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EL PLACER

. J A
OBRAS DE GABRIEL D'ANNUNZIO
que se hallan de venta en està Casa Editorial

Las novelas áe la Rosa


El Placer. 2 tomos
El THunfo de la Muerte. . . 2 »
El Inocente i »

Las novelas del Lirio


Las Vírgenes de las Rocas... -. i >
N ú m . Clfis »
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Las novelas de la Granada N ú m . A ut - / í Q .•
El Fuego i > f \ ú i n . A c ;.: . T / o f
Prúcéíiei-..
Precio ^
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Clasificó •
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Catalogó > P-.
E L PLACER-TOMO R
LAS NOVELAS DE LA ROSA

POR

A B I D E D D ' A N N

TRADUCCION
de

EMILIO REVERTER DEL'

EDICIÓN ILUSTRADA COK LÁMINAS ^^^RATDRA

y (j

TOMO PRIME

BARCELONA
Jsa Editorial Maucci.--Consejo d e Ciento, 296
BUENOS AYRES ^ MÉXICO
taucoi H e r m a n o s I Maucci H e r m a n o s
La eatreoha fuertemente por iae muñeoaa... Cuyo, 1070 < i.» del Relox, i
1900
P6M f 03
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/ 9 0 0

A FRANCISCO PAOLO MICHETTI

; \
• »

Este libro compuesto en tu casa por el liuesped


bien acogido, va á tí, como en acción de gracias,
, , . Esta obra es propiedad de là Casa
como un ex voto.
* - Editorial Mancò, de Barcelona.
4? En el cansancio de la larga y grave fatiga, tu
presencia me era fortificante y consoladora como el
* t. mar. En los desalientos que seguían al doloroso y
capcioso artificio del estilo, la límpida sencillez de
tu razonamiento me servía de ejemplo y de en-
mienda.
En las dudas que seguían á los esfuerzos del aná-
lisis, no era raro que un aforismo tuyo, profundo,
me sirviera de luz.
A tí que estudias todas las formas y todas las
metamorfosis del espíritu, como estudias todas las
formas y todas las metamorfosis de las cosas, á tí
que entiendes las leyes por las que se desenvuelve
la vida interior del hombre, como entiendes las le-
yes del dibujo y del color, á tí que eres tan agudo
conocedor de almas, cuanto gran artífice de pintu-
Imprenta de U Ca»» Külwrial i U u c t i . - f i a r o e l o D »
cantares de la siega y las primeras pastorales de
ra, debo yo el ejercicio y el desarrollo de la más
la nieve, mientras juntamente con mis páginas
noble entre las facultades del intelecto, debo el há-
crecía la cara vida de tu hijo.
bito de la observación, y debo, especialmente el
Ciertamente, si en mi libro existe piedad huma-
método. Yo estoy ahora como tú, convencido de que
na y alguna bondad; doy gracias á tu hijo.
sólo para nosotros existe un solo objeto de estudio:
Nada enternece y consuela como una vida que
la Vida.
se abre. Hasta el espectáculo de la aurora cede á
Estamos, en verdad, muy lejanos del tiempo, en esa maravilla.
que, mientras tú en la galería Sciarra, procurabas Hé aquí pues el libro. Si leyéndolo, los ojos se van
penetrar los secretos del Vínci y Tiziano, yo te di- más allá, y ves á tu Jorge extenderte las manos y
rigía un saludo de rimas suspirantes. reírte con su redondo rostro como en la divina es-
trofa del cátulo, semihiante tabello, interrumpe la
all'Ydeale che non Ha tramonti,
lectura. Y los piecesitos rosados delante de tí,
alia Bellezza che non sa dolori. prensen las páginas donde está representada toda
la miseria del placer; y esa presión inconsciente,
No obstante, un voto de aquel tiempo se ha cum- sea un símbolo y un augurio.
plido. Ave Jorge. Amigo y maestro gran merced.
Hemos vuelto juntos á la dulce patria, á tu En el Convento: segundo Carmelo, 1889.
vasta casa. No cuelgan de las paredes los tapices
de los Hedicis, ni concurren damas á nuestros de-
camarones, ni los coperos y los lebreles de Paolo G. d' A.
Verones giran en torno á las mesas, ni los frutos
sobrenaturales llenan la vajilla que galleazzo María
Sforza ordenó á Maffeo de Clivate. Nuestro deseo
es menos soberbio, y nuestro vivir más primitivo,
tal vez hasta más homérico y más heroico si valen
los banquetes á lo largo del resonante mar dignos
de Ajacio, que interrumpen los ayunos laboriosos.
Sonrío cuando pienso que este libro, en el cual
yo estudio con tristeza, tanta corrupción y tanta
depravación, y tantas sutilezas y falsedades y
crueldades vanas, ha sido escrito en medio de la
sencilla y serena paz de tu casa, entre los últimos
Moría el año, dulcemente. El sol de San Silvestre
derramaba un esplendor velado, suave, tibio y áu-
reo, casi primaveral, en el cielo de Roma. Todas las
calles de la ciudad eterna estaban en extremo ani-
madas y concurridas por gentes del pueblo, como
en los domingos de Mayo. Sobre la plaza Barberini
y en la plaza de España una multitud de carruajes
pasaba atravesando á la carrera, y el rumor con-
fuso y continuo de la muchedumbre que poblaba
las dos plazas, subiendo por la Trinidad de Monti y
por la vía Sixtina, llegaba atenuado hasta las habi-
taciones del palacio Zuccari.
Los salones iban llenándose poco á poco del per-
\
fume que exhalaban las frescas y odorosas flores

}
>

M-
10 GABRIEL D< ÁSKDNZIO
torno de sí alguna cosa, con mirada irresoluta. El
aprisionadas en ricos búcaros de porcelana de Sé- ansia de la espera lo pinchaba tan agudamente que
' vres. Sumergidas en elegantes copas de fino cristal tenía necesidad de moverse, de hacer algo, de dis-
de Bohemia, anchas y espesas rosas, se elevaban traer su pena interna con algún acto material. Se
sutilmente de una especie de tallo dorado, alargán- acercó á la chimenea, se inclinó á coger las tena-
dose á guisa de un lirio adiamantado, semejante á zas para avivar el fuego y puso sobre el montón
los que surgen de detrás de la Virgen en la esfera de leña ardiente, un nuevo tronco de enebro. El
de Sandro Botticelli de la galería Borghe-se. Ningu- montón se agitó; los carbones resplandecieron y ro-
na otra forma de copa iguala en elegancia á aque- daron hasta la lámina de metal que protegía el ta-
lla forma; las flores, dentro de aquella prisión diá- piz; la llama se dividió en varias lenguas azuladas
fana parecen espiritualizarse y dar la imágen de que brillaban y se apagaban; los tizones humearon.
una religiosa ó amorosa oferta. Entonces surgió en el espíritu del especiante un
Andrés Sperelli esperaba en sus habitaciones á recuerdo. Precisamente delante de aquella chime-
una amante. Todo cuanto le rodeaba revelaba, en nea, Elena gustaba entretenerse, antes de vestirse
efecto, un especial cuidado amoroso. El tronco de tras una hora de intimidad.
enebro ardía en la chimenea, y la pequeña mesa Tenía mucho arte para acumular los troncos so-
del thé estaba dispuesta y preparada con tazas y bre los morillos. Cogía las pesadas tenazas con las
salvillas de fina loza de Castel Durante, adornadas dos manos y con rara habilidad desmochaba los ti-
con historietas mitológicas de Lucio Dolci, de una zones para evitar las chispas. Su cuerpo sobre la
forma antigua y de inimitable gracia, en las que, alfombra, durante aquella operación un poco fatigo-
debajo de las figuras, aparecían escritos en carac- sa, por los movimientos de los músculos y por el
teres cursivos y orlados de negro exámetros de Ovi- ondular de la sombra parecía sonreírse por todas
dio. La luz entraba atenuada por cortinajes de bro- sus junturas, por todos sus pliegues, por todos sus
catel rosa con granadas de plata con hojas y con huecos, inundado de una palidez ambarina que traía
motas. Como quiera que el sol del mediodía hería al pensamiento la Danae del Correggio. Y ella te-
los cristales, la florida trama de las cortinillas de nía también las extremidades de las figuras del
croché se dibujaba-sobre el tapete. gran artista: las manos y los pies pequeños y flexi-
El reloj de la torre de la Trinidad de Monti hizo bles, casi pudiéramos decir arbóreas como las esta-
sonar las tres y media. Faltaba media hora. Andrés tuas de Dafne en su principio primísimo de la me-
Sperelli se levantó del diván en que estaba tendido tamorfosis fabulosa.
y dirigióse á abrir una de las ventanas; después,
dió algunos pasos por la habitación; abrió un libro, Apenas había terminado la operación, los leños
leyó algunas lineas y lo cerró; por último buscó en llameaban y despedían un súbito resplandor. La ro-
EL PLACER ^FFSSA^LS
jiza y ardiente luz de los troncos y la del helado memoria de Andrés. Al e s p e r a r l f y ^ o s t t , podía evo-
crepúsculo, que entraba por los cristales luchaban car todos los acontecimiensos defe^nefdía, cdtv^Htft,
algún tiempo en la habitación. El olor del enebro lucidez infalible. La visión del jnMá}e se l e apare-
ardiente producía á la cabeza un ligero aturdi-
cí a en una luz ideal, como unojjl^esoS paisajes so-
miento. Elena parecía presa de una especie de lo-
ñados en que las cosas parecemsfiV visibles desdé
cura infantil á la vista de la hoguera, reñía la cos-
lejos por una irradiación que s t ^ ^ o ^ n g a por sus
tumbre, un poco cruel, de deshojar
fo
bra todas las flores que había en los b u c e o s al ™; a s - , .
final de cada entrevista de amor. Cuando volvía á El carruaje cerrado corría con u»i5£iimo£igual,
la habitación, vestida ya, poniéndose los guantes ó al trote de los caballos que lo arrastrabais- ^as ¡piu-
pidiendo que se los abrochase, sonreía en medio de rallas de la antigua ciudad patricia pasaban por de-
aquella devastación, y nada igualaba á la gracia lante de las portezuelas, blanquecinas, casi osci-
del movimiento que cada vez hacía, levantando un lantes, con un movimiento continuo y dulce. De
poco la falda y avanzando primero un pie y des- vez en cuando se presentaba una gran puerta de
pués otro, p a r a que el amante inclinando la atase hierro, á través de la cual veíase un sendero flan-
los lazos de los zapatos, todavía sueltos. queado por altos paredones, ó un claustro de ver-
El sitio no había cambiado casi en nada. Do to- dura habitado por estatuas latinas ó un largo pór-
dos los objetos que Elena había mirado y tocado tico vegetal donde aquí y allí rayos de sol resplan-
surgían en tropel los recuerdos y las imágenes del decían pálidamente.
tiempo lejano, revivían tumultuariamente. Despues Elena callaba, envuelta en su ámplia mantilla de
de. cerca de dos años, Elena estaba para traspasar blonda, con un velo sobre la cara, con las manos
de nuevo aquellos umbrales. Dentro de media ho- encerradas en la gamuza. El aspiraba con delicia
ra, seguramente que ella habría llegado, se encon- el sutil olor del heliotropo que exhalaba la preciosa
traría sentada en aquella butaca, quitándose el pelliza, mientras sentía contra su brazo la forma y
velo que cubría su rostro, un poco jadeante, como el calor del brazo de la amada. Ambos se creían le-
otras veces: y habría dejado oir de nuevo su dulce jos de los demás, solos; pero de improviso pasaba
V melodiosa voz. Todo cuanto allí había y de nue- la carroza negra de un prelado, ó un correo á caba-
vo la rodeara, habría sonreído & su voz y á sus son- llo, ó un grupo de cléricos violáceos, ó una recua
de animales.
risas, después de dos años.
A medio kilómetro del puente, ella dijo:
El día de la gran despedida fué precisamente el
—Bajemos.
25 de Marzo de 1885, fuera de la Puerta Pía, en un
En la campiña, la luz fría y clara parecía un sur-
carruaje. La fecha había quedado esculpida en la
tidor do agua, y los árboles que ondulaban venci-
GABRIEL D ' ANNUNZIO
dos por el viento, semejaban por mía ilusión visual
Entonces él empezó á excitarla con los recuer-
que sus ondulaciones se comunicaran á todas las
dos. Le hablabla de los primeros días, del baile en
cosas.
el palacio Farnesio, de la cacería en los campos
Elia dijo, apoyándose en él y vacilando sobre el del divino Amor y de los encuentros matutinos en
terreno quebrado: la plaza de España á lo largo de los escaparates de
—Yo parto esta noche. Está es la última vez los plateros ó por la vía Sixtina tranquila y seño-
Después calló: al poco rato habló de nuevo, á in- ril, cuando ella salía del palacio Barberini perse-
tervalos sobre la necesidad de la ruptura, con un guida por la charla de las vendedoras de flores, que
acento lleno de tristeza. El viento furioso le arre- la ofrecían las rosas de sus canastillas.
bataba las palabras de sus labios. El la interrum- —¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas?
pió, cogiéndole la mano y buscando con sus dedos —Sí, sí.
entre los botones de los guantes la carne de las
muñecas. —Y aquella noche de las flores, al principio;
cuando yo vine con tantas flores... Tú estabas sola,
—¡No más! ¡No más! junto á la ventana: leías. ¿Te acuerdas?
Avanzaban luchando contra la ventolera que —Sí, si.
azotaba sus rostros. *Y él, junto á la mujer, en aque- —Yo entré. Tú volviste apenas la cabeza: me
lla soledad grave y solemne, se sintió invadir de acogiste duramente. ¿Qué tenías? No lo sé. Puse el
improviso el alma por el orgullo de una vida más ramo sobre la mesita y esperé. Tú empezaste á ha-
libre, por una superabundancia de fuerzas blar de cosas triviales, sin voluntad y sin placer.
Yo pensé, descorazonado. «¡Ya no me ama!» Pero
siempre.!^'381 ^ Y
° t6 qUÍero todavía> el perfume era grande, intensísimo: toda la estancia
Le desnudó la muñeca y metió los dedos en la estaba ya impregnada. Todavía te estoy viendo,
manga, atormentándole la piel con un movimiento cuando te apoderaste con las dos manos del ramo
inquieto, que significaba el deseo de mayor pose- y hundiste dentro de él toda tu faz, aspirando su
perfume. Al levantar el rostro parecía exangüe y
Ella le dirigió una de aquellas miradas que lo tus ojos estaban alterados como por una especie de
embriagaban como copas de vino. El puente está- embriaguez...
b . cercano, rojizo, por la irradiación de los rayos —¡Sigue! ¡sigue!—dijo Elena, en voz débil, incli-
a e T ' 1 r í ? P a r e c í a ^ ó v i l y metálico en toda nada sobre el pretil, como encantada por la fasci-
l f 6 S U , S l ü U 0 S Í d a d - Los juncos se encor- nación del agua corriente.
vaban sobre la orilla, y el agua golpeaba ligera- —Después, sobre el diván: ¿te acuerdas?
mente algunas estacas enclavadas en el légamo Yo te cubrí el pecho, los brazos, la cara, «oh las
para soportar quizá los sedales.
- ' , -r> \ltXtS"
flores, agobiándote. Tu te levantabas continuamen- sus mulos y jumentos blasfemando en alta voz. La
te, presentándome la boca, la garganta, los párpa- claridad del ocaso hería el grupo humano y caba-
dos cerrados. Entre tu piel y mis labios sentía las llar, con viva fuerza.
hojas frías y suaves. Si te besaba el cuello, un ca- Cuando los dos entraron en la posada, no se pro-
lofrío recorría todo tu cuerpo y extendías las ma- dujo entre la gente que en ella había movimiento
nos para rechazarme y tenerme alejado. ¡Oh! en- alguno de extrañeza. Tres ó cuatro hombres calen-
tonces... Tenías la cabeza hundida en los cogines, turientos estaban sentados en torno de un brasero
el pecho oculto por las rosas, los brazos desnudos cuadrado taciturnos y amarillentos. Un boyero, de
hasta los codos; y nada era más dulce y amoroso rojo pelo, dormitaba en su ángulo, teniendo todavía
que aquel pequeño temblor de tus pálidas manos entre sus dedos la pipa apagada. Dos jóvenes, fla-
sobre mis ardorosas sienes... ¿Te acuerdas? cuchos y bisojos, jugaban á las cartas, mirándose
—¡Sí, sí! ¡Sigue! fijamente en los intervalos con una mirada llena de
Y él continuaba el relato, creciendo en ternura. ardor bestial. Y la hostelera, una mujer obesa, te-
Embriagado de sus palabras, casi perdía la con- nía en brazos un niño, meciéndolo pausadamente.
ciencia de lo que decía. Elena, de espaldas á la luz, Mientras Elena bebía el agua en el vaso de vi-
se iba inclinando hacia el amante. Ambos sentían, drio en que se la sirvieron, la mujer le enseñaba el
á través de sus vestidos, el contacto indeciso de sus niño lamentándose.
cuerpos. Bajo de ellos, las aguas del río pasaban á —¡Mirad, señora! ¡Mirad, señora mía!
su vista lentas y frías, los altos juncos sutiles, como Todos los miembros de la pobre criatura eran de
cabelleras, se encorvaban hacia dentro á cada so- una magrez miserable; los labios violáceos estaban
plo del viento y fluctuaban largo rato. cubiertos de puntos blanquizcos; el interior de la
Después, no hablaron más: pero, al mirarse sen- boca estaba cubierto de una especie de grumo lác-
tían en los oídos un rumor continuo que se prolon- teo. Casi parecía que la vida hubiese huido ya de
gaba indefinidamente, atormentando una parte de aquel pequeño cuerpo, dejando una materia sobre
su sér, como si algo sonoro huyese de lo íntimo de la cual vegetaban ahora los muhos.
su cerebro, y se esparciera, y llenase toda la cam- —Sentid, señora mía, cuán Mas están sus ma-
piña circundante. nos. No puede ya beber; no puede ya tragar; no
Elena, incorporándose dijo: puede ya dormir...
—Vámonos. Tengo sed. ¿Dónde se puede beber La pobre mujer sollozaba. Los hombres febriles
agua? miraban con ojos llenos de una inmensa postración.
Entonces se dirigieron hacia la hostería romana, A los sollozos de la madre, los dos jóvénes hicieron
pasado el puente. Algunos carreteros desatascaban un movimiento de impaciencia.
TOMO I 2
—¡Ven, ven!—dijo Andrés á Elena, cogiéndola —¿Por qué ella quería partir? ¿Por qué quería
del brazo, después de haber dejado sobre la mesa destruir el encanto? ¿Acaso, sus destinos no estaban
una moneda. Y la arrastró fuera. ligados para siempre? El tenia necesidad de ella
Juntos volvieron al puente. El curso del Aniene para vivir, de sus ojos, de su voz, de su pensamien-
íbase encendiendo á los fuegos del ocaso. Una línea to... Estaba plenamente penetrado de aquel amor;
centelleante atravesaba el arco; y en lontananza las tenía toda su sangre inficionada como de un vene-
aguas tomaban un color obscuro pero más lúcido, no, sin remedio. ¿Por qué ella quería huir? El se ha-
como si sobre ellas sobrenadasen manchas de aceité bía enroscado á ella, la hubiera antes ahogado
ó de betún. La campiña' accidentada, semejante á sobre su pecho. No; no podía ser. ¡Jamás, jamás!
una inmensidad de ruinas, tenía un general tinte
Elena escuchaba, con la cabeza baja, fatigada y
violeta. Hacia la ciudad el cielo aumentaba en to-
molesta por el viento, sin responder. Tras corto lap-
nalidades rojizas.
so, levantó el brazo para hacer señas al cochero de
—¡Pobre criatura!—murmuró Elena, en tono de que se acercara. Los caballos piafaron y empren-
profunda misericordia, apoyándose en el brazo de dieron un trote corto.
Andrés.
—Os detendréis en la Puerta Pía—advirtió la se-
El viento persistía en su violencia. Una bandada ñora al cochero, subiendo al carruaje junto con su
de cornejas cruzó la atmósfera encendida con vuelo amante,
alto y con gran vocinglería.
Y con un movimiento súbito se ofreció al deseo
Entonces, de improviso, una especie de exalta- de él, que la besó la boca, la frente, los cabellos,
ción sentimental se apoderó de los dos en presencia los ojos, la garganta, con avidez, rápidamente, sin
de la soledad. Parecía que algo de trágico y de he- tiempo de respirar.
róico entrase en su pasión. Los colmos del senti- —¡Elena! ¡Elena!
miento llamearon bajo la influencia del crepúsculo Un vivo resplandor rojizo entró en el carruaje,
tumultuoso. reflejo de las casas color de ladrillo.. Se aproxima-
Elena se detuvo. ba, por el camino, el trote sonante de muchos ca-
—No puedo más—dijo, jadeante. ballos.
El carruaje estaba todavía lejos, inmóvil en el Elena, reclinándose sobre el hombro de su aman-
punto donde le habían dejado. te, con una inmensa dulzura de sumisión, dijo:
—¡Un poco, todavía, Elena! ¡Un poco más! ¿Quie- —¡Adiós, amor mío! ¡Adiós! ¡Adiós!
res que yo te lleve? Cuando se incorporó, á derecha é izquierda del
Andrés, presa de un ímpetu lírico irrefrenable carruaje, pasaron al gran trote de sus cabalgadu-
se abandonó á las.palabras. ras diez ó doce caballeros, que vestían casacas es-
carlata, de retorno de la caza del zorro. Uno de
ellos, el duque de Beffi, pasó rozando el coche y se lo ocupaban, lo excitaban al goce rápido de los pla-
encorvó en el arzón para mirar en la portezuela-
ceres mundanos.
Andrés no habló más. Sentía, á la sazón, que todo
Aquella noche, en efecto, al recogerse bastante
su sér era invadido por un abatimiento infinito. La
tarde á su casa y entrar en el salón, había visto
pueril debilidad de su naturaleza, apaciguada la
brillar sobre una mesa, el pequeño peine de con-
primera sublevación, le imponía una necesidad de
cha, olvidado por Elena dos días antes. Entonces,
llorar. Hubiera querido doblarse, humillarse, supli-
en compensación, durante toda la noche había su-
car, mover la piedad de aquella mujer, con sus lá-
frido mucho, y solo con muchos artificios del pen-
grimas. Tenía la sensación confusa y obtusa de su
samiento, había podido acallar su dolor.
vértigo; y un frío sutil le subía hasta la nuca, le
Pero el momento se aproximaba. El reloj de la
penetraba hasta la raíz de los cabellos.
Trinidad de Monti, sonó las tres y tres cuartos.
—¡Adiós!—repitió Elena. Andrés pensó, profundamente emocionado:
Bajo el arco de la Puerta Pía el carruaje se de- 1 «Dentro de pocos minutos, ella estará aquí. ¿Qué
tuvo, para que él bajase. actitud tomaré al acogerla? ¿Qué la diré?>
Por eso, esperando, Andrés reveía en su memoria La ansiedad era real y verdadera, y el amor por
aquel día lejano; recordaba todos los cestos, oía de aquella mujer había renacido en él verdaderamen-
nuevo todas las palabras. ¿Qué había hecho él, ape- te; pero la expresión verbal y plástica de los senti-
nas desaparecido el carruaje de Elena hacia las mientos, era siempre en él tan artificiosa, tan ale-
Cuatro Fuentes? Nada, en verdad, de extraordina- jada de la sencillez y de la sinceridad, que por cos-
rio. También entonces, como siempre, apenas ale-1 tumbre recurría á la preparación, aún en los más
jado el objeto inmediato que comunicaba á su espí- graves trastornos de su ánimo.
ritu aquella especie de exaltación fatua, había re- Trató de imaginar la escena; compuso algunas
conquistado casi de momento la tranquilidad, la frases; escogió con una mirada inquisitorial el lu-
conciencia de la vida ,común, el equilibrio. Había gar más á propósito al amoroso coloquio. Después
subido á un coche de alquiler para volver á su ca- se levantó para mirarse en un espejo y examinar si
sa; allí se había puesto el traje negro, como de cos- su rostro estaba pálido y respondía á las circuns-
tumbre, sin olvidar detalle alguno de elegancia, y tancias. Y su mirada, en el espejo, se detuvo en las
habíase dirigido al palacio de Roccagivine, á co- sienes, en los rizos de sus cabellos, donde Elena,en-
mer con su prima, como acostumbraba á hacer to- tonces, solía posar un beso delicado. Abrió los la-
dos los miércoles. Todas las cosas de la existencia bios para mirar la perfecta brillantez de los dien-
exterior ejercían sobre él un gran poder de olvido tes y la frescura de las encías, recordando que un
tiempo, á Elena, agradábale sobre todo la boca. Su
22
GABRIEL D' ANKUJÍMO
b™Tat":feTa"mTÍ0S° y a f
— » «esenida- sin perplejidad alguna, sin ningún inconveniente ni
condición; sin mostrar dar importancia á la cosa.
Esta prontitud había suscitado, al principio, á An-
drés una vaga preocupación.—¿Vendrá como una
amiga, ó como una amante'?—se preguntaba.—En
aquellos dos años de ausencia, ¿qué había acaecido
en el ánimo de Elena?—Andrés no lo sabía, pero
perduraba todavía en él, la sensación que le cau-
sara la mirada de ella, en la calle, cuando él ha-
bíase inclinado á saludarla. Era aún, como siem-
pre, la misma mirada, tan dulce, tan profunda, tan
lisonjera, á través de sus larguísimas pestañas.
S
estaba fen la ehipocresía
S B P í a SU «
fnerza
>
Faltaban dos ó tres minutos solamente para la
a hora tan deseada. El ansia del especiante creció
I ^ Z ^ Z Í ! Í « Q u é palabras hasta el punto de creer ahogarse. De nuevo se di-
taDt
perdía en Z ~ T I T °' qUe é' 56 rigió á la ventana y miró hacia la gradería de la
cienes se presenSria Eiena * ^ 9 H 6 d l S "° S Í - Trinidad. Elena, en otro tiempo, subía por aquella
escalera al acudir á las citas. Al poner el pie sobre
la última grada, se detenía un instante; después
atravesaba rápida la plaza, para dirigirse á la casa
t x s r r de los Casteldelfino. Su paso se oía resonar un poco
ondulante sobre el pavimento, si la plaza estaba si-
lenciosa.
El reloj sonó las cuatro. De la plaza de España
« a - E, habíala d ^ r ^ S T ^ y del Pincio, llegaba el rumor de los carruajes. Por
P
triste y mirándola á los oíos- — • T J Í « T . delante de la villa Medicis paseaba mucha gente,
que contarle, Elena. ; V e n d ^ 7 ' J ® * C0SaH bajo los árboles. Sobre uno de los poyos de piedra,
*ada ha cambiado ^ t t t ^ C S
frente la iglesia, estaban sentadas dos mujeres en
guardia de algunos niños que c o r r e t e a b a n ^ torno
del obelisco. Este apareció todo róseo, bañado por
e o ¿ que ^ X i ^ ^ los rayos del sol declinante, y señalaba una som-
Elena había aceptado, al momento; la inviteeián, bra larga, oblicua, un poco turquina. El aire s e h ^ - >ti
2 4
GABRIEL D' ANOTXZIO
EL PLACER 25
cía más frío; á medida que el astro del dia se acer
eaba á su ocaso. La ciudad, eu el fondo, se teMa de dan á las cosas un alma sensible y mudable como
oro, contra , m cielo palidísimo, sobre e cual va te el alma humana, y leen en toda cosa, en las for-
eiprescs del monte Mario s e d á u j a b a n negr I * mas, en los colores, en los sonidos, en los perfumes,
un símbolo transparente, el emblema de un senti-
Andrés se estremeció. Mió aparecer una sombra
miento ó de un pensamiento; y en todo fenómeno, en
toda combinación de fenómeno, creen adivinar un
MW ? No™ y Í T C Í e n d e S ° b r e 1 3 P l a 2 ° ' e t a ^ estado psíquico, una significación moral. A veces,
M i p a n e m . No era Elenas era una señora oue se la ilusión es tan lúcida, que produce en esos espíri-
« t a r t 4 la via Gregoriana, caminando d e l c i o tus una angustia, se sienten sofocar por la plenitud
de la vida revelada, y se espantan de sus mismos
de la ventana. Y al retirarse del aire frió sintió
fantasmas.
m i s agradable la tibia temperatura de la e s t a f e f
más agudo el perfume del enebro / A Q K Andrés vió, en el aspecto de las cqsas que le ro-
más mtsteriosa la sombra de las cortinas y d e t o s deaban, reflejada su ansiedad, y como su deseo se
pórticos. Parecía que en aquel momento la estancX perdía inútilmente en la mortal espera y sus ner-
vios se debilitaban, así parecióle que la esencia, di-
jer deseada ^ > * ^ >» »»- ríamos casi afrodisiaca, de las cosas, se evaporase y
disipase, también inútilmente. Todos aquellos obje-
Asimismo pensó en las sensaciones que Elena tos, en medio de los cuales tantas veces había él
experimentaría al entrar. Seguramente que eUa se amado y gozado y sufrido, habían adquirido algo
ria vencida por aquella dulzura tan llena de me de su sensibilidad. No solamente eran testigos de
Z ' T 81 i a s u n , e t o d a
' «te 1* r e n - sus amores, de sus placeres, de sus tristezas; eran
dad, del tiempo; creería encontrarse en una de ías también copartícipes. En su memoria, cada color,
entrevistas habituales, „„ haber interrumpido a cada forma harmonizaba con una imagen mujeril,
más a q „ e ias horas de voluptuosidad, ser TemM era una nota de un recuerdo de belleza, era un ele-
bllT t-T"^ 8 1 01 teal
™ « « 3 8 8 mento de un éxtasis de pasión. Por la naturaleza
de su gusto, él rebuscaba en sus amores un goce
hab a cambiado en nada, ¿por qué habia de haber múltiple, el complicado deleite de todos sus senti-
mudado el amor? Ciertamente que ella sentina la mientos, la alta conmoción intelectual, los abando-
profunda seducción de las cosas en otro £ £ £ nos del sentimiento, los ímpetus de la brutalidad. Y
Entonces comenzó en el especiante una nueva como rebuscaba con arte, como un estético, sacaba
tortura. Los espíritus aguzados por la costumbre naturalmente del mundo de las cosas mucha parte
de la contemplación fantástica y del sueño poétíco de su embriaguez. Este delicado histrión, no com-
prendía la comedia del amor sin los escenarios.
Por eso su easa era un perfectísimo teatro, y él
lamentábase amargamente, al pensar que aquel
era un habilísimo attrezzüta y director de esce-
na, Efe el artificio casi siempre ponía todo su talen- grande y raro aparato de amor se perdía inútil-
to, prodigaba largamente la riqueza de su espíritu mente.
se olvidaba así de que no raramente quedaba enga' ¡Inútilmente! Las fragantes rosas, aprisionadas
nado por su mismo engaño, insidiado por su misma en las altas copas florentinas, también especiantes,
insidia, herido por sus mismas armas, á semejanza exhalaban su más íntima dulzura. Sobre el diván,
del encantador que fuese preso en el círculo mismo en las paredes, los vasos argentinos en gloria de la
de su encantamiento. mujer y del vino, entremezclados tan harmoniosa-
mente con los indefinibles colores séricos del tapiz
Todo, á su rededor, había reunido para él aquella
pérsico del siglo xvi, brillaban reflejados por el
inexplicable existencia de vida que adquieren, por
ocaso, en un ángulo libr§. dibujado por la ventana,
ejemplo, los arneses sagrados, las insignias de una
y hacían más diáfana la sombra escasa y propaga-
religión, los instrumentos de un culto, toda figura
ban su suave claridad á los almohadones. La som-
sobre la cual se acumulen la meditación humanaóá
bra, por todas partes era diáfana y rica, casi diría-
la cual la imaginación humana lleveáuna cualquier
mos animada por la vaga palpitación luminosa que
ideal altura. Así como los frascos despiden, tras lar
tienen los santuarios obscuros donde hay un tesoro
gos años, el perfume de la esencia que han conteni-
escondido. El fuego de la chimenea centelleaba, y
do aprisionada entre las paredes, así ciertos obje-
cada una de sus llamas era, según la imagen de
tos conservan también alguna vaga parte del amor
Percy Shelley, como una gema disuelta en una luz
que les había iluminado y penetrado aquel fantás-
siempre movible. Parecía al amante que toda for-
tico amante. Y de ellos recibía éste una excitación
ma, todo color, todo perfume, rindiese en aquellos
tan tuerte que, á veces, sentíase turbado como por
momentos la más delicada flor de su esencia... ¡Y
la presencia de un poder sobrenatural.
ella no venía!
Parecía, en verdad, que conociese como si dijé-
ramos la virtualidad afrodisíaca latente en cada Surgió entonces, por primera vez, en la mente de
uno de aquellos objetos, y la sintiese en ciertos mo- Andrés, el pensamiento del marido. Elena no era
mentos desaprisionarse y desenvolverse y palpitar ya libre. Había renunciado á la hermosa libertad
a su alrededor. Entonces, si se encontraba en los de la viudez, uniéndose en segundas nupcias con
brazos de su amada, daba á sí mismo y al cuerpo y un gentilhombre de Inglaterra, con un lord Hum-
al alma de ella, una de esas supremas fiestas, cu V o phrey Heathfield, algunos meses después de su im-
sólo recuerdo basta á ilustrar una vida entera. Pe- prevista partida de Roma. Andrés, en efecto, recor-
ro, si estaba solo, una angustia grave le oprimía, y daba haber visto el anuncio del matrimonio en una
crónica mundana, en Octubre del año 1885, y ha-
ber oído también hacer sobre la nueva lady Elena
la sangre se le agolpaba al corazón con tal vehe
Heathfield, una infinidad de comentarios en todas
mencia que, enervado por la espectacion, ere o
las tertulias de aquel otoño romano. También se por un momento perder las fuerzas y caer. ,las,
acordaba de haber encontrado una docena de ve-
pronto ovó el sonido del pie femenil sobre los últi-
ces, en el precedente invierno, á aquel lord Hum-
phrey, en los sábados de la princesa Justiniana mos peldaños, una respiración más larga, el paso
Bondini, y en las subastas ó almonedas públicas. sobre el rellano del piso, sobre el umbral de la
Era un hombre de cuarenta años, de una rubicun- puerta. Elena entró.
dez grísea, calvo en las sienes, casi exangüe, con —¡Oh. Elena! ¡Por fin!...
dos ojos, claros y agudos, con una gran frente sa- Había en estas palabras una expresión tan pro-
liente, surcada de una red de venas. Su nombre, funda de la angustia sufrida, que sobre los labios
Heathfield, era seguramente el de aquel lugarte- de la mujer apareció una sonrisa mixta de miseri-
niente general que fué el héroe ele la famosa defen- cordia y de placer. ,. •
sa de Gibraltar (1779-83), inmortalizada también Andrés se apoderó de la mano derecha ae Elena,
por el pincel de Josuha Reynolds. que llevaba sin guante, atrayéndola dulcemente al
¿Qué parte tomaba aquel hombre en la vida de interior de la habitación. Ella jadeaba todavía, y
Elena? ¿Por qué lazos, á más de los convugales, es- por todo su rostro tenia difundida una leve llama,
taba Elena ligada á él? ¿Qué transformaciones ha- bajo el velo negro.
bían operado en ella, al coutacto material y espiri- —Perdonadme, Andrés. Pero no he podido librar-
tual del marido? me más pronto. Tantas visitas... tantos billetes que
contestar... Son días muy fatigosos. No puedo más.
Estos enigmas surgieron de momento y tumul-
¡Qué calor hace aquí! ¡Qué perfume!
tuariamente en el ánimo de Andrés. En medio de
Ella estaba todavía en pie, en medio del salón;
este tumulto de pensamientos, apareciósele clara y
un poco titubeante y preocupada, aunque hablase
precisa la imagen del casamiento físico de los dos,
rápida y ligera. Un abrigo de paño Carmelita, con
y el dolor fué tan insoportable, que se levantó con
mancas al estilo del Imperio, cortadas desde lo alto
el salto instintivo de un hombre que se siente de
en largos bullones, aplanados y abotonados en las
improviso herir en un miembro vital. Atravesó la
muñecas, con un inmenso sobrecuello de terciopelo
estancia, salió á la antecámara y escuchó á la puer-
azul por único adorno, le cubría toda la figura, sm
ta que había dejado cerrada. Eran cerca de las cin-
quitarle al busto la gracia de la esbeltez. Ella mi-
co menos cuarto.
raba á Audrés con los ojos llenos de no sé que son-
Al poco rato, oyó subir la escalera un paso, un risa trémula, que no velaba la oculta indagación.
rumor de vestidos, una respiración fatigosa. Cierta-
—Estáis un poco cambiado—dijo.—No sabría Eraunabutacaampliayprofunda,forrada decuero
deciros en qué. Tenéis ahora en la boca, por ejem- antiguo, sembrado de reüeves pálidos, por el estilo
plo, algo de amargo que yo no conocía.
de los que cubren las paredes de una de las habi-
Dijo estas palabras con un tono de familiaridad t a c i o n e s d e l palacio Chigi. El cuero había tomado
afectuosa. Su voz, resonando en la estancia, daba
a Andrés un deleite tan vivo, que le hizo excla- ese tinte suave y opulento que recuerda ciertos
mar: fondos de retratos venecianos, ó un hermoso bron-
ce que conserve apenas una pequeña huella del
—Hablad, Elena; seguid hablando.
dorado, ó una escama de concha fina, de la que
Ella sonrió, y preguntó:
transparente una hoja de oro. Un gran cogin forra-
—¿Por qué? do de una dalmática de un color bastante apagado,
—Ya lo sabéis,—contestó él, cogiéndole la mano. de aquel color que los mercaderes florentinos lla-
Elena retiró la mano y miró al joven en lo más maban rosa de azafrán, hacía mullido el respaldo.
hondo de sus ojos. Elena tomó asiento en él. Depositó sobre el bor-
—Yo nada sé ya,—advirtió. de de la mesa de thé, el guante de la mano dere-
—Habéis, pues, cambiado. cha y el monedero que tenía una sutil funda de
—Estoy completamente cambiada. plata lisa, con dos charreteras enlazadas, esculpi-
Ya el «sentimiento» les atraía á los dos. das encima. Enseguida se quitó el velo, levantando
La respuesta de Elena había aclarado, en un se- los brazos para desatar el nudo que le sugetaba
gundo, el problema. Andrés comprendió, y rápida- detrás de la cabeza, y el movimiento elegante des-
mente y de un modo preciso, por un fenómeno de pertó algunas ondas lucientes en el terciopelo, en
intuición nada raro en ciertos espíritus ejercitados los hombros, en las mangas y en el busto. A causa
en el análisis del sér interior, entrevió la actitud de ser muy vivo el calor y muy intensa la llama de
moral de la visitante y el desarrollo de la escena
la chimenea, llevó la mano desnuda y abierta al
que debía seguir. Empero, él, sentíase va invadido
nivel de los ojos, para defenderse del resplandor
por el hechizo de aquella mujer, como otras veces
del fuego. La mano se iluminó como un alabastro
Por otra parte, la curiosidad le espoleaba fuerte-
mente. rosado: los anillos que adornaban sus finos dedos,
centellearon al movimiento impulsivo del brazo.
—¿No os sentáis?—dijo.
—Cubrid el fuego;—dijo—os lo ruegtf. Arde de-
—Sí, un momento.
—Allí, sobre la poltrona. masiado.
. ~ ¡ A h > M Poltrona,—estuvo por decir Elena, con —¿No os agrada ya la llama? En otro tiempo,
impulso espontáneo, porque la había reconocido; erais una salamandra. Esta chimenea guarda me-
pero se contuvo. moria...
—No moráis los recuerdos—interrumpió ella.— M
Apagad, pues, el fuego, y encended una luz. Yo j do. Después llevó delante de la chimenea el para-
haré el té. i fuego. , .
—¿No queréis quitaros el abrigo? Los dos, en aquel intervalo de silencio, estaban
—No, porque debo irme muy pronto. Es ya !( perpejos de ánimo. Ella no tenia la conciencia
tarde. exacta del momento, ni la seguridad de sí misma;
—Pero, os vais á sofocar de calor. pues ni intentando un esfuerzo, no acertaba á persis-
Ella se levantó, con un pequeño gesto de impa- | tir en su propósitos á recoger sus intenciones, á
ciencia. reafirmar su voluntad. Delante de aquel hombre al
—Ayudadme, entonces. que habíala unido un tiempo una tan alta pasión,
Andrés sintió, al tocar el abrigo, el perfume de : en aquel lugar donde ella había vivido su más ar-
ella. No era ya el de otras veces; pero era de una diente vida, sentía poco á poco vacilar todos sus
bondad tal que le llegó hasta las entrañas. pensamientos, disolverse, alejarse. Su espíritu esta-
—Lleváis otro perfume dijo, — con singular ba en aquellos momentos próximo á entrar en ese
acento. estado delicioso, diríase casi de fluidez sentimental,
—Sí—respondió ella, sencillamente.—¿Os agra- en que recibe todo movimiento, toda actitud, toda
da? forma de la relación externa, como un vapor ex-
Andrés, teniendo todavía el abrigo entre sus ma- terno de las sensaciones de la atmósfera. Dudaba,
nos, hundió la cabeza en la pellisa que adornaba el antes de abandonarse. Andrés dijo, en voz baja,
cuello y que además estaba perfumada por el con- casi humilde:
tacto de la carne y de los cabellos de ella, y, des- —¿Está bien así?
pués añadió: Ella le sonrió, sin contestar. Aquellas palabras
—¿Cómo se llama? le habían dado un deleite indefinible, casi un tem-
—No tiene nombre. blor de dulzura en lo más íntimo de su pecho. Em-
Elena volvió á sentarse en la poltrona entrando pezó su obra delicada. Encendió la lamparilla, co-
de lleno en la claridad de la llama. locó encima de la llama el pucherito con el agua,
Llevaba un vestido negro, adornado con encajes, abrió la caja de lacre, donde estaba conservado el
en medio de los cuales brillaban innumerables té, y puso en la porcelana una cantidad proporcio-
perlas negras y de acero. nada de aroma; después preparó dos tazas. Y sus
El crepúsculo moría contra los cristales. Andrés gestos eran lentos y un poco irresolutos, como de
encendió algunas velas, colocadas en grandes can- quien operando tenga el ánimo preocupado con
delabros de hierro, de color anaranjado muy subi- otro objeto, sus purísimas y blancas manos tenían

