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Desafiliaciones

Por Patricia Falguières

Podríamos adentrarnos en la obra de Mona Hatoum a través de una


fotografía en blanco y negro: una mujer joven, una joven belleza corpulenta,
inclinada sobre su obra, con el brazo derecho en alto, la mano que porta la
aguja con autoridad. Detrás de ella, sobre el muro, y a sus pies, alfombras
orientales, por encima del sofá en el que está recostada, en equilibrio
inestable sobre un almohadón, un espejo extrañamente colocado (¿para la
foto?). En él se refleja el marco de una ventana, con la blancura lechosa de un
día de pleno sol. A la derecha de la imagen, un rayo de luz que se cuela por
debajo de una puerta cerrada, permite presagiar, como el espejo, un espacio
otro. La fotografía está fechada: 1948. La joven mujer fotografiada es la
madre de la artista, Claire Eid-Hatoum (XXX). La fotografía se hizo espacio en
un portfolio publicado por Mona Hatoum en ocasión de su muestra de 2009
en la Fundación Querini Stampalia. En mi memoria, esa foto se superpone al
recuerdo de una de las más famosas exposiciones de Mona Hatoum,
Recollection, una intervención en el beguinaje1 de Sainte Elizabeth de
Courtrai, Bélgica, en 1995 (XXX). La amplitud luminosa del gran salón del
beguinaje, con su piso y cielorraso de madera, con sus muros untados de

