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YO SOY YO Y MIS PARÁSITOS

Kathleen McAuliffe

YO
SOY YO
Y MIS
PARÁSITOS
Cómo criaturas minúsculas
manipulan nuestro comportamiento
y transforman sociedades

Argentina – Chile – Colombia – España


Estados Unidos – México – Perú – Uruguay – Venezuela
Título: This Is Your Brain On Parasites
Editor original: An Eamon Dolan Book – Houghton Mifflin Harcourt, Boston, New York
Traducción: Antonio Padilla Esteban

1.ª edición Abril 2017

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización


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Copyright © de la traducción 2017 by Antonio Padilla Esteban
Copyright © 2017 by Ediciones Urano, S.A.U.
Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona
www.indicioseditores.com
ISBN:978-84-16990-15-3
Fotocomposición: Ediciones Urano, S.A.U.
A mi familia, y en recuerdo con amor de mi hermana Sharon McAuliffe, una
escritora sobre temas científicos dotada de mucho talento, quien murió de
forma más que prematura.
Índice

Introducción
1. Cuando los parásitos no eran cool
2. Haciendo autostop
3. Zombificados
4. Hipnotizados
5. Relaciones peligrosas
6. Lo que nos dicen las tripas
7. Los microbios me han hecho engordar
8. El instinto de curación
9. La emoción olvidada
10. Parásitos y prejuicio
11. Los parásitos y la piedad
12. La geografía del pensamiento
Agradecimientos
Introducción

N
os gusta considerar que somos los pilotos de nuestras propias
vidas, que elegimos adónde ir, acelerar o aminorar la velocidad,
cuándo cambiar de carril. Tomamos decisiones y asumimos las
consecuencias. Se trata de una convicción conveniente, incluso necesaria.
Si hacemos caso omiso del concepto del libre albedrío, empiezan a venirse
abajo las normas que establecen que las personas son responsables de sus
actos. El mundo se torna un lugar caótico o directamente aterrador. Los
alienígenas que nos convierten en zombis, los vampiros sedientos de sangre
y los robots obsesionados con el sexo son personajes habituales en la
cienciaficción precisamente porque evocan el horror de la pérdida del
control o, peor todavía, nuestra transformación en esclavos de unos seres
determinados a explotarnos para su propio beneficio. Por lo que resulta
desconcertante pensar que es posible que un pasajero invisible también
tenga acceso al volante y haga que nos traslademos por una dirección
cuando preferiríamos ir por otro camino. Cuando soltamos el pie del
acelerador, una presencia inadvertida lo pisa con mayor fuerza todavía.
Los parásitos vienen a ser como dicho pasajero invisible. Expertos en
burlar a nuestros sistemas inmunológicos, se cuelan en nuestros cuerpos de
tapadillo y pronto comienzan a hacer de las suyas. Causan sarpullidos,
lesiones, dolores y sufrimiento. Nos devoran interiormente; nos utilizan
para incubar a su progenie; erosionan nuestra energía; nos ciegan,
envenenan y lisian, y a veces nos matan. Pero su influjo no termina ahí.
Ciertos parásitos cuentan con otro as en la manga: un anonadante poder
oculto que asombra y confunde a los propios científicos cuya ocupación es
estudiarlos. Ya estemos hablando de un virus microscópico o de una enorme
lombriz solitaria de casi dos metros de largo, han encontrado toda suerte de
métodos retorcidos para manipular los comportamientos de sus portadores,
incluyendo —o tal sospechan con insistencia muchos investigadores
actuales— a los seres humanos.
La inspiración de este libro fue un descubrimiento efectuado en Internet.
Soy una periodista especializada en la divulgación científica y, un día,
mientras buscaba temas interesantes sobre los que escribi, me tropecé con
información sobre un parásito unicelular que toma por asalto los cerebros
de las ratas. Al manipular los circuitos neuronales del roedor —la forma
precisa en que lo hace sigue siendo materia de acalorado debate científico
—, el invasor transforma el miedo profundo e innato que el animal tiene a
los gatos en una atracción, empujándolo de forma directa a la mandíbula de
su principal depredador. Lo que es un final feliz no ya solo para el gato,
sino también —y me quedé atónita al saberlo— para el parásito. Resulta
que el intestino del felino es justo lo que el organismo necesita para
cumplimentar la siguiente fase de su ciclo reproductivo.
Esta revelación me llevó a pensar en mi propia gata, que tenía la
costumbre de dejar roedores muertos a mis pies. Horrorizada como estaba
por dicho hábito, no podía evitarlo y también me sentía admirada por sus
dotes de cazadora. Empecé a preguntarme quién era el más listo de los dos:
ella o el parásito.
Seguí leyendo y me topé con otras noticias sorprendentes: el organismo
microscópico es un habitante habitual del cerebro humano, porque los gatos
pueden transmitírnoslo cuando entramos en contacto con sus heces. Quizá
el parásito también estaba haciendo de las suyas con nuestros cerebros,
especulaba un neurocientífico de Stanford vinculado a la investigación.
Contacté con él para averiguar a qué se refería y sugirió que me dirigiese a
un biólogo de la República Checa.
—El hombre es un poco raro —advirtió—, pero diría que le conviene
hablar con él.
Llamé a Praga y durante la hora siguiente me contaron una de las
historias más estrambóticas que he oído durante mi carrera profesional.
Varias veces me dije que la persona situada al otro lado de la línea bien
pudiera ser un chiflado, pero hice caso omiso de tales ideas y continué
escuchando, porque resultaba imposible no hacerlo. Soy incapaz de
resistirme a una historia buena de verdad y esta tenía todos los elementos de
un thriller médico de primera categoría. Unas veces era repulsiva, otras
escalofriante y otras daba mucho que pensar. No solo eso, sino que, de ser
cierta, tenía importantes consecuencias en el plano de la salud.
Una vez terminada la conversación llamé a otros expertos en este parásito
de los gatos para averiguar hasta qué punto era cierto todo aquello. Al
principio me sentía más bien avergonzada, por miedo a parecer una crédula.
Pero una fuente tras otra me dijo que las ideas del checo, si bien estaban
lejos de haber sido demostradas, merecían ser tomadas en serio y sometidas
a examen. Sus estudios sobre el ser humano —y la odisea que le llevó a
enfilar dicho campo de investigación— se convirtieron en la base de un
extenso artículo que escribí para la revista The Atlantic y aparecen descritos
en un capítulo de este libro, así como sus resultados más recientes, para que
tú mismo saques tus propias conclusiones. (Un pequeño aviso: antes de
llegar al capítulo mencionado, por favor, no te dejes llevar por el pánico y te
deshagas de tu gatito. Como explicaré con mayor detalle, hay medios
mucho más efectivos para protegerse de la infección que despedirse para
siempre de un querido animal de compañía.)
Durante la investigación de estas cuestiones me tropecé con muchas otras
historias referentes al control parasitario de la mente; supe de parásitos que
obligan a sus portadores a desempeñarse como sus personales
guardaespaldas, niñeras, chóferes, sirvientes y otras cosas. Los científicos
en ocasiones entienden cómo se las arreglan para conseguirlo; otras veces
siguen rascándose las cabezas con perplejidad. Me dije que los
neurocirujanos y los psicofarmacólogos podrían aprender mucho de los
parásitos.
Una vez versada en sus manejos, me resultaba difícil contemplar el
mundo como siempre lo había estado haciendo desde mi ventana. Me
sorprendió aprender que, tras las escenas del espectáculo que llamamos
selección natural, los parásitos muchas veces están dirigiendo la acción,
influyendo en el resultado de la batalla entre el depredador y su presa. El
conocimiento de sus dotes para la dirección teatral me llevó a modificar
radicalmente mis puntos de vista sobre la ecología, la biología evolutiva y
la propagación por parte de los mosquitos de plagas como la malaria y la
fiebre hemorrágica del dengue.
Si bien las tácticas coercitivas de los parásitos tienen muchas
implicaciones inquietantes para el ser humano, no todas las novedades son
ominosas en este frente. Es posible que determinados microbios de hecho
mejoren nuestra salud mental. Y los invasores con propósitos siniestros van
a tener que vérselas con mucho más que con nuestros sistemas
inmunológicos.
Un número cada vez mayor de datos sugiere que los portadores han
desarrollado poderosas defensas psicológicas contra los parásitos. Los
científicos dan a este escudo mental el nombre de sistema inmunológico
conductual. Los experimentos muestran que entra en acción en aquellas
situaciones en que la amenaza de infección resulta elevada, lo que lleva al
organismo en peligro a responder de formas específicas para reducir el
riesgo que corre. Un ejemplo sencillo es el del perro que, tras haberse hecho
daño, reacciona lamiéndose la herida, esto es, cubriéndola con una capa de
saliva rica en compuestos que matan las bacterias. Sin embargo, en el caso
de primates inteligentes como los seres humanos, parece que nuestras
defensas conductuales se han visto ligadas a unas formas de pensar
crecientemente abstractas y simbólicas. Muchos hábitos y características
que parecen estar muy alejados de los patógenos —como nuestras
convicciones políticas, actitudes en el plano sexual o intolerancia hacia las
personas que quebrantan los tabúes de la sociedad—pueden tener origen,
por lo menos parcial, en el deseo subconsciente de evitar el contagio.
Incluso hay indicios de que la presencia o ausencia de gérmenes en nuestro
entorno inmediato —delatados por señales como un olor a rancio o unas
condiciones infectas de vida— pueden influir en nuestra personalidad.
De forma directa o indirecta, los parásitos manipulan cómo pensamos,
sentimos y actuamos. De hecho, nuestra interacción con ellos bien puede
conformar no ya solo los perfiles de nuestra mente individual, sino también
los rasgos de sociedades enteras, lo que acaso explique algunas
desconcertantes diferencias culturales que se dan entre regiones del mundo
donde los patógenos constituyen una amenaza omnipresente y áreas en las
que dicho riesgo se ha reducido de modo espectacular gracias a programas
de vacunación y mejoras en las condiciones higiénicas. Numerosos datos de
investigación indican que la prevalencia de parásitos en el conjunto social
influye en los alimentos que comemos, en nuestras prácticas religiosas, en
nuestras elecciones de emparejamiento sexual y en los gobiernos a cuya
autoridad estamos sometidos.
La ciencia que está detrás de estas afirmaciones sigue siendo primeriza.
Algunos descubrimientos son del tipo preliminar y es posible que no
resistan el examen pormenorizado. Pero la investigación está acumulando
datos con rapidez y los contornos de una nueva disciplina están cobrando
forma con claridad. Este campo de reciente aparición ha sido bautizado
como neuroparasitología. Pero no te dejes engañar por la etiqueta. Si bien
los neurocientíficos y los parasitólogos por el momento son los que están al
mando, la nueva empresa está atrayendo a cada vez más investigadores
procedentes de terrenos tan diversos como la psicología, la inmunología, la
antropología, los estudios religiosos y las ciencias políticas.
Si el influjo de los patógenos en nuestras vidas efectivamente es tan
profundo, ¿cómo se explica que hayamos tardado tanto en descubrirlo? Una
explicación probable es la de que, hasta hace poco, los científicos
subestimaron la complejidad de los parásitos. Durante la mayor parte del
siglo pasado, los complicados ciclos de vida de estos organismos,
combinados con su exiguo tamaño y su presencia escondida en el interior
del cuerpo, los convertía en extraordinariamente difíciles de estudiar. La
ignorancia de los investigadores en gran parte explicaba la consideración de
los parásitos como unas formas de vida atrasadas, degenerativas. Se
consideraba que su incapacidad para sobrevivir como seres independientes
y dotados de existencia propia era prueba de su condición primitiva. La idea
precisa de que sus portadores, situados mucho más arriba en la escala de la
evolución, pudieran ser manejados como títeres por semejantes ceros a la
izquierda —muchos de los cuales incluso carecían de sistema nervioso—
parecía ser absurda.
Hasta las postrimerías del siglo se estuvo dando por sentado que
nuestras defensas conductuales contra los parásitos también eran
rudimentarias. No solo eso, sino que lo normal era pasar por alto las más
sutiles de tales adaptaciones —manifestadas como pensamientos y
sentimientos automáticos—, posiblemente porque tienen lugar en la
periferia de nuestra conciencia. Los científicos son tan poco conocedores de
los impulsos subconscientes como el resto de nosotros, y cabe presumir que
este ámbito subterráneo seguía sin ser cartografiado por la simple razón de
que a nadie se le había ocurrido buscarlo.
Incluso hoy, lo íntimo e intrincado de la relación parásito-portador sigue
pillando por sorpresa a muchos neurocientíficos y psicólogos. Los legos con
frecuencia no aciertan a explicarse cómo la naturaleza pudo haber creado
las manipulaciones parasíticas en primera instancia; ciertas estratagemas
parecen ser tan arteras y retorcidas que tan solo un ser humano o un dios
omnisciente sería capaz de idearlas. La aparición del sistema inmunológico
conductual en paralelo a tales manipulaciones tan solo incrementa la
dificultad de comprender los orígenes de semejantes interacciones. En
consecuencia, antes de seguir adelante, detengámonos un momento a
ponderar cómo la evolución siguió este camino preciso.
Los parásitos y sus portadores compiten entre sí desde hace millares de
millones de años. Las primeras bacterias fueron parasitadas por los
primeros virus. Una vez aparecidas las formas de vida mayores,
multicelulares, estos microbios los colonizaron a su vez. A todo esto, los
parásitos continuaron evolucionando y adoptando toda suerte de formas:
lombrices intestinales, babosas, ácaros, sanguijuelas, piojos y demás. A
medida que la existencia creció en dimensiones y complejidad, la selección
natural favoreció a los parásitos más duchos en evadirse de las defensas de
sus portadores, así como de los portadores más dotados para repeler a los
invasores.
En la actualidad, casi todo aspecto del diseño del cuerpo humano habla
con elocuencia de esta lucha tan vieja como el mundo. Nuestra defensa más
visible es nuestra piel, que brinda una gruesa barrera a las hordas de
microbios que pueblan su superficie. Los puntos de entrada están guardados
de modo particularmente severo: los ojos están bañados en lágrimas que
anegan y expulsan a los intrusos1. En los oídos hay pelos que dificultan la
entrada de bichejos. La nariz tiene un sistema de filtración destinado a
impedir el paso de los patógenos presentes en el aire. Los invasores que
consiguen superar estos primeros obstáculos tan solo van a encontrar una
resistencia más encarnizada. El conducto respiratorio, por ejemplo, produce
mucosidades que atrapan a los allanadores. En cuanto a los microbios que
engullimos con la comida, lo más probable es que sufran una muerte atroz
en el hervidero del estómago, cuyo ácido de intensidad industrial podría
horadarnos un zapato, literalmente2. Si todas estas defensas resultan
superadas, las células inmunes se aprestan a sumarse a la batalla. Al frente
de este ejército se encuentran unos centinelas que identifican al intruso, a
quien las células blancas a continuación dan caza y devoran. Y hay otras
células que registran los rasgos particulares del enemigo, para que nuevas
divisiones puedan ser movilizadas con rapidez si el cuerpo vuelve a
encontrarse con el mismo contrincante.
En vista de una tal potencia de fuego, lo lógico sería suponer que los seres
humanos siempre van a ser invencibles. Pero los parásitos nos llevan gran
ventaja en algunos aspectos. El tamaño de su población es asombrosamente
superior al de la nuestra, y sus rápidos índices de replicación aseguran que
siempre habrá unos cuantos afortunados dotados de ciertas mutaciones que
les permitirán llevar las de ganar. La batalla entre portadores y parásitos es
una interminable carrera armamentística.
En este entorno intensamente competitivo, todos aquellos parásitos que
por casualidad se tropiecen con formas de modificar el comportamiento de
un portador a fin de favorecer su propia transmisión —quizá, por ejemplo,
empujándolo ligeramente hacia el siguiente portador de los parásitos— se
multiplicarán con gran rapidez. Dado que los portadores no pueden
evolucionar tan velozmente como para desbaratar toda nueva maniobra que
los parásitos pongan en práctica contra ellos, su principal recurso para
sobrevivir estriba en adquirir rasgos que les ofrezcan una protección de tipo
más amplio o genérico. Las mutaciones que llevan a un animal a sentir
repulsión por las fuentes de contagio habituales —por ejemplo, las turbias
aguas verdeoscuras, un montón de excrementos u otros miembros de su
grupo que se comportan de manera extraña— pueden ser útiles para dicha
función. Lo formidable de estas adaptaciones psicológicas estriba en que
protegen contra, no ya uno solo, sino contra centenares y hasta millares de
agentes infecciosos. La inversión es poca pero los resultados son
espectaculares, y no resulta probable que la evolución pasara por alto un
mecanismo semejante. En el caso del ser humano, además, es de suponer
que las respuestas instintivas que protegen de la infección se verían
amplificadas y embellecidas por medio del aprendizaje y la transmisión
cultural, incrementando aún más el beneficio. Es más que probable que esto
fuera exactamente lo que sucedió.
Es posible que nuestras pesadillas estén habitadas por leones, tiburones y
seres humanos armados hasta los dientes, pero los parásitos siempre han
sido nuestro peor enemigo. En el medioevo, la tercera parte de la población
europea fue aniquilada por la peste bubónica3. Pocos siglos después de la
llegada de Colón al Nuevo Mundo, el 95 por ciento de la población
indígena de las Américas había sido borrada del mapa por el sarampión, la
viruela, la gripe y otros gérmenes traídos por los invasores y colonizadores
europeos4. La epidemia de gripe de 1918 —conocida como «gripe
española» en muchos países— acabó con más personas que las muertas en
las trincheras de la Primera Guerra Mundial5. La malaria, que hoy
constituye uno de los agentes infecciosos más mortíferos del planeta,
posiblemente sea el mayor asesino en serie de la historia. Los especialistas
estiman que la enfermedad ha matado a la mitad de las personas de todas
cuantas han habitado el mundo desde la Edad de Piedra6. Los nuevos datos
sobre la forma en que los parásitos se extienden entre nosotros y sobre el
oculto poder de nuestras mentes para combatir esta amenaza de
dimensiones comparables a las de un tsunami podrían brindarnos enormes
beneficios.
Uno de ellos sería el de indicarnos formas innovadoras de bloquear la
diseminación de ciertos agentes infecciosos particularmente aterradores.
Otra posibilidad alentadora es la de que los descubrimientos de la
neuroparasitología amplíen nuestro conocimiento de las causas profundas
de trastornos mentales que normalmente no vinculamos a los parásitos, lo
que acaso llevaría a avances en su prevención y tratamiento. Con todo, lo
más prometedor que esta disciplina ofrece a corto y medio plazo es su
capacidad para enriquecer nuestra comprensión de quiénes somos y del
lugar que ocupamos en la naturaleza. Está claro que los hallazgos
efectuados en esta nueva frontera plantean preguntas provocadoras: si los
patógenos pueden manipular nuestras mentes, ¿qué tenemos que pensar
acerca de nuestra responsabilidad sobre nuestras propias acciones?
¿Verdaderamente somos los librepensadores que creemos ser? ¿Los
parásitos hasta qué punto definen nuestra identidad? ¿Cómo influyen en los
valores morales y las normas culturales? En el capítulo final de este libro
me esforzaré en salvaguardar el concepto del libre albedrío. Pero avisado
quedas: dicho concepto va a llevarse una buena tunda antes de llegar a esas
últimas páginas.
1. Randolph M. Nesse y George C. Williams, Why We Get Sick: The New Science of
Darwinian Medicine (Vintage, Nueva York, 1994), p. 38. En castellano: ¿Por qué
enfermamos? (Grijalbo, 2000).

2. Michael D. Gershon, The Second Brain: Your Gut Has a Mind of Its Own (HarperCollins,
Nueva York, 1998), p. 88.

3. M. J. Blaser, «Who Are We? Indigenous Microbes and the Ecology of Human Diseases»,
European Molecular Biology Organization Reports 7, número 10 (2006): p. 956.

4. Jared Diamond, Guns, Germs, and Steel (W. W. Norton, Nueva York, 1997), pp. 77-78. En
castellano: Armas, gérmenes y acero (Debolsillo, 2016).

5. Véase https://virus.stanford.edu/uda/.

6. Sonia Shah, «The Tenacious Buzz of Malaria», Wall Street Journal, 10 julio 2010,
https://www.wsj.com/articles/SB10001424052748704111704575354911834340450.
1
Cuando los parásitos no eran cool

N
o resulta fácil ser un parásito. Sí, claro, es verdad que la comida te
sale gratis. Pero la vida de un gorrón sigue teniendo mucho de
estresante. Tienes que ser capaz de adaptarte al medio ambiente
interior de uno, dos o, si perteneces a una categoría de parásitos conocidos
como trematodos, tres portadores distintos, unos hábitats que pueden ser tan
diferentes entre sí como la Tierra lo es con respecto a la Luna. Y pasar del
uno al otro puede suponer una pesadilla logística. Supongamos que eres un
trematodo que pasa parte de su vida en el interior de una hormiga pero tan
solo puede reproducirse dentro del conducto biliar de una oveja. Las
hormigas no forman parte del menú habitual entre las ovejas, así que,
¿cómo lo haces para llegar a tu siguiente destino?
La respuesta a esta pregunta fue lo que empujó a Janice Moore por el
camino de su existencia7. Moore en 1971 estaba cursando el último año de
estudios en la Universidad Rice de Houston, donde seguía un curso de
introducción a la parasitología impartido por un titán en la materia, Clark
Read, un hombre alto y desgarbado, con una presencia física que imponía
respeto y una extraña forma de dar las clases. Read tenía por costumbre
fumar cigarrillos mientras iba asociando ideas aparentemente inconexas,
contagiando a los alumnos de su pasión por los fascinantes rasgos de
distintas especies de parásitos sobre las que se extendía sin demasiado
respeto por la lógica o el orden. Pero también era un narrador prodigioso
capaz de evocar las vidas de los parásitos tan espléndidamente que casi
podías visualizar lo que representaba ser uno de ellos. Read también sabía
cómo articular una buena historia de misterio, y así fue como terminó de
engatusar a Moore.
Janice no era capaz de imaginar cómo trasladar a una hormiga a la boca
de una oveja, a pesar de la constante exortación del profesor: «¡Es cuestión
de pensar como un trematodo!» De hecho, nadie era capaz, pues la solución
que se le había ocurrido al parásito era improbable hasta el absurdo: invadir
una región del cerebro de la hormiga que controla su locomoción y sus
partes bucales. Durante el día, el insecto infectado se comporta de forma
idéntica a la de las demás hormigas. Pero por la noche no regresa a su
colonia; lo que hace es encaramarse a lo alto de un tallo de hierba y
aferrarse a él con las mandíbulas. Del que se queda colgando, a la espera de
que una oveja que esté pastando se acerque y la devore. Si tal cosa no
sucede, eso sí, al amanecer vuelve a la colonia.
¿Por qué no sigue colgada del tallo de hierba?, preguntó Read, mirando a
sus alumnos con la esperanza de que adivinasen la lógica del trematodo.
Porque de seguir allí, dijo a su público embelesado, la hormiga se freiría
hasta morir bajo el sol del mediodía…, un resultado indeseable para el
parásito, que perecería con ella. Razón por la que la hormiga sube y baja,
noche tras noche, hasta que una oveja que nada sospecha se come el tallo de
hierba y la hormiga a él pegada, y el parásito finalmente termina en el
vientre del ovino.
El relato de Read asombró a Janice Moore. El trematodo de marras
llevaba a pensar en un genio del mal sacado de los tebeos, capaz de
controlar las mentes ajenas con tan solo pulsar un botón, empujando a
ciudadanos hasta ese momento respetuosos con las leyes a robar bancos y
cometer otros delitos y crímenes para que el genio del mal se convirtiera en
el amo del mundo. El informe sobre el pasmoso desempeño del trematodo
procedía de un estudio alemán efectuado en la década de 1950, pero —para
fascinación de Moore— Read justo acababa de saber de una investigación
efectuada sobre un organismo diferente cuyos resultados estaban siendo
parecidos a los conseguidos por los alemanes.
El protagonista de esta historia era un gusano con la cabeza cubierta de
pinchos, un parásito de cabeza espinosa y con un cuerpo flácido que lleva a
pensar en una bolsa en forma de gusano de entre cinco y diez milímetros de
longitud. Antes de asumir su forma adulta, el parásito está obligado a
madurar en el interior de unos minúsculos crustáceos de aspecto similar al
de las gambas, unos seres que viven en charcas o lagos y que acostumbran a
hundirse en el lodo al primer indicio de peligro. A todo esto, la siguiente
fase del desarrollo del gusano exige su traslado a las tripas de un ánade real,
castor o rata almizclera, tres especies que viven en la superficie del agua y
se alimentan de los crustáceos. A fin de determinar cómo el polizón se las
arreglaba para abandonar el navío, John Holmes, un antiguo alumno de
Read que por entonces era profesor en la Universidad de Alberta, y su
alumno de posgrado William Bethel se hicieron con unos cuantos
crustáceos y los examinaron en el laboratorio. Según descubrieron, los que
estaban infectados hacían exactamente lo que no tenían que hacer. En lugar
de sumergirse bajo el fango al intuir el peligro, emergían a la superficie con
rapidez y se movían frenéticamente. Lo único que les faltaba era gritar:
«¡Eh! ¡Que estoy aquí!» Si no conseguían llamar la atención, se pegaban a
la vegetación que las aves y los mamíferos acuáticos gustan de comer.
Moore se quedó atónita al aprender que algunos incluso se pegaban a las
palmeadas patas de los ánades, donde no tardaban en ser engullidos.
A Moore le llamó la atención otro detalle muy curioso. Los
investigadores canadienses habían encontrado que los crustáceos a veces
eran portadores de otra especie de gusano con la cabeza espinosa. Las
pruebas de laboratorio revelaron que los crustáceos infectados por esta
variante asimismo nadaban hacia la superficie en respuesta a cualquier
ruido inusual, si bien se congregaban en áreas iluminadas frecuentadas por
el porrón bastardo (un tipo de pato que se sumerge a gran profundidad), el
siguiente portador que necesita este parásito preciso.
Moore se dijo que muchas interacciones entre un depredador y su presa
no eran lo que parecían, sino que estaban «amañadas» por los parásitos.
¡Era posible que los biólogos, incapaces de ver cuanto no tenían ante los
ojos, hubieran sido embaucados! No solo eso, pues los parásitos ya no se
limitaban a empuñar un martillo con el que enfermar y matar a sus
portadores, sino que además eran capaces de perjudicarlos modificando sus
comportamientos con sutilidad, con lo que las implicaciones en el plano
ecológico resultaban enormes. Se deducía que estos organismos diminutos
sacaban a los animales de un hábitat para llevarlos a otro, con unos efectos
desconocidos que sin duda se extenderían a lo largo de la cadena
alimentaria.
Una vez terminada la clase, corrió a hablar con Read. «¡Lo que yo quiero
estudiar es esto precisamente!», anunció, rebosante de entusiasmo. Read
elogió su decisión de aventurarse por un terreno tan inexplorado, y entre los
dos planificaron su futuro. «Primero tendrá que licenciarse en etología y
luego tendrá que doctorarse en parasitología», fue la recomendación del
profesor. Moore la siguió al pie de la letra. Han pasado cuatro decenios, y
hoy se divierte al recordarlo8. «Por entonces era muy ingenua y entusiasta;
no tenía idea de los obstáculos con que iba a encontrarme», explica,
soltando una risa ronca al pensar en su tan juvenil optimismo.
Vivaracha, con el pelo corto y ondulado, Moore sigue conservando algo
del deje nasal propio de Texas y proyecta la impresión de una persona
dinámica y segura de sí misma. Hoy es profesora de biología en la
Universidad estatal de Colorado y seguramente ha hecho más que ningún
otro para llamar la atención de los biólogos sobre la naturaleza
drásticamente redefinitoria de las manipulaciones parasitarias y para animar
a una nueva generación de científicos a sumarse a su causa. Sus estudios —
y, lo principal, sus escritos—pioneros arrojan luz sobre la infinidad de
maneras en que los parásitos obligan a sus portadores a hacer su voluntad y
sobre su papel subversivo, con frecuencia subestimado, en la ecología. A su
modo de ver, es posible que los depredadores no siempre sean los supremos
cazadores sugeridos por los documentales sobre la naturaleza. Es posible
que una parte significativa de su dieta diaria la formen frutos que penden de
las ramas a distancia accesible, por cortesía de los parásitos. Al fin y al
cabo, ¿qué sentido tiene trabajar denodadamente para obtener comida
cuando te la ponen en bandeja? Quizá la idea más herética en esta disciplina
que ha contribuido a fundar sencillamente sea la de que no tenemos que dar
por sentado que los animales siempre actúan siguiendo su propia voluntad.
Según Moore, numerosos crustáceos, moluscos, peces y «literalmente,
insectos como para llenar vagones de trenes «se comportan de forma
extraña por causa de los parásitos»9. Parece que los mamíferos como
nosotros no somos víctimas de sus manipulaciones con tanta frecuencia,
pero Moore advierte que esta creencia bien puede tener origen en la
ignorancia10. De algo está segura: con el tiempo terminaremos por
descubrir que los parásitos están detrás de todo un universo desconocido en
el comportamiento animal. Según cree, sus intromisiones simplemente son
más difíciles de demostrar en unas especies que en otras.
Moore y un creciente número de científicos con ideas parecidas están
haciendo progresos en su misión, pero el suyo es un proyecto a largo plazo:
así lo dejó claro el motivo de nuestro primer encuentro en la primavera de
2012. Ambas habíamos cubierto millares de kilómetros para llegar a un
bucólico rincón de la Toscana, en Italia, y asistir al primer congreso
científico exclusivamente centrado en las manipulaciones de los parásitos.
Respaldado por la prestigiosa publicación Journal of Experimental Biology,
el histórico evento atrajo a unas decenas de investigadores del mundo
entero, lo que era un reconocimiento a los avances efectuados en la
disciplina pero también un motivo de reflexión sobre lo mucho que tendría
que crecer para conseguir una estatura acorde con su importancia. Moore
estaba encantada de que el trabajo de todos ellos empezara a tener eco más
allá de su minúscula especialización, pero le frustraba que muchos
científicos siguieran sin darse cuenta de lo ubicuo de las manipulaciones
parasitarias en la naturaleza. Incluso en muchos ámbitos de la biología «con
frecuencia se piensa en ellas como en poco más que casos curiosos o
puntuales fenómenos de feria».
La neuroparasitología a la vez se encuentra con otro problema de tipo
semántico. Según explica Moore, la definición de qué constituye
exactamente una manipulación puede ser de por sí complicada.
Técnicamente, según convienen ella y sus colegas, el término se refiere a la
conducta a la que un parásito induce a su portador para favorecer la
transmisión del parásito a expensas del éxito reproductivo del portador.
Pero esta definición en apariencia tan clara puede resultar
sorprendentemente nebulosa al ser aplicada al mundo real. Si el germen de
un resfriado te lleva a toser incontrolablemente, por poner un ejemplo, ¿lo
que sucede es que tu cuerpo está haciendo lo posible por eliminar la
infección en los pulmones? ¿O que el parásito te hace cosquillas en la parte
posterior de la garganta para que disemines el patógeno? O pensemos en
otro caso: las gallinas de corral seguramente son más proclives a comer
grillos infectados por parásitos que dañan los músculos de los insectos, pues
tales grillos son más lentos y en consecuencia más fáciles de atrapar. El
parásito necesita acceder al interior de la gallina para reproducirse, pero,
¿de verdad está manipulando al grillo o sencillamente está dañándolo? Por
contraste, pocas personas que oigan hablar de la hormiga que se sube a un
tallo de hierba en respuesta a un trematodo que invade su cerebro
describirían el comportamiento del insecto como un mero efecto secundario
de una enfermedad. Por consiguiente, ¿hasta dónde se puede extender la
definición de «manipulación»?
Moore reconoce que la cosa no siempre resulta fácil. Pero le asombra
que, incluso cuando está clarísimo que determinado comportamiento es el
producto de una manipulación, muchas publicaciones de los investigadores
sigan manteniendo un tono cauteloso. Tras la charla de uno de los
científicos, observó: «Casi todos textos que he leído durante este último año
incluyen la misma fórmula precavida, casi palabra por palabra: “La
alteración en el comportamiento del portador podría ser el resultado de una
manipulación por parte de un parásito o podría ser el resultado de una
patología”. ¿Cuándo vamos a tener la necesaria seguridad en nosotros
mismos que nos lleve a afirmar que algo no es el resultado de una
enfermedad, sino de una clara manipulación?» Sus colegas asintieron con
las cabezas en señal de conformidad.
Más tarde le pregunté por qué los investigadores eran tan timoratos a la
hora de expresar sus opiniones. «Porque quienes leen sus artículos para
publicación siempre insisten en que incluyan la mencionada fórmula
cautelosa, si es que quieren verlos publicados», fue su respuesta.
Las ideas que suponen un desafío para el statu quo acostumbran a
encontrar resistencia y «la patología», agrega, «es la explicación por
defecto», la postura conservadora a la que acogerse, incluso cuando es la
posibilidad más improbable de todas.
A Moore también le irrita la rígida binariedad —«o lo uno o lo otro»—
con que los biólogos de mentalidad tradicional afrontan la cuestión. Según
dice, la conducta de los parásitos y los portadores enfrentados en batalla no
siempre puede ser «etiquetada atendiendo a categorías inmutables». Tu
resfriado quizá representa dos cosas a la vez: el empeño de tu organismo en
expulsar al germen y la determinación del parásito a diseminarse. Unos
enemigos también pueden compartir los mismos objetivos. La insistencia en
que un comportamiento inducido por un parásito se ajuste a la perfección al
perfil de una manipulación para ser merecedor del interés de los científicos
es, a su modo de ver, otra aberración. Para ilustrar este punto, Moore
explica que uno de sus alumnos recientemente descubrió que el escarabajo
coprófago o «pelotero» infectado por una lombriz intestinal excavaba a
menores profundidades y comía un 25 por ciento menos de excremento.
«Lo que tiene una enorme importancia ecológica —subraya—. En Australia
de hecho tuvieron que importar escarabajos peloteros porque estaban
hundidos hasta las orejas en estiércol. Y estamos hablando de un escarabajo
que es un ingeniero del ecosistema y que a su vez está siendo manejado por
otro ingeniero: el parásito. Enviamos el artículo al Journal of Behavioral
Ecology, y el editor de la publicación ni se molestó en hacer que un
especialista lo leyera y diera su opinión. Nos escribió respondiendo que “es
evidente que nos encontramos ante un simple caso de patología”… como si
la cosa tuviera alguna importancia en semejante contexto. ¡Fue
exasperante!»
Moore a veces da la impresión de sentirse molesta por tener que educar a
los ignorantes, pero es de entender. De forma más acusada al principio de su
carrera, muchas veces se ha sentido como una loba solitaria aullando en un
terreno inhóspito.11 Sus ideas no eran tanto desdeñadas como,
sencillamente, ignoradas. Por la época de su epifanía en la clase de Clark
Read, muchos biólogos fruncían las narices al oír hablar de los parásitos, a
los que consideraban demasiado primitivos y repugnantes como para ser
examinados. Resultaba mucho mejor estudiar las aves de vistoso plumaje o
los mamíferos imponentes, como elefantes o leones. Si los parásitos
llegaban a recibir alguna atención, eran materia casi exclusiva de
veterinarios o investigadores médicos determinados a frenar la extensión de
epidemias como la malaria y el cólera. Pocas personas estaban interesadas
en su influencia sobre la ecología, y mucho menos aún en la posibilidad de
que fueran capaces de manejar a su antojo a animales más estimables.
Este fue el mundo al que se asomó Moore, una mujer joven que defendía
dicha posibilidad precisa. No tan solo era un bicho raro, sino también —
como ella misma reconoce— «una completa ingenua».
Tras cursar estudios de posgrado en etología en la Universidad de Texas
en Austin, se marchó a la Johns Hopkins de Baltimore para empezar el
doctorado en parasitología, con la idea de que al momento podría
concentrarse en la disciplina que le interesaba. «No tenía idea de cómo
funciona la investigación en realidad, de que los alumnos de posgrado no
establecen sus propios programas de investigación. Lo que se espera de
ellos es que trabajen en aquello que sea de particular interés para su tutor».
La persona en cuestión quería que Moore dedicara su tiempo al estudio de
la bioquímica de la lombriz solitaria, materia que a ella no le atraía. Por si
sus problemas de integración en Johns Hopkins no fueran suficientes, era la
única mujer estudiante de posgrado en el departamento y se sentía aislada
de los demás. Como resultado, no terminaba de reparar en lo que otros
percibían como cuestiones importantes en aquel campo, lo que dificultó su
desarrollo como científica, pero —de forma paradójica— posiblemente fue
de ayuda. Cuando pregunto a Moore si su ignorancia quizá le dio la libertad
necesaria para pensar sin atenerse a las reglas establecidas, su respuesta es
inmediata: «¡Ni siquiera sabía que había unas reglas!»
También era una inadaptada en otros aspectos. La ciencia es
inherentemente reductiva; su proceder consiste en fragmentar los problemas
de envergadura en partes menores que pueden ser abordadas con mayor
facilidad. Pero a Moore siempre le ha gustado atender a la visión de
conjunto. Encuentra conexiones entre casi todas las cosas que aprende y le
gusta sintetizar la información. Durante sus primeros tiempos en la
universidad estuvo hecha un mar de dudas sobre la disciplina concreta a la
que iba a dedicarse, hasta que finalmente se decantó por la biología en
razón de su amplitud. El estudio de todos los seres vivos de la tierra sin
duda presentaría pocas restricciones, se dijo. Llegado el momento de optar
por una especialización en dicho campo, escogió la parasitología y la
etología por razones parecidas. «Me parecía que incluían casi todo cuanto
es posible juntar, y en aquel momento de mi vida no tenía idea de que juntar
tantas cosas también es extremadamente difícil, razón por la que no suelen
ir unidas», dice, y al momento vuelve a reír al acordarse de su juvenil
convicción de que todo era posible con un poco de esfuerzo.
Resultaba estimulante pensar en su gran teoría de unos parásitos
manipuladores que reordenan las cadenas alimentarias, pero no se le ocurría
la forma de diseñar un experimento para evaluar los abigarrados conceptos
que llenaban su mente. Johns Hopkins, centro que tenía unos importantes
departamentos de parasitología y ecología, en principio parecía ser el lugar
idóneo para aprender a hacerlo. Pero, para decepción de Moore, no había
mucha comunicación entre unos grupos y otros. «Lo que percibía era que
estaban estudiando unas cosas muy distintas», explica. Carente de guía
sobre cómo tender un puente entre dichas disciplinas, su objetivo de
contemplar las manipulaciones parasitarias en un contexto más amplio
parecía estar por entero fuera de su alcance.
Para aumentar su frustración, cuando trataba de abrir los ojos de los
demás a la posibilidad de que los parásitos quizá fuesen unos marionetistas,
el resultado era que nadie la tomaba en serio. En un seminario sobre la
ecología de las caracolas marinas en la zona intermareal, preguntó a un
científico que estaba pronunciando una conferencia si había comprobado la
posible presencia de trematodos en los moluscos. Las caracolas infectadas
acostumbraban a ser encontradas en lugares distintos a los de las no
afectadas por el parásito, explicó, citando un artículo que recién había leído.
El investigador se enojó de forma visible. A su modo de ver, bastante
trabajo tenía con manejarse con los numerosos factores influyentes en el
comportamiento de la caracola —los depredadores en migración, los
cambios en las corrientes, las diarias fluctuaciones de la temperatura—, y
ella ahora le venía con la idea de que tenía que fijarse en otra cosa más
todavía. Moore hoy se hace cargo de su postura —el estudio de parásitos en
el terreno sigue siendo una labor abrumadora—, pero, en aquel momento, la
reacción del científico fue un duro golpe para ella.
Incapaz de determinar un camino adelante, Moore decidió dejar Johns
Hopkins al final de su primer año. La Navidad anterior, mientras se
encontraba de visita en Texas, hizo planes para retomar el contacto con
Read, su antiguo profesor, quien en su momento le indicó que estaba
dispuesto a dejarla estudiar los manipuladores parasíticos bajo su
supervisión. Pero poco antes del encuentro previsto, Read murió de forma
inesperada, de resultas de un paro cardíaco. Moore se quedó tan apenada
como carente de rumbo académico a seguir. Preguntó en muchas otras
universidades por un programa de doctorado que pudiera ofrecerle una
oportunidad comparable, pero la neuroparasitología por entonces ni siquiera
llegaba a ser una intuición acariciada por algún científico. El mismo John
Holmes, el científico canadiense en cuyo laboratorio había quedado claro
que algunos crustáceos se comportaban según el capricho de los parásitos,
no estaba siguiendo de forma activa dicha línea de estudio. Era una cuestión
menor a la que dedicaba sus ratos libres, explicó Holmes. Moore había
llegado a un callejón sin salida.
Carente de buenas opciones, entró a trabajar en la Universidad de
Washington, como técnica de laboratorio al servicio de una entomóloga
cuyos intereses no se solapaban con los suyos. Pero su suerte estaba a punto
de cambiar. La científica, Lynn Riddiford era una rareza en aquella época,
una mujer que había llegado a lo más alto de su profesión. Riddiford resultó
ser un espléndido modelo a seguir. A su lado, Moore aprendió las formas de
idear, financiar y llevar a la práctica los proyectos de investigación; esto es,
los detalles prácticos necesarios para tener éxito como científica. La
experiencia le confirió seguridad en sí misma y una nueva confianza en sus
ideas. Quizá porque ahora se tomaba a sí misma más en serio, otros también
comenzaron a hacerlo. Pasaron tres años, y le ofrecieron una plaza en la
Universidad de Nuevo México, en un programa de doctorado sin apenas
parangón que proporcionaba financiación para que los estudiantes diseñaran
sus propios proyectos de investigación.
Se trataba de una gran oportunidad, y Moore no la desaprovechó. A esas
alturas tenía claro que no iba a ser capaz de establecer todas las conexiones,
que bastante tendría con, sencillamente, identificar algunas manipulaciones
parasíticas todavía no reconocidas, sobre todo si podía mostrar que tales
manipulaciones convertía a los portadores en más apetitosos para sus
depredadores en el terreno. De Riddiford también aprendió la importancia
de diseñar un experimento corto y preciso: de ser posible, con una premisa
sencilla que resultara fácil de ejecutar. Tras rebuscar en publicaciones
académicas y manuales de texto durante la mayor parte de un semestre,
creyó dar con los sujetos ideales para su estudio. El parásito era un tipo de
gusano con la cabeza espinosa y unos portadores muy corrientes y fáciles
de observar, los estorninos y las cochinillas (también conocidas en
castellano como gusanos de San Antón o milpiés). Moore no tenía muchos
datos al respecto, pero la intuición le decía que el parásito posiblemente
hacía que la cochinilla se comportara de formas que incrementaban la
probabilidad de que un estornino devorase al insecto.
Su aparato experimental consistía en una bandeja acristalada para pasteles
en gran parte cubierta por una malla de nilón y otra bandeja para pasteles
invertida, a modo de tapa12. Moore situó una mezcla de cochinillas
infectadas y no infectadas en la parte superior de la malla y a continuación
puso un tipo distinto de sal a cada lado de la divisoria, creando una cámara
con baja humedad y otra con la humedad elevada. Según descubrió, las
cochinillas portadoras del parásito eran mucho más proclives a gravitar
hacia la zona de baja humedad. En la naturaleza, las áreas secas son
emplazamientos expuestos, por lo que se dijo que el comportamiento de las
cochinillas infectadas las convertía en más vulnerables a los depredadores.
En el curso de otro experimento construyó un sencillo refugio, consistente
en una baldosa sustendada por cuatro piedras, situadas bajo sus cuatro
esquinas. Las cochinillas infectadas preferían estar al descubierto en mayor
medida que las no infectadas. Durante un tercer experimento cubrió con
gravilla negra la mitad de una bandeja para pasteles y con gravilla blanca la
otra mitad, para determinar si el parásito influía en la capacidad de su
portador para camuflarse. Como las cochinillas son negras, Moore tenía la
teoría de que las infectadas serían más propensas a quedarse en la gravilla
blanca, donde los pájaros podrían verlas. Y eso fue exactamente lo que
pasó.
Había demostrado su teoría en el laboratorio, pero ahora era preciso
comprobar si sus descubrimientos se sostenían en el terreno. Debido a la
dificultad de estudiar a los parásitos en su hábitat natural, ningún científico
había sido capaz de medir el impacto ecológico de una manipulación. Pero
Moore tenía un plan ingenioso para conseguirlo. Una vez llegada la época
del celo, situó unos ponederos para estorninos por todo el campus. Amarró
escobillas para pipas de fumador en torno a los cuellos de los polluelos, lo
bastante ajustadas para que no pudieran tragar pero teniendo buen cuidado
de no hacerles daño. A continuación recogió las presas que sus progenitores
les daban para comer y procedió a diseccionar todas las cochinillas
encontradas al final de la jornada. Encontró que a casi la tercera parte de los
polluelos de estornino les habían dado cochinillas infectadas, por mucho
que menos del 0,5 por ciento de las cochinillas situadas en la vecindad de
los ponederos fueran portadoras del parásito. Estaba claro que los cambios
que el parásito había inducido en las costumbres de sus portadores los había
convertido en unas presas mucho más interesantes.
Uno o dos ejemplos de parásitos con sorprendentes dotes manipuladoras
pueden ser descartados sin mayor problema como unas aberraciones
estrambóticas; sin duda curiosas, pero merecedoras de poco más que una
nota a pie de página en nuestra comprensión de la selección natural. Pero la
existencia de otros ejemplos empieza a sugerir una tendencia. Tras su
publicación en la revista Ecology en 1983, los resultados obtenidos por
Moore llamaron la atención, por esa razón precisa y, también, por una
circunstancia más amplia que estaba teniendo lugar en el seno de la
biología. Después de haber sido largo tiempo ignorados por su condición de
escoria repelente, los parásitos estaban comenzando a ser objeto de
admiración. En palabras de Moore: «Los parásitos de repente eran cool».
El porqué no termina de estar claro —como sucede en todos los campos,
la ciencia está sujeta a modas—, pero, coincidiendo con sus estudios de los
estorninos, en las revistas científicas empezó a aparecer un torrente de
artículos que subrayaban la importancia ecológica de los parásitos, algunos
de ellos escritos por ilustres figuras de la biología evolutiva, como Robert
May, Roy Anderson y Peter Price. Por esas mismas fechas, otro conocido
biólogo evolutivo, Richard Dawkins, publicó un libro de divulgación, The
Extended Phenotype, que abordaba de modo más directo la cuestión de la
manipulación parasitaria. En la obra, Dawkins argumenta que la
transmisión o no de un gen no tan solo depende de la forma en que influye
en las características, o fenotipo, del cuerpo en el que reside, sino también
de su efecto en otros animales.
A este respecto cita el ejemplo de que la selección natural favorece a los
parásitos que modifican el comportamiento de un portador para propagar
sus propios genes.
La repentina popularidad de los parásitos fue beneficiosa para Moore. Los
editores de Scientific American, revista con fama de divulgar la
investigación de ultimísima generación, la invitaron a escribir un artículo de
resumen que situara sus descubrimientos sobre las cochinillas en un
contexto más amplio. Además de llamar la atención sobre los estudios
hechos en Alemania y Canadá, Moore peinó la literatura científica en busca
de otros casos notables de manipulaciones parasitarias que habían sido
ignorados o desestimados, cuyo significado pasó a explicar en una prosa
ágil y accesible13.
«Uno de los recursos literarios más extendido en la ciencia-ficción es el
de unos parásitos alienígenas que invaden a un ser humano y le obligan a
hacer su voluntad mientras se multiplican y extienden a otros terrícolas
infortunados», comenzaba su artículo publicado en el número de mayo de
1984. «Sin embargo, la idea de que un parásito puede alterar la conducta de
otro organismo no es simple ficción. El fenómeno ni siquiera es raro. Basta
con mirar en un lago, campo o bosque para encontrarlo».
La hipótesis de la manipulación —como era conocida— no tardó en ser
debatida con gran interés en los círculos científicos14. Como dice la famosa
máxima de Louis Pasteur, «El azar favorece a los espíritus preparados».
Una vez se hubo corrido la voz de que los parásitos bien podían ser unos
dictadores encubiertos, más y más personas comenzaron a fijarse en
animales que se comportaban de modo extraño; las mentes más curiosas se
preguntaban si la culpa la tendrían unos organismos infecciosos.
No obstante, a pesar del entusiasmo de los científicos por la idea, la
popularidad de esta materia de estudio resultó ser efímera. Los problemas
prácticos existentes a la hora de emprender una investigación atenuó con
rapidez el mencionado entusiasmo inicial. La observación del
comportamiento animal es una tarea ardua incluso en ausencia de parásitos.
Puede obligar a permanecer sumergidos en el agua con equipos de
submarinista o colgados de arneses en las copas de los árboles de un
bosque, o a rebuscar en un terreno pantanoso armados con linternas en
mitad de la noche, y todo ello durante horas interminables. Dado que un
parásito puede tener dos o tres portadores, la simple determinación de los
detalles de su ciclo vital puede suponer una labor hercúlea. Para
complicarlo todo aún más, la estimación de los porcentajes de infección en
cada población por lo general obliga a capturar decenas o centenares de
portadores potenciales, para extraer sangre de sus cuerpos, recoger sus
heces o matarlos y diseccionarlos. Suponiendo que hayas conseguido
superar estos obstáculos, a continuación llega lo más difícil de todo:
establecer si el autostopista efectivamente está manipulando al conductor y,
si es el caso, cómo y con qué propósito. Lo ideal es hacerlo en el
laboratorio, pero la mayoría de los animales no se sienten inclinados a
dedicarse a sus actividades cotidianas una vez en cautividad. Los seres
humanos pueden ser más dados a cooperar, pero los científicos que
sospechan que la enfermedad mental u otros comportamientos aberrantes
pueden tener relación con los parásitos se encuentran con un obstáculo aún
mayor: no pueden infectar a la gente con el bicho de su elección y sentarse
a ver si los sujetos de estudio cambian de hábitos o propensiones.
No es de sorprender que haya contados científicos con la paciencia y
perseverancia necesarias para llevar a cabo este trabajo, razón por la que
incluso hoy impera la tendencia a concentrarse en la interacción entre
depredador y presa y a hacer caso omiso del oculto pasajero cuyos objetivos
posiblemente son muy distintos a los del vehículo en cuyo interior viaja. Y
sin embargo, en torno al cambio de milenio, los científicos habían
conseguido sacar a la luz bastantes decenas de manipulaciones parasitarias
que afectan a portadores situados en prácticamente todos los campos del
reino animal. Siempre ducha en la labor de síntesis, Moore, en 2002,
recopiló todos los casos conocidos en un libro, Parasites and the Behavior
of Animals, que todavía está considerado como una biblia de la disciplina.
Lo escribió con el propósito de alentar el pensamiento creativo sobre cómo
los parásitos obran su magia negra y de descubrir algunos principios
unificadores. ¿Con cuánta frecuencia, trató de determinar Moore, toman al
asalto el sistema nervioso central del portador? ¿Las especies estrechamente
emparentadas utilizan parecidas estrategias coercitivas? ¿Es posible que las
manipulaciones muy complejas tengan unos sencillos fundamentos? Por
encima de todo, sus reflexiones se centraban en una cuestión que le
fascinaba desde su época de alumna en la clase de Clark Read: ¿es posible
predecir el comportamiento de los animales a partir de los parásitos en su
interior?
Moore sigue tratando de responder a dichas preguntas. Según reconoce,
empiezan a ser visibles algunos patrones, pero los detalles continúan
estando poco claros. Y el trabajo por hacer es cada vez mayor. Hoy existe la
sospecha de que centenares de parásitos más son del tipo manipulador, y
Moore especula que su número real posiblemente llegue a los millares.
«Aún no nos hemos topado con ellos, así de simple», dice. Y no tan solo
por la dificultad de estudiar el comportamiento animal o por el tabú de
experimentar con seres humanos. Nuestra principal dificultad es que somos
prisioneros de nuestros sentidos. Por decirlo con sencillez, nuestra
comprensión del mundo depende de nuestros ojos en demasía. En la charla
que pronunció durante el congreso, Moore subrayó esta circunstancia
haciendo referencia a la historia del descubrimiento de la ecolocalización de
los murciélagos.
Desde el siglo , los investigadores sabían que unos murciélagos con
los ojos vendados pueden trasladarse sin dificultad entre unos hilos de seda
pero que unos murciélagos con los oídos taponados terminan por estrellarse
contra el suelo15. Sin embargo, durante más de ciento cincuenta años, los
científicos se negaron a creer que los animales podían oír algo que los seres
humanos no llegaban a detectar. A principios del decenio de 1940, los
avances en la detección de sonidos ultrasónicos demostraron que los
murciélagos efectivamente podían oír el eco de sus propios chillidos. Pero
la idea de que quizá usaran esta aptitud para orientarse no terminó de ser
aceptada hasta que, después de la Segunda Guerra Mundial, los militares
desclasificaron documentos sobre el desarrollo del radar y el sonar.
Moore explicó que, con dicho ejemplo en mente, vale la pena tener en
cuenta que la mayoría de las manipulaciones que hoy conocemos pueden
ser observadas por el ojo desnudo. El portador intermedio se sitúa en un
entorno de alto contraste, se mueve frenéticamente o de repente se
encuentra en un lugar desacostumbrado. Todo esto atrae la atención del ser
humano, así que podemos comprender sin dificultad que un depredador que
es el siguiente portador del parásito también puede fijarse en ello. Pero,
¿qué pasa cuando un parásito viene a colocar una diana en el lomo de un
animal por medio de la alteración de aspectos de su conducta que son
invisibles a nuestros ojos?
Un colega que subió a la tarima justamente después de ella, el biólogo
Robert Poulin de la University of Otago en Nueva Zelanda, convino en que
los científicos seguían sin saber de millares de manipulaciones, si bien y de
forma interesante, ofreció una razón distinta a la propuesta por Moore16.
Muchos manipuladores, dijo, seguramente no provocan más que mínimas
alteraciones en las costumbres normales del portador, circunstancia que
puede ser pasada por alto cuando los científicos comparan la conducta
habitual de una población de portadores con la del grupo no infectado. Por
ejemplo, los parásitos posiblemente modifican un poco la frecuencia con
que los animales van a un lugar u otro, alteran el momento del día en que
son más activos o empujan a los portadores a conducirse de forma ordinaria
pero en el contexto erróneo: un pájaro infectado picotea el suelo mientras el
resto de la bandada emprende el vuelo, por poner un caso concreto. «Los
depredadores están especializados en detectar el detalle, por minúsculo que
sea, que delata la presencia de la presa», indicó, explicando por qué una tal
estrategia seguramente sería muy efectiva. A la vez, es razonable pensar
que no resulta muy difícil conseguir una pequeña modificación de este tipo,
por lo que la evolución posiblemente favoreció esta sencilla maniobra. Lo
que esto implica para los seres humanos es que posiblemente tengamos que
estudiar los comportamientos con mucho mayor detalle para detectar el
influjo que los parásitos ejercen sobre nosotros… por ejemplo,
esforzándonos en vincular a los tan sospechosos entrometidos, no ya solo
con la enfermedad mental flagrante, sino también con cambios más sutiles
en la personalidad y los hábitos que en absoluto escapan a la normalidad del
comportamiento humano.
Por suerte, ahora es más fácil poner a prueba este tipo de teorías y obtener
respuestas a algunas de las principales preguntas planteadas por la ciencia.
Como demuestra el descubrimiento de la ecolocalización de los
murciélagos, muchas veces hacen falta avances tecnológicos para llegar a
nuevas fronteras y, cosa que en este sentido resulta alentadora, la ciencia
por fin está comenzando a ponerse a la altura de la complejidad y
sofisticación de los parásitos. Durante la década pasada, las herramientas
para descubrir los mecanismos existentes tras las manipulaciones han
mejorado de forma espectacular. Como resultado, los investigadores tienen
métodos mucho mejores para escanear la presencia de parásitos en el
cuerpo de un portador y para identificar los genes, neurotransmisores,
hormonas y células inmunes involucrados en estos cambios de conducta.
Pocas manipulaciones han sido resueltas en su totalidad, pero como
veremos en los siguientes capítulos, los científicos hoy disponen de unas
cuantas pistas excelentes. Lo que es una fantástica noticia, pues si queremos
«pensar como un trematodo», estamos obligados a entender sus artimañas.
7. Janice Moore, entrevista con la autora, 1 septiembre 2012.

8. Janice Moore, entrevista con la autora, Massa Marittima, Italia, 18 marzo 2012.

9. Moore, entrevista con la autora, octubre 2011.

10. Moore, entrevista con la autora, 18 marzo 2012.

11. Moore, entrevista con la autora, 1 septiembre 2012.

12. Janice Moore, «Parasites That Change the Behavior of Their Host», Scientific American
(marzo 1984): pp. 109-115.

13. Ibid., pp. 109-111.

14. Moore, entrevista con la autora, 1 septiembre 2012.

15. Moore, entrevista con la autora, 18 marzo 2012.

16. Robert Poulin, entrevista con la autora, Massa Marittima, Italia, 18 marzo 2012.
2
Haciendo autostop

L
o que la gente contaba era alucinante. Los grillos que normalmente
habitaban el suelo del bosque y no nadaban de pronto estaban
tirándose de cabeza a charcas y arroyos. Frédéric Thomas
sospechaba que tras el impulso suicida del insecto se encontraba un gusano
que alguien había visto escurrirse del cuerpo del grillo mientras este se
ahogaba17. Pero la única forma de cerciorarse consistía en viajar a Nueva
Zelanda, donde habían descrito el fenómeno. En 1996, Thomas, un biólogo
evolutivo de la Universidad de Montpellier, solicitó una beca al gobierno
francés para investigar la cuestión. Estaba seguro de que se la concederían.
Aunque recién doctorado, por entonces había publicado catorce artículos
científicos —un número prodigioso para alguien tan joven—, así que daba
por sentado que le entregarían el dinero. No solo eso, sino que un animal
que se comportaba de forma tan claramente contraria a sus propios intereses
sin duda era merecedor de estudio… o eso creía él. Se llevó un chasco
enorme cuando el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) —
el equivalente francés a la National Science Foundation estadounidense—
dijo que no a la solicitud. Según cuenta Thomas, la negativa le indignó
tanto que decidió hacer una huelga de hambre.
Durante un segundo pienso que está tomándome el pelo. Pero su
expresión sombría indica que habla en serio. Estamos conversando sentados
en un porche durante un descanso en el congreso toscano sobre las
manipulaciones parasitarias, el evento donde me he encontrado con Moore.
Delgado y con el cabello oscuro y alborotado, Thomas es un hombre de
trato afable, seguro de sí mismo pero no jactancioso, cuyo entusiasmo por
su investigación resulta contagioso. En un momento dado me pregunto si un
tal apasionamiento no resultará más bien temerario. El CNRS es, de lejos, el
principal organismo subvencionador en Francia, y no me parece buena idea
irritar a sus mandarines por medio de amenazas. Escruto su rostro. ¿Acaso
no termino de pillarlo? ¿Quizá no he entendido bien?
Es el caso. Thomas no dijo a los del CNRS que haría una huelga de
hambre si no le concedían la beca. Según aclara, se lo dijo al presidente de
Francia. «Envié una carta a Jacques Chirac, directamente».
De forma inevitable, doy por seguro que un burócrata de bajo nivel la
abrió, soltó una estridente carcajada y la tiró a la papelera. Pero,
sorprendentemente, el nudo de su mensaje —si no la propia misiva— fue
subiendo por la cadena jerárquica hasta llegar a los funcionarios de alto
nivel.
Lejos de provocar la risa, parece que esta carta sumió al gobierno francés
en el pánico. De inmediato, la administración envió emisarios a su
universidad, donde presionaron al jefe de su departamento para evitar que el
científico llevara su amenaza a la práctica. Según indicaron al director del
departamento, si no hacían algo para impedir que Thomas se pusiera en
huelga de hambre, tanto un científico como el otro lo pagarían muy caro, en
forma de becas no concedidas. Está claro que a los funcionarios les
inquietaba la posibilidad de que Thomas pusiera a la opinión pública en
contra del gobierno. Presionaron al propio Thomas de tal manera que este
finalmente se avino a retirar la amenaza.
Desalentado a más no poder, el biólogo estaba preguntándose con
angustia qué iba a hacer a continuación, pero un multimillonario suizo
llamado Luc Hoffmann se enteró de sus problemas a través de otro
científico y acudió en su ayuda. Conocido por su filantropía y profundo
interés en la biodiversidad, Hoffmann ofreció pagar la mitad del coste de la
expedición. Así respaldado, Thomas se las compuso para reunir la otra
mitad con fondos procedentes de la embajada de Nueva Zelanda y otras
fuentes, incluyendo el gobierno francés, que le proporcionó una pequeña
suma, contento de librarse de él de una vez.
Optimista tras haber resuelto el problema, se marchó a Nueva Zelanda,
donde se unió a un equipo de investigadores de la universidad de Otago
dirigido por Robert Poulin, un biólogo evolutivo al que Thomas admiraba
mucho y era su fuente de información sobre el grillo. Alto, dotado de una
voz suave y melodiosa, hombre de natural amigable, Poulin procedía del
Canadá francófono, por lo que Thomas y él compartían una misma lengua,
además de los mismos intereses científicos. Pero la investigación sobre los
grillos no llegó a despegar. Se encontraron con la clase de obstáculos que
Moore describe como frecuentes en los estudios sobre parásitos
manipuladores: el insecto tan solo salía de su madriguera por la noche,
acostumbraba a esconderse entre los arbustos bajos, y su cuerpo verdoso se
mimetizaba con el entorno a la perfección, por lo que era difícil de detectar
incluso delante de las propias narices. Equipados con linternas, los
investigadores peinaron la zona una noche tras otra, muchas veces reptando
entre los arbustos, pero tan solo cogieron un puñado de grillos infectados
por el gusano. Ni por asomo contaban con el número requerido para llevar a
cabo unos experimentos con resultados significativos. Después de haber
luchado con el gobierno francés y viajado miles de kilómetros, Thomas se
vio forzado a reconocer la derrota.
Investigador que nunca pasa por alto una oportunidad, decidió sumirse en
otro proyecto científico. Pero antes de hacerlo envió a un colega de la
universidad la foto de un gusano que emergía de un grillo. «Para que se
acordara de mí, sencillamente —indica—. Para saludarlo, para que viera en
qué estaba metido últimamente». El amigo pegó la foto en el cuartito de la
máquina de café del departamento, donde un técnico de laboratorio se fijó
en la imagen. Según escribió a Thomas, un primo que tenía en Montpellier
se ganaba la vida limpiando piscinas, que estaban llenas de ellos.
Thomas se mostró más que escéptico. El parásito de Nueva Zelanda no es
más que uno entre trescientos nematomorfos, como los científicos llaman a
esta extensa categoría de organismos en forma de hilo, por lo que se dijo
que el técnico tenía que estar equivocado. Pero, tras regresar a Francia, se
encontró con el primo del técnico y le dio un frasco con alcohol en el que
meter todos los gusanos que encontrara en las piscinas. Thomas pensaba
que nunca más volvería a verlo, pero, una semana después, el hombre se
presentó con el frasco lleno de gusanos.
Explicó a Thomas que los había recogido en la piscina de un complejo
turístico cercano. El investigador sentía gran curiosidad por saber cómo
habían ido a parar al lugar.
«Convencí a mi mujer para que nos tomáramos unas pequeñas vacaciones
románticas allí, pues el hotel tenía un restaurante estupendo con fuagrás y
de todo, y en la zona también había un balneario con aguas termales»,
recuerda Thomas. Una sonrisa traviesa se pinta en su rostro al contarlo,
dando a entender que vino a engatusar a su esposa. Según agrega, tras
disfrutar de una comida excelente, no se retiró con ella a la habitación, sino
que cogió unas probetas del maletero del coche y fue a la piscina a mirar. Al
poco rato vio que un grillo se encaminaba a la piscina, y su primer impulso
fue el de pisotearlo. En vista de sus tribulaciones hasta aquel momento, lo
lógico es suponer que reprimió dicho impulso. Pero efectivamente lo
pisoteó contra el embaldosado. Al levantar el pie reparó en que un gusano
alargado de unos ocho centímetros de extensión salía del aplastado cuerpo
del insecto. ¡Se trataba del mismo gusano exacto que había parasitado los
grillos neozelandeses! Había recorrido medio mundo para estudiar un
parásito y un portador que, casi literalmente, hubiera podido encontrar en el
patio trasero de su casa.
Al cabo de unos minutos, un segundo grillo apareció y se tiró a la piscina.
Thomas se agachó para verlo bien. Un «pelo viviente» serpenteó hasta salir
de su cuerpo. «Estuve a punto de echarme a llorar —dice—. Era lo que se
dice increíble. Resulta que a setenta y cinco kilómetros de mi casa en
Montpellier se encuentra el que seguramente es el mejor lugar del mundo
para estudiar este grillo». Por la noche, recortado por el fondo turquesa de
la piscina iluminada, el violento nacimiento del gusano era tan fácil de ver
como un actor en un escenario situado ante una batería de focos. En los
subsiguientes estudios de campo que él y sus alumnos efectuaran en una
piscina al aire libre enclavada cerca de un bosque en Avène-les-Bains,
tuvieron amplia oportunidad de observar el electrizante espectáculo.
Además de habitar el interior de los grillos, los gusanos también parasitaban
saltamontes y cierta variedad de cigarra, insectos que asimismo
desarrollaban una misteriosa atracción por el agua. De hecho, los insectos
«encantados» acudían en multitud. En una típica noche de verano, más de
un centenar de ellos se arrojaban a la piscina.
Con intención de entender cómo el nematomorfo coreografiaba esta
insólita ceremonia, el equipo de Thomas empezó a investigar su ciclo vital.
¿Cómo se explicaba que un gusano acuático inicialmente pasara al interior
de un grillo que vive en el suelo?
Los investigadores descubrieron que, una vez han dejado atrás a sus
portadores, los nematomorfos se aparean en el agua. Las hembras después
ponen una serie de huevos, que se convierten en larvas. Al nadar, se
tropiezan con las larvas de los mosquitos, de mayor tamaño, a las que se
suben y en cuyo interior se ocultan como quistes diminutos, cual si de
muñecas rusas estuviéramos hablando. Cuando las larvas de los mosquitos
mutan en adultos alados, remontan el vuelo y se trasladan al suelo, llevando
al parásito en su interior. Una vez allí, mueren y son devorados por los
grillos. El quiste aletargado a continuación revive y, poco a poco, se
convierte en un gusano cuya longitud en extensión es tres o cuatro veces
superior a la del insecto.
A grandes rasgos, Thomas y los suyos habían esbozado el ciclo vital del
nematomorfo, pero casi no habían encontrado grillos que se tirasen a masas
naturales de agua, cosa que les interesaba de modo particular, pues —a
diferencia de las piscinas— en los arroyos y charcas hay numerosos peces y
ranas. Era de esperar que, alertados por el ruido del chapuzón, estos
depredadores se lanzaran contra todo insecto que se revolcara en el agua. El
nematomorfo tendría que ser muy rápido al salir del organismo de su
portador para no ser devorado también. ¿Resultaba posible que aquel ser
fuese tan veloz?
Con el fin de aclararlo todo un poco, Thomas compró una rana a un
proveedor de suministros para medicina y se valió del acuario en su
laboratorio para simular las condiciones naturales en que tenían lugar las
manipulaciones parasitarias. A continuación introdujo el grillo infectado y
dio un paso atrás para ver bien el espectáculo. En un abrir y cerrar de ojos,
la rana se comió al grillo, con el nematomorfo en su interior. Thomas se
sintió confuso. ¿Cómo se las arreglaba el gusano para escapar del
depredador en la naturaleza, cuando en una simulación moría con su
portador? Aquello no tenía el menor sentido.
Obtuvo su respuesta al cabo de unos momentos. ¡El gusano salió reptando
por la boca de la rana y se alejó nadando! Thomas descubrió que, tras ser
engullido, llegaba al fondo del estómago del batracio, donde se giraba y
emprendía el camino de vuelta por la garganta del animal. Otras veces huía
a través de las fosas nasales de la rana. Cuando era un pez el que se comía
al grillo infectado, el gusano salía por entre las branquias. Estaba hecho
todo un fuguista, sin parangón en la naturaleza, el Houdini del reino animal.
«Hasta la fecha, nadie había contemplado este tipo de defensa contra un
depredador», afirma Thomas. Poulin, quien se ha unido a nuestra
conversación en el porche, describe así la hazaña del parásito. «Imagínese
que tiene usted una tenia, que un león la devora… y que la lombriz se
escabulle al exterior por las fauces del león». Los resultados del equipo de
investigación aparecieron en la revista británica Nature, una de las
publicaciones científicas más competitivas y prestigiosas del mundo. «La
compra de la rana me salió por veinticinco euros. Fue el coste total del
experimento», bromea Thomas.
El mayor enigma de todos —cómo se las arregla el parásito a fin de
empujar a su portador a una tumba acuática— ha sido el más difícil de
resolver. Pero, en los últimos años, su equipo ha dado con numerosas pistas,
cada una de ellas más fascinante que la anterior. Encontraron que un grillo
infectado empieza por comportarse de modo errático, lo que aumenta la
probabilidad de que vaya a caerse a una charca o arroyo. Pero a medida que
el gusano crece en tamaño, hasta consumir todo el interior del grillo, algo
pasa que lleva al insecto a buscar el agua de manera más activa. ¿El parásito
quizá estaba insuflando sed al portador?, se preguntaba Thomas a esas
alturas. ¿O estaba haciendo alguna otra cosa?
A fin de encontrar el mecanismo subyacente, sus colaboradores
extrajeron los gusanos de los cuerpos de los grillos antes de que se tirasen al
agua. Su alumno de posgrado David Biron, un biólogo molecular que hoy
trabaja en el CNRS y en la Universidad Blaise Pascal del sur de Francia, a
continuación aplicó una proteómica —una nueva técnica de identificación
de las proteínas generadas por un organismo— para entender mejor el
fenómeno.
Los resultados fueron esclarecedores. El gusano estaba produciendo un
montón de elementos neuroquímicos que replicaban con bastante fidelidad
los normalmente encontrados en el grillo. «Si no hablamos el mismo
lenguaje, no podemos comunicarnos —explica Thomas—. Así que, si soy
el gusano, me interesa hablar contigo en el mismo lenguaje». La selección
natural favorece a los gusanos que generan unas moléculas que el grillo
puede reconocer, lo que facilita el «diálogo» entre ellos. Así es como el
parásito indica al grillo qué es lo que quiere que haga.
Más recientemente, un equipo dirigido por Biron ha efectuado otro
descubrimiento sorprendente. En comparación con los grillos sanos de los
grupos de control, los insectos parasitados tienen mayores índices de
proteínas vinculadas al sentido de la vista, lo que posiblemente altera su
percepción visual. Esta revelación empujó a los investigadores franceses a
explorar si los grillos infectados se sienten atraídos por la luz. Resultó que
sí, mientras que los insectos sanos preferían la oscuridad. Si eres un grillo
que reside en el bosque, razona Thomas, ¿qué lugar del entorno resulta más
brillante por las noches? Un área abierta y llena de agua, que refleja la luz
de la luna. Según considera, al trucar los ajustes del sistema visual del
grillo, el gusano hipnotiza a su portador. Lo que de hecho está haciendo es
susurrar al insecto: «Dirígete hacia la luz».
Como colofón un tanto irónico para esta historia, Thomas ahora está al
frente de un equipo del CNRS y, desde luego, ya no es persona no grata
para el gobierno francés. En 2012, su trabajo sobre los manipuladores
parasitarios y otras cuestiones biológicas fue premiado con la medalla de
plata del CNRS, uno de los principales honores nacionales reservados a
quienes han hecho una contribución excepcional a la ciencia.

