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Bichos en el cerebro

Ya es hora de ser un poco humildes. Algunos microorganismos pueden manipular los


circuitos neuronales mejor que nosotros.

Robert Sapolsky

Al igual que la mayoría de los científicos, de vez en cuando asisto a reuniones de mi


profesión. La reunión anual de la Sociedad para las Neurociencias conjunta a unos 28,000
investigadores, 14,000 ponencias y sus respectivos carteles. En medio de toda esta
abrumadora cantidad de información, está latente la convicción de que, no obstante que la
mayoría de nosotros “trabaja como negro” en el tema, aún estamos “en pañales” en cuanto a
lo que sabemos del funcionamiento del cerebro.

Intimidado por tanta información e invadido por una sensación generalizada de ignorancia
tenía el ánimo de lo más bajo. Lo que motivó mis desmoralizantes reflexiones fue una
reciente y extraordinaria ponencia sobre la manera en que ciertos parásitos controlan el
cerebro de su huésped.

La mayoría sabemos que los virus, bacterias y protozoarios disponen de sorprendentes y


sofisticadas maneras de utilizar el cuerpo de los animales para su provecho. Se apropian de
nuestras células, energía y estilo de vida para prosperar ellos mismos, e incluso han llegado a
desarrollar la habilidad de modificar la conducta de su huésped para sus propios fines.
Ejemplos comunes de ello son los ectoparásitos, microorganismos que colonizan la
superficie de su huésped. Por ejemplo, ciertos ácaros se adhieren a la espalda de las hormigas
y, al perforar su cabeza, producen un reflejo que las hace vomitar alimentos que el ácaro se
come. Algunos oxiuros depositan sus huevecillos en la piel de los roedores. Los huevecillos
secretan una sustancia que provoca comezón; cuando el roedor se rasca con los dientes
ingiere los huevos que, una vez dentro de él, se incuban plácidamente.

Los intrusos molestan a su huésped con el fin de provocar cambios en su conducta que les
sean favorables. Pero algunos parásitos incluso alteran la función del sistema nervioso
mismo. A veces lo logran de forma indirecta mediante la manipulación de las hormonas que
influyen en él. En Australia hay percebes (Sacculina granifera, una variedad de crustáceo)
que se adhieren a los cangrejos machos y secretan una hormona feminizante que induce en
éstos una conducta maternal. Actuando como zombi, el cangrejo cava agujeros en la arena
para los huevos. Por supuesto, el cangrejo no los depositará, pero sí el percebes. Si éste
infecta a un cangrejo hembra, induce la misma conducta maternal después de atrofiar sus
ovarios, práctica conocida como castración parasitaria.

Por raros que parezcan estos casos, al menos en ellos los organismos permanecen fuera del
cerebro. Pero hay casos en que los parásitos se las arreglan para penetrar el cerebro. Son
microscópicos, en su mayoría virus, y no gigantescas criaturas como los ácaros, oxiuros y
percebes. Una vez dentro del cerebro, estos diminutos parásitos están relativamente a salvo
de los ataques inmunológicos y pueden concentrar sus esfuerzos en distraer la maquinaria
neurológica para su provecho.

El virus de la rabia es uno de estos parásitos. Si bien desde hace siglos se conocen las
reacciones que produce, nadie —hasta donde yo sé— las ha abordado desde el punto de vista
neurobiológico, justo lo que me propongo hacer. Son muchos los mecanismos que el virus
podría utilizar para pasar de un huésped a otro. Para ello no necesita llegar al cerebro. Podría
haber recurrido a un truco similar al de los agentes que provocan el catarro, es decir, irritar
las terminaciones nerviosas de la cavidad nasal para provocar estornudos que dispersen
réplicas virales por todas partes. De esta manera, el virus puede trasladarse fácilmente del
huésped a la persona que está sentada delante en el cine. O bien, el virus podría inducir un
deseo insaciable de lamer a una persona o a un animal, con lo que lograría que la transmisión
fuera a través de la saliva. Pero no: Pero como todos sabemos, lo que hace es volver agresivo
a su huésped, lo que le permite pasar a otro organismo a través de la saliva que penetra en las
heridas.

Muchos neurobiólogos están dedicados a estudiar las bases neuronales de la agresión: los
mecanismos cerebrales y neurotransmisores involucrados,las interacciones entre los genes y
el ambiente, la modulación hormonal, etcétera. La agresión ha sido el tema central de
conferencias, tesis doctorales, quisquillosas riñas académicas, desagradables disputas de
autoría y demás. Sin embargo, aunque el virus de la rabia siempre ha “sabido” qué neuronas
debe infectar para que alguien se vuelva rabioso, hasta donde sé, ningún neurólogo se ha
dedicado específicamente a estudiar la rabia para conocer la neurobiología de la agresión.

Por extraordinarios que nos parezcan los efectos virales descritos, pueden serlo aún más
gracias a la inespecificidad del parásito. Suponga que usted es un animal rabioso y muerde a
alguna criatura en la cual el virus de la rabia no se reprodujera bien, como los conejos. Por
muy notables que fueran los efectos conductuales causados por la infección en el cerebro, si
el impacto del parásito se diversificara demasiado, éste podría ir a dar a un huésped que no le
ofreciera ninguna oportunidad.