TOMO I B
al moverse una ligereza casi de mariposa; parecía i
tigio de las alegrías ya desaparecidas, el último
que no tocasen las cosas, sino que apenas las des-,
resentimiento de la felicidad ya innerte, un algo
florasen; de sus gestos, de sus manos, de toda leve
semejante á un vapor dudoso del cual emergieren
ostentación de su cuerpo se exhalaba no sé qué te-
nue emanación de placer, que iba á acariciar los imágenes sin nombre, sin contorno, de continuo
interrumpidas.
sentidos del amante.
Ella no sabía si era un placer ó un dolor, pero
Andrés, sentado junto á ella, la miraba con ojos poco á poco aquella agitación misteriosa, aquella
entornados, bebiendo por las pupilas la voluptuosa! inquietud indefinible aumentaban y le hinchaban
fascinación que de ella nacía. Era como si cada sucesivamente el corazón de dulzura y de amargu-
uno de sus movimientos se hiciese para él tangible ra, Los presentimientos obscuros, las turbaciones
idealmente. ¿Qué amante no ha experimentado ese ocultas, los secretos lamentosos, los tumores su-
indefinible goce, en que parece que la potencia persticiosos, las aspiraciones combatidas, los dolo-
sensitiva del tacto se afine hasta el punto de reci- res sofocados, los sueños agitados, los deseos no
bir la sensación sin ia inmediata materialidad del apagados, todos aquellos confusos, elementos que
contacto? componían su vida interior se revolvían y le grita-
Ambos callaban. Elena se había abandonado so- ban, y la inquietaban y atormentaban.
bre el almohadón: esperaba que el agua hirviese. Ella callaba, recogida toda en si-. Mientras su co-
Mirando la llama azulada de la lamparilla, se qui- razón casi rebosaba, ella gozaba en acumular toda-
taba ios anillos que adornaban sus dedos y se los vía sobre él con el silencio todas las emociones que
volvía á meter de continuo, sumida en una apa- sentía. Hablando, las hubiera dispersado.
riencia de sueño.
El agua del pucherito empezó á levantar lenta-
Ne era sueño, sino una especie de remenbranza
mente el hervor.
vaga, ondulante, confusa, fugaz. Todos los recuer-
Andrés, sentado en una silla baja con el codo
dos del amor pasado resurgían en su espíritu, pero
apoyado en la rodilla y la barba en la palma [de la
sin claridad, dándole una impresión incierta que
mano, contemplaba á la hermosa criatura, con tal
ella no sabia definir si era un placer ó un dolor.
intensidad, que ella sin volverse, sentía sobre su
Parecía como cuando de muchas flores marchitas,
persona aquella persistencia, y experimentaba un
de las que cada cual ha perdido toda singularidad
vago malestar físico.
de colores y de efluvios, nace una común exhala-
Andrés, mirándola, pensaba:— «Yo he poseído, un
ción de la que no es posible reconocer sus diversos
día, á esta mujer.»—Y repetía a sí mismo esta afir-
elementos. Parecía que llevase en si el último há-
mación una y cien veces para convercerse; y ha-
bito de los recuerdos ya esperados, el último ves
cía, para convencerse plenamente un esfuerzo men-
EL PLACER 37
36 GABRIEL D' ANTNUNZIO no, pero sin volverse jamás hacia Andrés. Su tu-
tal, reclamaba á su memoria una cualquiera acti- multo interno resolvíase ahora én un enterneci-
tud de ella en el placer, trataba de volver á verla miento tan benigno y afable, que ella se sentía la
entre sus brazos. La certeza de la posesión le huia. garganta cerrada y los ojos húmedos, y no podía ya
Elena le parecía una mujer nueva, no gozada ja- resistir. Tantos pensamientos contrarios, tan con-
más, nunca estrechada en sus brazos. trarias agitaciones y alteraciones del ánimo se re-
Era ella, en verdad, todavía más deseable al pre- cogían ahora en una lágrima.
sente que otras veces. El enigma, casi diríamos Ella, por un movimiento inconsciente, tiró al sue-
plástico de su belleza, era todavía más obscuro y lo el portamonedas de plata. Andrés apresuróse á
más atrayente. Su cabeza de frente breve, de na- recogerlo, y miró las dos charreteras esculpidas.
riz aguileña, de arqueadas cejas, de un dibujo tan Lleva cada una inscripción sentimental. Fram
puro, tan firme, tan antiguo, que parecía haber Dreamland,—A stranger hither.—Del país del
salido del círculo de una medalla siracusana, tenía sueño.—Extranjera aquí.
en los ojos y en la boca un singular contraste de Al levantar los ojos, Elena le ofreció la taza hu-
expresión apasionada, intensa, ambigua, sobre- meante, con una sonrisa un poco velada por las lá-
humana, que sólo algún moderno espíritu, impreg- grimas.
nado de toda la profunda corrupción del arte, ha Andrés vió aquel velo, y ante aquella inesperada
sabido infundir en tipos de mujeres inmortales señal de ternura fué invadido por un ímpetu tal de
como Monna Lisa y Nelly O'Brien. amor y de reconocimiento, que dejó la taza sobre
«Otro, ahora, la posee,»—pensaba Andrés, mi- la mesa, se arrodilló, y cogiendo la mano de Elena
rándola. «Otras manos la tocan, otros labios la be- sobre ella posó sus ardientes labios, murmurando:
san.» Y mientras no conseguía llegar á formar en —¡Elena!—¡Elena!
su fantasía la imágen de la unión de sí mismo con Le hablaba en voz queda, de hinojos, tan de cer-
ella, veía nuevamente, en cambio, con implacable ca que parecía quisiera beber su aliento. El ardor
precisión la otra imágen. Y una manía agudisima era sincero, mientras las palabras á veces mentían.
de saber, de descubrir de interrogar se apoderaba — «El la amaba, habíala amado siempre, no había
de su perturbada mente. podido jamás olvidarla. Había sentido, al encontrar-
Elena se había inclinado á la mesa, porque el va- la, resurgir toda su pasión con tal violencia, que
por huia por la comisura de la tapadera del puche- había tenido casi terror: una especie de terror an-
rillo hirviente. Vertió unas gotas de agua sobre el sioso, como si hubiere entrevisto, á la luz de un re-
té; después puso dos terrones de azúcar en una sola lámpago el trastorno de toda su vida.
taza, vertió más agua sobre el té y apagó la llama —¡Callad! ¡Callad!—Dijo Elena, con el rostro ani-
azulada. Todo esto lo hizo con un cuidado casi tier- mado de dolor, palidísima.
Andrés seguía, siempre de rodillas, encendiéndo-^
se en la imaginación del sentimiento. enfermedad, como un convaleciente estupefacto.
«Había sentido a r r a s t r a r trás ella, en aquella Pero, al fin, olvidaba; sentía que su alma entraba
fuga imprevista, la mayor y mejor parte de su sér.: dulcemente en la muerte .. Mas, de improviso, so-
Después no sabía decirla toda la desventura de susi bre aquella especie de tranquilidad olvidosa esta-
días, la angustia de sus lamentos, su asiduo, impla- ; llaba un nuevo dolor, y el ídolo abatido resurgía
cable y devorador sufrimiento interior. Su tristeza más alto, como un germen indestructible. Ella, eUa
crecía, rompiendo todo dique: sentíase oprimido,1 era el ídolo que deducía en él toda la voluntad de
quebrantado. La tristeza existía p a r a él, er. el fon- = su corazón, rompía en él todas las más secretas
do de todas las cosas. La fuga del tiempo érale 1 vías de su alma cerradas á todo otro amor, á todo
un suplicio insoportable. No deploraba tanto los1' otro dolor, á todo otro sueño, para siempre, siem-
días felices perdidos cuanto se dolía de los días que I pre...
ahora pasaban inútilmente p a r a la felicidad. A q u e J Andrés mentía, pero su elocuencia era tan calu-
líos al menos le habían dejado un recuerdo: estos le \ rosa, su voz era tan penetrante, el tacto de sus ma-
dejaban un lamento profundo, casi un remordimien-1 nos era tan amoroso, que Elena fué invadida de
to... Su vida se consumía en sí misma, llevando en 1 una dulzura infinita.
si la llama inextinguible de un solo deseo, el incu- ] —¡Calla!—dijo ella.—Yo no debo escucharte; yo
rabie disgusto de todo otro goce. A veces le asalta- . no soy ya tuya; yo no podré ser ya tuya jamás.
ban ímpetus de concupicencia casi rabiosos, deses-1 ¡Calla! ¡Calla!"
perados ardores hacía el placer, y era como una \ —¡No, escúchame!
rebelión violenta del corazón no saciado, como un { —No quiero. Adiós. Es necesario que me vaya.
sobresalto de la esperanza, que no se resignaba á Adiós, Andrés. Es y a tarde, déjame.
morir. A veces también le parecía hallarse reduci-J Ella retiró su mano de entre las del joven, y,
do á la nada, y se estremecía ante los grandes sobreponiéndose con visible esfuerzo á su interior
abismos vacíos de su sér: de todo el incendio de su j languidez, hizo ademán de levantarse.
juventud no quedaba más que un puñado de c e n i - 1 —¿A qué, pues, has venido?—preguntó él, con la
za. A veces también, á semejanza de uno de a q u e - 1 voz un poco ronca, impidiéndola todo movimiento.
líos sueños que se alejan con el alba, todo su pasa- 1 Magüer, la violencia fuese levísima, ella arrugó
do, todo su presente desaparecía, uno y otro se des- j el entrecejo, y dudó antes de contestar.
tacaban de su conciencia y caían, como una cáscara 1 —He venido—contestó, con cierta lentitud mesura-
frágil como un vestido inútil. No se acordaba va de I da, mirando al amante en los ojos.—He venido por-
nada, como un hombre que saliera de una larga que tú me has llamado. Por el amor de otro tiem-
po, por el modo con que aquel amor fué interrum-
pido, por el largo y obscuro silencio de la ausencia,
material de la hermosa mujer. Tú no me amaste.
yo no hubiera podido, sin aparecer á tus ojos dura
Tú entonces, tuviste corazón para matar tu amor,
é ingrata, rehusar la invitación. Y después, yo que-
de'improviso casi á traición, cuando precisamente
ría decirte lo que ya te he dicho: que yo no soy ya
te daba su embriaguez más fuerte. Tú huíste de mí,
tuya, que ya no podré ser tuya jamás. Quería de-
me abandonaste, me dejaste solo, espantado, adolo-
cirte esto, con lealtad, para evitarme y evitarte un
rido, en tierra, cuando estaba todavía cegado de
engaño doloroso, cualquier peligro, cualquiera
promesas. Tú no me amaste, no. No me amabas. No
amargura en el porvenir. ¿Has comprendido?
me amas. Trás una ausencia tan larga, tan llena de
Andrés inclinó la cabeza, casi hasta doblar las
misterio, muda é inexorable, una tan larga espera,
rodillas de ella, en silencio. Ella le acarició los ca-
en la que he consumido la flor de mi vida, ator-
bellos con aquel su gesto familiar de otro tiempo.
mentando una tristeza que tan querida me era, por-
—Y después—prosiguió, con una voz que causó
que venía de ti; trás tanta felicidad y trás tanta
un escalofrío en todas las fibras de Andrés—des-
desventura, hé aquí que entras de nuevo en un si-
pués... quería decirte que yo te amo, te amo no me-
tio en que de cada objeto ofrece para nosotros un
nos que antes, que todavía eres tú el alma de mi
alma, y que yo quiero ser tu hermana más queri- recuerdo todavía vivo de nuestra pasada dicha, y
da, tu más dulce amiga. ¿Has oído? me dices suavemente: «Yo no soy ya tuya. Adiós.»
Andrés no se movió. Entonces ella, cogiendo la ¡Ah! no, no; tú no me amas.
cabeza de él entre sus manos, le levantó la frente —¡Ingrato! ¡Ingrato!—exclamó Elena, herida por
obligándole á mirarla en los ojos. la voz casi airada del joven.—¿Qué sabes tú lo que
—¿Has entendido?—repitió, con una voz aun más ha ocurrido? ¿Qué sabes lo que yo he sufrido? ¿Qué
tierna y más sumisa. sabes?
Y sus ojos, á la sombra de sus largas pestañas, —Yo, nada sé; nada quiero saber,—contestó An-
parecían como mojados de un óleo purísimo y su- drés, duramente, envolviéndola en una mirada un
tilísimo. Su boca, un poco entreabierta, marcaba poco tórbida, en cuyo fondo se traslucían sus de-
en su labio superior un pequeño temblor nervioso. seos exacerbados.—Sólo sé que fuiste mía, un día,
—No, tú no me amaste, tú no me amas—excla- toda mía, con un abandono sin reservas, sin resis-
mó al fin Andrés, separando de sus sienes las ma- tencia, sin freno, con una voluptuosidad sin medi-
nos de ella y echándose hacia atrás, porque sentía da, como ninguna otra mujer: y sé que ni mi espí-
ya en sus venas el fuego insinuante que exhalaban ritu ni mi carne olvidarán jamás aquella embria-
involuntariamente aquellas pupilas y experimenta- guez...
ba ya el acre dolor de haber perdido la posesión —¡Calla! ^
—¿Para* qué quiero yo tu piedad de herma*«*?, ¿s

a m
3 m
Tú, contra tu voluntad, me la ofreces mirándome su rostro se le pintó un dolor tan grave que la mu-
con ojos de amante, acariciándome con mano tero-1 jer sintió destrozársele el corazón.
olorosa. Demasiadas veces he visto tus ojos a p S
Tras un corto silencio, dijo:
garse en el goce, demasiadas veces tus manos m J
—Adiós.
han sentido estremecer y temblar de frío á su con-1
tacto. Yo te deseo. Y en esta sola palabra expresó la amargura de
todas las demás que se había tragado.
Excitado por sus mismas palabras, la estrechó I
Elena contestó dulcemente:
inertemente por las muñecas y tanto acercó se roa-l
tro al de ella, que Elena recibió sobre su boca su 1 —Adiós. Perdóname.
ardoroso aliento. Ambos sintieron la necesidad de poner término,
por aquella tarde, al peligroso coloquio. El uno
—Yo te deseo, como nunca—prosiguió ól, t r a t a n - 1 adoptó una forma de cortesía exterior casi exage-
do de a t r a e r su encendida faz á sus labios, rodeáii-1 rada. La otra se hizo aún más dulce, casi humilde,
dola con un brazo el cuello.-¡Acuérdate!-;Acuér-1 agitada por un temblor incesante.
date! <• En seguida, ella cogió su abrigo de encima de
Elena se levantó, rechazándole. Todo su c u e r p o ! una silla. Andrés le ayudó á ponérselo con mane-
temblaba, como hoja de un árBol azotada por f u - 1
ras apresuradas. Como ella no acertase á meter un
noso vendaval.
brazo en la manga, Andrés la guió, tocándola ape-
—¡No quiero! ¿Entiendes? nas; después le presentó el sombrero y el velo.
Pero, él no entendía, ó no quería comprender. 1 —¿Queréis miraros al espejo?
be acercaba más todavía, con los brazos extendí-"I
—No, gracias.
dos y abiertos para aprisionarla: palidísimo, resuel-1
to á todo. iI Ella se dirigió á la pared, á un lado de la chi me-
nea, donde colgaba un pequeño espejo antiguo con
- ¿ S u f r i r í a s t ú , - g r i t ó ella con la voz un poco so-| el marco adornado de figuras esculpidas con un es-
íocada, no pudiendo reprimir la violencia,-sufri-1 tilo tan ágil y franco que parecían, más bien que
rías el compartir con otro mi cuerpo? en la madera, grabadas sobre oro maleable. Era
Elena había proferido esta pregunta cruel, sin j una muy linda cosa, salida seguramente de las ma-
meditarla, sin reflexionar. Después, con los ojos nos de un delicado y hábil artífice para una María
muy abiertos se puso á mirar á su amante, ansiosa Amorrosisca ó para una Laldomine. Muchas veces,
y casi espantada, como quien para salvarse hubie- en el tiempo feliz, Elena se había puesto el velo de-
ra descargado un golpe sin medir la fuerza, y te- lante de aquella lámina ofuscada y manchada que
miese haber herido demasiado en lo profundo tenía la apariencia de un agua turbia, un poco ver-
El ardor de Andrés se apagó de repente, y sobre duzca. Ahora se acordaba.
44 GABRIEL D' ANNUNZIÓ
4O
EL PLACER
Cuando vio aparecer su imágen en aquel fondo,
tuvo una impresión singular. Una onda de tristeza ™día se dirigió á la ventana, la abrió y respiró el
más densa, le atravesó el espíritu. Pero no pronun- I?re ¿esco del crepúsculo. Reanimada tornó á la
ció palabra. S ¿ n c L Las llamas pálidas de las bujías o s a -
Andrés la observaba con ojos atentos. ban agitando ligeras sombras sobre las paredes. La
Cuando estuvo dispuesta, dijo: chimenea no tenía ya llama, pero los tizones i u m
„ a b a n l a s figuras sacras del V f f f m ^ de
—Debe ser muy tarde.
un fragmento de vidriera eclesiástica La taza de
—No mucho. Serán las seis, quizás.
—He despedido mi carruaje,—agregó ella.—Os té había quedado sobre el borde de la mesa, fría
quedaría muy agradecida si me hiciérais el favor intacta. El cajón de la poltrona « W ^ 1 ^
de mandar alquilar un carruaje cerrado. vía la impresión del cuerpo que en él habíase hun
—¿Me permitís que os deje aquí sola un momen- dido. Todas las cosas que la exhalaban
r o d e a b a n

to? Mi criado está ausente. una melancolía vaga y confusa que afluía y se con-
Ella asintió. densaba en el corazón de la mujer El peso crecía
—Dad vos mismo la dirección al cochero, os lo sobre aquel débil corazón, convertíase en una opre-
ruego. Hotel del Quirinal. sión dura, en un afán insoportable.
El salió, cerrando tras sí la puerta de la estan- —.Dios mío! ¡Dios mió!
cia. Ella quedó sola. Ella hubiera querido huir. Una bocanada de vien-
Rápidamente, echó una ojeada en torno, abra- to más vivo hinchó las cortinas, agitó las llamas,
zó con una mirada indefinible toda la estancia, levantó un ligero ruido, que la hizo temblar, con
fijándola en las copas con flores. Las paredes le pa- un escalofrío, y casi involuntariamente llamar:
recían más vastas, la bóveda le parecía más alta. —¡Andrés?
Mirando, experimentaba la sensación como de un Y su voz, aquel nombre, en medio del silencio
principio de vértigo. No advertía ya el perfume; reinante en la estancia, le causaron un extraño so-
pero, seguramente, el aire debía ser ardiente y pe- bresalto, como si la voz y el nombre no hubiesen
sado como en un horno. La imágen de Andrés se le salido de su garganta. ¿Por qué .Andrés tardaba
aparecía como en un intermitente relampagueo; en tanto? Ella se puso á escuchar.
sus oídos le resonaban algunas ondas vagas de su No llegaba hasta allí más que el rumor sordo,
voz. ¿Estaba para sufrir algún desvanecimiento?... obscuro, confuso de la vida urbana, en la noche de
¡Qué delicia c e r r a r los ojos y abandonarse á aque- San Silvestre. Por la plaza de la Trinidad del Mon-
lla languidez! ti no pasaba ningún carruaje. Como el viento á
Sacudiéndose aquella especie de sopor que la in- menudo soplaba con alguna violencia, cerro fuerte-
mente la ventana, entreviendo por el postigo la
4 6
GABRIEL D< ANNUNZIO
Cima del Obelisco, negra, sobre «1 cielo estrej —Mount llegará, quizás, mañana,—añadió ella,
en voz tenue.—Os escribiré un billete para deciros
--«Tal vez Andrés no haya encontrado el c a l cuando podré veros.
r r u a j | c u b i e r t o en la plaza Barberini:,-pensó v —Gracias,—dijo Andrés.
s o b r e ei diván esperó Ahora, adiós, — repuso ella, tendiéndole la
ISrtfP < ' ~ m
mano.
aq neta, su loca agitación, evitando mirarse en el I —¿Queréis que os acompañe hasta la calle? No
alma forzando su atención hacia las cosas e x t e r i o l
hay nadie.
re,. Atrajeron sus miradas las íiguras vitreas «el I
—Sí, acompañadme.
I Z T ' T ™ * * * * * * ^ ^ tizones semi-1
de Ella miraba en torno de sí, un poco excitada.
2 vasos, que había sobre la I
P d l Chlmenea Caían
,i 1 ' * * ^ j a s de una gran- 1 -^¿Habéis olvidado algo?—preguntó Andrés.
Ella miró las flores, pero contestó:
—|Ah! sí; el portamonedas.
t t con t o T r V e S t í d U r a ' , á n g U Í d a ' d u l ™ ]
femimsmo casi Andrés corrió á cogerlo de sobre la mesa del té,
carnal i f S h>?j a S c 0 n c a>v a s sPudiera decirse de
2 , ° ' ' e
posaban sobre el y presentándoselo á Elena, dijo:
marmol semejantes á copos de nieve en su caída —¡A stranger hither!
«Cuan suave, entonces, parecía á los dedos aque- ¡ —No, my dear. A friend.
a meye o d o r o s a , - p e n s ó ella-«Totalmente desho- - Ella pronunció esta respuesta en voz muy anima-
SG e S p a r C Í a n da y con gran vivacidad. Un segundo después, con
i i" asombraban los ta- '
M a S S Í l l a s una sonrisa entre suplicante y acariciadora mixta
S í f r ' v e , J a reía, feliz, en de temor y de ternura, á la cual tembló el borde
; y 01
JSS3? del velo que llegaba hasta el labio superior dejan-
De pronto, oyó pararse un carruaje delante de do completamente libre la boca.
—Gire rae A rose,—agregó.
pobre cabeza como p a r a arrojar fuera de ella Andrés cogió todas las rosas de cada uno de los
aquella especie de obsesión que la fascinaba. Súbi- vasos, reuniéndolas en un gran manojo que apenas
tamente entró Andrés, jadeante cabía entre dos manos. Algunas cayeron, otras so
- P e r d o n a d a , e - d i j o . - P e r o , no habiendo encon- deshojaron.
a d o al portero, he salido hasta la plaza de Espa- —Todas eran para vos,—dijo él, sin mirar á su
ña. El carruaje está abajo que espera amada.
E l C n a ,lliránd0l
<> f i j a - Y Elena se volvió para salir, con la cabeza incli-
mente á través de su velo negro . nada, en silencio, seguida por él.
Andrés estaba serio y pálido, pero tranquilo.
48 GABRIEL D' ANNUNZIO
EL PLACER 49
Bajaron la escalera, siempre en silencio. El le
veía la nuca, tan fresca y delicada, donde por de-
bajo del nudo del velo los pequeños rizos negros se
mezclaban con la pelerina cinérea.
—¡Elena!—llamó en voz baja, no pudiendo ya
vencer la destructora pasión que le hinchaba el
corazón.
Ella se volvió, poniéndose el índice sobre los la- V
bios para indicarle que se callara, con un gesto do
líente que suplicaba, mientraá los ojos le centellea-
ban. Apresuró el paso, subió al carruaje, y sintió II
pesar sobre sus rodillas las rosas.
—¡Adiós! ¡Adiós!
Y, así que el carruaje se puso en movimiento,
ella se abandonó en el fondo, oprimida por el dolor,
rompiendo en lágrimas, sin freno, estrujando las
rosas con sus pobres manos convulsas. Bajo el gríseo diluvio democrático de nuestros
tiempos que miserablemente sumerge muchas co-
sas bellas y raras, va también poco á poco des-
apareciendo aquella especial clase de la antigua
nobleza italiana, entre la que se guardaba viva de
generación en generación, una cierta tradición fa-
miliar de alta cultura, de elegancia y de arte.
A esta clase, que yo llamaré arcadia, porque rin-
dió su más alto esplendor en la amable vida del si-
glo Xvni, pertenecían los Sperelli. La urbanidad,
el aticismo, el amor de todas las delicadezas, la
predilección por > los estudios singulares insólitos,
la curiosidad estética, la manía arqueológica, la ga-
lantería refinada moraban en la casa de los Spere-
lli, como cualidades hereditarias. Un Alejandro
Sperelli, en 146(3, llevó á Federico de Aragón, hijo

TOMO I 4
48 GABRIEL D' ANNUNZIO
EL PLACER 49
Bajaron la escalera, siempre en silencio. El le
veía la nuca, tan fresca y delicada, donde por de-
bajo del nudo del velo los pequeños rizos negros se
mezclaban con la pelerina cinérea.
—¡Elena!—llamó en voz baja, no pudiendo ya
vencer la destructora pasión que le hinchaba el
corazón.
Ella se volvió, poniéndose el índice sobre los la- V
bios para indicarle que se callara, con un gesto do
líente que suplicaba, mientraá los ojos le centellea-
ban. Apresuró el paso, subió al carruaje, y sintió II
pesar sobre sus rodillas las rosas.
—¡Adiós! ¡Adiós!
Y, así que el carruaje se puso en movimiento,
ella se abandonó en el fondo, oprimida por el dolor,
rompiendo en lágrimas, sin freno, estrujando las
rosas con sus pobres manos convulsas. Bajo el gríseo diluvio democrático de nuestros
tiempos que miserablemente sumerge muchas co-
sas bellas y raras, va también poco á poco des-
apareciendo aquella especial clase de la antigua
nobleza italiana, entre la que se guardaba viva de
generación en generación, una cierta tradición fa-
miliar de alta cultura, de elegancia y de arte.
A esta clase, que yo llamaré arcadia, porque rin-
dió su más alto esplendor en la amable vida del si-
glo Xvni, pertenecían los Sperelli. La urbanidad,
el aticismo, el amor de todas las delicadezas, la
predilección por > los estudios singulares insólitos,
la curiosidad estética, la manía arqueológica, la ga-
lantería refinada moraban en la casa de los Spere-
lli, como cualidades hereditarias. Un Alejandro
Sperelli, en 146(3, llevó á Federico de Aragón, hijo

TOMO I 4
50 GABRIEL D' ANNUNZIO EL PLACER 51
de Fernando rey de Ñapóles y hermano de Alfonso Progne; en 1766 un Carlos Sperelli publicó un libro
duque de Calabria, el código infolio que contenía de versos eróticos en los que muchas clásicas las-
algunas poesías «menos escabrosas» de viejos es- civias estaban rimadas con la elegancia horaciana
critores toscanos, que Lorenzo de Médicis habíale entonces en moda. Mejor poeta fué Luis, hombre de
prometido en Pisa, en 1465, y ese mismo Alejandro exquisita galantería, en la corte del rey lazzarone
escribió por la muerte de la Divina Simonetta, en y de la reina Carolina. Versificó con cierta melan-
unión de los doctos de su tiempo, una elegía latina, colía y gentil epicurismo, muy agradable y tierno,
melancólica y dulcísima, á imitación de Tibullo. y amó á lo don Juan, y tuvo aventuras á granel,
Otro Sperelli, Esteban, en el mismo siglo, fué á algunas célebres, como aquella con la marquesa de
Flandes, en medio de la vida fastuosa, de la precio- Bugnano, que por celos se envenenó, y la otra con
sa elegancia, de la inaudita pompa borgoñona, y la condesa ele Chesterfield que al morir tísica, él la
allí quedó agregado á la corte de Carlos el Teme- lloró en canciones, odas, sonetos y elegías sentidísi-
rio, emparentando con una familia flamenca. Un mas, magüer un poco gongorinas.
hijo suyo, Justo, se dedicó á la pintura bajo la di- El conde Andrés Sperelli, Fiesche d'Ugenta, úni-
rección de Juan Gossaert, y junto con su maestro co heredero, proseguía la tradición familiar. Era,
vino á Italia, formando parte del séquito de Felipe en verdad, el tipo ideal del joven señor italiano del
de Borgoña, embajador del emperador Maximilia- siglo xix, el legítimo campeón de una estirpe de
no, cerca del Papa Julio u, en 1508. Demoró en gentilhombres y de artistas elegantes, el último des-
Florencia, donde la principal rama de su estirpe cendiente de una raza intelectual.
continuaba floreciendo, y tuvo por segundo maes Estaba, por decirlo así, todo impregnado de arte.
tro á Pedro de Cosimo, aquel alegre y fácil pintor, Su adolescencia, nutrida con estudios varios y pro-
fuerte y harmonioso colorista que resucitaba libre- fundos, pareció prodigiosa. Alternó, hasta los vein-
mente con su pincel las fábulas paganas. Este Jus- te años, las largas lecturas con las largos viajes en
to fué un no vulgar artista; pero consumió todo su compañía de su padre y pudo completar su extraor-
vigor en vanos esfuerzos para conciliar su primiti- dinaria educación estética bajo el cuidado paterno,
va educación gótica con el naciente espíritu del sin restricciones ni afectaciones de pedagogos. Del
Renacimiento. Hacia la segunda mitad del siglo padre adquirió al punto el gusto á las cosas de
xvii, la familia de los Sperelli se transportó á Ñá- arte, el culto apasionado de la belleza, el paradógi-
peles. Allí, en 1679, un Bartolomé Sperelli publicó co desprecio de prejuicios, la avidez del placer.
un tratado astrológico De Nativitatibus; en 1720 un
Juan Sperelli dió al teatro una ópera bufa titulada Ese padre, criado y crecido en medio de los ex-
tremos esplendores
•La Faustina y después una tragedia lírica titulada de la corte borbónica, sabía vi-
vir largamente; tenía una ciencia profunda de la
vida voluptuosa y sibarítica, unida á una cierta in- Así mismo el padre le aconsejaba: «Precisa con-
clinación byroniana al romanticismo fantástico. Su servar á toda costa la libertad absoluta, hasta en
mismo matrimonio habíase llevado á efecto en cir- la embriaguez. La regla del hombre de inteligen-
cunstancias casi trágicas, después de una furiosa cia está en esta máxima latina:—«Habere, non ha-
pasión. Al poco tiempo había turbado y destruido beri.»
de todos modos la paz conyugal. Por último, se ha- También decía: «El lamento es el vano pasto de
bía separado de la mujer; pero había detenido y un espíritu ocioso. Precisa, sobre todo, evitar el pe-
llevado siempre consigo al hijo, viajando con él por sar ocupando siempre el espíritu con nuevas sensa-
toda la Europa. ciones y con imaginaciones nuevas.»
La educación de Andrés era, por tanto, viva, Pero estas máximas voluntarias, que por su am-
esto es, hecha no tanto sobre los libros cuanto en bigüedad podían también ser interpretadas como
presencia de las realidades humanas. altos criterios morales, caían precisamente en una
Su espíritu no solamente estaba corrompido por naturaleza involuntaria, esto es, en un hombre en
la alta cultura sí que también por la experiencia, y quien la potencia volitiva, la energía personal era
en él la curiosidad se hacía más aguda cuanto más muy débil.
crecía su conocimiento. Desde el principio fué ya Otro germen paterno había fructificado, también,
pródigo de sí, por naturaleza, porque la gran fuer- pérfidamente en el ánimo de Andrés: el germen del
za sensitiva de que él estaba dotado, no se cansaba sofisma. «El sofisma»—decía aquel incauto educa-
nunca de gastar tesoros en su prodigalidad. Pero la dor,— «está en el fondo de todo placer y de todo
expansión de esta fuerza causaba en él la destruc- dolor humanos.» Aguzar y multiplicar los sofismas
ción de otra fuerza, de la fuerza moral que su mis- equivale, pues, á aguzar y multiplicar el propio
mo padre no había cuidado de reprimir. Y no ad- placer ó el propio dolor. Tal vez la ciencia de la
vertía que su vida era la reducción progresiva do vida consista en obscurecer la verdad. La palabra
sus facultades, de sus esperanzas, de su placer, es una cosa profunda, en la que se hallan ocultas
casi una progresiva renuncia y que el círculo se para el hombre inteligente, inconmensurables ri-
restringía siempre en toruo de él, inexorablemen- quezas. Los griegos, artífices de la palabra, son en
te, magüer con lentitud. efecto los más exquisitos sensualistas de la anti-
güedad. Los grandes sofistas florecieron en mayor
El padre le había enseñado, entre otras, esta má- número en el siglo de Pericles; el siglo de la sen-
xima fundamental: «Es preciso hacer la vida pro- sualidad.»
pia, como se hace una obra de arte. Es necesario
que la vida de un hombre de inteligencia sea su Un germen tal encontró en el ingenio insano de
obra propia. La verdadera superioridad está toda nuestro joven un terreno propicio. Poco á poco la
áhi,»
mentira, no tanto hacia los demás cuanto hacia si marquesa d'Ateleta en un álbum de confesiones
mismo, hizóse en Andrés un hábito tan interesante mundanas al lado de la pregunta: «¿Qué quisierais
á su conciencia que acabó por no poder ser jamás i ser?» había él escrito: «Principe romano.»
absolutamente sincero, y por no poder nunca reco- Llegado á Roma á fines de Septiembre de 1SSJ-,
brar el libre dominio de sí mismo. instaló su lióme en el palacio Zuccari, en la Trini-
Después de la muerte prematura de su padre, se dad de Monti, sobre aquel deleitable y templado
encontró solo, á los veintiún años, dueño de una retiro católico donde la sombra del obelisco de
fortuna considerable, separado de su madre, á mer- Pío VI señala la fuga de las Horas. Pasó todo el mes
ced de sus pasiones y de sus gustos. Pasó quince de Octubre entregado á los cuidados de su decora-
meses en Inglaterra. Su madre se casó en segun- do y de su mueblaje; después, cuando las habitacio-
das nupcias con un antiguo amante. Y él volvió á nes estuvieron adornadas y dispuestas, tuvo en su
Roma, por gusto y por predilección. nueva casa algunos días de invencible tristeza. Era
Roma era su gran amor: no la Roma de los Césa- un estío de San Martin, una primavera de los muer-
res, sino la Roma de los Papas; no la Roma de los tos; pesada y suave, en que Roma reposaba, envuel-
arcos triunfales, de las termas, del Forura, sino la ta en oro, como una ciudad del extremo Oriente,
Roma de las villas, de las fuentes, de las iglesias. bajo un cielo casi lácteo, diáfano como los cielos
De buen grado hubiera él dado el Coloseo por la que se espejean en los mares australes.
villa Médicis. El Campo Vaccino por la plaza de Aquella languidez del aire y de la luz donde to-
España, el Arco de Tito por la Fuente de las Tor- das las cosas parecían casi perder la realidad y ha-
tugas. La regia magnificencia de los Colonna, de cerse inmateriales, infundían á nuestro joven una
los Doria, de los Barberini la atraía bastante más postración infinita, un sentimiento indefinible de
que la grandiosidad imperial en ruina. Y su gran descontento, de desaliento, de soledad, de vacío, de
sueño era poseer un palacio coronado por Miguel nostalgia. Su vago malestar provenía quizás, tam
Angel y decorado por Caracci, como el de los Far- bién, del cambio de cliuia, de costumbre?*, de usos.
nesio; una galería llena de Rafaeles, de Tizianos, El alma convierte en fenómenos psíquicos las im-
de Dominiquinos, como la de los Borgias; una villa presiones del organismo mal definido, lo mismo que
como la de Alejandro Albani, donde las ensambla- el sueño transforma según su naturaleza los inci-
duras de boj, los granitos bermejos de Oriente, el dentes del mismo sueño.
mármol blanco de Luni, las estatuas de la Grecia,
Seguramente que él estaba, ahora, en una nueva
las pinturas del Renacimiento, los recuerdos mis-
fase de su vida.—¿Encontraría al fin, la mujer y la
mos del lugar, compusieran un encanto en torno de
obra capaces de conquistar su corazón y de ha^er-
algún superbo amor suyo. En casa de su prima la
se su Íobjetivo?
ÍÍÉ¡HÉti[ ^MO
>c " ' . ,>•