1
Los “beguinajes” eran comunidades religiosas de mujeres piadosas, las “beguinas”, que sin ser monjas ni
estar consagradas, vivían juntas y se dedicaban al servicio comunitario y la oración. Los beguinajes tenían
una construcción similar a la de los monasterios y fueron populares en Flandes y los Países Bajos durante la
Edad Media. (Nota del traductor)
verde descolorido, con sus enormes ventanales de vidrio repartido, donde
poco a poco, la mirada se acostumbra a los destellos de luz, hasta lograr
discernir, esparcidas por el suelo, una infinidad de finas pelotitas marrones
exquisitamente entretejidas: son los cabellos de la artista, colgadas de las
vigas por largos filamentos, imperceptibles para el ojo, pero que van
barriendo el rostro del visitante a medida que avanza por la sala. En un
rincón, sobre un pequeño pupitre escolar, un telar en miniatura, donde la
obra ha quedado fijada a un bastidor: un tejido de cabellos. Es tan potente la
evocación de las vidas extintas de esas mujeres dedicadas al trabajo y a la
meditación, al ir y venir del encaje, que uno no puede dejar de sentir, casi de
modo táctil, la ausencia. Podríamos elegir ese camino para adentrarnos en la
obra de Mona Hatoum, ese camino que nos lleva de una madre ausente en el
beguinaje de Courtrai, monumento en cruz, en negativo, a la mística, laica y
laboriosa, de las mujeres piadosas de los tiempos pasados. Una etapa
sintetizaría ese recorrido: Measures of Distance (Medidas de distancia) (XXX),
el video de 1988 que Hatoum consagró a sus conversaciones con su madre,
grabadas en Beirut en 1981, y al intercambio epistolar entre madre e hija,
entre Beirut y Londres. Se trata de su obra más célebre en video, que trenza
los tres hilos de la palabra: el diálogo en vivo, el monólogo, y la carta inscrita
sobre la pantalla para revelar, y al mismo tiempo ocultar, su trama común: las
imágenes de la madre desnuda en su baño, una unidad de sensualidad
expuesta y disimulada a la vez. La relación madre-hija es una vía de acceso a
la obra de Hatoum tan legítima como la otra, más usualmente transitada, a
saber, la del exilio y de la guerra: Hatoum nació en Beirut en el seno de una
familia palestina en el exilio, protegida por su pasaporte británico. En 1975,
estalla la guerra civil en el Líbano, y Hatoum, que pasaba en ese momento
una temporada en Londres, queda varada en esa ciudad, donde decide
inscribirse en una escuela de arte. Los dos caminos de acceso a su obra se
entrecruzan, y de eso da testimonio Medidas de distancia. Sin embargo, el
juego de esas dos categorías la impulsa: el exilio y la guerra pueden ser
relevados inmediatamente en la obra de Hatoum. En el caso de Louise
Bourgeois, por ejemplo, son la novela familiar, la relación padre-hija, los
vericuetos de la biografía2. En el caso de Hatoum, es la pregnancia
desmesurada de las guerras de Medio Oriente y del exilio. Un texto
esclarecedor escrito por Edward Saïd en el año 2000 para una muestra de
Hatoum en la Tate Gallery, “El arte de la dislocación: Mona Hatum y su lógica
de lo irreconciliable”3, prolongación de otros grandes textos del autor sobre el
exilio, funciona como una suerte de talismán para todo acercamiento a la
obra de Hatoum desde esa perspectiva4. Las palabras de la propia artista
confirman la legitimidad de esa lectura linealmente “política”, ya que ella
reivindica, más allá de la referencia evidente, su carácter universal: “Ahora ya
he pasado la mitad de mi vida en Occidente, así que cuando hablo de obras
como Light Sentence (XXX), Quarters (XXX), y Current Disturbance en tanto
referencias a algún tipo de violencia institucional, estoy hablando de
estructuras institucionales y arquitectónicas de los entornos urbanos de
Occidente (…), las estructuras institucionales y de poder en Occidente dentro
de las cuales he vivido desde hace 20 extraños años”5. Se trata de todo
aquello que Hannah Arendt y Walter Benjamin nos enseñaron a reconocer en
2
Sobre los desvíos y callejones sin salida de lo biográfico en la crítica de arte, ver Mieke Bal, Louise
Bourgeois’ Spider. The Architecture of Art Writing, (Chicago, The University of Chicago Press, 2001).
3
Texto incluido en este catálogo. (Nota del Traductor)
4
Publicado en Mona Hatoum : The Entire Wold as a Foreign Land, (Londres, Tate Gallery, Londres, 2000).
5
Entrevista “Mona Hatoum / Janine Antoni”, publicada en la revista BOMB, número 63, 1998.
el desarraigo, el exilio, los refugiados, los parias, la marca de las sociedades
modernas, lo explícito del régimen de terror que sujeta y al mismo tiempo
sostiene el orden social. Hatoum no deja de señalarlo desde sus primeras
performances, y luego a lo largo de una serie de obras (Quarters o Current
Disturbance, de 1996, Kapan, de 2012) (XXX), escenografías del
confinamiento carcelario y la mirada policial. Se trata de la vertiente explícita
de su obra, que prosigue en una serie de intervenciones críticas plagadas de
ironía, de juego de palabras, o de Witz, ese término tan caro a los románticos
alemanes que refiere a la capacidad de condensar en una palabra o un juego
de palabras, por la brillantez de una intuición que conforma una figura, cierto
análisis que de otro modo sería complicado y laborioso. Hatoum no duda
entonces en recurrir a formatos o tropos de lo que ella misma llama “la
retórica”, como por ejemplo, la alegoría. De ese modo, una instalación muy
articulada, como Interior Landscape (2008), se ofrece al desciframiento como
podría hacerlo un grupo escultórico del siglo XVIII. Uno va descubriendo uno
por uno sus componentes: un perchero del que cuelga un bolso de viaje
tejido en un mapa, donde coinciden reminiscencias de la Escultura de viaje
(1918) de Duchamp y la bolsa de compras doméstica, un perchero que
deforma, a modo de obsesión, la geopolítica (Hatoum utilizó la silueta del
