalidad capita-
lista de especulación y espíritu de lucro.
Las injustas condiciones sociales y económicas de los
países de América Latina hicieron que este tipo de corrientes
aflorara en la región en los años setenta. Sin embargo, des-
pués de su éxito relativo, sufrió un duro revés a manos de la
propia jerarquía católica. En efecto, a solicitud del Papa Juan
Pablo II se condenó en 1986 a esta corriente teologal por con-
travenir los principios del cristianismo y el catolicismo. Así,
por ejemplo, se dijo que el marxismo es una concepción tota-
lizante del mundo, irreconciliable con la revelación cristia-
na, en el todo como en sus partes; plantea un concepto de la
praxis que hace de toda verdad una verdad partidaria, es de-
cir, relativa a un determinado momento dialéctico; la violen-
cia de la lucha de clases es también violencia al amor de los
unos con los otros y a la unidad de todos en Cristo; es una
concepción puramente estructuralista, para legitimar esa
violencia.
Con todo, sería injusto no reconocer grandes aportes filo-
sóficos de autores conectados con esta corriente. Tal es el caso
de Dussel, quien ha destinado sus obras más recientes a repen-
sar lo político bajo coordenadas distintas a las que normalmen-
te nos enseñan las tradiciones eurocentristas de pensamiento.
Si en 1977 Dussel propone usar el pensamiento filosófico como
una herramienta de liberación de todos los oprimidos del pasa-
do y del presente muy en sintonía con el tono prevaleciente en-
tre los teólogos de la liberación, en sus obras más recientes
(2006 y 2007), después de criticar el poder constituido por feti-
chizar la política propone un consenso crítico de los negados, el
cual se refiere a un actor colectivo, a un bloque que nace y pue-
de desaparecer según coyunturas, es decir, el pueblo o los nue-
vos movimientos sociales que construyen “el poder desde aba-
jo”. A esto, Dussel le llama hiperpotentia, es decir, la soberanía y
la autoridad del pueblo, en un “estado de rebelión”, y que
emerge en los momentos creadores de la historia para inaugu-
rar grandes transformaciones o revoluciones radicales. El con-

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senso de los dominados es, pues, el momento del nacimiento


de un ejercicio crítico de la democracia.
A mi juicio, esta visión sigue siendo deudora de una con-
cepción totalizante de lo social y que hoy poco ayuda para en-
tender la complejidad social. Es la consecuencia de seguir com-
prometido con las promesas teleológicas del marxismo. Para
bien o para mal, el advenimiento de las sociedades postotalita-
rias en el mundo nos enseña que ya no es posible aspirar a lim-
piar al mundo de injusticias y agravios desde un solo discurso
alternativo o desde la construcción de una hegemonía de los
oprimidos, asi se llame “multitud”, “pueblo”, “los de abajo”,
“proletarios”, o lo que sea. Hoy la pluralidad de lo social no ad-
mite ser capturada por conceptos omniabarcantes ni por meta-
filosofías reveladoras o emancipadoras, pues ya no existe un
solo eje que le de sentido.
Pero esta misma tentación la comparten muchos otros
pensadores posmarxistas como el argentino Ernesto Laclau
(1996 y Mouffe y Laclau, 1985), quien a lo largo de sus trabajos
ha sostenido la necesidad de construir una hegemonía alterna-
tiva a la dominante. Según este autor, toda política es hegemó-
nica; supone una fuerza capaz de galvanizar una serie de de-
mandas insatisfechas. Si esta rearticulación no se produce o es
muy débil, puede ocurrir la disgregación social en sentido más
amplio. Este es el problema que atraviesa América Latina hoy:
la llamada globalización, en tanto fenómeno de fragmentación
y multiplicación de las demandas particulares en el ámbito
mundial, se conecta con esto. Pero esa disgregación no puede
llegar al punto en que la sociedad se suicide. Así es que, con-
cluye Laclau, cuando la crisis llega a cierto punto, se produce
una reimposición autoritaria del orden desde algún lugar que
tenga el poder material para hacerlo.
En su libro más reciente sobre el populismo (2005), La-
clau continúa por esta línea. Se propone analizar la lucha he-
gemónica y la formación de las identidades sociales en Amé-
rica Latina, para comprender los triunfos y los fracasos de los
movimientos populares. Igualmente se sigue considerando
partidario de una “democracia radical”, entendida como sub-