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• .
X
a6gSs
No abrigaba en su pecho la seguridad de la fuer- gracias femeniles que son queridas á este pintor de
za ni el presentimiento de la alegría ó de la felici- losfarvalaes de los encajes, de los terciopelos, de los
dad. Muy penetrado y embebido de arte, no había ojos luminosos, de las bocas semiabiertas: era una
producido todavía ninguna obra notable. Avido de segunda encarnación de la condesa de Shaftesbury.
amor y de placer, todavía no había amado apasio- Viva, locuaz, móvilísima, pródiga de diminutivos
nadamente, ni había aún gozado de un modo inge- infantiles y de risas campanudas, fácil á las ternu-
nuo. Torturado por un Ideal, no llevaba todavía la ras imprevistas, á las melancolías súbitas, á las rá-
imagen bien distinta en su pensamiento. Abominan- pidas iras, ella aportaba al amor mucho movimien-
do del dolor por naturaleza y por educación, era to, mucha variedad/muchos caprichos. La cualidad
vulnerable en todas partes, accesible en un todo al más amable era la frescura tenaz, continua de to-
dolor. das las horas, de todos los momentos. Cuando des
En el tumulto de sus inclinaciones contradicto- pertaba, tras una noche de placer, ofrecíase .siem
rias, había perdido toda voluntad y toda moralidad. pre fragante y limpia como si saliese en aquel mo-
La voluntad, abdicando, había cedido el cetro á los mento del baño. Su figura era recordada muy á
instintos; el sentido estético había substituío al sen- menudo por Andrés, especialmente en una actitud:
tido moral. Pero, precisamente este mismo sentido con los cabellos en parte sueltos sobre el cuello y
estético sutilísimo y poderoso y siempre activo, en parte recogidos sobre la coronilla y sujetos con
mantenía en su espíritu un cierto equilibro; de modo su peinecillo con púas de oro; con el iris de los ojos
que se podía afirmar que su vida era una continua nadando en el blanco, como una violeta pálida
lucha de fuerzas contrarias encerrada en los lími- en un vaso de leche con la boca abierta, húmeda,
tes de ese equilibrio inestable. Los hombres de in- iluminada por los dientes rientes entre la rosada
teligencia, educados en el culto de la Belleza, con- sangre de las encías; á la sombra de las cortinas
servan siempre, aun en sus peores depravaciones, que difundían sobre el lecho un albor entré glauco
una especie de orden. La concesión de la belleza y argentino, semejante á la luz de un antro marino.
es, dirémoslo así, el eje de un sér interior, en torno
Pero la charla melodiosa de Conny Landbrooke
al cual todas sus pasiones gravitan.
había pasado sobre el alma de Andrés, como una
Fluctuaba todavía vagamente sobre aquella tris- de esas músicas ligeras que dejan por algún tiempo
teza el recuerdo de Constancia Landbrooke, como en la mente un ritornello. Más de una vez, durante
un perfume desvanecido. El amor de Conny había alguna de sus melancolías vespertinas, ella la había
sido un amor bastante delicado y fino, y ella era dicho, con los ojos velados de lágrimas: «Y" knoio
una mujer muy agradable. Parecía una creación youloce rae not...» En efecto, él no la amaba; ella
de Tomás Lawrence, poseía todas las melindrosas no llenaba su deseo. Su ideal femenino era menos
58 GABRIEL N' AN-NLFKZTO E L PLACER 59
septentrional. Realmente, sentíase atraído por una —Si no te desagrada, querida prima, iré inerme;
de aquellas cortesanas del siglo xvi que parecía más bien con hábito de víctima. Es un hábito de re-
que sobre el rostro llevasen un velo mágico, una clamo, que llevo muchas noches, inútilmente, por
especie de transparente máscara encantada, como cierto ¡ay de mí!
un obscuro hechizo nocturno, casi diriamos, el divi- —El sacrificio está próximo, primo mío.^
no horror de la noche. —La víctima está pronta.
Al encontrar á la duquesa de Scerni, doña Elena A la noche siguiente, Andrés representó en el pa-
Muti, él pensó: «Há aquí mi ideal: esta es la mujer lacio Roccagiovine algunos minutos antes de la
por mi soñada.» Y todo su sér tuvo un transporte hora acostumbrada, llevando una admirable y pre-
de alegría, en el presentimiento de la posesión. ciosa gardenia en el ojal y una vaga inquietud en
Ocurrió el primer encuentro en casa de la mar- el fondo del alma. Su cupé se detuvo delante de la
quesa de Ateleta. Esta prima de Andrés tenía muy puerta, porque el vestíbulo estaba ocupado ya por
frecuentados por el mundo elegante los salones del otro carruaje. Las libreas, los caballos, todo el ce-
palacio Roccagiovine. Ella atraía, especialmente, remonial que acompañaba el descenso de la señora
por su aguda alegría, su inextinguible buen humor que lo ocupaba, tenia el sello de la nobleza y de la
y su gentil viveza, por la libertad de sus agudezas elegancia. El conde entrevió una figura alta y es-
y arranques, por su infatigable sonrisa. Los* rasgos belta, un tocado adornado de diamantes, un peque-
de su alegre fisonomía recordaban ciertos perfiles ño pie que se posó sobre la grada. Después, como
femeninos d e los dibujos de Moreau, el joven, también él subía la escalera, vió á la dama por las
y de las viñetas de Gravelot. En sus maneras, espaldas.
en sus gustos, en el modo de vestir, tenía algo de Ella subía delante de él, lenta y suavemente,
pompaduresco, no sin alguna afectación, á causa como midiendo sus pasos. Su capa formada de pie-
del singular parecido con la favorita de Luis XV. les niveas como las plumas de los cisnes, no sujeta
Todos los miércoles, Andrés Sperelli tenia un por el broche, le cubría el cuerpo y se lo abandona-
puesto reservado en la me3a de la marquesa. Un ba en torno al busto, dejando al descubierto los
martes, por la noche, en un palco del teatro Valle, hombros. El descote emergía, pálido como el marfil
la marquesa la había dicho, riencte: pulido, y un surco mórbido dividía las espaldas; los
—Cuida de no faltar mañana, Andrés. Tenemos omoplatos se perdían dentro de los encajes del bus-
entre los invitados una persona interesante, más to marcando una curva fugaz, cual dulce declina-
bien fatal. Prevente por si acaso, contra el male- ción de alas; sobre los hombros desarrollábase ágil
ficio... Tú estás en un momento de debilidad. y redondo el cuello, y sus cabellos, como retorcidos
Y él le había contestado, riendo también: en espiral y replegados desde la nuca á la coronilla,
formaban allí un nudo bajo el freno de las horqui- de presentación entre vosotros dos. Primo Sperelli,
llas guarnecidas de piedras preciosas. inclináos ante la divina Elena.
Aquella harmoniosa ascensión de la dama desco- Andrés se inclinó profundamente. La duquesa le
nocida daba á los ojos de Andrés un deleite tan ofreció la mano, con un gentil y gracioso gesto, mi-
vivo, que se detuvo un instante, para admirarla, en rándolo en los ojos.
el primer rellano de la escalera. El arrastrar de la —Mucho me place el veros, conde. Me ha hablado
luenga cola del vestido producía sobre los peldaños tanto de vos, en Lucerna, el pasado estío, un amigo
un fuerte rumor. El criado caminaba detrás, no so- vuestro, Julio Musellaro, que estaba, lo confieso, un
bre los pasos de su señora á lo largo de la guía de poco curiosa de conoceros... Musellaro también me
rojo tapiz, sino á un lado, á lo largo de la pared, dió á leer vuestra rarísima y preciosa Fábula de
con una irreprochable compostura. El contraste en-
llermafrodito y me regaló vuestra agua fuerte del
tre aquella magnífica criatura y este rígido autó-
Sueño, una prueba de vuestro talento y cultura; un
mata era cosa singular. Andrés sonrió.
tesoro. Tenéis en mi una admiradora cordial. Acor-
En la antecámara, mientras el criado recogía el dáos.
abrigo, la dama lanzó una mirada rapidísima al jo- Hablaba pausadamente. Teníala voz tan insinuan-
ven que entraba. Este oyó anunciar: te qué casi producía la sensación de una caricia ca-
—¡Su Excelencia la duquesa de Scerni! sual; y tenía esa mirada involuntariamente amorosa
Y poco después: y voluptuosa que turba á todos los hombres y en-
—El señor conde Sperelli-Fieschi d' Ugenta. ciende de improviso la hoguera de los deseos.
Y le complació en extremo que su nombre fuese Un Criado anunció:
pronimciado casi uuido al de aquella mujer. —¡El caballero Sakumi!
En el salón estaban ya el marqués y la marquesa Y apareció el octavo y último comensal.
d-' Ateleta, el barón y la baronesa d' Isola, y don Era un secretario de la legación japonesa, peque-
Felipe del Monte. El fuego ardía en la chimenea; ño de estatura, amarillento, con los pómulos salien-
algunos divanes estaban dispuestos al alcance de
tes, con los ojos largos y oblicuos venados de san-
los rayos calóricos; cuatro plátanos de largas hojas
gre, sobre los cuales batían de continuo los párpa-
venados de sangre se extendían sobre los bajos res-
dos. Tenía el cuerpo demasiado grueso, á propor-
paldos.
ción de las piernas demasiado delgadas, y camina-
La marquesa adelantóse al encuentro de los re- ba con las puntas de los pies hacia adentro, como
cién llegados, diciéndoles con la sonrisa inextin-
si una faja ó cinturón le oprimiese fuertemente las
guible:
nalgas. Las faldas de su túnica eran demasiado lar-
—Por amabilidad del acaso, no hay ya necesidad gas y abundantes; su pantalón hacía muchos plie-
gues; su corbata ostentaba asaz visiblemente las se- puesto en pie delante de ella.—En la escalera,
ñales de una mano inexperta. Parecía un daimlo sa- mientras os miraba subir, en el fondo de mi memo-
cado fuera de una de esas armaduras de hierro y ria se despertaba un recuerdo confuso, obscuro, in-
de loza que semejan conchas de crustáceos mons- distinto, algo que tomaba forma siguiendo el ritmo
truosos y metidos después en los vestidos de un po- de vuestra ascensión,como una imagen que naciera
sadero occidental. Pero, á pesar de su grosera figu de un aire musical... No he llegado á obtener lím-
ra. tenía una expresión aguda y maliciosa, una es- pido el recuerdo; pero cuando os habéis vuelto hacia
pecie de irónica finura en los ángulos de la boca. m i , he sentido que vuestro perfil tenía una induda-
En medio del salón se inclinó reverentemente. Su ble correspondencia con aquella imagen. No podía
gibus le cayó de plano. ser una adivinación; era, pues, un obscuro fenóme-
La baronesa de Isoia, una rubia chiquitína, con no de la memoria. Estoy cierto de haberos visto
la frente enteramente cubierta de rizos, graciosa y otra vez. ¡Quién sabe! Quizás en un sueño, tal vez
melindrosa como una joven mona, dijo con su voz en una creación de arte, quizá también en un mun-
chillona. do diferente, en una existencia anterior...
—¡Venid aquí, Sákumi, aquí, junto á mi! Y pronunciando estas últimas frases, demasiado
El caballero japonés avanzaba multiplicando sus sentimentales y quiméricas, Andrés se puso á reir
sonrisas y reverencias. franca y abiertamente, como para prevenir una
—¿Veremos esta noche á la princesa Issé?—le sonrisa incrédula ó irónica de la dama.
preguntó doña Francisca d' Ateleta, que compla- Elena, al contrario, permaueció grave. «¿Escu-
cíase en reunir en sus salones los más extravagan- chaba ó pensaba en otro? ¿Aceptaba aquella espe-
tes ejemplares de la colonia exótica de Roma, por cie de declaración ó quería con su seriedad burlar-
amor á la variedad pintoresca. se de él y divertirse á sus expensas? ¿Creía, acaso,
El asiático hablaba una lengua bárbara, apenas secundar la obra de seducción iniciada por él tan
inteligible, mezcla de inglés, de francés y de ita- solícitamente ó se encerraba en la indiferencia ó en
liano. el silencio indolente? ¿Era ella, en suma, una mujer
Todos hablaban á la vez. Era casi un coro de vo- para él accesible ó inexpugnable?»
ces, en medio del cual, de vez en cuando, se eleva- Andrés, perplejo, interrogaba al misterio. A cuan-
ban las risas frescas de la marquesa, como surtido- tos tienen la costumbre de la seducción, especial-
res de plata. mente á los temerarios, les es conocida esa perple-
—Estoy cierto de haberos visto otra vez; no re- jidad que algunas mujeres excitan callando.
cuerdo donde, no sé cuando, pero ciertamente que Un criado abrió la gran puerta que comunicaba
QS he visto,—decía Andrés Sperelli á la duquesa, con el comedor.
La marquesa pasó su brazo por debajo del de candelabros, así como la moda del finísimo y agudo
don Felipe del Monte, y dió el ejemplo. Los demás vaso de Murano lácteo'y cambiante como el ópalo,
la imitaron y la siguieron. conteniendo una sola orquídea y colocado entre los
—Vamos,—dijo Elena. varios búcaros y jarrones delante de cada convi-
Pareció á Andrés que ella se apoyase sobre su dado.
brazo con un poco de abandono. «¿No era una ilu- —Flor diabólica,—dijo doña Elena Muti cogien-
sión de su deseo? Tal vez sí.» Quedaba en la duda;
»n
do el vaso de cristal y observando de cerca la or-
pero, á cada instante que pasaba, sentíase conquis- quídea sanguinaria y deforme.
tado más íntimamente por el dulcísimo hechizo; á Tenía la voz tan rica de sonido que aun las pala-
HP
i cada momento sentía acrecer la ansiedad de pene- bras más vulgares y las frases más comunes pare-
| trar en el ánimo de aquella mujer.
—¡Primo, aquí!—dijo doña Francisca designán-
cían tomar en su boca no se qué significado oculto,
no sé qué misterioso evento y qué gracia nueva y
I
Í 1 dole el puesto que debía ocupar. especial. Del mismo modo que el rey frigio conver-
En la mesa oval, se hallaba colocado nuestro jo- tía en oro cuantos objetos tocase con su mano.
ven conde entre el barón a' Isola y la duquesa de —Flor simbólica, entre vuestros dedos,—murmu-
Scerni, teniendo enfrente al caballero Sakumi. Este ró Andrés, mirando á la dama, que en aquella acti-
estaba entre la baronesa d l Isola y don Felipe del tud estaba superadmirable.
\ Monte. El marqués y la marquesa ocupaban las ca-
beceras, ó sitios de honor. Sobre la mesa centellea-
La duquesa vestía un traje de color cerúleo bas-
tante pálido, sembrado de lunares plateados que
ban las porcelanas, la vajilla de plata, los cristales brillaban por entre los niveos encajes antiguos de
y las flores. Burano, de un blanco indefinible, con un ligero ma-
Pocas eran las damas que podían rivalizar con tiz claro, pero tan ligero, que apenas se percibía.
la marquesa Ateleta en el arte de dar comidas. Más La flor, casi sobrenatural, como generada por un
cuidado ponía ella en la preparación de una mesa maleficio, ondulaba sobre su tallo, fuera de aquel
que en su tocado. Su exquisito gusto se revelaba y frágil tubo que seguramente el artífice había forma-
aparecía eií los menores detalles, y ella era, en do con un soplo en una gema líquida.
verdad, la soberana árbitra de la elegancia convi- —Pues, yo prefiero las rosas,—dijo Elena, depo-
vial. Sus fantasías y sus refinamientos se propaga- sitando sobre la mesa la orquídea, con un gesto de
ban por todas las mesas de la nobleza romana. Ella repulsión que contrastaba con su precedente movi-
había sido la que en aquel invierno había introdu- miento de curiosidad.
cido la moda de las cadenas de floressuspendidas de Después, se mezcló en la conversación general.
un extremo á otro de la mesa, entre los grandes TOMO I 6
Doña Francisca hablaba de la. última recepción ción que la producía la proximidad de la mujer,
en la embajada de Austria. que empezaba á amar. La fatal costumbre del aná-
lisis, le incitaba como siempre, y le impedía olvi-
—¿Visteis á la señora de Cahen?—le preguntó
darse como siempre pero toda tentativa era casti-
Elena.—Llevaba un vestido de tul amarillo adorna-
gada, como la curiosidad de Psiquis,por el aleja
do de una infinidad decolibriscon los ojos de rubíes.
miento del amor, por la ofuscación del objeto de
Una magnífica pajarera ambulante... ¿Y á lady
seado, por la cesación del placer. ¿No fuera mejor,
Ouless, la visteis? Llevaba un traje de tarlatana
quizá, abandonarse ingenuamente á la primera é
blanca, sembrado todo de algas marinas y de no sé ?
inefable dulzura del amor naciente?
qué clase de peces rojos, y sobre sus algas y sus
peces una segunda túnica de tarlatana verdemar. El vió á Elena en el acto de mojar sus labios en
¿No la visteis? Un acuario de bellísimo efecto... . un vino dorado como una miel líquida, y, escogiendo
Y tras esta pequeña maledicencia, ella reía con entre los vasos que tenía al alcance de su mano, el
una risa franca y cordial, que le producía un ligero , en que el criado había vertido un vino igual, bebió
temblor en la parte inferior de la barba y en la na- :„ con Elena. Ambos, á un mismo tiempo, posaron so-
riz. Ante aquella volubilidad incomprensible, An- j bre el mantel su vaso de cristal. La simultaneidad
drés permanecía todavía en duda. Aquellas frivoli- | del acto hizo volver á ella hacia él, y aquella mira-
dades y maledicencias salían de los mismos labios i da los encendió á los dos, bastante más que el sor-
que poco antes, al pronunciar una frase sencillísi- bo de vino.
ma habíanle turbado en lo más íntimo de su esen- * —¿No habláis?—preguntóle Elena, con una afec-
cia; salían de la misma boca que hacía poco, callan- « tación de ligereza que alteraba un poco su faz.—
do, habíale parecido la boca de la Medusa de Leo- j Tenéis fama de ser un exquisitísimo hablador...
nardo; humana flor del alma divinizada por la lla- ¡Veamos, pues; desatad vuestra lengua; despertáos!
ma de la pasión y de la angustia de la muerte. —¡Ah! ¡primo, primo!—exclamó doña Francisca,
con acento de conmiseración, mientras don Felipe
«¿Cuál era, pues, la verdadera esencia de aque- ,
del Monte murmuraba algunas palabras en su oído.
lia criatura? ¿Tenía ella percepción y conciencia de i
su metamorfosis constante, ó era impenetrable é | Andrés se sonrió, y exclamó:
incomprensible á sí misma, permaneciendo fuera y | —¡Caballero Sakumi! nosotros somos aquí los ta-
excluida de su propio misterio? ¿Cuánto artificio y citurnos. ¡Alegrémonos!
cuanta espontaneidad entraban en sus expresiones ; Al asiático le brillaron de malicia los largos ojos,
y manifestaciones?» más encarnados todavía sobre el rojo obscuro de
sus pómulos, encendidos por el ardor de los vinos.
La necesidad de conocer y descifrar aquel «enig-§ Hasta aquel momento había contemplado á la du-
ma viviente» lo atormentaba aún, entre la delecta-
68 GABRIEL D' ANNUNZIO semicerrados con una de esas miradas indefinibles
quesa de Scerni, con la expresión estática de un de mujer que parecen absorber y casi diríamos be-
bonzo en presencia de la divinidad. Su larga faz ber del hombre preferido todo lo que en él hay de
que parecía arrancada de una página clásica del más amable, más deseable, más deleitable, todo lo
gran caricaturista O-Kou-sai, bermejeaba como una que en él ha despertado esa instintiva exaltación
luna de Agosto, entre las cadenas de flores. sexual, de la que nace la pasión. Sus larguísimas
—Sakumi—añadió en voz baja Andrés, ioclinán- 1 pestañas velaban el iris inclinado hacia el ángulo
dose hacia Elena—está enamorado. , de la órbita y el blanco de sus ojos flotaba en una
—¿De quién? * especie de luz líquida, un poco azulada: un temblor
—De vos. ¿No os habías percibido, todavía? casi imperceptible movía su labio inferior. El rayo
—No. de su mirada parecía ir directamente á la boca de
—Miradle. Andrés, como á la más deseada y dulce cosa.
Elena volvió la cabeza. Y la amorosa contempla- f Elena Muti, con efecto, estaba seducida por aque-
ción del daimio disfrazado le provocó una risa tan lla boca. Pura de forma, encendida de color, llena
burlona y poco disimulada, que aquél se sintió he- de sensualidad, con una expresión un poco cruel
rido en su amor propio y quedó visiblemente hu- cuando estaba cerrada, aquella boca juvenil recor-
millado. daba por una singular semejanza el retrato del gen-
—Tomad—dijo ella para compensarle, y arran- tilhombre desconocido que hay en la galería del
cando de la guirnalda una camelia blanca, la ofre- i palacio de los Borgias, la profunda y misteriosa
ció al enviado del Sol Levante.—Buscad una compa- obra de arte en la que las imaginaciones fascinadas
ración en mi alabanza. han creído reconocer la imágen del divino César
El asiático llevó la camelia á sus labios, con un Borgia pintada por el divino Sanzio. Cuando los la-
gesto cómico de devoción. bios se abrían á una sonrisa, aquella expresión des-
—¡Ah! ¡ah! Sakumi,—dijo la pequeña baronesa de aparecía, y los blancos dientes, cuadrados iguales,
Isola—¡me sois infiel! de un brillo y una pureza extraordinarios, ilumina-
ban una boca tan fresca y alegre como la de un
El aludido diplomático balbuceó algunas pala- 9
niño.
bras, encendiéndosele aún más el rostro.
Todos rieron, sin freno, como si aquel extranjero Apenas Andrés se volvió, Elena retiró su mirada;
hubiese sido invitado precisamente para ser objeto pero no tan presto que el joven no recogiese el re-
de diversión entre sus contertulios. Y Andrés, rien- lámpago. Y tuvo una alegría tan fuerte que sintió
do, se volvió hacia Elena. subirla una llamarada á las mejillas.—«¡Ella me
Esta, con la cabeza levantada y un poco echada quiere! Ella me ama,—pensó, con gran contento
atrás, miraba furtivamente los párpados al joven, :
Elena quedó un poco pensativa. Pero, pronto se
ante la certidumbre de tener ya conquistada á la lanzó de nuevo en la conversación general con una
rarísima criatura. Y también pensó: «Es un placer vivacidad aún mayor, prodigando los chistes y las
no experimentado jamás.» risas y haciendo centellear sus dientes y sus pala-
En efecto, hay ciertas miradas de mujer que el bras. Doña Francisca murmuraba un poco de la
hombre amante no cambiaría por la completa pose- princesa de Ferentino, no sin finura, aludiendo á su
sión de su cuerpo. Quien no haya visto encenderse reciente y escabrosa aventura con Juanita Daddi.
en unos ojos límpidos el fulgor de la primera llama- —A propósito,—dijo el barón de Isola—la Feren-
rada de ternura, no conoce la más alta de las feli- tino anuncia para la Epifanía otra tómbola de be-
cidades humanas. Después de ésta, ningún otro neficencia. ¿No sabíais nada, todavía?
momento de alegría igualará á aquel instante de —Yo soy una de las patrocinadoras—contestó
suprema dicha. Elena Muti.
Elena preguntó, mientras en torno de ellos la con- —Pues sois una patrocinadora preciosa—observó
versación hacíase más viva: don Felipe del Monte, un hombre cuarentón, casi
—¿Permaneceréis en Roma todo el invierno? completamente calvo, sutil aguzador de epigramas,
—Todo el invierno, y más—contestó Andrés, á que llevaba sobre su rostro una especie de máscara
quien aquella simple pregunta parecióle encerrar socrática donde el ojo derecho centelleaba móvilí-
una promesa-de amor. simo por mil diversas espresiones y el izquierdo
—¿Tenéis, pues, una casa? permanecía siempre inmóvil y fijo, casi vitrificado
—Casa Zuccari: domus aurea. bajo un lente redondo, como si el uno sirviera para
—¿En la Trinidad de Monti? ¡Cuán feliz sois! expresar y el otro para ver.—En la venta de Mayo,
—¿Por qué feliz? recibisteis un lluvia de oro.
—Porque habitáis en un sitio por mi predilecto. —¡Ah! ¡la feria de Mayo! Una locura—exclamó
—Hay recogida alli, es verdad, como una esen- la marquesa de Ateleta.
cia en un frasco, toda la soberana dulzura de Roma. Los criados escanciaban en las copas vino hela-
—Es muy cierto. Entre el obelisco de la Trini- do de Champagne.
dad y la columna de la Concepción está suspendido —Te acuerdas, Elena—añadió la marquesa.—
en ex voto un corazón católico y pagano. Nuestras tiendas estaban próximas.
Ella, rió su frase. El tenía pronto á salir de sus —¡Cinco luises por sorbo! ¡Cinco luises por boca-
labios un madrigal dedicado á aquel corazón sus- do!—se puso á gritar don Felipe, imitando por jue-
pendido; pero no lo pronunció. Le disgustaba pro-j go la voz de un pregonador.
longar el diálogo sobre aquel tono falso y ligero y La Muti y la Ateleta reían.
disipar así su intimo goce, y, por ello, prefirió ca-
llarse.
72 GABRIEL D' ANNDNZIO
—Ya, ya, es verdad. Vos iniciabais el pregón Fe- cuando, casi siempre mal de su grado, emitía una
lipe—dijo doña Francisca.—Lástima que tú *no es- especie de risa seca que parecía el chirrido de una
tuviéses, primo mío. Por cinco luises hubieras co- maquinita enmohecida que llevase dentro del pe-
mido un fruto señalado antes por mis dientes y por cho.
otros cinco luises habrías bebido Champagne en el —Hubo un momento,—añadió Elena—en que el
cuenco de las manos de Elena. precio del sorbo llegó á diez luises. ¿Entendéis? Y,
—¡Qué escándalo!—interrumpió la baronesa de por último, aquel loco de Galeazzo Secinaro vino á
Isola, con un visaje de horror. ofrecerme un billete de quinientas liras á cambio de
—¡Ab, Mary! ¿Y tú no vendiste los cigarrillos en- que yo me secase las manos en su barba rubia...
cendidos antes por tí, y muy humedecidos por tus El final de la comida era, como siempre en casa
labios?—dijo doña Francisca, siempre riendo. d'Ateleta, esplendidísimo; poique el verdadero lujo
Y don Felipe: de una mésa está en el dessert, (los postres). Mil
—Yo vi algo mejor, aún. Leoncio Lanza obtuvo cosas exquisitas y sanas deleitaban la vista no me-
de la condesa de Súcoli por no sé cuanto, un ciga- nos que el paladar, dispuestas con sumo arte en
rro de la Habana que ella había tenido guardado platos de cristal guarnecidos de plata. Las guirnal-
bajo el sobaco... das entretegidas de camelias y de violetas se cur-
—¡Qué horror!—interrumpió de nuevo, cómica- vaban entre los pampanosos candelabros del siglo
mente, la pequeña baronesa. xvm animados por faunos y por ninfas. Y, sobre
—Toda obra de caridad es santa—observó sen los tapices que cubrían las paredes, los faunos y las
tenciosamente la marquesa.—Yo, á fuerza de boca- ninfas y las demás lindas y encantadoras figuras de
dos en las frutas, recogí cerca de doscientos luises. aquella mitología arcadia, y los Silvandros, los Fi-
—¿Y vos?—preguntó á Elena, sonriendo con pe- lis y las Rosalindas, animaban con su ternura uno
na.—¿Y vos, con vuestra copa carnal, cuánto reco- de esos inspirados y claros paisajes grises que sa-
gisteis? lieron de la fantasía de Antonio Wateau.
—Yo, doscientos setenta. La ligera excitación erótica que se apodera del
Asi chanceaban todos y se burlaban de los au- espíritu al final de una comida adornada de mujeres
sentes, á excepción del marqués. Este Ateleta era y de flores, revelábase en las palabras y en los re-
un hombre ya viejo, afligido por una sordera incu- cuerdos de aquella feria de Mayo, donde las damas
rable, muy luciente de cosméticos, muy pintado de empujadas por una emulación ardiente á recoger la
un color rubio, artificial de la cabeza á los pies. mayor suma posible en su oficio de vendedoras, ha-
Parecía uno de esos personajes figurados que se bían atraído y estimulado á los compradores con
ven en los gabinetes de figuras de cera. De vez en inaudita temeridad.
74 GABRIEL D' ANNUNZIO EL PLACER 75
—¿Aceptasteis?—preguntó Andrés Sperelli á la ¿Cuántos recuerdos conserva, de la carne y del
duquesa. alma?
—Sacrifiqué mis manos á la Beneficencia—con- El corazón se la hinchaba como de una ola amar-
testó ella, sonriendo y semiruborosa.—¡Veinticinco ga, en cuyo fondo y para siempre hervía aquella su
luises más para los pobres! tiránica intolerancia de toda posesión imperfecta.
—All thc perfumes, of Arabía ivill not sweeten Y no sabía separar sus ojos de las manos de Elena.
this littlé hand...—murmuró el joven conde. En aquellas manos incomparables, mórbidas y
Y él reía, repitiendo las palabras de lady Mac- blancas, de una transparencia ideal, marcadas de
beth. Magüer en lo más intimo de su sér experi- una trama de venas blancas apenas visibles; en
mentase un sufrimiento confuso, un tormento no aquellas palmas un poco cóncavas y sombreadas
bien definido, que semejaba al que producen los ce- de rosa, donde un quiromántico hubiera encontra-
los en un alma enamorada. Se le aparecía, de im- do obscuras líneas, habían bebido diez, quince,
proviso, aquel no sé qué de excesivo y casi diré veinte hombres, uno tras otro, á precio de oro. El
cortesano, que en aquel momento ofuscaban las vela las cabezas de aquellos hombres desconocidos
grandes maneras, los exquisitos modales de la no- inclinarse y sorber el vino. Y Galeazzo Secinaro
ble dama. En ciertos tonos de la voz y de la risa, era uno de sus amigos: hermoso y gallardo joven,
en ciertos gritos, en ciertas actitudes, en ciertas imperialmente barbudo como un Lucio Vero, rival
miradas, eíla exhalaba, quizás involuntariamente, temible.
su encanto demasiado afrodisiaco. Ella dispensaba
con demasiada felicidad el goce visual de sus gra- Entonces, bajo la excitación de aquellas imáge-
cias. A cada momento, á la vista de todos, quizá in- nes, la concupiscencia le acreció tan fiera y le in-
voluntariamente, adoptaba una movilidad, tomaba vadió una impaciencia tan tormentosa que el final
uña actitud ó una expresión que en la alcoba hu- de la comida le parecía no llegar jamás. «En esta
biera hecho temblar á su amante. Cada uno de sus misma noche, yo obtendré de ella una promesa»,
admiradores, al contemplarla, hubiera podido ro- pensó. Una ansiedad interior lo atormentaba como
barla una chispa, un destello de placer, podía en- quien tema que haya de perder un bien deseado por
volverla de pensamientos impuros, podía adivinar otros mucho rivales. Y la incurable é insaciable
sus secretas caricias. Ella parecía creada, en ver- vanidad le representaba la embriaguez de la vic-
dad, tan sólo para el ejercicio del amor; y el aire toria. Cierto que, cuanto más envidiado y deseado
que ella respiraba estaba siempre encendido por es por los demás el objeto que un hombre posee,
los deseos suscitados en torno de ella. tanto más su poseedor goza y so siente orgulloso.
En esto precisamente está el atractivo de las muje-
«¿Cuántos la han poseído?» — pensó Andrés. res de teatro. Cuando los aplausos del público re-
suenan en la sala y en la escena y llamean los de-
seos en los ojos de los entusiastas y admiradores, en uno de los extremos, sostenía en el pico levan-
aquellos que son los únicos que reciben la mirada tado un plato suspendido de tres cadenillas como el
y la sonrisa de la diva se sienten embriagados por de una balanza: y ese plato contenía un libro nue-
el orgullo y la vanidad, como por una copa de vino vo y un pequeño sable japonés, un ivahi-zash!,
demasiado fuerte que perturba ó extravía la razón. adornado de crisantemas de plata en la vaina, en
—Tú que eres una innovadora—decía la Muti á el puño y en la guarnición.
doña Francisca, mientras bañaba su dedo en el Elena cogió el libro que estaba cortado en su mi-
agua tibia de un vaso de cristal azul orlado de pla- tad; leyó el título, y lo volvió á dejar en el plato,
ta—debieras resucitar la costumbre de dar el agua que á su peso onduló. El sable cayó al suelo. Ella y
para lavarse las manos, al abandonar la mesa, con Andrés se inclinaron, á la vez, para recogerlo, y
la jofaina y la fuente de otros tiempos. Este moder- sus manos se encontraron. Ella se incorporó presu-
nismo es algo sucio. ¿No os parece, Sperelli? rosa y examinó la rica y preciosa arma curiosa-
Doña Francisca se levantó. Todos la imitaron. mente, y la retuvo entre sus manos mientras An-
Andrés ofreció el brazo á Elena, inclinándose ga- drés la hablaba de aquel nuevo libro, que era una
lantemente, y ella lo miró, sin sonreír, mientras novela recientemente publicada que trataba argu-
posaba su brazo desnudo con negligencia y aban- mentos generales de amor.
dono sobre el de su galanteador. Las últimas pala- —¿Por qué permanecéis tanto tiempo alejado del
bras habían sido alegres y ligeras; su mirada, al gran público? — preguntó ella.—¿Habéis jurado,
contrario, era tan grave y profunda que el joven se acaso, fidelidad al «ejemplar veinticinco?»
sintió lacerar el alma. —Si, para siempre. Mi sueño, es, hoy, el «ejem-
—¿Iréis mañana á la noche al baile de la emba- plar único» para ofrecer á la «mujer única,.» En
jada de Francia?—preguntó ella. uno sociedad democrática como la nuestra, el artí-
—¿Y vos?—preguntó á su vez Andrés. fice de prosa ó de verso debe renunciar á todo be-
—Yo, sí. neficio que no sea de amor. El lector verdadero no
—Pues, yo también. es ya quién me compra, sino quien me ama; y mi
Sonrieron, como dos amantes; y, al sentarse ella lector verdadero es, pues, la dama benévola. El
añadió: laurel no sirve para otra cosa que para atraer al
—Sentáos. mirto...
El diván estaba apartado de la chimenea, próxi- —Más, ¿y la gloria?
mo á la cola del piano que cubría, en parte, los ri- —La verdadera gloria es postuma, y por tanto,
cos pliegues de una estofa. Una grulla de bronce, no gozable. ¿Qué me importa tener, por ejemplo,
cien lectores en la isla de los Sardos, y otros diez
en Empoli y cinco, supongamos, en Orvieto? ¿Y qué sionarles juntos rápidamente. Ni uno ni otro tenían
voluptuosidad me producé ser conocido como el conciencia, ni se daban cuenta de esta rapidez. Al
confitero Tizio ó el perfumista Caio? Yo, autor, cae- cabo de dos ó tres horas de haberse visto y cono-
ré en presencia de la posteridad armada, como me- cido por primera vez, ya el uno se entregaba al
jor podré; pero yo, hombre, no deseo otra corona otro en espíritu, y la recíproca rendición les pare-
de triunfo que una... de hermosos brazos desnudos. cía natural.
Y miró ios brazos de Elena, descubiertos hasta
Tras un corto lapso de silencio, ella dijo, sin mi-
los hombros. Eran tan perfectos en su estructura y
en la forma, que recordaban la semejanza florenti- rarle:
na del vaso antiguo «de mano del buen maestro,» —Sois muy joven, conde. ¿Habéis amado ya mu-
y así debían ser «los de Palos delante del pastor.» cho?
Sus lindos dedos vagaban sobre las cinceladuras A esta pregunta, respondió Andrés con esta otra:
del arma, y sus lucientes y rosadas uñas, parecían —¿Creéis, vos, que haya más nobleza de ánimo
continuar la finura de las gemas que adornaban
y de arte en imaginar, en una sola y única mujer,
los dedos.
todo el Eterno femenino, ó más bien, que un hom-
—Vos, si no me engaño, duquesa,—dijo Andrés, bre de espíritu sutil é intenso, deba recorrer todos
envolviéndola en una mirada llameante;—debéis los labios que por su boca pasan, como las notas de
tener el cuerpo de la Danae del Correggio: Lo pre- un clavicordio ideal, hasta encontrar el Do sublime
y alegre?
siento, lo adivino, lo veo, por la forma de vuestras —Yo no sé. ¿Y vos?
manos. —Ni aún yo mismo sé resolver esa gran duda
. —¡Oh, Sperelli! sentimental. Pero, por instinto, he recorrido el cía
—¿No imagináis, vos, por la forma de la flor, la vicordio; y temo mucho haber encontrado, por fin,
figura entera de la planta? Vos sois, ciertamente, el Do, á juzgar por el presentimiento interior.
como la hija de Acrisio, que recibe la lluvia de oro; —¿Lo teméis?
no aquella de la feria de Mayo, ¿eh? ¿Conocéis el —Je crains ce que f espere.
cuadro de la galería Borgia? Andrés hablaba con naturalidad ese lenguaje
—Lo conozco. amauerado, casi atenuando con el artificio de sus
—Pues, bien; ¿me he engañado? palabras la fuerza de su sentimiento. Y Elena se
—Basta, Sperelli; os lo ruego. sentía coger como en una red, y atraer fuera de la
—¿Por qué? vida que movíase á su alrededor, por aquella voz
Ella calló. Ambos sentían, en aquellos momentos, dulce y meliflua.
estrecharse el círculo que debía encerrarles y apri- —Su Excelencia la princesa de Micigliano —
anunció un criado. ,^ &" ' -
—¡El señor conde de Gissi!
—¡La señora Chrysoloras!
—El señor marqués y la señora marquesa de
Massa d' Albe.
Los salones se iban poblando. Largas colas lu-
cientes y rumorosas arrastraban sobre el tapiz pur-
pureo; fuera de los cuerpos constelados de diaman-
tes, recamados de perlas, adornados con flores,
emergían las turgentes y desnudas espaldas; los to-
cados centelleaban casi todos en aquellas maravi-
llosas joyas hereditarias, que hacen envidiable la
nobleza de Roma.
—¡Su Excelencia la princesa de Ferentino!
—¡Su Excelencia el duque de Grimiti!
La maledicencia y la galantería íbanse reunien-
do ya en diversos grupos, y formando diversos y
variados círculos. El grupo mayor, compuesto ex-
clusivamente de hombres, estaba cerca del piano,
en torno de la duquesa de Scerni, que se había
puesto de pie para defenderse de aquella especie
de asedio. La Ferentino se acercó á saludar á su
amiga con un reproche.
—¿Por qué no has venido hoy á casa de Nini
Santamarta? Te esperábamos.
La primera era alta y delgada, con dos extraños
ojos verdes, que parecían ocultarse en el fondo de
sus órbitas obscuras. Vestía de negro, con un des-
cote puntiagudo. Sobre el pecho y sobre la espalda,
llevaba prendida de los cabellos de un rubio ceni-
ciento, una gran media luna de brillantes, á seme-
janza de Diana, y agitaba un gran abanico de plu-
mas encarnadas, con ademanes bruscos y repen-
Bajaban an aliando.
tinos.
EL PLACEE 81
Ííini va esta noche á casa de la señora Van
Huffel.
—También yo iré más tarde, un rato,—(lijo la
Muti.—Allí la veré.
¡Oh, Ugenta!—dijo la princesa, volviéndose ha-
cia Andrés—Os buscaba para recordaros vuestra
c i t a . Mañana es jueves. La almoneda del cardenal

Iinmenraet empieza mañana, á mediodía. Venid á


buscarme á la una.
—No faltaré, princesa.
—Quiero obtener, á toda costa, aquel cristal de
roca.
—Tendréis algunas competidoras.
—¿Quién?
—Mi prima.
—¿Y después?
—Yo,—dijo la Muti.
En torno de ellos, los caballeros pedían explica-
ciones.
Andrés Sperelli anunció solemnemente:
—Una contienda de Damas del siglo xix, por un
cristal de roca que ha pertenecido ya á Nicolás
Niccoli, sobre cuyo vaso está grabado el troyano
Auquises, que quita una de las sandalias á Venus
Afrodita.
Y siguió anunciando:
—El espectáculo se ofrecerá gratis, mañana,
después de la primera hora del meridiano, en la
sala de ventas públicas de la vía Sixtina. La con-
tienda tendrá lugar entre la princesa de Ferentino,
la duquesa de Scerni y la marquesa de Ateleta.
TOMO I 6
Todos rieron al oir este bando. —¿No le habíais visto hasta ahora?—le preguntó
El duque de Grimiti preguntó: Andrés.
—¿Son licitas las apuestas? —Si.
P ^-¡La cote! ¡La cote!—se puso á vocear don Fe- —Cuando estábamos sentados cerca del piano,
lipe del Monte, imitando la voz estridente del book- él, desde él vano de una ventana; miraba continua-
maker Stubbs. mente vuestras manos, que jugaban con un arma
La Ferentino le dió un golpe sobre la espalda de su país, destinada á cortar las páginas de un li-
con su abanico encarnado. Pero la ocurrencia fué bro occidental.
aplaudida y aceptada , y las apuestas empezaron. —¿Hace poco?
Como del grupo partían risas y voces, poco á poco —Poco há, sí. Quizás él pensaba: «Dulce cosa ha-
otras damas y otros gentilbombres se aproximaron cer litíria-kiri con un pequeño sable adornado de
para tomar parte en la hilaridad. La noticia de la crisantemas, que parecen florecer de la laca y del
contienda se esparcía.rápidamente, tomaba las pro- hierro al contacto de sus lindos dedos.»
porciones de un acontecimiento mundano; ocupaba Ella no sonrió. Sobre su faz estaba extendido un
todos los alegres espíritus. velo de tristeza y de sufrimiento; sus ojos pare-
—Dadme el brazo y demos una vuelta,—dijo do- cían velados por una sombra más obscura, vaga-
ña Elena Muti á Andrés. mente iluminados bajo los párpados, como por el
albor de una lámpara; una expresión doliente se
Cuando estuvieron lejos del grupo, en el salón
marcaba en los ángulos de su boca. Tenía el brazo
contiguo, Andrés, estrechando el brazo de su da-
derecho abandonado á lo largo del vestido, soste-
ma, murmuró: niendo en la mano el abanico y los guantes. No'
—Gracias. tendía ya la mano á los que le saludaban y la cum-
Ella se apoyaba en él, deteniéndose á cada paso plimentaban, ni daba, tampoco, oídos á ninguno.
para contestar á los saludos. Parecía un poco can-
-—¿Qué tenéis, ahora?—le preguntó Andrés.
sada y estaba pálida como las perlas do su collar.
Al pasar, todos los elegantes jóvenes le dirigían un —Nada. Es preciso que vaya á casa de la Van
cumplimiento vulgar. Huffel. Conducidme á saludar á Francisca, y des-
—Esta estupidez me sofoca,—dijo ella. pués, acompañadme hasta mi carruaje.
Al volverse, vió á Sakumi que la seguía, llevando Tornaron al primer salón. Luís Gulli, un joven
la camelia blanca en el ojal, silencioso, con los ojos maestro venido de la Calabria natal, en busca de
enternecidos, sin atreverse á acercarse. Le envío fortuna, moreno y crespo como un árabe, ejecutaba
una sonrisa de misericordia. con mucha almalasonata en do diesis menor, de Lu-
—¡Pobre Sakumi! do vico Beethoven. La marquesa df Atele ta, que era
Casi oprimida por el impetuoso deseo" del joven,
una de sus protectoras, estaba en pie, junto al pia- I Elena, se volvió un poco para mirarle, sonriéndole
no, mirando al teclado. Poco á poco,, la música gra- con una sonrisa tan tenue, casi diríamos tan inma-
ve y suave, atraía y enlazaba en sus círculos todos terial, que no pareció expresada por un movimien-
aquellos ligeros espíritus, como un gorjeo tardo, to de sus labios, sino más bien una irradiación del
pero profundo. alma por los labios, mientras que sus ojos perma-
¡Beethoven!—dijo Elena, con un acento casi i necían siempre tristes y como perdidos en la lonta-
nanza de un sueño interior. Aquellos ojos, eran ver-
religioso, deteniéndose y soltando su brazo del de
daderamente los ojos de la Noche, tan envueltos en
Andrés. sombra, como para una Alegoría hubiéralos podido
Así quedó escuchando, con gran atención, en pie, imaginar Leonardo de Vinci, después de haber vis-
cerca de uno de los plátanos, en tanto que, tenien- to en Milán á Lucrecia Crivelli.
do el brazo izquierdo, se calzaba un guante, con
extrema lentitud. En esta actitud, el arco de sus ri- Y, durante el segundo que duró aquella sonrisa,
ñones aparecía más esbelto; la sombra de la planta Andrés se sintió sólo con ella, en medio de la mul-
velaba, y casi diríamos espiritualizaba la palidez titud. Un orgullo inmenso le hinchó el corazón.
de sus carnes. Andrés la miró. Y los vestidos, para Después, como Elena hiciera ademán de ponerse
él, se confundieron con la persona. el otro guante, él la rogó en voz baja y cariñosa:
«Ella será mía,» pensaba en una especie de em-. —No, no; ese no.
briaguez, porque la música patética aún estaba en Ella comprendió, y dejó su mano desnuda,
excitación. «Ella me estrechará entre sus brazos, Andrés había concebido la esperanza de besar
contra su corazón.» aquella mano, antes que Elena partiese. De impro-
Imaginó inclinarse y posar sus labios sobre aque- I viso, resurgió en su espíritu la visión de la Feria
lias espaldas turgentes y mórbidas. «Estaría fría | de Mayo, cuando los hombres bebían, en el hueco
aquella piel diáfana, que semejaba leche tenuísima, I de las palmas, el vino espumoso. Y de nuevo se
atravesada por una luz de oro.» Tuvo un calofrío I sintió punzado por los más agudos celos.
sutil, y cerró los párpados, como para prolongarlo, ¡; —Ahora, vámonos,—dijo ella, cogiéndose nueva-
Aspiraba el perfume de aquella mujer; una emana- I mente del brazo de su joven admirador.
ción indefinible, fresca, aunque vertiginosa como I Terminada la sonata, las conversaciones se rea-
un vapor de aromas. Todo su sér se sublevaba y se nudaron más vivas y animadas. El criado anunció
lanzaba con desmesurada vehemencia hacia la es-, otros tres ó cuatro nombres, entre ellos el de la
tupenda criatura. El hubiera querido envolverla, princesa Issé, que entraba con un corto paso in-
atraerla y encerrarla dentro de sí, sorberla, beber- cierto, vestida á la europea, con una sonrisa en su
ía de cualquier modo sobrehumano,
rostro oval, blanca y diminuta como el figurín de tado para hacer avanzar el carruaje hasta el pie
un netské.. Un movimiento de curiosidad se propa- de la escalera. Bajo la sonora bóveda del vestíbulo,
gó por el salón. oíanse resonar las piafaduras de los caballos. A ca-
—Adiós, Francisca,—dijo Elena, despidiéndose ca peldaño, Andrés sentía la presión leve del brazo
de la Ateleta.—Hasta mañana. de Elena, que abandonaba un poco, llevando la ca-
—¿Tan pronto? beza erguida y algo echada hacia atrás, con los
—Me esperan en casa Van Huffel. He prometi- ojos cerrados.
do ir. —Al subir, sin conoceros y sin darme cuenta, os
—¡Lástima! Lo siento, porque ahora cantará seguía mi admiración. Al bajar, os acompaña mi
Mary Dyce. amor,—la dijo Andrés en voz baja y amorosa, in-
—¡Adiós! Hasta mañana. terponiendo, entre las últimas palabras, una pausa
—Toma, y adiós,—dijo la marquesa, dándole un vacilante.
mazo de violetas dobles. Ella no contestó, pero llevó á su nariz el ramille-
Y volviéndose hacia el conde, añadió: te de violetas, y aspiró con fuerza su perfume.
—Amado primo, acompáñala. En aquel momento, la amplia manga de su abri-
Después, se adelantó graciosamente al encuentro go se deslizó á lo largo del brazo, hasta más abajo
de la princesa. del codo. A la vista de aquella carne que salía de
Mary Dyce, vestida de encarnado, alta y ondu- entre las pieles del abrigo, como un copo de rosas
lante como una llama, empezó á cantar. blancas de entre la nieve, se encendió todavía más
—¡Me siento tan fatigada! — murmuró Elena, la llama del deseo en los sentidos del joven, por la
apoyándose en el brazo de Andrés.—Pedid, os lo singular procacidad que el desnudo femenino ad-
ruego, mi abrigo. quiere entonces, mal velado por un vestido espeso
El cogió la pelliza de manos del criado, que se la y pesado. Un ligero temblor movía sus labios, y
presentaba. Ayudando á la dama á ponérsela, sus con gran esfuerzo podía retener las-palabras del
dedos rozaron el hombro desnudo de ella, y sintió deseo.
que sus carnes estaban frías y temblorosas. Toda Pero el carruaje estaba ya frente al pie de la es-
la antecámara estaba llena de lacayos con diversas calera, con el lacayo á la portezuela.
libreas, que á su paso se inclinaban. La voz sopra- —A casa Van Huffel,—ordenó la duquesa, subien-
na de Mary Dicy, recitaba las palabras de la ro- do, ayudada por el conde.
mansa de Roberto Schumann: «Ich kann's nicht El criado se inclinó, abandonando la portezuela
fassen, nicht glaúben...» y ocupando su puesto en el pescante. Los caballos
Bajaban en silencio. El lacayo se había adelan- piafaban impacientes y fogosos, levantando chispas
del empedrado.
88 GABRIEL D' ANNÜNZIO
• —Tened cuidado—gritó Elena, tendiendo una
mano al joven, y sus ojos y sus diamantes cente-
llearon en la sombra.
«¡Estar con ella, ahí, en la. sombra, y buscar con
la boca su cuello entre la pelliza perfumada!» Y él,
hubiera querido decirla:
—¡Llevadme con vos!
Los caballos piafaban con mayor impaciencia.
—¡Cuidado!—repitió Elena.
Andrés le besó la mano, oprimiendo fuertemente
sus labios, como para dejarle sobre el cutis una
impresión de su pasión, y cerró con rabia y estré- III
pito la portezuela. Al golpe, seco y ruidoso, el ca-
rruaje partió rápidamente, resonando con gran es-
truendo en la bóveda del vestíbulo al salir al Foro.

Así comenzó la aventura amorosa de Andrés Spe-


relli, con doña Elena Muti.
Al siguiente diablos salones del Hotel. de Ventas
de la vía Sixtina, estaban llenos de gente elegante,
congregada para asistir á la anunciada contienda.
Llovía copiosamente y con fuerza. Una luz grí-
sea penetraba en aquellas salas húmedas y bajas;
á lo largo de las paredes estaban dispuestos en or-
den algunos muebles de madera esculpida, y varios
grandes dípticos y trípticos de la escuela toscana
del siglo xiv; cuatro tapices flamencos, represen-
tando la Historia de Narciso, colgaban hasta el
suelo; las estofas, en sti mayoría eclesiásticas, esta-
ban ó desplegadas sobre las sillas ó amontonadas
sobre la mesa; las más raras antigüedades, los mar-
files, los esmaltes, los vidrios, las gemas brillantes,
88 GABRIEL D' ANNÜNZIO
• —Tened cuidado—gritó Elena, tendiendo una
mano al joven, y sus ojos y sus diamantes cente-
llearon en la sombra.
«¡Estar con ella, ahí, en la. sombra, y buscar con
la boca su cuello entre la pelliza perfumada!» Y él,
hubiera querido decirla:
—¡Llevadme con vos!
Los caballos piafaban con mayor impaciencia.
—¡Cuidado!—repitió Elena.
Andrés le besó la mano, oprimiendo fuertemente
sus labios, como para dejarle sobre el cutis una
impresión de su pasión, y cerró con rabia y estré- III
pito la portezuela. Al golpe, seco y ruidoso, el ca-
rruaje partió rápidamente, resonando con gran es-
truendo en la bóveda del vestíbulo al salir al Foro.

