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Por ese tiempo, se acercaban los calurosos días del verano y estaban a punto de iniciarse los

exámenes finales. También era la época de los Juegos Inter-Escuelas de Medicina, tradición
competitiva anual en la que participan casi todos los estudiantes de medicina del país. Ese
año se iba a realizar en Temuco, ciudad de 260.000 habitantes, situada a unos 250 km al sur
de Santiago. Pero ella no estaba segura de querer asistir. Le preocupaba un próximo
examen de Dermatología, una de sus mejores amigas no iría, y el viaje hasta allí era caro e
implicaba unas cuantas horas en tren, y de noche. Además, tenía un extraño y desagradable
presentimiento respecto del viaje.

Durante varios días sus compañeros le insistieron en que los acompañara: necesitaban su
habilidad de futbolista en el equipo. Por fin cedió. Sin embargo, cuando llegó a la estación
central del ferrocarril aquel miércoles por la noche, su miedo sólo aumentó. El sistema
nacionalizado de ferrocarriles había dispuesto trenes adicionales, con vagones viejos. A
Daniela no le gustaba cómo se veían las ventanillas sucias y la pintura descascarada.
Cálmate, se dijo. El ferrocarril es seguro.

Cuando el tren empezó a dirigirse hacia el sur, los estudiantes sacaron guitarras y
empezaron a cantar y a bailar. “Baila con nosotros”, le pidieron con insistencia unos
amigos. Pero esa noche no tenía ganas. Se quedó sentada y trató de mirar el paisaje. A eso
de las 10, poco más de una hora después del inicio del viaje, dos amigos le pidieron que los
acompañara a otros vagones para ver si conocían a algunos de los estudiantes a bordo.
Mientras caminaban de un vagón a otro, un amigo iba delante y otro detrás de ella. Las
luces de techo estaban fundidas y era difícil ver. Daniela no sabía que no estaba en su lugar
la pasarela que normalmente cubre los huecos entre los acoplamientos de los vagones. El
tren entró en una larga curva y la brecha se ensanchó aún más.

Daniela dio un paso y sintió que caía al vacío. Los amigos de Daniela notaron que de
pronto había desaparecido. Un pasajero que fumaba al lado dijo, “¡Oigan, esa chica se
acaba de caer!”.

Daniela tuvo la sensación de que tiraban de ella de un lado a otro. Luego, como si
despertara de un sueño desorientador, se encontró en medio de las vías en una noche
oscura.

No sentía dolor, pero tenía sangre que brotaba de una lastimadura pequeña y profunda
sobre el ojo izquierdo. Movió la mano izquierda para retirar el pelo de los ojos. No pasó
nada. Lo intentó de nuevo, y nada. Desconcertada, levantó la cabeza y miró: no estaba su
mano izquierda. Luego miró el otro brazo y el horror aumentó: también estaban cercenados
la mano y el antebrazo derechos. Las heridas abiertas sangraban intensamente. Intentó
moverse y una oleada de dolor le traspasó el cuerpo.Era casi insoportable ver que tenía las
cuatro extremidades afectadas.

Se dio cuenta de que podría pasar otro tren en cualquier momento. Tenía que apartarse de
las vías y conseguir ayuda cuanto antes, o moriría. De alguna manera, a pesar de las
lesiones masivas y el dolor, logró levantar la espalda y separarse de las vías dándose vuelta.
Sin embargo, ya no pudo moverse más. Empezó a gritar: “¡Ayúdenme! ¡Por favor,
ayúdenme!”. Por casualidad, en ese momento, Ricardo Morales, un trabajador rural,
paseaba por allí, escuchó el grito y corrió hacia ella.

“No te muevas. Buscaré ayuda”, dijo asustado. Corrió al teléfono público que había en la
estación de servicio. Cuando vio a Morales y escuchó su voz, Daniela sintió la primera
oleada de esperanza; sin embargo, mientras esperaba a que volviera, empezó a
desvanecerse. No debo perder la fe, se dijo.

Los Servicios de Emergencia de Rancagua enviaron una ambulancia en 4 minutos. El


paramédico Víctor Solís no abrigaba mucha esperanza de que encontraran a la víctima con
vida. Cuando llegaron la chica gemía. A pesar de haber perdido una enorme cantidad de
sangre, Daniela permanecía lúcida. Incluso empezó a recitar su nombre, el de sus padres,
sus números telefónicos y los de sus tíos. “¡Shhh! Guarde silencio. Mantenga la calma”,
dijo el médico. Los demás llegaron corriendo por las vías con una camilla rígida y más
equipo.

“¿Está muerta?”, preguntaron. "¿Estoy muerta?", se preguntó Daniela. No, no podía ser.

“¡No estoy muerta!” gritó Daniela, y su fuerza sobresaltó a los médicos.

El equipo trabajó con celeridad; sobre todo detuvieron las hemorragias en cada miembro.
En eso oyeron un retumbar y sintieron vibrar las vías: venía otro tren. Quedarse con ella
sería arriesgado, pero tampoco tenían tiempo para sacarla de allí.

“Se acerca un tren”, le comunicó Solís. “Tenemos que irnos. Regresaremos de inmediato”.

“¡No me dejen!”, gritó Daniela, mientras el equipo se ponía a salvo justo a tiempo.

