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“El yo que se despliega es un Narciso que se contempla obsesivamente en numerosos


y confusos espejos.”
La trilogía luminosa de Mario Levrero

Helena Corbellini
Departamento de Investigaciones
Biblioteca Nacional

En un sueño narrado en La novela luminosa, el protagonista declara ser un es-


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critor maldito. Ese reconocimiento es pronunciado con un dolor salido “del fondo
del alma”, que lo hace “llorar de modo incontenible, inconsolable”. Al despertarse
siente “piedad” y “dolor” por los malos tratos que le hace sufrir el establishment
cultural, al que también denomina “patota literaria” (LNL, 92).
El hombre que nació el 23 de enero de 1940 y murió el 30 de agosto de 2004
se llamó Jorge Varlotta. Para convertirse en escritor adoptó la identidad generada
por su segundo nombre y el apellido materno. Levrero sostuvo importantes di-
vergencias con quienes detentan la hegemonía cultural, que se manifestaron en
rupturas con sus editores, su rechazo a participar en concursos literarios, también
explícitas contrariedades hacia el canon universal y una actitud irreverente ante los
íconos del prestigio que la crítica le negó hasta que hubo muerto: el único premio
a su obra fue el Bartolomé Hidalgo 2006, otorgado por la Cámara del Libro a La
novela luminosa. Posiblemente todos estos factores condujeron al escritor a vivir en
guerra con ese establishment patotero que él percibió cuánto lo maltrataba.
En las décadas del 60 al 80, la personalidad de este escritor fundamentalmente
escindido entre Varlotta y Levrero había elaborado una doble propuesta artística:
el humor –para el que reservaba el nombre de Varlotta– y relatos instrospectivos y
fantásticos que firmó como Mario Levrero.
Su consagración como escritor nacional y la consiguiente inclusión en la cen-
tralidad simbólica es un fenómeno actual y en expansión. La cuestión de haber
producido literatura desde los márgenes, atraviesa el “Diario de la beca”. Es un
tema que el narrador se plantea a nivel metadiegético, cuando reflexiona sobre el
significado de ser escritor. Escribir es una necesidad de su alma que derrama, a la
vez, angustia y alivio.
El nombre de Levrero se convierte en un mito por las comentadas extrañezas
de su conducta y su apuesta a una literatura que distorsiona la realidad o se entre-
teje con la vida. Si la producción inicial de Levrero se clasifica como rara o fan-
tástica, luego el autor se entrega al registro minucioso de sus vivencias en diarios
o apuntes, donde lo extraño son las percepciones del yo narrador, un sujeto que
escapa a las convenciones y se dedica a la construcción sistemática de su singulari-
dad, la sintagmática de su ser en el mundo.

Protectores íntimos

En los relatos que el autor estructuró bajo la forma de diario íntimo se detec-
ta el problema de la luminosidad, expuesto desde las percepciones que el sujeto
autor-protagonista experimenta en su propia psiquis y en relación con el mundo
real. Estas experiencias que denomina luminosas ocurrieron en ocasiones en que
una trascendencia divina tocó su alma y le dio sentido a su vivir. Los diarios son el
ejercicio preparatorio para narrarlas, el prólogo de lo inefable.
Se trata de tres relatos de muy variada extensión: el primero se titula “Diario
de un canalla”, está fechado en Buenos Aires entre 1984 y 1986, e integra el vo-
252 lumen de cuentos El portero y el otro (1992). El segundo es la novela El discurso
vacío (1996) –escrita entre noviembre de 1991 y mayo de 1993– y, por último,
el “Diario de la beca” –escrito entre agosto de 2000 y 2001–, perteneciente a La
novela luminosa y que dentro del conjunto del libro es el llamado Prólogo.
Estos tres relatos escritos en el período último de la vida del autor, inscriptos
dentro del género del diario íntimo, marcan una singularidad en el conjunto de
la obra levreriana. El propio autor, en su “Prefacio histórico” a La novela luminosa
(LNL), señala que encuentra vínculos tan estrechos entre su gran novela final y
aquellos dos relatos anteriores, que hubiese deseado editarlos en forma conjunta.

