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Aprender a confiar

Rosemary Carter

Aprender a confiar (2000)


Título Original: A Wife Worth Keeping (2000)
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Jazmín 1538
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Max Anderson y Samantha Anderson

Argumento:

Samantha se quedó destrozada al descubrir que Max Anderson le había


sido infiel tras cuatro felices años de matrimonio. Estaba demasiado dolida
como para creer en la inocencia de su marido y lo abandonó, llevándose a
su hija Annie con ella. Un año más tarde, el padre de Max murió dejando
una herencia para Annie, pero con una condición: su madre y ella tenían
que volver a vivir con Max durante seis meses y dar al matrimonio una
segunda oportunidad. Samantha seguía sin confiar en su esposo, ¡pero él
estaba decidido a recuperarla!
Rosemary Carter – Aprender a confiar

Capítulo 1
MAX!
Samantha se asombró al ver al hombre moreno y alto que estaba junto a la
ventana. Al último que esperaba encontrarse cuando entró en su apartamento era a
su marido, que pronto se convertiría en su ex marido.
—¿Qué diablos está haciendo aquí? —masculló Brian, que entraba detrás de
ella.
Al momento, una personita pasó como una bala entre los dos mayores y abrazó
al hombre moreno.
—¡Papá! —gritó Annie, la niña de cuatro años.
Max la abrazó y le dio un beso en la frente.
—¿Cómo está mi pequeña?
—¡Muy bien! Mamá no me dijo que ibas venir.
Samantha dejó la cesta del picnic e intentó controlar el nerviosismo que se
apoderaba de ella cada vez que veía a Max. Era algo totalmente injustificado, sobre
todo porque fue ella quien lo dejó cuando descubrió que le era infiel.
—No sabía que iba a venir, cariño —le dijo a la niña.
—¿Habéis ido de excursión? —preguntó Max.
—Ya lo ves —contestó Samantha.
—Hemos ido al parque, papá.
El hombre le dio otro abrazo.
—¿Te lo has pasado bien, princesa?
—¡Sí! He dado de comer a los patos.
Samantha observó a Max. La última vez que se habían visto había sido en el
funeral del padre de Max, hacía un mes. Él no había vuelto por allí desde entonces, a
pesar de que acostumbraba a visitar a Annie con frecuencia. Debía de haber estado
muy ocupado solucionando los asuntos de su padre.
«Parece cansado», pensó Samantha, «y un poco decaído». Ella sabía que Max y
su padre estaban muy unidos y que su ex marido estaba muy afectado por su
muerte. Samantha también estaba afectada. Sus propios padres habían fallecido años
atrás en un accidente de coche y, cuando se casó con Max, William Anderson adoptó
el papel de padre. Incluso a pesar de que su relación con Max se había convertido en
algo insoportable, el cariño que sentía hacia el padre de este no había cambiado.
A pesar de su aspecto cansado, Max seguía siendo una persona activa.
Samantha no se enamoró de él cinco años atrás solo porque era guapo, sino también
por su inteligencia y sentido del humor. Y por su atractivo sexual, que después de
todo lo que había pasado entre ellos todavía la afectaba. Ella intentaba evitarlo, pero
no podía hacer nada.

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Brían, que era tres años más joven que Max, rubio y de ojos azules, no podía
compararse con él. Ningún hombre podía. Y eso no alegraba a Samantha.
—¿Me he equivocado de día? —preguntó ella asombrada. Desde que se habían
separado, Max visitaba regularmente a Annie. Por muy enfadada que estuviera con
él, sabía que para la niña era muy importante la presencia de su padre—. ¿Me he
olvidado de que hoy venías a visitar a Annie?
Max negó con la cabeza.
—¿Entonces por qué has venido?
—Tenemos que hablar.
—¿Hablar? —Samantha se puso furiosa—. Podías haberme avisado de que
venías.
—Hasta esta mañana no supe que vendría. Y cuando llamé, no obtuve
respuesta —miró a Brian con frialdad—. Ya os habríais marchado.
—Entonces podías haber venido otro día. ¿Debo suponer que no se te ocurrió?
—Supones bien.
—¿Por qué no volviste a llamar, Max? —preguntó Samantha. Notó que Brian
suspiraba con resentimiento.
—Pensé que no era necesario.
Max no tenía ningún aspecto de estar disculpándose, ella conocía muy bien su
manera de mantener la cabeza alta. Intentaba hacerle creer que era ella la que se
equivocaba, y tenía que enfrentarse a él.
Se acercó a Annie y le dijo:
—Mi vida, ¿por qué no te vas a lavar las manos? —y cuando la pequeña salió
corriendo de la habitación le dijo a Max—. ¿Te parece bien? Invades mi casa y ni
siquiera pides disculpas.
—Tengo una llave —le recordó él.
—Porque antes no me importaba que la tuvieras.
Max sonrió y Samantha se estremeció. Cuando conoció a Max, ella vivía en el
apartamento que le habían dejado sus padres. Por razones sentimentales, cuando se
casaron quiso conservarlo, y se alegraba de ello ya que casi todo su sueldo se lo
gastaba en mantener a Annie. No quería aceptar la ayuda económica que Max le
había ofrecido.
Habían pasado muchas noches de éxtasis en aquel apartamento, momentos en
los que ambos se abandonaban y se dejaban arrastrar por la llama del amor.
Samantha, que era virgen cuando conoció a Max, nunca se imaginó que pudiera ser
una mujer tan apasionada. Al recordar aquellos momentos, se sonrojó.Y por la
sonrisa de Max, supo que él también los recordaba.
—Debí haberte pedido la llave hace meses —le dijo ella.
—¿No crees que estás exagerando?

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—¡Maldito seas! —exclamó Brian—, ¿cómo te atreves a hablarle así a Samantha?


Este es su apartamento y no tienes derecho a entrar aquí sin su permiso.
—¿Quién es este hombre? —preguntó Max.
—Brian Landers. Un amigo.
Max tendió la mano para saludar a Brian.
—Soy Max Anderson, ya que mi mujer no nos ha presentado.
Brian no aceptó su mano y dio un paso atrás.
—No es tu mujer —dijo Brian.
—De hecho lo es. ¿O no te lo ha contado?
—Legalmente, pero no durante mucho más tiempo.
—Parece que sabes mucho acerca de nosotros —dijo Max.

Samantha observó a los dos hombres, podía sentir la hostilidad que había
surgido entre ellos. Max estaba molestando a Brian a propósito, y este se lo estaba
permitiendo.
—Pronto os divorciaréis. Y cuando todo termine, Samantha y yo nos casaremos.
Samantha miró a Brian sorprendida y él la observó con desafío. Sabía muy bien
que ella solo estaba interesada en su amistad. Era cierto que él le había hablado
muchas veces de matrimonio y que ella ya le había dicho que no entraba dentro de
sus planes. ¿Por qué complicaba las cosas? Brian también intentaba molestar a Max.
Tampoco era mala idea que Max pensara que ella tenía planes de futuro.
—Enhorabuena. La cosa es que, en estos momentos, Samantha es mi esposa y
tenemos cosas de que hablar —hizo una pausa—, en privado.
—¡Vaya descaro! —exclamó Brian—. Y si crees que...
—Creo que ahora debes de irte —intervino Samantha en tono amable.
—¡No pienso dejarte con este bestia!
—Max no me hará daño, y tiene razón: será mejor que hablemos a solas.
Samantha nunca había visto a Brian así. Durante un momento pensó que no
querría marcharse. Max esperó tranquilamente. Parecía seguro de sí mismo, algo que
Brian nunca conseguiría.
—De acuerdo, me voy. Luego te llamo —dijo Brian.
Sin dejar de mirar a Max, se agachó y besó a Samantha en la boca, de una
manera en que nunca antes lo había hecho. Salió del apartamento dando un portazo.
Después de que Brian se marchara, Max le dio una muñeca a Annie. La niña
estaba emocionada. Daba igual cuantas muñecas tuviera, siempre las recibía con la
misma ilusión. Su padre le sugirió que la llevara a su habitación para presentársela a
las otras muñecas y la pequeña obedeció.

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—¿Me has dejado por un hombre como ese? —dijo Max cuando Annie ya no
podía oírlos. Su voz estaba llena de sarcasmo.
—Sabes por qué te dejé. ¿A qué has venido, Max? —preguntó Samantha con
enfado.
—¿Es cierto que te vas a casar con él?
Ella nunca se casaría con Brian. Después de verlo con Max, estaba segura de
ello. No podía casarse con un hombre al que no amaba, pero Max no tenía que
enterarse de eso.
—Mi futuro no es de tu incumbencia, Max.
—Te equivocas, Samantha —su expresión era dura, el tono de su voz peligroso
—. Lo que concierna a Annie me concierne a mí. Brian, o cualquier hombre con quien
puedas emparejarte, me concierne, y será mejor que no lo olvides.
Samantha miró a Max. Era tan guapo y tan arrogante...
—Todavía no me has dicho por qué estás aquí.
Max se retiró el pelo de la frente. De repente, parecía vulnerable, y Samantha se
dejó llevar por esa sensación. Quería abrazarlo y besarlo para que su tristeza se
desvaneciera.
De manera involuntaria, se acercó a él. Recordó lo que Max le había hecho, no
debía olvidarlo, y se alejó.
—Dijiste que querías hablar, Max.
—Sí.
—Entonces, suéltalo y así podrás marcharte.
En esos momentos, Annie entró en la habitación.
—¿Jugamos, papá?
Max miró a Samantha.
—Claro que sí, princesa —le dijo a Annie—. ¿A qué quieres jugar?
Ella le enseñó su muñeca.
—El bebé tiene que irse a dormir.
—Te haré la cena mientras papá juega contigo. Y después será la hora de
acostarse, cariño —dijo Samantha—. Hablaremos después —le dijo a Max en voz
baja.
Se dirigió a la cocina y preparó un huevo revuelto para Annie. Cuando regresó
al salón vio que Max estaba sentado junto a su hija en la alfombra. Cuando estaba
con la niña, Max era amable y divertido. Por eso Annie siempre esperaba sus visitas
con ilusión. Max era un buen padre. Si además hubiese sido un buen marido...
Después de que Annie cenara y la metieran en la cama, Max le contó por qué
había ido allí sin avisar.
—Annie y tú tenéis que volver a casa.

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Samantha miró a Max con incredulidad.


—No puedo creer que pierdas el tiempo viniendo aquí para decirme eso.
Vamos a divorciarnos dentro de poco.
—El divorcio solo lo quieres tú, Samantha. Sabes que yo nunca lo pedí. Siempre
quise que nuestra familia estuviese unida.
Samantha no contestó. Era sincera y sabía que ella tampoco quería el divorcio.
Aunque intentara creer lo contrario, aún amaba a Max. Quizá nunca consiguiera
liberarse de él. Pero eso no cambiaba el hecho de que lo que Max hizo fuera
imperdonable, y que Samantha se sentiría despreciable si aceptaba volver con él.
—Maldito seas, Max, tuviste una buena manera de demostrar tu apego por la
familia —dijo ella al fin.
—Samantha...
—No hay día que no piense en Edna y en ti, juntos en la cama. Me pongo
enferma solo de pensarlo.
—Nunca me dejaste hablar de ello.
—¡Y no voy a hablar de ello ahora! Así que si has venido por eso, estás
perdiendo el tiempo. Brian tenía razón, no sé cómo te atreves a presentarte aquí sin
permiso. Por si te interesa, pensaba pasar la tarde con Brian. En cuanto te vayas, lo
llamaré para ver si quiere venir otra vez.
Miró hacia la puerta, pero Max no captó la indirecta.
—¿No quieres hablar de Edna? Perfecto —dijo él—, pero escucharás lo que he
venido a decirte.
—Sea lo que sea, no creo que me interese.
—No puedes saberlo si no me escuchas. Insisto en que me dediques unos
minutos.
Samantha sabía que Max no se marcharía hasta que ella lo escuchase.
—Me temo que no tengo elección —dijo resignada.
—Estoy deshidratado, ¿y si hacemos un café?
Max seguía teniendo esa audacia que a ella le parecía tan atractiva.
—¿Estás tentando la suerte? El café de la cafetera sigue caliente, y ya sabes
dónde están las tazas. No me pidas que te haga la cena, porque a eso me niego.
Samantha recordó las noches maravillosas en las que Max insistía en hacer café
después de la cena.
—Disfruto mimándote —le decía tendiéndole una taza de café irlandés o un
cappuccino.
Se sentaba junto a Samantha y tomaban el café hablando de cómo les había ido
el día. Samantha pensaba en que pronto harían el amor y un escalofrío se apoderaba
de ella. No importaba cuántas veces hicieran el amor, el placer que sentían nunca
disminuía. O eso creía ella.

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—Pareces un poco contrariada —dijo Max cuando volvió de la cocina llevando


dos tazas de café.
—Estoy esperando a que me digas lo que tienes que decir —soltó ella.
Max le tendió una taza y se sentó frente a ella. Samantha lo miró mientras él
tomaba un sorbo de café. Temía escuchar lo que le iba a decir, y él se estaba tomando
su tiempo.
Al fin, dejo la taza y dijo:
—El testamento de papá...
—¿Qué ocurre?
—Le ha dejado algo de dinero a Annie. Una cantidad importante.
Samantha se quedó boquiabierta al escucharlo.
—Nunca me lo hubiera imaginado... Qué generoso por su parte.
—Papá estaba loco por Annie —dijo Max—. Era su única nieta, hubiera hecho
cualquier cosa por ella.
—Él la quería, lo sé —Samantha sintió un nudo en la garganta al recordar la
relación tan especial que tenía Annie con su abuelo.
Samantha sabía que Max se había dado cuenta de que se había emocionado.
—La cosa es que la herencia viene con una condición.
—¿Una condición?
—Para que Annie disfrute de la herencia, tenéis que volver las dos a casa.
Samantha se quedó rígida del shock.
—¡No puedo creerlo! ¿No sabía William por qué me marché? ¡No puedo creer
que me haya hecho esto!
—No es una cadena perpetua —dijo Max en tono irónico—. No significa que te
tengas que quedar para siempre. Solo seis meses.
—¡Seis meses! Seis semanas sería demasiado. Seis días. Ni un día.
—No seas exagerada, Samantha.
—Tengo mi vida —dijo ella—, mi casa, un trabajo. Mis amigos. Mis actividades.
—Nada que ver con la casa que tenías antes. Y si me tengo que guiar por Brian,
tus amigos tampoco son tan maravillosos.
Samantha levantó la cabeza.
—No me juzgues, Max. Puede que no viva como antes, pero por lo menos tengo
mi propio apartamento y trato con gente en la que puedo confiar.
—No me has dado una respuesta.
—Creía que sí —dijo ella—. Está claro que no puedo volver.
—¿Dejarás a Annie sin herencia? —le dijo Max mirándola a la cara.

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Samantha se levantó y se fue junto a la ventana. Observó los rascacielos, el


tráfico y pensó en el jardín de la casa que Max tenía en Long Island.
—No es justo que lo plantees de esa manera —dijo al fin.
—Lo digo tal y como es.
—No, Max —ella se retiró de la ventana—. Sabes tan bien como yo que me estás
poniendo en una situación difícil. Además, no lo entiendo. Sé que William estaba
loco por Annie; entonces, ¿por qué ha puesto esa condición imposible?
—Eres inteligente, Samantha. Estoy seguro de que sabes cuál es la respuesta.
—Chantaje emocional —dijo ella—. Yo quería a William y nunca me imaginé
que recurriría a este tipo de tácticas.
—¿Por qué te cuesta tanto comprenderlo? Sabes que papá se disgustó mucho
cuando te marchaste. No le gustó ver como se destruía nuestro matrimonio.
—¿E intenta solucionarlo de esta manera?
Max esperó un momento y dijo:
—¿Y si fuera la solución?
A Samantha le resultaba difícil mirarlo a los ojos. Tenía que mirar a otra parte
para luchar contra sus sentimientos.
—No funcionaría Max. No hay forma de que eso funcione.
—¿Estás segura?
—¡Sí! Me traicionaste, Max. Nunca lo olvidaré, y nunca te lo perdonaré. ¿Cómo
se te ocurre pensar que podría vivir contigo otra vez? No puedo mirarte durante un
instante y no pensar en Edna y en ti.
—¿Y por eso vas a privar a Annie de su herencia? Son seis meses, Samantha. Es
todo lo que pide papá. ¿No puedes dejar a un lado tus razones por el bien de nuestra
hija?
Ella movió la mano de forma violenta y golpeó la taza de café.
—¡No intentes hacer que me sienta culpable, Max! Por supuesto que quiero que
Annie tenga su herencia, pero no puedo aceptar las condiciones. No funcionaría. No
puedo volver a vivir contigo, eso es todo. Por favor, Max, vete.
Lo miró. Temía que se negara a marcharse, pero, para alivio de Samantha, Max
se levantó.
Cuando cerró la puerta, ella empezó a temblar. El apartamento, el único lugar
que tenía como refugio, había quedado vacío. Samantha sintió frío y se sirvió más
café.
Estaba a punto de dar un sorbo cuando sonó el teléfono. Era Brian, quería saber
si Max se había marchado ya y si podía ir a visitarla. Ella le dijo que no estaba de
humor. Lo que era cierto, pero no de la manera en que lo entendió Brian.
Al colgar supo que en el mundo solo había una persona con la que quería estar.
Y que posiblemente había perdido su oportunidad.

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Samantha se quedó de pie junto a la cama de Annie mirando a la niña, a quien


amaba más que a su propia vida. Pensó en Max, a quien una vez amó de la misma
manera. Fuera hacía viento y empezaba a llover. Annie dormía abrazada a su
muñeca nueva. Samantha la tapó con una colcha, le acarició el cabello y le dio un
beso en la mejilla. Annie se movió y murmuró:
—Mamá...
—¿Sí, cariño?
—¿Está papá aquí?
—Se ha tenido que marchar, pero volverá pronto a visitarnos.
Annie abrió los ojos.
—Me gustaría que viviera con nosotras. ¿Puede, mamá?
Cada vez que Annie hacía esa pregunta, a Samantha le daba un vuelco el
corazón.
—No, Annie. Papá tiene su casa y nosotras la nuestra. Ya sabes que te quiere
mucho y que pasa todo el tiempo que puede contigo.
La niña quedó satisfecha con la respuesta. Cerró los ojos y se quedó
plácidamente dormida. Sin embargo, Samantha se quedó un poco nerviosa.
Siempre que veía a Max se ponía así. Se preguntaba cómo le iría la relación con
Edna. ¿Eran una pareja oficial? ¿Se casarían cuando Max se divorciase? Anhelaba
saber las respuestas, pero era demasiado orgullosa para hacer las preguntas. Se
enteraría en su debido momento. Sabía que no le gustarían las respuestas.
«Edna...» , Samantha se ponía enferma solo de pensar en aquella noche terrible
de hacía un año. Max estaba en una conferencia fuera de la ciudad, y Samantha
decidió darle una sorpresa. Metió en la maleta ropa interior atrevida, dejó a Annie
con su abuelo y se dirigió al lugar donde se celebraba la conferencia. Llegó por la
noche, y dado que sabía el número de habitación de Max, fue directamente allí. La
puerta no estaba cerrada con llave, y como quería darle una sorpresa, entró sin
llamar.
La sorpresa fue para todos. Había dos personas en la cama, cuando ella solo se
esperaba una. Max, atónito, se incorporó y se tapó con la sabana. La mujer que había
junto a él soltó una carcajada, Samantha aún oía su risa cuando estaba a solas. La
reconoció enseguida, Edna Blair. Edna también era abogada, y Samantha la había
conocido en diferentes eventos sociales organizados por la empresa de Max.
Edna estaba desnuda y no hizo nada por taparse. El pelo, que siempre llevaba
recogido en un moño, estaba suelto.
—¡Samantha! ¿Qué haces aquí?
Ella no pudo contestar. Le temblaban las piernas y se agarró a la puerta para no
caerse. Sintió ganas de vomitar.
Se marchó sin decir nada. Oyó cómo la llamaba Max, pero no se detuvo. Se
metió en el coche y regresó a Nueva York. Era pasada la medianoche cuando llegó a

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Long Island. El teléfono sonó varias veces, pero no contestó. Aquella noche apenas
durmió. Al día siguiente Max llegó temprano. Ella ya tenía hechas las maletas.
—Tenemos que hablar —insistió él—. Puedo explicártelo...
—Estuve en tu habitación. ¡No necesito una explicación!
—No lo entiendes, Samantha. Edna y yo solo estabamos...
—Divirtiéndoos cuando irrumpí en la habitación —interrumpió Samantha.
—Samantha, no te pega ser irónica.
—¡Es increíble! Eres infiel y te atreves a criticar mi forma de hablar. Eres más
canalla de lo que pensaba. ¿Quieres saber por qué fui, Max? Me imaginaba un fin de
semana romántico.
—¡Por favor, Samantha!
¡Que buen actor era! No era de extrañar que fuera tan buen abogado, y que
convenciese al jurado. Sonaba realmente sincero, incluso para una mujer que lo
conocía muy bien. Pero él no la convencería, nunca jamás.
—¡Qué locura! ¿Eh, Max? —cerró la maleta de un golpe—. Bueno, me marcho.
—No es posible —Max parecía afligido.
Samantha lo miró de forma despectiva.
—¿Y te llevas a Annie? —parecía afectado. Era muy buen actor—. Samantha,
por favor, déjame hablar.
Durante un instante, Samantha estuvo tentada de escucharle, pero se resistió.
No permitiría que una explicación, por brillante que fuera, cambiara su decisión.
—Sea lo que sea, no quiero oírlo. Y sí, me llevo a Annie. Por supuesto, podrás
verla. Aunque yo te deteste sé que ella necesita a su padre.
El intentó detenerla.
—¡No puedes irte! No sin escucharme. Edna y yo... No es lo que piensas.
—¿No es eso lo que la gente dice cuando la pillan in fraganti?
—No pasó nada.
—¡Por favor, Max!
—Déjame que te lo explique.
—¡No! —Samantha se tapó los oídos para no escucharlo—. ¿No lo entiendes?
No quiero saber nada de Edna. Ya sé todo lo que necesito. Oír tus explicaciones me
haría sentirme peor.
—¡Esto es muy frustrante! —exclamó Max.
—Mala suerte —Samantha tomó una maleta en cada mano—. Ya tendrás
noticias de mi abogado.
De pie, junto a la cama de su hija, Samantha intentó dejar de pensar en ello y se
concentró en lo bella que estaba Annie dormida.

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Había cierta vulnerabilidad en la niña que dormía. Annie no podía tomar


decisiones sobre su futuro. Ningún niño de cuatro años podría hacerlo. Mirándola,
Samantha se sintió indecisa. Si Max no hubiera ido con la idea de su padre... Ella
sabía que el resto de su vida se preguntaría si se había equivocado al rechazarla.

—¿Estás pensando en volver con Max?


Samantha hablaba con su hermana Dorothy, que vi
vía en California, al menos dos veces a la semana. Era su mejor amiga y
confidente, la única persona a la que podía abrirle su corazón. Dorothy, felizmente
casada con Arthur, un hombre dulce y amable que nunca pensaría en engañar a su
mujer, estaba muy indignada por la traición de Max.
—Es solo una idea —dijo Samantha.
—¿Después de lo que te ha hecho esa rata?
—No es que yo quiera volver con él... No quiero.
Después de un silencio, Dorothy dijo:
—Estás pensando en Annie.
—Tengo que hacerlo.
—Bueno, sí, eres su madre. Pero, Sam, tienes tu propia vida, y empiezan a irte
bien las cosas. Tienes trabajo e incluso hay un nuevo hombre en tu vida, o lo habría si
tú lo dejaras.
—Brian no será nunca más que un amigo —dijo Samantha.
—Lo estás comparando con Max. No lo hagas, Sam... Si lo haces solo
conseguirás sufrir. Por favor, no tires todo lo que has conseguido solo por Max.
Entretanto, Annie estaba jugando con sus marionetas al otro lado del salón.
Tenía un payaso y un conejo que mantenían una conversación. Absorta en el juego, la
pequeña no oía la conversación de su madre con su tía. Tampoco la habría
entendido.
—Eso es. Tengo que pensar en Annie —dijo Samantha—. Piensa en lo que le
estoy negando si no vuelvo con Max. Dorothy, hago todo lo que puedo por ella, pero
las dos sabemos que nunca podré darle todo lo que su abuelo quería que ella tuviese.
—Si la quería tanto, no tendría que haberlo puesto tan difícil.
Dorothy lo dijo tan seria que Samantha sonrió. Podía imaginársela con el
teléfono inalámbrico andando por la cocina. Dorothy siempre caminaba cuando
sentía algo con pasión.
—Según Max, William se quedó destrozado cuando me fui con Annie y esta es
su manera de intentar arreglar las cosas.
—¿Estás diciendo que perdonó el comportamiento de su hijo?
—No tengo ni idea de lo que sabía, yo no se lo dije y tampoco sé qué le contaría
Max. Tienes que recordar que Willliam ya estaba enfermo cuando me marché.

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—No tanto como para no poder manipular y maquinar.


—Quizá no, pero aparentemente quería vernos juntos otra vez y esta era su
forma de conseguirlo.
Hubo otro silencio. Samantha pensó en llevar a su hija al parque cuando
terminara de hablar con su hermana.
—¿Por qué tengo la impresión de que ya has tomado una decisión? —preguntó
Dorothy.
—Porque me conoces lo suficiente para saber que me he pasado media noche
dándole vueltas al asunto. Estoy mirando a Annie y sé que no puedo privarla de su
herencia. Podría hacer tantas cosas con ella, quizá quiera viajar por el mundo o
recibir una educación muy especial. ¿Puedo robarle sus oportunidades? Quizá nunca
me lo perdonaría.
—Entonces vas a volver con Max.
—Creo que es lo que debo hacer —dijo Samantha—. Son solo seis meses,
sobreviviré.
—¿Y que pasará cuando Annie tenga que dejar de nuevo a su padre?
—Intentaré que no sea doloroso; solo tiene cuatro años y a esa edad los niños se
adaptan muy bien. —¿Y qué va a pasar con él?
—Será una relación platónica. A pesar de los motivos de William, Max tendrá
que comprenderlo. Pensando en Edna, no creo que quiera otra cosa.
—Todavía sientes algo por él, ¿no? —le preguntó Dorothy suavemente.
A Samantha se le formó un nudo en la garganta.
—Sí... y tú eres la única persona ante la que puedo admitirlo. Aunque sienta
algo por él, nunca permitiré que Max Anderson vuelva a hacerme daño. Eso significa
que mantendré las distancias. Seis meses, Dorothy, y volveré aquí, a Manhattan. Así
será.

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Capítulo 2
SI MAX se sorprendió cuando recibió la llamada de Samantha a la mañana
siguiente, no lo demostró en su tono de voz.
—Papá te estaría agradecido —fue todo lo que dijo.
—¿Y tú, lo estás? —dijo Samantha sin poder contenerse.
Max se no suavemente.
—Bueno, ¿lo estás?
—Creo que lo estás haciendo por el bien de Annie y, por supuesto, me alegro.
«Tonta», pensó Samantha. ¿Qué iba a contestar? No importaba lo que sintiera
por Max. Él había dejado claro que ya no amaba a Samantha cuando se lio con Edna.
—Una condición —dijo Samantha—. Mientras yo esté en esa casa no lleves a esa
mujer. Si os pillo otra vez en la cama, me marcharé. Y si como resultado Annie pierde
su herencia, serás tú quien se lo explique algún día.
—Samantha, respecto a Edna...
—¿Cuándo comprenderás que me niego a oír nada sobre ella? —dijo Samantha
—. Tendré que pedir permiso en el trabajo durante seis meses. Espero que lo acepten,
porque si no tendré que dejarlo definitivamente.
—No lo sabrás hasta que no hables con ellos —dijo Max—. Otra cosa,
Samantha.
—¿Qué?
—Habrá que paralizar los trámites del divorcio durante seis meses.
—¿Por qué? —Samantha sujetó con más fuerza el auricular.
—Piénsalo. No podemos intentar una reconciliación a la vez que tramitamos el
divorcio.
—¿Ni aunque la reconciliación sea simulada?
—Ni aun así. Si se enteran de que en realidad no lo estamos intentando, Annie
se quedará sin herencia.
—¿Por qué tengo la sensación de que esto es una trampa?
—No tengo ni idea.
—¡Seguro que sí! El divorcio continuará en cuanto pasen seis meses, Max.
—Yo no he dicho que no —respondió él con un tono tan pacífico que Samantha
lo hubiera estrangulado.
Estaba a punto de colgar cuando Max dijo:
—Samantha, ¿intentarás disfrutar de estos seis meses?
Al escuchar la pregunta su cuerpo se tensó. Se había intentado convencer de
que la única razón por la que aceptaba la propuesta era salvar la herencia de Annie.
Pero era consciente de que, por otro lado, deseaba volver a la casa donde una vez

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había sido tan feliz. Tendría que controlarse. Max no debía enterarse de que sus
sentimientos hacia él eran igual de intensos que siempre.
—¿Disfrutar? ¡Estás bromeando, Max! Solo he aceptado por una razón y, por lo
que a mí respecta, te aseguro que el tiempo pasará muy despacio.
Brian no podía creer la decisión de Samantha. Empalideció de enfado. No
entendía que fuera a volver con el hombre que la había traicionado. Hizo todo lo
posible para disuadir a Samantha y se negó a escuchar sus razones.
—¿Eso significa que abandonas el divorcio? Porque si es así, tendrás problemas.
Max Anderson es un cretino. Lo supe desde el momento en que lo vi.
Samantha nunca lo había oído hablar así. Estuvo a punto de defender a Max,
pero se contuvo a tiempo. Max era un cretino. Brian tenía razón y no tenía sentido
que no quisiera oírselo decir. Le explicó que no tenía intención de cambiar de opinión
acerca del divorcio. Decidió no mencionar nada sobre que los trámites se paralizarían
durante un tiempo. Por un lado, no quería enfrentarse a más tensiones, y por otro, no
era asunto de Brian.
—Nos casaremos en cuanto llegue el momento —volvió a decir él.
—No —contestó ella tranquila—. Desde un principio te dije que solo seríamos
amigos. Eso no ha cambiado, Brian. Tu amistad significa mucho para mí, y te portas
muy bien con Annie, pero he tomado la decisión de darme tiempo antes de meterme
en otra relación seria.
—Te esperaré —prometió.
Samantha deseaba que su persistencia no le resultara tan molesta. Es más,
deseaba no considerar a Brian tan poca cosa al lado de Max. Tendría que aprender a
no comparar a todos los hombres con su futuro ex marido, porque si lo hacía, no
tendría futuro.
—No me esperes. No tiene sentido —dijo con firmeza—. Me gustaría que
salieras con otras mujeres.

