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Auxilios
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1. SALIDA DE EMERGENCIA.
Cada día amanece más temprano, dijo la rubia con el tono de quien
descubre algo extraordinario. El chico de la gorra asintió y ambos miraron las
primeras nubes blancas que se dibujaban entre las ramas de la mata de
almendras.
Era una mañana tranquila con sabor a desgano y ausencia, como suelen ser
las mañanas en Jacksonville, un pueblo olvidado por Dios. El viento leve traía
un olor a tierra mojada y a hojas de tamarindo, lo cual, definitivamente, no
debió haber sido una buena señal. Desde lejos llegaban como en un susurro los
ladridos de un perro y las órdenes de mando de un hombre que conducía una
carreta tirada por bueyes.
La estación estaba prácticamente desierta. Un mendigo organizaba
cartones en la esquina menos calurosa de la sala de espera. Pretendía dormir
en posición fetal, como duermen los inocentes. La luz tímida de a poco cubría
una parte del suelo y filtraba líneas de polvo que caían del techo, en diagonal,
eternizando la modorra.
Un dependiente, al amparo de las rejas en la ventanilla y bajo el foco de
luz, leía la prensa, o hacía como que leía la prensa, mientras yo insistía en
saber el horario de salida del próximo tren a Puerto Esperanza. El tipo dobló la
página de deportes, puso el periódico sobre sus piernas y sin separar los ojos
del récord de carreras limpias del chico Steve, tercer bate en el equipo de
Arizona, me dijo que sobre las diez de la mañana debería estar saliendo.
No supe de momento si se refería al tren, o al chico Steve. En cualquiera
de los dos casos lo único que me quedaba por hacer era esperar.
El mendigo se acercó y extendió su mano derecha, tenía la izquierda
cortaba bajo la base del codo. Recordé por un momento los armadillos del
zoológico, sus tristes miradas cuando extienden las patas para que los chicos
les echen golosinas a la jaula, su talento innato para persuadir.
Le dije que no tenía dinero.
Un mendigo debería esforzarse en el acto de pedir limosna, no extender la
mano de modo mecánico, apoyarla con una mirada o quizás un par de
palabras: pudiera decir que perdió la mano en la guerra; que de niño la trabó
en la rueda de un molino; que se la cortaron por robar una barra de pan, que
había sido cuestión de la mano o la muerte por inanición; que nació con ese
defecto y ha tenido que llevar a cuestas una vida inútil; o que un oso se la
arrancó de una mordida, mientras él intentaba salvar a una niña que jugaba con
descuido entre las rocas del río, aunque los osos, generalmente, les teman a las
niñas que juegan en el río.
Salí afuera, saqué del bolsillo de mi camisa una cajetilla de cigarros, prendí
uno y miré a los grandes almacenes donde duermen las locomotoras.
El mendigo regresó a sus cartones, a la posición fetal.
El dependiente, al periódico.
La rubia se acercó, me pidió un cigarro, le ofrecí fuego y sonrió como solo
sabría sonreír una rubia. Luego me dijo que ella también iba a Puerto
Esperanza, que allí tomaría un barco hacia Argelia donde recibiría clases de
Primeros Auxilios, me dijo que uno de sus sueños era ser enfermera.
—¿Te gustaría vivir en Argelia? — le pregunté.
—No sé— me dijo— nunca he estado allí. De todas formas, cualquier sitio
es mejor que éste.
Asentí levemente y le di una chupada corta al cigarro. La chica tenía toda
la razón. Jacksonville es un pueblo detestable donde no hay costas, ni planes
de desarrollo, ni sitios de diversión, donde la gente se sienta en el portal los
domingos en la tarde para respirar el aire de agua, que calma un poco, pero
solo un poco, los males respiratorios y la tristeza.
—Un pueblo sin costas no es buen sitio para vivir —afirmó ella.
—Pero Argelia debe ser un país muy raro— le dije— nunca salen noticias
de Argelia en la televisión, ¿allí se habla inglés?