Resulta difícil imaginar que un parásito pueda inducir a un ser humano a


sumergirse en el agua, pero eso es lo que hace exactamente uno en
particular. Es el llamado gusano de Guinea, que, de forma asombrosa,
consigue dicho logro sin producir elementos neuroquímicos ni intervenir en
el cerebro de la persona. De hecho, opera en dirección contraria.
El gusano, que hoy casi únicamente se encuentra en Sudán, accede a las
personas cuando estas beben de aguas estancadas contaminadas por pulgas
acuáticas con sus larvas18. El ácido en el estómago humano mata a la pulga
acuática, pero no a los parásitos en su interior, que se desarrollan en
gusanos que atraviesan las paredes intestinales y se aparean en el seno de
los músculos abdominales. Los machos, cuya longitud no llega a los tres
centímetros, a continuación mueren y son absorbidos por el cuerpo. Pero la
hembra crece y crece, y con el tiempo puede llegar a medir un metro. (Una
vez tuve la desagradable experiencia de ver una enrollada sobre sí misma en
el interior de un frasco de formaldehído; su aspecto era el de un espagueti
muy largo.)
A medida que se desarrolla, el gusano serpentea a través del tejido
conectivo hacia una extremidad inferior, por lo general un pie o una
pantorrilla. Al cabo de un año más o menos, el interior de la hembra rebosa
de larvas que pugnan por salir. A fin de llevarlas al mundo, la hembra migra
hacia la superficie, hacia la piel de la persona.
Hasta este momento, el parásito ha estado usando subterfugios de varios
tipos para que el sistema inmunológico no lo detecte, pero la hembra ahora
libera un ácido que ocasiona unas dolorosas ampollas en la piel de su
víctima (no es de extrañar que la enfermedad tenga el nombre de
dracunculiasis, término en latín para «dolencia con pequeños dragones»).
Si la hembra tiene suerte, esta sensación de quemazón empujará al enfermo
a sumergir la extremidad hinchada en la masa de agua más cercana. Nada
más notar el entorno acuático, la hembra sale a través de la piel de la
persona y comienza a vomitar las larvas por la boca19. Cada nuevo espasmo
supone la eyección de centenares de millares de larvas. Durante los
siguientes días, cada vez que entra en contacto con el agua, vuelve a
expulsar miles de larvas. Una vez liberadas, estas nadan en derredor hasta
encontrar refugio en el interior de una nueva pulga acuática y repetir el
horrendo ciclo que atormentará a otros seres humanos… o a los mismos de
antes, en ocasiones, pues las personas no desarrollan una inmunidad contra
este tipo de lombriz, por lo que pueden volver a ser infectadas.
Hace tan solo veinte años, el gusano de Guinea infectaba a 3,5 millones
de personas en 20 países20, pero hoy, gracias a las campañas educativas y a
los sencillos y baratos sistemas de filtración del agua, la lombriz está al
borde de la extinción y los casos de infección por gusano de Guinea no
llegan a cien al año21. Incluso en el último refugio del parásito, uno de los
rincones más pobres de África, ahora por suerte es raro ver que una persona
sale corriendo hacia el agua siguiendo las órdenes de un gusano.

Determinados parásitos no tan solo alteran la conducta de sus portadores,


sino que además transforman su aspecto físico. Un ejemplo notable es el
platelminto Leucochloridium, un favorito de los parasitólogos desde el
decenio de 1930, por razones que pronto quedarán más que claras. El
parásito se replica dentro del sistema digestivo de un pájaro, del que es
expulsado por la excreción, de tal forma que un caracol que esté
alimentándose de heces de pájaros puede ingerir de forma accidental los
huevos del gusano. Una vez en el interior del caracol, los gusanillos salen
del cascarón y con el tiempo se convierten en largos tubos que ocupan su
cerebro e invaden sus ojos en forma de antenas: es el primer paso en la
espectacular transformación del caracol. A medida que las antenas se
hinchan, sus paredes se tornan tan delgadas que es posible ver el parásito en
el interior… ¡y menudo espectáculo! El gusano está engalanado con unas
vistosas franjas palpitantes, que no son sino las bolsas en las que se apiñan
sus tan revoltosas larvas. («Por mi parte, podría quedarme horas
contemplando caracoles con Leucochloridia»22, escribió una de las
primeras observadoras, fascinada por el efecto de luz estroboscópica de las
oscilantes franjas del parásito.) A medida que muta, el caracol abandona sus
hábitos nocturnos y se convierte en activo durante el día, en muy activo, de
hecho23. El biólogo polaco Tomasz Wesolowski, un experto en la
manipulación, cronometró a un animal infectado y determinó que se había
desplazado tres pies en quince minutos, lo que constituye una velocidad de
vértigo para un caracol. No solo eso, sino que el caracol infectado deja unas
manchas visibles en la tierra que de otro modo le convertiría en invisible y
hasta llega a subirse a lo alto de las hojas con sus psicodélicos tentáculos
bien a la vista.
Para un pájaro cantor que sobrevuela la zona, esas rollizas, vibrantes
antenas parecen larvas de orugas, y la imagen le lleva a lanzarse hacia tierra
y picotearlas. La víctima del engaño se encuentra con el pico lleno de unos
parásitos diminutos que pronto van a reproducirse dentro de su cuerpo. En
cuanto al caracol, no tan solo es posible que sobreviva al calvario, sino que
incluso puede llegar a regenerar sus ojos en forma de antenas. Sin embargo,
este final no es tan feliz como podría parecer, pues el caracol quizá se
encuentre a una sola comida de distancia de la próxima infección. Y de que
vayan a devorarle los ojos otra vez24.
Cierta lombriz solitaria que infecta a las artemias (un crustáceo
minúsculo) es otra artista de la transformación25. La lombriz dota de un
color rosado chillón a su normalmente traslúcida portadora, y esto no es
todo. También castra al animal, prolonga su vida y, posiblemente, le engaña
diciéndole que ha llegado el momento de aparearse, empujándolo a buscar
otras artemias infectadas. De hecho, los crustáceos infectados —cuyo
tamaño individual apenas alcanza el de la uña de un dedo— se agrupan en
unas concentraciones tan densas que el agua en esos lugares puede exhibir
una mancha rojiza de más de un metro de longitud. Lo que resulta muy
conveniente para los flamencos, que comen artemias, y también beneficia al
parásito, pues el ave es su portador final. Y gracias a la lombriz, estos
pájaros larguiruchos pueden satisfacer su apetito sin tener que hacer más
que hundir sus picos en forma de cucharón en la rojiza sopa de marisco que
tienen a sus pies. Por supuesto, lo que entra por un lado sale por el otro, y
los pájaros infectados al final liberan en el agua una nueva generación de
huevos de solitaria.
Nicolas Rode y Eva Lievens, los científicos franceses que identificaron la
manipulación, escriben que se da por supuesto que los animales que se
trasladan en grandes manadas, bancos o rebaños, lo hacen para su propio
beneficio, por ejemplo, para encontrar pareja sexual, disuadir el ataque de
los depredadores o favorecer determinadas estrategias de alimentación.
Rode y Lievens consideran que ha llegado la hora de reexaminar esta
suposición. Quizá con mayor frecuencia de lo que pensamos, los parásitos
bien pueden estar dirigiendo a sus actuales portadores a las fauces de sus
siguientes portadores.

Si bien la mayor parte de las manipulaciones parasitarias salen a la luz


porque un portador se está comportando de manera incomprensible, el
proceso de descubrimiento a veces sigue distinto guion: un parásito aparece
acurrucado dentro de los tejidos de un animal, y a continuación, muchas
veces por intuición, el investigador examina la conducta del portador con
mayor atención y empieza a sospechar un posible juego sucio. Una
intuición de esta clase estuvo detrás del descubrimiento hecho por Kevin
Lafferty, quien hoy es ecólogo del servicio estadounidense de geología en la
Universidad de California en Santa Bárbara26. Lafferty, quien hace gala del
físico fibroso y en forma propio de un infante de marina, tiene cincuenta y
tantos años pero aparenta muchos menos y creció en el sur de California,
donde pasó la juventud practicando el surf, el buceo con tubo y el
submarinismo. Se puso a trabajar con la idea de costearse los estudios, y
resultó que su empleo obligaba a arrancar los mejillones pegados a las
plataformas petrolíferas oceánicas. El trabajo era arduo, pero a Lafferty le
fascinaba la vida en el mar y le encantaba la vida al aire libre, así que se
decantó por estudiar biología marina, disciplina que reunía todo cuanto le
apasionaba.
En principio, los parásitos no le interesaban en especial. De hecho, ni los
tuvo en mente hasta que, al ponerse a trabajar, dio una clase sobre la forma
de diseccionar peces, tiburones y muchos otros organismos acuáticos. Cada
vez que abría un tejido u órgano, «me encontraba con parásitos —recuerda
—. Muchos especímenes tenían dos, tres o cuatro. Comencé a pensar que
estábamos pasando por alto un elemento clave para tratar de entender la
ecología y las interacciones entre organismos a distintos niveles de la
cadena alimentaria».
Su interés en el impacto ejercido por los parásitos en la naturaleza le llevó
a estudiar un trematodo en forma de cinta que se reproduce sexualmente en
los intestinos de las garcetas, gaviotas y otros pájaros que frecuentan los
estuarios del sur de California. Las aves expulsan los huevos del trematodo
al excretar, y las heces son devoradas por los caracoles de cuerno que
habitan las orillas. Tras madurar un poco más en el interior de los caracoles,
los parásitos salen de sus cascarones y son excretados a su vez. Sube la
marea, y el agua arrastra a los trematodos, que se pegan a los peces killi —
la presa más corriente de las aves marinas—, invaden sus branquias y
resiguen los conductos nerviosos hasta alojarse en sus cabezas.
Lafferty asegura que es posible encontrar millares de larvas del trematodo
adheridas a la superficie del cerebro de un pez killi. En su momento había
estado leyendo con atención la literatura sobre manipulaciones parasitarias,
de forma que el emplazamiento de las larvas de inmediato le llevó a
sospechar que el parásito quizá estaba manipulando la mente del pez. Sin
embargo, de modo sorprendente, los peces infectados tenían aspecto sano y
vigoroso. Nada en su comportamiento le resultaba aberrante.
Ante la posibilidad de que no estuviera reparando en unos cambios de
tipo más sutil, Lafferty capturó unos killis con una red y los metió en un
gran acuario. Un colaborador suyo llamado Kimo Morris, alumno de
posgrado, a continuación se encargó de observarlos con atención para ver si
podía distinguir entre los peces infectados y los que no lo estaban. Después
de contemplarlos durante muchas horas, Morris empezó a detectar un
patrón. Los peces infectados eran más proclives a emerger con rapidez y
contonearse por la superficie, llegando a rodar sobre sí mismos para quedar
de lado… un comportamiento que sin duda llamaría la atención de las aves
depredadoras. ¿Hasta qué punto lo hacían en mayor medida que los killis no
infectados? Morris comparó sus anotaciones sobre peces individuales y se
sorprendió al ver la cifra: cuatro veces más. La diferencia entre los grupos
al final no era tan sutil.
Resultaba lógico concluir que los pájaros marinos se lanzarían a por unos
peces que se comportaban de modo tan estúpido, pero Lafferty y Morris
querían asegurarse de que su teoría se sostenía en el mundo natural27. A fin
de comprobarlo, situaron una mezcla de peces infectados y no infectados en
un recinto cerrado situado sobre aguas poco profundas del estuario. Uno de
sus lados colindaba con la orilla, y las aves podían volar sobre el recinto o
llegar a él vadeando por la orilla. Al principio acudieron de una en una, en
gran número después. Tres semanas más tarde, Lafferty y Morris
diseccionaron a los animales que seguían con vida. Tan solo unos pocos
peces sanos habían sido devorados, pero casi todos los infectados habían
desaparecido.
Según Lafferty, la observación de la selección natural en este teatro en
miniatura fue muy instructiva. Como la mayoría de los peces, los killis
tienen la parte superior oscura y el vientre de color más claro. «Cuando
giran sobre sí mismos en la superficie ves un llamativo destello plateado.
Casi como si alguien estuviera enfocándote el rostro con un espejo de
rescate. Los peces infectados de hecho están tan perfectamente sanos como
los no infectados. Lo que hacen es salir a la superficie y saludar
calurosamente a los pájaros que se arrojan en picado y se los comen». Con
la idea de determinar cómo el parásito podía empujar a su portador a actuar
de modo tan demencial, Lafferty y Jenny Shaw, otra alumna de posgrado,
analizaron los elementos neuroquímicos de los peces infectados28.
Encontraron que el parásito estaba perturbando la regulación de serotonina,
un neurotransmisor que influye en los niveles de ansiedad de muchos
animales, entre ellos el ser humano (el conocido antidepresivo Prozac
modifica el metabolismo de la serotonina). Dotados de esta pista, los
científicos llevaron a cabo un experimento en el que traumatizaron a peces
sanos e infectados sacándolos fuera del agua durante bastantes segundos
seguidos. Después, los peces sanos mostraron un aumento de la actividad en
los circuitos de la serotonina, señal de que estaban sufriendo un estrés
considerable. En contraste llamativo, los peces infectados no mostraban
cambios en esos mismos circuitos cerebrales. «Cuantos más parásitos tenía
el pez, menos estresado se sentía —indica Lafferty—. Parecía sentirse tan
tranquilo que no sufría ansiedad en una situación que tendría que inspirar el
pavor del animal. Estamos hablando de unos peces menos aversos al riesgo,
como si estuvieran tomando Prozac».
La mayoría de los peces killi que viven cerca de caracoles cornudos en el
sur de California están infectados por el trematodo cuando llegan a la edad
adulta. Si pudiéramos ver físicamente el parásito en el interior de sus
portadores al caminar por estas áreas de marisma, el número de trematodos
nos asombraría, pues los caracoles, los killis y los pájaros que infecta son
algunos de los vecinos más numerosos en este hábitat. Y si nos quedásemos
inmóviles un buen rato, veríamos que los parásitos se trasladan de un
portador al siguiente, operando en su conjunto masivo como una colosal
cinta transportadora, llevando alimento del suelo al mar y al aire, para
bajarlo de nuevo, en un círculo interminable.
¿Qué pasaría si eliminásemos a los parásitos de este lugar? ¿Habría
menos aves en el cielo, más peces en el mar? Lafferty no lo sabe, pero el
cambio casi seguramente tendría un efecto dominó en la cadena alimentaria.
En determinados ecosistemas frágiles donde los animales pugnan por
sobrevivir con escasos recursos, es incluso posible que los parásitos
manipuladores sean los que decantan la balanza de la supervivencia o
extinción de una especie. Lafferty cuenta que cierta vez trabajó con unos
biólogos japoneses que estaban estudiando una variante de trucha en peligro
de extinción, con la esperanza de incrementar su población29. Los
investigadores advirtieron que los peces estaban inusualmente bien nutridos
en el otoño; tenían los estómagos llenos de grillos a rebosar. ¿Qué había
hecho que estos nutrientes de pronto fueran tan abundantes? A finales del
verano, un nematomorfo estrechamente emparentado con la especie
largamente estudiada por el francés Thomas estaba empujando a millares de
grillos al agua. Según Lafferty, de no ser por el parásito, la trucha de marras
quizá ya se habría extinguido.

Es posible que las manipulaciones de los parásitos asimismo desempeñen


un papel destacado en la determinación del tamaño de la población humana.
Algunos de los principales flagelos de la humanidad son transmitidos por
insectos que se alimentan de sangre, cuyo comportamiento a su vez puede
estar controlado por microscópicos agentes infecciosos. He de confesar que
me sorprendí al aprender que dichos patógenos podían ser manipuladores.
No porque pensase que les faltaban los medios necesarios, sino porque daba
por sentado que no tenían motivos para serlo. Al fin y al cabo, estos
parásitos tan solo necesitan esperar que una mosca o mosquito hambriento
se acerque y muerda a su actual portador. Y a continuación ya tienen nuevo
alojamiento. ¿Qué podría ser más fácil?
De forma trágica para nuestra especie, el parásito unicelular que causa la
malaria —el Plasmodium— no es tan despreocupado a la hora de hacer sus
planes de viaje. Este patógeno deja muy pocos aspectos de su propagación
al azar. Cada vez hay más datos indicadores de que puede regular la sed de
sangre de un mosquito para maximizar su propia dispersión. De forma aún
más impresionante, posiblemente también es capaz de alterar el olor de un
ser humano a fin de aumentar nuestro atractivo para los mosquitos cuando
el parásito es más infeccioso.
Para entender cómo el Plasmodium consigue todo esto, vale la pena
familiarizarse con los hábitos alimentarios del mosquito30. Para comer, el
insecto tiene que atravesar la gruesa piel del ser humano con su probóscide
y mover este con rapidez en derredor hasta dar con un vaso sanguíneo. El
factor tiempo es esencial; si el mosquito tarda demasiado en hacerse con la
merienda, su víctima puede contraatacar y aplastarlo de un manotazo. Sin
embargo, casi en el mismo instante en que el insecto comienza a beber, las
plaquetas de la víctima corren al lugar de los hechos y se apresuran a
agruparse y taponar la filtración. Al mosquito cada vez le cuesta más
chupar, a medida que estos escombros celulares bloquean su tubo de
alimentación. Su reacción consiste en inyectar un anticoagulante que
fragmenta el amasijo de plaquetas, maniobra que permite que su merendola
siga fluyendo sin dificultad unos momentos más. Por fin, temeroso de
recibir un manotazo, se aleja con rapidez en busca de un nuevo fragmento
de piel.
No obstante, si el insecto en algún momento consume Plasmodium, este
insecto de hambre voraz de pronto pierde el apetito. Los científicos creen
saber por qué. El Plasmodium tiene que reproducirse en las tripas del
mosquito antes de que sus vástagos puedan ser transmitidos a una persona,
de forma que si el mosquito sigue alimentándose durante este período, corre
el riesgo de morir aplastado sin obtener beneficio alguno. En todo caso, al
cabo de diez días, la progenie del parásito ha llegado a una fase mucho más
infecciosa en su desarrollo. Llegados a este punto, al microbio le interesa
enormemente incrementar el apetito del insecto, cosa que hace invadiendo
la glándula salival del mosquito y cortando su suministro de anticoagulante.
El resultado es que la probóscide pronto se ve atascada por las plaquetas
cada vez que intenta beber sangre. El frustrado insecto no consigue
absorber sus dosis normales, lo que le obliga a alimentarse de muchos más
portadores paera satisfacer su hambre. (Dicho sea de pasada, la bacteria
responsable de la Peste Negra también dificulta la capacidad de
alimentación de las pulgas infectadas, así que cuando estas saltan de las
ratas a los humanos nos muerden de forma más vigorosa31.)
El Plasmodium tiene trucos adicionales en su repertorio. Una vez ha
invadido tu sistema circulatorio, interfiere en tu capacidad para generar
plaquetas, de forma que la sangre fluye con mayor libertad cuando un
mosquito viene a cenar. De este modo, la jeringa volante puede extraer
mayor cantidad de sangre infectada para su transmisión a otras personas32.
Por si todas estas manipulaciones no fuesen suficientes para garantizar el
éxito del parásito, este puede recurrir a una forma de brujería aún más sutil.
El Plasmodium puede arreglárselas para poner en contacto a hombres y
mosquitos explotando la capacidad que el insecto tiene de encontrarnos por
el olor. Los pelos que brotan de sus antenas tienen unos sensores idóneos
para detectar el dióxido de carbono que exhalamos, el ácido láctico en
nuestro sudor y el amoníaco de los pies sudorosos. Se cree que, tras entrar
en tu cuerpo, el Plasmodium puede acentuar tus olores naturales o
empujarte a producir otros nuevos que también son atrayentes para los
mosquitos.
Este último punto es controvertido; no todas las investigaciones lo
confirman. Pero un estudio hecho con escolares kenianos ciertamente le
brinda credibilidad33. Los investigadores empezaron por tomar muestras de
sangre de los alumnos para ver quiénes de ellos tenían el parásito. A
continuación dividieron a los niños en una docena de grupos formados por
tres de ellos. Cada grupo estaba formado por un niño sano, un segundo
chaval en una fase temprana y no transmisible de la enfermedad y un
tercero cuya dolencia había progresado hasta la fase infecciosa. Los
investigadores liberaron mosquitos en una cámara central conectada por
medio de tubos a tres pequeñas tiendas; en el interior de cada una dormía un
niño en solitario (todos ellos estaban protegidos para que no fuesen
mordidos). Dos veces más mosquitos se sintieron atraídos por el pequeño
con malaria transmisible que por las otras dos categorías. Lo más curioso de
todo: cuando a todos los niños con el parásito les fueron administrados
medicamentos que eliminaban la infección, los mosquitos dejaron de
mostrar preferencia por un grupo sobre los demás.
El Plasmodium posiblemente no es el único en explotar tácticas
semejantes. El germen responsable de la leishmaniasis, una enfermedad
principalmente tropical que provoca graves ulceraciones de la piel y daña
los órganos internos, puede hacer que la persona infectada huela de manera
más atrayente para el insecto portador, el tábano en este caso. En estudios
sobre hámsteres infectados, el microbio cambió la composición de los
compuestos aromáticos que daban a los animales —y, por extensión, quizá
también a los seres humanos— su olor característico34.
De forma interesante, el virus transportado por los mosquitos que provoca
el tan intenso dolor en las articulaciones característico de la fiebre del
dengue (en algunos países también conocida, y con razón, como «fiebre
rompehuesos») parece seguir el método opuesto35. En lugar de incitar al ser
humano a producir aromas seductores, lo que hace es reforzar la capacidad
del insecto para rastrearnos. Los científicos sospechan que lo consigue
haciendo que el mosquito sea más sensible a los olores humanos. Esta
conclusión, todavía no confirmada, procede de estudios que muestran que el
virus del dengue altera los genes conocidos por influir en el funcionamiento
de los sensores olfativos en las antenas de un mosquito.
Estos datos permiten contemplar las dolencias acarreadas por portadores
desde una perspectiva muy distinta. Hasta no hace mucho, se suponía que
los insectos involucrados en todas estas enfermedades eran agentes
independientes. Eran los que desencadenaban el proceso, y no los gérmenes
que viajaban de gorra en su organismo. Pero según esta nueva perspectiva,
el pasajero de hecho puede ser el auténtico piloto.
Thomas, Lafferty y otros especialistas en manipulación parasitaria
consideran que la gente tendría que prestar mayor atención a este
fenómeno. Es difícil llevarles la contraria, en vista del impacto devastador
de tales dolencias. A pesar de las montañas de dinero invertidas en vacunas
y medidas de sanidad pública, la malaria sigue afectando a 214 millones de
personas en noventa y siete países36. La fiebre del dengue está
extendiéndose con mayor rapidez que cualquier otra enfermedad infecciosa,
con unos 390 millones de nuevos casos conocidos al año, y si bien antes
estaba generalmente confinada a regiones tropicales y subtropicales, ahora
también se encuentra en zonas meridionales de Europa y Estados Unidos37.
Los parásitos situados tras la leishmaniasis y la peste bubónica en su
conjunto son responsables de unos cuantos millones de nuevos casos cada
año38.
Está claro que hay necesidad urgente de nuevos métodos para combatir
estas epidemias. Una dirección prometedora de ataque puede consistir en
sabotear las manipulaciones que favorecen su propagación39. Quizá, por
ejemplo, una mejor comprensión de los olores que enloquecen a las plagas
de insectos y les llevan a un frenesí devorador podría sugerirnos cómo
hacerles frente con una forma subversiva de aromaterapia, una trampa
consistente en fragancias más atractivas para los mosquitos que el bouquet
del cuerpo humano. O el conocimiento de los genes que el parásito activa
para reforzar la sensibilidad del mosquito al olor humano podría indicar una
manera de bloquear su funcionamiento, separando por entero al insecto del
mundo de los aromas, en lo que sería el equivalente a dejar a una persona
ciega o sorda. Una cosa está clara: cuanto mejor comprendamos el
funcionamiento detallado de las manipulaciones de los parásitos, más
probabilidades tendremos de aguarles la fiesta o, mejor todavía, de
encontrar un modo de hacer que su poder se vuelva contra ellos mismos.
Además de la medicina, la agricultura también podría beneficiarse de
dicho conocimiento en detalle. En los años recientes, millones de árboles
cítricos han sido destruidos por el HLB, una devastadora infección bacterial
que convierte en verdes y amargas las naranjas y pomelos en maduración y
termina por matar los árboles. La plaga está extendiéndose rápidamente con
la ayuda del psílido asiático de los cítricos, un bicho cuyo comportamiento
es manipulado por el microbio para promover su propia dispersión40. Tras
ingerir la bacteria al chupar los jugos de las hojas de los cítricos, el insecto
se convierte en una plaga mucho más amenazadora. En comparación con
los psílidos no infectados, los portadores de la bacteria del HLB se
reproducen a mayor velocidad, saltan con mayor frecuencia de un árbol a
otro y viajan a mayores distancias.
A partir de su llegada a los frutales del sur de Florida en 2005, la bacteria
—transportada por el bicho— pronto se extendió por el Estado, poniendo
en peligro el sector entero de los cítricos41, que en Florida supone 10,7
millones de dólares (en algunas partes de la península, los cítricos están
infectados al cien por cien)42. En fecha más reciente, el tan destructor dúo
se ha dirigido a los Estados Unidos meridionales y llegado a las regiones
productoras de cítricos del Valle del Río Grande, en Texas, y al sur de
California43.
En respuesta a esta creciente amenaza, los científicos hoy están
enfrascados en el estudio de cómo la bacteria del HLB comunica sus
órdenes al insecto44. Por supuesto, la esperanza es la de interrumpir el
diálogo y poner riendas a la infección, lo que seguramente beneficiaría a los
cultivadores de cítricos del mundo entero cuyas cosechas también están
amenazadas por el microbio.
Hasta el momento nos hemos concentrado en los parásitos que
contemplan a su portador como a un taxi útil para trasladarse a su próximo
destino. Pero muchos tienen motivos muy distintos para cambiar la
conducta de los animales que los acogen. Estos parásitos, que se encuentran
entre los peores matones y torturadores de la naturaleza, merecen nuestra
atención. Sus formas de sobrevivir son fascinantes —aunque de un modo
diabólico—, y, lo más importante, la comprensión de sus estrategias bien
pudiera alertarnos sobre los modos en que los parásitos acaso sean capaces
de amenazar nuestra propia autonomía.
17. Frédéric Thomas, entrevista con la autora, Massa Marittima, Italia, 18 marzo 2012.

18. C. Zimmer, «The Guinea Worm: A Fond Obituary», The Loom (blog), National
Geographic, 24 enero 2013, http://phenomena.nationalgeographic.com/2013/01/24/the-guinea-
worm-a-fond-obituary/.

19. «Dracunculiasis (Guinea-Worm Disease)», World Health Organization, mayo 2015,


http://www.who.int/mediacentre/factsheets/fs359/en/.

20. D. G. McNeil Jr., «Another Scourge in His Sights», New York Times, 22 abril 2013.

21. M. Doucleff, «Going, Going, Almost Gone: A Worm Verges on Extinction», Goats and
Soda (blog), National Public Radio, 8 julio 2014.

22. Janice Moore, Parasites and the Behavior of Animals (Oxford: Oxford University Press,
2002), edición Kindle, capítulo 3.

23. M. Simon, «Absurd Creature of the Week: The Parasitic Worm That Turns Snails into
Disco Zombies», Wired, 19 septiembre 2014, http://www.wired.com/2014/09/absurd-creature-
of-the-week-disco-worm/.

24. Moore, Parasites and the Behavior of Animals, capítulo 3.

25. Nicolas Rode, entrevista con la autora, 15 abril 2015; N. Rode et al., «Why Join Groups?
Lessons from Parasite-Manipulated Artemia», Ecology Letters (2013): 1-3, doi:
10.1111/ele.12074.

26. Kevin Lafferty, entrevista con la autora, 27 julio y 3 agosto 2011.

27. K. Lafferty y A. Kimo Morris, «Altered Behavior of Parasitized Killifish Increases


Susceptibility to Predation by Bird Final Hosts», Ecology 77, número 5 (1996): p. 1390.

28. J. C. Shaw et al., «Parasite Manipulation of Brain Monoamines in California Killifish


(Fundulus parvipimis) by the Trematode Euhaplorchis Californiensis», Proceedings of the
Royal Society B 276 (2009): p. 1137, doi: 10.1098/rspb.2008.1597.

29. T. Sato et al., «Nematomorph Parasites Drive Energy Flow Through a Riparian
Ecosystem», Ecology 92, número 1 (2011): p. 201.
30. C. Zimmer, Parasite Rex (Simon and Schuster, 2000, Nueva York), edición Kindle,
capítulo 4. En castellano: Parásitos (Capitán Swing, 2016). Véase también J. C. Koella, F. L.
Sorensen, y R. A. Anderson, «The Malaria Parasite, Plasmodium falciparum, Increases the
Frequency of Multiple Feeding of Its Mosquito Vector, Anopheles gambiae», Proceedings of
the Royal Society B 265 (1998): pp. 763-768.

31. Koella, Sorensen y Anderson, «The Malaria Parasite», p.763.

32. Zimmer, Parasite Rex, capítulo 4.

33. R. Lacroix et al., «Malaria Infection Increases Attractiveness of Humans to Mosquitoes»,


PLoS Biology 3, número 9 (septiembre 2005): pp. 1590-1593. Véase también R. C.
Smallegange et al., «Malaria Infected Mosquitoes Express Enhanced Attraction to Human
Odor», PLoS One 8 (2013): e63602, doi: 10.1371/journal.pone.0063602 y L. J. Cator et al.,
«Alterations in Mosquito Behaviour by Malaria Parasites: Potential Impact on Force of
Infection», Malaria Journal 13 (1 mayo 2014): p. 164, doi: 10.1186/1475-2875-13-164.

34. B. O’Shea et al., «Enhanced Sandfly Attraction to Leishmania-Infected Hosts»,


Transactions of the Royal Society of Tropical Medicine and Hygiene 96 (2002): pp. 117-118.

35. D. G. McNeil Jr., «A Virus May Make Mosquitoes Even Thirstier for Human Blood», New
York Times, 2 abril 2012.

36. «Ten Facts on Malaria», World Health Organization fact sheet, actualizado noviembre
2015, http://www.who.int/mediacentre/factsheets/fs094/en.

37. «Dengue and Severe Dengue», World Health Organization fact sheet, actualizado mayo
2015, http://www.who.int/mediacentre/factsheets/fs117/en/.

38. Leishmaniasis FAQs, U.S. Centers for Disease Control and Prevention, actualizado 10
enero 2013, http://www.cdc.gov/parasites/leishmaniasis/gen_info/faqs.html; Plague FAQs,
U.S. Centers for Disease Control and Prevention, http://www.cdc.gov/plague/faq/.

39. Mark C. Mescher, entrevista con la autora, 29 junio 2014.

40. X. Martini et al., «Infection of an Insect Vector with a Bacterial Plant Pathogen Increases
Its Propensity for Dispersal», PLoS One 10, número 6 (2015): e0129373, doi:
10.1371/journal.pone.0129373.

41. K. M. Wilmoth, «Citrus Greening Bacterium Changes the Behavior of Bugs to Promote Its
Own Spread», comunicado de prensa, Universidad de Florida, 29 julio 2015,
http://www.newswise.com/articles/view/637908?print-article.

42. J. Ball, «Oranges Bug “Hacks Insect Behaviour,”» BBC News, 1 julio 2015.

43. Anthony Keinath, «Citrus Greening Disease in Charleston Five Years Later», Post and
Courier, 20 abril 2014.

44. Ball, «Oranges Bug “Hacks Insect Behaviour”».


3
Zombificados

E
n La telaraña de Charlotte, la clásica novela infantil escrita por N.
E. B. White, una araña teje la palabra terrible y otros mensajes en
su red con la idea de salvar del matadero a un amigo porcino. Volví
a experimentar la misma admiración por lo inteligente de su proceder que
sintiera de niña al ver la foto de una araña del mundo real cuya telaraña —si
bien no tenía las connotaciones sobrenaturales de la de Charlotte— también
resultaba asombrosamente original. Este ser con ocho patas —un araneido
tropical conocido como Allocyclosa bifurca— había abandonado su motivo
circular estrechamente tejido en favor de un patrón desparramado y de
estilo libre, distinto por entero a cuanto yo había visto en la escuela
arácnida de diseño45. Asimétrica, con hilos de seda que se unían en un
caleidoscopio de ángulos, parecía ser la creación de una araña en pleno
viaje de LSD.
Resultó que mi impresión no estaba del todo desencaminada. La araña de
hecho había sido drogada, pero no por un científico, como sospeché en un
principio, sino por una avispa parasitaria (Polysphincta gutfreundi). Su
tiranía sobre la araña empieza cuando la avispa se pega a esta y deposita un
huevo en su abdomen. A medida que madura en una larva parecida a un
gusano, la larva perfora pequeños agujeros en el abdomen de la araña, por
los que chupa diversos jugos. Con esta fiable fuente de nutrientes, la larva
crece con rapidez mientras la araña sigue construyendo telarañas y
capturando presas con normalidad. Al cabo de una semana
aproximadamente, la larva de la avispa empieza a inyectar unos compuestos
químicos que inducen a la araña a, literalmente, construir una guardería. La
resultante estructura de red, que tiene poca semejanza con la anterior
telaraña normal, cuenta con filamentos reforzados, más resistentes a los
fuertes vientos y lluvias de las tormentas tropicales, y gracias a su refugio
en lo alto, la larva en desarrollo se mantiene a salvo de los depredadores en
el suelo. Por si un pájaro o lagarto trata de asaltar la guardería, la araña
incluso teje una decoración especial destinada a esconder la presencia del
parásito.
¿Qué recompensa se lleva la araña por todo este trabajo tan arduo? Justo
cuando está terminando de retocar la guardería para la avispa, la larva
entonces la mata, succiona todos sus fluidos vitales y deja que su reseco
cadáver caiga al suelo. La larva de la avispa, que está dotada de una sola
hilera de patas gruesas y cortas, cubiertas en sus extremos por unos ganchos
diminutos, a continuación se suspende de la red diseñada a su antojo y crea
un capullo. Mientras descansa en su interior como una momia en su
sarcófago, muda de piel una vez más y emerge como una avispa adulta.
Son bastantes las avispas parasitarias que explotan de forma parecida a
diferentes especies de araneidos. William Eberhard, un entomólogo y
aracnólogo del Smithsonian Tropical Research Institute y la Universidad de
Costa Rica, descubrió el fenómeno en 2000, pero hoy se culpa de no haber
reparado en la manipulación decenios atrás. La estrategia es muy común,
según reconoce. Este científico de pelo plateado y setenta años de edad
empezó a sentirse fascinado por las avispas durante su primer año en
Harvard, cuando aceptó un tedioso empleo en el sótano del museo de
zoología comparada de la universidad. Una de sus funciones era la de
reponer el alcohol evaporado en los frascos donde se conservaban los
especímenes invertebrados. Eberhard detestaba aquel trabajo en un entorno
frío, húmedo y subterráneo, pero el conservador de la colección con el
tiempo se apiadó de él, lo invitó a subir al piso de arriba y le enseñó a
catalogar las especies atendiendo a su parentesco. Vistas de cerca —
mientras trataba de dar con los rasgos que tenían en común—, resultaban
ser unos portentos de belleza, con los que se familiarizó en tanta medida
como un joyero con las gemas. Con la mirada experta y acostumbrada a
discernir su morfología y costumbres, con los años se fijó en numerosas
telarañas de aspecto asombroso, hechas por araneidos en un estilo tan
alejado de su diseño habitual como el realismo lo está del expresionismo
abstracto. No solo eso, sino que, al examinarlas de cerca, siempre se
encontraba con capullos de avispas colgados de estas telarañas tan raras.
«Pero no me detuve a pensar en profundidad cómo se explicaba todo
aquello —dice—. Daba por sentado que la araña posiblemente estaba
debilitada por la larva de avispa en su abdomen, por lo que no tenía fuerzas
para tejer una red normal». En vista de que muchos organismos enferman
por obra de los parásitos, nuestro hombre no dio mucha importancia al
fenómeno. Eberhard no recuerda qué fue lo que finalmente le llevó a poner
en cuestión sus suposiciones, pero un día se dijo: ¡Un momento, estúpido!
¡Esto es interesante! Y cuando se tomó la cuestión verdaderamente en
serio, lo que vio le dejó atónito. «Comprendí que mis suposiciones de que la
araña se sentía débil y apática, de que apenas podía moverse, no tenían nada
que ver con la realidad —indica—. Estaba llena de energía y trabajando sin
parar, aunque haciendo algo distinto por completo».
Por lo que entiende, la larva utiliza un cóctel de compuestos químicos,
algunos de los cuales operan sobre el sistema nervioso central de la araña
para alterar su conducta, mientras que otros (también es posible que sea uno
solo) la envenenan una vez que ha concluido su labor. En el curso de un
experimento significativo, Eberhard apartó a la larva en el momento preciso
en que iba a matar a la araña, y la araña no tan sólo se recuperó por entero,
sino que el diseño de su telaraña poco a poco fue volviendo a la
normalidad… aunque a la inversa, esto es, las últimas modificaciones en su
diseño fueron las primeras en desaparecer. Lo que lleva a este investigador
a creer que a medida que se incrementa la concentración del cóctel, los
efectos sobre la conducta se tornan más pronunciados. Ello explicaría por
qué cuando los niveles disminuyen tras apartar al parásito, la araña cambia
su forma de tejer, pero en orden inverso. Se trata de una simple suposición,
advierte. Y Eberhard no tiene idea de cómo el sistema por el que la avispa
formula órdenes a través de emisiones químicas puede ser «tan
increíblemente selectivo y afectar ciertos aspectos exactos del
comportamiento del portador, pero no otros. Estamos hablando de unas
instrucciones pero que muy precisas que la avispa está dando a la araña,
unas instrucciones que van más allá de «súbete ahí» o «tírate al agua».
Para complicar aún más el descubrimiento del mecanismo subyacente,
hay muchos tipos diferentes de araneidos que son parasitados por un grupo
de avispas igualmente diverso, por lo que parecen darse incontables
permutaciones en la ejecución de tales manipulaciones. Y las telarañas
inducidas por las avispas son tan variadas que Eberhard no sabe qué esperar
de los emparejamientos inusuales. Fue lo que pasó mientras caminaba por
un cultivo de café en Costa Rica, donde se fijó en la larva de una rara avispa
adherida al abdomen de una araña común (Leucauge mariana). Metió la
araña, con la larva pegada a ella, dentro de un frasco, con la esperanza de
que siguiera tejiendo en cautividad, cosa que muchas arañas prefieren no
hacer. Para su alegría, la prisionera se adaptó bien a su angosta celda y puso
manos a la obra de inmediato. Eberhard introdujo un arrugado pedazo de
papel en el frasco —las arañas tienen problemas para fijar sus telas al cristal
—, y el animal comenzó a adherir sus filamentos pegajosos a un número
sorprendentemente grande de puntos en la superficie interior del papel. Su
sorpresa se convirtió en conmoción cuando comprendió qué era lo que la
araña estaba haciendo: en lugar de limitarse a una construcción
bidimensional, plana, como es la costumbre de esta especie, el animal
estaba decantándose por una estructura tridimensional. Nunca había visto
que una araña de este tipo hiciera algo remotamente parecido. Todas las
líneas de la red convergían en un área central, donde la araña urdía una
plataforma en forma de balcón y espesamente tejida. Y en lugar de
suspenderse de la red —como es costumbre entre las avispas parasíticas—,
la larva descansaba tumbada de lado en su capullo, como si estuviera
pegándose una siesta.
Hay otro tipo de avispa —de una variedad mucho más extendida— que
también parasita a la araña de esta especie. Pero su proceder no puede ser
más distinto. En respuesta a su larva, la araña teje una versión mucho más
sencilla y simplificada de su normal red plana, con muchos menos rayos
irradiando desde el centro y sin filamentos que los unan entre sí. En lugar
de una ornada estructura tridimensional, el resultado es una red esquelética
y sin el menor rastro del motivo circular emblemático del portador. Por lo
visto, cada especie de avispa tiene su propia única poción para embrujar a la
araña. También son muy duchas a la hora de sacarle partido a la actividad
normal de la araña y de adaptar dicho comportamiento a su propia
conveniencia. Eberhard pone un ejemplo: si una especie de araña vive en un
emplazamiento resguardado, la avispa puede inducirla a poner una puerta
en dicho emplazamiento, a fin de proteger su capullo. O si una araña suele
urdir decoraciones destinadas a camuflar su propio cuerpo, la avispa la
incita a usar dicha aptitud para esconder a su larva de los enemigos. En
pocas palabras, estas avispas parasitarias saben cómo sacarle el máximo
rendimiento a su portador.
Las arañas ni de lejos son los únicos seres con motivos para temer las
tácticas coercitivas de las avispas parasíticas. Y las drogas no son las únicas
armas que las avispas tienen para asegurarse la obediencia de sus víctimas.
La Ampulex compressa, más conocida como la avispa esmeralda en razón
de su iridiscente brillo azulverdoso, recurre a la neurocirugía para conseguir
sus objetivos. Su presa es la tan familiar como poco estimada cucaracha
americana (Periplaneta americana). A no confundir con la, en
comparación, diminuta cucaracha alemana, común más al norte; esta
especie prefiere los climas más cálidos y puede alcanzar el tamaño de un
ratón.
Aunque su víctima es de tamaño comparativamente gigantesco, la hembra
de la avispa esmeralda que detecta el olor de una cucaracha americana la
persigue y ataca con agresividad, incluso si para ello tiene que seguir al
insecto en fuga hasta el interior de una casa46. La cucaracha se resiste con
todas sus fuerzas, agitando las patas y escondiendo la cabeza para hacer
frente al asalto, pero por lo general no le sirve de nada. A la velocidad del
relámpago, la avispa pica el vientre de la cucaracha, inyectándole un agente
que la paraliza temporalmente, de tal forma que el mastodonte queda
inmovilizado para el delicado proceso que tiene lugar a continuación. Como
un médico enloquecido y armado con una jeringa, la avispa vuelve a clavar
su aguijón, en el cerebro de la cucaracha esta vez, moviéndolo en derredor
con rapidez durante medio minuto o así, hasta que encuentra el punto
preciso que busca, en el que inyecta una ponzoña. Poco después deja de
hacer efecto el agente paralizante administrado mediante el primer
pinchazo. A pesar de que el insecto tiene pleno uso de sus articulaciones y
la misma capacidad de percibir el entorno que cualquier cucaracha normal,
de pronto se muestra extrañamente sumisa. Según Frederic Liberstat, un
neurólogo de la Universidad Ben-Gurion de Israel, el veneno ha convertido
a la cucaracha en un «zombi» que a partir de ahora aceptará las órdenes de
la avispa y se someterá a sus malos tratos sin rechistar. Es un hecho que el
insecto no protesta en absoluto cuando la avispa arranca una de sus antenas
con las mandíbulas poderosas y procede a succionar el líquido que de ella
sale como quien bebe un refresco con pajita. La avispa luego hace lo mismo
con la otra antena y, segura de que la cucaracha no va a irse a ninguna parte,
la deja a solas durante unos veinte minutos mientras busca un escondrijo en
el que depositar un huevo a ser incubado por la cucaracha. A todo esto, la
esclava carente de voluntad propia asea su cuerpo —quitándose de encima
esporas fúngicas, gusanillos minúsculos y otros parásitos— para que la
avispa disponga de una superficie estéril a la que pegar su huevo. Cuando
vuelve, la avispa agarra a la cucaracha por el muñón de una de sus antenas
seccionadas y «la conduce hasta el escondrijo como quien lleva a un perro
por la correa», indica Libersat. Gracias a su cooperación, la avispa no tiene
que gastar energías en arrastrar a la cucaracha descomunal. De forma no
menos importante, según agrega Libersat, «tampoco necesita paralizar todo
el sistema respiratorio, de forma que la cucaracha sigue viva y fresca. Su
larva necesita alimentarse durante cinco o seis días de esta carne fresca, por
lo que no interesa que se pudra».
La avispa entra primero en la madriguera, con la cucaracha a remolque,
pone un huevo en el exoesqueleto de su pierna y a continuación se marcha
en busca de ramitas y escombros con los que taponar la abertura,
emparedando a la cucaracha en vida. Su vástago luego procede a vaciar a la
cucaracha desde abajo hasta arriba, y el retoño de avispa por último emerge
de la madriguera para repetir el ciclo.
A fin de comprender cómo la avispa domina a su portador de mucho
mayor tamaño, el equipo de Libersat nutrió al alado tirano con un
compuesto radioactivo que fue incorporado a su ponzoña. Después de que
la avispa picara a la cucaracha, los investigadores pudieron ver adónde se
dirigía el veneno. Descubrieron que la ponzoña anulaba un centro neuronal
fundamental para la toma de decisiones. Por decirlo en pocas palabras, la
información procedente de los ojos y demás órganos sensoriales de la
cucaracha es transmitida a este nexo y, tras procesar dicha información, el
insecto decide qué va a hacer a continuación. Según explica Libersat, las
cucarachas no son unas autómatas que reaccionan a los estímulos de la
misma forma cada vez. Al igual que nosotros, pueden resultar
impredecibles. Piensan antes de actuar, motivo por el que son tan duchas en
escapar del ser humano que las persigue armado con un periódico
enrollado. De modo que cuando la ponzoña desbarata ese módulo de mando
central, al animal de hecho le han arrebatado el libre albedrío. En lugar de
correr para salvar la vida, se ve paralizado por la indecisión. Todo cuanto
hace falta es que la avispa estire un poco de ella para que se sobreponga a la
inercia y eche a andar hacia la muerte con docilidad.
La forma en que la avispa guía su aguijón hasta dicha crítica región
cerebral —una agrupación de neuronas la mitad de pequeña que la cabeza
de un alfiler— fue un enigma difícil de resolver para el equipo de Libersat.
Según indica, su precisión es tal que resulta comparable con los sistemas
más modernos de la medicina para localizar y destruir unos objetivos muy
pequeños alojados en el cerebro. Para conseguir que la avispa revelara su
secreto, los investigadores le hicieron una jugarreta. Extirparon el cerebro
de la cucaracha y entregaron el animal a la avispa para ver qué hacía con él.
La avispa sondeó su cabeza durante casi ocho minutos hasta que la
frustración le llevó a dejarlo correr.
Este y otros experimentos les llevaron a resolver el misterio. Finalmente
descubrieron que el extremo del aguijón de la avispa tiene unos
mecanorreceptores especiales que notan la tensión y la presión. Cuando el
aguijón llega al recubrimiento que encierra el cerebro de la cucaracha, se
tropieza con un material ligeramente resistente que se comba. «Lo que
indica a la avispa: “hinca por aquí y a continuación pulveriza la ponzoña”
—explica Libersat—. Es una especie de sensación táctil». Por si no bastara
con sus impresionantes y ultramodernas aptitudes como cirujana, la avispa
esmeralda también es una química muy creativa. Al analizar su ponzoña, el
equipo de Libersat se sorprendió al descubrir que uno de sus ingredientes es
la dopamina, un neurotransmisor conocido porque empuja a las ratas a
aparearse. Se preguntaron si este compuesto químico explicaba la forma en
que la avispa induce a la cucaracha a limpiarse de parásitos que pudieran
dañar a la larva. Y sí, al inyectar dopamina a una cucaracha no infectada, el
animal respondió sumiéndose en una limpieza corporal. La dopamina
también ejerce profundo efecto sobre las motivaciones de un animal, lo que
ofrece una nueva pista sobre el modo en que la avispa amaestra a su
víctima. «A la hora de manipular la estructura neuroquímica de sus presas,
estas avispas son mucho mejores que los neurocientíficos que las estudian»,
se maravilla Libersat.
En otros rincones del reino animal, los parásitos manipulan a sus
portadores por razones muy diferentes. Un percebe del género Sacculina,
por ejemplo, trata de redirigir la atención que un cangrejo dedica a sus
vástagos al cuidado y la nutrición de los retoños del propio percebe. Resulta
difícil creer que un percebe pueda trazar semejantes planes, y más todavía
que tenga el talento necesario para llevarlos a la práctica, pero la Sacculina
está claramente por encima de lo que es habitual en su clan. No tiene valvas
ni se adhiere a rocas, algas y demás. La Sacculina lleva a pensar en un
manojo de raíces que hayan invadido el interior suave y carnoso del
cangrejo como un cáncer metastásico47. Si hay un ser de la vida real que se
ajusta a la imagen pesadillesca de un ladrón de cuerpos, estamos hablando
de este percebe.
En la infancia, el parásito es una larva que vive en libertad y nada por las
aguas hasta que, guiada por el olor, se posa sobre un cangrejo. La hembra
de Sacculina —las larvas vienen en dos géneros— a continuación clava la
aguzada parte de su exoesqueleto en forma de daga a través de la gruesa
armadura del cangrejo. Por medio de la punta de su arma, inyecta una
diminuta agrupación de sus células, cuya forma recuerda la de un gusano, y
al momento deja atrás su aparatoso abrigo exterior. Una vez dentro del
cangrejo, las células crecen hasta convertirse en un espeso amasijo de raíces
que terminan por invadir los ojos antenados del crustáceo, su sistema
nervioso y otros órganos. El cangrejo sigue comportándose como sus pares
no infectados, recorriendo la orilla y alimentándose de moluscos. Pero el
alimento que reúne proporciona a la Sacculina las energías necesarias para
despojarlo de su poder, lo que con el tiempo lleva a la esterilización del
animal, uno de los recursos preferidos por los manipuladores parasitarios.
El crustáceo cesa de aparearse o crecer más y ahora tan solo vive para
alimentar al percebe y ayudarlo a reproducirse. En el punto de su vientre
donde una hembra de cangrejo normalmente desarrolla una bolsa para
sostener a su progenie, el colonizador aparta sus tenazas y elabora otra
bolsa para su propia prole. Guiadas por el olor, dos larvas masculinas
terminan por entrar en esta cámara y empiezan a fertilizar los huevos de la
hembra. «Lo que de hecho sucede es que estos dos machos se convierten en
parte integral de la hembra», dice Jens T. Høeg, experto en los percebes
parasitarios. «En el plano funcional, la hembra se convierte en
hermafrodita». Mientras los huevos se desarrollan, el cangrejo mantiene
limpia la bolsa del invasor deshaciéndose de algas y otros parásitos y,
llegado el momento de la salida del cascarón, el crustáceo migra a aguas
más profundas. Allí libera a las crías por medio de grandes latidos y hastas
agita las corrientes con sus pinzas para facilitar su marcha. Y los retoños del
percebe no tardan en ser arrastrados por la corriente… para enseñorearse de
otros cangrejos.
Pero los servicios del portador para con el parásito están lejos de haber
terminado. Por el contrario, no han hecho más que empezar. La Sacculina
sigue produciendo nuevas remesas de huevos y, cada pocas semanas, el
cangrejo vuelve a las aguas más profundas para repetir el mismo ritual de
dispersión de las crías del parásito. El crustáceo ha cesado de tener una
voluntad propia, y no volverá a tenerla en el resto de su vida.
No tan solo las hembras de cangrejo se ven forzadas a una vida de
esclavitud. El percebe puede convertir a un cangrejo en una cangreja. Los
cangrejos macho por lo general tienen el abdomen estrecho, pero una vez
invadidos por la Sacculina, su cuerpo asume las formas más anchas propias
de la hembra y también desarrolla una bolsa para alojar a las crías del
parásito. Para completar este cambio de sexo, el macho feminizado hace
gala de los instintos maternales necesarios para que se esmere en el cuidado
y protección de los vástagos del parásito.
Desde Escandinavia a Hawái, pasando por la costa meridional australiana,
en el mundo hay más de cien especies de Sacculina, y el percebe parasitario
infecta a un número asombroso de cangrejos en ciertas regiones: hasta el 20
por ciento en los fiordos de Dinamarca; el 50 por ciento en Hawái; el 100
por cien en algunas zonas del Mediterráneo. Es posible identificar los
crustáceos infectados por las excrecencias amarillentas, parecidas a
champiñones, que exhiben en sus partes inferiores; se trata de la bolsa del
parásito. Dado que los cangrejos infectados ya no pueden mudar a una
valva de mayor tamaño, también acostumbran a estar recubiertos de algas y
percebes (del tipo corriente y no invasivo). Si te tropiezas con uno de estos
híbridos seres huyendo a la carrera por la orilla, párate a admirar la titánica
hazaña del parásito. Esta forma con ocho patas puede dar la impresión de
estar actuando como cualquier otro cangrejo, pero en realidad es un robot
anfibio.

En principio, los hongos no parecen tener mucho que ver con los percebes
parasíticos, pero existe un tipo que se hace con el control de su portador —
una hormiga carpintera— y coloniza su cuerpo de modo parecido. Con la
matización de que sus tácticas son exactamente las mismas. El hongo no
explota el afecto de progenitor en provecho propio. Pero su objetivo final es
idéntico: lo que quiere es que su portador encuentre un lugar ideal para
propagar a sus propias crías y brindarles un prometedor inicio en la vida.
Incluso cuando es una simple espora, este hongo concreto, el
Ophiocordyceps, nada tiene de dócil48. Al entrar en contacto con una
hormiga carpintera, de la espora brotan unas extensiones que perforan el
insecto, pasan a su interior e invaden su cuerpo entero. La espora a
continuación ordena a la hormiga que se suba a un pimpollo de árbol al
mediodía solar exacto. Tras ascender una treintena de centímetros, el
insecto se traslada a la cara inferior de una hoja situada en el lado noroeste
de la planta y se aferra a su vena principal, un sólido punto de unión. En ese
mismo momento, el hongo destruye los músculos que controlan las
mandíbulas de la hormiga, condenándola a mantenerlas cerradas para
siempre. Petrificado como una estatua, el portador muere, y de su cabeza
brota el hongo, un tallo solitario con un cuerpo fructificador en la punta.
Este pronto estalla, sembrando el suelo de esporas, que otras hormigas no
tardarán en picotear
David Hughes, un entomólogo de origen irlandés que trabaja en la
Universidad estatal de Pennsylvania, fue el primero en documentar el
fenómeno. «Hubo quienes rechazaron mis primeros informes, hechos en
2004 y 2006, porque la gente simplemente no se lo creía», explica.
Según agrega, las hormigas zombis —como las denomina— no tan solo
existen, sino que son muy comunes.
En los bosques pluviosos del mundo entero es posible encontrar hasta
veintiséis de sus espeluznantes cadáveres por metro cuadrado. Hughes
comenta: «Tengo la costumbre de llamar “los campos de la muerte” a estos
densos cementerios».
A fin de entender las estrafalarias órdenes que el hongo imparte a la
hormiga, Hughes ha movido hojas con hormigas zombis pegadas a ellas a
alturas un poco más bajas o elevadas, o a distintos lados de la planta. Los
hongos transplantados no tienen tanto éxito para propagarse en estos casos,
y está claro que existe una lógica evolutiva tras las tan precisas órdenes que
el parásito da a la hormiga. Hughes no termina de establecer de qué se trata.
Cree que posiblemente esté relacionado con el hecho de que los hongos
crecen mejor en temperaturas frías y aire muy húmedo. La parte noroeste de
la planta recibe menos sol, y es más probable que las hojas situadas a baja
altura estén cubiertas por la sombra. Sin embargo, ni por asomo se explica
qué hace el hongo para que la hormiga se aferre a la vena principal de una
hoja, lo que resulta ajeno al comportamiento normal de una hormiga. «En
principio, no hay razón para suponer que la hormiga pueda distinguir entre
la vena y la lámina».
También le deja perplejo que la hormiga muerda la vena al mediodía
solar. Su teoría es que, cuatro horas después, coincidiendo con la puesta de
sol, el hongo se trasladará del interior al exterior de la hormiga, en un
peligroso momento de transición en el que corre mayores riesgos de morir.
La llegada de la noche proporciona las condiciones de oscuridad y humedad
favorecedoras de su crecimiento, de forma que quizá está tratando de
sincronizar un momento vulnerable en su desarrollo con una hora ventajosa
del día.
Hughes no se contenta con el trabajo de campo, sino que estudia la
manipulación en su laboratorio, donde conserva los cerebros de las
hormigas vivos dentro de frascos de cristal (¡este órgano no necesita de un
cuerpo para funcionar!). Después mete hongos en los recipientes. Al
germinar, el parásito produce una serie de elementos químicos, algunos de
los cuales replican compuestos presentes en el cuerpo de la hormiga. Pero
Hughes sospecha que posiblemente también emplea sustancias químicas
ajenas para controlar a la hormiga… como un poderoso alucinógeno, por
ejemplo. Su intuición se basa en el estrecho parentesco entre el parásito y el
hongo cornezuelo, del que se deriva el LSD.

Hasta ahora, cada manipulador al que me he referido resulta ser un parásito,


pero no todos se ajustan a dicha categoría. Algunos manipuladores alteran
la conducta de otro ser en interés propio, pero a cambio ofrecen un
beneficio. En consecuencia, seguramente es más apropiado llamarlos
simbiontes. En vista de que estos gobernantes más amables también ponen
en cuestión la idea de que los pensamientos de uno son de uno y de nadie
más, voy a referirme a los simbiontes en las próximas páginas. De hecho, es
posible que nosotros mismos estemos influidos por ellos: se sospecha que
las bacterias normalmente presentes en el organismo humano manipulan
nuestro comportamiento para su beneficio pero también para el nuestro.
Más tarde hablaremos de ellas, pero por el momento fijémonos en un
benévolo manipulador que tan solo afecta a los seres humanos de manera
tangencial pero que siempre se las arregla para arrancar una sonrisa a los
amantes del café y el té. La historia la protagoniza un traficante de drogas
dotado de pétalos: esa delicia bienoliente que llamamos flor.
Todo empezó hace más de diez años, cuando unos investigadores
farmacéuticos alemanes descubrieron que numerosas variedades de flores
añaden cafeína a su néctar49. Geraldine Wright, una neuroetóloga
estadounidense de la Newcastle University, en Inglaterra, leyó el informe
sobre su descubrimiento y se quedó atónita. La presencia de cafeína en
semillas y hojas es conocida desde hace mucho tiempo, pues a los insectos
les resulta tóxica y amarga, razón por la que las plantas muchas veces
recurren a este compuesto para repelerlos. Pero lo último que esperaba era
que encontraran insecticida en el néctar. Al fin y al cabo, estamos hablando
del dulce alimento que las plantas en flor usan a fin de atraer a las abejas
para su polinización. Sin embargo, al seguir leyendo, Wright reparó en que
las cantidades de cafeína en el néctar eran muy inferiores a las existentes en
otras partes de la planta, lo que sugería que las abejas posiblemente ni
llegaban a detectarla. Wright llevaba años estudiando a las abejas con el
propósito de entender los mecanismos sustentadores del aprendizaje y la
memoria humanos, pues los cerebros de las abejas son bastante parecidos a
los nuestros en el plano molecular. Empezó a considerar la posibilidad de
que una dosis tan baja de cafeína pudiera ser un estimulante para ellas,
como lo es para nosotros. Y entonces tuvo una inspiración: era posible que
las flores, se dijo, estuvieran usando esta droga para mejorar la memoria del
insecto, con intención de que volviera para cruzar la polinización con ellas.
A la abeja seguramente también le favorecería recordar dónde se
encontraba situada una excelente fuente de néctar.
Wright tenía las aptitudes idóneas para investigar esta posibilidad. Entre
otras cosas, y como no es de sorprender, su profesionalidad resulta absoluta
a la hora de manejarse con abejas, cuyos aguijonazos no le dan miedo.
(Antes de hablar con ella visité su página web en el portal de la universidad,
donde encontré una foto en la que aparecía cubierta con «un bikini de
abejas», un enjambre de insectos que pudorosamente cubría sus partes
femeninas más íntimas y delicadas. Según me contó, «a los apicultores les
gusta hacerse fotos con las abejas a modo de barbas o de bikinis, para
fanfarronear un poco»). Pero si bien tenía los conocimientos y el arrojo para
examinar el efecto de la cafeína en las abejas, carecía de los fondos
precisos. Como tantos otros científicos en situación precaria, Wright no
tenía un financiador, lo que le obligó a costear el proyecto de su bolsillo.
Ella misma se pagó el viaje a Costa Rica para recoger néctar de las flores de
las plantas del café, la elección más obvia a fin de comprobar su teoría.
Fueron dos semanas de trabajo, que al final de nada sirvió. Los maleteros
del aeropuerto londinense de Heathrow perdieron su maleta llena de
probetas con la sustancia. Echó mano al bolsillo otra vez y volvió al país
centroamericano para repetir la labor. «No hace falta que se apiade de mí —
indica—. Me divertí mucho. También fueron unas vacaciones».
Unos meses después tenía el suficiente néctar de café para poner a prueba
su teoría en el laboratorio británico. Se quedó asombrada al comprobar que
sus abejas tenían una memoria prodigiosa con o sin la adición de la cafeína.
Se rascó la cabeza y pensó que el examen de memoria al que había
sometido a las abejas quizá era demasiado fácil. Les había hecho reconocer
un aroma floral determinado y al día siguiente había medido hasta qué
punto era bueno su recuerdo. Pero en su estado natural, las abejas saltan de
flor en flor cada treinta segundos, por lo que están obligadas a recordar
centenares de aromas en el curso de un día o dos. En términos humanos,
«resulta comparable a empollar para un examen, lo que te obliga a absorber
un montón de información en muy poco tiempo, en oposición a estudiar
menos datos a lo largo de un período más largo de tiempo, con una mucho
mejor memorización». Incrementó la dificultad del examen de memoria, y
el resultado esta vez fue oro científico puro50. Las abejas obtuvieron
pésimos resultados sin cafeína, pero una vez les fue suministrada la dosis
normal en el néctar, «se desempeñaron de modo casi perfecto. Un resultado
bastante sorprendente. Creo que es el primer caso donde nos encontramos
con que una planta manipula farmacológicamente a un animal».
Wright calcula que, teniendo en consideración el tamaño corporal, los
insectos consumen una dosis de la droga más o menos equivalente a la que
una persona absorbe a partir de una taza de café flojo.
¿Es posible que las flores también nos manipulen a nosotros? «Es
probable», responde Wright riendo. Sobre todo —según aclara al instante
—, como efecto secundario de la evolución. Dado que el cerebro humano
comparte las mismas piedras angulares que el de las abejas, Wright
considera que la cafeína también influye en nuestra cognición. Recurrimos
a ella a diario para mantenernos despiertos y productivos… en pocas
palabras, para obtener el «subidón» que envidiamos a las abejas. Pero,
extrañamente, no está claro que la cafeína mejore la memoria humana.
Algunas investigaciones indican que no, pero cuando los científicos de la
Universidad Johns Hopkins recientemente estudiaron un tipo muy
específico de recuerdo, no demasiado examinado hasta entonces,
encontraron que de hecho sí que puede favorecer la memoria51. De forma
curiosa, esta droga mejora un tipo de recuerdo en el que nos basamos para
distinguir entre objetos muy parecidos pero distintos, como tipos de coches,
martillos o, irónicamente, flores52.
«Si lo piensas, la cosa tiene su gracia —dice Wright—. La cafeína es la
droga de uso más extendido en el mundo entero, pero las abejas llevan
consumiéndola millones de años antes de nuestra aparición en el planeta53».
Sus descubrimientos encierran otro giro curioso. Según explica, entre las
multitudes de plantas con floración que hay en el mundo, muy pocas tienen
cafeína en su néctar, y sin embargo esta diminuta minoría de plantas están
entre las más extensamente cultivadas en la actualidad. Además del cafeto,
entre ellas se incluyen las plantas del té, el cacao (del que elaboramos el
chocolate) y la nuez de cola (un fruto seco para mascar, muy extendido en
el África ecuatorial). Como subraya Wright con humor sardónico, nos gusta
la sensación que la cafeína nos proporciona, «por lo que es posible pensar
que estas plantas con flor de hecho nos manipulen induciéndonos a cultivar
enormes plantaciones de ellas».
En el curso de este vertiginoso recorrido por los manipuladores he hecho
repetida referencia a su astucia. Pero antes de seguir es importante dejar
claro que los manipuladores pueden cometer errores. Pueden confundirse y
subirse al vehículo que no les conviene, esto es, una especie incapaz de
cumplimentar sus objetivos reproductivos. Cosa que sucede con mayor
frecuencia de lo que parece. De hecho, los manipuladores pueden causar
descomunales daños colaterales, circunstancia desdichada que muchas
veces se pasa por alto al estimar el alcance total de su influencia en el
comportamiento animal y humano.
Lo que nos lleva al parásito del gato.
45. William Eberhard, entrevista con la autora, 31 enero 2013.

46. Frederic Libersat, entrevista con la autora, 20 marzo 2012 y 5 noviembre 2015. Para un
buen artículo de resumen, véase Frederic Libersat y Ram Gal, «Wasp Voodoo Rituals, Venom-
Cocktails, and the Zombification of Cockroach Hosts», Integrative and Comparative Biology
(2014): pp. 1-14, doi: 10.1093/icb/icu006.

47. Jens T. Høeg, entrevista con la autora, 3 noviembre 2015. Para una exquisita descripción de
la Sacculina, véase C. Zimmer, Parasite Rex (Simon and Schuster, Nueva York, 2000), edición
Kindle, capítulo 4.

