Un día después de un largo viaje, Roberto, el hermano mayor de la familia,
llegó cabalgando cargado de regalos para sus padres y hermanos. A cada uno entregó un obsequio, pero el que causó mayor impacto fue el que entregó a su padre: un gallo de pelea de impresionante color y porte al que llamaron el Caballero Carmelo. Pronto se convirtió en un gran peleador, participando en múltiples duelos gallísticos. Con el paso del tiempo, el gallo envejeció y fue retirado del oficio. Todos esperaban que viviera sus últimos días de manera natural. Sin embargo, un día, el orgullo del padre herido ante la sugerencia de que Carmelo no era un gallo de raza, decidió demostrar lo contrario. Pactó una pelea con otro gallo famoso, Ajiseco, que aunque no igualaba la experiencia de Carmelo, era más joven y tenía esa ventaja. Hubo un sentimiento de pena en toda la familia, pues sabían que Carmelo ya no estaba en condiciones para ese tipo de luchas, pero no hubo marcha atrás. La pelea estaba pactada para el día de la patria, el 28 de julio, en el vecino pueblo de San Andrés. Los niños varones de la familia, junto con su padre, acudieron a observar el espectáculo. El pueblo estaba engalanado, con sus habitantes vestidos con sus mejores trajes. Las peleas de gallos se realizaban en una pequeña cancha adecuada para la ocasión. Después de una intensa pelea, llegó el turno de Ajiseco y Carmelo. Las apuestas se multiplicaron a favor de Ajiseco, quien parecía llevar la ventaja. Carmelo intentaba herir a su oponente, pero no lograba acertar. Sin embargo, en un momento de desventaja, Carmelo mostró su valentía y con una estocada mortal, derrotó a Ajiseco. Aunque ganó la pelea, Carmelo quedó gravemente herido. La familia celebró la victoria y se retiró del lugar. Abraham llevó a Carmelo de regreso a casa, donde recibió cuidados, pero lamentablemente no lograron reanimarlo. Después de sobrevivir dos días, al atardecer, Carmelo salió a la ventana, cantó y dio sus últimos aletazos antes de fallecer. En la familia quedó un gran vacío desde ese día.