—No sé— dijo la rubia— tampoco me importa, yo siempre he sido buena
para los idiomas. Además, Primeros Auxilios son Primeros Auxilios en
cualquier lugar del mundo, solo deberé aprender algunas palabras claves:
“mantente despierto, mírame a los ojos, no te vas a morir, aguanta un minuto,
enseguida llega la ambulancia”. Si el país me gusta podría quedarme después
de que culmine el curso, si no me gusta seguiré hacia otro lugar, eso es lo
bueno de estudiar Primeros Auxilios, son necesarios en todas partes.
Dudé si esas serían frases de Primeros Auxilios, pero asentí nuevamente y
tiré la colilla a los rieles del tren. Saqué otro cigarro de la caja.
—Usted fuma mucho— me dijo.
—Es la mejor forma de esperar y sostener la paciencia, ¿sabe usted a qué
hora sale el tren?
—Creo que a las diez de la mañana, pero no lo podría asegurar, los trenes
suelen atrasarse.
—Algo parecido me dijo el dependiente.
—¿Cuál dependiente? — preguntó.
—El de la ventanilla.
Caminamos adentro, tras las rejas y bajo el foco no había nadie.
—Debe haberse ido— le dije.
—Hace tiempo que aquí no quedan trabajadores, todos se fueron— dijo la
rubia— este no es un buen sitio para vivir— y regresó afuera.
Un pájaro azul voló desde los contenedores hasta la mata de almendras, la
chica lo siguió con la mirada y me dijo que a esa hora la mata de almendras se
llenaba de pájaros. Miré el reloj de pulsera, apenas eran las ocho y treinta.
—Si tan solo hubiera algún sitio donde tomar café— le dije.
—Antes venía una viejita con un termo, vendía café y galleticas de
chocolate. Pero hace mucho que no la veo, debe haber muerto. Cuando dejas
de ver a alguien es porque murió o se fue a un sitio mejor.
—¿Has viajado otras veces a Puerto Esperanza?
—Hace un mes que voy todos los miércoles, la lista para embarcar hacia
Argelia es larga, el barco solo zarpa un día de la semana. No he tenido suerte,
pero estoy segura de que esta vez llegará mi turno.
—Qué raro, no sabía que tanta gente quería irse a Argelia.
—Ya le digo— repitió la rubia— cualquier lugar es mejor que éste.
Asentí otra vez y pensé que debía haber escogido, desde el principio, los
miércoles para viajar. Sin dudas los lunes eran días funestos, solo montaban al
tren vendedores de queso y trigo, tipos con cara de mafiosos, que ni siquiera
hablan entre ellos.
—¿A dónde va el chico de la gorra? — le pregunté.
—Aún no se decide, yo le dije que en Puerto Esperanza salen barcos hacia
todas partes, a Cádiz, Santo Domingo, Belice, Puerto Rico o Canadá. A
Canadá el viaje es largo, pero imagino que vale la pena. El chico está hecho un
lío, es muy callado, a duras penas pude hablar un rato con él— bajó la voz y
acercó sus labios a mí oído — a lo mejor huye de algo, o de alguien.
Pude sentir su aliento cálido en mi oreja, no hay nada que me motive más
que el aliento cálido de una rubia.
—A fin de cuentas, todos huimos de algo o de alguien. — dije— De todas
formas, no es prudente hablar mucho con él, quizás sea un asesino, un
psicópata, un loco.
La rubia sintió escalofríos, se estremeció un poco y me tomó del brazo.
—O quizás no. — dijo— Parece un buen chico.
—Ésos son los peores— aseguré.
Volví a mirar hacia los almacenes. Las puertas estaban cerradas. Nada
indicaba que un tren estuviera por salir.
La rubia llevaba un abrigo de piel y unas botas altas que la cubrían hasta
las rodillas. Junto al banco descansaba una pequeña maleta donde cabría justo
lo necesario para viajar a Argelia. En el otro extremo del banco el chico de la
gorra se mantenía impasible, fijaba la vista al suelo y a ratos tanteaba su bolsa,
como si intentara proteger el contenido que llevaba dentro. Mientras
conversábamos, una docena de pájaros azules habían salido de los almacenes y
formaban filas en las ramas del árbol. Era una escena extraordinaria y la rubia,
aún aferrada a uno de mis brazos, no dejaba de mirar hacia arriba.