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versión del pueblo, en el actual escenario de un capitalismo


globalizado. Por esta vía, era lógico que el filósofo argentino
terminara defendiendo al populismo que ha resurgido en Amé-
rica Latina en fechas recientes, siendo Hugo Chávez en Vene-
zuela su más paradigmático ejemplo. Para Laclau el populismo
es una forma de construir lo político, una lógica política, una
forma de pensar las identidades sociales y un modo de articu-
lar demandas dispersas.
Resulta insustancial criticar una posición tan condescen-
diente con el neopopulismo en América Latina, considerando
el poco aprecio que ha mostrado en los hechos con la democra-
cia. En nuestros países las fórmulas populistas tienen un pie en
el autoritarismo, son promesas premodernas que condenan a
nuestras sociedades a la pobreza y la involución política. Una
crítica en este sentido puede encontrase en mi libro sobre el po-
pulismo (Cansino y Covarrubias, 2006).

Dos enfoques híbridos

Quisiera concluir esta revisión con dos enfoques que no


admiten clasificaciones exactas, pero igualmente influyentes
para pensar el presente latinoamericano: los “posmodernos” y
los “desarrollistas”.

Los posmodernos
Para una academia tan proclive a adoptar esquemas eu-
ropeos para explicar el presente latinoamericano, las teorías
posmodernas no podían faltar en el elenco de concepciones
que han encontrado tierra fértil en la región en los últimos
años. El problema de este acercamiento a los presupuestos
posmodernos avanzados originalmente por autores como
Baudrillard (1995), Lyotard (1987), Vattimo (1985) y Lipovesky
(1987 y 1994), entre otros, es que muchas veces se ha realizado
de manera dogmática. Esto quizá no sorprenda, pues la inteli-
gencia en nuestros países ha tendido desde siempre a mirar la
producción teórica europea y anglosajona de manera acrítica,

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reconociendo un valor intrínseco a la misma, por lo que se


abrazan sus presupuestos como principios de explicación om-
nicomprensivos y universales. Sólo así se explica la dogmatiza-
ción que en su momento han tenido teorías como las de Grams-
ci, Foucault, Weber, hasta completar una lista interminable de
modas intelectuales.
Es curioso entonces que el pensamiento posmoderno haya
sido abrazado por algunos intelectuales latinoamericanos
como la versión más sofisticada para entender el presente, y
que al hacerlo hayan convertido en dogma una propuesta que
se construye precisamente como crítica a todos los dogmas, al
pensamiento único, a los grandes proyectos e ideologías uni-
versalizantes de la razón occidental. Una contradicción que
desnuda de manera contundente nuestros complejos de infe-
rioridad intelectual respecto de Europa y la dependencia casi
escolástica a los saberes ahí producidos.
Según nuestro esquema, quienes han adoptado los presu-
puestos posmodernos para explicar el presente latinoamerica-
no no encajan plenamente en alguno de sus apartados. Nuestra
hipótesis es que ideológicamente deben ser ubicados más en la
variable izquierda que derecha. Esto es así porque no puede
negarse el contenido radical de estos diagnósticos que miran
precisamente a describir las señales inequívocas del fin de una
época, o mejor del fin de los grandes proyectos racionalizado-
res unitarios a partir de los cuales se articuló o se trató de arti-
cular la modernidad en Occidente. Sin embargo, la profunda
radicalidad de los diagnósticos posmodernos no siempre se
transfiere a las soluciones que estos mismos autores extraen de
su diagnóstico. En efecto, mientras que el diagnóstico es radi-
cal, la solución es más bien conservadora: una suerte de “indi-
vidualismo privatista”; es decir, el refugio del individuo en el
espacio de lo privado.
En América Latina, muchos se han conformado con repe-
tir el credo posmoderno para alcanzar un cierto status dentro
de los grupos intelectuales tan acrinolinados en viejos esque-
mas. Con ello quiero decir que han sido pocos los intelectuales
que se han aproximado al pensamiento posmoderno como de-