Esto nos lleva a un caso de control cerebral maravillosamente específico y al tema de la


ponencia de Manuel Berdoy y sus colegas de la Universidad de Oxford. Berdoy y sus
compañeros estudiaron un parásito denominado Toxoplasma gondii. En una utopía
toxoplásmica, la vida consiste en una secuencia de dos huéspedes: roedores y gatos. El
roedor ingiere al protozoario y éste provoca que aparezcan quistes en todo su cuerpo,
especialmente en el cerebro. El gato se come al roedor, después de lo cual, el toxoplasma se
reproduce en su cuerpo. Los parásitos desarrollados se albergan en las heces fecales del gato,
las cuales son mordisqueadas por los roedores y el ciclo vital del intruso inicia nuevamente.
Esta trama gira en torno a la especificidad: los gatos son la única especie en la que el
toxoplasma se puede reproducir y esparcir. Al toxoplasma no le convendría que a su roedor
huésped lo devorara un halcón, o que las heces del gato fuesen ingeridas por un escarabajo
pelotero. De hecho, este parásito puede infectar todo tipo de especies, y para reproducirse, lo
único que necesita es ir a dar a un gato.

Debido al potencial del toxoplasma para infectar a otras especies, en los libros sobre qué
hacer durante el embarazo se recomienda evitar tener gatos y su caja de arena dentro de la
casa, y que las embarazadas eviten trabajar en el jardín si hay gatos alrededor. Si el
toxoplasma que se encuentra en las heces de un gato logra trasladarse a una mujer
embarazada, también puede introducirse en el feto y causarle daño cerebral. Las mujeres
embarazadas que están bien informadas se ponen inquietas ante la presencia de gatos, pero
los roedores infectados de toxoplasma reaccionan de manera contraria. El extraordinario
truco de este parásito consiste en lograr que los roedores dejen de ponerse inquietos.

Todos los buenos roedores evitan a los gatos, una conducta que los etólogos denominan
patrón de reacción fijo: el roedor no genera una aversión por ensayo y error (no tienen
muchas oportunidades para aprender de sus errores con los gatos). Los roedores llevan en las
entrañas la fobia a los felinos y la advertencia les llega por el olfato mediante las feromonas,
señales químicas odoríficas que producen los animales. Instintivamente, los roedores huyen
ante el olor a gato, incluso aquéllos que nunca han visto un gato en toda su vida, como los
descendientes de cientos de generaciones de animales de laboratorio. La excepción de lo
anterior son los que están infectados con toxoplasma. Berdoy y su equipo han demostrado
que estos roedores pierden selectivamente su aversión y temor ante las feromonas de los
gatos.

Ahora bien, el anterior no es un caso general de un parásito que se mete en la cabeza de un


huésped intermedio, lo atolondra y lo vuelve vulnerable. En los roedores todo lo demás
queda intacto. El comportamiento social del animal no se modifica; sigue interesado en
aparearse y, por lo mismo, en los feromonas del sexo opuesto. Los roedores infectados
pueden distinguir otros olores, simplemente no rehuyen los de feromonas de gato. Esto es
como para dejarnos sin habla; es como si un parásito infectara el cerebro de alguien, sin que
ello afectara sus pensamientos, emociones, calificaciones y preferencias de programas de
televisión, pero para completar su ciclo vital, produjera en su huésped un impulso irresistible
de ir al zoológico, trepar una valla y tratar de dar un beso apasionado al oso polar con pinta
de se el más enojón. Citando el título del artículo del equipo de Berdoy, se trata realmente de
una atracción fatal inducida por un parásito.

Es obvio que todavía falta mucho por investigar. Y menciono esto no sólo porque así suelen
concluir los artículos científicos, sino porque este descubrimiento es algo extraordinario que
alguien tiene que estudiar cabalmente. Y también porque —permítanme asumir una actitud
de Stephen Jay Gould— nos aporta más pruebas de que la evolución es algo asombroso.
Muchos de nosotros sostenemos la idea profundamente arraigada de que la evolución lleva
un rumbo y es progresiva: los invertebrados son más primitivos que los vertebrados, los
mamíferos son los vertebrados más evolucionados, los primates son genéticamente lo más
selecto de los mamíferos, etcétera. Algunos de mis mejores estudiantes constantemente se
tragan todas estas ideas, no obstante todo lo que les reitero en mis conferencias. Si uno
adopta gustosamente esta idea, no sólo estará equivocado, sino tampoco muy lejos de una
filosofía que considera que la evolución de los humanos ha seguido una dirección, siendo los
más evolucionados los europeos del norte que gustan de las chuletas y de marchar a paso de
ganso.

Recuerden, existen criaturas capaces de controlar nuestro cerebro. Organismos


microscópicos y otros mayores, con más poder que el Gran Hermano y, desde luego, que los
neurólogos. Mi reflexión sobre un charco de la acera me llevó a una conclusión opuesta a lo
que Narciso pensaba mientras contemplaba su reflejo. Tenemos que ser humildes desde el
punto de vista filogenético. Sin lugar a dudas no somos la más evolucionada de las especies,
ni la menos vulnerable y tampoco la más inteligente.

Scientific American

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