48. David Hughes, entrevista con la autora, 9 agosto 2013.

49. Geraldine Wright, entrevista con la autora, 10 agosto 2013.

50. Ibid.; también G. A. Wright et al., «Caffeine in Floral Nectar Enhances a Pollinator’s
Memory of Reward», Science 339, número 1202 (2013): pp.1202-1204, doi:
10.1126/science.1228806.

51. D. Borota et al., «Post-Study Caffeine Administration Enhances Memory Consolidation in


Humans», Nature Neuroscience 17, número 2 (febrero 2014): pp. 201-203. Véase también I.
Sample, «Coffee May Boost Brain’s Ability to Store Long-Term Memories, Study Claims»,
Guardian, 12 enero 2014, y S. E. Favila y B. A. Kuhl, «Stimulating Memory Consolidation»,
Nature Neuroscience 17, número 2 (febrero 2014): pp. 151-152.

52. Michael Yassa, entrevista con la autora, 4 noviembre 2015.

53. Wright, entrevista con la autora.


4
Hipnotizados

E
l hombre situado al otro lado de la línea se expresaba con fuerte
acento checo. Se llamaba Jaroslav Flegr y trabajaba como biólogo
evolutivo en la Universidad Carolina de Praga. Tenía una muy
extraña historia que contar. Flegr creía que su mente no estaba bajo su
control personal absoluto54. Muchas veces tenía la sensación de que una
fuerza ajena estaba provocando sus acciones. Dicha fuerza era el parásito
del gato, un protozoo unicelular al que se refería por su nombre científico
Toxoplasma gondii u, ocasionalmente, como «toxo» o T. gondii, para
abreviar. No estaba seguro de cómo se había infectado. Puesto que los gatos
—la única especie en la que puede reproducirse sexualmente— expulsan el
parásito por medio de las heces, las personas muchas veces se infectan al
cambiar los cajones con arena para los animales. No sabía qué había
pasado, prosiguió, pero el T. gondii ahora se encontraba en su cerebro, y
tenía la profunda sospecha de que había alterado su personalidad y le había
vuelto más proclive a correr riesgos. No solo eso, sino que su investigación
le había llevado a pensar que el parásito bien podría estar manipulando los
cerebros de millares de otros, provocando accidentes de tráfico,
enfermedades mentales como la esquizofrenia y hasta suicidios. Si
sumábamos todos los perjuicios que posiblemente estaba causándonos, «no
es de descartar que incluso esté matando a más personas que la malaria.
Desde luego, es lo que sucede en el mundo industrializado, cuando menos».
Flegr hablaba como un paranoico, pero había razones para pensar que
tenía la mente clara… o cuando menos, todo lo clara que se podía esperar
de un hombre con un parásito inscrito en el cerebro. Estaba conversando
con él por sugerencia de Robert Sapolsky, de la Universidad de Stanford,
quien viene a ser como una estrella del rock entre los neurocientíficos55.
Los estudios realizados por el equipo del propio Sapolsky indicaban con
seguridad que el parásito estaba involucrado «en una asombrosa
neurobiología de cierto tipo». Según añadió: «Flegr ha conducido bien sus
estudios, así que no veo razón para dudar de ellos».
La evidencia médica también sugería que el parásito quizá puede ser
capaz de hacer lo que el biólogo checo sugería56. Desde el decenio de 1950,
los médicos saben que si una mujer embarazada sufre la infección, el
parásito puede atacar el sistema nervioso y los ojos del feto, lo que a veces
es causa de abortos naturales; si el desarrollo se prolonga hasta el parto, el
niño corre mayor riesgo de nacer ciego o mentalmente discapacitado. (Aquí
es preciso subrayar que si la mujer sufre la infección antes del embarazo, no
hay ningún peligro para el hijo.) Desde hace tiempo se sabe que la
toxoplasmosis, nombre que recibe esta grave infección, también supone un
riesgo para las personas con el sistema inmunológico debilitado; también
pueden sufrir daños en los ojos o desarrollar encefalitis, una inflamación del
cerebro que resulta potencialmente fatal. Quienes mayor riesgo corren son
las personas que están siendo tratadas de un cáncer con quimioterapia o
tomando medicamentos para suprimir el rechazo a un órgano transplantado.
Otro conocido grupo de riesgo lo forman las personas con VIH. De forma
más acusada en los primeros años de la epidemia del sida, antes de que
contáramos con buenos tratamientos para combatir el virus, la
toxoplasmosis con frecuencia era responsable de la demencia vinculada a la
enfermedad. En vista de la demostrada malevolencia del T. gondii y de su
costumbre de atacar el cerebro, no resultaba descabellado pensar que quizá
estuviera provocando unos problemas mentales no tan visibles.
Pero según la literatura médica convencional, las personas sanas
expuestas al T. gondii típicamente desarrollaban unos síntomas poco
importantes, parecidos a los causados por una gripe. A continuación el
parásito terminaba de alojarse en sus células cerebrales y no ocasionaba
mayores problemas de salud. En la jerga de los médicos, no iban más allá
de originar una «infección inactiva».
Sopesé los distintos puntos de vista y vacilé. ¿Era posible que un
excéntrico estudioso no muy conocido más allá de la República Checa
supiera más cosas que el establishment médico?
En busca de una respuesta, escribí su nombre en Google. Apareció la foto
de un hombre cuyo pelo, de un sorprendente tono aranjado, protuberaba de
su cabeza en unos mechones que llevaban a pensar en el algodón azucarado.
Decidí que lo más prudente sería llamar a unos cuantos expertos en el T.
gondii más para recabar su opinión sobre el científico. Joanne Webster, una
parasitóloga del University College londinense, generalmente considerada
como una de las principales autoridades en lo tocante al germen, describió
su trabajo como «polémico», pero al momento agregó:
«Muchos de sus estudios han sido replicados con éxito. Los manuales
médicos y veterinarios estándar dicen que no tenemos que preocuparnos por
la fase latente de la infección, pero no conviene subestimar a este
parásito57». En el instituto de investigación médica Stanley, en Bethesda,
Maryland, el especialista en la esquizofrenia E. Fuller Torrey también se
tomaba en serio la labor del checo. «Yo diría que es perfectamente creíble»,
indicó58. De hecho, Torrey añadió que él mismo opina que posiblemente
exista una vinculación entre el toxoplasma y la esquizofrenia.

Flegr ha tenido que batallar sin descanso y durante largo tiempo para que
sus ideas empiecen a ser reconocidas59. Cuando se embarcó en sus estudios,
la República Checa estaba recuperándose de décadas de dominación por
parte de la Unión Soviética, cuyos burócratas tendían a favorecer a los
científicos atendiendo a su seguimiento de las líneas del partido antes que a
los méritos de su investigación. Como resultado, el país estaba considerado
científicamente atrasado, lo que no mejoraba la reputación de Flegr.
Durante la era soviética eran pocas las oportunidades de viajar, razón por la
que nunca llegó a dominar el inglés —la lengua franca de la ciencia—, lo
que redujo su capacidad para difundir sus descubrimientos. Pero, a su modo
de ver, el principal obstáculo en su carrera —y con mucho— es otro: «La
idea de que un estúpido parásito puede ser capaz de influir en nuestra
conducta ofende a mucha gente».
Por si no bastara con todas estas dificultades, tengo que sumar otra más:
su teoría huele a pseudociencia. Los especialistas con frecuencia la situaban
en la misma categoría que las abducciones hechas por extraterrestres, la
telepatía de los delfines y los cristales sanadores.
Lo que empujó a Flegr a seguir tan inusual camino de investigación fue
un párrafo con el que se tropezó en 1981 en un libro por entonces recién
publicado, The Extended Phenotype, escrito por uno de sus héroes, el
científico británico Richard Dawkins. El párrafo describía a la hormiga
suicida que se sube a un tallo de hierba por orden del trematodo inscrito en
su cerebro, el mismo parásito preciso que un decenio atrás había propiciado
la revelación de Janice Moore: los organismos manipuladores bien pudieran
ser una potente fuerza de la naturaleza.
Esta manipulación —la primera de la que Flegr oía hablar—le dejó pero
que muy impresionado. Por extravagante que suene, le llevó a pensar en la
posibilidad de que el parásito estuviera detrás de aspectos desconcertantes
de su propio comportamiento. «No tengo problema en andar en medio del
tráfico —me dijo—, y si un conductor hace sonar la bocina, no me aparto
de su camino». Ni siquiera le dan miedo los disparos de armas de fuego. De
joven, Flegr estaba de visita en el sureste de Turquía con otros estudiantes
cuando estalló una batalla entre el ejército turco y los kurdos. Sus
compañeros estaban paralizados por el pavor, mientras las balas silbaban
por encima de sus cabezas. Aunque también se puso a cubierto, se sentía
extrañamente sereno. «¿Qué demonios es lo que me pasa?, pensé en ese
momento». De forma igualmente sorprendente, Flegr no se esforzaba en
disimular su odio hacia los comunistas, sin que las posibles consecuencia le
inquietaran en lo más mínimo. «Lo sorprendente es que no me enviaran a la
cárcel». Durante la década siguiente, los incidentes extraños fueron
sucediéndose. Aunque es un hombre bajo y delgado, Flegr sabe karate. Sin
embargo, si alguien le atacaba, no trataba de defenderse. Si se daba cuenta
de que un tendero estaba engañándolo con el cambio, no decía palabra.
«Había algo que me impedía protegerme a mí mismo». Comenzó a pensar
que, de la manera que fuese, otros estaban hipnotizándolo. Con el tiempo
fue obsesionándose. Se embarcaba en largas conversaciones con sus colegas
sobre las posibilidades de ser hipnotizados. Si era el caso, ¿cómo podía
demostrarlo? Una tarde, poco después de una de estas disquisiciones, otro
científico le preguntó si estaría dispuesto a participar en un programa de
investigación para mejorar la sensibilidad de un tipo de análisis destinado a
detectar el toxoplasma. Flegr convino en hacer de conejillo de indias y
pronto se enteró de que él mismo estaba infectado por el parásito. De
inmediato empezó a preguntarse si este sería responsable de sus
comportamientos temerarios y miedos de estar siendo controlado por
fuerzas exteriores.
Peinó la literatura científica. Aprendió que las ratas y ratones típicamente
son infectados por el T. gondii al entrar en contacto con heces de gato
depositadas en el suelo, mientras rebuscan y revuelven en busca de
alimento. Si un gato después devora a uno de estos roedores, el microbio se
reproduce en su intestino y termina siendo defecado por el otro extremo, de
vuelta al suelo. Es la forma en que el T. gondii efectúa su continuo viaje
circular. Al profundizar en la literatura, Flegr se sintió estimulado al leer
que un científico británico llamado William M. Hutchison había observado
en la década de 1980 que los roedores infectados eran hiperactivos60. Dado
que los gatos se sienten atraídos por todo cuanto se mueve con rapidez, se
preguntó si el parásito estaba instando al roedor a correr en mayor medida
que la habitual. Además, Hutchison encontró que los roedores infectados
tenían mayor dificultad en distinguir entre los entornos familiares y los
novedosos61. Flegr pensó que quizá se trataba de otra forma por la que el
parásito empujaba al roedor a acabar en las fauces del gato. De forma más
ominosa, Otto Jírovec —reverenciado como el padre de la parasitología
checa— en los años cincuenta escribió que los individuos con esquizofrenia
eran más proclives a albergar el T. gondii62. «El parásito no tiene medio de
saber que está alojado en nuestro cerebro, y no en el de una rata —razonó
Flegr—. Así que resulta posible que también esté modificando nuestra
conducta63».
Hizo sus propias investigaciones y descubrió que en torno al 30 por
ciento de la población mundial vive con el parásito metido en la cabeza —
cosa que la mayoría ignora por entero—, de modo que si sus sospechas
tenían algún fundamento, las repercusiones en el plano de la salud podían
ser descomunales. También aprendió que la persona puede infectarse de
muchas otras formas que nada tienen que ver con limpiar la caja con arena
para el gato. El ganado también puede engullir T. gondii al pastar, y este
organismo que se replica con rapidez no tan solo viaja al cerebro del
animal, sino que asimismo produce unos quistes con gruesas paredes en su
músculo, en la carne que después nos comemos. Por dicha razón, las
personas que consumen carne de res o cordero poco hecha corren mayor
riesgo de sufrir la infección. Es un hecho que en Francia, cuyos habitantes
gustan del filete saignant, «sangrante», más del 50 por ciento de la
población está infectada. (Los estadounidenses se quedarán un poco más
tranquilos al saber que los índices en su país son mucho más bajos,
generalmente establecidos entre el 12 y el 20 por ciento.) Y otra forma de
infección es el consumo de agua contaminada por excrementos de gato,
circunstancia común en los países en desarrollo, donde nada menos que el
90 por ciento de los habitantes tienen la infección latente64.
Con el fin de poner a prueba la hipótesis de la manipulación, Flegr
ansiaba retomar la investigación allí donde Hutchison la había dejado y
hacer más experimentos pormenorizados con roedores. Pero el alojamiento
y la alimentación de animales es costosa y, como la mayor parte de los
científicos checos en el período inmediatamente posterior a la época
soviética, andaba corto de fondos. Motivo por el que se decantó por «unos
animales para experimentación que salen más baratos: los estudiantes
universitarios»65. Con el objetivo de encontrar diferencias psicológicas
entre sujetos infectados y no infectados, elaboró unas preguntas basadas en
sus propias intuiciones sobre la manera en que el parásito podría alterar
comportamientos o pensamientos. Estas son algunas muestras:
Si le atacan físicamente, ¿lucharía usted hasta el final?
¿Cree que hay otros que pueden controlar sus pensamientos a través de la
hipnosis u otros medios?
En caso de peligro inminente, ¿responde de forma lenta o pasiva?
Si se da cuenta de que están estafándolo, ¿protesta usted?
Para ocultar el verdadero propósito del estudio a los participantes, mezcló
dichas preguntas al azar con otras 178 preguntas sacadas de un test de
personalidad al uso.
Los resultados no fueron los esperados. La infección o no del individuo
no tenía relación con las respuestas a sus diez preguntas precisas. Pero las
personas con la infección latente sí que se diferenciaban en una serie de
rasgos y, de forma sorprendente, el sexo influía en sus perfiles de
personalidad. En comparación con los varones no infectados, los hombres
portadores del parásito eran más propensos a quebrantar las normas y
resultaban más reservados y suspicaces. En contraste con las no infectadas,
las mujeres portadoras eran más proclives a respetar las normas y también
tendían a ser de personalidad más cálida y extrovertida66.
Escéptico con sus propios resultados, Flegr procedió a someter al test de
personalidad a más de quinientas personas ajenas al mundo académico, por
ejemplo, a donantes de sangre o a mujeres a quienes habían hecho la prueba
del parásito durante el embarazo67. De nuevo encontró una tendencia
vinculada al sexo del participante en los rasgos asociados con el parásito.
En una ocasión, un observador estuvo contemplando a los participantes, sin
tener idea de su condición de infectados o no68. En consonancia con el
descubrimiento de que los varones infectados tienen mayor inclinación a
hacer caso omiso de las convenciones, los hombres observados en este
estudio eran más propensos a llegar tarde al análisis de sangre, así como
más desastrados en el vestir. «Muchos llevaban camisetas arrugadas y
pantalones vaqueros sucios y viejos», dijo Flegr. ¿Y las mujeres infectadas?
«Fueron las más puntuales de todas y las que iban mejor vestidas. Llevaban
barniz de uñas, joyas, ropas de marca…»69
Sin embargo, en una prueba informatizada, las mujeres y los hombres
infectados eran sorprendentemente similares… y muy distintos a las
personas sin el parásito70. Sentados frente a un monitor, los sujetos tenían
instrucciones de pulsar una tecla cuando vieran que un rectángulo aparecía
en cualquier lugar de la pantalla. Los que albergaban el parásito mostraban
unos lapsos de reacción significativamente más lentos. El análisis más
detallado de los datos reveló que el rendimiento de los infectados
comenzaba a empeorar al cabo de pocos minutos de sentarse ante el
ordenador, pues su atención iba dispersándose. La observación llevó a Flegr
a pensar si acaso podía constituir un peligro al volante de un coche. Es
sabido que la conducción segura requiere vigilancia constante y rápida
respuesta a los cambios en la carretera. El científico estudió a 592
residentes en Praga central y encontró que los individuos con el parásito
eran 2,7 veces más propensos a verse involucrados en accidentes de tráfico
que los del grupo de control, libres de la infección y de edades
equivalentes71. Dado que la fuerza de la epidemiología radica en las cifras,
a continuación efectuó un estudio de un grupo poblacional mucho mayor,
para determinar la incidencia de accidentes de tráfico entre 3.890 reclutas
del ejército checo. Resultó que los identificados como portadores del
parásito al inicio de la investigación habían sufrido bastantes más
accidentes72. «Estimo que el toxo es responsable de hasta un millón de
muertes por accidente viario al año», me dijo Flegr73.
Cuando llevaba más de diez años investigando el toxoplasma, hizo otro
descubrimiento —o mejor dicho, redescubrimiento—de envergadura. Un
día que estaba revolviendo papeles olvidados en el fondo del cajón de su
escritorio, se tropezó con su primer estudio sobre la cuestión. Al repasar las
tablas con los datos, advirtió que había cometido un error estadístico al
calcular los resultados. Corrigió las cifras y encontró que las respuestas
hechas por los participantes a algunas de sus diez preguntas de hecho
mostraban clara influencia de la infección. En contraste con los individuos
no portadores, los hombres y mujeres con el protozoo eran mucho más
proclives a contestar que otros podían controlarlos por medio de la hipnosis.
También estaban mucho más inclinados a declarar que respondían a las
amenazas inminentes de modo lento o pasivo y que experimentaban poco o
ningún miedo al encontrarse en situaciones peligrosas.

En persona, Flegr tiene una apariencia física más discreta y menos


extravagante. Su despacho en el último piso del edificio dedicado a las
ciencias naturales en la Universidad Carolina es un espacio soleado y
acogedor, con un tragaluz y una ventana a la altura de las copas de los
árboles. Llama la atención que el escritorio y el suelo están despejados de
los grandes montones de papeles que me he acostumbrado a ver en las
dependencias de tantos otros académicos. Salta a la vista que Flegr es
hombre de costumbres ordenadas, aunque —como él mismo reconoce— su
atavío puede sugerir otra cosa. En concordancia con su fama del loco del
toxo, calza unas viejas zapatillas deportivas y viste unos gastados vaqueros
acampanados y una camisa abotonada hasta el cuello y remetida de
cualquier manera en la cintura del pantalón.
Estrecho su mano y suelto: «Seguro que le gustan mucho los gatos, ¿no?»
Es un chiste, pero también una forma de saber qué consideración le
merecen los felinos, pues el pensamiento de Flegr no siempre se rige por la
lógica predecible.
Su expresión al momento se suaviza y comunica inconfundible amor a los
mininos. «En casa siempre hay dos o más —responde—. Cuentan con una
puertecita, y a veces nos visitan otros gatos del vecindario». Me lleva hasta
el ordenador y me enseña las fotos de un felino cuyo pelaje blanquinegro
recuerda las formas de un esmoquin y de otro con el pelaje en tonos de
carey, rollizo y con aspecto feliz en su regazo. Algunas de las fotos
muestran a un niño y una niña, pelirrojos los dos. Son sus hijos.
—¿No le preocupa la posibilidad de que se infecten?
—No me gustaría que mis hijos se infectaran, claro que no. Pero si
mantienes la casa limpia, es relativamente poco probable que vaya a darse
una infección. —Según añade, después de que el gato excrete los ooquistes
en forma de huevo del parásito— Es preciso que estén expuestos al aire
durante entre tres a cinco días para que se vuelvan infecciosos. Limpie con
una bayeta las mesas y demás superficies antes de ese plazo y, siempre,
lávese las manos después de cambiar el cajón con la arena. El peligro
entonces es relativamente escaso.
La palabra «relativamente» reaparece una y otra vez, pero mi interlocutor
sigue tranquilizándome. Explica que un gato tan solo puede producir una
única remesa de los ooquistes del parásito. No puede infectarse por segunda
vez, de modo que su animal de compañía tan solo puede transmitirle el T.
gondii en un momento muy breve de su vida. Por lo demás, no todos los
gatos sufren la infección. De hecho, los que siempre están en un recinto
cerrado no pueden acoger al parásito. «Diría que la jardinería es la principal
fuente de infección», agrega.
La conversación se centra en su investigación, y su expresión se vuelve
solemne. «Necesité varios años para creer en mis propios descubrimientos
—indica—. A estas alturas ya no tengo dudas, pero la interpretación de los
datos… eso es mucho más difícil». Por poner un ejemplo, le asombró
encontrar que las mujeres y hombres infectados a veces tienen rasgos
opuestos. «Una posibilidad es la de que el parásito provoque estrés, y de
que los hombres y las mujeres experimenten el estrés de manera distinta».
Según explica, en la psicología hay una teoría por la cual las mujeres
reaccionan ante la ansiedad yendo al encuentro y tendiendo la mano a los
demás; se refugian en «el cuidado y la amistad», por usar la expresión
usada en esta disciplina. A la inversa, los varones estresados son más
proclives a encerrarse en sí mismos.
—A partir de la observación de una persona, ¿puede determinar si tiene el
parásito? —pregunto—. ¿Yo misma, por ejemplo?
—No —contesta—. Los efectos del parásito sobre la personalidad son
muy sutiles. —Si una mujer ya era reservada antes de sufrir la infección,
explica, el parásito no la convertirá en una extrovertida absoluta. Quizá hará
que sea un poco menos reservada. Yo soy un varón toxoplasmático muy
típico —prosigue—. Pero no sé si los rasgos de mi personalidad tienen algo
que ver con la infección. Es imposible saberlo en el caso de un solo
individuo. Por lo general hacen falta unas cincuenta personas infectadas y
cincuenta no infectadas para establecer una diferencia significativa en el
plano estadístico. La gran mayoría de las personas no van a tener idea de
que están infectadas.
Flegr me muestra su laboratorio, casi enteramente formado por
ordenadores, en el que los alumnos de posgrado pasan muchas horas
recogiendo datos procedentes de cuestionarios. Según cuenta, últimamente
ha ampliado su investigación para incluir mediciones bioquímicas, lo que le
ha brindado unos resultados «muy interesantes». Ha encontrado que los
estudiantes varones con el parásito tienen mayores niveles de testosterona
que los no infectados. No solo eso, sino que al mostrar las fotos de los
sujetos a alumnas del centro, estas consideraron que los hombres infectados
tenían aspecto más masculino. Advierte que estos resultados son de tipo
preliminar.
Antes de volver a su despacho hacemos alto en otro laboratorio, donde
señala una pared con la foto en blanco y negro enmarcada de Otto Jírovec,
el venerado parasitólogo checo que una generación atrás encontró una
elevada incidencia de toxoplasma en los pacientes con esquizofrenia. Flegr
explica que él mismo recién ha concluido un estudio sobre la misma
cuestión utilizando tecnología de resonancia cerebral, inexistente en la
época de Jírovec. Volvemos a sentarnos en su despacho, y me pasa una
copia del informe recién publicado74. En el ensayo tan solo participaron
cuarenta y cuatro personas con esquizofrenia, pero a pesar de ser tan
reducido, sus resultados nada tuvieron de ambiguos. A juzgar por las
resonancias magnéticas, a doce de ellos les faltaba materia gris en partes de
la corteza cerebral —un rasgo misterioso pero no infrecuente de la
enfermedad—, y estos pacientes eran los únicos en tener el parásito. Abro
mucho los ojos y me lo quedo mirando con cara de asombro.
«Jiří puso esa misma cara», dice.
Jiří Horáček, un psiquiatra del centro psiquiátrico de Praga y la
Universidad Carolina, colaboró con él en el estudio, pero Flegr tuvo que
insistir durante meses seguidos para conseguirlo. Horáček más tarde va a
explicarme por qué una y otra vez dijo que no a Flegr: «Al principio era
escéptico ante la posibilidad de que el T. gondii se encontrara detrás de la
reducción de materia gris en los esquizofrénicos. Pero cuando analizamos
los datos, me quedé asombrado al ver lo muy acusado que era el efecto. Lo
que, a mi modo de ver, sugiere que el parásito quizá dispara la aparición de
la esquizofrenia en las personas genéticamente predispuestas»75.
Antes de que los lectores se alarmen, hay que tener en cuenta que tan solo
el uno por ciento de la población es diagnosticado como esquizofrénico. En
vista de lo muy extendido de la infección latente, es obvio que la presencia
del toxoplasma en el organismo no incrementa de forma espectacular las
probabilidades de que uno se vuelva esquizofrénico.
En el curso de los últimos años, algunos de los descubrimientos de Flegr
han resultado ser más sólidos que otros. Su tesis de que la población
infectada es más propensa a sufrir accidentes de tráfico hoy se ve
respaldada por dos estudios independientes efectuados en Turquía y un
tercero en México76. Otro estudio mexicano muestra que las personas que
albergan el protozoo acostumbran a sufrir más accidentes laborales77. Y
numerosos estudios hechos por investigadores independientes siguen
vinculando al parásito con los trastornos mentales. Extrañamente, resulta
que los machos de roedor infectados tienen unos niveles de testosterona
anormalmente altos, pero el propio Flegr ha sido incapaz de verificar la
misma asociación en hombres ajenos a la población estudiantil78.
«Ya no estoy tan seguro de que la hormona es más alta en el caso de los
varones infectados», dice.
Tras comenzar a usar un nuevo test de personalidad que los psicólogos
hoy consideran más riguroso que el anterior, los resultados fueron por
completo distintos79. Las diferencias por género desaparecieron. Resultaba
que tanto las mujeres como los hombres infectados eran más extrovertidos y
menos proclives a acatar las normas que los no infectados.
A pesar de estos resultados inconsistentes o en apariencia contradictorios,
Flegr sigue creyendo que el parásito ejerce influencia sobre la personalidad
del ser humano. «En los experimentos de laboratorio estudiamos animales
genéticamente idénticos y expuestos a factores medioambientales muy
parecidos durante sus vidas. Como consecuencia, lo más probable es que
reaccionen de forma idéntica a la infección del toxoplasma. Por contraste,
los seres humanos son mucho más variables en sus rasgos y experiencias
vitales y, por consiguiente, en sus respuestas al parásito. También hay que
recordar que la psicología no es una ciencia exacta como las matemáticas.
Todo psicólogo sabe que la extroversión y la percepción medidas según el
cuestionario Cattel (el primero que Flegr empleó) son unos rasgos de
personalidad distintos a los rasgos con el mismo nombre o con nombres
parecidos medidos por el cuestionario “de los cinco grandes” (el otro test
usado en sus estudios)». En otras palabras, según este científico, la
disparidad en los resultados en gran parte puede ser producto de las escalas
de medición utilizadas.
Flegr podría tener razón, pero la explicación alternativa es la de que está
viendo cosas allí donde no hay nada. La personalidad toxo es una ficción.
De hecho, incluso si Flegr hubiera encontrado de forma consistente unos
mismos rasgos de personalidad vinculados a la infección con un test y con
el otro, la correlación no es lo mismo que la causalidad. Hagamos una
analogía: durante muchos años se creyó que el consumo de café aumentaba
el riesgo de cáncer… hasta que se descubrió que los bebedores de café eran
mucho más proclives a ser fumadores que quienes no lo bebían. Una vez
tenido en cuenta este hecho, la asociación desapareció. De forma similar, es
posible que Flegr haya pasado por alto un factor externo que podría socavar
su interpretación de los datos.
Aunque sus descubrimientos no han sido totalmente replicables, la
investigación en curso —en algunas de las mejores universidades del
mundo, en gran parte— sugiere que no conviene descartar con rapidez la
idea de que el parásito pueda alterar el ánimo y la personalidad o afectar a
un sexo de modo diferente que al otro. Si bien el paisaje está
transformándose con rapidez, los datos siguen brindando unos patrones
extraños —unos ecos inquietantes de los descubrimientos hechos por el
propio Flegr—, en los estudios hechos con animales y en los
protagonizados por seres humanos. Es demasiado pronto para predecir si la
historia etiquetará a Flegr como un excéntrico, como un visionario o como
las dos cosas a la vez. Pero está claro que cada vez hay más dudas de que la
infección latente efectivamente sea benigna, razón por la que muchos
laboratorios estadounidenses, europeos y asiáticos están investigando hoy
intensivamente la cuestión.

Por pura coincidencia, en el mismo momento que el biólogo checo


empezaba a sospechar que el T. gondii quizá fuera un manipulador, una
joven científica británica de la Universidad de Oxford, Joanne Webster,
estaba teniendo la misma idea precisa… con la diferencia de que ella tenía
los recursos necesarios para poner a prueba su intuición valiéndose de
animales. Webster no supo del trabajo de Flegr durante muchos años, pero
cuando se enteró, le sorprendió ver que sus descubrimientos encerraban
muchos paralelismos.
«Me sentí entusiasmada —cuenta—. Sus descubrimientos son los que
hubiéramos predecido basándonos en el modelo animal80».
Cuando Webster se especializó en este campo, eran incontables los
ejemplos de manipulaciones parasitarias en invertebrados, pero había
contadísimos casos en vertebrados como los mamíferos. Se propuso
demostrar que el fenómeno también era de aplicación para ellos.
«Me dije que el toxoplasma resultaba un claro candidato a manipular los
comportamientos. Dado que el parásito estaba alojado en el cerebro del
roedor y que el gato era su portador definitivo, nos encontrábamos con un
sistema natural en el que todo predecía que se diera la manipulación81».
No tardó en confirmar las anteriores observaciones de su compatriota
Hutchison, quien había mostrado que los roedores infectados eran más
activos y menos vigilantes cuando había depredadores cerca. A
continuación, mientras estudiaba unas ratas en un gran recinto cercado al
aire libre por el que podían moverse en libertad, descubrió algo todavía más
impensado. Webster puso agua en una esquina del cercado; una gota de
orina de rata en la segunda esquina; de orina de gato en la tercera; y en la
cuarta orina procedente de un conejo, animal que no es depredador de la
rata. La investigadora tenía la teoría de que el parásito posiblemente reducía
la aversión de la rata al olor del gato. «Nos llevamos una buena sorpresa al
ver que, no tan solo hacía eso, sino que incluso las atraía. Las ratas pasaban
más tiempo en las áreas tratadas con orines de gato», recuerda82. Su equipo
probó con otro experimento, sustituyendo la orina felina con orina de otros
animales que depredan a los roedores: por ejemplo, de perros en un ensayo,
de visones en otro. Las ratas infectadas no se sentían atraídas por los olores
de otros depredadores que no fueran los gatos. Webster dio un apodo al
fenómeno: «atracción felina fatal».
Para discernir cómo el toxoplasma podía conseguir tal hazaña, sus
colaboradores etiquetaron al parásito con unos marcadores fluorescentes y
siguieron su trayectoria por el cerebro de las ratas infectadas. Esperaban
encontrar que los quistes se hallasen en partes específicas del cerebro, dado
su tan preciso efecto sobre la conducta del animal, y también por el hecho
de que las ratas parasitadas daban la impresión de estar completamente
sanas, haciendo abstracción de su querencia por el olor del gato. Pero los
investigadores encontraron que los quistes estaban dispersos por todo el
cerebro, si bien mostraban concentraciones algo superiores en determinados
centros neuronales. Cosa que llevó a Webster a especular que el parásito se
dispersaba como una perdigonada por todo el cerebro pero tan solo inducía
cambios en el comportamiento cuando se alojaba por accidente en áreas
clave que influían en las emociones o impulsos primarios del animal.
Durante la primera década del nuevo milenio, los mecanismos del
parásito continuaron siendo una caja negra. Pero en 2009, un parasitólogo
de la Universidad de Leeds, Glenn A McConkey, se las compuso para abrir
un poco su tapa, revelando una aptitud desconocida del parásito83.
Irónicamente, el toxoplasma en principio no era el objeto de su
investigación. McConkey llevaba años estudiando el protozoo que causa la
malaria. Pero este ser unicelular es pariente cercano del toxoplasma, por lo
que sus colaboradores empezaron a comparar las secuencias de ADN de los
dos organismos bajo la asunción de que las formas en que sus códigos
respectivos divergieran el uno del otro posiblemente darían pistas sobre por
qué causaban unos tipos muy distintos de enfermedad. En el curso de esta
investigación, a McConkey se le ocurrió que tan solo el T. gondii tiene gran
afinidad por el cerebro y altera la conducta de los roedores, por lo que el
microbio quizá tenía unos genes que codificaban compuestos
neuroquímicos que le permitían comunicarse con el sistema nervioso del
animal. A esas alturas, otros científicos ya habían identificado muchos de
los genes involucrados en el funcionamiento del cerebro de un mamífero.
McConkey acudió a las bases de datos oportunas para buscar las secuencias
relevantes en el ADN del toxoplasma. En la pantalla surgió un gen de este
tipo en su genoma… pero sin que apareciera un gen correlativo en la
secuencia del parásito de la malaria. El investigador se sintió fascinado al
ver que el gen codificaba una proteína asociada a la producción de
dopamina, neurotransmisor que desempeña un papel clave en el placer —en
el sexo, drogas y rock’n’roll, por así decirlo— y en emociones tan
poderosas como el miedo. En el caso de los seres humanos, este compuesto
químico ha sido vinculado al trastorno de estrés postraumático. También
regula los niveles de atención y actividad. «Me quedé asombrado al ver que
las funciones de la dopamina se ajustaban tanto a las observaciones hechas
con ratas infectadas», dice McConkey84. Son hiperactivas, son menos
vigilantes, tienen menos miedo a los olores gatunos. De hecho, algo en el
olor de su enemigo tiene que resultarles placentero. Si no, ¿cómo se explica
que les atraiga? McConkey apunta: «Entonces leí la literatura sobre la
hipótesis de la dopamina en referencia a la esquizofrenia».
Durante cuarenta años, los investigadores han reparado en que las
personas afectadas por el trastorno muchas veces tienen altos niveles del
neurotransmisor. Se trata de otro extraño rasgo de la enfermedad, como su
tendencia a erosionar la materia gris, que desde hace mucho tiempo deja
perplejos a los médicos. ¿Era posible que el parásito, una vez inscrito en el
cerebro del portador, pudiera producir este compuesto químico? Él y
Webster convinieron en colaborar para averiguarlo. En 2011 ya contaban
con una respuesta: las neuronas en las que se hospedaba el parásito
elaboraban 3,5 veces más dopamina85. Incluso era posible ver la sustancia
química agrupada en el interior de las células cerebrales infectadas.
La revelación también dotó de nuevo significado a anteriores
descubrimientos sobre el parásito. Por poner un ejemplo, otros
investigadores habían mostrado que, al añadir un fármaco antipsicótico a
una placa de Petri en la que el T. gondii estaba reproduciéndose
tranquilamente, el medicamento atrofiaba el crecimiento del organismo86.
Lo que para Webster era indicio de que el fármaco posiblemente suprimía
los síntomas de la esquizofrenia al boicotear al parásito. Con esta idea en
mente, infectó a unas ratas con T. gondii y a continuación les administró el
medicamento antipsicótico. Y, efectivamente, las ratas no desarrollaron la
atracción fatal felina. De repente, las tesis de Flegr de que el parásito
cambiaba la conducta humana ya no parecían ser tan disparatadas.
A todo esto, un grupo de neurocientíficos de Stanford dirigido por Robert
Sapolsky estaba efectuando sus propios estudios sobre el toxoplasma y
siguiendo todos estos acontecimientos con gran interés87. Los parasitólogos
y los neurólogos no acostumbran a moverse en los mismos círculos, así que
Sapolsky no supo del trabajo de Webster sobre la atracción fatal felina hasta
comienzos del primer decenio de 2000.
«Todo esto es asombroso —escribió en Scientific American poco después
de leer el informe—. Es como si una persona se viera afectada por un
parásito cerebral que no ejerce el menor efecto sobre los pensamientos, las
emociones, sus resultados en un examen o sus preferencias televisivas, pero
que, para completar su propio ciclo vital, le empujara de forma irresistible a
ir al zoológico, trepar por una verja y tratar de estamparle un beso en la
boca al oso polar de aspecto más peligroso88».
También le sorprendían los estudios que vinculaban al parásito con la
conducción imprudente. En el curso de un pequeño congreso organizado
por el grupo de reflexión Edge, Sapolsky explicó que había debatido dicha
conexión con unos médicos que hacían pruebas para la detección del
toxoplasma en una clínica de obstetricia y ginecología dependiente de la
Universidad de Stanford. En mitad de la conversación, «uno de ellos de
pronto dio un respingo y me vino con un recuerdo de hacía cuarenta años.
Me dijo: «Acabo de acordarme de que, cuando era un residente, un día
estaba ayudando en una operación quirúrgica. Un cirujano de mayor edad
me dijo que si alguna vez conseguía órganos procedentes de una muerte
resultante de un accidente de motocicleta, valía la pena investigar la
presencia del toxo. El hombre no sabía por qué, pero siempre encontraba
grandes cantidades»89.
Los informes británicos sobre el parásito —unidos a lo muy poco que se
sabía sobre su acción sobre el cerebro y los fascinantes indicios de que
quizá estaba sometiendo a los seres humanos a sus propios planes— hacían
que el toxoplasma fuese «una irresistible materia de estudio», dice
Sapolsky90. En 2007, sin haber asegurado financiación de ningún tipo, dio
un arriesgado salto intelectual y se integró en un pequeño pero creciente
grupo de investigadores empeñados en explicar cómo un protozoo podía
hacerse con las riendas del cerebro de un mamífero91.
Su equipo se esforzó en replicar el experimento de Webster sobre la
atracción fatal felina, objetivo que pronto consiguió92. Al igual que el grupo
británico, los investigadores de Stanford encontraron que el parásito estaba
ampliamente distribuido en el cerebro del animal, si bien se encontraba un
tanto más concentrado en determinadas áreas, sobre todo en aquellos
centros que responden a la dopamina de forma acusada, los asociados con el
miedo y el placer. Después de trabajar varios años en el proyecto, Sapolsky
informó de que sus estudios sugerían que el parásito «en lo fundamental
desconecta los circuitos del miedo. Lo que en parte explica la pérdida de
aversión al olor del gato. Pero hay algo más que aún está por explicar»,
prosiguió. «A las ratas de hecho les gusta el olor gatuno».
Esta fue una ecuación mucho más difícil de resolver. Pero, de forma
gradual, dando con una pista tras otra, él y sus colaboradores empezaron a
entender la forma de operar del parásito. El T. gondii se traslada al cerebro,
pero también a los testículos, donde incrementa la producción de
testosterona. Lo que es más, las hembras de rata son más propensas a
copular con los machos infectados. «Es una inclinación muy fuerte —
explica Ajai Vyas, alumno de posdoctorado de Sapolsky en el momento del
descubrimiento—. El setenta y cinco por ciento de las hembras preferían
aparearse con machos infectados.93»
El parásito también invade el esperma del macho, de modo que, durante
la cópula, este puede infectar a las crías de la hembra, creando nuevos
vehículos para transportar el T. gondii de vuelta al vientre de un gato.
El adjetivo «pasmoso» se queda corto para describir todo esto. En la
mayoría de las especies, las hembras son muy duchas en la detección de que
una pareja en potencia quizá está infectada por un parásito. Las señales en
este sentido —por ejemplo, un plumaje apagado o un pelaje sin lustre—
hacen que las hembras les vuelvan las espaldas sin dilación. Pero el
toxoplasma ha invertido esta regla de la naturaleza. Lo que también plantea
una pregunta inquietante: ¿es posible que el toxo también venga a ser una
enfermedad de transmisión sexual en el caso del ser humano?
«Estamos haciendo lo posible por determinarlo —responde Vyas, quien
ahora trabaja en la Universidad Tecnológica Nanyang de Singapur—.
Estamos tratando de encontrar unas muestras de biopsia procedentes de
unos testículos humanos».
Me digo que la investigación científica no puede ser más sorprendente,
pero resulta que sí. Al poco tiempo recibo una llamada de Flegr, quien
anuncia que se dispone a publicar un artículo «demostrando la existencia de
atracción fatal felina en el ser humano». Lo que quiere decir es que a los
varones infectados les gusta el olor de los orines de gato o que, por lo
menos, les disgusta menos que a los no infectados. Las mujeres infectadas
muestran la tendencia opuesta: lo encuentran más repelente que las no
infectadas. Los participantes en el experimento tuvieron los ojos vendados,
y entre las muestras que olieron se contaron de orines de un perro, un
caballo, una hiena y un tigre. Ninguno de los sujetos, estuvieran infectados
o no, mostraron diferencias significativas en sus reacciones a estas últimas
muestras.
«¿Es posible que la orina de gato sea un afrodisíaco para los hombres
infectados?», pregunto. «Es una posibilidad, sí —responde Flegr—. ¿Por
qué no iba a serlo?» Me quedo con la impresión de que estaba sonriendo al
decírmelo, pero nunca voy a saberlo con seguridad94.
Vyas y yo pronto volvemos a entrar en contacto, pues su investigación
está progresando con rapidez. Vyas empieza a pensar que la capacidad del
T. gondii para aumentar los niveles de testosterona desempeña un papel más
importante a la hora de acercar a una rata a un gato que la capacidad del
parásito para producir dopamina95. (Dicho sea de pasada, varias
investigaciones indican que lo mismo sucede con los seres humanos. Por
poner un ejemplo, se ha descubierto que los corredores masculinos en la
Bolsa de Londres efectúan operaciones más arriesgadas en aquellos días en
los que tienen mayor cantidad de testosterona, según apuntaban unas
muestras de saliva recogidas por las mañanas96.) Vyas concluye que, en el
nivel más primario, el parásito sencillamente se aprovecha de lo que la
hormona hace con normalidad.
Pero un cambio conduce a otro, magnificando las complicaciones. Vyas
ha descubierto que, al llegar al cerebro, el exceso de testosterona generado
por los testículos pone en movimiento una larga serie de transformaciones
químicas que en último término modifican la lectura del ADN inscrito
dentro de algunas neuronas (es lo que los biólogos denominan una
transformación epigenética)97. Los genes dicen a las células qué sustancias
químicas tienen qué producir, en cuánta cantidad y cuándo. Como resultado,
las neuronas enclavadas en esa parte del cerebro —una región vinculada al
olfato— no terminan de funcionar igual que antes. El colofón de todo esto
es que cuando un animal infectado detecta un rastro de olor a gato, el aroma
no tan solo dispara aquellas neuronas cuya función es la de ordenar la
retirada urgente —como cabría esperar—, sino también las neuronas
cercanas que se activan al reconocer el atrayente olor de una posible pareja
sexual, instando al animal a acercarse a él. Sapolsky lo resume de este
modo: «El toxo provoca que el olor del gato sea irresistible para los machos
de las ratas». El macho así confundido muchas veces se acerca para
cortejar… y termina por descubrir que está coqueteando con un gato.
No menos asombrosa es la vertiente femenina de esta historia. Tras ser
infectadas, las hembras asimismo experimentan drásticos cambios
hormonales, si bien de tipo diferente. El equipo de Sapolsky ha mostrado
que el parásito incrementa los niveles en su sangre de progesterona,
reguladora de su ciclo sexual. De forma coincidente, la hembra empieza a
comportarse de forma temeraria, de hecho idéntica a la de los machos con
el subidón de testosterona98. Queda mucho por saber sobre el yin y el yang
de los métodos del parásito. Pero el toxoplasma nunca deja de sorprender, y
los científicos consideran posible, y hasta probable, que haya desarrollado
una serie de artimañas por entero distintas para manipular a uno y otro
sexo99.
Sin embargo, no todos sus efectos son tan específicos, o tal piensan los
investigadores de Stanford. En 2013, Sapolsky dejó la investigación, pero
Andrew Evans, miembro de dicho grupo —que sigue en activo en la
universidad— me ha puesto al día sobre su labor100. Evans explica que, al
invadir el cerebro, el parásito puede hacer toda suerte de trastadas, en
función de su lugar de aterrizaje. En algunos roedores, por ejemplo, puede
migrar al hipotálamo, región que regula las hormonas del sexo y «atrae
poderosamente a los quistes del toxoplasma». Los parásitos también pueden
agruparse en muchos otros centros cerebrales relacionados con su aversión
a los depredadores, regiones vinculadas a la evaluación de riesgos, el
control de los impulsos, la memoria espacial y la capacidad motriz, por
mencionar unas cuantas. «Vemos correlaciones entre determinados
comportamientos y los emplazamientos de los quistes en el cerebro —dice
Evans—. La selección natural puede originar múltiples mecanismos
convergentes, que llevan al mismo resultado101».
El equipo de Stanford efectuó otro descubrimiento de importancia: tan
solo la mitad de las ratas infectadas por el parásito tienen quistes en el
cerebro, si bien todas ellas cuentan con anticuerpos que combaten al
parásito en la sangre. Resulta evidente que las demás consiguieron expulsar
al invasor antes de que pudiera llegar a la cabeza. De forma alentadora,
Evans sospecha que, en muchos casos, los seres humanos también se las
arreglan para detener el avance del microbio hacia el cerebro.
No obstante, aquella rata —y, por extensión, aquel ser humano— que
pierde la batalla típicamente termina con entre doscientos y quinientos
quistes en el cerebro, según muestra la investigación. Y cada uno de ellos es
algo más que una simple fábrica de dopamina. Todo quiste a la vez dispara
una respuesta inmunológica local que asimismo altera el equilibrio de
neurotransmisores en las áreas vecinas. En lo fundamental, el organismo
trata de denegar al parásito una sustancia química requerida para que
despierte de su estado latente, pero el cerebro necesita esa misma sustancia
para su funcionamiento mental normal, de modo que la estrategia de
contención puede salirle cara al portador.
«El parásito termina por modificar la dopamina, el ácido gamma
aminobutírico, el glutamato y otros neurotransmisores clave en unos
doscientos lugares distintos del cerebro —afirma Evans—, por lo que no es
de sorprender que influya de modo sutil en los comportamientos humanos».
Si los quistes están más agrupados en determinadas regiones, es incluso
posible que contribuyan a la aparición de trastornos psiquiátricos. «Me
tomo muy en serio los informes sobre un mayor número de suicidios y
casos de esquizofrenia asociados al parásito. —Evans agrega—: Es
perfectamente plausible que el organismo pueda exacerbar un trastorno
mental latente. Por poner un ejemplo, es posible que todos nos encontremos
dentro del espectro de la esquizofrenia. Una persona no infectada quizá
muestra leves síntomas de esquizofrenia, pero tras infectarse con el
parásito, dichos síntomas empeoran». El hecho de que la localización de los
quistes varía entre un individuo y otro acaso explique casos de personas
infectadas que experimentan cambios de personalidad, mayor tendencia a la
impulsividad y menor miedo o errores de juicio en situaciones
potencialmente peligrosas, como un adelantamiento en una autopista.
Evans matiza que el hecho de tener quistes en el cerebro no implica de
modo automático que el portador vaya a tener problemas mentales. Unos
centenares de quistes pueden parecer muchos, pero vale la pena recordar
que el cerebro tiene muchos millares de millones de neuronas que son muy
duchas a la hora de reconducir las señales, facilitando que la información
fluya sin problemas en torno a las regiones dañadas.
Sapolsky añade que conviene relativizar los peligros potenciales de una
infección latente: «No me preocupan tanto, pues sus efectos no son
gigantescos. Si el objetivo es reducir el número de accidentes de tráfico
graves y me dan a elegir entre curar a las personas del toxo o hacer que no
conduzcan borrachos o pendientes del teléfono móvil, me quedo con esta
segunda opción sin dudarlo ni un segundo102».
Webster lo ve de forma parecida, acaso un poquito más pesimista. «Lo
último que quiero es causar el pánico —subraya—. La gran mayoría de las
personas nunca van a enterarse de que están infectadas. Y los afectados por
lo general no van a mostrar más que unos muy sutiles cambios de conducta.
Pero en un número reducido de casos, no sabemos cuántos, el parásito
puede estar vinculado a la esquizofrenia, el trastorno obsesivo-compulsivo,
el trastorno por déficit de atención e hiperactividad y los bruscos altibajos
en el estado de ánimo. La rata seguramente vivirá dos o tres años, pero el
ser humano puede ser portador durante muchos años, y esta puede ser la
razón por la que a veces observamos graves efectos secundarios en las
personas»103.

Tras escuchar tantas opiniones sobre el parásito, se me ocurrió que ni


siquiera sabía cuál era su aspecto físico exacto. Por consiguiente, en el
curso de una visita a Stanford, pedí permiso para mirarlo por un
microscopio. Evans se encontraba de vacaciones, pero Patrick House —por
entonces un alumno, pero hoy doctor en neurociencias—, me acompañó a
un laboratorio, donde situó una muestra para que la viese.
Por el camino, House me explicó que había llegado a la investigación del
toxoplasma a través de la filosofía. «Estudiaba en la Universidad de
California en Berkeley y me interesaban las cuestiones que tenían que ver
con el libre albedrío. Muchos de los libros de filosofía hacían mención a la
neurociencia moderna, pero sin ir más allá104». En una tienda de libros de
segunda mano se tropezó con un volumen publicado en 2003 que incluía un
párrafo sobre la atracción fatal felina y sus potenciales consecuencias para
el ser humano. «Lo compré, lo leí y al momento comprendí que aquello era
lo que de verdad quería estudiar. —Lo que más le atraía era esto—: La
mayoría de nosotros podemos aceptar la idea de que un medicamento, un
analgésico puede modificar nuestro comportamiento, pero la cosa cambia
cuando se trata de un pequeño parásito —unos cuantos centenares o
millares de estos parásitos unicelulares—que está metido en tu cabeza
durante toda tu vida. No puedes librarte de él y ni siquiera sabes que lo
tienes, ¿y hasta qué punto influyen y determinan la persona que eres?»
Intervine: «Yendo más allá, ¿de veras eres el responsable legal de tus
propias acciones?» Lo dije a modo de provocación, para sondear hasta
dónde pensaba que la cuestión se extendería en una década o dos. Pero el
futuro ya había llegado. Unos profesores de la Facultad de Derecho de
Stanford recientemente le habían invitado a hablar de esta cuestión precisa
en un coloquio, según me informó, y estaba claro que su interés le había
dejado tan boquiabierto como a mí misma. «Durante el período que he
tardado en doctorarme, al principio casi nadie sabía qué era eso del toxo,
pero ahora hay profesores de Derecho que me preguntan por él. Estamos
hablando de algo fantástico, de unos cambios muy rápidos».
Los profesores y sus alumnos constantemente le hicieron la misma
pregunta: ¿cómo se puede saber si el individuo tiene el parásito en una
región del cerebro que influye en el comportamiento?
House explicó que, incluso en el caso de los roedores, los científicos tan
solo pueden predecir cómo cambiará el grupo en respuesta a la infección;
por el momento no están en disposición de asegurar cómo reaccionará cada
uno de los animales. Los estudiosos del Derecho explicaron que los
tribunales son muy estrictos a la hora de aceptar pruebas vinculadas a
nuevos métodos o descubrimientos científicos, razón por la que, de
momento, consideraban poco probable que se prestaran a tomar en
consideración el hecho de que un individuo estuviera infectado. «Eso sí, me
dijeron que era posible que lo aceptaran… en casos de pena capital» —
indicó, con una mezcla de entusiasmo e incredulidad—. Según explicaron,
en los casos donde está en juego la pena de muerte, los tribunales son
mucho más indulgentes a la hora de aceptar pruebas en defensa del acusado.
En vista de que este puede terminar pagando unos crímenes horrendos con
su vida —por lo que la sentencia de hecho es irreversible—, la sociedad
está dispuesta a bajar el listón de los factores atenuantes razonables.
Aunque quienes le invitaron a participar en el colegio eran especialistas
en derecho penal, en él participaron algunos profesionales de la salud,
quienes plantearon unas preguntas que no se esperaban: si la infección
latente te predispone a la enfermedad psiquiátrica, ¿es conveniente tratar
dicha infección como una condición preexistente? ¿Las compañías
aseguradoras harían bien en encarecer tus pólizas debido a que tienes más
probabilidad de verte envuelto en un accidente de circulación? Al meditar
sobre la cuestión, House comenta: «En el plano intelectual, me atrae la idea
de que el libre albedrío tenga sus limitaciones, pero nunca se me había
ocurrido que estas limitaciones también tengan sus costes o que pudiera
darse la vertiente práctica de reajustar toda la infraestructura de la
sociedad».
Había llegado el momento de que le echara un vistazo al diminuto
depredador, o tal me decía. Pero, cuando me agaché para mirar por el
microscopio, House explicó que lo que iba a ver eran las neuronas del
cerebro de un ratón que el parásito había infectado o con la que había
interactuado. No terminé de entender a qué se refería con eso de
«interactuado», pero de inmediato aprendí otra inquietante circunstancia del
parásito. No siempre invade las neuronas; ocasionalmente, mientras está
migrando por el cerebro, se contenta con inyectarles un cóctel de sustancias
químicas y a continuación prosigue con su viaje.
—Lo llamamos «escupir y salir por piernas» —dijo House.
—¿Qué es lo que hay en esa saliva que escupe? —pregunté—. ¿Y qué
hace con las células cerebrales?
—No lo sabemos, pero el parásito escupe a más neuronas de las que
invade —respondió, viniendo a subrayar su capacidad para trastocar el
comportamiento de un animal. Tanto las neuronas infectadas como las
inyectadas tenían un chillón color verde neón producto del marcador
fluorescente usado para visualizarlas. Según House, su número iba de unas
cuantas decenas a unas cinco mil, dependiendo del ratón—. No hay dos
cerebros de ratón que sean iguales. En este estudio, todos los animales
recibieron la misma dosis exacta del parásito a la misma edad exacta y bajo
las mismas condiciones exactas. No puedo evitarlo: estoy convencido de
que cada uno de ellos seguramente tiene una infección un poquitín distinta.

No muchos psiquiatras se han aventurado por el exótico terreno de la


investigación del toxoplasma. E. Fuller Torrey es uno de los contados que lo
han hecho y se asombra de lo mucho que los resultados conseguidos con
animales se ajustan a los estudios hechos con seres humanos. «Este campo
de investigación ha sido desatendido durante largo tiempo, por lo que todo
parece resultar demasiado bueno para ser verdad», me dice cuando lo visito
en Bethesda, Maryland105. En Bethesda tiene su sede el instituto de
investigación médica Stanley, la organización que Torrey estuvo dirigiendo
durante años y uno de los principales financiadores particulares de la
investigación de la esquizofrenia y el trastorno bipolar. (Torrey actualmente
es subdirector de investigación.)
Nuestro hombre lleva años defendiendo la idea de que los organismos
infecciosos pueden ser una causa habitual de la enfermedad mental. Como
reconoce sin ambages, es posible que su apasionado interés en tan herética
posibilidad tenga que ver con una tragedia sucedida en su familia. En 1956,
su hermana menor, una alumna de secundaria muy querida por todos y con
el proyecto de matricularse en la universidad, de la noche a la mañana
desarrolló clarísimos síntomas de esquizofrenia. Torrey, quien por entonces
estudiaba en Princeton, volvió corriendo a casa para ayudar a su madre
viuda a hacer frente a la crisis.
La psiquiatría seguía estando sumida en una edad oscura. Los
especialistas más conocidos sostenían que la enfermedad era una reacción
desesperada a unos padres fríos e indiferentes. Se lo comunicaron de forma
indirecta a la madre, quien, además de estar lógicamente angustiada por la
suerte de su hija, ahora también se vio sumida en el remordimiento. Un
decenio más tarde, el propio Torrey se había convertido en especialista en la
esquizofrenia. Convencido de que el dogma del momento era una patraña
envuelta en ornada palabrería, se sumió en su propia persistente búsqueda
de las causas de la dolencia. Decidió empezar por el principio y revisar
fuentes históricas y textos médicos centenarios con la idea de encontrar
pistas.
«Los manuales de hoy siguen afirmando estupideces como que la
esquizofrenia viene de muy lejos, que tiene más o menos igual incidencia
en todo el mundo, que existe desde tiempo inmemorial —explicó—. Los
datos epidemiológicos lo contradicen, y por entero106». Es la conclusión
que documenta en The Invisible Plague, libro del que es coautor107.
Torrey descubrió que, con la salvedad de los antiguos egipcios, casi nadie
tenía gatos como animales de compañía hasta finales del siglo . Los
primeros en hacerlo fueron «los poetas, la vanguardia, los elementos
contestatarios en París y en Londres, donde se convirtió en la moda a
seguir». El fenómeno recibía el nombre de «la locura de los gatos» y, de
forma coincidente, la incidencia de la esquizofrenia creció de manera
acusada.
La enfermedad «es tan llamativa en sus manifestaciones extremas que me
parece insólito que no fuera descrita con claridad en la literatura médica
antes de 1806, año en que fue simultáneamente descrita en Inglaterra y en
Francia —observa Torrey—108. Y sin embargo, en los siglos y hubo
algunos observadores excelentes», agrega.
Todavía más significativo, las personas con esquizofrenia son entre dos y
tres veces más propensas a contar con anticuerpos contra el parásito que los
no enfermos. Así lo indica un análisis general de la literatura mundial sobre
la cuestión —un total de treinta y ocho estudios de alto nivel— que Torrey
condujo en colaboración con Robert Yolken, pediatra y neurovirólogo en la
Universidad Johns Hopkins109.
Los descubrimientos en el plano del genoma humano dejan claro que la
esquizofrenia tiene un fuerte componente hereditario, descubrimiento que
puede dar la impresión de contradecir su postura, pero Torrey y Yolken no
lo ven así110. Hasta el momento, los genes más consistentemente vinculados
a la esquizofrenia son aquellos que controlan la forma en que el sistema
inmunológico combate los agentes infecciosos. Según su explicación, en las
familias con alta incidencia de la enfermedad mental, es posible que el
factor de riesgo que está siendo transmitido constituya una ineficiente
respuesta inmunológica al parásito.
En opinión de Torrey y Yolken, la rubéola, el virus de Epstein-Barr, la
gripe, el herpes y otros gérmenes posiblemente contribuyen a la
esquizofrenia en su conjunto. Los investigadores también dan por sentado
que algunos casos presentan factores precipitadores que nada tienen que ver
con los microbios. El consumo excesivo de cannabis y las complicaciones
durante el parto, por ejemplo, asimismo han sido asociados al trastorno.
Pero, por el momento, el parásito es uno de los principales factores
medioambientales identificados por la ciencia. «Si tuviera que hacer una
estimación, diría que cerca de las tres cuartas partes de casos de
esquizofrenia tienen que ver con agentes infecciosos —indicó Torrey—. Y
creo que el toxo está involucrado en la mayor parte de ellos».
Para caldear aún más el debate, otros investigadores —sobre todo, Teodor
Postolache, un psiquiatra nacido en Rumanía que trabaja en la Universidad
de Maryland— han empezado a vincular al parásito con el suicidio111.
Mientras investigaba los factores de riesgo de suicidio, Postolache hizo una
curiosa observación: en las personas profundamente deprimidas o con
impulsos suicidas, es más frecuente que el cerebro presente señales de
inflamación, esto es, de una reacción inmunológica a una infección o lesión.
Este y otros indicios le llevaron a pensar que los quistes del toxoplasma
podrían ser un factor instigador en algunos casos de suicidio, teoría en la
que trató de profundizar con ayuda de sus colaboradores en Europa.
Postolache y sus colegas descubrieron que, en veintinco países del
continente, el índice de suicidios en mujeres aumentaba en correlación
directa con la prevalencia del parásito en cada país112. Con el concurso de
otros investigadores, su equipo condujo un estudio prospectivo de 45.271
mujeres danesas que habían pasado por la prueba del toxoplasma en el
momento de dar a luz113. Durante los siguientes quince años, aquellas que
tenían elevados niveles de anticuerpos contra el parásito tenían 1,5 más
probabilidades de cometer suicidio. Entre las que tenían los niveles de
anticuerpos más altos de todos, el riesgo era doble. El equipo de Postolache
y otros grupos independientes han vinculado al parásito con
comportamientos suicidas en uno y otro sexo en lugares tan diversos como
Turquía114, Suecia115 y la zona de Baltimore-Washington116.
«No creo que en este momento podamos asegurar que el toxoplasma lleva
al suicidio —matizó Postolache—. Es posible que la enfermedad mental
facilite que te veas expuesto al toxoplasma».
Fue lo que me dijo, pero Postolache desde entonces está más convencido
de que el parásito seguramente sea un factor instigador. Así lo indica un
estudio que realizó con otros colaboradores sobre mil personas escogidas al
azar en un registro de Múnich117. Tras asegurarse de que ninguna de ellas
tenía una historia de enfermedad mental, les pidieron que rellenaran un
cuestionario para evaluar sus riesgos de suicidio y que se sometieran a un
análisis de sangre destinado a detectar el toxoplasma. En comparación con
los participantes no infectados, el grupo infectado era significativamente
más proclive a mostrar rasgos asociados al suicidio. Entre ellos se contaban
la impulsividad y los comportamientos hedonistas en el caso de los
hombres, así como la agresividad —hacia una misma y hacia los demás—
en el de las mujeres. De forma parecida a la descrita por Flegr, varios de
estos rasgos se corresponden notablemente con la conducción imprudente
de vehículos y otras muestras de conducta temeraria.
«Lo que me interesa es que otros grupos independientes repliquen
nuestros descubrimientos —dice Postolache—. Eso va a ser lo fundamental
para seguir adelante».
En vista de los riesgos crecientemente vinculados al toxoplasma, ¿los
amantes de los gatos harían mejor en renunciar a estos animales de
compañía?
La mayoría de los científicos coinciden con Flegr en que las personas no
tienen que tomar medidas drásticas para mantenerse a salvo del parásito. De
hecho, numerosos estudios muestran que los gatos brindan beneficios
psicológicos a sus dueños, por lo que abstenerse de su compañía
posiblemente empeoraría la salud mental en lugar de mejorarla. Los
especialistas consideran que andarse con cuidado a la hora de cambiar la
arena de los cajones, limpiar bien las frutas y verduras y llevar guantes
puestos en el jardín son medios efectivos para aminorar el riesgo de
infección. Dado que la carne de res o cordero también es una fuente
habitual de infección, asimismo recomiendan cocinarla bien o, si eres de los
que les gusta el filete poco hecho, congelarla antes para matar los quistes
del microbio. Y es fundamental cubrir los areneros de juego cuando no
estén siendo usados por los niños. A los gatos les encanta hundir sus
excrementos en tales areneros.
Por desgracia, si la prevención no tiene éxito, los médicos actualmente no
pueden hacer mucho para desalojar al parásito del cerebro, pues sus quistes
tienen unas gruesas paredes que los convierten en inatacables por la
mayoría de los fármacos. Sin embargo, movidos por la inquietud sobre la
infección latente, muchos grupos hoy están tratando de encontrar
medicamentos capaces de hacerlo. En vista del estrecho parentesco que el
parásito tiene con el protozoo causante de la malaria, gran parte de su
esfuerzo se centra en examinar la efectividad que los medicamentos contra
la malaria tienen contra los quistes del toxoplasma. Dicha estrategia por el
momento ha logrado identificar unos cuantos agentes prometedores en
estudios hechos con ratones, lo que alimenta la esperanza de que puedan
encontrarse tratamientos para los seres humanos con infección latente.
A fin de explicar en qué punto nos encontramos en esta empresa, Yolken
hace un paralelismo con la forma en que la medicina abordaba la úlcera de
estómago en decenios precedentes. «La gente llevaba años sospechando que
el Helicobacter era causante de las úlceras, pero tan solo lo supimos con
seguridad cuando contamos con tratamientos efectivos contra esta bacteria.
Es justamente lo que necesitamos. El objetivo final es el de mostrar que tras
sacar al bicho de un cuerpo, el paciente mejora».
Como es natural, Postolache tiene la misma esperanza118. Y quizá el
momento sea prematuro, pero reconoce que los descubrimientos hechos a la
vanguardia de este campo le han llevado a pensar en el ser humano de otra
forma. «Muchas veces no sabemos por qué hacemos lo que hacemos —dice
—. Por lo general asociamos las fuertes oscilaciones del estado de ánimo a
conflictos en la primera niñez, pero, ¿quién sabe? Es posible que parte de
nuestro inconsciente esté controlado por los patógenos».
Por desgracia, es casi seguro que el toxoplasma no tiene el monopolio
sobre la manipulación de nuestras mentes. Como veremos, hay otros
parásitos que posiblemente influyen en muchos de los elementos que
conforman nuestro sentido del yo: nuestros estados de ánimo, apetitos,
memoria y capacidad de razonamiento.
54. Jaroslav Flegr, entrevista con la autora, verano 2011 y 21 y 22 de septiembre de 2011.

55. Robert Sapolsky, entrevista con la autora, verano 2011.

56. E. Fuller Torrey, entrevista con la autora, verano 2011.

57. Joanne Webster, entrevista con la autora, verano 2011.

58. Torrey, entrevista con la autora.

59. Flegr, entrevista con la autora.

60. W. M. Hutchison, P. P. Aitken y B. W. P. Wells, «Chronic Toxoplasma Infections and


Familiarity-Novelty Discrimination in the Mouse», Annals of Tropical Medicine and
Parasitology 74 (1980): pp. 145-150.

61. J. Hay et al., «The Effect of Congenital and Adult-Acquired Toxoplasma Infections on
Activity and Responsiveness to Novel Stimulation in Mice», Annals of Tropical Medicine and
Parasitology 77 (1983): pp.483-495.

62. Otto: V. O. Jírovec, «Die Toxoplasmose-Forschung in der Tscheehoslowakei»,


Tropenmedizin Und Parasitologie 7, n.º 3 (septiembre 1956): pp.281-282.

63. Flegr, entrevista con la autora.

64. K. McAuliffe, «How Your Cat Is Making You Crazy», Atlantic, marzo 2013.

65. Flegr, entrevista con la autora.

66. J. Flegr e I. Hrdý, «Influence of Chronic Toxoplasmosis on Some Human Personality


Factors», Folia Parasitology 41 (1994): pp. 122-126.

67. J. Flegr et al., «Induction of Changes in Human Behaviour by the Parasitic Protozoan
Toxoplasma gondii», Parasitology 113 (1996): pp. 49-54.

68. J. Lindová et al., «Gender Differences in Behavioural Changes Induced by Latent


Toxoplasmosis», International Journal for Parasitology 36 (2006): pp.1485-1492.
69. Flegr, entrevista con la autora.

70. Havlicek et al., «Decrease of Psychomotor Performance in Subjects with Latent


“Asymptomatic” Toxoplasmosis», Parasitology 122 (2001): p. 515.

71. J. Flegr et al., «Increased Risk of Traffic Accidents in Subjects with Latent Toxoplasmosis:
A Retrospective Case-Control Study», BioMed Central Infectious Diseases 2 (julio 2002):
p. 11.

72. J. Flegr et al., «Increased Incidence of Traffic Accidents in Toxoplasma-Infected Military


Drivers and Protective Effect RhD Molecule Revealed by a Large-Scale Prospective Cohort
Study», BioMed Central Infectious Diseases 9 (mayo 2009): p. 72.

73. Flegr, entrevista con la autora.

74. J. Horáček et al, «Latent Toxoplasmosis Reduces Gray Mater Density in Schizophrenia but
Not in Controls: Voxel-Based-Morphometry (Vbm) Study», World Journal of Biological
Psychiatry 13 (2012): p.501.

75. J. Horáček, entrevista con la autora, 21 septiembre 2011.

76. M. Aslan et al., «Higher Prevalence of Toxoplasmosis in Victims of Traffic Accidents


Suggest Increased Risk of Traffic Accident in Toxoplasma-Infected Inhabitants of Istanbul and
Its Suburbs», Forensic Science International 187, números 1-3 (30 mayo 2009): p. 103. Véase
también K. Yereli, I. C. Balcioglu y A. Ozbilgin, «Is Toxoplasma gondii a Potential Risk for
Traffic Accidents in Turkey?», Forensic Science International 163 (2006): p. 34, y M. L.
Galván-Ramírez, L. V. Sánchez-Orozco y L. Rocío Rodríguez, «Seroepidemiology of
Toxoplasma gondii Infection in Drivers Involved in Road Traffic Accidents in the Metropolitan
Area of Guadalajara, Jalisco, México», Parasites and Vectors 6 (2013): p. 294.

77. C. Alvarado-Esquivel et al., «High Seroprevalence of Toxoplasma gondii Infection in a


Subset of Mexican Patients with Work Accidents and Low Socioeconomic Status», Parasites
and Vectors 5 (2012): p. 13.

