Cuento - Nagual

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“la verdad de cada quien”

EL NAHUAL.

En mi trabajo escucho una historia, como todos los días, como a todas horas.
Estoy aquí porque se necesita, porque alguien mató a otro alguien. Todos son
inocentes, o eso claman. “Pero no maté a nadie” dice con seguridad, como
todos y cada uno de los que se encuentran encerrados ahí, como todos los que
aúllan una inocencia no comprobada “lo que maté fue un nahual”.

-¿Cómo supo que era un nahual? –pregunté escéptica.

-Todos en el pueblo lo sabían.

-¿Por qué no lo mataron antes?

-Por lo que ocurrió en esa ocasión.

Seguía sin saber qué demonios era lo que yo estaba haciendo en ese
lugar, en aquel momento, escuchando esas palabras. De su propia boca
narraba un homicidio, el de una bebé que había nacido cerca de dónde él vivía.
Una pequeña bebé, sin culpas, sin siquiera un mes de vida, una persona que ni
siquiera conocía el concepto de humanidad o se sabía consciente de su ser.
Solo la podía imaginar llorando, aniquilada, temblorosa, con miedo y muy
pequeña.

Pero no fue más que una especie de asfixia. La bebé no respiraba en su


cuna, había olvidado cómo inhalar y exhalar hasta que llegó un momento en el
que no despertó, en el que el aire ya solo circulaba por su pequeña nariz, pero
ya no otorgaba el hermoso regalo de la vida. La existencia de la niña se había
acabado en aquel momento. Muerte de cuna, así le llamaban al olvido de la
respiración.

-La niña había nacido, apenas tenía un mes de vida cuando de la nada
murió. Esas cosas no pasan, no son naturales, licenciada, solo pasan por
cosas muy macabras, como lo que era aquel señor.

-¿Cosas macabras? –pregunté todavía más excéptica.

-Sí, licenciada. Cosas macabras –continuó su monólogo –allá en su casa


corren muchas historias, todas ciertas aunque usté no lo crea. Como por
ejemplo cuando desaparecen personas en el jagüey de allá porque las sirenas
cantan como no tiene una idea. Muchos hombres desaparecidos. Últimamente
más niños perdidos y bebés que mueren de la nada, por culpa de esas
criaturas que no saben hacer otra cosa más que arruinar nuestras vidas.

-¿Y esto qué tiene que ver con la bebé?


-La bebé estaba protegida. La cuidaban sus padres a todas horas como
animales, en especial durante las noches, que era cuando ponían las
protecciones entre ellas un Ojo de venado.

-¿Ojo de… venado? –no hice más que interrumpir a cada disparate que
me decía.

-Una protección contra las brujas. Como todos saben, las brujas buscan
a los bebés y niños para sacrificarlos y alimentarse de ellos, son su principal
alimento. Pero hay maneras de protegerse de ellas, de alejarlas de nosotros y
de los demás. Muchos recurren a los cuarzos, otros tantos a los demás tipos de
magia, blanca, verde, roja o negra, y otros más buscan en las semillas y las
plantas una protección, algo que sea útil, y que las aleje. Por eso no pudo
haber sido una bruja, porque la semilla que llevaba la niña, la protegía de ellas.

“Esto tiene que ser una locura” pensé de inmediato. El señor seguía y
seguía hablando, pero entre más hablaba, más me retumbaban los oídos, e
incluso el estómago se me revolvía por las impresiones que me dejaban las
enseñanzas locales en aquellos momentos. Los ojos no dejaban de abrírseme
de par en par, las cejas solo las arqueaba con cada palabra que salía de esos
labios descuidados por el tiempo que le había robado la prisión a su piel.

-Los nahuales son malos. Son criaturas que vienen de debajo de la


tierra, animales que toman la forma de lo que venga o de lo que vean y no les
importa el mal que le hagan a tu vida, porque de eso viene su alimento.
También comen niños y bebés, por eso todos hicimos lo que hicimos, para
proteger a los que vengan a este mundo, para limpiarlo de alimañas. Alimañas
como lo era ese sujeto.