—Ya estamos en casa —dijo Max al pasar la verja de la entrada.


—Sí —dijo Samantha con voz temblorosa.
Al ver la casa se le saltaron las lágrimas. La luz del atardecer hacía brillar los
muros y el jardín estaba tan bonito como siempre. Las rosas estaban en flor y el
césped verde y tupido.Volvió la cabeza para ver a Annie, que estaba en el asiento de
atrás, y así evitó la mirada de Max.
—¡Estamos en casa! —gritó Annie contenta.
La casa de Long Island estaba lo suficientemente lejos como para que él no
hubiera llevado a la pequeña cuando salían juntos. Siempre habían ido a sitios
cercanos a la casa de Samantha. Incluso el abuelo iba a visitarla a la ciudad. Annie no
había visitado su antigua casa desde que su madre se la había llevado de allí.
—Sí, princesa —respondió Max antes de que Samantha pudiera hablar—. Mira
Annie, tus columpios y tu arena para jugar.

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—¡Mi parque! —exclamó ella—. ¡Qué bien!


Los dos adultos compartieron una sonrisa. Samantha se dio cuenta de que era la
primera vez que compartían un momento.
El jardinero saludó a Samantha mientras Max aparcaba, y Helen, el ama de
llaves los esperaba dentro de la casa para darles la bienvenida. Abrazó a Annie y la
llevó a la cocina para darle una sorpresa.
—Bienvenida a casa —dijo Max con dulzura.
—No utilices esa palabra —dijo Samantha de forma cortante.
—No pareció importarte la primera vez, en el coche.
—Me pilló desprevenida, pero esta no es mi casa. Y en estas circunstancias la
palabra no es la apropiada.
—No hace daño ser amable —dijo pensativo—. Facilita las cosas.
—Mientras no sea falsa amabilidad... No podría vivir con ello.
La casa estaba decorada con lujo, la atravesaron, y al llegar a la escalera que
llevaba a los dormitorios, Samantha se detuvo y miró a Max. Al encontrarse sus
miradas, él arqueó las cejas como si supiera lo que ella estaba pensando.
Samantha comenzó a subir con decisión. Max la siguió llevando una maleta en
cada mano. Había cinco dormitorios y al llegar a la puerta del primero, Samantha
dudó. Ese había sido el dormitorio de su suegro, el refugio de William, donde pasó
los últimos años de su vida.
—No puedo creer que ya no esté aquí —le dijo Samantha a Max—. Era una
parte tan importante de esta casa...
—Tienes razón.
Samantha notó el dolor en el tono de voz de Max y tuvo que contenerse para no
abrazarlo. Se acordó de que él se las había arreglado sin ella todo ese tiempo y que
continuaría haciéndolo. Pensó que Edna sería la persona a la que él acudiría si
necesitase apoyo emocional.
La siguiente habitación era la de Annie. La puerta estaba abierta y Samantha vio
que habían cambiado la decoración. Las paredes eran de color rosa y había un
edredón nuevo sobre la cama. Junto a la almohada había una muñeca nueva que de
algún modo se parecía a Annie.
Samantha sintió un escalofrío mientras miraba a su alrededor.
—Muchos cambios —dijo mirando a Max.
—Quiero que Annie sea feliz aquí —él sonreía, pero Samantha se sintió
atrapada.
Lo miró a los ojos y dijo.
—La casa de Annie es la mía, Max.
—Por supuesto.

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Tanto en el coche como cuando estaban en la puerta de la habitación de Willíam


habían tenido momentos de compenetración. Samantha se sentía incómoda e intentó
disimularlo.
—Espero que lo comprendas. Puedes ver a Annie siempre que quieras, no
intentaré alejarla de ti, pero cuando me vaya, se vendrá conmigo. Así que, que no se
te ocurra ninguna idea estupenda, Max. Estaremos aquí seis meses, y en cuanto
pasen, nos iremos.
El la miró a los ojos.
—Hablas como si estuvieras en una prisión.
Ella sostuvo su mirada.
—Una jaula de oro con todos los lujos que a un prisionero le gustaría tener. Has
pensado en todo, ¿verdad, Max? Te lo advierto, no hagas que sea demasiado
tentador. No hagas que Annie eche de menos este sitio cuando tengamos que
marcharnos.
—¿Estás segura de que querrás marcharte?
A Samantha le costó contestar.
—¡Sí! No quiero ni pensar en quedarme aquí. Y si no fuera por la herencia de tu
padre, tú tampoco querrías que estuviera aquí. Sé sincero, Max, admite que quieres
que el tiempo pase rápido.
—No cometas el error de creer que puedes leer mis pensamientos, Samantha.
No puedes.
Ella lo miró, tenía la sensación de que había más cosas que él no decía. Como no
continuó, Samantha dijo:
—Solía pensar que te comprendía. Es evidente que me equivocaba.
—Completamente —dijo Max.
Siguieron andando. Samantha se sorprendió cuando pasaron de largo frente a
la habitación de invitados. Su corazón comenzó a latir con fuerza cuando Max entró
en la habitación principal. Dudó un instante y lo siguió. Él estaba dejando las maletas
en el suelo cuando ella le dijo:
—Yo no voy a dormir aquí, ¿no?
—Sino,¿dónde?
—En la habitación de invitados, por supuesto.
—Esta siempre fue tu habitación —le recordó él—. Nuestra habitación.
Samantha se sonrojó y dijo.
—Cuando estábamos casados.
—Todavía lo estamos.
Ella se preguntaba cómo podía estar tan tranquilo.
—Solo legalmente, porque aún no ha finalizado el trámite de divorcio.

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—Papá quería que volviéramos a intentarlo. Ya lo sabías cuando aceptaste


regresar.
Samantha miró a su alrededor. Sabía que no debía sorprenderse de las
sensaciones que hacían que se sintiera débil. «Hasta que la muerte os separe». Cinco
años atrás esas palabras significaron mucho para ella. Al mirar a Max, con los ojos
cubiertos de lágrimas de felicidad, estaba segura de que estarían juntos el resto de
sus vidas. Y nunca se le ocurrió pensar que él no sentía lo mismo. ¡Cómo se había
equivocado!
Hubo una vez en que aquella maravillosa habitación, con moqueta de color
crema y vistas espectaculares a la bahía, tenía el toque especial y femenino de
Samantha. Eso también había cambiado. No sabía qué era, pero algo masculino había
invadido la habitacitón. Quizá fuera la ausencia de las flores que siempre estaban
sobre la mesa junto a la ventana, o las fotos personales que había en el tocador, pero
de algún modo, la habitación no estaba tal y como ella la recordaba.
—Annie es la única razón por la que he venido. Mi única razón, Max. Eso tiene
que quedarte claro.
—Pensé que estabas encariñada con papá.
—Quería a tu padre, eso no lo dudes. Pero odio que haya decidido
entrometerse en nuestras vidas. ¿Tú no opinas lo mismo?
—Tenía buenas intenciones —dijo Max sin contestar la pregunta.
—Lo sé, y entiendo lo que intentaba conseguir, pero en cuanto a nuestro
matrimonio, ha muerto, Max. Y no se puede resucitar. Los dos lo sabemos. Me
gustaría que William lo hubiera aceptado.
—Sinceramente, ¿volver a casa no significa nada para ti?
—Te he pedido que no lo llames «casa» —dijo Samantha—. ¿No entiendes que
ya no es nuestra casa? ¿Ni mía ni de Annie? Es solo una casa, muy bonita, pero eso es
todo.
Max se encogió de hombros.
—Si tú lo dices.
Ella suspiró...
—Y en caso... en caso de que se te haya ocurrido compartir esta habitación
conmigo, Max, ni lo pienses.
—¿Y dónde propones que duerma? —dijo en tono irónico.
—En la habitación de invitados. A no ser que prefieras que yo duerma allí. Es
dónde creía que iba a dormir.
Max sonrió.
—Oh, no, cariño. Tú dormirás aquí. De momento, yo me iré a la habitación de
invitados, si es lo que quieres.
—¿De momento? —preguntó ella.
—Hasta que me invites a volver aquí.

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—¡El infierno se congelará antes de que eso ocurra! —exclamó ella, pero con
menos firmeza de la que le hubiera gustado. El apelativo cariñoso de Max le había
calado más hondo de lo que ella se esperaba.
—Mucho antes, creo —dijo él con sonrisa burlona.
—Lo dudo. Y por favor, no me llames «cariño», Max. Enfermo solo de oírlo.
—Algunas costumbres tardan en desaparecer, Samantha... Es como siempre te
he llamado.
—Hace ya mucho tiempo.
—No tanto.
Max se fijó en los labios de Samantha, con una mirada que, por desgracia, ella
encontraba muy seductora.
—¡El tiempo suficiente! En estos momentos, no soporto ni siquiera estar en la
misma habitación que tú.
Max se rio. Su risa era vital y provocadora.
—¡Mentirosa! No importa lo que ocurriera en el pasado, pero hay una cosa que
no ha cambiado.
—¡No quiero oírlo! —Samantha se puso tensa—. Me gustaría que te fueras,
Max.
Pero Max no obedecía con facilidad. En un segundo, se colocó más cerca de ella
y la agarró por los hombros. Ella sintió su cálida respiración en la cara y su corazón
comenzó a latir tan fuerte que se preguntó si él podría oírlo.
—No es cierto que odies estar en la misma habitación que yo —al hablar casi la
rozaba con los labios.
—¡Te equivocas, no lo soporto! ¡Y tampoco te soporto a ti, Max! ¡Suéltame!
Él no la obedeció. De repente, Samantha sintió mucho calor, como si tuviera
fiebre. Después se preguntó por qué no se había alejado de él, pero en aquel
momento se sentía incapaz de hacerlo.
—Quizá creas que me odias —dijo Max con suavidad—. No voy a discutir eso,
por ahora. Pero no intentes decirme que no sientes nada cuando estamos juntos. Los
dos lo sentimos. Cada vez que voy a buscar a Annie, está presente ese deseo salvaje
de besarnos y hacer el amor.
—¡Para! —susurró ella—. No quiero oírlo, no quiero oír nada de eso, ¿no lo
entiendes?
Max se le acercó aún más.
—Entiendo —dijo con voz cada vez más seductora—, que los dos estamos
deseando desnudamos y saltar a la cama.
—¡No! —gritó ella—. ¡Vete de aquí!
Max retiró la mano del hombro de Samantha y le agarró la cara.

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—Siempre ha sido así entre nosotros. Por eso ahora estás frenética. Sé sincera y
admítelo.
Estaba en lo cierto, y Samantha lo sabía. A pesar de su enfado, una parte
primitiva de su ser añoraba estar entre los brazos de Max cada vez que él iba a su
apartamento. Pero él no debía enterarse.
Estuvo a punto de preguntarle, «¿y qué pasa con Edna?», pero en ese momento
comenzó a besarla.
Sus besos eran dulces y apasionados, tal y como ella los recordaba. Pero había
algo extraño, era como si Max estuviera recuperando el tiempo perdido. «¡Eso es
ridículo!», pensó ella, «Max tiene todos los besos que quiera, pero se los da otra
persona».
Estaba a punto de separarse de él cuando Max le introdujo la lengua entre los
labios. Una ola de deseo invadió a Samantha y, sin pensarlo, ella comenzó a besarlo.
Era el cuerpo vibrante de Max, a quien había echado de menos todo ese tiempo.
Él le acarició la espalda y las caderas, con tanta sensualidad que Samantha casi
perdió la razón.
Ella le acarició el cuello y hundió los dedos en su espesa cabellera. Lo único que
quería era estar cerca de él, sentía que no conseguiría tenerlo lo suficientemente
cerca. ¡Lo había echado tanto de menos!
Él levantó la cabeza y la miró. Los ojos de Max, que normalmente eran de color
marrón oscuro estaban casi negros de deseo.
—Quiero hacer el amor contigo —susurró él.
Samantha sintió una tensión interior. Ella también lo deseaba, pero algo le hizo
decir:
—Alguien podría vernos.
—Annie está con Helen. Y cerraremos la puerta.
Samantha dudó, estaba deseando hacer el amor con él. En esa habitación que
durante un tiempo compartió con Max, el deseo apasionado se apoderó de ella como
un río embravecido.
—Además —le recordó él, riéndose—, todavía tenemos permiso.
Estuvo muy tentada de hacer el amor con él. Por fortuna, en el último
momento, tuvo fuerza de voluntad y dijo:
—Como si el no tener permiso, por no mencionar el juramento de ser fiel a tu
esposa, te hubiese impedido hacer lo que quisieras.
—Samantha... —comenzó a decir, abrazándola cada vez más fuerte. Ella se
sentía cada vez más débil y un poco aturdida. Deseaba entregarse a Max, pero tenía
que contenerse.
—No, Max.
—Por favor, Samantha. Sé que tú...

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—¡Mamá! ¡Papá! —se oyó la voz de la niña. Ambos se volvieron a mirar a


Annie, que estaba sonriente junto a la puerta—. ¡Estáis besándoos!
—Creía que estabas con Helen —dijo su padre.
—Os estaba buscando.
—Qué bien —dijo Samantha en voz baja.
—Eh, Annie, Helen está deseando verte otra vez. ¿Por qué no te quedas con ella
un poco más? Mamá y yo iremos contigo dentro de un rato.
—No —Samantha recuperó la compostura. Miró a Max—. Será mejor que
deshaga las maletas antes de hacer nada más.
—¿Nada más? —recalcó él.
—Ya me has oído, Max.
—Papá, ¿jugamos? —dijo Annie tomándole la mano.
—Por supuesto, princesa —cuando llegó a la puerta se volvió y dijo—:
Entonces, ¿más tarde?
Samantha suspiró.
—Nunca.
—¿Quieres decir que has cambiado de opinión?
—Gracias a tu mente de abogado, solías captar los mensajes mucho más rápido.
—El sarcasmo no te pega, Samantha.
—Eso me dijiste la última vez que nos vimos —dijo ella. Esa vez era su turno
para sonreír.

Samantha dejó sobre la cama un montón de ropa y se acercó a la ventana. Se


oían risas. Max llevaba a la niña en una carretilla y, a juzgar por las risas, se lo
estaban pasando en grande. Inclinó la carretilla suavemente para que Annie
resbalara hasta el suelo. Lo hizo con mucho cuidado y la pequeña chillaba de alegría.
Su padre la levantó, le sacudió el polvo con delicadeza y la volvió a subir a la
carretilla. Continuaron riéndose mientras corrían juntos por la pradera.
A Samantha se le formó un nudo en la garganta al verlos jugar. Max siempre
había sido un buen padre, eso no podía negarlo. Recordó lo feliz que se puso cuando
nació Annie, la manera en que la sacó de la cuna para mirarla, como si no pudiera
creer que él hubiera colaborado en la creación de aquella criatura.
Samantha deseaba ir a reunirse con ellos: la niña que era el centro de su vida, y
el hombre con el que, incluso después de lo que había hecho, comparaba al resto de
los hombres. Pero no iría al jardín. Aún no. Esperaría a que Max se fuera de allí.
Se volvió y comenzó a colgar la ropa en el armario, sabía que tendría que hacer
un gran esfuerzo para mantenerse alejada de Max. No le resultaría fácil.

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Deseaba de todo corazón poder borrar la huella de sus besos. Todavía ardía de
deseo. No quería ni pensar en qué hubiera pasado si Annie no hubiera entrado en el
momento en que lo hizo.

A solas, en la habitación principal, intentaba convencerse de que, después de


todo, no habría hecho el amor con Max. Pero en el fondo, le hubiera gustado haberlo
hecho de forma salvaje y apasionada.
Mayor razón para mantenerse alejada de él. Si lo único que quería de Max era
sexo, estaba claro que podría conseguirlo. Lo que nunca conseguiría otra vez era su
amor y su compromiso, y sin eso, nada tenía sentido. Pero el lío de Max y Edna había
terminado con su matrimonio, y el divorcio solo era cuestión de tiempo. Puesto que
no tenía intención de que él la humillara de nuevo, era muy importante que Max
comprendiera que hacer el amor era algo del pasado.
Cuando terminó de colocar la ropa, sacó sus cosas de aseo y colocó las fotos de
su familia y los objetos personales que apreciaba.
Max había dejado dos maletas más en la habitación de Annie. No le llevó
mucho tiempo sacar la ropa y los juguetes de la niña. Samantha observó la habitación
de color rosa y pensó en lo diferente que era de la pequeña habitación que utilizaba
Annie en su apartamento. En casa de su padre, Annie era una princesa; en casa de su
madre, una niña normal. Una niña que, gracias a la herencia de su abuelo, se
convertiría en una mujer medianamente adinerada.
Después de deshacer las maletas, Samantha decidió darse una ducha. Estaba
sentada frente al tocador, peinándose, cuando oyó una voz conocida:
—¿Estás lista para cenar?
Se volvió y vio a Max y a Annie junto a la puerta. Tenían los ojos del mismo
color, sin duda, eran padre e hija.
—No me he dado cuenta de qué hora era...
—Supongo que estabas muy ocupada —Max echó un vistazo a la habitación—.
Es como si nunca te hubieses ido, Samantha. Todo está como antes.
—Nada es igual. Me fui, y me volveré a ir.
—¿Tenemos que irnos, mamá? —lloriqueó Annie.
Samantha miró a la niña, se había olvidado de que estaba escuchándolo todo.
—Papá y yo nos lo hemos pasado muy bien en el jardín —dijo Annie.
—Lo sé, cariño. Os he visto jugar.
—¿Podemos quedarnos aquí para siempre, mamá? Por favor, mamá, ¿podemos
quedarnos?
Samantha miró a Max. Él arqueó una ceja. Estaba claro que no iba a ponérselo
fácil. Había sido una estúpida al esperar algo más de él.
Tomó las manos de Annie y le dijo:
—Estaremos mucho tiempo, cariño.

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—¿Para siempre, mamá?


Era difícil hacerse la dura al ver la cara de esperanza que ponía la niña.
—Para siempre, no. Pero mucho tiempo —miró a Max fijamente—. ¿Por qué no
vais a sentaros a la mesa? Yo iré en unos minutos —sin hablar, pero con la mirada
añadió—: «Y cambia de tema, Max».

Era como si Samantha y Annie nunca se hubieran marchado. Estaban los tres
juntos, sentados alrededor de la mesa de caoba, comiendo la cena deliciosa que
Helen les había preparado.
Samantha miró a la pequeña con tristeza. Estaba muy atenta a la historia que le
estaba contando su padre. Cuando llegara el momento, ¿tendría que llevarla a
Manhattan a la fuerza? Quizá, lo único que podía esperar era que Annie, cuando se
hiciese mayor, comprendiera que su madre la llevó a aquella casa durante seis meses
pensando en su futuro.

—Un mago, Max.


Él la miró desconcertado.
—¿Se supone que tengo que saber de qué estás hablando?
Estaban sentados en el patio, una zona con vistas maravillosas. Habían
terminado de cenar hacía un rato y Max insistió en ayudar a Samantha a acostar a
Annie.
Había sido un día largo para la pequeña, pero, a pesar de que estaba cansada,
Annie hizo todo lo posible para retrasar la hora de irse a dormir. El indulgente Max
había aceptado contarle un cuento tras otro hasta que a Annie se le cerraron los ojos.
Samantha la arropó con una manta y la besó. Max también la besó y Samantha añoró
una vez más la familia que habían sido.
Estaba a punto de irse a su cuarto cuando Max la detuvo.
—Helen ha dejado un termo de café en el patio —le había dicho—. Sentémonos
a tomar una taza —le sugirió.
—Eres un mago —dijo Samantha—, que utiliza todos sus trucos.
Max se rió.
—¿Quieres decir que saco conejos de los sombreros?
—¡Eso es lo que haces! Además, tus conejos son tentaciones irresistibles para las
niñas pequeñas.
Él intentó agarrarle la mano.
—¿Noto cierto tono de amargura?
Samantha contuvo un escalofrío y retiró la mano. Estaba horrorizada, le ardía la
piel donde él la había tocado. Lo mismo le ocurrió la primera vez que se vieron,
cuando sintió que las llamas de la pasión la abrasarían. Pero todo aquello, el

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noviazgo, la romántica luna de miel, la idea del amor eterno, había sucedido en otro
mundo, en otra época.
Ya tenía cinco años más, veinticinco. Estaba desilusionada, era escéptica y
consciente de que el hombre al que pensaba amar toda su vida solo había jugado con
ella. No tenía sentido que sus sentimientos fuesen tan primitivos y vitales como al
principio.
—Los magos de verdad saben esconder el truco —su tono era tenso—. Pero tú
eres transparente, Max. Para Annie, no; pero yo sé muy bien lo que estás haciendo.
—Estás amargada —dijo él.
—¿Te extraña? Antes te dije que nunca tendrás la custodia de nuestra hija.
—No planeo una pelea, Samantha.
—No, eres demasiado sutil para eso. La seducción es tu arma favorita. Harás
que todo sea maravilloso para que Annie no se quiera marchar. Dentro de seis meses
suplicará que no nos marchemos. Yo no tengo ni el dinero ni los medios para ganar
este juego, Max.
—¿Y sería tan terrible que ella quisiera quedarse?
Samantha se puso en pie en menos de un segundo.
—¿Terrible? ¡Sí, Max, sería terrible! ¡No te permitiré que me separes de mi hija!
—Ya te lo he dicho, no pienso pelearme.
Samantha cerró los puños con fuerza.
—Tú táctica es mucho más peligrosa. Te estás asegurando de que Annie se
quiera quedar.
—Quizá tú también quieras quedarte, ¿has pensado en eso? —su voz sonaba
muy extraña.
Samantha se sintió débil y se sentó otra vez.
—Eso es ridículo...
—¿Lo es? Recuerda que se supone que estamos intentándolo de nuevo.
Cerró los ojos. La imagen que vio era atormentadora e irreal. Deseaba que Max
no hubiese notado ese momento de debilidad. Sabía que se daba cuenta de todo, por
eso era tan buen abogado.
Abrió los ojos.
—Ambos sabemos que eso es imposible. Tu padre tenía buenas intenciones,
Max, pero él no sabía lo de Edna. Debería haberlo sabido. Después de todo, es la
mujer de tu vida.
—¿Ah, sí? —preguntó él.
—A menos que también la hayas traicionado y tengas una tercera. Lo veo muy
posible.
Max se rió.

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—Supongo que debo sentirme halagado, ¿pero no crees que estás


sobrestimando mi atractivo sexual?
Nadie, ninguna mujer, podría sobrestimar eso.
La sexualidad de Max era primitiva y muy masculina. Su ropa cara no
enmascaraba la vitalidad animal que emanaba de su ser. Era fácil comprender por
qué había atraído a Edna. Incluso estando enfadada con él, Saniantha sentía la
urgencia de estar junto a él. Pero por su bien, tenía que resistirse, en aquel momento
y durante los seis meses siguientes.
—¿Dónde ha estado Edna durante todo el día? —preguntó ella con brusquedad.
Max contestó de forma lacónica:
—No tengo ni idea.
—Por lo menos ha tenido la delicadeza de mantenerse alejada. Ya te lo he dicho,
Max, si te pavoneas con ella delante de Annie, nos marcharemos enseguida.
—Nunca le haría daño a Annie.
—Y a mí no me humillarás. Una vez fue suficiente. No puedo impedir que veas
a tu amante, pero no quiero tenerla cerca de mí ni de mi hija.
—¿Por qué no me dejas que te hable de Edna?
—Porque no hay nada de qué hablar.
—Te equivocas, Samantha.
—No intentes engañarme. Sé lo que vi, y sé que no estaba soñando. ¿De verdad
crees que puedo olvidarlo, Max? ¿Tú y Edna abrazados en la cama?
Lo recordaba mejor que nunca, y el dolor que sentía no disminuía. Samantha no
podría soportar ver juntos a Max y a Edna una vez más.
—Las cosas no son siempre como parecen, Samantha.
—De acuerdo, pero no es el caso. Quizá sea una ingenua, Max, pero en mi
mundo, cuando un hombre y una mujer están juntos en la cama, solo quiere decir
una cosa.
—Que están haciendo el amor, ¿no?
Samantha presintió una trampa.
—Exacto, o por lo menos a punto de hacerlo —dijo ella—. Último aviso, Max,
no quiero ver a Edna.
—¿Nunca?
—Nunca —repitió—. No es demasiado pedir.
—Sabes tan bien como yo que no puedo garantizar nada. Después de todo,
trabajamos juntos. Pero no voy a humillarte, Samantha.
Lo miró con suspicacia.
—¿Es una promesa?

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—Digamos que es la mejor respuesta que puedo darte —la sonrisa de Max era
indignante.
No era la respuesta que ella quería, pero, por el momento, era todo lo que podía
esperar.

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Capítulo 3
SAMANTHA...
Tumbada bajo la manta, se conmovió. La estaba llamando con tanta dulzura,
igual que cuando a ella le parecía oírlo, justo antes de despertarse. Pasaron unos
segundos antes de que se diera cuenta de que no estaba soñando.
Oyó cómo Max se acercaba hasta la cama. Sintió su presencia. Estaba allí de pie,
junto a ella. Al sentir el calor del cuerpo de Max cerca del suyo, la invadió una ola de
deseo y, como estaba medio dormida, casi levantó los brazos para abrazarlo.
Entonces recordó por qué estaba en aquella casa. Se quedó quieta y controló la
respiración. Con un poco de suerte, Max pensaría que estaba dormida y se
marcharía.
Eso fue lo que hizo. Minutos más tarde, Samantha oyó cerrarse la puerta trasera
de la casa y el sonido de un coche que se alejaba.
Se preguntaba si él se habría creído que estaba dormida. Eso sí, estaba segura
de que ya no volvería a dormirse. Sentía tanto deseo de estar entre los brazos de
Max, que no conseguiría controlarlo.
¿Y qué pasaba con Max? Iría de camino a la estación, y desde allí tomaría un
tren hacia Manhattan. Tan tranquilo, sin tener conciencia de la reacción que había
provocado en ella. Estaría pensando en el caso en el que estaba trabajando y si había
experimentado alguna sensación física, se le olvidaría en el momento en que viera a
Edna.
Edna... Samantha no debía pensar en ella cada día. Tenía muchas cosas de las
que ocuparse. Retiró la manta y salió de la cama.
Un poco más tarde, entró en la habitación de Annie. La niña estaba
despertándose. Rodeó con los brazos el cuello de su madre y gritó:
—¡Todavía estamos aquí!
—¿Dónde creías que íbamos a estar, cariño? —Samantha forzó una sonrisa.
—En el apartamento —la niña lo dijo con tanta desilusión que a Samatha se le
encogió el corazón.
Abrazó a la pequeña con más fuerza y apoyó la mejilla en su cabeza.
—Ahora estamos aquí, cariño. ¿Tienes hambre?
—¡Sí!
—¿Qué te parece si vamos a la cocina y te preparo el desayuno?
Annie se separó de Samantha y preguntó:
—¿Y después podré jugar con papá?
—Papá se ha ido a trabajar.
—¿Y volverá?
«Qué insegura está», pensó Samantha con tristeza, «y con razón».