78. Jaroslav Flegr, entrevista con la autora, Massa Marittima, Italia, 20 marzo 2012.

79. J. Lindová, L. Příplatová, y J. Flegr, «Higher Extraversion and Lower Conscientiousness in


Human Infected with Toxoplasma», European Journal of Personality 26 (2012): p. 285.

80. Webster, entrevista con la autora.


81. Joanne Webster, entrevista con la autora, mayo 2012.

82. Webster, entrevista con la autora, verano 2011. Véase también M. Berdoy, J. P. Webster y
D. W. Macdonald, «Fatal Attraction in Toxoplasma-Infected Rats: A Case of Parasite
Manipulation of Its Mammalian Host», Proceedings of the Royal Society B 267 (2000):
pp. 1591-1594.

83. Glenn McConkey, entrevista con la autora, 16 septiembre 2011 y 1 mayo 2012.

84. E. Gaskell et al., «A Unique Dual Activity Amino Acid Hydroxylase in Toxoplasma
gondii», PLoS One 4, número 3 (marzo 2009): e4801.

85. E. Prandovszky et al., «The Neurotropic Parasite Toxoplasma gondii Increases Dopamine
Metabolism», PLoS One 6, número 9 (septiembre 2011): e23866.

86. Webster entrevista con la autora, verano 2011.

87. Robert Sapolsky, entrevista con la autora, 13 septiembre 2011.

88. Robert Sapolsky, «Bugs in the Brain», Scientific American (marzo 2003).

89. R. Sapolsky, «Toxo: A Conversation with Robert Sapolsky», Edge, 4 diciembre 2009
http://edge.org/conversation/robert_sapolsky-toxo.

90. Ibid.

91. Patrick House, entrevista con la autora, Palo Alto, California, 18 julio 2014.

92. Sapolsky, entrevista con la autora, verano 2011 y 13 septiembre 2011.

93. Ajai Vyas, entrevista con la autora, verano 2011.

94. Flegr, entrevista con la autora, verano 2011 y octubre 2011. Véase también J. Flegr et al.,
«Fatal Attraction Phenomenon in Humans — Cat Odour Attractiveness Increased for
Toxoplasma-Infected Men», PLoS 5, n.o 11 (noviembre 2011): e1389.

95. Vyas, entrevista con la autora.

96. Katty Kay y Claire Shipman, «The Confidence Gap», Atlantic, mayo 2014.
97. S. A. Hari Dass y A. Vyas, «Toxoplasma gondii Infection Reduces Predator Aversion in
Rats Through Epigenetic Modulation in the Host Medial Amygdala», Molecular Ecology 23,
número 4 (diciembre 2014): pp. 6114-6122, doi: 10.1111/mec.12888.

98. Doruk Golcu, Rahiwa Z. Gebre y Robert M. Sapolsky, «Toxoplasma gondii Influences
Aversive Behaviors of Female Rats in an Estrus Cycle Dependent Manner», Physiology and
Behavior 135 (2014): pp. 98-103.

99. Doruk Golcu, entrevista con la autora, 10 noviembre 2015.

100. House, entrevista con la autora.

101. Andrew Evans, entrevista con la autora, 13 y 15 mayo 2013 y 24 y 25 mayo 2014.

102. Sapolsky, entrevista con la autora, verano 2011 y 13 septiembre 2011.

103. Webster, entrevista con la autora, verano 2011.

104. House, entrevista con la autora.

105. E. Fuller Torrey, entrevista con la autora, Bethesda, Maryland, 22 enero 2013.

106. E. Fuller Torrey, entrevista con la autora, 28 julio 2011.

107. E. Fuller Torrey y Judy Miller, The Invisible Plague: The Rise of Mental Illness from 1750
to the Present (Rutgers University Press, New Brunswick, 2001).

108. Torrey, entrevista con la autora, 28 julio 2011.

109. E. F. Torrey, J. J. Bartko y R. H. Yolken, «Toxoplasma gondii and Other Risk Factors for
Schizophrenia: An Update», Schizophrenia Bulletin 38, número 3 (2012): pp. 642-647, doi:
10.1093/schbul/sbs043.

110. Torrey, entrevista con la autora, 28 julio 2011; Robert Yolken, entrevista con la autora, 25
julio 2011.

111. Teodor Postolache, entrevista con la autora, Baltimore, 17 enero 2013.

112. V. J. Ling et al., «Toxoplasma gondii Seropositivity and Suicide Rates in Women»,
Journal of Nervous and Mental Disease 199, número 7 (julio 2011).

113. M. G. Pedersen et al., «Toxoplasma gondii Infection and Self-Directed Violence in


Mothers», Archives of General Psychiatry 69, número 11 (noviembre 2012): pp. 1124-1129.

114. Yagmur et al., «May Toxoplasma gondii Increase Suicide Attempt? Preliminary Results in
Turkish Subjects», Forensic Science International 199, números 1-3 (15 junio 2010): pp. 15-
17, doi: 10.1016/j.forsciint.2010.02.020.

115. Y. Zhang et al., «Toxoplasma gondii Immunoglobulin G Antibodies and Nonfatal Suicidal
Self-Directed Violence», Journal of Clinical Psychiatry 73, número 8 (2012): pp. 1069-1076,
doi: 10.4088/JCP.11m07532.

116. T. Arling, R. H. Yolken y M. Lapidus, «Toxoplasma gondii Antibody Titers and History of
Suicide Attempts in Patients with Recurrent Mood Disorders», Journal of Nervous and Mental
Disease 197, número 2 (diciembre 2009): p. 905.

117. T. B. Cook et al., «“Latent” Infection with Toxoplasma gondii: Association with Trait
Aggression and Impulsivity in Health Adults», Journal of Psychiatric Research 60 (enero
2015): pp. 87-94.

118. Postolache, entrevista con la autora.


5
Relaciones peligrosas

L
a idea del experimento surgió a partir de una conversación119. A
Janice Moore la habían invitado a pronunciar una charla sobre los
manipuladores parasitarios en la Universidad estatal de Nueva
York en Binghamton. La víspera, Chris Reiber, antropóloga biológica en
dicho centro, fue a recogerla al aeropuerto como deferencia a esta otra
colega, a quien invitó a cenar en su casa. Reiber no conocía mucho a Moore
ni estaba demasiado al corriente de sus investigaciones, por lo que le hizo
numerosas preguntas mientras preparaba los platos. Al escuchar las
historias de Moore sobre los manipuladores en la naturaleza, de inmediato
pensó en las enfermedades de transmisión sexual en el ser humano. Antes
de entrar en Binghamton había trabajado en un instituto de neuropsiquiatría
de la Universidad de California en Los Ángeles, centro que colaboraba
estrechamente con varias clínicas cercanas en las que trataban a pacientes
con VIH. «Los directores de estas clínicas solían decirme que los pacientes
con el VIH positivo en fases terminales ansiaban el sexo de una forma
intensa, terrible», me cuenta Reiber.
Se trataba de casos anecdóticos, no bien documentados, pero empezó a
preguntarse si efectivamente tendrían fundamento, pues había oído historias
muy parecidas en varios congresos científicos. Según sugirió a Moore, si
estos impulsos eran reales, quizá se trataba del intento que el virus hacía de
propagarse antes de la muerte inminente de su portador.
Era una posibilidad interesante, convino Moore, pero no había forma de
demostrarla sin hacer algo a lo que nadie se atrevería: infectar a personas
sanas. Te verías obligada a comparar el comportamiento antes y después de
la infección para que la argumentación fuera convincente, dijo.
«Entonces, ¿cómo explorarías esta posibilidad en el caso de los seres
humanos?», insistió Reiber.
Las dos científicas empezaron a debatir ideas sobre otros tipos de
microbios que pudieran manipularnos, gérmenes cuyo estudio ofrecería
menos riesgos. ¿Qué tal un virus de resfriado? Quizá el virus te vuelve más
sociable a fin de acelerar su difusión. ¿Por qué no exponer a las personas a
un virus de resfriado leve? Pero, de nuevo, descartaron el plan por ser
demasiado arriesgado.
Moore tuvo de pronto una inspiración. «Los médicos constantemente
están inoculando la gripe a la gente», recordó120. Quería decir que les
administraban vacunas contra la gripe, que contenían las mismas moléculas
presentes en el virus vivo, con la salvedad de su peligroso componente
infeccioso. Moore aventuró que el inactivado virus de la gripe en la vacuna
induciría los mismos cambios de conducta en su portador humano que su
gemelo no neutralizado. Se pusieron de acuerdo en que el rastreo de las
costumbres sociales de que las personas hacían gala antes y después de
recibir la vacuna podría ser un modo relativamente sencillo y ético de
mostrar que los parásitos manipulan al ser humano. También conseguirían
superar una de las principales críticas que recibieron los estudios de Flegr
hechos con personas: la repetida acusación de que la correlación no
establece una causalidad.
Moore volvió a casa, pero las dos investigadoras comenzaron a pensar
con seriedad en el modo en que conducirían el ensayo. Tras examinar la
literatura científica, descubrieron que el virus de la gripe es más
transmisible que nunca durante los dos o tres días posteriores a la
exposición de la persona al patógeno, pero antes de la aparición de los
síntomas. De hecho, la propagación del virus llegaba a su punto más álgido
durante esa corta ventana temportal. Dicho de otra forma, si vas a una fiesta
y a la mañana siguiente te despiertas con dolor de garganta y moqueo nasal,
no des por sentado que las personas a las que abrazaste o diste la mano la
víspera te han infectado. Es mucho más probable que sucediera lo contrario:
que tú los contagiaras a ellos.
Una vez que empiezas a toser y a sonarte la nariz, lo más probable es que
te metas en la cama y reposes, de forma que el patógeno tendrá una menor
ocasión de relacionarse con otros. Pero, a estas alturas, tu sistema
inmunológico estará operando al máximo rendimiento, reprimiendo las
ambiciones del virus. Siguiendo este razonamiento, Moore y Reiber
predijeron que el germen empujaría a las personas a buscar la compañía de
otros al inicio de la infección, antes de ser detectado y sufrir el contraataque
de las células defensivas.
Una vez formulada la hipótesis, decidieron que valdría la pena conducir
un ensayo piloto para ver si la idea se sostenía mínimamente. Las
investigadoras siguieron las interacciones sociales de treinta y seis personas
—ninguna de las cuales conocía el verdadero propósito del estudio— antes
y después de ser vacunadas contra la gripe en una clínica enclavada en el
campus de Binghamton. El cambio en la conducta de los sujetos fue
enorme, tan notable que su magnitud pilló por sorpresa a las propias Reiber
y Moore. Durante los tres días inmediatamente posteriores a la vacunación,
coincidiendo con el momento en que el virus era más contagioso, los
sujetos interactuaron con dos veces más personas que antes de ser
inoculados121.
«Los individuos que tenían unas vidas sociales muy limitadas o sencillas
de repente decidieron que necesitaban salir a los bares, ir a fiestas o invitar
a un montón de gente —dice Reiber—. Fue lo que sucedió con muchos de
los sujetos de estudio. No estamos hablando de uno o dos casos
aislados».122
Por desgracia, como les pasa a tantos científicos con interesantes
descubrimientos preliminares, no tuvieron éxito a la hora de conseguir
financiación para llevar a cabo un ensayo más amplio, que hubiera incluido
un grupo de control al que se administraría una vacuna de pega. Hasta que
este momento llegue, las científicas no pueden descartar que los tan
espectaculares resultados tengan otra explicación: las personas recién
vacunadas tienden a ser más sociables porque, en palabras de Moore, de
pronto perciben que son «a prueba de balas», esto es, inmunes a las
infecciones.
La idea de que los patógenos responsables de las enfermedades de
transmisión sexual fomentan los apetitos sexuales también está por
demostrar, pero Reiber y Moore no son las únicas en albergar tales
sospechas. En un blog patrocinado por la editorial University of Chicago
Press para promover el libre intercambio de ideas entre luminarias de la
ciencia, el virólogo de la Universidad de Columbia Ian Lipkin escribía:
«Carezco de pruebas experimentales, pero es posible que cuando el virus
del herpes simple infecta los nervios sacros (los situados en la base de la
columna vertebral), de rebote estimule las terminaciones nerviosas en la
zona pélvica, induciendo a la actividad sexual y aumentando la probabilidad
de trasladarse a otro portador»123.
En una conversación más reciente conmigo, Reiber especula que cuando
el virus del herpes despierta de su fase latente para causar ampollas
genitales, el patógeno posiblemente hace algo más que revoluciona la libido
del individuo; como parte de su estrategia reproductiva, quizá también
alimenta el deseo de la persona de mantener relaciones sexuales con
distintas parejas124. Al igual que Lipkin, Reiber no tiene datos que
respalden este punto de vista, pero en vista del pasmoso abanico de
aptitudes desplegado por los parásitos manipuladores, considera que la
hipótesis merece ser tenida en cuenta.
En la Universidad de Montpellier, Thomas describe otra posibilidad: «Un
parásito no necesita aumentar tu motivación [para el sexo], pues la mayoría
de los animales están lo bastante motivados de por sí. Se dan al sexo a la
primera oportunidad125». El problema radica en aumentar tu propio
atractivo cuando estás en tu fase más infecciosa. Según Thomas, hay
pruebas de que, al acercarse al período fértil del ciclo menstrual, las voces
de las mujeres se tornan más animadas, musicales y ligeramente jadeantes,
lo que les lleva a parecer más excitadas e interesadas en una conversación.
Se trata de una suerte de invitación al interlocutor del sexo opuesto. «No me
sorprendería que los parásitos hicieran algo parecido», concluye el francés.
Extrañamente, un agente infeccioso no tradicionalmente vinculado a las
dolencias de transmisión sexual —el virus de la rabia— puede disparar
repentinas alteraciones de la libido. El visible incremento del deseo sexual,
de la excitación y del placer resulta atípico pero es una manifestación de la
enfermedad en el ser humano bien documentada126. En siglos anteriores, los
franceses llamaban a estos deseos incontrolables entre las mujeres la rage
amoureuse y la fureur utérine127. Los hombres pueden experimentar
prolongadas erecciones y eyaculaciones, con una frecuencia que a veces
llega a ser horaria, a veces acompañadas por orgasmos128. No es de extrañar
que unos síntomas tan espectaculares fueran advertidos incluso en el mundo
antiguo. En el siglo , el médico griego Galeno contaba que un porteador
presa de la rabia tuvo numerosas eyaculaciones involuntarias en el curso de
tres días. Por supuesto, los animales enfermos de rabia no están en
disposición de decirnos cómo se sienten, pero sí pueden restregarse
furiosamente contra todo cuanto se cruza en su camino129.
Ningún debate sobre la neuroparasitología resulta completa sin hacer
referencia a la rabia, por lo que vamos a examinar qué es lo que hace este
virus. Desde luego, el hecho de que una infección extendida por medio de
animales agresivos y con colmillos ocasionalmente pueda provocar
calenturas sexuales proporciona cierta fascinación morbosa a la rabia. Pero
hay una razón más importante para prestar atención a esta enfermedad. Los
que vivimos en sociedades con excelentes servicios de salud tendemos a
pensar en la rabia como en una plaga del pasado, pero la dolencia sigue
teniendo dimensiones epidémicas en las regiones más pobres de África,
Asia y otros continentes130.
La familiarización con los estragos de la rabia obliga a sentirnos
profundamente agradecidos para con todos los investigadores que han
trabajado a fin de prevenir la enfermedad, comenzando por Louis Pasteur,
quien en 1885 tomó muestras de saliva de los colmillos de un perro rabioso
para desarrollar la primera vacuna131. Hasta entonces, el único tratamiento
para la tan temida infección consistía en cauterizar el lugar de la mordedura
del animal o en amputar un pie, una mano o una extremidad entera. Estas
medidas tan drásticas muchas veces eran útiles, en razón del lento
mecanismo de acción del patógeno. Tras entrar en el organismo por la piel
mordida, no se infiltra en el flujo sanguíneo, como hacen casi todos los
demás virus. En su lugar, el patógeno se desplaza a paso de caracol por las
fibras nerviosas, a razón de unos cuantos centímetros al día, hasta que
finalmente llega al cerebro, por lo general entre dos y cuatro semanas
después… aunque, para asombro de los científicos, el período de
incubación en algunos casos puede extenderse durante muchos meses y
hasta un año entero o más132.
En la mayoría de los casos, el síntoma inicial es un malestar parecido al
ocasionado por una gripe, indicativo de que la infección ha llegado al
cerebro. No mucho después, el virus típicamente invade el sistema límbico,
un centro neuronal que controla impulsos tan fundamentales como la
agresión, el sexo, el hambre y la sed. Este es el momento en que el paciente
puede experimentar un momentáneo incremento del deseo sexual. Mientras
el virus se replica de modo enloquecido, llevando a los circuitos a
dispararse de forma errática, una luz, un ruido o un olor, incluso el roce más
ligero —como el de una suave brisa— pueden generar una profunda
agitación. Este fenómeno, llamado hiperestesia, puede tener su función en
portadores corrientes como perros, mapaches, murciélagos y zorros: el
animal excitable necesita muy poco para atacar con sus fauces. El virus
asimismo paraliza los músculos en la garganta. Cuando la persona grita de
dolor, emite un ruido ronco y ahogado a veces comparado con un ladrido.
Cada vez le resulta más difícil tragar, y la saliva rica en el agente infeccioso
va acumulándose en la boca y se vuelve espumosa, cayendo por las
comisuras de los labios en largos regueros de babas. Llegados a este punto,
los seres humanos con frecuencia sufren de hidrofobia, literalmente, «miedo
al agua». Sin embargo, la palabra «miedo» no alcanza a describir el
tormento que el agua evoca en el enfermo. Dado que el virus origina unas
contracciones extremadamente dolorosas de la garganta, la imagen de
cualquier líquido en un vaso o las salpicaduras en un recipiente puede llegar
a causar arcadas.
A medida que la dolencia progresa hacia la fase denominada furiosa, la
expresión de su víctima puede convertirse en una mueca amenazadora, pues
los músculos faciales se sumen en espasmos involuntarios. A diferencia de
los animales rabiosos, los seres humanos no suelen morder, pero sí pueden
ser presa de la furia. No es raro que a estas alturas sufran de alucinaciones
aterradoras. La muerte generalmente llega pocos días después de la
aparición de los síntomas graves, y lo típico es que se deba a una asfixia o
paro cardíaco.
La enfermedad no siempre sigue tan espectacular curso. En una tercera
parte de los casos, de forma inexplicable, la única manifestación es la
parálisis, que se inicia en el punto de la mordedura y se extiende por todo el
cuerpo de modo gradual, llevando al coma y a la muerte. El camino a la
tumba en este caso es menos violento pero por lo general más largo, por lo
que tiene el nocivo efecto de prolongar el sufrimiento.
Por angustiosos que resulten los síntomas, quizá lo más inquietante de
todo es que este patógeno no necesita convertir a sus portadores en bestias
salvajes a fin de propagarse. Antes de que un animal infectado comience a
comportarse de modo aberrante, el virus ya ha alcanzado grandes
concentraciones en su saliva y puede extenderse cuando el animal lame
partes específicas del cuerpo de otro ser, sobre todo, las suaves membranas
mucosas de color rosado que rodean los ojos, labios, boca, fosas nasales,
pezones, ano y genitales. «El virus lleva a cabo su transmisión por medio
del comportamiento normal de los mamíferos —explica el especialista en
rabia Charles Rupprecht—. Somos seres sociales. Nos encanta lamer, nos
encanta chupar, nos encanta morder. El acto de chupar forma parte del
vínculo con la madre. La mayoría de los mamíferos acostumbran a lamer y
olisquear los genitales de sus pares. Los perros lo hacen de forma constante.
Los perrillos siempre están saltando y mordiendo en broma, porque quieren
que su madre los alimente. Durante la cópula, el macho puede morder a la
hembra en la nuca, a fin de sojuzgarla. Todos estamos obsesionados por los
tan extraños efectos del virus sobre nuestras personas, pero lo habitual es
que no tengan la menor influencia en su propagación».
Por suerte para nosotros, no somos tan susceptibles al virus como otros
mamíferos. Las probabilidades de que un ser humano transmita el virus a
otro —por ejemplo, a través del sexo oral, el beso o un lametón apasionado
— son remotas. Los pocos casos descritos resultan anecdóticos y han tenido
lugar en países pobres donde las autoridades sanitarias no tienen los
recursos para prevenir la enfermedad y, menos aún, para conducir estudios
epidemiológicos cuidadosamente controlados a fin de determinar la
veracidad de tales supuestos contagios. Con todo, Rupprecht insiste en que
toda persona que haya tenido relación sexual con un enfermo de rabia, o
incluso compartido un cigarrillo o una bebida con él, tendría que recibir un
tratamiento profiláctico, típicamente, una serie de cuatro inyecciones en el
brazo, que —a pesar de la leyenda— no son más dolorosas que las vacunas
normales contra la gripe. «Por lo que sabemos sobre la patofisiología de
esta enfermedad, es perfectamente posible que las personas transmitan la
rabia por medio del beso y el sexo oral», subraya. Teniendo en cuenta que el
marcado aumento de la libido puede ser uno de los síntomas iniciales de la
dolencia, existe el peligro de que un individuo rabioso difunda el virus sin
saberlo, antes de ser diagnosticado.
En un caso descrito en India, por ejemplo, una mujer casada de
veintiocho años de pronto tenía tantas ganas de practicar el sexo como para
causar un problema marital, lo que la llevó a consultar a un ginecólogo, a
un segundo médico y, finalmente, a dirigirse a una unidad de urgencias.
Una vez allí, desarrolló hidrofobia, y los médicos al momento sospecharon
que estaban ante un caso de rabia. Preguntaron, y la mujer recordó que dos
meses atrás, un perrillo le hizo una pequeña mordedura, que en su momento
le pareció insignificante. Murió en la unidad de urgencias al día siguiente,
pero a su marido le administraron la vacuna y no enfermó de rabia.
«En un mililitro promedio de saliva seguramente hay más de un millón de
viriones (partículas de virus) —dice Rupprecht—. ¿Conviene asumir el
riesgo de una enfermedad que presenta mayor mortalidad que cualquier otro
agente infeccioso? Una vez que la persona la ha contraído, yo ya no puedo
tratarla133».
En suma, parece que el virus de la rabia mejora su propagación viniendo
a entumecer el cerebro y provocando que numerosos circuitos enloquezcan
de modo simultáneo. Algunos de los síntomas que induce —la hidrofobia,
por ejemplo— dan la impresión de ser irrelevantes para su difusión, pero el
aumento del deseo sexual puede resultar útil (por lo menos en los animales).
Desde luego, la incitación al animal a morder (enfureciéndolo y, por medio
de la hiperestesia, haciendo que se ponga de los nervios a la menor
sensación) es el método más efectivo que utiliza para trasladarse de uno a
otro portador. No obstante, el hecho de que la rabia pueda transmitirse,
antes de la aparición de los síntomas, por medio de un lamentón o
mordisqueo amistoso en el curso de la cópula normal sugiere que la fase
furiosa en realidad viene a ser una póliza de seguro, el plan alternativo del
parásito por si no consigue dirigirse a un nuevo portador por los métodos
más acostumbrados.
Es la moderna versión de la rabia. En épocas anteriores, antes de que
hubiera información sobre los virus o su forma de propagación, la gente sin
duda la consideraba como una locura contagiosa. Una bestia salvaje te
muerde y, a través de la herida, su espíritu entra en tu cuerpo. Así poseído,
tú también te conviertes en un animal salvaje. Sacas espuma por la boca,
estás furioso con el mundo y, en tu delirio, hasta puedes llegar a morder.
Ladras como un perro y haces gala de una carnalidad descontrolada.
Violencia, sexo, sangre y truculencia. Un mal que se extiende y que tiene
vida propia.
Si esta descripción resulta familiar, es porque —casi con toda seguridad
— la rabia está en la base de los mitos vampíricos. En muchas de estas
leyendas, sobre todo en las versiones originarias de Europa oriental durante
la primera mitad del siglo , los vampiros son personas (a veces
fallecidas) que se levantan por la noche y, con frecuencia, tras asumir la
forma de un perro o un lobo, se vuelven contra sus vecinos, cuya carne
devoran, cuya sangre chupan o a los que violan, entre otras acciones
horrorosas. El hecho es que para las personas de aquellos tiempos no se
trataba de leyendas; se consideraba que eran historias reales, y quien fuera
acusado de tener tan salvajes poderes podía ser ahorcado o quemado en la
hoguera. El conde Drácula, creado por el escritor Bram Stoker en 1897,
estuvo basado en estos viejos relatos, con la particularidad de que este
famoso monstruo adopta la forma de un murciélago. Sin duda no es casual
que dichas formas sobrenaturales hicieran gala de la agresividad e
hipersexualidad de los animales rabiosos y adoptaran la apariencia física de
los portadores de la rabia más habituales, ni que el vampirismo, al igual que
la enfermedad viral, pueda ser transmitida por un mordisco. Los parecidos
no terminan ahí. En un artículo publicado en 1998 en Neurology, revista
poco dada al sensacionalismo, el médico español Juan Gómez-Alonso
subraya otros paralelismos menos obvios entre los vampiros y los animales
rabiosos. Según el folklore, la vida del vampiro duraba veinte días, lo que
coincide con el período promedio entre la mordedura de un animal rabioso
y la muerte de la víctima. Y, al igual que las personas rabiosas, el vampiro
siente repulsión por la luz (de ahí sus hábitos nocturnos), los olores fuertes
(la narrativa popular explica que el olor del ajo los ahuyenta) y el agua (se
recomendaba regar el entorno de las tumbas para que no salieran de sus
cámaras subterráneas)134.

Hemos explorado la tesis de que los manipuladores parasitarios pueden


aprovechar nuestra sociabilidad e impulso sexual para sus propios fines.
Ahora vamos a examinar un parásito que puede amenazar nuestras mentes
de modo muy diferente. No es tan estridente ni pesadillesco como la rabia,
claramente. Lo que de hecho inquieta a los científicos es su forma solapada
de actuar. El miedo es que sea capaz de erosionar en silencio el intelecto de
la persona infectada. Y este parásito también puede sernos transmitido por
nuestros tan queridos animales de compañía.
El parásito es la toxocara. Los que somos amantes de los perros, los gatos
o las dos especies a la vez, podríamos considerarlo como el maligno
hermano gemelo del toxoplasma. Gusano de quince centímetros de
longitud, la toxocara tiene dos especies, la Toxocara canis y la Toxocara
cati, que, como sus nombres indican, infectan a perros y gatos
respectivamente. Una pista de la posible capacidad del parásito para
llevarnos a tener problemas mentales la da el hecho de que sus larvas
pueden terminar por alojarse en el cerebro humano. Cuando menos, es lo
que se ha demostrado en el caso de la variedad canis135; se sabe menos
sobre la cati, que quizá no siente tanta querencia por el cerebro. Se estima
que entre el 10 y el 30 por ciento de la población en América del Norte y
Europa está infectada con las larvas del gusano. En algunos países pobres,
el porcentaje sube hasta el 40 por ciento. En vista de tales cifras, sería
lógico suponer que la literatura médica rebosaría de artículos exploradores
de sus efectos sobre la salud mental y física del ser humano. Pero el
organismo oficial estadounidense responsable del control y la prevención de
las enfermedades incluye a la toxocara entre las cinco dolencias parasitarias
más desatendidas, y los expertos muchas veces recurren a palabras como
«misteriosa» y «enigmática» para describirla. ¿Cómo se explica tamaña
subestimación? Hace decenios que los radares de los médicos dejaron de
prestar atención al parásito porque, a diferencia del T. gondii, es mucho
menos probable que su infección provoque una enfermedad grave.
Por su parte, los parasitólogos llevan mucho tiempo contemplando a la
toxocara con aprensión. En el Trinity College de Dublín, a Celia Holland,
una de las principales investigadoras del patógeno, le inquieta la posibilidad
de que esté causando unos sutiles déficits cognitivos que pasan
desapercibidos desde hace tiempo.

Los dueños de animales domésticos por lo general conocen a la toxocara


por otro nombre: ascáride o lombriz intestinal. Estamos hablando de esos
serpenteantes filamentos de color amarillo claro que perros y gatos a veces
expulsan por la tos o por medio de las heces, junto con millares de los
microscópicos huevos del parásito. Tras ser consumidos por otro perro o
gato, los huevos se desarrollan en unas larvas de rápidos movimientos que
invaden muy diversos órganos del cuerpo. Las que llegan al intestino se
transforman en lombrices y empiezan a desovar, repitiendo el ciclo. La
infección asimismo se transmite de una generación de animales a la
siguiente, pues las larvas que permanecen enquistadas en otros tejidos son
activadas cuando una hembra queda preñada, momento en que pueden
cruzar su placenta o entrar en su leche, invadiendo a su camada.
Las ascárides se extienden a otros portadores de manera muy parecida a
la del T. gondii. Los huevos pueden ser devorados por roedores, conejos,
topos, pájaros y otros pequeños animales que a su vez pueden despertar el
apetito de caninos o felinos… se trata de otra ruta que el parásito puede
recorrer para volver a situar a sus crías en los intestinos de nuestras
mascotas. El ganado también puede consumir los huevos, de modo que las
personas pueden verse expuestas a las larvas al comer carne poco cocinada.
En todo caso, la forma más habitual por la que entramos en contacto con el
parásito es la higiene deficiente. En este sentido, los más vulnerables son
los niños pequeños que juegan en el suelo o en areneras contaminadas por
heces de gato o perro.
Cuando los huevos de la toxocara se transforman en larvas en el interior
de un cuerpo humano, no crecen hasta convertirse en lombrices adultas;
este fenómeno tan solo puede tener lugar en el seno de un portador canino o
felino. En su lugar, el desarrollo del parásito se ve detenido en su fase de
larva dotada de gran movilidad, lo que le permite trasladarse mucho más
allá de las tripas hasta órganos como el hígado, los pulmones, los ojos y,
ocasionalmente —nadie sabe con cuánta frecuencia, por causa de la escasa
investigación— el cerebro. El parásito tiene fama de ser inocuo, y es poco
corriente que la infección origine ceguera, convulsiones y otros síntomas
neurológicos severos. Pero desde el decenio de 1980, la literatura médica ha
empezado a mostrar indicios de que puede resultar destructivo de maneras
más retorcidas.
En uno de los primeros estudios realizados en Irlanda por Holland y el
médico Mervyn Taylor, doscientos niños reconocidos como portadores del
parásito fueron divididos en tres grupos basados en los niveles de
anticuerpos (una medida de la gravedad de la infección)136. Los trastornos
en el comportamiento, dolores de cabeza y problemas para dormir, así como
otra veintena de síntomas físicos que iban del asma a los dolores de
estómago, aumentaron en correlación directa con los niveles de anticuerpos
de los chavales. Otros pequeños estudios —incluyendo dos llevados a cabo
en Estados Unidos— compararon las aptitudes cognitivas entre niños
infectados y no infectados. Los niños contagiados mostraron peores
resultados en, por ejemplo, rendimiento escolar, hiperactividad y fuerte
dispersión. Y un estudio epidemiológico hecho en Francia —que Holland
sepa, el único efectuado con un grupo de personas entradas en años—
vinculó la infección a un mayor riesgo de demencia senil.
Ninguno de estos estudios pasó de examinar a unos pocos centenares de
sujetos, por lo que era imposible llegar a conclusiones terminantes. Por lo
demás, la toxocara afecta de forma desproporcionada a los pobres, por lo
que los factores socioeconómicos complicaban la interpretación de los
datos. En pocas palabras, esta acumulación de información, si bien
preocupante, estaba lejos de ser persuasiva.
Sin embargo, en un estudio publicado en 2012 se efectuó un control
riguroso de tales variables que complicaban la interpretación137. El informe
corroboró las sospechas de Holland. Aparecido en el International Journal
for Parasitology, estaba basado en un gran cuerpo de datos epidemiológicos
recopilados en Estados Unidos por el CDC, el mencionado organismo para
el control y prevención de las enfermedades.
Sus autores recurrieron a una batería de pruebas psicométricas para
evaluar el funcionamiento cognitivo de una muestra nacionalmente
representativa integrada por casi cuatro mil niños de entre seis y dieciséis
años de edad. Aproximadamente la mitad de ellos dieron positivo en el
análisis para la detección del parásito. En comparación con los niños de su
misma edad pertenecientes al grupo de control, los infectados obtuvieron
resultados significativamente más bajos en todas las categorías, entre ellas
la capacidad matemática, la comprensión lectora, la capacidad para recordar
números, el razonamiento visoespacial y el coeficiente intelectual. Holand
se quedó impresionada al ver que los resultados del estudio se sostenían
después de que los investigadores controlaran el nivel socioeconómico, la
educación, el grupo étnico, el sexo y, sobre todo, los niveles de plomo en la
sangre, conocidos por su capacidad para perjudicar el rendimiento escolar
del alumno.
La investigación asimismo reveló que los estragos de la toxocara ni de
lejos están proporcionalmente distribuidos entre los grupos étnicos. El 23
por ciento de los niños afroamericanos estaban infectados, en contraste con
el 13 por ciento de los mexicanoamericanos y el 11 por ciento de los
blancos. Lo que implica que los niños de minorías en desventaja
posiblemente rinden peor en la escuela, no ya solo por factores bien
conocidos como la alimentación deficiente y la educación inferior, sino
también por los parásitos alojados en las cabezas. Es lo que opina Michael
Walsh, epidemiólogo en la Universidad estatal de Nueva York, Downstate,
en Brooklyn, y principal autor del estudio.
Lo mismo que Holland, Walsh se interesó por la toxocara en razón del
poco caso que se hacía a esta infección138. «Los parásitos que acaparan
titulares de prensa —explica— por lo general son del tipo asesino en serie,
tienen aspecto repugnante y dan para imágenes espectaculares en las
películas». Nadie presta mucha atención a los que actúan de forma lenta y
sigilosa y cuyos síntomas son menos vistosos. Estos agentes infecciosos
quizá no mutilan ni matan, pero con frecuencia pueden dañar a muchas más
personas al operar de modo encubierto. Y si la población a la que atacan es
del tipo desfavorecido, con acceso deficiente a servicios de salud, los
culpables pueden hacer de las suyas sin ser detectados.
La conexión entre la toxocara y la pobreza tiene lugar a varios niveles. El
riesgo de que un objeto sucio termine en la boca aumenta cuando nadie
vigila a los niños, situación más corriente entre las familias con bajos
ingresos, que no pueden pagarse canguros o niñeras. La visita al veterinario
para que desparasite a la mascota de casa también puede resultar prohibitiva
para los que ganan poco. La cosa se complica aún más si tenemos en cuenta
que los parques infantiles y las zonas verdes escasean en los barrios venidos
a menos de los grandes centros urbanos; por consiguiente, es más fácil que
se vean fuertemente contaminados por los excrementos de perro infestados
de huevos.
Las áreas rurales empobrecidas tampoco están exentas de riesgos. Los
perros y gatos sin amo muchas veces están infestados de lombrices y viven
cerca de personas que con frecuencia les dan de comer. La consecuencia es
que los patios traseros de las viviendas pueden convertirse en grandes
depósitos de huevos de toxocara.
Walsh explica: «Estamos empezando a comprender que este parásito de
hecho no tiene mucho de benigno. Nuestra situación es muy parecida a la
de los investigadores que hace unas décadas empezaron a examinar los
nocivos efectos del plomo sobre el funcionamiento cognitivo». Antaño
frecuente componente de las pinturas, el plomo tiene insidiosos efectos a
largo plazo sobre la salud, pero los médicos durante años pasaron por alto
los peligros para los niños que ingerían partículas de pintura o inhalaban el
polvo residual que la pintura vieja desprende al envejecer y desportillarse.
Y sin embargo, los riesgos nada tenían de triviales. Se demostró que incluso
unas dosis muy pequeñas eran suficientes para retrasar el desarrollo
cognitivo y reducir el coeficiente de inteligencia.
Es demasiado pronto para decir si la toxocara desempeña un papel
parecido sobre la capacidad intelectual. Por ahora, según explica Walsh:
«Nos contentamos con observar los resultados generales sobre los cuatro
mil chavales del estudio. Los sistemas inmunológicos de algunos de ellos
seguramente se las arreglarán para erradicar la infección o evitar que las
larvas proliferen en el cerebro. En el caso de otros niños, es posible que el
sistema inmunitario no funcione tan bien o que vuelvan a verse expuestos a
los huevos una y otra vez, mientras juegan en las calles». Walsh agrega que,
entre estos últimos niños, la toxocara bien podría reducir el desarrollo
cognitivo de modo mucho más sustancial.
De forma paralela a lo observado en los estudios hechos con niños, los
ratones alimentados con huevos de la lombriz típicamente muestran
dificultades a la hora de aprender nuevas tareas, en comparación con los
roedores sin el parásito. Por ejemplo, Holland encontró que bebían menos
de una botella de agua escondida en el interior de un laberinto
anteriormente recorrido por ellos, lo que sugiere problemas con la
memoria139. Y sin embargo, estaban claramente sedientos, pues se
apresuraban a beber nada más volver a sus jaulas. Y si bien los animales
infectados eran tan activos como los del grupo de control, daban la
impresión de sentir menor curiosidad; no mostraban tanto interés en
estímulos novedosos o en explorar el entorno, dos rasgos esenciales para
sobrevivir en la naturaleza.
Inspirándose en los famosos ensayos de Joanne Webster sobre la
atracción fatal felina, Holland condujo unos experimentos para determinar
cómo se comportaban los animales infectados de toxocara en situaciones
vinculadas a alto riesgo de depredadores, situándolos, por ejemplo, en una
zona tratada con olores de gato o en un espacio muy iluminado. Los
resultados fueron poco claros, no evidentes como en el caso de los
descubrimientos sobre el toxoplasma hechos por Webster. El examen del
tejido cerebral de los roedores infectados proporcionó datos más
significativos. Durante el proceso de ataque a las larvas de la lombriz, sus
sistemas inmunológicos parecían estar dañando los tejidos vecinos. Holland
sospecha que estas lesiones autoinfligidas pueden ser responsables de las
deficiencias de memoria entre los animales infectados. Pero también había
indicios de que las larvas de la lombriz podían ser capaces de hacer la clase
de sutiles trastadas que son típicas de un manipulador: las larvas tendían a
acumularse en la materia blanca del cerebro del ratón, sobre todo en las dos
regiones vinculadas al aprendizaje y la memoria. Lo que apunta a que el
parásito puede beneficiarse de sus interferencias en dichas regiones y encaja
con la observación de que los ratones infectados tenían dificultades de
memoria y estaban menos interesados en la exploración, circunstancias que
reducían su familiaridad con el entorno. «El parásito quiere trasladarse al
portador final, y parece claro que algunos de estos efectos convierten al
ratón en más vulnerable a depredadores como perros o gatos», indica
Holland.
Quizá la mejor forma de zanjar la cuestión consiste en declarar que la
misma premisa del debate es absurda. Como recuerda la pionera Janice
Moore, un comportamiento inducido en un portador puede ser el resultado
tanto de una patología como de una manipulación, por lo que a veces es
imposible distinguir entre una y otra.
Sea cual sea la resolución final de esta cuestión, es evidente que hacen
falta otros estudios hechos con seres humanos para establecer la frecuencia
con que el parásito invade el tejido neuronal y los riesgos potenciales, sobre
todo para los niños, cuyos cerebros en rápido desarrollo son más
vulnerables a los agentes dañiños en el entorno. Por desgracia, hoy no
contamos con formas seguras y eficientes para detectar la presencia de
larvas de la lombriz en el cerebro. El TAC cerebral de hecho puede
visualizarlos, pero su empleo supone someter a los niños a niveles de
radiación peligrosamente altos. Cosa que no sucede con la resonancia
magnética, pero este método de diagnóstico es mucho menos preciso en la
detección de las larvas. De hecho, su identificación resulta difícil incluso al
hacer una autopsia, el método al que Holland recurre en sus investigaciones
con animales. Lo normal es que necesite una hora o más para examinar
cada cerebro de ratón, cuyo tamaño no es mayor que el de una nuez, en
contraste con el del ser humano, cuyo peso suele ser cercano a kilo y medio.
A pesar de estas limitaciones, tanto Holland como Walsh creen que la
investigación de calidad puede ayudarnos a entender mejor los riesgos
potenciales de la infección. Una estrategia propuesta por Walsh es la de
partir de la lectura del funcionamiento cognitivo de un gran grupo de niños
que no tienen el parásito y a continuación seguir el progreso de los
pequeños a lo largo de muchos años140. Cuando alguno se infectara, sería
cuestión de ver si su capacidad mental se ha visto deteriorada desde la
evaluación previa a la infección y, también, en comparación con los
menores que siguen estando libres del parásito.
Entretanto, Walsh ya está pensando en modos de combatir la difusión del
parásito en la conurbación de Nueva York, que, de tener éxito, podían servir
como modelo para otras comunidades. Lo primero que se propone hacer es
determinar dónde están emplazadas las fuentes de la infección. Confía en
contar con la ayuda del departamento municipal de higiene y salud mental
para embarcarse en una labor tan onerosa como maloliente: un descomunal
estudio, manzana por manzana, de los excrementos de perro en los cinco
distritos principales que componen la ciudad. Una vez identificadas las
barriadas más problemáticas, el objetivo será el de intervenir en ellos,
instando a los vecinos a acostumbrarse a recoger bien los excrementos de
sus canes, a educarlos en la importancia de desparasitar a sus animales y,
quizá, si los datos siguen incriminando al parásito, a subsidiarles el costo de
un tratamiento. Los medicamentos antihelmínticos —agentes de
desparasitación— para el tratamiento de la toxocara resultan baratos y
muchas veces pueden evitar la infección del perro con la simple
administración de una píldora escondida en su comida una vez al año. Con
la idea de conseguir que los dueños de los perros cooperen con este
proyecto de tratamiento, las autoridades sanitarias están pensando en
soluciones como hacer que el medicamento esté disponible en las farmacias
—para su uso profiláctico, por lo menos—, lo que ahorraría el coste y las
molestias de visitar a un veterinario. Y por supuesto, si la zanahoria no
funciona, siempre se puede recurrir al palo, en forma de multas cuantiosas
para quienes se saltan la normativa a la torera. A la hora de identificar a los
incívicos que no recogen los excrementos de las aceras, los empleados del
servicio de recogida de basuras pueden ser de ayuda como observadores.
Walsh incluso está pensando en usar redes sociales como Twitter para
conseguir que los vecinos de un barrio se impliquen en la vigilancia de sus
calles.
Su empeño en librar a todo perro de los parásitos nace de una cruda
realidad: el tratamiento médico de las personas seguramente no conseguirá
revertir los daños ocasionados por el parásito. Con un poco de suerte, tan
solo logrará impedir que sufran mayores perjuicios.

¿Quiénes más pueden estar jugando con nuestras mentes?


Los parásitos que se ceban en el ser humano son más de mil
cuatrocientos141. Y tan solo estamos hablando de aquellos que conocemos.
A saber cuántos más están esperando que los descubramos. No tenemos
verdadera idea de cuántos, ya bautizados o a la espera de recibir nombres,
pueden ser manipuladores.
En todo caso, y por inquietante que sea esta idea, tampoco tenemos que
contemplar lo desconocido con excesiva negatividad. Un creciente número
de datos indica que en nuestros cuerpos todos los días residen hordas de
manipuladores microscópicos y que no todos ellos, ni por asomo, nos
quieren mal. De hecho, algunos —del tipo que quizá sería más oportuno
denonimar simbiontes—posiblemente mejoran nuestros estados de ánimo y
ofrecen otros beneficios en el plano mental. El modo en que nos sentimos y
actuamos es importante para ellos. Porque, en último término, les conviene
que sigamos vivos.
119. C. Reiber, entrevista con la autora, 18 agosto 2011 y 13 enero 2013.

120. Ibid., y Janice Moore, entrevista con la autora, otoño 2011 y 6 enero 2015.

121. C. Reiber et al., «Changes in Human Social Behavior in Response to a Common


Vaccine», Annals of Epidemiology 20, número 10 (octubre 2010), doi:
10.1016/j.annepidem.2010.06.014.

122. C. Reiber, entrevista con la autora, 15 enero 2013; Moore, entrevista con la autora, otoño
2011 y 6 enero 2015.

123. Kristi McGuire, «Traffic: Carl Zimmer and W. Ian Lipkin», The Chicago Blog, 11 abril
2015, http://pressblog.uchicago.edu/2011/05/03/traffic-carl-zimmer-and-w-ian-lipkin.html.

124. Reiber, entrevista con la autora, 15 enero 2013.

125. Frédéric Thomas, entrevista con la autora, Massa Marittima, Italia, 19 marzo 2012.

126. Charles Rupprecht, entrevista con la autora, 12 diciembre 2012; y véase B. Wasik y M.
Murphy, Rabid: A Cultural History of the World’s Most Diabolical Virus (Penguin, Nueva
York, 2012), 9; J. K. Dutta, «Excessive Libido in a Woman with Rabies», Postgraduate
Medical Journal 72 (1996): p. 554; y A. M. Gardner, «An Unusual Case of Rabies», Lancet
296, número 7671 (1970): p. 523.

127. K. Kete, The Beast in the Boudoir: Petkeeping in Nineteenth-Century Paris (University of
California Press, Berkeley, 1994), pp. 101-102.

128. Wasik y Murphy, Rabid, 9.

129. Rupprecht, entrevista con la autora.

130. «Rabies», World Health Organization, actualizado en septiembre 2015,


http://www.who.int/mediacentre/factsheets/fs099/en/.

131. Wasik y Murphy, Rabid, 10.

132. Ibid., 8.
133. S. Senthilkumaran et al., «Hypersexuality in a 28-Year-Old Woman with Rabies»,
Archives of Sexual Behavior 40, n.º 6 (2011): pp. 1327-1328.

134. J. Gómez-Alonso, «Rabies: A Possible Explanation for the Vampire Legend», Neurology
51 (1998): pp. 856-859.

135. Celia Holland, entrevista con la autora, 13 noviembre 2012.

136. M. R. H. Taylor et al., «The Expanded Spectrum of Toxocaral Disease», Lancet (26 marzo
1988): p. 692.

137. M. G. Walsh y M. A. Haseeb, «Reduced Cognitive Function in Children with


Toxocariasis in a Nationally Representative Sample of the United States», International
Journal for Parasitology 42 (2012): pp. 1159-1163,
http://www.ncbi.nlm.nih.gov/pubmed/23123274.

138. Michael Walsh, entrevista con la autora, 13 noviembre 2012.

139. Holland, entrevista con la autora.

140. Walsh, entrevista con la autora.

141. Charles Nunn, entrevista con la autora, 15 abril 2015.


6
Lo que nos dicen las tripas

¿
Te apetece practicar el puentismo? ¿Ponerte a conversar con un
desconocido? ¿Comerte un pastel de una sentada? Por extraño que
resulte, las bacterias en tu intestino pueden estar influyendo en estas
y muchas otras elecciones y costumbres.
Rendimos culto al cerebro como asiento del intelecto humano, pero cada
vez más datos sugieren que nuestra conducta no tan solo está gobernada por
la parte de arriba, sino también y de modo literal, por la parte de abajo. Y
por lo que sabemos, los microbios que habitan nuestros genitales y narices
también pueden tener algo que decir en lo referente a nuestros
comportamientos y acciones.
El estudio del microbioma —todos los organismos diminutos cuyo hogar
es nuestro cuerpo— es una frontera tan desconocida e intransitada como
cualquier otra en la ciencia, y el modo en que estos inquilinos influyen en el
cerebro seguramente es el menos conocido de todos sus papeles. La
mayoría de ellos están tan soberbiamente adaptados a la vida en nuestro
interior que los científicos tienen dificultad en hacerlos crecer en una placa
de Petri. Tan solo recientemente disponen de la tecnología necesaria para
estimar su número y nada más, sin llegar a caracterizar que és lo que hacen
exactamente.
El primer censo importante de nuestros inquilinos microbianos tuvo lugar
en 2005, facilitado por el desarrollo de la máquina superrápida de
secuenciación de los genes para distinguir la huella genética de diferentes
organismos142. Llevado a cabo por un grupo internacional de científicos, el
proyecto inicialmente se centraba en la caracterización de los microbios que
habitan el interior de personas sanas. Del estudio fueron excluidos los
individuos con acné, caries de importancia y otras dolencias más serias.
Una vez así reducido el número de sujetos, los investigadores tomaron
muestras de excrementos, axilas, el reverso de las orejas, la parte posterior
de la garganta, entre los dedos de los pies, el interior de la vagina y todo
otro recoveco e instersticio al que se podía acceder con una sonda. A
continuación pusieron los microbios en cultivo y analizaron su material
genético segmento a segmento. A partir de los resultados, unos ordenadores
calcularon el tamaño de la comunidad microbiótica: la suma total de virus,
bacterias, hongos, protozoos y otros organismos que viven dentro de
nosotros. La suma total fue de más de cien trillones de organismos, lo que
multiplicaba por diez la población de células humanas. La cantidad de
material genético de origen microbiano superaba a la nuestra 150 veces. Por
decirlo en pocas palabras, el 90 por ciento de ti no eres tú143.
Algunos de estos microbios cruzan la placenta y pasan a residir en
nuestro interior cuando todavía estamos en el útero144. Pero la principal
oleada de colonización tiene lugar en el parto145. Después de que la madre
rompa aguas, los microbios que cubren su canal vaginal van subiéndose al
bebé a cada nueva contracción. A partir de ese momento, cada uno de
nosotros se convierte en un imán para los microbios. Estos proceden de los
médicos que nos traen al mundo, de las mantas que nos envuelven, de
nuestros primeros chupetes y del aire que nos rodea. Invaden toda fisura y
resquicio de nuestros cuerpos, con particular énfasis en el intestino, que les
atrae en razón de su botín de nutrientes. Durante los dos primeros años, esta
población se modifica con espectacularidad y es claramente distinta entre
un bebé y otro. Pero entonces, cuando los niños pequeños empiezan a
comer alimentos sólidos, la población se estabiliza. Los niños y los adultos
típicamente albergan unos cuantos millares de especies de microbios, y no
hay dos personas en el mundo que tengan la misma composición idéntica de
ellos. Tu microbioma es tan único como tu huella dactilar146.
Nuestras células microbianas —quizá haríamos mejor en hablar de
nuestros «yos microbianos», pues cada uno de nosotros en realidad es un
superorganismo— no pueden ser clasificados con facilidad. El censo reveló
que varias cepas etiquetadas como patógenos de hecho viven en nuestro
interior de forma constante y tan solo causan problemas cuando estamos
debilitados o cuando unas circunstancias inusuales favorecen su
crecimiento.
La misma especie de bacteria puede ser una ayuda (un simbionte), un
gorrón inofensivo (un comensal) o un elemento dañino (un parásito), en
función de las circunstancias siempre cambiantes147.
En el intestino, los microbios residentes se llevan su parte de cada
alimento que comes, pero a cambio ayudan a digerirlo, sintetizando
vitaminas y desarmando a las bacterias peligrosas que ingieres148. También
producen casi todo neutransmisor importante que regula nuestras
emociones —de forma notable, el ácido gamma aminobutírico, la
dopamina, la serotonina, la acetilcolina y la noradrenalina—, así como
hormonas con propiedades psicoactivas149. Los científicos hoy sospechan
que, en uno u otro grado, los microbios intestinales influyen en si te sientes
feliz o triste, ansioso o tranquilo, lleno de energía o más bien flojo. Al
indicar al cerebro cuándo has comido lo suficiente, es hasta posible que
determinen si eres gordo o delgado150.
Los científicos siguen tratando de discernir cómo se las arregla
exactamente la flora bacteriana intestinal para transmitir mensajes a la
cabeza, tan lejana, pero por el momento tienen unas cuantas ideas.
Según creen, ciertos compuestos psicoactivos elaborados por las bacterias
en las tripas son detectados por el sistema nervioso entérico, una gruesa
madeja de neuronas que se extiende por toda la longitud del intestino151.
Esta red tiene más neuronas que la médula espinal —de ahí su nombre de
«segundo cerebro»— y conecta con el gran cerebro en lo alto a través del
nervio vago, uno de los principales conductos por los que las bacterias
hacen oír su voz. De hecho, el 90 por ciento de la información transmitida
por este cable se traslada de las vísceras al cerebro, y no en sentido inverso,
como los científicos dieron por sentado durante años.
Al desmenuzar los alimentos, las bacterias intestinales también producen
metabolitos con propiedades neuroactivas que pueden estimular el mismo
cable nervioso o ser transportadas al cerebro por el flujo sanguíneo152.
Las bacterias intestinales pueden afectar al sistema inmunológico, lo que
puede socavar nuestro estado de ánimo y nivel de energía, en otra muestra
de que nuestro microbioma es capaz de modificar nuestra conducta. De
forma que acaso tiene relación con esta observación, los individuos
deprimidos acostumbran a tener unas concentraciones inusualmente altas de
determinadas bacterias intestinales y son más propensos a tener unos
marcadores biológicos más elevados para los casos de inflamación, lo que
es una respuesta inmunomediada153.
De forma curiosa, determinadas dolencias vinculadas a la flora intestinal
—en particular la colitis ulcerosa y la enfermedad de Crohn— se
caracterizan por las perturbaciones del microbioma en el intestino, y tales
dolencias están asociadas a una incidencia inusualmente alta de trastornos
mentales en comparación con otras enfermedades serias que afectan otras
partes del cuerpo. De hecho, entre el 50 y el 80 por ciento de quienes sufren
estas dolencias están clínicamente deprimidos154.
De modo más sorprendente, ciertas anomalías en la composición de la
microbiota humana han sido vinculadas al trastorno del espectro autista
(TEA), dolencia caracterizada por una mayor ansiedad, depresión y
dificultad para la relación social155. Los roedores que hacen gala de
comportamientos que reflejan muchos de los observados en niños con TEA
muestran cambios similares en sus microbiomas intestinales156. Tras la
introducción de bacterias sanas en sus intestinos, su conducta por lo general
se normaliza. Esta observación alimenta la esperanza de que quizá sea
posible desarrollar terapias basadas en la microbiota para los enfermos del
TEA, si bien los científicos aún están lejos de traducir este hallazgo en
tratamientos clínicos.
Está claro que en nuestro estómago pasan muchas cosas. Su flora
microbiana, combinada con las células inmunológicas y el segundo cerebro,
constituye un ecosistema complejo y diverso, un bosque tropical que crece
en el interior de todos y cada uno de nosotros, por así decirlo. De modo que
nadie está en condiciones de determinar con precisión cómo interactúan las
bacterias intestinales, qué es lo que nos hacen o por qué. Los modelos
estándar de manipulación quizá no son de aplicación en este caso. Está
claro, sin embargo, que la conducta de los animales cambia notablemente
según la composición del microbioma en su intestino.
La prueba más sorprendente de todo esto procede de los ratones libres de
gérmenes, esto es, de animales especialmente creados en ambientes estériles
para que no tengan microbios en las tripas157. Un ratón sano normal con su
flora intestinal intacta aprende con rapidez y de buena gana. Si se le
muestra un objeto novedoso, como un aro para servilleta, de inmediato lo
rodea y olisquea con gran interés. Si lo situamos en un laberinto, explora los
nuevos corredores con entusiasmo. Los ratones sin gérmenes en absoluto
hacen gala de esta curiosidad natural. Se diría que no tienen recuerdos de
los objetos y lugares que han explorado recientemente, pues son tan
proclives a decantarse por lo que resulta familiar como por lo que es nuevo,
excitante o distinto. Estos roedores también son extrañamente osados;
parecen desconocer el miedo. Se aventuran sin dudarlo por lugares a los que
los ratones con microbiotas normales no se dirigen. Las luces brillantes y
los espacios abiertos que para el ratón normal son sinónimos de peligro no
les resultan disuasorios en lo más mínimo. De hecho, son tan inmunes a la
ansiedad que no muestran señales de inquietud ni cuando, al poco de nacer,
están separados de sus madres durante tres horas al día, experiencia
traumática que en condiciones normales los convertiría en asustadizos e
inadaptados sociales de por vida. Por lo demás, los ratones sin gérmenes
corretean por el interior de sus recintos cercados en mayor medida que los
dotados de una microbiota normal158. Como en el caso de los ratones con
rasgos propios del autismo, la transferencia de un microbioma intestinal
sano a los animales sin gérmenes puede normalizar muchos de estos
comportamientos —por ejemplo, se tornan más cautos y menos activos—,
pero tan solo si dicha transferencia tiene lugar antes de las cuatro semanas
de edad159. Pasado este lapso, el transplante no tiene efecto, lo que sugiere
que el microbioma existente al principio de la vida conforma el propio
cableado del cerebro. De hecho, unos estudios efectuados en el instituto
Karolinska de Suecia muestran que la temprana exposición al microbioma
intestinal influye de forma espectacular en la expresión de centenares de
genes, muchos de ellos involucrados en la transmisión de mensajes
químicos en el cerebro.
Es posible que las bacterias en el cerebro incluso influyan en la
personalidad. El mismo equipo que efectuó el estudio sobre la carencia
maternal (Stephen M. Collins, Premysl Bercik y varios colegas de la
Universidad McMaster de Ontario, Canadá) exploró esta posibilidad
valiéndose de ratones endogámicos con dos temperamentos marcadamente
distintos160. Los ratones de una cepa eran inusualmente tranquilos y poco
inclinados a hacer vida social con sus pares. Los ratones de la otra cepa
hacían gala de unos rasgos situados al otro extremo del espectro; eran más
nerviosos, agresivos y gregarios. Estos dos grupos a la vez tenían distintos
microbiotas, y los investigadores decidieron comprobar qué pasaría si
cogían unos ratones sin gérmenes de un grupo y les inoculaban con la
bacteria intestinal del otro. En lo esencial, el resultado fue un cambio de
personalidad. Los ratones tranquilos se volvieron más nerviosos y
sociables; los ratones que eran agresivos se calmaron y se tornaron menos
sociables. En otras palabras, cada grupo desarrolló un carácter algo más
parecido al de la cepa que había donado los microbios. En coincidencia con
esta transformación, el equipo canadiense descubrió un aumento en la
producción de una sustancia neuroquímica llamada factor neutrófico
derivado del cerebro en cierta región cerebral implicada en la regulación de
las emociones.

El transplante de completos ecosistemas microbióticos a roedores no es el


único medio de estudiar la conexión entre el microbioma y la mente. En la
vanguardia de la investigación se encuentra el uso de probióticos —como
las bacterias sanas presentes en el yogur—con la misma finalidad. Es la
especialidad de John Cryan, neurocientífico en el University College Cork,
en Irlanda. A principios del decenio de 1990, mientras cursaba estudios de
doctorado, Cryan se sintió fascinado por la psiconeuroinmunología, un
campo por entonces novedoso, dedicado a la comprensión del diálogo
existente entre el sistema inmunológico y el cerebro161. Más tarde se
interesó por el intestino, porque cada vez más datos de investigación
sugerían que bien podría estar en el centro de la mencionada conversación.
Tras encontrar trabajo en la Universidad de Cork, tuvo ocasión de dedicar
más tiempo a dicho interés, pues empezó a colaborar con el organismo hoy
conocido como instituto microbiano APC, un centro de investigación
situado en la ciudad, cuyo principal objetivo es el de comprender el papel
que la flora intestinal desempeña en todos los órdenes de la salud. Tras
hablar con Ted Dinan, psiquiatra asimismo empleado en el instituto, los dos
científicos decidieron aunar esfuerzos para explorar la interacción entre el
cerebro y las tripas.
En el curso de uno de sus primeros ensayos, sometieron a animales
jóvenes sanos al estrés —una forma casi segura de convertirlos en adultos
con ansiedad— y descubrieron que sus bacterias intestinales eran muy
diferentes a las de los animales criados en circunstancias más amables.
También les intrigó la tan estrecha relación existente entre los trastornos
digestivos y la depresión. Cryan explica que, a medida que profundizaban
en la cuestión, una idea les vino a la mente: «Si tu intestino puede causar
problemas de inadaptación, ¿es posible que también sea responsable de la
producción de los comportamientos más positivos seguramente vinculados
a la emoción y el aprendizaje?» Llegados a este punto, tuvieron la iniciativa
de llevar a cabo estudios de comportamiento sobre ratones a los que habían
proporcionado bacterias probióticas (una anécdota: el cultivo del
lactobacilo que utilizaron fue proporcionado por un fabricante de productos
dietéticos).
En un experimento de esta clase, los ratones alimentados con el
lactobacilo fueron situados, en compañía de un grupo de control integrado
por animales no tratados, dentro de una jaula. Los investigadores dirigieron
pequeñas descargas eléctricas a los pies de unos y otros, emparejadas con
un sonido determinado. Los dos grupos reaccionaron de igual modo: de
inmediato se quedaron paralizados, lo que constituye una respuesta
adaptativa. Pero al día siguiente, cuando los científicos se limitaron a
reproducir el sonido de la víspera para ver hasta qué punto los ratones lo
asociaban con el estímulo doloroso, los animales alimentados con el
probiótico se paralizaron con mayor frecuencia que los no tratados.
«Estaban poniendo mayor atención —dice Cryan—. Los animales con el
lactobacilo aprendieron de forma mucho mejor y más eficiente».
Cryan, Dinan y otros colegas también examinaron cómo respondían los
ratones alimentados con probiótico a una prueba muy utilizada por las
compañías farmacéuticas a fin de evaluar la eficacia de los medicamentos
para la ansiedad y la depresión. Metieron a los animales en un pequeño
tanque de agua y los obligaron a nadar sin que existiera una vía de escape.
Presas del pánico, al final se dejaron llevar por el desespero y se quedaron
inmóviles. Los ratones no tratados tan solo nadaron dos minutos antes de
perder la voluntad de sobrevivir. Por contraste, los alimentados con el
probiótico nadaron cuarenta segundos más. «Nos quedamos muy
sorprendidos por la magnitud del efecto —recuerda Cryan—. Se
comportaban como si los hubiéramos estado tratando con un
antidepresivo».
Dado que el neurotransmisor conocido como ácido gamma-aminobutírico
desempeña un papel central en la supresión de la respuesta del cuerpo al
miedo y la desesperación, los investigadores examinaron las partes de
cerebro del ratón más influidas por esta sustancia química. Encontraron
notables cambios en dichas áreas. A continuación cortaron el nervio vago,
la principal ruta conectora entre el intestino y el cerebro. El resultado fue
asombroso: los animales alimentados con lactobacilo tiraron la toalla y
dejaron de luchar por la supervivencia tan rápidamente como los animales
no tratados. No solo eso, sino que sus cerebros ya no mostraban cambios en
las regiones más afectadas por el ácido gamma-aminobutírico. «De un
modo u otro, la bacteria estaba afectando al nervio vago —dice Cryan—.
Una vez sajado este nervio, el intestino ya no tiene forma de enviar señales
al cerebro para que cambie su química neuronal».
Unos resultados tan espectaculares suelen invitar al escepticismo, pero las
dudas de la comunidad científica se vieron disipadas cuando John
Bienenstock, colega de Cryan en la Universidad McMaster, logró duplicar
los resultados. Estos descubrimientos también arrojaron luz sobre un
tratamiento muchas veces efectivo pero no bien entendido para la depresión
refractaria grave. Llamado estimulación del nervio vago (ENV), este
tratamiento hace exactamente lo que su nombre sugiere. Tras unir unos
pequeños electrodos a una sección del nervio que discurre por el cuello, los
electrodos son activados por una batería, de modo que el cerebro recibe
mayor estimulación que de ordinario, lo que suele producir una mejora en el
estado de ánimo. «Estamos entrando en lo puramente especulativo —
comenta Cryan—, pero, ¿es posible que la bacteria esté operando como una
especie de estimulador del nervio vago? ¿Replicando en lo fundamental los
efectos de la terapia?»
Los últimos descubrimientos plantean una pregunta obligada: ¿los
probióticos podrían ser de ayuda para los millones de personas debilitadas
por serios trastornos del estado de ánimo?
El equipo de Cryan y otros grupos en Europa y Norteamérica ahora están
conduciendo ensayos clínicos para ver el efecto de la terapia en personas
cuyos principales problemas son la ansiedad, la depresión o el trastorno
bipolar162. Todavía no hay unos resultados definitivos, pero los estudios de
grupos cuyas dificultades de orden mental pueden tener origen en
problemas gastrointestinales resultan alentadores. En un estudio efectuado
sobre treinta y siete pacientes con trastornos gastrointestinales funcionales
(expresión que engloba el síndrome de colon irritable y otras dolencias
gástricas corrientes no vinculadas a una anormalidad subyacente), el
tratamiento probiótico no tan solo mejoró sus síntomas, sino que también
obtuvo una significativa reducción de la depresión y la ansiedad, atendiendo
a los testimonios de los propios pacientes y a la medición de marcadores del
estrés en su saliva y orina. El resultado fue impresionante, si tenemos en
cuenta que todos los sujetos habían sido previamente tratados —sin éxito—
en múltiples centros médicos163.
Diversas investigaciones clínicas asimismo sugieren que los remedios
probióticos pueden mitigar el cólico del bebé, un trastorno que atormenta al
20 por ciento de los recién nacidos, así como a sus padres exhaustos por la
falta de sueño.164 En un ensayo, el remedio redujo los lloros y berrinches en
un 70 por ciento.165
Por si esto fuera poco, cada vez más datos indican que los suplementos de
bacterias sanas pueden atenuar el estrés y el nerviosismo cotidianos entre
personas por lo demás sanas. Por poner un ejemplo, un ensayo aleatorio de
doble ciego hecho en Francia con cincuenta y cinco personas sin historia de
problemas psicológicos mostró que el consumo de un probiótico reducía los
niveles de hormonas del estrés en la sangre y mejoraba la descripción que
los sujetos hacían de su depresión, ansiedad y capacidad para sobreponerse
a las dificultades, unas mejoras que no se daban en el grupo de control166.
En vista de las reducidas dimensiones del estudio, hay que ser cautos a la
hora de extrapolarlo —los científicos sobre todo elogian la investigación
porque apunta direcciones de interés a ser investigadas en el futuro—, pero
sus resultados encajan bien con un estudio pionero hecho con
neuroimágenes que asociaba los cambios en el funcionamiento cerebral con
una dieta rica en probióticos.
Conducido en la UCLA por un equipo médico liderado por Emeran
Mayer y Kirsten Tillisch, el ensayo fue protagonizado por sesenta mujeres
—todas ellas sanas y sin trastornos psiquiátricos— asignadas a tres grupos
de modo aleatorio167. Los investigadores administraron yogur con bacterias
a uno de los grupos dos veces al día durante cuatro semanas y un producto
con leche no fermentada a un segundo grupo con la misma periodicidad. Al
tercer grupo no se le efectuó intervención. Antes y después del
experimento, todas las mujeres fueron sometidas a una resonancia
magnética para medir su actividad cerebral durante una prueba de
reconocimiento de las emociones: tenían que emparejar las fotos de unos
rostros que mostraban las mismas expresiones, de ira, miedo o tristeza. En
comparación con las demás mujeres del estudio, las que comieron el yogur
con bacterias mostraron una atenuación de la actividad cerebral en las tres
regiones vinculadas a la emoción, la cognición y el procesamiento de
información sensorial.
«Tenemos que ser cautelosos al interpretar los resultados», dice Mayer, el
principal responsable del estudio cuando visito su soleado despacho en un
gigantesco complejo hospitalario enclavado en el campus de esta
universidad californiana. No obstante, a su modo de ver, los cambios
percibidos a través de las resonancias magnéticas sugieren que la
intervención dietética ejerció una influencia positiva sobre el
funcionamiento del cerebro. «Las mujeres que tomaron probióticos
reaccionaron en menor medida a emociones negativas como la ira, el miedo
y la tristeza. Seguramente resulta beneficioso no reaccionar de forma
acusada a las emociones del tipo negativo. Hay muchas personas sensibles
que se ponen muy nerviosas si alguien las mira con el ceño fruncido. —
Según agrega—: Hubiera sido interesante ver su reacción si en el ensayo
hubiéramos insertado fotos con rostros felices».168
Mayer creció en Múnich y habla inglés con un muy ligero deje alemán
que le brinda cierto aire mundano y sofisticado a la europea. Su rasgo más
destacado es una curiosidad voraz que lo ha llevado a perseguir aventuras
intelectuales y a acumular títulos académicos. Antes de licenciarse en
medicina pasó varios meses conviviendo con la tribu de los yanomami de la
Amazonia —cuyas fotos decoran la pared del despacho—, un grupo cuya
microbiota le encantaría investigar. En el curso de su carrera, Mayer se ha
especializado en una impresionante gama de campos, entre los que están la
gastroenterología, la psiquiatría y la fisiología. En un diagrama de Venn, la
probiótica aparecería representada en el punto de encuentro de estas tres
disciplinas, por lo que su profundo interés en esta materia tiene completo
sentido, por lo menos para mí. Pero él lo ve de otro modo.
«Hace siete u ocho años, este campo de investigación me parecía una
completa patraña —explica—. Muchas compañías de probióticos
contactaron conmigo, pero yo siempre les decía que no. Finalmente
propusieron diseñar un estudio a mi capricho. Les dije que bueno, que haría
un estudio de alto riesgo, con grupo de control sometido a un placebo, pero
que no creía que fuera a servir de algo».
Pero, como hemos visto, los resultados del ensayo no fueron los que
vaticinó. Al referirse a la cuestión, Mayer habla como si le costara asumir
tales resultados, como si todavía no acabara de creer en sus propios
descubrimientos. Una razón es que los circuitos asociados a la tarea de
reconocer emociones «están muy profundamente inscritos en nuestro
cerebro. Incluso los monos los tienen». La reacción a las expresiones ajenas
«tiene lugar en cuestión de milisegundos. ¿El otro está enfadado conmigo?
¿Tengo que prepararme para pelear? ¿Se siente feliz? En tal caso, la
respuesta suele ser de empatía. Fue muy sorprendente que algo tan robusto
como esto pudiera ser modulado por cuatro semanas de exposición a una
especie de probiótico».
Sería lógico suponer que en la compañía que suministró el cultivo
bacteriano para el ensayo estarían contentos con el resultado, pero «tienen
la paranoia de que podría influir negativamente en las ventas, de que la
gente se diga: vaya, esto afecta a tu estado emocional o tu mente… y que
dejen de comprar yogures».
Mayer y muchos de sus colegas quieren reducir la dependencia de la
industria de los probióticos a la hora de encontrar financiación para su
trabajo. La industria se resiste a hacer públicos los datos de que dispone, y
su implicación crea la percepción —fundada o infundada— de que los
intereses económicos quizá mediatizan los resultados de los investigadores.
Los científicos finalmente están saliéndose con la suya, pues los
organismos gubernamentales empiezan a subvencionar sus ensayos,
proporcionándoles los recursos necesarios para seguir investigando por
puras razones médicas, y no porque los resultados quizá puedan ayudar a la
comercialización del producto de una compañía.
Por el momento, estas compañías escogen los probióticos a incluir en sus
yogures atendiendo a las preferencias del gusto de los consumidores y otras
consideraciones comerciales. Según explica Cryan: «El intento de usar
estos yogures con fines terapéuticos es comparable a entrar en una farmacia
y comprar todo tipo de pastillas al azar, con la esperanza de que tendrán un
efecto positivo en tu cerebro169». No es un método muy útil para encontrar
bacterias clínicamente eficientes, así que muchos investigadores están
adoptando unas estrategias más selectivas o específicamente orientadas.
Hoy están examinando las bacterias probióticas —incluyendo cepas no
existentes en el mercado— para determinar cuáles producen
neurotransmisores y otros compuestos psicoactivos. Si logran identificar
cepas prometedoras, el siguiente paso será el de administrarlas a roedores y,
si se observa una reducción de los comportamientos ansiosos, podrán pasar
a conducir ensayos con seres humanos. Este proceso será mucho más largo
en el caso de los cultivos no comerciales de bacterias, pues la aprobación
del regulador estadounidense exige que sean tan rigurosamente analizados e
investigados como los medicamentos de nueva formulación170. En todo
caso, quizá sea posible olvidarse de las bacterias por completo y crear unos
fármacos sin utilizar más que las sustancias químicas psicoactivas de
producción bacteriana.
Otros científicos están tamizando nuestros microbiomas con el fin de
comprender mejor las variaciones individuales en su contenido. Este
conocimiento podría ser importante a la hora de personalizar los
tratamientos para los pacientes que sufren de trastornos del estado de
ánimo, problemas gastrointestinales o ambas cosas a la vez. Si bien la
microbiota intestinal de cada persona tiene una composición única, los
científicos han descubierto que distintas especies tienden a agruparse juntas
en el seno de los individuos, aunque en proporciones ligeramente distintas.
Los investigadores comparan los microbiomas individuales con unos
jardines. Todos nosotros tenemos muchas bacterias en común, es lo que la
ciencia denomina el microbioma nuclear. Estas especies muchas veces son
las más abundantes. Vienen a ser como flores silvestres: dientes de león,
amapolas o prímulas, pongamos por caso. El resto de las especies
microbianas típicamente varía de una persona a otra. Para seguir con la
analogía de un jardín, es posible que un individuo albergue cierto tipo de
flor —caléndulas, por ejemplo— en gran número, mientras que otros
pueden albergar gran cantidad de narcisos o flores de brezo. Y cada uno de
nosotros puede contar con raras especies exóticas, el equivalente a una
orquídea que tan solo crece en las montañas de Papúa-Nueva Guinea. Sin
embargo, incluso los microbios que unos tenemos y otros no resultan
importantes en un mismo sentido: acostumbran a ocupar similares nichos
ecológicos, como los de desmenuzar distintas clases de proteínas, fibras y
grasas.
La dieta —en particular, ya obtengas la mayor parte de las calorías de las
grasas, como es típico en los países donde la comida es abundante y barata,
o de los cereales y verduras como es la norma en las sociedades agrarias—
puede influir en los microbios que florecen en tu interior. También es
probable que tengas muchas de las mismas especies que tiene tu madre, y
no tan solo porque sus bacterias fueron las primeras en colonizarte. Según
parece, nuestros genes desempeñan su papel en la determinación de lo
hospitalario que nuestro cuerpo resulta para unos y otros microbios.
El descubrimiento más asombroso hecho en este campo —efectuado por
Mayer y su grupo— es el de que la arquitectura de un cerebro invidivual
tiene correlación con el tipo de especies que son hegemónicas en su
intestino. Como indica Mayer: «A partir de una resonancia magnética de la
cabeza, de hecho podemos predecir qué jardines microbianos crecen en tu
interior». Estas especies influyen en la densidad y volumen de la materia
gris en el cerebro, así como en los conductos de materia blanca que enlazan
diferentes regiones de la corteza cerebral. En particular, las bacterias
intestinales parecen ejercer el mayor influjo en el cableado del centro
cerebral especializado en las recompensas, el que te motiva a buscar el
placer y evitar el dolor. Lo que para Mayer sugiere que las bacterias pueden
influir «en las emociones de fondo, en las reacciones al estrés, en el hecho
de que te sientas optimista o pesimista». Según añade: «Los indios de la
selva venezolana, como los yanomami con los que viví una temporada,
están expuestos a unos microbios totalmente distintos a los que afectan a
quienes viven en una ciudad. Como es natural, también se comportan de
forma muy distinta. No sabemos si las bacterias intestinales pueden tener
relación».
No hace falta decir que le gustaría averiguarlo.
Las bacterias intestinales pueden ejercer por lo menos otro efecto muy
importante sobre la conducta: no es de descartar que estimulen los antojos
de alimentos. En el próximo capítulo voy a explicar por qué pueden verse
motivadas a manipular nuestro apetito y cómo —con un poco de suerte—
podrían sernos de ayuda para ganar la guerra contra la obesidad.
142. G. Kolata, «In Good Health? Thank Your 100 Trillion Bacteria», New York Times, 13
junio 2012, http://www.nytimes.com/2012/06/14/health/human-microbiome-project-decodes-
our-100-trillion-good-bacteria.html.

