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TRIBUNALES DE MENORES. EDITORES DEL PUERTO, BUENOS AIRES, 2011, PAGINAS 349-381
CONCLUSIONES
Un pequeño ensayo sobre la moral y la contingencia
“Las prácticas judiciales y sobre todo policiales están siempre un escalón por
debajo de las leyes, aunque sea sólo porque éstas reflejan modelos del
«deber ser», mientras aquellas están sujetas, además, a imperativos de
eficiencia contingentes que inevitablemente chocan con los primeros,
percibidos a menudo como embarazosos obstáculos antifuncionales (…)”.
Luigi Ferrajoli, Derecho y Razón, Editorial Trotta, Madrid, 2005.
El estudio de estas prácticas judiciales llevó a la construcción de una cartografía que conllevó
el calificativo de “moral” ya que resulta imposible prescindir de esta dimensión para
comprender el dictado de justicia: las prácticas de los jueces guardan correspondencia con la
atribución de sentido conferido por ellos mismos y este sentido está atravesado por múltiples
determinaciones que –tal como quedó demostrado- remiten a valoraciones morales, entre las
cuales las actitudes constituyen una dimensión privilegiada de análisis. En las valoraciones de
los jueces emergen cosmovisiones preexistentes sobre el bien, la moral, lo bueno, lo correcto,
lo normal y las actitudes que deben acompañar las acciones para ser valoradas positivamente:
disciplina, respeto, obediencia, arrepentimiento, voluntad de modificación de conductas,
esfuerzo, compromiso.
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Estas cosmovisiones marcan pautas de distribución en torno a la norma. Y para que la moral
sea tan predeterminante, la escasa regulación de la ley en un sentido taxativo ayuda
enormemente. A lo largo de la revisión y análisis de los distintos corpus seleccionados para
esta investigación, pudo comprobarse que las prácticas judiciales en la justicia de menores se
parecen mucho más a prácticas morales que a prácticas legales; orientadas, por lo tanto, más
hacia la normalización y la moralización de los sujetos que al reproche jurídico. “(…) son
moralmente defectos, sin ser patológicamente enfermedades, ni legalmente infracciones”334 y
a lo largo de todo el arco en que la norma se distribuye, no es la taxativa ley ni una fuerza
superior la que determina, sino un cúmulo de factores.
Por otro lado, aquí se atenderá a otro eje de análisis: las contingencias encontradas que
dibujan por sí mismas el mapa cartográfico real. Que si las dimensiones morales tiñen lo legal
y procedimental, una verdadera lectura muestra un mapa bastante más complejo en que la
“omnipotencia de los pensamientos del juez” es atravesada, además, por la coyuntura, la
cotidianeidad y la urgencia.
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Cf. Foucault, M. Los anormales. Clase del 8 de enero de 1975, p. 33, Editorial FCE, Argentina, 2000
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responsabilidad del investigador es tejer una red que haga inteligibles las principales
emergencias.
Entre la última alternativa, como aspiración de máxima, y la primera como una aspiración de
mínima, la segunda parece la más razonable si lo que se pretende es, como alguna vez dijo
Todorov (1991), buscar el diálogo, como instancia de comunicación con el lector entre los
dos extremos del monólogo y la guerra.
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ellas. No hay conclusiones absolutas: sobre cualquiera de los temas explorados, emergen las
contingencias como factor que anuncia la imposibilidad de dictaminar unánimemente sobre la
verdad de la justicia de menores. Por cierto, aparecen“verdades”, así en plural: pequeñas
verdades que, aunque contradictorias, coexisten, mostrando una faceta madura de la justicia
de menores, paradójicamente capaz de integrar las contradicciones subsumiéndolas en
dualidades. El operador de esta faceta, nuevamente, es la contingencia: su descubrimiento, así
como los relativos, los grises, las zonas tenues y de fronteras borrosas, en donde “lo que
sucede y lo que no sucede, pero tal vez podría suceder” resulta más rico que el
descubrimiento o confirmación de regularidades, peligrosamente cercanas a una verdad única
en la que nadie cree ya.
De allí la apelación a la contingencia, como factor explicativo. Concepto útil ya que permite
inscribir en el campo de las prácticas de la justicia de menores ocurrencias que no podrían ser
explicadas apelando a una lógica estricta, aquella que prescribe un ordenamiento previsible
entre conductas legales y sus consecuencias jurídicas. Como quedó demostrado en los
Estudios de Caso, “en menores suceden cosas que nunca podrían suceder en mayores”:
absoluciones imposibles o sentencias condenatorias que requieren de una imaginación
jurídica, colonizada exitosamente por la ficción del relato judicial. Así, el concepto de
contingencia es superador de los conceptos de discrecionalidad y de arbitrariedad,
calificativos tantas veces atribuidos a la justicia de menores. El concepto de contingencia no
desmiente a los otros, sino que los complementa al incorporar la dimensión del azar en el
dictado de justicia. No restringe las decisiones judiciales al ámbito de la voluntad y la
intencionalidad de los jueces y otros actores del campo jurídico, sino que suma la no-lógica, la
paradoja y la contradicción, muchas veces en función de urgencias o imperativos de la
cotidianeidad o sensibilidades sociales exacerbadas, todos ellos jueces ad-hoc que hace que
las decisiones sean menos previsibles aún. Si la discrecionalidad y la arbitrariedad son
peligrosas, la contingencia lo es más ya que su lógica inherente desafía a la razón entre
necesidad e ineluctabilidad del destino. La voluntad, única capaz de dirimir entre dos
contrarios, oscila entre el querer y el no querer.
Esta voluntad se expresa en los votos de los magistrados que, tal como se ha visto en los
últimos capítulos, destinados al análisis de las sentencias y estudios de caso, pueden verter
argumentos disímiles para condenar, reducir, suspender o absolver aún cuando el sustrato de
intervención –la causa, el hecho delictual que configura su fundamento- sea similar.
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Estos jueces ad-hoc con los cuales los soberanos-jueces tienen que negociar cotidianamente
constituyen obstáculos insalvables. En esta ardua negociación participan y se superponen
voces que disputan protagonismo. Así la voz del miedo al delito, siempre rodeada de un halo
de espectacularidad encuentra aliados en la inseguridad ciudadana y el miedo subjetivo. La
voz de la ley y orden amplifica a la voz del miedo reclamando castigo y pena, legislación más
dura, haciéndose eco de las demandas de la sociedad, convirtiéndose en su legítima intérprete.