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Rosemary Carter – Aprender a confiar

—Sí, Annie, volverá luego. Vamos abajo. ¿Quieres que te haga tortitas?
La niña saltó de la cama y bajó corriendo las escaleras. Helen estaba en la cocina
y el delicioso aroma del bizcocho recién hecho invadía la habitación.
—¡Mi niña preferida! —exclamó Helen y la recibió con los brazos abiertos—.
Dime, bonita, ¿te gusta el bizcocho? Espero que sí, porque acabo de sacar uno del
horno y lo he hecho especialmente para ti. Bizcocho de moras y un vaso de leche,
¿qué te parece, Annie?
—¡Bien! —exclamó Annie, olvidándose de las tortitas de su madre.
Helen se volvió para mirar a Samantha.
—Y a usted, señora Anderson, ¿le apetece un café y un pedazo de bizcocho?
Señora Anderson... A pesar de que había decidido mantener el nombre de
casada, se sorprendió cuando se lo oyó pronunciar al ama de llaves. No quiso entrar
en detalles acerca de la farsa, así que sonrió y dijo:
—Estupendo. Ah, y Helen, llámame Samantha por favor.
Sacó dos platos del armario y Helen se los retiró de las manos.
—No tiene que hacer esto.
Samantha se quedó desconcertada.
—Gracias, Helen, pero quiero hacerlo. Estoy acostumbrada. He cuidado de mí
misma todo el tiempo que he estado fuera.
—Ahora ha vuelto, y este es mi trabajo —dijo la mujer. Miró a Annie y añadió
—. Estamos tan contentos de que estén aquí. Especialmente, el señor Anderson.
«El señor Anderson se las ha arreglado muy bien sin mí», pensó Samantha.
Edna no podía haber pasado desapercibida. Es más, si le preguntase a Helen, puede
qué le diera hasta los detalles. Samantha no se sorprendería si le dijesen que la otra
mujer había pasado allí más de una noche. No es que hubiera visto algún detalle
delator, pero era lógico que Edna hubiera retirado sus pertenencias antes de que
Samantha regresara. Ni se le ocurriría preguntarle a Helen acerca de Edna. Si Max
supusiese que ella y el ama de llaves comentaban acerca de su vida privada, se
enfadaría muchísimo.
Hacia media mañana comenzó a sentirse inquieta. Después de vivir sola
durante tanto tiempo, Samantha se había acostumbrado a hacer las cosas a su
manera.
Desde el momento en que sonaba el despertador, comenzaba la rutina diaria.
Tenía que darse prisa para vestir a Annie, llevarla a la guardería y llegar a tiempo a
trabajar. Los sábados y domingos eran diferentes, después de hacer la compra y las
tareas domésticas, y siempre que Max no hubiese quedado en pasar a recoger a
Annie, Samantha llevaba a su hija al parque, al zoo o alguno de los festivales o
desfiles que se celebraban en Manhattan. De una manera u otra, iba llenando los días.
Después de veinticuatro horas allí, ya sabía que las cosas iban a ser muy diferentes.
—Voy a trabajar —anunció aquella tarde.

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Max la miró frunciendo el ceño. Una vez más, Samantha había esperado a que
Annie estuviera acostada antes de plantear el tema que le rondaba por la cabeza.
—Creí que habías pedido una excedencia.
—Lo hice, pero quiero trabajar. En Manhattan no, pero es posible que encuentre
un trabajo por aquí
—¿A tiempo completo?
—Media jornada.
—No me gusta la idea, Samantha.
—Lo siento, Max, pero voy a trabajar de todas maneras.
—¿Y que pasará con Annie? —su mirada era amenazadora.
—Ella estará bien. Esta mañana me han llamado de un jardín de infancia. ¿No
hablaste tú con ellos antes de que nosotras llegáramos aquí?
—Pensé que echaría de menos estar con otros niños —dijo Max.
—Así es. Annie es muy sociable y le encanta estar con otros niños. Tendré que ir
a ver el sitio primero, Max. Si me gusta... la llevaré. Así tendré las mañanas libres.
Max dejó la taza de café sobre la mesa.
—Estoy seguro de que encontrarías algo para ocupar tu tiempo.
Samantha no se sorprendió de que él se opusiera. Siempre había sido un
marido, un poco anticuado, de los que no estaba del todo de acuerdo con la
independencia de las mujeres. Ella le mantuvo la mirada, sin hacer caso de su
objeción.
—¿Cómo qué? —lo desafió.
—Pues lo que hacen las mujeres en su tiempo libre. Ir a ver exposiciones, tomar
café con las amigas, aerobic...
Samantha no pudo evitar sonreír.
—Hablas de un círculo de mujeres muy concreto. No del mundo real, Max. Del
mundo en el que las mujeres tienen una profesión, normalmente porque la necesitan,
pero a veces no. Si he aprendido algo durante el tiempo que he estado fuera, es eso.
—De acuerdo, pero tú formas parte de ese círculo.
—Formaba parte.
Él la miró pensativo.
—¿Hay algo malo en ir a ver exposiciones y en hacer aerobic?
—Nada. Son actividades estupendas. A mí me gustaban. Y volverán a gustarme
cuando tenga tiempo para hacerlas. Pero ahora no, Max.
—Siempre puedes irte de tiendas —le sugirió él.
—Tengo todo lo que necesito, y Annie también. Además mi economía no me
permite comprar sin necesidad.

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—Nunca te he negado nada —dijo Max con seriedad—. Tú elegiste rechazar


mis cheques.
—No quería tu dinero y no lo quiero ahora. Eso no ha cambiado.
—Tonterías —dijo él.
Samantha sintió que le hervía la sangre.
—No me menosprecies, Max. No lo toleraré.
—No trato de menospreciarte, Samantha. Nunca he comprendido por qué no
querías aceptar mi dinero. Quería ayudarte.
Samantha dejó su taza de café con brusquedad.
—Todavía no lo entiendes, ¿verdad, Max? Después de lo que pasó, no quiero
saber nada de ti, ni de tu dinero.
—Sea como sea, no necesitas trabajar.
—Yo quiero trabajar—contestó ella.
Él la sujetó por la muñeca.
—Una cosa es que tú fueras independiente cuando estábamos separados, pero
ahora estamos juntos y yo seré quien trabaje para ti y para Annie. No intentes
discutirlo, Samantha —el tono de su voz era duro.
No había nada cariñoso en la manera en que la sujetaba; aun así, Samantha no
pudo reprimir el escalofrío que recorrió su cuerpo. Intentó concentrarse y dijo:
—Solo estaremos juntos seis meses. Y yo voy a trabajar, te guste o no, Max.
Estaba claro que Max no había tenido la misma reacción física que ella. Incluso
parecía decepcionado.
—¿Crees que voy a cobrarte la comida o el alquiler? Si es así, piénsalo otra vez.
Liberándose de él, le echó una mirada desafiante.
—Puede que no me cobres ni la comida ni el alquiler, pero me he acostumbrado
a ser independiente. Vivir cuesta dinero, y no puedo dejar de trabajar.
—No necesitas el dinero. Por favor, Samantha, ¿qué tengo que hacer para que lo
entiendas? —por su voz parecía que le estaba costando mantener la compostura.
—Tú eres el que no entiende, Max. De acuerdo, estar aquí me da un respiro, así
podré ahorrar casi todo lo que gane. Estará bien tener dinero ahorrado para cuando
Annie y yo estemos solas otra vez.
—¿Y Annie? —preguntó él— ¿qué hará ella mientras tú estés trabajando?
—Ya te lo he dicho, irá al jardín de infancia por las mañanas, y yo estaré con ella
por las tardes. Si algún día tengo que quedarme hasta tarde, lo que no ocurrirá a
menudo, Helen me ha dicho que estará encantada de quedarse con la niña.
—Tienes respuesta para todo, ¿no? —la recriminó.
En otro tiempo, su actitud habría intimidado a Samantha, pero ya no la
asustaba.

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—Annie no estará desatendida —dijo ella—. Será igual que cuando estábamos
las dos solas en Manhattan.
La mirada de Max era sombría. Apretó los dientes y frunció los labios. Su
frustración era evidente, pero a Samantha no le importaba lo más mínimo. Tiempo
atrás, ella hubiera hecho todo lo posible para complacerlo, aun sabiendo que él no
tenía razón. Sintió gran satisfacción al ver que ya no dependía de que Max le diera su
aprobación.
—Es cierto que tienes respuesta para todo —murmuró él.
—Algunas —contestó ella con picardía.
—¿Solo algunas? —dijo con tono sarcástico.
—Las que me afectan.
Max observó la cara de Samantha y detuvo la mirada en sus labios.
—Creía que te conocía, Samantha, pero ahora no sé que pensar de ti.
—¿Quieres decir que soy una mujer misteriosa?
—En cierto modo.
—Creo que eso me gusta.
De pronto, Max la agarró de las manos y la atrajo hacia sí.
—A mí también.
—¡Por favor! —exclamó Samantha sorprendida.
—Aunque no me gusta nada de lo que dices.
«Va a besarme», pensó Samantha. Deseaba que lo hiciera, pero algo la hizo
retirarse. Ladeó la cabeza para mirarlo.
—¿Eso quiere decir que no te importa que trabaje?
—Me importa mucho.
Ella intentó liberarse, pero no lo consiguió.
—Max...
—Pero ya lo has decidido y no tiene sentido hablar más del tema.
—¡Bueno! —lo miró intentando disimular su sorpresa—, me voy a mi
habitación.
Max la rodeó con los brazos. Estaban tan cerca que, aunque sus cuerpos no se
tocaran, ella podía sentir su calor.
—No tan deprisa.
A Samantha se le aceleró el pulso.
—Has dicho que no tiene sentido hablar del tema. Yo solo me he quedado aquí
para hablar.
Max le acarició la espalda.

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—Has ganado Samantha, ¿no lo entiendes? Sigue sin gustarme la idea de que
trabajes, eso no ha cambiado. Pero ahora quiero besarte.
—Max... —dijo ella con un tono no muy convincente.
—¿Tienes idea de lo sexy que estás? Sí, me estabas enfadando con todo lo que
decías, pero también has conseguido excitarme.
La besó con la misma pasión que el día anterior. Al cabo de un momento, y a
pesar de que una vocecita interior le recordaba que había decidido no hacerlo, ella
también lo besaba.
Cuando se separaron, Samantha preguntó:
—¿Y qué va a decir Edna?
—No tiene nada que ver con esto —dijo Max secamente.
Se acercó a ella otra vez, pero Samantha ya había vuelto a la realidad.
—¿No? —preguntó ella.
—¡Sabes muy bien que no! Y si no, deberías saberlo.
—No sé nada de eso —rebatió Samantha—. A menos que también la estés
engañando a ella.
—Ayer ya hablamos de esto.
—Pero no me diste una respuesta —Samantha dio un paso atrás y dijo—: ¿La
estás engañando?
Max estaba lo suficientemente lejos como para que Samantha pudiera ver el
brillo de sus ojos.
—No me digas que ahora te preocupa Edna.
—No soporto a esa mujer.
—Entonces, ¿por qué preguntas?
—Por curiosidad.
—¿Estás segura de que eso es todo?
—¡Completamente! ¿Qué más podría ser? Dentro de poco estaremos
divorciados.
—Sigues siendo mi esposa, Samantha.
—No paras de recordármelo.
—Me gusta recordártelo —dijo Max e intentó agarrarla de nuevo.
Samantha consiguió resistirse.
—No me interesas, Max.
—Hace unos minutos te interesaba. Más que interesarte —dijo con burla.
—Se puede decir que he entrado en razón. Ahora no me interesas.
—Mientes, Samantha.

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—Te adulas tú mismo, Max.


Ella mentía, y lo supo en cuanto se alejó de él. Nada más cerrar la puerta de su
dormitorio, comenzó a temblar frustrada por no haber cedido a su deseo.

A Samantha le gustó el jardín de infancia desde el primer momento. Era


pequeño, pero espacioso, y tenía mucha luz. Las paredes estaban decoradas con
dibujos y posters, las estanterías llenas de juguetes, y tres simpáticas profesoras
recibieron a Annie. La pequeña se unió en seguida a las actividades del grupo.
Con las mañanas libres, y para no interferir en el trabajo de Helen, Samantha se
puso a buscar trabajo. Pasaron tres días antes de que entrara en la oficina de Hugh y
Martin Rowland, dos hermanos arquitectos. El trabajo que ofrecían parecía estar
hecho a la medida de las necesidades de Samantha.
Aquella tarde, Max llegó a casa más pronto de lo habitual. Había llamado a
Helen en algún momento para decirle que no preparara la cena. Se cambió de ropa y
se puso unos vaqueros y una camiseta. Después le dijo a Samantha y a Annie que las
invitaba a cenar. Cuando llegaron al aparcamiento de un restaurante de comida
rápida, la pequeña se puso muy contenta.
—Este no es tu estilo —comentó Samantha cuando entraron en el restaurante.
Max sonrió.
—Hace tanto tiempo que no salimos juntos... ¿cómo vas a recordar cuál es mi
estilo?
—Entrecot y una botella de vino a la luz de una vela, música de fondo y un
camarero alrededor.
—¿Te gustaba mi estilo?
La agarró del brazo mientras caminaban hasta una de las mesas de la esquina.
El roce de su mano hizo que la piel de Samantha ardiera, incluso después de haberla
soltado.
—Hacías que una chica se sintiera especial —dijo ella.
—¿Ah, sí? Pues hoy quiero que otra chica se sienta especial. Una chica más
joven —miró a Annie—. ¿Qué quieres tomar, princesa? ¿Una hamburguesa? ¿Patatas
fritas? ¿Helado? ¿Un poco de todo?
—¡Sí! —exclamó Annie emocionada.
—Calma, Max. No queremos que después le duela el estómago.
—Y tú, Samantha, ¿qué vas a tomar?
—¿Por qué no eliges tú? —sugirió ella.
—Creí que estaba con una mujer independiente.
—Y lo estás —sonrió ella—. Pero también se toma ratos libres.
Max también sonrió y tomó la mano de Annie.
—¿Sabes qué, princesa? ¿Por qué no vienes conmigo y pedimos juntos?

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—¡Sí! —volvió a decir Annie.


Samantha los vio alejarse. En vaqueros, Max se veía aún más vital. Vestido así
nadie se imaginaría que era un abogado y que pronto sería famoso gracias a su
trabajo. Con su atractivo sexual, podría ser un vaquero o una estrella de cine.
«Todas las mujeres que hay aquí deben tener envidia de que Max sea mi
hombre», pensó. Pero ya no era su hombre. Era curioso, tenía que recordárselo a sí
misma todo el rato. También le parecía curioso que al tenerlo cerca todavía se pusiera
nerviosa. Deseaba de todo corazón no estar tan pendiente de él.
De regreso hacia la mesa, Max llevaba la bandeja con la comida e iba
bromeando con Annie. Samantha se preguntaba cómo se tomaría él la noticia.
—¡Mira lo que traemos, mamá! —gritó Annie.
—Espero que sea lo que quieres —dijo Max dejando la bandeja sobre la mesa—.
Te gustaba el helado.
—Todavía me gusta —no le dijo que la comida no le importaba, que lo
importante era que estuvieran juntos, como una familia.
Si no amase tanto a Max... Después de que la traicionase, Samantha estuvo
segura de que el amor que sentía por él se había desvanecido, pero no era así.
Dudaba de que alguna vez lo olvidara. En esas circunstancias, no había motivo de
alegrías.
Saboreó el helado despacio. Al otro lado de la mesa, Annie se tomaba las
patatas con tanta ansia que parecía que no hubiera comido desde hacía tiempo.
Al lado de Samantha estaba sentado Max. Estaban tan cerca que ella sentía el
roce de su musculosa pierna. Cada vez que él se movía, el contacto provocaba en
Samantha un escalofrío difícil de controlar. Estaba convencida de que él se movía
aposta.
—Has comido muy poco —le dijo Max.
—No tengo mucha hambre.
—¿En qué estás pensando, Samantha? —le preguntó mirándola atentamente.
Ella dejó la cuchara.
—He encontrado un trabajo.
Después de un silencio, Max dijo:
—No has tardado mucho.
—No mucho, no.
—¿Quieres contármelo?
Ella se encogió de hombros.
—Si te interesa.
—Me interesa todo sobre ti, Samantha —respondió él y al mismo tiempo la rozó
con la pierna una vez más.

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Samantha tenía los nervios a flor de piel y le hubiera gustado separarse un poco
de Max, pero el tamaño del asiento se lo impedía.
—No muerdo. Háblame del trabajo —dijo Max en voz baja para que Annie no
lo oyera.
—Voy a trabajar para dos hermanos. Unos arquitectos que se apellidan
Rowland —dijo Samantha orgullosa.
—No he oído hablar de ellos.
—Son simpáticos.
—¿Ah, sí? —preguntó con retintín.
—De hecho, son muy simpáticos.
—Bien —dijo sin más—. ¿Y tus obligaciones?
—Algo así como una chica para todo. Los dos son bastante jóvenes y me da la
sensación de que todavía no se han establecido del todo. Necesitan a alguien que
pueda hacer un poco de todo. Seré una combinación entre secretaria y recepcionista.
Dicen que dentro de un tiempo quizá puedan enseñarme a diseñar. Suena como el
trabajo perfecto, Max —Samantha lo miró—. Es una lástima que no pueda trabajar
allí más que unos meses.
Max pasó por alto la última frase y Samantha se quedó un poco decepcionada.
Después se enfadó consigo misma por haber esperado algo más de él.
—¿Y cuál será tu horario? —dijo él con brusquedad.
—Solo trabajaré por las mañanas —le dijo—. Al principio, cuatro días a la
semana, y puedo elegir los días. Así podré pasar las tardes con Annie. Es justo el
trabajo que estaba buscando.
Max se quedó callado durante tanto rato que Samantha lo miró desafiante.
—¿No tienes nada que decir? —le preguntó al fin.
—Solo una cosa.
Sainantha se tensó. ¿Sería posible que Max tuviera algo que decir acerca de sus
planes? ¡Si lo hacía se enfrentaría a él! Cuando él le agarró la barbilla para que lo
mirara, ella se sobresaltó.
—¡Max...!
—¿Por qué te asustas? —preguntó él divertido.
—Me has pillado desprevenida —murmuró.
Pero ambos sabían que era algo más. Max seguía sujetándola por la barbilla y
comenzó a acariciarle la cara con el pulgar. Era un movimiento tan erótico que
Samantha empezó a respirar más rápido.
Con voz temblorosa musitó:
—Annie...
—Está absorta comiéndose las patatas fritas. Además, ¿qué hay de malo en que
su padre acaricie a su madre?

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Samantha se esforzó en mantenerle la mirada.


—Ella no lo... Igual que tampoco entendería lo de Edna... Es demasiado joven
para eso.
—No tiene que entender nada.
—Aún no —los dos hablaban tranquilos—. Retira tu mano, Max —cuando la
retiró, ella continuó hablando—. ¿Tenías algo que decirme sobre el trabajo?
—De hecho, quería ponerte una condición.
—No tienes derecho a ponerme condiciones, Max.
—Todavía no la has oído.
—¿Cuál es?
—Una cena para dos, en el restaurante que yo elija. El día que recibas tu
primera paga.
De pronto Samantha se sintió feliz.
—¡Trato hecho!
—¿Un entrecot y una botella de vino?
—Y para terminar un postre.
—¿Te dará el sueldo para todo eso?
—¡Sin duda!
Se miraron y rieron. Era otro de esos momentos entrañables que Samantha
echaba de menos en su vida.
Después, miraron a Annie y rieron de nuevo. La niña tenía la cara y las manos
llenas de ketchup. Se lo estaba pasando muy bien y era evidente que no había
escuchado ni una palabra de lo que decían sus padres.
—Estás hecha un desastre —le dijo su padre riéndose—. Quizá tu madre pueda
limpiarte un poco mientras voy a comprarte un helado.
Cuando Max regresó con el helado, Samantha ya había utilizado una caja de
servilletas y Annie estaba más o menos limpia. Se dedicaron a hacer bromas y a
contarle cuentos a la pequeña.
Annie estaba disfrutando muchísimo, pero Samantha disfrutaba aún más.
Aquella tarde, los tres formaban una familia, y no parecía importante que todo fuera
una farsa.

Cuando Samantha se disponía a irse a la cama, Max la detuvo.


—Por cierto, un día de estos Charles y Nora Langley darán un cóctel en nombre
de la empresa.
Charles Langley era uno de los fundadores de la empresa en la que trabajaba
Max.
—¿Y qué tiene que ver conmigo? —preguntó Samantha.

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—Mucho, ya que me acompañarás —y al ver que ella lo miraba extrañada, dijo


—: ¿algún problema?
«Como si tuviera que decírselo», pensó Samantha. Edna era una asociada de la
empresa, y Max sabía que Samantha no quería verla.
—No cuentes conmigo, Max.
—Quiero que vengas, Samantha. El resto de las esposas irán.
—Puesto que yo solo soy tu esposa técnicamente, a mí no me incumbe.
—No solo técnicamente, y menos cuando hemos decidido paralizar el divorcio
por el momento. Es un asunto importante, solo para socios, y quiero que estés allí.
Ella lo miró.
—¿Solo socios?
—Exacto.
La empresa era grande, tenía casi cincuenta socios y muchos asociados. Edna
era una asociada.
—Aun así creo que no debo ir.
—Ya he dicho que asistirás.
Samantha estaba indignada.
—¿Cómo has podido, Max? No tienes ningún derecho a pronunciarte en mi
nombre. Lo siento, pero tendrás que buscar la manera de justificar mi ausencia.
Max se acercó a ella y la agarró por los hombros.
—Piensa cómo quedaría si voy sin ti.
Samantha se quedó de piedra.
—¿Quieres decir que la farsa de nuestro matrimonio es de dominio público?
—Nadie sabe que es una farsa, pero sí saben que estamos juntos otra vez. No
podía guardarlo en secreto.
—¿Y todos saben lo de la herencia de tu padre? —preguntó ella.
—Solo lo sabe Stan Manson. Es el testaferro de papá. Por supuesto, conoce las
condiciones de la herencia.
Samantha recordaba a Stan Manson: era un buen amigo de William Anderson.
—Stan sabe lo que papá quería conseguir cuando puso esa condición. Supongo
que se lo tomará a mal si descubre que todo es una farsa y que no estamos haciendo
un verdadero esfuerzo para arreglar nuestra relación.
Samantha se retiró. Tenía que pensar, y no podía hacerlo si se distraía con el
atractivo de Max.
—Parece que detrás de la herencia de tu padre hay mucho más de lo que
imaginaba —dijo al fin—. No sabía que había otras personas involucradas.
—«Otras personas» es Stan. ¿Qué ocurre, Samantha? Has vuelto por el bien de
Annie. Eso no ha cambiado, ¿no?

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—No —confirmó ella—. Es la única razón por la que estoy aquí. La única razón,
Max.
—Ahora que ya lo hemos vuelto a aclarar —dijo con ironía—, ¿qué has decidido
acerca de la fiesta?
Samantha no podía darle una respuesta.
Sintió lo mismo que había sentido otras veces: como si las paredes la
aprisionaran, pero esa vez con más fuerza.

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Capítulo 4
CÓMO EN los cuentos? —preguntó Max riéndose.
—Iguales. Hugh y Martin. Dos hombres bajitos, con las mejillas coloradas y un
montón de pecas. Son idénticos, aunque no son gemelos. Me gustaría que los vieras,
Max. Son un continuo alboroto, me encantan.
Max bebió un poco de vino.
—¿Así que de verdad te gusta el trabajo?
—¡Me encanta! Me pagan bien y eso es estupendo. Es un reto continuo y
además me sirve para desarrollar mi autoestima. ¿Tienes idea de lo importante que
es eso para mí?
—¿Por qué no me lo cuentas?
Samantha se quedó pensativa durante un instante.
—Es la primera vez que voy a hablar de esto —dijo al fin—. ¿Recuerdas cuántos
años tenía cuando nos casamos?
—¿Cómo iba a olvidarme? Cumplías veinte años.
—Eso es. Tú tenías diez años más. Eras un abogado que comenzaba a hacer
carrera. Más inteligente y más maduro que yo, una persona centrada. De un día para
otro, mi vida cambió. De acuerdo, había perdido a mis padres, pero mis abuelos
siempre estaban dispuestos a ayudarme. Y también tenía a mi hermana. Hasta que
Dorothy se casó, nos apoyábamos mutuamente.
—En cierto modo, no es muy diferente a mi pasado —dijo Max.
Samantha sabía que Max se refería a Melissa, su hermana, pero no era el
momento de hablar de ese tema.
—Pasé de ser un chica despreocupada, que solo tenía que pensar en divertirse,
a ser una mujer casada que tenía que ocuparse de una gran casa, de un marido
refinado y de convidar a otros abogados. ¿Sabes cómo me sentía, Max?
Él no había dejado de mirarla ni un momento. La escuchaba con mucha
atención.
—Creía que estabas enamorada de mí...
—¡Y lo estaba! ¡Muy enamorada! Apareciste en mi vida en aquella fiesta de la
playa, ¿recuerdas? No podía creer que estuvieras interesado en mí.
—¿Interesado? Estabas jugando al voleibol con un montón de chicos que se
interesaban más por ti que por la pelota. Y no me extraña. Estabas preciosa. El pelo te
enmarcaba la cara y tu risa era como la música. Se te escapó la pelota y llegó rodando
a mi lado. La recogí y, cuando te la iba a dar, vi tus ojos por primera vez. Eran tan
grandes, Samantha, verdes y brillantes. Cuando sonreíste y me diste las gracias, sentí
como si me hubieran herido el corazón. Supe que podría vivir toda mi vida con esos
ojos y te invité a cenar —hizo una paush y sonrió—. Como se suele decir, lo demás es
historia.
—Es una pena que la historia no acabase ahí.

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—Lo he captado —apretó los labios y se le ensombrecieron los ojos—. Me


estabas hablando de tu trabajo y de por qué es tan importante para ti. Quiero saberlo.
—¿Quieres la respuesta corta o la larga?
—La necesaria.
—Muy bien. Cuando te dejé tuve que aprender a ser independiente. Y ocuparse
de un hijo estando sola no es cosa fácil. Ganaba poco dinero y tenía muchas
responsabilidades. Ahora, no tengo tantas, y eso está bien. Pero cuando estaba sola,
era yo misma. Y eso hace que uno se sienta bien, Max. Muy bien.
Le brillaban los ojos al hablar, y él pensó que nunca la había visto tan animada,
encantadora y sexy. Deseaba salir del restaurante y llevarla a la cama. Hubiera
podido hacerlo con la antigua Samantha. Lo había hecho más de una vez. Había
veces que durante la cena se prendía la llama del amor y tenían que marcharse
corriendo a casa, dejándose la comida en el plato. Pero la bella mujer que estaba
frente a él era la nueva Samantha, y Max tenía que ganarse su confianza, y su amor,
antes de proponerle algo parecido..
Samantha notó algo extraño en la mirada de Max y se preguntó qué estaría
pensando. Si intentaba convencerla de que dejara el trabajo, ella tendría que
mantenerse firme en su postura.
—¿Lo comprendes, Max? —dijo con voz tensa.
—Eso creo —sonrió él—. Cuéntame más acerca de esos dos hermanos.
—Son buenos arquitectos, lo sé porque he visto algunos de sus trabajos. Son
innovadores e imaginativos. Pero al mismo tiempo son muy desorganizados. No
sabes el desastre que tienen en la oficina. Lo que no sé es cómo encuentran las cosas.
Tienen libros y papeles por todos sitios, y casi no tienen espacio libre para trabajar.
—Hasta que llegaste tú y ordenaste un poco sus vidas.
—Exacto. No sabes lo agradecidos que están, y por eso se han empeñado en
darme ese cheque tan formidable a final de semana.
—Y gracias al cual, me invitas a esta cena fantástica —Max puso esa
maravillosa sonrisa que llegaba directa al corazón de Samantha.
Hizo que se sintiera animada y femenina, como hacía tiempo que no se sentía.
La cena, medallones de ternera con salsa de gambas y patatas hervidas, estaba
deliciosa. Era una noche especial. Samantha observó a Max a la luz de las velas y
sintió una mezcla de amor y tristeza.
Cada día que pasaba, sentía algo más por Max. No solo era el hombre más
guapo que había conocido jamás, sino también el más vital y el más sexy. Deseaba de
todo corazón volver a formar parte de su vida, ser su esposa en todos los sentidos.
Pero eso no podía ser.
Partió un pedazo de carne y se lo comió. Le pareció que la comida había
perdido todo su sabor.
—¿Por qué te has puesto tan seria?

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Samantha miró al que pronto sería su ex marido.


—¿Seria?
—Parecía que estabas pasándotelo bien y, de repente, todo ha cambiado. Por
cómo has partido la carne, me da la sensación de que en realidad querías clavarme a
mí el cuchillo.
—Qué exagerado —dijo Samantha.
—¿Me equivoco?
—Soy demasiado civilizada como para hacer algo así.
—Lo que no quiere decir que no puedas tener pensamientos incivilizados.
—¿Quieres decir que no soy capaz de disimularlos?
«¡Eso significaría mucho! Que mi querido Max supiera lo que siento por él».
Pero él no lo sabía. Es más, era importante que no lo supiera. Pronto estarían
divorciados. Los trámites se reanudarían en cuanto ella se marchara. Ya tenía
bastante con que se le hubiera roto el corazón, no quería sentirse humillada también.
—¿Disimular tus pensamientos? Ni por un momento. ¿No te das cuenta de que
te conozco muy bien?
—¡Eso es peligroso! Sobre todo si de verdad pensase lo que tú crees que
pensaba. No he dicho que lo estuviera pensando.
—Tampoco has dicho lo contrario. ¿Sabes lo que te digo...? —Max le agarró la
mano—. ¿Por qué no hacemos una tregua?
A Samantha se le aceleró el pulso.
—De acuerdo, por esta noche.
Al sentir el calor de su mano, Samantha notó que una ola de deseo recorría su
cuerpo. Él la miraba, fijándose en los labios, suavemente, como si los estuviera
besando.
—Por esta noche —repitió él. Al cabo de un momento, añadió—: ¿Toda la
noche, Samantha?
A ella le dio un vuelco el corazón y retiró la mano.
—Solo el principio.
—¿Por qué no toda la noche? —dijo con tono seductor.
—No dices más que tonterías.
—¿Sí?
—¡Sabes que sí!
—Te diré lo que sé, Samantha. Eres la mujer más bella que he conocido nunca.
Y la más sexy. Yo...
—¡Ya basta! —soltó ella.
—¿Por qué?
—¡Porque no lo soporto! ¿No lo comprendes, Max?