Pensé en juntar todos los materiales afines en este libro, e incluir junto a los que con-
tienen actualmente mi “Diario de un canalla” y El discurso vacío, ya que estos textos
son también de algún modo continuación de La novela luminosa. Pero el proyecto me
pareció excesivo, y opté finalmente por limitarlo a los textos inéditos exclusivamente
[LNL, 22].

¿Cuáles fueron los motivos que lo indujeron a un cambio de género? Abando-


nó aquellas ficciones enmarcadas en la categoría de lo fantástico para abocarse a la
escritura pormenorizada del yo. Luego estos diarios fueron sometidos a reescritu-
ras hasta culminar en productos híbridos.
El tríptico de narraciones aquí estudiado es denominado trilogía luminosa,
para así continuar con la nomenclatura propuesta por el mismo Levrero, cuando
llamó “trilogía involuntaria”  a las nouvelles La ciudad, El lugar y París. La unidad

. “París es el último tramo de lo que he llamado ‘trilogía involuntaria’, integrada además por La
de esta trilogía luminosa se fundamenta en la afinidad constructiva temática y
formal, forjada con un propósito definido. Al percibir sus vínculos, se aclara la
intencionalidad del autor. El estudio de estos diarios permite la comprensión de la
poética que Levrero enunció finalmente, la que pone en cuestión el problema de
la verdad y la escrituración del sujeto.
En la trilogía luminosa el receptor se enfrenta a una suma de discursos emiti-
dos como “monólogos narcisistas” en tensión con un contexto real. De esa ten-
sión acontece la lucha del yo por escribirse y constituirse simultáneamente. El
resultado se materializa en un legado: transmitir –o el intento por transmitir– la
experiencia luminosa a sus lectores.

Al escribir diarios íntimos, Levrero se confiesa a sí mismo y ante sus lectores.


Philippe Lejeune ha elaborado la teoría del “pacto autobiográfico”, donde explica
que se trata del “engagement que prend un auteur de raconter directement sa vie (ou
une partie, ou un aspect de sa vie) dans un esprit de vérité” (31).
El autor se compromete a decir la verdad acerca de su vida, o lo que desde su
subjetividad considera verdadero. En estos textos, el compromiso de verdad está
focalizado sobre el propio sujeto. El autor pone en juego la cuestión de lo verdade-
ro y lo falso acerca de lo que narra sobre su existencia. Para Lejeune, la fuerza del
pacto autobiográfico queda demostrada porque el texto adquiere estatuto jurídico, 253
ya que es susceptible de ser verificado por una investigación.
Al exponer su vida íntima al conocimiento público, el autor corre el riesgo de
atentar contra su privacidad o la de quienes lo rodean. Con este argumento Levre-
ro suprime fragmentos en la novela El discurso vacío: “En un trabajo posterior de
corrección, eliminé algunos pasajes e incluso alguno de los ‘Ejercicios’ íntegros, a
veces como protección de la intimidad propia o de otras personas” (EDV, 6).
En el marco teórico de Lejeune, los diarios íntimos integran las escrituras del
pacto autobiográfico. Pero como su superficie textual también es utilizada por la
novela, es necesario precisar cuáles son las características propias del diario auténti-
co, al que califica “cándido”. Este se presenta como un texto que comienza cuando
el autor toma la decisión de escribir y luego ignora cómo o cuándo terminará. Al
fin, el desenlace puede provenir tanto de un hecho del mundo extraliterario, como
de la decisión del autor de interrumpir la escritura. El diario cándido es discon-
tinuo, lacunal, alusivo, redundante y repetitivo, sin secuencias argumentales que
evidencien un desarrollo narrativo (Lejeune, 66-67).
La trilogía luminosa se despliega ante los ojos como un mar de ideas, emocio-
nes, frustraciones, sentimientos, recuerdos, ilusiones y rechazos. En ese mar flotan
mujeres amadas, amigos, lapiceras, hojas, libros, una computadora, medicamen-
tos, cigarrillos, milanesas, un pocillo de café, el cubo de Rubik, el sillón “de leer” y

ciudad y El lugar”, M. Levrero, prólogo de París, Montevideo: Arca, 1998. Los tres libros fueron por
primera vez publicados juntos en Trilogía involuntaria, Madrid: Debolsillo, 2009.