Así comenzó la aventura amorosa de Andrés Spe-


relli, con doña Elena Muti.
Al siguiente diablos salones del Hotel. de Ventas
de la vía -Sixtina, estaban llenos de gente elegante,
congregada para asistir á la anunciada contienda.
Llovía copiosamente y con fuerza. Una luz grí-
sea penetraba en aquellas salas húmedas y bajas;
á lo largo de las paredes estaban dispuestos en or-
den algunos muebles de madera esculpida, y varios
grandes dípticos y trípticos de la escuela toscana
del siglo xiv; cuatro tapices flamencos, represen-
tando la Historia de Narciso, colgaban hasta el
suelo; las estofas, en sti mayoría eclesiásticas, esta-
ban ó desplegadas sobre las sillas ó amontonadas
sobre la mesa; las más raras antigüedades, los mar-
files, los esmaltes, los vidrios, las gemas brillantes,
las medallas, las monedas, los libros de rezo, los | Y golpeaba la mesa. El objeto pertenecía ya al
Códigos y manuscritos miniados, las vajillas cince- último postor. Un murmullo se propagaba por toda
ladas y repujadas, estaban recogidas dentro de | la sala, y de nuevo encendíase la lucha.
una alta vitrina, detrás del banco de los peritos; | El caballero Dávila, un gentil hombre napolita-
un olor extraño, producido por la humedad del l u - 1 no, que tenía formas gigantescas y maneras casi
gar y por todos aquellos objetos antiguos, llenaba j femeninas, célebre coleccionador y conocedor de
el aire. mayólicas, daba su juicio sobre cada pieza impor-
Cuando Andrés Sperelli entró en la sala de ven- | tante. Tres cosas, realmente, superiores, había en
tas, acompañando á la princesa de Ferentino, expe- | aquella almoneda cardenalicia: la Il/storia de Nar-
rimentó un estremecimiento interior. «¿Habrá lle- ciso, la copa de cristal de roca y un yelmo de pla-
gado ya?» pensó. Y sus ojos ansiosamente la bus- ta cincelado por Antonio del Pollajuolo, que la Se-
ñoría de Florencia donó al conde d'Urbino en el
caron.
año de 1472, en recompensa de servicios por él
Ella, en efecto, habia llegado ya, y estaba senta-
prestados en tiempo de la toma de Volterra.
da delante de la mesa del comisario, entre el caba-
llero Dávila y don Felipe del Monte. Sobré el borde —Hé aquí á la princesa—dijo don Felipe del
de la mesa había dejado sus guantes y el manguito Monte á la Muti.
de nutria, del cual salía un remito de violetas. Te- Esta se levantó para saludar á su amiga.
nía entre sus dedos un cuadrito de plata, con un —¿Ya sobre el campo, éh?—exclamó la Feren-
bajo relieve atribuido á Caradosso Foppa, y lo ob- tino.
servaba con gran atención. Los objetos pasaban de —Ya; princesa y rival.
mano en mano, á lo largo de los bancos; el perito —¿Y Francisca?
hacía el elogio en alta voz; la concurrencia, de pie —No ha llegado todavía.
detrás de las filas de sillas, se inclinaban para mi- Cuatro ó cinco elegantes señores, el duque de
Grimiti, Roberto Casteldieri, Ludovico Barbarisi,
rar, y en seguida empezaba la subasta. Las cifras
Juanito Rútolo, se acercaron. Otros sobrevinieron,
se seguían rápidamente. A cada momento, el perito
y se entabló entre todos un animado diálogo. El
gritaba:
—¡Se remata! ¡Se remata! ruido de la lluvia sofocaba el sonido de las voces y
Algún amateur, estimulado por el grito, pujaba ; el murmullo de las palabras.
la cifra del remate con otra más alta mirando á Doña Elena tendió la mano á Sperelli, franca-
sus adversarios. El perito gritaba con el martillo mente, como á todos los demás. El se sintió alejarse
levantado: de ella, por aquel frío apretón de mano. Elena le
—¡A la uha! ¡A las dos!... ¡A las tres! pareció fría y sería. Todos sus sueños se helaron y
se desvanecieron en un instante, los recuerdos de
la noche anterior se confundieron; las esperanzas ceres podrá ella proporcionar á un amante refina-
se extinguieron. ¿Qué tenía ella? No era ya la mis- do.» En su imaginación, ella se engrandecía; pero,
ma mujer. Vestía una espfccie de larga túnica de al engrandecerse, se le escapaba. La gran seguri-
nutria, y llevaba sobre la cabeza una especie de dad de la noche anterior mudábase en una especie
toca, también de nutria. En la expresión de su ros- de desaliento, y, las primitivas dudas resurgían en
tro había algo de áspero y casi de desprecia- su ánimo. Había soñado demasiado, durante la no-
tivo. che, con los ojos abiertos, nadando en una felicidad
—Todavía falta bastante tiempo, para que le lle- sin límites, mientras el recuerdo de un gesto, de
gue el turno á la copa—dijo á la princesa. Y se una sonrisa, de una actitud, de un movimiento de
sentó. cabeza, de un pliegue del vestido, lo atraia y lo en-
Todos los objetos pasaban por sus manos. Un lazaba, como una red. Ahora, todo aquel mundo
centauro grabado en una sardónica, obra bastante imaginario se hundía miserablemente al contacto
fina y proviniente, quizá, del disperso museo de de la realidad.
Lorenzo el Magnífico, la tentó, y tomó parte en la El no había visto en los ojos de Elena el singular
subasta. Comunicaba sus ofertas al perito, en voz saludo en que tanto había pensado; no había sido
baja, sin levantar los ojos hacia él. Al llegar á cier- distinguido por ella, entre los otros, con ningún
ta cifra ya respetable, sus competidores se calla- signo de particular atención. ¿Por qué esa indife-
ron y ella obtuvo la piedra, por un buen precio. rencia? Sentíase humillado. Toda aquella pléyade
—Excelente adquisición—dijo Andrés Sparelli, de fatuos que la rodeaba, inspirábanle ira y rabia;
que estaba en pie, detrás de la silla que ocupaba la le irritaban, también, cuantos objetos atraían su
duquesa. atención; le causaba ira y envidia á la vez, don
Esta, no pudo reprimir un ligero sobresalto, y, Felipe del Monte, que á cada momento se inclinaba
cogiendo la sardónica se la dió á examinar, ele- hacia ella para murmurarle quizás alguna maldi-
vando la mano á la altura del hombro, sin volver- eencia.
se. Era verdaderamente una joya. Sobrevino la Ateleta, como siempre alegre y son-
—Pudiera muy bien ser el centauro que Dona- riente. Sus risas, entre los hombres que al momen-
tello copió—añadió Andrés. to la rodearon, hizo volver vivamente á don Fe-
Y en el ánimo de éste,junto con la admiración por Upe.
el precioso objeto de arte, surgió la admiración por —La Trinidad está completa—exclamó al verla,
el noble gusto de la dama que lo poseía. «Ella es, abandonando su asiento para ir á su encuentro.
pues, en todo, una elegida,pensó.—¡Cuántos pla- Andrés se apresuró á ocupar la silla vacía junto
á la Muta; y al llegar á su nariz, el perfume sutil
de las violetas, murmuró;
f Las señoras entre aquel olor de moho y de anti-
—No son las mismas de anoche.
—No—dijo fríamente Elena. güedad mezclaban el perfume de sus pellizas y so-
En su movilidad, ondulante y acariciadora como bre todo el de las violetas, de las que todos los
la onda, había siempre la amenaza del hielo ines- manguitos contenían un ramillete según prescribía
la moda elegante. La presencia de tantas personas
perado. Ella estaba sujeta á súbitas rigideces. An-
Íkl*> iii'4» difundía en el ambiente una tibieza agradable y
drés se calló, sin comprender.
deliciosa, como en una capilla húmeda donde hu-
—¡Se remata! ¡Se remata!—gritaba el perito.
biese congregados muchos fieles. Afuera, la lluvia
Las cifras subían. El yelmo de Antonio del Po-
continuaba cayendo y la luz crepuscular disminu-
llajuolo era muy disputado. También el caballero yendo. Adentro, se encendieron las pequeñas lia
Dávila había entrado en liza. Parecía que por mo- mas del gas, entablándose una lucha entre las dos
mentos la atmósfera se caldease y que el deseo diversas claridades.
de aquellas cosas preciosas se apoderase de todos
—¡A la una! ¡á las dos!... ¡á las tres!
los espíritus. El delirio se propagaba, como un con-
El golpe del martillo dió la posesión del yelmo
tagio.
florentino á lord Kumphrey Heatfield, y de nuevo
En aquel año, el amor del bibelot y del bric-á-
continuó la subasta de pequeños objetos, que pasa-
brac había llegado en Roma á su colmo: todos los
i salones de la nobleza y de la alta burguesía esta-
ban repletos de curiosidades; cada dama convertía
ban á lo largo de los bancos, de mano en mano.
Elena los cogía delicadamente, los observaba y los
ponía después delante de Andrés, sin decir nada.
los almohadones de su diván en una casulla ó en
Eran esmaltes, marfiles, relojes del siglo xvm, jo-
una capa pluvial, y metía sus rosas en un vaso de
yeros de orfebrería milanesa del tiempo del Ludo-
farmacia umbroso ó en una capa de calcedonio.
rico el Moro, libros de rezo escritos con letras de
Las salas de las ventas públicas eran el sitio pre-
oro sobre pergaminos colorados de azul. Entre sus
ferido de las citas y reuniones, y las ventas eran
dedos ducales aquellas preciosas materias parecían
frecuentísimas. En la hora meridiana del té las da-
adquirir mayor valor. Sus pequeñas manos tenían
mas, por elegancia, llegaban diciendo: «Vengo de
á veces un ligero temblor al contacto con las cosas
la almoneda del pintor Campos. Mucha animación.
más deseables.
Magníficos platos hispano-árabes. He adquirido un
joyero de María Leczinska. Vedle. Andrés miraba atentamente y en su imaginación
—¡Se remata!—seguía voceando el perito. trocaba en caricias cada movimiento de aquellas
manos. Mas, ¿por qué Elena depositaba todos los
Las cifras subían. Los amateurs se agrupaban
objetos sobre la mesa, en vez de entregárselos á él?
alrededor de la mesa. Los elegantes se entregaban
al encomio de las Natividades y las Anunciaclmies. El impidió, una de las veces el movimiento de
Elena, tendiendo la mano. Y desde entonces, los una cajita, aun que la comisura fuese casi invisi-
marfiles, los esmaltes, los joyeros pasaron de los ble. El interior, animado por la máquina, daba al
dedos de su amada á los suyos, comunicándole un pequeño cráneo una inexplicable apariencia de
indefinible deleite. Parecía que penetrase en ellos vida. Aquella joya mortuoria ofrecida por un arti fi
una partícula del amoroso encanto de aquella mu- ce misterioso á su mujer, había debido señalar las
I 11»»' I • jer, como entra en el hierro una pequeña parte de horas de la embriaguez, y con su símbolo advertir
la virtud de una calamita. Era verdaderamente una á los espíritus amantes.
sensación magnífica de deleite, una de esas sensacio- En verdad, no podía el Placer desear una más ex-
nes agudas y profundas que se experimentan úni- quisita y más sugestiva medido del Tiempo. Andrés
K ca y exclusivamente en los principios del amor, y pensó: «¿Me lo aconsejará ella para nosotros?» Y á
M»i*. que parecía no tener ni un asiento físico ni un este pensamiento, todas sus esperanzas renacieron
asiento espiritual, á semejanza de todos los demás y resurgieron de entre la incertidumbre, confusa-
Mi ¡
lifl, 1 pero si un asiento en un elemento neutro de nues- mente. El se lanzó á la contienda, con una especie
' i» w
it f tro ser, en un elemento casi diríamos intermedio de entusiasmo. Le replicaron dos ó tres competido-
de naturaleza desconocida, menos simple que un res furiosos, entre ellos, Juanito Rùtolo, que tenien-
espíritu, más sutil que una forma, donde la pasión do por amante á doña Hipólita Albónico, era atraí-
fili se recoge como en un receptáculo, donde la pasión do por la inscripción: TIBÍ HIPPOLITA.
m
1
se irradia como de un hogar. Bien pronto quedaron solos en la contienda Rù-
».»ti
<Es un placer jamás experimentado,» pensó An- tolo y Sperelli. Las cifras sobrepujaban el valor
iBh.i drés una vez más. real del objeto, mientras los peritos sonreían. Al
«il I Invadíale una ligera torpeza y por momentos le Uegar á cierta cifra, bastante respetable ya, Rùto-
abandonaba la conciencia del lugar y del tiempo lo enmudeció, vencido por la obstinación de su ad-
i». —Os aconsejo este reloj—di jóle Elena, con una versario.
mirada de la que de momento no comprendió la —¡Se remata! ¡Se remata!
significación. El amante de doña Hipólita, un poco pálido, gri-
Era una pequeña cabeza de muerto esculpida en tó una última cifra. Sperelli la pujó. Hízose un mo-
el marfil con una extraordinaria potencia de imita mento de silencio. El perito miraba á los dos com-
ción anatómica. Cada mandíbula llenaba una hi- petidores; al fin, llevó el martillo con lentitud, sin
lera de diamantes, y dos rubíes centelleaban en el perder de vista á aquellos.
fondo de las órbitas. Sobre la frente estaba grabada —¡A la una! ¡á las dos! ¡á las tres!
esta inscripción: RÜIT HORA, y sobre el occipucio La cabeza de muerto fué adjudicada al conde
esta otra: TIBÍ HIPPOLITA. El cráneo se abría como
TOMO I
7
98 GABRIEL D< ANNUNZIO
corredor hacían avanzar los carruajes, como á la
d'Ugenta. Un murmullo se difundió por la sala. Una
puerta de un teatro ó de una sala de conciertos.
oleada de luz entró por la ventana é hizo brillar
—¿No vienes á casa de la Miaño?—preguntó la
los fondos áureos de los trípticos, iluminó la frente
Ateleta á Elena.
doliente de una Virgen de Siene y el sombrerito
—No; me vuelvo á casa.
gris de la princesa de Ferentino, cubierto de lente- Ella esperó, sobre el borde ele la acera, á que el
juelas de acero. carruaje apareciese. La lluvia disminuía: entre
—¿Cuándo llega el turno á la copa?—preguntó anchas nubes blancas descubríase algunos espacios
la princesa con impaciencia.
de azul; una zona de rayos hacía brillar el pavi
Los amigos examinaron los catálogos.
mentó enlosado. Y la joven duquesa de Scerni,
No había esperanza de que la taza del bizarro hu-
inundada de aquella claridad entre rubia y rósea,
manista florentino se pusiese á subastar en aquel
envuelta en su magnífico abrigo de pieles que caía
día. Por la mucha concurrencia, la venta avanzaba
lentamente. Quedaba todavía una larga lista de ob- con algunos pliegues rectos y casi simétricos, esta-
jetos pequeños, como camafeos, monedas y meda- ba bellísima.
llas. Algunos anticuarios y el príncipe Stroganow El mismo sueño de la noche anterior surgió en el
se disputaban cada pieza. Todos los que esperaban espíritu de Andrés, cuando entrevió el interior del
la prometida lira tuvieron una desilusión. coche, tapizado de raso como un boudoir, donde lu-
cía el cilindro de plata lleno de agua tibia destina-
La duquesa Scerni se levantó para retirarse.
do á calentar los pequeños pies ducales.
—Adiós, Sperelli,—dijo. — Hasta esta noche,
«Estar ahí con ella, en una intimidad recogida,
quizá. aspirando el cálido ambiente formado por su aro-
—¿Por qué decís quizá? mático aliento y el perfume de las violetas marchi-
—Me siento bastante mal. tas, entreviendo apenas por los cristales empaña-
—¿Qué tenéis? dos la calle cubierta de lodo, las casas grises, la
Elena, sin responder, se volvió á saludar á los gente obscura.»
otros. Pero ella inclinó levemente la cabeza en la por-
Pero éstos seguían su ejemplo, y juntos se dispo- tezuela, sin sonreír, y el carruaje partió hacia el
nían á salir. palacio Barberini, dejando en el alma del enamo-
Los jóvenes se burlaban del chasco de algunos rado conde una vaga tristeza, un desaliento indefi-
que sólo habían acudido atraídos por la famosa nido.—Ella había dicho «quizá.» Podía, pues, no ir
contienda y el espectáculo prometido. La marque- al palacio Farnesio. ¿Y, entonces?
sa de A teleta reía, pero la Ferentino parecía de Esta duda le atormentaba y afligía. El pensa-
pésimo humor... Los criados que esperaban en el
miento de no verla érale insoportable: todas las ho- «Ella es libre»—pensó.—^ «No la retiene la vigi-
ras que transcurriesen lejos de ella le pesaban ya. lancia de su marido. Nadie puede pedirle cuenta
Y á si mismo se preguntaba: «¿La amo, pues, ya de sus ausencias por largas y por insólitas que
tanto? Su espíritu parecía encerrado en un círculo, sean. Ella es dueña de todos sus actos, siempre y á
dentro del cual se agitasen confusamente todos los todas horas. Se le presentaron en el espíritu días
fantasmas de las sensaciones habidas en presencia enteros y enteras noches de voluptuosidad. Vivió
de aquella mujer. De repente, emergían de su me- en torno de la estancia caldeada, profunda, secre-
moria, con singular exactitud, una frase por ella ta, y aquel lujo intenso y refinado, todo artificial
pronunciada, una entonación de su voz, una acti- pero elegante, le satisfizo, para ella. Aquel aire es-
tud, un movimiento de sus labios, la forma del di- peraba su respiración; aquellos tapices pedían ser
oprimidos por su pie; aquellos almohadones desea-
ván sobre el cual estaba sentada, el final de la so-
ban recibir la impresión de su cuerpo.
nata de Beethoven, una nota de Mary Dyce, la fi-
gura del criado que esperaba en la portezuela, una «Ella amará mi casa»—pensó.— «Amará las co-
particularidad cualquiera, un cualquier fragmento,, sas que yo amo.» Este pensamiento le daba una ín
y estas imágenes obscurecían aún la viveza, la decible dulzura, y parecíale que ya un alma nue-
existencia de las cosas en curso, se sobreponían á va, consciente de su inminente alegría, palpitase
las cosas presentes. El le hablaba mentalmente; le bajo los altos artesonados de la estancia.
decía mentalmente todo aquello que después le hu- Pidió el té á su criado, y se acomodó delante de
biera dicho en realidad, en futuros coloquios. Pre- • la chimenea para mejor-gozar de la ficción de su
veía las escenas, los casos, las vicisitudes; todo el¿ esperanza. Sacó del estuche el pequeño cráneo
desarrollo del amor según las sugestiones de su de- adornado de piedras preciosas y se puso á exami-
narlo atentamente.
seo.—¿De qué modo se entregaría ella á él la pri-
mera vez? A la claridad del fuego la superficial dentadura
Mientras subía la escalera del palacio Zuccari,, adamantina brillaba sobre el marfil amarillento, y
los dos rubíes iluminaban las sombras de las conca-
para entrar en su habitación, le relampagueaba
vidades de los ojos. Bajo el cráneo pulido resonaba
este pensamiento: — Ella, seguramente, volvería
el incesante golpear del tiempo— Ruit-Hora. —
allí. La vía Justina, la vía Gregoriana, la plaza de
¿Qué artífice hubiera podido jamás tener para su
la Trinidad del Monte, especialmente en ciertas ho-
Hipólita aquella superba y libre fantasía de muer-
ras, estaban casi desiertas. La casa no estaba ha- te, en el siglo en que los maestros esmalteadores
bitada más que por extranjeros. Ella podría, pues, adornaban de tiernos idilios pastoriles los relojes
aventurarse sin temor. Pero, ¿cómo atraerla?—Su destinados á señalar á los pisaverdes la hora de su
impaciencia era tanta que hubiera querido poder
decir: «Vendrá mañana.»
ras, las petacas, los frascos de esencias, y cinco ó
cita en los parques del Watteau? La escultura re- | seis gardenias frescas en pequeños vasos de porce-
velaba una mano maestra, vigorosa, hábil, dueña 1 lana azul. Escogió su pañuelo con sus cifras bor-
de un estilo propio: era en un todo digna de un dadas en blanco y vertió en el dos ó tres gotas de
maestro del siglo xv tan hábil como el Yerrochio. pao rosa; no cogió ninguna gardenia porque había
«Os aconsejo este reloj.» Andrés sonreía ligera- de encontrarla en la mesa de casa Doria; llenó de
mente, recordando las palabras de Elena, pronun- | cigarrillos rusos la petaca, de oro cincelado, sutilísi-
ciadas de un modo muy extraño después de un tan ma, adornada de un zafiro sobre la abertura del
frío silencio.—Sin duda, al pronunciar aquella ira- ~ muelle un poco curvo para adherirse al muslo en
se, pensaba en el amor: ella pensaba en sus próxi- j el bolsillo del pantalón. Después salió.
mas entrevistas de amor, sin duda alguna. Pero En casa de Doria, entre las diversas conversa-
¿por qué después, había vuelto á su desdén y ha- ciones sostenidas entre los allí congregados, y á
bíase puesto impenetrable? ¿Qué temía?—Andrés | propósito del reciente alumbramiento de la Mano,
se perdió en. conjeturas é indagaciones. Mas, pron- ... la duquesa Angelieri dijo:
to el aire cálido, la luz discreta, la blandura de la —Parece que Laura Miaño y la Muti están re-
poltrona, las variaciones del fuego, el aroma del _ ñidas.
té, todas estas sensaciones gratas recondujeron su —¿A causa de Jorge, quizá?—preguntó otra dama
espíritu á los errores deliciosos. El iba errando en 1 riendo.
la ventura como en un fantástico laberinto, y el - —Así se dice. Es una historia empezada en Lu-
pensamiento en él, tomaba á veces la virtud del cerna este verano.
opio: podía embriagarlo. —Pero si Laura no estaba en Lucerna.
—Me permito recordar al señor conde que para I —Precisamente. Pero estaba su marido...
las siete es esperado en casa Doria,—dijo en voz 1 —Creo que es una calumnia, una simple y ruin
baja el criado, que tenia también el oficio de re- 1 malignidad, nada mas,—interrumpió la condesa
frescarle la memoria—Todo está preparado. florentina, doña Blanca Dolcebuono.—Jorge está
Andrés fué á vestirse á la cámara octogonal que I ahora en París.
era, en verdad, el más elegante y cómodo vestua- Andrés había oído este diálogo, á pesar de dis-
rio que pudiera desear un joven elegante de núes- J traer continuamente su atención la locuaz condesa
tra época. Al vestirse, ponía una infinidad de mi- I Starnina, que tenía á su lado. Las palabras de la
-nuciosos cuidados en su persona. Sobre un gran I Dolcebuono no bastaron á suavizar la picadura agu
sarcófago romano, transformado con gran gusto en disima del áspid de los celos. El hubiese querido, al
mesa tocador, estaban dispuestos y ordenados los menos, conocer la historia hasta el fondo., Pero la
pañuelos de batista, los guantes de baile, las carte-
104 GABRIEL D' A N N I M I O
EL PLACER 105
Angelieri renunciaba á continuar; y otras cónver- J —Sí, más tarde,—repuso Andrés.—Más tarde.
saciones se cruzaron sobre los triunfos de las mag- Inmediatamente á las presentaciones y á los sa-
nificas rosas de la villa Pamphily. ludos, nuestro preocupado joven sentía acrecer su
«¿Quién era ese Jorge? ¿El último amante quizá, tormento en la espera inútil y giraba de sala en
de Elena? Esta había pasado una parte del verano sala á la ventura. Aquel quizá... que no pudiera ol-
en Lucerna. Ella venía de París. Ella, al salir del vidar, hacíale temer que Elena no concurriera al
hotel de ventas había rehusado ir á casa de la Mia- baile.—¿Y si realmente ella no iba? ¿Cuándo la vol-
ño.» —En el ánimo de Andrés las apariencias esta- vería á ver?
ban todas en contra de ella. Un deseo atroz le in-
Pasó doña Blanca Dolcebuono, y, sin saber por
vadió de volverla a ver, de hablarla. La invitación
qué, se puso á su lado diciéndola muchas frases
al palacio Farnesio era para las diez; á las diez y
corteses, experimentando casi un poco de alivio en
media él se encontraba ya allí, esperando.
su compañía. Hubiera querido hablarle de Elena,
Esperó mucho tiempo. Los salones se llenaban interrogarla, asegurarse. La orquesta preludió una
rápidamente; el baile comenzaba: en la galería de , mazurka muy lánguida; y la condesa florentina con
Annibal Caracci las semidiosas romanas luchaban su caballero se lanzó al baile.
en hermosura con las Ariadnas, con las Galateas,
Entonces Andrés se volvió hacia un grupo de jó-
con las Auroras, con las Dianas de los frescos; las
venes que estaba junto á una puerta. Eran Ludovi-
parejas danzaban y se arremolinaban exhalando .
eo, Barbarisi y el duque de Befíi, con Felipe del
sus aromáticos perfumes; las manos enguantadas
: Gallo y Gino Bonrninaco. Miraban á la pareja dar
de las damas oprimían las espaldas de los caballe-
vueltas y murmuraban algún tanto groseramente.
ros, las cabezas consteladas de pedrería se curva- ;
Barbarisí contaba haber visto las dos redondeces
ban ó se erguían; algunas bocas semiabiertas bri-
del pecho á la condesa de Licoli, bailando un wals.
llaban como la púrpura'; algunas espaldas desnudas, '
veladas por un velo de humedad, relucían al reflejo Bonminaco preguntó:
de las luces; algunos turgentes pechos pugnaban —Pero, ¿cómo?
por salirse del corsé que los aprisionaba bajo la ve- —Probadlo. Basta inclinar los ojos sobre el cor-
;
hemencia del ansia. sé. Te aseguro que vale la pena.
—¡Habéis reparado en las axilas de la señora
—¿No bailáis, Sperelli?—preguntó Gabriela Bar- Chrysolora! ¡Mirad!
barisi, una joven morena como la oliva especiosa, El duque de Beffi señalaba á una dama que te-
al pasar del brazo de un caballero agitando con la nía sobre su frente, blanca como el mármol de
mano el abanico y con su sonrisa un lunar que te- Luni, un flamíjero mechón de cabellos rojos, á se-
nía en un hoyuelo junto á la boca. mejanza de una sacerdotisa de Alma Tadema, y
cuyo corpiño estaba sujeto á los hombros por un La mazurka terminaba: el grupo se disolvía.
simple lazo, dejando al descubierto las concavida- «¡Ella no viene! ¡Ella no viene!» La inquietud de su
des axilares adornadas de dos copetes rojos bastan-, alma crecía tan fieramente que pensó en abando-
t e abundosos. nar el salón, porque el contacto de aquella multi-
Bonminaco se puso á disertar sobre el olor sin- tud érale insufrible.
H I ) gular que despiden las mujeres rojas. Mas, al volverse, vió aparecer en la entrada de
—Tú puedes conocerlo bien, ese olor,—dijo con la galería á la duquesa de Scerni del brazo del em-
malicia Barbarisi. bajador de Francia. Al instante, sus miradas se en-
—¿Por qué? contraron, y sus ojos, durante aquel segundo, pare-
—La Micigliano... cieron atraerse, penetrarse, beberse. Ambos sintie-
i Í El joven se complació manifiestamente de oír ron buscarse mutuamente, ambos sintieron, á la par,
Si t w nombrar á una de sus amantes, pues en vez de pro- descender sobre el alma un silencio absoluto, en
l i II i testar se sonrió maliciosamente. Después, dirigién- medio de aquel rumor, y casi diríamos abrirse un
yw ¡
dose á Sperelli preguntóle: abismo en el que todo cuanto les rodeaba desapare-
11 i IfilSI
f : —¿Qué tienes esta noche? Hace un momento te cía bajo la fuerza de un pensamiento cínico.
p y i buscaba tu prima. Ahora baila con mi hermano. Ella avanzaba por la historiada galería del Cara-
Míralos; ahí vienen. cci, donde era menor la concurrencia, arrastrando
I S —¡Mira!—exclamó Felipe del Galio.—Ha vuelto una larga cola de brocado blanco que la seguía
iSif ya la Al bonico.—Baila con Juanito. como una duda grave sobre el pensamiento. Al pa-
'M —También ha regresado la Muti, desde hace una sar, blanca y sencilla, inclinando la cabeza á los
IMJ! semana,—dijo Ludo vico.—¡Qué hermosa criatura! fauchos saludos que de sus admiradores recibía,
—¿Está aquí? mostraba un aire de cansancio, sonreía con un pe-
—No la he visto aún. queño esfuerzo visible que le fruncía los ángulos de
Andrés tuvo en el corazón un sobresalto ante el la boca, y sus ojos parecían más grandes bajo su
temor de que de alguna de aquellas maldicientes frente pálida y exangüe. No sólo la frente sino to-
bocas fuese á salir también una maledicencia con- das las líneas de su rostro asumían una extrema
tra ella. Pero el paso de la princesa Issé, del brazo palidez, una tenuidad casi diríamos psíquica.
del ministro de Dinamarca distrajo á sus amigos. Ella no era ya la mujer sentada á la mesa de la
Esto no obstante, sentíase impulsado por una teme- Ateleta, ni la que se sentaba en el banco de la sala
raria curiosidad, á reanudar la conversación sobre de ventas, ni aquella que permaneciera un instante
el nombre de su amada con objeto de saber, de des- de pie sobre la acera de la vía Sixtina. Su belleza
cubrir; pero no se atrevió. tenía ahora una expresión de soberana idealidad,
que hacíala aparecer más esplendente en medio de —La señorita Vanloo pierde esta noche la cabe-
las otras damas de rostro encendido por la danza, za por su primo,—dijo la Massa d' Albe á la prin-
excitadas, demasiado movibles, algún tanto convul- > cesa, al ver pasar á Sofía Vanloo del brazo de Lou-
sas. Algunos hombres, al mirarla, quedaban pensa- dovico Barbarisi.—La he oído antes que suplicaba,
tivos. Aun en los espíritus m á s obtusos ó más fátuos después de una vuelta de polka, junto á mí: «Low-
infundía una turbación, una inquietud, una aspira- dovic, ne faites plus ga en dansant je frissonne
ción indefinibles. El que tenia el corazón libre ima- toute...»
ginaba con un temblor sexual y profundo el amor Las damas se echaron á reir en coro, entre la
de aquella mujer; el que tenía una amante experi- agitación de sus abanicos. De la sala contigua lle-
mentaba un obscuro pesar soñando con una embria- gaban las primeras notas de un vals húngaro. Los
guez desconocida y no satisfecho por su corazón; el caballeros se presentaron en busca de pareja. An-
que llevaba dentro de sí la llaga de los celos ó de drés, al fin, pudo ofrecer su brazo á Elena y arras-
un engaño abierta por otra mujer, sentía que ella ! trarla consigo.
podría muy bien curarla. —¡Esperándoos he creído morir! Si no hubieseis
Así avanzaba, entre homenajes, envuelta por las venido, Elena, hubiera ido á buscaros á donde os
miradas de los hombres. Al final de la galería se encontrarais, sin importarme el sitio. Cuando os he
unió á un grupo de damas que hablaban con gran visto entrar, he retenido con gran trabajo un grito.
animación agitando sus abanicos, bajo las pinturas 5 Esta es la segunda noche que os veo, y, sin embar-
de Perseo y de Fineo petrificadas. Eran la Ferenti- | go, me parece que os amo ya desde hace un siglo.
no, la Massa d¿ Albe, la marquesa Daddi-Tosinghi 1 El pensamiento de vos, único incesante, es ahora
y la Dolcebuono. la vida de mi vida...
—¿Cómo tan tarde?—le preguntó esta última. Estas palabras de amor profiriólas Andrés en voz
—He dudado mucho, antes de venir, porque no baja, sin mirarla, teniendo los ojos fijos delante de
me encuentro muy bien. si; y ella le escuchaba en la misma actitud, impasi-
—En efecto, estáis pálida. ble en apariencia, casi marmórea.
—Temo que se me reproducirá la neuralgia fa- En la galería quedaban pocas personas. A lo lar-
cial que padecí el ano pasado. go de las paredes,, entre los bustos de los Césares,
—¡Dios no lo permita! los cristales opacos de las lámparas en forma de
—Mira, Elena, á la señora de Boissiere,—dijo Jua- lirios, vertían una claridad igual, no muy fuerte.
nita Daddi, con su extraña voz ronca. ¿No parece La profusión de las plantas verdes y floridas daba
un camello disfrazado de cardenal, con su peluca imagen de un invernadero suntuoso. Las ondas de
amarilla? la música se propagaban en el aire cálido, bajo las
cóncavas y sonoras bóvedas, pasando sobre toda paso rítmico y ligero. Daba una soberana gracia á
aquella mitología como la brisa sobre un fastuoso su persona y á su paso la larga cola blanca de su
jardín. vestido de baile, porque la anchura y la pesantez
—¿Me amaréis?—preguntó el joven.—Decidme del brocado contrastaban con la flexibilidad de su
que me amaréis. % cintura.
Elena respondió con lentitud. Andrés, siguiéndola con los ojos, repetía mental-
—He venido aquí solamente por vos. mente la frase por ella pronunciada: «He venido
—¡Decidme que me amaréis!—repitió Andrés, solamente por vos.» Ella, tan hermosa, estaba allí
sintiendo toda la sangre de sus venas afluir al co- por él, sólo por él. Súbitamente, del fondo del cora-
razón como un torrente de alegría. zón le subió un resto de la amargura que le habían
Ella repuso: causado las palabras de la Angel ieri. La orquesta
—¡Quizá! lanzábase con ímpetu á una reprise. Y el recuerdo
Y lo miró con la misma mirada que la noche an- de aquella noche, quedó para siempre grabado en
terior, habíale parecido á él una divina promesa; su mente,, sin olvidar jamás su imprevista angustia,
con aquella indefinible mirada que casi daba á la ni la actitud de la mujer, ni el esplendor de la es-
carne la sensación del tacto amoroso de una mano. tofa arrastrada, ni el menor pliegue, ni la más mí-
Después, callaron y pusieron atento oído á la nima sombra, ni detalle alguno de aquel momento
confusa y rumurosa música de la danza, que de vez supremo.
en cuando llegaba hasta ellos lenta y suave como
un susurro ó estruendosa como un torbellino im-
provisto.
—¿Queréis que bailemos?—preguntó Andrés que,
al pensamiento de tenerla entre sus brazos tembla-
ba como un azogado.
Ella dudó un poco, y, al fin, contestó:
—No; no quiero bailar...
Y viendo entrar en la galería á la duquesa de
Bugnara, su tía materna, y á la princesa Alberoni
con la embajadora de Francia, añadió:
—Ahora, sed prudente; dejadme.
Y le tendió su mano enguantada, dirigiéndose t
después, al encuentro de las tres damas, sola, con
cirios en torno de un féretro, y el Tritón no arroja-
ba agua, quizá por causa de alguna reparación ó
de limpieza, ó por ornato público. Por la pendiente
vía bajaban carros tirados por dos ó tres caballos
puestos en fila y grupos de obreros que volvían de
/ su trabajo. Algunos, cogidos del brazo, se bambolea-
ban cantando á voz en grito una canción impúdica.
Andrés se detuvo, para dejarlos pasar. Dos ó tres
de aquellos rostros colorados y bisojos le quedaron
IV impresos en su memoria. Observó que uno de los
carreteros llevaba una mano vendada y la venda
manchada de sangre. Así mismo observó otro ca-
rretero, arrodillado sobre el carro, que tenía la faz
lívida, las órbitas hundidas, la boca contraída, co-
mo un hombre atosigado. Las palabras de la can-
Poco después, Elena había abandonado el pala- i
ción se mezclaban á los gritos guturales, á los gol-
cío Farnesio casi de oculto, furtivamente, sin des- ?
pes de la fusta, al rumor de las ruedas, al tintineo
pedirse ni de Andrés ni de nadie. Había perma-1
de los cascabeles, á las injurias, á las blasfemias, á
necido en el baile, apenas media hora. Sperelli :
las ásperas risas.
la había buscado por todas las salas largo tiempo,
inútilmente. Su tristeza se agravó. Hallábase en una disposi-
A la mañana siguiente envió un criado al palacio ción de espíritu extraña. La sensibilidad de sus
Barberini á adquirir noticias de ella, y supo que 1 nervios era tan aguda que la más mínima sensa-
estaba mala. Por la noche fué en persona, con la es- ción producida por las cosas exteriores parecía
peranza de ser recibido; pero una camarera le dijo ; causarle una herida profunda.
que la señora sufría mucho y no podía ver á nadie. • Mientras un pensamiento fijo ocupaba y ator-
El sábado, hacia las cinco de la tarde volvió, con I mentaba todo su ser, sentía todo su sér expuesto á
la misma esperanza de ser recibido. los golpes de la vida circundante. Contra toda ena-
Salió á pie del palacio Zuceari. Era un crepúscu- genación de la mente y toda inercia de la voluntad,
lo violado y gríseo, un poco lúgubre, que poco á j sus sentidos permanecían activos y vigilantes, y de
poco se extendía sobre Roma como un pesado su- j esta actividad no tenía, sin embargo, más que una
dario. En torno á la fuente de la plaza Barberini | conciencia obscura é inexacta. Los grupos de sen-
los faroles ardían ya, con palidísimas llamas, como
TOMO I 8
saciones le atravesaban de improviso el espíritu,
semejantes á grandes fantasmagorías en medio de —A mí, no. Pero á tí, quizás, podrá recibirte.
una obscuridad, turbándolo y causándole espanto. Y Grimiti se echó á reir maliciosamente, entre
Las nubes del ocaso, la sombría forma del Tritón el humo de su cigarrillo.
en medio de un círculo de faroles mortecinos, el —No comprendo—dijo Andrés, con seriedad y
paso ó descenso bárbaro de aquellos hombres bes- rostro grave.
tiales y de aquellas bestias enormes, los gritos, las —¡Vaya! ¡vaya! Es inútil ya todo disimulo: se di-
canciones, las blasfemias, exasperaban su tristeza, ce que estás ya en favor. Lo supe anoche en casa
suscitaban en su corazón un temor vago, como de Pallavicmi, por una de tus amigas, te lo juro.
un presentimiento trágico. Andrés hizo un gesto de impaciencia y se volvió
para alejarse.
Un carruaje cerrado salía del jardín. Al fijar en
él su mirada vió inclinarse al cristal un rostro de —¡Bonne chance!—le gritó el duque.
mujer que lo saludaba; pero no lo reconoció. El pa- Andrés entró en el pórtico. Su vanidad gozaba
lacio elevábase delante de él, vasto como una mo- ya por aquel «se dice» tan pronto esparcido, y sen-
rada regia; los cristales de las ventanas del primer tíase ya más seguro, más ligero, más alegreJleno
piso brillaban con reflejos violáceos; sobre el rema- de una íntima complacencia. Las palabras de Gri-
te del edificio se reflejaba una débil claridad; del miti habían levantado en un segundo su decaído
vestíbulo salía otro carruaje cerrado. ánimo, como un sorbo de un licor cordial. A medi-
—Si pudiese verla—pensó deteniéndose. da que subía la escalera, su esperanza acrecía. Al
Retardaba el paso para prolongar la incertidum- llegar delante de la puerta se detuvo para contener
bre y la esperanza. Ella le parecía muy lejana, ca- su ansia. Después, llamó.
si perdida, en aquel edificio tan vasto. El criado lo reconoció, y dijo en seguida:
El carruaje se detuvo, y un hombre asomó la ca- —Si el señor conde tiene la bondad de esperar
beza á la portezuela, llamando: un momento, voy á avisar á Mademoiselle.
—¡Andrés! Andrés asintió, y se puso á pasear por la vasta
Era el duque de Grimiti; uno de sus parientes. antecámara donde parecía que repercutiese fuerte-
—¿Vas á casa de la Scerni?—preguntóle con fina mente el tumulto de su sangre.
sonrisa. Las lámparas de hierro forjado iluminaban des-
—Sí,—contestó Andrés—voy á tomar noticias. igualmente el cuero de las paredes, las arcas y los
Tú ya sabes, está enferma. bancos de madera tallada, los bustos antiguos sobre
—Lo sé. Vengo de allí. Está mejor. pedestales ele brocatel. Bajo un baldaquino recama-
—¿Recibe? do resplandecían las armas ducales: un liocornio
de oro e n campo de gules. En medio de una mesa
veíase un plato de bronce Heno de tarjetas: y ; al
percibir el sonido inesperado de aquella voz, que
arrojar sobre ellas una mirada, vió la que acababa
pensó: «La emoción me ahoga y me siento desfalle-
de dejar Grimiti. cer.» Tenía como un obscuro presentimiento de
En sus oídos le resonaba todavía el augurio iró- una felicidad sobrenatural que superaba la tortura
nico: ¡Bonne chance! de su espectación, que excedería á sus sueños, que
Mademoiselle apareció, diciendo: sobrepujaría sus fuerzas.—¡Ella estaba allí, al otro
—La duquesa está un poco mejor. Creo que el lado de aquella puerta!—Toda noción de la reali-
señor conde podrá pasar á saludarla, un momento. dad huía de su espíritu. Le parecía tener, á un
Si así lo desea, puede venir conmigo. tiempo, pictórica ó poéticamente imaginada, una
Era, la señorita de compañía de la duquesa de semejante aventura de amor, en las mismas cir-
Scerni, una mujer de juventud ya marchita, más cunstancias, con aquel mismo aparato, con aquel
bien delgada, vestida de negro, con dos ojos grises mismo fondo, con aquel mismo misterio; pero de la
que brillaban singularmente entre los falsos rizos que otro, un personaje imaginario, era el héroe.
rubios. Tenía el paso y el gesto, ligerísimos, casi Mas, en aquellos momentos, por un extraño fenó-
furtivos, como de quien tenga la costumbre de vi- meno fantástico, aquella ideal ficción de arte con-
vir entre enfermos, ó de atender á oficios delicados fundíase con el caso real, y esto le causaba un sen-
ó de ejecutar órdenes secretas. timiento indefinible de turbación y sobresalto.—
—Venga, señor conde. Cada tira de tapicería que cubría el hueco de la
Ella precedía á Andrés al atravesar las lujosas misteriosa puerta tenía una figura simbólica. El Si-
habitaciones, apenas iluminadas, sobre los mullidos lencio y el Sueño, dos efebos, esbeltos y altos como
y gruesos tapices que atenuaban todo rumor; y el hubiera podido dibujarlos el Primaticcio boloñes,
joven, á pesar del infrenable tumulto de su espíritu custodiaban la puerta. Y era él, él mismo, el que
experimentaba contra ella un sentimiento instinti- estaba delante, en espera; y al otro lado de aquel
vo de repulsión, sin saber por qué. simbólico tapiz, quizás en el lecho, respiraba la mu-
Al llegar á una puerta que cubrían dos tapices jer amada.—El creía oir esta respiración en la pro-
orlados de terciopelo rojo, de la época de los Médi- pia palpitación de sus arterias.
cis, ella se detuvo, diciendo:
Mademoiselle salió al fin. Y recogiendo y tenien-
—Esperad aquí. Entro primero á anunciar al se-
do levantado con la mano el pesado tapiz, dijo en
ñor conde.- voz baja y con una sutil sonrisa:
Una voz del interior de la estancia, la voz de —Podéis entrar. .
Elena, llamó: Y se retiró á un lado para dejar libre el paso al
—¡Cristina! visitante.
Andrés sintió temblar sus venas con tal furia, al


118 GABRIEL D ; ANNUNZIO
Andrés entró. Elena había cerrado los ojos, como para saborear
De pronto recibió la impresión de un aire bastan- más íntimamente la ola de placer que le subía por
te cálido, casi sofocante; en aquel ambiente sintió el brazo, y le inundaba su palpitante seno, y le pe-
el olor especial del cloroformo; vislumbró algo en- netraba en sus más secretas fibras. Revolvía la ma-
carnado en la sombra; el damasco rojo de las pare- no bajo la ardorosa boca del apasionado amante,
des, los cortinajes del lecho; oyó la voz fatigada de para sentir sus besos sobre la palma, sobre el dor-
Elena que murmuraba: so, entre los dedos, en torno al pulso, sobre todas
—Os agradezco, Andrés, la visita. Estoy mejor. sus venas, en todos sus poros.
Un poco vacilante, porque no veía distintamente —¡Basta!—murmuró, al fin, abriendo los ojos.
las cosas á la débil y opaca luz que iluminaba la Y con la mano que sintió un poco entorpecida
estancia, avanzó hasta el lecho. desfloró los cabellos de Andrés.
Ella sonreía lánguidamente, con la cabeza hundi- En esta caricia tan tenue había takto abandono
da en las almohadas, en posición supina, en la pe- que ella fué para el alma del apasionado joven la
numbra. Una venda de lana blanca le cubría la hoja de rosa sobre el colmado cáliz.
frente y las mejillas, pasando por debajo de la bar- La pasión desbordó, como torrente que rompe el
ba, como una toca monacal; y, ni la piel del rostro dique que lo aprisionaba. Le temblaban los labios,
era menos blanca .que aquella venda. Los ángulos bajo la onda confusa de palabras que él no conocía,
externos de sus párpados se reducían y comprimían que él no profería; experimentaba la sensación vio-
por la contracción dolorosa de los nervios inflama- lenta y divina de una vida que se dilatase más allá
dos; á cortos intervalos el párpado inferior sufría de sus órganos.
un ligero temblor involuntario, y el ojo estaba hú-
—¡Qué dulzura! ¿Es verdad?—dijo Elena en voz
medo, infinitamente suave, como velado por una lá-
baja, repitiendo su blanda caricia. Y un estremeci-
grima que no pudiese rebosar, casi implorando en-
miento recorrió toda su persona visible, á través
tre las pestañas temblorosas.
de la pesada cubierta de su lecho.
Una inmensa ternura invadió el corazón del jo- Como Andrés hiciera ademán de cogerle de nue
ven, cuando la vió de cerca. Elena sacó fuera uná vo la mano, ella suplicó:
mano y se la tendió, con un gesto muy lento. El se —No... ¡Así, permanece así! ¡Me agrada tanto!
inclinó, casi se arrodilló sobre el borde del lecho, y Oprimiéndole las sienes, hízole descansar la ca-
se puso á cubrir de besos rápidos y ligeros aquella beza sobre el borde de la cama, de modo que él
mano que ardía, aquel pulso que latía con la fuerza sentía contra su mejilla la forma de la rodilla de
de la calentura, ella. Después lo contempló un poco, sin dejar de
—¡Elena! ¡Elena! ¡Amor mío! acariciarle los cabellos; y con una voz moribunda
de delicia, mientras que entre sus pestañas pasaba tristeza obscura que hay en el fondo de toda felici-
algo asi como un relámpago blanco, añadió, prolon- dad humana, como en la embocadura de todos los
gando las palabras: ríos está el agua amarga. Ella, tendida é inmóvil
—¡Cuánto me gusta! sobre el lecho, tenía los brazos fuera de la colcha
Un indefinible aleteo voluptuoso se marcaba en abandonados á lo largo de los flancos de la cama,
la apertura de sus labios, cuando pronunciaba la ; las manos supinas, casi muertas, agitadas á cada
primera silaba de aquel verbo tan fluido y sensual • momento por un ligero estremecimiento, y miraba
en boca de una mujer. á Andrés, con los o : os muy abiertos, con una mira-
—¡Todavía!—murmuró el amante, cuyos sentidos da continua, inmóvil, intolerable. Una á una, las lá-
languidecían de pasión bajo la caricia de sus finos j grimas empezaron á rebosar y descendieron por
dedos, bajo la adulación de sus palabras.—¿Toda- | sus mejillas una á una, silenciosamente.
vía? ¡Dime! ¡Habla! —Elena, ¿qué tienes? Dime: ¿qué tienes?—pre-
—¡Me agrada tanto!—repetía Elena, viendo las guntóla el amante, cogiéndole las muñecas é incli-
miradas de Andrés, fijas en sus labios y conociendo nándose para beber las lágrimas de sus pestañas.
quizá la fascinación que ella emanaba con aquellas Ella apretaba fuertemente los dientes y los labios
palabras. para reprimir un sollozo.
Después, ambos callaron. Cada uno sentía la pre- Al fin, balbuceó:
senéia del otro, fluir y mezclarse á su sangre, hasta ; —Nada. Adiós. Déjame; ¡te lo ruego! Me verás
el punto de que el fluido emanado de él, daba la vi- ; mañana. Véte.
da á ella, y la sangre de ella, la vida al amante. Su voz y su gesto fueron tan suplicativos que
Un sileneio profundo engrandecía la estancia; el ;! Andrés obedeció.
crucifijo de Guido Reni daba un tinte religioso á la ' —Adiós—dijo él; y la besó en la boca, con gran
sombra de los cortinajes; el rumor de la ciudad lie- « ternura, gustando el sabor acre de las lágrimas,
gaba hasta allí como el murmurio de una ola bas- i bañándose en aquel llanto cálido.—¡Adiós! ¡Ama-
tante lejana. me! ¡Acuérdate de mí!
Entonces, con un movimiento repentino, Elena se Al traspasar el umbral parecióle oir detrás de sí
incorporó sobre el lecho, estrechó entre sus dos una explosión de sollozos. Marchó adelante, un poco
palmas la cabeza del joven, lo atrajo á sí, le alentó incierto, vacilando como un hombre que no tenga
sobre el rostro el hálito de su deseo, lo besó una y la vista muy segura. Percibía en sus sentidos el
cien veces en los labios, en los ojos, ,en la frente... olor del cloroformo, semejante á un vapor de em-
Por fin, cayó sobre el lecho y se ofreció. briaguez; pero á cada paso algo íntimo le huía, se
Después, una inmensa tristeza la invadió; esa esparcía en la atmósfera y, por un impulso instinti-
YO, hubiera querido apoderarse, retener, envolver- V llegaban tan allá, que á veces una obscura in-
se, impedir aquella dispersión. Delante de él las es- quietud se apoderaba de ellos, aun en el colmo del
tancias aparecían desiertas y mudas. Sobre el um- olvido, como si una voz secreta subiese del fondo
bral de una puerta apareció de pronto Madamoi- de su sér á advertirles de un ignoto castigo, de un
selle, sin haber dejado oir ningún rumor de pasos, término próximo. De su misma laxitud resurgía
ningún roce de vestidos, como un fantasma. aún más sutil el deseo, más temerario, más impru-
—Por aquí, señor conde. No encontráis la salida. dente: á medida que se embriagaban, la quimera
Sonreía de una manera ambigua é irritante, y la de su corazón se agigantaba, se agitaba, generaba
curiosidad hacía más penetrantes sus ojos grises. nuevos sueños; parecía que no encontraban reposo
Andrés no habló. De nuevo la presencia de aquella más que en el esfuerzo y en el exceso, como la lla-
mujer érale molesta, le estorbaba, le despertaba, ca- ma no encuentra la vida sino en la combustión. A
si una repugnancia vaga, le causaba ira. veces, una fuente inopinada de placer abríase en
Apenas estuvo bajo el pórtico, respiró como un sus almas, como salta de pronto un surtidor de
hombre librado de un angustioso peso. La fuente agua viva bajo las pisadas de un hombre que va-
murmuraba entre los árboles quedamente, rompien- gue á la ventura por un bosque intrincado; y de
do á veces en un estrépito sonoro; todo el firma- ella bebían sin medida, hasta que la veían exhausta.
mento centelleaba de estrellas que algunas nubes Otras veces su alma, bajo el influjo de los deseos y
gironadas envolvían como en largas cabelleras grí- por un singular fenómeno de alucinación, producía
seas ó en vastas redes negras; entre los colosos de la imagen engañosa de una existencia más larga,
piedra, á través de las cancelas, aparecían y des- más libre, más potente, ultradeliciosa, y ellos se
aparecían los faroles de los carruajes en curso; es- sumergían, gozaban y respiraban en ella, como en
parcíase en el aire frío el soplo de la vida urbana, su atmósfera natal. Las finuras y delicádezas del
las eampanas sonaban á lo lejos y de cerca. Tenía, sentimiento y de la imaginación sucedían á los ex-
al fin, la conciencia completa de su felicidad. cesos de la sensualidad.
Una felicidad llena, olvidadiza, libre, siempre Ninguno de los dos ponía freno á ,1a mutua pro-
nueva, sentida por ambos desde entonces. La pa- digalidad de la carne y del espíritu. Experimenta-
sión les envolvió y les hizo inconscientes de todo ban una alegría indecible en rasgar todoslos velos,
aquello que para ambos no fuese un goce inmedia- en descubrir todos los secretos, en violar todos los
to. Admirablemente formados uno y otra en el espí- misterios, en poseerse hasta en lo profundo, en pe-
ritu y en el cuerpo, para el ejercicio de todos los más netrarse, en mezclarse, en componer un sólo sér.
altos y los más raros deleites, ambos perseguían —¡Qué extraño amor!—decía Elena, recordando
sin tregua lo Absoluto, lo Imposible, lo Inaccesible; los primeros días, su enfermedad, su rápida deci-
sión.—Me hubiera entregado á tí, la misma noche Las iglesias del Aventino, Santa Sabina con sus
que te vi. bellas columnas de mármol de Paros, el hermoso
Ella experimentaba una especie de orgullo. iardín de S a n t a María del Priorato, el campanario
Y el amante decía: de Santa María en Cosmedin, semejante a una vi-
—Cuando oí, aquella inolvidable noche, anunciar viente estrella rósea en el azul, conocían su amor.
mi nombre unido al tuyo, tuve, no sé por qué, la ín- Las villas de los cardenales y de los príncipes, la
tima certidumbre de que mi vida estaba ligada á la villa Pamphilv, que se contempla en sus fuentes y
tuya p a r a siempre. en sus lagos, toda graciosa y afable todo bosque
Ellos creían lo que decían. Juntos leyeron la ele- para encerrar un noble idilio, y donde los balaus- MKii
gía romana de Goethe; «Lass dich, Geliebte, nicht tres de piedra y las maderas arbóreas compiten en
r¿un, dass dn mir so schnell dich ergeben/...» ¡No número; la villa Albani, fría y muda como un claus-
te arrepientas, querida, de haberte tan prontamen- tro selva de mármoles esculpidos y museo de bojs
te entregado! Créeme, yo de tí no guardo ningún centenarios, donde de los vestíbulos y de los pórti-
pensamiento bajo é impuro. Los dardos del Amor cos por entre las columnas de granito, las canati-
tienen varios efectos: los unos a r a ñ a n apenas, y del desy los ermitorios símbolos de inmovilidad,contem- IKSH
tóxico que se insinúa el corazón sufre muchos años; plan la inmutable simetría del verde, y la villa
bien guarnecidos con pluma3 y armados de un hie- Médicis, que semeja un bosque de esmeraldas rami-
rro agudo y vivo, los otros penetran en la médula ficándose en una luz sobrenatural, y la vüla Ludo-
y súbitamente inflaman la sangre. En los tiempos visi, un poco perfumada de violetas con-
s a l v a j e ,
Mi
heróicos, cuando I03 dioses y las diosas amaban, el sagrada por la presencia de Juno á quien Woltgang
deseo seguía á la mirada, el goce seguía al deseo. lin
adoró, donde en aquel tiempo los plátanos de Orien-
¿Crees tú que la diosa del Amor había meditado to y los cipreses de la Aurora, que parecían inmor-
largamente cuando, bajo los bosquecillos de Ida, tales, se estremecían en el presentimiento del mer-
Anquises un día le agradó? ¿Y la Luna? ¡Si ella du- cado y de la muerte; todas las villas patricias, so-
daba la celosa Aurora hubiera presto despertado al berana gloria de Roma, conocían su amor.
hermoso pastor! Hero vió á Leandro en plena fies- Las galerías de cuadros y. de estatuas, la sala del
ta, y el apasionado amante se zambulló en la onda palacio de los Borgias, donde delante de la Danae
nocturna. Rea Silvia, la virgen regia, va á sacar Elena sonreía como delante de la revelación de si
agua en el Tíber y la arrebata el dios...» misma, y la sala de los espejos, donde su imagen
Para ellos, como para el divino cantor de Fausti- pasaba entre los amores de Ciro Ferri y las guir-
na,Roma se iluminaba de una nueva luz. Por donde naldas de Mario de Fiori; la cámara de Hehodoro,
quiera que pasaban dejaban un recuerdo de amor. prodigiosamente animada de la más fuerte palpita-
Ción de vida que el Sanzio haya sabido infundir á espíritu y de aquel cuerpo. Otras, las caricias de su
amante le arrancaban un grito, en el cual exhalá-
B o ~ , X T P a r G d ; y 6 1 l a m e n t o de base todo el terrible espasmo del sér angustiado
6 del
desfrrníil ' *** Rnturicchio se por la violencia de la sensación. Muchas, entre los
1 1 m ,a§:rOSO t6J Íd0 d e h í s t
Sulas I " ? j ' ™ a s , de brazos de su amado, sentíase presa de una especie
vt l . Í S f U T S ' d e C a P r i c h o s > d e artificios y de de sopor estático, en el que ella creía trocarse, por
valentías, y la cámara de Galatea, por donde I di la transfusión de otra vida, en una criatura diáfa-
f u n d e n o sé q u é p u r a f r e s c u r a y q u é ' s e r e n i d a d in- na, fluida, penetrada de un elemento inmaterial,
d e l u
Y gabinete del Hermafrodito, purísima; mientras que todas las pulsaciones, en su
fnn^ f estupendo monstruo, nacido d e la volup- multitud, le daban imagen del temblor incesante
u forf u n semidiós, extiende de un mar tranquilo en el estío. También, á veces,
finIJTl am blgUa 6 n t r e 108desteIl0S d e
, 'as piedras entre los brazos, sobre el pecho de su adorado, des-
de la Be,Ieza pués de las caricias, sentía dentro de si la voluptuo-
cí^n sus amo
cían amores.
Ellos c o m p r e n d í a n el s u b l i m e g r i t o d e l poeta-
sidad aquietarse, adormecerse, á semejanza de un
tEm W agua hirviente que poco á poco se aquieta; pero si el
* f m r m ó Rom!—¡Tú eres mi amante respiraba más fuerte ó hacía el menor mo-
vimiento, ella sentía de nuevo una onda inefable
m el mnndo, la misma Roma no sería Roma.» —Y
atravesarla de la cabeza á los pies, vibrar dismi-
la escalera de la Trinidad, glorificada por la lenta
nuyendo y, al fin, morir. Esta «espirituación» del
ascensión del Día, era la escalera de k F i e l d a d goce carnal, causada por la perfecta afinidad de
por a ascensión de la bellísima Elena Muti los cuerpos, era quizás el más saliente entre los fe-
Elena complacíase en subir ¿ menudo por aque- nómenos de su pasión. Ella, á veces, tenía lágrimas
las g r a d a s al retiro d e l p a l a c i o Z u c c a r T s u b T a más dulces que los besos.
iendo s bra; per
S S ' á i i? r °
n í a rápida a la cima. Muchas fueron las horas ilo
Y en los besos ¡qué dulzura más profunda! Hay
bocas de mujer que parecen encender de amor el
S ? l m r s q u e m i d i 0 6 1 pequeoo cráneo de már-"
fi dedicado á Hipólita, que Elena acercaba é vece S hálito que las abre. Las embermejece una sangre
a oído con un gesto infantil, mientras o p ^ J más rica que la purpura, ó las hiela una palidez de
otra mejilla sobre el pecho de su amante para es agonía; las ilumina la bondad de un consentimiento
cuchar á la par la fuga de los segundos y ^ a t ó las obscurece una sombra de desdén; las desplega
dos de su corazón. Andrés le aparecía siempre con el placer ó las tuerce el sufrimiento; llevan siem-
lgu veces eiia pre en sí un enigma que turba á los hombres de
zcasirsrT-t r
atónita ante
>
la infatigable vitalidad de aquel
" inteligencia y los atrae y los cautiva. Una asidua
discordia entre la expresión de los labios y la de
los ojos engendra el misterio; parece que una doble
alma se les revela con diversa belleza, alegre y
triste, helada y apasionada, cruel y misericordiosa,
humilde y orgullosa, sonriente é irónica; y esta
ambigüedad suscita la inquietud en los espíritus
que se complacen de las cosas obscuras. Dos artis-
tas del siglo xv, meditativos, perseguidores infati-
gables de un ideal raro y supremo, psicólogos agu-
dísimos, á quienes se debén quizá los más sutiles
análisis de la fisonomía humana, sumidos de conti-
nuo en el estudio ó en la pesquisa de las dificulta-
des má3 arduas y de los secretos más ocultos, Boti-
celli y Vinci, comprendieron y rindieron por vario
modo en su arte toda la indefinible seducción de
tales bocas.
En los besos de Elena había, en verdad, para su
amado, el más sublime elixir de la voluptuosidad.
De todas las mezclas carnales aquella parecíales la
más completa, la más perfecta. Creían á veces que
la viva flor de sus almas se deshacía bajo la pre-
sión de sus labios, esparciendo un jugo de delicia
por todas sus venas, que afluía al corazón; y, otras
veces, experimentaban la sensación ilusoria como
de un fruto tierno y húmedo que se les derritiese
en el corazón. Tan perfecta era la conjunción, que
una forma parecía el natural complemento de la
otra. Para prolongar el sabor, contenían la respira-
ción hasta que se sentían morir de angustia, mien-
tras las manos de. la una temblaban sobre las sie-
nes del otro perdidamente. Al separarse se miraban
con los ojos fiuctuantes en una niebla de torpez^.

