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Apuntes sobre el positivismo como ideología, como cultura y como

mentalidad

(Versión exclusiva para uso interno de la cátedra CBC-IPC Mársico, miér. y sáb. 11 a 13)

Además de ser un sistema filosófico y una corriente científica, el positivismo también es una
cultura intelectual, que fue hegemónica en Occidente entre 1830 y 1910, aunque se extendió
prácticamente hasta la Primera Guerra Mundial. El rasgo central, distintivo, de esta cultura fue
el hacer de la ciencia, y de las ciencias en general, el intérprete privilegiado de la realidad, y de
las ciencias experimentales el modelo de toda forma de cientificidad. Es decir, las ciencias duras
han operado a partir del positivismo como modelo para las ciencias sociales.

Hay un lazo entre tradición iluminista y positivismo, que radica en los siguientes elementos
comunes: ligar el progreso del conocimiento con el progreso de la ciencia, sumado a la idea, que
impregna la reflexión filosófica de la época, de que el conocimiento sólo es efectivamente
fecundo cuando es conocimiento de los hechos o, como se decía, de los hechos positivos, de "las
cosas tal cual son". El término positivo tiene varios registros, también en la filosofía positiva y,
en primer término, en su fundador, Augusto Comte. Positivo indica aquello que efectivamente
es, frente a lo que es puramente imaginado; positivo es también sinónimo de constructivo, por
oposición a espíritu destructivo o negativo. De modo que construir una filosofía positiva supone
esta doble referencia: al conocimiento de los hechos positivos, y al hecho de que proporciona
una enciclopedia del saber, que permite una reconstrucción de la vida intelectual, la cual permite
al espíritu europeo escapar del gran trastorno que significó la Revolución francesa, y también la
filosofía puramente crítica que había sido, a los ojos de Comte, la filosofía de la Ilustración.

Ahora bien, hay una tensión entre el intento de describir y el de hacer una filosofía positiva. Son
dos demandas diferentes: una es proponerse ordenar el conocimiento e imprimirle una función
positiva en la vida social e intelectual y la otra es querer que ese saber se funde en el
conocimiento exclusivamente positivo. Por eso en el proyecto de Comte está implicada una
filosofía de la historia que indica en qué dirección marcha el género humano. En ella está la idea
característica, muy difundida en el siglo XIX, de que la marcha de las cosas va en dirección de
los bienes deseados. Hay una teleología inscripta en las cosas mismas, por así decir, y esta
finalidad en las cosas lleva hacia una sociedad deseable. Siempre, claro está, que se lleve a cabo
la reforma intelectual que supone el proyecto positivista.

Otro rasgo fundamental es el papel que el espíritu o la cultura positivista asigna a la


observación. En el caso de Comte, la observación es un elemento central en la producción de
conocimiento. Pero no hay verdadera observación sin teoría, de modo que hay una conjunción
de teorías y observación empírica que, en el caso de Comte, lo emancipa de lo que de otro modo
sería una teoría puramente empirista del conocimiento. Este relieve dado a la observación y la
inclinación empirista va a desarrollarse más fuertemente en el otro gran nombre de la filosofía
positivista: Herbert Spencer. El espíritu positivista, entendido en estos términos muy generales
que no nos remiten a una escuela ni a un sistema, domina el paisaje intelectual occidental,
europeo en primer término, entre 1830 y 1890. Tiene su primer gran centro en Francia, por obra
de quien ha sido el fundador de lo que sí podemos llamar la primera escuela positivista, Augusto

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Comte, centro que va a desplazarse a Inglaterra cuando este dirección intelectual pase a manos
de Herbert Spencer.

En el siglo XIX todos comparten un sentimiento extraordinariamente difundido: la confianza en


