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EL CABALLERO CARMELO (Abraham Valdelomar)

Los hechos relatados transcurren en Pisco, en torno a la familia del narrador, quien recuerda en primera persona un
episodio imborrable que vivió en su niñez, a fines del siglo XIX. Un día, después de un largo viaje, Roberto, el
hermano mayor de la familia, llegó cabalgando cargado de regalos para sus padres y hermanos. A cada uno entregó
un regalo; pero el que más impacto causó fue el que entregó a su padre: un gallo de pelea de impresionante color y
porte. Le pusieron por nombre el «Caballero Carmelo» y pronto se convirtió en un gran peleador, ganador en
múltiples duelos gallísticos. Ya viejo, el gallo fue retirado del oficio y todos esperaban que culminaría sus días de
muerte natural. Pero cierto día el padre, herido en su amor propio cuando alguien se atrevió a decirle que su
«Carmelo» no era un gallo de raza, para demostrar lo contrario pactó una pelea con otro gallo de fama, el «Ajiseco»,
que aunque no se igualaba en experiencia con el «Carmelo», tenía sin embargo la ventaja de ser más joven. Hubo
sentimiento de pena en toda la familia, pues sabían que el «Carmelo» ya no estaba para esas lides. Pero no hubo
marcha atrás, la pelea estaba pactada y se efectuaría en el día de la Patria, el 28 de julio, en el vecino pueblo de San
Andrés. Llegado el día, los niños varones de la familia acudieron a observar el espectáculo, acompañando al padre.
Encontraron al pueblo engalanado, con sus habitantes vestidos con sus mejores trajes. Las peleas de gallos se
realizaban en una pequeña cancha adecuada para la ocasión. Luego de una interesante pelea gallística les tocó el
turno al «Ajiseco» y al «Carmelo». Las apuestas vinieron y como era de esperar, hasta en las tribunas llevaba la
ventaja el «Ajiseco». El «Carmelo» intentaba poner su filuda cuchilla en el pecho del contrincante y no picaba jamás
al adversario. En cambio, el «Ajiseco» pretendía imponerse a base de fuerza y aletazos. Repentinamente, vino una
confrontación en el aire, los dos contrincantes saltaron. El «Carmelo» salió en desventaja: un hilillo de sangre corrió
por su pierna. Las apuestas aumentaron a favor del «Ajiseco». Pero el «Carmelo» no se dio por vencido; herido en
carne propia pareció acordarse de sus viejos tiempos y arremetió con furia. La lucha fue cruel e indecisa y llegó un
momento en que pareció que sucumbía el «Carmelo». Los partidarios del «Ajiseco» creyeron ganada la pelea, pero el
juez, quien estaba atento, se dio cuenta que aún estaba vivo y entonces gritó. «¡Todavía no ha enterrado el pico
señores!». Y, efectivamente, el «Carmelo» sacó el coraje que sólo los gallos de alcurnia poseen: cual soldado herido,
arremetió con toda su fuerza y de una sola estocada hirió mortalmente al «Ajiseco», quien terminó por «enterrar el
pico». El «Carmelo» había ganado la pelea pero quedó gravemente herido. Todos felicitaron a su dueño por la
victoria y se retiraron del circo contentos de haber visto una pelea tan reñida. El «Carmelo» fue conducido por
Abraham hacia la casa, y aunque toda la familia se prodigó en su atención, no lograron reanimarlo. Tras sobrevivir
dos días, el «Carmelo» se levantó al atardecer mirando el horizonte, batió las alas y cantó por última vez, para luego
desplomarse y morir apaciblemente, mirando amorosamente a sus amos. Toda la familia quedó apesadumbrada y
cenó en silencio aquella noche. Según palabras del autor, esa fue la historia de un gallo de raza, último vástago de
aquellos gallos de pelea que fueron orgullo por mucho tiempo del valle del Caucato, fértil región de Ica donde se
forjaban dichos paladines.

TRISTITIA

Mi infancia, que fue dulce, serena, triste y sola, mi padre era callado y mi madre era triste
se deslizó en la paz de una aldea lejana, y la alegría nadie me la supo enseñar
entre el manso rumor con que muere una ola
y el tañer doloroso de una vieja campana.

Dábame el mar la nota de su melancolía


;el cielo, la serena quietud de su belleza;
los besos de mi madre, una dulce alegría,
y la muerte del sol, una vaga tristeza.

En la mañana azul, al despertar, sentía


el canto de las olas como una melodía
y luego el soplo denso, perfumado, del mar,
y lo que él me dijera, aún en mi alma persiste;

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