Digitalizado por PNM Nº Paginas 40-108


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—No, Samantha, no lo comprendo. Sé que te gustaba cuando decía esas cosas.


—Max...
—Es cierto, cariño. Los dos lo sabemos —la interrumpió.
Ella se levantó de la silla.
—¡No me llames «cariño»! ¡No tienes derecho! Eso también lo sabemos los dos.
Él la sujetó por la muñeca.
—Siéntate —dijo calmado.
—¡No puedo! —intentó soltarse, pero él la agarraba con fuerza— ¡Suéltame,
Max!
—Por favor, Samantha, siéntate. Estábamos pasándolo tan bien... No lo
estropees ahora.
Al ver que la gente los miraba, Samantha se sentó.
—Tú eres el que lo está estropeando.
—Lo siento, no creía que lo estuviera estropeando. No tenía intención de
molestarte —la expresión de su rostro era de tensión—. En cualquier caso, me he
disculpado. Ahora, sigamos cenando. He esperado este día desde que comenzaste a
trabajar.
Era evidente que intentaba suavizar la situación y, un poco después, Samantha
también lo intentó. Comieron en silencio durante un rato, y luego comenzaron a
hablar otra vez.
Samantha le contó a Max cómo iban las cosas con Annie. Solía llegar a tiempo
para recogerla del jardín de infancia, pero un día tuvo que trabajar hasta más tarde y
fue Helen a buscarla. Las dos se llevaban muy bien.
Terminaron de comer y el camarero les llevó la carta de postres. Compartieron
un pedazo de tarta de queso y pidieron dos cafés irlandeses. Hablaron de otras cosas,
de una muestra de arte, de un festival, de la boda próxima de un amigo... Hablaban
con tranquilidad e incluso se rieron al recordar viejas anécdotas. Samantha pensó que
todo era muy natural, como las tardes del pasado. Parecía que todo iba bien y, sin
embargo, todo iba mal.
El camarero dejó la cuenta al lado de Max y él le dijo a Samantha:
—¿Estás segura de que quieres pagar?
—¡Por supuesto!
—Podemos pagar a medias —ella rehusó—. ¿Me dejas pagar el vino?
—¿Qué ocurre, Max? Fue idea tuya que te invitara a cenar. ¿Por qué has
cambiado de opinión?
—Momentos de debilidad —dijo con una sonrisa—. Está bien eso de que te
inviten. Si quieres, puedes invitarme otra vez cuando te aumenten el sueldo.
Samantha miró la cuenta.

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—Haría el trato, pero no creo que me aumenten el sueldo antes de seis meses, y
después ya no estaré aquí.
—Si tú lo dices —fue la respuesta de Max.
Al salir del restaurante Samantha vio que varias mujeres miraban a Max. Se
había olvidado de la impresión que él causaba en otras personas. Hubo un tiempo en
que le encantaba ver cómo recibían a Max allá donde fueran. Siempre se sentía muy
especial porque él, entre tantas mujeres que se fijaban en él, se hubiera enamorado de
ella. Nunca se imaginó que Max le sería infiel.
No tardaron mucho en llegar a casa. Samantha se bajó del coche delante de la
puerta y dejó que Max fuera a aparcar. Entró en la casa sin esperarlo. Helen estaba en
la cocina viendo la televisión. Le dijo que le había leído un cuento a Annie antes de
acostarla, dio las buenas noches y salió de allí.
Samantha se dirigió a la habitación de Annie, miró a la pequeña y se marchó a
su dormitorio. Max no había entrado aún en la casa.
Comenzaba a desvestirse cuando llamaron a su puerta.
—¿Max...? —dijo y abrió la puerta.
Él se quedó en el umbral mirándola. Samantha llevaba los botones de la blusa
desabrochados y Max se fijó en sus pechos. Ella se sonrojó.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó.
—Creía que me estarías esperando abajo.
—¿Por qué creías eso? Has tardado un buen rato en entrar en casa.
—Tenía que mirar una cosa en el garaje.
—Bueno da igual, estoy segura de que no pensabas que estaría esperándote
para darte un beso de buenas noches.
—Eso es justo lo que esperaba.
—¡Venga, Max!
—Nunca hemos salido a cenar sin que después hiciéramos el amor.
Samantha se estremeció.
—Si crees que eso es lo que va a ocurrir ahora, te equivocas.
—Es lo que los dos deseamos, cariño.
—¡No es cierto! Y ya te he dicho que no me llames así.
Él puso la mano sobre el cuello de Samantha.
—Tienes el pulso acelerado. Parece que tu corazón esté en mis manos. Eso
siempre ha sido una señal delatora, Samantha.
¡Por supuesto, tenía razón! Ella no podía controlar el pulso, ni su respiración. Si
se hubiera abrochado los botones antes de abrir la puerta...
—¡Vete! —le ordenó.
—Tranquila, cariño, vas a despertar a Annie —dijo y entró en la habitación.

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—Te lo advierto, Max —dijo Samantha cuando él se acercó—. Si me haces el


amor ahora, estarás obligándome, y eso no lo tolero.
—¿Obligándote? Estás mintiendo, Samantha. Recuerda que tu pulso siempre
dice la verdad.
Él inclinó la cabeza y le acarició el cuello con la lengua. Samantha apenas podía
respirar.
Cuando creía que iba a desmayarse de deseo, él levantó la cabeza.
—Esta noche, solo te pido un beso.
—¿Esta noche?
—Un simple beso de buenas noches para terminar esta velada maravillosa.
El beso fue todo menos simple. Le dio un beso apasionado a la vez que le
acariciaba las caderas y Samantha estaba tan excitada que pensó que iba a estallar.
Cuando se quedó a solas admitió que si Max hubiese intentado llevarla a la cama, no
se habría podido resistir.
Y sin embargo, después de provocar en ella el máximo deseo, Max estaba
dispuesto a marcharse.
¿Cómo podía hacerle eso?
Ya estaba en la puerta cuando se volvió:
—Se me olvidaba. La fiesta.
—¿Fiesta...? —Samantha estaba aturdida e intentaba controlar sus temblores.
—La fiesta de la empresa. Ya te hablé de ella... ¿te acuerdas? Es mañana, en casa
de los Langley.
—Sigo pensando que no debo asistir...
—Demasiado tarde. Ya he dicho que irías.
—¡Max! Yo no dije que iría.
—Quiero que vayas, Samantha.
Samantha tuvo la sensación de que si no aceptaba ir, Max se las arreglaría para
convencerla.
Había algo que quería saber.
—Max... ¿Edna estará allí?
—Ya te lo dije, solo irán los socios.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Y Stan Manson?
—Él sí que estará.
Stan Manson encontraría sospechoso que Max fuera solo a la fiesta.

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—Parece que no tengo más remedio. Iré, Max, pero solo por el bien de Annie.
Para asegurarme de que no hay problemas con su herencia.

Max dio un silbido cuando vio bajar a Samantha por las escaleras.
—¡Estás preciosa!
—¡Adulador! —se rio ella.
—En serio. Dejarás boquiabiertos a todos los hombres de la fiesta. ¿Ese vestido
es nuevo, Samantha? No recuerdo haberlo visto.
—No lo has visto.
Se lo había comprado aquel día, después del trabajo. Con lo que le sobró de la
primera paga, se compró el vestido más bonito que encontró. No recordaba cuándo
fue la última vez que se había preocupado tanto por su aspecto. Iba más maquillada
de lo habitual y, en lugar de recogerse el pelo detrás de las orejas, había dejado que
los mechones le cayeran a los lados de la cara. El vestido nuevo era ceñido y de color
granate. Llegaba casi hasta el suelo y tenía una abertura hasta la altura del muslo.
Además lucía un collar a juego con unos pendientes de plata que Max le había
regalado por su tercer aniversario.
Cuando se separó de Max no se llevó sus joyas. Pero días atrás había
encontrado un joyero en un cajón de la cómoda con algunas de las cosas que Max le
había regalado. ¿Lo habría dejado él allí, pensando que lo encontraría? ¿O estaban
allí desde que ella se marchó? Samantha nunca pensó que volvería a usar las joyas
que Max le había regalado.
Hasta ese día, en que necesitaba estar lo más segura de sí misma posible. En la
fiesta estarían todos los socios, gente a la que ella no había visto desde hacía casi un
año. Samantha no sabía si la recibirían con curiosidad o con lástima, quizá de las dos
maneras. Dependía de lo mucho que supiera la gente.
Al llegar a la puerta de la casa de los Langley, Samantha respiró hondo. Max,
notó su nerviosismo y la tomó de la mano.
—Estás preciosa. Todos se alegrarán de verte otra vez.
—Max...
—Tranquila, Samantha. Lo harás bien. Si te das una oportunidad, quizá hasta
disfrutes de la fiesta.
Dudaba de que eso fuera cierto, pero iba a intentar aparentar que se sentía muy
segura.
—¡Samantha! ¡Qué alegría!
Nora Langley la agarró de la mano y la llevó hasta el recibidor de su casa. El
marido de Nora, Charles Langley, era un hombre elegante de pelo canoso, exigente y
eficiente que había destacado en uno de los bufetes de abogados más famosos de
Nueva York. Su mujer era alta y esbelta. Se movía con gracia y elegancia.
—Ven conmigo, Samantha —dijo y miró a Max sonriendo—. Háblame de
vuestra encantadora niñita. Hace mucho que no la veo... Debe de estar hecha toda

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una señorita, seguro que guapísima. He visto las fotos que Max tiene sobre el
escritorio, pero las fotos nunca son lo mismo.
Samantha miró a Max sorprendida. No se le había ocurrido que Max tuviera
fotos de Annie en el despacho. Recordó que una vez su foto también estuvo sobre el
escritorio de Max, pero eso había sido hacía mucho tiempo. Max le sonrió, como
diciendo «¿ves como todo iba a salir bien?».
Samantha se marchó con Nora. Saludaron a otros abogados y a sus cónyuges.
Todos eran muy amables y Samantha pensó que Max tenía razón cuando le dijo que
disfrutaría de la fiesta.
—Estamos muy contentos de que hayas vuelto —eso fue todo lo que Nora
comentó acerca de la ausencia de Samantha. Después se dedicó a preguntarle cosas
sobre Annie.
—¡Si es Samantha Anderson! —una voz conocida las interrumpió. Samantha se
volvió y encontró a Stan Manson. Parecía contento de verla, aunque no sorprendido
—Te dejo en buenas manos —dijo Nora y se marchó a recibir a otros invitados.
Samantha se quedó un rato hablando con Stan. Él también le facilitó las cosas.
No habló del testamento de William Anderson, pero sí le dijo que se alegraba de que
hubiera decidido hacer lo mejor para su hija. Sabía más acerca de Samantha de lo que
ella creía, ya que también le preguntó por su trabajo.
Samantha comenzó a hablarle acerca de los dos hermanos y, en ese momento, lo
llamaron por su teléfono móvil. Stan sonrió como para disculparse y se alejó para
hablar en un sitio menos ruidoso.
Samantha se quedó sola y decidió ir a buscar a Max. Lo encontró enseguida, era
el hombre más llamativo de la fiesta.
Él estaba hablando y no vio que Samantha se acercaba entre la gente. Cuando
ya estaba casi a su lado, ella sé paró de golpe. Edna. Estaba agarrada del brazo de
Max, hablaba de forma animada y él se reía de algo que ella había dicho.
¿Qué diablos hacía Edna allí? No era socia y además Max había dicho que no
asistiría a la fiesta. ¿Por qué le había mentido?
Samantha estuvo a punto de marcharse de allí, antes de que la vieran y de que
la humillaran. Pero la verían marchar y se reirían de ella a sus espaldas. Eso era
mucho peor. Respiró hondo, levantó la cabeza y se puso derecha.
—Hola, Edna.
Edna se volvió. Era una mujer muy guapa, tan sensual y exótica como
Samantha la recordaba. Su pelo era negro como el azabache y tenía los ojos oscuros y
llamativos. Era más alta que Samantha, esbelta y voluptuosa. Su mirada hacia que los
hombres, Max inclusive, no pudieran resistirse a acercarse a ella. Pero Samantha no
la encontraba atractiva.
—Samantha —dijo con voz fría—. Estás muy guapa.
—Gracias —contestó Samantha, dejando claro que no iba a responder a su falso
cumplido.

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Edna la miró de arriba abajo. Max estaba a su lado, un poco tenso. Samantha
vio que la miraba de forma inquisitiva, como si no supiera cómo iba a reaccionar al
ver a Edna. Lo miró fijamente a los ojos. Estaba muy enfadada, pero sabía que lo
mejor era no demostrarlo.
—Samantha... —comenzó a decir él, pero Edna lo interrumpió.
—Max... —todavía tenía la mano sobre el brazo de él—, ¿por qué no nos traes
algo de beber? ¿Qué quieres, Samantha? ¿Un refresco light? —soltó una pequeña
carcajada—. Estoy segura de que tienen alguno. Para mí lo de siempre, Max, ginebra
con tónica. Más ginebra que tónica.
Dijo la última frase con mucha familiaridad. Parecía que Max sabía muy bien lo
que Edna quería beber. Una vez más, Samantha decidió no mostrar su enfado.
Edna soltó el brazo de Max. Él esperó un momento, se preguntaba si debía dejar
a Samantha con la mujer que odiaba. Miró a Samantha y le preguntó:
—¿Lo que quieres es un refresco light?
—Sí —dijo ella, a pesar de que le daba igual lo que le trajera. Más aún, no
quería nada.
Max dudó un instante y se marchó.
«¿Y ahora qué?», se preguntó Samantha. ¿Se marchaba ella también sin quedar
como una idiota? Otra vez Edna tomó la iniciativa.
—Así que has vuelto. ¿Debo decir que es una sorpresa?
—¿Para qué, si no lo es? —dijo Samantha.
Edna se rió.
—En ese caso, no lo haré. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que nos vimos la
última vez?
—Once meses. Y algunos días, si quieres ser exacta. Estoy segura de que te
acuerdas.
Edna se rió otra vez.
—Pues no los he contado. Lo que si recuerdo es que te marchaste sin decir
adiós.
Samantha miró a Edna y dio un paso atrás. No esperaba que fuera tan
descarada.
—Creo que iré a buscar a Max —murmuró.
Edna la agarró del brazo antes de que se marchara.
—Sigues tan boba como siempre —se burló.
—¿Qué demonios quieres decir? —preguntó Samantha.
—Nunca me olvidaré de la cara que pusiste cuando me encontraste en la cama
de tu querido Max. Parecía que ibas a morir allí mismo. Por la forma en que saliste
corriendo de la habitación, pensé que habías visto al diablo.

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—Un diablo —asintió Samantha—, con cara de mujer. Eso es exactamente lo


que vi.
La mirada de Edna era tan dura y penetrante que Samantha se preguntó si
habría conseguido ofenderla.
Pero lo único que dijo la otra fue:
—Me imaginaba que después de unos años de matrimonio ya sabrías cómo
tratar a tu marido. Los hombres echan canas al aire, ya lo sabes. Bueno, dime, ¿estás
tan insegura como antes?
Samantha levantó la cabeza.
—No estoy nada insegura. No tengo razón para estarlo. Pero para que lo sepas,
Edna, le he dicho a Max que no te lleve a casa mientras yo esté allí. No quiero que le
des un disgusto a mi niña.
Edna puso una cara extraña, como si le hubieran dicho algo que no esperaba
oír, pero enseguida cambió la expresión por una cara triunfal.
—¿Y si voy, qué harás? Es más, ¿qué harás si nos encuentras a los dos en la
cama otra vez?
Samantha creía que se iba a desmayar. Nunca se había encontrado con alguien
tan descarada como Edna. ¿Cómo podía Max sentirse atraído por alguien tan cruel?
La respuesta era sencilla: Edna era sexy y los hombres se fijaban en ella.
—No tengo por qué contestarte —dijo Samantha cuando pudo hablar.
—Eso quiere decir que el ratoncito volvería a huir —dijo Edna con burla—. No
me lo has dicho, ¿de verdad tienes intención de quedarte con Max?
¿Dónde se había metido Max? Samantha no sabía cuánto tiempo podría
aguantar el veneno de Edna.
—Por eso estoy aquí.
—Bueno, claro. Te quedarás seis meses —Edna puso cara de mala—. Seis
meses, cueste lo que cueste. Dulce e inocente, Samantha, hasta tú tienes un precio.
Aunque sea por tu hija.
—¿Sabes lo de la herencia de mi suegro?
—Creí que era evidente.
—¿Te lo dijo Max?
—Lo sé, ¿no te basta con eso? —Edna volvió la cabeza—. Ya está aquí, con las
bebidas. Has llegado en el momento justo, Max. Parece que tú querida esposa
necesita algo.
Max miró a las dos mujeres.
—Veo que habéis estado hablando —dijo y les dio las bebidas—. ¿Me he
perdido algo?
—Nada. A menos que te guste la cháchara de mujeres, y sé que no —Edna lo
miró con coquetería.

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Él la observó durante un instante y después miró a Samantha. Ella notó que su


mirada era inquisitiva, pero lo miró fríamente. Después dio un sorbo a su bebida.
Sin decirle una palabra a Max ni a Edna, Samantha se alejó. Comenzó a pasear
entre el resto de los invitados, sin prestar mucha atención a los que hablaban con ella.
No miró atrás ni una sola vez. Si Max y Edna continuaban absortos en su pequeño
mundo, ella no quería saberlo. Es más, no quería que tuvieran la satisfacción de ver
que estaba a punto de llorar.
Por fortuna, se marcharon de la fiesta antes que el resto de los invitados.
Mientras se despedían de la gente, Samantha permitió que Max la agarrara del brazo,
pero en cuanto salieron de allí se soltó con brusquedad.
De regreso a casa, él dijo:
—¿Quieres contarme qué ha pasado?
—¡No puedo creer que me preguntes eso! —contestó furiosa.
Él agarró con más fuerza el volante.
—Te estoy preguntando, Samantha ¿qué ha pasado?
—No has tenido la decencia de decirme que tu amante iba a estar en la fiesta.
Sabías que, de saberlo, yo no habría asistido.
—Samantha...
—¡Me has mentido, Max! Te pregunté si ella iba a estar allí.
—Estaba equivocado. Lo siento.
—Una fiesta de socios... ¿no fue eso lo que me dijiste? Y Edna no es socia. O eso
dijiste.
—No lo es. Todavía. Están hablando de hacerla socia, pero todavía no lo es. No
sabía que Charles Langley había decidido invitarla. ¿Me crees?
—¡No!
—¿Por qué razón crees que iba a mentirte?
—Querías que me encontrara con tu amante. Que supiera que nada había
cambiado entre vosotros.
—¿En una fiesta? No tiene sentido, Samantha.
—Para una persona normal no lo tendría. Pero te pedí que no la llevaras a casa.
Te amenacé con llevarme a Annie si lo hacías. Está claro que para ti era tan
importante que nos encontrásemos que buscaste otra manera.
—¡Eso es una locura, Samantha! No sabía que iba a estar allí esta noche. Me
gustaría que me creyeras.
—Quizá, Max, si no fuera por lo que ella dijo. Edna sabe las condiciones del
testamento de William —él se sobresaltó—. Supongo que no debo extrañarme de que
lo hablaras con ella, aunque esperaba que no lo hicieras. Debí habérmelo imaginado.
Pasaron unos segundos antes de que Max hablara.

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—Si te dijera que no hablé con Edna de la herencia, supongo que tampoco me
creerías, ¿no?
—¡Claro que no! —estalló Samantha—. En estos momentos no puedo creer ni
una sola palabra que tu digas.
—En ese caso —dijo Max—, no tiene sentido que hablemos.

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Capítulo 5
CUANDO Brian llamó al día siguiente, Samantha se puso muy contenta de oír
su voz. No era la primera vez que la llamaba desde que se marchó de Manhattan,
pero cuando le propuso que se vieran, ella le dijo que no. Max no se hubiera tomado
a bien que ella saliera con otro hombre. A Brian no le quedaba más remedio que
aceptar la situación.
—¡Brian! —exclamó ella.
—¡Bueno! Por una vez te alegras de oír mi voz.
—Es bueno saber que todavía tengo un amigo.
—Más que un amigo, todavía tengo esperanzas —su voz había cambiado.
Samantha se quedó callada un momento. La noche anterior había pasado varias
horas sin dormir pensando en lo que había sucedido en la fiesta. Estaba furiosa con
Edna, pero más aún, con Max. Incluso estaba enfadada consigo misma por no
haberse dado cuenta de que iba a caer en una trampa. Había creído a Max cuando le
dijo que Edna no estaría allí, quizá solo porque deseaba confiar en él.
Estaba hablando con Brian y tenía que tener cuidado para que no se hiciera una
idea equivocada. Si se la hacía, sería tan culpable como Max.
—Un buen amigo, Brian.
—¡Estoy loco por ti, Samantha! Sabes que quiero algo más que la amistad.
—Brian... No hay nada más, ya lo sabes.
—No te presionaré —su tono de voz cambió—..Por lo menos, ahora no. No
hasta que hayas dejado a ese maldito marido tuyo. Es decir, los dos sabemos que no
vas a estar ahí más de seis meses.
Samantha cerró los ojos para afrontar su dolor al escuchar esas palabras. Agarró
más fuerte el auricular e intentó dejar las cosas claras.
—No estaré aquí mucho tiempo, pero cuando me vaya, nada cambiará entre
nosotros. Ya lo sabes, Brian. Lo siento.
—No estoy listo para rendirme todavía —dijo él después de un breve silencio.
—Brian...
—¿Cómo estáis Annie y tú? —la interrumpió.
—Bien.
—¿Por qué no te creo?
—De verdad, estamos bien.
—Creo que no me estás diciendo la verdad. ¿Max te trata mal?
—¡Nada de eso!
—Algo va mal, lo noto en tu voz. ¿Qué pasa, Samantha?
—Nada de lo que quiera hablar. Probablemente sienta lástima de mí misma.

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—Yo puedo ayudarte —dijo Brian animado—. Es sábado y hoy no trabajas.


¿Por qué no vamos al zoo con Annie?
Samantha tardó en contestar. Miró a Annie. Estaba haciendo un puzzle. Helen
estaba pasando el aspirador en el pasillo. Samantha no tenía nada que hacer.
Max debía de haberse marchado muy temprano, porque cuando ella se levantó
a desayunar, ya no estaba en la casa. Samantha sabía que estaba muy ocupado
trabajando en su próximo caso. También era posible que se hubiera ido a ver a Edna.
¿Se estarían riendo de lo que pasó en la fiesta? ¿Estarían haciendo el amor? Solo de
pensarlo se ponía enferma.
—Samantha... ¿estás ahí?
—Sí...
—¿Vendrás conmigo? ¿O tienes miedo de que tu amo y señor no te dé permiso?
—Nadie me dice lo que puedo hacer —dijo ella—. Decido yo. Siempre.
—Max debe de haberte hecho algo realmente malo para que contestes así.
Normalmente te dejas llevar.
Max había hecho algo imperdonable, pero Brian no tenía que saber los detalles.
—¿Al zoo? ¿A qué hora?
—¿Vendrás? ¡Bien! Estaré allí dentro de una hora. Una hora. ¿Habría vuelto
Max para entonces? Lo más seguro era que no. Además, ella no tenía que estar en
casa esperando a que llegase su marido. Brian llegó una hora después.
—¡Buen sitio! —exclamó al ver la casa. Se notaba un cierto tono de envidia en
su voz.
Cuando se marcharon, él solo hizo una alusión a la riqueza de Max, pero
Samantha le dijo que el dinero no determinaba su actitud hacia la gente, y él cambió
de tema.
A Annie le encantaba el zoo. Tenía sus animales favoritos: los elefantes, los
pavos reales y los tigres. Pero los que más le gustaban eran los monos. La pequeña se
reía cuando los veía saltar de rama en rama.
—La he echado de menos —dijo Brían—. Os he echado de menos a las dos.
Rodeó con su brazo los hombros de Samantha y ella se sorprendió. No era la
primera vez que Brian la tocaba, incluso la había besado en una ocasión y no le
importó. Esta vez era diferente. Por alguna razón, relacionada con Max, le parecía
mal.
Dio un respingo y Brian se puso tenso.
—¿No llamarás a esto un roce obsceno?
—Claro que no. Lo siento —Samantha no hizo caso del tono malhumorado de
Brian.
—Los amigos se tocan, Samantha. No estoy intentado hacer el amor contigo.

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—Lo sé —dijo ella. Brian le había hecho un favor sacándola unas horas de
aquella casa. No era culpa suya que ella no estuviera de humor—. He dicho que lo
sentía.
—¿Es por Max, verdad?
—Brian...
—¿Estás enamorada de él, Samantha?
Brian estrechó la distancia entre ellos. Samantha quería retirarse, pero se quedó
quieta.
—¿Lo estás? —insistió él.
—Max es mi marido —dijo con cuidado.
—Yo no lo llamaría así.
—No estamos divorciados.
—Pronto lo estarás. ¿No has cambiado de opinión, no?
Aunque hubiera cambiado de idea, no importaba. La noche anterior había
tenido la prueba. Daba igual lo que sintiera por Max. Él estaba con Edna.
—Si lo que quieres saber es si me quedaré más tiempo, lo dudo.
Durante unos minutos estuvieron en silencio. Samantha pensó en Brian y en
cómo la rodeaba por los hombros. No sentía nada parecido a lo que sentía con Max.
Con este último todo contacto era vibrante, sexual, incluso cuando no se tocaban.
Incluso cuando estaba enfadada con él, el deseo siempre estaba presente. Él la
excitaba como ningún otro hombre había hecho.
El cuerpo de Brian no tenía vida, ni la atraía sexualmente. Samantha deseaba de
todo corazón que las cosas fueran diferentes, tenía la sensación de que nunca la
atraería otro hombre que no fuera Max.
—¿Te acuestas con él?
—¡No puedo creer que me preguntes eso!
—¿Te acuestas? Cielos, Samantha, ese hombre tiene una amante. No me mires
así, después de todo fuiste tú quien lo pilló en la cama con otra.
Samantha estaba horrorizada.
—¡Te estás pasando!
—Entonces, te has acostado con él. Eso explica tu reacción conmigo.
Samantha se alejó un poco.
—Da la casualidad de que no me he acostado con él, pero si lo hubiera hecho,
no sería asunto tuyo.
—Lo siento... No quería... —dijo al ver que estaba muy enfadada—. Es solo que
no soporto pensar que estás con ese hombre. ¿Lo comprendes, Samantha?
—Sé que ha sido un error salir contigo hoy.
—No —se defendió él.

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—Sí. No es culpa tuya, Brian. Sé que tenías buenas intenciones y no has hecho
nada mal. Has intentado hacemos felices.
—Eso es.
—Da igual, no tenía que haber venido. No, mientras esté viviendo con Max,
mientras tenga tantas cosas que solucionar en mi cabeza.
—Samantha... ¿Qué intentas decirme?
—Que no podemos vernos más. Lo siento, Brian, pero me he equivocado.
Annie estaba mirando a los monos y no escuchó ni una palabra de la
conversación. Su madre le tocó el brazo y ella se volvió.
—Es hora de irnos, cariño.
—¿No podemos quedarnos, mamá?
—No, Annie, tenemos que irnos.
La pequeña miró a Brian, como para que convenciera a su madre de que se
quedasen. El miró a la pequeña con tristeza y negó con la cabeza.
De vuelta a casa, Samantha se sentía culpable. No tendría que haber aceptado la
invitación de Brian. Sin quererlo, había intentado encontrar a un sustituto de Max.
Por lo menos había aprendido que pasar tiempo con otro hombre no servía de nada.
Solo servía para confirmarle que estaba enamorada de su marido.

Cuando se bajaron del coche de Brian, Max los estaba esperando.


—El chico está enfadado —dijo Brian en voz baja.
—Me da igual lo que hagas con Samantha en Nueva York —le dijo Max a Brian
con la mirada fría—, pero espero que te mantengas alejado de ella mientras viva
conmigo.
Samantha contuvo la respiración al ver que Brian cerraba los puños y sacaba
pecho. Max no era una persona que solucionara las cosas a puñetazos, pero cuando
iba a la universidad era un buen boxeador. Además era más alto y más fuerte que
Brian.
—Vete —le dijo Samantha a Brian.
—Cuídala o tendrás que vértelas conmigo —dijo Brian, y miró a Max
enfurecido.
Pero no fue más lejos. Abrazó a Annie, se despidió de Samantha, entró en el
coche y se marchó.
—¡Papá! Hemos ido al zoo. Tenías que haber visto a los monos, papá. ¿Por qué
no has venido con nosotras?
Max le dio un beso en la frente.
—Mañana nos divertiremos juntos, princesa. ¿Por qué no vas a la cocina? Helen
acaba de sacar unas galletas del horno y sé que las ha hecho para ti.