Be rebujaba en el manto aodlaoal


Y ella decía, con la voz un poco ronca, sin fuerzas
para sonreír:—Moriremos.
A veces, al revés, él cerraba los párpados espe-
rando. Ella, que conocía aquel artificio, inclinábase
sobre él con meditada lentitud á besarlo. No sabía
el amado dónde recibiría aquel beso que, en su vo-
luntaria ceguedad, vagamente presentía. En aquel
minuto de espectación y de incertidumbre, un an-
sia indescriptible agitaba todos sus miembros, se-
mejante en su intensidad al terror de un hombre
vendado que estuviera bajo la amenaza de una
marca de fuego. Cuando, por fin, los labios lo toca-
ban, reprimía con esfuerzo un grito. Y la tortura
de aquel minuto le agradaba, porque no es raro
que el sufrimiento físico en el amor atraiga más que
el halago. Elena también, por ese singular espíritu
\ >4 imitativo que impulsa á los amantes á devolver
exactamente una caricia, quería probar.
—Me parece—decía, con los ojos cerrados,—que
todos los poros de mi piel sean como un millón de
pequeñas bocas anhelantes de la tuya y anhelosas
de ser elegidas, envidiosas la una de la otra...
Y entonces, por equidad, él se ponía á cubrirla
de besos rápidos y espesos, recorriendo todo su
cuerpo, sin dejar intacto el más mínimo espacio,
sin interrumpir un segando su obra. Ella reía, feliz,
sintiéndose envolver como por un invisible velo hú-
medo y cálido; reía y gemía, loca, sintiendo la fu-
ria de aquellos besos tempestuosos; reía y lloraba,
delirante en el paroxismo del plaoer, no pudiendo
ya soportar aquel devorante ardor. Después, con
gn esfuerzo repentino, aprisionaba entre sus brazos
9
TOMO I
el cuello de su amado, le enlazaba con sus cabe sentimiento ocurrían siempre en los lánguidos in-
líos, lo estrechaba y lo retenía como á una presa tervalos del placer, cuando sobre el reposo dé la
palpitante. Y él, fatigado, contento y feliz en ceder, carne el alma experimentaba una vaga necesidad
permanecía cautivo de aquellos lazos. de idealidad. Entonces, también, resurgían en el jo-
Elena, contemplándole^ exclamaba: ven las idealidades del arte que él amaba; y en su
—¡Cuán joven eres! inteligencia se agrupaban todas las formas en otro
La juventud en él, á pesar de todas las corrup- tiempo buscadas y contempladas, que pedían salir,
ciones, de todas las disipaciones, resistía, persistía, y las palabras del monólogo goethiano le estimu-
á semejanza de un metal inalterable, de un aroma laban.— «¿Qué puede bajo tus ojos la ardiente natu-
indestructible y tenaz. El esplendor sincero de la raleza? ¿Qué puede la forma del arte en torno de tí
juventud era, precisamente, su cualidad más pre- si la apasionada fuerza creadora no te llena el alma
ciosa. A la gran llama de la pasión, cuanto en él y no afluye á la punta de tus dedos, incesantemen-
había de más falaz, de más triste, de más artificio- te, para producir?» El pensamiento de dar ale-
so, de más vano, se consumía como en una hogue- gría á la amante por un verso numeroso ó cOn una
ra. Tras la disolución de la fuerza producida por el línea noble, lo empujaba á la otra. Escribió La Si-
abuso del análisis y de la acción separada de todas mona, é hizo las dos aguas fuertes, la del Zodiaco
las esferas interiores, volvía á la unidad de las j y la de La Copa de Alejandro.
fuerzas, dé las acciones, de la vida; reconquistaba • El cogía, en el ejercicio del arte, los instrumen-
la confianza y la espontaneidad; amaba y gozaba tos difíciles, exactos, perfectos, incorruptibles: la
siempre juvenilmente. Algunos de sus abandonos \ métrica y la incisión, é intentaba proseguir y reno-
parecían más propios de un muchacho inconscien- var las formas tradicionales italianas, con severi-
te; algunos de sus caprichos estaban llenos de gra- dad, realzándose á los poetas del estilo nuevo y á
cia, de frescura y de ardor. los pintores que precedieron al Renacimiento. Su
—Algunas veces—le decía Elena,—mi ternura espíritu era esencialmente formal. Más que el pen-
]5or tí se hace más delicada que la de una amante, i samiento amaba la expresión. Sus ensayos litera-
Yo no sé... se vuelve casi maternal. rios eran ejercicios, juegos, estudios, requisas, ex-
Andrés reía, porque ella era mayor apenas en perimentos técnicos, curiosidad. Pensaba, con En-
tres años. rique Heine, que es más difícil componer seis ver-
—Algunas veces—decíala él,—la comunión de sos hermosos que ganar una batalla campal. Su
mi espíritu con el tuyo me parece tan casta que yo Fábula del Hermafrodito imitaba en la estructura
te llamaría hermana, besándote las manos. la Fábula de Orfeo, de Poliziano, y tenía estrofas
Estas falaces purificaciones y elevaciones del J de extraordinaria delicadeza, potencia y harmonía,
especialmente en los coros de monstruos de doble tenecientes á la segunda generación, como Sandro
naturaleza: centauros, sirenas y esfinges. Su nueva Boticelli, Dominico Ghirlandajo-y Filipino Lippi.
tragedia La Simona, de forma breve, tenía un sa- Sus dos últimos cobres representaban, en dos
bor singularísimo. Magüer rimara en el antiguo episodios de amor, dos actitudes de la Belleza de
metro toscano, parecía imaginada por un poeta in- Elena Muti, y tomaba el título de los accesorios.
glés del siglo de Isabel sobre una novela del Deca- Entre los objetos más preciosos que poseía An-
rneron, y encerraba en sí una parte del dulce y ex- drés Sperelli había una colcha de seda fina, de un
traño encanto que hay en algunos pequeños dra- color azul pálido, con los doce signos del Zodiaco
mas de Guillermo Shakespeare. bordados á su alrededor, con las denominaciones
En el frontispicio del Ejemplar Unico el poeta se- Aries, Taurus, Géminis, Cáncer, Leo, Virgo, Libra,
ñaló así su obra: «A. S. CALCOGRAPHUS AQUA FORTI Escorpión, Sagitaríus, Capricornio, Acuario y Pis-
SEBI TIBI FECIT.» cis con caracteres góticos. Un Sol pespunteado ocu-
El cobre le atraía más que el papel, el ácido ní- paba el centro del círculo; las figuras de los anima-
trico más que la tinta, el buril más que la pluma. les, dibujadas con un estilo un poco arcaico que
Ya uno de sus antepasados, Justo Sperelli, había recordaba el de los mosaicos, tenían un esplendor
ensayado el grabado. Algunas de sus estampas, eje- extraordinario: toda la estofa era digna de cubrir
cutadas allá por el año 1520, revelaban manifiesta- un tálamo imperial. Ella, en efecto, provenía del
mente la influencia de Antonio Pollajuollo por la equipo de Blanca María Sforza, sobrina de Ludovico
profundidad y casi diríamos lo acerbo del dibu- el Moro, esposa que fué del emperador MaximL
jo. Andrés tenía la factura de Rembrandt á trazos liano.
libres y la manera negra predilecta de los pinto- La desnudez de Elena no podía, en verdad, tener
res ingleses de la escuela de Green, del Dixon, del un más rico ropaje. A veces, mientras Andrés esta-
Earlom. Había formado su educación artística ins- ba en otra habitación, ella se desnudaba rápida-
pirándose en todos los ejemplares, había estudiado mente y se metía en la cama, debajo de la admira-
detenidamente el efecto perseguido por cada gra- ble colcha, y llamaba á su amante. Y cuando éste
bador, había aprendido de Alberto Durero y del acudía al llamamiento, recibía la impresión de una
Parmigianino, de Marco Antonio y del Holbein, de divinidad envuelta en una zona de firmamento.
Aníbal Caracci y de Mac-Ardell, de Guido y de Ca- También, á veces, para ir á la chimenea, levantó-
lotta, de Toschi y de Gerardo Audrán; pero su esti- base del lecho, llevando consigo el ropaje sideral.
lo y su manera propia, sobre el cobre, era éste: Friolenta, se rebujaba toda ella en el manto zodia-
hermanar con los efectos de luz del Remblandt las cal, y caminaba á pie descalzo, con paso breve, pa-
elegancias de dibujo de los artistas florentinos per- ra no enredarse con los pliegues abundantes. El sol
/

resplandecía en las espaldas, á través de los cabe- llevó consigo á su entrada en Chinon, descrita por
llos sueltos, el Escorpión le cogía un pecho; un gran el señor de Brantóme. El dibujo de las figuras que
fragmento zodiacal arrastraba detrás de ella, sobre giraban en torno, y las que surgían de los bordes de
la alfombra, barriendo las rosas que acababa de es- las dos extremidades, se atribuían al Sanzio.
parcir. La copa se llamaba de Alejandro porque fué
Una de las aguas fuertes representaba precisa- compuesta en memoria de aquella otra prodigiosa,
mente á Elena, dormida, bajo los signos celestes. en la que en los grandes festines solía prodigiosa-
La forma femenina aparecía moldeada por los plie- mente beber el Macedonio. Grupos de Sagitarios
gues de la estofa, con la cabeza abandonada un contorneaban los flancos del vaso, con los arcos
poco fuera del borde del lecho, con los cabellos llo- tendidos, tumultuosos, en las actitudes admirables
viendo en eascada y que lamían el tapizado suelo, de aquellos otros que Rafael pintó desnudos y sae-
con un brazo colgante y el otro á lo largo del cos- teando contra l'Erma en el fresco que hay en la sa-
tado. Las partes no ocultas, ó sea el rostro, el seno la del palacio de los Borgias, decorada por Juan
y los brazos, eran luminosísimos, y el buril había Francisco Bolognesi. Perseguían una gran Qui-
dado gran relieve al centelleo de los recamos en la mera, que surgía por encima del borde, como
penumbra y el misterio de los símbolos. Un alto le- una asa, en la extremidad del vaso, mientras en la
brel blanco, Famulus, hermano del que posa la parte opuesta brincaba el joven sagitario Bellero-
cabeza sobre las rodillas de la condesa d'Arundel fonte,conel arco tendido contra el monstruo nacido
en el cuadro de Pedro Pablo Eubens, extendía el del Tifón. Los adornos de la base y del borde eran
cuello hacia la dama, mirando, firme sobre sus cua- de una muy rara elegancia. El interior estaba do-
tro patas, dibujado con una feliz valentía de es rado como el de un copón; el metal era sonoro co-
corzo. El fondo de la estancia era opulento y obs- mo un instrumento; su peso, de trescientas libras,
curo. y su forma era en un todo harmoniosa.
La otra agua fuerte referíase al histórico jarrón A menudo, por capricho, Elena Muti tomaba en
de plata que Elena Muti había heredado de su tía aquella copa su baño matutino; pues en ella podía
Flaminia, y que se llamaba la «Copa de Ale- muy bien sumergir, si no tender, toda su persona,
jandro» . y nada, en verdad, igualaba la suprema gracia de
Este histórico jarrón fué donado á la princesa de aquel cuerpo recogido en el agua que el dorado
Bisenti por César Borgia, antes de partir para teñía de una indescriptible tenuidad de reflejos,
Francia á llevar la bula de divorcio y las dispensas porque el metal no estaba plateado todavía y el
del matrimonio á Luis VII, y debía de haber for- oro moría.
mado parte del fabuloso equipaje que el Valentino Encantado de las tres formas diversamente ele-
gantes, la de la mujer, la de la copa y la del lebrel, estaba su embriagador orgullo, su tormentosa
el artista encontró una composición de líneas belli
alegría.
simas. La mujer, desnuda, en pie, dentro del j a
A Elena parecíala ser deificada por su amante,
rrón, apoyándose con una mano sobre la saliènte
como Isotta lo había sido en las indestructibles me-
de la Quimera y con la otra sobre la del Belloro-
dallas que Segismundo Malatesta hizo acuñar para
fonte, se inclinaba hacia adelante para halagar al
glorificarla.
perro que, plegado en arco sobre las patas delante-
Pero ella, en los días precisamente en que An-
ras abatidas y sobre las posteriores derechas, á se-
drés atendía á su obra, se ponía triste y taciturna
mejanza de un felino cuando va á saltar, alargaba
y suspirosa, como bajo la presión de una secreta é
hacia ella el hocico largo y sutil como el de un so-
íntima angustia. Tenía de improviso, efusiones de
llo, agudamente.
ternura tan arrebatadora, mezclada de lágrimas y
Jamás Andrés Sperelli había gozado y sufrido de sollozos mal reprimidos, que el joven quedaba
con más ardor la intensa ansiedad del artista al vi- atónito, lleno de sospechas, sin comprender.
gilar la acción del ácido, ciega é irreparable; jamás Una tarde regresaban á caballo del Aventino,
había con más ardor aguzado la paciencia en la por la pendiente de la vía de Santa Sabina, llevan-
sutilísima obra de la punta seca sobre las aspere- do todavía en sus retinas la gran visión de los pa-
zas de los pasajes. El había nacido, en verdad, cal- lacios imperiales incendiados por el crepúsculo, ro-
cógrafo como Lucas de Olanda. Poseía una ciencia jos de llamas entre los cipreses negruzcos que pe-
admirable (que erá quizás un raro sentido) de todas netraba un polvillo de oro. Cabalgaban en silencio,
las mínimas particularidades de tiempo y de grado porque la tristeza de Elena habíase comunicado al
que concurren á variar infinitamente sobre el co- amante. Frente á Santa Sabina, Andrés detuvo su
bre la eficacia del agua fuerte. No solamente la bayo corcel, diciendo:
práctica, la diligencia y la inteligencia, si que
—¿Te acuerdas?
aquella especie de sentido nativo, casi infalible, le
Algunas gallinas, que picoteaban en paz entre
advertía del momento preciso, del instante puntual,
los montones de hierbas, se dispersaron á los ladri-
en que la corrosión llegaba á dar tal preciso valor
dos de Famulus. La plaza, invadida por las granas,
de sombra que en la intención del artista debía te-
estaba tranquila y silenciosa como el sagrario de
ner la estampa. Y en el dominar tan espiritualmen-
una aldea; pero los muros tenían esa luminosidad
te aquella energía bruta, y casi pudiera decirse, en
singular que refleja de los edificios de Roma «en la
el infundirle su espíritu de arte y en el sentir no se
hora del Tiziano».
qué oculta correspondencia de medida entre el ba-
tir de su pulso y el progresivo morder del ácido, Elena se detuvo también.
—¡Cuán lejano parece aquel día!—dijo, con voz
algún tanto temblorosa.
133 GABRIEL D' ANNUNZIO
En efecto, aquel recuerdo se perdía indefinida; las historias esculpidas en la puerta de los cipreses?
mente en el tiempo, como si su amor durase mu- ¿Y después, la Virgen del Rosario? ¿Te acuerdas?
chos meses, muchos años. Las palabras de Elena La explicación te hizo reir y yo al oírte reir, no me
habían suscitado en el alma de Andrés esta ilusión pude contener, y reimos tanto delante de aquel po
extraña, á la par que una inquietud. Ella se puso á bre hermano que se avergonzó y no abrió más la
recordar todas las particularidades de aquella visi- boca, ni aún á lo último para darte las gracias.
ta, hecha en un mediodía del mes de Enero, bajo
un sol precozmente primaveral. Se extendía en mi- Después de un corto intervalo de silencio,
nuciosidades, insistiendo, y de vez en cuando inte- agregó:
rrumpíase como quien sigue, más allá de sus pala- —¿Y en San Alejo, cuando no quisiste dejarme
bras, un pensamiento no expresado. Andrés creyó ver la cúpula por el agujero de la cerradura? ¡Có-
sentir en la voz de su amada un lamento. ¿Qué la- mo reímos también allí!
mentaba ella? ¿Su amor no veía ante sí días aún De nuevo se calló. Un cortejo fúnebre subía por •
más dulces? ¿La primavera no estaba ya en Roma? el camino acompañando un féretro, seguido por un
El, perplejo, casi no la escuchaba ya. Sus caba- carruaje de alquiler lleno de parientes que llora-
llos bajaban al paso, uno al lado del otro, resollan- ban. El muerto era conducido al cementerio de los
do fuertemente por sus dilatadas narices ó acer- Israelitas. Era un entierro mudo y frío. Todos los
cando sus hocicos como para confiarse un secreto. hombres que componían el cortejo tenían la nariz
Famulus marchaba delante y detrás, en perpetua grande y los ojos rapaces, y se semejaban entre sí
carrera. como consanguíneos.
—¿Te acuerdas,—seguía preguntando Elena,—te A fin de que el cortejo pasase, los dos caballos se
acuerdas de aquel fraile que nos vino á abrir cuan- separaron, tomando cada uno un lado al rás de la
do hicimos sonar la campanilla? pared, y los amantes se miraron por encima del
—Sí, si... muerto, sintiendo acrecer su tristeza.
—¡Con qué ojos más estupefactos nos miró! Era Cuando se reunieron, Andrés preguntó:
pequeño, muy bajo, sin barba, con el rostro muy —Pero, ¿qué es lo que tienes? ¿En qué piensas?
rugoso. Nos dejó soles en el atrio, para ir á buscar Ella dudó, antes de responder. Tenía los ojos ba-
las llaves de la iglesia, y entonces tú me besaste. jos y fijos en el cuello del animal, acariciándolo con
¿Recuerdas? el puño del látigo, irresoluta y pálida.
—¿En qué piensas?—repitió el joven.
—Sí.
—Pues bien, ya que tanto empeño muestras, voy
—¡Y todos aquellos barriles en el atrio! ¿Y aquel
á decírtelo. El próximo miércoles parto, no sé para
olor de vino, mientras que el fraile nos explicaba
cuanto tiempo; quizás para mucho, tal vez para
siempre, ¡quién sabe!... Nuestro amor se rompe por
mi culpa; pero no me preguntes cómo, no me pre-
guntes por qué, no me preguntes nada, ¡te lo ruego!
No podría contestarte.
Andrés la miró, casi incrédulo. La cosa le pa-
recía tan imposible, que no le causó dolor ni pesa-
dumbre.
—Tú lo dices en broma, ¿no es verdad, Elena?

I•
Ella sacudió la cabeza, negando, porque se le ha-
bía cerrado la garganta, y, súbitamente puso su
caballo al trote. Detrás de ellos las campanas de
Santa Sabina y de Santa Prisca empezaron á so-
V
K nar en el crepúsculo. Trotaban en silencio, desper-
tando los ecos bajo los arcos, bajo los pórticos de
los templos, en las ruinas solitarias y vacías. Deja-
ron á la izquierda San Jorge de Velabro, que guar-
I 4M daba todavía el resplandor rojizo del ocaso en los
ladrillos del campanario, como en aquel lejano día La despedida sobre la vía Nomentana, aquel
de felicidad. Costearon el Foro romano, el. Foro de adiós al aire libre exigido por Elena, no resolvió
II Í«•- Pó Nerva, ya envueltos de una sombra azulada, seme- ninguna de las dudas que Andrés tenía en su alma:
I t g jante á la de las nevadas durante la noche. Por fin, —¿Cuáles serían las secretas razones de aquella
IHHr se detuvieron bajo el Arco de los Plátanos, donde súbita partida?—En vano trataba de penetrar el
misterio; las dudas seguían atormentando su es-
les esperaban sus palafreneros y el carruaje.
píritu.
Asi que Elena se apeó de su gallardo trotón, ten-
dió la mano á Andrés, evitando mirarle en los ojos. Durante los primeros días, los asaltos del dolor y
Parecía que tuviese gran prisa en alejarse. del deseo fueron tan crueles, que el abandonado
amante pensó morir. Los celos, que después de los
—¿Y bien?—preguntóla Andrés, ayudándola á
subir en su coche. primeros accesos habíanse disipado ante el asiduo
ardor de Elena, resurgían en él, despertados por
—Hasta mañana. Esta noche, no.
los pensamientos impuros; y la sospecha de que un
hombre pudiera esconderse en el fondo de aquella
obscura intriga, le causaba un tormento insoporta-
ble. A veces invadíale una baja cólera contra la
siempre, ¡quién sabe!... Nuestro amor se rompe por
mi culpa; pero no me preguntes cómo, no me pre-
guntes por qué, no me preguntes nada, ¡te lo ruego!
No podría contestarte.
Andrés la miró, casi incrédulo. La cosa le pa-
recía tan imposible, que no le causó dolor ni pesa-
dumbre.
—Tú lo dices en broma, ¿no es verdad, Elena?

I•
Ella sacudió la cabeza, negando, porque se le ha-
bía cerrado la garganta, y, súbitamente puso su
caballo al trote. Detrás de ellos las campanas de
Santa Sabina y de Santa Prisca empezaron á so-
V
K nar en el crepúsculo. Trotaban en silencio, desper-
tando los ecos bajo los arcos, bajo los pórticos de
los templos, en las ruinas solitarias y vacías. Deja-
ron á la izquierda San Jorge de Velabro, que guar-
I 4M daba todavía el resplandor rojizo del ocaso en los
ladrillos del campanario, como en aquel lejano día La despedida sobre la vía Nomentana, aquel
de felicidad. Costearon el Foro romano, el. Foro de adiós al aire libre exigido por Elena, no resolvió
II Í«•- Pó Nerva, ya envueltos de una sombra azulada, seme- ninguna de las dudas que Andrés tenía en su alma:
I t g jante á la de las nevadas durante la noche. Por fin, —¿Cuáles serían las secretas razones de aquella
IHHr se detuvieron bajo el Arco de los Plátanos, donde súbita partida?—En vano trataba de penetrar el
misterio; las dudas seguían atormentando su es-
les esperaban sus palafreneros y el carruaje.
píritu.
Asi que Elena se apeó de su gallardo trotón, ten-
dió la mano á Andrés, evitando mirarle en los ojos. Durante los primeros días, los asaltos del dolor y
Parecía que tuviese gran prisa en alejarse. del deseo fueron tan crueles, que el abandonado
amante pensó morir. Los celos, que después de los
—¿Y bien?—preguntóla Andrés, ayudándola á
subir en su coche. primeros accesos habíanse disipado ante el asiduo
ardor de Elena, resurgían en él, despertados por
—Hasta mañana. Esta noche, no.
los pensamientos impuros; y la sospecha de que un
hombre pudiera esconderse en el fondo de aquella
obscura intriga, le causaba un tormento insoporta-
ble. A veces invadíale una baja cólera contra la
mujer ausente, un rencor lleno de amargura y casi i Su aventura con Elena Mu ti era á la sazón muy
una necesidad de venganza, como si ella lo hubiera comentada, como lo son antes ó después y más ó
engañado ó hecho traición para aban do Darse á otro menos, en la sociedad elegante de Roma y en toda
amante. También creía á veces no desearla ya, no otra sociedad del gran mundo, todas las aventuras
amarla ya, no haberla amado jamás; y no era para amorosas y todas las flirtaíións. Las precauciones
él un fenómeno nuevo, esta cesación momentánea fueron inútiles. Cada cual allí es tan buen conoce-
de su sentimiento, esta especie de síncope espiri- dor de la mímica erótica, que le basta sorprender
tual que, por ejemplo, le hacía completamente ex- un gesto, una actitud, una mirada para tener un in-
traña en medio de un baile la mujer predilecta, y dicio seguro, mientras los amantes, ó los que están
le permitía asistir á una alegre comida una hora para serlo, nada sospechan. Por otra parte, hay en
después de haber bebido las lágrimas de la mujer toda sociedad algunos curiosos que hacen profesión
amada. Pero estos olvidos eran de corta duración. de descubrir y que andan siempre á la zaga de los
La primavera romana florecía con inaudita alegría: vestigios de los amores de los otros, con no menos
la ciudad de los mármoles y los ladrillos absorbía perseverancia que sabuesos á la pista de la caza-
la luz, como una árida selva; las fuentes papales se Están siempre vigilantes, sin parecerlo: sorprenden
elevaban en un cielo más diáfano que una gema y infaliblemente una palabra murmurada, una sonri-
la plaza de España olía como un rosal, y la Trini- sa tenue, un pequeño sobresalto, un leve rubor, un
dad del Monte, sobre la gran escalinata poblada de relámpago de los ojos; en los bailes, en las grandes
muchachos, parecía una catedral de oro. fiestas, donde son más probables las imprudencias,
giran de continuo, saben insinuarse en lo más ve-
A las excitaciones que le producían las nuevas
lado, con un arte extraordinario, como en las multi-
bellezas de Roma, cuanto quedaba en él del encan-
tudes los rateros, y todo oí dos para sorprender un
to de aquella mujer, en la sangre y en el alma,
fragmento de diálogo, todo ojos detrás del cristal
reavivávase y se encendía nuevamente. Y sentíase
de sus lentes, prontos á observar un apretón de
turbado, hasta en lo más profundo de su sér por in-
manos, una languidez, un temblor, la presión ner-
vencibles angustias, por implacables tumultos, por
viosa de una mano femenina sobre la espalda de un
indefinibles languideces, que semejaban algo á las
caballero.
de la pubertad.
Una noche, en casa de la Dolcebuono, después de Un terrible sabueso era, por ejemplo, don Felipe
un thé, habiendo quedado el último en el salón lle- del Monte, el comensal de la marquesa de Ateleta.
no de flores y vibrante todavía de una cachucha Pero, en verdad, Elena Muti no se preocupaba mu-
del Raff, habló de amor á doña Blanca; y no se arre- cho con la maledicencia mundana, y en esta su
pintió ni aquella noche, ni después. última pasión, había llegado á una temeridad casi
loca. Ella cubría toda audacia con su belleza, con dulzura debe ser para la vanidad de una mujer el
su lujo, con su alto nombre; y pasaba sietapre salu- poder decir:—En cada carta que él me escribe hay
dada, admirada, adulada por aquella cierta afable quizás la más pura llama de su inteligencia, de cu-
tolerancia, que es una de las más amables cualida- yo calor gozaré yo sola; en cada una de sus cari-
des de la aristocracia romana, que nace quizá pre- cias él pierde una parte de su voluntad y de su
cisamente del mismo abuso de la murmuración. fuerza; y sus más altos sueños de gloria caen en los
pliegues de mi vestido, en los círculos que señala
Además, la aventura había desde luego realzado
mi respiración!
á Andrés Sperelli, á los ojos de las damas á un alto
grado de prestigio. Un aura de favor lo envolvió, y Andrés Sperelli no dudó un instante delante de
su fortuna en poco tiempo, llegó á hacerse maravi- las lisonjas. A aquella especie de recogimiento ó de
llosa. Un fenómeno bastante frecuente en la socie- indiferencia, producido en él por el dominio único
dad moderna, es el contagio del deseo. Un hombre de Elena, sucedía ahora el desenvolvimiento. No re-
que haya sido amado por una mujer de singular tenidas por los lazos de fuego que le estrechaban
valer, excita en las otras la imaginación, y cada como en un haz, sus fuerzas volvían al primitivo
una de por si arde por poseerlo, por vanidad ó por desorden. No pudiendo ya conformarse, adaptarse,
curiosidad, por envidia ó por deseo, á porfía. El he- asimilarse ó una superior forma dominadora, su
chizo de don Juan está más en su fama que en su alma camaleóntica, mudable, fluida, virtual, se
persona. transformaba, se deformaba, tomaba todas las for-
mas. Pasaba de uno á otro amor con increíble lige-
Por otra parte, la reputación que tenía dé artista reza; acariciaba á un mismo tiempo diversos amo-
misterioso, ayudaba mucho al joven Sperelli; y ha- res; seguía, sin escrúpulos, una gran trama de en-
bían sido muy celebrados dos sonetos, escritos por gaños, de ficciones, de mentiras, de insidias, para
él en el 'álbum de la princesa de Ferentino, en los recoger el mayor número de presas. El hábito de
cuale3 como en un dístico antiguo habrá elogiado la falsedad le embotaba la conciencia. Por la con-
una boca diabólica y una boca angélica: la que tinua falta de reflexión, hacíase poco á poco impe-
pierde las almas y la que dice Ave. netrable á sí mismo, permanecía fuera de su miste-
La gente vulgar no comprende, ni siquiera ima- rio. Poco á poco llegaba casi á no ver ya su vida
gina, los profundos y nuevos goces que lleva al interior, del mismo modo que el hemisferio externo
amor la aureola de la gloria, aún siendo pálida ó de la tierra no ve el sol aún estando á él ligado indi-
falsa. Un amante obscuro aunque tuviese la fuerza solublemente. Siempre vivo, despiadadamente vivo,
de Hércules y la belleza de Hipólita y la gracia de estaba en él su instinto: el instinto del disgusto de
lia, no podrá jamás dar á su amada las delicias todo lo que le atraía sin cautivarlo. Y su voluntad,
que el artista, aún inconsciente, derrama en abun- TOMO I 10
dancia en los ambiciosos espíritus femeniles. Gran
inútil como una espada de mal temple, colgaba al gobiernan todas las actividades de nuestro sér, y
costado de un ébrio ó de un inerte. las actividades que nosotros conocemos no son sino
A veces, el recuerdo de Elena, resurgiendo de una parte de nuestras mismas actividades.
improviso, le llenaba el corazón; pero él, ó bien Doña Blanca Dolcebuono era el tipo ideal de la
procuraba sustraerse á la melancolía del pesar, ó belleza florentina, cual fué producida por Ghirlan-
bien al contrario, complacíase en revivir en su dajo en el retrato de Juana Tornabuoni, que hay
imaginación viciada el exceso de aquella vida, pa- . en Santa María Novella. Tenía un claro rostro oval,
r a encontrar un estimulante á sus nuevos amores. la frente alta, ancha y Cándida, la boca benigna, la
Repetíase á si mismo con frecuencia las palabras nariz un poco remangada, los ojos de ese color par-
del liad: ¡Recuerda los días pasados! ¡Y posa sobre do obscuro, alabado por Firenzuola. Su tocado pre-
los labios de la segunda besos tan suaves como los dilecto era disponer sus cabellos con abundancia
que dabas á la primera, no há mucho tiempo! sobre las sienes hasta la mitad de las mejillas, á la
Mas, ya la segunda habíale salido del alma. Muy moda antigua. Su apellido convenía perfectamente
' luego había hablado de amor á doña Blanca Dolce- con su carácter, porque tenía en la vida mundanal
buono, al principio sin casi pensarlo, instintivamen- una bondad nativa, una gran indulgencia, una cor-
te atraído quizá, por virtud de un indefinido reflejo tesía para todos igual y un hablar melodioso. Era,
que á él venía del ser amigo de Elena. Tal vez ger- en suma, una de esas mujeres, sin profundidad, ni
minaba en su corazón el pequeño gérmen de simpa- de espíritu ni de inteligencia, un poco indolentes,
tía que habían arrojado en él las palabras dé la que parecen nacidas y creadas para vivir en per-
condesa florentina, en la comida de casa Doria. petua afabilidad y á mecerse en discretos amores,
¿Quién sabe porque misterioso proceder un cual- como los pájaros sobre los árboles floridos.
quier contacto espiritual ó material entre un hombre Al escuchar las frases de Andrés, ella exclamó,
y una mujer, magüer insignificante, puede generar con gracioso estupor:
y alimentar en ambos un sentimiento latente, inad-
—¿Tan pronto olvidásteis á Elena?
vertido, no sospechado, que tras mucho tiempo las
Después, tras algunos días de graciosas vacila-
circunstancias hagan emerger en un instante? Es
ciones y perplejidades, le plugo ceder, y no era
el fenómeno mismo que encontramos en el orden
raro que hablase de Elena al joven infiel, sin celos,
intelectual, cuando el gérmen de un pensamiento
cándidamente.
ó la sombra de una imagen, se presentan de mo-
mento, después de un largo intervalo por un desa- —Pero, ¿por qué habrá partido este año antes de
la época acostumbrada?—le preguntó una vez son-
rrollo inconsciente, elaborados en imágenes perfec-
riendo.
tas, en pensamientos complejos. Las mismas leyes
—Yo no sé,—contestó Andrés, sin poder ocultar
un poco de impaciencia y de amargura,
148 GABRIEL D' ANNUNZIO
Cuando, en el verano, ella estaba para partir, di-
—¿Todo, entonces, ha terminado? jo al despedirse, sin ocultar su dulce emoción:
—¡Blanca, os mego, que hablemos d e n o s o t r o s ! - ---Yo sé que cuando nos volveremos á ver ya no
interrumpióle Andrés, en voz un poco alterada, por- me amaréis. Así es el amor; pero acordáos, al me-
que estas remembranzas le turbaban é irritaban. nos, de una amiga.
Ella quedó un poco pensativa, como si quisiera El no la amaba. Sin embargo, en los días caluro-
descifrar un enigma. Después, sonrió sacudiendo la sos y tediosos del estío, ciertas suaves y melodiosas
cabeza, como-si renunciase, con una Tugaz sombra cadencias de su voz le infundían en el alma como
de melancolía sobre sus ojos. la magia de una rima, y le sugerían la visión de
—Así es el amor. un jardín refrescado por el agua sobre la cual ella
Y se puso á acariciar á su amante. se paseara en compañía de otras mujeres, soñando
Andrés, poseyéndola, poseía en ella á todas las y cantando, como en una viñeta del Sueño de Po-
gentiles damas florentinas del siglo XV, á las cua- lifilo.
les cantaba el Magnífico: Y doña Blanca se alejó. Y vinieron otras, á veces
á pares: Barbarita Viti, la masada, que tenía una
E' si vede in ogni lato soberbia cabeza de efebo, completamente dorada y
Che '1 proverbio dice il vero, fulgente,como ciertas cabezas judías de Rembrandt,
Che ciascun muta pensiero la condesa de Lúcoli, la dama de las turquesas,
Come 1' occhio è separato. una Circe de Dosso Dossi, con dos bellísimos ojos
Vedesi cambiare amore: llenos de perfidia, variantes como los mares de
Come Y occhio sta di lunge, otoño, grises, azulados, verdes, indefinibles; Litla-
Cosi sta di lunge il core: naTheed, una lady de veintidós años, resplande-
Perchè appreso un altro il punge, ciente, de esa prodigiosa encarnación, compuesta
Col qual tosto é si congiunge de luz, de rosas y de leche, que solamente tienen
Con piacere é con diletto.... (I) las babies de las grandes familias inglesas en los
lienzos de Reynolds, de Gainsborough y de Law-
- , Por t o d a s partes se ve rence; la marquesa de Du Deffant, una belleza del
la verdad del fiel proverbio: Directorio, una Recamier, de largo y puro óvalo,
«que si el ojo se separa
m n d a siempre el pensamiento.» de cuello de cisne, de pechos salientes, de brazos
Pronto se cambia de amor; de bacante; doña Isotta Cellesi, la dama de las es-
y así que el ojo te aleja,
»lont&nase el corazón: meraldas, que movía con una lenta majestad bovi-
y otro amor presto le impulsa, na su cabeza de emperatriz, entre el centelleo de
al que entrégase con placar,
de nuevo deleite en busca.-.
las enormes gemas hereditarias; la princesa Kalli- recuerdos de su antigua felicidad. A veces, tam-
voda, la dama sin joyas que, bajo la fragilidad de bién, estos mismos le daban un pretexto para cual-
sus formas, escondía nervios de acero para el pla- quiera nueva aventura. En la galería del palacio
cer, y sobre la cerosa delicadeza de sus líneas Borgia, por ejemplo, en la memorable sala de los
espejos,obtuvo la primera promesa de Lilián Theed;
abría dos voraces ojos luminosos; los ojos de un
en la villa Médicis, sobre la memorable escalera
Scita.
verde que conduce al Belvedere, sus dedos estre-
Cada uno de estos amores le aportó una nueva
charon los finos y largos dedos de Angélica Du
degradación; cada uno le embriagó de una torpe
Deffand; y el pequeño cráneo de marfil, que había
embriaguez, sin apagar su sed insaciable de placer;
. pertenecido al cardenal Inmenraet, el joyero mor-
cada uno le enseñó una nueva particularidad y su-
tuorio señalado con el nombre de una Hipólita des-
tilidad del vicio que le era todavía desconocido. El
conocida, le suscitó el capricho de tentar á doña
llevaba en sí el gérmen de todas las infecciones, y
Hipólita Albónico.
al corromperse, corrompía- La falacia le enviscaba
el alma, como de una materia viscosa y foía que Tenía la Albónico en toda su persona un gran
cada día se hiciera más tenaz. La perversión sen- aire de nobleza, semejando un poco á María Magda-
sual le hacía rebuscar y cultivar en sus amantes lena de Austria, esposa de Cosme II de Médicis, en
todo lo que en él había de menos noble y menos el retrato de Justo Suttermans, que hay en Floren-
puro. Una baja curiosidad lo impulsaba á escoger cia, en casa de los Corsinis. Tenía gran afición á
las mujeres que gozaban de peor fama; su cruel los trajes suntuosos, los brocados, los terciopelos,
gusto de contaminar lo empujaba á seducir las mu- los encajes. Las anchas golillas á lo Médicis pare-
jeres que tenían fama mejor. Entre los brazos de cíanle ser la moda que mejor se adaptaba para ha-
una, se acordaba de una caricia de la otra, de una cer resaltar la belleza de su cabeza superba.
forma de voluptuosidad de la otra. A veces (y fué, En un día de carreras, sobre la tribuna, Andrés
especialmente, cuando la noticia de la segunda bo- Sperelli, quería obtener de doña Hipólita, que al
da de Elena Muti le volvió á abrir por algún tiempo otro día fuese al palacio Zuccari á recoger el mis-
la herida), complacíase en sobreponer á la desnu- terioso marfil dedicado á ella.
dez presente, la evocada desnudez de Elena, y ser- La Albónico se excusaba y resistía, vacilando
virse de la forma real como de un apoyo sobre el entre la prudencia y la curiosidad. A cada frase del
cual gozar de la forma ideal. Nutría la imagen con joven un poco atrevida, arrugaba el entrecejo,
un esfuerzo intenso, hasta que la imaginación lle- mientras una sonrisa involuntaria le forzaba la
gaba á poseer la sombra casi creada. boca; y su cabeza, bajo el sombrero adornado de
plumas blancas sobre el fondo de la sombrilla ador-
Sin embargo, él no tenía aún culto alguno por los
nada de encajes blancos, era en aquel momento de tolo, que estaba apoyado en la rampa de la esca
singular harmonía. lera.
—¡ Tibí Ilippolyla! ¿Iréis, pues?" Yo os esperaré Al descender y pasar por delante de aquél, An-
drés le dijo:
todo el día, desde las dos hasta la noche. ¿Estáis
—Adiós, marqués. Hasta muy pronto. Corre-
conforme?
—Pero, ¿estáis loco? remos.
—¿Qué teméis? Yo juro á" Vuestra Majestad no Rútolo se inclinó profundamente, saludando á
tocarle ni siquiera un guante. Permaneceréis senta- doña Hipólita, y una súbita llama le coloreó el sem-
da como en un trono, según vuestra real costum- blante. Habíale parecido entender en el saludo del
bre, y aún tomando una taza de té, podréis no conde una ligera irrisión. Quedóse en la tribuna
abandonar el invisible cetro que lleváis siempre en siguiendo siempre con los ojos á la pareja, en el re-
vuestra imperial diestra. ¿Está accedida la gracia, cinto. Visiblemente sufría.
con estas, condiciones? —Rútolo, ¡en guardia!—díjole, con una deliciosa
—No. sonrisa la condesa Lúcoli, pasando de bracero con
Pero ella sonreía, porque complacíase en oir don Felipe del Monte, y bajando por la escalera de
exaltar aquel aspecto de realeza que era su gloria. hierro.
Y Andrés Sperelii continuaba tentándola siem- El sintió el golpe en mitad del corazón. Doña Hi-
pre en tono de broma ó de súplica, uniendo á la pólita y el conde de Ugenta, después de haber lle-
seducción de su voz una mirada continua, sutil, pe- gado hasta la plataforma de los jueces, regresaron
netrante, aquella mirada indefinible que parecía á la tribuna. La dama llevaba el bastón de la som-
desnudar á la mujer, verla desnuda á través de sus brilla sobre el hombro, dándole vueltas entre los
vestidos, tocarla sobre la piel viva. dedos: la cúpula blanca le rodaba detrás de la ca-
—No quiero que me miréis así,—dijo doña Hipó- beza como una aureola, y la ola de encajes se agi-
lita, casi ofendida, con un ligero rubor. taban y se levantaban incesantemente. En el cen-
tro de este círculo móvil, ella sonreía, de vez en
Sobre la tribuna habían quedado pocas personas.
cuando, á las palabras del joven, y un ligero rubor
Damas y caballeros paseaban sobre la hierba, á lo
teñía la noble palidez de su semblante. A menudo
largo de la estacada, ó rodeaban al caballo victo-
se detenían en su paseo.
rioso, ó apostaban con los públicos a postadores,
bajo la inconstancia de un sol que aparecía y des- Juanito Rútolo, fingiendo querer observar los ca-
aparecía entre los claros archipiélagos de nubes. ballos que entraban en la fiesta, dirigió hacia ellos
—Bajamos,—añadió ella, no percantándose de sus gemelos de campo. Visiblemente le temblaban
las miradas vigilantes ó insistentes de Juanito Rú- las manos. Toda sonrisa, todo gesto, toda actitud de
Hipólita le causaba un dolor atroz. Cuando bajó el «El me la ha robado»,—pensó Rútolo, caminando
binóculo, estaba densamente pálido. Había sorpren- hacia la tribuna del Jockey Club, sobre la hierba,
dido en los ojos de su amada, que se posaban sobre que parecíale que se hundía bajo sus pies como la
Sperelli, aquella mirada que también conocía, por- arena. Delante, á poca distancia, caminaba el otro,
que habíale iluminado, en otro tiempo, de esperan- con paso desenvuelto y seguro. La persona alta y
za. Parecíale que todo se hundiese en torno á él. esbelta, en su traje ceniciento, tenía esa particular
Un largo amor, truncado por aquella mirada, aca- é inimitable elegancia que sólo puede dar el linaje.
baba irreparablemente. El sol no era ya el sol: la El fumaba; y Rútolo, que iba detrás, sentía el olor
vida no era ya la vida. del cigarro á cada bocanada de humo, siendo esto
La tribuna se repoblaba rápidamente, por estar para él un fastidio insoportable, un disgusto que le
próxima ya la señal de la tercera carrera. Las da- subía de las entrañas, como si fuese un veneno.
mas se subían de pie sobre sus asientos. Un mur- El duque de Beffi y Pablo Caligaro estaban so-
mullo corría á lo largo de las gradas, semejante á bre la silla apercibidos ya para la carrera. El du-
una brisa sobre un jardín en pendiente. La campa- que se inclinaba sobre las piernas abiertas con un
na sonó; y los caballos partieron como un grupo de movimiento gimnástico, para probar la elasticidad
saetas. de su calzón de piel ó la fuerza de sus rodillas. El
—Correré en vuestro honor, doña Hipólita,—dijo pequeño Caligaro maldecía la lluvia de la noche
Andrés Sperelli á la Albónico, tomando permiso anterior, que había puesto pesado el terreno.
para ir á prepararse para la siguiente carrera, que —Ahora,—dijo á Sperelli,—tienes muchas proba-
era de gentilhombres.—¡Tibí, Tllppólyta semper! bilidades de triunfo, con Miching Mallecho.
Ella le estrechó la mano con efusión, como de-, Rútolo oyó este presagio y tuvo en el corazón un
mostración de buen augurio, sin pensar que tam- dolor agudo. El fundaba en la victoria una vaga es-
bién Rútolo figuraba entre los contendientes. Cuan- peranza. En su imaginación veía los efectos de una
do vió, poco después, á su amante pálido descender carrera ganada y de un duelo afortunado, contra
por la escalera, la ingenua crueldad de la indife- el enemigo. Desnudándose todos sus gestos revela-
rencia, reinaba en sus bellos ojos obscuros. El viejo ban su preocupación.
amor le caía del alma, parecido á un despojo inerte —Hé aquí un hombre que, antes de montar á ca-
bajo la invasión del nuevo amor. Ella no pertene- ballo, ve abierta la sepultura,—dijo el duque de
cía ya á aquel hombre; no la ligaba á él ningún Beffi, posando una mano sobre su espalda, con un
lazo. No es concebible cuan pronto y enteramente, gesto cómico.—Ecce homo novus.
vuelva á entrar en posesión del propio corazón la Andrés Sperelli, que en aquel momento tenía el
mujer que no ama ya. espíritu alegre, rompió en una de sus más francas
explosiones de risa, que eran la más seductora efu- nían después Satirist, del duque de Beffii, y Car-
sión de su juventud. bonilla, del conde Caligaro. Los buenos conocedo-
—¿Por qué reís así, conde?—le preguntó Rútolo, res, empero, desconfiaban de los dos primeros, pen-
palidísimo, fuera de sí, mirándole fijamente, con sando que la excitación nerviosa de los dos caba-
arrugado entrecejo. lleros había de perjudicar inevitablemente á la
—Me parece,—observó Sperelli, sin turbarse,— carrera.
que me habláis en un tono demasiado vivo, querido Más Andrés Sperelli estaba tranquilo, casi ale-
marqués. gre. El sentimiento de su superioridad sobre su ad-
—¿Y bien? versario, le daba una confianza completa en el
—Pensad de mi risa lo que os plazca. triunfo; por otra parte, la tendencia caballeresca á
—Pienso que es estúpida. las aventuras peligrosas, heredada de un padre by
Sperelli dió un salto y avanzó con el látigo le- roniano, le hacía ver su situación, envuelta en una
vantado contra Rútolo. Pablo Caligaro llegó por luz de gloria, y dada la nativa generosidad de su
milagro á tiempo de retenerle el brazo. sangre juvenil, despertábase ante el riesgo. Doña
Otras palabras gruesas se cruzaron entre los dbs Hipólita Albónico, en aquel momento, se elevaba
rivales, hasta que, al oir el altercado, sobrevino sobre su alma, más deseable y más bella.
don Marco Antonio Spada, y dijo: Con el corazón palpitante,pal pitante, fué al en-
—Basta, queridos míos. Ya sabéis ambos lo que cuentro de su caballo como al encuentro de un
debéis hacer mañana. Ahora, habéis de correr. amigo que le trajera esperado anuncio de una for-
Los dos adversarios acabaron de vestirse en si- tuna. Le palpó el hocico con dulzura; y el ojo del
lencio. Después salieron. Ya la noticia de la dispu- animal, aquel ojo donde brillaba toda la nobleza de
ta se había esparcido por el recinto y subía á las su raza por una inextinguible llama, lo embriagó
tribunas á acrecer la espectación de la carrera. La como la mirada magnética de una mujer.
condesa de Lúcoli, con refinada perfidia, la refirió —\Mállecho!—murmuraba palpándolo,—¡es una
á doña Hipólita Albónico, la cual, no dejando tras- gran jornada! Debemos vencer.
lucir la menor turbación, dijo: Su trainer, un hombrecillo rojizo, fijando sus pe-
—Me disgusta. Parecían amigos. netrantes pupilas sobre los otros caballos que pasa-
La noticia se difundía, transformándose por las bar. llevados á mano por los palafreneros, dijo en
bonitas y picarescas bocas femeninas. En torno á voz ronca:
los públicos apostadores hervía la multitud. Malle- —No doubt.
cho, el caballo del conde de Ugenta, y Brumel, el Miching Mallecho esq, era un magnífico bayo,
caballo del marqués Rútolo, eran los favoritos: ve- proveniente de las caballerizas del barón de Sou-
beyran. Unía á la desenvuelta elegancia de sus for- Al dirigirse al punto de partida, pensaba fría-
mas, una potencia de ríñones extraordinaria. De su mente en el método que seguiría para vencer, y mi-
pelo luciente y fino, por debajo del que aparecían raba á sus tres competidores que lo procedían, cal-
el laberinto de venas en el pecho y en los flancos, culando la fuerza y la ciencia de cada uno. Pablo
parecía exhalar casi un fuego vaporoso, tanto era Caligaro era un demonio de malicia, hecho á todos
el ardor de su vitalidad. Fuertidiano, en el salto, los engaños del oficio, como un jockey; pero Carbo-
había llevado bastante á menudo á su dueño en las nilla, si bien veloz, era de poca resistencia. El du-
cacerías por encima de todos los obstáculos de la que de Beffi, caballero de alta escuela, que había
campiña de Roma, sobre cualquier terreno, sin de- ganado más de un match en Inglaterra, montaba
tenerse jamás ni ante una triple barrera ni frente un animal de humor difícil, que podía rehusarse de-
á una muralla, siempre á la cola de los perros, in- lante de cualquier obstáculo. Juanito Rúsolo, en
trépidamente. Un hop del jinete se excitaba más cambio, montaba uno excelente y bastante bien dis-
que un golpe de espuela, y una caricia le hacía tem- ciplinado; pero, aunque fuerte, era demasiado im-
blar. petuoso y tomaba parte por primera vez, en una
carrera pública. Además, debía encontrarse en un
Antes de montar, Andrés examinó atentamente estado de de nerviosidad terrible, como se veía por
la montura, se aseguró de toda brida y de toda cin- muchos indicios.
cha; después brincó á la silla sonriendo. El trainer
demostró con expresivo gesto su confianza, miran- Andrés, pensaba, mirándolo: «Mi victoria de hoy,
do alejarse á su amo. influirá sobre el duelo de mañana, sin la menor du-
En torno de las pizarras de las cuotas, persistía da. El perderá la cabeza, estoy cierto, aquí y allí.
la multitud de los apostadores. Andrés, sentía, so- Yo debo estar tranquilo sobre los dos terrenos.» A
bre su persona, el peso de todas las miradas. Alzó poco, pensó también: «¿Cómo estará el alma de do-
los ojos hacia la tribuna de la derecha, para ver á ña Hipólita?» Parecíale que en torno de sí reinase
Albónico, pero no pudo distinguir á nadie entre un silencio insólito. Midió con la vista la distancia
aquella compacta multitud de damas. Saludó de que mediaba hasta el primer obstáculo; observó so-
cerca á Lilián Theed, á quien eran muy conocidos bre la pista una capa de arena luciente; se percibió
los galopes de Mallecho, detrás de las zorras y de- que era observado por Rúsolo, y un estremecimien-
trás de los venados. La marquesa de Ateleta, le hi- to de frío recorrió todo su cuerpo.
zo, desde lejos, un gesto de reproche, porque había La campaña dió la señal; pero Brummel había
sabido el altercado. tomado ya carrera, y la partida, no habiendo sido
—¿Qué cuota alcanza Mallecho?—preguntó á Lu- simultánea, fué considerada falsa. También la se-
dovico Rarbarisí, gunda fué una falsa partida, por culpa de Brum-
mel. Sperelli y el duque le Beffi cambiaron una son- Brummel; iba á darle pronto alcance ó adelan-
risa furtiva. tarle.
Por fin, la tercera partida fué válida. Brummel -¡Hop!
se destacó súbitamente del grupo, rasando la ba- Una alta barrera atravesaba la pista. Rútolo no '
rrera. Los otros tres caballos siguieron su línea du- la vió, porque había perdido toda conciencia, con-
rante algunos segundos, y saltaron el primer obstá- servando sólo su furioso instinto de.apegarse al ani-
culo, felizmente; después el segundo. Cada uno de mal y de empujarlo hacia adelante, á la ventura;
los tres caballeros hacía un juego diverso. El du Brummel saltó; pero no secundado por el caballe-
que de Beffi procuraba mantenerse en el grupo, pa- ro, chocó las piernas traseras contra la valla y ca-
r a que delante de los obstáculos Satirist fuese ins- yó del otro lado tan mal, que el jinete perdió los
tigado por el ejemplo. Catigaro moderaba la veloci- estribos, aunque sin ser desmontado. Esto, no em-
dad de Carbonilla, á fin de cansarle las fuerzas pa- bargante, siguió siempre corriendo.
r a los últimos quinientos metros. Andrés Sperelli Andrés Sperelli, tenía ahora el primer puesto;
aumentaba gradualmedte la velocidad, tratando de Juanito Rútolo, sin haber recuperado los estribos,
alcanzar á su enemigo en las proximidades del venía después, seguido de cerca por Caligaro; el
obstáculo más difícil. duque Beffi, á consecuencia de haber sufrido una
Poco después, en efecto, Mallecho se adelantó á escapada de Satirist, había quedado el último. En
sus dos compañeros y se puso á estrechar de cerca este orden pasaron por frente á las tribunas, de
á Brummel. donde partió un clamoreo confuso que á sus oídos
Rútolo oyó detrás de sí el galope perseguidor, y pronto se disipó.
fué presa de tal ansiedad que no vió ya nada. Todo Sobre las tribunas, todos los ánimos estaban en
á su vista se le confundió, como si estuviese próxi- suspenso, y atentísimos á la lucha. Algunos indica-
mo á perder el espíritu. Hacía un esfuerzo inmenso ban en alta voz las vicisitudes de la carrera. A
para tener sus espuelas clavadas en los hijares del cada cambio en el orden de los caballos, numero-
caballo, y le espantaba el pensamiento de que las sas exclamaciones se elevaban entre un largo mur-
fuerzas lo abandonaran. Tenía en sus oídos un ru- mullo, y las damas se estremecían. Doña Hipólita
mor continuo, y en medio de este rumor oía el gri- Albónico, subida en pie sobre el asiento, apoyándo-
to breve y seco de Andrés Sperelli: se en los hombros de su marido, que estaba de pie
—/HopI ¡Hop! delante de ella, miraba sin inmutarse jamás, con
Sensibilísimo á la voz más que á toda otra insti- maravilloso dominio de sí misma; tan sólo sus la-
gación, Mallecho devoraba el intervalo de distan- bios demasiado cerrados, y un ligerísimo encrespa-
cia: no estaba más que á tres ó cuatro metros de miento'de la frente podían, quizá, revelar á un buen^. ,
TOMO I ir V -,