143. F. Cryan y T. G. Dinan, «Mind-Altering Microorganisms: The Impact of the Gut


Microbiota on Brain and Behavior», Nature Reviews Neuroscience 13, número 10 (2012):
p. 702, doi: 10.1038/nrn3346.

144. D. Grady, «Study Sees Bigger Role for Placenta in Newborns’ Health», New York Times,
21 mayo 2014, http://www.nytimes.com/2014/05/22/health/study-sees-bigger-role-for-
placenta-in-newborns-health.html.

145. Stephen Collins, entrevista con la autora, 7 enero 2013.

146. Lozupone et al., «Diversity, Stability and Resilience of the Human Gut Microbiota»,
Nature 489 (13 septiembre 2012): pp. 220-223, doi: 10.1038/nature11550.

147. M. J. Blaser, entrevista con la autora, 18 diciembre 2012.

148. Kolata «In Good Health».

149. Cryan and Dinan, «Mind-Altering Microorganisms», p. 704.

150. Ibid., 701-709, y P. Forsythe et al., «Mood and Gut Feelings», Brain, Behavior, and
Immunity 24 (2010): pp. 9-16, doi: 10.1016/j.bbi.2009.05.058.

151. A. Hadhazy, «Think Twice: How the Gut’s “Second Brain” Influences Mood and Well-
Being», Scientific American (12 febrero 2010), http://www.scientificamerican.com/article/gut-
second-brain/.

152. Lindsay Borthwick, «Microbiome and Neuroscience: The Mind-Bending Power of


Bacteria», Kavli Foundation, invierno 2014, http://www.kavlifoundation.org/science-
spotlights/mind-bending-power-bacteria.

153. M. Almond, «Depression and Inflammation: Examining the Link», Current Psychiatry
12, número 6 (junio 2013): pp. 24-32. Véase también A. Naseribafrouei et al., «Correlation
Between the Human Fecal Microbiota and Depression», Neurogastroenterology and Motility
26 (2014): pp. 1155-1162.
154. Collins, entrevista con la autora.

155. M. Wenner Moyer, «Gut Bacteria May Play a Role in Autism», Scientific American (14
agosto 2014).

156. J. Gilbert et al., «Toward Effective Probiotics for Autism and Other Neurodevelopmental
Disorders», Cell 155, número 7 (2013): p. 1446, http://dx.doi.org/10.1016/j.cell.2013.11.035.

157. S. Collins, M. Surette y P. Bercik, «The Interplay Between the Intestinal Microbiota and
the Brain», Nature Reviews Microbiology 10, número 11 (2012): pp. 735-742, doi:
10.1038/nrmicro2876.

158. M. G. Gareau et al., «Bacterial Infection Causes Stress-Induced Memory Dysfunction in


Mice», Gut 60, número 3 (2011): pp.307-317, doi: 10.1136/gut.2009.202515.

159. R. Heijtz et al., «Normal Gut Microbiota Modulates Brain Development and Behavior»,
Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America 108, número
7 (2011): pp. 3047-3052, doi: 10.1073/pnas.1010529108.

160. Gareau et al., «Bacterial Infection Causes Stress-Induced Memory Dysfunction», p. 307.

161. J. Cryan, entrevista con la autora, 10 diciembre 2012. Véase también J. Bravo et al.,
«Ingestion of Lactobacillus Strain Regulates Emotional Behavior and Central GABA Receptor
Expression in a Mouse Via the Vagus Nerve», Proceedings of the National Academy of
Sciences of the United States of America 108, número 38 (2011): pp. 16050-16055, doi:
10.1073/pnas.1102999108.

162. F. Dickerson, entrevista con la autora, 26 marzo 2014.

163. Yoshihisa Urita et al., «Continuous Consumption of Fermented Milk Containing


Bifidobacterium bifidum YIT 10347 Improves Gastrointestinal and Psychological Symptoms in
Patients with Functional Gastrointestinal Disorders», Bioscience of Microbiota, Food and
Health 34, número 2 (2015): pp. 37-44. Véase también C. Janssen, entrevista con la autora, 25
junio 2013 y 7 diciembre 2015.

164. F. Indrio et al., «Prophylactic Use of a Probiotic in the Prevention of Colic, Regurgitation,
and Functional Constipation: A Randomized Clinical Trial», JAMA Pediatrics 168, número 3
(2014): pp. 228-233, doi: 10.1001/jamapediatrics.2013.4367. Véase también B. Chumpitazi y
R. J. Shulman, «Five Probiotic Drops a Day to Keep Infantile Colic Away?», JAMA Pediatrics
168, número 3 (2014): pp. 204-205, doi: 10.1001/jamapediatrics.2013.5002.
165. F. Savino et al., «Lactobacillus reuteri (American Type Culture Collection Strain 55730)
Versus Simethicone in the Treatment of Infantile Colic: A Prospective Randomized Study»,
Pediatrics 119 número. 1 (2007): e124-e125.

166. M. Messaoudi et al., «Assessment of Psychotropiclike Properties of a Probiotic


Formulation (Lactobacillus helveticus R0052 and Bifidobacterium longum R0175) in Rats and
Human Subjects», British Journal of Nutrition 105, número 5 (2011): pp. 755-764, doi:
10.1017/S0007114510004319.

167. K. Tillisch et al., «Consumption of Fermented Milk Product with Probiotic Modulates
Brain Activity», Gastroenterology 144, número 7 (2013): pp. 1394-1401, doi:
10.1053/j.gastro.2013.02.043.

168. E. Mayer, entrevista con la autora, 13 septiembre 2013 y 15 abril 2014.

169. Cryan, entrevista con la autora.

170. Mayer, entrevista con la autora.


7
Los microbios me han hecho engordar

H
ay dos ratones. Uno es rollizo de un modo que resulta bonito, el
otro está en la piel y los huesos. Y sin embargo, el ratón flaco
come mucho más que el otro. Pesa menos porque, a diferencia de
su orondo congénere, no tiene microbios en el intestino. Sin estos ayudantes
que desmenuzan los alimentos, la mayor parte de la comida pasa por el
intestino sin ser digerida. Si bien el animal consume un 30 por ciento más
de comida que el ratón de mayor tamaño, tiene un 60 por ciento menos de
grasa171.
Los estudios realizados sobre microbios carentes de gérmenes no dejan
dudas de que los microbios ejercen gran influencia en la cantidad de
nutrientes que podemos obtener de la comida; es el modo obvio por el que
controlan el hambre y el peso corporal. Pero esta historia va más allá de la
simple ingesta y expulsión de calorías. Las bacterias intestinales regulan las
hormonas que tu propio cuerpo produce para avivar o suprimir el apetito172.
Son, por ejemplo, la ghrelina, la molécula que te incita a servirte un nuevo
plato del bufé, y la leptina, que te dice que ha llegado la hora de dejar el
tenedor en la mesa. También se sospecha que las bacterias en la barriga
posiblemente sintetizan unas sustancias químicas vinculadas a las regiones
cerebrales que gobiernan la saciedad. Estas áreas incluyen circuitos ricos en
receptores cannabinoides… los mismos conductos neurológicos que entran
en acción cuando un consumidor de cannabis de pronto tiene un antojo de
comida173.
Inspirados por estos descubrimientos, muchos científicos sospechan que
nuestros microbiomas pueden ser dueños del secreto para vencer a la
obesidad. En el centro de este torrente de actividad se encuentra Jeffrey
Gordon, investigador médico en la Universidad Washington de Saint Louis,
quien ha realizado uno de los experimentos más creativos y provocativos a
este respecto.
En 2006, el equipo de Gordon hizo un descubrimiento de importancia: los
ratones gordos tenían una proporción mucho mayor de cierto principal
grupo bacteriano y menor de otro, mientras que los animales flacos
mostraban el perfil contrario174. Gordon se quedó fascinado al ver que los
seres humanos obesos y delgados exhibían idéntico patrón175. ¿Era posible
que ciertas bacterias llevaran a engordar? ¿O podría ser que el exceso de
calorías consumidas por las personas gruesas favorecía el crecimiento de
tales cepas precisas?
A fin de discernir entre la causa y el efecto, Gordon, en compañía de
Vanessa K. Ridaura y otros, ejecutó una serie de experimentos que llamaron
la atención de la comunidad científica176. Emprendieron una búsqueda
destinada a encontrar raras parejas de hermanos gemelos en las que uno
tuviera sobrepeso y el otro fuera flaco (la idea era la de minimizar el factor
hereditario). A continuación recogieron bacterias de los excrementos de los
sujetos y las usaron para colonizar a ratones genéticamente idénticos y
libres de gérmenes. Los animales que recibieron las bacterias de los
hermanos con sobrepeso se volvieron obesos, y los que recibieron las de los
gemelos delgados siguieron siendo delgados. Los investigadores a
continuación establecieron un combate entre los dos tipos de microbios al
alojar a ambos conjuntos de ratones en una misma jaula. Los roedores son
coprófagos —una forma elegante de decir que devoran las heces de sus
pares—, de forma que, al juntar a los dos grupos, expusieron a los
miembros del uno y del otro a las bacterias fecales originalmente
procedentes de los hermanos gemelos gordos y flacos.
Esta lucha microbiana terminó de modo espectacular. Los roedores
obesos perdieron el exceso de peso, a medida que las bacterias provenientes
de los gemelos delgados se impusieron a la población preexistente. Los
roedores flacos siguieron igual de flacos. Las bacterias de los hermanos
delgados prevalecieron en ambos grupos.
A los sujetos de este experimento los estuvieron alimentando con comida
estándar para roedores baja en grasas, pero los investigadores se
preguntaron qué hubiera pasado si a los animales les hubieran suministrado
el equivalente de la comida basura cuando estaban expuestos a la mezcla
bacteriana. ¿El resultado habría sido el mismo? Los científicos consultaron
diversas tablas y recetarios dietéticos para crear unas pequeñas bolas de
comida con composición similar a la de los productos azucarados y ricos en
grasas consumidos por gran parte de la población en los países ricos. Al
alimentarse con esta dieta, los roedores gordos no perdieron peso. Los
microbios que llevaban a engordar triunfaron sobre los que ayudaban a
adelgazar. A todo esto, los roedores fibrosos no se tornaron rollizos, por
mucho que comieran. Su población bacteriana inicial los protegía de la
obesidad.
Más recientemente, el equipo de Gordon ha descubierto que los ratones
gordos tienen microbiomas empobrecidos en comparación con los de los
delgados, quienes albergan muchas más especies de bacterias
intestinales177. Otras investigaciones sugieren que las diversas microbiotas
de los ratones flacos pueden extraer mayor número de calorías del mismo
alimento, lo que podría llevar a pensar que estos roedores serían los que se
hincharían. Pero, de forma paradójica, sus bacterias desmenuzan el
alimento en metabolitos que parecen operar como supresores del apetito y
generadores de energía, de modo que el animal quema las calorías excesivas
y consume menor número de ellas en su conjunto178.
Estos resultados alientan la fantasía —porque de momento no es más que
eso— de que los seres humanos con sobrepeso podrían adelgazar si el
adecuado cóctel bacteriano de un modo u otro fuera a parar a sus intestinos,
en combinación con un corto período durante el que seguirían una dieta
baja en grasas para expulsar de sus sistemas a los organismos que llevan a
engordar. Y entonces, una vez que la colonia de bacterias benignas
estuviera bien asentada, estas personas dejarían de tener antojos de pastel de
chocolate. O quizá podrían comer tres raciones seguidas y seguir vistiendo
sin problemas sus pantalones de corte ceñido a la última.
Por desgracia, seguramente no resultará tan sencillo. En los seres
humanos, la obesidad es una dolencia compleja, en la que no tan solo
influyen los factores evidentes como la dieta, la herencia y el ejercicio
físico, sino también el sueño o la falta de él, el estrés, las normas culturales,
los problemas amorosos, el nivel de ingresos, el tabaquismo, el consumo de
alcohol, la presencia de animales de compañía en el hogar y quién sabe qué
otras variables. Dicho todo esto, no es de descartar que las bacterias
intestinales pudieran estar decantando la balanza de forma decisiva y en
sentido negativo para algunas personas.
Con el propósito de corregir este desequilibrio, un grupo científico de
Ámsterdam ha recurrido a una estrategia que implica transferir heces de una
persona delgada al intestino de otra gorda por medio de un colonoscopio (el
instrumento en forma de tubo que se inserta por el recto para llevar a cabo
una colonoscopia)179. Por desagradable que suene este procedimiento, su
empleo tiene sus precedentes en la medicina. El llamado transplante fecal se
ha revelado prometedor en ensayos experimentales para tratar una serie de
problemas gastrointestinales como el Clostridium difficile, un trastorno
marcado por diarreas y dolores abdominales crónicos, y la enfermedad de
Crohn (las bacterias a transferir proceden de personas sanas sin problemas
gastrointestinales). Esta circunstancia llevó a los investigadores holandeses
a llevar a cabo el ensayo con pacientes obesos. No obstante, muchos
especialistas estadounidenses opinan que su iniciativa resulta prematura;
preferirían que dicha estrategia tuviera una base científica más sólida180.
Esta estrategia también despierta inquietudes en lo referente a la seguridad
del paciente.
Si bien los donantes se someten a análisis rigurosos para asegurar que no
tienen VIH, hepatitis C u otras infecciones181, siempre cabe la posibilidad
de que unos patógenos pasen desapercibidos y terminen por infectar al
destinatario del transplante. Las figuras más destacadas en este terreno
asimismo debaten de forma discreta otra cuestión de importancia: quizá sea
preciso asegurarse de que los donantes tampoco tienen enfermedades
mentales. Tras subrayar que las bacterias intestinales pueden influir en las
emociones y quizá también en el temperamento, John Cryan, el
neurocientífico del University College en York, advierte —tan solo medio
en broma—que has de tener cuidado con tu donante: «Este podría
convertirte en quien nunca has sido»182. Stephen M. Collins —autor de los
estudios de personalidad en los roedores— tiene parecidas preocupaciones:
«El transplante fecal es un tratamiento que puede salvar las vidas de
algunas personas con enfermedades digestivas, por lo que no es fácil
refrenar tanto entusiasmo y explicar que el procedimiento también podría
cambiar la personalidad del paciente. Pero, en el plano teórico, hay indicios
de que efectivamente puede ejercer cierto impacto sobre la conducta»183.
De hecho, Collins agrega que su equipo hoy está evaluando si los
pacientes receptores de transplantes fecales para paliar sus problemas
digestivos experimentan alteraciones del estado de ánimo como resultado
del procedimiento.
A todo esto, Gordon y sus colegas están trabajando en la identificación de
las bacterias presentes en los excrementos humanos que han resultado
proteger contra la obesidad en los ensayos con animales184. Si tienen éxito,
la idea sería la de transferir nada más que dichas cepas depuradas, en lugar
de los excrementos en sí, a los seres humanos, innovación que podría
reducir los efectos secundarios adversos y hacer que el procedimiento no
resultara tan repelente para muchos. La administración podría ser anal, pero
también oral, por ejemplo, mediante cápsulas a engullir (crapsules, como
los científicos las llaman en broma, en referencia al vocablo inglés crap, o
«mierda») o alimentos tales como leches infantiles o yogures aderezados
con bacterias adelgazantes, quizá hasta con especies formuladas a medida
del microbioma intestinal de la persona185. Otra opción es la de aderezar los
platos con prebióticos: fibras molidas de verduras como la endivia que en lo
fundamental operan como fertilizante de la microbiota sana. Como Gordon
ha declarado a Scientific American: «Tenemos que pensar en diseñar unos
alimentos que le den la vuelta a todo»186.
Sin embargo, damos un paso adelante y también uno atrás. Los
antibióticos, mermadores de la microbiota intestinal, pueden estar
ampliando las filas de los obesos187. Quien lo advierte es Martin J. Blaser,
director del programa del microbioma humano en la Universidad de Nueva
York y autor de Missing Microbes, libro donde argumenta esta tesis de
forma convincente. Nadie —desde luego, no Blaser— está sugiriendo que
nos las arreglemos sin estos medicamentos que pueden salvar vidas, pero él
y otros científicos nos instan a pensarlo dos veces antes de recurrir a los
antibióticos a las primeras de cambio. La idea de que los antibióticos
pueden llevarte a engordar nada tiene de nuevo para granjeros y criadores
de ganado. Llevan decenios agregando pequeñas dosis de antibióticos a los
piensos para engordar a casi toda suerte de animales, desde los cerdos a las
reses o las aves de corral. (Con marcado retraso sobre la mayoría de los
países europeos, Estados Unidos no puso en marcha la eliminación gradual
de estos usos hasta 2014188.) Otro truco de campesino: empezar a darles
dosis a los animales cuando estos son muy jóvenes, a fin de maximizar los
beneficios. Si esperas hasta más tarde, la práctica ya no es tan efectiva para
conseguir el deseado engorde189.
Los seres humanos también empezamos a consumir antibióticos a edad
muy temprana. Muchos de nosotros recibimos la primera dosis incluso
antes de nacer. En el mundo industrializado, entre la tercera parte y la mitad
de las mujeres son tratadas con antibióticos durante el embarazo. Al llegar a
los dieciocho años, el estadounidense promedio ha seguido entre diez y
veinte tratamientos con antibióticos. Sin embargo, no tomamos antibióticos
con cada comida, y a diferencia del ganado, lo normal es que los
consumamos en dosis más elevadas pero en períodos más cortos. Entonces,
¿tiene sentido extrapolar de los animales a los seres humanos?
Para responder a esta pregunta, el grupo de Blaser administró a unos
ratones jóvenes un equivalente del tratamiento típico para los seres
humanos, en series cortas pero con alta dosificación del medicamento. Al
crecer, los roedores no tan solo pesaban más, sino que también hacían gala
de considerablemente más tejidos grasos que los ratones no tratados190. Y
cuando a los animales se les suministraban alimentos ricos en calorías en
lugar del rancho para roedores habitual, el engorde era aún más
espectacular. Esta interacción sinérgica entre los alimentos que comemos y
nuestros microbiomas, indica Blaser, seguramente explica en gran medida
por qué la incidencia de la obesidad en Estados Unidos es superior en los
estados del Sur, donde el gusto por los platos de frituras se combina con el
mayor índice de uso de antibióticos en todo el país.
Un estudio de un decenio de duración, efectuado sobre 163.820
participantes desde la niñez hasta la adolescencia, también respalda la idea
de que el empleo de estos medicamentos está llevándonos a engordar191.
Según se descubrió, al llegar a los quince años, los niños a quienes habían
sido prescritos siete series o más de antibióticos pesaban casi kilo y medio
más que quienes nunca los habían tomado. Si bien el sobrepeso asociado a
estos medicamentos era modesto al final de la niñez, parece que sus efectos
son acumulativos en el tiempo. En opinión de Brian S. Schwartz, director
del estudio efectuado por la escuela Bloomberg de sanidad pública de la
Universidad Johns Hopkins, la diferencia de peso entre los dos grupos
posiblemente será más sustancial en la mediana edad. «Tu índice de masa
corporal —advierte—puede verse alterado para siempre por los antibióticos
que te recetaron en la niñez».
De forma paradójica, una celebrada hazaña de la medicina —la
eliminación del Helicobacter pylori, una bacteria causante de úlceras—
puede ser un factor determinante del aumento de muchas barrigas192. Este
organismo desempeña un papel clave en la regulación de la ghrelina, una
hormona que disminuye a medida que tu estómago se llena de comida,
señalándote que ha llegado el momento de dejar el tenedor. Sin embargo, en
ausencia del microbio, los niveles de la hormona se reducen con mayor
lentitud, lo que lleva a comer más de la cuenta. El Helicobacter pylori
muchas veces ha sido descrito como un malísimo malo de película, pero
Blaser asegura que no causa problemas a la mayoría de las personas. Según
explica, hace tan solo un siglo era la bacteria más frecuente en el estómago;
casi todo el mundo la tenía. Pero hoy, en las regiones ricas del mundo, ha
desaparecido casi por entero. Tan solo el 6 por ciento de los niños
estadounidenses, alemanes y suecos lo albergan en sus estómagos.
Como es natural, nadie quiere asumir el riesgo de realojar en el estómago
a este inquilino desahuciado, dada su capacidad para provocar úlceras e
incluso, si se deja que la lesión siga en activo durante años, cánceres de
estómago y esófago. Pero quizá existe un modo de capitalizar sus virtudes
al tiempo que minimizamos sus peligros, de acuerdo con Barry Marshall, el
científico australiano que en 2005 compartió el Premio Nobel de Fisiología
y Medicina por su papel en el descubrimiento del organismo. Marshall
considera que un probiótico del futuro bien podría incluir una versión
neutralizada del Helicobacter pylori, dotada de su efecto positivo en la
supresión del hambre pero sin su facultad para corroer nuestro
revestimiento intestinal193.
El declive del Helicobacter Pylori es uno de los muchos fenómenos que
durante el último siglo aproximado han beneficiado al ser humano en
general pero que también pueden haber comprometido sus microbiomas. El
agua más limpia y las mejoras en la higiene y el saneamiento han reducido
la población bacteriana en nuestros intestinos, al igual que la disminución
en el número de hijos por familia. Los niños de hoy tienen menos hermanos
que los abruman a besos, tosen en sus narices o les roban un mordisco del
polo helado, por lo que muchos chavales carecen de los microbios que se
ajustan a su constitución hereditaria. Los bebés traídos al mundo mediante
césareas efectuadas por cirujanos con guantes esterilizados tienen menos
encuentros con los microbiomas maternos en el crítico período inicial,
durante el que se establecen las poblaciones en el intestino194. Y los recién
nacidos alimentados con preparados se pierden los centenares de cepas
presentes en la leche de sus madres. De forma posiblemente relacionada
con estas tendencias, los estudios muestran que estos dos grupos de niños
pequeños son más proclives a convertirse en obesos.
La investigación de la microbiota no tan solo puede subrayar otra razón
por la que conviene alimentar a los pequeños del pecho materno, sino
también cambiar la recepción dispensada a los niños que vienen al mundo
por cesárea. En un ensayo que tiene lugar en Puerto Rico, los médicos
mojan la piel de tales recién nacidos con gasas empapadas en flujos
vaginales de la madre. Durante los próximos años, los investigadores van a
comparar la salud y el peso de estos niños con los de otros asimismo
nacidos mediante cesárea pero no tratados con el baño bacteriano.
La utilización más racional de los poderes destructivos de los antibióticos
también resultará fundamental para preservar la variedad y el vigor de
nuestro microbioma, según Blaser y otros científicos195. En lugar de
aniquilar de forma indiscriminada a gérmenes buenos y malos, como hoy
hacemos, el objetivo será el de ir a por el enemigo con unos antibióticos de
formulación específicamente refinada, a fin de causar menos daños
colaterales. Entretanto, podemos proteger los ecosistemas en nuestras
barrigadas recurriendo a estos medicamentos de forma más ocasional y
decantándonos por el jabón y el agua de toda la vida en lugar de las
lociones germicidas para manos y ciertos productos para limpieza del hogar.
Conviene recordar que los microbios forman hasta el 90 por ciento de
nuestros cuerpos, por lo que la eliminación de todo germen con que nos
encontremos resulta antihumana hasta cierto punto.
Hasta que la ciencia del microbioma lleve a la aparición de mejores
tratamientos para la obesidad, las personas desesperadas por perder peso
pueden sentirse tentadas de recurrir a las cápsulas y polvos probióticos a la
venta en farmacias y tiendas de productos orgánicos. Por desgracia,
seguramente van a derrochar el dinero sin perder esos kilos de más. Los
resultados prometedores que he mostrado en estudios hechos con animales
y seres humanos —incluyendo la investigación que confirma el potencial
antidepresivo de los probióticos— fueron obtenidos usando cepas de
bacteria en cantidades muy superiores a las disponibles en el mercado,
según advierten los científicos. Los especialistas también aseguran que los
suplementos dietéticos no están debidamente regulados, por lo que muchos
carecen de la necesaria fecha de caducidad a largo plazo como para que
sean beneficiosos196. Razón por la que no me atrevo a recomendar estos
productos, y menos todavía si no vienen refrigerados. Sí que estoy dispuesta
a hacer una recomendación dietética que resulta ganadora (o quizá sea
mejor decir «perdedora»): come más yogur. Según parece, los cultivos
presentes en por lo menos algunas de las marcas comerciales pueden
ayudarte a mantener un peso saludable.
En uno de los estudios epidemiológicos mayores y más prolongados
sobre el papel de la dieta en la ganancia de peso, cinco nutricionistas de
Harvard siguieron a 120.877 profesionales de la salud —enfermeras,
médicos, dentistas y veterinarios— durante uno o dos decenios197. Cada dos
años, los participantes cumplimentaron unos cuestionarios detallados sobre
las dietas que seguían y su peso corporal en el momento. Durante cada
período de cuatro años, los sujetos engordaron un promedio de 1,54
kilogramos, lo que supone 7,62 kilos en dos décadas. Como era de esperar,
los alimentos asociados a una mayor ganancia de peso en cada intervalo de
cuatro años eran tan típicamente estadounidenses como las patatas fritas,
vinculadas a 1,54 kilos de más; las patatas fritas de bolsa, a 0,77; las
bebidas azucaradas, a 0,45; y las carnes rojas, a 0,43. El consumo elevado
de verduras, granos integrales, frutas y frutos secos de hecho estaba
asociado a la pérdida de peso: entre 0,09 y 0,25 kilos. El yogur encabezaba
el listado de los alimentos que más adelgazaban, con una reducción de 0,37
kilos en cada intervalo cuatrienal, o una pérdida de 1,85 kilogramos a lo
largo de veinte años. El investigador principal, Frank B. Hu, especula que
sus cultivos bacterianos posiblemente estimulan la producción de hormonas
que aminoran el hambre, por lo que quienes comen mucho yogur ingieren
menos calorías en total198. Quizá todo ese yogur en sus estómagos también
mejoraban sus estados de ánimo. El estudio no examinó este punto, pero se
trata de una hipótesis plausible, aunque no demostrada.

Ahora que hemos explorado las muchas formas en que las bacterias
intestinales pueden influir en nuestro estado de ánimo e impulsos
fundamentales, volvamos a una cuestión central en la temática abordada por
este libro: ¿por qué las bacterias intestinales evolucionaron para dirigir
nuestros comportamientos?
Aquí nos encontramos en terreno resbaladizo, pero voy a aventurar una
suposición fundamentada. Los seres humanos utilizamos nuestros cerebros
para crear música, entender las matemáticas y reflexionar sobre el destino
del universo, por lo que acostumbramos a pensar que estos organismos
están al servicio del cerebro, y no al revés. Pero cuando las bacterias
empezaron a colonizar a los animales, hace unos ochocientos millones de
años, el cerebro no era tan complejo y sofisticado199. Se cree que los
gusanos de tierra estuvieron entre los primeros seres que albergaron
bacterias intestinales, y cada una de estas formas reptantes viene a ser poco
más que un largo conducto digestivo rodeado de fibras nerviosas —lo que
hoy conocemos como el segundo cerebro— para coordinar su digestión. La
principal función del cerebro en su cabeza —si es que dos pequeñas
agrupaciones de células merecen recibir dicho nombre— es la de obedecer
las órdenes que llegan desde abajo, del tipo: «¡Come! ¡Come más todavía!
¡Sigue comiendo!», para mantener a las bacterias en el interior del tubo de
un cuerpo bien alimentado. Según el especialista en el microbioma Mark
Lyte, de la Facultad de Veterinaria de la Universidad estatal de Iowa, hasta
es posible que el cerebro en lo alto evolucionara como una sucursal de la
red nerviosa intestinal; en tal caso, el segundo cerebro en realidad fue el
primero200. Así que, desde el principio, las bacterias intestinales han estado
en muy estrecha comunicación con el cerebro de arriba e incluso es posible
que se mostraran más bien dictatoriales en sus exigencias. Al fin y al cabo,
su número rebasa en mucho el del resto de las células en el cuerpo y, sin
duda, les conviene asegurar la seguridad y bienestar del recipiente en el que
se encuentran. Dado que dicho recipiente ha evolucionado y su abanico de
comportamientos se ha tornado más complejo, sus habitantes microbianos
—siempre obligados a nutrirse— no han tenido más remedio que extender
su control desde los apetitos más simples a los ámbitos de la emoción y la
cognición. Razón por la que, a juicio de Stephen Collins, de la Universidad
McMaster, un animal puede dar la impresión de andar por la vida apático y
sin rumbo o comportándose de forma temeraria201. Como subraya, los
ratones carentes de gérmenes no aprenden muy bien o recuerdan dónde han
estado. No eluden a los depredadores. No sienten estrés ni protestan al ser
separados de sus madres, cuyo cuidado y protección es fundamental para
que sobrevivan. «Pero —dice Collins— si los colonizas con el microbioma
normal para las especies ratoniles, se tranquilizan y comportan de modo
mucho más cauteloso y adecuado. Podríamos decir que a las bacterias les
interesa sobremanera que el portador sobreviva y asuma menores riesgos».
Mayer, el científico alemán de la UCLA, está de acuerdo: «Estos
microbios han estado cohabitando con nosotros durante largo tiempo, por lo
que seguramente nos han brindado algunos efectos positivos en áreas
vinculadas al hambre, la inquietud, el comportamiento sexual, la
agresividad y la ansiedad. Todos estos comportamientos han evolucionado
para garantizar la supervivencia»202. En su opinión, la evolución no tan solo
selecciona en nombre del macroorganismo o del microorganismo;
selecciona en nombre de los dos. «Se trata de optimizar el sistema —afirma
—. Si vives en un entorno peligroso, estas bacterias no atenúan el miedo,
sino que lo acentúan, pues en tales circunstancias siempre es mejor
reaccionar de forma excesiva a una amenaza. O, si vives en un entorno de
escasez, las bacterias estimulan el sistema de la dopamina (el
neurotransmisor vinculado a las recompensas), para que constantemente
andes en busca de comida, por mucho riesgo que corras al hacerlo».

Sin embargo, aquí es donde se complican la cosas. Si bien el destino del


superorganismo y el de sus microorganismos constituyentes están
estrechamente imbricados, sus objetivos no siempre tienen por qué
coincidir. Quizá te apetece abordar esa ola gigantesca en lo alto de tu tabla
de surf, por el puro placer de hacerlo, pero los microbios en tu intestino
nada tienen que ganar si asumes dicho riesgo y, si terminas por ahogarte, se
hundirán con el navío al completo. Para complicar todavía más la situación,
estas bacterias compiten entre sí. Un grupo de ellas puede tener antojo de
hidratos de carbono y otro ansiar alimentos ricos en proteínas, de tal manera
que cada uno presiona para que te sometas a sus intereses: ¡Cómete un
donut! ¡No, nada de eso, cómete un buen filete! No hay pruebas al respecto,
pero es posible, y hasta probable, que el cerebro de hecho esté siendo
bombardeado con órdenes contradictorias procedentes de los microbios en
la barriga, sin que nadie tenga la menor idea de cómo suelen resolverse
estas disputas.
Sea cual sea el mecanismo de arbitraje, estos microbios en general
parecen llevarse la mar de bien entre ellos y con nosotros. No estamos
hablando de una banda díscola y agresiva, decidida a matar a su portador
para después seguir por su cuenta. En comparación con los microbios
conocidos por su carácter virulento, viven la vida a un ritmo más tranquilo,
son menos intrusivos y se propagan de modo mucho más lento, mediante
una gotita de saliva cuando la madre besa a su bebé o por medio de un
apretón de manos (sobre todo si uno de los que se saludan olvidó lavarse las
manos al salir del cuarto de baño). Han dejado atrás una existencia de
piratas y asesinos para decantarse por una vida más aburguesada, con un
techo sobre sus cabezas y comida caliente en horarios predecibles. No
obstante, al igual que sus portadores, pueden ser oportunistas. Si tienen la
impresión de que pueden salirse de rositas, pueden roer y expandirse al
estómago o infligir daños de otro tipo. Y están a merced de monstruos
como la rabia, de microbios que no tienen intención de llevarse bien con
ningún ser vivo en absoluto y atacan el cerebro de forma directa,
manipulando al portador de forma mucho más efectiva, para nuestra y su
desgracia (aunque es verdad que los microbios en el intestino terminarán
por comernos). En resumidas cuentas, las bacterias intestinales no son más
altruistas que los manipuladores parasitarios; lo que sucede es que su
estrategia de supervivencia tiende a ir en conjunción con la nuestra. Y como
por lo general quieren que nos comportemos en formas que promueven
nuestro bienestar, típicamente llaman menos la atención que los microbios
del tipo malévolo. Pero no conviene engañarse: su influjo sobre nuestra
conducta es espectacular. De hecho, no estoy segura de que algún día
podamos discernir con nitidez entre sus motivaciones y las nuestras.
Es evidente que hace falta mucha más investigación para aclarar la
naturaleza de esta relación, pero es casi seguro que las intuiciones «nacidas
de las tripas» tienen su fundamento en la fisiología humana. La psiquiatría y
la gastroenterología posiblemente tengan más en común de lo que nunca
supusimos.
171. Véase R. Marantz Henig, «Fat Factors», New York Times, 13 agosto 2006, y F. Bäckhed et
al., «The Gut Microbiota as an Environmental Factor That Regulates Fat Storage»,
Proceedings of the National Academy of Science 101, número 44 (2 noviembre 2004):
pp. 15718-15723.

172. M. J. Blaser, entrevista con la autora, 18 diciembre 2012. Véase también M. J. Blaser,
«Stop the Killing of Beneficial Bacteria», Nature 476 (25 agosto 2011): pp.293-294 y P. L.
Jeffrey et al., «Endocrine Impact of Helicobacter pylori: Focus on Ghrelin and Ghrelin O-
Acyltransferase», World Journal of Gastroenterology 17, número 10 (14 marzo 2011):
pp. 1249-1260, doi: 10.3748/wjg.v17.i10.1249.

173. John F. Cryan, entrevista con la autora, 10 diciembre 2012. Véase también J. M. Kinross
et al., «The Human Gut Microbiome: Implications for Future Health Care», Current
Gastroenterology Reports 10 (2008): pp. 396-403.

174. P. J. Turnbaugh et al., «An Obesity-Associated Gut Microbiome with Increased Capacity
for Energy Harvest», Nature 444, número 7122 (2006): pp. 1027-1031, doi:
10.1038/nature05414.

175. R. E. Ley et al., «Microbial Ecology: Human Gut Microbes Associated with Obesity»,
Nature 444, número 7122 (2006): pp. 1022-1023, doi: 10.1038/4441022a.

176. V. K. Ridaura et al., «Gut Microbiota from Twins Discordant for Obesity Modulate
Metabolism in Mice», Science 341, número 6150 (2013), doi: 10.1126/science.1241214.

177. C. Wallis, «Gut Reactions», Scientific American 310, número 6 (June 2014): pp. 30-33.

178. W. Walker y J. Parkhill, «Fighting Obesity with Bacteria», Science 341, número 1069
(2013), doi: 10.1126/science.1243787.

179. C. Ostrom, «Wonder Cure for Gut: FDA Allows Fecal Transplants», Seattle Times, 26
octubre 2013.

180. Wallis, «Gut Reactions».

181. Stephen Collins, entrevista con la autora, 7 enero 2013.

182. Cryan, entrevista con la autora.


183. Collins, entrevista con la autora.

184. G. Kolata, «Gut Bacteria from Thin Humans Can Slim Mice Down», New York Times, 5
septiembre 2013.

185. Véase J. R. Cryan y T. G. Dinan, «Mind-Altering Microorganisms: The Impact of the Gut
Microbiota on Brain and Behavior», Nature Reviews Neuroscience 13 (octubre 2012): pp. 701-
712, y C. Lozupone et al., «Diversity, Stability and Resilience of the Human Gut Microbiota»,
Nature 489 (13 septiembre, 2012): p. 221.

186. Wallis, «Gut Reactions».

187. Blaser, «Stop the Killing».

188. S. Tavernise, «F.D.A. Restricts Antibiotics Use for Livestock», New York Times, 11
diciembre 2013.

189. Blaser, «Stop the Killing».

190. Wallis, «Gut Reactions».

191. Bloomberg School of Public Health, Johns Hopkins University, «Children Who Take
Antibiotics Gain Weight Faster Than Kids Who Don’t», comunicado de prensa, 21 octubre
2015.

192. Blaser, «Stop the Killing».

193. Kate Murphy, «In Some Cases, Even Bad Bacteria May Be Good», New York Times, 31
octubre 2011.

194. Wallis, «Gut Reactions».

195. Murphy, «In Some Cases, Even Bad Bacteria May Be Good».

196. Emeran Mayer, entrevista con la autora, 13 septiembre 2013, y Faith Dickerson, entrevista
con la autora, 26 marzo 2014.

197. D. Mozaffarian et al., «Changes in Diet and Lifestyle and Long-Term Weight Gain in
Women and Men», New England Journal of Medicine 364 (23 junio 2011): pp. 2392-2404.
198. J. E. Brody, «Still Counting Calories? Your Weight-Loss Plan May Be Outdated», New
York Times, 18 julio, 2011.

199. M. J. Blaser, «Who Are We? Indigenous Microbes and the Ecology of Human Diseases»,
European Molecular Biology Organization Reports 7, número 10 (2006): p. 957.

200. Mark Lyte, entrevista con la autora, 19 marzo 2014.

201. Collins, entrevista con la autora.

202. Mayer, entrevista con la autora.


8
El instinto de curación

L
as arteras artimañas y tejemanejes entre bastidores de los
marionetistas de la naturaleza dejarían atónito al propio
Maquiavelo. Pero los portadores tampoco son unos peleles.
Además de contar con sistemas inmunológicos y bacterias intestinales sanas
para proteger contra la infección, los seres humanos y muchos otros
animales venimos al mundo equipados con un radar rastreador de los
parásitos, una serie de sensores diseñados para detectar el agudo zumbar de
los mosquitos, los olores hediondos, las señales claras de enfermedad y
otros indicios mucho más sutiles de que hay elementos contaminantes en
derredor. Una vez detectado el peligro, este sistema defensivo nos empuja a
dar pasos inmediatos para evadirnos de él o, si enfermamos, nos induce a
reaccionar de formas estereotipadas para reducir los daños. Los científicos
están descubriendo que estos comportamientos protectores, que en la
práctica funcionan como un sistema inmunológico alternativo, pueden ser
sorprendentemente sofisticados.
Hay seres que nada saben sobre la teoría de la enfermedad por gérmenes
y que sin embargo tienen un instinto de sanación y bienestar. La higiene
adecuada, la vacunación y las intervenciones terapéuticas son los
fundamentos de la moderna medicina. Y sin embargo, los animales de casi
cada tipo recurren a las mismas prácticas, como también hicieron los
primeros seres humanos. De hecho, si no fuera por estas defensas
evolucionadas, el sistema inmunológico pronto se vería abrumado y
derrotado.
Uno de los ejemplos más familiares y menos entendidos de este
fenómeno es lo que los científicos denominan «comportamiento de
enfermo». Cuando sufres una dolencia, tienes fiebre, pierdes el apetito y te
sientes apático y deprimido. En contra de la creencia popular, estos
síntomas no indican que el agente de la enfermedad está debilitándote, sino
justamente lo contrario: que el cerebro, en conjunción con el sistema
inmunológico, está organizando una campaña multidimensional contra el
invasor. Los organismos infecciosos por lo general tan solo pueden vivir en
el seno de un estrecho margen de temperatura, de modo que la fiebre acaba
con ellos en masa, viniendo a hervirlos hasta la muerte. Se trata de una
estrategia defensiva brillante, pero que requiere grandes cantidades de
energía. La subida del termostato corporal un simple grado centígrado exige
un número de calorías muy parecido al que el adulto promedio consumiría
al caminar cuarenta kilómetros203. A fin de desplazar toda esta energía al
campo de batalla, el cerebro empieza a emitir órdenes tajantes: ¡Deja de
moverte! ¡Deja de buscar pareja sexual! ¡Deja de buscar comida y de
perder un tiempo precioso digiriéndola! ¡Déjalo todo y métete en la cama
de una vez! Y lo que pasa a continuación es que te sumes en un sueño
enfebrecido.
La fiebre es tan importante en la aniquilación de gérmenes que aquellos
animales incapaces de regular sus propias temperaturas corporales —por
ejemplo, las langostas, las crías de conejo y los seres de sangre fría como
los lagartos— han encontrado una forma alternativa de hervir a los
patógenos: tomando el sol204. Para que nadie dude de que el
comportamiento del enfermo es una defensa contra los patógenos, los
científicos pueden inducirla sin exponer a los animales a un solo germen.
Les basta con inocular a unos roedores sanos con ciertos componentes
inmunológicos llamados citocinas. Los antaño vivaces animales se niegan a
comer o a beber y pierden el gusto apasionado por mover las norias. Suben
las temperaturas, y se tornan cabizbajos. Se comportan como enfermos y se
sienten como tales, por mucho que estén sanos205.
A veces, la fiebre y las defensas a ella vinculadas no resultan suficientes
para controlar los gérmenes en rápida multiplicación y el torrente de
venenos que producen. En tales situaciones, el sistema nervioso puede
ayudar al sistema inmunológico abriendo válvulas en puntos críticos de
unión en el conducto gastrointestinal a la vez que revierte las contracciones
rítmicas del intestino, empujando los alimentos hacia el punto del que
proceden. A todo esto, el cerebro comienza a proporcionarte señales en
forma de una náusea tras otra. Ya sabes lo que pasa a continuación. Que
vomitas. ¡Felicidades! Unas pocas convulsiones, y has expulsado a todo un
ejército de gérmenes beligerantes206.
El vómito no tan solo es un medio para quitarnos de encima a los
microbios dañinos, sino también una medida preventiva. El fenómeno
conocido como «vómito por simpatía» tiene lugar cuando la imagen de una
persona que vomita lleva a otras a hacer lo mismo. Este comportamiento de
imitación probable evolucionó en nuestro interior para protegernos de las
intoxicaciones alimentarias, un peligro que era más corriente y más
mortífero en el pasado. Imagínate sentado ante una hoguera en la
antigüedad, disfrutando de una cena comunal de estofado de antílope; la
persona a tu lado de pronto comienza a sufrir arcadas y a expulsar su
comida. Quizá el estofado de hecho no es responsable de este espectacular
despliegue de enfermedad, pero en vista de las circunstancias, la reacción
idéntica constituye una precaución recomendable. Razón por la que, en
opinión de los científicos, la náusea puede ser muy contagiosa207.

Son muchos los investigadores que han mejorado nuestra comprensión de


las defensas conductistas contra los parásitos, pero Benjamin L. Hart,
veterinario y neurólogo en la Universidad de California en Davis, descolla
en particular gracias a las dimensiones y el alcance de sus hallazgos. En el
decenio de 1970, Hart asoció la fiebre a otros comportamientos de enfermo,
intuyendo la ventaja evolutiva que suponía tal asociación. Además de sus
investigaciones, sus artículos de divulgación han creado una estructura
conceptual para este campo, despertando el interés científico por el
fenómeno. Hombre cuya mirada no pierde detalle y dotado para encontrar
conexiones entre hallazgos dispares, Hart no ha limitado sus
investigaciones al laboratorio. Muchos de sus descubrimientos han tenido
lugar durante las largas temporadas que él y su mujer, Lynette, también
profesora en la Facultad de Veterinaria de esta universidad californiana, han
pasado en África estudiando a los animales en libertad. Al verlos por
primera vez, se quedaron asombrados por lo robusto de su salud208.
«Sabe usted que los veterinarios siempre cuidamos mucho a nuestros
animales de compañía o en el zoológico —dice Hart—. Los mantenemos en
entornos limpios y a cubierto, desinfectamos sus heridas, los vacunamos y
les administramos antibióticos y otros medicamentos. Por contraste, los
animales salvajes sufren arañazos y heridas, están expuestos a enjambres de
insectos mordedores y devoran carcasas arrastradas por el suelo. Pero,
aunque no reciben atención médica, lo normal es que tengan bajos niveles
parasitarios. Les va bien en la naturaleza, sin ninguna intervención. A
algunos les va espectacularmente bien».
Antes de hablar con los Hart, yo daba por sentado que los animales —y
los seres humanos del ayer— dedicaban mucha mayor energía a eludir a los
grandes depredadores que a los parásitos minúsculos. Ahora sospecho que
lo contrario es la verdad. Y ni siquiera estoy tomando en cuenta los
engranajes que nunca cesan de rodar en lo más profundo de nuestras mentes
y de pronto provocan una atracción sexual inexplicable, la necesidad
absoluta de dormir, un extraño antojo alimentario y quién sabe qué otros
impulsos peculiares, todos ellos para mantenernos a salvo de los parásitos.
A todo esto, no somos conscientes de los orígenes de tales impulsos o de los
peligrosos campos minados que nos ayudan a recorrer con éxito. El simple
trabajo de mantener a raya a los parásitos que viven en la superficie del
cuerpo —piojos, ácaros, garrapatas, mosquitos y demás— puede ser una
labor a tiempo completo, verdaderamente agotadora. Estos vampiros de la
vida real vienen en variedades interminables; se calcula que tan solo los
seres humanos y los pájaros atraen a más de dos mil especies de pulgas209.
El nombre para estas alimañas en miniatura es ectoparásitos (ecto
significa «exterior», en referencia a su propensión a vivir sobre y no dentro
del cuerpo de otro animal). Las moscas tabánidas pueden succionarle medio
litro de sangre a un caballo en un solo día210. Tan solo basta media docena
de rollizas garrapatas en una delicada gacela o impala para debilitar a estos
veloces corredores, convirtiéndoles en presa fácil para los depredadores.
Las moscas del tipo Hypoderma pueden hacer que el ganado deje de
engordar entre veinte y setenta kilos al año.
Los ecoparásitos resultan negativos en todos los órdenes: chupan la
energía, atrofian el crecimiento y reducen las probabilidades que el animal
tiene de ganar territorio y competir para conseguir parejas sexuales. Si los
animales infestados se las arreglan para procrear, tienen menos vástagos y
producen menos leche con la que alimentarlos. Los ectoparásitos también
llevan consigo otros parásitos, micróscopicos —los gérmenes causantes de
plagas como la malaria, el dengue y la enfermedad de Lume—, que los
insectos transmiten a sus portadores al comer.
No es de extrañar que los animales hagan todo lo posible por evitar a
estos bichejos. Los roedores dedican la tercera parte de sus horas de vigilia
al aseo corporal211. Las garzas azules picotean los mosquitos que las rodean
a la anonadante velocidad de tres mil picoteos por hora212. Los caballos y
otros animales con cascos o pezuñas menean la cabeza, sacuden las orejas,
patean el suelo, barren el aire con las colas, se mantienen agrupados y, si
nada de todo esto funciona, salen corriendo al galope213. Ciertos animales
incluso fabrican sus propias palas mosquiteras. En el curso de una visita a
Nepal, los Hart se sorprendieron al ver que un elefante asiático desgajaba
una gran rama de un árbol, arrancaba la mayor parte de las hojas y la
convertía en una suerte de vara que agitaba sobre su cabeza y cuerpo. «Una
herramienta con todas las de la ley —describe Hart—, y el hecho es que
resulta bastante efectiva para ahuyentar a las moscas».
Las gacelas e impalas usan un método por completo diferente para
desalojar a los parásitos: se valen de sus dientes como peines con los que
barren a las garrapatas de sus pelajes y se asean mediante lametones un
promedio de dos mil veces al día.
Tan heroicos esfuerzos tienen su justificación. Los ratones a los que se
impide el aseo tienen sesenta veces más piojos. Las garzas que no cesan de
picotear mosquitos evitan que el 80 por ciento de sus potenciales atacantes
les roben la sangre214. Y un estudio hecho por los Hart dejó claro que la
costumbre del aseo entre los impalas reducía veinte veces el número de
garrapatas estacionadas en los animales215.
Las estrategias para librarse de estos bichos pueden ser más complejas de
lo que parece. El matrimonio Hart descubrió que las gacelas e impalas se
asean incluso cuando no tienen garrapatas. Según cuenta Benjamin Hart,
«un reloj inscrito en la cabeza del animal» le lleva a refregar y limpiar
sistemáticamente el curso preciso que las garrapatas recorren para llegar a
la cabeza o el ano, donde se encontrarán fuera del alcance del animal. Este
fenómeno, que el matrimonio llama «aseo programado», hoy es bien
aceptado, pero en su momento resultó difícil convencer de su existencia a
otros científicos, o tal asegura Hart216.
«Siempre me decían: “Los animales tienen picores y por eso se asean”.
Yo respondía que las garrapatas suelen arreglárselas para morder de forma
desapercibida. Pero ellos entonces me venían con la cantinela: “Vamos,
Ben, no sé por qué pierdes el tiempo estudiando cosas así”».
Por fin, tras volver de África, el matrimonio se dirigió al Zoo Safari Park
de San Diego y observó el comportamiento de las gacelas de Thomson, que
estaban libres de garrapatas en aquel recinto vigilado e higiénico. Y sin
embargo, estas seguían aseándose de todas maneras, con la regularidad
propia de un reloj suizo.
Es posible que los descubrimientos de los Hart inicialmente fueran
recibidos con escepticismo porque los científicos durante muy largo tiempo
subestimaron el perjuicio que los ectoparásitos podían causar a sus
portadores. Como explica Lynette Hart: «Se decían que eso del aseo regular
simplemente resultaba agradable y contribuía a la cohesión del grupo».
Por supuesto, en el caso de muchas especies gregarias, la cohesión social
también forma parte del asunto, pues a todos nos gusta que las manos,
garras o dientes de otros nos quiten unos parásitos a los que nos cuesta
acceder. Los ratones, los pingüinos, los ciervos y los primates, entre otras
especies, mantienen menores niveles de parásitos con la ayuda de una
pareja o compañero que los que tendrían sin contar con ayuda. Lynette
indica que, en el caso de los impalas, el aseo recíproco tiene lugar en forma
de estricto intercambio y es otro ejemplo de conducta programada: lo hacen
incluso si el otro animal no tiene garrapatas. Un impala va directamente
hacia el otro y le brinda unas ocho caricias de aseo en el cuello. Si su
compañero no hace otro tanto de inmediato, el impala se marcha a otro
lugar. «No tienen mucha paciencia para con los que se pasan de listos» —
dice Lynette.
Los ratones del bosque y los macacos de cola larga han adoptado un
sistema distinto de intercambio. Estas especies pagan con sexo a quienes los
asean217.
Otros animales subcontratan el trabajo a especies diferentes218. Se trata
de un arreglo particularmente frecuente en el ecosistema marino. Los
grandes peces llegan a unos territorios especiales denominados estaciones
de limpieza y abren bien la boca; unos peces y gambas muy pequeños
entran en ella y devoran todos los parásitos y piltrafas adheridos a los
dientes y branquias. En África, los pájaros bufágidos o picabueyes ejecutan
una función parecida con los rinocerontes, búfalos, cebras, jirafas y elands o
alces africanos. Una de las especialidades de este pájaro, según Benjamin
Hart, es la de limpiar los oídos, uno de los refugios preferidos por las
garrapatas. «Ves que los animales con frecuencia cambian un poco de
postura para facilitar que los pajarillos se adentren y las desalojen219.»

La resiliencia de los animales salvajes es tanto más extraordinaria si


tenemos en cuenta que la gran mayoría de los parásitos son demasiado
pequeños para ser detectados por el ojo desnudo. Dado que los seres de la
naturaleza no vienen equipados con microscopios o botiquines con
medicamentos, ¿cómo se explica que tengan tanto éxito a la hora de evitar
las infecciones?
Uno de sus muchos recursos es el de emplear lo que Hart llama «el
botiquín con medicamentos que tienen en la boca»220.
Al sufrir una mordedura, tajo o arañazo, numerosas especies —entre ellas
los primates, felinos, caninos y roedores— «usan la lengua como un paño
antiséptico con el que limpiar la herida». La saliva es rica en agentes
antimicrobianos, sustancias que refuerzan la inmunización, fungicidas y
factores de crecimiento para estimular la sanación de la piel y los nervios.
En los experimentos de laboratorio, la extracción de las glándulas salivales
de los roedores retrasa la sanación de sus heridas en la piel221. En otro
estudio, una lámina de células humanas crecidas en cultivo fue perforada
para simular una herida. La adición de saliva a la placa de Petri hizo que las
células situadas en la zona de la herida crecieran con mucha mayor rapidez
que las no tratadas con saliva222. Según afirma Hart: «En determinadas
situaciones, el tradicional consejo de «lamerse las heridas» tiene mucho
sentido».
Al igual que los primates actuales, nuestros ancestros probablemente
también se lamían las heridas, consideran los Hart223. Los seres humanos de
hoy bien pueden seguir dicha tradición, aunque quizá de modo
inconsciente. Pocos días después de mi conversación con el matrimonio, me
hice un corte en el dedo por accidente mientras pelaba una naranja. Al
instante empecé a chupar el corte. Tan solo cuando tenía el dedo metido en
la boca recordé sus palabras o se me ocurrió recurrir al agua y el jabón.
La saliva puede impedir que los gérmenes entren en el cuerpo por otras
vías. Tras la cópula, los machos de roedor, gato y perro se lamen el pene
con frenesí durante bastantes minutos. La generosa aplicación de saliva
mata a numerosos patógenos que son la principal causa de enfermedades de
transmisión sexual en estas especies. La costumbre también beneficia a las
hembras, pues evita que los machos contagien infecciones a sus siguientes
parejas.
Tiene su interés que el ganado y los caballos, incapaces de lamerse el
propio pene, sean mucho más proclives a las enfermedades de transmisión
sexual. De acuerdo con los Hart, es una de las razones por las que son
criados por medio de la inseminación artificial. Según añaden, los seres
humanos también son muy susceptibles a las dolencias por transmisión
sexual, posiblemente por causa de similares limitaciones anatómicas.
Las hembras lactantes de muchas especies de mamíferos han encontrado
que la saliva también tiene otra utilidad sanitaria. Se valen de la lengua para
retirar los gérmenes de los pezones antes de dar el pecho a sus crías. «Las
crías de roedor incluso pueden negarse a mamar si la teta no ha sido
previamente lavada con saliva» dice Hart.
Otra médida útil para mantenerse libres de parásitos consiste en eludir
esas montañas de gérmenes a las que denominamos excrementos. A los
seres humanos nos repele la imagen y el olor de las heces… lo que ya nos
viene bien. El contacto con los contaminantes fecales puede exponernos a
una larga lista de peligros, incluyendo muchas variedades de lombriz
intestinal, cólera, tifus, hepatitis y rotavirus (causante de incontables
muertes en el mundo en desarrollo)224.
Las caquitas suponen una gama igualmente amplia de riesgos para otras
especies, muchas de las cuales reaccionan exactamente igual que
nosotros225. Como recuerda Jane Goodall, «los chimpancés sienten un
horror casi instintivo a mancharse con excrementos». Si entran en contacto
con unas heces de forma accidental, agarran hojas de los árboles a puñados
y proceden a limpiarse con vigor. Incluso pierden interés por el sexo con
rapidez si los excrementos entran en la ecuación. Goodall explica que
cuando una hembra de chimpancé hizo gala de su disposición a copular
levantando el trasero ante los ojos de un macho, este al principio se mostró
excitado, hasta que reparó en una mancha de diarrea en el pelaje, imagen
que le llevó a declinar la oferta. Otro macho, sin duda menos dotado para
conseguir pareja sexual, al final aceptó la proposición, pero antes tuvo buen
cuidado de limpiar la mancha con meticulosidad.
Otros animales son igual de quisquillosos en lo tocante a las heces. Las
ratas de Bukovina y otros mamíferos de pequeño tamaño habitantes de
madrigueras construyen unas letrinas subterráneas por completo separadas
de sus habitáculos de residencia y sus despensas de alimento226. El lémur de
Madagascar tiene su propio retrete exterior, un montículo en el suelo, que
solo visita para hacer sus necesidades. Las vacas, ovejas y caballos no
pastan en las cercanías de los excrementos recientes, por muy frondosa que
sea la hierba en la vecindad de las heces227.
Los lobos, hienas y grandes felinos nunca ensucian sus propios cubiles228.
Hart explica que es la razón por la que al ser humano le resulta tan fácil
educar en la limpieza a sus parientes domesticados. Según agrega, hay
ciertas salvedades: a veces hacen falta años para educar a los perros shih tzu
y los terriers diminutos, porque sus criadores humanos en su momento no
recurrieron debidamente a dicho instinto.
Los peces también tienen sus propios tabúes sobre dónde no hay que
defecar. Cuando llega el momento de excretar, muchas especies nadan hasta
el borde de su área territorial o más allá229.
Incluso los pájaros y las abejas tienen sus propios hábitos higiénicos. Los
pájaros carpintero escapulario retiran las caquitas de sus crías (que, de
forma conveniente, vienen envueltos en unas bolsas gelatinosas que son el
equivalente a nuestros pañales) entre cincuenta y ochenta veces al día. Por
comparación, a un bebé humano le cambian los pañales un número similar
de veces a lo largo de una semana entera. En cuanto a las abejas, en
ocasiones van al baño de forma colectiva. Cuando les llega el apretón, salen
volando de la colmena y se alivian todas a la vez, duchando con una
pringosa rociada amarillenta a quien se encuentre por debajo. En el curso de
una visita a Laos en 1985, Alexander M. Haig júnior, por entonces
secretario de Estado, confundió unas nubecillas de deposiciones de abejas
con muestras de guerra química230.
La evitación de los enfermos es igual de importante para mantenerse
sanos. A lo largo de los tiempos, los seres humanos se han apresurado a
apartarse y aislar a los sospechosos de extender enfermedades tan
aborrecidas como la lepra, la peste bubónica, la tuberculosis, la polio, cepas
virulentas de la gripe y, más recientemente, el sida y el Ébola. El
razonamiento —si bien muy primitivo durante la mayor parte de la historia
— y los progresos hechos en el conocimiento médico se encuentran detrás
de estos comportamientos. Pero puede ser que dichos impulsos también
tengan algo de innato, pues no somos los únicos animales que rehúyen a los
que muestran indicios de enfermedad.
Los renacuajos de las ranas mugidoras son capaces de detectar un rastro
químico en el agua emanada por un renacuajo con una infección de hongos
en el conducto gastrointestinal, lo que les lleva a nadar en dirección
contraria. De forma parecida, los roedores pueden percibir el olor peculiar
de los miembros de su especie infestados de parásitos, a los que a
continuación eluden o mantienen a distancia por medio de alardes de
agresividad231. Los peces killi tratados con un colorante que imita las
manchas oscuras causadas por una infección de trematodos no son tan
atractivos y tienen mayor dificultad para integrarse en bancos que los killis
no tratados232. Los simios muestran tendencias similares. Según cuenta
Goodall, un macho de chimpancé que nunca tenía problemas para encontrar
pareja se convirtió en un paria después de que la polio le llevara a perder el
control de las extremidades posteriores y las moscas empezaran a zumbar
en su derredor233.