mapa de Palestina previo a 1948), la mesita cheap cubierta con un papel
manchado con marcas de apoyo (¿la topografía de la futura Palestina según
los Acuerdos de Oslo?), el elástico de cama de alambra de púas, y los cabellos
abandonados sobre la almohada, como vestigios de los sueños nocturnos,
también ellos dibujando los contornos de Palestina. La obra Cellules (2012-
2013), también llama nuestra atención desde ese punto de vista alegórico: un
grupo de jaulas de varillas de hierro de construcción que contienen y
sostienen a la vez, que construyen y apresan, donde la verticalidad y la
inclinación particular de cada jaula evocan la figura humana. La imagen nos
trae a la memoria el grupo escultórico de Los burgueses de Calais (1884-
1889), que Rodin hubiese querido apoyado sobre el suelo, sin base, con cada
figura aislada en su desolación pero al mismo tiempo asociada a las demás.
En uno de los ángulos inferiores de cada jaula, un soplo de vidrio rojo, una
cosa viva, que respira, que intenta escapar de su prisión de hierro, pero
también un desecho, algo aplastado, como la vejiga de un cerdo o un saco de
humores vagamente obsceno, bajo el peso de los fierros. El Witz y la ironía
triunfan en una obra como Keffieh (1993-1999) (XXX), un pañuelo cubre
cabeza emblemático de una causa, cuyos flecos, en la obra de Hatoum, rozan
el suelo y uno descubre, al acercarse, que ha sido laboriosamente tejido con
largos cabellos, retorno de la feminidad reprimida a través de uno de los
accesorios clave de la imaginería ultra viril de la resistencia palestina. O
también en la obra Witness (2009) (XXX), un reducción en porcelana de
Sèvres de un grupo escultórico monumental de la Plaza de los Mártires de
Beirut, reproducida a la escala de un bibelot, incluidos los orificios de
proyectiles de metralla. A la hora de contraponerse a la imaginería de las
certezas militantes, Hatoum no duda en “forzar el trazo”, como las cuentas de
rosario sobredimensionadas en forma de balas de cañón en Worry Beads
(2009), la Medal of Dishonour (2008), la Tapis de prière (1995) de alfileres que
se conjugan con rasgos de caricaturista el humor de Swift, el Swift de la
“Modesta propuesta para que los hijos de los pobres sean una carga para sus
padres” o el Swift de “Cuento de un tonel”.
Ahí, lo explícito no cesa de revelar la evidencia de las afiliaciones y las
identidades, de socavar toda lógica de pertenencia. Pero la ironía puede
también tomar un desvío singular: el de una relación poderosa y ambigua en
la historia del arte del siglo XX. Esa relación no cesa de afirmarse a medida
que se amplifica el movimiento de desafiliación, de “despertenencia”, de
Mona Hatoum. The Light at the End, (XXX) de 1989, marca un punto de giro.
Un cuadro metálico plantado en el ángulo de dos paredes, que sostiene seis
verticales de luz incandescente donde el apurado visitante “reconocerá” una
cita a los tubos florescentes de Dan Flavin, hasta que el calor emanado por la
“escultura” confirma la duda instilada por la iluminación teatral (un spot de
luz cenital) y el revestimiento de ladrillo a la vista de las paredes (como una
cita del cine gore): la incandescencia de las verticales es literal; el “Flavin” es
una especie de grilla suspendida de esa vertical. La seducción del
reconocimiento, la atracción de lo familiar era una trampa: un mundo de
dolor supuesto, fantaseado, se le impone al espectador, a pesar de sí mismo.
Todas esas proyecciones son desplazadas mucho más allá de la esfera del
museo o de la galería, hacia un lugar otro, de guerra y de terror. Muchas otras
obras de Mona Hatoum relevan el mismo uso táctico de referencias a la
historia del arte. Por ejemplo Quarters (1996), que toma prestado del léxico
formal del minimalismo, y más particularmente a la indecisión propia de
Donald Judd entre mobiliario y escultura, para transmitir un potente
emblema del componente carcelario de las sociedades policiales del mundo
occidental: aquí juega a pleno la ambivalencia de la palabra “policé”, que en
francés significa educado, civilizado, refinado y al mismo tiempo, policial.
Bunker (2011) (XXX) amplifica esa analogía : una “ciudad” de módulos de
acero perforado por impactos de bala se despliega en el espacio de la galería
como una mezcla de estructuras de Sol LeWitt y los bloques de acero de Judd,
pero irremediablemente dañado, gastado, fuera de uso. La singularidad de la
relación de Mona Hatoum con el arte del siglo XX es precisamente la de
inscribir ese fuera de uso del arte consagrado, reivindicando a la vez su
potencia emancipadora (la potencia de emancipación del arte moderno).
Desde ese punto de vista, Hatoum tiene muy pocas afinidades con los artistas
de su generación, a los que solemos agrupar bajo el término de
“posmodernos”. Hatoum tiene mucho más que ver con una generación más
reciente, que se ha propuesto la reapropiación crítica del arte y de la
arquitectura “modernas”, de ese momento de la historia del siglo XX en el
que, por retomar el título de un clásico de Anatole Kopp, el modernismo “era
una causa”6. Pero Hatoum no trabaja esa reapropiación ni desde la nostalgia
ni desde la fascinación. En su obra, el diálogo es una de las formas posibles de
esa relación, un diálogo de igual a igual con algunos interlocutores
privilegiados. Más de una vez, Hatoum ha hablado de la importancia de que
había tenido para su propio desarrollo una exhibición como “The Knot: Arte
Povera” en el MoMA P.S.1, en 1985, donde había obras de Eva Hesse o de
Félix González Torres. En los utensilios de cocina perversos de la serie No Way
(1996) (XXX), o en la mesa de cocina electrificada y zumbadora, animada por
inquietantes pulsiones de Home (1999) (XXX), es posible identificar muy
literalmente la figura de lo Unheimlich, “lo siniestro” freudiano, que habría
que traducir no tanto como “extrañeza inquietante”, sino como “extrañeza