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safío para explicar de manera original las peculiaridades de la


región respecto de Europa. En esta situación más promisoria
podemos ubicar las contribuciones de autores como Lanz (1994
y 1996) y Follari (1990). Se trata sobre todo de intelectuales con
una formación filosófica, algunos provenientes del marxismo y
que encontraron en la posmodernidad el mejor dispositivo teó-
rico para deslindarse de manera radical de sus afinidades inte-
lectuales precedentes. Por otra parte, para ser consecuentes con
el discurso del fin de los grandes discursos racionalizadores
que definieron la modernidad, se colocan en un extremo argu-
mentativo opuesto al de toda racionalidad científica y técnica.
Creen más bien en las virtudes estéticas de la reflexión y la con-
templación, aunque no dejan de ensayar una lógica argumen-
tativa sustancialmente correcta.
Pero antes de reconocer los contenidos de los diagnósticos
posmodernos sobre la región, conviene precisar, a riesgo de ser
esquemáticos, las ideas generales que de una u otra manera nos
permiten hablar de una corriente de pensamiento posmoderna
en los últimos años.

1) El posmodernismo nació en Estados Unidos en los años


sesenta como una tendencia antimoderna y ecléctica del
arte y la arquitectura occidentales. Desde ahí se trasladó,
en las décadas posteriores, a todas las otras expresiones de
la cultura y del pensamiento contemporáneo, principal-
mente a la filosofía y la estética.

2) El pensamiento posmoderno no pretende ser un paradig-


ma conceptual coherente y autosuficiente, pues sus pro-
pios supuestos están fincados en un rechazo radical a la
coherencia y absolutismo teóricos. Propone más bien un
cierto cambio general en la sensibilidad y los valores de
Occidente.

3) A finales de la década de los setenta, la influencia del pos-


modernismo se hizo sentir fuertemente en Europa, espe-
cialmente en Francia (Lyotard, Baudrillard), Alemania

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(Habermas, Apel) e Italia (Vattimo). A partir de esta difu-


sión se consolidó como movimiento sociocultural con una
identidad propia a nivel conceptual. Como resultado de
esta consolidación, se alcanzó una mayor claridad en el
“diagnóstico” de la crisis de la modernidad propuesto por
el movimiento, así como sobre las “terapias” para contro-
lar y resolver la crisis.

4) En cuanto corriente filosófica, el posmodernismo se carac-


teriza por manifestar una actitud crítica con respecto a la
razón ilustrada —como facultad capaz de emancipar al in-
dividuo— y al proyecto moderno —como programa regi-
do por una lógica inexorable de progreso—, por conside-
rar que la razón está penetrada por una “voluntad de
poder” que en lo absoluto conduce a la emancipación y al
progreso.

5) Esa actitud crítica se revela en una desconfianza radical


hacia los macroconceptos que movilizaron a los hombres y
las mujeres occidentales desde el advenimiento de la mo-
dernidad: verdad, libertad, justicia e igualdad. En su lu-
gar, el posmodernismo reivindica un predominio de la
identidad por referencia a pequeños grupos cercanos,
aglutinados por intereses muy específicos ligados a la se-
xualidad, la sensibilidad artística o a experiencias místico-
religiosas. Es decir, por la búsqueda de consensos locales,
coyunturales y rescindibles, pues más allá de estos límites,
los acuerdos mínimos son imposibles y el fantasma del so-
juzgamiento a los otros hace su aparición.

En definitiva, el movimiento posmoderno inauguró una


manera original y audaz de ver los problemas cruciales que
afectan al hombre contemporáneo y que están en la base de la
cultura occidental. Sin embargo, después de que este movi-
miento nucleó el debate intelectual en los años ochenta, termi-
nó agotado en sus propias contradicciones. Baste con referir las
siguientes: a) el discurso del fin de los grandes relatos sólo po-