La evitación de las fuentes de contagio constituye una excelente primera


línea de defensa, pero el reforzamiento de la resistencia corporal a la
infección resulta igualmente fundamental. Consideramos que las vacunas
son una sofisticada herramienta de la moderna medicina, pero los animales
y los seres humanos sin titulación médica de hecho han dado con formas de
vacunación. Cuando una hormiga alberga un hongo que resulta mortal, por
ejemplo, otro miembro de la colonia se acerca corriendo y la lame, de modo
que el insecto se expone a una dosis minúscula del agente infeccioso. Este
método de inoculación tiene sus peligros: el dos por ciento de las hormigas
perecen. Pero la gran mayoría de ellas desarrollan una reforzada inmunidad
al contagio, de acuerdo con la bióloga evolutiva Sylvia Cremer, estudiosa
de los insectos234.
De forma interesante, su estrategia recuerda a una técnica de vacunación
contra la viruela empleada en el norte de África mucho antes del siglo ,
cuando el médico inglés Edward Jenner se llevó la fama de inventar la
primera vacuna contra esta enfermedad. Dicha viejísima práctica implicaba
frotar un pequeño corte en la piel de una persona sana con una costra
procedente de un enfermo de viruela. Al igual que en el caso de las
hormigas inoculadas, el dos por ciento de los individuos fallecían. Sin
embargo, parece que dicha costumbre evitó muchas más tragedias de las
que causó, reduciendo la mortalidad de la viruela en un 25 por ciento. (Hay
que mencionar que las vacunas actuales tan solo contienen componentes no
infecciosos del patógeno, por lo que el riesgo de muerte es infinitesimal.)
Las hembras de ciertos carnívoroso, como los leones, pueden vacunar a
sus crías recién destetadas de modo más expeditivo235. Arrastran los
primeros pedazos de carne roja que van a servir a sus cachorros por el suelo
del cubil, impregnándola de bacterias, tierra y suciedad en general. Estos
contaminantes resultan saludables porque preparan el sistema inmunológico
de los cachorros para el sinfín de gérmenes con el que van a encontrarse tan
pronto como empiecen a cazar por su cuenta. De hecho, a las modernas
vacunas muchas veces se les añaden partículas de arcilla, pues tales
adyuvantes —como las llaman los médicos— mejoran la respuesta del
sistema inmunológico236.
Se cree que algunas especies de monos inoculan a sus crías haciendo
pasar a sus recién nacidos por las garras de todos los miembros del grupo.
La exposición a las gérmenes colectivos tan poco después del nacimiento
puede parecer una idea descabellada, pero los monitos tienen que aprender
a arreglárselas por sí solos desde el principio, subraya Hart, «por lo que sus
sistemas inmunológicos tienen que madurar con tanta rapidez como ellos
mismos»237.
Los primates que se desarrollan con mayor lentitud, como el ser humano,
pueden permitirse aislar a los recién nacidos de quienes no sean sus
familiares directos hasta que, poco a poco, sus defensas se refuercen. Sin
embargo, tan pronto como los bebés empiezan a arrastrarse por el suelo, se
diría que están programados para llevarse a la boca casi cualquier objeto
con el que se tropiezan, incluyendo toda suerte de cosas que despiertan la
alarma del adulto: una esponja usada para limpiar el fregadero, un chupete
tirado en el suelo, lo que el gato ha escupido, guijarros y caracoles del
jardín y, por supuesto, tierra. Los bebés normalmente engullen hasta un
gramo al día.
Es tradicional explicar estas inclinaciones orales como actividades de
exploración, por las que los bebés aprenden a discernir los sabores, texturas
y otras propiedades de los objetos en el entorno. Pero la naturaleza es
famosa por hacer muchas cosas a la vez, y es muy posible que la
exploración oral de cuanto los rodea sea una forma de educar los sentidos y
las defensas. Es posible que sus tan aventureros paladares sean otro ejemplo
de inmunización al estilo animal.
De forma complementaria, los defensores de una teoría popular pero
todavía muy polémica —la hipótesis de la higiene— creen que criar a los
niños en un entorno demasiado limpio puede convertirlos en más
susceptibles a alergias y otros males238. Estos científicos opinan que el
sistema inmunológico repetidamente puesto a prueba al comienzo de la vida
es más ducho en distinguir entre gérmenes «buenos» y «malos» y, por
consiguiente, está más capacitado para decidir cuándo hay que montar un
contraataque. Asimismo conviene recordar que la investigación del
microbioma ha empezado a vincular la mayor diversidad de bacterias
intestinales a un mejor estado de salud, y que tales poblaciones microbianas
se establecen durante la primera niñez. Por lo que ciertamente tiene sentido
que los bebés hayan evolucionado para incrementar su absorción de
gérmenes una vez dejado atrás el peligroso período inmediatamente
posterior al nacimiento.
Todas estas ideas han de ser confirmadas de forma terminante. Pero si
resultan ser válidas, las implicaciones serán enormes; podría ser que, en
nuestro afán por crear unos entornos saludables y estériles para nuestros
hijos, hayamos sustituido la inoculación natural por vacunas, antibióticos y
medicamentos contra las alergias que son de fabricación industrial. Nadie
está defendiendo un regreso a la era anterior a estos avances, en la que
muchos bebés no llegaban a convertirse en adultos. Pero quizá un poco de
laxitud en nuestros estándares de higiene y limpieza doméstica podría ser
más positiva que negativa. Las compañía farmacéuticas incluso podrían
aprender una lección de la naturaleza. Vale la pena imaginar unas futuras
cápsulas que incluyeran millares de las bacterias presentes en el suelo que
estimulan la inmunidad, pero sin ninguno de los gérmenes malévolos como
el toxoplasma y la toxocara, una porción de tierra para el consumo humano,
por así decirlo.
Hemos observado aquellos comportamientos que pueden haber
evolucionado para reducir nuestra susceptibilidad a los patógenos. Pero hay
una actividad que resulta tan arriesgada como difícil de evitar, por lo que
estamos obligados a abordarla con suma precaución. Dicha actividad es el
sexo. La imbricación entre los cuerpos propia del acto sexual ofrece a los
parásitos una espléndida oportunidad para cambiar de portador y enfermar a
nuevas víctimas. Si tales patógenos llegan a invadir el conducto genital,
incluso pueden causar esterilidad; si una hembra queda embarazada de un
macho infectado, su descendencia puede nacer muerta, deformada o
enferma. Todo indicio de enfermedad en una posible pareja puede denotar
que esta tiene un sistema inmunológico deficiente, deficiencia que, de ser
transmitida a la siguiente generación, puede poner en peligro la propia
descendencia. A fin de evitar tan onerosos costes, los animales han
desarrollado unos rituales de cortejo que típicamente incluyen despliegues
de gran fuerza y vigor. Y la menor muestra de enfermedad o debilidad en el
reino animal induce el rechazo sexual de manera invariable.
Como hacen los hombres que levantan pesas en el gimnasio para
impresionar a las mujeres con sus músculos abultados, los machos del pez
olomina cortejan a las hembras flexionando sus cuerpos en forma de S de
modo repetido239. Los peces infestados de parásitos ejecutan menos
despliegues de este tipo, y los resultados son los predecibles: el pretendiente
más débil es el que sale perdiendo. Las hembras de ratón son igual de
exigentes. Llegado el momento de aparearse, olisquean a su pareja
potencial, y si el olor delata la presencia de un protozoo patogénico en el
conducto gastrointestinal, la respuesta es el rechazo240. Como parte de su
ritual de apareamiento, el urogallo de la salvia hincha unas bolsas amarillas
de aire hasta entonces ocultas por su plumaje en el pecho. Si en su cuello
así inflado hay mordeduras de piojos inflamadas —o unos puntos rojos
aplicados por los científicos a imitación de ellas—, la hembra se vuelve
hacia otro macho241. En muchas otras especies de aves, las hembras
rehúyen a las potenciales parejas cuyo plumaje u ornamentación resulta
mediocre, pues es otro indicio de infección parasitaria. En un experimento
revelador, unos gallos bankiva fueron infectados con un nematodo
intestinal. En comparación con los machos no infectados, tenían las crestas
y los ojos más desvaídos, las plumas de la cola más cortas y las plumas del
cuello de color más claro. Poco atraídas por estos tan desastrados machos,
las hembras eran dos veces más propensas al apareamiento con ejemplares
más sanos.
El ser humano también puede fundarse en indicios visuales para encontrar
parejas con sistemas inmunológicos robustos, cuya superior resistencia a los
gérmenes seguramente será transmitida por la herencia. La belleza no tan
solo viene asociada a la juventud y fertilidad, sino también a la buena salud
y a éxitos previos en el combate contra los patógenos. La apostura del
rostro, por ejemplo, se basa en la simetría de los rasgos —señal de que el
desarrollo temprano de la persona no resultó perjudicado por infecciones—
y en una piel que no muestre rastros de picaduras de viruela, llagas u otras
imperfecciones. En vista de todo esto, lo lógico sería esperar que la belleza
fuese más apreciada por las personas más susceptibles a los gérmenes242.
Unos biólogos evolutivos pusieron a prueba esta hipótesis en un estudio
hecho con más de 7.100 personas en seis continentes. De acuerdo con sus
predicciones, quienes vivían en países donde los parásitos son causas
importantes de muerte e incapacidad —en Nigeria o Brasil, por ejemplo—
daban mucha mayor importancia a la apostura física de la pareja que los
habitantes de países como Finlandia u Holanda, que tienen muy escasa
incidencia de infecciones. En otro estudio realizado en Gran Bretaña, la
simple inducción a pensar en los gérmenes —por ejemplo, mostrando al
sujeto fotos de una llaga purulenta en la piel o de una tela blanca con una
mancha oscura de origen en apariencia fecal— disparó las preferencias
individuales por los rostros simétricos en el sexo opuesto243.
No tan solo se trata de nuestros ojos. Nuestras narices también podrían
llevarnos a escoger parejas cuyos genes dotarán a nuestros hijos de superior
protección contra la enfermedad infecciosa. Esta posibilidad —que sigue
siendo materia de debate244— se ha visto reforzada por la creciente
comprensión científica de una gran agrupación de unos doscientos genes
denominada complejo mayor de histocompatibilidad, o CMH. Estos genes
codifican las moléculas situadas en la superficie de las células que ayudan
al cuerpo a distinguir sus propias células de las invasoras procedentes del
exterior, a las que señala para su destrucción. La mayoría de las personas
están familiarizadas con los genes del CMH en el contexto de un
transplante de órgano. El éxito de una operación de este tipo depende de
que el donante y el receptor compartan muchos de estos genes; la
incompatibilidad podría originar un ataque inmunológico y provocar el
rechazo del órgano.
En el decenio de 1990, unos experimentos efectuados con ratones
revelaron que los genes del CMH van má allá del simple control de la
capacidad del roedor para detectar células ajenas245. También determinan su
característico olor corporal. Dicho en pocas palabras, el olor transmite a
otros animales información vital sobre el funcionamiento interno del
sistema inmunológico del ratón. No solo eso, sino que los roedores
prefieren aparearse con animales cuyos genes del CMH son menos
parecidos a los suyos, y esta elección se basa en el perfil olfatorio de la
posible pareja. El resultado es que su progenie tiene mayor diversidad de
genes inmunológicos y que dicha variedad incrementa las probabilidades de
supervivencia. Cuando los padres comparten similares genes
inmunológicos, sus crías tienden a ser susceptibles a los mismos gérmenes,
de modo que si una infección mata a una cría en una camada, lo más
probable es que las demás también vayan a morir, lo que supondrá el final
del linaje familiar246. Este riesgo resulta mucho mayor si, debido a una
drástica reducción en el tamaño poblacional de un grupo, sus miembros se
dan a la endogamia247. Bajo tales circunstancias, una sola infección viral
basta para diezmar las filas del grupo. Las poblaciones endogámicas
también corren mayor riesgo de sufrir enfermedades hereditarias como
resultado de que los individuos hereden dos genes recesivos —uno de cada
progenitor— vinculados a un rasgo nocivo. El incesto —forma extrema de
la endogamia— comporta el mismo riesgo, solo que en mayor medida.
En el caso de los seres humanos, el conocimiento de las dañinas
consecuencias físicas y psicológicas del incesto sin duda contribuye a la
prevalencia de este tabú en la mayor parte de las sociedades. El incesto
también es raro en el mundo animal. De hecho, el incesto tan solo está
detrás de menos del dos por ciento de los nacimientos en las poblaciones de
animales salvajes. Los científicos en su momento comenzaron a pensar que
el olor puede ser el medio empleado por la naturaleza para disuadir de
apareamientos biológicamente indeseables.
Inspirado por la investigación en animales, un zoólogo suizo llamado
Claus Wedekind trató de determinar si el olor podría ejercer un influjo
inconsciente en las preferencias de apareamiento en nuestra especie248. En
un famoso experimento hecho con alumnos de la Universidad de Berna,
entregó a los varones camisetas de algodón limpias y les indicó que
durmieran con ellas puestas dos noches y se abstuvieran de emplear
desodorantes u otros productos aromáticos durante dicho período. Tras
hacerse con todas las camisetas sucias, Wedekind pidió a las alumnas que
las olieran y catalogaran sus olores por orden de preferencia. De forma
parecida a lo observado en los estudios con animales, las alumnas
prefirieron el olor de los varones cuyos genes del CMH eran más distintos a
los suyos. Y los olores masculinos que más les gustaron fueron aquellos que
les recordaban la fragancia de un compañero sexual, actual o previo. En
tiempos más recientes, Wedekind y su colega Manfred Milinsky han hecho
otro descubrimiento interesante: las personas que comparten ciertas
porciones de genes del CMH tienden a preferir las mismas fragancias de
perfume249. Según especulan, es posible que, de forma insconsciente,
escojamos aquellas fragancias que mejoran nuestros propios olores
corporales, lo que explicaría el extendido uso de perfumes a lo largo de la
historia de la humanidad.
En concordancia con estos resultados, otros estudios efectuados sobre
europeos, así como sobre estadounidenses de origen europeo —mormones
y huteritas, sobre todo—, sugieren que, cuando hablamos del CMH, los
opuestos de hecho se atraen250. En una línea paralela de investigación,
ciertos científicos consideran que allí donde los patógenos son más
prevalentes, la selección natural tendría que favorecer la supervivencia de
los individuos con mayor diversidad de genes del CMH251. Tras analizar
datos sobre el genoma humano procedente de 61 poblaciones del mundo
entero, han encontrado que es justamente lo que sucede. Asimismo en
concordancia con el trabajo de Wedekind, la investigación conducida en el
laboratorio de Rachel S. Herz, especialista en la psicología del olor en la
Universidad de Brown, muestra que las mujeres describen el olor corporal
como el rasgo físico individual más atrayente (¡o repelente!) de un
hombre252. Los datos de Herz indican que cuando el olor natural de un
varón es percibido como «no indicado» por una mujer, esta se negará a
mantener relaciones sexuales con él por muy deslumbrantes que sean todas
las demás cualidades masculinas. Herz no ha llegado a analizar los genes
del CMH de sus sujetos de estudio, pero tiene la firme sospecha de que la
preferencia femenina por un olor en detrimento de otro probablemente tiene
su fundamento en que el primer olor denota que los genes del sistema
inmunológico del primer varón se complementarán con los suyos.
Sin embargo, no todos los datos dejan las cosas tan claras. Unos estudios
hechos sobre los yorubas de Nigeria y los amerindios de Sudamérica no han
encontrado que la elección de pareja se vea influida por los genes del CMH
del otro253. Algunas investigaciones adicionales sugieren que las
preferencias olfativas vinculadas al CMH sí influyen en la percepción que
tenemos de otra persona como sexualmente atractiva, pero de forma más
complicada de lo supuesto hasta la fecha. Entre otras cosas, parece que tales
preferencias pueden verse alteradas por anteriores experiencias vitales.
Esta hipótesis está fuertemente respaldada por un experimento por el que
las hembras de ratón fueron separadas de sus camadas en el momento de
nacer e integradas en las camadas de otras madres254. Al madurar, las
hembras se negaban a copular con los machos no emparentados que se
alimentaban de los pezones de su madre junto a ellas, con sus hermanos
«por adopción», si se quiere. Dándole la vuelta al orden natural, escogieron
aparearse con sus propios hermanos genéticos. Todo esto sugiere que los
olores de quienes nos rodean durante la niñez dejan una huella duradera en
el cerebro, definiendo nuestro sentido del parentesco y los tipos de olores
que más tarde consideraremos sexualmente seductores. La regla general de
la naturaleza puede ser resumida así: si él o ella huele como alguien a cuyo
lado creciste, busca pareja sexual en otro lugar.
Por supuesto, no se han realizado experimentos comparables con seres
humanos, pero las pruebas circunstanciales dejan entrever que en nuestra
especie puede darse una forma parecida de impronta olfativa. Es sabido
desde hace tiempo que los niños no emparentados que crecen juntos en un
entorno comunal, como el de un kibutz, casi nunca terminan por casarse
entre ellos, acaso porque sus olores —familiares desde la infancia— los
etiquetan como hermanos biológicos, aunque sea falsamente. La ley puede
tener una definición para el incesto; el cerebro puede tener otra.
Hace eones —centenares de millares de años, antes de que el ser humano
hiciera acto de presencia—, el propio sexo posiblemente evolucionó como
una defensa contra los parásitos255. Para entender el porqué, examinemos la
alternativa: la reproducción asexual, también conocida como clonación.
Estrategia preferida por los organismos unicelulares como las bacterias, no
consiste más que en dividirse en dos para crear unas copias idénticas del
progenitor. Dado que los clones se multiplican a un ritmo feroz,
rápidamente acumulan unas mutaciones que les permiten superar las
defensas de su portador. Los portadores multicelulares como nosotros nos
replicamos con demasiada lentitud para confiar en unas nuevas mutaciones
que vayan a protegernos. Necesitamos un escudo más eficiente.
La invención del sexo es la solución evolutiva a dicho problema, según
una conocida teoría defendida en la década de 1990 por los biólogos
evolutivos Leigh Van Valen y William D. Hamilton. Esta teoría vino a ser
descartada durante cierto tiempo, pero hoy goza de renovada popularidad,
respaldada por diversos estudios sobre animales hechos en el laboratorio o
en la naturaleza256. Lo que provoca que el sexo lo trastoque todo —o tal
piensan sus adherentes— es el simple hecho de que los genes vuelven a ser
barajados por entero cada vez que los padres los transmiten a su
progenie257. Si eres un ser humano, estamos hablando de los doscientos
genes aproximados que forman el CMH, que pueden ser heredados en
millares de millones de distintas combinaciones258. Gracias al sexo, cada
uno de nosotros es biológicamente único, lo que significa que tu
susceptibilidad a los patógenos es diferente a la de tus vecinos. Si un
organismo mortífero irrumpe en vuestro vecindario, no todos vais a morir.
Incluso cuando el Ébola —un virus inusualmente agresivo— se extendió
como la pólvora por África occidental a finales de 2014, cerca del 30 por
ciento de las personas infectadas se las arreglaron para sobrevivir a sus
estragos, incluso con mínima asistencia médica o ninguna en absoluto259.
Muchos de estos individuos afortunados posiblemente carecían de una
molécula en la superficie de sus células a la que el virus necesitaba
adherirse para invadirlos260.
Precisamente porque no somos clones, ofrecemos distintos blancos de tiro
—una serie de moléculas en la superficie celular que sirven de muelle de
descarga para diferentes patógenos—, y la prevalencia de estos indicadores
en el seno de una población puede fluctuar de modo espectacular
atendiendo a la última infección en circulación261. Tan pronto como un
patógeno se ha dirigido a uno de los mencionados blancos de tiro, dicho
muelle de descarga (así como la población que lo lleva encima) se vuelve
más infrecuente por obra de la masacre llevada a cabo por el propio
microbio. La capacidad destructiva del germen decae hasta que muta en una
nueva cepa virulenta que puede apuntar a un nuevo blanco. A todo esto, es
posible que en subsiguientes generaciones vuelva a crecer el número de
personas marcadas con el primer blanco de tiro, pues este patógeno de
evolución tan rápida a esas alturas estará buscando otras presas. Así es
como —en opinión de Van Valen y Hamilton—, el ser humano y otros
reproductores sexuales se mantienen un paso por delante de los parásitos
que corren a corta distancia en nuestra pos, en una especie de círculo
infinito. (Esta teoría recibe el nombre de «teoría de la Reina Roja» en
alusión al personaje descrito por Lewis Carroll en A través del espejo, quien
dice a Alicia: «Es preciso correr a toda velocidad para mantenerse en el
mismo lugar».)
Uno de los principales atractivos de esta hipótesis es su capacidad para
explicar un profundo misterio: ¿cómo se explica que una forma de
replicación tan lenta e ineficiente como el sexo, que exige considerable
esfuerzo físico, cómicas contorsiones y una pareja bien dispuesta, pueda
coexistir con la clonación? Es para pensarlo: en un solo día, las bacterias
pueden producir sin esfuerzo un mayor número de generaciones de
descendientes que los seres humanos en todo un milenio262. Y sin embargo,
el sexo nos permite competir en igualdad de condiciones.

El sueño es un enigma que ha interesado a muchos pensadores preclaros, y


es que —lo mismo que el sexo— sus beneficios evolutivos están lejos de
resultar evidentes263. Una vez sumidos en el sueño, nos volvemos muy
vulnerables a los depredadores, y los largos períodos de inconsciencia
limitan el tiempo que podemos dedicar a la búsqueda de comida o de
pareja, o al cuidado de los hijos. ¿Qué sentido tiene pasar tantas horas de
este modo peligroso e improductivo?
Una nueva teoría propone que el sueño evolucionó para desviar hacia el
sistema inmunológico unos recursos normalmente empleados en apoyo de
las actividades en horas de vigilia264. Es un hecho que las personas duermen
más horas cuando están combatiendo una infección en respuesta a las
crecientes exigencias de combustible efectuadas por el sistema
inmunológico. En épocas de paz, un ejército también necesita ser
alimentado y reforzado en sus efectivos. De hecho, las células
inmunológicas devoran nutrientes a velocidad de vértigo y tienen altos
índices de bajas cuya sustitución ha de ser inmediata. Un tipo principal, el
granulocito, es de vida tan efímera que cada una de estas células tiene que
ser reemplazada cada dos o tres días. Según esta teoría, incluso cuando
estamos sanos, un período diario de inactividad resulta fundamental para
cubrir los altos costes energéticos necesarios para mantener la maquinaria
de guerra a punto para el combate.
La teoría inmunológica del sueño —como ha sido bautizada—concuerda
con la sabiduría de las madres, quienes desde siempre insisten en que los
hijos duerman lo mejor posible, comprendiendo por intuición que el sueño
es necesario para el bienestar. Esta teoría está siendo respaldada de modo
creciente por bastantes líneas de investigación.
Los estudios con animales indican que la privación del sueño
efectivamente incrementa la susceptibilidad a la infección. De forma
consistente con esta observación, el sueño insuficiente inmediatamente
antes o después de recibir una vacunación reduce en la mitad la respuesta
inmunológica del cuerpo, aminorando enormemente la capacidad protectora
de la inoculación. Cosa a tener en cuenta la próxima vez que vayas a
vacunarte contra la gripe.
La muestra más persuasiva de que el sueño refuerza nuestra resistencia a
los parásitos acaso proceda de la investigación llevada a cabo por un grupo
internacional de biólogos evolutivos dirigido por Charles Nunn y Brian
Preston. Este grupo reunió datos sobre los hábitos de sueño de 26 especies
de mamíferos, cuyas horas de descanso iban de unas escasas 3,8 en el caso
de las ovejas hasta unas suntuosas 17,6 en el de los erizos. Los científicos
encontraron que, entre estas especies, el mayor número de horas de sueño
tenía fuerte correspondencia con una función inmune mejorada, según la
medición de las células inmunológicas en circulación por su sangre. No
solo eso, sino que cuantas más horas descansa una especie, menor suele ser
su nivel de infecciones parasitarias.
Las teorías tradicionales del sueño subrayan su importancia en la
consolidación de la memoria y el aprendizaje, así como para la eliminación
de productos de desecho en el cerebro. Hay fuerte respaldo científico a estas
ideas, pues parece que el sueño rejuvenece tanto el cerebro como el sistema
inmunológico.

Los animales no tan solo se comportan de modos estereotipados para


reducir su riesgo de infección; los más ingeniosos y emprendedores incluso
explotan determinados compuestos presentes en su hábitat con dicha
finalidad. De forma aún más impresionante, los hay que seleccionan la
capacidad de escoger plantas medicinales. Benjamin Hart piensa que sus
criterios son los mismos que los de los sanadores tradicionales: ambos
grupos tienen tendencia a buscar curas amargas para la infección265. Tras
recopilar datos sobre la palatabilidad de veintidós remedios herbales,
descubrió que dieciséis eran amargos. A todo esto, algunos sanadores
establecieron una correlación específica entre la potencia de los
tratamientos y su grado de amargura. Esta idea tiene su base científica. La
amargura es una medida de toxicidad, de forma que estos compuestos
muchas veces son efectivos para matar gérmenes, lombrices intestinales y
otros parásitos.
La expresión inglesa a bitter pill to swallow («una píldora amarga que
hay que tragar») reconoce la desagradable realidad de que las curas
poderosas muchas veces tienen un sabor nada apetecible. Mary Poppins
recomendaba tomar una cucharada de azúcar para que fuese más fácil
engullir el medicamento. La moderna industria farmacéutica ha tratado de
disimular el sabor poco apetecible de los medicamentos recurriendo a
aromas de uva y cereza. Y sin embargo, desde la antigüedad, los seres
humanos se han prestado a tomar estos remedios horrorosos… pero tan solo
cuando estaban enfermos. De lo contrario, nos limitamos a escupirlos.
Ciertas especies de lepidópteros conocidos como gitanas también
cambian de alimentación cuando están enfermas266. Normalmente no
comen la amarga planta Plantago insularis, pero cuando están infestados de
insectos parasitarios, de pronto les entra el antojo de comerla. Y resulta que
los compuestos ponzoñosos presentes en las hojas de la planta son tóxicos
para los parásitos.
Entre los chimpancés se da un caso idéntico. El primatólogo Michael
Huffman explica que cuando sufren de diarreas u otras patentes señales de
infección, se aventuran lejos de sus caminos habituales para buscar
Vernonia, una planta tóxica de sabor astringente cuyos compuestos parecen
inhibir el crecimiento de amebas, patógenos bacterianos y lombrices
intestinales. Al encontrar una de estas plantas, el animal desgaja con
cuidado la corteza de un brote joven y procede a chupar los muy amargos
jugos presentes en el albedo. Los individuos sanos de su grupo pueden
detenerse a mirar cómo succiona tales jugos, pero no se suman al festín267.
Pero hay veces en que es preciso disuadir a los animales jóvenes y curiosos,
según describe Huffman. Tras ver que un adulto enfermo tiraba al suelo el
exprimido resto de una Vernonia, un chimpancé bebé trató de recogerlo, con
clara intención de probarlo. Su madre al momento pisoteó el resto y se llevó
al pequeño de allí.
Goodall cuenta una historia similar: con intención de conseguir que unos
chimpancés enfermos tomaran un antibiótico de sabor amargo, metió el
remedio en unos plátanos. Los individuos enfermos comieron los frutos sin
vacilar, con el medicamento incluido, pero los animales sanos de la colonia
tan solo comieron los plátanos sin adulterar268.
Es sabido que los herbívoros consumen gran cantidad de hojas, bayas,
frutos y otros componentes vegetales con propiedades medicinales269. No
todos ellos son amargos y tóxicos —o lo son en muy bajo grado—, por lo
que muchas veces forman parte de la dieta cotidiana del animal. La
Aframomum, una variedad de jengibre silvestre con sabor áspero y picante,
es uno de tales componentes de su dieta. Forma parte sustancial de la
alimentación de los gorilas occidentales de llanura, que comen sus albedos
y tegumentos. John Berry, especialista en fitoquímica, muestra que estas
partes de la planta tienen grandes concentraciones de ciertas sustancias
antimicrobianas que actúan de modo parecido al de los antibióticos de
espectro reducido; esto es, no matan a las bacterias de forma
indiscriminada, sino que acaban con las cepas patógenas como la
salmonella y la shigella al tiempo que favorecen el crecimiento de las
bacterias intestinales del tipo sano.
Los pobladores de algunas aldeas de África occidental también comen
Aframomum270. Tienen por costumbre servir los tegumentos —llamados
«granos del paraíso»— a quienes llegan de visita, como hacen los
estadounidenses al ofrecer un platillo con cacahuetes. La planta también
está considerada como medicinal. En Uganda, las personas comen
Aframomum para combatir las infecciones causadas por bacterias, hongos y
lombrices intestinales271.
La distinción entre comida y medicina puede ser complicada. Es lo que
pasa con una tradición culinaria que la mayoría de nosotros consideramos
perfectamente normal: añadir un pellizco de esto o lo otro para condimentar
los platos. Muchos de estos aderezantes también operan como agentes
antimicrobianos, según una investigación hecha por el ecólogo evolutivo
Paul Sherman, de la Universidad de Cornell, y por Jennifer Billing, una
antigua alumna suya de posgrado272. Hasta la invención de la refrigeración,
esta cualidad sin duda tenía enorme valor. Sherman y Billing creen que es la
razón por la que los monarcas de la antigüedad enviaron a legiones de
hombres a combatir en guerras, cruzar océanos y explorar nuevos
territorios: para que les procurasen especias. Estos científicos recopilaron
datos sobre treinta especias y descubrieron que todas ellas mataban a por lo
menos la cuarta parte de las especies bacterianas. La mitad de las especias
atrofiaban el crecimiento del 75 por ciento de las bacterias. Algunas de las
más usadas —ajo, cebolla, pimienta inglesa y orégano— destruían a todas
las especies examinadas en el laboratorio.
De forma sorprendente, encontraron que la pimienta común tan solo tenía
muy ligeros efectos antimicrobianos. ¿Cómo se explica su inmensa
popularidad? Su investigación reveló que esta especia opera de forma
sinérgica con otros aderezantes, amplificando de modo espectacular su
capacidad para matar bacterias. Un ejemplo es el de las quatre épices
(pimienta, clavo, jengibre y nuez moscada) una combinación muy empleada
en Francia, sobre todo para preparar salchichas de diverso tipo, razón por la
que esta mezcla tiene su propio nombre. Las salchichas son un excelente
sustrato para el crecimiento del Clostridium botulinum —la causa del
mortífero botulismo—, por lo que la adición de estas especias particulares,
y no de otras cualesquiera, seguramente tiene sentido. Otras mezclas tan
conocidas como el curry en polvo (hecho con veintiuna especias) y el chile
en polvo (hecho con diez) también son, en palabras de estos científicos,
«unos combinados antimicrobianos de amplio espectro».
Dado que los alimentos —y sobre todo las carnes— se pudren con mayor
rapidez en los climas cálidos, Sherman y Billing intuyeron que el mayor
empleo de especias en el pasado seguramente tuvo lugar en las regiones
tropicales273. Pusieron a prueba la idea peinando los ingredientes de
centenares de recetas de platos de carne incluidas en manuales de cocina
con siglos de antigüedad. Tal como esperaban, en los países más cálidos —
en especial Tailandia, India, Grecia y Nigeria—, todos los platos de carne
tradicionales incluían por lo menos una especia; algunos incluían doce o
más. Por contraste, nuestros ancestros en las regiones frías comían platos
más insípidos. Por ejemplo, la tercera parte de las recetas de carne
tradicionales en Escandinavia no contenían una sola especia. Un estudio
posterior hecho sobre los platos de verduras —en las que las bacterias
crecen con menor facilidad— reveló que estos incluían menos especias que
los platos de carnes, lo que también respaldaba su hipótesis274.
Más complicado resulta explicar por qué a alguien un día se le ocurrió
recurrir a las especias. Al fin y al cabo, tienen poco o cero valor nutritivo y
no resultan muy apetitosas por sí solas.
En vista de que incluso los animales se sienten atraídos por las sustancias
amargas cuando están enfermos, una explicación probable es la de que las
especias inicialmente fueron consumidas como medicinas. Es un hecho que
el ajo, la cúrcuma, el jengibre y el comino, por mencionar unas cuantas,
están muy presentes en las antiguas curas tradicionales275. En pequeñas
dosis —mezcladas con alimentos—, las especias resultan más aceptables
para el paladar. En otras palabras, el consumo de especias con las comidas
(pensemos en la «cucharada de azúcar» cantada por Mary Poppins)
facilitaba que el paciente las tomara de forma efectiva.
No terminamos de saber qué fue lo que inicialmente empujó al ser
humano a ingerir especias, pero son numerosos los factores que han
fomentado su incorporación a las dietas cotidianas. Como subrayan
Sherman y Billing, la costumbre no solo redujo los casos de enfermedad
inducida por la comida, sino que también posibilitó que las personas
conservaran los alimentos durante más tiempo, lo que suponía una gran
ventaja en épocas de escasez. Por lo demás, los platos con especias
seguramente sabían mejor, para algunos paladares cuando menos, lo que
llevó a su aceptación generalizada. Las familias que usaban especias quizá
hablaron de sus muchas cualidades a sus vecinos. Otro modo de transmisión
cultural pudo haber tenido lugar en el útero materno. Hoy sabemos que,
durante el último trimestre del embarazo, el bebé toma muestras de la dieta
materna a través del líquido amniótico276. Tras el nacimiento, los pequeños
muestran preferencia por los sabores encontrados prenatalmente y se
decantan por los alimentos y especias que en sus comunidades están
considerados como saludables. Sherman y Billing incluso sugieren que la
pasión por las especias puede haber tenido lugar por transmisión genética.
En otras épocas, los devotos de las especias —en los países cálidos, sobre
todo— seguramente dejaron más descendencia que quienes se abstenían de
comerlas. «La gastronomía de tipo darwiniano», escribieron con humor
sardónico en un artículo aparecido en Scientific American, podría explicar
«por qué a algunos les gusta el picante»277.
La adición de especias a las comidas puede ser un ejemplo temprano de
medicina preventiva, pero hay otras prácticas culinarias que reducen el
riesgo de contaminación por los alimentos y son por lo menos tan antiguas,
si no mucho más. Todos las conocemos y entre ellas se cuentan las
costumbres de salar, ahumar y, sobre todo, asar las carnes. De hecho, la
utilización del fuego para cocinar, inicialmente documentada con certeza en
campamentos ocupados por el hombre de Neanderthal hace quinientos mil
años, sigue siendo el arma más empleada para aniquilar a los gérmenes
ocultos en la comida278.

Por supuesto, los animales que carecen de nuestra capacidad para preservar
y conservar la comida se ven obligados a adoptar otros comportamientos
para evitar las infecciones de origen alimentario. En el caso de perros y
gatos, una de estas estrategias consiste en comer hierba. Como explica
Benjamin Hart, lo hacen «para expulsar de sus sistemas a los gusanos
intestinales. Los animales no tienen forma de saber si cuentan con gusanos
intestinales, por lo que a veces comen hierba como forma de profilaxis».279
Los perrillos y gatitos lo hacen con mayor frecuencia, porque sus pequeños
tamaños los convierten en particularmente vulnerables al desgaste de
energía provocado por los parásitos. Nuestras mascotas heredaron este
comportamiento de sus ancestros salvajes. Los lobos y pumas, por ejemplo,
regularmente comen hierba, que está presente en entre el 2 y el 4 por ciento
de sus deposiciones, a veces en compañía de los gusanos recién expulsados.
El consumo de hojas, según Huffman, posiblemente tiene la misma función
entre los chimpancés, bonobos y gorilas de las planicies280. Las hojas que
escogen siempre están cubiertas de pelusas indigeribles, y los animales
nunca las mascan, como sí que hacen con la comida, sino que engullen las
hojas enteras, a veces hasta cien de ellas de golpe. Huffman considera que
tamaña cantidad de fibra acelera de modo espectacular el paso de los
alimentos por el conducto gastrointestinal, purgándolo de por lo menos dos
clases de gusanos parasitarios.
Los animales no pueden llamar a compañías plaguicidas cuando sus
hogares se ven invadidos de plagas, pero algunas especies han tenido la
suerte de encontrar métodos para solventar estos problemas, unos métodos
que en realidad no son muy distintos de los nuestros. Algunos pájaros y
roedores —sobre todo aquellas especies que reutilizan los mismos nidos y
madrigueras generación tras generación— expulsan a los huéspedes
indeseables con vapores tóxicos, o tal piensan muchos biólogos, que dan el
nombre de «fumigación» a dicha estrategia281. Durante las épocas del celo,
estos animales acostumbran a engalanar el interior de sus hogares con hojas
frescas que imbrican con los lechos viejos o las paredes del nido de la
temporada anterior. «No se limitan a pillar cualesquiera hojas verdes que
haya cerca —indica Hart—. Recolectan aquellas hojas que son muy
aromáticas y ricas en sustancias químicas volátiles. Lo que indica que serán
buenos insecticidas, fungicidas y antimicrobianos».
Una planta preferida por los pájaros con esta finalidad es el Erigeron
(cuyo viejo nombre en inglés, fleabane, literalmente significa «el flagelo de
las pulgas» y habla con elocuencia de sus propiedades para repeler a estos
bichos)282. La rata cambalachera de patas oscuras prefiere el laurel
californiano, cuyas hojas mordisquea a fin de liberar sus vapores tóxicos283.
Cuando así lo necesitan, los entomólogos usan el laurel para matar a los
insectos conservados en frascos284. También informan de que los
especímenes tardan más en enmohecer al ser depositados en placas de
exposición, lo que es indicio de que los roedores asimismo utilizan el laurel
como fungicida. En experimentos hechos con pájaros en el terreno, la
retirada de hojas verdes de los hogares recién arreglados ha tenido los
resultados predecibles: un nido de estorninos, por ejemplo, pronto fue
invadido por los ácaros.285
La farmacopea de la naturaleza incluye numerosas sustancias insecticidas
y antimicrobianas que los animales utilizan atendiendo a sus propiedades
saludables286. Los osos pardos y de Kodiak excavan el suelo y extraen
raíces de osha (Ligusticum wallichii y Ligusticum porteri), las mastican
para liberar sus aceites volátiles y a continuación frotan bien sus pelajes con
la pasta resultante. En otra muestra del valor medicinal de esta planta, el
pueblo navajo la utiliza como ungüento antibacteriano y anestésico; la
leyenda dice que los tan corpulentos plantígrados les enseñaron sus
propiedades curativas.
En Panamá, el coatí de nariz blanca, primo del mapache, recorre largas
distancias para obtener la resina de olor mentolado procedente del árbol
Trattinnickia aspera, fluido con el que se frotan la piel vigorosamente
ayudándose con las garras287. Los análisis muestran que esta resina incluye
unas sustancias que repelen a las pulgas, piojos, garrapatas y mosquitos.
Los animales no se limitan a emplear compuestos de origen botánico. En
Venezuela, los monos capuchinos llorones ruedan con sus cuerpos sobre los
milpiés para conseguir que estos insectos liberen sus toxinas defensivas y, a
continuación, se aplican esta sustancia química en el pelaje de forma
frenética, mezclándola con dosis generosas de sus propias babas. Los
milpiés desarrollaron estas toxinas para repeler a los insectos enemigos, de
modo que los monos en la práctica están robándole el insecticida.
Los pájaros —unas doscientas especies de ellos—emplean una estrategia
parecida. Espachurran a las hormigas con sus picos, llevándolas a liberar su
propia versión de repelente para insectos, y las aves a continuación frotan
su plumaje con las hormigas despanzurradas.
Bajo nuestros propios pies hay otra medicina natural muy valiosa.
Protege al intestino de una larga lista de patógenos presentes en la comida y
el agua, y sus propiedades son apreciadas por incontables animales y
centenares de millares de seres humanos en el mundo entero288. Este
potente elixir es la tierra.
Tanto los seres humanos como los animales son muy quisquillosos en lo
referente a la tierra que comen289. No les gusta el oscuro áspero mantillo
que los bebés ingieren cuando exploran el entorno. La tierra que ansían por
sus propiedades medicinales típicamente se encuentra entre veinticinco y
setenta y cinco centímetros bajo la superficie290. Muchas veces tiene un
color claro y una alta concentración de arcilla químicamente similar al
caolín, el ingrediente activo en la formulación original del Kaopectate, el
medicamento para la diarrea y la náusea más vendido en el mundo. La
estructura molecular de estas arcillas provoca que se aferren a los virus,
bacterias y hongos, todos los cuales a continuación expulsamos mediante
las deposiciones291. Estos compuestos asimismo se pegan a las ponzoñas
producidas por los patógenos y a las sustancias químicas tóxicas presentes
en plantas que comemos de forma habitual. Para redondear las ventajas de
las arcillas medicinales, su textura fina y resbaladiza recubre el
revestimiento mucoso del intestino, reforzando la barrera natural del cuerpo
contra los invasores parasíticos, entre ellos las amebas, las ascárides y los
platelmintos.
La prolongada observación de cinco chimpancés salvajes en el parque
nacional de las montañas Mahale, en Tanzania, muestra que los animales
agarran puñados de arcilla de los montículos de termitas cuando tienen
diarrea y otras dolencias gástricas. Según Cindy Engel, bióloga y autora del
libro Wild Health, herbívoros tales como los gorilas, elefantes, rinocerontes
y papagayos obtienen la arcilla de diversas fuentes, entre ellas las orillas
fluviales erosionadas, las rocas volcánicas cubiertas de polvo y los claros en
el terreno sin apenas vegetación292. La arcilla les permite extraer nutrientes
a ciertas plantas que de lo contrario son tóxicas, pero Engel cree que estos
animales también se aprovechan de su poder para purgar parásitos alojados
en sus organismos. La arcilla es particularmente valiosa para las ratas,
según indica, pues dicha especie es incapaz de vomitar. Tras ser
envenenadas con cloruro de litio por los investigadores al momento comen
arcilla, si tienen oportunidad de hacerlo, y se considera que hacen otro tanto
cuando los trastornos gástricos han sido causados por patógenos.
El ser humano consume arcilla desde, por lo menos, la antigüedad romana
y griega293. Esta práctica, conocida como «geofagia», hoy sigue viva en las
sociedades tradicionales de todos los continentes294. Los aborígenes
australianos se hacen con la arcilla medicinal en los montículos de termitas.
En el África subsahariana es frecuente conseguir la arcilla en canteras para
cocerla al sol, secarla al aire o calentarla al fuego; la arcilla después se
vende en los mercados como tratamiento de problemas digestivos y náuseas
matutinas. Los esclavos trajeron la costumbre al Sur rural de Estados
Unidos, donde los nativos americanos de hecho ya la conocían; más tarde
fue adoptada por los blancos pobres, despectivamente conocidos como
«sorbearenas», «cometierras» y «palurdos de los montículos». En años
recientes, la práctica ha sido condenada como asquerosa y aberrante, pero la
geofagia ni de lejos ha desaparecido en Estados Unidos. Muchos geófagos
explican que, sencillamente, no pueden resistir el sabroso sabor de la tierra,
su aroma delicioso y la forma en que «se funde como el chocolate» en la
lengua295. «Cuando estoy embarazada, la tomo y me siento como si
estuviera fumando marijuana», explica una estadounidense aficionada a
comer tierra en la revista Time.296
La importancia de la arcilla para combatir infecciones queda de relieve en
un estudio global indicador de que la geofagia está más extendida en los
trópicos infestados de parásitos, va reduciéndose en los climas templados
menos favorecedores de su crecimiento y se convierte en una rareza al
acercarse a los polos297. Con mucho, los principales consumidores son las
mujeres embarazadas, según la especialista en geofagia Sera L. Young, de
la Universidad de Cornell, autora del libro Craving Earth y directora del
equipo que llevó a cabo dicho estudio298. Young considera que la costumbre
tiene sentido, pues los patógenos y toxinas de procedencia alimentaria son
más peligrosas cuando las células en el cuerpo están dividiéndose con
rapidez, como sucede durante el desarrollo del feto299. Lo que es más,
durante los primeros tres meses del embarazo, no tan solo el feto corre
riesgo de ser dañado por tales agentes, pues estos también amenazan a la
madre, cuyo sistema inmunológico está inactivo para evitar que su
organismo rechace el feto que crece en el interior. No es de sorprender que
las mujeres de la India y África muchas veces digan que se han dado cuenta
de que estaban embarazadas porque de pronto les entró un insaciable antojo
de tierra; muchas de ellas agregan que no hay mejor remedio para las
náuseas de la mañana. Los niños en edad escolar son los siguientes grandes
consumidores de arcilla, seguramente porque la rápida división celular
durante los estirones del crecimiento les vuelve más vulnerables a
patógenos y toxinas.
Si toda esta acumulación de elogios te lleva a tener ganas de probar a
comer arcilla, puedes comprarla en la Red, como yo misma hice, a un
proveedor favorito de los geófagos, Grandma’s Georgia White Dirt
(www.whitedirt.com); te la enviarán a casa de forma discreta, en un
envoltorio sin anuncios. Sin duda para cubrirse las espaldas en el plano
legal, esta empresa la comercializa como un artículo de broma, no apto para
el consumo humano. Tras abrir el paquete, me encontré con lo que parecían
ser unas piedrecitas recubiertas por un fino polvillo blanco. Con cierta
agitación, mordí una. Era parecido a masticar tiza, si bien la textura
resultaba algo más aceitosa. Desde luego, la tierra blanca de Georgia no es
mi idea de un tentempié suculento. Después de tragar una o dos veces,
escupí el resto y me enjuagué la boca con agua, no una vez, sino bastantes,
pues no parecía haber modo de librarse de su leve película de residuo en mi
lengua. El residuo siguió allí incluso cuando traté de quitármelo de encima
con la ayuda del cepillo de dientes, lo que explica que sea tan efectivo a la
hora de recubrir el conducto intestinal, creando una duradera barrera contra
los parásitos. Quizá la tierra blanca de Georgia me habría resultado más
apetecible si hubiera tenido dolor de barriga o mi madre la hubiera tomado
cuando estaba embarazada de mí. Tengo la sospecha de que el gusto por la
arcilla, al igual que el gusto por las especias, seguramente se cultiva en el
útero.
Las embarazadas que, como yo, no gusten de comer tierra quizá se
alegren de saber que las náuseas matinales asimismo pueden ser una
defensa contra los parásitos, así que, aunque resulten inevitables, no hay
motivos para preocuparse. Durante el primer trimestre del embarazo, más
del 60 por ciento de las mujeres las sufren, y el alimento número uno a la
hora de provocar náuseas y repulsión es el más proclive a estar
contaminado de patógenos: esto es, las carnes, incluyendo las de pescado y
ave300. La conocida aversión de las embarazadas por los platos picantes
también parece ser adaptativa, pues la misma propiedad precisa que
convierte a las especias en inhóspitas para los microbios patógenos —su
toxicidad— podría dañar al feto. Las náuseas matinales, en otras palabras,
podrían ser el modo en que la naturaleza empuja a la madre en estado de
buena esperanza a abstenerse de consumir alimentos que pueden ser
perjudiciales para ella y el futuro bebé. En respaldo de esta teoría, se ha
mostrado que las aversiones de este tipo vienen asociadas a una menor
incidencia de pérdidas fetales.
A lo largo de este capítulo he mostrado que los seres humanos no son los
únicos capacitados para sanarse y mantenerse con buena salud. Eso sí,
conviene subrayar que nuestro sistema de defensa conductual supera con
mucho al de cualquier otro ser en el mundo. De hecho, nuestra capacidad
para detectar y eludir a los parásitos sin ayuda de la moderna medicina
resulta asombrosa de veras. El próximo capítulo tratará sobre esta capacidad
o, mejor dicho, sentimiento. Un sentimiento que nos protege tanto de los
parásitos más diminutos como, y de forma más sorprendente, de los que
tienen dimensiones humanas. De los parásitos de la sociedad, por así
decirlo.
203. G. Pacheco-López y F. Bermúdez-Rattoni, «Brain-Immune Interactions and the Neural
Basis of Disease-Avoidant Ingestive Behavior», Philosophical Transactions of the Royal
Society B 366 (2011): p. 3397.

204. M. J. Perrot-Minnot y F. Cézilly, «Parasites and Behaviour», en Ecology and Evolution of


Parasitism, ed. F. Thomas, J. F. Guégan y F. Renaud (Oxford University Press, Oxford, 2009),
p. 61; véase también Randolph M. Nesse and George C. Williams, Why We Get Sick: The New
Science of Darwinian Medicine (Vintage, Nueva York, 1994), p. 27.

205. R. H. McCusker, Journal of Experimental Biology Conference on Neural Parasitology,


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206. Nesse y Williams, Why We Get Sick, p. 37. Giulia Enders, Gut: The Inside Story of Our
Body’s Most Underrated Organ (Berkeley, Vancouver: Greystone Books, 2015), segunda parte;
subencabezado: vomiting. En castellano: La digestión es la cuestión, (Urano, Barcelona, 2015).

207. Rachel Herz That’s Disgusting: Unraveling the Mysteries of Repulsion (W. W. Norton,
Nueva York, 2012), p. 73.

208. Benjamin Hart, entrevista con la autora, Davis, California, 6 septiembre 2013.

209. Cindy Engel, Wild Health: Lessons in Natural Wellness from the Animal Kingdom
(Houghton Mifflin, Boston, 2002), p. 109.

210. B. L. Hart, «Behavioral Adaptations to Pathogens and Parasites: Five Strategies»,


Neuroscience and Biobehavioral Reviews 14, número 3 (1990): p. 276.

211. Ibid.

212. Engel, Wild Health, 111.

213. Hart, «Behavioral Adaptations to Pathogens and Parasites», pp. 277-279.

214. Engel, Wild Health, 111.

215. B. Hart, «Behavioural Defences in Animals Against Pathogens and Parasites: Parallels
with the Pillars of Medicine in Humans», Philosophical Transactions of the Royal Society B
366 (diciembre 2011): p. 3407.

216. Benjamin y Lynette Hart, entrevista con la autora, Davis, California, 9 septiembre 2013.

217. Engel, Wild Health, pp. 113, y Valerie Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat: The
Science Behind Revulsion (University of Chicago Press, Chicago, 2013), edición Kindle,
capítulo 2.

218. Hart, «Behavioral Adaptations to Pathogens and Parasites», p. 279.

219. Benjamin Hart, entrevista con la autora.

220. Hart, «Behavioural Defences in Animals», p. 3408.

221. L. Bodner et al., «The Effect of Selective Desalivation on Wound Healing in Mice»,
Experimental Gerontology 26, número 4 (1991): pp. 383-386.

222. Federation of American Societies for Experimental Biology, comunicado de prensa,


«Licking Your Wounds: Scientists Isolate Compound in Human Saliva That Speeds Wound
Healing», Science Digest, 4 julio 2008,
http://www.sciencedaily.com/releases/2008/07/080723094841.htm.

223. Benjamin y Linette Hart, entrevista con la autora.

224. Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 1.

225. Engel, Wild Health, pp. 78-79.

226. Perrot-Minnot y Cézilly, «Parasites and Behaviour», p. 53.

227. Hart, «Behavioral Adaptations to Pathogens and Parasites», p. 277.

228. Benjamin Hart, entrevista con la autora.

229. Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 2.

230. Natalie Angier, «Nature’s Waste Management Crews», New York Times, 25 mayo, 2015.

231. Perrot-Minnot y Cézilly, «Parasites and Behaviour», p. 54.


232. Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 2.

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235. Benjamin Hart, entrevista con la autora.

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http://www.aboutkidshealth.ca/En/News/NewsAndFeatures/Pages/The-hazards-and-benefits-
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237. Benjamin Hart, entrevista con la autora.

238. Viinikka, «About Kids Health».

239. Hart, «Behavioral Adaptation to Pathogens and Parasites», p. 288.

240. Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 2.

241. Hart, «Behavioral Adaptations to Pathogens and Parasites», p. 287.

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271. Huffman, «Current Evidence for Self-Medication in Primates», p. 173.

272. P. W. Sherman y J. Billing, «Darwinian Gastronomy: Why We Use Spices», BioScience


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273. Ibid, 455.

274. P. W. Sherman y G. A. Hash, «Why Vegetables Dishes Are Not Very Spicy», Evolution
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275. Hart, «The Evolution of Herbal Medicine», pp. 977-979.

276. Annie Murphy Paul, Origins: How the Nine Months Before Birth Shape the Rest of Our
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277. Sherman and Billing, «Darwinian Gastronomy», pp. 461-462.

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279. Hart, «Behavioural Defences in Animals», p. 3409.

280. M. A. Huffman y J. M. Caton, «Self-Induced Increase of Gut Motility and the Control of
Parasitic Infections in Wild Chimpanzees», International Journal of Primatology 22, número 3
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281. Hart, «Behavioral Adaptations to Pathogens and Parasites», pp. 280-281.

282. Engel, Wild Health, p. 123.

283. Perrot-Minnot y Cézilly, «Parasites and Behaviour», p. 57.

284. John Smart, «Number 4A: Insects», British Museum of Natural History Instructions for
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285. Hart, «Behavioral Adaptations to Pathogens and Parasites», p. 190.

286. Huffman, «Current Evidence for Self-Medication in Primates», p. 190.

287. Engel, Wild Health, pp. 115-118.

288. «Dr. Sera Young, Cornell University – the Urge to Eat Dirt», Academic Minute, WAMC
Northeast Public Radio, 4 diciembre 2012, http://wamc.org/post/dr-sera-young-cornell-
university-urge-eat-dirt. Véase también, Sera L. Young, Craving Earth: Understanding Pica
(Columbia University Press, Nueva York, 2012), edición Kindle, capítulo 9 y Engel, Wild
Health, pp. 64-70.

289. Young, Craving Earth, capítulo 9.


290. Susan Allport, «Women Who Eat Dirt», Gastronomica (primavera 2002): p. 17.

291. Young, Craving Earth, capítulo 9; Engel, Wild Health, pp. 62-70.

292. Engel, Wild Health, pp. 63-70.

293. Young, Craving Earth, capítulo 3.

294. Sera L. Young, entrevista con la autora, 23 noviembre 2015.

295. Marc Lallanilla, «Eating Dirt: It Might Be Good for You», ABC News, 3 octubre 2005,
http://abcnews.go.com/Health/Diet/story?id=1167623&page=1.

296. Toung, Craving Earth, capítulo 1.

297. Ibid., capítulo 9.

298. Ibid., capítulo 1.

299. Ibid., capítulo 9.

300. Thomas et al., «Can We Understand Modern Humans Without Considering Pathogens?»,
pp. 374-375; Meredith F. Small, «The Biology of Morning Sickness», Discover, 1 septiembre
2000, http://discovermagazine.com/2000/sep/featbiology.
9
La emoción olvidada

C
uando no está en África, India u otras regiones del mundo en
desarrollo, Valerie Curtis acostumbra a encontrarse en el edificio
de la escuela de higiene y medicina tropical, en Londres, una
elegante y antigua estructura cuya fachada está ornada con imágenes de
piojos, pulgas, mosquitos y otros seres que han atormentado al ser humano
desde la noche de los tiempos. En su despacho, Curtis tiene —metidas en
los cajones pero también a la vista en los estantes— muchas réplicas
inquietantemente realistas de seres repulsivos, vómito, una mano cercenada,
un forúnculo de aspecto muy desagradable, una rata y heces. En su
escritorio destaca una estatua de lo que parece ser un excremento dorado.
Mis ojos van a ella, y Curtis aclara: «Es el premio Caca de Oro»301.
Estamos hablando por videochat, de modo que coge el galardón y lo
acerca a la cámara para que lo vea mejor. En el curso de una ceremonia que
solía tener lugar anualmente en el centro de Londres, la Caca de Oro era
entregado a los héroes del saneamiento y la higiene pública en
reconocimiento a sus esfuerzos para reducir las enfermedades diarreicas,
una importante causa de mortandad infantil en el mundo en desarrollo.
Según explica, a Curtis se le ocurrió la idea del premio porque le indignaba
que no se hiciera lo suficiente para instalar retretes en las comunidades más
necesitadas, deficiencia que achaca a la poca predisposición de la gente a
hablar de los residuos corporales. Para su sorpresa y alegría, la revista Time
escribió sobre el galardón y, claramente, entendió bien su propósito. Curtis
parafrasea así el titular del artículo: «¿Qué es más chocante? ¿Hablar de la
mierda o el hecho de que hay niños que mueren porque no hablamos de la
mierda?»
No tan solo ha emprendido una cruzada para mejorar la higiene y el
saneamiento en el mundo en desarrollo, sino que Curtis también se describe
como una «asquerosológa», esto es, una especialista en asquerosidades.
Según considera, la emoción del asco evolucionó para protegernos de los
parásitos. Frecuentemente acompañada por gritos de «¡Puaj!» o «¡Buf!», el
asco nos lleva a dar un paso atrás con horror al ver cualquier cosa que
puede enfermarnos. A su entender, la caca es tabú precisamente porque se
trata de un montón de gérmenes. Si no fuera el caso, posiblemente no nos
molestaría su olor ni tendríamos problemas en hablar de ella.
Curtis no sabe si los animales experimentan el asco (es difícil
demostrarlo, como subraya302). Sospecha que algunos de ellos quizá sí, lo
que posiblemente sustentaría algunas de las defensas conductuales que
Benjamin Hart y otros han descrito en distintas especies. No obstante,
incluso si es el caso, la limitada capacidad imaginativa de los animales sin
duda limita en mucho su capacidad de protección. Son nuestros grandes
cerebros los que convierten el asco en un muy eficiente escudo contra los
gérmenes que afectan al ser humano.
A medida que sabemos más sobre los contaminantes potenciales en el
entorno, añade Curtis, los etiquetamos como «asquerosos», y el simple
hecho de pensar en ellos hace que nos sintamos un poco enfermos y
evitemos una serie de peligros en crecimiento constante303.
«El asco es una emoción muy pegajosa e insistente», remacha.
Y sin embargo, sigue dándose una tremenda confusión sobre esta
sensación, por muy exclusiva de los humanos que sea. Para empezar, el
modo en que la experimentamos está en función del contexto. La sangre y
las vísceras pueden transmitir numerosas enfermedades y por consiguiente
son repugnantes, pero si las encontramos en un campo de batalla
posiblemente nos inspiren más terror que repulsión.
A fin de ayudar a las personas a discernir los misterios del asco y
entenderlos a nivel visceral, Curtis recurre a sus excrementos de plástico y
objetos propios de Halloween en aulas y salas de conferencias. ¿Por qué
una cucaracha nos resulta asquerosa?, pregunta mientras hace oscilar un
bicho de pega ante los alumnos. ¿Por qué es asqueroso este globo ocular?
¿Y qué me dicen de esta rata?
De modo sorprendente, la mayoría de las personas no saben cómo
explicar su repulsión a estas cosas. Según Curtis, la respuesta típica es: «No
lo sé… ¡Pero, puaj, qué asco!»
La cuestión es más complicada de lo que parece. Y lo es porque lo que
asquea a los seres humanos «es una mezcla pero que muy rara de cosas
sucias, viscosas, malolientes, pegajosas, serpenteantes», según me cuenta la
investigadora. Si bien algunas de ellas —por ejemplo, la carne rancia, la
leche cortada y el vómito— resultan fáciles de asociar a la enfermedad, en
muchos otros casos la conexión está lejos de ser evidente.
Curtis y sus alumnos han realizado extensos estudios sobre lo que las
gentes en 165 países del mundo entero consideran asquerosas (en uno solo
de estos estudios participaron 160.000 personas), y en el listado siguen
apareciendo respuestas muy extrañas304.
El acné, por ejemplo. No es contagioso, así que, ¿a qué viene tanto asco?
La respuesta probable es que las espinillas llevan a pensar en las pústulas
asociadas a enfermedades como la viruela, el sarampión o la varicela.
Muchas personas consideran que las ratas, cucarachas, caracoles y algas
son asquerosos y, sin embargo, nada tienen de parásitos. Curtis cree que
aparecen en el listado porque pueden transmitir infecciones víricas y
bacterianas, parásitos gastrointestinales y el cólera, respectivamente.
Los gusanos de tierra son inofensivos, pero mucha gente no puede ni
tocarlos. Lo que los convierte en repulsivos, dice la investigadora, es que su
aspecto es muy parecido al de los gusanos parasíticos del pescado y la
carne, que, en caso de ser engullidos, pueden alojarse en nuestros intestinos.
Podría seguir ad nauseam, pero seguramente vas a agradecerme que no lo
haga, así que me limitaré a mecionar un último ejemplo de extraño causante
del asco: determinadas agrupaciones de pequeños agujeritos305. La imagen
de algunos patrones de ellas puede producir náuseas a Curtis, y no es la
única. Hay tantas personas que sufren esta repulsión que de hecho tiene un
nombre científico: tripofobia.
«Lo que la dispara es el hecho de que los agujeros estén dispuestos según
el patrón característico de los huevos de insecto puestos en una piel humana
o animal —explica—. Es un patrón parecido al que vemos en un panal. —
La voz de pronto le tiembla, y su expresión se torna mustia ante mis ojos—.
No quiero seguir hablando de este tema —dice de forma abrupta—. Se me
pone la piel de gallina y el pelo de punta».
Según añade, le gustaría estudiar la tripofobia, «pero no puedo. Es algo
demasiado horroroso».
¿Estamos programados para sentir asco ante ciertas cosas? ¿Ante
agrupaciones de pequeños agujeritos, por ejemplo? ¿O el asco nos es
inducido por experiencias particulares o por la cultura que nos rodea?
Los asquerosólogos tienen opiniones muy personales al respecto, pero no
es fácil encontrar respuestas terminantes, en parte porque la comunidad
científica empezó a estudiar esta emoción de forma muy tardía. Durante el
siglo pasado se escribieron montañas de volúmenes sobre la ira, la
depresión, el miedo y el optimismo, pero el asco, a pesar del poder crudo y
visceral que ejerce sobre nosotros, siguió sumido en la oscuridad. En su
momento fue descrito como «la emoción olvidada por la psiquiatría»,
comenta Curtis.
Sugiero que los científicos quizá, sencillamente, no soportaban dicha
materia de estudio. El asco era demasiado asqueroso para ser estudiado.
Menciono como ejemplo su propia reticencia a estudiar la tripofobia.
«Creo que tiene razón —responde—. A la vez, se considera aceptable
hacer bromas al respecto. Si estudias estas cuestiones, es inevitable que te
apoden “la chica de la caca” o “la asquerosilla”».
Por mucho que la escuela londinense de higiene y medicina tropical esté
dedicada al estudio de las enfermedades infecciosas, a Curtis no le fue fácil
convencer a sus colegas de la legitimidad de la materia.
«¿Por qué demonios estaba yo interesada en un tema como el asco?, me
preguntaron una y otra vez. Ahora ya lo han pillado. Ahora están
encantados. Ahora comprenden por qué hago bien en estudiar esta cuestión.
Pero al principio se decían que estaba loca de remate».
En siglos anteriores, uno de los pocos científicos en mencionar el asco fue
Charles Darwin306. En su libro La expresión de las emociones en el hombre
y los animales, describió su rostro característico: las comisuras de los labios
se vuelven hacia abajo, la punta de la lengua sobresale, como si estuviera
expulsando algo malo. Los ojos entrecerrados y la nariz arrugada a fin de
obturar las fosas nasales. Muchas veces le acompaña un Buff que en lo
primordial es una exhalación: lo que estás haciendo es sacar por la boca el
aire contaminado.
Con el propósito de encontrar los fundamentos evolutivos de la emoción,
Darwin escribió a colegas situados en casi cada continente preguntando por
las formas en que los nativos locales expresaban el asco. Las respuestas
recibidas le llevaron a concluir que la expresión era idéntica en el mundo
entero.
Observador siempre sagaz, le sorprendía que el simple hecho de imaginar
una idea repugnante —por ejemplo, la de tragar algo horroroso— de hecho
pudiera causar el vómito en algunos casos. Darwin hizo otra observación
muy importante sobre la emoción: su expresión es casi un calco de la de
quien muestra desprecio por aquellos cuyo comportamiento le disgusta. En
este sentido, es interesante que las respuestas a la pregunta incluida por
Curtis en su estudio «¿Qué cosas le parecen asquerosas?» no se limitaron al
ámbito de los parásitos, sino que incluían a los políticos, pedófilos,
europeos arrogantes y maridos maltratadores, entre otros grupos
frecuentemente detestados307. (A los estadounidenses no les gustará saber
que encabezaron el listado de inductores del asco compilado por Curtis.)
Como ampliaré en capítulos posteriores, esta tendencia a tachar de
repugnantes a las personas o comportamientos que nos disgustan tiene
profundas implicaciones en lo tocante a la ascensión de la cultura.
A pesar de la perspicacia de Darwin, el único indicio de que entendía que
el asco podría protegernos de la infección es una mención aislada, la de que
la carne podrida provocaba la repulsión de forma habitual308. Esta miopía
tan poco propia del personaje en el fondo es comprensible: su libro sobre
las emociones fue publicado en 1872, unas cuantas décadas antes de que los
revolucionarios experimentos de Louis Pasteur y Robert Koch establecieran
con firmeza la teoría microbiana de la enfermedad.
Iba a pasar más de un siglo antes de que el asco se convirtiera en motivo
de estudio científico309. El psicólogo Paul Rozin, venerado como «el padre
del asco», fue uno de los primeros investigadores en explorar este terreno
casi virgen. Rozin argumenta que la emoción evolucionó para protegernos
de las intoxicaciones alimentarias y las toxinas amargas, pero que, por lo
demás, viene determinada por la cultura, en gran medida o de forma
absoluta310. Rozin también diseñó unos experimentos ingeniosos y
provocadores a la hora de estudiar la percepción que la gente tenía de la
contaminación. Entre mis ensayos preferidos se cuentan aquellos en los que
ofreció a los sujetos unos dulces blandos de leche en forma de zurullo de
perro o un vaso de zumo de naranja con una cucaracha esterilizada flotando
en la superficie311. Sus humanos conejillos de indias declinaron probarlos, y
Rozin concluyó que nuestras percepciones de la contaminación vienen
determinadas por primitivas creencias populares, como la idea de que
podemos convertirnos en aquello que comemos o la de que la esencia de un
objeto puede ser impartida a todo cuanto entra en contacto con él.
Las novedosas investigaciones de Rozin sobre el asco despertaron el
interés por esta tan descuidada emoción, y sus escritos sobre el tema siguen
siendo enormemente influyentes312. Pero como él mismo reconoce, su
limitada concepción sobre la base instintiva del asco ya no es la
hegemónica. En todo caso, el péndulo se ha trasladado en el sentido
opuesto, a medida que psicólogos evolutivos y neurocientíficos han ido
entrando en el terreno de juego. En opinión de estos investigadores,
sentimos una repulsión innata hacia muchas más cosas que los alimentos
con mal sabor. Sigue sin estar claro cuántos de estos instigadores del asco
existen o de qué modo hay que clasificarlos, pero cuando los seres humanos
—los propios científicos especializados, pongamos por caso— se
encuentran con ellos, la acción de alejarse es rápida y automática, antes que
razonada.
«El ¡puaj! no tiene nada de racional», dice Curtis, cuya investigación ha
sido clave para que haya tenido lugar esta revisión de las ideas313.
Por lo demás, la cultura a solas no puede explicar con facilidad por qué
muchas cosas que repelen a todo el mundo en todas partes —incluyendo a
quienes viven en regiones pobres y remotas y nada saben sobre los
gérmenes— comparten una vinculación al contagio.
Si bien hay notables, nítidas diferencias de opinión sobre el asco, parte
del desacuerdo entre los bandos enfrentados puede ser más superficial que
sustancial. Por poner un ejemplo, las creencias populares mencionadas por
Rozin como sustentadoras de la percepción que las personas tienen de la
contaminación bien podrían ser de origen instintivo. Al fin y al cabo, todos
podemos reflexionar sobre nuestros comportamientos e impulsos de una
manera que otros animales no pueden emular. De hecho, Steven Pinker,
psicólogo en Harvard, define el asco como «microbiología intuitiva»,
subrayando que «los gérmenes son transmisibles mediante el contacto», por
lo que «no es de sorprender que si alguien toca una sustancia asquerosa, ese
alguien sea percibido como asqueroso por siempre jamás»314.
Con independencia de la interpretación que se haga de los
descubrimientos en este campo, nadie —Curtis no, desde luego— sugiere
que hayamos venido al mundo con unos niveles fijos de asco que después
siguen siendo inmutables, invulnerables a los estímulos del exterior.
«Es evidente que la experiencia vital influye —comenta Curtis—. Es
evidente que la cultura influye. Es evidente que tu propia personalidad
influye. Por eso, al encontrarse con una misma experiencia, es posible que
dos personas respondan de modo muy diferente315».
Los puntos de vista que Curtis tiene sobre el asco están expuestos con
elocuencia en su libro Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, obra que imbrica
las perspectivas culturales y biológicas para ofrecer una imagen coherente y
convincente de la emoción. En esencia, Curtis considera que el asco es
parecido al impulso sexual humano. La intensidad de la libido varía entre
los individuos, quienes a la vez se sienten excitados por cosas distintas. Este
impulso y sus manifestaciones cambian a lo largo de la existencia de la
persona y pueden verse alterados por las experiencias individuales y los
valores de la sociedad. Con el asco pasa igual.
Al igual que el apetito sexual, el impulso de alejarse de los posibles
contaminantes no es evidente al nacer, pero aparece a medida que el
individuo se desarrolla316. En el caso de la respuesta de asco, su aparición
tiene lugar poco después de la primera infancia, posiblemente porque es
cuando empezamos a movernos por el mundo con independencia de
nuestros padres. Este rasgo a continuación se ve conformado por nuestros
encuentros con cosas repugnantes. Si encuentras una rata muerta en el
cuarto de baño o te tropiezas con un cadáver descompuesto en un bosque,
es posible que termines sintiendo mayor repulsión por las ratas o los
cadáveres que el promedio. O si enfermas violentamente después de comer
unos mejillones en salsa marinera, es posible que la mera acción de pensar
en unos mejillones te provoque náuseas durante años seguidos317. Curtis
opina que esta prolongada aversión a algo que hemos comido y al poco
tiempo nos ha causado problemas gástricos es un claro aviso de la
naturaleza: si cuando te recuperes vuelves a las andadas, seré implacable
contigo.
Una vez llegados a la edad adulta se da una nueva superposición de cosas
que nos asquean —en el plano alimentario, sobre todo—, pero Curtis
argumenta que también conviene entenderla ajustándonos al marco
darwiniano318. Si bien el estofado de carne de can, los grillos fritos y la
grasa de ballena en unos países son manjares y en otros inducen al vómito,
existe un patrón —un patrón evolucionado, según piensa— que explica la
anonadante variedad de comidas regionales. Estás predispuesto a preferir
las costumbres culinarias de tu propia cultura porque su seguimiento, por lo
menos en el pasado lejano, favoreció tu supervivencia en el hábitat local,
que tenía su propia variedad única de plantas comestibles, animales y
tradiciones para prepararlos (el uso de especias, no mencionado por Curtis
de modo preciso, sería un ejemplo obvio de esta práctica). Si un ingrediente
no nos es familiar —sobre todo si es algún tipo de carne, el alimento que se
pudre más fácilmente—, lo olisqueas con notable aprensión antes de comer
el más pequeño mordisco, y si algo en su sabor, olor o textura despierta la
más mínima duda, al momento dejas el tenedor en la mesa. Según cree
Curtis, la mente en estos casos nos envía un mensaje por defecto: «¡Mejor
sigue comiendo los platos que hacía tu madre!»
Los estándares de limpieza y las costumbres sexuales también influyen
poderosamente en la difusión de la enfermedad y, al igual que la dieta,
varían de forma asombrosa por todo el planeta319. Pero Curtis otra vez
encuentra una tendencia evolutiva bajo dicha diversidad: en cada región del
mundo, a la gente le repugna la mala higiene y el comportamiento sexual
sin freno, porque incrementan el riesgo de propagar infecciones. Los
estudios sobre la influencia del asco en la práctica sexual vienen a
confirmar su opinión320. Después de que les fueran mostradas fotos de
personas tosiendo, dibujos de gérmenes surgiendo de una esponja y otras
imágenes evocadoras de infección, las mujeres —el género más vulnerable
a las dolencias por transmisión sexual— dijeron respaldar unos valores más
conservadores en el plano sexual que aquellos a que les recordaron
amenazas de otros tipos. Y tanto los hombres como las mujeres expresaron
mayor intención de usar el condón durante el sexo si, en el momento de
rellenar un cuestionario, los investigadores los exponían subrepticiamente a
un olor desagradable.
La personalidad aporta otro giro a la trama del asco321. Todos hemos
conocido versiones en carne y hueso de Cochino, el personaje de las tiras
cómicas de Charlie Brown: personas no muy preocupadas por la suciedad,
por los restos de pizza que llevan dos días criando moho en la mesa de la
cocina o por el olor de sus propios cuerpos. En el extremo opuesto se sitúan
los individuos quisquillosos que se duchan tres veces al día, llevan consigo
paños desinfectantes y se niegan a usar los lavabos públicos322. Curtis
sostiene que todos nosotros heredamos una mezcla de genes de nuestros
padres que determina en qué punto del espectro nos encontramos y, quizá,
en qué medida nos repelen categorías específicas de habituales factores de
asco, por ejemplo, la sangre y las vísceras, las personas enfermas o los
insectos transmisores de dolencias.
El asco insuficiente puede ser tan problemático como el asco excesivo, y
es probable que los individuos situados a uno y otro extremo del espectro
terminen por desaparecer del acervo genético. Las versiones adultas del
Cochino, por ejemplo, serán vulnerables a la infección, y su mal aliento,
sobacos pestilentes y cabello infestado de piojos seguramente ahuyentarán a
las parejas en potencia. Los fácilmente asqueados, por contraste, pueden
arrugar las narices ante fuentes viables de proteínas —lo que no es buena
idea en épocas de escasez alimentaria— y correr el riesgo de sufrir
trastornos obsesivo-compulsivos, que en la mitad de los casos adoptan la
forma de pensamientos intrusivos sobre los gérmenes y la limpieza
excesiva. Estas personas también pueden tener problemas para sobrellevar
la intimidad física del sexo, con su alborotado intercambio de fluidos, lo
que acaso incremente el peligro de no transmisión de sus genes. De hecho,
una tercera parte de los pacientes del trastorno obsesivo-compulsivo no
tratados son vírgenes o llevan largos años de inactividad sexual. Ciertos
casos de agorafobia (un miedo a los espacios llenos de gente), timidez
extrema o incomodidad en situaciones del tipo social también pueden ser
«trastornos del asco», o tal sospecha Curtis. Hay otros fenómenos que
pueden ajustarse a dicha etiqueta: la fobia a las inyecciones (o, más
precisamente, a que te extraigan sangre con una jeringa o te inyecten
medicamentos o drogas en el cuerpo) y la tricotilomanía (la manía
compulsiva de arrancarse los pelos, que algunos datos sugieren provocada
por el miedo a los ectoparásitos y el impulso irresistible de quitárselos de
encima).
Si Curtis está en lo cierto, tu sensibilidad al asco incluso puede ayudar a
determinar una de las principales dimensiones de la personalidad medidas
por el tan usado test de la personalidad «de los cinco grandes»323. Conocido
como neurosis, este rasgo está estrechamente ligado a la ansiedad y la
depresión. Es frecuente motivo de asombro que una característica en
principio tan negativa haya escapado al recorte de las tijeras de la selección
natural. Curtis sospecha que el asco puede ofrecer una explicación parcial a
este misterio. Las personas con alto nivel de neurosis son aversas al riesgo y
constantemente escudriñan el horizonte en busca de indicios de peligro; se
trata de una mentalidad que les lleva a alejarse con rapidez de quienquiera
que muestre la más leve señal de enfermedad, a evitar el contacto con los
objetos sucios o el consumo de alimentos en estado mejorable. Por
supuesto, es de esperar que las personalidades neuróticas estuvieran atentas
a amenazas de otro tipo, como las lesiones por accidente, los depredadores
peligrosos o los seres humanos pertrechados con armamento. En todo caso,
pocas de estas amenazas en el pasado fueron comparables al peligro
suscitado por el enemigo que ataca desde dentro. Por consiguiente, si la
evitación de la enfermedad verdaderamente es una de las características de
la neurosis, las ventajas de este rasgo de pronto son mucho más acusadas.
Traducción: una de las posibles razones por las que los trastornos del estado
de ánimo hoy son tan corrientes es que nuestros tan angustiados ancestros
eran duchos en eludir a los parásitos… y con el tiempo nos han transmitido
su ansiosa mentalidad.
Curtis vaticina que la investigación de la emoción olvidada por la
psiquiatría no tan solo favorecerá nuestra comprensión de las fuerzas que
conforman nuestra personalidad, sino que también será de ayuda para los
que sufren de problemas mentales324. Las personas cuya agorafobia o
disfunción sexual procede de una hipersensibilidad al asco, por ejemplo,
podrán beneficiarse de unas intervenciones terapéuticas muy distintas a las
proporcionadas a quienes muestren unos síntomas en apariencia idénticos
pero con otro origen.
De forma interesante, las mujeres son más sensibles al asco que los
hombres, probablemente porque —en palabras de Curtis—nuestros
ancestros femeninos «tenían una doble carga, la de protegerse a sí mismas y
a sus hijos de la infección»325. Lo que quizá guarde relación con el hecho
de que las mujeres también son más proclives a sufrir de trastornos
obsesivo-compulsivos, ansiedades de tipo social, fobias y trastornos del
estado de ánimo326.
Nuestra capacidad para el asco y las vulnerabilidades asociadas puede
verse afectada, no ya solo por el sexo, la constitución genética y las
experiencias vitales, sino también por la fuerza de otros impulsos327. Es
más que sabido que el hambre realza los sabores, por lo que si vives en un
lugar cercano al Círculo Polar Ártico, incluso puedes encontrar sabrosas las
tiras resecas de carne de tiburón en putrefacción, siempre que hayan sido
preparadas como tiene que ser (los islandeses llaman hákarl a esta
exquisitez). Si las circunstancias son lo bastante penosas, es hasta posible
que comas hákarl preparado de mala manera, pues la selección natural ha
otorgado prioridad a los impulsos basados en la más acuciante amenaza a la
supervivencia.
Hemos visto que el hambre a veces puede sobreponerse al asco, y otro
tanto sucede con el deseo sexual328. Se trata de una adaptación que
posiblemente fue esencial para que nuestros ancestros superasen todas sus
reservas a mezclar flujos corporales en el curso de la reproducción. En
apoyo de esta tesis, Curtis menciona un experimento hecho en la
Universidad de California en Berkeley: se pidió a unos estudiantes varones
que predijeran hasta qué punto disfrutarían del sexo en diversas situaciones
hipotéticas. A continuación se les indicó que se masturbaran hasta casi
llegar al clímax y que después respondieran de nuevo al mismo
cuestionario. Los comportamientos sexuales que antes habían encontrado
poco apetecibles de pronto se convirtieron en mucho más atrayentes bajo su
estado de gran excitación. El número de alumnos interesados en mantener
relación con una mujer obesa, probar el sexo anal o darse a la zoofilia, por
poner tres ejemplos, se disparó el 11 por ciento, 67 por ciento y 167 por
ciento, respectivamente.
Entre las mujeres se dan resultados parecidos. En un estudio holandés
efectuado en la Universidad de Groninga, por ejemplo, a unas alumnas les
fue mostrado una película sexualmente estimulante mientras el grupo de
control contemplaba vídeos de deportes de riesgo como el paracaidismo.
Las que vieron la película erótica se sintieron menos asqueadas que las del
grupo de control cuando los investigadores les pidieron que simularan
manejarse con un condón usado, poner lubricante en un vibrador o limpiar
un juguete sexual329.
La asquerosología hoy está expandiéndose en múltiples direcciones,
revelando nuevas facetas de la naturaleza humana, entre ellas una extraña
singularidad que he notado en mí misma y que quizá compartas conmigo.
Como autora especializada en la divulgación científica, he estado mirando
por encima de los hombros de unos cirujanos de urgencias mientras sacaban
metros de intestino del paciente en la camilla en busca de una herida de
bala, sin sentir náuseas en ningún momento. Y sin embargo, una tarde que
estaba mirando la tele, la secuencia en que a una joven le ponían un
piercing en la lengua me horrorizó de tal modo que salí corriendo del salón.
La gran disparidad entre la intensidad de mi asco ante estas dos
situaciones no resulta inusual. Un equipo de investigadores dirigido por el
antropólogo Daniel Fessler, de la Universidad de California en Los
Ángeles, indica que las personas sienten mucha mayor repulsión al ver
forzamientos de apéndices que al contemplar traumatismos en órganos
normalmente encerrados dentro de nuestros cuerpos. Por ejemplo, los
sujetos consideran que los transplantes de lengua, ano o genitales son
mucho más repulsivos que los transplantes de riñones, arterias o caderas.
Hay una razón evolutiva para ello, sostiene Fessler. Las partes del cuerpo
que enfrentan el mundo exterior son las más susceptibles al daño y la
infección, razón por la que el asco nos mantiene alertas al hacernos sentir
mucha mayor angustia ante tales lesiones330.
Lo repulsiva que te parece una situación también depende de tu
familiaridad con una fuente potencial de contaminantes. Como Rachel
Herz, psicóloga en la Universidad de Brown, observa de modo sardónico,
las personas admiran sus propios intestinos331. Tu suciedad y la de los tuyos
no te importan tanto como la de las demás personas. Quizá no te importe
compartir el cepillo de dientes con tu cónyuge, pero ni en sueños se te
ocurriría usar el cepillo de un desconocido.
La razón para este doble estándar es que eres inmune a tus propios
gérmenes y es muy probable que ya hayas estado expuesto a los de tu
pareja, por lo que tampoco van a dañarte. En consecuencia, lo que inspira la
mayor repugnancia es la suciedad y las emanaciones corporales de quienes
más alejados están de tu círculo social.
El asco puede sesgar nuestras percepciones de otras maneras332.
«Imaginen que se cepillan los dientes con un dentífrico de color gris
oscuro», dijo Gary D. Sherman, psicólogo de Harvard, al público reunido
en un congreso científico.
Yo estuve allí, y la idea al momento me revolvió las tripas. En poco más
de un segundo, Sherman había dejado más que clara su argumentación: esto
es, que asociamos los colores oscuros a la suciedad y la contaminación. El
blanco, por contraste, significa pureza y limpieza, de ahí su tan constante
presencia en toallas, sábanas y lavabos de porcelana en hospitales y hoteles.
Esta simple observación llevaba a Sherman a preguntarse si el asco afina el
sistema perceptivo, haciendo que los individuos fácilmente asqueables
fueran mejores en la detección de los contaminantes.
A fin de explorar tal idea, el psicólogo y sus colaboradores pusieron a
prueba la capacidad de los sujetos para efectuar sutiles distinciones en una
escala de grises. Por ejemplo, los voluntarios tenían que identificar unos
tenues números grises emplazados sobre un fondo blanco. Sherman se decía
que dicho talento constituiría una ventaja a la hora de detectar una manchita
de suciedad. Según encontró, cuanto más susceptible al asco era la persona,
mejor se desempeñaba en la labor.
Los resultados fueron claros: los individuos fuertemente proclives al asco
efectivamente eran los más capacitados para descubrir la minúscula mancha
junto al desagüe del fregadero. Sherman no está muy seguro del por qué.
Una posibilidad es que estén más motivados para perfeccionar las aptitudes
que les ayudarán a evitar los contaminantes. Según dice, la ciencia ha
encontrado unos tipos de ajuste de percepción posiblemente comparables en
otras modalidades sensoriales. Por ejemplo, unas personas que inicialmente
no podían distinguir entre dos olores aprendieron a hacerlo cuando la
presentación de un aroma venía acompañada de una descarga eléctrica. Es
posible que la causalidad discurra en dirección contraria: o sea, que la
capacidad para ver impurezas invisibles para los demás pueda provocar que
el individuo sea más propenso al asco en primera instancia. De una forma u
otra, su mundo sin duda es muy distinto al habitado por las personas que
sienten la emoción de forma no tan intensa.
Los altos niveles de asco también pueden llevar a que el individuo
dedique mayor tiempo y actividad intelectual a la detección de
contaminantes —reales o imaginados— al entrar en contacto con una
superficie nueva333. David Tolin, neuropsicólogo en Yale, pasó un lápiz por
una tapa limpia de retrete. A continuación tocó con este lápiz un segundo
lápiz, con este segundo un tercero y así. Hacia el quinto lápiz, las personas
sin trastornos obsesivos-compulsivos dejaron de preocuparse por posibles
contaminantes. Los sujetos con el trastorno, sin embargo, consideraban que
hasta el duodécimo lápiz representaba una amenaza microbiana.
Tengas o no un trastorno de este tipo, lo más probable es que andes
escudriñando la posible presencia de contaminantes en tu entorno con
mucha mayor dedicación de la que sospechas y en situaciones en las que el
riesgo de contagio es mucho menos obvio que en la descrita más arriba. Así
lo demuestran unos experimentos que exploran los hábitos de compra del
individuo; lo que indican es que nadie quiere comprar algo que ha sido
tocado por otro. Por ejemplo, las ropas colgadas de unas perchas en un
probador de tienda son adquiridas en grado menor que las mismas prendas
expuestas en la sala de ventas334. Los consumidores llegan a evitar los
artículos enclavados cerca de un producto con connotaciones desagradables.
Se ha demostrado, por ejemplo, que los clientes de supermercados se
sienten repelidos por aquellos alimentos —incluyendo las normalmente tan
satisfactorias galletas—que están situados a un par de centímetros de bolsas
para la basura, pañales u otros productos vinculados a la suciedad o los
residuos corporales335. Nuestro GPS para rastrear a los gérmenes viene de
fábrica y, ciertamente, es muy preciso en el cálculo de distancias… ¡aunque
no siempre es tan bueno a la hora de encontrar los peligros de verdad!
El aspecto más fascinante del asco quizá sea su significado simbólico
superior. Es lo que más atrae a Paul Rozin, padre fundador de la
especialidad, a la que él y su discípulo Jonathan Haidt, hoy psicólogo en la
Universidad de Nueva York, seguramente han hecho más aportaciones que
nadie. En sucinto resumen de sus puntos de vista, Rozin ha declarado a una
publicación de la Universidad de Pennsylvania, en cuya Facultad de
Psicología trabaja: «El asco (…) empieza como un sistema para proteger al
cuerpo de todo mal y evoluciona a sistema para proteger al alma de todo
mal»336.
Hablo con él, y Rozin argumenta esta afirmación337. Según dice, la
principal función de esta emoción es la de escudarnos contra una verdad
dolorosa. En el reino animal, somos los únicos que sabemos que un día
vamos a morir. La idea de la carne en descomposición, de los gusanos
pululando por nuestros cuerpos, es tan repulsiva que la alejamos de nuestras
mentes. El asco ayuda a que nos manejemos con una crisis existencial que
de otro modo nos dejaría paralizados. En el nivel más profundo, asegura
Rozin, el asco tiene que ver con «la denegación de la muerte».
Este componente ideacional del asco —la parte concerniente a la pureza
del alma y nuestra mortalidad— ha extendido su alcance a numerosas
esferas de nuestra vida, influyendo en aspectos incontables, desde a quiénes
aceptamos en nuestros círculos sociales a nuestras leyes y nuestra ética. El
ancestral miedo al contagio ha generado una sorprendente cantidad de
elementos positivos —Curtis cree que la misma civilización puede ser uno
de sus productos residuales—, pero no hay duda de que también ha hecho
aflorar lo peor que albergamos.
Empezaremos por hablar de la mala noticia…
301. Valerie Curtis, entrevista con la autora, 1 julio 2013.