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Annie salió corriendo y Samantha estaba a punto de entrar en la casa cuando


Max la llamó.
—¿Qué? —ella se volvió.
—Tenemos que hablar.
—¿Ahora? Ha sido una mañana muy larga.
—Ahora mismo. ¿Qué es eso de salir con tu novio?
Samantha estuvo a punto de decirle que Brian no era su novio, pero se contuvo.
Se alegraba de ver a Max enfadado. Se lo merecía. No tenía derecho a saber la
verdad.
—Brian nos ha invitado al zoo, y he aceptado.
—¿Cómo te atreves?
—No hagas un drama por nada, Max.
—¿Por nada? —su voz era fría como el hielo—. Eres mi esposa. Me marcho
unas horas de casa y cuando regreso, me entero de que te has ido con ese hombre. Tú
y mi hija.
—¡Qué descaro tienes, Max! Tú te acuestas con Edna y eso no importa. Yo paso
un rato en el zoo con Brian y con Annie, y he cometido un crimen. Utilizas doble
rasero, Max. ¿O no lo sabías?
—¡No sabes de qué estás hablando!
—¡Te equivocas! Sé lo que digo. Lo que yo haga es mi problema. A ti no te
incumbe, desde el día en que decidiste tener una aventura.
Se quedaron mirándose. Samantha notó que Max estaba tenso. Ella también.
Estaba a punto de marcharse cuando Max la agarró del brazo.
—No hemos terminado.
Ella se soltó con brusquedad.
—Puede que tú no. Me duele la cabeza y me voy dentro.
—Mientras vivas en esta casa, no quiero que vuelvas a ver a ese hombre.
Tampoco quiero que pase tiempo con mi hija. ¿Entendido?
—También es mi hija, por cierto —dijo ella—. No me des órdenes, Max. El
testamento solo decía que teníamos que estar aquí seis meses y no decía nada acerca
de mi vida social. Si quiero ver a Brian o a cualquier otro hombre, lo haré. Sin tu
permiso, Max.
Eran palabras sin contenido, porque sabía que no vería a ningún otro hombre
mientras fuera la esposa de Max.
Estaba casi dentro de la casa cuando Max la alcanzó de nuevo.
—Samantha...
Ella se tocó la cabeza.
—¿Ahora qué? ¿No te das cuenta de que ya he tenido suficiente?

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—¿Te duele la cabeza de verdad? —él le tocó la frente. Samantha no pudo


discernir si era un gesto sincero o si estaba fingiendo—. Pobre Samantha —su tono
de voz era más suave, pero ella pensó que lo decía con ironía.
—Ahórrate la compasión, Max. Quiero irme a mi cuarto.
—Enseguida. Aunque no te lo creas, esta mañana no estuve con Edna.
—Después de lo de anoche, ¿cómo quieres que te crea?
—Es cierto. He ido a la oficina para trabajar en el caso —su tono parecía sincero
— ¿Quieres saber por qué he vuelto temprano?
—No especialemente.
—Te lo diré de todas maneras. Pensaba llevaros a la playa. Imagínate cómo me
he sentido al ver que no estabais aquí.
Samantha lo miró. Ella creía que lo conocía bien, y se daba cuenta de que no era
así.
—Me he desilusionado —dijo Max—. Pero eso es agua pasada. Iremos mañana.
A Annie le encantará.
—Puedes ir tú con Annie. No tengo ningún interés en ir a la playa contigo.
Max le retiró un mechón de pelo que tenía sobre la frente con una caricia.
Samantha sentía un nudo en la garganta.
—Ve a tu habitación. Te llevaré una taza de té y algo para el dolor.
Desconcertada, murmuró:
—Gracias.
Cuando estaba abriendo la puerta de la casa, Max dijo:
—Quizá cambies de opinión respecto a lo de mañana —se puso un dedo en los
labios—. No digas nada. Piensa en ello y luego me cuentas qué has decidido.

—¿Te alegras de haber venido?


Samantha dejó de mirar el partido de voleibol y sus ojos se posaron en Max. Era
el hombre más atractivo de la playa.
—Sí —dijo ella. Sabía que no podía engañarlo.
La noche anterior había decidido no ir, pero al despertarse hacía un día
precioso, vio que Annie estaba muy ilusionada con ir a la playa y Max, tan guapo
como siempre, volvió a repetirle la propuesta. A cualquier mujer le hubiera resultado
imposible resistirse.
—¿Eso quiere decir que ya te crees que no sabía que Edna estaría en la fiesta? ¿Y
que no estuve con ella ayer?
—Quiere decir que he decidido olvidarme de Edna por hoy y disfrutar, ya que
estoy aquí.

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Rosemary Carter – Aprender a confiar

No era la respuesta que Max quería oír. Estaba a punto de decir algo cuando
Annie preguntó:
—¿De qué estáis hablando?
—Cosas de mayores, princesa. ¿Hacemos un castillo de arena? Mientras tanto
tu madre —miró a Samantha—, puede ir a quitarse algo de ropa.
—Estoy muy cómoda —protestó Samantha. Iba en vaqueros y camiseta.
—Siempre te gustaba ir en bikini.
A Samantha le encantaba estar en la playa. Había decidido no quedarse en
bañador porque no le gustaba la idea de que después de tanto tiempo Max la viera
casi desnuda. Por su mirada, supo que él sabía en qué estaba pensando. Se
preguntaba si también sabía que deseaba que él la considerara sexy. Por eso había
metido el bikini en la bolsa.
—Voy a ir a nadar —sonrió a Annie—. A ver si cuando venga ya habéis
empezado el castillo.
Diez minutos después Max vio llegar a su esposa y se le encogió el corazón.
Seguía tan guapa y tan sexy como el día en que le robó el corazón. Llevaba un bikini
granate que realzaba su figura. Seguía teniendo los pechos preciosos y él recordó
cómo disfrutaba besándoselos. Sus piernas eran esbeltas y, al recordar el tacto de su
piel, deseó acariciárselas.
Cuando se acercó vio sus ojos verdes. Su mirada era tímida, como si se
preguntara cómo iba a reaccionar él al verla. Max se preguntaba qué diría ella si le
dijera que en todo momento deseaba hacerle el amor. «Lo más probable es que
hiciera un comentario sarcástico acerca de Edna», pensó Max.
Samantha se arrodilló en la arena y observó el castillo. Había recogido algunas
conchas para decorarlo.
Los tres se reían y hablaban mientras le daban forma. Cualquiera que los viera
creería que eran una familia feliz disfrutando de un día de playa. Era lo que deseaba,
volver a ser lo que habían sido.
Cada vez que Max tocaba su mano sin querer, sentía un escalofrío.
Cuando terminaron el castillo, Max dijo:
—Es el momento de hacer un túnel.
—¿Un túnel? —preguntó Annie—. ¿Cómo, papá?
—Eso es cosa de los mayores, princesa. Lo haremos mamá y yo. Tenemos los
brazos más largos.
Comenzaron a excavar a través del castillo, Max desde un lado y Samantha
desde el otro. A medida que avanzaban, Samantha tuvo un presentimiento. Llegaría
un momento en que sus manos se chocarían en el medio. Así fue, de repente, un
dedo fuerte le agarró el suyo. Después le agarró la mano y le acarició la palma.
—Max... —Samantha respiraba cada vez más rápido.
—¿Sí?

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—El túnel se ha acabado.


—¿De verdad?
—Estoy segura.
Max le soltó el dedo y los tres dieron los últimos retoques a su obra. Una familia
con una niña pequeña se colotó cerca de ellos. Annie se emocionó al ver a Linda, una
niña de su guardería. Salió corriendo a jugar con la pequeña.
—¡Vaya palacio! —exclamó la madre de Linda.
Samantha había conocido a la mujer en otra ocasión. Los cuatro adultos se
pusieron a hablar. Max les pidió que cuidaran de Annie mientras Samantha y él se
daban un baño. Aceptaron encantados. Ella se rió cuando Max la salpicó y lo salpicó
también. Para Max, la risa de Samantha era el sonido más maravilloso del mundo.
Max se colocó detrás de Samantha, buceó y metió la cabeza entre sus piernas
para levantarla a hombros. Ella se rió, se sentía libre y joven. Acarició el pelo de Max
y entrelazó sus dedos en él.
Cuando Max le agarró las manos, Samantha dejó de reír. Tiró de ella hacia
delante, por encima de su cabeza, hasta que su boca quedó muy cerca de la de él. Su
cabeza presionaba los pechos semidesnudos de Samantha. Tiró de ella un poco más y
comenzó a besarla.
Samantha nunca había sentido nada parecido. Notaba el cuello de Max entre
sus muslos, presionando la parte más delicada de su ser. La besaba de forma sensual
y cada vez estaba más excitada. No podría decir cuánto tiempo habían permanecido
así.
Al final, Max la bajó de sus hombros pero no la soltó. La abrazó y besó su
cabeza. Mientras, le acariciaba las caderas. Estaban tan cerca que ella podía sentir que
él también estaba excitado.
—Quiero hacer el amor contigo —le dijo Max al oído.
—Max...
—Vámonos a casa, Samantha
Ella lo deseaba tanto como él. Había soñado con ello muchas veces.
—Y Annie...
—Helen se ocupará de ella.
Salieron del agua agarrados de la mano. Samantha estaba ardiente de deseo.
Era lo que esperaba desde hacía mucho tiempo, hacer el amor con Max. Pasar horas
entre sus brazos.
—Vamos a recoger las cosas —dijo Max.
—¡Sí! —y segundos más tarde dijo—: No...
Max se detuvo y la miró.
—¿Qué ocurre?
—No está bien —dijo ella.

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—¿De qué estás hablando?


—No podemos hacerlo, Max.
—¿Por qué no? —la miró fijamente—. Si tienes algo que decir, dilo.
—No podemos.
—Lo deseas tanto como yo, Samantha.
No podía negarlo. Max la conocía muy bien. Sabía que su cuerpo la delataba,
tenía los pezones erectos y Max solo tenía que mirarla para saber lo que sentía. Daba
igual, tenía que resistirse.
—No está bien. Han cambiado muchas cosas.
—Siempre dices eso —dijo Max—. A veces creo que es la excusa que usas para
todo. Me da igual lo que digas, somos marido y mujer.
—Marido y mujer al borde del divorcio. No lo olvides.
—Un divorcio que no irá a ningún sitio, Samantha.
—Quizá no por tu parte —dijo ella—. Parece que crees que puedes tener una
mujer y una amante.
—Nunca he dicho eso.
—No hace falta. La cosa es que tú tienes tus valores y yo los míos. Da la
casualidad de que no coinciden.
Max se quedó callado. Samantha intentó permanecer quieta mientras él la
miraba. Primero, a los ojos, que todavía estaban llenos de deseo, después a la boca
que lo había besado de forma apasionada, y por último a los pechos cubiertos por un
fino bikini.
—Creo que no piensas nada de lo que dices, Samantha, pero no te he traído
aquí para pelear.
—Y yo no he venido a que me seduzcan.
—¿Crees que para eso te he invitado a venir?
—Ya no sé qué pensar.
—Quizá encuentres la respuesta si hacemos el amor. ¿Por qué no lo intentas?
—Para ti, todo comienza y termina en la cama, Max. ¿Partes de ahí, no? Para mí
no es tan fácil.
Max soltó una carcajada y la miró de arriba abajo.
—Podías haberme engañado.
Samantha se sonrojó, pero consiguió mantener su postura.
—No niego que me hayas excitado, Max. Tienes razón, me gustaría hacer el
amor. Pero no puedo olvidarme de Edna, de lo de hace un año, ni de lo de la otra
noche.
—Creía qua hoy habías decidido no pensar en ella —dijo Max.

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—Lo he hecho hasta hace un rato, cuando he pensado que era tonta. Hay cosas
que no se olvidan así como así.
—¿No puedes dejar de hablar de Edna? No hablaba de hacer el amor con ella.
Quiero hacerlo contigo. Sabes que será maravilloso.
—Puede que lo sea —dijo Samantha con voz temblorosa—. Pero después me
arrepentiré y no estoy preparada para volver a sufrir de esa manera.
Le pareció que Max iba a decir algo. Pero debió pensárselo mejor y se quedó
callado.
Recogieron a Annie y se quedaron un rato más para que la niña chapoteara en
la orilla. En vista de que la alegría se había desvanecido, decidieron marcharse a casa.
Cuando llegaron allí, Max dijo:
—¿Te he dicho que Melissa vendrá a visitarnos?
—¿Tu hermana?
—No conozco a otra Melissa.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—¿Mañana? ¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Se me ha pasado. Llamó justo cuando nos íbamos.
Samantha miró a Max sorprendida.
—Podías haberlo dicho. ¿Dónde va a dormir?
—¿Dónde suele dormir?
—En la habitación de invitados. Pero ahora tú duermes ahí... ¿Qué vamos a
hacer, Max?
—Dejaré que lo organices tú.

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Capítulo 6
SAMANTHA despertó a la mañana siguiente y el sol entraba por la ventana. De
repente, se acordó de Melissa y se incorporó. La hermana de Max tenía tres años más
que él y, al morir su madre, cuando ellos todavía eran jóvenes, tuvo que cuidar de él.
Melissa nunca aceptó que su hermano se había convertido en un buen abogado y que
ya era un adulto que podía decidir por sí mismo, incluso con quién quería casarse.
Al parecer, Melissa ya había elegido una chica adecuada para Max. Alguien que
estaba muy dispuesta a casarse con el apuesto Max Anderson y a hacer lo que
Melissa quisiera. Cuando Max le dijo a su hermana que ya conocía a la mujer con
quien quería casarse, ella se disgustó. En lugar de enfadarse con Max, descargó su
enfado con Samantha.
Samantha llegó a pensar que nunca podría hacer nada que a Melissa le
pareciera bien. Max la aconsejó que no le hiciera caso, pero eso no era tan fácil, sobre
todo cuando eran cosas que concernían a la casa. Cuando Max y su padre vivían allí
solos estaban contentos con que Melissa tomase las decisiones del hogar. Incluso
Helen, aunque a regañadientes, obedecía.
Todo cambió cuando Samantha comenzó a tener más confianza, y sus deseos
como nueva señora de la casa no coincidían con los de Melissa. Inevitablemente las
dos cuñadas se encontraban en Navidad y en todos los cumpleaños. Samantha hacía
todo lo posible por que la situación fuera lo más cómoda posible, se aseguraba de
que la comida favorita de Melissa estuviera en el menú, e intentaba tratarla como a
una amiga. Pero, por mucho que lo intentara, Melissa siempre le era hostil y
Samantha se ponía muy nerviosa durante sus visitas.
Samantha pensó en lo que sucedería en los próximos días. ¿Dónde iba a dormir
su cuñada? ¿A qué iba allí?
Melissa se quedaría en la habitación de invitados. Y Max, dormiría en el sofá
del estudio hasta que su hermana se marchara.
Acababa de llevar al estudio todas las cosas de Max cuando oyó que llegaba un
coche. Miró por la ventana y vio a Melissa. Repasó la habitación para asegurarse de
que todo estaba en orden y bajó a abrir la puerta.
—Hola —dijo con una sonrisa—. Cuánto tiempo, Melissa.
—Hola, Samantha —le contestó con una gélida sonrisa.
—Entra —dijo todo lo animada que pudo.
—Casi pensaba que necesitaba invitación.
—Por supuesto que no —contestó Samantha. Estaba decidida a hacer lo posible
para que la visita de Melissa fuese amistosa.
La última vez que había visto a su cuñada fue en el funeral de William. Melissa
adoraba a su padre y su muerte la afectó mucho. Melissa estaba divorciada y, como
no tenía cerca a ninguna otra mujer, dejó que Samantha la consolara. Pero parecía
que ya había recuperado su actitud hostil.

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Samantha sugirió que se sentaran en el patio. Annie salió corriendo. Al ver a su


tía se paró un instante, pero Melissa se acercó y le dio un abrazo.
—Está muy delgada —dijo Melissa.
—Está muy bien —contestó Samantha.
—¿Come bien?
—Sí —contestó Samantha conteniéndose.
Se alegró al ver que Helen les llevaba una bandeja con café. Melissa le dijo al
ama de llaves que había que sacar brillo al picaporte de la puerta principal, pero no
lo dijo con su tono habitual. Estaba claro que tramaba algo, y era mejor que lo dijera
cuanto antes.
Samantha le hizo una seña a Helen para que se llevara a la pequeña dentro de la
casa.
—Así que has vuelto —dijo la hermana de Max.
—Eso es. ¿Pero ya lo sabías, no?
—Sí. Aunque si crees que me lo ha contado Max, te equivocas. Mi hermano se
ha vuelto muy reservado desde el día que te conoció.
Samantha bebió un poco de café para controlar su enfado.
—¿Y me culpas por ello? —preguntó al fin.
—No tiene sentido que te diga que no. Nunca pensé que fueras la persona
adecuada para Max, pero claro, él era más listo. Por lo menos, todo está a punto de
terminar.
—¿Eso te ha dicho Max? —preguntó Samantha preocupada.
—No ha hecho falta, no soy idiota. Has estado fuera casi un año. Es fácil sacar
conclusiones.
—Ahora he vuelto.
—Por seis meses.
Era igual que la conversación que había tenido con Edna. A Samantha cada vez
le costaba más controlar su enfado.
—Así que Max y tú habéis estado hablando de mí.
—Se ha negado a responder a mis preguntas.
Samantha se llenó de júbilo. ¿Habría sido Max más noble de lo que ella
pensaba?
Melissa continuó:
—No ha tenido que decirme nada, aunque hubiera estado bien que confiase en
mí. Sé que has regresado para seis meses. He leído muchas veces el testamento de
papá. Yo también soy beneficiaria ¿recuerdas?
—¿Así que sabes la condición que puso tu padre respecto a la herencia de
Annie?

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Melissa lo sabía. Edna lo sabía. ¿Quién más sabía por qué había vuelto con
Max? ¿Y todos la mirarían con el mismo desprecio?
—Claro que sé las condiciones. No sé por qué lo hizo.
—En teoría —dijo Samantha—, tu padre esperaba que Max y yo nos
reconciliáramos.
—Yo podía haberle dicho que eso no ocurriría. Sí lo que quería era dejarle a
Annie una herencia, podía haberlo hecho sin más.
Era irónico que Melissa pensara lo mismo que Samantha. Y más irónico aún que
Samantha defendiera las buenas intenciones de su querido suegro.
—Debía tener sus razones.
—Por supuesto. Pensaba que eras maravillosa. Se dejó llevar por tu belleza y
por tu carácter, igual que hizo Max. Nunca se percató de que todo es superficial. Los
hombres son tan tontos...
¡La hermana de Max tenía celos de ella! ¡Y Samantha no se había dado cuenta!
—Melissa... —dijo con cortesía y le tocó la mano—. Melissa, yo nunca... —se
calló cuando su cuñada retiró la mano.
—Papá se quedó desconsolado cuando te fuiste de casa. Confiaba en que
volverías, Max no le contó lo que había pasado. Tampoco tenía por qué hacerlo.
—¿Qué quieres decir? —dijo Samantha atónita. Sabía que a Melissa no le caía
bien, pero nunca le había hablado de forma tan agresiva.
—Bueno, estaba claro, ¿no? Te casaste con Max pensando que te daría un vida
lujosa y tenías razón. Supongo que también creías que estaría todo el día pendiente
de ti. Debió ser duro darse cuenta de que él tenía una parte de su vida que no podía
compartir contigo. Pasaba el día en el juzgado, con otros abogados... con gente de su
mismo nivel.
«Edna», pensó Samantha. ¿Estaría hablando de Edna? ¿O Max no les había
hablado de su amante ni a su padre ni a su hermana? Empezaba a pensar que eso era
posible.
—Pero al final, te aburriste. En cierto modo, te comprendo, Samantha. Yo
también pasé por algo parecido. Sé lo que es estar con un hombre que nunca
desciende a tu nivel intelectual, que solo te quiere por tu aspecto. Así que te
marchaste y privaste a papá de su adorada nieta. Y a mi hermano, lo único que le
quedó fueron las visitas ocasionales que podía hacer a Annie.
Samantha no podía creer lo que estaba escuchando.
—¡No tienes ni idea!
—¿No? Por lo menos sé por qué has regresado. Quieres que tu hija tenga su
dinero. Y con respecto a salvar tu matrimonio, papá estaba loco si creía que
funcionaría. Te conozco, Samantha, te irás de aquí en cuanto pasen los seis meses.
Apuesto que Max y tú ni siquiera compartís habitación, y mucho menos cama.
—No es asunto tuyo cómo durmamos.

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—Te equivocas, Max no es el único albacea de papá.


—También está Stan Manson...
—Así es. Si le digo a Stan que Max y tú estáis fingiendo y que no hacéis un
verdadero esfuerzo por reconciliaros, la herencia de Annie pasará a la historia.
—En otras palabras —dijo Samantha—, has venido aquí a espiarnos.
—Llámalo como quieras.
—¿Por qué haces esto, Melissa?
—Por mi padre. Lo quería y no me gustaría ver cómo os burláis de él ahora que
no está. ¿Te sirve mi respuesta, Samantha?
Era indiscutible que Melissa era fiel a su padre. Samantha la creyó cuando dijo
que había ido allí para asegurarse de que respetaban los deseos de su padre.

Max se sorprendió mucho al ver que sus cosas estaban otra vez en el dormitorio
principal. Samantha las había llevado allí mientras Melissa se daba una ducha.
—¡No tenía ni idea de que tenías esto preparado!
—No te hagas muchas ilusiones —dijo ella.
Max se acercó a Samantha y la abrazó. Ella recostó la cabeza sobre su pecho y
sintió el latir de su corazón. Con los ojos cerrados, Samantha imaginó que estaban
juntos otra vez, como marido y mujer, y que más tarde harían el amor.
—Después de lo de ayer, esperaba que pasase esto —dijo él.
—¿Ayer...?
—En el agua. Noté tu excitación mientras nos besábamos.
Samantha se separó de él.
—No tiene nada que ver con eso.
Pero Max continuó como si no la hubiese oído.
—Te dije que quería hacerte el amor, y tú también querías, cariño.
Se acercó a ella otra vez. Samantha deseaba hacer el amor con Max, pero tenía
que dejarle las cosas claras antes de perder el control.
—No...
—¿Qué ocurre, cariño? ¿Estás pensando en Annie? —Max se equivocaba—. ¿No
puede cuidar Helen de ella?
—Max... no solo es Annie. Melissa está aquí.
—¡Vaya, me olvidé de que venía! He tenido un día muy malo y me he olvidado
por completo. Creo que tendremos que esperar para hacer el amor. No se si podré,
Samantha. Ha pasado tanto tiempo.
—Esto no es lo que tú crees —le dijo ella—. Melissa se quedará en el cuarto de
invitados. Por eso estás tú aquí, Max. Solo por eso.

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A Max le cambió la cara.


—¿No has pensado en el estudio? Hubiera sido más fácil para nuestras
hormonas.
—Sí lo pensé, pero Melissa ha venido a espiarnos.
—¡Por favor, Samantha!
—No, en serio. No se cree que estemos dando otra oportunidad a nuestro
matrimonio.
—¿Se la estamos dando?
—No —dijo Samantha.
—¿Te sientes culpable por no haberlo intentado?
—¿Culpable? No exactamente. El testamento decía, seis meses en esta casa. No
hablaba de compartir habitación... ni de hacer el amor...
—Pero sabes lo que papá quería.
—Creo que sé lo que esperaba. Y me siento mal por ello, porque lo quería.
—No es tarde para empezar.
—Es demasiado tarde, Max —dijo ella—. Está Edna.
—Siempre Edna, Samantha. ¿No crees que ya es hora de que...?
—¡No! No voy a hablar de ella. ¡No puedo! Me dijiste lo del testamento y las
esperanzas que tenía tu padre acerca de nosotros. Estaba atrapada, Max. Vine por el
bien de Annie, pero no porque quisiera tener algo que ver contigo otra vez. Y ahora
Melissa está aquí. Después de lo que hemos pasado, no quiero que le cuente historias
a Stan Manson. Por eso he cambiado tus cosas a esta habitación.
Max la miró cómo solo él sabía hacerlo y dijo:
—¿Quieres decir que dormir conmigo en la misma cama no afectará a tu libido?
—¿Quién ha dicho algo de una cama?
—En esta habitación solo hay una.
—No tienes por qué dormir en ella.
—¿Dónde crees que voy a dormir?
Samantha no podía mirarlo, sabía que la expresión de sus ojos la delataría.
—Podemos juntar unas sillas.
Max se rió.
—Oh, no, cariño. Si me quedo en este cuarto, dormiremos en la misma cama. Y
deja que las cosas sigan su curso.

Samantha estuvo en silencio durante casi toda la cena. Max y Melissa no se


habían visto desde hacía tiempo y tenían mucho de que hablar.

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Le resultaba difícil no pensar en la apetecible cama doble que había en la


habitación. Sentía una mezcla de deseo e ira, sobre todo cuando pensaba en que Max
la había traicionado.
De vez en cuando, Melissa o Max le preguntaban algo, como para intentar
incluirla en la conversación. En una ocasión, se sobresaltó al oír su nombre. Se dio
cuenta de que no era la primera vez que la llamaban.
—¿Cómo?
—Decía que es la hora de acostarse.
Samantha vio que ambos la miraban, intentó calmarse y dijo:
—¿Es tan tarde? No me he dado cuenta.
—¿No, cariño? —preguntó Max.
—Has estado abstraída toda la noche, me pregunto por qué —dijo Melissa.
Samantha miró a Max, él le guiñó un ojo sin que Melissa lo viera y Samantha se
sonrojó.
—Lo siento, estaba pensando en unas cosas —dijo tratando de parecer
tranquila.
—¿Quieres contárnoslas? Melissa y yo llevamos toda la tarde hablando —dijo
Max.
Samantha podía haberlo estrangulado.
—Ya me conoces, siempre tengo cosas en qué pensar. Annie, el trabajo... No
quiero aburriros.
—Me gustaría saber más de tu trabajo —dijo Melissa.
—Hoy no, Mel —Max miró a Samantha—. Venga, cariño, vamos a nuestra
habitación.
Melissa parecía confundida.
—Cuando dijiste que era hora de irse a la cama, no pensé que...
—¿Qué, Mel?
—Que compartíais habitación.
Max sonrió.
—¿Ah, no?
Samantha estuvo a punto de decir que no tenía sueño y que Max se acostara sin
esperarla, pero al instante, Max la agarró de la mano para que se pusiera en pie.
—Vamos, cariño —rodeó sus hombros con el brazo—. Buenas noches, Mel.

—Muy buena tu actuación, Max —dijo Samantha una vez llegaron a la


habitación.
—¿Eso es lo que he hecho?

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—¿Si no, qué? Max, sé que es necesario, pero no me gusta engañar a Melissa.
—Me sorprende. Fue idea tuya cambiar aquí mis cosas.
—Ya lo sé.
—Lo hiciste por el bien de Annie. O eso dices.
—Así es. ¿Crees que Melissa se lo ha creído, Max?
—No tengo ni idea. Mi hermana no es tonta —él sonrió—. La cosa es que
gracias a ella he llegado hasta esta habitación. Eso es lo único que me importa.
A Samantha se le aceleró el pulso.
—¡Esto no quiere decir nada! ¡Hablamos de ello antes de la cena!
—¿Sabes lo que recuerdo de esa discusión, Samantha? Que dormiríamos en la
misma habitación, en la misma cama.
—No es así como yo lo entendí.
—Espero que lo hagas. No voy a dormir en unas sillas. Te repito que fue idea
tuya que durmiéramos juntos. Debiste saber que jugabas con fuego al traer aquí mis
cosas.
—No estaba pensando en el sexo —dijo ella.
—¿Cómo pudiste no hacerlo, después de haber tenido una vida sexual como la
nuestra?
—Ya te dije la razón, Max. Melissa ha venido a espiarnos. La situación era
desesperada. ¿No me has oído?
—Te he oído, cariño. Pero no significa que esté de acuerdo. No te engañes,
Samantha, nunca creí en las compañeras de cama platónicas.
¿Plátonicas? La virilidad de Max llenaba la atmósfera de la habitación y
Samantha no sentía nada platónico. Pero no debía mostrar sus sentimientos.
—Las relaciones platónicas existen —dijo ella.
Max se rio.
—No entre tú y yo.
—Mientras no creas que puedes tocarme... —murmuró ella.
—¿Me detendrías?
—Puede que me fuera a dormir al estudio —dijo Samantha.
—¿Con Melissa en la habitación de al lado? No me lo creo. Eso arruinaría todo
esto.
—En otras palabras, estoy atrapada.
Max le acarició la cara. Ella sabía que debía retirarse, pero no pudo.
—Solo si crees que estás atrapada.
—Lo estoy, Max. No me queda otra opción que dejarte dormir aquí.
El colocó una mano sobre el cuello de Samantha.

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—Sabes que nunca te obligaría a hacer algo que no quisieras.