. “Este diario también es una forma de monólogo narcisista, aunque a mi juicio no tiene las mismas
connotaciones patológicas del diálogo con la máquina” (LNL, 168).
el “de repatingarse”, los recuerdos y los sueños. Todo se hunde y emerge en ese mar
que se parece al de las lágrimas de Alicia en el País de las Maravillas.
Desde una perspectiva pragmática, Lejeune señala que el autor de un texto
autobiográfico le demanda a su lector que le crea, y le reclama comprensión, como
si el discurso se saliese de la literatura para instalarse en la vida corriente. La auto-
biografía plantea un campo discursivo no ilusorio, un acto cognitivo real. Levrero
acude a estrategias de verdad y las derrama a manos llenas. En “Diario de un cana-
lla” afirma: “Sí, lo voy a hacer. Lo voy a lograr. No me fastidien con el estilo ni con
la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida” (134).

El discurso vacío avanza desde unos ejercicios caligráficos iniciales. El autor


incluso utiliza al tachado de la letra para evidenciar la fidelidad a la versión ori-
ginal: “Reconozco que nuevamente he abandonado estos ejercicios ejercicios por
muchos días, en los que anduve ansioso y chiflado” (127).
En La novela luminosa, el sábado 5 anuncia: “Aquí comienzo este ‘Diario de
la beca’ […]. El objetivo es poner en marcha la escritura, no importa con qué
asunto, y mantener una continuidad hasta crearme el hábito” (27). Cuando las
páginas del diario llegan a su fin, decide aplicar los nombres verdaderos de las
personas/personajes de su obra que no sean afectados en su intimidad empírica
254 por su existencia textual:

Es cierto que me distraje un poco en mis controles sobre Mónica (a quien estúpida-
mente he llamado M a lo largo de este diario, del mismo modo que he llamado I a Inés
y F a Fernanda, como si hubiera algo pecaminoso que ocultar en mi relación con ellas;
no lo hay; solo me sacaban a pasear) [421].

Si los diarios han sido los ejercicios preparatorios de la enunciación luminosa,


su concreción también estará imbuida por el espíritu de verdad. Así es que el autor
vuelve a reclamar credibilidad, con mayor severidad y énfasis: “no puedo decir
aquí nada que no sea estrictamente real, porque de otro modo todo se vendría
abajo estrepitosamente; recuérdese: estoy escribiendo con la libertad de un conde-
nado a muerte” (442).
Esta voz produce una sensación de intensidad por su entrega, por eso fascina
y perturba como una droga.

Chifladura y estilo

Sin embargo, estos tres relatos de Levrero plantean complejidades formales: el


paratexto “diario” aparece de un modo secundario, bajo el de cuento o novela, lo
que deja dudas en este terreno minado por las conjeturas.