6
Ver Anatole Kopp, Quand le moderne n’était pas un style mais une cause, (París, École nationale supérieure
des beaux-arts, 1988). Rehabilitation. The Legacy of the Modern Movement, en Wiels (Bruselas), de 2010,
desplgaba un agama muy rica de actitudes de artistas que produjeron obras tras la caída del Muro de Berlín
hacia el “legs moderne”.
familiar”. También podemos reconocer los elementos de un diálogo con
aquella obra emblemática de la crítica feminista de los años 70, Semiótica de
la cocina (1975) (XXX), de Martha Rosler. Se trata tanto de una repetición
como de una dislocación: los accesorios cuyos usos desviados, incorrectos y
absurdos (golpear una olla metálica una hacheta, o apuñalar una sartén con
un tenedor) Rosler enumeraba en modo burlesco, Hatoum los reactiva,
literalmente, con un estremecimiento eléctrico. Los movimientos que asumía
el cuerpo del artista en el video de Rosler (Semiótica... es una performance
filmada), Hatoum los delega a los objetos mismos, como animados con vida
propia. Hatoum, como Rosler treinta años antes, degrada esos ingredientes
de la feminidad que no asume, y a los utensilios de cocina podríamos sumarle
toda la panoplia de la domesticidad y la maternidad que muchas de sus obras
recusan de manera explícita, como las variaciones sobre camas para niños de
Incommunicado (1993) (XXX), Marrow (1996) (XXX), o First Step (1996),
donde la cama-tijera de acero está cubierta de azúcar impalpable regada por
una cuna rodante de madera, todos los humores de la maternidad dan lugar a
la constatación de un desastre.