—Pero dijiste...
—Sé lo que dije. No tienes que irte a otra habitación, Samantha. Quiero hacer el
amor contigo, pero si me convences de que tú no quieres, no te presionaré. Llegará el
día en que me digas lo que quieres de verdad.
Samantha tendría que haberse quedado contenta; sin embargo, se sentía
contrariada. Todo era más fácil cuando él tomaba la iniciativa. Y, sin embargo,
tendría que decidir ella. Normalmente, eso no sería problema, pero con el recuerdo
de Edna, por un lado, y el amor que sentía por Max, por otro, no sabía si sería capaz
de hacerlo.
Max se separó de ella y fue a buscar el pijama. Cuando se quitó la camisa,
Samantha no pudo separar la vista de su torso desnudo. Tuvo que contener el deseo
de acariciarle el musculoso pecho.
El comenzó a desabrocharse el cinturón. Samantha retiró la mirada, buscó su
camisón y se fue al baño. Cuando regresó, Max ya estaba en la cama. Se rió al ver que
ella se metía y se quedaba justo al borde.
—¿Hay algo gracioso, Max?
—Tú. Cómo te has tumbado, lejos de mí. Como si no supieras lo que es el sexo.
Cualquiera pensaría que eres virgen, Samantha, en lugar de una mujer apasionada.
Lo que siempre tuvimos en nuestro matrimonio fue una fantástica vida sexual.
Ese era el problema. Su vida amorosa había sido estupenda, mucho mejor de lo
que ella habría imaginado. También era verdad que Samantha era apasionada, por
eso le resultaba tan difícil compartir la cama con Max. Era una especie de tortura.
Que la cama fuera pequeña no era algo que les hubiera preocupado en el
pasado. Dormían abrazados y no necesitaban más espacio. Sin embargo, ese día,
Samantha estaba especialmente alerta ante la presencia de Max.
¿Cómo iba a dormir, si en eso era en lo último que pensaba? ¿Cómo podía
permanecer él tan tranquilo?
«Quizá porque esté pensando en Edna», pensó ella.
—Esto no va a salir bien —dijo sin mirar a Max.
—No sé por qué no.
—Tú y yo, en la misma cama.
—Tú eres la que cree en amores platónicos.
Samantha sentía la respiración de Max en la nuca.
—¡No te burles de mí, Max!
El la abrazó por la cintura y ella se sobresaltó.
—¿Qué haces?
—Ser simpático —susurró él—. Te prometí que no haría el amor contigo a
menos que tú quisieras. Pero no dije nada de no ser simpático.

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—¿Llamas a esto ser simpático?


Max se acercó aún más a ella y la abrazó más fuerte.
—¿Cómo lo llamarías, cariño?
—Mucho más que simpatía. Me gustaría que no hicieras esto, Max.
—¿Hacer qué, cariño? ¿Abrazarte?
Le mordisqueó el cuello con suavidad.
—¡Max, no! ¡No puedo soportarlo!
Él le acarició el vientre y los pechos.
—¿Porque estás pensando en Brian?
—¿Y si te dijera que sí? —Brian nunca había estado más lejos de su
pensamiento.
—No te creería.
Samantha intentó permanecer quieta e ignorar los primitivos deseos de su
cuerpo.
—No es la primera vez que te adulas a ti mismo.
Él le acarició los pezones.
—Solo me dejo llevar por mis instintos, cariño. Recuerdo cómo eran las cosas
entre nosotros. Reconozco el tacto de tu piel. A menos que hayas cambiado mucho,
sé lo que te gusta y lo que necesitas.
—No puedo escuchar eso, ¿no lo entiendes?
En lugar de contestar, él la beso otra vez en el cuello. Al instante, el cuerpo de
Samantha empezó a arder de deseo.
—Quieres esto tanto como yo —susurró él—. Estás temblando, Samantha, y
tienes los pezones duros. Te conozco muy bien, cariño. Intentas engañarme, pero tu
cuerpo siempre dice la verdad.
Si se quedaba allí un segundo más, no podría resistirse. Samantha se incorporó
y se levantó de la cama.
Corrió hasta la ventana y respiró hondo para dejar de temblar. Al cabo de un
instante, Max estaba detrás de ella.
—¿De verdad odias que te acaricie? —sonaba confuso—. ¿Te he interpretado
tan mal?
No tenía sentido mentirle.
—No me has malinterpretado —dijo Samantha.
—¿Estás diciendo que sí quieres hacer el amor?
—Una parte de mí, sí.
—¡Samantha! —exclamó él con alegría.
Al ver que él la iba abrazar otra vez, ella se retiró.

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—Solo una parte, Max. La parte emocional, la que no puedo controlar.


—La parte que importa, Samantha.
Iba a tocarla, pero ella lo detuvo.
—No, Max. También está la parte racional, y me dice que cometería un error.
—No sabes lo que dices.
—No dejaré que me hagas daño, Max.
—¡Nunca te haría daño!
—Físico, no. Pero si te dejo, me harás daño.
—Otra vez, Edna. ¿Nunca vamos a olvidarnos de Edna?
—Puede que tú sí, pero yo no puedo.
—Ni siquiera me dejas hablar de ella.
—No —dijo Samantha.
Max se quedó callado unos segundos. Estaba tenso.
—Tenemos que solucionar esto.
—No podemos.
—Debemos hacerlo. Tienes que reconocer que todavía sientes algo por mí.
—Físicamente —mintió Samantha—. Así es, Max. No puedo sentir nada más si
no confío en ti. Y nunca confiaré en ti.
Max se alejó de ella con brusquedad. Samantha lo miró, lo amaba de forma
desesperada. Estuvo a punto de bajar la guardia y acercarse a él.
—Perfecto —dijo Max—. Si así es como te sientes, no tiene sentido que
compartamos la cama. Mientras Melissa esté aquí, compartiremos la habitación. Por
el bien de Annie. Yo dormiré en las sillas y tú en la cama.
—Max... —comenzó a decir ella.
—Por cierto —dijo con frialdad—, algún día confiarás en mí.

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Capítulo 7
SAMANTHA se despertó pasada la medianoche. A pesar de que estaba medio
dormida, sintió un vacío en la habitación... como si faltara algo.
Se incorporó y vio que las sillas, donde dormía Max desde que había llegado
Melissa, estaban vacías. Pensó que quizá había ido al baño, pero al ver que no
regresaba, decidió investigar.
Salió de la habitación y vio que la puerta del estudio estaba entreabierta y la luz
encendida.
Max estaba escribiendo a máquina con dos dedos y tenía la mesa llena de
papeles.
—Max —dijo ella desde la puerta.
—Samantha... ¿te he molestado?
—No, me desperté y vi que no estabas en la habitación. ¿Qué estás haciendo?
—Trabajar.
—Ya lo veo, pero ¿a estas horas? ¡Son las tres de la mañana! ¿No puede esperar?
—Hablas como una esposa.
Ambos sonreían. Había surgido entre ellos el compañerismo que antes formaba
parte de su relación. A Samantha se le hizo un nudo en la garganta. Lo último que
quería era ponerse sentimental, cuando lo que necesitaba era desarrollar una coraza
que el dolor no pudiera traspasar. Por desgracia, había cosas que no podía controlar,
y su querido Max era una de ellas.
—Fíjate, hablo como una esposa cuando no lo soy —Max puso una cara extraña,
y como no dijo nada, Samantha continuó—. Pero sigo preguntándome qué haces
aquí a estas horas.
—Pasado mañana hay un juicio y tengo que prepararlo.
—Solías ser muy organizado.
—He tenido algunos contratiempos y mi secretaria se ha puesto enferma en el
peor momento.
—Así que no podías dormir porque estabas pensando en el caso y has decidido
ponerte a trabajar.
—Cómo me conoces.
—Si sigues hoy, vas a estar agotado, Max. ¿No puedes dejarlo hasta mañana?
—Me temo que no. Si no trabajo ahora, me acostaré y me quedaré pensando.
Vete a la cama, Samantha. No tiene sentido que los dos estemos en vela.
—Te puedo ayudar.
Max se quedó asombrado. Se puso en pie y le acarició la mejilla.
—No... Pero gracias por ofrecérmelo.

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Ella deseaba apoyar la cabeza contra su pecho. La semana anterior había sido
una tortura. Dormía con Max en la misma habitación y no podía disfrutar del
contacto físico que tanto deseaba.
Fiel a su palabra, él no había intentado hacer el amor con ella otra vez.
Samantha estuvo tentada varias veces de tomar la iniciativa, pero siempre había algo
que la hacía detenerse. El orgullo, la rabia y el saber que Edna aún formaba parte de
la vida de Max.
—En serio, Max, quiero ayudarte. Te he visto escribir con dos dedos. Vas a
tardar mil años. Yo escribo muy rápido ¿lo recuerdas?
—Claro.
—Solía ayudarte antes. No sé por qué no te voy a ayudar ahora.
Max retiró la mano.
—Las cosas han cambiado, como tú siempre me dices. Ya no estamos casados,
al menos no en el sentido verdadero de la palabra.
Samantha no esperaba oír aquello. Una cosa era que lo dijera ella y otra que se
lo dijera Max. Intentó disimular el dolor.
—No es una buena razón. Esto no tiene nada que ver con estar casados. Entre
los dos acabaremos mucho antes que tú solo. Tú me dictas y yo escribo.
—No tienes por qué hacerlo —dijo Max.
—Ya te he dicho que quiero hacerlo. Estamos perdiendo el tiempo.
—Tú también trabajas —dijo él—. Tendrás que dormir si vas a ir a trabajar
mañana.
Samantha sonrió.
—Te estás quedando sin excusas. Quiero ayudarte, ¿no lo entiendes?
—Empiezo a entenderlo.
—Antes trabajábamos bien juntos.
Max la abrazó.
—En el pasado hacíamos muchas cosas bien.
Samantha no contestó. Él la abrazó más fuerte y comenzó a acariciarle la cabeza
con los labios. Ella no pudo resistirse y le besó el pecho. Podría quedarse así durante
horas.
Enseguida, Max la soltó.
—No hay nada más que decir. Si estás decidida, empecemos.
Ella lo miró. Él la observó con una ceja arqueada, como si esperase que dijera
algo.
«Te quiero», pensó Samantha. Pero no podía decírselo.
—Tienes razón, empecemos —fue lo único que dijo. Se sentó frente al
ordenador. Él acercó una silla y se sentó al otro lado de la mesa. Samantha lo observó

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mientras él preparaba el trabajo. Después de un momento de ternura, volvía a ser un


abogado que planeaba la estrategia que utilizaría en el juicio.
Max la atraía en todos los sentidos. Se miraron y ella supo que él se había
percatado de que lo estaba observando.
—De acuerdo, Samantha, ¿qué tal si te cuento los antecedentes del caso?
Eso era lo que más le gustaba. Sentirse partícipe del trabajo de Max. Él la
trataba de igual a igual, a pesar de que nunca había estudiado Derecho. La
involucraba en el caso, en lugar de dejarla mecanografiar sin más.
Max comenzó a hablarle del caso. Se trataba de un juicio sobre un crimen en el
que había millones de dólares de por medio. Max era el abogado del demandante,
una gran empresa víctima de un desfalco y un fraude. Era muy importante que
ganara el caso.
Samantha lo escuchó atentamente. A pesar de que estaba cansado, Max tenía
habilidad para contar los hechos de forma interesante y verosímil. Nadie podría
defender a su cliente mejor que Max.
Él comenzó a dictar. Samantha escribía casi a la misma velocidad que él
hablaba.
Llevaban casi una hora trabajando cuando Max apiló los papeles y los guardó
en una carpeta.
—Ya está. Eres como una bendición. Sin ti, habría estado aquí hasta mañana.
Se levantaron y se apartaron del escritorio. Él tenía aspecto de estar cansado y
Samantha le acarició la cara. Estaba a punto de retirar la mano cuando él se la agarró
y la besó en la palma, primero con los labios y después acariciándosela con la lengua.
En todo momento, estuvo mirándola a los ojos. Samantha contuvo la respiración.
Max era muy sexy, incluso cuando estaba agotado.
—Quiero hacer dos cosas —dijo él—. Te dejaré elegir.
—¿Cuáles son?
—Deseo hacer el amor contigo.
—¿Y la otra? —preguntó.
—Estoy hambriento.
Samantha se rio y dijo:
—Dos necesidades básicas.
—¿Cuál eliges, Samantha?
No tenía ni que pensarlo. Deseaba irse a la cama con él, pero dijo:
—Yo también tengo hambre.
Fueron a la cocina y mientras Samantha hacía unos sándwiches de pollo, Max
preparó café.
—Como en los viejos tiempos —dijo Max—. ¿Recuerdas que muchas veces
bajábamos aquí en mitad de la noche?

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—Lo recuerdo —dijo ella—. Siempre que trabajábamos juntos, como hoy.
Max le agarró la mano.
—A veces veníamos después de hacer el amor.
—Sí...
—Hacíamos el amor más veces de las que trabajábamos.
—Sí.
Se acercó a ella tanto que Samantha notaba su respiración en la mejilla.
—Y lo haremos otra vez.
—Max... —se calló, incapaz de continuar.
—Sé que lo haremos. Quizá esta noche no, pero cuando estés preparada para
ello —le acarició la muñeca.
Aunque era tarde, Samantha no podía dormir. La respiración de Max llenaba la
habitación, y ella no podía dejar de pensar en la media hora maravillosa que había
pasado con él en la cocina. Sabía que era uno de los recuerdos que permanecerían
con ella cuando se marchara de aquella casa.

Al día siguiente, en el trabajo, Samantha le preguntó a Hugh Rowland:


—¿Te importa si mañana me tomo el día libre, en lugar de pasado mañana?
—Claro, da lo mismo. ¿Tienes planes con Annie?
—Pensaba ir a la ciudad. Mi marido tiene un juicio y me gustaría estar allí.
—No me extraña. Max Anderson es uno de los mejores abogados, o eso dicen.
Samantha se sintió orgullosa al escuchar a Hugh. Una cosa era que ella pensara
que Max era especial, y otra oírselo decir a los demás.
Aquella tarde, durante la cena, Max le contó a Melissa que Samantha lo había
ayudado la noche anterior. Melissa parecía asombrada, como si le costara creer que
Samantha hubiera perdido horas de sueño por ayudar a su marido. A Samantha le
pareció ver también una pequeña muestra de respeto, como si su cuñada comenzara
a mirarla con otros ojos.
Mientras ellos hablaban, Samantha pensaba en sus cosas. Todavía no había
decidido si decirle a Max que iría al juicio. Al principio de su matrimonio, ella había
ido a verlo un par de veces, pero no quiso convertirlo en costumbre por si acaso él se
ponía nervioso al saber que estaba allí.
La noche anterior, mientras trabajaban juntos, habían compartido algo especial,
algo casi tan íntimo como su forma de hacer el amor. Después de ayudarlo,
Samantha se sentía como si tuviera algo que ver en el caso. Quería ver actuar a Max
ante un juez antes de marcharse, y era posible que aquella fuera su última
oportunidad.
Finalmente decidió no decirle nada. Le daría una sorpresa.

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—Deséame suerte —dijo Max la mañana siguiente.


«Deséame suerte...» Era lo que siempre le decía antes de un caso importante. En
situaciones como esa, Samantha sentía que nada había cambiado.
—Estás tan bien preparado que no necesitas suerte, pero toma un poco, por si
acaso —echó un poco de sal por encima de los hombros de Max, igual que había
hecho otras veces.
Al verlo marchar se preguntó si haría bien en ir al tribunal. Podía ser que a Max
no le gustase. Por primera vez, hizo caso a su corazón en vez de a su cabeza.
Se puso el traje gris que utilizaba en ocasiones especiales y, antes de marcharse,
se aseguró de que Helen recogería a la niña del jardín de infancia.
—Está muy guapa —le dijo Helen.
Melissa estaba en su habitación y Samantha se alegró de no tener que contestar
a sus preguntas. Fue en coche a la estación y allí tomó el tren hasta Manhattan.
Cuando llegó, el juicio estaba a punto de comenzar. La sala se hallaba llena de
periodistas. Samantha tuvo suerte y consiguió sentarse en la primera fila de la zona
reservada para el público. Max ya estaba allí y tenía un aspecto distinguido. Estaba
hablando con un colega acerca de unos documentos.
Todavía no había visto a Samantha.
Los miembros del jurado tomaron asiento, y todos los presentes en la sala se
levantaron cuando entró el juez. Comenzó la sesión y Max se levantó para hablar. Era
posible que el caso se cerrara ese día y, por tanto, había mucha expectación.
—Ese abogado está estupendo —susurró la mujer que estaba al lado de
Samantha.
—Es mi marido —contestó ella orgullosa.
Entonces recordó que Max no era su marido en el sentido verdadero de la
palabra y que, en unos meses, ni siquiera sería su marido.
Por desgracia, cada día estaba más enamorada de él y temía el momento en que
tuviera que marcharse.
Escuchó atentamente lo que decía Max. Era un buen abogado y no necesitaba
actuar para impresionar al jurado.
Al cabo de una hora, Max volvió la cabeza y vio a Samantha. Durante un
momento, mantuvieron la mirada. Él estaba asombrado. Le guiñó un ojo, de forma
tan sutil que nadie, excepto ella, se dio cuenta.
Max continuó hablando y Samantha se llenó de júbilo. Había estado a punto de
no asistir al juicio, pero todo salió bien. A Max no le importaba que estuviera allí; es
más, parecía contento de verla.
Ella reconoció parte del trabajo que habían hecho juntos aquella noche y se
emocionó.
Max no volvió a mirarla hasta que terminó de hablar. Ella le sonrió y, durante
un segundo, parecía como si estuvieran solos en la sala. Sin nadie más.

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Las dos partes presentaron sus argumentos de cierre de sesión y el juez mandó
al jurado a deliberar. Cuando Samantha estaba a punto de levantarse, la mujer que
estaba a su lado la detuvo.
—No hay duda de cuál será el veredicto. Y menos después de lo que ha hecho
tu marido. Tienes suerte... es impresionante.
Samantha salió de la sala y vio que Max estaba hablando con sus clientes. No se
acercó para no interrumpirlo, pero él la vio, pidió disculpas y se acercó a ella.
—¿Por qué no me dijiste que vendrías?
—¿Te importa?
—Me encanta. Sobre todo después del trabajo que has hecho.
La agarró del brazo y la llevó hasta donde estaban sus clientes para presentarla.
—Señora Anderson —le dijo uno de los hombres—. Encantado de conocerla. Si
perdemos, no será por culpa de su marido. Ha hecho un trabajo estupendo.
—No podría haberlo hecho sin ayuda de mi esposa —dijo Max, y les contó
cómo se había levantado a mitad de la noche para ayudarlo.
Samantha se sonrojó de placer. Lo último que esperaba era que Max le hiciera
ese reconocimiento. El tenía que regresar a su oficina y ella se dirigió hacia la
estación.

—Pareces muy contenta —dijo Melissa al ver entrar a Samantha en la casa—.


No sueles ir así vestida al trabajo. ¿Has estado en algún sitio especial?
—He ido a ver el juicio de Max.
Melissa frunció el ceño.
—¡No deberías haber ido! Los abogados odian que sus familiares asistan a los
juicios.
—No creo que siempre sea así —dijo Samantha.
—Créeme. Cuando papá estaba interrogando no me dejaba ir a verlo. Es una
lástima que no me lo hayas preguntado, Samantha, te lo habría advertido. No te
sorprendas si Max viene muy enfadado.
Pero Max no estaba nada enfadado. Samantha lo acompañó al dormitorio
cuando llegó a casa y le preguntó:
—¿Te has disgustado porque haya ido al juicio?
—¡No! ¿Por qué crees eso? ¿No viste que me alegré?
—Eso creía, pero quería asegurarme. Tengo entendido que a los abogados no
les gusta que su familia vaya a la sala.
—A algunos les resulta incómodo. Pero a mí no, y menos en este caso, después
de todo lo que hiciste. Me alegro de que fueras, Samantha. Saber que estabas
escuchándome me ha reforzado.
Samantha se rio.

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—No digas tonterías. Reconozco que me ha gustado verte desarrollar los


puntos que ayer me dictaste. Sonaban muy diferente a como sonaban a mitad de la
noche.
—¿Estoy aprobado?
—Creo que ya sé por qué la gente cree que eres un buen abogado.
Max le sujetó la cara.
—Gracias por la evaluación, pero todavía estoy esperando la otra.
—¿Cuál?
—La personal.
—¿Se supone que tengo que saber de qué hablas?
—Todavía espero ser tu pareja.
—Max...
—Ningún jurado me dirá cómo me porto en la cama. Solo tú, Samantha, solo tú
—le acaricó el cuello con un dedo y colocó otro sobre sus labios—. No tienes que
contestarme ahora. Pero dentro de poco, Samantha, muy pronto.
Ella permaneció en silencio porque en ese momento solo podía darle una
respuesta y sabía que después se arrepentiría. Además se acordó de que Melissa y
Annie los esperaban para cenar. Su corazón podía haberle dado la respuesta hacía
mucho tiempo, pero tenía que elaborarla con la cabeza y, en aquel instante, era tan
poco fiable como su corazón.

Días más tarde, Max la llamó desde el juzgado.


—El jurado va a dar el veredicto dentro de tres horas. ¿Puedes venir?
Los jefes de Samantha le permitieron que reestructurara su horario una vez
más.
—Tómate el día libre y vete al juicio —le dijeron. A cambio, ella les prometió
trabajar toda la semana siguiente.
Se arregló y llegó al juzgado justo antes de que comenzara la sesión. Cuando se
sentaba, Max le tocó el brazo y le dijo en voz baja:
—Me alegro de que estés aquí.
—No me lo quería perder. Buena suerte.
Él se marchó y poco después entraron el jurado y el juez. Max miró a Samantha
y ella le hizo una seña de ánimo con el pulgar. La sala se quedó en silencio y el
representante del jurado comenzó a leer. El silencio duró solo hasta que dieron el
veredicto, luego se armó un barullo en la sala y el juez ordenó callar.
Max había ganado. Samantha se quedó sentada, sin moverse. Su querido Max
había ganado el caso.

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El juez estaba hablando. El jurado ya había leído su decisión. Él era quien tenía
que decidir la condena, y lo haría una vez estudiara la situación. Dio las gracias al
jurado y después abandonó la sala.
La gente se acercó a felicitar a Max. El caso había creado tanta expectación que
varios abogados, que estaban en los juzgados, se acercaron a escuchar el veredicto.
Samantha esperó, no sabía si acercarse a hablar con Max. Ese era su mundo, y
ella no formaba parte de él.
De repente, él apareció a su lado.
—¡Lo hemos conseguido! —¡Lo has conseguido!
—Los dos. No podría haberlo hecho sin tu ayuda.
La gente comenzó a acercarse a Max otra vez, así que Samantha le dijo:
—Enhorabuena. Nos veremos en casa.
Lo vio marchar rodeado de abogados. Sabía que más tarde tendría tiempo para
ella.
Era temprano y Samantha no sabía qué hacer. Podía regresar a casa y llegar a
tiempo para recoger a Annie. Pero Helen le dijo que iría ella y que, después de
comer, llevaría a la pequeña a una fiesta de cumpleaños. Así que Samantha no tenía
prisa por volver.

Paseó durante un rato mirando escaparates. Seguía ahorrando dinero igual que
siempre, a pesar de que Max le había dicho más de una vez que se comprara lo que
quisiera. No quería gastarse dinero en sí misma y cuando compraba algo, siempre
era para Annie.
Aquel día era diferente, quería comprarle algo a Max. Eligió un bonito alfiler de
corbata y pidió que se lo envolvieran para regalo. Decidió que se lo daría después de
cenar.
«¿Y por qué no lo invito a comer?», se le ocurrió de repente.
Tomó un taxi hasta Wall Street y subió a la planta cincuenta y tres del edificio
donde trabajaba Max. La recepcionista llevaba años trabajando allí y recibió a
Samantha afectuosamente.
—Señora Anderson. Cuánto tiempo sin verla.
—Sí, Brenda. Me alegro de verla.
Hablaron durante unos minutos y después Samantha le preguntó:
—¿Max está con un cliente?
—Creo que no. ¿Quiere que lo avise y le diga que está aquí?
—No hace falta, gracias. Le daré una sorpresa.
La puerta estaba entreabierta. En ella había una placa de bronce con el nombre
de Max. Samantha entró en el despacho y se detuvo de forma inmediata.

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Max y Edna estaban de pie junto al escritorio. Edna tenía los brazos alrededor
del cuello de Max y él la agarraba por la cintura. Samantha se quedó de piedra. Edna
levantó la cabeza como para besar a Max.

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Capítulo 8
MAX ni Edna la habían visto.
Samantha era incapaz de hablar, de moverse. Se sentía mal. Su primera reacción
fue marcharse antes de que ellos la vieran. Aparte de la recepcionista, nadie sabría
que había estado allí, y no le contaría a Brenda lo que había pasado. Se iría y salvaría
su orgullo.
Ya le había dado tres sorpresas a Max y dos de ellas habían sido un desastre.
¿Cuándo aprendería?
Estaba a punto de salir cuando pensó, «¡maldito sea el orgullo!». No iba a
volver a hacerlo. Le daba igual cuáles fueran las consecuencias.
Llamó a la puerta. Los dos se volvieron sorprendidos.
—¡Samantha! —dijo Max.
La expresión que puso Edna era una mezcla de sorpresa y triunfo. Todavía
tenía los brazos alrededor del cuello de Max.
—¿Os interrumpo? —preguntó Samantha.
—No —Max se separó de Edna—. Edna solo ha venido a darme la
enhorabuena.
—Ya veo. Yo he venido a lo mismo.
—No te han anunciado —dijo Edna.
—No pensé que hiciera falta. Después de todo, soy la esposa de Max.
—Cierto —dijo Max.
—Pero... las recepcionistas saben que no pueden dejar entrar a cualquiera.
—Samantha no es cualquiera —dijo Max—, es mi mujer.
—Que ha venido a invitarte a comer —dijo Samantha sonriente—. Supongo que
después de haber ganado el caso, podrás tomarte media hora libre.
—Incluso más. Una hora.
—¡Max! —Edna ya no estaba triunfal, sino enfadada—. ¿Has olvidado el otro
caso? Tiene que estar para el jueves, íbamos a repasarlo en la comida.
—Tendrá que esperar —le dijo Max.
«Tranquila», pensó Samantha, y sonrió al salir de la oficina con Max. Se percató
de que Edna los observaba y se llenó de satisfacción. Todavía sentía una opresión en
el pecho, pero no permitiría que ellos se dieran cuenta.
A Max lo conocían bien en el restaurante al que fueron a comer. Algunas
personas se acercaron a felicitarlo por haber ganado el caso, otras solo a saludarlo.
Hablaron acerca del caso hasta que el camarero fue a tomar nota. Samantha
estaba sorprendida de poder hablar tan tranquila cuando por dentro estaba llena de
rabia.
—Respecto a Edna... —comenzó a decir Max.

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—¿Cuándo aprenderás que no quiero hablar de ella?


—Pero tenemos que hablar. Nos has visto juntos, y lo siguiente que harás será
huir de mí como la última vez. Por eso...
—No tengo intención de salir huyendo —Samantha lo miró de forma
provocativa.
—¿En serio?
—Completamente.
—¿Y no quieres que te de explicaciones?
—Ya te dije que no.
—¿Qué pasa contigo, Samantha?
Ver a Max ofuscado sirvió para que el enfado de Samantha disminuyera.
—¿Quieres decir que ya no te importa nada, Samantha?
¡Si él supiera! En el fondo, Samantha se sentía muy dolida al recordar que Max
y Edna estaban a punto de besarse. Pero no se lo diría. En otras ocasiones, mostrar su
inseguridad no le había servido de nada . Esa vez iba a jugar de otra manera.
—Esta conversación empieza a aburrirme, Max.
—¡Aburrirte! —exclamó él.
—Pues sí. Edna, siempre Edna. No me he quedado en la ciudad para hablar de
ella.
—¿Para qué te has quedado?
—Para invitarte a comer —dijo animada.
—¿Eso es todo?
—Y para felicitarte.
Max observó a Samantha. Ella se quedó quieta. Tenía las manos bajo el mantel y
las juntó con fuerza. Intentaba mantener la compostura.
—No lo entiendo —dijo Max.
—¿No? Es muy sencillo. Acabas de ganar un caso y yo quería darte la
enhorabuena.
—¡Sabes que no estoy hablando del caso! No te comprendo, Samantha.
Samantha disimuló la satisfacción que sentía.
—No sabía que hubiera algo que comprender.
—Esta no es tu forma de ser, y quiero saber por qué actúas así.
—Quizá no me conozcas tan bien como crees, Max.
—Quizá no.
Max comenzó a comerse un panecillo. Samantha lo observó en silencio. «Los
hombres son tan raros», pensó ella. Por un lado, su marido tenía una amante y estaba
claro que no pensaba en el daño que podía hacerle a Samantha. Por otro, él se

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enfadaba al ver que a ella no le importaba. Samantha no lo comprendía muy bien,


pero desde luego, no iba a preguntárselo.
El camarero les llevó las bebidas. Ella alzó su copa y dijo:
—Enhorabuena.
—Gracias.
—Lo hiciste muy bien. No me extraña que el jurado fallara a favor de tu cliente.
—Gracias —dijo él otra vez.
—No me lo habría perdido por nada del mundo.
—Me alegro de que estuvieras allí —Max estaba nervioso.
—Tengo algo para ti —Samantha sacó el paquete de su bolso.
—¿Un regalo? —dijo sorprendido.
—Sí, ¿no vas a abrirlo?
—Cuando lea la tarjeta.
Max se tomó su tiempo para leer lo que ponía en la tarjeta. Levantó la vista y
miró a Samantha.
—Gracias por estas palabras tan bonitas. Solo deseo que... —se calló.
Samantha decidió no decir nada al respecto.
—¿No vas a ver qué es tu regalo?
El quitó el papel y abrió la caja. Se quedó mirando el alfiler durante un buen
rato.
—¿Te gusta? —preguntó ella con calma.
—Es precioso —dijo Max—. Me encanta. Y... —se calló de nuevo.
Samantha esperó a que él terminara la frase. Pero Max no continuó, no dijo las
palabras que ella deseaba oír. En cambio, tomó la mano de Samantha.
—Daría lo que fuera porque no me hubieras visto con Edna —dijo en voz baja.
—Max...
—Sé que no quieres que hable de ella y no lo haré, aunque hay cosas que
necesito decirte —le agarró la muñeca con fuerza—. Gracias por este maravilloso
regalo. Significa mucho más de lo que pueda decirte, cariño.
«¡Miserable! Disfruta de su amante y se cree que puede seguir diciéndole
mentiras a su esposa, y además que ella lo crea». El problema era que parecía muy
sincero, pero con tanta gente alrededor no era el momento de discutir.
Cuando llegó la comida, Samantha se alegró. El camarero abrió una botella de
vino y llenó las copas.
A pesar de las circunstancias, pudieron hablar con tranquilidad. No volvió a
salir el tema de Edna. Eso no quería decir que Samantha no hubiera pensado en ella.
Los había visto juntos otra vez, pero actuaría cuando estuviera preparada.