302. Valerie Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat: The Science Behind Revulsion
(University of Chicago Press, Chicago, 2013), edición Kindle, capítulo 2.

303. Curtis, entrevista con la autora.

304. Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 1.

305. Curtis, entrevista con la autora.

306. Charles Darwin, The Expression of the Emotions in Man and Animals (Londres: Penguin
Classics, 1872), edición Kindle, capítulo 11. En castellano: La expresión de las emociones
(Laetoli, 2009).

307. Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 1.

308. Darwin, The Expression of the Emotions, capítulo 11.

309. Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 1.

310. Paul Rozin, entrevista con la autora, Filadelfia, 21 enero 2013.

311. M. Oaten, R. J. Stevenson y T. I. Case, «Disgust as a Disease-AvoidanceMechanism»,


Psychological Bulletin 135, número 2 (2009): p. 312.

312. Entrevista con Rozin. Para buenos artículos de resumen sobre el asco, véase Oaten,
Stevenson y Case, «Disgust as a Disease-Avoidance Mechanism», pp. 303-321, y J. Gorman,
«Survival’s Ick Factor», New York Times, 23 enero 2012.

313. Curtis, entrevista con la autora.

314. V. Curtis y A. Biran, «Dirt, Disgust, and Disease: Is Hygiene in Our Genes?»,
Perspectives in Biology and Medicine 44, número 1 (invierno 2001): p. 22.

315. Curtis, entrevista con la autora.

316. Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 1.


317. Ibid., capítulo 3.

318. Ibid.

319. Ibid., capítulo 1.

320. M. Schaller, D. R. Murray y A. Bangerter, «Implications of the Behavioural Immune


System for Social Behaviour and Human Health in the Modern World», Philosophical
Transactions of the Royal Society B 370 (2015): p. 3, http://dx.doi.org/10.1098/rstb.2014.0105.

321. V. Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 3.

322. Curtis, «Why Disgust Matters», Philosophical Transactions of the Royal Society B 366
(2011): pp.3482-3484, doi: 10–1098/rstb.2011.0165.

323. Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 3.

324. Curtis, «Why Disgust Matters», pp. 3482-3483.

325. Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 1.

326. Rick Nauert, «Anxiety More Common in Women», Psych Central,


http://psychcentral.com/news/2006/10/06/anxiety-more-commonin-women/312.html. Véase
también «Mental Health Statistics: Men and Women», Mental Health Foundation,
http://www.mentalhealth.org.uk/help-information/mental-health-statistics/men-women/.

327. Rachel Herz, That’s Disgusting: Unraveling the Mysteries of Repulsion (W. W. Norton,
Nueva York, 2012), p. 504.

328. Ibid.; véase también Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 3.

329. C. Borg y P. J. de Jong, «Feelings of Disgust and Disgust-Induced Avoidance Weaken


Following Induced Sexual Arousal in Women», PLoS One 7 (septiembre 2012): pp. 1-8,
e44111.

330. «Ewwwww! UCLA Anthropologist Studies Evolution’s Disgusting Side», UCLA


Newsroom, 27 marzo 2007, http://newsroom.ucla.edu/releases/Ewwwww-UCLA-
Anthropologist-Studies-7821.

331. Herz, That’s Disgusting, capítulo 4.


332. Gary D. Sherman, «The Faintest Speck of Dirt: Disgust Enhances the Detection of
Impurity», 25th American Psychological Science Society Meeting, Washington DC, 26 mayo
2013. Véase también G. D. Sherman, J. Haidt y Gerald L. Clore, «The Faintest Speck of Dirt:
Disgust Enhances the Detection of Impurity», Psychological Science 23, número 12 (2012):
p. 1513, doi: 10.1177/0956797612445318.

333. Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 3.

334. K. J. Eskine, A. Novreske y M. Richards, «Moral Contagion in Everyday Interpersonal


Encounters», Journal of Experimental Social Psychology 49 (2013): p. 949.

335. David Pizarro, entrevista con la autora, 20 mayo 2015.

336. «Food for Thought: Paul Rozin’s Research and Teaching at Penn», Penn Arts and
Sciences (otoño 1997), http://www.sas.upenn.edu/sasalum/newsltr/fall97/rozin.html.

337. Ibid.; también Rozin, entrevista con la autora.


10
Parásitos y prejuicio

M
ark Schaller no tenía el menor interés por los parásitos al
comienzo de su carrera338. Desde su paso por la universidad
durante el decenio de 1980, lo que este psicólogo de la
Universidad de British Columbia ha querido entender es la causa profunda
de los prejuicios. En un estudio que dirigió al principio del nuevo milenio,
Schaller mostró que el simple hecho de apagar las luces en una sala
provocaba que las personas sintieran mayores prejuicios hacia las de otras
razas. Estas negativas predisposiciones parecían tener origen en la mayor
sensación de vulnerabilidad propia de la oscuridad. «Una idea relativamente
obvia —reconoce nuestro hombre. Y entonces tuvo una extraña ocurrencia
—: Los individuos son potencialmente vulnerables a la infección. Quizá
sería interesante y original comprobar si los prejuicios aumentan cuando la
persona es más vulnerable a la enfermedad». O quizá fuera posible, se dijo,
asquear a los sujetos con «una sutil manipulación» (de la que hablaremos en
un momento) y ver si sus actitudes hacia grupos ajenos —los percibidos
como racialmente o étnicamente diferentes— se trasladaban en dirección
negativa.
Schaller, quien aborda la ciencia con espíritu juguetón («me encantan las
ideas demenciales», comenta), no sentía aprensión en el momento de entrar
en el tenebroso ámbito de la asquerosidad, pues no es de los que se asquean
fácilmente. Pido detalles, y me cuenta la historia de una cena que preparó
para Paul Rozin y la mujer de este. Mientras cocinaba, Schaller reparó en
que «un escarabajo de buen tamaño» había ido a parar a su plato, sin duda a
bordo de unas frambuesas que antes había cogido en el jardín. «Señalé el
bicho, pues tuve claro que estábamos ante un caso de comida mezclada con
asco que haría las delicias de Paul. Y su mujer entonces dijo: “La cuestión
es si vas a comértelo o no”. Dije que sí, por supuesto. En tales
circunstancias, ¿cómo podía no comérmelo?»
No se arrepintió. «No me produjo el menor asco —insiste. Y agrega—:
Antes ya me había llevado una babosa a la boca. No necesito que me
provoquen para hacer cosas así».
Hago mención a la complexión rolliza de Schaller porque sospecho que
puede explicar su soberbia al poner en práctica la «sutil manipulación» a la
que antes aludí. Su plan era el de poner a prueba si los sujetos desarrollaban
una concepción más negativa de los frutos ajenos después de comerse un
durián. Para quienes no estén familiarizados con esta exótica fruta del
sureste asiático, aclararé que el durián parece un balón de fútbol con
pinchos y tiene una pulpa comestible que es famosa por su pestilencia. Su
olor de hecho ha sido comparado al de las cebollas en putrefacción o al de
los calcetines sudados después de una sesión en el gimnasio… de montones
de calcetines, más bien (suele hablarse de un olor «inescapable,
abrumador»).
«Fui a un pequeño supermercado vietnamita a comprar uno —dice
Schaller—, y casi se negaron a vendérmelo. Me preguntaron si sabía bien
qué era lo que estaba comprando. —Imperturbable, hizo la compra. Pero ni
siquiera él aguantaba el hedor del durián. Según reconoce—: Tuve que
meterlo en el maletero durante el trayecto de vuelta a casa». Por desgracia,
el sometimiento a tan ofensiva hediondez no produjo resultados científicos
de gran interés. La fruta que por poco provocó arcadas a Schaller no
siempre inducía al asco. Vancouver, la ciudad canadiense en la que tuvo
lugar el experimento, cuenta con una gran población asiática, y muchos de
los participantes estaban familiarizados con el durián, que les encantaba.
Según refiere Schaller, el comentario típico era: «Sí que huele mal, ¡pero
está buenísimo!» Se vio obligado a suspender el ensayo, pero antes de
hacerlo reparó en que los datos procedentes de los no asiáticos sugerían que
su teoría —por descabellada que pareciese— quizá no estaba
desencaminada del todo.
Schaller probó con otra táctica y trató de asquear a los sujetos con la
proyección de diapositivas con imágenes de narices moqueantes, rostros
con marcas del sarampión y otros estímulos vinculados a la enfermedad que
investigaciones anteriores describían como incitadores casi universales del
asco339. El grupo de control contempló fotografías no asociadas a la
enfermedad, como la de una electrocución o una persona atropellada por un
coche. Schaller pidió a todos los participantes que rellenaran unos
cuestionarios estableciendo su apoyo al recurso a fondos del Gobierno para
ayudar a inmigrantes procedentes de Taiwán y Polonia (grupos
considerados como muy familiares, pues en Vancouver también hay
muchos inmigrados de Europa oriental) en oposición a inmigrantes de
Mongolia y Perú (que los participantes habían descrito como «poco
familiares»). En comparación con el grupo de control, los sujetos que
miraron las fotos evocadoras de gérmenes hicieron gala de una acusada
preferencia por los grupos inmigrados bien conocidos, muy por encima de
los menos conocidos.
Este estudio fue publicado hace más de un decenio, y Schaller y otros
desde entonces han seguido investigando340. Schaller hoy ofrece esta
interpretación de los resultados: a lo largo de la historia de la humanidad,
los pueblos exóticos han traído consigo gérmenes exóticos, que tienden a
cebarse de modo particularmente virulento en las poblaciones locales, y el
prejuicio contra los extranjeros parece dispararse cuando creemos correr
mayor riesgo de contraer enfermedades. Es posible que en nuestro cerebro
inconsciente también esté alojada la sospecha de que el extraño no tiene tan
elevados estándares higiénicos como nosotros ni se atiene a las prácticas
culinarias que reducen el riesgo de enfermedad transmitida por los
alimentos. El prejuicio, subraya Schaller, consiste en la evitación del otro a
partir de unas impresiones superficiales, por lo que este sentimiento, por feo
que resulte, resulta idóneo para el propósito de escudarnos contra la
enfermedad.
Otros estudios similares sugieren que el concepto que tenemos de la
«otredad» resulta confuso. En colaboración con otros investigadores,
Schaller ha descubierto que cualquier recordatorio de nuestra
susceptibilidad a la infección incrementa el prejuicio contra los
discapacitados, los desfigurados, los deformes y hasta los obesos y
ancianos, esto es, contra un enorme conjunto de la población que en
realidad no amenaza la salud de nadie. «La enfermedad infecciosa causa
una gran variedad de síntomas, lo que explicaría nuestra fijación en el
hecho de que la persona no tiene un aspecto normal», explica. La palabra
«normal» en este contexto se refiere a la imagen que un cavernícola tendría
de una persona sana. Hasta hace muy poco, «el ser humano prototípico» —
en palabras del estudioso— raras veces tenía sobrepeso o mucho más que
cuarenta años, motivo por el que las personas obesas o con señales de
ancianidad como ojeras pronunciadas, manchas cutáneas o uñas
amarillentas y curvadas son categorizadas como extrañas. Lo mismo que un
detector de humos, tu sistema de detección de gérmenes está diseñado para
activarse al menor indicio de peligro. Una falsa alarma puede suponer la
pérdida de una oportunidad social, pero si alguien muestra unos síntomas
contagiosos que tomas por inocuos de forma errónea, puedes pagarlo con la
vida. «Más vale pasarse por exceso que por defecto», parece ser el lema de
la naturaleza.
El sistema de detección de gérmenes no tan solo está calibrado de forma
muy amplia e imprecisa, sino también para operar con gran autonomía con
respecto al pensamiento consciente, por lo que es mucho más sensible a las
sensaciones que a los hechos. A fin de subrayar esta circunstancia, Schaller
describe un experimento en el que su equipo mostró a los participantes
fotografías de dos hombres. El primero de ellos tenía una marca de
nacimiento de color rojo oscuro en el rostro pero era descrito como fuerte y
sano. El segundo tenía una apariencia robusta y saludable pero estaba
descrito como enfermo de una variedad de tuberculosis muy contagiosa y
resistente a los medicamentos. Los participantes a continuación fueron
sometidos a una prueba informatizada destinada a medir el tiempo que
tardaban en reaccionar, con el propósito de dilucidar a quién de los dos
asociaban subconscientemente con la infección. A pesar de la información
compartida con los sujetos, la prueba reveló que estos percibían al hombre
con la inofensiva señal en la cara como más amenazante de infección.
Según Schaller, los sujetos contemplan más largamente los rostros
desfigurados que esas mismas caras alteradas fotográficamente para
corregir la anormalidad. En las ciencias cognitivas suele darse por sentado
que cuanta más atención pones, mejor es tu recuerdo posterior341. Por poner
un ejemplo, las personas contemplan los rostros iracundos de manera más
prolongada y después se acuerdan de ellas mejor. Pero en el caso de las
caras desfiguradas, lo que sucedió fue lo contrario: los participantes en el
ensayo tenían mucho peor recuerdo de los individuos con anomalías
faciales, a quienes muchas veces confundían entre sí. Como describe Joshua
Ackerman, científico que participó en el ensayo, los sujetos «estaban
mirando sin llegar a ver». «Todos me parecen iguales» es una respuesta
habitual cuando se pide a una persona que distinga entre individuos
pertenecientes a razas que no le son familiares, y esta característica
deshumanizadora también parece ser de aplicación aquí342.
En el caso de la cara enfurecida, tenemos buen cuidado de quedarnos con
sus rasgos para que nos sea posible reconocer a una persona potencialmente
hostil en otra situación. Pero las características particulares de un individuo
desfigurado —con la salvedad de la propia desfiguración— no sirven para
detectar una potencial fuente de contagio, con el resultado de que nos
concentramos en la amenaza más visible hasta el punto de excluir todos los
demás rasgos de la persona343.
Schaller encuentra «alucinante» que los científicos tan solo muy
recientemente hayan comprendido que los parásitos del entorno pueden
fomentar los prejuicios, pues hace decenios que saben de la existencia de
otras defensas conductuales contra la enfermedad, entre los animales sobre
todo344. Al considerarlo desde otro punto de vista, finalmente da con una
explicación. «Mucho de lo que las personas estudian se basa en sus propias
experiencias personales, y la mayor parte del trabajo en las ciencias
psicológicas tiene lugar en Canadá, Estados Unidos y Europa, en lugares
igual que este», dice, mirando en derredor. Nos encontramos en el interior
de un nuevo y flamante edificio en el campus de la Universidad de British
Columbia, de líneas modernas y austeras y decoración elegantemente
minimalista. Es difícil pensar en un entorno más estéril. «Lo que pasa es
que las enfermedades infecciosas en el fondo no nos preocupan mucho.
Olvidamos que en la mayor parte del mundo y durante la mayor parte de
nuestra historia, los organismos infecciosos han supuesto una amenaza
formidable y casi con toda seguridad han desempeñado un papel
fundamental en la evolución humana, incluyendo la evolución de nuestro
cerebro y sistema nervioso».
Schaller es el creador de la expresión «sistema inmunológico conductual»
para describir aquellos pensamientos y sentimientos que nos vienen a la
mente de forma automática cuando percibimos que corremos el riesgo de
infectarnos, empujándonos a comportarnos de maneras que limitarán
nuestra exposición. Según explica, sus investigaciones avanzaron al mismo
ritmo que las hechas por Rozin, Haidt y Valerie Curtis, y como
consecuencia, la expresión no se limita a describir los prejuicios inducidos
por los gérmenes, sino también un amplico abanico de otras respuestas
contra la infección basadas en el asco, así como los comportamientos en los
animales que tienen la misma función.
Está claro que piensa que los descubrimientos hechos en este terreno van
a enseñarnos mucho sobre las relaciones interpersonales, pero Schaller tiene
buen cuidado de no exagerar el significado de tales hallazgos345. Como
subraya, el miedo subconsciente al contagio difícilmente es la única causa
del prejuicio. Podemos estereotipar de forma negativa a otras razas o grupos
étnicos porque nos enfurece la posibilidad de que sean unas amenazas para
nuestra subsistencia o por el miedo a que se propongan perjudicarnos de
algún modo. También es posible que el prejuicio sencillamente tenga origen
en la ignorancia. La denigración de los obesos como perezosos y
descuidados, por ejemplo, puede proceder de alguien que nunca ha tratado
con personas con sobrepeso en un entorno profesional. Incluso si
pudiéramos eliminar la enfermedad infecciosa en el mundo, asegura
Schaller, no lograríamos erradicar los prejuicios.
Hace una última advertencia: «Gran parte de nuestra investigación ha
estado centrándose en nuestra respuesta automática inicial a las personas
que activan nuestro sistema inmunológico conductual, pero ello no significa
que por nuestras cabezas no pase ninguna otra cosa. Por poner un ejemplo,
mi primera respuesta a una persona cuya apariencia es poco agradable
puede ser la repulsión, pero esta puede verse inmediatamente superada por
una respuesta con mayor empatía que tiene en cuenta los problemas que
sufre dicha persona y puede incluir la sensibilidad y la comprensión. Estas
respuestas adicionales, más meditadas, acaso no sean las primeras que nos
vienen a la mente, pero en último término pueden ejercer mucho mayor
influjo sobre nuestra reacción a estos casos en la vida real».
Sin embargo, los estudios hechos por Schaller y otros indican que las
personas crónicamente preocupadas por la posibilidad de enfermar son
especialmente proclives a mirar con antipatía a aquellos cuyo aspecto físico
se aleja del patrón de «lo normal». Dichas personas también tienen mayores
problemas en superar la reacción inicial. Lo que, en conjunto, puede tener
unos efectos prácticos y duraderos sobre sus actitudes y experiencias. En
comparación con los individuos no obsesionados con tales preocupaciones
sanitarias, son menos propensas a tener amigos discapacitados346; según
refieren ellos mismos, tienen menor inclinación a viajar al extranjero o
involucrarse en otras actividades que pudieran ponerlas en contacto con
foráneos o con cocinas exóticas347; hacen más frecuente gala de
sentimientos negativos hacia los ancianos en las pruebas de actitudes
implícitas348, y dicen albergar mayor hostilidad hacia los obesos349. De
hecho, cuanto más les angustia enfermar, mayor es el desdén que expresan
por los obesos, lo que seguramente explica por qué a las personas gordas
muchas veces se las describe con adjetivos estrechamente ligados a la
infección: «sucio», «maloliente», «asqueroso» y demás.
Tales antipatías influyen en el modo en que los fóbicos a los gérmenes
interactúan con todo el mundo, no solo con los desconocidos350. Los padres
propensos a estos miedos dicen tener unas actitudes más negativas con
respecto a sus hijos gordos, sin que sus vástagos con peso normal se vean
afectados por estos sentimientos.
Quienes han enfermado recientemente hacen gala de prejuicios parecidos,
posiblemente, según teoriza Schaller, porque sus sistemas inmunológicos
siguen estando deteriorados y sus mentes tratan de compensar
intensificando las defensas conductuales351. En respaldo de esta hipótesis
recurre a un provocador estudio efectuado por el biólogo evolutivo Daniel
Fessler y otros, quienes demostraron que las embarazadas se vuelven más
xenofóbicas en el primer trimestre, cuando sus sistemas inmunológicos han
sido suprimidos para evitar el rechazo del feto, pero no en las fases
posteriores de la gestación, una vez pasado dicho peligro. Otras
investigaciones hechas por Fessler en colaboración con Diana Fleischman
revelan que la progesterona, hormona responsable de mantener a raya al
sistema inmunológico al inicio del embarazo, incrementa las sensaciones de
asco, lo que a su vez refuerza las actitudes negativas hacia los extranjeros,
así como unas costumbres alimentarias de tipo más caprichoso352. Esta
última respuesta seguramente es una adaptación para que las embarazadas
se abstengan de consumir alimentos proclives a la contaminación, como
hemos visto en el capítulo 8. En otras palabras, parece que, por medio de la
evocación del asco, una sola hormona pone en funcionamiento dos defensas
conductuales en el mismo momento preciso de la gestación, cuando el
peligro de infección es mayor que nunca.
Estas alteraciones hormonales de los sentimientos no se limitan a la
gestación. Durante la fase luteínica del ciclo menstrual de la mujer (los días
posteriores a la liberación de un óvulo de sus ovarios), el nivel de
progesterona aumenta para facilitar que el óvulo, en caso de ser fertilizado,
pueda implantarse en el útero sin ser atacado por las células inmunitarias.
Tras medir los niveles de hormona en la saliva de mujeres que tienen el
ciclo regular, Fessler y Fleischman han descubierto que la fase luteínica se
ve acompañada por un aumento en los sentimientos de asco, xenofobia e
inquietud en lo tocante a los gérmenes. Por poner un ejemplo, las mujeres
en dicho estadio del ciclo dicen lavarse las manos con mayor frecuencia y
recurrir más veces a los recubrimientos de papel disponibles para las tapas
de los retretes en los servicios de lugares públicos.
«Puede tener su importancia entender los orígenes de algunos de estos
cambios en los comportamientos —dice Fessler—. Al explicar a mis
alumnos cómo hay que comprender la mente desde la perspectiva de la
evolución, siempre insisto en que no somos unos esclavos de nuestra
psicología evolutiva. Cuando una mujer entra en una cabina electoral para
tomar una decisión sobre un candidato atendiendo a sus puntos de vista
sobre la inmigración, por poner un ejemplo, este conocimiento le otorga la
capacidad de detenerse un momento y decirse a sí misma: “A ver,
pensémoslo bien un momento. Lo más conveniente es que mi decisión sea
reflejo de mi postura meditada sobre esta cuestión, y no de los impulsos que
pueda estar experimentando ahora mismo”.»

El sistema inmunológico conductual influye en más cosas que en nuestras


actitudes hacia los extranjeros353. Varios estudios indican que asimismo
influye en nuestro gregarismo… y, por consiguiente, en la frecuencia con
que entramos en contacto con potenciales portadores de gérmenes. Tras
mirar unas imágenes que evocan la amenaza de la dolencia infecciosa, tanto
los hombres como las mujeres participantes en uno de ellos dijeron ser poco
dados a abordar a un desconocido y se describieron como más introvertidos.
El grupo de control que había estado mirando fotos de arquitectura, no
mostró este tipo de cambios. Si bien esta alteración en la sociabilidad
acostumbra a ser pasajera, las personas habitualmente angustiadas por la
posibilidad de enfermar se describen como introvertidas incluso en ausencia
de una amenaza inmediata de infección. También se describen como menos
amigables y menos abiertas a nuevas experiencias, rasgos estos que
promueven una mayor hostilidad y desconfianza hacia los foráneos y sus
costumbres poco familiares.
Hay que matizar que quienes tienen miedo al contagio —ya sea
crónicamente o en situaciones de alto riesgo— tampoco evitan toda
compañía354. Los estudios sugieren que son etnocéntricos, esto es, que por
lo general hacen vida social con personas que les resultan familiares, como
la propia familia y los amigos más cercanos. Una probable explicación,
según los investigadores, es que se puede confiar en este pequeño círculo —
la «camarilla excluyente», por usar la terminología de las ciencias sociales
— para recibir ayuda y apoyo si el maniático de los microbios finalmente
cae enfermo.
Curiosamente, numerosos estudios indican que la atenuación de la
angustia por el riesgo de infección —conseguida, por ejemplo, mediante la
vacunación de los sujetos— en la práctica puede taparle la boca al sistema
inmunológico conductual, suprimiendo los sentimientos de prejuicio que
pudiera aflorar cuanto mayor es la percepción de una amenaza de
enfermedad contagiosa355. En un experimento de gran interés, tras la
utilización de paños antibacterianos para desinfectarse las manos después
de ser informados de que había una epidemia de gripe, los participantes
mostraron unas actitudes menos negativas hacia los grupos percibidos como
ajenos, entre ellos los inmigrantes ilegales, los musulmanes, los obesos y
los discapacitados. De modo significativo, esta reducción del prejuicio fue
más espectacular entre los fóbicos a los gérmenes. Ackerman, uno de los
investigadores, describe este fenómeno con una expresión feliz: «Lavarse
los prejuicios de encima».
Las ciencias políticas hoy están aventurándose por este campo, para poner
a prueba si determinados descubrimientos de importancia se sostienen en
culturas diferentes y en poblaciones mucho mayores que las típicamente
estudiadas por los psicólogos356. Uno de los ensayos principales y mejor
controlados de este tipo lo llevaron a cabo Michael Bang Petersen y Lene
Aarøe sobre unas muestras nacionalmente representativas de dos mil
daneses y mil trescientos estadounidenses, cuya vulnerabilidad a la
infección fue evaluada de distintas formas. Los sujetos daneses se
sometieron a un test por Internet que catalogaba su sensibilidad al asco; a
continuación se les pidió que anotaran cuándo habían enfermado por última
vez y con qué frecuencia se preocupaban por posibles infecciones. Luego se
sometieron a un segundo test, diseñado para revelar tendencias xenófobas.
Los resultados encajaron muy bien con los obtenidos por Schaller en sus
estudios de laboratorio, mostrando, entre otras cosas, que la oposición a la
inmigración aumentaba en correlación directa con la susceptibilidad al asco.
En su análisis del grupo estadounidense, estos dos especialistas en
ciencias políticas llevaron su investigación un poco más allá. Recopilaron
datos oficiales sobre la incidencia de las infecciones estado por estado y
cruzaron dichas cifras con el número de búsquedas en la Red que incluían
palabras clave relativas a enfermedades contagiosas (Google Trends reúne
esta información, que permite a los epidemiólogos predecir la llegada de
epidemias de gripe y otros brotes de enfermedad). Tras controlar toda
variable que se les ocurrió —raza, edad, sexo, educación, factores
socioeconómicos, índice estatal de desempleo, tamaño de la población
inmigrante, si el Estado era republicano o demócrata—, los estudiosos
encontraron que la oposición a la inmigración era mayor allí donde la
enfermedad contagiosa era más prevalente y, de modo predecible, donde
mayor inquietud había por el riesgo de infección.
El último segmento del estudio fue el más revelador. A estos ciudadanos
estadounidenses se les habló de un inmigrante varón procedente bien de un
país familiar, bien de una cultura más ajena; a un grupo se le dijo que estaba
muy motivado para aprender inglés y comprometido con los valores
democráticos del país de acogida; a otro grupo se le dijo que no estaba muy
motivado para aprender inglés y era escéptico para con los valores
nacionales; a un tercer grupo no se le dijo nada sobre la voluntad de
integración que tenía aquel recién llegado. Los participantes angustiados
por los microbios se mostraron mucho más dispuestos a aceptar en su seno
al inmigrante de origen familiar que al otro procedente de un país menos
conocido, y esta tendencia en absoluto tenía en cuenta si el recién
desembarcado quería aportar algo a su nueva sociedad y abrazar sus valores
o no.
«Lo que sugiere que el sistema inmunitario conductual es relativamente
robusto e insensible al tipo de información que, es sabido, fomenta la
tolerancia y la coexistencia pacífica», dice Aarøe.
Su colaborador, Petersen, añade: «Si lo que me produce el miedo no es
tanto lo que vas a hacerme, sino lo que tus patógenos van a hacerme, tus
intenciones entonces resultan irrelevantes. Lo que apunta a una explicación
fundamental de por qué es tan difícil conseguir la integración étnica».
Los descubrimientos de estos científicos contradicen la actual creencia
popular de que el esfuerzo en integrarsen es la clave para la asimilación.
También subrayan la deficiente adaptación de nuestro radar detector de
gérmenes a un mundo en que gentes de distintos grupos étnicos muchas
veces viven puerta con puerta. No solo eso, sino que los obesos y los
ancianos forman gran parte de las sociedades contemporáneas,
circunstancia que seguramente provoca adicionales respuestas inútiles de
nuestro sistema inmunológico conductual. «Estamos hablando de un
sistema hiperactivo —dice Petersen. Y a pesar de tanta actividad, no ofrece
tanta protección efectiva, sobre todo en las regiones acomodadas, donde el
riesgo de enfermedad infecciosa es mucho menor que el existente en el
entorno donde nuestros ancestros evolucionaron—. Es una de las posibles
implicaciones del estudio», concluye.
Pero Aarøe y él no descartan otra interpretación alternativa, de tipo más
optimista. No es de desechar que la concepción individual del aspecto físico
o el comportamiento de una persona «normal» se base en la clase de
individuos con que interactuamos a diario, lo que favorecería la reducción
de los niveles de alerta vinculados a los gérmenes y los prejuicios asociados
a tales niveles.
Schaller se decanta por esta hipótesis.
—Si crezco en un entorno en el que todo el mundo tiene un aspecto físico
muy parecido, es posible que alguien de China, por ejemplo, dispare una
respuesta de mi sistema inmunológico conductual. Pero si mi niñez
transcurre en Nueva York, la persona llegada de China no va a disparar esa
respuesta en mi interior. Y hay otros factores que también pueden modificar
dicha respuesta. Si se es consciente de las verdaderas amenazas para la
salud, este conocimiento puede reducir los prejuicios a que nos
referimos357.
Sin embargo y por desgracia, la mayoría de nosotros somos incapaces de
ver el funcionamiento interior de nuestras mentes y el grado en que nuestras
percepciones están mediatizadas por el diseño evolutivo. La propaganda
política antiinmigratoria capitaliza con brillantez la propensión humana a
considerar que los extranjeros son fuentes de contagio. Su desagradable
retórica resulta familiar: los venidos de fuera no se lavan, están infestados
de piojos, son repulsivos y van a contaminarte con toda suerte de gérmenes
asquerosos. Con este telón de fondo, los brotes de enfermedad son
atribuidos de modo invariable a su contaminante presencia, sobre todo en
siglos precedentes, cuando se desconocía la verdadera causa de las
epidemias y las infecciones se cobraban un tributo en vidas mucho más
elevado. Se rumoreaba que los judíos habían traído la peste negra a Europa
al envenenar los pozos usados por los cristianos, una acusación infundada
que llevó a los así acusados a ser inmolados en numerosos pogromos. Por
fortuna, en los últimos tiempos no somos tan dados a prender fuego a los
foráneos sospechosos de enfermarnos, pero seguimos teniendo inclinación a
estigmatizarlos. El mundo achacó la devastadora pandemia de gripe de
1918 a los españoles, quienes a su vez culparon a los italianos de esta plaga,
de hecho originada en Kansas358. En los primeros años de la epidemia del
sida, Haití fue demonizado por haber desencadenado la enfermedad sobre el
mundo entero, lo que no tan solo era falso sino que perjudicó a la de por sí
débil economía del país caribeño. Y en 2014, los sitios web contrarios a la
inmigración y hasta algunos congresistas estadounidenses alertaron de que
el flujo de refugiados latinoamericanos que estaba llegando por la frontera
meridional del país podía infectar a la ciudadanía con el Ébola… a pesar del
hecho de que al sur de Texas no se había registrado un solo caso de esta
enfermedad359.
Da igual donde vivas, es casi seguro que la inmigración se convertirá en
objeto de enconado debate una vez llegadas las campañas electorales, y ello
por razones que a estas alturas resultarán obvias: porque siempre funciona a
la hora de conseguir votos. Por supuesto, seguramente existen razones del
tipo legítimo para estar en contra de la inmigración, pero dichas razones
ganan en presencia cuando la gente ya está predispuesta a percibir al
extraño como una amenaza microbiana, y más todavía cuando los políticos
se encargan de alimentar tales temores.
La propaganda xenófoba puede adoptar otra forma siniestra. En su origen
se encuentra el tan conocido escarnio al que recurren los matones de patio
de colegio: «¡Tú tienes piojos!» Los matones más creciditos son conocidos
por fomentar el odio etiquetando al objetivo de su agresividad —una
minoría vulnerable, muchas veces— como un parásito u otro vehículo
transmisor de infecciones. Esta tradición está muy enraizada. Los antiguos
romanos vilipendiaban a los foráneos como «detritos» y «escoria»360. Los
judíos —los chivos expiatorios más habituales en la historia— fueron
descritos por los nazis como «sanguijuelas que chupan la sangre del
pueblo», y lo que siguió fue el Holocausto361. A todo esto, en Estados
Unidos, los civiles de origen japonés respetuosos con las leyes del país
fueron tachados de «alimañas amarillas», insulto que precedió a su
internamiento en campos de concentración362. En 1994, un genocida baño
de sangre tuvo lugar en Ruanda, después de que los extremistas hutu
incitaran a sus partidarios a «exterminar a esas cucarachas de los tutsi»363.
Los supremacistas blancos tienen una ventaja adicional a la hora de
recurrir a nuestro miedo al contagio con el propósito de azuzar el odio.
Dado que la tierra, los excrementos y muchos insectos transmisores de
enfermedad son típicamente marrones o negros, muchos de nosotros
vinculamos las tonalidades oscuras a la impureza y la contaminación. En
los estados segregados del Sur, estos hábitos mentales seguramente
contribuyeron a justificar la prohibición de que los negros compartieran
fuentes de agua con los blancos, se sentaran junto a ellos a una barra de
restaurante o —lo peor de todo para los sureños blancos— se bañaran en las
mismas piscinas. Es un hecho que algunas de las más disputadas batallas
por la integración racial tuvieron lugar en las piscinas, y los negros que
emigraron a los estados del Norte ni por asomo se libraron de esta
discriminación364. En el decenio de 1930, las autoridades sacaron a unos
afroamericanos de una piscina por la fuerza y les prohibieron volver a ella
en ausencia de certificados médicos que demostraran que no tenían
enfermedad alguna. Una generación después, los latinos en la costa del
Pacífico se encontraron con una persecución similar: en algunos barrios del
Los Ángeles de los años cincuenta, los hispanos tan solo estaban
autorizados a bañarse los lunes, «el día de los mexicanos». Los propietarios
de las piscinas a continuación las drenaban y rellenaban para uso exclusivo
de los blancos. Gerald L. Clore y Gary D. Sherman, los psicológos
estudiosos de la propensión mental a asociar los colores oscuros con la
impureza, sospechan que el miedo al contagio posiblemente estuvo en la
base de las leyes contra el mestizaje racial instituidas en el Sur: la
denominada «norma de una sola gota de sangre», que siguió vigente hasta
mediados del siglo , establecía que el más mínimo rastro de «herencia»
africana podía «manchar» a la raza blanca «pura»365.
Las implicaciones derivadas de esta investigación bordean el absurdo. Se
viene a sugerir que cada uno de nosotros podría favorecer nuestra
aceptación e integración en la sociedad por medio de una especial —incluso
podríamos decir que obsesiva— atención a la limpieza. Para expresarlo con
crudeza, nuestro pequeño racista interior sonríe de satisfacción al ver a los
inmaculadamente vestidos, los bien peinados (cuyo cabello idealmente no
cubriría el rostro en absoluto), los bien afeitados, los usuarios del detergente
y el enjuague bucal, los manicurados de modo meticuloso. Para completar
esta imagen de la higiene perfecta, tan solo falta que el vestuario incluya
unos guantes de goma y una mascarilla de cirujano366. Vale, vale… Quizá
esto último sea ir demasiado lejos, si bien los investigadores tienen la teoría
de que la circunstancia de vestir ropas médicas a veces reduce el prejuicio
de los otros.
O quizá resultara más interesante que los fácilmente asqueables plantasen
cara a sus pequeños racistas interiores. Si te sorprendes al ver que te apartas
de alguien que te repele, pregúntate: «¿Esta persona supone una amenaza de
algún tipo para mi salud?» Si la respuesta es no, plantéate la posibilidad de
acercarte. Y, si es apropiada, incluso la de estrechar su mano o darle un
abrazo. Reconozco que es más fácil decirlo que hacerlo, sobre todo en el
caso de los rápidos en sentir repugnancia. Un amigo perteneciente a este
grupo cierta vez me confesó que era incapaz de estar sentado junto a
alguien con psoriasis —ya ni hablamos de estrecharle la mano—, por
mucho que racionalmente supiera que esta dolencia cutánea no suponía
ningún riesgo para él.
Por desgracia, los enfermos son los que más probabilidades de activar el
sistema inmunitario conductual tienen, por lo que, además de tener que
sobrellevar su enfermedad, muchos sufren la vergüenza de ser repelentes
para los demás. Los pacientes de cáncer muchas veces tienen esta sensación
en grado sumo367. La corresponsal de la cadena NBC Betty Rollin recuerda
que, tras ser sometida a una doble mastectomía en 1975, tenía buen cuidado
de bajar las persianas de la ventana del dormitorio, no precisamente para
evitar que algún voyeur pudiera contemplarla, sino para «que los mirones
de este tipo no se pusieran a vomitar». El muy vendido libro que escribió
sobre su experiencia personal, cuyo título es First You Cry («Lo primero
que haces es llorar») a punto estuvo de no salir publicado. Al hacer la
propuesta a unos y otros editores, casi todos le respondieron de forma
parecida: «¿Cáncer de mama? ¡Puaj! ¿Y quién va a comprar un libro sobre
semejante tema?»
Rollin finalmente publicó el libro y logró que esta cuestión antaño tabú
saliera a la luz, ayudando a muchas afectadas a salir de su exilio
autoimpuesto.
Habrá quienes crean que desde entonces hemos superado la repugnancia
inspirada por el cáncer de mama y otras enfermedades con mala reputación,
pero mi propia experiencia me dice otra cosa. Hace muy pocos años, una de
mis mejores amigas desarrolló un cáncer anal pero dijo a sus colegas del
trabajo que tenía un cáncer de colon. «¡Y es que eso del cáncer anal suena
tan asqueroso!», me escribió por entonces. Más tarde reconoció que su
vergüenza le impidió revelar el verdadero diagnóstico incluso a sus seres
queridos, y durante largo tiempo. Más recientemente, un amigo del
extranjero que estaba a punto de morir de una enfermedad respiratoria se
negó a conectar su cámara durante nuestra última conversación por Skype.
Más tarde me dijeron que quiso evitarme su imagen esquelética y entubada
a una bombona de oxígeno.
En el curso de su investigación sobre el asco y sus efectos sobre la salud,
Valerie Curtis constantemente está escuchando historias de esta clase. La
sensación de vergüenza es particularmente acusada entre quienes sufren de
incontinencia, según explica368. Estas personas tienen mayor probabilidad
de ser evitadas y, en algunas sociedades, tratadas como parias. Incluso los
que tienen ocupaciones como el cuidado de los enfermos o la limpieza de
retretes o cloacas muchas veces son estigtmatizados369. No solo eso, sino
que hasta pueden desarrollar el trastorno del estrés postraumático, tras haber
efectuado labores particularmente desagradables como, por ejemplo,
recuperar el cadáver en putrefacción de un anciano solo y desatendido. «Me
parece terriblemente importante que hablemos de todo esto —afirma Curtis
—, pues no vale con decirle a la persona que deje de ser irracional, que está
claro que nadie piensa que sea asquerosa por el hecho de que tiene una
enfermedad. Me temo que sí que lo pensamos. Y no vamos a avanzar
mucho hasta que lo reconozcamos y afrontemos la labor emocional que
conlleva superar el asco».
De forma alentadora, la investigación muestra que quizá es posible
atenuar esta poderosa emoción por medio de la exposición repetida a
estímulos repelentes370. Por ejemplo, las personas que cambian vendajes de
heridas y sábanas con manchas dicen ser menos propensos a sentir asco,
aunque otros elementos incitadores de la sensación —la leche agria,
digamos, o las babosas— todavía pueden llevarles a dar un paso atrás con
horror. La investigación del asco ha aumentado enormemente en los últimos
dos decenios, pero algunas preguntas fundamentales siguen sin respuesta.
La principal es la siguiente: ¿esta emoción que nos revuelve el estómago
influye en el funcionamiento de nuestras células inmunológicas? En otras
palabras, ¿el sistema inmunitario psicológico está en comunicación con el
sistema inmunitario físico? ¿O ambos operan de forma primordialmente
independiente?
Por desgracia, no resulta fácil investigar estas cuestiones; es costoso y
hace falta una especialización que no muchos psicólogos tienen. Sin
embargo, con la ayuda de un equipo de neuroinmunólogos, Schaller ha
logrado dirigir con éxito uno de los pocos estudios que abordan esta
problemática371. Como en anteriores ensayos, Schaller mostró a los
participantes una serie de diapositivas más bien asquerosas, pero con una
importante salvedad: justo antes y después de la presentación extrajo
muestras de su sangre y las mezcló en una probeta con un marcador
superficial de patógenos para determinar hasta qué punto sus células
blancas respondían con agresividad al estímulo negativo. De forma
específica, los investigadores se proponían averiguar si la evocación del
asco llevaba a que las células blancas de los sujetos producían mayores
concentraciones de una sustancia que combate a los patógenos y lleva el
nombre de interleucina-6 (IL-6).
Sí que las producían, y en un elevado 24 por ciento. En comparación, los
miembros del grupo de control, quienes estuvieron mirando imágenes de
personas que apuntaban con armas de fuego en su dirección, apenas
mostraron cambios en sus niveles de IL-6. De forma curiosa, según
recuerda Schaller, si bien las fotos evocadoras de gérmenes fueron mucho
más efectivas para la aceleración del sistema inmunológico, los sujetos de
hecho dijeron que las fotos con las armas de fuego eran más inquietantes, lo
que demuestra lo muy específico de la respuesta inmune.
Nadie ha tratado de replicar este estudio hasta hoy, por lo que es evidente
que hace falta más investigación para llegar a conclusiones fiables. En todo
caso, otros estudios parecidos respaldan los resultados generales del ensayo.
En una investigación efectuada en Australia, por ejemplo, los
investigadores tomaron muestras de saliva de los sujetos antes y después de
mostrarles fotos de vómito, una cucaracha en lo alto de una pizza y cosas
igualmente repugnantes372. En comparación con los participantes que
estuvieron mirando imágenes cuyo contenido era neutro, los sujetos que
contemplaron estas asquerosidades produjeron cantidades
significativamente del factor alfa, una sustancia inmunológica presente en
la saliva, implicada en el combate contra la infección e importante en las
necrosis tumorales. En un estudio británico similar, los científicos tomaron
muestras de sangre antes y después de someter a los participantes a una
serie de nauseabundas imágenes de sangre, vísceras y desmembraciones,
mediante la proyección de la espeluznante película de 1974 La matanza de
Texas373. Los leucocitos —las células blancas en la sangre que evitan la
infección— de los sujetos aumentaron de número con rapidez. Este
fenómeno no se produjo en el grupo de control, cuyos miembros
sencillamente estuvieron leyendo periódicos y revistas mientras
proyectaban el filme en la otra sala.
Este ensayo sugiere que la mente asqueada puede acelerar de modo
efectivo el funcionamiento del sistema inmunológico, y Schaller considera
que la cosa tiene todo el sentido del mundo. «Nuestros ojos proporcionan
información útil a nuestros sistemas inmunitarios. Si les dicen que estamos
cerca de muchos individuos enfermos u otras fuentes de gérmenes, dicha
aceleración sitúa al sistema inmune en posición ventajosa sobre los
invasores microbianos374.»
Schaller cree que esta maquinación biológica puede tener una ventaja
adicional: «La información facilita que el sistema inmunológico determine
la agresividad de tu respuesta en función de las dimensiones de la amenaza.
No nos interesa que el sistema inmunológico trabaje al máximo de forma
innecesaria, porque consume multitud de recursos que pueden ser utilizados
por otras partes del cuerpo».
El modo en que, a nivel neurológico, el sistema inmunitario psicológico
puede «hablar» con el sistema inmunitario físico sigue siendo materia de
especulación. Pero los científicos han comenzando a detectar en qué lugares
de la mente tiene lugar el procesamiento del asco, y los datos indican que
esta región, por medio de un pequeño reajuste en sus circuitos, ha
evolucionado para cumplir una nueva función de importacia, que
posiblemente define la misma esencia de nuestra humanidad. Como pronto
veremos, quizá tendremos que darle las gracias al asco por haber
transformado a nuestra especie en el más inaudito de los seres: un animal
moral.
338. M. Schaller, entrevista con la autora, 1 febrero 2011 y 4 junio 2012.

339. M. Faulkner et al., «Evolved Disease-Avoidance Mechanisms and Contemporary


Xenophobic Attitudes», Group Processes and Intergroup Relations 7, número 4 (2004):
pp. 344-345, doi: 10.1177/1368430204046142. Véase también M. Schaller y S. L. Neuberg,
«Danger, Disease, and the Nature of Prejudice(s)», en Advances in Experimental Social
Psychology, ed. M. Zanna y J. Olson (Academic Press, San Diego, 2012), pp. 19-20.

340. M Schaller, entrevista con la autora, mayo 2008. Véase también J. Faulkner y M. Schaller,
«Evolved Diseased Avoidance Processes and Contemporary Anti-Social Behavior: Prejudicial
Attitudes and Avoidance of People with Physical Disabilities»,. Journal of Nonverbal Behavior
27, número 2 (verano 2003): p. 65, y J. H. Park, M. Schaller y C. S. Crandall, «Pathogen
Avoidance Mechanisms and Stigmatization of Obese People», Evolution and Human Behavior
28 (2007): pp. 410-414.

341. J. Ackerman, entrevista con la autora, 8 agosto 2012, véase también, Ackerman et al., «A
Pox on the Mind: Disjunction of Attention and Memory in Processing of Physical
Disfigurement», Journal of Experimental Psychology 45 (2009): pp. 478-479.

342. Schaller y Neuberg, «Danger, Disease, and the Nature of Prejudice(s)», p. 14.

343. Ackerman, entrevista con la autora.

344. M. Schaller, entrevista con la autora, junio 2012 y, en Vancouver, 10 septiembre 2013.

345. Schaller, entrevista con la autora, mayo 2008.

346. M. Oaten, R. J. Stevenson y T. I. Case, «Disgust as a Disease-Avoidance Mechanism»,


Psychological Bulletin 135, número 2 (2009): p. 312.

347. M. Schaller, D. R. Murray y A. Bangerter, «Implications of the Behavioural Immune


System for Social Behaviour and Human Health in the Modern World», Philosophical
Transactions of the Royal Society B 370 (2015): p. 6, http://dx.doi.org/10.1098/rstb.2014.0105;
Ackerman interview.; entrevista con Ackerman.

348. Schaller y Neuberg, «Danger, Disease, and the Nature of Prejudice(s)», p. 18.

349. Oaten, Stevenson y Case, «Disgust as a Disease-Avoidance Mechanism», p. 312.


350. Schaller y Neuberg, «Danger, Disease, and the Nature of Prejudice(s)», p. 18-19.

351. Ibid., 17,19.

352. Daniel Fessler, entrevista con la autora, Los Ángeles, 12 septiembre 2013.

353. C. R. Mortensen et al., «Infection Breeds Reticence: The Effects of Disease Salience on
Self-Perceptions of Personality and Behavioral Avoidance Tendencies», Psychological Science
21, número 3 (2010): pp. 440-445.

354. C. D. Navarrete y D. M. T. Fessler, «Disease Avoidance and Ethnocentrism: The Effects


of Disease Vulnerability and Disgust Sensitivity on Intergroup Attitudes», Evolution and
Human Behavior 27 (2006): p. 272.

355. Entrevista con Ackerman; véase J. Y. Huang et al., «Immunizing Against Prejudice:
Effects of Disease Protection on Attitudes Toward Out-Groups», Psychological Science 22,
número 12 (2011): pp. 1550-1556.

356. Michael Bang Petersen y Lene Aarøe, entrevista con la autora, Miami Beach, Florida, 19
julio 2013.

357. Entrevista con Schaller, mayo 2008.

358. Brian Alexander, «Amid Swine Flu Outbreak, Racism Goes Viral», MSNBC.com, última
modificación: 1 mayo 2009, http://www.nbcnews.com/id/30467300/ns/health-
cold_and_flu/t/amid-swine-flu-outbreak-racism-goes-viral/#.U98FOkjY3RB; Donald G.
McNeil Jr., «Finding a Scapegoat When Epidemics Strike», New York Times, 1 septiembre
2009.

359. Lindsey Boerma, «Republican Congressman: Immigrant Children Might Carry Ebola»,
CBS News, última modificación: 1 agosto 2014, http://www.cbsnews.com/news/republican-
congressman-immigrant-children-might-carry-ebola/; Maggie Fox, «Vectors or Victims? Docs
Slam Rumors That Migrants Carry Disease», MSNBC News, última modificación: 9 julio
2014, http://www.nbcnews.com/storyline/immigration-border-crisis/vectors-or-victims-docs-
slam-rumors-migrants-carry-disease-n152216.

360. Schaller y Neuberg, «Danger, Disease, and the Nature of Prejudice(s)», p. 19.

361. «Films, Nazi Antisemitic», Yad Vashem Organization,


http://www.yadvashem.org/odot_pdf/Microsoft%20Word%20-%205850.pdf.
362. A More Perfect Union, exposición itinerante sobre el internamiento de los japoneses de
origen nipón durante la Segunda Guerra Mundial, patrocinada por Rockefeller Foundation,
AT&T Foundation y Smithsonian Institution;
http://amhistory.si.edu/perfectunion/resources/touring.html.

363. Rachel Herz, That’s Disgusting: Unraveling the Mysteries of Repulsion (W. W. Norton,
Nueva York, 2012), p. 112.

364. Brit Bennett, «Who Gets to Go to the Pool?», New York Times, 10 junio 2015; véase
también Vio Celaya, First Mexican (iUniverse, Lincoln, Nebraska, 2005), p. 4.

365. W. Herbert, «The Color of Sin – Why the Good Guys Wear White», Scientific American
(1 noviembre 2009), http://www.scientificamerican.com/article.cfm?id=the-color-of-sin.

366. Huang et al., «Immunizing Against Prejudice», p. 1555.

367. K. McAuliffe, «The Breast Cancer Generation», More, septiembre 1997.

368. Valerie Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat: The Science Behind Revulsion
(University of Chicago Press, Chicago, 2013), edición Kindle, capítulo 6.

369. Valerie Curtis, entrevista con la autora, 1 julio 2013.

370. Oaten, Stevenson y Case, «Disgust as a Disease-Avoidance Mechanism», p. 308.

371. M. Schaller, entrevista con la autora, 10 septiembre 2010; M. Schaller et al., «Mere Visual
Perception of Other People’s Disease Symptoms Facilitates a More Aggressive Immune
Response», Psychological Science 21, número 5 (2010): pp. 649-652.

372. R. J. Stevenson et al., «The Effect of Disgust on Oral Immune Function»,


Psychophysiology 48 (2011): pp. 900-907.