La voz de la legalidad y justicia le discute con fervor, asumiendo una posición políticamente
correcta de respeto a las garantías ciudadanas, a la par que exhibe la letra de las convenciones
internacionales y tratados firmados por el país y ratificados en la Constitución Nacional, como
prueba de suprema voluntad estatal. En tal sentido, confrontan con la voz del miedo, con la
voz de la inseguridad ciudadana y con la voz de la ley y el orden. La disputa se agrava cuando
entran en escena los jóvenes, de la mano de la peligrosidad y demonización socialmente
atribuidas; pero los jóvenes como tales no son invitados al recinto de las discusiones a
expresar su voz. Y, cual diálogo de sordos, cuando nadie se escucha irrumpe imperativa la voz
de la cotidianeidad, convertida en comensal habitual de cualquier reunión e impetuosamente
asociada a la voz de la urgencia, configurando intervenciones tan intempestivas como
espectaculares.
La voz de la cotidianidad exhibe los fueros de una legisladora que impone respeto, establece
prioridades, arguye implacablemente, prescribe soluciones, de urgencia o compromiso, pero
siempre necesarias, siempre impostergables. Dentro de la justicia de menores, tal como
señalan a repetición los magistrados, hay tantos vacíos, tantas cuestiones no prescriptas que
terminan siendo cubiertas por la emergencia, la costumbre o la buena voluntad, otorgando así
especial espacio a la voz de la cotidianidad, siempre escuchada atentamente y no pocas veces
convertida en musa inspiradora de las decisiones. La voz de la urgencia, fiel a su esencia no
espera... Así, la cotidianidad y la urgencia marcan el ritmo de los debates: los tiempos son los
tiempos de la urgencia, y las formas son las formas de la cotidianeidad. Cualquier debate
ideológico acerca de «si», «porque», «cuándo», «cómo» y «para qué» castigar, juzgar y
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Dado que el sistema penal es selectivo, por ende, “distribuye artificialmente penalidades e
inmunidades” (Pavarini 1994) y el delito es una construcción social que varía histórica y
socialmente, las estadísticas deben ser leídas en clave de medir la voluntad de las agencias de
control social en capturar y perseguir a determinados tipos de delitos y determinados
portadores de atributos. En ese sentido, las estadísticas judiciales sólo proporcionan
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información sobre aquello que oficialmente es perseguido y registrado y no sobre aquello que
“realmente” sucede.
Tal como quedó demostrado en los Capítulos 6 y 7, el proceso de desviación (Matza 1969)
tiene una secuencia inapelable: la prohibición, la aprehensión y la penalización. La
aprehensión es la bisagra que permite articular la conformación de una identidad
suficientemente desviada, como inepta para la vida ciudadana y la reclusión en instituciones
de encierro, con un status de desviado ya consolidado. Luego, entra en escena el proceso de
criminalización secundaria (Lemert 1967) y se consolida definitivamente la identidad
desviada. Las historias de los jóvenes que pasan por los tribunales dan cuenta de la repetición
de este ciclo: realización de actividades definidas como ilegales, reacción social, aprehensión
policial, apertura de una causa judicial, medidas correccionales que pueden incluir reclusión
en instituciones, ciclos de alternancia entre egresos-libertades-fugas, nuevas aprehensiones,
nuevas capturas, nuevas medidas restrictivas… Mientras tanto, la justicia hace su tarea de
instruir, responsabilizar, penalizar y castigar. Durante estos ciclos que tienen duraciones
variables (en muchos casos se prolongan por varios años) se va construyendo eso que Lemert
(1967) definió como desviación secundaria, es decir, las desviaciones posteriores a la
reacción social (criminalización secundaria) que configura medios de adaptación -mediante
el ataque, la defensa, o la aceptación- a la nueva situación de “desviado”. Las evaluaciones
de los tratamientos tutelares que en esta investigación se configuran como relatos ficcionales,
construyen y modelan sujetos y subjetividades. En los estudios de caso queda demostrado
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Las causas por robo resultan tan significativas en porcentajes que una mirada rápida a la
distribución estadística deja la sensación que el resto de lo sucedido en los tribunales de
menores no amerita mayor atención. Según los datos proporcionados, sólo entre los años 2000
y 2005, se duplicaron los expedientes ingresados por Delitos contra la Propiedad y si se
toma como referencia el año 1995, se sextuplicaron.
Sin embargo, si se consideran las categorías que más sensibilizan a la opinión pública,
aquéllas que despiertan la sensibilidad punitiva, como los homicidios y los delitos contra las
personas, es evidente que éstas exhiben un crecimiento en los primeros años posteriores a la
implementación de la reforma judicial, aunque se estabilizan en los últimos. En el caso de los
homicidios, las fluctuaciones desde 1999 fueron muy leves. En cambio, en el caso de los
delitos contra las personas, las fluctuaciones fueron más significativas, expresando una
tendencia que parece consolidarse. En la percepción de los jueces la disquisición sobre los
homicidios es polémica: para algunos, decididamente, aumentaron; para otros, aumentaron
las tentativas, donde si bien es cierto que las víctimas corren riesgo de vida, no resultan en
desenlaces fatales. En el abanico de posiciones se cuelan las discusiones incluso dogmáticas
que los jueces tienen sobre la figura del homicidio: si se lo asimila brutalmente a eso que
Durkheim llamaba “crimen”, no habrían aumentado demasiado; si en cambio se lo asume
como consecuencia de una acción de robo, el aumento que expresa la estadística de
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homicidios no sería más que una consecuencia de la violencia y del empleo de armas, aunque
el objetivo primario fuera el de robar y no el de quitar la vida. En este contexto, lo que habría
aumentado son los delitos contra las personas y en esta apreciación hay coincidencia entre los
reportes estadísticos (capítulo 2) y las percepciones de los jueces (capítulo 5).