—¿Cuánto tiempo dura el curso? — le pregunté.
—¿Cuál curso?
—El de Primeros Auxilios
—Tres meses— respondió sin separar la vista de los pájaros.
A mí en realidad tanto pájaro azul me comenzaba a aburrir y le propuse
que nos sentáramos en el banco junto al chico de la gorra. Al oírnos caminar
hacia el banco el chico separó la vista del suelo, hizo espacio y se caló aún
más la gorra que le tapaba la parte superior de las orejas. El banco no era
cómodo, estaba formado por varios tablones de madera y no tenía espaldar,
pero era el único de todo el andén.
En otros tiempos la estación debió haber sido un sitio concurrido, poseía
ese extraño hálito de los lugares que alguna vez fueron habitados.
“Hay huellas que el tiempo no es capaz de borrar como mismo hay cosas
de las que no se pueden huir”, pensé.
Por un momento quise decir la frase en voz alta, pero luego creí prudente
no hacerlo; el chico de la gorra podría tomarlo como algo personal, podría
sacar de su bolsa una navaja, un cuchillo, o peor aún, un revólver.
Nunca se sabe lo que es capaz de tener un sicópata en su bolsa.
En una de las paredes de la estación estaba marcado el lugar donde en
algún momento existió un mural de trayectorias y horarios. En el suelo
quedaban restos de vigas que sostuvieron bancos o barandas metálicas para la
orientación y el control de los pasajeros. De lo alto colgaba un reloj que había
dejado de funcionar y el cartel desvencijado aún se sostenía, a pesar de la
fuerza del viento que lo hacía chirriar como si se tratara de un cachorro
apaleado.
Jacksonville se conectaba al este con Villenate, una villa famosa por sus
buenas tierras para el cultivo de la zanahoria y el tamarindo, un lugar ocupado,
en su mayor parte, por emigrantes jamaiquinos con profundos conocimientos
en temas de agronomía, y escasos intereses sociales. Al norte limitaba con
Yosemite, un pueblo de pastoreo y carreras de autos con tres comunidades de
emigrantes establecidas en exacta proporción: irlandeses, polacos y turcos,
aunque los cargos del gobierno municipal los llevaran los norteamericanos. Al
sur estaba Longline, la zona de montañas que marca las fronteras, quizás el
sitio más desolado, donde se entra, la mayoría de las veces, para no salir. Al
oeste el límite era Puerto Esperanza, la salida de emergencia, el único sitio
atractivo de los alrededores.
El ferrocarril conectaba todos los pueblos, pero con el tiempo se fueron
averiando las vías, la gente perdió el interés por regresar y ahora solo queda un
tren, que sale dos veces por semana y para colmo, se retrasa.
Durante un rato me sentí incómodo al estar sentado entre el chico y la
rubia. Los tres permanecíamos en silencio. Cada cual miraba a un sitio
distinto:
La rubia a la mata de almendras.
El chico al suelo.
Yo clavé la vista en los almacenes creyendo que de tanto mirarlos se
abrirían para darle paso a la locomotora y salir a tiempo de ese lugar y, sobre
todo, de esa incómoda situación.
Contra todos los pronósticos el chico fue el primero en hablar, dijo que era
probable que el tren no saliera.
—Hay días en que falla. Cuando el maquinista se enferma, o cuando se
queda dormido por haber tomado mucho la noche anterior o cuando hay ferias
en Puerto Esperanza y decide quedarse por allá.
—Eso es inconcebible— le dije— el maquinista debe poseer algo parecido
a un sentido de la responsabilidad; no se puede quedar por ahí, como si nadie
necesitara del tren.
—No lo podría culpar— dijo el chico— las Ferias en Puerto Esperanza son
extraordinarias.