la ciencia. No sólo en tanto método de conocimiento, sino también en tanto órganon capaz de
organizar, pensar, diseñar una buena sociedad. Ahora bien, en el terreno de la cultura científica
teórica, es preciso sensibilizarse frente a la revolución darwiniana. En 1859 Darwin publica su
libro sobre la evolución de las especies, que ofrece una explicación verosímil acerca del mundo
de la vida, acerca del desarrollo de los seres vivientes, y elabora una teoría de enorme
repercusión, no sólo por su carácter científico. El caso del darwinismo es el de una revolución
científico-cultural, científico-civilizatoria. En este sentido: no toda revolución científica -en la
física, en la química, etc.- acarrea consecuencias culturales; o redimensiona de manera profunda
la manera de relacionarse de los seres humanos con su propia realidad, con su sociedad, con el
cosmos, con el sentido de la vida, etc.. Basta pensar en la revolución científica de Einstein, a
principios del siglo pasado, que, en términos epistemológicos, es tan significativa como la de
Galileo en el siglo XVII y, sin embargo, no ha generado los escándalos político-culturales que
se generaron en la época de Galileo, puesto que Galileo, construyendo la cosmología que
construye, está atentando contra dogmas establecidos por la religión dominante, que es la
católica. Y lo mismo ocurre con Darwin: es absolutamente obvio que afirmar que hay evolución
de las especies contradice puntualmente dogmas inscriptos en el Génesis bíblico. De manera que
esta es una revolución de fuertes efectos culturales y produce reacciones encendidas y contrarias
de quienes siguen compartiendo los viejos criterios religiosos.

Por otro lado, junto con esta revolución teórica, el siglo XIX ve el despliegue
formidable de la aplicación de los descubrimientos científicos en forma de inventos técnicos. Y
vamos a encontrar una serie de frases que se construyen, ya de una manera absolutamente
estereotipada, donde lo que se celebra en los logros científico-tecnológicos es su carácter
prometeico. Prometeico en el sentido de que ahora los seres humanos consiguen dominar la
electricidad, el rayo, atravesar los mares, llegar a todas las profundidades, reducir el espacio,
combatir las enfermedades, prolongar la vida, etc. Es una suerte de asociación o continuidad
iluminista-positivista, donde el saber -y ahora el saber es el saber científico- está asociado a la
virtud, y está asociado a la felicidad y al bienestar de los seres humanos, en una línea
fundacional de Occidente si pensamos en Sócrates y en Platón, y en la vinculación esencial que
la Grecia clásica hacía entre verdad, bondad y belleza.

Esta corriente optimista, cientificista, confiada en las potencias de los seres humanos
para explicar y controlar la naturaleza va a llegar, en el área occidental y en el mundo, hasta
1914. La primera gran guerra europea, o Guerra Mundial, es, sobre la base de sospechas
anteriores respecto de desarrollos no deseables del conocimiento científico, una suerte de
confirmación de que la ciencia no garantiza la felicidad; no garantiza la construcción de
artefactos que garanticen el bienestar, sino también gigantescas maquinarias de guerra y por
primera vez, la tecnología producirá una cantidad inusitada de muertos.

Otro efecto cultural del positivismo que conviene destacar mejor es que en toda el área
occidental esta variable científica se busca para producir efectos de verosimilitud; esto es, un
discurso, aunque no fuera científico, si estaba revestido de una retórica científica tenía
capacidad de convicción; tenía capacidad de organizar representaciones compartidas por
sectores considerables de la sociedad, en un registro muy extendido, un registro que atraviesa
capas sociales y que atraviesa ideologías políticas. Por dar un solo ejemplo, en el ámbito local la

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ciencia era tan prestigiosa dentro de sectores de la elite argentina de esos años como entre los
sectores anarquistas, que también construyeron una ideología con fuertes fundamentos
cientificistas. De manera que el positivismo no se trata de una apropiación de un sector social, ni
de un sector político, sino de una convicción de época, que atraviesa distintos estratos
culturales, sociales y políticos.

También podemos considerar esta convicción como una mentalidad. Un gran historiador suizo,
Huizinga, en un libro ejemplar de historia de la cultura que se llama El otoño de la Edad Media,
dice lo siguiente: los hombres del siglo XVI europeos no veían a la burguesía. No veían a esos
mercaderes que empezaban a llegar a las ciudades, que estaban organizando sistemas de
comercialización cada vez más extensos. No los veían; no hay registros, prácticamente. Miraban
a la nobleza, porque creían que la nobleza seguía siendo el motor histórico-social. Con lo cual,
no vieron realmente la fuerza social que estaba revolucionando el mundo desde entonces hasta
el presente, es decir la burguesía. Dicho esto, Huizinga agrega lo más interesante: sin embargo,
lo que esa gente no veía es igualmente importante para entender el conjunto de
representaciones, de maneras de mirar la realidad que esa gente tenía. Es decir: lo que no se ve
también es significativo. No es una nada, no es un hueco en el saber, sino que también produce
efectos en la realidad, es positivo, no es puramente ni exclusivamente negativo. Y esto es una
mentalidad: el conjunto de creencias que una sociedad tiene, y que –independientemente de lo
que sea la realidad objetiva- tienen efectos en esa realidad.