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A la hora de juzgar conductas transgresoras, el papel de la mujer aún está teñido del
estereotipo tradicional: mujer que acompaña a la pareja en las acciones de robo, como
facilitadora, acompañante y encubridora, pero no genuinamente “delincuente”. No pocas
veces, sus acciones son despojadas del carácter delictual y sus conductas consideradas como
una entidad distinta que exige intervenciones normalizadoras más que punitivas, el reproche
de “un buen padre de familia” más que un castigo ejemplar. Pero, la moral se expresa con
fuerza en los casos en que son las mujeres las imputadas y el peso del género incide
diferencialmente en las decisiones tomadas por los jueces, tal como quedó claramente
demostrado en el capítulo 6. Así, el imaginario delictivo se mantiene inalterable, pese a que
en los últimos años, a través de la infracción a la ley de drogas ha cambiado el mapa de las
aprehensiones delictivas de las mujeres.
Los adolescentes y jóvenes son demonizados por ser portadores de atributos negativos de
peligrosidad. La asimilación de los sintagmas “peligrosos-violentos-enfermos-drogadictos” y
extensivamente, “indeseables-incorregibles-incurables-inservibles”, son lugares comunes,
aún a través de los cambios históricos, los contextos y las modas. Esta juventud
“negativizada” se corresponde con el estereotipo de joven potencialmente cliente del sistema
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penal: jóvenes que no integran las estadísticas del ministerio de educación ni los registros de
empleo y, justamente por esa falta de adscripción son “peligrosos”. Estos jóvenes peligrosos
constituyeron durante la década del ‘90 la personificación de la “inseguridad ciudadana” y el
miedo al delito. La demanda de ciudadanización a través de leyes que estipularon la
exigibilidad de sus derechos se mostró a contramano de las representaciones sociales que
reclaman con voces estentóreas punición, represión y castigo.
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Los jueces, simultáneamente agentes del campo jurídico y actores sociales, enfrentan el
mismo dilema: el clamor de orden y la seguridad que sacrifica garantías y derechos o el fervor
garantista que gana adeptos con su prédica sensible a la reducción de daños para los más
desfavorecidos socialmente, interpelando a los magistrados como garantes de la legalidad y
no sólo del orden social.
¿Qué hacer, entonces, cuando irrumpe un joven violento, peligroso, irredento, despreciable
como El Chacal de esta investigación? ¿Invocar la prédica de un derecho penal mínimo y
aplicar por “regla” la reducción punitiva, y aparecer como disociado “de la sociedad en que
vivimos” o aplicar un castigo ejemplar, dictado conforme a las previsiones de la ley pero
legitimado por una moral social cuya “conciencia se vio herida en sus estados fuertes y
definidos” por la acción culpable?
¿Con Jean Genet, qué hubieran hecho nuestros jueces? Y con tantos otros, más anónimos aún,
pero no esencialmente distintos. Tal vez, conforme a la obligación que le confiere su función,
velarán porque el cumplimiento de la pena se ejecute en un marco de respeto a la dignidad y a
la integridad física, cuestión que tampoco podrán cumplir. ¿Hacerse eco de la sensibilidad
punitiva es moralmente reprobable? ¿Hacer oídos sordos a la sensibilidad punitiva es jurídica
y legalmente deseable?
Aún así se sabe que no será suficiente. Que la voluntad política de legislar debe estar
acompañada por la voluntad política de asignar recursos presupuestarios y formular políticas
públicas acordes define un desafío que sigue en pie…
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Se registran airadas quejas de los magistrados sobre la ley 22.278. En un extremo se ubican
aquellos que resaltan su bonanza en relación al contexto de origen. En el otro extremo, los que
la consideran como una ley “muy voluntarista”, como “aquella que se aplica porque está en
vigencia a pesar de que la Convención sobre los Derechos del Niño tenga rango
supraconstitucional”. Entre el principio rector de legalidad y las apreciaciones sobre su
utilidad, conviene desagregar los argumentos por los cuales esta ley es “apreciada” como
voluntarista. Evidentemente, quien lo connota le asigna un sentido específico, pero el rango
de interpretaciones podría ampliarse: así, “voluntarismo” podría migrar de cualidad de la ley a
cualidad de los autores encargados de aplicarla y en esta acepción se ubicarían los jueces que
hablan de la “amplitud” de la ley y de la falta de regulación de un procedimiento
estandarizado.
La calificación de “voluntarista” podría aludir también a los aspectos más controvertidos que
contiene la ley y que son objeto de interpretación, “materia opinable”; y, precisamente por
eso, son los que concitan la mayor cantidad de intervenciones de los magistrados. Sobre las
cuestiones de procedimiento podría decirse que los jueces coinciden que al ser una ley tan
amplia da cobertura a un sinnúmero de situaciones, de modo que lo que podría llamar la
atención a un observador extraño no sería más que parte de su naturaleza.
En la ley 22278 hay márgenes de discrecionalidad, habilitados por la misma letra de ley. Tal
como se manifiesta analíticamente en el capítulo 4 y prácticamente en los capítulos 6 y 7, la
ley contiene en su artículo 1º un margen generoso para la discrecionalidad judicial en la
facultad de disposición tutelar de los jueces bajo la atribución de peligro moral o material. En
la evaluación de la “situación de riesgo o peligro” hay, por cierto, indicadores de carácter
objetivo –situaciones críticas de pobreza, de violencia, de vulnerabilidad social-, pero también
e indudablemente, la lente de la moral aumenta o mitiga sus implicancias y transforma en
judicializables cuestiones que bien podrían ser abordadas desde otros modos de intervención.
El peso de la moral en las decisiones, por su mismo carácter personalísimo e intransferible,
repercute en medidas diferentes dictadas en casos similares: depende de qué juez, depende de
qué delegado tutelar haga los informes, depende de qué Defensora pública de menores e
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La cuestión de la edad de punibilidad a partir del cual una persona es susceptible de reproche
jurídico estatal también es materia opinable, sea desde una decisión de política criminal que
ubica en los 16 o en los 14 años el límite de punibilidad (que también podrían ser los 15, los
13, o los 12 en una perspectiva de legislación comparada), sea desde las doctrinas de la
imputabilidad en sentido estricto (modelo de discernimiento), para las cuales el menor es
equiparado al alienado mental, sin facultades plenas para entender y querer. Esta es una
perspectiva más tutelar que entiende que para la protección no hay barreras político criminales
y que la defensa del supremo interés de los “menores de edad” no puede tener obstáculos
legales ni jurídicos. Coherente con la evolución del debate en términos doctrinarios e
ideológicos resulta ahora poco frecuente encontrar jueces alineados con las taxativas
posiciones de bajar la edad de imputabilidad o de mantenerla en el límite actual -16 años- sino
que la edad aparece como una variable más, no determinante a la hora de pensar en el cambio
de la ley.