—¿Has viajado antes?
—No— respondió un poco ofuscado— he oído a la gente hablar.
—La Feria en Puerto Esperanza comienza mañana— dijo la rubia después
de haber visto como la última escuadra de pájaros azules abandonaba la mata
de almendras y tomaba rumbo oeste. — Anoche no se pudo haber
emborrachado porque el único bar del pueblo estuvo desierto, yo vivo enfrente
y desde mi ventana se puede ver todo. Quizás lo único que extrañe de este
pueblo sea mi ventana.
Un rato después se abrieron las puertas del almacén y una locomotora muy
pequeña para un sitio tan grande se trasladó despacio hasta el andén. El chico
de la gorra sonrió por primera vez en toda la mañana, cargó su bulto y lo
volvió a tantear para asegurarse de que aún estaba dentro su contenido. La
rubia saludó con mucho entusiasmo al maquinista, como solo una rubia sabría
saludar y como quien regresa a una idea anterior, me preguntó:
—Por cierto ¿usted de qué huye?
—De todo— le dije y subí al tren.
4. UN NEGOCIO RENTABLE
5. TRÁFICO
Me gusta viajar. No lo niego. Incluso a veces sueño que voy en un avión a
toda velocidad, en uno de esos aviones que salen en las revistas, cruzo las
nubes, o navego en un barco sobre la superficie encabritada de las olas; pero
esa gente tenía la capacidad de sacarme de quicio, hasta me daban ganas de
tirarme por la ventana del tren.
Querían que les contara, pero no les dije la verdad, se me podría haber
echado a perder el negocio. Me calé la gorra con fuerza y fijé la vista al suelo.
Al par de ojos acusadores se sumaban los de la señora y sus dos hijos, que de
modo extraordinario habían dejado de jugar solo para atenderme.
—¿Cómo te llamas? — preguntó uno de ellos.
No le respondí. Si hay algo peor que responder preguntas, es precisamente
responder las preguntas de un niño.
—Vengan acá, — dijo la madre y los acomodó sobre sus piernas— dejen al
chico tranquilo. Debe estar cansado, un viaje en tren es agotador.
Yo sentí alivio por un momento, pero solo por un momento.
—Sigamos las estrategias del juego— dijo el hombre de la camisa a
cuadros, debes comenzar por el lugar donde naciste.
—Nací en La Habana— dije sin levantar la vista del suelo — a los cinco
años mis padres me enviaron en un barco hacia Puerto Esperanza.
—¿Al Colegio Militar? — preguntó la señora y de modo intuitivo abrazó a
sus hijos.
—No, en La Habana se comentaba que los niños serían adoctrinados,
convertidos en latas de carne, o qué sé yo. Ellos creyeron que me estaban
salvando, pero en realidad, me jodieron la vida.
Me incliné un poco en el espaldar del asiento y con disimulo corrí el bolso
hasta la ventana; quizás con el viento las gotas tomaran otra dirección, cayeran
hacia las líneas o simplemente se dividieran en millones de partículas para
perderse en el aire; pero de modo invariable continuó el goteo y el temor de
que me fueran a descubrir crecía junto con la línea que el líquido dibujaba en
el suelo.
—Si te hubieran dejado en la Habana, tu suerte habría sido otra— dijo el
hombre.
—Pobrecito— comentó la señora— lo podrían haber convertido en una
lata de carne, o peor aún, lo podrían haber adoctrinado.
—No me refiero a eso. Aunque, de cualquier modo, todos practicamos
alguna que otra doctrina.
—Dios nos libre— dijo en voz baja la señora.
—Lo que quiero decir es que el chico, de quedarse en su ciudad natal,
estaría viviendo ahora en un cómodo apartamento de Puerto Esperanza. La
Habana fue desmantelada hace dos años. Se convirtió en un balneario de retiro
para militares, presidentes y ministros. Todos los habitantes fueron
trasladados. A cada familia se le entregó un apartamento en un edificio de
doce plantas.
—Qué suerte— dijo la mujer.