Daniela sintió el estremecimiento y el golpe del viento cuando el tren pasó casi por encima
de ella. Le parecía que nunca terminaría de pasar. A un costado, sin poder verla, Solís
también tuvo la impresión de que el tren era infinito. En cuanto terminó, corrieron de nuevo
al lado de la chica, y vieron con alivio que había sobrevivido. La subieron a la ambulancia
y llegaron al hospital rápidamente. A todas las personas que veía, ella les preguntaba:
“¿Voy a estar bien?”. Recién en un ascensor, camino al quirófano para operar sus
extremidades cercenadas, un doctor le contesto con tranquilidad: “Vas a estar
perfectamente”. Por primera vez desde el accidente, Daniela pudo por fin tranquilizarse.
Hice todo lo que pude. Está en las manos de los médicos, pensó. Ahora sólo deseaba
descansar. Cerró los ojos.

A los días Daniela fue trasladada a Santiago. Pasó seis semanas en el hospital con visitas
diarias de Ricardo, la familia y amigos. Lo más difícil de la curación fue manejar el dolor y
las sensaciones fantasmas de sus extremidades cercenadas. Con el tiempo, por medio de la
meditación y el reiki —terapia japonesa que pretende manipular los campos energéticos del
organismo— aprendió a atenuar y controlar las respuestas nerviosas la mayor parte del
tiempo.
El padre de Daniela buscó el mejor lugar que pudiera proveerle prótesis a su hija y ofrecerle
la extensa rehabilitación que requeriría. Optó por el famoso Instituto de Rehabilitación
Moss, de la Universidad Albert Einstein, en las afueras de Filadelfia, Pensilvania. Daniela
llegó un nevado sábado de febrero para una estancia de seis semanas. Todos los días
trabajaba con un equipo de para aprender a caminar, alimentarse y llevar a cabo otras
actividades de la vida cotidiana con extremidades artificiales.

Apenas cuatro días después de llegar y dos después de que el equipo de prótesis le tomara
medidas, vio su primer par de piernas artificiales. Cuando le sujetaron una pierna y la
fisioterapeuta María Lucas la ayudó a ponerse en posición vertical, sintió pura alegría. Por
primera vez desde el accidente, pudo mirar a otra persona a los ojos. Lloró de felicidad.
Tenía mucha fortaleza y determinación.

Logró avances extraordinarios, y pronto aprendió la técnica de usar los músculos de la


espalda, conectados a cables, para abrir y cerrar los ganchos de las manos. Al poco tiempo
sostenía y manipulaba objetos. Se volvió tan experta que pudo aplicarse hábilmente el
maquillaje de los ojos y tejer. Con todo, el equipo se preocupó ante la posibilidad de que
estuviera al borde de una crisis. Se mostraba demasiado optimista. Sin embargo ya allí ella
se dio cuenta de que las cosas jamás volverían a ser igual que antes, y a veces le corrían las
lágrimas al verse obligada a aceptar esa realidad.

El doctor le dijo: “Siempre vas a extrañar tus manos. Nada de lo que hagamos aquí
remplazará jamás lo que perdiste. Sin embargo, tenés opciones. Podés esconderte en un
rincón y jamás salir, o podés aceptar el desafío y aprender a hacer tu mejor esfuerzo con lo
que tenés”. Daniela sabía que tenía razón y a pesar de sus momentos de tristeza, se entregó
con todas sus fuerzas a la fisioterapia.

Ella decidió aferrarse a las palabras de Esquenazi: “Tu vida será lo que hagas con ella”.

Después de seis semanas en el Instituto Moss, voló a Santiago con su familia. Ricardo la
esperaba en el aeropuerto. La vio por primera vez cuando se dirigía hacia él con sus nuevas
prótesis, y su característica sonrisa enorme y entusiasta. Fue un encuentro jubiloso, y las
dudas respecto a si podía permanecer a su lado se borraron por completo.

Unos cuantos meses después, Daniela regresó a Moss por otro período, para afinar sus
prótesis y aprender a manejar un auto nuevamente. Tuvo un momento de intensa alegría
cuando aprendió el delicado equilibrio de andar en bicicleta con sus miembros artificiales.

Casi al año exacto de su accidente volvió a ingresar en la Facultad de Medicina, decidida a


no aceptar ningún trato especial y a prosperar o a fracasar de acuerdo con sus propias
habilidades. Sería una especialista en rehabilitación, como el doctor Esquenazi. Con
compromiso logró mejores calificaciones que nunca, y con el tiempo se convirtió en la
primera médica amputada cuadrilateral en el mundo.

Su relación con Ricardo ha ido viento en popa. En marzo de 2007, después de que la pareja
hiciera un viaje a Europa, él le propuso matrimonio. Lo había planeado desde hacía meses.
“Para ser sincero, cuando ocurrió el accidente no sabía cómo nos afectaría, qué haría con
nuestra relación. Si Daniela se hubiera lamentado todo el tiempo por lo que había perdido,
tal vez yo no hubiera podido soportarlo. Pero ella no se comportó así de ninguna manera.
No ha permitido que el accidente la defina o la limite. Supe que deseaba pasar el resto de
mi vida con ella”.

Las metas de Daniela ahora son las mismas que antes del accidente: ser una buena médica
de rehabilitación tanto en sus conocimientos profesionales como en su relación con los
pacientes (ayudarlos a superar sus traumas y lesiones y readaptarse para vivir una vida
plena), ser una esposa cariñosa y, algún día, madre.

Sin embargo, lo más importante es que quiere concentrarse no en lo que ha perdido, sino en
su vida como un don maravilloso, fuente de felicidad, recordando siempre las palabras que
le dijo el doctor Esquenazi cuando se conocieron: “Tu vida será lo que hagas de ella”.

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