La mayoría de los jueces han colocado por encima de la discusión sobre edad, la imperiosa
necesidad de instaurar un régimen de responsabilización penal para los jóvenes que los dote
de garantías procesales. Y, en el terreno de las garantías procesales, también aparece una
división de aguas: algunos jueces entienden que las garantías deben ser pre-requisito de
cualquier proceso penal, independientemente de la edad de persona imputada de la comisión
de un delito. Del otro lado, están los jueces que creen que el escudo de la protección es una
salvaguarda contra los abusos jurisdiccionales y, por lo tanto, las garantías pueden limitarse.
Un juez en tanto buen padre de familia, siempre tomará las decisiones adecuadas que velan
por el bienestar de los “menores tutelados”. Nuevamente, es la moral del juez, y los agentes
del campo jurídico quienes, según su saber y entender, determinan las decisiones más
adecuadas. En una posición intermedia, están los jueces que creen que las cuestiones referidas
al suministro de garantías procesales para los menores deberían estar escindidas del debate
sobre la edad de imputabilidad. El resultado de voluntades disímiles no puede dar por
resultado otra cosa que también respuestas divergentes sobre “fondos de intervención”
similares. La contingencia completa los deberes inconclusos que dejó la moral.
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Pero hay otros aspectos de la ley 22.278 en los que resulta interesante detenerse: los modos de
resolución y los márgenes de discrecionalidad que habilitan; la falta de regulación también
sobre aspectos procedimentales, como la modalidad de dictado de la segunda sentencia, que
incide en el ensayo sui generis de cada tribunal sobre “el mejor modo posible” y también
sobre los desenlaces que posibilita el controvertido artículo 4º del régimen penal de la
minoridad, conocido también como “perdón judicial”, es decir como la facultad soberana
del juez de proceder en forma indulgente, “perdonando” atendiendo a consideraciones de
madurez, o sea atendiendo a la persona y no al acto en cuestión .
Sobre todos estos temas se reconstruyeron las posiciones emergentes: tantas variantes como
subjetividades judiciales. No hay posición, hay posiciones. No hay un modo de resolución:
hay distintos modos posibles. La contingencia y la moral siguen constantes.
Toda causa que ingresa al Tribunal Oral de Menores (TOM) debe tener alguna forma de
resolución. Entre las modalidades de resolución, algunas están dictadas por el código de
procedimientos: si se dirimirá la responsabilidad de los imputados mediante audiencia de
debate, juicio abreviado o se suspenderá apelando al juicio a prueba o probation; y otras
modalidades que son las que prescribe el propio régimen penal de la minoridad, que subsume
en su artículo 4º los desenlaces típicos: absolución o eximición de pena, condena, y condena
con la reducción prevista para la tentativa. Una mirada esquemática, tal como la que se
presenta en los reportes estadísticos, da cuenta de que en el mismo reporte se conjugan los
desenlaces con los procedimientos; por ende, la estadística describe los modos en que una
causa puede terminar y dentro de ese espectro abarca tanto las causas que prescriben, las
causas en que los autores son sobreseídos, aquellas que se suspende el proceso en virtud del
artículo 76 “Suspensión de juicio a prueba” (procedimiento), aquellas que se resuelven en
virtud a través de un acuerdo de juicio abreviado (procedimiento) y aquellas que se dirimen
en una audiencia oral y pública o, como acertadamente señala un juez en el caso de menores,
“semipública y reservada”. También hay causas en que los autores están rebeldes, otros a
quienes sus causas les prescriben, otros a quienes se les declara la responsabilidad penal o se
le impone una pena, o se lo absuelve (en estos últimos casos, se trata de modos de resolución
en tanto “desenlaces” de las causas).
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Una breve reseña de estos modos de resolución, da cuenta que las prescripciones se producen
en los casos que van quedando postergados para su resolución y, según el reporte de los
jueces, “son chicos que andan bien y que no hay ninguna situación procesal que exija
rápido pronunciamiento”, tal como las causas en que hay mayores privados de libertad.
Cuantitativamente, las prescripciones son pocas, como también lo son los sobreseimientos.
Algunos jueces piensan que el dictado de sobreseimiento debería aplicarse en los casos que ha
pasado un tiempo prudencial de tratamiento tutelar, “chicos que andan bien y no es necesario
continuar observándolos”. Además, “no corresponde continuar un proceso sino hay
expectativa de pena”.
Los casos de “suspensión de juicio a prueba”, previsto en el artículo 76 bis del Código Penal
en los Tribunales Orales de Menores son casi residuales ya que recién a mediados del año
2005 el Procurador instruyó a los Fiscales para que solicitaran la aplicación de este instituto a
las personas menores de edad. Sobre este tema hay un intenso debate entre los jueces: hay
quienes están de acuerdo y hay quienes sostienen que como la ley de menores es más
benévola en general, debe aplicarse ésta.
El Juicio Abreviado
Respecto a las distintas modalidades de Resolución que aplican los tribunales orales de
menores puede observarse que, a pesar de las fluctuaciones observadas a lo largo del período,
la prevalencia del Juicio Abreviado –desde su implementación, en 1998- respecto a la
resolución mediante Audiencia oral es evidente. La estadística judicial lo confirma: dos de
cada tres causas se resuelven de este modo, manteniéndose constante esta proporción.
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El cálculo del beneficio no puede estar ausente, marcando otra diferencia con los tribunales de
mayores: en los TOM en la mayoría de los casos hay más de un imputado por causa y es
necesario que “todos acuerden” intereses casi siempre contrapuestos. La posición de los
Defensores Letrados y de los Fiscales condiciona la realización de juicios abreviados. Según
configuren sus respectivos pisos para la negociación, se mide la factibilidad de acuerdos.