—Qué mala suerte la mía— dije—. Lo cierto es que entré a un orfanato y
una pareja me tomó en adopción. Me llevaron a vivir a Longline, la zona de
las montañas.
—Dicen que esa zona es peligrosa— exclamó la rubia un poco asustada.
Apretó la mano del hombre y éste le dijo algo al oído que no logré escuchar,
pero debieron ser un par de palabras atrevidas, porque la mujer se ruborizó y
le regaló una sonrisa.
—Mis padres adoptivos tenían una cabaña perfecta frente a un lago—
continué—. Tres habitaciones en la planta alta, ventanas que miraban a todas
partes y una alacena enorme, repleta de verduras en conserva y refrescos
enlatados. No hay nada que me guste más que los refrescos enlatados.
—A mí también— dijo la mujer— desde que pasé tres días oculta en el
supermercado, me he vuelto adicta a los refrescos.
—La planta baja era amplia. Mi sitio preferido era el portal con sus
mecedoras y su silencio. En la sala, recostados a la pared, descansaban tres
fusiles. A veces se acercaba algún oso, una serpiente o una pantera y había que
dispararles con precisión.
—No sabía que en las montañas existieran panteras— dijo de pronto el
maquinista que había dejado su puesto en la locomotora para oír esta parte de
la historia.
Me torné prudente y miré hacia la ventana con la vana ilusión de que todos
harían lo mismo, si el maquinista descubría los surcos líquidos en el suelo
sería capaz de echarme del tren, como intentó hacer un poco más tarde. Pero
de momento yo contaba la historia.
—En la montaña hay de todo— dije— águilas, escorpiones, perros jíbaros,
hienas, leopardos, liebres, zorras y rinocerontes. De todo. Aprendí a tirar con
el fusil, maté a dos o tres bichos que trataron de quitarnos el sueño. Por las
mañanas recibía clases de parte de mi madre adoptiva, por la tarde pescaba
con mi padre en el lago y en las noches hacíamos turnos de vigilancia para
proteger la cabaña.
—Me parece una forma de vida excelente— dijo el hombre—. No hay
nada como la tranquilidad del campo, la ausencia de grandes pretensiones, el
viento de agua, el silencio.
—A medida que fui creciendo las cosas se comenzaron a complicar. Una
noche descubrí a mi madre en un rincón del cuarto, espiaba mientras yo me
cambiaba de ropa para dormir y se tocaba con mucha insistencia debajo del
vestido. Mi padre no tardó en descubrirlo, le pegó un tiro en medio del pecho,
me amarró a una silla, con el fusil sobre las piernas y fue a Villenate a buscar a
la policía para acusarme del asesinato de mi madre.
—Qué cosa tan terrible— dijo la señora.
Los niños estaban muy atentos, al parecer mi vida les resultaba interesante
y creí, en ese momento, que no había nada peor que un niño interesado en una
historia. Me harían preguntas eternamente y había algunas que no sería capaz
de responder.
Durante el intermezzo, mientras tomaba aire e hilvanaba ideas para
continuar la historia, el maquinista desvió sus ojos de la ventana al suelo y
descubrió las líneas líquidas que ya atravesaba en varios sentidos el vagón.
—¡¿Esto qué es?!— gritó mientras caminaba hacia mi sitio. —¡¿Cómo te
atreves a ensuciar de esta forma el tren?! Ahora mismo te bajas de aquí.
Miré afuera, no había nada en medio del descampado, kilómetros de tierra
seca y un sol implacable. Quise explicarle que el líquido no era peligroso, que
yo lo podría limpiar si me alcanzaba algún paño y un poco de agua, pero ya el
maquinista aplicaba los frenos y regresaba al vagón.
El hombre de la camisa a cuadros también miró hacia fuera y dijo:
—Aquí no lo puede dejar, aún faltan muchos kilómetros para Puerto
Esperanza. Además, él ya pagó su pasaje.
—Pues le devuelvo el dinero — dijo el tipo y me tiró a la cara el billete
arrugado de diez pesos.