Esta idea de qué es una mentalidad también se aplica al positivismo. El positivismo de esos años
y el sociodarwinismo toman, por ejemplo, la categoría de raza como una clave para explicar la
historia. Esto es algo extraordinariamente difundido, es creído como una convicción
absolutamente científica, y se lo utiliza para jerarquizar a las personas a lo largo y a lo ancho del
mundo. Tomemos América como referencia. La diferencia entre el norte y el sur siempre fue un
tema: por qué, siendo más o menos parecidos entre sí, cada uno tomó caminos tan distintos. Por
qué Estados Unidos se convierte en una gran potencia y los países latinoamericanos no, e
incluso algunos tienen una viabilidad amenazada permanentemente en su estructura como
nación, a lo cual se suma el subdesarrollo. La hipótesis de la raza en esos años positivistas
aparece como una aparente explicación: aquellas sociedades habitadas por personas
pertenecientes a las razas inferiores, es decir, las razas no blancas, tienen perspectivas de
performance menos efectivas que las de las blancas. ¿Qué hacer con los otros? Lo que dice José
Ingenieros en una carta escrita desde alta mar, en viaje a Europa: garantizar la dulce extinción
de las razas inferiores; tener una política humanitaria para aquellos que no son un material apto
para la civilización. Si José Ingenieros, conocido por su progresismo socialista y por su
ascendiente sobre la juventud de la Reforma universitaria, podía escribir esto, es porque la
mentalidad racialista y racista estaba completamente instalada y naturalizada. Y era parte del
discurso positivista. En el mismo sentido, el imperialismo, para el Ingenieros del Centenario,
está muy ligado a la idea de nación positivista. Para el positivismo, la nación poseedora de
recursos naturales, una buena extensión de territorio y una población predominantemente blanca
podrá realizarse como tal, y tiene así garantizadas la prosperidad y la expansión. En esta
concepción naturalista de Ingenieros naturalmente toda nación que progresa va a tender a
expandirse, por lo tanto, naturalmente va a tender a ser imperialista. La concepción positivista
involucra variables que son componentes imprescindibles para la formación de una nación: raza,
medio, proceso histórico. En ese cruce entre raza y medio (que tiene que ver con el medio físico
y los recursos naturales), el condicionante de la raza es muy importante. Dentro de esa

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concepción indefectiblemente se evoluciona si, además de realizarse internamente, las naciones
se expanden.

Para verlo por contraste, en el romanticismo la idea de nación está mucho más ligada a la idea
de nación-humanidad. Eso explica también el hecho de que muchos de los románticos vayan a
pelear por otras naciones como es el caso de Garibaldi o de Lafayette, que participan de las
revoluciones del mundo. Esto se da porque se piensa la nación como parte de la humanidad y
como realización, en última instancia, del espíritu universal (en términos hegelianos); la
humanidad se va realizando en esa nación. No existe en el romanticismo esta idea de nación
luchando con otra nación en la lucha por la vida, en la cual prevalecerá la más fuerte. Con el
positivismo se diluye, se cae la idea de humanidad, ligada a la ilustración, que permeaba aún al
romanticismo. En el positivismo, tanto entre individuos como entre grupos (y las naciones son
grupos) el éxito en la lucha con el otro es para el más apto. Luego, esta idea que podemos
inscribir en el registro positivista, va a volver y realimentar argumentos nacionalistas belicistas.
Peor en una primera instancia, durante la segunda mitad del siglo XIX, lo único que se está
tratando de garantizar es el progreso, por lo tanto no es la confrontación armada permanente lo
que se pretende sino que una nación supere a la otra porque tiene mayores recursos científicos o
está más adelantada en la tecnología y la supera. Por eso la raza blanca es superior a las otras,
porque es la que está superando a las otras.

Otro elemento que muestra hasta qué punto la mentalidad positivista permea las ideologías es
que el propio Marx consideraba que lo mejor que le pudo pasar a la India fue la llegada de los
ingleses, ya que aceleraron el proceso de llegada del capitalismo y, a su vez, eso aceleraba la
posibilidad de llegar al socialismo. Sin embargo, no todo el materialismo histórico está en clave
positivista. Lo estuvo centralmente el de la Segunda Internacional. Luego, y sobre todo a partir
de la Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa, va a haber cierto distanciamiento. El mismo
Lenin ya tiene otro discurso menos ligado a estas categorías de análisis.