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Miró el reloj y exclamó:


—¡Son las dos!
—No me habías dicho que tenías otra cita —bromeó Max.
—Yo no, pero tú sí. Habías quedado para trabajar... con Edna.
—Eso tendrá que esperar. De hecho sí que tengo una cita. Con un abogado a
dos manzanas de aquí. Así que si ya estás lista... —llamó al camarero para pedirle la
cuenta.
Quiso pagar él, pero Samantha le recordó que había sido idea de ella ir a comer.
Insistió en pagar, a pesar de que la cuenta era elevada, solo por sentirse
independiente.
En la puerta del restaurante se separaron. Mientras Samantha veía como se
alejaba Max, se dio cuenta de que en ningún momento había mostrado sus celos, ni
su enfado, ni siquiera cuando encontró a Edna y a Max abrazados.

Edna levantó la vista de los papeles que estaba leyendo.


—Samantha... Al menos esta vez le has dicho a la recepcionista que te
anunciara. Si estás buscando a Max, no está aquí.
Samantha sonrió con frialdad.
—Lo sé. Acabo de estar con él.
—¿Habéis estado comiendo hasta ahora? ¡Han pasado dos horas desde que os
fuisteis!
—¿Es que mi marido tiene que darte cuentas?
—No seas ridícula. Pero dos horas es mucho tiempo para una comida.
—No lo he encadenado, si es lo que insinúas —dijo Samantha—. Tenemos
muchas cosas de que hablar, y el tiempo vuela.
Edna le lanzó una mirada asesina. Después recogió unos papeles y dijo:
—Está bien ser una mujer ociosa. Pero estoy muy ocupada, así que espero que
no me hagas perder el tiempo.
Samantha hizo caso omiso de la indirecta y avanzó por el despacho. Miró a
Edna y dijo:
—No he venido a charlar. Cuando diga lo que tengo que decir, me iré.
—Ve al grano —contestó Edna.
Llegado el momento, Samantha dudó. Se percató de que Edna y ella eran muy
diferentes. No solo era una persona brillante, sino que además era muy guapa. No
era de extrañar que Max se fijara en ella.
Se preguntó si había hecho bien en ir allí. ¿Por qué creía que a Edna se le
despertaría la conciencia con lo que ella le dijera?

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Estuvo a punto de marcharse, pero su enfado hizo que se quedara. Había ido
para enfrentarse a Edna, y no se marcharía sin hacerlo.
—Deja en paz a mi marido.
—¿Qué has dicho?
—Ya me has oído. Es hora de que dejes de perseguir a mi marido.
—¿Eso es lo que estoy haciendo? —dijo Edna con burla.
—No te hagas la inocente, Edna. No es la primera vez que hablamos. Me
hubiese gustado haber sido más franca en la fiesta de los Langley. Tendría que
haberte dado un ultimátum.
—¿Un ultimatum? —se rio Edna—. ¿Qué tipo de ultimátum? ¿Qué crees que
podrías hacerme?
Samantha no sabía que contestar. Los ultimátums no servían para nada, y
menos cuando su marido era cómplice en la relación con esa mujer detestable. Pero
no podía echarse atrás.
—No tengo que darte los detalles. La cosa es que no voy a dejar que sigas con
Max. No estoy dispuesta a aguantarlo.
Edna soltó una carcajada.
—Bueno, bueno, bueno... ¿qué le ha pasado al ratoncito? Ese que salió corriendo
cuando me encontró en la cama con su marido, se inventó una excusa para
marcharse pronto de la fiesta y ni siquiera era capaz de competir.
Samantha estaba furiosa.
—No es la primera vez que me llamas «ratoncito». ¡No lo vuelvas a hacer!
—La última vez no me dijiste nada —se burló Edna—. ¿Qué ha cambiado esta
vez? ¿El ratoncito se ha convertido en un dragón?
Sobre la mesa había un sujetapapeles. Samantha lo agarró sin pensar. Estaba
frío y era duro. Era una amenaza. Edna la miró con sorna.
—No te atreverías a lanzármelo —dijo.
—No sabes las cosas que hace la gente cuando la incitan. Pero tienes razón, no
te lo voy a tirar —Samantha dejó el sujetapapeles en la mesa—. No creo que la
violencia resuelva nada.
—Sí que has cambiado —dijo Edna—. ¿De dónde has sacado esa crueldad? ¿O
siempre la has tenido?
—Es nueva —informó Samantha—. Y llega un poco tarde, así que deja de
pensar que soy un ratón, Edna. No lo soy.
—¿Y un dragón?
Samantha respiró hondo, se apoyó en la mesa y miró directamente a los ojos de
Edna.
—Un dragón tampoco. Solo una mujer enamorada de su marido, y decidida a
luchar por él.

Digitalizado por PNM Nº Paginas 83-108


Rosemary Carter – Aprender a confiar

¡Por fin lo había dicho! Había hecho público el amor que sentía por Max.
También había desafiado a Edna.
—¡Bueno! —la expresión de la cara de Edna era diferente. Una mezcla de
sorpresa, rabia y, quiza, respeto—. Solo vas a estar con Max seis meses.
—El tiempo no está escrito. Puedo quedarme todo lo que quiera. Además, no
tengo por qué hablar de eso contigo.
—¿Max sabe que quizá te quedes más tiempo?
—Lo que hable con mi marido es cosa mía.
—¿Y qué quieres conseguir con todo esto?
—Creo que ya lo he dejado claro. Quiero que te olvides de Max. No puedo
cambiar el pasado, pero Max es mi marido y no tengo intención de compartirlo
contigo.
Edna se levantó y miró por la ventana. Samantha se preguntaba en qué estaría
pensando. ¿Aceptaría dejar en paz a Max? ¿Y Max se olvidaría de ella?
Al final, Edna se volvió y dijo:
—¿Has dicho que amas a Max?
—Mucho.
—Lo suficiente como para luchar por él, ¿es eso lo que dijiste?
—¡Es mejor que te lo creas!
—¿Por qué no luchaste la primera vez? ¿Cuándo nos encontraste en la cama?
—Debí hacerlo. Pero eso es agua pasada.
Miró a Edna. Había algo en su expresión que no comprendía y empezaba a
sentirse incómoda.
—¿Qué harías si nos encontraras otra vez en la cama?
La pregunta pilló a Samantha desprevenida.
—Tirar tu ropa por la ventana y darte un minuto para bajar por ella.
—Sí que has cambiado.
—Espero haber contestado a tu pregunta.
—En cierto modo sí.
Samantha esperó a ver si Edna continuaba.
—En realidad no sé lo que haría. Pero te diré una cosa, lucharía como pudiera.
—Es decir, te has convertido en un buen contrincante.
—¿Qué quieres decir? Esto no es un juego.
—¿No lo es? De hecho es un juego en el que ha cambiado la dinámica. Quizá
porque te has convertido en alguien más interesante.
—No sé de qué estás hablando.

Digitalizado por PNM Nº Paginas 84-108


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Edna se sentó otra vez e hizo un gesto para que Samantha se sentara.
Samantha se quedó de pie.
—Ya he dicho lo que quería decir. Ahora me voy.
—Siéntate. Ahora me toca a mí.
Estaba claro que Edna tramaba algo y Samantha sintió un gran nudo en el
estómago. Pensaba que Edna le iba a decir que Max y ella estaban comprometidos, y
que esperaban a que terminaran los seis meses para que se tramitara el divorcio y
poder casarse.
—Te diré algo que te gustará oír —había malicia en el brillo de sus ojos—. ¿Te
sientas?
Samantha se sentó al fin.
—La noche que nos encontraste en la cama... supusiste que estábamos haciendo
el amor.
—¿No era así?
—No.
—¡Por favor! Estabais desnudos. Max... Max estaba contigo.
—Tu querido marido llevaba el pijama. ¿O no te acuerdas? —dijo Edna en tono
sarcástico.
—Pero yo creí...
—Te equivocas. No digo que yo no quisiera hacer el amor. Por supuesto que sí,
por eso estaba allí. Desnuda y disponible, en la cama de Max.
Edna tomó un lápiz y comenzó a hacer garabatos en un papel. Samantha estaba
quieta, esperando a que continuara.
Edna dejó el lápiz y la miró.
—Yo acababa de salir de una relación que terminó de repente, sin avisar. Me
sentía como si se hubiese acabado el mundo. Y ahí estaba Max, guapo, dinámico, sin
duda el hombre más sexy de toda la conferencia. En esos momentos necesitaba un
hombre, para acostarme con él. Alguien que me hiciera sentir que todavía era
atractiva.
—¿No pensaste que podías hacer daño a otra persona? ¿No te sentiste culpable?
—¿Culpable? ¡No! Cuando un hombre te abandona, una no piensa en nadie
más. Deseaba a Max. Tú no estabas allí y no veía qué mal podía hacer por pasar una
noche con él.
—¿No pensaste en mí? —Samantha estaba temblando.
—No te tenía en mente.
—Así que invitaste a mi marido a que se acostara contigo —dijo Samantha.
Pensaba que él no debía de haber aceptado.
—No fue así exactamente. Me colé en su habitación. Cuando él entró, estaba
desnuda en la cama. Solo había luz en una esquina de la habitación y él no me vio.

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Max había bebido un poco y estaba un poco despistado. Se puso el pijama y se metió
en la cama antes de saber que yo estaba allí.
Una vez más, Edna se calló. Samantha no quería seguir escuchándola, pero
tenía que hacerlo.
—Me lancé por él. Tal como suena. Max no estaba interesado. ¿Sabes cómo
afectó eso a mi autoestima? Primero me rechazó un hombre, y después otro...
—¿Has dicho que te rechazó?
—Tú querido marido me dijo que no, aunque intenté seducirlo. ¿Quieres saber
lo que dijo? Que estaba casado y enamorado de su esposa.
Samantha se quedó de piedra. Le resultaba difícil creer lo que Edna le estaba
contando.
—¿Y entonces llegué yo? —preguntó.
—No. Max se percató de lo mal que me encontraba yo y, como es un encanto,
no me echó de allí. Me abrazó y dejó que hablara y llorara. Cuando dejé de llorar
intenté seducirlo otra vez, y me pidió que me fuera. Entonces fue cuando tú entraste
en la habitación.
—¡Cielos! —exclamó Samantha horrorizada.
—Tenías que haber visto tu cara. Parecía que te ibas a desmayar allí mismo.
—Después de lo que habías pasado, pensaba que hubieras podido
compadecerte de mí.
—No esperaste a que nadie se compadeciera, cariño. Max intentó hablar
contigo, pero no lo escuchaste. Saliste corriendo como si te persiguiera el diablo.
Igual que el ratoncito con el que yo te comparo. Te negaste a que Max te diera
explicaciones.
—Podías habérmelo dicho tú.
—¿Yo? ¿Por qué? Si no escuchabas ni a tu marido, ¿por qué tenía yo que hablar
contigo? Para entonces, yo empezaba a enamorarme de él. Max Anderson es
estupendo, por si no lo sabes, Samantha.
—Sí lo sé. Ya te lo he dicho. Estoy dispuesta a luchar por él. Todavía no lo
entiendo, Edna, ¿por qué me cuentas todo esto ahora? Comprendo que aquella noche
no me dijeras nada, pero en la fiesta de los Langley podías habérmelo dicho. En
cambio, estabas muy sarcástica. Hablabas como si estuvieras liada con Max. ¿Qué ha
cambiado?
—Samantha, la que ha cambiado eres tú.
La mirada de Edna era más hostil que nunca. Pero Samantha notó cierto aire de
respeto.
—Como te dije antes, es la primera vez que te veo como una contrincante. Antes
te despreciaba. Consideraba que no te merecías a Max. Pero cuando entraste aquí
dispuesta a pelear, pensé que tenía que darte otra oportunidad.
—Supongo que debería darte las gracias.

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Edna se rió.
—Ahórratelas. Si crees que me voy a olvidar de Max, te equivocas. Estaré
disponible siempre que quiera. Es estupendo... el mejor hombre que conozco.
—En ese caso, me pregunto por qué has decidido contarme todo esto.
—Pensé que te habías ganado el derecho a saberlo.
—Gracias...
—Te he dicho que te las ahorres. Ahora, ¿te importaría salir de mi despacho?
Tengo mucho trabajo.

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Capítulo 9
SAMANTHA? ¡Samantha!
Levantó la vista y se dio cuenta de que durante el rato que Melissa había estado
hablando con ella, no había escuchado nada.
—Iba a hacer un brindis por Max —dijo su cuñada—. Para felicitarlo por ganar
el caso.
Samantha levantó la copa y sonrió a Max.
—Tu hermano estuvo fantástico en el juicio.
—Exageras —dijo Max sonriendo—. Tuve más suerte que otra cosa.
—La suerte no tuvo nada que ver —dijo ella.
—Has estado toda la tarde pensativa, Samantha. ¿Te preocupa algo?
—No, nada importante —mintió.
Melissa tenía razón, había estado toda la cena distraída.
Desde que salió del despacho de Edna pensaba en que Max la amaba y que no
le había sido infiel. Ella quería a Max y él a ella.
Max había intentado darle explicaciones acerca de lo de Edna, pero ella no le
había dejado. Habían perdido un año de sus vidas porque ella no quiso escucharlo.
Además, había llevado adelante los trámites de un divorcio que ni siquiera debió
plantear.
Aquello tenía que cambiar. No podía esperar para ver la cara que pondría Max
cuando le dijera que sabía toda la verdad. Pero antes de hablar, harían otra cosa.
—No te has acostado —dijo Max más tarde, cuando entró en la habitación.
—No.
—Sueles estar durmiendo cuando yo vengo, aunque a veces me pregunto si...
—¿Si qué?
—Si intentas... —se calló. Al ver que Samantha se acercaba a él, no pudo
continuar.
Ella oyó que respiraba hondo y vio que la miraba con deseo, como si no se
creyera lo que estaba viendo.
Su mirada era tan intensa que Samantha sentía como si le estuviera acariciando
los hombros y los pechos, a pesar de que llevaba puesto el camisón.
—¡Cielos! —exclamó él—. ¡Estás guapísima!
—¿Sí?
—¡Increíble! ¡Maravillosa! Quisiera comprenderlo.
—¿Qué es lo que no comprendes, Max? —dijo Samantha. Su corazón cada vez
latía más rápido.

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—Creí que estarías enfadada conmigo, después de encontrarme con Edna en mi


despacho. Hemos tenido una comida estupenda, pero pensaba que cuando llegara a
casa te encontraría haciendo las maletas.
—Hasta los hombres inteligentes, a veces se equivocan.
Él la sujetó por los hombros.
—¿De qué va todo esto, cariño?
Samantha deseaba tenerlo más cerca. Quería mucho a Max y había estado a
punto de perderlo.
—¿No te das cuenta cuando tratan de seducirte?
—¿Seducirme?
—Sí, Max —susurró ella muy cerca de sus labios.
—¿Quieres hacer el amor? —preguntó Max.
Samantha sabía que él estaba a punto de perder el control.
—No hagas tantas preguntas. Empiezo a preguntarme si tú quieres hacerlo.
—¡No quieres decir eso!
—Max... Dijiste que no intentarías hacer el amor conmigo hasta que yo te lo
pidiera. Bueno... ahora te lo estoy pidiendo.
—¡Samantha! Espero no estar soñando.
—No estás soñando. Te lo estoy proponiendo Max, ¿vas a aceptar?
—¡Por supuesto! Nunca me has hecho esta proposición. Ni en los buenos
tiempos. Siempre he deseado que lo hicieras, pero siempre era yo el que tenía que
tomar la iniciativa.
«Tiene razón», pensó Samantha. Ella siempre esperaba a que él diera el primer
paso. Quizá también debiera haberlo dado ella, para demostrarle que no solo estaba
dispuesta cuando él quería, sino que también tenía sus propios deseos.
—Eso va a cambiar —dijo ella.
—¿Desde ahora?
—A no ser que tengas otra cosa que hacer —bromeó Samantha.
—¡No lo dirás en serio!
«Después hablaremos», pensó ella. Le diría lo que le había contado Edna y se
disculparía por no haberlo escuchado. Pero ya habían hablado bastante. Era el
momento de recuperar el tiempo perdido.
Max comenzó a besarla de forma apasionada. Cuando se separaron para tomar
aire, ella le dijo:
—¿No crees que llevas demasiada ropa?
—¿Se te ha olvidado como se soluciona eso? —dijo él entre risas.
—¿Qué te apuestas? —preguntó Samantha

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Comenzó a quitarle la ropa muy despacio. Desabrochándole los botones uno a


uno. Llegó un momento que no podían aguantar más esa lentitud. Samantha le quitó
la camisa por encima de los hombros y la dejó caer al suelo.
Cuando llegó el turno de desabrocharle el cinturón, se detuvo.
—¿No vas a parar aquí? —ella notó que Max estaba extrañado, pero había algo
más en el tono de su voz, un ávido deseo.
—Max...
—No soy un extraño, cariño. Hemos hecho el amor muchas veces.
No tenía sentido que ella se sintiera como si fueran a hacer el amor por primera
vez. Pero no podía evitarlo.
—Ha pasado tanto tiempo —susurró.
—¡Demasiado! Ha sido un infierno dormir en la misma habitación y no poder
acariciarte.
—Dormías como un niño.
—¿Quieres decir que conseguí engañarte? He estado frustrado todas las noches,
Samantha. Estamos casados, y aunque no lo estuviéramos... Te he deseado tanto,
cariño. ¡Desvísteme, por favor!
Ya no le importaba que la llamara «cariño». Era como si le insinuara que iban a
estar juntos para siempre. Cada vez estaba más enamorada de Max .
De repente, le resultó fácil desvestirlo. Max tenía razón, no era un extraño. Era
el hombre del que se había enamorado cinco años atrás. Nunca había dejado de
quererlo, y siempre lo querría.
Después de que ella le desabrochara los pantalones, Max se los quitó y extendió
los brazos para que Samantha se acercara.
Ella lo hizo y Max la levantó en brazos. Samantha se agarró a su cuello y se
quedaron así un buen rato. Ella sentía el cuerpo musculoso de Max, tenía los brazos
fuertes, y su pecho estaba tan cerca del de ella que parecía que sus corazones latían al
unísono.
La llevó hasta la cama y se tumbó a su lado.
Se besaron y se acariciaron de forma apasionada. Después de haber estado un
año separados, frustrados y llenos de deseo, hicieron que el reencuentro fuera tan
intenso que se convirtió en lo mejor que habían experimentado nunca.
Se besaron de nuevo, con los labios y la lengua. Recorrían sus cuerpos con las
manos, recordando el tacto de la espalda, las caderas y las piernas. Max le acarició los
pechos y gimió de satisfacción al sentir que a Samantha se le endurecían los pezones
por el roce.
Cuando él comenzó a besárselos ella también gimió. Sentía como si el fuego
corriera por sus venas.
Llegó un momento en el que ya no podían esperar más. Max penetró en el
cuerpo de Samantha y ella sintió tal placer que pronto se convirtió en éxtasis. Era de

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lo que Samantha se había privado tanto tiempo, de la unión de dos cuerpos que no
quieren separarse nunca.
Después se quedaron tumbados. Siguieron besándose, pero de forma más
relajada.
—Te quiero —dijo Max—. Nunca he dejado de quererte, mi amor.
Samantha lo miró. Había pensado que nunca se iba a sentir tan feliz.
—Yo también te quiero, Max. Y mucho.
—Eres la mujer más bella que he conocido nunca. Te desearé siempre,
Samantha.
Quería decirle tantas cosas. Que ella también lo deseaba, que tendría que
echarla de casa si quería que se marchara... pero Max tenía otras cosas en mente
además de hablar. Se colocó encima de Samantha, ella lo abrazó por la cintura y, otra
vez, hicieron el amor.
Se quedaron dormidos y, cuando Samantha se despertó, aún estaban abrazados.
Se quedó junto a Max, sintiendo su cuerpo musculoso y acariciándolo despacio para
no despertarlo. Deseaba que la noche no terminara nunca y se quedaran así para
siempre. Recordó las cosas maravillosas que se habían dicho, y entonces ya no le
importó que amaneciera, porque supo que pasarían juntos el resto de sus vidas.
Pensó en Edna y en lo que ella le había contado. Todavía no le había dicho a
Max que se había enterado de todo, pero no importaba. Hablarían por la mañana,
antes de que él se fuera a trabajar.
Se quedó dormida otra vez y cuando despertó oyó que, a lo lejos, Annie
hablaba con Melissa. ¡Annie! Era muy tarde, tenía que llevarla al jardín de infancia y
después debía marcharse a trabajar. Estiró el brazo y notó que la cama estaba vacía.
Max ya se había marchado. No recordaba la última vez que se había sentido tan feliz.

—Te pareces a un gato que se hubiera comido toda la nata.


—¡Hace un día precioso, Melissa! —exclamó Samantha—. ¿Cómo no voy a estar
contenta?
—No te he visto así en todo el tiempo que llevo aquí. Ni a Max tampoco. Ahora
que lo pienso, él también estaba feliz.
Samantha notó que se sonrojaba.
—¿Ah, sí?
—No puede ser una coincidencia, ¿verdad?
Samantha sonrió a su cuñada. En la última semana, la relación entre ellas había
cambiado. En parte porque Annie las había unido. Melissa y Annie se adoraban.
También parecía que Melissa se había dado cuenta de que no podía controlar la vida
de Max. Era la primera vez que aceptaba a Samantha como parte de la familia.

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A Samantha le hubiera gustado llevarse bien con Melissa desde el principio,


quizá todo hubiera sido diferente si no se hubiese dejado intimidar por ella. Pero
todavía podían hacerse amigas.
—¿Coincidencia? Me temo que no.
—¿Max y tú os habéis reconciliado?
—Eso creo.
—¿Todavía estás enamorada de él?
—Sí.
—Cuando vine —dijo Melissa—, habría jurado que no había nada entre
vosotros. Me sorprendió que compartierais habitación. Habéis estado separados casi
un año. Estaba convencida de que os odiabais.
—A veces las cosas cambian —dijo Samantha.
—¿Vas a contarme por qué han cambiado?
—Mejor no...
—Lo siento, no debí preguntártelo. Lo que sé es que los dos tenéis ojos de
enamorados.
Samantha se rio.
—¿Max también? —dijo feliz.
—Es más, me pregunto qué opinar ahora del testamento de papá.
—Tú no lo veías bien —le recordó Samantha.
—He de admitir que pensaba que era ridículo que mi padre creyera que podía
salvar vuestro matrimonio.
—¿Y ahora? —preguntó Samantha con curiosidad.
—He cambiado de opinión. Puede que antes me dejara influenciar por mi
propio divorcio. Nada habría podido salvar mi matrimonio. Pero con vosotros, papá
tenía razón. Su testamento ha sido una buena táctica.
—Así es. Aunque cuando Max me lo dijo, me disgusté muchísimo.
—Papá sabía lo que hacía. La condición de la herencia de Annie te haría venir
aquí seis meses. Y dividir la herencia de Max, poniendo una condición en la segunda
mitad, haría que él tuviera un incentivo para encontrar la manera de salvar vuestro
matrimonio para siempre.
Melissa no se percató de que Samantha se había puesto pálida.
—¿Qué has dicho de Max? —de repente apenas podía hablar.
Melissa la miró horrorizada.
—¡Oh, no!
—¿Qué has dicho de Max?
—Nada importante —dijo Melissa.

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—¡Por favor! —dijo Samantha—. ¡Dímelo! ¿Qué ocurre con Max y la herencia?
—Nada —Melissa estaba nerviosa y a punto de marcharse.
Samantha la agarró del brazo.
—¡Tienes que decírmelo! No puedes callarte ahora. ¿Qué pasa con Max?
—Ojalá no hubiera dicho nada. Pensé que lo sabías.
—No.
—Bueno, no puedo decirte nada. Tendrás que preguntarle a Max.
—Solo dime una cosa. ¿Max y Annie están bajo la misma condición?
—No exactamente. No me preguntes más, Samantha. Me estás poniendo en un
compromiso.
—Tú empezaste, Melissa.
—Lo sé, y es culpa mía. Pero no quería... ¡Oh, Max se pondrá furioso! No puedo
decirte nada más, Samantha.
Pero Samantha ya había escuchado suficiente.
—Max recibirá su herencia en dos partes. Una la recibe de forma automática.
Para la otra tiene como condición que salve nuestro matrimonio —miró a Melissa—.
Es, eso ¿verdad?
Melissa no tenía intención de decir ni una palabra más. No hacía falta.
Samantha sabía todas las respuestas.

Por la tarde, Samantha encontró un mensaje en el contestador.


«Quedamos en el puerto a las ocho. Estoy seguro de que Helen o Melissa
podrán cuidar a Annie».
«Así que Max piensa que voy a ir a navegar con él». Lo había planeado todo
muy bien. No le había costado mucho que ella se enamorara otra vez de él. Sabía que
nunca había dejado de quererlo. Era imperdonable que hubiera caído tan bajo como
para engañar a Samantha y conseguir que volviera con él para siempre, solo para
recibir su herencia.
Pensó en Edna. Sabía que Max no se había acostado con ella la noche que los
pilló en la misma cama. Pero eso no tenía nada que ver con el testamento. Max debía
haber sido sincero... ella se lo merecía. El hecho de que no le hubiera dicho nada, era
sospechoso.
Lo llamó a su teléfono privado. Contestó la secretaria y le dijo que Max había
estado fuera todo el día y que no creía que fuera a volver por allí.
«¿Y ahora qué hago?», se preguntó Samantha. Podía no acudir al puerto y dejar
que él la esperara. Pero lo mejor sería que fuera, así evitaría situaciones de tensión en
la casa, donde Annie o Melissa podrían oírlos. El mar era el sitio perfecto para la
discusión final.

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Se cambió de ropa y bajó las escaleras. Melissa le había dicho que se quedaría
con Annie. Su cuñada estaba nerviosa.
—Samantha... —comenzó a decir con expresión de culpabilidad.
Samantha le tocó el brazo.
—No te preocupes. Lo que ocurra a partir de ahora, no será culpa tuya.
Cuando llegó al puerto vio el coche de Max. A él no lo veía por ningún lado, así
que Samantha se dirigió al lugar donde siempre estaba atracado el barco. Max había
comprado el barco poco después de su boda. Lo llamó The Sammax, como dando por
supuesto que Samantha y Max siempre estarían unidos.
Cuando llegó Samantha, Max estaba fregando la cubierta. Estaba de espaldas a
ella y no la vio llegar.
Estuvo a punto de llamarlo, pero algo la detuvo. En pantalón corto, parecía más
un marinero que un abogado. Tenía la piel bronceada y su cabello se movía con el
viento.
Por una parte, Samantha deseaba que Melissa no hubiera dicho nada acerca de
la herencia. Si no supiese la verdad, todo sería diferente.
Max se volvió y dijo:
—¡Samantha! —se acercó a la proa y le dio la mano para ayudarla a subir.
Ella subió. No quería que sospechase nada antes de que llegara el momento.
—Hola, preciosa —le dio un beso y sonrió.
Samantha no quería que la desarmara la sonrisa de Max, ni ante el brillo de sus
ojos ni ante su atractivo sexual. Pero no lo podía controlar.
—Estás muy guapa.
—Gracias —contestó ella con frialdad.
—Me alegro de que hayas escuchado el mensaje. No estaba seguro de si
vendrías.
—¿Alguna vez dudas de algo, Max?
—¿Eso qué quiere decir, cariño? ¿Has tenido un mal día en el trabajo?
—Nunca tengo un día malo en el trabajo —contestó ella.
—Tengo la sensación de que estás un poco tensa. Saldremos a navegar y te
relajarás. También tengo otros planes, para cuando lleguemos a casa.
Estaba tan clara cuál era su idea que Samantha sintió como se ponía en tensión.
Algunos de sus mejores recuerdos eran de ese barco. Si pudiera disfrutar de la
salida con Max. Pero tenía que ser realista. Max, el guapo y retorcido Max, era un
atractivo estafador. Tan seguro de sí mismo que nunca se le ocurriría que Samantha
había descubierto su estrategia.
—¿Planes? —preguntó ella.
—Estupendos. ¿Quieres que te los cuente?