Tomé mi bolsa mojada y me puse de pie.
—Espera— dijo la señora— yo te voy a ayudar a limpiar, en un minuto
dejamos esto como nuevo.
La rubia también se brindó, colgó su abrigo de piel en el espaldar del
asiento para que no se fuera a ensuciar y entre los tres comenzamos a borrar
las líneas líquidas del suelo, sin embargo, la bolsa seguía goteando. El
maquinista desde la puerta del vagón comprobaba la calidad de nuestro
trabajo.
—Tendrás que sacar lo que llevas dentro de tu equipaje y colgarlo al fondo
para que suelte lo que gotea de una vez— dijo la mujer.
Me hubiera gustado hacer resistencia, pero ella tenía razón. Abrí el bulto,
saqué las bolsas de yogurt que se descongelaban con prisa y las colgué al
fondo, en un saliente de hierro para que terminaran de gotear sobre las vías del
tren.
—Ya saben cuál es mi negocio— dije en voz baja— en Puerto Esperanza
el yogurt se vende a buen precio, incluso a mejor precio que el café y las
galletas de chocolate. Les pido, por favor, que no digan nada, vender yogurt es
ilegal, me podrían llevar preso.
—Despreocúpate— dijo la señora.
Todos asintieron menos el maquinista, que tomaba su billete arrugado del
suelo y comprobaba nuevamente la calidad de la limpieza.
—¿Qué pasó después? — preguntó uno de los niños.
Mi teoría de las preguntas infinitas comenzaba a comprobarse.
—No recuerdo dónde dejé la historia.
—Tu papá fue al pueblo para buscar a la policía— dijo el otro niño— para
que te metieran preso porque mataste a tu mamá.
—No fue el quién la mató— dijo la señora—. Deja de mirar hacia afuera y
atiende a la historia.
Me tomé un minuto, había perdido completamente la concentración.
—Mi padre adoptivo regresó solo, Villenate había sido desmantelado, lo
convirtieron en una zona azucarera y les dieron casa a los habitantes en Puerto
Esperanza.
—Qué suerte— dijo la mujer.
—Qué suerte— repitieron el hombre, la señora, e incluso los dos niños.
—Yo había logrado quitarme las amarras, le disparé en cuanto entró a la
cabaña y eché los dos cuerpos al lago. Luego vine a Jacksonville y desde
entonces me he dedicado al tráfico.
—¿Nunca te atraparon? — me preguntó el hombre.
—No, nadie se acuerda de mis padres adoptivos. Una vez me preguntaron,
yo dije que un oso se los había comido, que yo me salvé porque estaba dentro
del lago y los osos le tienen miedo al agua.
—Pero los osos no le tienen miedo al agua— dijo el maquinista.
—Los de la montaña sí.
—Yo me refería al tráfico— dijo el hombre— ¿nunca te han atrapado?
—No— le respondí—. Soy muy prudente, las bolsas casi nunca se
descongelan.
Clavé la vista al suelo, traté de olvidarme de mi historia, de mis
compañeros de viaje y de las preguntas que los niños me hacían. Al parecer se
habían quedado con muchas dudas.
7. GUIRNALDAS.
Pedí la cuenta. Saqué la billetera del bolsillo y la puse sobre la mesa. Los
niños miraron los rótulos en el cuero y debatieron un par de suposiciones
sobre el significado de las letras. A los demás pareció no interesarles. A fin de
cuentas, lo importante de una billetera, por muy simbólica que sea su cubierta,
es lo que lleva dentro.
—Espero que no haya costado mucho— dijo la señora.
—Solo lo justo. — le respondí — Los tallarines estaban magníficos.
Puse sobre la bandejita plástica dos billetes de cien y le dije al camarero
que se quedara con el vuelto.
—Hay alguien que aún no ha contado su historia— dijo la rubia mientras
me tomaba nuevamente del brazo.
—Ya tendremos tiempo— respondí— lo importante ahora es buscar un
lugar donde quedarnos esta noche. No podemos dormir en la calle.