Cube (9 x 9 x 9) (2008), o Impenetrable (2009)(XXX), como mucho antes Light


Sentence (1992) (XXX) revelan también ese tipo de diálogo. Los “dibujos en el
espacio” de Impenetrable (un bloque inmaterial de finísimas varillas metálicas
suspendidas verticalmente a nivel del piso) moviliza toda la seducción de la
apelación al público lanzada por los “Pénétrables” de Jesús Rafael Soto en los
años 60. Pero esa recuperación sudamericana de las utopías de la vanguardia
de los años 20 se quedó corta: lo “penetrable” propuesto por Hatoum está
erizado de púas metálicas. Algo de todos modos se conserva: un atractivo
general, que uno “reconoce” de lejos, la vibración, la virtualización de un
objeto devenido trama y campo visual. Pero el objetivo propio de la forma
(recibir al visitante con un contacto visual) ha desaparecido. Hatoum es una
verdadera “moderna” en el sentido que Adorno le daba a esa palabra: ella
sabe y nos muestra lo irrevocable de la pérdida, trabaja con eso: lo que hay
de imposible, y que se debe “elaborar”, hacer trabajar esa falta.

Cube (9 x 9 x 9) (2008) puede parecer como la matriz de Impenetrable,


realizada el año siguiente: mismo material (el alambre de púa), la misma
referencia a un emblema del modernismo, en este caso, el cubo, tan caro a
los minimalistas. Pero también podemos elegir otro abordaje y situar esa
obra en la línea de Light Sentence (1992). Así comprenderemos mejor el tipo
de operación a la que Hatoum somete a la historia del arte. Porque el medio
propio de ambas obras, la trama metálica (esté o no dotada de púas), nos
reenvía a una gloriosa tradición fenomenológica: la grilla perspectiva, esa
invención óptica que inaugura, en la Florencia del quattrocento, las potentes
combinaciones del relato y la representación. La grilla es la condición de la
visión, el marco del relato occidental. En un análisis célebre con justo
derecho, Rosalind Krauss ha mostrado el regreso a la grilla efectuado por los
artistas del siglo XX: la reducción de la grilla, devenida emblema del arte
moderno, a la auto-referencialidad7. Hatoum propone otra cosa, que ya no
releva una ambición modernista: Light Sentence (XXX) se presenta como un
andamiaje de jaulas metálicas “animadas” por el vaivén de una lamparilla
luminosa que proyecta una grilla de luz en oscilación constante sobre los
muros circundantes. Al ingresar en la sala, el visitante queda desorientado

7
« Grillas », de Rosalind Krauss (1979).
por ese movimiento constantes que perturba todas sus coordenadas
espaciales, hasta la nausea. Utilización inédita de la grilla: en vez de
encuadrar, de plantar en la cerrazón de un espacio determinado de la
historia, la grilla aquí “desencuadra” al espectador. Ya no hay que esperar otra
“historia” distinta a la que se experimenta al entrar en la sala, esa experiencia
de incertidumbre o de vértigo. Advertimos entonces lo que liga Cube (9 x 9 x
9) con Light Sentence: a partir de ahora, la grilla perspectiva llega hasta el
fondo de un proceso de objetivación a la que Hatoum la ha sometido. La grilla
se ha “encogido”, se ha vuelto “caja” o “escultura” en un espacio que ha
renunciado a organizar a y a volver inteligible. Se ve reducida al estatus de
objeto hostil, erizado de puntas, vestigio de un régimen estético al que ya no
tenemos acceso.

Comprendemos el camino que ha tomado Hatoum para “entrar en escultura”