Usualmente, las posiciones recíprocas son conocidas por cada uno de los actores que, cual
jugadores de ajedrez, ponen en marcha la partida cuando creen que podrán hacer “tablas” y
que la solución de cara al Tribunal será beneficiosa. Esta partida contiene una paradoja,
señalada por los jueces “que los tribunales duros tienen muchos juicios abreviados y los
blandos no” que remitiría a un trasfondo extorsivo la decisión de abreviar y no atendiendo a
la convicción sobre la culpabilidad, ni sobre la verdad.
Audiencia Oral
Con matices, son éstas las posiciones respecto al juicio abreviado que contraviene,
indudablemente, la esencia de un juicio, de “poner en escena” a los actores y de reconstruir el
momento de los hechos con testigos, con imputado/s y víctimas. Esta reconstrucción es la que
se produce durante la audiencia oral y pública, otro procedimiento por el cual se dicta
sentencia en los tribunales de menores.
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La peculiaridad del juicio pone al chico en escena, lo ubica y, estrechamente vinculado a esto,
a partir de la reconstrucción de lo que sucedió, le da una verdadera oportunidad ya que “todo
el mundo se da cuenta en el juicio oral de la verdad. Esa es una gran ventaja”, dice la Jueza
9, reforzando: “Un juicio permite ver bastante la realidad”.
Las valoraciones positivas de los jueces sobre la Audiencia Oral aparecen en tres categorías
que remiten a órdenes cualitativamente diferentes: 1) cambian las cosas; 2) se puede discutir,
hay debate, hay contradicción, no está todo jugado de antemano, 3) el papel de la defensa
cobra relevancia y 4) el valor de la instancia ritual
Entre los problemas identificados, aparecen en primer lugar las cuestiones de tipo operativo:
la falta de un testigo o la imposibilidad de hacer comparecer a un tiempo a todos los actores,
hacen de la sola realización del juicio un logro importante. Pese a todas las bondades
expresadas por los magistrados, la audiencia de debate no es un procedimiento típico para
resolver las causas de los tribunales. Sopesando las convicciones y el contexto de realización,
emerge nuevamente la cotidianeidad, como la jueza “ad-hoc” que apuesta sus cartas al
pragmatismo de la eficiencia judicial… y gana.
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Entonces, el contexto de interacción entre víctima y victimario tiene que estar regulado por un
espacio de posibilidad en que “algo pueda hacerse”. Que luego aparezcan ofertas de ayuda
espontánea, catarsis identificatorias entre los jóvenes victimarios –hasta entonces los
irremediables otros- y los jóvenes hijos –los nosotros- ya pertenece a otro tipo de
explicaciones que remite a cuestiones de orden moral y ya no legal. Durante la investigación
emergieron algunas explicaciones que exigen futuras exploraciones en la medida que la
práctica de la probation logre consolidarse. Por ejemplo, la importancia de que también la
víctima interactúe y conozca en un espacio socialmente regulado como el tribunal, con la
garantía de sentirse preservado en su vida y en sus bienes, a esos otros que tantas veces
deshumaniza al demonizarlos, sin siquiera conocerlos. A veces, más allá del resarcimiento
económico, se valora el efecto reparatorio simbólico condensado en el reconocimiento del
hecho y el pedido de disculpas.
Hay otros casos en que la probation aborta porque el damnificado pretende asimilar la
reparación ofrecida a la indemnización por el daño sufrido; en estos casos, dado que la oferta
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Muchos juristas y jueces interpretan la ley alegando que la audiencia de debate se hace a los
efectos de resolver las cuestiones de hecho y prueba y, en tal sentido, los papeles
desempeñados por el fiscal y el defensor letrado son los esperables y comunes tanto a
“menores” como “mayores”. Lo distintivo en este juicio especial está relacionado con la
privacidad o reserva del debate (al que sólo cuando resulte imprescindible debe asistir la
persona menor de edad el tiempo estrictamente necesario) la factibilidad de escuchar a los
padres, tutores o guardadores y la obligatoriedad de presencia del Asesor Público, so pena de
nulidad. Pero nada se agrega sobre replicar el esquema a la hora de la segunda sentencia o
la sentencia del 4º. Como toda materia opinable se vuelve polémica, ameritando
interpretaciones por parte de la Cámara de Casación que estableció que la segunda sentencia
se debería dirimir en una audiencia en la cual se pasara revista a la evolución del joven en
cuestión.
Algunos Tribunales realizan una pequeña audiencia y allí resuelven. Otros jueces adecuan la
modalidad de dictado a la entidad de la causa, reservando las audiencias para los temas más
complejos. Los más sencillos se resuelven por escrito, sin perjuicio de preferencias
personales. En esta ponderación el “factor tiempo” es determinante: muchas veces explica la
decisión de obviar la audiencia y optar por el procedimiento escrito para el dictado de la
segunda, previo pasar vista al Fiscal, a la Defensoría Pública y a la Defensoría Letrada. El
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Sin embargo, la discusión jurídica zanjada una vez más por la cotidianeidad, la urgencia y el
pragmatismo tiene un trasfondo complejo: si para el dictado de la segunda sentencia, en que
se dictamina sobre la conducta posterior al hecho, sobre la evolución del joven con arreglo a
ese eufemismo que se llama “tratamiento tutelar”, es necesario el debate y si,
coextensivamente, corresponde que las partes tomen vista.
En la segunda sentencia lo que se evalúa es el tratamiento tutelar que combina una ideología
“correccional” y “terapéutica” con pretensiones de “protección” y “pedagogía”. Para su
seguimiento se examinan aspectos de la vida de los menores susceptibles de ser medidos con
parámetros valorados como positivos socialmente: la escuela, la familia, la actitud respecto a
las normas y el trabajo. Estos aspectos son tamizados por el delicado filtro de la moral de
cada uno de los jueces.
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estimación sobre los “favorables” o “desfavorables” resultados del tratamiento tutelar, pueden
absolver, reducir pena o imponer la pena prevista de acuerdo al delito imputado.
En esta decisión no hay parámetros fijos; esto lo señalan los jueces en forma permanente
“(…) Porque no hay regulación legal, y eso nos dificulta bastante. La única regulación legal
que tenemos es, ¿le vamos a imponer una sanción o no? ¿O se la vamos a reducir”? Y dentro
de ese acotado menú de opciones, la ausencia de estándares comunes también es puesta de
manifiesto por los magistrados: “(…) no hay un criterio firme, la 22.278 tiene dos
renglones… no hay un criterio firme de cuando hay que absolver y de cuando hay que
condenar. Esto forma parte de las reglas no escritas; entonces, sí esta el criterio de que el
que esta declarado penalmente responsable y comete un delito como mayor, no tiene derecho
a la absolución”.