. Distinto es el caso de Chl, con quien tampoco hubo nada pecaminoso pero sí una importante
relación de pareja, que por su propia sabia determinación nunca se hizo pública.
El relato “Diario de un canalla”, aunque se titule así, fue publicado dentro de un
libro de cuentos, o sea, ficciones. Por su parte, El discurso vacío es llamado novela,
aunque paradójicamente el autor, en una suerte de prólogo denominado “El texto”,
aclara: “La novela en su forma actual fue construida a semejanza de un diario ínti-
mo” (Levrero, 1996: 6). Y a continuación explica cómo tomó los textos pertenecien-
tes a ejercicios caligráficos y documentación diarística; los integró cronológicamente,
corrigió y seleccionó para su publicación en forma definitiva de novela.
Por último, el “Diario de la beca”, que figura en la página 27 del índice, lleva
el paratexto previo de Prólogo de La novela luminosa, aunque padezca la ominosa
contradicción de prolongarse hasta la página 431, en un total de 542.
Este juego de signos que se deslizan también produce deslizamientos cogni-
tivos. Desde que el escritor francés Serge Doubrovsky introdujera el neologismo
autoficción para designar su obra Fils (1977), la categoría genérica y el concepto
de ficción en oposición a autobiografía reactivaron la virulencia del debate. Re-
cientemente, el crítico Philippe Gasparini reubica el concepto de autoficción en
función de sus dispositivos narrativos y encuentra que este neologismo presenta
el obstáculo de su “viscosidad semántica”. La palabra ficción se ha ampliado y
hoy recubre tanto hechos imaginarios como lenguaje poético. Doubrovsky “au-
toriza” una escritura del yo “sin referencia a la noción de verdad” y el resultado
es que caduca la noción del contrato de lectura. El fenómeno de la autoficción 255
no se trataría de la simple proyección del autor en situaciones imaginarias. Tam-
poco se trataría de un género, sino de una figura, un tropo.
El espacio autobiográfico se configura como un archigénero opuesto al fic-
cional, y está hecho de políticas pragmáticas: por un lado, el pacto de verdad que
rige la autobiografía, las cartas, los diarios, por el otro, la estrategia de ambigüedad
propia de la novela autobiográfica. Gasparini señala, en primer lugar, que la auto-
biografía propone un pacto de verdad, mientras que la novela autobiográfica está
fundada sobre una estrategia de ambigüedad verdad/ficción. En segundo lugar,
en la autobiografía existe una identidad fija autor-protagonista-narrador, en cam-
bio en la novela autobiográfica esa identidad está apenas sugerida. La autoficción
combina estrategias de ambas: ambigüedad y homonimia. Así se crea la obra de
Doubrovsky. Al fin, agotados los esfuerzos por fijar los límites, Gasparini deja
librada a la recepción cómo interpretar la distribución de signos de verdad y fic-
cionalidad diseminados en el texto.
¿Cuál política pragmática es utilizada por Levrero? Propone un pacto de ver-
dad, al punto de “jugarse la vida”, pero la triple identidad autor-narrador-héroe
está dislocada por las disociaciones de su propio yo en dispersión y búsqueda. En
ninguno de los tres diarios el autor se designa a sí mismo por el nombre propio,
aunque no tenga reparos en nombrar a familiares y amigos. Sin embargo, hay
una referencia explícita a la disociación de sus nombres en El discurso vacío y está
vinculada a su otra existencia, sumergida y emergente:

Quiero escribir y publicar. Tengo necesidad de ver mi nombre, mi verdadero nombre y


no el que me pusieron, en letras de molde. Y mucho más que eso, mucho más que eso,
quiero entrar en contacto conmigo mismo, con el maravilloso ser que me habita y que es
capaz, entre muchos otros prodigios, de fabular historias o historietas interesantes [31].

Enunciaciones como “recuperar el contacto con el ser íntimo” y encon-


trar el “verdadero nombre” sellan el pacto de verdad y alejan el fantasma de la
fabulación.
Por último, la ficción entendida como lenguaje poético parece estar más cerca
de las propuestas de Doubrovsky y de Levrero. Para este último, la vacuidad del
discurso es justamente la proveedora de sentido. La preocupación por la función
poética del lenguaje se tornará obsesiva en La novela luminosa: “Cuando uno es
joven e inexperiente, busca en los libros argumentos llamativos, lo mismo que en
las películas. Con el paso del tiempo, uno va descubriendo que el argumento no
tiene mayor importancia; el estilo, la forma de narrar, es todo” (77).
Gasparini afirma que la relación entre autobiografismo e innovación lingüísti-
ca es estrecha y ha sido el territorio de un amplio campo experimental. La experi-
mentación y la búsqueda artística históricamente han requerido formas autobio-
gráficas en todas sus variantes. Y la autobiografía ha dejado de ser un subgénero
para alcanzar un alto reconocimiento.
En el último diario de Levrero, otros subgéneros son revalorizados por él. El
256 autor vierte juicios lapidarios acerca de la crítica literaria, la academia y los escri-
tores del canon, y en oposición se interesa y exalta los “subgéneros” de consumo
popular –como los relatos policiales, el folletín y las historietas–, generando un
movimiento desde los márgenes hacia la centralidad cultural. Si el autor por un
lado expresa, exagerada y humorísticamente, su devoción ante la literatura de Rosa
Chacel hasta el punto de llamarla “doña Rosa” o “tía Rosa”, por otro, declara im-
pertinente y con asco:

No me interesan los autores que crean laboriosamente sus novelones de 400 páginas,
en base a fichas y a una imaginación disciplinada; sólo transmiten una información
vacía, triste, deprimente. Y mentirosa, bajo ese disfraz de naturalismo. Como el famoso
Flaubert. Puaj [74].