-¿Me puede contar un poco más sobre el muertito? –pedí información,


aunque no pudiera creer lo que escuchaba. Aunque me impresiona no
haberme reído desde el momento en el que dijo “nahual”.

-Se trataba de don Fede. Un pobre diablo que siempre se resguardaba


en su casa y no salía más que al mercado a hacer el mandado. Vivía solo, y
siempre llevaba un colgante de colmillo en el cuello. Nadie lo visitaba, nadie lo
quería, siempre daba mala espina. Llegó al pueblo una fría tarde de octubre y
de ese cuchitril que tomó por casa no volvió a salir hasta que al pueblo le dio
curiosidad y le hicimos una bienvenida como las de siempre, pero no quería
salir con nosotros, ni chismear ni convivir. El tiempo pasó y nada había de raro
en el tipo, hasta que la Lupita lo vio salir un par de veces en la noche, pero no
regresaba. Semanas más tarde, la hija de doña Cata desapareció, y con ella
más y más niños, junto con otros recién nacidos que estaban muriendo al
nacer. Ese problema se solucionó cuando empezamos a poner las
protecciones para los niños. Dejaron de desaparecer y de morir con las cruces
de tiza que alejaban a las brujas.
Entre más pasaban las palabras por los labios del sentenciado, más y
más se me cerraban los oídos. Esos sonidos no tenían algún sentido, y estaba
más que segura que, si alguna vez hablaba de esto con algún otro abogado,
alguno de los dos iba a partirse de la risa.

-¿Brujas? –me animé a preguntar, únicamente porque la curiosidad es


más grande que mi propio sentido común.

-Brujas, las que se convierten en guajolotes y secuestran a los niños y


los matan como murió la bebé.

-¿Entonces a la bebé la mató una bruja?

-¡No! ¡El nahual!

Lo dejé proseguir.

-Las guajolotas esas no se podían acercar para nada a la bebé porque


estaba protegida, la tiza, el Ojo de venado, los cuarzos, era imposible que una
bruja se le acercara, Lic., ¡era imposible!

-¿Quiénes más fueron los que quedaron encerrados con usted?

-Muchos, Lic., muchos. Iban conmigo como otros diez amigos de la


colonia, y todos sabíamos lo que pasaba con el don Fede en esos días. Se
escabullía de todos, no quería que le viéramos a la cara. En sus ojos se veía
que era el culpable y todos lo sabían y todos nos juntamos un día en el que nos
hartamos un chingo de lo que pasaba. Hablamos y hablamos y dijimos que
total, tenía que morirse. Entre los que nos encargamos del asuntito estuvimos
el Carlitos, la Lupiz y varios más de la colonia. Ellos no están conmigo aquí,
pero sí están en otro tambo. Todos agarramos los machetes y las antorchas y
ya encabronados, nos fuimos a su cantón.

Solo me pude imaginar las escenas posteriores. Violencia pura, vivida


como nadie en esa noche. Don Fede, como bien le decían, solo podía
esconderse, dejarse carcomer por la desesperación, empezar a buscar una
salida. Gritar, correr, acelerar el paso, temblar, sudar, erizarse.

Personas entrando, un tumulto incontable que rompía todo lo que se


encontraba a su paso solo para llegar a un objetivo que tenía culpa alguna de
un olvido que no le correspondía, como el que la niña dejara de respirar en una
muerte de cuna que nadie buscaba. Narraba los hechos con natural crudeza, y
encima de todo, insistía en no haber hecho un mal.

-Le hicimos un favor al pueblo al matar a ese nahual –sentenció seguro,


con un respiro pequeño, pero solo interrumpido por mí y una estrepitosa risa.

Jazmín Martínez Castro.

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