La escasa regulación que presenta la ley 22.278 para resolver con parámetros más o menos
homogéneos habilita un alto margen de discrecionalidad en la toma de decisiones. Esta
discrecionalidad, multiplicada por la diversidad de jueces, a la luz de contextos sociales
variables, nutre a la ya rebosante contingencia de las prácticas judiciales.
Al revisar la cosmovisión de los jueces sobre la sentencia del 4º, las posiciones muestran un
arco ideológico –moral muy amplio. Respecto al beneficio absolutorio que está previsto en el
régimen penal de menores, se dividen las opiniones entre aquellos que afirman que es un
derecho y aquellos que le otorgan el carácter de perdón judicial. El límite entre el perdón, el
beneficio y la absolución como derecho aparece tenue y resbaloso.
El extremo de los que creen que el beneficio absolutorio conserva la esencia del perdón,
afirman que ese carácter lo otorga el hecho de que no se trata de una absolución dictada por
falta de mérito, sino por “gracia” del juez, en tanto soberano. Los Fiscales denotan esto en
forma recurrente y solicitan año a año, en sus informes al Congreso, que se nomine como
“perdón judicial de la pena” a la mal llamada “absolución” del artículo 4º. En el otro
extremo, están aquellos que consideran que “la absolución es un derecho y no una gracia del
estado, por la sencilla razón de que si el chico hace todo bien y lo condenás, esa condena es
arbitraria, por lo que la absolución es un derecho”. Un enfoque más jurídico es el de otro
juez que plantea que aplicar una figura indistinta es injusta para aquel que es inocente; “ése,
se pregunta un juez- por qué va a tener una absolución por perdón si él no fue?
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El análisis cualitativo de las sentencias del cuarto, realizado con la inquietud de reflexionar
sobre el tema, permite arribar a una respuesta luego de revisar los argumentos esgrimidos: el
perdón judicial es un perdón impuro, condicionado, circunscripto a las reglas de
intercambio. Se otorga en la medida en que sea solicitado –en el caso de los jóvenes a través
de sus representantes legales- y como contrapartida de una oferta, proporcional a lo que debe
ser perdonado, mensurable en un quantum de arrepentimiento, de conciencia de la falta, de
promesa de transformación y de compromiso para evitar el retorno del mal; es decir, se trata
de una transacción económica. Cuesta pensar en algo distinto y cuesta creer que los
magistrados perdonen al culpable en tanto tal, aunque permanezcan tan irreversiblemente
como el mal, como el mal mismo, sin mejora, arrepentimiento ni promesa. Más bien, la falta
de estas tres condiciones mensurables a través de indicadores vuelca la balanza del lado de la
aplicación de pena. En el caso de los jueces de menores, éstos tienen la facultad soberana de
proceder en forma indulgente, “perdonando”, pero siempre con expectativas, condicionando
el perdón a la atención que merecen especiales consideraciones de madurez de los jóvenes: se
atiende así a la persona y no al acto. Aun con estas consideraciones y reparos, la exención
de pena, beneficio absolutorio o perdón judicial, es el desenlace prevaleciente en los
tribunales de menores a la hora del dictado de la segunda sentencia.
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2) Según el relevamiento realizado en el Libro de Sentencias del 4º para los años 2002, 2003
y 2004 en uno de los Tribunales Orales de Menores (N = 286 sentencias):
en orden a la distribución y frecuencia, puede decirse que los dictámenes respecto
al tratamiento tutelar, mayoritariamente no consideran necesaria la aplicación de
pena. En todo el período, 65,77% de los dictámenes fueron absolutorios, y 32,7%
condenatorios. El restante 4,03% correspondió a sentencias de unificación, es decir
que las dos terceras partes del colectivo de jóvenes con causa penal termina
absuelto.
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En la muestra intencional de sentencias del cuarto del Capítulo 6 (76 sentencias), se agrega
información que refuerza lo anterior. La construcción de Modelos de jóvenes muestra que la
exención de pena es aplicable tanto en los casos denominados “blancos” como en los casos
“grises” –que bien podría haberse aplicado condena-, como en el caso de las jóvenes, a
quienes culturalmente cuesta condenar con una pena legal, aunque cueste poco restringirles
derechos a través de una “pena tutelar” y una disposición prolongada.
Más compleja se presenta la situación con las sentencias condenatorias ya que, a la falta de
regulación normativa se añade una discusión jurídica vinculada a la aplicación de la reducción
punitiva. La reducción punitiva abre una rotunda división entre los camaristas que integran el
tribunal: hay jueces que la asumen como norma en las sentencias condenatorias y la asimilan
a un beneficio automático y otros que la supeditan a otros elementos que operen como
“indicadores objetivos” de merecimiento. En consonancia con las posiciones acerca del
perdón judicial, aquí se ubican los que consideran al joven como acreedor del beneficio de la
reducción, que también sería una “reducción condicionada” al cumplimiento de pautas del
tratamiento tutelar, a una conducta ejemplar o a una voluntad de enmienda. En cambio, la
existencia de una gran cantidad de causas abiertas con posterioridad a la DRP, hace suponer
que hay “proclividad al delito” y, por ende, el beneficio de la absolución no procede.
La posición que entiende que la reducción punitiva debe ser la regla y no la excepción
inscribe la reducción obligatoria en la esfera de la Convención de los Derechos del Niño y no
en las pautas de mensuración de los artículos 40º y 41º del Código Penal: nuevamente, se trata
de un derecho y no de un beneficio. Esta posición, con el Fallo Maldonado de la Corte
Suprema de Justicia se convirtió en hegemónica.
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A través del análisis cualitativo de sentencias, las posiciones en torno a la reducción punitiva
pueden profundizarse y la clasificación optimizada distingue tres subgrupos de jueces: los que
se oponen a la reducción, sustentándose en la norma; los que contemplan la reducción como
beneficio, fallando con dominio de la moral y la contingencia y los que adhieren a la
creencia de que es un derecho, sin otras consideraciones.