m
162 GABRIEL D' ANNUNZIO
observador su esfuerzo. De pronto retiró sus manos la yegua negra de Caligaro el espacio de diez «lar-
de los hombros del marido por temor á que la trai- guras.»
cionara algún involuntario movimiento. La campana sonó; un aplauso estruendoso se oyó
—Sperelli ha caído—anunció en voz alta la con- por todas las tribunas, como el trepidar sordo de
desa de Lúcoli. una granizada; un clamor se propagó en la multi-
Mallecho, en efecto, al saltar, había puesto un pie tud, sobre la vasta pradera inundada de sol.
en falso sobre la hierba húmeda y habíase doblado Al volver á entrar en el recinto, Andrés Sperelli
sobre las rodillas: pero levantándose inmediata- pensaba: «La fortuna está conmigo hoy. ¿Estará
mente, Andrés se había deslizado por el cuello, sin conmigo también mañaña?» Y sintiéndose acaricia-
daño alguno, y con una prontitud fulmínea, había do por el aura del triunfo, tuvo contra el obscuro
vuelto á montar, mientras Rútolo y Caligaro le al- peligro, casi un arrebato de ira. Hubiera querido
canzaban. Brummel si bien herido en sus cuartos afrontarlo súbito, en aquel mismo día, en aquella
traseros, hacía prodigios, por virtud de su pura san- misma hora, sin dilación alguna, á fin de gozar una
gre. Carbonilla desplegaba toda su velocidad, con- doble victoria, y para morder, además, el fruto que
ducido con arte admirable por su caballero. Falta- le ofrecía la mano de doña Hipólita. Todo su sér,
ban cerca de ochocientos metros para llegar á la encendíase de un orgullo salvaje, al pensamiento
meta. . , de poseer aquella blanca y superba mujer, por de
Por un momento, Sperelli, vió escapársele la vic- recho de conquista violenta. La imaginación, le
toria; pero recogió todos sus alientos, acogió todos fingía un goce jamás experimentado, casi diríamos
sus esfuerzos para retenerla. Tieso sobre los estri- una voluptuosidad de otros tiempos, cuando los
bos, curvado sobre el crinal, lanzaba de vez en gentilhombres desataban los cabellos de sus da-
cuando aquel grito breve, seco, penetrante, que mas, con manos homicidas y acariciadoras, y hun-
tanto poder tenía sobre el noble bruto. Mientras dían su frente todavía sudosa por la fatiga del com-
Brummel y Carbonilla, fatigados por la pesantez y bate, y su boca todavía amarga de las injurias pro-
dureza del terreno, perdían vigor, Mallecho au- feridas. Sentíase invadido por esa inexplicable em-
mentaba la vehemencia de su desenvoltura, estaba, briaguez que dan á ciertos hombres de inteligencia
p a r a reconquistar su puesto, ya desfloraba la victo- el ejercicio de su fuerza física, el experimento de
ria con la llama de sus narices. Después del último su valor, la revelación de su brutalidad. Lo que en
obstáculo, habiendo superado á Brummel, rozaba el fondo de nuestro sér ha quedado de ferocidad
y a con la cabeza la culata de Carbonilla. A los original, torna á la superficie á veces con una ex-
cien metros próximamente de la meta, resaba la traña vehemencia, y también bajo la mezquina ele-
barrera, avanzando siempre, y dejando entre él y gancia del hábito moderno, nuestro corazón, á ve-
Ambos aceptaron el encargo de representarle en
ees, se hincha de no sé qué manía sanguinaria y la cuestión con el marqués Rútolo. El les rogó que
anhela el estrago. Andrés aspiraba de lleno la cá- apresuraran el lance.
lida y acre exhalación de su caballo, y ninguno de —Arregladlo todo esta misma noche. Mañana, á
cuantos delicados perfumes había hasta entonces la una de la tarde, debo estar ya libre; pero, por la
preferido, ninguno había jamás proporcionado á su manana dejadme dormir, al menos hasta las nueve.
sentido un más agudo placer. Comeré en casa de la Ferentino, y pasaré después
Apenas desmontó, fué rodeado de amigas y de al palacio de Justiniano. Más tarde iré al Círculo.
amigos que le felicitaron y se congratulaban de su Ya sabéis, por tanto, donde encontrarme. Gracias,
triunfo. Micliing Mallecho, fatigado, humeante y cu- y hasta la vista, amigos.
bierto de espuma, resoplaba estirando el cuello y Subió á la tribuna; pero evitó acercarse inmedia-
sacudiendo sus bridas. Sus flancos se encogían y se tamente, á doña Hipólita. Sonreía al sentirse blan-
elevaban con un movimiento continuo, tan fuerte, co de todas las miradas femeninas. Muchas bellas
que parecia fuesen 4 estallar, y bajo la sudorosa y manos se tendían hacia él; muchas bellas voces lo
luciente piel, sus músculos temblaban como las llamaban familiarmente Andrés; algunas también
cuerdas de los arcos después del disparo; sus ojos lo llamaban con cierta ostentación. Las damas que
dilatados é inyectos de roja sangre, tenían en aquel habían apostado por él le decían la cifra de su ga-
momento la ferocidad de los de una fiera; su pelo, nancia: diez luises, veinte luises. Otras le pregun-
sembrado, á la sazón, de anchas manchas más obs- taron con curiosidad, no exenta en algunas de in-
curas, se abría aquí y allí, en espigas bajo los arro- terés:
yos de sudor; la vibración incesante de todo su —¿Os batiréis?
cuerpo, daba pena y enternecía, como el sufrimien-
to de una criatura humana. Parecíale haber alcanzado en un solo día la meta
de la gloria venturosa, mejor que el duque de Buc-
—¡Poor fellow!—murmuró Lilián Theed. kinghan y el señor de Lauzun. Había salido vence-
Andrés le examinó las rodillas para ver si la caí- dor en una carrera heróica; había conquistado una
da le había dañado. Estaban intactas. Entonces, nueva amante, magnifica y serena como una doga-
golpeándole suavemente en el cuello, le dijo con un resa; había provocado un duelo á muerte; y ello, no
acento indefinible de dulzura: obstante, pasaba tranquilo y cortés, ni más ni me-
—¡Marcha, Mallecho, marcha. nos que como de costumbre, entre las sonrisas de
Y lo acompañó con grata mirada al alejarse. aquellas damas de quienes conocía otra cosa que
Después, habiendo cambiado su traje de carrera, la gracia de su boca.¿ De algunas de ellas, no podía
salió en busca de sus amigos Ludovico Barbarisi y él indicar, quizás, un halago secreto ó una particu-
el barón de Santa Margarita.
lar costumbre de voluptuosidad? ¿No veía él, á tra- cruzó cual relámpago su mente; que el marido lé
vés de todas aquellas claras frescuras de estofas estuviese agradecido por haber promovido contien-
primaveriles, el lunar rubio, semejante á una pe- da con el amante de su mujer; y sonrió de la vile-
queña moneda de oro, sobre la cadera izquierda za de aquel hombre. Cuando se volvió á mirarle,
de Isotta Cellesi; ó el vientre incomparable de Ju- los ojos de doña Hipólita se encontraron con los su-
lia Moceto, pulido como una copa de marfil, puro yos y sus miradas le acariciaron.
como el de una estatua, por la ausencia absoluta de Al regreso, desde el mail-coach del príncipe de
aquello que en las esculturas y en las pinturas an- Ferentino, vió huir hacia Roma á Juanito Rútolo,
tiguas lamentaba el poeta del Musée secret? ¿No oía sólo en un pequeño tilbury, al trote largo de un
en la sonora voz de Barbarita Viti otra indefinible gran ruano, que él guiaba inclinado hacia adelante,
voz que repetía incesantemente una palabra inve- llevando la cabeza baja y el cigarro entre los dien-
recunda? ¿ó en la ingenua risa de Aurora Seymour tes sin cuidarse de los guardias que le inclinaban á
otro indefinible sonido, ronco y gutural, que recor- meterse en la fila. Roma, en el fondo, se dibujaba
daba algo el ronquido de los gatos en el hogar, y el obscura, sobre una zona de luz amarilla como azu
arrullo de las tórtolas en los bosques? ¿No conocía fre, y las estatuas de lo alto de la basílica de San
Juan se engrandecían en el cielo de violeta, fuera
las exquisitas depravaciones de la condesa de Lú-
de la zona luminosa.
coli que se inspiraba en los libros eróticos, en los
grabados ó en las miniaturas? ¿ó en los invencibles Sólo entonces tuvo Andrés la conciencia entera
pudores de Francisca Daddi que en los supremos del mal que hacía sufrir á aquella alma.
espasmos invocaba, como un agonizante, el nombre Por la noche, en casa Giustiniani, dijo á la Albó-
de Dios? Casi todas las mujeres que él había enga- nico:
ñado, ó que le habían engañado, estaban allí y le —Queda, pues, firmemente convenido, en que
sonreían. mañana, de dos á cinco de la tarde, os esperaré.
—Aquí está el héroe,—dijo el marido de la Albó- Ella quería preguntarle:
nico, tendiéndole la mano, con amabilidad insólita, —¿Cómo? ¿No os batís, mañana?
y estrechándosela con efusión. Pero no se atrevió y contestóle:
—Y héroe de verdad,—añadió doña Hipólita, con —Lo he prometido.
el tono indiferente de un cumplimiento obligado, Poco tiempo después, se acercó á Andrés el ma-
aparentando ignorar el drama. rido, cogiéndose de su brazo, con afectuosa fran-
Sperelli se inclinó cortesmente y pasó más allá, queza, para pedirle noticias del duelo.
porque experimentaba cierto embarazo ante aque- Era un hombre todavía joven, rubio, elegante,
lla extraña benevolencia del marido. Una sospecha con los cabellos muy rapados, de ojos claros, y con
los dos colmillos salientes fuera délos labios. Tenia el vigor, un buen tirador debe tomarse el mis-
una ligera tartamudez. mo cuidado que tiene un buen tenor para conser-
—¿Con que, con que, mañana, eh? var la voz. El pulso es tan delicado como la larin-
Andrés apenas podia vencer su repugnancia, y ge; las articulaciones de las piernas son tan delica-
tenia el brazo tieso á lo largo del costado, para de- das como las cuerdas vocales. ¿Entiendes? El me-
mostrar que no le agradaba aquella familiaridad. canismo se resiente del más mínimo desorden; el
Como en aquel momento viera entrar al barón instrumento se descompone y no obedece ya. Des-
de Santa Margarita, se libró diciendo: pués de una noche de amor ó de juego ó de crápu-
—Me apremia hablar con Santa Margarita. Dis- la, ni aún las estocadas de Camilo Agrippa, podrían
ir derechas y las paradas, ni podrían ser exactas
pensadme, conde.
ni veloces. Ahora, basta equivocarse de un milíme-
El barón lo acogió con estas palabras:
tro, para meterse tres pulgadas de hierro en el
—Todo está arreglado.
cuerpo.
—Bien. ¿Para qué hora?
—Para las diez y media, en la Villa Sciarra. A Estaban á la entrada de la vía de Condotti, y
espada y guante de sala. A todo trance. veían, en el fondo, la plaza de España, iluminada
—¿Quiénes son los otros dos? por la luna clara, la escalera blanqueante y la Tri-
—Roberto Casteldieri y Carlos de Souza. Nos he- nidad del Monte elevándose en el azulado y suave
mos despachado pronto, evitando las formalidades. firmamento.
Juanito tenía ya elegidos y dispuestos los Suyos. —Tú,—prosiguió el barón,—cierto que tienes
Hemos concertado y convenido verbalmente las muchas ventajas sobre tu adversario; entre otras,
condiciones del encuentro, en el Círculo, sin discu- la sangre fría y la práctica del terreno. Te he visto
sión. Procura no irte á la cama demasiado tardé. en París contra Gavaudan. ¿Te acuerdas? ¡Hermo-
Debes estar cansado. so duelo! Te batiste como un Dios.
Por jactancia, al salir del palacio Giustiniani, Andrés se echó á reír de complacencia y satis-
Andrés fué al Círculo de la caza y se puso á jugar facción. El elogio de aquel insigne duelista, le hin-
con los sportmens napolitanos. Hacia las dos de la chaba el corazón de orgullo, le metía en los ner-
madrugada, Santa Margarita lo sorprendió, y, obli- vios una superabundancia de fuerzas. Instintiva-
gándole á abandonar la mesa, quiso acompañarle á mente su mano, estrechando el bastón, hacía gesto
pie hasta el palacio Zuccari. de repetir el famoso golpe que atravesó el brazo
Querido,—le admonizaba en el camino,—tú al marqués de Gavaudan, el 12 de Diciembre, del
año 1885.
eres demasiado temerario. En estos casos una im-
prudencia puede ser fatal. Para conservar intacto —Fué,—dijo él,—una «contra tercera» y un
«/?Zo.»
El barón repuso: poco fatigado, y también un poco triste, en el fon-
—Juanito Rútolo, sobre la plancha, es un discre- do del corazón. Tras la sobrexcitación suscitada en
to tirador; sobre el terreno, de primer ímpetu. Se la sangre por aquel discurso de la ciencia de las
ha batido una sola vez con mi primo Cassibile, y ha armas y por el recuerdo de su bravura, una espe-
salido mal. Hace mucho abuso de «uno, dos» y de cie de inquietud lo invadía, no muy distinta, mez-
«uno, dos, tres» atacando. Te pueden servir y te ayu- cla de duda y de descontento. Sus nervios, su ten-
darán las «paradas en un tiempo» y especialmen- sión continua durante aquella jornada violenta y
te la «en cuarta.» Mi primo, precisamente, lo agu- febril, se aflojaron al fin, bajo la apacibilidad de la
jereó con una «en cuarta» limpia, al segundo asal- noche primaveral.
to. Y tú eres un tempista fuerte. Ten, empero, el —¿Por qué sin pasión, por puro capricho, por
ojo siempre avizor, y procura conservar la distan- mera vanidad, por arrogancia tan sólo, habíase
cia. Será conveniente que no olvides que tienes en- complacido en despertar el odio y herir el alma de
frente á un hombre á quien has quitado, según di- un hombre?
cen, la querida, y sobre el cual, has levantado el El pensamiento de la horrible pena que segura-
látigo. mente debía afligir á su enemigo, en una noche tan
Habían llegado á la plaza de España. La Barcac- dulce, le movió un sentimiento casi de piedad. La
cia metía un ruido ronco y apagado, brillando al re- imagen de Elena le atravesó el corazón como un
flejo de la luna que en ella se espejaba de lo alto relámpago; tornaron á su mente las angustias su-
de la columna católica. Cuatro ó cinco carruajes fridas un año antes, cuando la había perdido, y los
de alquiler estaban parados, en fila, con los faroles celos, y la cólera, y los desalientos indefinibles.
encendidos. De la vía del Babuino llegaba un tinti- También entonces las noches eran claras, tran-
neo de esquilas y un rumor sordo de pasos, como quilas, saturadas de perfumes, y sin embargo, ¡cómo
de un rebaño en camino. le pesaban!
Al pie de la escalera, el barón se despidió: Aspiró el aire que conducía los hálitos de las ro-
—Adiós, hasta mañana. Vendré algunos minutos sas floridas en los pequeños jardines laterales, y
antes de las nueve, con Ludovico. Tirarás un par miró abajo, sobre la plaza, pasar el rebaño.
de asaltos para desentumecerte. Nosotros nos en- La espesa lana blanquizca de las ovejas en tro-
cargaremos de avisar al médico. Vé; duerme pro- pel y apañadas avanzaba con una fluctuación con-
fundamente. tinua, acaballándose, á semejanza de un agua fan-
Andrés empezó á subir la escalera. Al primer re- gosa, que inundase el pavimento. Algunos balidos
llano se detuvo, atraído por el tintineo de las esqui- trémulos mezclábanse al tintineo; otros balidos,
las que se acercaba. Verdaderamente se sentía un más sutiles, más tímidos, respondían; los pastores
lanzaban de vez en cuando un grito y arrojaban su á cuidar la higiene de su fuerza. Durmió hasta
cayado, cabalgando detrás y á los flancos; la luna que la llegada de sus dos amigos le despertó;
daba á aquel pasaje de ganado por medio de la tomó la ducha acostumbrada; hizo extender so-
gran ciudad dormida, un misterio como de cosa bre el pavimento la lista de encerado é invitó á
vista casi en sueños. Santa Margarita á tirar dos «cavazione,» y des-
Andrés recordó que en una noche serena de Fe- pués á Barbarisi á un breve asalto, durante el cual
brero, al salir de un baile en la embajada inglesa, ejecutó con exactitud precisa muchas acciones de
él y Elena habían encontrado, en la calle Veinte tiempo.
de Septiembre, un rebaño; y que su carruaje había
—¡Optimo puño!—dijo el barón, congratulán-
tenido que pararse. Elena, inclinada sobre el cris-
dose.
tal, miraba pasar las ovejas rozando las ruedas é
Después del asalto, Sperelli tomó dos tazas de t é
indicaba los corderos más pequeños, con una ale-
y algunos bizcochos. Escogió un pantalón largo, un
gría infantil, y él tenía su rostro junto al rostro de
par de zapatos cómodos y con el tacón muy bajo,
ella, semicerrando los ojos, escuchando el rumoro-
una camisa poco almidonada; preparó el guante,
so paso del ganado, sus balidos y el tintineo de las
mojándolo ligeramente sobre la palma y rodándo-
esquilas y el tan tan de los cencerros.
lo de pez greca en polvo; le ató una correa de cue-
—¿Por qué volvían á su memoria en aquellos mo- ro para sujetar la guarda á la muñeca, examinó la
mentos todos aquellos recuerdos de Elena? hoja y la punta de las dos espadas; no olvidó nin-
Continuó subiendo lentamente, y en la ascensión guna precaución, la menor minucia.
sintió más pesada su fatiga. De pronto, relampa- Cuando estuvo dispuesto, dijo:
gueó en su cerebro el pensamiento de la muerte.
—Vamos. Será mejor que no3 encontremos sobre
«¿Si en el duelo quedara muerto?» ¿Si recibiese una
el terreno antes que los otros. ¿Y el médico?
grave herida que me dejara para toda la vida en
—Espera allí.
impedimento?» Su avidez de vivir y de gozar se
Al bajar la escalera se encontraron con el duque
sublevó contra este pensamiento lúgubre, y dijose
de Grimiti que iba de parte de la marquesa de
á sí mismo: «Es necesario vencer.» A su mente se
Afeleta.
ofrecieron todas las ventajas que habría de propor-
cionarle aquella otra victoria: el prestigio de su —Os seguiré á la villa, y llevaré después súbito
fortuna, la fama de su proeza, los besos de doña la noticia á Francisca—dijo el duque.
Hipólita, nuevos amores, nuevos goces, nuevos ca- Bajaron juntos. El duque subió en su coche salu-
prichos. dando. Los otros subieron en un carruaje cubierto.
Andrés no ostentaba su buen humor porque las
Entonces, dominando toda agitación, se puso bromas antes de un duelo á muerte le parecían de
pésimo gusto; pero estaba tranquilísimo. Fumaba, les. Santa Margarita asomándose fuera de la por-
escuchando á Santa Margarita y á Barbarisi discu- tezuela vió otro carruaje parado en la esplanada
tir, á propósito de un reciente caso ocurrido en delante de la villa, y dijo:
Francia, sobre si era ó no lícito hacer uso de la —Ya nos esperan.
mano izquierda contra el adversario. De vez en Miró su reloj. Faltaban diez minutos para la
cuando, inclinábase á la portezuela para mirar el hora fijada. Hizo parar el carruaje, y junto con el
camino y la campiña. otro testigo y el médico se dirigió hacia los adver-
Roma esplendorizaba, en aquella mañana de sarios.
Mayo, acariciada por el sol. A lo lejos del camino, Andrés quedóse en el sendero, esperando. Men-
una fuente iluminaba Con su risa argentina, una talmente se puso á ensayar algunos medios de
plazoleta todavía en la sombras; la puerta cochera ataque y de defensa que intentaba emplear con
de un palacio mostraba el fondo de un corral ador- probabilidad de éxito; pero lo distrajeron los ma-
nado de pórticos y de estatuas; de los arquitrabes ravillosos destellos de luz que se filtraban por el
barrocos de una iglesia en el travertino, pendían intrincamiento de los laureles, y sus miradas erra-
los paramentos del mes de María. Sobre el puente ban tras las apariencias de las ramas agitadas por
apareció el Tiber lúcido, espejeando y huyendo en- la brisa matinal, mientras su alma meditaba la he-
tre las casas verduzcas, hacia la isla de San Barto- rida; y los árboles, galantes como en las amorosas
lomé. Tras de una corta subida, apareció la ciudad alegorías de Francisco Petrarca, suspiraban sobre
inmensa, augusta, radiante, erizada de campana- su cabeza donde imperaba el pensamiento de una
rios, de columnas y de obeliscos, coronada de cú- buena estocada.
pulas y de rotondas, limpiamente grabada como Acercósele Barbarisi á llamarlo, diciendo:
una ciudadela en pleno azul. —Estamos prontos. El guarda ha abierto la villa.
—Ave, Roma. Morituriis te salutat,—dijo Andrés Tenemos á nuestra disposición las habitaciones de
Sperelli, arrojando la punta del cigarro hacia la la planta baja, una gran comodidad. Yen á desnu-
ciudad. darte.
Y, en seguida, añadió: Andrés le siguió. Mientras se desnudaba los dos
—En verdad, queridos, que un golpe de espada médicos abrieron sus estuches, donde relucieron
hoy me fastidiaría soberanamente. los pequeños instrumentos de acero. Uno de aque-
Estaban en la villa Sciarra ya por mitad des- llos era todavía joven, pálido, calvo, con las manos
honrada por los constructores de casas nuevas, y afeminadas, con la boca un poco cruel, con una
pasaban por un sendero de laureles altos y esbel- continua y visible contracción de la mandíbula in-
tos, entre dos vallados de floridos y odorosos rosa- ferior, extraordinariamente desarrollada. El otro
era ya maduro, membrudo, con el rostro sembrado
de pecas, con una espesa barba rojiza, con un cue-
llo de toro.
El uno parecía la antitesis física del otro: y esta
diversidad llamaba la curiosa atención de Sperelli.
Preparaban sobre una mesa las vendas y el agua
fenicada para desinfectar las hojas. El olor del áci-
do se esparcía en la estancia.
Cuando Sperelli estuvo dispuesto, salió con sus
testigos y con los médicos á la esplanada. De nue-
vo el espectáculo de Roma á través de los laureles,
atrajo sus miradas y le hizo palpitar violentamente
el corazón. Hubiera querido encontrarse ya en
guardia y oir el mandato de ataque. Parecíale te-
ner en el puño él golpe decisivo; la victoria.
—¿Estás dispuesto?—preguntó Santa Margarita
yendo á su encuentro.
—Sí, estoy pronto.
El terreno escogido estaba a un lado de la vüla,
en la sombra, cubierto de fina arena y apisonado.
Juanito Rútolo estaba ya en el otro extremo, con
sus testigos Roberto Casteldieri y Carlos de Souza.
Todos ellos habían tomado un aire grave, casi so-
lemne. Los dos adversarios fueron colocados uno
frente al otro; y se miraron. Santa Margarita, que
tenía la dirección del combate, observó la camisa
de Rútolo fuertemente almidonada, muy tiesa, con
el cuello demasiado alto, lo cual advirtió á Castel-
dieri que era el segundo. Este habló á su primo, y
Sperelli vió á su enemigo encendérsele de impro-
viso el rostro y con un gesto resuelto quitarse la
camisa. El, con fría tranquilidad siguió el ejemplo;
Rótalo d!6 un paso bacía adelante...
se arremangó el pantalón; cogió de manos de San -
ta Margarita el guante, la correa y la espada, se
armó con gran cuidado, y después agitó el arma
para cerciorarse de que la tenía bien émpuñada.
Al hacer este movimiento su bíceps resaltó visibi-
lísimo, revelando el largo ejercicio c'el brazo y el
vigor adquirido.
Cuando los dos extendieron las espadas para to-
mar las distancias, la de Rútolo oscilaba en un pu-
ño convulso. Tras las advertencias de costumbre
sobre la lealtad en el combate, el barón de Santa
Margarita ordenó con voz vibrante y viril:
—¡Señores, en guardia!
Ambos combatientes cayeron en guardia á un
mismo tiempo. 'Rútolo, golpeando el pie, Sperelli
enarcándose con ligereza. Aquel era de estatura
mediana, bastante delgado, todo nervios, con una
faz aceitunada á la que daban cierta fiereza las
puntas de unos bigotes muy retorcidos y una pe
queña mosca aguda sobre la barba, á la manera
de Carlos I en los retratos de Van Dyck. Sperelli
era más alto, más desenvuelto, más correcto, de
maneras distinguidísimas y firme y tranquilo en su
equilibrio de gracia y de fuerza con un porte de
gran señor en toda su persona. Ambos se miraban
mutuamente en los ojos, y cada uno experimenta-
ba interiormente un indefinible temblor á la vista
de la carne desnuda del otro, contra la cual apun-
tábase la hoja sutil de sus aceros. En medio del so-
lemne silencio que reinaba en torno de ellos, oíase
el murmurio fresco de la fuente mezclado al rumor
del viento sobre los rosales trepadores donde tem-
TOMO I 12
biaban las innumerables rosas blancas y amari- quiera del tafetán. Sin embargo, estaba jadeante,
llas. y su extrema palidez, obscura y casi livida, era
—¡A ellos1—ordenó el barón. una manifestación de su cólera contenida.
Andrés Sperelli esperaba de Rùtolo un ataque Sperelli, sonriendo, dijo en voz baja á Barba-
impetuoso; pero éste no se movió. Durante un mi- risi:
nuto, ambos quedaron acechándose uno al otro, —Ahora, ya conozco á mi hombre. Le abriré un
inclinándose todavía más sobre sus jarretes, en ojal debajo de la tetilla derecha. Pon atención al
guardia baja, se descubrió Sperelli, á causa de segundo asalto.
tener la espada muy en tercia, y provocó á su ad-
Como, sin advertirlo, hubiera puesto en tierra la
versario con insolente mirada y con un golpe de
punta de su espada, el doctor calvo, el hombre de
pie. Rùtolo dió un paso hacia adelante, fingiendo
la gran mandíbula, fuese á él con la esponja embe-
una estocada derecha que acompañó de un grito, á
bida de agua fenicada y desinfectó de nuevo la
la manera de ciertos espadachines sicilianos; y el
hoja.
asalto comenzó.
—¡Por Dios!—murmuró Andrés al oído de Bar-
Sperelli no desarrollaba acción alguna decisiva, barisi.—Tiene el aire de un gettatore. Mi hoja va á
limitándose casi siempre á las paradas; constriñen- romperse.
do á su adversario á descubrir todas sus intencio- Un mirlo se puso á silbar entre los árboles. En los
nes, á agotar todos los medios, á desenvolver todas rosales algunas rosas se deshojaban y esparcíanse
las variedades de su juego. Paraba limpio y veloz, por el suelo. Algunas nubes bajas subían al encuen-
sin ceder terreno, con una precisión admirable, tro del sol, ligeras semejantes á vellones de oveja
como si estuviese sobre la tarima en una academia y se disolvían en vedijas, y lentamente se aleja-
de esgrima, frente á un florete con boton, mientras ban hasta disiparse en la atmósfera,
Rùtolo atacaba con ardor, acompañando cada esto-
—¡En guardia!
cada con un grito apagado, semejante al de los le-
ñadores al manejar la segur. Juanito Rùtolo, convencido de su inferioridad en
parangón de su enemigo, resolvió estrechar las dis-
—¡Alto!—gritó Santa Margarita, á cuyos vigilan- tancias y atacar á la desesperada, impidiendo así
tes ojos no escapaba el menor movimiento de los toda continuidad de acción á su adversario. Tenía
dos aceros. para esto en su favor su baja estatura y el cuerpo
Y se acercó á Rùtolo, diciendo: ágil, delgado y flexible, que ofrecía muy poco blan-
—Si no me engaño, habéis sido tocado. co á los golpes.
En efecto, el marqués tenía un rasguño en el an- —¡A ellos!
tebrazo, pero tan leve que no hubo necesidad si- Sperelli había previsto ya que Rùtolo avanzaría
Servíale de blanco. Anhelaba volver á méter allí la
de aquel modo, con sus ficciones acostumbradas, y
estaba en guardia arqueado como una ballesta pron- estocada para encontrar esta vez el espacio inter-
ta a disparar la flecha, atento al instante preciso costal y no la costilla.
de tirarse á fondo. En torno á los combatientes, el silencio parecía
más profundo; todos los allí presentes tenían con-
—¡Alto!—gritó Santa Margarita.
ciencia de la voluntad homicida que animaba á
Del pecho de Rútolo manaba un poco de sangre.
aquellos dos hombres, y la ansiedad los angustiaba
La espada de su adversario habíale penetrado de-
y les torturaba el pensamiento de tener quizás que
bajo de la tetilla derecha, rasgando los tejidos has-
conducir á casa un muerto ó un moribundo.
ta casi la costilla. Los médicos acudieron. Pero el
herido, dijo súbito á Casteldiere, con voz ruda, en El sol, velado por las vedijas c}e nubes derrama-
la que notábase un temblor de cólera. ba una luz casi láctea; las plantas se agitaban rui-
dosamente á intervalos desiguales; el mirlo silbaba
—No es nada. Quiero seguir.
todavía, invisible en la espesura.
Rehusó entrar en la villa para curarse. El doctor
—¡A ellos!
calvo, después de haber oprimido el pequeño agu-
Rútolo se precipitó sobre su adversario, sin me-
jero apenas sanguinoso y de haberle hecho un la-
dir distancias, con dos giros ele espada y una esto-
vado antiséptico, aplicó un simple pedazo de espa
cada en seguida. Sperelli paró y contestó, dando un
radrapo, y dijo.
paso atrás. Rútolo avanzaba, furioso, con estocadas
—Puede continuar:
velocísimas, casi todas bajas, no acompañándolas
El barón, por invitación de Casteldieri, sin tar- ya con gritos. Andrés, sin desconcertarse ante
danza ordenó el tercer asalto. aquella furia, queriendo evitar un encuentro, para-
—¡En guardia! ba fuerte y respondía con tal rudeza que cada una
Andrés Sperelli se percató del peligro. Frente á de sus estocadas hubiera podido atravesar de parte
él, su adversario, todo recogido sobre los jarretes, á parte á su enemigo. El muslo de Rútolo, cerca
casi diríamos oculto detrás de la punta de su acero, de la ingle sangraba.
aparecía resuelto á un supremo esfuerzo. Los ojos
le brillaban singularmente y el muslo izquierdo, —¡Alto!—gritó con voz de trueno el barón en
por la excesiva tensión de los músculos, le tembla- cuanto lo advirtió.
ba fuertemente. , Pero, en aquel preciso momento Sperelli, hacien-
do una parada en cuarta baja y no encontrando el
Esta vez, Andrés, para aguantar el ímpetu de su
hierro adversario, recibió en pleno tórax una esto-
enemigo, se preparaba á tirarse de costado para
cada, y cayó desmayado en brazos de Barbarísi.
repetir el golpe decisivo de Cassibile, y el disco
—Herida torácica, en el cuarto espacio intercos-
blanco del trapo sobre el pecho de su adversario
tal derecho, penetrante en la cavidad con lesión
superficial del pulmón—anunció en la estancia,
después del reconocimiento y examen, el cirujano
de cuello de toro.

VI

La convalecencia larga y penosa de toda aguda


y grave enfermedad es una purificación y casi un
renacimiento.
Jamás el sentimiento de la vida es tan dulce
como después de la angustia del mal: y nunca el
alma humana se inclina tanto á la bondad y á la fe
como después de haberse asomado á los abismos de
la muerte.
Comprende el hombre, al curar, que el pensa-
miento, el deseo, la voluntad, la conciencia de la
vida no son la misma vida. Algo hay en él más vi-
gilante que el pensamiento, más continuo que el
deseo, más patente que la voluntad, más profundo
aún que la conciencia; y es, la sustancia, la natura-
leza de su sér.
Comprende que su vida real es aquella no vivida
por él; es el complejo de las sensaciones involupta-
tal derecho, penetrante en la cavidad con lesión
superficial del pulmón—anunció en la estancia,
después del reconocimiento y examen, el cirujano
de cuello de toro.