Tener en cuenta los hechos no quiere decir ser positivista. Ahora bien, si sólo se toman en
cuenta los hechos, entonces sí se es positivista. Lo que el positivismo dice es: hay hechos, y la
función del conocimiento es establecer regularidades entre esos hechos. Al establecimiento de
esas regularidades las llama leyes. Establecer relaciones o regularidades significa que cada vez
que ocurre A, ocurre B; cada vez que puedo establecer ciertas condiciones perceptibles
empíricamente puedo determinar qué es lo que va a ocurrir. El positivismo trata con fenómenos,
estos fenómenos son llamados hechos, estos hechos son datos perceptibles por la sensibilidad
del sujeto humano y esta sensibilidad se reduce a los cinco sentidos. Si el juicio que formulo no
tiene un correlato empírico, no es válido. No es que sea falso, sino que no es válido, está mal
formulado.

Un ejemplo didáctico que podemos tomar de Hume, aunque sea un siglo anterior: no puedo
enunciar el juicio “El sol saldrá mañana”, porque no tengo ningún tipo de correlato empírico
para esto. Si creo que el sol va a salir mañana se debe a un hábito, una costumbre, puesto que
hasta hoy ha salido, pero mañana es imposible de predecir. Otro ejemplo. Cada vez que suelto
una piedra cae en dirección al centro de la tierra, pero esto se dio hasta hoy, hasta este momento,
no sé qué sucederá con la próxima piedra que suelte. Lo que sí puedo establecer son legalidades,
regularidades.

Ahora bien, la figura central entre los científicos –no ya los filósofos- positivistas es Darwin,
que ha venido a desentrañar un enigma referido al desarrollo de las especies vivientes y va a

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enunciar su conclusión de que las especies evolucionan a través de una lucha en donde
sobreviven los más aptos: no los mejores, sino los más aptos. Los más aptos son aquellos que
están adecuados a las condiciones del medio. Acá hay una disputa en el terreno de la biología
entre el francés Lamarck y Darwin. Lamarck en el siglo XVIII ha enunciado también una teoría
evolutiva que va a ser desmentida por Darwin. La teoría lamarckiana se dirime en torno a un
ejemplo. Los paleontólogos encuentran jirafas que tienen cuello corto; es decir que hubo jirafas
con cuello corto, cuando las que conocemos tienen cuello largo. La pregunta es por qué las
jirafas de cuello corto se extinguieron y las de cuello largo no. Para Lamarck, lo que ocurrió es
que todas las jirafas que había eran de cuello corto y que por mutaciones climáticas que se
producen en el planeta se extinguieron los pastos de los que estás se alimentaban y quedaron
sólo las hojas de los árboles. Entonces las jirafas que de lo contrario de morían de hambre
comenzaron a hacer esfuerzos progresivos para alcanzar las copas de los árboles y así fue como
estiraron su cuello. Como quien va al gimnasio a producir músculos. Y estos cuellos así
producidos van a formar parte del bagaje que heredan las generaciones posteriores de jirafas.
Esto se llama la heredabilidad de los caracteres adquiridos; es decir, los padres adquieren ciertos
caracteres, ciertos atributos físicos, y éstos son heredados por sus hijos.

Darwin rechaza esta hipótesis: los caracteres adquiridos no se heredan. Y de hecho, la genética
(y la experiencia) le han dado la razón. Padres musculosos no tiene hijos musculosos. Hoy
sabemos que esto tiene que ver con la herencia genética que está inscripta en el ADN. Aunque
Darwin no supiera esto, argumenta en la misma dirección, y sostiene que los caracteres
adquiridos no se heredan. Por consiguiente la explicación del fenómeno de las jirafas es que
había simultáneamente jirafas de cuello corto y jirafas de cuello largo. Entonces, cuando
ocurrieron las mutaciones climáticas, las jirafas de cuello corto murieron y las de cuello largo
sobrevivieron, porque pudieron adaptarse al nuevo ambiente.