1) los decididamente contrarios a la reducción punitiva, cuyo tipo puro es el juez que
considera de que si no se ha hecho acreedor a la absolución en virtud de alguna acción
clara e inconfundible de recuperación, es necesario imponer una sanción acorde a la
solicitada oportunamente por el Fiscal. Las variaciones en los montos de la condena
respecto a la solicitud fiscal varían dentro de la escala penal y se administran con las
gradaciones del artículo 40 y 41 del Código Penal.
2) Los que consideran que la reducción punitiva es un beneficio y, en tal sentido,
admiten que otorgarlo es un reconocimiento a méritos suficientes. Pero, la
subjetividad resulta determinante a la hora de considerar cuáles son los méritos
necesarios y suficientes. La línea divisoria es endeble, de allí que sea la franja más
gris, en la que pesan tanto la ideología como los valores y la cosmovisión de los jueces
acerca de la utilidad de sanción, del castigo o de la pedagogía correccional. Así, estas
variables conjugadas producen constelaciones más o menos definidas. En uno de los
tribunales, la constelación de los valores de los tres camaristas resulta en una mayor
cantidad de sentencias “sin ninguno de los beneficios que otorga la ley 22.278”; en
cambio en el otro, hay mayor cantidad de sentencias condenatorias con reducción.
Esta regularidad responde a lo explicado en el apartado de Disidencias que cobra aquí
mayor sentido: en el TOM Nº3, ninguno de los camaristas es taxativo en su posición:
respecto a la reducción punitiva, ninguno es reacio a ultranza, ni militante activo. Pero,
en el caso del TOM Nº1, coexisten ambas caracterizaciones.
3) Los que consideran a la reducción punitiva como un derecho y, como tal, de carácter
obligatorio: solamente por el hecho de ser menores de edad, deben tener un quantum
menor de pena que sus pares adultos. Para estos jueces, casi todos los jóvenes son
“reductibles”. Tratan de escindir el derecho de la moral, ubicando en la perspectiva
jurídica la acción de reducir, sustrayéndose de la acción de evaluar las aristas
deficientes del tratamiento tutelar como indicadores de “desmerecimiento”.
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Sobre las sentencias condenatorias, el relevamiento de 286 sentencias realizado en los años
2002 a 2004 expresa335:
El 32,7% de las sentencias dictadas a jóvenes que cometieron delitos siendo menores
de 18 años resultaron condenatorias. En la mayoría de los casos las condenas dictadas
fueron de monto inferior a tres años (55,76% en el año 2002 y 60% en el año 2003,
72,42% en el año 2004) que habilitan la ejecución condicional, según ciertas
condiciones, siempre y cuando este monto no hubiera estado unificado con otro
producto de los cómputos que realizan los jueces cuando deben unificar sentencias.
En el año 2002, casi una cuarta parte de las sentencias condenatorias dictadas
estuvieron comprendidas entre los 5 y los 10 años de privación de la libertad. Esto
significa que 1 de 4 jóvenes condenados transitó la ejecución de su condena en prisión
ya que el monto de la condena le impidió el beneficio de la excarcelación.
Las condenas superiores a 10 años fueron poco significativas, aunque adquirieron
relevancia cuando se trata de unificar penas
En los montos unificados, variaron las proporciones, ya que los condenados a más de 5
años ya representaban más de un tercio del universo de las condenas y otro 40 % se
llevaban las condenas de más de 3 y menos de 5 años. De este modo, casi el 75 % de
las condenas ya suponían cumplimiento efectivo, quedando igualmente por debajo de
la alta proporción del año anterior (80%).
El rango de condenas osciló entre las penas mínimas de 15 días (usualmente
compurgadas con el tiempo de detención ya sufrido) y las penas máximas, de 17 años
En el año 2002 y en los semestres revisados de los años 2003 y 2004 no se
pronunciaron sentencias a condena perpetua a menores..
Una lectura cruzada de las sentencias condenatorias y los delitos atribuidos a los
jóvenes requiere otros elementos de análisis a considerar. Por ejemplo, la existencia de
otras causas en trámite y la preexistencia de otras sentencias condenatorias en otros
juzgados o tribunales. De otro modo, no podría explicarse que se exprese tal
heterogeneidad de montos según la causa en el TOM Nº1. Valga como ejemplo: por el
delito de robo simple se registran 7 casos condenados hasta 2 años de prisión, 1 caso
condenado a más de tres años y 1 caso condenado a una pena comprendida entre los 5
y los 10 años. Lo mismo ocurre con los delitos de robo cometidos en poblado y en
335
Veáse Capítulo 3.
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banda. En los delitos concursados, usual y previsiblemente, las condenas son más
altas.
Hubo 118 pronunciamientos sobre jóvenes que ya tenían otras causas penales; 1 en
otros dos y también casos de más de 3 causas abiertas. Sin embargo, en 26 casos esto
no impidió que fueran dictadas las absoluciones aun cuando la existencia de otras
causas suele ser un elemento de valoración preponderante para los magistrados. De
éstos 26 casos, 15 aún tenían las causas en trámite (presunción de inocencia) Se
detectan otros 7 casos con condenas en firme.
Tanto en los 10 casos de sentencias absolutorias que, conforme a los criterios instituidos por
los jueces, no configuran “la frecuencia esperada” como en estos 26 casos en los cuales era
esperable la sanción y, sin embargo, no la hubo, una vez más, hay que acudir al altar de la
contingencia para arrojar un poco de luz. Los jueces pueden preferir no castigar. Estas
reflexiones proceden de la fórmula “preferiría no hacerlo” de Baterbly, el escribiente, de
Melville que tanto ha dado que hablar. Dice Gilles Deleuze en el ensayo “Bartleby o la
fórmula”: “Lo desolador de la fórmula es que elimina tan despiadadamente lo preferible
como cualquier no preferencia en particular. Anula el término al que afecta y rechaza, pero
también al otro, aquel que aparentemente conserva y se torna imposible. De hecho, convierte
a ambos términos en indistintos: erige una zona de indiscernibilidad, de indeterminación,
incesantemente creciente, entre las actividades no preferidas y la actividad preferible. Toda
particularidad y toda referencia, quedan abolidas”
Para los estudios de caso, se seleccionaron los paradigmáticos de cada posición respecto a la
reducción punitiva, mostrando el funcionamiento real de la justicia un comportamiento
paradójico en el que las contradicciones tratan de ser absorbidas y resignificadas. Al fin y al
cabo que la ley no cumpla acabadamente su función, muchas veces implica un beneficio: la
indefinición de criterios taxativos para el dictado de una absolución otorga cierto margen para
que un menor de edad que ha cometido un delito grave resulte finalmente absuelto, algo
inusual en mayores (“paradójicamente, termina beneficiando a los chicos que cometieron
hechos graves”). Y situaciones que no hubieran ameritado un reproche jurídico grave, en
virtud de la facultad que tienen los jueces de “disponer definitivamente” de la persona menor
de edad si la “entienden en peligro moral o material”, terminan generando largas y penosas
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intervenciones. Los principios rectores que podrían brindar alguna previsibilidad serían
aquellos que se establecen como criterios impuestos a expensas del ejercicio judicial y habría
criterios razonables, pero aún aceptados, con márgenes discretos de interpretación.