a principios de los años 80. Una instalación realizada en la galería Mario
Flecha de Londres en 1992 nos da una perspectiva. Se trata de un diseño de
hilo metálico en el espacio de la galería, un espacio estratificado, sobre dos
niveles superpuestos comunicados por algunos escalones. Hatoum dispone
en horizontal y en vertical una media docena de hilos metálicos que
constriñen aún más el acceso del visitante, canalizando estrechamente su
recorrido, impidiéndole desviarse. Ese recorrido es el objeto de su
intervención (y la topografía de la galería se presta a ellos perfectamente): se
trata de hacer aparecer el cuerpo del visitante en el marco de la puerta, como
cortado por la mitad por el piso del nivel superior. El espectador aparece, más
bien “comparece”, se ve constreñido “de cuerpo”. Más de una obra de
Hatoum revela esa apelación, ya sea The Light at the End (XXX) como Light
Sentence: se trata, en cada caso, de convocar al espectador en persona, vale
decir, dotarlo de un cuerpo. La escultura del siglo XX a encontrado su
autonomía recusando la manera explícita de la estatua: la figuración humana,
erguida, que pertenece a la lógica de la representación8. Aquí la estatua
regresa, pero como espectador, de modo implícito y fuera del campo de la
representación. Es así que el cuerpo del espectador es el que hace intrusión
en el espacio de Light Sentence y, al experimentar el vértigo en tanto
perturbación, se convierte en actor. Tanto The Light at the End como
Impenetrable dotan al visitante de ese cuerpo de sufrimiento imaginario que
la hostilidad del material convoca por proyección. La grande broyeuse (Mouli-
Julienne x 17) (1999), una variante del “molinillo de chocolate” de Duchamp,
liberado del Gran Vidrio que la aprisionaba, convoca implícitamente el cuerpo
del espectador ascendido a la escala de la obra que observa. Se trata siempre
de una “puesta en presencia”, cuya temporalidad específica la obra nos hace
experimentar. “Mi obra siempre está construida tomando en cuenta al
espectador”, le confió Hatoum a Janine Antoni9. Es precisamente eso que
Michael Fried , en un célebre artículo publicado en 1967, estigmatizaba en los
minimalistas: las obras, incapaces de suscitar por sus articulaciones internas
el efecto de presencia que requiere el arte, deben reenviarlo a su entorno, a
su relación con el espectador: no tienen otra presencia que no sea escénica,
se inscriben en la temporalidad de una puesta en presencia, y hacen teatro10.
Es esa teatralidad implícita en la obra minimalista que Hatoum desprende y

8
Ver Alex Potts, « Modern Figures », en The Sculptural Imagination. Figurative, Modernist, Minimalist, (New
Haven, Yale University Press, 2000), pp. 63 ss.
9
Ver nota IV.
10
Michael Fried, « Art and Objecthood » (1967); para un abordaje crítico de ese texto y de su objeto, ver
Patricia Falguières, « Aire de jeu. À propos du théâtre et des arts au XXe siècle », en Cahiers du Musée
national d’art moderne 101, París, Musée national d’art moderne, otoño de 2007, pp.48–71.
vuelve a poner en juego de modo explícito. El minimalismo es su terreno y su
material. Del minimalismo, ella toma los recursos de su arte. Homebound
(XXX) en la Tate Galley, en 2000, podría funcionar de manifiesto. En la nave
del museo, una especie de escenario de teatro preparado para algún tipo de
drama burgués (¿tal vez una obra de Ibsen revisitada por un director alemán,
quizás Castorf o Ostermeier?), los accesorios de un interior, una cama, un
sillón, un sofá, sillas y una mesa de cocina, perchero, jaula de pájaros,
utensilios de cocina… todos esos objetos (que aparecen en otras de Hatoum
aisladamente, como obras individuales) aquí son devueltos definitivamente a
su estatus de “accesorios” de un escenario: se trata de una transgresión
mayor en la historia de la escultura, una “escultura” que tiene todo que
perder en esta “degradación” ontológica. El todo está clausurado por una
“cuarta pared” (esa cuya existencia entre el público y la escena empezó a
presuponer el teatro a partir del siglo XVIII), que en este caso es muy literal:
una doble barrera de cables metálicos, tendidos horizontalmente, aíslan el
escenario y mantienen a raya a los espectadores, transformados de golpe en
“público”. Lo que se ofrece exclusivamente a la visión (el tema de la obra es la
puesta en fuera de juego del cuerpo del espectador), es la vibración eléctrica
amplificada por un altoparlante y transmitida desde cada objeto que se
encuentro sobre el escenario a través de contactos y cables eléctricos: la
animación automática que la opera. El cuerpo del espectador destituido,
fuera de campo, una “mala vibración” ocupa al objeto: el Odradek de Kafka,
la criatura misteriosa, imprevisible y destructiva que asola la casa, hace su
aparición. Es al mismo tiempo un extraordinario comentario sobre el arte del
que se nutre su propio trabajo, y un relanzamiento a un registro inédito,
impuro, y asumido como tal, de las apuestas principales de lo que hoy puede
llamarse escultura.