El pensamiento biologista se aplicó durante el siglo XIX también al análisis de las sociedades:
sociólogos y psicólogos miraron el desarrollo de las sociedades o de los tipos humanos, bien en
clave lamarckiana, bien en clave darwiniana. Y ya mencionamos que en el siglo XIX existe un
fenómeno explicativo de las realidades sociales y de la historia llamado raza. Hay distintas
razas que incluyen, no sólo determinadas características físicas, sino también ciertas aptitudes
intelectuales y morales. ¿Qué ocurriría, entonces, si alguien comparte esta idea de que hay
diferencias raciales que implican mayores habilidades para una cosa que para otra? Por ejemplo
que los negros saben jugar al basket y que los blancos son buenos para matemáticas. ¿Qué
consecuencias saco según tome la versión lamarckiana o la versión darwiniana? ¿Cuál es más
democrática o más esperanzada en la justicia? La lamarckiana, porque si un negro desarrolla
cierto tipo de habilidad sus hijos la van a heredar. En Lamarck, la cultura puede modificar a la
biología, a la genética. En el caso de Darwin, no.

Entre paréntesis, Freud decía que hay tres grandes heridas narcisistas del hombre occidental. La
primera es la de Galileo y Copérnico, que dicen que la Tierra no es el centro del universo, sino
un pedazo de piedra girando en un espacio infinito, entre otros tantos pedazos de piedra; es
decir, un descentramiento del hábitat humano. El segundo impacto narcisístico es Darwin: el
hombre no está hecho a imagen y semejanza de Dios, sino que es el descendiente de unos
primates y punto. El tercero, dice Freud (y no sin cierto narcisismo), soy yo: el ser humano no
es racional, no es consciente de sus actos, sino que tiene esta cosa extraña que se llama el
inconsciente, que lo gobierna a espaldas de su propia conciencia. Todas estas son heridas del yo,
del ego humano; el ser humano es desalojado de distintos centros.

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La sociología es una disciplina que surge con el positivismo; es hija del caos y el desorden
posterior a la Revolución francesa y de los fenómenos inducidos por la Revolución industrial,
esto es, la emergencia del mundo del trabajo, de las ciudades, de los centros urbanos, de las
aglomeraciones urbanas. A fines del siglo XIX, los padres fundadores de esta disciplina son
Durkheim en Francia, Max Weber en Alemania, y algunos colocan también a Marx en esta
línea.

Efectivamente, los temas de reflexión de la sociología, muy claramente en Durkheim, pero


también en Weber, están vinculados con los fenómenos de la modernidad. En el caso de Weber
él trabaja con datos. Durkheim también utiliza, en la línea positivista, datos, hechos, tratando de
establecer reglas, normas, relaciones, leyes entre estas ciencias. Su tesis es sobre el suicidio. El
suicidio es el libro fundador de la sociología moderna, y trabaja con estadísticas de tasas de
suicidio en distintos lugares de Francia, que va vinculando con otra serie de curvas (tasas de
nacimiento, tasas de defunción, crecimiento económico, crisis laborales, etc.). El cruce de todas
estas variables determina que un hecho aparentemente tan poco identificable en sus causas
como el suicidio, en tanto parece depender de una decisión individual, es en realidad un
fenómeno social; es decir, que tiene que ver con variables que son detectables en la sociedad,
como es el caso de la anomia de los migrantes. El éxito de la sociología radica en que frente a
un objeto de muy difícil análisis, como lo es una sociedad, el método positivista también puede
llevar a detectar ciertas regularidades y habilitar hipótesis explicativas de esos fenómenos.

Ahora bien, el racialismo o directamente racismo, que ya estaba inscripto, como dijimos, en el
discurso biológico, se vuelca durante la segunda mitad del siglo XIX directamente a la
descripción de los caracteres fisionómicos. El protagonista más conocido en este sentido es
Lombroso, quien en 1870 inventa la antropología criminalística, que pretende determinar a
partir de los rasgos fisionómicos, la peligrosidad de los individuos. Lombroso escribe un libro
sobre el criminal nato y allí hace toda una clasificatoria. Siempre hay un diario de la tarde que
informa sobre los crímenes más abominables que se han cometido en el día; son los diarios de la
conocida crónica roja de la tarde. Allí, hasta hace poco (hasta 1960 o 1970) se podían encontrar
rastros del lombrosismo: ante el caso de un descuartizador, aparecía el dibujo de su rostro con
una serie de flechitas que indicaban la frente abultada, los lóbulos de las orejas salientes, la
mandíbula inferior más prominente, etc. Eso es un legado directo del lombrosismo; es decir,
donde el rostro no es el espejo del alma, sino que es el alma misma.