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día hacerse desde otro gran relato: el del fin, precisamente, de


los grandes relatos; b) al colocar el relativismo cultural en lugar
del proyecto moderno unitario, el pensamiento posmoderno
cancelaba a priori la vida pública, siendo que la realidad cada
vez más excluyente de nuestras formas políticas contemporá-
neas demanda un sentido y valor cada vez más comunitario
por parte de sus miembros; y c) al subestimar valores universa-
les como la verdad y la libertad, la actitud de los autores pos-
modernos se volvió conformista frente a las muchas desviacio-
nes de justicia, atropellos a los derechos humanos, represión
sistemática, etcétera, que aún permean a muchos gobiernos en
la actualidad.
En América Latina, se deben a Lanz y Follari los diagnós-
ticos más sugerentes de la región a partir del dispositivo teóri-
co del pensamiento posmoderno. Casi lógicamente, estos diag-
nósticos se han abocado a demostrar que América Latina,
contrariamente a lo que un acercamiento superficial o intuitivo
a la región sugiere, vive un auténtico proceso de posmoderni-
zación de su cultura, su vida política y su entramado intersub-
jetivo. Tanto Lanz como Follari tratan de demostrar que las se-
ñales que han marcado la crisis de la modernidad en Europa y
Estados Unidos también están presentes en nuestra América,
aunque la modernidad no haya sido completada en nuestros
países tal y como ocurrió en el mundo más desarrollado. Al res-
pecto, Lanz sostiene que el inmenso metarrelato del “progre-
so”, de la marcha triunfal de la Historia, de la potencia huma-
nista y libertaria de un Sujeto predestinado, de las bondades
ontológicas de la técnica, está en el suelo.
El propio Lanz se refiere a la muerte del sujeto como una
metáfora que en este fin de siglo anuncia el derrumbe de una
idea de futuro basada en la encarnación de proyectos voluntaris-
tas. El fin de las ideologías significa exactamente eso: colapso
de las pretensiones de diseñar un modelo de sociedad sobre la
leyenda de las leyes del desarrollo social.
En la práctica, sostiene Lanz, esto se traduce en la prolife-
ración de proyectos puntuales y saludablemente débiles, pues la
propia idea de sociedad ha sido trastocada, es decir, existen

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nuevos horizontes valorativos, imaginarios colectivos diver-


sos, una abigarrada combinación de sensibilidades, nuevos
equipamientos intersubjetivos, una radical permeabilización
massmediática de todo el tejido institucional, una virtualiza-
ción de la vida cotidiana, aunque conviven heterogéneamente
con residuos funcionales de la experiencia moderna: Estado,
familia, Iglesia, escuela, etcétera.
Lo que está claro es que estos viejos cascarones han sido
tocados irreversiblemente por el clima cultural de la posmoder-
nidad. Se trata de un proceso expansivo, envolvente, profundo,
no sujeto a la voluntad de ninguna elite ilustrada.
Al referirse a América Latina, Lanz sostiene que hay aquí
una enorme riqueza de experiencias que permiten apuntar con
cierto optimismo a la oportunidad de construcción de determi-
nadas plataformas programáticas, diversos proyectos culturales,
interesantes propuestas eco-democráticas, importantes insu-
mos cognitivos para recrear enfoques teóricos en un auténtico
diálogo multicultural. En nuestros países, el fenómeno posmo-
derno en curso puede apalancar nuevos desarrollos en Améri-
ca Latina.
La crítica que puedo hacer a estos diagnósticos de la re-
gión es la misma que he realizado al pensamiento posmoderno
en varias ocasiones. Se trata, obviamente, de una crítica que
parte de la convicción de repensar la política en América Lati-
na desde la sociedad civil.
Quince años después de que las ideas posmodernas per-
meaban el debate intelectual en todos los campos, la historia
parece haberlas colocado en el lugar que en realidad merecían
desde el principio: una pequeña nota a pie de página, para de-
cirlo con el filósofo Agapito Maestre (1994), ante el gran renaci-
miento de lo político desde y a partir del viejo “orden” occi-
dental.
Ciertamente, la producción intelectual en el mundo sigue
estando fuertemente influida por las concepciones y las pro-
puestas posmodernas. Pero a diferencia del pasado, las ideas
que cuentan hoy son precisamente las que buscan deslindarse
del pesimismo y el escepticismo posmodernos. Después de la