Levrero ha manifestado su voluntad de forjar “un estilo”, y en el continuum de su


voz su estilo es pródigo en huellas de oralidad, tanto en la elección léxica como en la
construcción sintáctica y el efecto de tono íntimo. Jorge Schwartz reconoció como
una característica propia de las vanguardias latinoamericanas el tomar posesión de
las fórmulas de la oralidad (Schwartz, 69-73). Un ejemplo de oralidad levreriana
sería el modo informal de autorrepresentarse, donde también acude al humor y la
ironía: “Las fotos muestran claramente que soy un viejo ‘en las últimas’; y no es la
barba, eh; es la piel, la mirada, el color rojizo de la cara, el encorvamiento de la espal-
da. Lo que se dice un viejo de mierda. Un personaje de Beckett” (129).
Otro procedimiento de amable burla es la introducción periódica de cartas
protocolares dirigidas a un fantasma. Son encabezadas y concluidas de este modo:
“Estimado Mr. Guggenheim, creo que usted ha malgastado su dinero en esta beca
que me ha concedido con tanta generosidad. […] Muchos saludos, y recuerdos a
Mrs. Guggenheim” (89).

Narciso y su lector

En esta literatura el impulso de escribir construye al individuo como ser vivo.


Abandonar la escritura equivale a estar muerto, cargar un cuerpo que, aunque
respire y circule, padece la pérdida de sentido. Escribir es su ontología, su modo
verdadero de ser en el mundo. Las palabras escritas son amantes que alimentan y
acarician. Por eso, dejar de escribir se corresponde con el abandono “de toda pre-
tensión espiritual” y la consiguiente conversión en “un canalla”, un simple mortal
sometido a la contingencia, dedicado a trabajar y ganar dinero, aunque experi-
mentando también los beneficios del confort y la salud. Sin embargo intuye que
debe pagar “un precio atroz”: siente un “íntimo desprecio” porque ha “claudicado
como artista” (DC, 133).
Este héroe está abrumado por las más simples obligaciones cotidianas y su-
cumbe a la epidemia de la depresión: “Antes del desayuno conseguí bañarme;
hacía mucho, mucho tiempo que no me bañaba. Y antes de salir para el dentista
me corté las uñas de los pies; algunas sobresalían casi un centímetro. ¿Acaso me 257
curé de la psicosis? De ninguna manera” (LNL, 120).
Para destrabar la alienación de este ser “desaforado” que come “a dos carri-
llos”, adicto a la computadora y a la pornografía, el héroe tiene que alcanzar el
estado ideal del ocio, que es “una disposición del alma”, “una manera de estar”
(LNL, 109).
El autor de estos diarios lucha denodadamente por conquistar la soledad.
Opuesta al vacío enajenante, se trata de un espacio para hallarse a sí mismo, reco-
brar la memoria y el sentido. La escritura autobiográfica del diario genera el espa-
cio autovida de la existencia. Para Levrero no hay artista si no hay Narciso, aunque
en el siglo xxi sea una versión desgarbada y desaliñada. El yo que se despliega es un
Narciso que se contempla obsesivamente en numerosos y confusos espejos, como
la mirada pasajera de “dos señoras”, quienes “vienen caminando tranquilas”, pero
dan un “respingo” al verlo: “Debía de presentar una imagen lamentable, caminan-
do con más lentitud que nunca y con cierta vacilación en el paso, y con esa rigidez
corporal que da una columna vertebral que no descansó bien” (LNL, 96).
Narciso se mira en la escritura y le pide al lector su mirada. Las apelaciones
al “hipotético lector” comienzan en el “Diario de un canalla” y se prodigan en el
“Diario de la beca”. Tras esta apelación, el monólogo se subvierte en diálogo. Sin
embargo, el narrador, en nombre de su libertad y su búsqueda, en principio sola-
mente habla de lo que a él le inquieta, y le pide al otro que escuche. Levrero exige
la libertad para sí y para quien pretenda ser escritor. Establecido ese otro pacto, se
relaciona con su lector hipotético. Pero esa cuerda de la libertad se tensa al máximo
cuando entra en riesgo la atención del lector. El Narciso que monologa vacíos y
carece de historias corre el peligro de aburrir al otro.
Pero ya me está apenando tener al lector, por más hipotético que sea, pendiente –si es
que todavía está allí– de estos ridículos conflictos míos. […] Ahora, con cierto rubor,
imagino una serie de lectores dispersos, que entran y salen en mi prosa cuando quieren,
que saltean párrafos enteros, buscando sustancia, que cierran el libro y deciden no
volver a leer nunca más [DC, 134].

