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Tal vez esto sucede con las prácticas de evaluación cifrada porque, al
principio, la calificación introducida por los jesuitas tenía como meta
estimular competitividad entre los alumnos de la aristocracia, y no medir los
rendimientos de estos últimos o la eficacia de la enseñanza impartida con
referencia a una norma establecida. A imagen de una competencia
deportiva, cada alumno debía aprender a medirse con los demás y, en
cierta manera, los puntos que marcaba le hacían ser consciente de su lugar
en la jerarquía social. Actualmente estos tipos de escalas constituyen un
medio de transcripción, un código que permite situar el desempeño de un
alumno, la efectividad de cada categoría, resumir informaciones relativas a
la distribución de los alumnos en la clase, con respecto a una norma o a un
nivel escolar.
Pareciera juicioso separar bien estos dos tipos de discurso, aunque sólo
fuese para evitar ambigüedades en el sentido que debe atribuirse a tal o
cual tipo de evaluación. Sin embargo, su distinción se basa necesariamente
en un mejor conocimiento de las propiedades técnicas de las herramientas
de medición utilizadas. Y tal vez es ahí donde reside la dificultad esencial.
En efecto, a semejanza de las rutinas pedagógicas, el análisis reflexivo
acerca de este tipo de práctica no se impone como una necesidad desde el
momento en que las escalas de calificaciones son de uso común, Sin
embargo, las escalas de medición no lo dicen todo. Dicen lo que pueden
decir… y hasta lo que no se desearía oír. Por ejemplo, la inteligencia
humana se mide por medio de un coeficiente intelectual (ci): la relación
entre la edad mental y la edad real. Sin embargo, convencionalmente los
rendimientos obtenidos por sujetos de un mismo grupo de edad ante una
prueba se distribuyen en una escala normalizada cuyo promedio es 100 y la
diferencia tipo 15. El ci de un sujeto es, entonces, la calificación obtenida en
dicha escala. Se trata por consiguiente de un rango, y no de un coeficiente.
Así, decir que un individuo tiene un ci de 140 es indicar una medición, su
rango en un grupo de referencia. Decir que tiene una inteligencia superior al
promedio es un juicio de valor. Se concibe fácilmente el desconcierto del
genio, revelado así por la prueba, que hubiera tal vez preferido conocer la
medición exacta de su propia inteligencia, única susceptible de dar un
testimonio objetivo de su valor personal.
Este tipo de cuestión plantea, de nuevo, la de los vínculos que unen a los
“hechos” producidos con los métodos utilizados que permiten producirlos.
Ya evocamos este problema a propósito del aprendizaje. Pero si
consideramos las escalas de calificaciones como medio de información (en
el sentido de dar forma a evaluaciones que nos esforzamos por objetivar),
puede ser interesante saber cómo funcionan estos medios, cuáles son sus
intereses y sus límites. Por ejemplo no sólo saber calcular un promedio de
calificaciones para interpretar los rendimientos de los alumnos, apreciar la
dificultad del ejercicio propuesto, o también cerciorarse de la homogeneidad
del grupo de la clase, o de su heterogeneidad.