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irrupción de este movimiento, no puede más que admitirse


que, en efecto, el proyecto emancipatorio de la Ilustración, de
la trabajosa modernidad, sobre todo en lo que se refiere a la
idea de progreso moral, ha fracasado. Sin embargo, de ello no
puede postularse el fin de la modernidad.
Quizá no sea posible una plena desdogmatización de
nuestro presente, pero todo hace suponer que el proyecto
emancipador ilustrado continuará su deambular, pues no pare-
ce que se pueda renunciar todavía a la capacidad de crítica, de
juicio de la propia Ilustración.
En ese sentido, la irracional y relativista “voluntad de vi-
vir” posmoderna no puede hacerse cargo de la desmoraliza-
ción persistente del proceso histórico. Desde la trinchera pos-
moderna, con sus múltiples contradicciones, jamás se podrá
resolver el problema ético.
A la hora de las definiciones, me inclino más bien por un
“racionalismo ilustrado”, para decirlo con el filósofo y antro-
pólogo Ernest Gellner (1994), es decir, creer en la existencia de
la verdad aunque ésta nunca se pueda poseer de manera defi-
nitiva. Esta perspectiva concede más justicia a la búsqueda de
sentidos e identidades sin renunciar a la Razón que nos consti-
tuye como Occidente.
De otra manera nos instalaríamos con los posmodernos en
la época de la “indecibilidad”, donde nada puede decirse; la
época del fin de la política, el fin de la historia y el sin-sentido.
Incluso el propio pensamiento conservador, tan urgido de
ideas-fuerza para articular su proyecto, ya no tiene en el irracio-
nalismo posmoderno a un aliado contundente. Frente a ambos
movimientos —el posmodernismo relativista y el neoconserva-
durismo—, el pensamiento progresista o crítico deberá antepo-
ner fundamentos éticos cada vez más convincentes para que la
política se convierta en el espacio efectivo de realización de la
dignidad humana. Los riesgos de no hacerlo son dramáticos: la
afirmación del pesimismo, el escepticismo y el inmovilismo.
Sería injusto no reconocer aquí que estas consideraciones
han sido desafiadas críticamente por el propio Lanz. En efecto,
según Lanz, mi perspectiva sobre este tema es equívoca por dos

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razones: porque paso por alto el espesor cultural de lo posmoder-


no como condición de la vida cotidiana y porque leo de manera
muy restringida el tenor del pensamiento posmoderno en sus
distintas sensibilidades. No puedo detenerme aquí a responder a
esta crítica. Me conformo con dejarla apuntada y remitir a los in-
teresados a la discusión original (Lanz, 1999; Cansino, 1998).

Los desarrollistas
Nuestro recuento de visiones sobre América Latina estaría
incompleto sin una referencia, aunque sea somera, de los mu-
chos autores que, desde distintas perspectivas y diversas in-
quietudes, basan sus reflexiones de la región en la noción de
desarrollo. Como ya vimos, estos autores no pueden clasificar-
se perfectamente en uno u otro extremo de las dimensiones in-
dividualizadas aquí, porque cada uno se mueve en tradiciones
específicas. Tenemos, por ejemplo, a aquellos muy influencia-
dos por las teorías desarrollistas dominantes en los años sesen-
ta y que la CEPAL se encargó de difundir en la región, tales
como Jaguaribe (1985), Flisbish (1985 y 1991), Wefort (1984) y
Kaplan (1984 y 1996). Otro grupo estaría más cercano a la vi-
sión de Hirschman (1958, 1971 y 1981), quien encabezara una
crítica a los modelos de desarrollo tal y como habían sido adop-
tados en nuestros países. Aquí destaca sobre todo la obra de Pi-
pitone (1994a, 1994b, 1997).
De los primeros hay poco que decir. Todos ellos siguen fin-
cando buena parte de sus expectativas para la región en el dise-
ño y la corrección de políticas desarrollistas cada vez más efi-
caces. Consideran que la democracia política sólo podrá
afirmarse en la medida en que los Estados diseñen políticas
económicas y sociales que contribuyan a aminorar las muchas
desigualdades que cruzan a nuestros países. Sólo un mejor di-
seño de las estrategias económicas, en sintonía además con las
diseñadas en los países vecinos, permite vislumbrar un futuro
más optimista para nuestra región.
Dirijo a este tipo de diagnósticos las mismas críticas que
ya referí tanto para los enfoques marxistas y liberales, pues no
encuentro nada relevante que justifique su existencia. Una ex-