Si la seducción no está en el argumento, el escritor deberá recurrir a la per-


suasión de nuevas retóricas. Introducido en su laberinto de espejos, invitará al
lector a perderse junto a él por las sinuosidades del erotismo y la descomposición
maloliente de la soledad.

El ladrón de fuego

La huella digital de Levrero está impresa en el inicio de cada diario. Su tarea es


hallar el Espíritu extraviado y sentir nuevamente el hálito luminoso. El narrador
canalla lo declara de este modo: “sé que muchas cosas han muerto en mí; y ahora
que lo digo –por fin, por fin lo digo-lo escribo, que es para mí la única forma au-
téntica de decirlo, de decírmelo–, al decirlo, al verlo allí, escrito por mis dedos que
han vuelto a pulsar estas teclas con un viejo sentido olvidado” (DC, 129).
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El escritor que unos años después realiza metódicamente sus ejercicios caligrá-
ficos y observa la aparición de su discursividad narrativa por los intersticios de la
escritura, es también un autor-héroe que intenta recuperarse: “La más importante
de todas [las actividades], por lo menos a mis ojos, es la casi subterránea tarea, a
medias onírica, a medias vigil, de intentar el resurgimiento de mi capacidad ima-
ginativa y, consecuentemente, mi literatura” (EDV, 29).
El autor beneficiado en el año 2000 por la beca Guggenheim, entiende que
el camino para alcanzar su propósito de escribir la postergada novela luminosa es
llevar un diario:

Aquí comienzo este “Diario de la beca”. Hace meses que intento hacer algo por el estilo,
pero me he evadido sistemáticamente. El objetivo es poner en marcha la escritura, no
importa con qué asunto, y mantener una continuidad hasta crearme el hábito. […] Todos
los días, todos los días, aunque sea una línea para decir que hoy no tengo ganas de escribir,
o que no tengo tiempo, o dar cualquier excusa. Pero todos los días [LNL, 27].

Estos diarios que son búsqueda de escritura, ser interior y luminosidad al mis-
mo tiempo, presuponen una experiencia anterior que el sujeto actual ha perdido.
Desbloquear la palabra, convocar las emociones y recuperar la memoria equivale a
que el Espíritu se eche a andar y realice la luminosidad por medio de la escritura.
En algún momento prodigioso, el escritor había hallado un sendero que lo empu-
jaba a una avenida de luz. Pero algo lo desvió. Ciertos hechos de su vida empírica
obstaculizaron su discurso y, en consecuencia, su existencia verdadera. Los impe-
dimentos parecen fácticos: una operación de vesícula, trastornos de mudanzas,
interrupciones laborales, afectivas, malestares de salud o climáticos que lo alteran
y lo distraen hacia el mundo exterior hostil donde el sujeto vive como un exiliado:
“estoy en Buenos Aires, donde soy un extranjero, desconocido y solo” (DC, 132).
El canalla que vive en la ciudad sin “mar” y sin “amor” no está muy seguro de
que aún sobreviva dentro de sí el Espíritu y busca señales benéficas que lo orien-
ten: un pichón de paloma caído en el patio lo llenará de entusiasmo y le devolverá
la confianza. Esa avecilla es la prueba de que su texto es un diario y por lo tanto su
trabajo espiritual ha comenzado:

Este hecho [el pichón] puede no parecer suficiente para determinar que mi texto sea
un diario; pero lo es, y vaya si lo es. Debería explicar varias cosas, y no sé en qué orden
hacerlo. Tal vez, para comenzar deba dejar sentada mi firme convicción de que este
proyecto de paloma es una señal del Espíritu, una forma de aliento para este trabajo
que tan penosamente he comenzado [DC, 135].