Ahora bien, cuanto más las obras de Hatoum recuperan y asumen los resortes
de eso que Fried estigmatiza como “teatro” (la relación con el espectador, la
temporalidad de una puesta en presencia, es el caso extremo de Homebound
(XXX), la temporalidad de un movimiento automático), más inciertas se
vuelve esa división de polaridades sujeto-objeto. Hatoum ha puesto bien en
práctica eso que el arte de los años 60 identificaba como “la muerte del
autor”. Si el cuerpo del espectador es convocado activamente por sus obras,
el del artista se ha convertido, muy literalmente, en el material de la misma.
Sus desechos, sus humores, sus fluidos, sus secreciones, recolectadas por la
artista a lo largo de sus abluciones cotidianas, suministran el material de más
de una obra, de lo cual dan testimonio los cabellos de Recollection: la palabra
debe ser tomada en su doble sentido, trabajo de la memoria y recolección
cotidiana, en este caso, de cabellos. Corps étranger (1994) (XXX) funge de
manifiesto. El cuerpo de la artista es penetrado, visitado, abierto a la mirada
intrusiva de una cámara que lo escruta al punto de una endoscopía paradojal,
hasta sus mínimos repliegues interiores. Al contrario de Voyage fantastique
(1966) de Richard Fleischer, donde un equipo de científicos se desplaza
dentro de un cuerpo de inteligibilidad completamente cartográfica, aquí
verificamos que, en este cuerpo, no reconocemos nada. El adentro es otro
afuera. Y también está por debajo de cualquier “sexuación”. La giganta de
Nicky de Saint-Phalle (Hon, 1965) ofrecía sus piernas abiertas a la vista del
público, evidenciando un sexo identificable, pero aquí nuestra intrusión en el
cuerpo ofrecido de la artista nos recuerda que el self (el yo) es indistinguible y
que nada es menos localizable en el género. Es en los objetos en los que
debemos delegar la señalética sexual, como ocurre en la silla de jardín
adornada de un triángulo de vello púbico de la obra Jardin Public (1993)(XXX).