Esto sirve para ver cuál es la gravitación del pensamiento positivista en sectores estratégicos de
la representación de las sociedades, de los individuos, con consecuencias prácticas
significativas.

Hay dos nociones de raza que son dominantes en el período positivista. Una es ésta: la raza es
aquello que determina un conjunto de rasgos fisionómicos, físicos, que están vinculados con
aptitudes intelectuales y morales. Cuando se ha dicho esto, se ha pasado del racialismo al
racismo, que va a decir que determinadas razas son más o menos aptas para la civilización. En
el caso americano, las razas que van a ser permanentemente expulsadas o discriminadas por esta
visión son las razas indígenas y las razas negras. En la novela realista del siglo XIX también
vemos esta mentalidad. Uno toma la novela francesa y en general comienza con una descripción
fisionómica de las características de un sujeto.

La otra noción de raza que va a circular en la época es una noción que dice raza para referirse a
rasgos culturales, no biológicos; esto es, una raza argentina, para definir una identidad. ¿Qué es

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ser argentino? Tiene que haber una raza argentina que tenga determinadas características o hay
una mala raza argentina porque se burlan de la ley, etc. En este segundo caso, se dice raza como
se podría decir pueblo o cultura.

En el caso del positivismo, en todas partes la categoría de raza juega un papel estratégico como
categoría explicativa de realidades sociales. Esto es lo que se llama sociodarwinismo o
darwinismo social, donde las hipótesis de Darwin sobre las especies animales son seguidas y se
cede a la tentación de analizar a las sociedades con las mismas leyes de lucha por la vida y
supervivencia del más apto.

Ahora bien, Darwin tiene atrás un autor del siglo XVIII, llamado Malthus, que ha elaborado una
teoría sumamente convincente para la época y que es una fuerte inspiración para Darwin. La
llamada ley de Malthus involucra la concepción de una realidad de suma cero y la vincula con
los alimentos. Esto es: las poblaciones humanas crecen en una relación de tres a uno, respecto
de los alimentos. Esto trata de mostrarse empíricamente. Una proyección muy sencilla muestra
que en muy poco tiempo las sociedades van a tener mucho menos alimentos que aquellos que se
necesitan para la satisfacción de todos. Por consiguiente se va a desencadenar una lucha por la
apropiación de estos alimentos, y en esta lucha van a sobrevivir los más fuertes, los más aptos,
los más adecuados, los más astutos. El que va a pensar en contra de esto va a ser Marx, que se
opone a las tesis malthusianas, argumentando que es posible una productividad mucho mayor.
Este es el determinismo social.

Para finalizar, conviene señalar que desde el punto de vista de los contemporáneos de este
momento histórico del que estamos hablando, el biologismo, el darwinismo, el positivismo, no
es un pensamiento de derecha. Marx, cuando escribe El Capital piensa por un momento en
dedicárselo a Darwin. Él escribe que él quiere ser el Darwin de las ciencias sociales, el Darwin
de la economía; es decir, es un faro, es un modelo. Lombroso, que inventa la fisionómica
positivista aplicada a la criminología para prevenir los delitos, es un diputado italiano por el
Partido Socialista y es visto en su época como un progresista, un hombre de la izquierda. Esto se
debe a que es un momento donde la ciencia, el mundo científico tiene entablada una fuerte
polémica con la Iglesia católica y la ciencia es considerada como progresista. En el legado
Iluminista, la ciencia es aquello que viene a disolver las ignorancias y los prejuicios, y en este
sentido forma parte del núcleo del fenómeno de la modernidad. Entonces creer en la ciencia es
ser moderno, y ser moderno es estar con el progreso; a diferencia del pensamiento religioso que
está en contra del progreso, está a favor de la ignorancia, de los dogmas y del encadenamiento
espiritual de los seres humanos. Esto lo cree no sólo el positivismo, sino cualquier pensamiento
que tenga rasgos positivistas o hasta una retórica científica. Es una característica del siglo XIX:
la gente cree en la ciencia, de manera que aquellos discursos que se revisten de una retórica
científica ganan en verosimilitud. Es conocido el modo como determinado tipo de retórica, que
son las palabras que se usan y el modo como se utilizan, produce más verosimilitud que otra,
independientemente de su valor de verdad o falsedad.

D.G.

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