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cepción a esta regla lo constituye la contribución de Pipitone


que como tal no se adscribe a ninguna corriente claramente de-
finida en sus contenidos. A lo sumo, recupera de Hirschman su
posición crítica frente a los modelos unilineales y teleológicos
del desarrollo adoptados casi siempre como recetas por parte
de nuestros gobiernos.
Dicho brevemente, Pipitone sostiene que el debate econó-
mico contemporáneo está contaminado por un contrapunto in-
aceptable: el neoliberalismo, por un lado, con su recetario de
desregulación, apertura externa y privatizaciones y, por el otro,
el populismo, con su historia de industrialización subsidiada,
proclividad inflacionaria y desequilibrios fiscales. En ese senti-
do, Pipitone sostiene que esta tensión no puede agotar el mun-
do de lo posible en América Latina.
El desafío, sostiene, es experimentar estrategias distintas
tanto al neoliberalismo cosmopolita como al populismo nacio-
nalista. Para ello, Pipitone compara múltiples experiencias en
América Latina y Asia, y encuentra particularmente importan-
tes en el plano estratégico tres cuestiones casi siempre margina-
das de las discusiones actuales: el Estado, la agricultura y el co-
mercio exterior. De hecho, Pipitone argumenta profusamente
sobre el valor de estas dimensiones y las maneras más produc-
tivas de encararlas en la perspectiva de superar las enormes ri-
gideces y desequilibrios de nuestra América.
Sin duda, tenemos en la obra de Pipitone un referente
nada desdeñable para vislumbrar mejores condiciones econó-
micas en nuestros países. Fuera de ello, sería injusto criticar
esta propuesta por carecer de un discurso sobre la sociedad ci-
vil, pues en ningún momento es su objetivo. Cabría esperar en-
tonces una reacción próxima de Pipitone en esta dirección. Lo
doy por un hecho.

Por un enfoque alternativo

Insatisfecho con estos desarrollos teóricos sobre la demo-


cracia y la política en América Latina, he propuesto en varias

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sedes (Cansino, 2000a y 2000b; Cansino y Sermeño, 1997) un


enfoque alternativo, y que no es otro que el que ya expuse en
los capítulos 7 y 8 del presente volumen.
Dicho en breve, esta propuesta pretende ser un marco ana-
lítico desde el cual sea posible recuperar el sentido de la políti-
ca. En efecto, frente a la cada vez más evidente crisis (o trans-
formación) de la política en América Latina, caracterizada por
la declinación del hombre público y el descentramiento e infor-
malización de la política, opongo un conjunto de argumentos
que miran a recuperar la capacidad de decisión y participación
del ciudadano y la sociedad civil; es decir, postulan la necesi-
dad de construir la política desde la sociedad y, además, volver
al ciudadano un sujeto que encarna y alrededor del cual con-
vergen los principios fundamentales de la democracia.
Esta perspectiva no encaja perfectamente en alguna de las
dimensiones referidas a lo largo de este epílogo. Metodológica-
mente es radical, por cuanto no le interesa prescribir sobre la
realidad sino sólo levantar acta de manera fenomenológica de
la misma; no le interesa medir qué tan democráticos son nues-
tros países sino vislumbrar que tan democráticos pueden llegar
a ser. Ideológicamente, también es radical, pues niega el pensa-
miento único a partir de reconocer el conflicto y la diferencia
que cruza a nuestras sociedades. En este sentido, reconoce la
total indeterminación de la democracia, entendida como una
forma de sociedad. Los contenidos de la política hoy sólo pue-
den definirse públicamente, es decir, en el espacio público-po-
lítico. El poder que no es capaz de comunicar con su sociedad
no es poder sino pura imposición.
En mi opinión, el resurgimiento de la sociedad civil y la
crisis de la política institucional requieren una interpretación
distinta a la que nos tienen acostumbrados los politólogos fun-
cionalistas adoradores del dato duro y los tecnócratas que no
son capaces de mirar más allá de sus lustrosos escritorios. Lo
que el resurgimiento de la sociedad civil en nuestros países re-
vela es que corresponde precisamente a ella llenar de conteni-
dos a la política real.