Aquí estamos entonces frente al último desprendimiento de la artista, tal vez


la desafiliación más radical posible. Frente a la intención militante y el
voluntarismo crítico, Hatoum ha asociado periódicamente, como por
contrapeso, una suerte de quietismo. Se trata de obras que encuentran su
lugar en el piso, pero no porque releven lo “bajo” en el sentido que le da
George Bataille, sino porque proporcionan ese asiento sin el cual no habría
campo visual, ese fuera de campo que se impone a la periferia de la mirada.
Al piso porque también revelan un abandono, un “dejar ser”, un olvido. Se
trata de alfombras de bolitas de vidrio (Map, 1999) (XXX), o una cartografía
de panes de jabón ensamblados (Present Tense, 1996) (XXX), o una alfombra
oriental gastada hasta su trama y que revela una planisferio (Afghan, Baluchi,
Bukhara, 2008) (XXX), o incluso modestos platos de cartón con manchas de
grasa (Clouds, 2007) (XXX). La multitud de pelotitas de cabellos finamente
tejidas esparcidas sobre el piso del beguinaje de Courtrai en 1995
(Recollection, 1995) (XXX) abre la serie. Bolitas, jabones, capullos de pelo, los
materiales de Hatoum remiten a la infancia. Son flotantes, sin dimensión fija,
sin dirección, ni arriba ni abajo. Su economía aparente es aleatoria: son
piezas sueltas, dispersiones (Map, Clouds, Recollection), o el efecto del
frotamiento o el uso (Afghan, Baluchi, Bukhara): procesos “sin autor”. Pueden
revelar imágenes –por ejemplo, la cartografía de Palestina prefigurada por los
Acuerdos de Oslo–, pero igualmente se ofrecen a la mirada como imágenes
sin autor, optativas, que podrían presentarse imprevistamente, como una
manzana cortada al medio, un cáscara de nuez, un recorte de mármol
coloreado: imágenes made by chance11 (hechas por azar). Además, en la
exposición del palacio Querini Stampalia, en 2009, Hatoum no dejó de
depositar tres Clouds sobre la topografía atormentada de una mesa de
mármol negro con figuras blancas. Se trata de imágenes de los márgenes,
furtivas, que aparecen en el desvío de la mirada, de improviso. Y que pueden
deshacerse con igual velocidad, como las bolitas de vidrio de Map, ante el
movimiento de un visitante que las perturbe, desarticulando el contorno del
planisferio en el suelo como una diseminación de átomos. Es la versión más
sutil de la “despertenencia”: la apropiación de sí a través del desapego.
Griselda Pollock evocaba la manera en la que las pinturas “abstractas” de
Agnès Martin desbordaban, a través de un trabajo de deslizamiento, de
espacialización de la superficie pictórica, el léxico modernista de la grilla, para
ofrecer al espectador la oportunidad de hacer de la propia visión un
movimiento en el espacio, que escapa a la localización del ojo, y dar así al
cuerpo la impresión de que se mueve a través del espacio”12. Las dispersiones
de Mona Hatoum deshacen a su manera las condiciones ordinarias de la
visión, no sobre la tela o la hoja de papel, sino en el espacio real. Son vastos
planos abiertos que la mirada barre sin que un objeto de contornos firmes le
permita detenerse y reunirlos, ínfimas perturbaciones que vienen a solicitar
sin cesar, el impulso de “desmaterializarse”, sacarse el lastre de la autoridad
de su propio cuerpo. Turbulence (2012) reúne y sostiene ese experiencia bajo
la forma severamente encuadrada de un rectángulo en el piso, que evoca
11
Ver Jurgis Baltrusaïtis, « Pierres imagées » en Aberrations. Essai sur la légende des formes, (Paris,
Flammarion, 1983).
12
Griselda Pollock, « Agnes Martin and Abstractionism by Women » en 3 x Abstraction : New Methods of
Drawing by Wilma Af Klint, Emma Kunz, Agnes Martin, edición de Catherine de Zegher (The Drawing Center,
New Haven, Yale University Press, 2005), p. 170.
tanto los formatos minimalistas como el cuadrado de una alfombra. Es a la
espesura, al efecto de textura, que se le confían la producción de ese plano
en el que se detiene la mirada del espectador: como una playa de piedras, la
profundidad plana de un cambo de bolitas de vidrio de diversos tamaños que
un hilo invisible, que las aprisiona, las obliga a imperceptibles
superposiciones. Una especie de máquina óptica en la que debe trabajar sin
fin la mirada de quien se detiene, inmóvil, frente al borde del rectángulo: en
su singularidad, las bolitas asumen de ese modo sus diferencias (de tamaño,
de brillo, de transparencia y opacidad) para hacer surgir, con sus ínfimos
deslizamientos, con sus entrechocamientos aleatorios y los reflejos
resultantes, motivos, contornos, sugerencias de formas, mil micro-
acontecimientos que no bien aparecen, se pierden. Frente a esa
evanescencia, frente a esa negación de toda escala, frente a esa turbulencia
ingobernable, la mirada debe medirse y perderse.

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