Más adelante, el esforzado escritor que practica ejercicios caligráficos busca


mejorar su letra y también su persona, como consecuencia. También se siente fue-
ra: “me parece adecuada la imagen de exiliado que tengo de mí mismo desde hace
un tiempo, más en Colonia que en Buenos Aires” (EDV, 74).
Pero en los Ejercicios sin tema se cuela, inevitablemente, el Discurso hecho de
reflexiones, narraciones introspectivas y recuerdos. En algún punto confiesa que no
le interesan los argumentos (vértebras de la narración) porque anda “a la pesca” de sí 259
mismo. Define sus narraciones como “trozos de la memoria del alma, y no invencio-
nes” (EDV, 94). Esta vez está seguro de que una maravilla habita dentro de sí, pero
duerme un sueño letárgico y solo el beso real de la escritura puede despertarla.
Entre Ejercicios y Discurso, el tejido autobiográfico de la escritura despliega
su poder. El autor entiende que “tiene unos efectos mágicos incontrolables”, es
“como si le estuviera robando el fuego a los dioses”.
El escritor-hechicero ejerce un nuevo poder sin proponérselo. Antes, en las es-
crituras “literarias”, aunque había inspiración venida de las profundidades psíqui-
cas, no había magia. En este nivel metadiegético, el autor lanza una mirada sobre
su producción anterior –la “rara”, la fantástica– y la compara con la biográfica,
donde intenta “tocar lo que llaman realidad” y en consecuencia “ocultos mecanis-
mos” “comienzan a interactuar secretamente”. (EDV, 77).
Levrero advierte y verifica que este tipo de escritura autobiográfica afecta la
realidad. La libertad que obtuvo el perro Pongo rasgando el alambrado, es un he-
cho que la escritura generó hacia él. La dicción interviene la realidad y la trasmuta.
La escritura es, entonces, un fuego fascinante que hace aves fénix con gorriones, y
trotamundos cazadores con mascotas aburridas.
Algunas reflexiones de Paul de Man sobre la problemática de la escritura auto-
biográfica se corresponden con las palabras de Levrero. Si, como se afirma común-
mente, la vida produce autobiografía, en correspondencia, De Man reflexiona si
“el proyecto autobiográfico puede en sí producir y determinar la vida”. Él se inte-
rroga: “¿determina el referente a la figura o al revés?” (462).
De Man reconoce una figura de lectura en la autobiografía. Ese tropo es la
prosopopeya. Ésta opera un “desplazamiento deslizante” del mundo real al texto,
del sujeto empírico al yo verbal (que deja mudo al otro). El referente, desplazado
y representado por la palabra, se constituye de otro modo y así revela la “inestabi-
lidad inherente” a toda autobiografía.
Su reflexión se apoya en los Epitafios de William Wordsworth. La piedra que
habla ficciona la voz de ultratumba. También hay una electrizante dimensión de
ultratumba en la gestación de La novela luminosa. El proyecto aparece nombrado
en los tres diarios, y ya en el primero el narrador recuerda: “3 de diciembre de
1986. Han pasado más de dos años; casi tres desde que empecé a escribir aquella
novela luminosa, póstuma, inconclusa” (El portero y el otro).
En la obra final el autor se despide del lector pidiéndole la cooperación de su
propia luz para iluminar las páginas. De Man diría que está presente la estilística
del epitafio, la dicción emana un pathos: está impregnada de emoción y desde ese
lugar busca persuadir. El héroe nos hace oír su sufrimiento una y otra vez, padece
dolores físicos y espirituales. El pathos también se expresa en la pasión: el sacrificio
del escritor para constituirse a través de su obra ha sido mediado por privaciones
y numerosos sinsabores:

Muchos de mis alumnos escriben mucho mejor que yo, y sin embargo no mantienen
una producción constante, no arman libros, no se interesan por publicar, no quieren ser
escritores. Se conforman con intercambiar sus vivencias con los compañeros de taller, a
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través de la lectura de sus textos. Todos trabajan en otras cosas. Nadie quiere pasar ham-
bre o miseria. Probablemente tengan razón. Es una pena que las cosas no puedan ser de
otra manera, que aquí no se pueda sobrevivir dignamente como escritor [LNL, 74].

