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“Un derecho, un revés”

— “La vi’a es un tejido de acciones en l´ historia” — decía la abuela, suspirando,


mientras amasaba el pan de la mañana. Lo rayos de luz se colaban por las ranuras de lo
lampazos en aquella rústica cocina de humo, mientras el sol, aún somnoliento, se
desperezaba tras la montaña que también despertaba con el trinar de aves y el cacareo
de los gallos. Los chirridos del fuego en medio de la habitación eran un solo compás con
la tetera a punto de reventar, cuando el humo danzaba al derredor, cruzándose con los
haces dorados del nuevo día.

Los brazos arremangados de la viejecita, eran como dos troncos secos y centenarios, que
se movían al compás de la experiencia. Su cabeza estaba envuelta por un paño de seda
que cubría su moño de plata, amarillento por el humo eterno de los leños.

La pequeña radio a pilas que colgaba de un poste, a ratos, dejaba oír los acordes de
alguna canción mexicana, venida de la radioemisora local de allá abajo. La abuela, tenía
los pasos cortos por el reuma, pero un entusiasmo largo e incólume. Atizar el fuego y
alistar el tacho era un solo acto. Colocar unos panes sobre la parrilla, que más tarde
acompañaría de lonja de queso añejo y charqui, hechos por su propia mano mientras
colocaba boldo, menta cuyana y quintral.

De pronto, ese tablero al que llamaban puerta se abrió. Junto a dos perros arreadores y
bajo una enorme manta, se dibuja la imagen imponente de su hijo, quien traía un balde de
leche recién sacada. Vertió el líquido lácteo en una olla, cubierta por una bolsa harinera a
modo de colador. La colgó sobre el fuego a un lado de las churrascas,
parsimoniosamente, se sacó su sombrero de cuero, la manta de lana de oveja y la dobló a
lo largo de una banca de madera, luego se sacó las botas de cabro y las colgó en un
rincón de la habitación, enjuagó cuidadosamente el balde y lo dejó con abundante agua
colgado al lado de sus botas. Echó un poco de agua en una palangana y lavó
cuidadosamente sus manos con jabón de olor y su barbuda cara que luego secó con una
toalla de bolsa.

Su madre lo miraba de reojo, al tiempo que sacaba del tacho, el agua para cebar el mate.
— La clavel parió una ternera — le dijo a su madre. — lo güeno es que nació en
menguante — agregó.
— En el gallinero, la flor de haba, sacó 21 pollito pintos — respondió su madre.
La vieja tomó en las tenazas un terrón de azúcar, la arrimó a las brasas y hundió el terrón
humeante entre la hierba del mate. Cuando la leche estuvo hervida, tomo un cucharon y
la vacío en el mate, luego agregó una tapa de agua ardiente.
— Esto es pa endulzar la ví’a — le dijo a su hijo, mientras estiraba su brazo para
acercarle el mate.

El hombre, tomó el brebaje, mientras desmenuzaba el charqui machacado en piedra y lo


acomodaba en la churrasca vaporosa junto al queso derretido. Había continuado la
tradición ancestral de ser baquiano y criancero. Allí, en las tierras más altas de la
provincia, donde el cajón extiende sus dominios hasta la laguna que le dio y el nombre y
desde donde emerge el rio que lo cruza y baña, dibujando el faldeo del nevado
Longaviano con parajes idílicos e inmensurables.

Estaba acabando el invierno y la nieve emprendía la retirada. Solo ellos quedaban como
únicos testigos de aquel paraíso. Solo ellos y su rebaño de vacas, caballos y ovejas.
Luego de haber desayunado, el montañés hijo de la anciana tomó su manta, sus botas y
sombrero, puso un poco de charqui, queso y harina en unas alforjas, ensilló su caballo y
se fue por la ladera a dar forraje al ganado. No tuvo para qué llamar los perros, solos lo
escoltaron en su cabalgadura. Desde lejos miró hacia la rancha y ahí estaba su madre
tejiendo su lana de oveja. — Un revés, un derecho, un derecho, un revés—. Decía
mientras iba enmarañando y torciendo esos hilos de lana.

La noche cubrió la montaña y los perros llegaron embarrados a la casa. La vieja los miró,
encendió una vela en el descanso de su esposo, atizó el fuego en la cocina y pasó toda la
noche tejiendo frente a las llamas. — Un revés, un derecho, un derecho, un revés—

Al rayar la mañana, tomó el balde que había dejado su hijo, un jarro con agua y se fue a
sacar la leche. Cuando estuvo ya de vuelta, el caballo que había montado su hijo estaba
frente a la rancha, embarrado, sangrante y lastimado. La vieja lo examinó y entró,
buscando por todas partes, pero su hijo no estaba, sus perros gimieron y bajaron la
cabeza, ella había vivido eso antes con su esposo, o por lo menos eso le pareció a ella.
Hacía tanto tiempo que ya no lo recordaba. Se sentó en la banca de siempre tomó el
tejido y dijo a sus perros.

— En el gallinero, la flor de haba, va a criar sus 21 pollito pintos y tam’íen la clavel, su


ternero — luego suspiró profundamente y entre susurros exclamó:
— Un revés, un derecho, un derecho, un revés—

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