VI

La convalecencia larga y penosa de toda aguda


y grave enfermedad es una purificación y casi un
renacimiento.
Jamás el sentimiento de la vida es tan dulce
como después de la angustia del mal: y nunca el
alma humana se inclina tanto á la bondad y á la fe
como después de haberse asomado á los abismos de
la muerte.
Comprende el hombre, al curar, que el pensa-
miento, el deseo, la voluntad, la conciencia de la
vida no son la misma vida. Algo hay en él más vi-
gilante que el pensamiento, más continuo que el
deseo, más patente que la voluntad, más profundo
aún que la conciencia; y es, la sustancia, la natura-
leza de su sér.
Comprende que su vida real es aquella no vivida
por él; es el complejo de las sensaciones involupta-
rias, espontáneas, inconscientes, instintivas; es la nuestra vieja alma abrazada á la grande alma na-
actividad harmoniosa y misteriosa de la vegetación tural palpita siempre á su contacto, así el convale-
animal; es el imperceptible desarrollo de todas las ciente medía su respiración al unísono de las res-
metamorfosis y de todas las renovaciones. piración ancha y tranquila del mar, erguía su cuer-
Y esta vida, precisamente, completa en él los po á semejanza de robustos árboles, serenaba su
milagros de la convalecencia; cierra las llagas, pensamiento ante la serenidad de los horizontes.
repara las pérdidas, realza las tramas quebranta- Poco á poco, en sus ocios atentos y recogido su
das, remienda los tejidos lacerados, restaura las espíritu se extendía, se desenvolvía, se desplegaba,
conjunciones de los órganos, reinfunde en las ve- se elevaba dulcemente como la hierba oprimida so-
nas la riqueza de la sangre, reanuda sobre los ojos bre los senderos; volvíase, en fin, veraz, ingenuo, ori-
la venda del Amor, reintegra en tomo de la cabe- ginal, libre, abierto á la pura conciencia, dispuesto
za la corona de los sueños, enciende de nuevo en á la pura contemplación; atraía á sí las cosas, las
el corazón la llama de la esperanza, torna á abrir concebía como modelo de su propio sér, como for-
las alas á las quimeras de la fantasia. mas de su propia existencia; se sentía en fin, pene-
trado por la verdad que proclama el Oitpaniscliad
Después de la mortal herida, tras una especie
de Vida: «Hte oranes creaturae intotum ego sum, et
de larga y lenta agonía, Andrés Sperelli renacía
praeter me aliud ens non est.» El gran soplo de
poco á poco, casi con otro cuerpo y con otro espí-
idealidad que exhalan los libros sagrados indios,
ritu, como un hombre nuevo, como una criatura
estudiados y amados en un tiempo, parecía que lo
salida de un reciente baño léteo inruémore y va-
elevasen. Y tornaba á resplandecerle singularmen-
cio. Parecíale haber tomado una forma más ele-
te la fórmula sanscrita, llamada Mahavakya, esto
mental. En su memoria el pasado tenía una lonta-
es la Gran Palabra: «TAT TVAAN ASÍ» ; que signi-
nanza sin perspectiva, como para la vista el cielo
> fica:
estrellado es un campo igual y difuso, magüer los
astros están diversamente distantes. Los tumultos «Esta cosa viviente, eres Ui.»
se pacificaban, el fango descendía al limo, el alma Eran los últimos días de Agosto. El mar tenía
se purificaba; y él tornaba á entrar en el seno de una quietud extática, las aguas tenían tal transpa-
la madre naturaleza, sentíase por ella maternal rencia que reproducían con perfecta exactitud
mente infundir la bondad y la fuerza. cualquiera imagen, y su extrepaa línea perdíase en
Hospedado por su prima en la villa de Schifano- el eielo, de modo que los dos elementos parecían
ja, Andrés Sperelli volvía á la existencia en pre- un elemento único, impalpable, sobrenatural. El
sencia del mar. De igual modo que permite siem- vasto anfiteatro de los collados, poblado de olivos,
pre en nosotros la naturaleza simpática, y así como de naranjos, de pinos, de todas las más nobles for-

.¡VTV',-
mas de la vegetación itálica, abrazando aquel si- Cía. Otro principio de vida entraba en él: alguno
lencio, aparecían no como una multitud de cosas entraba en él, de modo insensible y secreto, que
sino una cosa única, bajo el común sol. sentía la paz profunda. Y él descansaba, porque no
El joven convaleciente, tendido á la sombra ó re- deseaba ya.
clinado sobre un tronco ó sentado sobre una pie- El deseo había abandonado su reino; la inteligen-
dra, creía sentir en sí mismo correr el río de la cia en su actividad seguía libre sus propias leyes y
vida, con una especie de tranquilidad cataléptica; reflejaba el mundo objetivo como un simple objeto
creía sentir vivir en su pecho el mundo entero; conocido; las cosas aparecían en su forma verdade-
con una especie de religiosa embriaguez creía po- ra, en su verdadero color, en su verdadera y entera
seer el infinito. Lo que él experimentaba era inefa- significación y belleza, precisa, clarísima; desapa-
ble, no definible ni aún con las palabras del místi- recía, en fin, todo sentimiento de la persona. Y en
co: «Yo he sido admitido por la naturaleza en el esta temporal muerte del deseo, en esta temporá-
más secreto de sus divinos asientos, en el surtidor nea ausencia de la memoria, en esta perfecta obje-
de la vida del Universo. Desde aquí yo sorprendo tividad de la' contemplación estaba precisamente
la causa del movimiento y oigo el primer canto de la causa del jamás experimentado goce.
los séres en toda su frescura.» La vista de cuanto
le rodeaba trocábase poco á poco en visión profun- Die Sterne, die begelirt man nicht,
da y continua; las ramas de los árboles sobre su Man freut si.ch ihrer Pracht.
cabeza le parecían elevarse hasta el cielo, ampliar
el azul, resplandecer como aromas de inmortales «Las estrellas nadie las desea, pero alegra su
poetas; y él contemplaba y escuchaba en silencio, fulgor.» Por primera vez, en efecto, el joven cono-
respirando con el mar y con la tierra, plácido como ció toda la harmoniosa poesía nocturna de un cielo
un Dios. estival.
¿Qué habían sido de todas sus vanidades, de sus Eran las últimas noches de Agosto, sin luna. In-
crueldades, de sus artificios y sus mentiras? ¿Dón- numerables, en la infinita bóveda azul, palpitaba
de estaban los amores y los engaños, los desenga- la vida ardiente de las constelaciones. La Osa, el
ños y los disgustos, y las incurables repugnancias Cisne, Hércules, Boote, Casiopea, centelleaban con
después del placer? ¿Qué fueron de aquellos in- un continuo temblar tan rápido y tan fuerte, q u e '
mundos y rápidos amores que le dejaban en la casi parecían estar cercanas á la tierra, haber en-
boca como la extraña acidez de un fruto cortado trado en la atmósfera terrena. La vía láctea apare-
con un cuchillo de acero? El no Qe acordaba ya de cía como un verdadero río aéreo, como un con-
nada. Su espíritu había hecho una solemne renun- fluente de arroyos paradisiacos, como una inmen-
sa corriente silenciosa que llevase en su miro
otras formas de existencia ó de meterse en otras
gúfge un polvo de minerales sidéreos pasando so-
condiciones de conciencia ó de perder el sér su
bre un álveo de cristal entre falanges de flores. A
particularidad en la vida general, presentaba los
intervalos, meteoros lúcidos regaban el aire inmó- ¡
fenómenos contrarios, envolviéndose de una natu-
vil, con la descensión ligerísima y muda de una
raleza que era una concesión completamente sub-
gota de agua sobre una lámina de diamante. La
jetiva de su intelecto.
respiración del mar lenta y solemne, era la única
que medía la tranquilidad de la noche, sin turbar- El paisaje convertíase para él en un símbolo, en
la; y las pausas eran más dulces que el sonido. emblema, en signo, en guía que lo guiaba á través
del laberinto interior. Una secreta afinidad descu-
Pero este periodo de visiones, de abstracciones, bría entre la vida aparente de las cosas y la vida
de intuiciones, de contemplaciones puras; esta es- íntima de sus deseos y de sus recuerdos. <To me—
pecie de misticismo budístico y casi diríamos co Jligli mountaim are d feeling.» Como en los ver-
mogónico, fué brevísimo. Las causas del raro fen sos de Jorge Byron las montañas, para él eran un
meno, más que en la naturaleza plástica del joven sentimiento las marinas.
y en su actitud y propensión á la objetividad, esta-
¡Claras marinas de Septiembre!—El mar tranqui-
ban quizá en su imaginación inquisitiva, en la sin-
lo é inocente como un niño adormecido, se exten-
gular tensión j en la extrema impresionabilidad de
día bajo un cielo angélico de perlas. A veces apa-
su sistema nervioso cerebral. Poco á poco comenzó
recía completamente verde, del fino y precioso ver-
á volver á tener conciencia de sí mismo, á encon-
de de una esmeralda; y, sobre la tersa superficie,
trar el sentimiento de su persona, á entrar en su
las pequeñas velas rojas semejaban llamas erran-
corporeidad primitiva.
tes. A veces aparecía enteramente azul, de un azul
Un día, en la hora meridiana, mientras la vida intenso, casi diríamos heráldico, surcado de venas
de las cosas parecía en suspenso, el grande y terri- de oro, como un lapislázuli; y sobre su tranquila
ble silencio permitióle ver dentro, de improviso, superficie las velas historiadas semejaban una pro-
abismos vertiginosos, necesidades inextinguibles, cesión de estandartes y de gonfalones y paveses
indestructibles recuerdos, cúmulos de sufrimiento católicas.
y de llanto, toda su miseria de otro tiempo, todos
También, á veces, tomaba un difuso resplandor
los vestigios de su vicio, todos los restos de sus pa-
metálico, un color pálido de plata, mixto del color
siones.
verduzco de un limón maduro; algo de indefinible-
Desde aquel día una melancolía pacífica é igual mente extraño y delicado; y, entonces, las velas
le ocupó el alma, y vió en todo aspecto de las cosas eran pías é innumerables como las alas de los que-
un estado de su alma. En vez de trasmudarse en rubines.
El convaleciente encontraba de nuevo sensacio- una fuerte corriente eléctrica hace luminosos los
nes olvidadas de la puericia; aquellas impresiones metales y su esencia revela el color de la llama, la
de frescura que dan á la sangre pueril los alientos virtud del mar iluminaba y revelaba todas las po-
del viento salso; aquellos indefinibles efectos que «tencias y las potencialidades de aquella alma hu-
causan las luces, las sombras, los colores, los olores mana.
del agua sobre el alma virgen. El mar no era sola- A ciertas horas el convaleciente, bajo el asiduo
mente para él una delicia de los ojos, si que una dominio de una tal virtud, bajo el constante yugo
perenne onda de paz en la que se abrevaban sus de una tal fascinación experimentaba una especie
pensamientos, una mágica fuente de juventud en de sobresalto y casi de espanto, como si aquel do-
la que su cuerpo recobraba la salud y su espíritu minio y aquel yugo fuesen insoportables para su
la nobleza. El mar tenia para él la atracción miste- debilidad. A ciertas horas, el coloquio incesante
riosa de una patria; y se abandonaba á él con una entre su alma y el mar, le daba un vago sentimien-
confianza filial, como un hijo débil en brazos de su to de postración, como si aquel sublime verbo hu-
padre omnipotente. Y en ello recibía consuelo; por- biese hecho demasiada violencia á la angustia del
que nadie ha confiado jamás en vano sus dolores, intelecto ávido de comprender lo incomprensible.
sus deseos, su sueño, al mar. Una tristeza de las aguas le trastornaba como un
El mar tenía siempre para él una palabra pro- desastre, como una desventura.
funda llena de revelaciones subitáneas, de ilumina- Un día se vió perdido. Vapores sanguinosos y
ciones imprevistas, de significaciones inesperadas. malignos ardían en el horizonte, semejando rocia-
Le descubría en lo secreto de su alma una úlcera das de sangre y de oro sobre las obscuras aguas;
todavía viva,magtier oculta, y hacíala sangrar; pero un grupo de purpúreas nubes se elevaba de estos
el bálsamo era después más suave. Le sacudía una vapores, semejantes á un tropel de centauros mons-
quimera durmiente en su corazón y excitábala de truosos sobre un volcán en erupción; y por entre
modo que sintiese de nuevo las uñas y el pico; pero esa luz trágica un cortejo fúnebre de velas trian-
la mataba después y se la sepultaba en el corazón gulares negreaba en el último límite del horizon-
para siempre. Le despertaba en la memoria una re- te. Eran velas de una tinta indescriptible, siniestra
membranza y hacía que sufriese toda la amargura como los emblemas de la muerte, señaladas de cru-
del llanto hacia las cosas irremediablemente hui- ces y de figuras tenebrosas, que semejaban velas
das; pero, en seguida, le prodigaba la dulzura de de navios que llevasen cadáveres de apestados á
un olvido eterno. alguna maldita isla poblada de buitres famélicos.
Un sentimiento humano de terror y de dolor pesa-
Nada dentro de su alma quedaba oculto, en pre-
b a sobre aquel mar; un decaimiento de agonía gra-
sencia del gran consolador. Del mismo modo que
vitaba sobre aquella atmósfera. La ola de sangre Sentíase dentro de sí, como un obscuro náufrago,
que manaba de las heridas de aquellos' monstruos en tinieblas. Miles de voces demandaban socorro,
en lucha abierta y feroz no cesaba jamás y antes imploraban ayuda, imprecaban á la muerte; voces
bien crecía en torrentes que enrojecían las aguas conocidas, voces que él había escuchado en otro
un gran espacio, hasta la orilla, haciéndose aquí y tiempo—(¿voces de criaturas humanas ó de fantas-
allá violácea y verduzca como por corrupción. De mas?)—¡y que ahora no sabía distinguir la una de
vez en cuando el tropel se agitaba, los cuerpos se la otra! Llamaban, imploraban, imprecaban inútil-
deformaban ó se descuartizaban, girones sangrien- mente, sintiéndose morir; se debilitaban sofocadas
tos pendían al borde del cráter ó desaparecían en- por la onda voráz; hacíanse débiles, lejanas, inte-
gullidos por el abismo. Después, tras la feroz sacu- rrumpidas, incognoscibles; convertíanse en un ge-
dida, los gigantes, regenerados, volvían de nuevo á mido, se extinguían, no resurgían ya.
la lucha, más feroces: el hacinamiento se recom- Había quedado solo. De toda su .juventud de toda
ponía, más enorme; tornaba el estrago y la matan- su vida anterior, de toda su idealidad no quedaba
za, más roja, hasta que los combatientes quedaban nada. Dentro de él no quedaba más que un frío
exangües entre las cenizas del crepúsculo, exáni- abismo vacio, y en torno á él, una naturaleza impa-
mes, destrozados sobre el moribundo volcán. sible, fuente perenne de dolor para su alma solita-
Parecía un episodio de alguna titanomaquia pri- ria. Toda esperanza había muerto: toda voz era
mitiva, un espectáculo heróico visto á través de muda: toda áncora estaba rota. ¿A qué, pues, vi-
una larga serie de edades, en el cielo de la fábula. vir?
Andrés, con el ánimo supremo, seguía todas las vi- Súbitamente la imagen de Elena resucitó en su
cisitudes de aquella titánica contienda. Acostum- memoria. Otras imágenes de mujeres se sobrepu-
brado á las tranquilas caídas de la sombra en sieron á aquella, se confundieron con ella, la dis-
aquella declinación serena del estío, sentíase á la persaron, se desvanecieron. El no acertó á retener
sazón, á causa del insólito contraste, exaltarse, su- ninguna. Todas parecían sonreirle, con sonrisa ene-
blevarse y perturbarse con una extraña violencia. miga, al desaparecer, y todas al disiparse parecíale
De pronto fué como una angustia confusa, tumul- que se llevasen consigo alguna cosa de él. ¿El qué?
tuosa, llena de palpitaciones inconscientes, invo- No lo sabía. Un menoscabo indecible lo oprimió; un
luntarias. Fascinado por el ocaso belicoso, no lle- sentimiento de vejez lo heló, y sus ojos se llenaron
gaba aún á ver claramente en sí mismo. Más, de lágrimas. Un trágico aviso le resonó en el cora-
cuando las cenizas del crepúsculo llovieron y ex- zón: «¡Demasiado tarde!»
tinguieron toda lucha y el mar se hizo como una Las recientes dulzuras de la paz y de la melan-
inmensa laguna plúmbea, creyó oir en la sombra
el grito de su alma, el grito de otras almas. TOMO I 13
eolia le parecieron ya lejanas, como una ilusión do como un hombre que no vé salvación; y no veía
ya desvanecida; casi le parecieron haber sido go- brillar las estrellas una á una sobre su pobre ca-
zadas por otro espíritu nuevo, entrado en él y des- beza, en la noche serena y profunda.
pués desaparecidos. Le pareció que su viejo espíri- Al nuevo día tuvo un agradable despertar, uno
tu no pudiese ya jamás renovarse ni relevarse. To- de esos límpidos y frescos despertares que tie-
das las heridas que sin moderación tenía abiertas ne solamente la Adolescencia en su primavera
en la dignidad de su sér interior, sangraron. Todas triunfal. La mañana era maravillosa; y respirar la
las degradaciones que sin repugnancia había infli- mañana era una beatitud inmensa. Todas las cosas
gido á su conciencia, brotaron como manchas y se vivían en la felicidad de la luz; las colinas parecían
dilataron como una lepra. Todas las violaciones envueltas en un velo diáfano de plata, sacudido por
que su pudor había hecho á su idealidad, le susci- un débil temblor; el mar parecía atravesado por
taron un remordimiento agudo, desesperado, terri- ríos de leche, por arroyos de cristal, por arroyuelos
ble, como si dentro de sí llorasen almas de sus hi- de esmeraldas, por mil corrientes que formaban
jas á quienes el padre hubiese quitado la virgini- como el movible enrejado de un laberinto líquido.
dad mientras dormía soñando. Un sentimiento de alegría nupcial y de gracia re-
Y él lloraba con ellas, y le parecía que sus lágri- ligiosa emanaba de la concordia del mar, del cielo y
mas no le descendían sobre el corazón como un de la tierra.
bálsamo, sino que le resbalasen como sobre una Andrés respiraba, miraba, un poco atónito. Du-
materia viscosa y fría que envolviese su corazón. rante el sueño su fiebre había desaparecido. El ha-
La ambigüedad, el disimulo, la falsedad, la hipo- bía cerrado los ojos, durante la noche, mecido por
cresía, toda la forma de la materia y el dolor en la el coro de las aguas como por una voz amiga y fiel.
vida del sentimiento, todas se adherían á su cora- Quien se adormece al sonido de aquella voz tiene
zón como un muérdago tenaz. un reposo lleno de reparadora tranquilidad. Ni aun
El había mentido demasiado, había engañado las palabras de una madre, tienen un sonido tan
mucho, habíase relajado ya bastante. Un espanto puro y tan benéfico á los oídos del hijo que sufre.
de sí y de su vicio lo invadió.—¡Vergüenza! ¡Ver- Miraba, escuchaba, mudo, recogido, enterneci-
güenza!—La deshonrosa brutalidad le parecía in- do, dejando penetrar en sí aquella onda de vida
deleble; las llagas le parecían incurables; parecíale inmortal. Jamás la música sacra de un gran maes-
que hubiese de sufrir las náuseas eternamente, tro, un ofertorio de José Haydn ó un Te deum de
para siempre, como un suplicio sin término.—¡Ver- Wolfang Mozart habíale producido la emoción que
güenza!—Y lloraba, sumido en un profundo abati- en aquellos momentos le daban los simples repiques
miento, abandonado al peso de su miseria, afrenta? de las campanas de las iglesias lejanas saludando
la acensión del día en los eielos del Señor Uno y La Quimera la repetía, en lo secreto de su cora-
Trino. El sentía sa corazón colmarse y desbordarse zón, en voz baja, con obscuras pausas:
de emoción. Algo como un sueño vago, pero subli- «¿Me oyes, joven, me oyes? ¿Quieres divinamen-
me, se elevaba sobre su alma; algo como un velo te amar?
ondulante á través del cual resplandeciese el mis- Andrés sonrió ligeramente y pensó: ¿Amar qué?
terioso lecho de la felicidad. Hasta entonces había ¿el Arte? ¿una mujer? ¿cuál mujer? Elena se le apa-
sabido siempre lo que deseaba, y no había jamás reció lejana, perdida, muerta, no ya suya; las otras
encontrado placer por desear en vano. Ahora no se le aparecían también lejanas, muertas para siem-
podía definir su deseo; no lo sabía. Pero, segura- pre. Era, pues, libre. ¿Para qué emprender de nue •
mente la cosa deseada debía ser infinitamente sua- vo una pesquisa inútil y peligrosa? En el fondo de
ve, porque era suavidad también desearla. su corazón existía el deseo de darse, libremente y
Los versos de la Quimera en el Rey de Chipre, por reconocimiento, á un sér más alto y más puro
antiguos versos casi olvidados, le volvieron á la ¿Pero dónde está ese sér?
memoria, vibraron como una caricia. El Ideal envenena toda posesión imperfecta; y en
en el amor toda posesión es imperfecta y engañosa,
todo placer está mezclado con tristeza, todo goce
«Vuoi tu pugnare? es dividido, toda alegría lleva en si un germen de
Uccidere? Veder fiumi di sangue? sufrimiento, todo abandono lleva en sí un germen
gran mucchi d' oro? greggi di capti ve de duda; y las dudas estropean, contaminan, co-
femine? schiavi? altre, altre prede? Vuoi rrompen todas las delicias, como las Arpías hacían
tu far vivere un marmo? Ergere un tempio? incomibles todos los alimentos á Fineo. ¿Por qué
Comporre un inmortale inno? Vuoi (m£ odi, pues había tendido él la mano hacia el árbol de la
giovine, m' odi) vuoi divinamente ciencia?
amare? (I)» «The tree of knowledge has been pluk' d'-all' s
knoivn.»
«El árbol de la ciencia ha sido despojado,—todo
es conocido» como canta Jorge Byrón en el Don
(1) «Quieres combatir?
Matar? Ver ríos de sangre? Juan.
grandes montones de oro? r e b a ñ o s de cautivas En realidad para lo porvenir su salud estaba
mujeres? esclavos? otras y otras presas? Quieres
hacer vivir un mármol? erigir nn templo? en la EUDABEIA esto es: en la prudencia, en la
Componer un inmortal himno? Quiere», óyeme, calma, en la cautela, en la seguridad. Este pen-
joven, óyeme, quieres divinamente
amar?» samiento suyo le parecía bien expresado en un so-
198 GABRIEL D' AÑNTMZIO
neto de un poeta contemporáneo, que por cierta afi- —-¡El Arte! ¡El Arte!—Hé ahí la amante fiel, siem-
nidad de gustos literarios y paridad de educación pre joven, inmortal; hé ahí la Fuente de la alegría
estética, prefería. pura, vedada á las multitudes, concedida á los ele
gidos; hé ahí el precioso Alimento que hace al hom
bre semejante á un dios. ¿Cómo había podido beber
en otras copas, después de haber acercado los labios
á esa? ¿Cómo había podido buscar otros goces des-
pués de haber gustado el supremo? ¿cómo su espí-
Sarò come colui che si distende ritu había podido acoger otras agitaciones después
sotto 1' ombra d' un grande albero carco de haber sentido en sí el inolvidable tumulto de la
ornai sazio di trar balestra od arco; fuerza creadora? ¿cómo sus manos habían podido
é in sul capo il maturo fruto pende. vagar entre lascivias sobre el cuerpo de las muje-
Non ei scuote quel ramo, né protende res después de haber sentido de entre sus dedos
la man, né veglia*Ln su le prede a' 1 varco. brotar una forma substancial? ¿Cómo en fin, sus sen
Giace; e raccoglie con un gesto parco tidos habían podido debilitarse y pervertirse en la
i frutti che quel ramo a' 1 suolo rende. baja lujuria, después de haber sido iluminados por
Di tal soave polpa ei ne' 1 profondo una sensibilidad que cogía en las apariencias las li-
non morde, à ricercar 1' intima essenza neas invisibles, percibía lo imperceptible, adivina-
perche teme 1' amaro; anzi la fiuta, ba los pensamientos ocultos de la Naturaleza?
poi sugge, con piacer limpido, senza Un improviso entusiamo lo invadió. En aquella
avidità, ne triste né giocondo. mañana religiosa, quería de nuevo arrodillarse ante
La sua favola breve é già compiuta. el altar, y conforme al verso de Goethe; leer sus ac-
tos de devoción en la liturgia de Homero.
«¿Pero si mi inteligencia hubiese decaído? ¿Si mi
mano hubiese perdido la ligereza? ¿Si yo ya no fue-
se digno?»
Pero la EUDABEIA, si puede servir para excluir en Ante esta duda le asaltó un temor tan fuerte, que
parte, de la vida, el dolor, excluye también toda con un ansia pueril comenzó á buscar lo que hubie-
alta idealidad. se podido ser una prueba inmediata, para adquirir
La salud, pues, estaba en una especie de equili- la certidumbre de que se trataba de un temor que
brio goethiano, entre un cauto y fino epicureismo no era razonable. Hubiese querido hacer en segui-
práctico y el culto profundo y apasionado del Arte. da un experimento real: componer una estrofa, di-
bujar una figura, grabar una rama, resolver un pro- vian con un ruido fuerte, cómo si les pasase por en-
blema de formas. ¿Y qué? ¿Y después? ¿No hubiera cima una turba de ardillas; pequeños fragmentps de
sido esa una experiencia falaz? cielo aparecían entre las ramas como ojos cerúleos
La lenta decadencia del ingenio puede ser tam- bajo los párpados verdes. En un lugar preferido,
bién inconsciente: ahí está lo terrible. El artista que era una especie de lucus mínimo en señorío de
que poco á poco pierde sus facultades no se da una Herma(l)cuadriforme, dispuesta para una cuá-
cuenta de su debilidad progresiva; porque junta-
druple meditación, se detuvo, se sentó sobre la hier-
mente con la potencia de producir y reproducir
ba con la espalda apoyada entre la base de la esta-
pierde también el juicio crítico, el criterio. No
tua, con la faz vuelta al mar. Delante de él, algu-
distingue ya los defectos de su obra; no sabe
nos troncos derechos y desiguales como las cañas
que su obra es mala ó mediana; se engaña; cree
que su cuadro, que su estatua, que su poema, de la flauta del dios Pan cortaban el ultramarino;
están dentro de las leyes del Arte, cuando están á su alrededor los acantos abrían con soberana ele-
mera. Aquí está lo terrible. El artista atacado en el gancia los cestos de sus hojas, entalladas simétrica-
cerebro puede no tener conciencia de l a propia im- mente como en el capitel de Callimaco.
becilidad, como el loco no tiene conciencia de la Los versos de Salmace en la Fábula de Eerma-
propia aberración. ¿Y entonces? El convaleciente frodito r acudieron á su memoria.
experimentó una especie de pánico. Apretóse las
sienes con las palmas de las manos; y permaneció «Nobili acanti, o voi ne le terrestri
algunos instantes bajo el choque de aquel pensa- selve indizi di pace, alte corone,
miento espantoso, bajo el horror de aquella amena- di pura forma; o voi, snelli canestri
za, como aniquilado.—¡Mejor, mejor morir!—Nunca che il Silenzio con lieve man compone
como en aquel momento había conocido el divino á racogliere il fiore de' silvestri.
valor del don; nunca, como en aquel momento la Sogni, qual mai virtù su'l bel garzone
chispa le había parecido tan sagrada. Todo su sér versaste da le foglie oscura e dolce?
temblaba con una extraña violencia, á la sola duda Ei dorme nudo, e il braccio il capo folce (2)
de que el don pudiese destruirse, que la chispa pu-
diese apagarse.—¡Mejor morir! (1) Piedra cuadrada que r e m a t a u n a cabeza de Mercurio, del cual
t o m a el nombre.
Levantó la cabeza; sacudió de sí toda inercia; ba- t2, «Nobles acantos. |oh vosotros que en las terrestres selvas indi-
jó al parque; caminó bajo los árboles, sin idea fija; cios sois de paz, altas coronas de forma ideal! ;Oh vosotros ligeros ca-
nastos que el Silencio con mano ligera teje p a r a recoger la flor de los sil-
sin pensamiento determinado. Un soplo ligero co vestres Sueños! ¿Qué obscuro y dulce eucanto babia podido verter vues-
rría sobre las cimas; á intervalos las hojas se revol- tro f o l l a j e sobre el hermoso efebo?
El duerme desnudo, y su brazo sostiene so cabeza.»
Otros versos afluyeron á su memoria, y otros y lo ultraadmirable; puede embriagar como el vino,
otros más, tumultuosamente. Su alma se llenó toda arrobar como un éxtasis; puede á un mismo tiempo
de una música de rimas y de sílabas rítmicas. El poseer nuestra inteligencia, nuestro espíritu, nues-
gozaba: aquella espontánea é imprevista agitación tro cuerpo; puede, en fin, llegar á lo Absoluto.
poética, dábale un deleite indefinido. Escuchaba en
Un verso perfecto y absoluto, inmutable, inmor-
sí mismo aquellos sonidos, complaciéndose de las
tal; tiene en sí las palabras con la cohesión de un
ricas imágenes, de los .epítetos exactos, de las me-
diamante; encima el pensamiento, como en un cír-
táforas lúcidas, de las harmonías rebuscadas, de las
culo preciso que ninguna fuerza conseguirá jamás
exquisitas combinaciones de hiatos y de diéresis,
de todas las más sutiles refinaciones que variaban romper; se hace independiente de toda conexión y
su estilo y su métrica, de todos los misteriosos arti- de toda sugestión; no pertenece ya al artífice, sino
ficios del endecasílabo aprendido de los admirables que es de todos y de nadie, como el espacio, como
poetas del siglo xiv y especialmente del Petrarca. la luz, como las cosas inmanentes y perpetuas. Un
La magia del verso le sojuzgó de nuevo el espíritu pensamiento fielmente expresado, en un verso per-
y el hemistiquio sentencioso de un poeta contempo- fecto es un pensamiento que existía preforma^o
ráneo le sonreía singularmente:—El Verso es todo.» en la obscura profundidad de la lengua. Extraído
por el poeta, continua existiendo en la concien-
El verso es todo. Ea la imitación de la Natura-
cia de los hombres.El más grande poeta es, pues,
leza, ningún instrumento de arte es más vivo, ágil,
aquel que sabe describir, desenvolver, extraer el
agudo, vario, multiforme, plástico, obediente, sensi-
mayor número de esas ideales preformaciones.
ble, fiel. Más compacto que el mármol, más malea-
ble que la cera, más sutil que un fluido, más vi- Cuando el poeta está próximo á descubrir uno de
brante que una cuerda, más luminoso que una esos versos eternos, es advertido por un divino to-
gema, más fragante que una flor, más cortante que rrente de alegría, que le invade de improviso todo
una espada, más flexible que un junquillo, más aca- su sér.
riciador que un murmurio, más terrible que un ¿Qué alegría puede ser mayor? Andrés cerró un
trueno; el verso lo es todo y lo puede todo. Puede poco los ojos, como para prolongar aquella particu-
expresar y repetir los más mínimos movimientos del lar sensación, que era, en él, heraldo de la inspira-
sentimiento y los más secretos impulsos de la sen- ción, cuando su espíritu se disponía á la obra de
sación; puede definir lo indefinible y expresar lo arte, especialmente al versificar. Después, embar-
inefable: puede abrazar lo ilimitado y sondar el gado por un deleite jamás probado, se puso á rimar
abismo; puede abarcar dimensiones de eternidad; con el delgado lápiz sobre las breves páginas blan-
puede representar lo sobrehumano, lo sobrenatural, cas de su libro de memorias. Y á su memoria acu-
dieron los primeros versos de una canción del Mag- nacía de un contraste, esto es del contraste entre
nifico: (1) la abyección pasada y la presente resurrección, y
como en su movimiento lírico procedía por eleva-
ción, eligió el soneto, cuya arquitectura consta de
Par ton leggieri e pronti dos órdenes: del superior representado por los dos
dal petto i miei pensieri... cuartetos, y el inferior representado por los dos
tercetos.
El pensamiento y la pasión pues dilatándose en
Casi siempre para empezar á componer, necesi- el primer orden, se refuerza y eleva en el segundo.
taba una entonación musical comunicada por otro La forma del soneto, no obstante ser maravillo-
poeta; y casi siempre prefería tomarla de los versi- samente bella y magnífica, es en algo defectuosa;
ficadores antiguos de Toscana, Un hemistiquio de porque se asemeja á una figura con el busto muy
Lapo Gianni, de Cavalcanti, de Lino, de Petrarca, largo y las piernas cortas.
de Lorenzo de Medicis, el recuerdo de un grupo de
En efecto los dos tercetos no tan solo son en rea-
rimas, la conjunción de dos epitetos, una cualquier
lidad mas cortos que los cuartetos, por el número
concordancia de palabras bellas ó que sonasen bien,
de versos; si no que también lo parecen, por lo rá-
una frase cualquiera numerosa, bustaba para des-
pido y fluido del movimiento, comparado con la
pertarle, y darle por así decirlo, el la, una nota que
lentitud y magestad de los cuartetos.
le sirviese de fundamento á la harmonía de la pri-
mera estrofa. Era una especie de tópico aplicado Es mejor artífice el que sabe disimular más el
no á la busca de argumentos, si no á la pesquisa de defecto; el que, reservando á los tercetos la imagen
preludios. más precisa y más visible, y las palabras más fuer-
tes y más sonoras, obtiene que estas estrofas se en-
El primer septenario mediceo le ofreció en ef«fc- gradezcan y harmonicen con los superiores, sin que
to la rima; y vió distintamente todo lo que quería pierdan nada de su ligereza y rapidez esenciales.
mostrar á su imaginario auditorio personificado en
Los pintores del Renacimiento sabían equilibrar
la Herma; y juntamente con la visión, al mismo
una figura entera, con el simple revoloteo de una
tiempo, se presentó espontáneamente en su espíritu
cinta, de un lazo, ó de un pliegue.
la forma métrica, en la que debía verter, como un
Componiendo, Andrés se estudiaba á sí mismo,
vino en una copa, la poesía.
curiosamente. No había hecho versos desde hacía
Como su sentimiento poético era doble, ó mejor, mucho tiempo. ¿Este intervalo de ocio, había per-
judicado á su habilidad técnica? Le parecía que las
(1) Lorenzo de Mèdici». rimas, saliendo una á una de su cerebro, tenían un
En la parte de los jardines, sobre la pendiente,
sabor nuevo. La consonancia fluía espontánea, sin un vestíbulo conducía á una hermosa escalera de
que la buscase; y los pensamientos le nacían rima- doble gradería descendente á un rellano limitado
dos. De pronto, un obstáculo le detenía la corrien- por balaustres de piedra como un vasto terrado y
te, un verso se le rebelaba; todo er resto se le des- adornado de dos fuentes.
componía, como un mosáico desunido; las sílabas
Otras escaleras, á la extremidad del terrado, se
luchaban contra la sugeción de la medida; una pa-
prolongaban hasta la pendiente, interrumpiéndose
labra musical y luminosa que le agradaba, era ex
por otros rellanos hasta terminar casi sobre el mar,
cluída por la severidad del ritmo, á despecho de
y de esta inferior area presentaban á la vista una
todos sus esfuerzos; de una rima nacía una idea
especie de séptulo serpentino entre la verdura su-
nueva, inesperada, que le seducía y le distraía de
perba y el espeso follaje de los rosales. Las mara-
la idea primitiva; un epíteto, aún siendo justo y
villas de Schifanoja eran las rosas y los cipreses.
exacto, tenía un sonido asaz débil; la tan buscada
Las rosas, de todas las clases, de todas las estacio-
cualidad, la cohesión faltaba completamente; y la
nes, eran suficientes por en tirer neuf ou dix
estrofa era como una medalla que, por culpa de un
rnuytz dc aeau i-ose, como hubiera dicho el poeta
fundidor inexperto, que no hubiera sabido calcular
del Vergier d'honneur. Los cipreses agudos y som-
la cantidad de metal fundido necesaria á llenar el
bríos más liieráticos que las pirámides, más enig-
troquel, hubiese resultado imperfecta. Con aguda
máticos que los obeliscos, no cedían ni á los de la
paciencia, formó de nuevo en el crisol el metai, y
villa de Este ni á los de la villa Mondragone ni á
volvió á comenzar la obra desde el principio. La
cuantos otros semejantes gigantes crecen en las
estrofa, al fin, le salía entera y precisa; algún ver-
gloriosas villas de Roma.
so resultaba con cierta aspereza extraña, pero agra-
dable; á través de las ondulaciones del ritmo, apa- La marquesa de Ateleta solía pasar en Schifano-
recía evidentísima la simetría; la repetición de la ja el verano y parte del otoño; porque ella, aún
rima rendía una música clara, reclamando al espí- siendo entre las damas romanas una de las más
ritu con el acorde de sonidos el acorde de pen- mundanas, amaba la campiña y la libertad cam-
samientos, y reforzando con un ligamiento físico la pestre y le agradaba recibir y hospedar á sus ami-
trabazón moral: todo el verso vivía y respiraba co- gos. Había tenido para Andrés infinito cuidado y
mo un organismo independiente, con la más perfec- solicitud durante su enfermedad, como una hermana
ta unidad. Para pasar de un soneto á otro, retenia mayor, casi como una madre, sin cansarse jamás:
una nota, como en música la modulación de un to- una profunda afección la ligaba á su primo. Ella
no al otro, se prepara por el acorde de séptima, en estaba para él llena de indulgencias y de perdones;
era una amiga buena y franca, capaz de compren-
der muclias cosas, pronta, siempre alegre, siempre Herma, regresó á Schifanoja con una insólida ale-
aguda, espirituosa y espiritual á un mismo tiempo. gría, y encontrando en la escalera á doña Francis-
Aun habiendo rebasado de cerca un año la treinte- ca le besó las manos, diciéndola con un tono alegre
na, conservaba una admirable vivacidad juvenil y y burlón:
una grande benevolencia, porque poseía el secreto —Querida prima, he encontrado la Verdad y el
de la señora de Pompadour, aquella beauíé satis Camino.
traits que puede avivarse de imprevistas gracias. —¡Aleluya!—dijo doña Francisca, levantando sus
También poseía una virtud sana: la que comun- hermosos brazos redondos.—¡Aleluya!
mente se llama «el tacto». Un delicado genio feme- Y bajó á los jardines.
nil servíale de guía infalible. En sus relaciones con Andrés subió á sus habitaciones con el corazón
sus innumerables conocimientos de ambos sexos, aliviado.
ella sabía siempre, en toda circunstancia, cuando Poco después oyó golpear ligeramente á la puer-
y cómo contenerse, y no cometía nunca errores, no ta y la voz de doña Francisca que preguntaba:
averiguaba jamás la vida de los otros, no se hacía —¿Puedo entrar?
nunca inoportuna ni llegaba á hacerse jamás im- Ella entró llevando en la falda y entre sus brazos
portuna, hacía siempre á tiempo todas sus acciones un gran fajo de rosas blancas, amarillas róseas, en-
y decía á tiempo todas sus palabras. Su actitud carnadas y purpurinas. Algunas anchas y claras,
cerca de Andrés, en este período de convalecen- como las de la villa Pamphily, fresquísimas y todas
cia un poco extraño y desigual, no podía ser en perladas, tenían no sé qué de vitreo entre hoja y
verdad más exquisito. Ella empleaba todos los me- hoja; otras mostraban sus pétalos densos y una ri-
dios para no turbarlo y para conseguir que nadie queza de color que hacía pensar en la celebrada
lo turbase; le dejaba en completa libertad, aparen- magnificencia de las púrpuras de Elisa y de Tiro:
taba no percibirse de las extravagancias y de sus otras parecían bolas de nieve odorosa y daban un
melancolías; no le fastidiaba nunca con preguntas extraño antojo de morderlas y engullirlas; otras
indiscretas, procuraba que su compañía le fuese li- eran de carne, verdaderamente de carne, voluptuo-'
gera en las horas obligadas; renunciaba en fin á sas como las más voluptuosas formas de un cuerpo
sus chanzas, en su presencia, para evitarle la fati- de mujer, con algunas sutiles venas. Las infinitas
ga de una sonrisa forzada. gradaciones del rojo, del carmesí violento al color
Andrés, que comprendía aquella fineza, estaba pálido de la fresa madura, se mezclaban á las más
reconocidísimo. finas y cuasi insensibles variaciones del blanco,
El 12 de Septiembre, después de sus sonetos á la desde el candor de la nieve inmaculada, al color in-
definible de la leche recién muñida, de la hostia,
de la médula de una caña, de la plata opaca, del da en casa Bandinelli, bautizada con el agua de la
alabastro, del ópalo. Fuente Alegre. Pero es más bien melancólica de
—rHoy es fiesta—dijo ella, riendo; y las flores la naturaleza; y sumamente dulce. La historia de su
cubrían el pecho casi hasta la garganta. matrimonio, también, es poco alegre. Ese Ferres
—¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!—repetía Andrés no es nada simpático. Tienen empero una niña que
ayudándola á depositar la odorosa carga sobre la es un amor. Verás; pálida, muy pálida, con una
mesa, sobre los libros, sobre los álbums, sobre los hermosa mata de cabellos, con dos ojos desmesura-
cartones de dibujos.—/Rosa rosarum! mente grandes. Se asemeja mucho á su madre
Así que estuvo libre, adornó todos los vasos es- ¿Mira, Andrés, esta rosa, no se diría que parece de
parcidos por la estancia y se puso á llenarlos de terciopelo? ¿Y esta otra? Me la comería. Pero mira
rosas, componiendo distintos y tan singulares ra- aún; repara si no parece propiamente una crema
milletes coa una selección tan superba, que revela- ideal. ¡Qué delicia!
ba en ella un gusto raro, exquisito y poco común. Y ella seguía escogiendo las rosas mientras ha-
Escogiendo y componiendo, hablaba de .mil cosas blaba amablemente. Una onda de perfume, embria-
diferentes con aquella su alegre volubilidad, como gadora como un vino de cien años, subía del mon-
si quisiera compensarse de la parsimonia de pala- tón; algunas corolas se deshojaban y caían entre
bras y de risas usadas hasta entonces con Andrés los pliegues de la falda de doña Francisca: frente á
por respeto á su melancolía taciturna. la ventana, á los dorados rayos del rubicundo Febo,
Entre otras cosas, dijo: la copa obscura de un ciprés se dibujaba apenas. Y
—El 15 tendremos una bella huésped: doña Ma- en la memoria de Andrés cantaba con insistencia,
ría Ferres y Capdevila; la esposa del ministro ple- como una frase musical, un verso del Petrarca:
nipotenciario de Guatemala. ¿La conoces?
—Me parece que no.
—En efecto, no puedes conocerla. Ha regresado «COSÍ partía le rose e le parole.»
á Italia hace pocos meses; pero pasará el invierno
próximo en Roma, porque su marido ha sido desti-
nado á aquel punto. Dos mañanas después, él ofreció en compensa-
Es amiga mía de infancia, muy querida. Hemos ción á la marquesa de Ateleta un soneto curiosa-
estado juntas en Florencia tres años, en la Annun- mente formado á la moda antigua, y manuscrito so-
ziata; pero es más joven que yo. bre un pergamino adornado con dibujos y ribetes
—¿Americana? del gusto de aquellos que ríen en los misales d'At-
—No: italiana y de Siena, por añadidura. Naci- tavante y de Liberale de Verona:
Así Andrés comenzaba á aproximarse de nuevo
al Arte, experimentándose curiosamente en peque-
ños ejercicios y en pequeños juegos magtier medi-
tando á la par otras menos ligeras. Muchas ambi-
ciones que ya un tiempo habíanle excitado, volvie-
Schifanoja in Ferrara (oh gloria d'Este!)
ron á excitarlo; muchos proyectos de otro tiempo
ove il Cossa emuló Cosimo Tura
se reprodujeron en su espíritu modificados ó com-
in trionfi d'iddi i su per la mura
pletos; muchas antiguas ideas se le representaron
non vide mai tanto gioconde feste.
bajo una luz nueva ó más justa: muchas imágenes,
Tante rose portó ne la sua veste
entrevistas apenas una vez, le brillaron claras y
Mona Francesca all'ospite in pastura
nítidas, sin que pudiera darse cuenta de su descu-
quante mai n'ebbe il Ciel per avventura,
brimiento. Súbitos pensamientos surgían de la pro-
bianche angelelle, a cingervi le teste.
fundidad misteriosa de su conciencia y lo sorpren-
Ella parlava ed iscegliea que' fiori
dían. Parecía que todos los confusos elementos acu-
con tal vaghezza ch'io pensai:—Non forse
mulados en el fondo de su sér, combinados ahora
venne una grazia per le vie del Sole?—
con la disposición particular de su voluntad se
Travidi, inebriato dalli odori.
transformasen en pensamientos con el mismo pro-
Un verso del Petrarca á l'aria sorse:
ceso por el cual la digestión estomacal elabora los
«Cosi partía le rose e le parole.» (1)
alimentos y los convierte en sustancia del cuerpo.
Pretendía encontrar una forma de Poema moder-
no, ese perseguido sueño de muchos poetas; é in-
tentaba hacer una lírica verdaderamente moderna
en el contenido pero vestida de todas las antiguas
elegancias, profunda y límpida, apasionada y pura,
fuerte y compuesta.
U) Sehifanoja de F e r r a r a (oh, gloria del Este!) donde Cosan emuló á
Además vagamente sentía el deseo de hacer un
Oosino T u r a en los triunfos de los dioses sobre sus muros, no viera ja- libro de arte sobre los Primitivos, sobre los artistas
más tan alegre fiesta.
T a n t a s rosas llevó en su vestido doña Francisca al [huésped e n pastu-
precursores del Renacimiento, y un libro de análi-
ra, cuantas j a m á s tuvo el cielo para coronar vuestras cabezas ¡oh, lindos sis psicológica y literaria sobre los poetas del siglo
ángele»!
Ella hablaba y escogía aquellas flores con t a l garbo y donosura que y o x i n en gran parte ignorados.
pensé: ¿No es quizá« una Gracia venida p o r la via del Sol? Otro libro hubiese querido escribir sobre el Bér-
E m b r i a g a d o por los perfumes, me desmayé. Un verso del P e t r a r c a re-
sonó en los aires: «Asi d i s t r i b u í a las r o s a s y las palabras.» nini, un gran estudio de decadencia, agrupando al-
rededor de este hombre extraordinario que fué el
favorito de seis papas, 110 tan solo todo el arte, si
no también toda la vida de su siglo.
Para cada una de tales obras necesitaba natural- —¿Por qué ríes?—preguntóla Andrés.
mente, muchos meses, muchos rebuscas, muchas —Por una analogía.
fatigas, un elevado color de ingenio, una vasta ca- —¿Cuál?
pacidad de coordinación. —¿Adivina?
En materia de dibujo, pretendía ilustrar con —No sé.
aguas fuertes la tercera y la cuarta jornada del —Pues bien; pensaba en otro anuncio de presen-
Decanaron, tomando como modelo aquella Histo- tación y en otra presentación que yo te hice, hace
ria de Nastaglo de los Honestos, donde Sandro Bot- casi dos años, acompañándola con una profecía ale-
ticelli revela tanto refinamiento de gusto en la cien- gre. ¿Te acuerdas?
cia del grupo y de la expresión. —¡Ah!—suspiró Andrés.
Además pensaba alguna que otra vez en una se- —Río porque también esta vez se trata de una
rie de Sueños, de Caprichos, de Grotescos, de Cos- desconocida y esta vez también yo seré.... la pro-
tumbres, de Fábulas, de Alegorías, de Fantasías, á tectora involuntaria.
la manera ligera de Caliot, pero con otro muy di- —¡Oh! ¡Demasiado tarde!
verso sentimiento y otro muy. diverso estilo, para —Pero el caso es distinto, mejor dicho, es distin-
poder abandonarse libremente á todas sus predi- to el personaje del posible drama.
lecciones, á todas sus imaginaciones, á todas sus —¿Y eso, por qué?
más agudas curiosidades, y más desenfrenadas te- —María es una turris ebúrnea.
meridades de dibujante. —Y yo soy ahora un vas spirituale.
El 15 de Septiembre, un miércoles, llegó á Schi- —¡Bah! es verdad. Olvidaba ya que al fin has en-
fanoja el nuevo huésped. contrado la Verdad y el Camino. «El alma ríe sus
La marquesa fué á recibir á su amiga, á la pró- amores lejanos.»
xima estación de Rovigliano, acompañada de su —¿Recuerdas mis versos?
primogénito Fernando y de Andrés. —Los sé de memoria.
Mientras el faetón descendía por el camino som- —¡Qué amabilidad!
breado de altos álamos, la marquesa hablaba de su —Por lo demás, querido primo, aquella «blanca
amiga á Andrés, con gran benevolencia. mujer» con la Hostia en la mano me es muy sospe-
—Creo que te agradará—concluyó diciendo ella. chosa. Tiene pára mi todo el aire de una forma fic-
Después se echó á reir, como si un pensamiento ticia, de un ropaje sin cuerpo, que está á merced de
imprevisto hubiera atravesado su espíritu. cualquier alma de ángel ó de demonio que tenga
intención de admitirla, de administrarte la comu-
nión y de hacerte el «gesto que consiente.»
222 GABRIEL D< AKNDNZÍO
—¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio! Aquella voz hizo sobre Andrés una impresión
—Guárdate y vigila bien el ropaje y haz muchos singular; le recordó vagamente una voz conocida.
exorcismos... Pero, ya caigo de nuevo en la profe- ¿Cuál?
cía. Indudablemente las profecías son una de mis Dona María descendió de un salto rápido y ágil;
debilidades. y con un gesto lleno de gracia levantó el velo has-
—Hemos llegado, prima. ta descubrir la boca para besar á su amiga.
Ambos reían. Pocos minutos faltaban para la lle- Aquella señora alta y ondulante, bajo el pardes-
gada del tren, cuando entraban en la estación. El sus de viaje y velada, de la que no veía más que la
primogénito Fernando, un niño de doce años, en- boca y la barba, inspiró súbitamente á Andrés una
fermizo, llevaba un hermoso ramo de rosas para profunda seducción. Todo su sér, iluso en aquellos
ofrecerlo á doña María. días por una apariencia de libertad reconquistada,
Andrés, después de aquel diálogo sentíase ale- estaba dispuesto á acoger la "fascinación del «eter-
gre, ligero, vivacísimo, como si de pronto hubiese no femenino.» Apenas removidas por un soplo de
vuelto á entrar en su primitiva vida de frivolidades mujer, las cenizas daban chispas.
y de fatuidad; era una sensación inexplicable. Pa- —María, te presento mi primo el conde Andrés
recíale que algo así como un soplo femenino,' como Sperelli-Fieschi d'Ugenta.
una tentación indefinida, le atravesase el espíritu. Andrés se inclinó cortesmente. La boca de la se-
Escogió del ramo de Fernando una rosa thé y se la ñora se abrió dando paso á una sonrisa que pareció
colocó en el ojal: dió una rápida ojeada á su traje misteriosa porque la densidad y brillantez del velo
de verano: se miró con complacencia las manos ocultaba el resto de las facciones.
bien cuidadas que en la enfermedad se habían pues- En seguida la marquesa presentó á Andrés á don
to más finas y más blancas. Todo esto lo hizo sin Manuel Ferres y Capdevila, y, acariciando los ca-
reflexión, casi por un instinto de vanidad desperta- bellos de la niña que miraba al joven conde con
da en él de repente. dos dulces ojos atónitos, dijo:
—Ahí viene el tren—dijo Fernando. —Hé aquí á Delfina.
La marquesa avanzó al encuentro de la que lle- En el faetón, Andrés ocupaba un sitio frente á
gaba, que, asomada ya á la portezuela, saludaba doña María y al lado del marido. Ella no se había
con la mano y hacía signos con la cabeza comple- quitaba aún el velo: tenía sobre sus rodillas el ra-
tamente envuelta en un gran velo de color perla mo de Fernando y de vez en cuando lo llevaba á la
que cubría por mitad su sombrero de paja negra. nariz, mientras contestaba á las preguntas de la
—¡Francisca! ¡Francisca!—llamaba, con una tier- marquesa
na efusión de alegría, Andrés no se había engañado: en la voz de aque-
lia mujer había algunos acentos de la voz de Elena vocoy de socarrón que no escapaba á un observador;
Muti, perfectamente iguales. Una curiosidad impa- era ese indefinible aspecto de viciosidad que llevan
ciente lo invadió por ver el rostro oculto, la expre- en sí las generaciones provenientes de una aleación
sión, el color. de razas bastardeadas, crecidas en la turbulencia.
—Manuel—decía ella—partirá el viernes. Más —¡Mira, Delfina, los naranjos llenos de flores!
tarde vendrá á recogerme. —exclamó doña María, sacando la mano fuera de
—Esperamos que sea muy tarde—interrumpió la ventanilla para coger una ramita.
cordialmente doña Francisca.—A lo menos un mes: El camino, en efecto, subía entre dos bosques, de
¿es verdad, don Manuel? Y aun lo mejor sería espe- naranjos, en las cercanías de Schifanoja. Las plan-
r a r á irnos todos juntos. Nosotros estaremos en tas y legumbres eran tan altas, que hacían sombra.
Schifanoja á lo meno3 hasta el primero de Noviem- Un viento marino alentaba y suspiraba en la som-
bre; no más allá. bra, cargado de un perfume que se podía casi be-
—Si mamá no me esperase, quedaríame con mu- ber á sorbos como un agua refrigerante.
cho gusto contigo. Pero he prometido encontrarme Delfina habíase puesto de rodillas sobre el asien-
sin excusa ni pretexto alguno en Siena para el 17 to y se asomaba por la ventanilla fuera del. faetón
de Octubre, que es el natalicio de Delfina. para coger las ramas. La madre la ceñía con un
—¡Qué lástima! Precisamente el 5¿0 de Octubre brazo para sostenerla.
es la fiesta de las donaciones en Rovigliano, tan —¡Guarda! ¡guarda! Puedes caer. Espera un poco
hermosa y extraña. que me quite el velo—dijo ella.—Perdona, Francis-
—¡Qué remedio! Si faltase, mamá tendría segu- ca; ayúdame.
ramente un gran disgusto. Delfina es su adorada... E inclinó la cabeza hacia su amiga para que ésta
El marido callaba; debía ser de natural taciturno. le desprendiera el velo del sombrero. Al hacer este
De mediana talla, un poco grueso, un poco calvo; movimiento, el ramo de rosas le cayó á los pies.
tenía la piel de un color singular, de una palidez Andrés se,apresuró á recogerlo, y, al levantarse
entre verduzca y violácea, sobre la cual el blanco para ofrecérselo, vió al fin descubierto enteramente
de sus ojos, en los movimientos de la mirada, bri- el rostro de doña María.
llaba como el de un ojo de esmalte en ciertas cabe- —Gracias—dijo ésta.
zas de bronce antiguo. Sus bigotes, negros, duros y Tenía un rostro oval, quizás un poco demasiado
cortados al igual que los pelos de un cepillo, som- prolongado, pero muy poco, aquella aristocrática
breaban una boca cruel y sardónica. Parecía un prolongación que en el siglo xv los artistas rebus-
hombre todo regado de bilis. Podría tener cuarenta cadores de elegancia exageraban. En sus delicadas
años ó poco más. En su persona había algo de equí- facciones había esa expresión tenue de sufrimiento
TOMO I 15
y de fatiga que forma el humano encanto de las gas estaban enlazadas por aquella bella serpiente
vírgenes en los redondos florentinos del tiempo de negra que te colgaba hasta los talones. ¡Qué llantos
Cósimo. Una sombra mórbida, tierna, semejante á de pasión por la noche! ¿Y cuando Gabriela Vanni,
la fusión de dos tintas diáfanas, de un violeta y un por celos, te dió á traición un tejeretazo? Verdade-
azul ideales, le circundaba los ojos que dilataban el ramente, Gabriela había perdido la cabeza. ¿Te
iris leonado de los ángeles morenos. Los cabellos acuerdas?
le ocultaban la frente y las sienes, como una coro- Doña Maria sonreía con una sonrisa melancólica
na, y se acumulaban y ensortijaban sobre la nuca. y casi diríamos encantada como la de una persona
Los bucles, por delante, tenían la densidad y la for- que sueña. En su boca cerrada el labio superior
ma de los que cubren á giiisa de casco la cabeza del avanzaba un poco sobre el inferior, pero tan poco,
Antinoo Farnesio. Nada superaba en gracia á aque- que apenas se percibía, y los ángulos se inclinaban
lla finísima cabeza, que parecía haber sido mode- hacia abajo dolientes, acogiendo una sombra en la
lada de la profunda masa como por un divino cas- leve caridad formada por los sutiles pliegues. Todo
tigo. esto creaba una expresiqn de tristeza y de bondad,
atemperada por esa fiereza que revela la elevación
—¡Dios mío!—exclamó ella, probando á levantar
moral de quien ha sufrido mucho y ha sabido sufrir
con las manos el peso de las trenzas constreñidas y
en silencio y resignado.
reunidas bajo la paja del sombrero.—Tengo toda la
cabeza adolorida como si hubiese estado suspendida Andrés pensó que ninguna de sus amigas po-
por lo¡s cabellos durante una hora. No puedo estar seía una semejante cabellera, una tan vasta y tan
mucho tiempo sin desatarlos; me fatigan demasia- tenebrosa selva donde extraviarse. La historia de
do. Es una esclavitud. todas aquellas niñas enamoradas de una trenza, en-
—¿Te acuerdas — preguntó doña Francisca,— cendidas de pasión y de celos, maniáticas de meter
cuando en el Conservatorio todas queríamos pei- el peine y los dedos en el vivo tesoro, parecióle un
narte? Había todos los días grandes disputas. ¡Figú- gentil y práctico episodio de vida claustral, y en su
rate, Andrés, que al fin hasta corría la sangre! ¡Ah! imaginación la doncella de la opulenta cabellera se
no olvidaré jamás la escena entre Carlota Fiordeli- iluminó vagamente como la heroína de una fábula,
se y Gabriela Vanni. Era una manía, una locura. como la heroína de una leyenda cristiana que na-
Peinar á María Bandinelli era la aspiración de to- rra la infancia de una santa, destinada al martirio
das las educandas, mayores y menores. El contagio y á una glorificación futura. Al mismo tiempo una
se propagó por todo el Conservatorio: vinieron pro- ficción de arte surgía en su espíritu. ¡Cuánta rique-
hibiciones, admoniciones, rigores, amenazas, por fin, za y variedad de líneas hubiera podido dar al dibu-
de tonsura, ¿Recuerdas María? Todas nuestras ami- jo de una figura de mujer, aquella voluble y divisi-
ble masa de cabellos negros!
—¿Tocas tú todavía,. Francisca?
No eran, verdaderamente, negros. El los miraba —¡Oh! no—contestó la marquesa.—He dejado de
al otro día, cuando se hallaban á la mesa, en el mo- estudiar hace mucho tiempo. Pienso que la simple
mento en que la reverberación del sol los hería. Te- audición es una voluptuosidad preferible. Pero me
nían reflejos sombríos de violeta, de esos reflejos doy el aire de proteger el arte, y en invierno en
que tiene la tinta del campeche," ó también á veces mi casa, presido siempre un poco de buena música.
el acero probado por la llama, ó también cierta es- ¿Es verdad, Andrés?
pecie de patisandro pulido; y parecían áridos, de
modo que, aun en su compacidad, los cabellos per —Mi prima es muy modesta, doña María. Es algo
manecían separados uno del otro, penetrados de más que una protectora, es una restauradora del
aire y casi diríase respirantes. buen gusto. Precisamente este año, en Febrero, se
han ejecutado en su casa, por sus cuidados, dos
Ella hablaba con finura, mostrando un espíritu quintetos, un cuarteto y un trío de Boccherini, y
delicado é inclinado á las cosas de la inteligencia, un cuarteto de Cherubini; música casi por comple-
á la exquisitez del gusto, al placer estético. Poseía to olvidada, pero admirable y siempre joven. Los
una cultura varia y abundante, una imaginación Adagio y los Minuetos de Boccherini son de una
desarrollada, la palabra colorida del que ha visto frescura deliciosa; solamente los Finales me pare-
muchos países, ha vivido en diversos climas, ha co- cen algo anticuados. Vos, estoy cierto que conocéis
nocido gente diversa. Y Andrés sentía un aura algo de ese maestro...
exótica envolver Ja persona de aquella mujer, sen-
tía partir de ella una extraña seducción, un encan- —Recuerdo haber oído un quinteto hace cuatro
to compuesto de los fantasmas vagos de las cosas ó cinco años en el Conservatorio de Bruselas; y me
lejanas que ella había mirado, de los espectáculos pareció magnífico y además muy nuevo, lleno de
que todavía conservaba en los ojos, de los recuer- episodios inesperados. Me acuerdo muy bien que
dos que le llenaban el alma. en algunas partes el quinteto, por el uso del uníso-
no, se reducía a un dúo, pero los efectos obtenidos
Y esto era un encanto indefinible, inexplicable: con la diferencia de Los tiempos eran de una finura
era como si ella llevara en su persona una huella de extraordinaria. No he encontrado ya nada seme-
la luz en que se había sumergido, de los perfumes jante en las otras composiciones instrumentales.
que había respirado, de los idiomas que había oído;
Ella hablaba de música con sutileza de conoce-
era como si ella llevase en sí confundidas, desvane-
dora; y para traducir el sentimiento que una parte
cidas, indistintas, todas las magias de aquellos paí-
de la composición ó la obra entera de algún maes-
ses del Sol.
tro suscitaba en ella, usaba expresiones ingeniosas
Por la noche, en la gran sala que daba sobre el empleaba imágenes atrevidas.
vestíbulo, ella se acercó al piano y lo abrió para
probarlo, diciendo:
—Tengo ejecutado y he oído mucha música—de- lico y más intenso. El diario, por lo general, es la
cía ella.—Y de cada Sinfonía, de cada Sonata, de descripción de los acontecimientos reales, la cróni-
cada Nocturno, de toda composición, en fin, conser- ca de los días felices y de los días tristes, la huella
vo una imagen visible, una impresión de forma y gris ó rósea dejada por la vida que huye; las notas
de color, una figura, un grupo, un paisaje; tanto, puestas al margen de un libro de música, en la ju-
que cada uno de mis trozos predilectos llevan un ventud, son á veces los fragmentos del poema se-
nombre, según la imagen. Tengo, por ejemplo, la creto de un alma que se escapa, son las efusiones
Sonata de las cuarenta nueras de Priamo, el Noc- líricas de nuestra idealidad intacta, son la historia
turno de la Bella durmiente en el bosque, la Gavot- de nuestros sueños. ¡Qué lenguaje! ¡Qué palabras!
ta de las Damas amarillas, la Giga (1) del Molino, ¿Te acuerdas, Francisca?
el Preludio de la gota de agua y otras así. Ella hablaba con plena confianza, quizás con una
Y se echó á reir, con una débil risa que sobre su ligera exaltación espiritual, como una mujer que,
boca doliente tenía una indecible gracia y sorpren- largamente oprimida por el trato forzado con gen-
día como un relámpago inesperado. tes inferiores, ó por un espectáculo de vulgaridades,
—¿Te acuerdas, Francisca, en el colegio, de cuán- sienta la necesidad irresistible de abrir su inteli-
tos comentarios marginales afligíamos la música gencia y su corazón á un soplo de vida más pura y
del pobre Chopin, de nuestro divino Federico? Tú elevada.
eras mi cómplice. Un día cambiamos todos los títu- Andrés la escuchaba, experimentando por ella
los á Schumann, con graves discusiones; y todos los un sentimiento dulce que semejaba á la gratitud.
títulos llevaban una larga nota explicativa. Conser- Le parecía que ella, hablando de tales cosas delan-
vo todavía aquel papel como recuerdo. Ahora, cuan- te de él y con él, le diese una prueba gentil de be-
do toco los Myrthen (2) ó los Albumbláter (3), todas nevolencia y casi le consintiera aproximarse á ella.
aquellas significaciones misteriosas me son incom- Creía entrever fragmentos de aquel mundo in-
prensibles; la emoción y las visiones son bastante terior, no tanto por el significado de las palabras
diversas, y es un placer muy delicado el de poder que ella decía, cuanto por los sonidos y por las mo-
parangonar el sentimiento presente con el pasado, dulaciones de su voz. De nuevo reconocía los acen-
la nueva imagen con la antigua. Es un placer se- tos de la otra.
mejante al que se experimenta cuando una vuelve Era una voz ambigua, casi podríamos decir bi-
á leer su propio diario, pero es quizá más melancó- sexual, doble, andrógina, de dos timbres. El timbre
masculino, bajo y un poco velado, se suavizaba, se
Danza muy viva y alegre.
(i)
(2) Mirtos.
aclaraba, se afeminaba á veces con pasajes casi
(3) H o j a s de Album. harmoniosos que al oído del oyente causaba sorpre-
sa y deleite, á la par que perplejidad. Así como sobre un cielo diáfano, todo palpitante de estrellas.
cuando una música pasa del tono menor al tono Doña María se puso al piano, diciendo:
mayor, ó como cuando una música, tras de reco- —Ya que estamos por lo antiguo, indicaré una
rrer en disonancias dolorosas, torna después de melodía de Paisiello en la Nina pazza, una cosa
muchos compases al tono fundamental, así aquella divina.
voz hacía el cambio á intervalos desiguales. Y el Ella cantaba, acompañándose. En el fuego del
timbre femenino precisamente le recordaba la otra. canto, los dos timbres de su voz se fundían como
El fenómeno era tan singular, que bastaba por sí dos metales preciosos, componiendo un solo metal
solo á ocupar el ánimo del oyente, independiente- sonoro, cálido, flexible, vibrante. La melodía de Pai-
mente del sentido de las palabras, las cuales, cuan- siello, sencilla, pura, espontánea, llena de suavi-
to más adquieren, por un ritmo ó por una modula- dad, pesarosa y de tristeza alada, sobre un acom-
ción, su valor musical, tanto mas pierden su valor pañamiento clarísimo, fluyendo de aquella boca do-
simbólico. El alma, en efecto, después de algunos liente y afligida, se elevaba con tal llama de pa-
minutos de atención, se entregaba á la fascinación sión, que el convaleciente, turbado hasta en lo más
misteriosa y permanecía suspendida esperando y profundo de su sér, sentía pasar por sus venas una
deseando la cadencia suave como por una melodía á una las notas, como si en el cuerpo se le hubiese
ejecutada por un instrumento. paralizado la sangre para escuchar también. Un
—¿Cantáis?—preguntó Andrés á doña María, casi frío sutil le penetraba las raíces de sus cabellos,
con timidez. sombras rápidas y densas le caían sobre los ojos; el
—Un poco—contestó ella. ansia le privaba la respiración. Y la intensidad de
—Canta alguna cosa—la rogó doña Francisca. la sensación en sus nervios sobrexcitados y todavía
—Cantaré—asintó ella;—pero apenas indicando, enfermos era tanta, que tuvo que hacer un esfuerzo
porque desde hace un año he perdido toda fuerza. para contener una explosión de lágrimas.
En la estancia contigua, don Manuel jugaba con —¡Oh, María querida!—exclamó doña Francisca,
el marqués de Ateleta, sin rumor, sin movimiento. besando amorosamente en los cabellos á la cantora,
En el salón la luz se difundía á través de un gran cuando calló.
transparente japonés, como tamizada y roja. Entre Andrés no pudo hablar; permaneció sentado en
las alumnas del vestíbulo pasaba la brisa marina y la poltrona, de espaldas á la luz, y con el rostro en
movía de vez en cuando las altas cortinas de Kara- la sombra,
manieh, llevando el perfume de los jardines cer- —¡Canta otra cosa!—rogó doña Francisca.
citos. Por entre las columnas guarecían las cimas Y María cantó una Arietta de Antonio Salieri.
de los cipreses negros, macizos, como de ébano, Después ejecutó una Tocatta de Leonardo Leo, una
Gavotte de Rameau y una Giga de Sebastián Bach.
Revivía maravillosamente bajo sus dedos la música
del siglo XVIH, tan melancólica en los aires de dan-
za, que parecían compuestos para ser bailados en
uña lánguida tarde del estío de San Martín, dentro
de un parque abandonado, entre fuentes enmudeci-
das y pedestales sin estatua, sobre un tapiz de ro-
sas muertas, por parejas de amantes próximos á no
amar más.