Privación de libertad
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Una lectura atenta a los fragmentos que hacen referencia a los mismos, muestra que en la
evaluación los indicadores se desplazan permanentemente entre la persona y el hecho origen
de la intervención, conjugando el “antes” con el “después”: si cometió otro hecho en forma
posterior, el tipo de hecho y el modo de comisión. El efecto más evidente de este
desplazamiento continuo es la confusión de parámetros, con el riesgo de extrapolar una
actitud de violencia en algún tiempo determinado a una esencia atemporal. Otro efecto es de
la proyección de la historia familiar que opera generalmente como un atenuante en relación
directamente proporcional a su dramatismo, pero que logra actualizar episodios anteriores, sin
peso formalmente admitido en la decisión de la segunda sentencia.
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La criminalización secundaria
Es posible constatar extrapolación de los actos a las personas: si el acto fue violento, la
persona seguramente lo es. La violencia ya juzgada y sancionada a través de la declaración de
responsabilidad penal, se actualiza a la luz de lo que la persona hizo después y la violencia
anterior, si no fue redimida, se castiga: castigando lo posterior, también se castiga lo
anterior. La alternativa de prescripción es el cambio personal y que, por ende, “ya no sea el
mismo sujeto culpable, sea alguien distinto y mejor”, cosa que difícilmente sucede.
La criminalización secundaria hace mella en los jóvenes tocados por el sistema penal y es
difícil salir indemne de este pasaje. En los casos en que la transformación se realiza, es
posible rastrear patrones de posibilidad, entre los cuales la red familiar y afectiva cotiza alto.
En otros casos, una acertada intervención terapéutica y la predisposición a realizar un
tratamiento inciden favorablemente. Por cierto, existen antídotos en la medida que el rótulo de
desviado no se haya consolidado; pero una vez consolidado “la esencialidad del ser se da a
través del hacer”, como sugiere Matza (1969) al describir al ladrón esencial de Jean Genet,
muy poco queda por hacer: cualquiera que ha sido aprehendido cometiendo un robo, es un
ladrón y, como dice Genet, “ese descubrimiento va a condicionar mi vida entera”.
Valores sobreestimados
El trabajo y la educación son aspectos siempre observados en la evaluación de los resultados
del tratamiento tutelar. Aparecen como inescindibles y resulta difícil considerarlos por
separado, incluso analíticamente. Formal o informal, más o menos precario, el trabajo
representa el reaseguro de que es posible que la persona se mantenga alejada de la actividad
delictiva, teniendo medios lícitos para “ganarse” la vida. Es justamente en este punto de
intersección entre la legalidad y la sobrevivencia en que debe leerse la importancia dada al
trabajo: el trabajo sigue conservando en su faz simbólica ese papel de gran ordenador del
tiempo, del espacio, y de la disciplina. Se podría decir que el trabajo, no como actividad
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regulada por el mercado, pero sí como actividad reguladora del tiempo, conserva absoluta
vigencia.
¿Quién dijo que dictar sentencia era un acto de voluntad, o solamente un acto de voluntad?
A la luz de todas las voces que intervienen en el debate judicial, dictar sentencia es casi un
acto político, en el que se delibera, se sopesan alternativas, se negocian y se consensúan
decisiones, valorando los hechos a la luz de su contexto. Por eso, el juez que navega
exitosamente en las aguas de la justicia es un juez estilo Hermes que, como dice Ost (1993),
“está a la vez en la tierra, en el cielo y en los infiernos (...) Hermes es el mediador universal,
el gran comunicador. No conoce otra ley que la circulación de los discursos con la que
arbitra juegos siempre recomenzados (...)”. En síntesis, el ejercicio judicial y la acción del
juez al dictar sentencia, poco se parece a la tarea de aquel típico juez jupiteriano, restringido a
la ley y al Código derivado por los legisladores que, aplicando la norma a un caso, superaba
todo conflicto de interpretación ya que la ley, dotada de ese poder superador de las
diferencias, permitía la aplicación de soluciones universales. Tampoco la labor judicial se
podría asimilar estrictamente a la de un juez Hércules; aunque, por cierto, apostar a la
singularidad de los casos apuntando al dictado de una sentencia justa y “equitativa” y, por
ende, a la verdadera función de “invención” que implica, evoca esa imagen.
En definitiva, los jueces tratan de hacer más previsible y calculable lo que no es ni puede ser:
la justicia, a través del ejercicio más previsible del derecho y de la aplicación de la norma.
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Apelan a la racionalidad del sistema jurídico, pero como se pregunta Marí (2000) “¿Y que
otra cosa es la racionalidad del sistema socio-económico, del que el jurídico es una instancia
decisiva? La libertad creativa del juez está sometida al hecho de que sus fallos y decisiones
no quiebren la racionalidad estructural de una sociedad asentada en un determinado tipo de
economías y propiedad; en nuestro caso, la racionalidad de la sociedad capitalista”.
Es muy difícil imaginar jueces atravesados por esta cultura que logren prescindir de la lógica
de intercambio de los premios y de los castigos y las prebendas de la moral y que, además,
prescindan de la justificación de sus acciones en aras de una finalidad trascendente o útil. El
poder de perdonar y el poder de castigar, son igualmente soberanos…
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