—Por mí no se preocupe— dijo la señora— ya le he causado demasiadas
molestias. Puedo ir hasta un parque, no sería la primera vez que paso una
noche en vela. Cuando mis niños tienen sueño son capaces de dormir en
cualquier sitio, por incómodo que sea. Mañana bien temprano los llevo para la
Academia, serán los primeros en matricularse.
—No intente discutir, usted vendrá con nosotros, ¿o acaso nos cree capaces
de dejarla dormir en un parque? Ésta podría ser la última noche que pase con
sus hijos por un buen tiempo. No quiero asustarla, pero debe saber que la vida
militar es dura, aunque sean muy chicos estarán internados, es algo así como
una estrategia educativa para que aprendan a ser independientes.
—¿Usted cree que los manden a la guerra?
—No lo podría saber, cada día hay más conflictos, cada día son más
jóvenes los soldados.
—Si yo fuera usted— dijo la rubia— les enseñaría cómo esconderse en un
supermercado en caso de que se encuentren ante la presencia de un coche-
bomba, eso es infalible.
La señora asintió levemente.
—Siempre que yo vengo a Puerto Esperanza— dijo el chico de la gorra—
me quedo en la pensión de la señora Blanchet, es barata y nunca está llena.
Queda cerca de aquí, podemos ir caminando.
En realidad, a cualquier sitio de Puerto Esperanza se puede ir caminando,
quise decir, pero me contuve, al parecer el chico había perdido una gran
porción de su timidez.
Caminamos despacio, las calles estaban adornadas con guirnaldas,
cadenetas, grandes carteles que anunciaban los horarios y lugares donde
tocarían las orquestas y las calles principales del desfile. Los niños quisieron
tomarse una foto con una gallina gigante que repartía propaganda para las
rebajas de las bandejas de pollo en el supermercado central, pero ninguno de
nosotros traía una cámara. Luego compitieron para ver quien saltaba más alto
y le tocaba el pico, ninguno de los dos pudo lograrlo, la gallina en realidad era
bien alta. Los kioscos de ventas se alineaban sobre los portales, la gente iba de
uno a otro comparando la buena cara de las hamburguesas y la cantidad de
jamón que traían los sándwiches. Los vendedores pregonaban sus productos,
de una calidad, según ellos, excepcional.
Después de unas cuantas cuadras el chico dijo:
—Es allí— y nos señaló un amplio portal cubierto de puestos de
chicharrones y malta embotellada.
La pensión de la señora Blanchet era un edifico de tres plantas con doce
habitaciones, de la cuales once ya estaban cubiertas; quedaba una en la planta
baja, muy cerca del sótano, que solo contaba con dos camas estrechas, un baño
y una pequeña ventana sobre la ducha.
—Estoy a tope— dijo la señora Blanchet— a la Feria vienen muchos
turistas, sobre todo este año, se comenta que el chico Steve desfilará en el
bloque deportivo.
—¿Conoce otro lugar donde podamos quedarnos? — le pregunté.
—Haré un par de llamadas, esperen un momento.
Nos acomodamos sobre los butacones de la sala. Varios turistas bajaban las
escaleras, traían un sombrero ancho y un traje deportivo con el número del
chico Steve en la espalda, sin dudas el desfile sería uno de los mayores
atractivos de la Feria. Los vendedores del portal asediaban a todos los que
entraban o salían de la pensión. Colocaban las botellas de malta tan cerca del
cliente que uno podía sentir la frialdad del cristal y el olor espeso de la bebida.
La señora Blanchet marcó varios números, o hizo como que marcó varios
números, pero todos los sitios estaban repletos.
—Y eso que aún es temprano— dijo— cuando lleguen los trenes de la
noche mucha gente tendrá que dormir en la calle.
—Lo que podemos hacer— sugerí— es unir las dos camas. No estaremos
cómodos, pero es la única solución. De momento dejemos el equipaje, dentro
de un rato comenzará a tocar la primera orquesta.
8. PAPEL DE LIJA
9. PASTEL DE ARÁNDANOS.