vni

—Echadme una trenza, para ayudarme á subir,—


gritó Andrés, riendo, desde el primer rellano de la
escalera, á doña María, que estaba en la terraza
contigua á sus habitaciones, de pie entre dos co-
lumnas.
Era de mañana. Ella estaba ai sol para hacerse
secar los cabellos húmedos que la cubrían por com-
pleto, como un terciopelo de un bello violeta obscu-
ro, entre el cual aparecía la palidez mate de sus
facciones. La cortina de tela, levantada por mitad,
de un vivo color naranja, le enviaba sobre la cabe-
za el bello ribete negro de su borde, al estilo de los
frisos que orlan los antiguos vasos griegos de la
Campania; y si ella hubiese tenido en torno de sus
sienes una corona de narcisos y cerca una de esas
grandes liras de nueve cuerdas, que tienen pintada
Gavotte de Rameau y una Giga de Sebastián Bach.
Revivía maravillosamente bajo sus dedos la música
del siglo XVIH, tan melancólica en los aires de dan-
za, que parecían compuestos para ser bailados en
uña lánguida tarde del estío de San Martín, dentro
de un parque abandonado, entre fuentes enmudeci-
das y pedestales sin estatua, sobre un tapiz de ro-
sas muertas, por parejas de amantes próximos á no
amar más.

vni

—Echadme una trenza, para ayudarme á subir,—


gritó Andrés, riendo, desde el primer rellano de la
escalera, á doña María, que estaba en la terraza
contigua á sus habitaciones, de pie entre dos co-
lumnas.
Era de mañana. Ella estaba ai sol para hacerse
secar los cabellos húmedos que la cubrían por com-
pleto, como un terciopelo de un bello violeta obscu-
ro, entre el cual aparecía la palidez mate de sus
facciones. La cortina de tela, levantada por mitad,
de un vivo color naranja, le enviaba sobre la cabe-
za el bello ribete negro de su borde, al estilo de los
frisos que orlan los antiguos vasos griegos de la
Campania; y si ella hubiese tenido en torno de sus
sienes una corona de narcisos y cerca una de esas
grandes liras de nueve cuerdas, que tienen pintada
al encáustico las efigies de Apolo y de un lebrel,
seguramente que hubiera parecido una alumna de sidad de orar de rodillas y de unir las ma-
las escuelas de Mitileno, una lirista lesbiaca en el nos y de ofrecer aquel afecto vago y mudo que él
acto de reposar, y aún alguien hubiera podido ima- no sabía cuál fuese. Creía sentir venir á sí la bon-
ginarla una pre-rafaelista. dad de los astros y mezclarse á su bondad y reba-
sar:—¿Con qué la amo?—se preguntó; pero no se
—¿Queréis echarme un madrigal?—respondió atrevió á mirar dentro de su alma y reflexionar,
ella, en tono de chanza, retirándose un poco. porque temía que aquel encanto delicado se desva-
—Voy á escribirlo sobre el mármol de un balaus- neciese y se dispersase como un sueño del alba.
tre, en la última terraza, en vuestro honor. Venid
á leerlo después, cuando estéis dispuesta. —¿La" amo? ¿Y ella qué piensa? Y si viene sola,
Y continuó bajando lentamente los escalones que ¿le diré que la amo?—Gozaba cón interrogarse á si
conducían á la última terraza. mismo y no responder é interrumpir la respuesta
del corazón con una nueva pregunta, y complacía-
En aquella mañana de Septiembre, el alma de
se en prolongar aquella fluctuación tormentosa y
Andrés se dilataba ai unisono con sus pulmones. El
deliciosa al mismo tiempo.—No, no; no la diré que
día tenía una especie de santidad; el mar parecía
la amo. Ella está sobre todas las otras.
resplandecer de luz propia, como si en su fondo
ocal tase mágicos surtidores: todas las casas esta- Se volvió á mirar, y vió todavía, en lo alto, en la
ban penetradas de sol. azotea, en pléno sol, la forma de ella, indistinta.
Quizás ella le había seguido con los ojos y con el
Andrés bajaba deteniéndose de vez en cuando.
pensamiento hasta allí abajo, asiduamente.
El pensamiento que doña María hubiese quedado
en la-azotea para mirarlo, le daba una turbación Por una curiosidad infantil, pronunció en voz
indefinida, se sentía en el pecho una violenta palpi- clara su nombre, sobre la terraza solitaria, y lo re-
tación que casi le intimidaba, como si fuese un jo pitió dos ó tres veces escuchándose á sí mismo.
vencillo en su primer amor. Experimentaba una —¡María! ¡María!—Jamás palabra alguna, jamás
beatitud inefable en respirar aquella cálida y lím- ningún nombre habíale parecido más suave, más
pida atmósfera donde respiraba también ella, don- melodioso, más dulce ni más cariñoso. Y pensó que
de sumergíase también su cuerpo. Una onda inmen- sería feliz si ella le permitiese llamarla simplemen-
sa de ternura le emanaba del corazón, esparcién- te María, como una hermana.
dose sobre los árboles, sobre las piedras, sobre Aquella criatura tan espiritual y elegida le ins-
el mar, como sobre séres amigos y sonrientes. piraba un sentimiento de devoción y de sumisión,
Sentíase impulsado como por una necesidad de ado- altísimo. Si se le hubiese preguntado cuál sería pa-
ración sumisa, humilde, pura; como por una nece- r a él, la más dulce de las cosas, habría contestado
con sinceridad:—Obedecerla.—Nada le hubiera
causado tanto dolor como el ser juzgado por ella por larguísimo tiempo quizás: ¡tan intensos y pro-
un hombre vulgar. De ninguna otra mujer, como fundos son!
de ella, hubiera querido ser admirado, alabado, A la sazón, sentado sobre la balaustrada de la
comprendido en las obras de su inteligencia, en el azotea, recordaba aquellas dulces palabras. Doña
gusto, en sus deseos, en sus aspiraciones de arte, María no estaba va en la terraza, y la cortina cu-
en sus ideales, en sus sueños, en la parte más noble bría todo el intervalo entre las columnas. Iría qui-
de su espíritu y de su vida Y su más ardiente am- zás á bajar dentro de poco. ¿Debía escribirla el ma-
bición era la de llevarle el corazón. drigal, según su promesa? El pequeño suplicio de
Desde hacía diez días que ella vivía en Schifa- versificar sin ganas y á la fuerza le pareció insu-
noja, y en estos diez días ¡cómo lo había conquis- frible; en medio de aquel grandioso y alegre jardín
tado enteramente! Sus conversaciones sobre las te- donde el sol de Septiembre hacía renacer una es-
rrazas ó sobre los bancos esparcidos á la sombra pecie de primavera sobrenatural. ¿Por qué, pues,
ó á lo largo de los senderos bordeados de rosales, disipar esta rara emoción en un juego apresurado
duraban á veces horas y horas, mientras Del fina de rimas? ¿Por qué empequeñecer aquel vasto sen-
corría como una gacela entre el dédalo de naran- timiento en un breve suspiro métrico? Resolvió fal-
jos y hortalizas. Ella tenía en sus conversaciones tar á su promesa, y quedó sentado mirando las ve-
una fluidez admirable; disipaba un tesoro de obser- las sobre el extremo límite de las aguas, que fla-
vaciones delicadas y penetrantes; revelábase á ve- meaban á semejanza de antorchas eclipsando el
ces con un candor lleno de gracia; á propósito de sol.
sus viajes, á veces, con una sola frase pintoresca Mas, una mortal ansiedad lo atormentada, á me-
suscitaba en Andrés, largas visiones de países y de dida que el tiempo huía, y á cada minuto volvíase á
mares lejanos. Y él ponía un asiduo cuidado en de- mirar si en lo alto de la escalera, entre las colum-
mostrarla sus vastos conocimientos, la amplitud de nas del vestíbulo, aparecía una forma femenina.—
su cultura, la refinación de su educación, la exqui- ¿Era quizás aquello una cita de amor? ¿Acudía, aca-
sitez de su sensibilidad, y un orgullo enorme suble- so, á aquel sitio, la señora Ferres, á un coloquio
vó todo su sér, cuando ella le dijo, con acento de amoroso y secreto? ¿Imaginaba ella la ansiedad del
verdad, después de la lectura de su Fábula de Iler- joven?
mafrodito.
—¡Ahí viene!—díjole, de pronto, el corazón.
—Ninguna música me ha embriagado como este Y, en efecto, ella era.
poema, y ninguna estatua me ha dado una impre- Iba sola. Descendía lentamente. Sobre la primera
sión más harmónica de la belleza. Algunos de sus terraza, cerca de una de las fuentes, se detuvo. An-
versos me persiguen sin tregua y me perseguirán drés la siguió con los ojos, en suspenso, como exta-
siado, experimentando á cada uno de sus movimien-
tos, á cada uno de sus pasos, á cada una de sus
actitudes, una palpitación, como si el movimiento, el
paso, la actitud tuviesen para él un significado, fue-
sen un lenguaje.
Ella avanzó por aquella sucesión de escaleras y
de terrazas entrecortadas de árboles y de céspe-
des. Su figura aparecía y desaparecía, ora toda en-
tera, ora de la cintura arriba, ó bien emergía su
linda cabeza por encima de un rosal. A veces el
follaje de las ramas la ocultaba durante algunos se-
gundos: solamente se veía en los espacios más cla-
ros pasar su vestido obscuro ó brillar la paja clara
de su sombrero. Cuanto más se aproximaba, más
lenta era su marcha, retardándose por las malezas,
deteniéndose á mirar los cipreces, inclinándose á
recoger un puñado de hojas caídas.
Desde la penúltima terraza saludó con la mano á
Andrés, que esperaba de pie sobre el último pelda-
ño, y le arrojó las hojas recogidas que se desparra-
maron como un enjambre de mariposas y, tremo-
lando, flotando cual más cual menos en el aire, se
posaron, al fia, sobre la piedra, con la suavidad y
blandura de la nieve.
—¡Y bien!—dijo ella, deteniéndose á mitad del
tramo.
Andrés dobló las rodillas sobre la grada, elevan-
do al cielo las manos.
—¡Nada!—confesó.—Pido perdón; pero vos y el
sol llenáis, esta mañana, los cielos y la tierra de
demasiada dulzura. Adoremos.
La confesión era sincera, y también la adoración,
Quería adornftr con ella la divinidad...
magtier la apariencia festiva y de juego, dada á la
una y á la otra. Y ciertamente que doña María
comprendió aquella sinceridad, porqué ruborizóse
un poco, diciendo con singular vivacidad:
—¡Alzaos! ¡Alzáos!
Andrés se levantó. Ella le tendió la mano, agre-
gando:
—Os perdono, porque estáis aún convaleciente.
Llevaba un vestido de un extraño color de mobo,
de un color de azafrán pasado, indefinible; de uno
de esos colores llamados estéticos, que se encuen-
tran en los cuadros del divino Autunno, en los de
los Primitivos y en los de Dante Gabriel Rosetti. La
blusa componíase de muchos pliegues, rectos y re-
gulares, que partían de debajo de los brazos. Un an-
cho lazo verde mar, de la palidez de una turquesa
enferma, formaba la cintura y caía con un solo
grande nudo abajo por el costado. Las mangas an-
chas, flojas, con numerosos pliegues en la unión, se
estrechaban en las muñecas. Otro lazo verde mar,
pero estrecho y sutil, ceñia su cuello, anudado á la
izquierda por un pequeño nudo. Otro lazo igual ata-
ba la extremidad de la prodigiosa trenza colgante
á un sombrero de paja, coronado por una corona
de jacinto semejante á la de la Pandora de Alma
Tadema. Una. gruesa turquesa de la Persia, única
joya, en forma de escarabajo, grabada de caracte-
res como un talismán, cerraba el cuello bajo la
barba.
—Esperemos á Delfina,—dijo ella.—Después ire-
mos hasta el cancel de la Cibeles. ¿Queréis?
Ella tenía para el convaleciente miradas muy
TOMO I 16
cariñosas. Andrés estaba todavía muy pálido y muy llegó hasta el último escalón abrió los brazos hacia
demacrado, y sus ojos se le habían extraordinaria- su madre y la besó repetidas veces en las mejillas.
mente agrandado con aquella magrez, y la expre- Después, dijo:
sión sensual de la boca un poco túmida hacía un >—Buenos días, Andrés.
extraño y atrayente contraste con la parte superior Y le presentó la frente, con un gesto infantil de
de su rostro. adorable gracia.
—Sí,—contestó.—Y aún os quedo reconocido. Era una criatura frágil y vibrante como un ins-
Después, tras una corta excitación: trumento formado de materias sensibles. Sus miem-
—¿Me permitiréis que esta mañana guarde algún bros eran tan delicados, que parecía no poder casi
silencio? ocultar, ni aún velar el esplendor del espíritu que,
—¿Por qué me preguntáis esto? como una llama de una lámpara preciosa, vivía
—Porque me parece haber perdido la palabra, y dentro de ella una vida intima y dulce.
que no voy á saber qué decir. Pero, á veces los si- •—¡Amor mío!—susurró la madre, mirándola con
lencios pueden ser pesados y fastidiar, y hasta tur- una mirada indescriptible, en la cual exhalábase
bar si se prolongan. Por esto os pregunto si me toda la ternura de un alma ocupada por aquella
permitiréis callar durante el camino, y limitarme á única afección.
escucharos. Y Andrés tuvo celos de la palabra, de la mirada,
—Entonces, callaremos los dos,—dijo ella con te- de la expresión, de la caricia, sintióse invadido de
nue sonrisa. una especie de desaliento, como si el alma de aque-
Y miró á lo alto, hacia la villa, con visible impa- lla mujer se alejase de él, huyera para siempre, se
ciencia. le hiciera inaccesible.
—¡Cuánto tarda Delfinal El aya pidió permiso para retirarse, y ellos se di-
—¿Se había levantado ya Francisca, cuando ha- rigieron hacia el sendero de los naranjos. Delfina
béis bajado?—preguntó Andrés. corría delante, empujando su aro, y sus piernas
—¡Oh! no. Es una perezosa increíble... Ahí viene rectas, encerradas en sus medias negras, un poco
Delfina. ¿La veis? largas, de esa largura afilada de un dibujo efébico,
La niña bajaba rápidamente seguida de su aya. se movían con rítmica agilidad.
Iavisible al bajar la escalera, reaparecía sobre las —Me parece que estáis un poco triste, ahora,—
terrazas, que atravesaba corriendo. Sus cabellos dijo doña María al silencioso joven,—mientras an
sueltos le ondulaban por la espalda, impulsados por tes, al bajar, estábais alegre. ¿Os atormenta algún
el viento de la carrera, bajo las anchas alas de un pensamiento? ¿O no os sentís bien?
sombrero de paja coronado de amapolas. Cuando Ella preguntó esto de una manera casi fraternal,
grave y suave, que invitaba á la confidencia. Un
deseo tímido, casi una vaga tentación tuvo el con-
valeciente de cogerse del brazo de aquella mujer riendo con una sonrisa atónita, pálida, inextingui-
y dejarse conducir por ella en silencio á través de ble. ¿Es una impresión justa? Hay alguna cosa del
las sombras y de los perfumes, sobre aquel suelo estupor y de la beatitud puerperal, en una campiña
sembrado de azahar, sobre aquel sendero que con- de Septiembre.
ducía á los antiguos términos, vestidos de musgo. Habían llegado casi al final del sendero. ¿Por qué
Le parecía haber vuelto á los primeros días, des- Andrés fué asaltado de una inquietud y de una an-
pués de la enfermedad, á aquellos días inolvidables siedad imprevista al aproximarse al sitio donde,
de languidez, de felicidad, de inconsciencia, y sen- dos semanas antes, habla escrito los sonetos de su
tía la necesidad de un apoyo amigo, de una guía liberación?
afectuosa, de un brazo familiar. Este deseo lo sintió ¿Por qué luchó entre el temor y la esperanza de
con tal vehemencia, que las palabras le subían es- que ella los descubriese y los leyera.
pontáneamente á los labios para expresarlo. Pero, ¿Por qué algunos de aquellos versos le volvieron
en vez de esto, contestó: á l a memoria, separados de los otros, como repre-
—No, doña María; me siento bien. Gracias. Es'el sentando su sentimiento presente, su aspiración de
mes de Septiembre que me aturde un poco... momento, el nuevo sueño que encerraba en su co-
Ella lo miró como si dudase de la verdad de la razón?
respuesta. Y, en seguida, para evitar el silencio «¡Oh! ¡vos que perfumáis todos los vientos,—
tras la frase evasiva, preguntó: que tenéis en señorío todas las puertas,—yo pongo
—Entre los meses neutros, ¿cuál preferís, el á vuestros pies mi destino:—¡Señora, me lo queréis
Abril ó el Septiembre? consentir!*
—El Septiembre. Es más femenino, más discre- ¡Era verdad! ¡Era verdad! El la amaba; él ponía
to, más misterioso. Parece una primavera vista en á sus pies toda su alma; él tenía un solo deseo, hu-
un sueño. Todas las plantas, perdiendo lentamente milde é inmenso:—ser la tierra bajo sus plantas.
su fuerza, pierden también alguna parte de su reali- —¡Qué hermoso es esto!—exclamó doña María,
dad. Mirad el mar, allá abajo. ¿No dá imagen de entrando en el dominio de la Herma de cuatro ca-
una atmósfera más bien que de una masa de agua? ras, en el paraíso de los acantos.—¡Qué olor más ex-
Jamás, como en Septiembre, las alianzas del cielo y traño!
del mar son tan místicas y profundas. ¿Y la tierra? Se esparcía, en efecto, en el aire un olor de al-
No sé por qué, mirando un paisaje, en este tiempo mizcle, como por la presencia de un insecto ó de
pienso siempre en una hermosa mujer que haya un reptil almizclado. La sombra era misteriosa, y
dado á luz, y que repose en un lecho blanco, son- las líneas de luz atravesando el follaje ya tocado
por el mal de otoño, eran como rayos lunares que
246 GABRIEL D< ANNÜNZIO
figuras femeninas, inclinadas al pie de la alta pie-
atravesasen los vidrios historiados de una catedral.
dra enguirnaldada en la dudosa luz, entré los sim-
Un sentimiento mixto, pagano y cristiano, emana-
bólicos acantos, formaban un grupo tan harmonioso
ba de aquel lugar, como de una pintura mitológica de líneas y de colores que el poeta, durante algu-
de un pintor piadoso del siglo XV. nos segundos, quedó bajo el dominio único del goce
—¡Mira, mira Delfina!—añadió, con la voz emo- estético y de la pura admiración.
cionada de quien se halla ante un espectáculo de
Pero, bien pronto, el áspid de los celos tornó á
belleza. morderle iracundo y persistente. Aquella criatura
Delfina habia trenzado ingeniosamente con ra- frágil y sutil, tan estrechamente enlazada á la ma-
mitas de naranjo en flor una guirnalda, y por una dre, tan íntimamente confundida con el alma de la
imprevista fantasía infantil, quería adornar con que le diera el sér, le pareció una enemiga; pare-
oblea la divinidad de piedra. Pero, como no llegaba cióle un insuperable obstáculo que se levantase
á lo alto, se esforzaba en realizar su propósito, po- contra su amor, contra su deseo, contra su espe-
niéndose de puntillas, levantando el brazo, alar- ranza. El no estaba celoso del marido, y estaba ce-
gándose cuanto podía; y su forma graciosa, elegan- loso de la hija. Quería poseer no el cuerpo, sino el
te y viva, contrastaba con la forma rígida, cuadra- alma de aquella mujer; y poseer el alma entera,
da y solemne de la estatua, como un tallo de lirio con todas sus ternuras, con todas sus alegrías, con
al pie de una encina. Todos sus esfuerzos eran todos sus temores, con todas sus angustias, con to-
vanos. dos sus sueños; en suma, con toda la vida del alma,
Entonces, sonriendo, acudió la madre en su ayu- para poder decir:—Yo soy la vida de su vida.
da. Cogió de sus manos la guirnalda y la pasó so- La hija, en cambio, tenia aquella posesión incon-
bre las cuatro frentes penosas de la rígida Herma. trastable, absoluta, continua. Cuando la adorada
Entonces, su mirada cayó involuntariamente so- criatura estaba ausente durante algunos momen-
bre las inscripciones. tos, parecía que faltase á la madre un elemento
—¿Quién ha escrito estos versos? ¿Vos, eh?—pre- esencial de su existencia. Una transformación sú :
guntó á Andrés, sorprendida y alegre—Sí; es vues- bita se operaba en sus facciones, visibilísima, cuan-
tra escritura. do tras una breve ausencia oía á lo lejos su voz
Y, súbito, se puso de rodillas sobre la hierba á infantil. A veces, involuntariamente, por una se-
leer, curiosa, casi ávida. Por imitación, Delfina se creta correspondencia, casi diríase que, por ley de
inclinó detrás de su madre, ciñéndola el cuello con un común ritmo vital, ella repetía el gesto de su
sus bracitos y avanzando el rostro contra una de hija, su sonrisa, sus actitudes, su movimiento de la
sus mejillas y casi cubriéndosela. cabeza. Tenía, á veces, durante el reposo ó el sue-
La madre murmuraba las rimas. Y aquellas dos
ño filial, momentos de contemplación tan intensa, ATndrés, al mirarla, recibía la impresión como si
que parecía haber perdido la conciencia de toda ella, con sus actos, tratara de alejarle de la madre
otra cosa para hacerse semejante al sér que ella y destruyera y disipara todo lo que en el espíritu de
contemplaba. Cuando dirigía la palabra á su ado- ésta había, quizá, hecho florecer la lectura de los
rada, sus palabras eran una caricia y su boca per- versos.
día toda huella del dolor". Cuando recibía sus besos, Cuando, por fin, doña María consiguió librarse de
un temblor le agitaba los lábios, y los ojos se le lle- su dulce tiranuela y leyó en el rostro de Andrés su
naban de un goce indescriptible entre sus palpitan- contrariedad, le dijo:
tes pestañas, como los ojos de una beata en éxta- —Perdonadme, Andrés. Algunas veces mi Delfi-
sis. Cuando conversaba con otros ó escuchaba, na tiene estas locuras.
parecía sufrir de vez en cuando como una sus- Después, con mano ligera recompuso los pliegues
pensión imprevista del pensamiento, como una de su blusa. Una tenue llama aparecía en sus ojos
momentánea ausencia del espíritu, y era por su y su respiración era un poco jadeante. Y sonriendo,
hija, para ella, siempre para ella. con una sonrisa que en aquella insólita animación
—¿Quién podría romper jamás aquella cadena? de la sangre fué de una luminosidad singular,
¿Quién podría conquistar parte de aquel cora- añadió:
zón, aunque mínima?—-Andrés sufría como por una —Y perdonadla á ella también, en compensación
pérdida irreparable, como por una renuncia nece- de su inconsciente presagio, ya que ha tenido la
saria, como por una esperanza extinguida.—¿Aca- inspiración de poner una corona nupcial sobre
so, en áquellos momentos mismos, no le quitaba la vuestra poesía que canta una comunión nupcial. El
hija alguna cosa? símbolo es el sello de la alianza.
Esta, en efecto, por juego, quería obligar á la —Y á Delfina y á vos, gracias,—contestó Andrés,
madre á que continuase de rodillas. Se le echaba al sentirse llamar por la primera vez por su simple
encima y la estrechaba con sus brazos alrededor nombre, y no por el título gentilicio.
del cuello, gritando entre alegres risas. Aquella familiaridad inesperada y las bondado-
—¡No, no, no; no te levantarás! sas palabras de doña María, devolvieron á su espí-
Y, cuando la madre abría la boca para hablar, ritu la confianza.
le ponía sobre la boca sus manitas para impedir Delfina se había alejado por uno de los senderos,
que articulase palabra alguna, y la hacía reir, y corriendo tras de una mariposa.
después la vendaba los ojos con las trenzas, y no —Estos versos son un documento espiritual,—
quéría poner fin á sus juegos, embriagada y en- prosiguió doña María,—Me los daréis para que los
cendida por la alegría y por el goce que le cau- guarde.
saban.
—El quiso decirla:—Vienen hoy á vos, natural- de sarcófagos puestos uno junto al otro, adornados
mente. Vuestros son: hablan de vos, y á vos implo- de bajo relieves mitológicos. Las bocas debían ser
ran.—Pero, constriñóse á decir simplemente: ciento, porque el sendero se llama de las «Cien
—Os los daré. fuentes»; pero algunas, obstruidas por el tiempo, no
Continuaron su paseo hacia la Cibeles. Antes de manaban ya, y otras corrían apenas. Muchos de los
salir del dominio, doña María se volvió á la Herma, escudos estaban rotos, y el musgo había cubierto
como si hubiese oído que alguien la llamaba. Su las armas y los emblemas; muchas águilas estaban
frente aparecía llena de pensamientos. Andrés, la decapitadas; las figuras de los bajo relieves apare-
preguntó con humildad: cían entre el musgo como piezas de plata mal ocul-
—¿En qué pensáis? tas bajo un viejo terciopelo raído y hecho un hara-
—Pienso en vos,—contestó ella. po. En los vasos, sobre el agua más limpia y más
—¿Y qué pensáis de mí? verde que una esmeralda, corrían. los mosquitos, ó
—Pienso en vuestra vida pasada, que no conoz- flotaba alguna hoja de rosa caída de los céspedes
co. ¿Habéis sufrido mucho? de encima; y las fuentes supervivientes murmura-
—He pecado mucho. ban un canto ronco y suave, que corría sobre el ru-
—¿Y amado mucho, también? mor del mar, como una melodía sobre el acompa-
ñamiento.
—No sé. Quizás el amor no es cual yo lo he sen-
tido. Quizás he de & a í todavía. Verdaderamente —¿Oís?—preguntó doña María, deteniéndose y
no lo sé. prestando oidos al rumor, presa del encanto de
Ella calló. Durante un rato, caminaron el uno aquellos sonidos.—La música del agua amarga y la
junto al otro. A la derecha del sendero se elevaban música del agua .dulce.
altos laureles, interrumpidos á intervalos iguales Ella estaba en medio del sendero, un poco incli-
por un ciprés; y el mar, á intervalos también, reía nada hacia las fuentes, atraída y seducida por la
en el fondo, entre ligerísimos follajes, azul como la melodía, con el índice levantado hacia la boca en
flor del lino. A la izquierda se levantaba una espe- la actitud involuntaria de quien teme que sea tur-
cie de pared, semejante al espaldar de un larguísi- bada su atención.
mo asiento de piedra que tenía encima, repetido en Andrés, que estaba más cerca de los vasos, la
toda su extensión, el escudo de los Ateleta y una veía surgir sobre un fondo de verdura graciosa y
águila, alternados. A cada escudo y á cada águila gentil cual un pintor místico hubiera podido repre-
correspondía, más abajo, una máscara esculpida, sentar una Anunciación ó una Natividad.
de cuya boca salía un caño de agua que versaba —¡María!—murmuró el convaleciente que se sen
en los vasos y tiestos sopuestos, que tenían forma tía el corazón pletórico de ternura,—¡María! ¡Ma
ría!
—¡Delfina!
Experimentaba una indecible voluptuosidad en Un ligero ruido salió de entre el follaje, como el
mezclar el nombre de ella con la música de las paso de una cabra, y la niña asomó por entre la es-
aguas. pesura de los laureles, ágilmente, llevando en sus
Ella llevó el índice á sus labios para indicarle manos el sombrero colmado de pequeños frutos ro-
que callara; sin mirarlo. jos que había cogido de un arbusto. La fatiga y la
—Perdonadme,—dijo él, trastornado por la emo- carrera purpureaban su lindo rostro: muchas zar-
ción—pero no he podido contenerme. ¡Es mi alma zas se le habían pegado á la lana de sus vestidos,
la que os llama! y alguna hoja se le había enredado entre sus rebel-
des cabellos.
Una extraña excitación sentimental se había apo-
derado de él; todos Tos más elevados lirismos de su —¡Oh, mamá, ven, ven conmigo!
espíritu se habían encendido y llameaban; la hora, Ella quería arrastrar á la madre á coger los otros
la luz, el lugar, todas las cosas que le circundaban frutos.
le sugerían el amor; desde los extremos límites del —Allí abajo hay un bosque; y en él muchas, mu-
mar hasta los humildes mosquitos de las fuentes se chas flores y muchos frutos. Ven conmigo, mamá,
dibujaban para él en un sólo círculo mágico, cuyo ven.
centro era aquella mujer. —No, amor mío; te lo ruego. Es tarde.
—Vos, no sabréis jamás,—añadió en voz baja, —Ven.
casi temiendo ofenderla,—no podréis llegar á ima- —Pero, si es tarde.
ginaros nunca, hasta en qué punto mi alma es —¡Ven! ¡ven!
vuestra. Doña María, ante la insistencia de la niña, vióse
Ella se puso también muy pálida, como si toda la obligada á ceder y á dejarse "conducir por la mano.
sangre de sus venas hubiese refluido sobre su cora- —Hay un camino para ir al bosque de los ma-
zón. Nada dijo y evitó mirarle; y en seguida, con la droños, sin pasar por la espesura,—dijo Andrés.
voz un poco alterada, llamó: —¡Has oído, Delfina! Hay un camino mejor.
—¡Delfina! —No, mamá. Ven conmigo.
La niña no respondió, porque se había internado Delfina la arrastró hacia los laureles salvajes por
quizá, entre los árboles hasta el extremo del sen- la parte del mar.
dero. Andrés las seguía, y era feliz con poder mirar li-
bremente delante de él la figura de su amada y po-
—¡Delfina!—repitió más fuerte con una especie
derla beber con los ojos y poder sorprender todos
de sobresalto. sus diversos movimientos y los ritmos interrumpí-
Durante el lapso que siguió al grito, se oían las
dos aguas cantar en medio de un silencio que pare-
cía ensancharse.
dos de sus pasos sobre la desigual pendiente, entre blancos y róseos é innumerables, colgaban de las
los obstáculos de los troncos, entre los estorbos de puntas de las ramas jóvenes; las bayas rojas y ana-
las malezas, entre las resistencias de las ramas. Y ranjadas colgaban de los extremos de las ramas
mientras sus ojos se saciaban de aquellas cosas, su viejas. Cada planta tenía una carga; y la magnífica
alma retenía "sobre todas las demás una actitud, pompa de las flores, de los frutos, de las hojas y de
una expresión.—¡Oh! la palidez, aquella palidez de los tallos desplegábase contra el vivo azul marino,
poco antes, cuando él había pronunciado en voz con la intensidad y la inverosimilitud de un sueño,
baja aquellas palabras; y el sorido indefinible de como el resto de su jardín fabuloso.
aquella voz que llamaba á Delfina! —¡Qué maravilla!
—¿Está lejos, todavía?—preguntó doña María. Doña María penetraba lentamente, no arrastra-
—No, no, mamá: Está ahí mismo, ya llegamos. da ya por la mano de Delfina, que corría loca de
Una especie de timidez invadió al joven, al tér- alegría con un deseo único: el de despojar todo el
mino del camino. Después de sus palabras, no se bosque.
habían encontrado sus ojos con los ojos de María.
¿Qué pensaba ésta? ¿Qué sentía? ¿Con qué mirada
le miraría?
—Aquí es,—gritó la niña.
Los laureles, en efecto, iban aclarándose y el
mar aparecía más libre; de pronto el bosque de los
madroños enrojeció como una selva de corales te-
rrestres, que á la extremidad de sus ramas, tuvie-
FIN DEL TOMO PRIMERO
ran anchos racimos de flores.
—¡Qué maravilla!—murmuró doña María,
El hermoso bosque florecía y fructificaba dentro
de una especie de ensenada curvado como un hipó-
dromo, profundo y soleado, donde todas las dulzu-
ras de aquella ribera se recogían deliciosamente.
Los troncos de los arbustos, bermejos en su mayo-
ría, algunos amarillos, surgían esbeltos, ostentando
grandes hojas lucientes, verdes por encima y blan-
cas per debajo, inmobles en el aire tranquilo. Los
racimos floridos, semejantes á ramillete de lirios,

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