La otra manifestación patética es más profunda, es el acto en que el yo se des-


garra y sangra a través de la tinta y el papel. El yo será escritor en la medida en que
rompa el transcurso anestesiante de los días. Se vive representado en el pichón de
gorrión caído en el patio o en la paloma muerta de la azotea vecina. En cada caso,
el narrador describe los avatares del pajarito indefenso o las peripecias del cadáver
que cada día se ve más desplumado. Si en el primer diario clama por la sobrevi-
vencia del pichón, en el último despliega un velatorio verbal. Con estos rituales
pretende que el Espíritu resucite y se eche a volar.
Sin embargo la escritura es el combate, no la victoria. La escritura es el yo que
se hace, se deshace, se rehace. La escritura es la sucesión móvil del campo de batalla
que es el alma. La vida fue escrita en el diario que al fin se convierte en novela,
“porque una novela, actualmente, es casi cualquier cosa que se ponga entre tapa
y contratapa” (LNL, 30). Con esta definición y esa equivalencia Levrero borra la
distinción entre biografía y ficción.
La novela que se lee es la vida. Paul Ricoeur piensa que la ficción (la nove-
la) hace que la vida sea “una vida humana” porque es “vida examinada” (9-22).
Cuando Levrero decide transformar sus diarios en novelas, se ha presentado el
deseo de narrativizar la experiencia. Al crear una trama procesa una integración
de los elementos que estaban dispersos en la masa informe del discurrir de los
días. En virtud de esa trama, la bifurcación permanente de sucesos y elementos
heterogéneos presentes en el voluminoso “Diario de la beca” se convierte en una
historia. Los acontecimientos adquieren causalidad para contribuir al desarrollo
de la narración.
Ricoeur dice que el Espíritu requiere las narraciones para hacer inteligible la
experiencia vivida y poder adquirir prudencia (phrónesis), inteligencia phronética.
El emprendimiento de la inteligencia narrativa moviliza “estructuras profundas”,
surgidas de “la imaginación creadora”.
En Levrero dichas estructuras profundas movilizadas permitieron la inda-
gación psicoanalítica primero, el aprendizaje de la experiencia y el rescate de la
luminosidad. Pero al fin el autor concluye con la formulación de su fracaso: la
experiencia luminosa resulta intransferible.

Yo tenía razón: la tarea era y es imposible. Hay cosas que no se pueden narrar. Todo
este libro es el testimonio de un gran fracaso. [...] los hechos luminosos, al ser narrados,
dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son accesibles a la literatura,
o por lo menos, a mi literatura [LNL, 22-23].

La obra literaria mostró su horizonte de experiencias del mundo. Sin embargo,


el texto solamente culminará su configuración cuando se encuentre con el mun-
do del lector. Es más: el sentido del relato surge de la intersección entre ambos
mundos, en la fusión de horizontes. La obra literaria que ha mediado entre “el
hombre y el mundo” y “el hombre y sí mismo”, también media “entre el hombre 261
y el hombre”. En este punto, la reflexividad narcisista se rompe, porque durante la
construcción de la trama el yo del narrador requiere del lector.
La obra culmina en el acto de lectura. Narciso, tan enamorado de sí mismo, al
intentar comprenderse narrativamente, ha originado “un sí (soi) instruido por los
símbolos culturales”. Agotado su egotismo en la narratividad que necesita ser oída,
Levrero se entrega. Comprende que tal vez la luz solamente exista en la mirada
de su lector. El legado sagrado de su escritura destella en el encuentro de los ojos
que lo leen.
DE MAN, Paul, “La autobiografía como des-figuración”, en Teorías literarias del
siglo xx, José Manuel Cuesta Abad y Julián Jiménez Heffernan (Eds.), Madrid:
Akal, 2005.
GASPARINI, Philippe, Est-il je?: Roman autobiographique et autofiction. París:
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LEJEUNE, Philippe, Signes de vie. Le pacte autobiographique 2. París: Seuil,
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—— El discurso vacío, Montevideo: Trilce, 1996.
—— La novela luminosa, Montevideo: Ediciones Santillana, 2005.
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SCHWARTZ, Jorge, Las vanguardias críticas latinoamericanas. Introducción.
(1991), México: Fondo de Cultura Económica, 2000.
Santo Varón, historieta guionada por Jorge Varlotta (Mario Levrero) y dibujada por Lizán (Edgardo Lizasoain).

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