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Samantha sintió que en su interior el deseo luchaba contra la rabia. Tenía que
contener el deseo, no podía rendirse ante él.
Solo había ido allí para una cosa, y cuanto antes le dijera a Max lo que pensaba
de él, mejor. Pero tenía que elegir el momento adecuado.
Máx se preparó para soltar amarras. La gente los saludaba, todo era muy
familiar, pero también muy doloroso, porque Samantha sabía que nunca volvería allí.
Max era todo un lobo de mar. Samantha estaba apoyada en el pasamanos. Iba
mirando el agua para no ver a la persona a quien no podía dejar de amar.
Se quedó helada al oír que Max la llamaba.
—¿Sí...?
—Ven aquí conmigo, cariño.
—Estoy aquí muy bien.
—¿Te fías de que te lleve adonde quiera?
Hubo un tiempo en que Samantha confiaba plenamente en Max. Eso había
cambiado.
—Claro, ¿por qué no?
—Podría ir navegando contigo hasta el fin del mundo.
—¿Hasta el fin del mundo? No creo, Max. No creo que estuvieras contento en
ningún otro sitio que no fuera Nueva York. Te gusta estar donde hay grandes
negocios y mucho dinero. Sin mencionar el misterio.
—Sería feliz en cualquier sitio siempre que estuviese contigo. Y con Annie. ¿No
lo sabes, éariño?
«Mentiroso», pensó ella.
—Sabes todo lo que hay que decirle a una mujer, Max.
—Hablas como si no creyeses lo que digo.
Samantha soltó una carcajada.
—Max, ¿por qué iba a pensar eso?
—No tengo ni idea. Lo que sí sé es que hoy te comportas de manera extraña.
¿Por qué no dejas de decir tonterías y te vienes aquí conmigo, junto al timón?
Ella se acercó y él la rodeó con el brazo.
Su querido marido estaba llevando el juego hasta el final. Samantha decidió
dejarlo disfrutar un poco más.
—¿Qué te ocurre? —preguntó él.
—¿Qué me ocurre?
El apoyó la mejilla sobre la cabeza de Samantha. Ella lo dejó. Quería hacerle
creer que seguía siendo la chica que se había enamorado de él cinco años atrás y que
creía todo lo que le decía.
—Algo te pasa —insistió Max. Le acarició un brazo y ella intentó no sentir nada.

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—Te empeñas en decir eso.


—Te conozco, Samantha. No eres la misma persona de ayer.
Ella contestó sin pensar.
—¡Ayer! Ayer todavía no... —se calló a tiempo.
—¿Todavía no qué? —dijo Max.
—¡Olvídalo!
—No. Si te pasa algo, quiero saberlo.
Samantha no dijo nada. Pronto lo sabría, pero aún no quería decírselo.
—Quiero saberlo todo, Samantha. Lo bueno y lo malo. Si hay algo que te
preocupa, quiero saberlo. Para eso es el matrimonio.
Parecía que estaba preocupado de verdad. Max se comportaba como el marido
perfecto, a Samantha le habría gustado creerlo, pero sabía que no podía.
—¿Qué crees que es el matrimonio, Max?
—Está claro —respondió—. El matrimonio es amor y compartir. Preocuparse
del otro, querer lo mejor para la persona más importante de tu vida.
—¿Y la confianza?
Max se quedó de piedra. Notó que ella le estaba preparando una trampa.
—¿La confianza? Sin ella no hay nada más —se calló un momento—. Sí esto
tiene que ver con Edna, me gustaría que lo dejáramos o que me dejes que te lo
explique de una vez.
—No tiene nada que ver con Edna.
—¡Bueno! Me alegro. Esta noche quiero decirte una cosa, y'no tiene nada que
ver con Edna —la atrajo hacía sí—. Aunque te preocupe algo, cariño, ¿no puedes
relajarte un rato?
El roce con el cuerpo de Max hizo que Samantha sintiera algo mágico. Algo
contra lo que no podía luchar, por muy enfadada que estuviera.
Sería la última vez que Max la abrazara. Ella lo quería, siempre lo había hecho.
Por alguna razón, una mujer podía estar muy enfadada con un hombre y amarlo de
todas maneras. Estar junto a él esa última vez, era un regalo que se hacía a sí misma.
Era el momento de decirle lo que pensaba. Estaba a punto de hablar cuando él
se adelanto y le dijo:
—Sujeta el timón.
Ella lo sujetó y él bajó a la cabina. Había perdido la oportunidad de decírselo,
pero ya encontraría el momento.
Max regresó con una botella de vino y dos copas. Le dio una a Samantha y
volvió a hacerse cargo del timón.
—Brindemos —dijo él.
—¿Otra vez? Melissa ya hizo un brindis ayer.

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—Ese fue por haber ganado el caso —dijo mirándola a los ojos—. Este es por ti,
cariño.
Por su forma de mirarla, a Samantha le resultó mucho más difícil decirle lo que
pensaba. No podía esperar más.
—Max... —comenzó a decir.
Él continuó como si no hubiera escuchado nada.
—Por ti, Samantha. Mi querida esposa.
—¡Max!
—Espera, cariño, déjame terminar. Brindemos por nosotros, y por nuestro
matrimonio.
Tenía menos escrúpulos de lo que ella imaginaba.
Había jugado con ella para conseguir lo que quería.
—¿Nuestro matrimonio? —dijo ella con cinismo.
—Sí, cariño, esta vez va a durar para siempre.
—¿Para siempre?
—Para siempre —entrechocaron las copas y él dio un sorbo—. No has bebido,
Samantha.
—No tengo sed.
—¿Ni siquiera vas a brindar?
—No creo, Max.
Él la miró pensativo. Después le dio un regalo.
—Esto es una repetición de lo de ayer —dijo ella—. Cuando te di el alfiler de la
corbata.

—Hoy me toca a mí. Ábrelo, Samantha.


—¿Y si no lo quiero?
Él le quitó la copa de la mano.
—¿Cómo lo sabes? Ni siquiera lo has visto.
—No hace falta.
—Ábrelo, cariño.
Samantha desenvolvió el regalo. Había una pequeña caja. No quería abrirla,
pero Max insistió.
Era el anillo más bonito que había visto nunca. Un diamante engarzado en oro
con muchos diamantes pequeños alrededor.
El barco navegaba con rumbo estable y Max soltó el timón. Tomó la mano
izquierda de Samantha y dijo:

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Rosemary Carter – Aprender a confiar

—Deja que te lo ponga, cariño.


—No...
—Sí, mi amor. ¿No sabes lo que es? Es nuestro segundo anillo de boda. Te lo
doy de todo corazón. Por el matrimonio que va a durar el resto de nuestras vidas.
Estaba colocándole el anillo cuando Samantha quitó la mano.
—¡Canalla!
—¿Qué?
—Nunca imaginé que podías caer tan bajo.
Max estaba sorprendido.
—¿De qué estás hablando?
Le devolvió el anillo y dijo:
—¿De verdad creías que me lo iba a poner?
—Esperaba hacerte feliz.
—¿Cómo has podido, Max? Este anillo es como un insulto.
—¿Un insulto? —Max estaba aturdido.
—Peor aún. Es una farsa.
—Si estás hablando de Edna...
—¡No tiene nada que ver con Edna!
—¿Entonces?
—No puedo creerme que hables de un matrimonio que durará siempre y de
otro anillo de boda —gritó Samantha—, ¡eso si que es una broma!
—¿Una broma? ¿Después de lo de anoche?
—Anoche, sí —Samantha juntó las manos para que Max no viera que estaba
temblando—. ¡Anoche debiste pensar que era una idiota! La escena de la gran
seducción. ¿Tuviste que aguantarte la risa?
—No sé de qué estás hablando —la expresión de su cara había cambiado.
—¿No lo sabes, Max? Recuerda que estás hablando conmigo, y no con un
jurado. No tienes que impresionarme.
—¿Te has vuelto loca, Samantha?
—Al contrario. He vuelto a la realidad. Ojalá me hubiese pasado antes.
Él estaba tan desconcertado que Samantha se llenó de satisfacción. Por una vez,
su querido Max estaba en desventaja.
—¿Te importa decirme de qué se trataba lo de anoche? La invitación a que
hiciéramos el amor. Esperaba que tus sentimientos hacia mí hubieran cambiado.
¿Estaba equivocado?
Samantha tardó en contestar. En vista de que aquella sería la última
conversación seria que mantendría con él, Samantha decidió ser sincera.

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Rosemary Carter – Aprender a confiar

—No te equivocaste.
—¿Sí que habías cambiado de opinión acerca de nuestro matrimonio?
—Eso creí.
—¡Samantha! —exclamó y se acercó a ella—. ¡Eso quiere decir que hay
esperanzas!
—¿Esperanza? —ella se retiró un poco—. ¿Para nuestro matrimonio? ¡Olvídalo!
—¿A qué estás jugando?
—¿Jugar? —Samantha soltó una carcajada.
—¿Te importa decirme de que estás hablando?
—Hasta ahora tú has establecido las reglas del juego y querías que yo las
siguiera. ¿Y lo hice, no? Pero el juego ha cambiado, Max.
—¿Sí? —él la miró con cautela.
—Sí. Había reglas que yo desconocía.
—¿Cómo cuál?
—Como la segunda condición del testamento de tu padre. La que condiciona la
mitad de tu herencia a nuestro matrimonio.
—Así que eso es lo que ocurre —dijo tenso.
Samantha se había equivocado con respecto a Edna. Quizá también se
equivocaba entonces. Quizá Melissa se había confundido... Samantha deseaba que se
hubiera equivocado.
Esperaba que Max negara la acusación, pero no lo hizo. Estaba claro que
Melissa estaba en lo cierto.
—¿Por qué no me lo dijiste, Max? No debí enterarme por otra persona.
—¿Quién te lo dijo?
—Eso no importa.
—¿Stan Manson? No, él no te lo habría dicho.
—Te he dicho que eso no importa.
—¿Te lo dijo Melissa?
—No la culpes a ella, Max. No intentaba crearnos problemas. Creía que yo lo
sabía.
Después de un largo silencio, Max dijo:
—Y ahora que lo sabes... no debería cambiar nada.
Samantha lo miró incrédula.
—¡Todo ha cambiado!
—Veo que estás asombrada, pero...
—¡Eso no es lo que siento! ¡Me has traicionado, utilizado y explotado!

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Max intentó agarrar la mano de Samantha.


—¡No me toques!
—No te he traicionado, Samantha. Escúchame, cariño.
—No te escucharé nunca más, Max.
—Tienes que hacerlo. No ha cambiado nada, aunque no te lo creas. Quiero que
nuestro matrimonio continúe. Por favor, acepta el anillo.
—¿No lo entiendes, verdad? Ha terminado.
—¡No puedo aceptar eso! Nuestro matrimonio no tiene nada que ver con la
herencia.
—¡Tiene mucho que ver! Quiero saber una cosa, Max. ¿Por qué no me lo dijiste?
¿Porque sabías que no aceptaría volver?
—Samantha...
—Una cosa era hacerlo por Annie ¿cómo iba a decir que no? Pero si llego a
saber que tú también salías ganando si yo regresaba, quizá lo habría pensado dos
veces. No digo que lo hubiera hecho, pero era posible, ¿verdad?
—Era una posibilidad —admitió Max—. Samantha... tenía tantas esperanzas
para esta noche. El comienzo de un nuevo futuro para los dos. No es demasiado
tarde, cariño.
Samantha se puso enferma solo de oírlo.
—Un futuro de engaños —dijo con amargura.
—No, querida. Podemos hacer que funcione, sé que podemos.
—Es demasiado tarde, los dos lo sabemos.
—¿Qué puedo hacer para que me creas? Ojalá te hubiera dicho la verdad, pero
no sabía cómo ibas a reaccionar. Samantha, mi herencia no tiene nada que ver con
mis sentimientos hacia ti. Te quiero, ¿no lo entiendes?
Ella dijo que no.
Permanecieron en silencio durante un rato. El barco se movía con las olas. Una
gaviota se posó en el pasamanos y echó a volar de nuevo.
—¿Y ahora qué va a pasar? —preguntó Max.
—Me quedaré seis meses, por el bien de Annie. Después me marcharé.
—Samantha...
—No quiero hablar más de ello, Max. No puedo.

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Capítulo 10
SAMANTHA y Annie regresaron a Manhattan el día que se cumplieron los seis
meses.
Al comprender que Samantha ya no quería saber nada de él y que no había
forma de salvar la relación, Max había intentado encontrar la manera de cambiar las
condiciones del testamento de su padre. Stan Manson y él habían buscado la forma
de que la herencia de Annie no se viera afectada, pero al final no lo consiguieron y
Samantha tuvo que quedarse los seis meses.
Max intentó solucionar los problemas que tenía con ella, pero no consiguió
nada. Desde que se enteró de que el futuro económico de Max dependía de que
salvase su matrimonio, ella no confiaba en sus declaraciones de amor, ni aunque
parecieran sinceras.
Ambos mantenían una relación amistosa cuando estaban delante de Annie.
Sabían que no podían involucrar a la pequeña en sus problemas, pero cuando
estaban a solas, el silencio era helador.
Samantha nunca había vuelto a acusar a Max de haberla traicionado. Ya le
había dicho todo lo que le tenía que decir. Pasaba los días como una autómata, iba a
trabajar por las mañanas y las tardes las pasaba con Annie. A veces, Max no iba a
cenar, y cuando iba, se volvía a marchar enseguida.
Él ni siquiera esperó a que Melissa se fuera para sacar sus cosas de la habitación
principal y meterlas en el estudio. Su hermana estaba dolida por todos los problemas
que había causado. Samantha le dijo que no era su culpa, que se alegraba de haberse
enterado antes de que la relación hubiera llegado más lejos.
Samantha se preguntaba si Max seguiría viendo a Edna. Una vez había
terminado la relación entre ellos, él se sentiría solo y quizá buscase la compañía de
Edna.
No le dijo a nadie lo sola que se sentía en la habitación principal, y a veces
lloraba antes de quedarse dormida. En ocasiones se preguntaba qué haría si Max
fuera a su cuarto e intentara hacer el amor con ella. Esperaba poder resistirse y
echarlo de la habitación, ya que rendirse ante él sería un duro golpe para su
autoestima.
Pero Max no había aparecido.
Los trámites del divorcio se reanudarían pronto y no pasaría mucho tiempo
antes de que hubiera sentencia. Entonces, ella tendría que llevar su propia vida, y no
imaginaba que otro hombre pudiera entrar en ella.
Annie lloró amargamente cuando llegó la hora de marcharse. Melissa ya se
había ido un mes antes, y Helen le dio un gran abrazo con los ojos llenos de lágrimas.
Max no estaba allí cuando se fueron. Les dijo adiós antes de irse a trabajar. Samantha
supuso que él temía no poder aguantar la emoción.
Cuando se alejaban de la casa, Samantha miró por el retrovisor y vio que Helen
estaba en los escalones de la entrada despidiéndolas con la mano. Samantha había

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conseguido contener sus emociones hasta el último momento, pero ya no podía


aguantar las lágrimas.
Intentaba hablar con Annie, pero la pequeña no le contestaba. Samantha
confiaba en que, algún día, la niña comprendería lo que estaba sucediendo. Pero para
eso faltaban muchos años.
Cuando regresaron, el apartamento olía a cerrado a pesar de que Betty, una
vecina, había ido a airear las habitaciones y a regar las plantas de vez en cuando.
Después de la bonita casa de Long Island, que era muy espaciosa, el apartamento
resultaba un poco deprimente.
—¿Qué quieres hacer hoy, Annie? —le preguntó después de deshacer las
maletas—. ¿Te apetece ir al parque? —al ver que la pequeña no contestaba, dijo—:
¿Quieres que vayamos a por un helado?
—Solo quiero volver con papá y Helen —dijo lloriqueando.
Samantha sintió que se le rompía el corazón. Se arrodilló y abrazó a la niña.
—Lo sé, cariño. Sé que estás muy triste. Yo también lo estoy, pero así tiene que
ser, Annie.
—¿Papá ya no me quiere?
—Te quiere mucho, cariño. Dejarlo allí no tiene nada que ver con que no te
quiera. Es cosa de mayores y a ti no te afecta. Annie, vas a pasar mucho tiempo con
papá, te lo prometo.
Annie se quedó un poco más tranquila. Samantha se preguntaba cuánto tiempo
tardarían en estabilizarse emocionalmente.
Al cabo de una semana ya se habían acostumbrado a la rutina. Annie volvió al
jardín de infancia y Samantha a su trabajo. Brian las llamó en cuanto se enteró de que
habían regresado. Invitó a Samantha a salir con él y ella rechazó la propuesta con
delicadeza.
Ver a Brian otra vez sería un gran error. No quería salir con ningún hombre
hasta que no estuviera segura de que había superado lo de Max.
—Hay otra persona —dijo Brian.
—No.
—¿Es por Max?
—Por favor... no puedo hablar de Max —dijo Samantha.
—No me digas que sigues enamorada de él.
—No he dicho eso, pero no me apetece salir con nadie más. Aún no, Brian. Lo
siento.
Ese fin de semana, Max fue a ver a Annie. Samantha le abrió la puerta e hizo
todo lo posible por permanecer inexpresiva. Llevaba toda la semana pensando en su
visita, y verlo de nuevo le resultó más duro de que lo que esperaba.
—¿Estás bien? —preguntó él cuando Annie salió de la habitación.
—Estupendamente.

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—¿Me lo dirías si no lo estuvieras?


—Claro —dijo ella, consciente de que él sabía que era mentira.
Lo echaba de menos, en todo momento. Con tanta agonía que parecía que un
puñal le atravesaba el corazón. La noche era el momento más difícil.
Llevaban un mes en Manhattan, cuando el jefe de Samantha la llamó para que
fuera a su despacho. Le dijo que la empresa estaba pasando una crisis económica y
que no le quedaba más remedio que despedir a varios de los empleados. Samantha
era uno de ellos. El jefe cónfiaba en que las cosas cambiarían pronto y podría
contratar de nuevo a toda la plantilla, quizá en poco más de un mes.
—Ven a vernos —le dijo su hermana Dorothy en cuanto oyó las malas noticias
—. Hace mucho tiempo que no nos vemos. Os echo mucho de menos.
—No sé... tendría que sacar a Annie de la guardería. Y yo debería buscar un
trabajo.
—No seas tonta. No tienes que hacer nada imprescindible en Nueva York.
Vamos a hacer un viaje por la costa del Pacífico hasta Oregón, y Annie y tú podeis
venir con nosotros. Es un viaje bonito, Sam, y tú necesitas unas vacaciones. Por favor,
Samantha, dime que vendréis.
—¿Cómo voy a decirte que no, si me lo pides así? De acuerdo, iremos. Y
muchas gracias.
A Max no le gustó la idea porque no podría visitar a Annie, pero no puso
ningún impedimento.
—Llamadme a menudo, Samantha. Quiero saber dónde estáis y si os va bien.
—Sé que querrás saber cómo está Annie, y ella querrá hablar contigo. Te
aseguro que te llamará a menudo.
Max se quedó callado un instante.
—¿Qué quieres que haga con tu correo? ¿Dónde te lo envío?
—¿Por qué no me lo mandas a mi apartamento? Betty irá por allí de vez en
cuando y puede guardarme las cartas.
—¿Seguro que eso es lo que quieres? Si me dices dónde vas a estar, puedo
enviártelo allí.
Eso significaba estar en contacto con Max. Hablar con él en lugar de marcar el
número y dejar hablar a Annie.
—Pensándolo mejor, le diré a Betty que me lo envíe. Habrá correo que llegue a
tu casa y otro que llegue a mi apartamento. Yo le diré a Betty dónde vamos a estar y
ella me lo enviará.
—¿Lo hará?
—Estoy segura. Yo también la ayudo cuando ella se va.
—Samantha...
Su voz era afectuosa. Samantha lo imaginaba sentado en el estudio, mirando al
mar desde la ventana.

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—¿Sí?
—Deja que te dé dinero.
—No, gracias, Max.
—Sé que eres independiente, pero al menos para salir del paso. Si quieres
puedes devolvérmelo cuando empieces a trabajar otra vez.
—No, Max.
—Samantha...
—Gracias por la oferta. Pero no quiero tu dinero —colgó el teléfono.

Una semana después estaban en San Francisco. Dorothy y Arthur eran


fotógrafos especializados en la vida salvaje. No tenían hijos y adoraban a Annie.
Samantha se alegró de haber salido de Nueva York en cuanto vio a su hermana.
Cuando la vio correr hacia ella, en el aeropuerto, se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Lo siento, no sé que me pasa.
—Yo sí —dijo Dorothy y la abrazó—. Has aguantado mucho y te has mantenido
fuerte demasiado tiempo. Me alegro de veros.
Dos días más tarde, Arthur preparó la caravana y se marcharon de San
Francisco.
Arthur y Dorothy conocían casi todas las carreteras secundarias de la costa.
Pararon en varios pueblos para que Annie se comiera un helado, fueron a varias
granjas para comprar fruta, y a Napa Valley para probar el vino. También estuvieron
en algunas playas y Arthur y Annie se dedicaron a recoger conchitas.
—Se porta muy bien con ella —decía Samantha todos los días.
—Es un buen chico —contestaba Dorothy.
—Estoy muy contenta de que me convencieras para venir. Nos lo estamos
pasando muy bien.
Samantha no le contó a su hermana que Annie lloraba muchas noches antes de
dormirse. Echaba de menos a su padre. Hablaba con él cada dos o tres días, y
después siempre se quedaba un poco triste.
Samantha lo echaba de menos más que nunca. Las vacaciones eran una buena
distracción, pero la sensación de vacío no desaparecía nunca.
Llevaban una semana viajando cuando Samantha recibió el primer paquete con
el correo. Había un cheque de los dos hermanos arquitectos, junto con una nota; una
postal de Helen para Annie; un par de cartas oficiales y otra carta para Annie, esa era
de Max.
No había nada de Max para Samantha. Tuvo que contener las lágrimas. Era
evidente que Max no le iba a escribir. La relación había terminado.
Samantha recibía correo regularmente. Siempre llegaba una carta de Max para
Annie. Ni una sola palabra para ella.

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Cuando terminaron las vacaciones, Dorothy le pidió a su hermana que se


quedara más tiempo en San Francisco, pero esta sabía que ya era el momento de
empezar su nueva vida. Días después, ella y Annie volvieron a Nueva York.

El apartamento estaba más acogedor. Betty lo había aireado, quitado el polvo e


incluso había hecho un pastel. Tomaron un café juntas y Samantha le dio las gracias
por haberle enviado el correo.
—Te he mandado todo menos los folletos y la publicidad. Ah, y un periódico,
pensé que no merecía la pena.
—¿Un periódico?
—Aquí está —Betty le dio un sobre.
Samantha lo miró sin demasiado interés. Un lado del sobre estaba roto y se
podía ver el contenido. Era un periódico, como Betty había dicho. No sabía quién se
lo había enviado, pero no le dio mucha importancia.
Cuando Betty se marchó, Samantha acostó a Annie. Se sirvió otra taza de café y
se acordó del sobre.
Lo miró y, al darle la vuelta, se sobresaltó. Era la letra de Max. Lo abrió y sacó
una copia del New York Times.
¿Para qué se lo había mandado?
Asombrada, Samantha comenzó a hojear el periódico. En una página, aparecía
una foto de ella con su suegro, junto con un artículo.

Max Anderson, importante abogado de Nueva York, ha fundado « The William and
Samantha Anderson Scolarship Fund», con vistas a financiar la educación de dos buenos
estudiantes cada año. La beca se ha fundado en honor de dos personas queridas de Max
Anderson, su padre, recientemente fallecido, y su esposa, Samantha. El dinero de la beca
proviene de la herencia que William Anderson le dejó a su hijo.

A Samantha se le llenaron los ojos de lágrimas en cuanto terminó de leer el


artículo. Durante varios minutos, se quedó quieta, incapaz de moverse. Después
miró la fecha del periódico. Era de tres semanas atrás.
Se apresuró a llamar por teléfono. Colgó cuando ni siquiera había terminado de
marcar. No le costó mucho tomar una decisión.

A la mañana siguiente, Samantha condujo hasta Long Island, con Annie


gritando de alegría. —¡Hemos vuelto, mamá!
—Sí, cariño. Hemos vuelto.
Era sábado. El coche de Max estaba en el garaje. Se acercaron a la puerta y
llamaron al timbre. Abrió Helen.
—¡Samantha! —exclamó—, y Annie. Me alegro mucho de verlas.

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—¿Está Max?
Helen asintió y señaló hacia el embarcadero. Tomó la mano de Annie y dijo:
—Ven, que te voy a enseñar lo que tengo para ti.
Samantha vio a Max a lo lejos. Estaba sentado en un banco, con la barbilla
apoyada entre las manos. Parecía ensimismado. Samantha nunca lo había visto tan
vulnerable y desconsolado.
Él no la oyó llegar. Ella se paró a su lado y le tocó el hombro.
—Max.
Él levantó la vista y la miró.
—Max...
—Samantha. Oh, Samantha. Creía que nunca vendrías.
—Aquí estoy. Y Annie también. Está con Helen.
Max estaba demacrado, como si no hubiera dormido en mucho tiempo.
—He visto el periódico —dijo Samantha—. Leí lo de la beca.
—Esperaba que contactaras conmigo. Cuando pasó el tiempo y al no saber de ti,
pensé que todo había terminado.
—No vi el periódico hasta ayer. Betty no me lo envió.
—¿No te lo envió?
—Vio que era un periódico y pensó que no era importante.
—Y yo todo este tiempo pensando...
Samantha se arrodilló y lo abrazó.
—¿Qué pensabas, Max?
—Que todo había terminado. Que no había esperanzas. Que me odiabas de
verdad.
Samantha apoyó la cabeza en el regazo de Max. Él comenzó a acariciarle el
cabello.
—Nunca te he odiado, Max Ni cuando estaba enfadada. Ni cuando creía que
tenías un lío con Edna. Nunca he dejado de quererte.
—¡Samantha! No puedo creer que esté escuchando esto.
—Es cierto, mi amor.
Él la miró a los ojos.
—¿Has hablado de Edna en pasado?
—Así es —dijo ella y le contó cómo se había enfrentado a Edna y lo ella le había
contado.
—¿Por qué no me lo dijiste? Siempre intentaba explicártelo y nunca me
escuchabas.

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—Iba a hacerlo, Max. Cuando terminara de seducirte. Lo tenía todo planeado.


—Ah, la gran seducción —sonrió—. Nunca olvidaré esa noche. ¿Por qué no me
lo dijiste después?
—Nos quedamos dormidos. Y al día siguiente...
Max terminó la frase por ella.
—Te enteraste de lo de la otra condición del testamento de papá.
—Sí.
—Melissa todavía se siente culpable por habértelo dicho. Le caes bien,
Samantha, ¿lo sabías? Confía en que no sea demasiado tarde para nosotros.
—No es demasiado tarde, cariño.
—¿Quieres que te cuente lo de la beca?
—¿De verdad has donado tu herencia?
—Siempre quise hacerlo. No necesito el dinero de papá. Tengo dinero suficiente
para mí, para Annie y para ti. La beca es en tu honor y en recuerdo de mi padre. Hay
tantas cosas que no sabes, cariño.
—Cuéntamelas.
—Cuando me dejaste la primera vez, yo estaba desesperado por hacerte volver.
No me dejabas hablarte de Edna y tenía que encontrar otra manera. Papá estaba tan
afectado como yo. Los dos sabíamos que él estaba muy enfermo y hablamos de poner
la condición de la herencia de Annie en el testamento.
—¿Así que tu lo sabías?
—En realidad, la idea fue mía —admitíó Max—. Se lo comenté a papá y le
pareció bien. Sabíamos que por el bien de Annie volverías. Decidimos que tenías que
estar seis meses. Sabía que quizá después te querrías marchar, así que tenía que
enamorarte en ese tiempo.
—¿Y la otra condición? ¿La de tu herencia?
—Eso fue cosa de papá. Yo no sabía nada hasta que él murió. Debió pensar que
si dividía mi herencia yo tendría más motivos para intentar recuperar nuestro
matrimonio. ¡Cómo si fuese necesario! Ya tenía bastante motivación, conseguir
volver con la mujer que siempre he querido.
—Pero no me lo dijiste, Max.
—¿Cómo iba a hacerlo? Dejaste muy claro que solo volvías por el bien de
Annie. Si hubieses sabido que yo también salía ganando, quizá te habrías negado. No
podía arriesgarme. Tenía que esperar a que la beca fuera oficial, para demostrarte
que yo no ganaba nada.
—Es increíble —murmuró Samantha—. Max... cariño... ¿qué habría pasado si
no hubiera leído el periódico?, ¿si hoy no hubiera venido?
—Te habría ido a buscar. He pasado dos horas pensando en ello. Te iba a dar
una semana más, si no venías, te iba a ir a buscar —se rio—. Cuando me has llamado,
y te he visto, pensé que quizá estaba soñando.

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Se pusieron en pie y se besaron durante largo rato.


—Te quiero —dijo Max—. Te quiero mucho, Samantha. Eres parte de mi vida.
Nunca dejaré que te vuelvas a marchar
—Yo también te quiero —dijo ella—. Nunca dejé de quererte. Ojalá no hubiese
sido tan cabezota con lo de Edna... Te prometo que nunca más desconfiaré de ti.
Se besaron con un beso tierno y lleno de pasión. En cuanto estuvieran a solas en
su habitación, harían el amor.
—Annie —dijo Max, de repente—. ¿Dónde está mi Annie?
—Con Helen. Vamos a verla, Max.
Caminaron de la mano hasta llegar a la casa. Annie los vio llegar y salió
corriendo hacia ellos.
—¡Papá! —gritó—. ¡Hemos vuelto!
Max la tomó en brazos y Samantha dijo:
—Hemos vuelto para siempre, Annie. Nunca nos marcharemos.
Annie gritó de alegría y ellos dos se miraron sonriendo.
—Somos una familia —dijo Max—, para siempre.

Fin

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