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Índice

Introducción................................................................................. 7
La historia interna de la ciencia política.................................. 9
Estructura del libro .................................................................. 17

PRIMERA PARTE
LOS LÍMITES DE LA CIENCIA POLÍTICA

1. Una disciplina en busca de identidad ................................ 21


Definiendo el objeto y el método de la ciencia política ............ 24
Las etapas evolutivas de la ciencia política ............................. 30
Los nuevos temas de la ciencia política.................................... 32
La nueva concepción de la disciplina....................................... 36
Notas ......................................................................................... 39

2. El análisis económico de la política.................................... 43


Schumpeter y los orígenes del análisis económico
de la política .............................................................................. 44
El parteaguas schumpeteriano: denostadores y seguidores .... 48
Las perspectivas de la elección racional................................... 52
Los límites del análisis económico de la política ..................... 54
Notas ......................................................................................... 56

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3. El análisis sistémico de la política ....................................... 59


Un paréntesis sobre el constructivismo radical ...................... 61
La complejización sistémica de la sociedad.............................. 67
Los sistemas políticos como sistemas complejos...................... 70
No sólo sistemas, también “mundos de vida” ......................... 73
Los límites del análisis sistemico de la política ....................... 92
Notas ........................................................................................ 96

4. El conocimiento empírico de lo político ............................ 89


El debate reciente sobre la democracia ..................................... 90
La democracia en la edad contemporánea (génesis larga)....... 92
Problemas recientes de los regímenes políticos
(génesis corta) ........................................................................... 96
Problemas para medir a las democracias ................................. 100
De la medición a la invención de la democracia ...................... 108
A manera de conclusión ........................................................... 112
Notas ......................................................................................... 113

5. Réquiem por la ciencia política............................................ 117


¿Qué es (y qué no) la ciencia política? .................................... 118
Un poco de historia................................................................... 123
Los límites de la ciencia política............................................... 127
A manera de conclusión ........................................................... 134

SEGUNDA PARTE
LA CIENCIA POLÍTICA MÁS ALLÁ DE SUS LÍMITES

6. La producción social de lo político ..................................... 139


La sociedad civil liberal o el predominio
de la libertad negativa .............................................................. 141
La sociedad civil social-liberal o el predominio
de la igualdad de condiciones ................................................... 147

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Hacia una concepción alternativa............................................ 152


Notas ......................................................................................... 160

7. La dimensión simbólica de la política ................................ 163


La estatización de la política .................................................... 164
La desestatización de la política ............................................... 171
La política como dispositivo simbólico..................................... 174
Notas ......................................................................................... 180

8. Otras miradas a lo político.................................................... 183


Viejos y nuevos adjetivos de la democracia ............................. 184
Capital social............................................................................. 187
Democracia deliberativa ........................................................... 188
Democracia sustentable............................................................ 192
Democracia radical ................................................................... 194
El vértigo de la democracia ...................................................... 201
Notas ......................................................................................... 203

9. El alcance político del pensamiento .................................... 205


Un parentesis sobre la historia de las ideas políticas .............. 208
El alcance político de la lectura de los clásicos........................ 222
Carl Schmitt lector de Hobbes.................................................. 224
Hannah Arendt lectora de los clásicos antiguos ..................... 230
Hannah Arendt lectora de los clásicos modernos.................... 233
A manera de conclusión ........................................................... 239
Notas ......................................................................................... 240

10. Política y metapolítica ......................................................... 245


La metapolítica como postpolítica ............................................ 247
La metapolítica como metafísica .............................................. 251
La metapolítica como macroteoría............................................ 253
La metapolítica como debate público........................................ 254
La metapolítica como metateoría.............................................. 256

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Una reflexión final.................................................................... 260


Notas ......................................................................................... 261

Conclusiones................................................................................ 263
El estado del arte....................................................................... 264
Desbordarse para avanzar ........................................................ 267
Cruce de caminos ..................................................................... 272

Epílogo. El estudio de lo político en y desde


América Latina ....................................................................... 275
Modelo para armar ................................................................... 279
La derecha dura......................................................................... 292
La derecha suave ....................................................................... 296
La izquierda dura...................................................................... 291
La izquierda suave .................................................................... 301
Dos enfoques híbridos............................................................... 306
Por un enfoque alternativo....................................................... 314

Bibliografía................................................................................... 317

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