373. Herz, That’s Disgusting, p. 133.

374. M. Schaller, entrevista con la autora, 10 septiembre 2010.


11
Los parásitos y la piedad

A
quel joven mantenía relaciones sexuales con su perro. De hecho,
había perdido la virginidad con el can. Su relación seguía siendo
muy buena. El perro en absoluto parecía sentirse molesto. Pero al
hombre le remordía la conciencia. ¿Estaba comportándose de una forma
inmoral?375
En busca de una opinión autorizada, mando un correo electrónico a David
Pizarro, profesor de psicología moral en la Universidad de Cornell. «Pensé
que estaba tomándome el pelo», recuerda Pizarro. Envió al otro un enlace a
un artículo sobre la zoofilia y supuso que no volvería a oír de él. Pero el
joven le vino con nuevas preguntas. «Me di cuenta de que el chaval iba muy
en serio. —Pizarro es una figura muy destacada en su campo, pero está
claro que tuvo problemas para elaborar una respuesta—. Terminé por
escribir algo así como: “Quizá no estemos hablando de una transgresión de
la moral. Pero, en la sociedad en que vivimos, tendrá que tratar con toda
clase de personas que se dirán que su comportamiento es extraño, porque lo
es. A la gente no va a gustarle”. Y a continuación dije: “¿Le gustaría que su
hija estuviera saliendo con alguien que mantiene relaciones sexuales con el
perro de ambos? La respuesta es que no. Y hay un punto fundamental: no
existen animales que escriban que se sienten maltratados en razón de su
amor por los seres humanos. Yo en su lugar me lo haría mirar».
En lo fundamental, Pizarro estaba viniendo a decir que la conducta del
otro era extraña, preocupante y angustiosa, si bien tampoco estaba dispuesto
a condenarla. Si dicha respuesta no termina de convencerte, tengo claro que
te enferma la imagen de un hombre que disfruta del sexo con un perro.
Pero, ¿aquel hombre verdaderamente estaba comportándose de modo
inmoral? De creer en sus propias palabras, el perro no estaba siendo
dañado. ¿Quién es la víctima en esta historia desconcertante?
Si tienes problemas para determinar por qué razón exacta este
comportamiento parece ser inadecuado, los psicólogos han encontrado una
expresión que describe tu confusión mental. Estás «moralmente perplejo».
El creciente cuerpo de investigación llevado a cabo por Pizarro y otros
científicos muestra que los juicios morales no siempre son el producto de
una reflexión pormenorizada. A veces tenemos la impresión de que un
comportamiento es impropio incluso en ausencia de alguien que haya sido
perjudicado376. Tomamos rápidas decisiones al respecto y luego —en
palabras de Jonathan Haidt, otro gigante en el campo de los estudios de la
conciencia moral—, «construimos justificaciones ad hoc para esos
sentimientos». Varias líneas de investigación coinciden en que dicha
intuición está provocada por el asco. En el curso de la evolución humana, la
misma emoción que llevaba al individuo a sentir arcadas ante un olor
nauseabundo o a expulsar la leche cortada de inmediato se vio imbricada en
algunas de nuestras convicciones más profundas, desde la ética y los
valores religiosos hasta los puntos de vista políticos.
El papel clave que el asco desempeña en nuestras intuiciones morales
encuentra su traducción en el lenguaje: juego sucio. Un comportamiento
indecente. Un sujeto escurridizo. A la inversa, la limpieza apenas está un
poco por debajo de lo divino. Buscamos la pureza espiritual. La corrupción
puede contaminarnos, y por eso rehuimos el mal.
A Pizarro no le gusta nada recurrir al asco como brújula de orientación
moral377. Si la gente recurre a él, como tantas veces pasa, el sentimiento
puede llevarlos a errar, o así opina Pizarro. En sus clases pone el ejemplo
del rechazo a la homosexualidad con el argumento de su supuesto carácter
repugnante para alertar sobre los peligros de la moralidad fundamentada en
el asco. «Digo a mis alumnos que, como varón heterosexual, es posible que
me sienta repelido al ver imágenes de determinadas prácticas sexuales entre
dos hombres. Pero me veo obligado a decir: ¿y todo esto qué tiene que ver
con mis convicciones éticas? Les digo que la idea del acto sexual
protagonizado por dos personas muy feas también me resulta desagradable,
pero dicha sensación no me empuja a defender una ley que prohiba el sexo
a los feos». Los sintecho son otro grupo frecuentemente vilipendiado,
probablemente porque también pueden provocar respuestas de asco, por lo
que a la sociedad le resulta más fácil deshumanizarlos y condenarlos como
culpables de unos crímenes que no han cometido. «Mi deber ético es
asegurarme de que esta emoción no me influya hasta el punto de llevarme a
pisotear la humanidad de otros», explica Pizarro.
El profesor sabe mejor que muchos otros que el asco no siempre es fácil
de refrenar, que a veces cuesta mucho que no interfiera en los juicios éticos.
Pizarro es tan susceptible a según qué cosas que se ve obligado a pedir a sus
alumnos que programen todas las fotos de cosas repulsivas que utiliza en
sus estudios sobre el razonamiento moral. «El razonamiento en bruto fue lo
que me liberó de algunas de mis actitudes —afirma—. Considero que fue el
logro intelectual el que me volvió más tolerante sobre muchas cuestiones».
En todo caso, la maldición de ser excesivamente propenso al asco ha sido
beneficiosa para su labor. Según reconoce, le ha llevado a comprender bien
cómo la emoción puede guiar el pensamiento moral.
Si no terminas de creer que los parásitos pueden influir en tus propios
principios, toma buena nota: nuestros valores de hecho cambian cuando hay
agentes infecciosos cerca378. En un experimento dirigido por la psicóloga
británica Simone Schnall, a los alumnos se les pidió que pensaran sobre
comportamientos moralmente dudosos, como mentir en un currículum, no
devolver una billetera robada o, mucho más grave, recurrir al canibalismo
para sobrevivir a un accidente aéreo sucedido en un lugar remoto. Los
sujetos sentados ante escritorios con manchas de comida y bolígrafos con el
extremo mordisqueado consideraron estos comportamientos más
indignantes que sus compañeros sentados a escritorios ordenados e
impolutos. Muchos otros estudios —en los que se recurrió, sin que los
estudiantes lo supieran, a inductores del asco como bombas fétidas o un
producto químico de olor idéntico al del vómito— presentan resultados
similares. El sexo prematrimonial, el soborno, la pornografía, el
periodismo-basura, el matrimonio entre primos hermanos… todos
resultaban más reprensibles si los sujetos se sentían asqueados379.
Los asqueados también son más proclives a ver el mal allí donde tan solo
hay inocencia. En un ensayo conducido por Haidt y la alumna de posgrado
Thalia Wheatley, la sugestión hipnótica hizo que los participantes
reaccionaran con profundo asco al tropezarse con las palabras «coger» y
«muchas veces»380. Los voluntarios después leyeron una narración sobre un
joven llamado Dan, presidente de una delegación de alumnos, quien estaba
tratando de hacer un listado de temas de interés a debatir en las clases. La
historia no tenía significado moral. Y sin embargo, los sujetos que leyeron
la versión del texto que incluía las palabras evocadoras del asco eran más
suspicaces sobre las motivaciones de Dan que los del grupo de control que
leyeron una narración virtualmente idéntica pero sin las hipnóticas
alusiones. A fin de explicar la desconfianza que Dan les inspiraba, los del
grupo experimental ofrecían racionalizaciones como: «No sabría decir bien
por qué, pero ese Dan parece estar tramando algo».
Una respuesta en particular divirtió mucho a Haidt: «Dan se da muchos
aires y siempre quiere ser la estrella».
Las prácticas sexuales inocuas también pueden adquirir connotaciones de
inmoralidad si los gérmenes están muy presentes en la mente. En uno de los
experimentos hechos por Pizarro, a los sujetos se les mostró un letrero que
recomendaba el uso de toallitas limpiadoras para las manos. Según
recuerda, los alumnos fueron más duros al juzgar a una joven que se había
estado masturbando mientras sostenía un oso de peluche y a un hombre que
había estado manteniendo relaciones sexuales en la cama de su abuela
aprovechando que la anciana estaba fuera381.
Todos estos resultados se ajustan a un mismo patrón, según revela una
investigación realizada por los psicólogos Mark Schaller y Damian
Murray382. Las personas a las que se recuerda la amenaza de la enfermedad
contagiosa son más proclives a someterse a los valores convencionales y
expresan mayor desdén por quienes quebrantan las normas sociales. (Dicho
sea de pasada, la evocación de los automovilistas imprudentes, la guerra y
otras amenazas a la seguridad también empujan al conformismo, aunque no
de forma tan espectacular como el recurso a los gérmenes.) Es hasta posible
que las evocaciones de la enfermedad nos conviertan en más favorables a la
religión383. En un estudio, los participantes expuestos a un olor hediondo
revelaron tener más inclinación a creer en las verdades de la Biblia que
aquellos no sometidos al aire contaminado.
Cuando nos preocupa la posibilidad de enfermar, parece que no tan solo
nos sentimos atraídos por los platos que mamá cocinaba, sino también por
la forma en que ella consideraba que teníamos que comportarnos, en el
plano social sobre todo. Depositamos nuestra fe en las prácticas
tradicionales, seguramente porque nos parece conveniente fiarnos de lo
conocido cuando nuestra supervivencia está en juego. Ahora no es el
momento de abrazar una nueva filosofía de la vida cuyos resultados no
conocemos, susurra una vocecilla alojada en la parte posterior de la mente,
la región precisa que —seamos conscientes de ello o no— constantemente
está evaluando los riesgos y aconsejando cómo hay que responder a ellos.
En vista de tales resultados, Pizarro se preguntó si nuestros puntos de
vista políticos podrían cambiar cuando nos sintiéramos susceptibles a la
enfermedad384. En colaboración con Erik Helzer diseñó una ingeniosa
estrategia para poner a prueba la idea. Situaron a unos sujetos junto a una
máquina automática para el lavado de manos y a otros en un lugar donde no
había nada y preguntaron por sus opiniones sobre diversas cuestiones
morales, fiscales y sociales. Los alumnos a quienes se les había recordado
el peligro de la infección expresaron unos puntos de vista más
conservadores.
Por interesantes que sean estos resultados, conviene tomarlos con
precaución385. En la vida real, cuando nos piden que emitamos juicios
morales contamos con mucha mayor información a la que atenernos que la
existente en el entorno de un laboratorio. Entre otras cosas, podemos
evaluar la apariencia general del individuo, cómo se comporta
normalmente, qué circunstancias atenuantes existen y demás.
«Hay muchos factores que influyen en el juicio moral, y el asco no es más
que uno de ellos», subraya Pizarro. En el mundo más complicado de la vida
real, las decisiones instantáneas, tomadas a partir del asco visceral, sin duda
muchas veces resultan atenuadas por la lógica y el razonamiento, lo que nos
lleva a modificar nuestra inicial valoración de una transgresión y hasta a
concluir que de hecho no se produjo una verdadera infracción de la ética.
No solo eso, sino que el asco opera en combinación con el bien desarrollado
sistema de valores de la persona. Un escritorio cubierto de porquería o un
olorcillo pestilente no convierte a los libertinos sexuales en pacatos, a los
ateos en fanáticos religiosos o a los rebeldes en conformistas. «El cambio
en las actitudes es temporal y de tipo modesto —indica Pizarro—. Al hablar
de estas cosas siempre trato de explicar que si lo que quieres es influir en
los comportamientos de la gente, seguramente hay medios mucho más
efectivos para lograrlo».
Tales advertencias pueden tener relevancia si nos atenemos al resultado
de un estudio reciente que efectuó para comprobar si un resultado muy
sólido en el laboratorio —la propagación de puntos de vista negativos sobre
los gay en respuesta a evocaciones de la enfermedad— se sostenía en el
mundo real. En colaboración con Yoel Inbar y unos investigadores de la
Universidad de Virginia, él y su equipo efectuaron una encuesta por Internet
sobre las actitudes de los estadounidenses en lo referente a la
homosexualidad, en un momento —el otoño de 2014— en que el brote de
Ébola estaba provocando la alarma generalizada.
Las opiniones implícitas sobre este grupo efectivamente se trasladaron en
una dirección negativa, pero los científicos se encontraron con que el efecto
era mucho más reducido de lo esperado.
Pizarro tiene la hipótesis de que quizá fue tan débil porque los
participantes, incluso los angustiados por el Ébola, posiblemente no estaban
tan obsesionados por la enfermedad en el momento preciso en que les fue
pedida su opinión (en el laboratorio, los alumnos rellenaron los
cuestionarios pocos minutos después de haber sido expuestos al olor
desagradable). Pero tampoco descarta una posibilidad alternativa: la de que
los factores instigadores del asco tienden a amplificar los prejuicios ya
existentes, y la sociedad ha cambiado sus puntos de vista sobre los gay de
forma radical en el curso de unos pocos años. Este grupo antaño denostado
hoy está considerado de manera mucho más favorable. Si tal es la razón por
la que el brote de enfermedad apenas fomentó la inquina a los
homosexuales, «nos encontramos con una muy buena noticia», comenta
Pizarro.
Eso sí, si eres del tipo quisquilloso, es muy posible que el influjo del asco
sobre tus puntos de vista nada tenga de exiguo ni de pasajero. De forma
coincidente con los resultados de laboratorio, los ensayos efectuados por
Pizarro y otros sugieren que los fácilmente asqueables son más propensos a
tener unas opiniones políticas consistentemente situadas en el extremo
conservador del espectro, y no tan solo sobre la inmigración, como vimos
en el capítulo anterior. Los muy asqueables también tienden a reclamar
mano durísima contra el crimen, a ser contrarios al sexo porque sí, al aborto
y a los derechos de los gay, a ser de orientación generalmente autoritaria386.
Por ejemplo, están más inclinados a pensar que los niños tienen que
obedecer a sus mayores sin rechistar y ponen mayor acento en la cohesión
social y en el sometimiento a las convenciones. Aunque no hay datos
verdaderamente firmes, incluso aparecen indicios de que los proclives al
asco acostumbran a favorecer una fiscalidad de tipo derechista (en contra de
los impuestos y de la inversión de dinero gubernamental en proyectos
sociales).
Esta historia también tiene su vertiente fisiológica. Al ver fotografías de
personas que comen gusanos y otras cosa repugnantes, los conservadores
sudan más profusamente que los escorados a la izquierda (según
mediciones de la respuesta galvánica de la piel)387. Su mayor reactividad no
se limita a los peligros asociados a la enfermedad. En comparación con los
izquierdistas, asimismo reaccionan a los ruidos estruendosos de forma más
sobresaltada388. Estas dos observaciones pueden tener que ver con un dato
bien conocido en el ámbito de las ciencias políticas: los conservadores
típicamente consideran que el mundo es un lugar más peligroso de lo que
creen los de izquierdas389. Lo que, a su vez, puede influir en sus puntos de
vista sobre cuestiones de política exterior. No solo desconfian de los
extranjeros en mayor medida, sino que también pueden estar más dispuestos
a recurrir a la fuerza de las armas. En comparación con los izquierdistas, los
derechistas desde luego son más locuaces en su apoyo al patriotismo, un
ejército poderoso y la virtud de servir en las fuerzas armadas.
En su conjunto, estos datos nos llevarían a pensar que la mayor
sensibilidad al asco puede predecir el comportamiento como votante. Es lo
que sucede, aunque no de forma automática, claro está. Es evidente que tu
educación, afiliación religiosa, nivel de ingresos y muchos otros factores,
asimismo conforman tu ideología. Pero si examinamos un amplio grupo de
personas, los datos hablan de una tendencia consistente.
En un estudio realizado sobre 237 ciudadanos holandeses y publicado en
2014, los investigadores les hicieron rellenar un test referente a su
sensibilidad al asco390. Los que hacían mayor gala de dicha sensibilidad
eran más proclives a votar al Partido de la Libertad (Partij voor de
Vrijheid), socialmente conservador, fuertemente contrario a la inmigración,
hostil al Islam, defensor de los valores tradicionales holandeses por encima
del multiculturalismo y partidario de salir de la Unión Europea. En Holanda
hay diez partidos políticos cuyas posturas en muchos casos no pueden ser
nítidamente descritas como de izquierdas o de derechas, por lo que los
científicos no pudieron predecir las preferencias electorales en su conjunto,
pero sí encontraron que la susceptibilidad al asco encontraba correlación
con la ideología política, siguiendo el patrón descrito más arriba.
Otro estudio realizado vía Internet, de mayores dimensiones, ofreció
similares resultados. Conducido por un equipo que incluía a Pizarro, Haidt
y Yoel Inbar, fue efectuado sobre veinticinco mil estadounidenses en el
momento de las elecciones presidenciales de 2008391. Los participantes que
mayores niveles exhibían de angustia ante el contagio estaban más
inclinados a definirse como votantes de John McCain (el candidato más
conservador), antes que de Barack Obama. Lo que es más, el promedio
estatal de preocupación por la contaminación —calculado a partir de las
respuestas facilitadas por los participantes de cada Estado en particular—
predijo el porcentaje de votos que McCain más tarde se llevó.
Los investigadores encontraron idéntica correlación entre la sensibilidad
al asco y la ideología política en 122 países de todo el mundo, casi todos
aquellos en los que hubo suficiente número de respuestas para permitir un
análisis estadístico. Como los estudiosos escribieron en el Journal of Social
Psychological and Personality Science, «todo esto sugiere de forma
convincente que la correlación no es el producto de las características
peculiares de los sistemas políticos de Estados Unidos (o, en sentido más
amplio, de las sociedades democráticas occidentales). Más bien parece que
la susceptibilidad al asco está ligada al conservadurismo en una gran
variedad de culturas, regiones geográficas y sistemas políticos».
No es de sorprender que los políticos hayan tratado de explotar la ciencia
del asco en beneficio propio. Un ejemplo destacado lo ofrece un novedoso
anuncio electoral usado por el candidato Carl Paladino, activista del Tea
Party ultraderechista, durante las primarias para elegir al candidato
republicano al gobierno del estado de Nueva York392. Pocos días antes de la
votación, los votantes republicanos registrados para tales primarias se
encontraron con una sorpresa al abrir el buzón de casa: unos folletos
impregnados de olor a basura y con el mensaje «Algo huele a podrido en
Albany» (Albany es la capital administrativa del estado de Nueva York). El
folleto incluía fotos de políticos demócratas del Estado sumidos en
recientes escándalos de diverso tipo y caracterizaba al oponente de
Paladino, el antiguo congresista Rick Lazio, como un «izquierdista», parte
integrante de un gobierno que permitía el florecimiento de la corrupción.
Nunca vamos a saber si los nauseabundos folletos ayudaron en algo a
Paladino a la hora de la votación. Desde luego, no parece que le
perjudicaran. Ganó a Lazio por un impresionante margen del 24 por ciento.
En fecha más reciente, Donald Trump describió, de forma extraña, la
larga visita al baño hecha por Hillary Clinton durante un debate en las
primarias demócratas como «algo demasiado asqueroso» como para ser
mencionado, lo que llevó a sus seguidores a estallar en risas y aplausos.
El miedo a los gérmenes hace más que sesgar los puntos de vista
religiosos y políticos del individuo. De forma literal, los lleva a pensar
sobre la moralidad en términos de blanco o negro, circunstancia que tiene
inquietantes consecuencias sobre el sistema de justicia penal. Seguramente
habrás reparado en que las hadas madrinas siempre visten de blanco y las
brujas malvadas de negro, en que, además, los buenos y los malos de las
teleseries ambientadas en el Lejano Oeste se rigen por el mismo código de
vestimenta. Para Gary D. Sherman y Gerald L. Clore, los psicólogos que
han demostrado que asociamos los colores oscuros a la suciedad y el
contagio, esta observación aparentemente banal plantea una pregunta de
interés: ¿es posible que, como resultado de nuestra evolución para detectar
los contaminantes, la mente humana de hecho codifique el negro como
pecaminoso y el blanco como virtuoso?393
A fin de explorar esta posibilidad, recurrieron al test de Stroop, un juego
utilizado para adiestrar al cerebro. Una de sus prueba más típicas consiste
en pulsar una tecla en el momento que ves una palabra con el nombre de un
color específico; amarillo, por ejemplo. Si las letras de la palabra están
coloreadas en amarillo, las personas ejecutan la tarea con mayor rapidez
que si las letras son de color azul u otra tonalidad no amarillenta, lo que
denota que la mente requiere tiempo adicional para procesar una
información que contradice las expectativas.
Los investigadores elaboraron una versión modificada del test, en la que
los voluntarios se encontraban ante palabras con carga emotiva como
«crimen», «honradez», «codicia» y «santo», escritas en blanco o negro de
forma aleatoria. Las palabras parpadeaban ante sus ojos con rapidez, y el
reto consistía en pulsar una tecla tan pronto como las reconocieran. Los
sujetos realizaron esta tarea con mucha mayor rapidez cuando una palabra
con connotaciones morales positivas estaba en blanco o si una palabra con
connotaciones morales negativas aparecía en negro, lo que sugiere que la
conexión es rápida y automática. Los emparejamientos inversos generaron
evidente confusión, reduciendo la velocidad de respuesta.
Con el propósito de entender mejor si el sesgo mental de los participantes
tenía algo que ver con el sistema inmunológico conductual, los
investigadores llevaron el experimento un paso más allá. Instaron a los
sujetos a pensar en comportamientos éticos haciéndoles escribir unas líneas
sobre un supuesto abogado poco escrupuloso, tras lo cual volvieron a
someterlos al test de Stroop. Los participantes esta vez fueron todavía más
rápidos al vincular las palabras en negro al mal y los vocablos en blanco al
bien, y ello a pesar del hecho de que algunas de las palabras usadas en este
ensayo —entre ellas «chismorreo», «deber» y «ayuda» —no tenían tan
nítida vinculación con la moralidad. Dado que el sistema inmune opera a
gran velocidad para protegernos de los gérmenes —hay científicos que de
hecho lo equiparan a un reflejo— los investigadores cada vez estuvieron
más convencidos de que los sujetos basaban sus respuestas en intuiciones
morales antes que en el proceso más lento del razonamiento consciente.
Sherman y Clore se dijeron que, si tal era el caso, las personas que más
rápidamente asociaban el blanco a la moralidad y el negro a la inmoralidad
posiblemente sentirían mayor preocupación por los gérmenes y la limpieza.
A fin de explorar esta intuición, al final del ensayo pidieron a todos los
participantes que evaluaran la deseabilidad de artículos de limpieza y otros
bienes de consumo. Tal y como preveían, aquellos cuyos resultados
posiblemente hablaban de fobia a los gérmenes pusieron mejores nota a los
artículos de limpieza, sobre todo a los de higiene personal, como el jabón y
la pasta de dientes.
En vista de que la tendencia a considerar que el negro equivale a lo malo
es superior cuando tenemos consideraciones morales en mente, cabe esperar
que este sesgo cognitivo sea más acusado en un juzgado que en ningún otro
lugar. Lo que es muy mala noticia para las personas de color a la espera de
recibir un juicio justo. «La asociación oscuridad-contaminación-maldad
seguramente no alimenta tanto los prejuicios como la secuencia del grupo
étnico, la pobreza y el crimen —dice Clore—, pero resulta preocupante,
pues todos estos sesgos negativos pueden tener efecto acumulativo e
incrementar la probabilidad de que una persona de color sea declarada
culpable o sentenciada a una pena mayor394.» (El ensayo realizado por
Sherman y Clore no pretendía examinar si el color de piel del propio
participante influía en su inclinación a vincular los tonos oscuros al mal, así
que está por ver si las personas de distintos grupos étnicos son igualmente
proclives al sesgo mencionado.)
Estos estudios y otros parecidos plantean una pregunta obvia: ¿cómo se
las han arreglado los parásitos para alojarse en nuestro código moral?
Algunos científicos opinan que la estructura del cableado cerebral es la
clave para resolver este enigma. El asco visceral —esa parte de tu ser que
quiere exclamar «¡puaj!» al ver un retrete rebosante o pensar en comerte
una cucaracha— típicamente involucra a la corteza insular, una viejísima
parte del cerebro que gobierna la respuesta del vómito395. Y sin embargo,
esta misma región cerebral es la que se siente fuertemente repelida ante el
tratamiento cruel o injusto dispensado a otros. Con esto no quiero decir que
el asco visceral y la repugnancia moral se solapen en el cerebro a la
perfección, pero sí que se valen de muchos de los mismos circuitos, por lo
que los sentimientos que evocan a veces pueden confundirse,
distorsionando el juicio.
El diseño del hardware neuronal que provoca nuestros sentimientos
morales dista de ser idóneo, pero tiene muchos aspectos admirables. En un
notable estudio hecho por un grupo de psiquiatras y científicos políticos
dirigido por Christopher T. Dawes, los investigadores tomaron imágenes
cerebrales mientras los sujetos jugaban a unos juegos que les exigían dividir
las ganancias monetarias entre el grupo396. La corteza insular se activaba
cada vez que un participante optaba por renunciar a sus propias ganancia,
de tal forma que el dinero de los jugadores más afortunados iba a parar a los
menos suertudos (el fenómeno recibe el adecuado nombre de «impulso de
Robin Hood»). Otros estudios muestran que la corteza insular también
reluce con brillo cuando un jugador considera que le están haciendo una
oferta con trampa mientras juega al ultimátum397. Asimismo se activa
cuando la persona decide castigar a los jugadores egoístas o codiciosos398.
Los estudios de este tipo han llevado a los neurocientíficos a describir la
corteza insular como un manantial de emociones prosociales399. Se
considera que en ella nacen la compasión, la generosidad y la reciprocidad
o, si el individuo perjudica a otro, el remordimiento, la vergüenza y la
reparación. Pero la corteza insular ni de lejos es la única zona neurológica
implicada en el procesamiento del asco tanto visceral como moral. Algunos
investigadores creen que el principal solapamiento entre los dos tipos de
repulsion quizá tiene lugar en la amígdala, otra muy antigua región del
cerebro400.
Los psicópatas —en cuyas filas se encuentran los despiadados asesinos a
sangre fría— son conocidos por su falta de empatía, y lo habitual es que
tengan una menor amígdala y corteza insular, así como otras áreas
involucradas en el procesamiento de las emociones401. A los psicópatas
también les molestan menos los malos olores, las heces y los fluidos
corporales, que toleran —como describe cierto artículo científico— «con
ecuanimidad».
Las personas con la enfermedad de Huntington —un trastorno hereditario
que causa degeneración neurológica— comparten con los psicópatas la
corteza insular de menor tamaño402. También les falta empatía, aunque no
hacen gala de los mismos comportamientos de depredador. Quizá por los
daños sufridos en otros circuitos vinculados al asco, estos pacientes tienen
el extraordinario rasgo de no sentir aversión alguna hacia los
contaminantes; por poner un ejemplo, no tienen mayor problema en coger
unas heces con las manos desnudas.
De forma significativa, las mujeres raramente se convierten en psicópatas
—el trastorno afecta a diez varones por cada mujer— y tienen mayores
cortezas insulares que los hombres, en términos relativos atendiendo al
tamaño total del cerebro403. Esta distinción anatómica acaso explique por
qué la mujer es más sensible al asco y puede tener relevancia en lo tocante a
otro rasgo tradicionalmente femenino: como corresponde a su papel de
cuidadoras primarias, las mujeres superan a los hombres en los tests
destinados a medir la empatía, una característica muy útil a la hora de
calibrar si un bebé tiene fiebre o necesita descanso.
¿Cómo se explica que el asco visceral y la repugnancia moral lleven tan
larguísimo tiempo imbricados en el seno de nuestro cerebro? La respuesta
no es fácil, pero la asquerosóloga británica Valerie Curtis tiene una
hipótesis que, si bien de imposible verificación, suena ciertamente
plausible. Las muestras recogidas en los campamentos prehistóricos
sugieren que nuestros antepasados remotos posiblemente estaban más
versados en la higiene y el saneamiento de lo que suponemos404. Algunos
de los artefactos más antiguos encontrados en estos lugares son peines y
muladares (vertederos destinados a huesos y conchas animales, restos de
plantas, excrementos humanos y otros residuos que pudieran atraer a
alimañas o depredadores). Curtis sospecha que los primeros humanos
seguramente miraban mal a quienes tiraban su basura, escupían o defecaban
donde les daba la gana o no se molestaban en despiojarse con la ayuda de
un peine. Estos comportamientos desconsiderados, que exponían al grupo a
malos olores, residuos corporales e infección despertaban repulsión y, por
asociación, los culpables de ellos fueron convirtiéndose en asquerosos405. A
fin de disciplinar a estos infractores, los demás los avergonzaban y excluían
y, si todo esto fallaba, terminaban por rehuirlos. Es justamente lo que
hacemos con los contaminantes. No queremos tener nada que ver con ellos.
En vista de que el combate contra ambos tipos de amenaza requiere unas
respuestas similares, el cableado neurológico que evolucionó para limitar la
exposición a los parásitos pudo ser adaptado con facilidad para facilitar la
más amplia función de evitar a la gente cuyo comportamiento era un riesgo
para la salud. En respaldo de esta hipótesis, el equipo de Curtis encontró
que las personas que más asco sienten por las conductas antihigiénicas son
las más favorables al castigo en estudios hechos sobre esta última cuestión,
esto es, son las más partidarias de que los delincuentes vayan a parar a la
cárcel y de que quienes quebrantan las reglas de la sociedad sean
penalizados con severidad.
A partir de este momento en el desarrollo social de la humanidad, bastó
un ligero reajuste del mismo cableado para que nuestra especie entrara en
una nueva fase crucial: empezamos a sentir asco por quienes se
comportaban de forma inmoral. Curtis considera que este paso es
fundamental para entender cómo nos convertirmos en una especie
extraordinariamente social y cooperativa, capaz de aunar mentes para
solventar problemas, idear nuevos inventos, explotar recursos naturales con
eficiencia sin precedentes y, en último término, establecer las bases de la
civilización.
—Mire a su alrededor —indica—. No hay una sola cosa que usted
hubiera podido crear sola, por su cuenta. La gigantesca división del trabajo
(en las sociedades modernas) ha incrementado la productividad de una
forma increíble. El rendimiento energético por ser humano hoy es cien
veces superior al de la época de los cazadores-recolectores. —La pregunta
clave es—: ¿Cómo hemos hecho este avance tan inteligente? ¿En qué modo
somos capaces de trabajar juntos?
La explicación del porqué podemos vernos inducidos a cooperar no
resulta fácil406. Se trata de un problema que ha dejado perplejo a más de un
teórico de la evolución. El nudo del problema es este: no somos altruistas
por naturaleza. Si situamos a unas cuantas personas en un laboratorio y
hacemos que se pongan a jugar a juegos con distintas normas y con dinero,
siempre habrá el codicioso a quien da igual que otros se marchen de la sala
sin un céntimo. O el que está dispuesto a mentir, si cree que va a salirse de
rositas. La continua iteración de tales experimentos deja una cosa muy
clara: las personas tan solo cooperan cuando les resulta más oneroso no
cooperar. Es necesario castigar a los egoístas.
Hoy tenemos leyes y agentes de policía que velan por su cumplimiento.
Pero en realidad son unas invenciones modernas, basadas en algo mucho
más fundamental, el pegamento que siempre ha mantenido unida a la
sociedad. Es un hecho que la sociedad no existiría de no ser por esta fuerza
cohesiva… cuyo nombre es el asco.
«Si es usted codiciosa, si me engaña o roba mis cosas, siempre puedo
pegarle» —argumenta Curtis—. Pero usted también puede devolverme el
golpe. O llamar a sus hermanos mayores y fornidos para que me den una
paliza. Así que seguramente no es buena idea que le pegue. Mucho mejor
resulta decir: «Esta mujer es asquerosa, se comporta como un parásito de la
sociedad, siempre está pasándose de lista». Para después rehuirla y aislarla.
Lo que estoy haciendo es recurrir a mi equipamiento mental fabricado por
el asco para castigarla. Estoy castigándola por medio de la exclusión, y no a
través de la violencia. A mí no me cuesta nada. Y se lo pongo difícil para
que me responda con un golpe. Y siempre puedo recurrir a mi propio
hermano mayor, hablar con él y contarle: «Esta mujer me ha hecho otra de
sus trastadas. Es lo que se dice asquerosa». Mi hermano seguramente
convendrá en que es usted asquerosa y hará correr la voz407.
Darwin pensaba que los valores sociales de nuestra especie quizá se
sustentaban en la obsesión por «el elogio o la acusación del prójimo»408. Es
verdad que nuestra reputación nos importa más que el hecho de tener o no
razón. La expresión de desprecio descrita que, como Darwin comentara, es
idéntica a la expresión de asco constituye un poderoso elemento disuasorio.
En los tiempos prehistóricos, la exclusión del grupo fundamentada en
comportamientos antisociales seguramente equivalía a una sentencia de
muerte. Es pero que muy difícil sobrevivir en la naturaleza fiándolo todo a
tus propias aptitudes, fortaleza e ingenio. La selección natural posiblemente
favoreció a los propensos a cooperar, a las personas que se atenían a las
normas y correspondían a los favores recibidos.
La utilización del asco para modificar la conducta de los desconsiderados
y los egoístas —incluyendo a las personas cuya higiene deficiente ponía en
peligro el bienestar del grupo— asimismo resultó fundamental para el
progreso tecnológico de nuestros ancestros en otro ámbito409. Si bien la
sociabilidad ofrece extraordinarias ventajas —podemos intercambiar
bienes, trabajar los unos para los otros, establecer nuevas alianzas y
combinar ideas—, también tiene su precio a pagar. Somos sacos de
gérmenes en movimiento. El trabajo en la cercanía de los demás expone a
todo el mundo a la infección y la enfermedad. Para disfrutar de los
beneficios de la cooperación sin correr este grave riesgo, estamos obligados
a ejecutar «una pequeña danza», asegura Curtis. Con esto se refiere a que
tenemos que estar lo bastante próximos los unos a los otros como para
colaborar, pero no tan cerca como para poner en peligro nuestra salud. Los
seres humanos precisamos de unas normas para conseguir este delicado
equilibrio, razón por la que adquirimos unos modales.
«Desde muy pequeños aprendemos a retener los fluidos corporales, a no
causar olores desagradables, a no comer con la boca abierta o escupiendo
salivillas. Lo que es muy adaptativo, porque facilita que llevemos una vida
social con menor coste para la salud. La sociedad excluye con mucha
rapidez a las personas que quebrantan estas normas», concluye Curtis.
A su modo de ver, los modales son lo que nos separa de los animales y lo
que nos permitió dar los «primeros pasos de bebé» en el camino a
convertirnos en unos cooperadores supercivilizados. Curtis de hecho opina
que los modales posiblemente allanaron el camino al «gran paso adelante»,
la explosión de creatividad que tuvo lugar hace cincuenta mil años,
manifestada por las herramientas especiales para la caza, la joyería, las
pinturas rupestres y otras innovaciones; los primeros indicios de que los
seres humanos estaban compartiendo conocimientos y aptitudes, trabajando
al alimón de forma productiva.
Los modales situaron a nuestra especie en la dirección del progreso, pero
para convertirse en auténticamente civilizado, el ser humano necesitaba un
código de conducta más elaborado, que diera cohesión a la comunidad.
Necesitaba la religión. Por suerte para la humanidad, esta apareció en el
momento en que más necesaria era, esto es, cuando nuestros ancestros
dejaron de vagar por el mundo y decidieron plantar raíces, de forma literal.
Hará unos diez mil años, unos cuantos cazadores-recolectores
comenzaron a experimentar con una forma de vida radicalmente nueva: la
agricultura. Al principio fueron unos pocos, pero el movimiento fue
ganando enteros, y cada vez más gente comenzó a asentarse de modo
permanente, dejando atrás la vida errante a cambio de una pequeña parcela
de tierra, por lo general enclavada junto a un delta fluvial410.
Las dolencias infecciosas se propagan a velocidad alarmante cuando gran
número de portadores viven en un espacio reducido, y más aún si el
saneamiento no es bueno. El progreso de la agricultura creó esas
condiciones precisas.
Los primeros agricultores apenas si conseguían subsistir, y una mala
cosecha suponía el desastre. Su dieta, muy basada en los cereales, adolecía
de muchos nutrientes y era superabundante en otros (las bacterias que
causan la caries pululaban en aquellos hidratos de carbono, provocando
unos problemas dentales desconocidos para los cazadores-recolectores). El
hambre y la malnutrición se combinaron para debilitar sus sistemas
inmunitarios, convirtiéndolos en más vulnerables a las enfermedades.
De forma paradójica, sus problemas se incrementaron a medida que se
convertían en agricultores más duchos. Sus silos de grano atraían a insectos
y alimañas que propagaban la enfermedad. Los asentamientos de población
humana generaban montones de desechos humanos y mayor peligro de que
el agua potable estuviera contaminada de patógenos fecales. Y los pollos,
cerdos y otros animales que domesticaron les pusieron en contacto con
nuevos agentes infecciosos contra los que no tenían defensas naturales.
A medida que se incrementaban estos riesgos, los primeros agricultores
fueron presa de oleadas seguidas de enfermedades —muchas de ellas
desconocidas en la era prehistórica—, incluyendo las paperas, la gripe, la
viruela, la tos ferina, el sarampión y la disentería, por mencionar unas
cuantas411.
Todo esto no pasó de la noche a la mañana. Fueron necesarios millares de
años para el despegar de la agricultura. Contadas ciudades de Oriente
Medio, región donde se inició este movimiento, tenían más de cincuenta mil
habitantes antes de los tiempos bíblicos. En consecuencia, la tormenta
perfecta necesitó de largo tiempo para su activación, pero una vez
desencadenada, su consecuencia fue una crisis sanitaria inimaginablemente
catastrófica y traumática. Estas nuevas enfermedades eran mucho más
mortíferas y aterradoras que las versiones manifestadas en los actuales
pacientes no tratados ni vacunados. Somos los herederos de unas gentes
excepcionalmente resistentes y robustas que tenían la inusual particularidad
de contar con unos sistemas inmunológicos capaces de repeler estos
gérmenes virulentos. Los que sufrieron estas primeras epidemias
probablemente lo pasaron mucho peor que nuestros ancestros más recientes.
Pensemos en la suerte que esperaba a los primeros individuos infectados de
sífilis: su cuerpo se cubría de pústulas que iban de la cabeza a los pies, las
carnes a continuación empezaban a desgajarse del cuerpo y la muerte
llegaba antes de tres meses. Los afortunados en sobrevivir a los estragos de
unos gérmenes hasta entonces ignotos pocas veces salían indemnes de la
experiencia. Muchos quedaban lisiados, paralizados, desfigurados, cegados
o mutilados de alguna forma412.
Fue en este preciso momento crítico cuando nuestros antepasados dejaron
de ser no particularmente espirituales y pasaron a abrazar la religión, y aquí
no estamos hablando de sectas y cultos temporales y sin importancia
histórica, sino de algunas de las fes más seguidas en el mundo de hoy, unas
fes cuyos dioses prometieron premiar el bien y castigar el mal. (Los
cazadores-recolectores, por lo menos hoy, a veces creen que los espíritus
pueden influir en los vientos u otros acontecimientos, pero a tales seres
místicos no suele preocuparles que los hombres se comporten de forma
moral o no.) Uno de estos duraderos sistemas de creencias más antiguos es
el judaísmo, cuyo profeta principal, Moisés, es igualmente reverenciado por
cristianos y musulmanes (lleva el nombre de Musa en el Corán, donde
aparece mencionado más veces que Mahoma). La mitad de la población
mundial es seguidora de las religiones fundamentadas en la ley mosaica,
esto es, en los mandamientos que Dios comunicó a Moisés413.
En vista de su momento de aparición, no es de sorprender que la ley
mosaica esté obsesionada con cuestiones de limpieza y aspectos de la vida
cotidiana que, como ahora sabemos, desempeñan un papel crucial en la
propagación de la enfermedad. En el momento exacto en que las aldeas del
Creciente Fértil estaban convirtiéndose en ciudades tan sucias como
atestadas de gente, en que los brotes de enfermedades eran el horror nuestro
de cada día, la ley mosaica decretó que los sacerdotes judíos tenían que
lavarse las manos… lo que, a día de hoy, sigue siendo una de las medidas
de salud pública más efectivas conocidas por la ciencia.
La Torá incluye muchas otras instrucciones sabias desde el punto de vista
médico, y con esto no tan solo me refiero a las famosas prohibiciones de
comer carne de cerdo (fuente de triquinosis, una enfermedad parasitaria
causada por una lombriz intestinal) y moluscos (animales que se alimentan
mediante filtración y concentran los contaminantes), o a la exhortación a
circuncidar a los hijos (las bacterias pueden agruparse bajo la piel del
prepucio, por lo que se cree que su extirpación contribuyó a reducir la
extensión de dolencias por transmisión sexual).
Los judíos tenían que bañarse el día del Shabat (sábado), cubrir las bocas
de sus pozos (buena idea, pues impedía que insectos y alimañas accedieran
a ellos), limpiarse de manera ritual en caso de exposición a fluidos
corporales como sangre, heces, pus y semen; poner en cuarentena a las
personas con lepra u otras enfermedades de la piel y, si la infección persistía
en la comunidad, quemar sus ropas; enterrar a los muertos con rapidez antes
de que sus cuerpos se descompusieran; nunca consumir la carne de un
animal muerto por causas naturales (indicio de que quizá había fallecido por
enfermedad) o comer carne con más de dos días de antigüedad
(seguramente rancia o a punto de estarlo).
A la hora de dividir los botines de guerra, la doctrina hebraica exigía que
toda pieza de metal que pudiera resistir intenso calor —objetos hechos con
oro, plata, bronce o estaño— fuera sometida «a fuego intenso» (esterilizada
por medio de altas temperaturas). Lo que no resistiera el fuego tenía que ser
lavado con «agua purificadora»: una mezcla de agua, ceniza y grasa animal;
esto es, una versión temprana del jabón.
De forma no menos clarividente desde la perspectiva del moderno control
de enfermedades, la ley mosaica incluye numerosos requerimientos
concernientes al sexo. Se indicaba a los padres que no permitieran que sus
hijas se dieran a la prostitución y se desalentaba —cuando no se prohibía
directamente— el sexo prematrimonial, el adulterio, la homosexualidad
masculina y la zoofilia.
La religión es idónea para obligar al cumplimiento de normas
favorecedoras de una buena salud pública, porque muchos de los
comportamientos más vinculados a la propagación de enfermedades tienen
lugar a puerta cerrada, allí donde los demás no te pueden ver. Pero no hay
forma de escapar a la mirada de un Dios omnipresente que siempre anda
escudriñando quién osa desafiar su voluntad. Por si a su rebaño le entran
tentaciones de apartarse del buen camino, la Torá deja claro que lo pagará
con la salud, y de forma muy cara. El Señor, advierte, castigará a los
desobedientes con «intensa fiebre ardiente», «los forúnculos de Egipto»,
«con picores y costras», «con la locura y la ceguera» y, si nada de todo esto
sirve, con la espada.
Citaré a John Durant, autor de Paleo Manifesto, un libro sobre la
sabiduría de los antiguos en lo referente a salud e higiene, en el que me he
basado para resumir la sofisticación médica de la Torá:
En su conjunto, el conocimiento de la higiene encerrado en la ley
mosaica resulta asombroso de veras. No se equivoca al identificar las
principales fuentes de infección: alimañas, insectos, cadáveres, fluidos
corporales, alimentos (especialmente carne), prácticas sexuales,
personas enfermas y otros individuos u objetos contaminados. Viene a
decir que la fuente subyacente de la infección por lo general es invisible
y puede propagarse al menor contacto físico (…) Y prescribe métodos
que son efectivos para la desinfección, como el lavado de manos, el
baño, la esterilización por el fuego, el hervido, el jabón, la cuarentena,
el corte de los cabellos y hasta el cuidado de las uñas.
No hace falta decir que el axioma característico de los países
angloparlantes «la limpieza tan solo está un escalón por debajo de la
santidad» tiene su origen en la ley mosaica. Más tarde fue adoptado por el
cristianismo y el islam. Pero el hinduismo, desarrollado de forma más
independiente, presenta parecida obsesión con el baño antes de la plegaria y
similar preocupación por la contaminación del cuerpo y qué partes de este
pueden tocar otros objetos o personas (la mano izquierda, por ejemplo, está
estrictamente reservada para las funciones propias del cuarto de baño, por
lo que un hindú se tomará como un insulto que le ofrezcan comida con
dicha mano)414.
Por supuesto, las grandes religiones del mundo van mucho más allá de la
higiene. De hecho tienden a estar más interesadas en cuestiones relativas a
la pureza espiritual, el deber sagrado y la preservación del alma. Pero el uso
del asco para castigar a los individuos cuyas prácticas personales ponían al
grupo en peligro podía ser amplificado con facilidad a fin de fomentar la
indignación moral necesaria para condenar a los crueles, los codiciosos y
los malintencionados. Esta reutilización de la emoción para un nuevo
propósito brindó a la sociedad dos ventajas por el precio de una: como
sucede con las infracciones de la higiene, en ausencia de un Dios que todo
lo sabe y que puede tener muy mal genio, sería difícil evitar la proliferación
de los comportamientos del tipo antisocial.
Seguramente estamos en deuda con el asco por nuestros modales, moral y
religión, así como, en último término, por nuestras leyes y sistemas
políticos y de gobierno, pues los tres últimos tan solo pueden estar basados
en los tres primeros. La evolución lo empezó todo al hacer que nuestros
antepasados se sintieran asqueados por los parásitos y todo comportamiento
que pudiera exponerlos a su infección, la cultura hizo el resto y transformó
a las personas en supercooperadores dispuestos a respetar unos códigos de
conducta compartidos. Por lo menos se trata de una versión de cómo, a lo
largo de los eones, unas tribus nómadas dispersas se unieron para
convertirse en ciudadanos globales cuyas mentes hoy están conectadas por
medio de Internet.
Esta perspectiva de la historia de la humanidad me resulta convincente en
general, salvo en un punto preciso: es posible que esté subestimando el
papel desempeñado por la biología en el reciente desarrollo moral de
nuestra especie. En contra de lo que suele creerse, el cerebro humano no
dejó de transformarse una vez que la gente se sometió a la autoridad divina
y adoptó la civilización. Siguió cambiando, y quizá de forma más acusada
en las propias regiones implicadas en el procesamiento del asco.
Reconozco que es una conjetura. Pero los descubrimientos hechos por la
vanguardia de los genetistas respaldan mi hipótesis. Uno de los hallazgos
más sorprendentes obtenidos mediante la secuenciación del genoma
humano durante el pasado decenio es que la evolución humana ha estado
acelerándose en los últimos tiempos415. De hecho, las mutaciones
adaptativas en el genoma de nuestra especie se han acumulado con cien
veces mayor rapidez desde el inicio de la agricultura que en cualquier otro
período de la historia humana, y cuanto más nos trasladamos al presente,
más veloces y abundantes son las mutaciones adaptativas.
Los científicos inicialmente se sorprendieron ante este descubrimiento
inesperado, hasta que entendieron que el catalizador de dicho cambio es el
propio ser humano. Las personas estaban transformando drásticamente el
entorno al trabajar con el arado, y sus cuerpos y conductas tuvieron que
ajustarse al paisaje rápidamente cambiante. En un abrir y cerrar de ojos
evolutivo, se vieron obligados a adoptar nuevas dietas y formas de vida por
completo diferentes. El espíritu cooperador de nuestra especie —nuestro
ingenio y capacidad para trabajar en grupo— nos llevaron a torcer por el
carril rápido de la evolución.
Las secciones del genoma humano más rápidas en cambiar han sido las
que regulan el funcionamiento del sistema inmune y el cerebro. En vista del
papel que el asco juega en la coordinación de nuestras defensas física y
conductuales contra la infección, es razonable pensar que las partes del
cerebro vinculadas a la emoción sufrieran una remodelación significativa
cuando se produjo la aparición de la civilización.
El argumento resulta todavía más convincente si pensamos que grandes
porcentajes de la población fueron diezmados por la peste y otras plagas
durante ese mismo período. La selección natural seguramente favoreció de
forma insistente a quienes creían en Dios o, como mínimo, eran
concienzudos en el seguimiento de las doctrinas religiosas que protegían su
salud. Lo que es más, posiblemente favoreció la supervivencia de los
individuos con mentalidad punitiva, esto es, los proclives a castigar con
dureza a todo aquel que quebrantara las reglas de la sociedad. Y cuando la
agricultura dio paso a la industria, provocando una masiva emigración de
las alquerías a las fábricas y concentrando a mayor número de personas que
nunca en barriadas enormes y míseras, es de suponer que estas presiones no
hicieron más que intensificarse.

Nadie sabe con certeza en qué momento y cómo el asco terminó por
integrarse en nuestro sistema ético, pero no hay dudas de que su influencia
en la sociedad ha sido del tipo transformador. Sin esta poderosa emoción
que a todos nos mantiene disciplinados, nuestra especie no hubiera podido
conseguir tanto como ha logrado. De forma milagrosa, el asco nos ha
llevado a cooperar sin necesidad de levantar el puño; de hecho, sin
necesidad de propinar ni el más ligero cachete, muchas veces. Ha tenido
muy positivos efectos por su simple capacidad para avergonzar y aislar a
aquellos cuyos actos perjudican al grupo.
Es la razón por la que algunos pensadores han llegado a considerar que el
asco es un regalo que Dios nos ha brindado. Leon Kass, responsable del
consejo asesor sobre bioética durante la presidencia de George W. Bush,
considera que tendríamos que hacer caso a «la sabiduría de la repugnancia»,
a esa vocecilla en nuestro interior que nos advierte de que estamos
pasándonos de la raya en el plano moral416. En un artículo publicado por la
revista New Republic, Kass instaba a los lectores a prestar atención a sus
propias voces interiores escandalizadas por prácticas como la clonación
humana, el aborto, el incesto y la zoofilia. La repugnancia, escribió, «alza
su voz para defender el núcleo fundamental de nuestra humanidad. Las
almas que han olvidado cómo estremecerse de asco son unas almas vacías».
No es preciso decir que Pizarro tiene un concepto del asco bastante
menos complaciente, y no sin motivos. Como hemos visto, el asco puede
conseguir que te sientas cómodo con tus prejuicios, justificar la
estigmatización de inmigrantes, homosexuales, los sintecho, los obesos y
otros grupos vulnerables. No solo eso, sino que nuestra natural repugnancia
a la enfermedad ha alimentado la idea de que la dolencia es el castigo que
Dios nos inflige por nuestros pecados, una concepción que sigue
persistiendo en el mundo entero, por mucho que la moderna medicina haya
hecho progresos espectaculares.
Nuestros cerebros también son proclives a considerar que los incitadores
primarios de asco como la sangre o el semen son agentes del mal. En
muchas culturas, la mujer que ha sido violada es tratada como una
pecadora. Está manchada, es sucia, ya no es virtuosa ni tiene valor. Ningún
hombre va a estar con ella porque ha sido corrompida por el crimen de otro
hombre. El hecho de que la mujer menstrúe ha alimentado todavía más las
llamas de la misoginia, porque muchas veces se considera que esta «mala
sangre» es una maldición de Dios, la prueba de la inferioridad moral de la
fémina. En muchas culturas, las mujeres con el ciclo son confinadas a
estancias aparte, para que no contaminen a las demás. Los judíos ortodoxos
tienen prohibido sentarse en una silla que haya estado ocupada por una
mujer con el período417. Los hindúes han de bañarse y cambiarse de ropas
si entran en contacto con una mujer en este estado «impuro». Incluso en
regiones más seculares, muchas parejas —tanto el hombre como la mujer—
consideran que es inadecuado mantener relaciones sexuales cuando la mujer
tiene la regla. En vista de cómo el asco influye en nuestro entendimiento,
nada resulta más fácil que considerar que las mujeres son contaminantes al
tiempo que moralmente repelentes, por lo que se merecen tener menos
derechos que los hombres.
Desde el punto de vista legal, el asco también es problemático, y no tan
solo por las implicaciones racistas inherentes a unas mentes que identifican
la piel oscura con la contaminación y el pecado418. El asco nos lleva a
pensar que los crímenes sangrientos son los más repelentes de todos, por lo
que merecen ser castigados de forma implacable. En consecuencia, el
asesino que rebana el pescuezo a su víctima seguramente recibirá una
condena más severa que quien mata con mayor elegancia; por ejemplo,
vertiendo un poco de arsénico en una taza de té o asfixiando a su víctima
con una almohada. Está claro que un cadáver nunca resulta bonito, pero un
cuerpo intacto suele ser más fácil de digerir por un jurado que otro cubierto
de sangre y hecho pedazos.
A Pizarro le deja perplejo la lógica de castigar más duramente el crimen
horripilante que el ejecutado con limpieza. «La cuestión tiene truco —dice
—. ¿Es posible que el fiscal exhiba las desagradables fotos del asesinato
antes de que se emita el verdicto? —Como subraya, tales imágenes nada
tienen que ver con el hecho de que el acusado cometiera el crimen o no—.
El juez siempre puede decir al jurado que no se deje influir por esas
fotografías —agrega—. Pero con eso no basta. Sería estupendo que los
seres humanos funcionásemos de ese modo, pero es imposible borrar según
qué cosas de la mente».
De modo todavía más inquietante, un estudio hecho con personas que
hacían de miembros de un falso jurado puso de relieve que los más
susceptibles al asco eran los más inclinados a considerar que unas pruebas
inconcluyentes bastaban para demostrar intencionalidad criminal, a
sentenciar a unas penas mayores y a dar por sentado que el sospechoso era
del tipo avieso419. En comparación con sus pares no tan fácilmente
asqueados, también eran más propensos a exagerar la incidencia de la
criminalidad en sus propios lugares de residencia. Un estudio parecido en el
que tomaron parte estudiantes de Derecho, cadetes del cuerpo de policía y
especialistas forenses también determinó que la susceptibilidad al asco
estaba en correlación con la tendencia a juzgar el delito con mayor
severidad y a castigar a los perpetradores con penas más largas de cárcel420.
A esta vinculación ni siquiera escapaban los especialistas forenses
veteranos, más que acostumbrados a ver imágenes del tipo pavoroso. Por
decirlo en dos palabras, a los fiscales les conviene contar con unos jurados
con marcada sensibilidad al asco, mientras que a los abogados defensores (y
a sus representados) les vienen bien los jurados del signo opuesto.
«Más de un funcionario encargado de escoger a los miembros de un
jurado ha contactado conmigo en el pasado —explica Pizarro—, con la idea
de que les dijera qué tenían que explicar a los abogados a este respecto. La
cosa no me gustó, pues hay quien puede utilizar esta emoción para su
propio provecho, y no quiero tener nada que ver con todo eso421».
Quizá sería lógico pensar que, dado que el asco nos lleva a ser menos
tolerantes con quienes infringen las leyes, quizá haríamos bien en aceptarlo
en nuestras vidas. Pizarro no está convencido. «Tengo un programa
radiofónico por Internet con un filósofo amigo mío. Su argumentación es la
siguiente: “Si el asco te sirve para alimentar tu convicción de que, por
ejemplo, abusar sexualmente de un menor es reprobable, entonces no tengo
nada contra el asco”. Mi respuesta es: “Espero que estés en contra del abuso
de menores por muchas otras razones, y no por el simple motivo de que te
parece asqueroso”. —Eso sí, Pizarro reconoce—: Quizá no todo resulta tan
sencillo en la vida real».
Es muy posible que las personas no seamos capaces de suprimir nuestras
intuiciones morales, pero a Pizarro le gustaría que afrontásemos estos
sentimientos apelando a la razón y a la lógica. La toma de una decisión
ética —por ejemplo, que hay que abolir la esclavitud o que resulta cruel
matar a animales para comerlos— puede precisar de una ardua, prolongada
labor intelectual previa, pero Pizarro cree que, con el paso del tiempo,
nuestros nuevos valores pueden convertirse en automáticos e intuitivos422.
Si, en el momento de tomar decisiones de tenor moral, fuera más
frecuente apelar a la razón que a la emoción, ¿el debate político estaría
menos polarizado? «Pensamos que los puntos de vista éticos divergen
enormemente entre los individuos y entre las culturas, pero la verdad es que
hay muchísimos puntos de acuerdo —responde Pizarro—. La mayoría de
las personas piensan que el asesinato, la violación, el robo, la mentira y el
juego sucio son reprobables. Más interesante resulta ver en qué divergen.
Estas diferencias precisas se han convertido en caldo de cultivo para la
retórica y el insulto políticos». Mi interlocutor subraya que las personas
suelen colisionar en lo referente a las constumbres sexuales y otros aspectos
sociales estrechamente ligados a la transmisión de la enfermedad.
Afirmación cuyo potencial es enorme: ¡son los parásitos los que provocan
que estemos divididos! De modo que si consiguiéramos erradicar a los
peores de ellos y atenuar nuestro asco, las actitudes quizá cambiarían y el
debate político no sería tan enconado.
Por supuesto, esta última argumentación es de una simplicidad absurda.
El aborto te puede parecer abominable si eres propenso al asco, pero, en lo
fundamental, esta tan polémica cuestión tiene que ver con si crees que se
trata de un asesinato o no. La oposición a los derechos para los
homosexuales puede nacer de la convicción de que los niños crecerán mejor
en una familia tradicional encabezada por un hombre y una mujer, y no de
la repugnancia sentida al pensar en el sexo anal. La hostilidad hacia los
inmigrantes en gran parte tiene que ver con la inquietante posibilidad de
que estén robando puestos de trabajo a los ciudadanos de tu país o por
consideraciones de seguridad, y no con miedos de que vayan a enfermar a
la gente. ¡No todo se reduce a los parásitos!
Hecha esta advertencia, te invito a explorar una idea todavía más
asombrosa. Es posible que hayamos subestimado el influjo político de los
parásitos. Es posible que estén presentes en todo cuanto pensamos sobre el
mundo. Es posible que sea necesario enseñar la geopolítica desde el punto
de vista de un parásito.
375. David Pizarro, entrevista con la autora, 20 abril 2015.

376. Jonathan Haidt, The Righteous Mind: Why Good People Are Divided by Politics and
Religion (Pantheon, Nueva York, 2012), edición Kindle, capítulo 2.

377. Entrevista con Pizarro.

378. G. Miller, «The Roots of Morality», Science 320 (9 mayo 2008).

379. T. G. Adams, P. A. Stewart y J. C. Blanchar, «Disgust and the Politics of Sex: Exposure to
a Disgusting Odorant Increases Politically Conservative Views on Sex and Decreases Support
for Gay Marriage», PLoS One 9, número 5 (2014): e95572, doi:
10.1371/journal.pone.0095572. Véase también Haidt, The Righteous Mind e Y. Inbar y D.
Pizarro, «Pollution and Purity in Moral and Political Judgment», en Advances in Experimental
Moral Psychology: Affect, Character, and Commitments, ed. J. Wright y H. Sarkissian
(Continuum, Londres, 2014), p. 121.

380. Maidt, The Righteous Mind, capítulo 3.

381. Adams, Stewart y Blanchar, «Disgust and the Politics of Sex».

382. M. Schaller, D. R. Murray y A. Bangerter, «Implications of the Behavioural Immune


System for Social Behaviour and Human Health in the Modern World», Philosophical
Transactions of the Royal Society B 370 (2015): p. 4, http://dx.doi.org/10.1098/rstb.2014.0105.

383. Adams, Stewart y Blanchar, «Disgust and the Politics of Sex».

384. E. G. Helzer y D. A. Pizarro, «Dirty Liberals! Reminders of Physical Cleanliness


Influence Moral and Political Attitudes», Psychological Science 22, número 4 (2011): 517.

385. Entrevista con Pizarro.

386. Y. Inbar, D. A. Pizarro y Paul Bloom, «Conservatives Are More Easily Disgusted Than
Liberals», Cognition and Emotion 23, número 4 (2009): p. 720,
http://dx.doi.org/10.1080/02699930802110007. Véase también Y. Inbar et al., «Disgust
Sensitivity, Political Conservatism and Voting», Social Psychological and Personality Science
5 (2012): pp. 537-544, y D. R. Murray y M. Schaller, «Threat(s) and Conformity
Deconstructed: Perceived Threat of Infectious Disease and Its Implications for Conformist
Attitudes and Behavior», European Journal of Social Psychology 42 (2012): p. 181, doi:
10.1002/ejsp.863.
387. Kevin B. Smith et al., «Disgust Sensitivity and the Neurophysiology of Left-Right
Political Orientations», PLoS One 6, número 10 (octubre 2011): e25552. Véase también
Nicholas Kristof, «Our Politics May Be All in Our Head», New York Times, 13 febrero 2010.

388. Douglas R. Oxley et al., «Political Attitudes Vary with Physiological Traits», Science 321,
número 19 (19 septiembre 2008): pp. 1667-1670.

389. Haidt, The Righteous Mind, capítulo 12.

390. C. J. Brenner e Y. Inbar, «Disgust Sensitivity Predicts Political Ideology and Policy
Attitudes in the Netherlands», European Journal of Social Psychology 45 (2015): pp. 27-38,
doi: 10.1002/ejsp.2072.

391. Y. Inbar et al., «Disgust Sensitivity, Political Conservatism and Voting», p.542.

392. Peter Liberman y David Pizarro, «All Politics Is Olfactory», New York Times, 23 octubre
2010.

393. Gary D. Sherman y Gerald L. Clore, «The Color of Sin: White and Black Are Perceptual
Symbols of Moral Purity and Pollution», Psychological Science 20, número 8 (2009):
pp. 1019-1025. Véase también W. Herbert, «The Color of Sin – Why the Good Guys Wear
White», Scientific American (1 noviembre 2009).

394. Gerald L. Clore, entrevista con la autora, 30 diciembre 2015.

395. Rachel Herz, That’s Disgusting: Unraveling the Mysteries of Repulsion (W. W. Norton,
Nueva York, 2012), pp. 63-65.

396. C. T. Dawes et al., «Neural Basis of Egalitarian Behavior», Proceedings of the National
Academy of Sciences 109, número 17 (24 abril 2012): pp. 6479-6483, doi:
10.1073/pnas.1118653109. Véase también Roger Highfield, «The Robin Hood Impulse»,
Telegraph, 11 abril 2007.

397. Valerie Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat: The Science Behind Revulsion
(University of Chicago Press, Chicago, 2013), edición Kindle, capítulo 5.

398. F. Kodaka et al., «Effect of Cooperation Level of Group on Punishment for Non-
Cooperators: A Functional Magnetic Resonance Imaging Study», PLoS One 7, número 7 (julio
2012): e41338, doi: 10.1371/journal.pone.0041338.

399. Sandra Blakeslee, «A Small Part of the Brain, and Its Profound Effects», New York Times,
6 febrero 2007.

400. J. S. Borg, D. Lieberman y K. A. Kiehl, «Infection, Incest, and Iniquity: Investigating the
Neural Correlates of Disgust and Morality», Journal of Cognitive Neuroscience 20, número 9
(2008): pp. 1529-1546.

401. K. A. Kiehl y J. W. Buckholtz, «Inside the Mind of a Psychopath», Scientific American


Mind 21, número 4 (septiembre-octubre 2010): pp. 22-29. Véase también Kent A. Kiehl,
entrevista con la autora, 12 agosto 2015.

402. Entrevista con Kiehl; Herz, That’s Disgusting, capítulo 3.

403. Ibid.

404. Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 4.

405. Valerie Curtis, entrevista con la autora, 1 julio 2013.

406. Haidt, The Righteous Mind, capítulo 9; véase también Curtis, Don’t Look, Don’t Touch,
Don’t Eat, capítulo 5.

407. Entrevista con Curtis.

408. Haidt, The Righteous Mind, capítulo 9.

409. Entrevista con Curtis.

410. Jonathan Hawks, entrevista con la autora, Madison, Wisconsin, 12 febrero 2012.

411. Thomas et al., «Can We Understand Modern Humans Without Considering Pathogens?»,
Evolutionary Applications 5, número 4 (junio 2012): pp. 368-379.

412. Jared Diamond, Guns, Germs, and Steel (W. W. Norton, Nueva York, 1997), p. 210.

413. John Durant, The Paleo Manifesto: Ancient Wisdom for Lifelong Health (Harmony, Nueva
York, 2013), edición Kindle, capítulo 4.

414. Haidt, The Righteous Mind, capítulo 5.


415. K. McAuliffe, «Are We Still Evolving?», Discover, marzo 2009. p. 200.

416. Leon Kass, «The Wisdom of Repugnance», New Republic, 2 junio 1997.

417. Herz, That’s Disgusting, pp. 171-172.

418. Entrevista con Pizarro.

419. E. J. Horberg et al., «Disgust and the Moralization of Purity», Journal of Personality and
Social Psychology 97, número 6 (2009): p. 965.

420. L. van Dillen y G. Vanderveen, «Moral Integrity and Emotional Vigilance», conferencia
impartida en el congreso bianual de la International Society for Research on Emotion, 8-10
julio 2015, http://affective-sciences.org/isre2015/sites/default/files/van%20Dillen.pdf.

421. Entrevista con Pizarro.

422. C. Helion y D. Pizarro, «Beyond Dual-Processes: The Interplay of Reason and Emotion in
Moral Judgment», en Springer Handbook for Neuroethics, ed. Jens Clausen y Neil Levy
(Springer Reference, Nueva York, 2015).
12
La geografía del pensamiento

¿
Eres de los que anteponen el bienestar de tu comunidad a tu propia
felicidad personal?
Hace decenios que los sociólogos se sienten perplejos por el
notable contraste entre las respuestas procedentes de una u otra región del
mundo. Los residentes en Norteamérica y Europa son más proclives a
considerarse a sí mismos como dotados de autonomía y responsables de su
propia felicidad y éxito personales423. Es la mentalidad del individualista
duro y valiente, reverenciado en Estados Unidos. Por contraste, en extensas
áreas de Asia —sobre todo en India, Pakistán y China— se hace hincapié
en el colectivo, y la cohesión y armonía grupales tienen precedencia sobre
las aspiraciones del individuo. Y esta actitud no es exclusiva de los
asiáticos. Las regiones ecuatoriales de Sudamérica y África son las que más
alta puntuación sacan en un cuestionario estándar destinado a medir las
preferencias del tipo colectivista. El lugar que una sociedad ocupa en el
espectro que discurre entre colectivismo e individualismo a su vez tiene
correlación con una serie de otros rasgos, desde los valores religiosos y las
opiniones políticas hasta las actitudes hacia los extraños.
En 2007, Randy Thornhill, biólogo en la Universidad de Nuevo México,
y su alumno de posgrado Corey Fincher se esforzaron en esclarecer los
orígenes de esta tan importante división cultural. A lo largo de los años, las
ciencias sociales habían recurrido a un batiburrillo de teorías para
explicarla; muchas de ellas se centraban en idiosincrasias históricas,
desarrollos económicos y formas de ganarse el sustento. Pero los biólogos
no se sentían satisfechos con tales argumentaciones. Ninguna explicaba por
qué el sinfín de características que definen cada perspectiva cultural
llegaron a agruparse en primera instancia. Lo que les llevó a pensar, según
recuerda Fincher: «¿Sería posible explicar las personalidades y los puntos
de vista basándonos en la selección natural o la historia de la evolución?
¿Qué aspectos de un entorno podrían facilitar el desarrollo de una
personalidad precisa?»
Les llamó la atención la concentración de culturas colectivistas en torno
al Ecuador, conocido por ser un hervidero de parásitos. Nuestra
vulnerabilidad a la infección, observaron, determina diversos aspectos de la
cultura: hasta qué punto gusta la comida picante, por ejemplo, o hasta qué
punto es importante la belleza física del cónyuge, que en gran parte es el
marcador de un sistema inmunológico robusto. Si los parásitos pueden
influir en nuestras costumbres y estética, razonaron, quizá también pueden
ejercer su influjo sobre nuestro temperamento y nuestros valores.
Mientras se aprestaban a poner a prueba esta intuición, sin que ellos lo
supieran, otro grupo de investigadores estaba operando en un frente
paralelo, empujado por otra línea de razonamiento. Al frente de este equipo
estaba alguien a quien ya conocemos, el psicólogo canadiense Mark
Schaller, el que encontró que la gente alberga mayores prejuicios contra los
venidos de fuera tras mirar fotos que evocan la amenaza de la enfermedad
infecciosa424. Siguiéndole los pasos, otros psicológos habían mostrado que
los sujetos se volvían más reticentes y menos osados en el plano sexual
después de que los llevaran a pensar en los gérmenes. Inspirados por tales
observaciones, Schaller y su colega Damian Murray decidieron explorar si
estas breves modificaciones del temperamento inducidas en el laboratorio
pudieran ser unas características duraderas en lugares donde la enfermedad
parasitaria es una amenaza cotidiana. Con esta finalidad, recurrieron a dos
nuevas bases de datos disponibles, creadas por los numerosos grupos
científicos que trabajan para dos iniciativas de envergadura: el proyecto
internacional para la descripción de la sexualidad, así como el proyecto de
perfiles de personalidad de las culturas.
Al superponer tales datos con antiguos atlas de las enfermedades, Schaller
y Murray descubrieron un patrón fascinante, que se ajustaba como un
guante a los resultados experimentales425. En aquellas áreas donde
históricamente se ha dado una alta incidencia de infección, las personas
suelen ser más introvertidas y menos proclives a buscar experiencias
novedosas. Las mujeres y, en menor medida, los hombres de estas regiones
dicen llevar una vida sexual del tipo restringido: esto es, tienen menor
número de acompañantes sexuales a lo largo de la vida y creen que el sexo
es prerrogativa de las parejas estables y comprometidas. En pocas palabras,
no se acuestan fácilmente con otros y tienden a seguir unos códigos de
conducta tradicionales que pueden ser útiles como protección contra la
enfermedad, ya estemos hablando de lavarse las manos antes de la oración,
de saludar con una reverencia en lugar de con un apretón de manos y de
casarse nada más que en el seno del propio grupo religioso.
Schaller y Murray se dijeron que estas características parecían formar
parte de un conjunto más amplio de valores, que podríamos llamar
colectivismo426. La adhesión a las convenciones y la desconfianza hacia las
costumbres foráneas son rasgos bien conocidos de las sociedades
colectivistas. ¿Cabía la posibilidad de que la evitación de la enfermedad
fuera una función pasada por alto de dicho sistema de creencias?
Cuando se disponían a poner a prueba esta teoría recibieron una llamada
de Thornhill, quien acababa de enterarse de su trabajo por medio de una
colega que había asistido a una reciente conferencia de ambos. Thornhill y
su alumno de posgrado estaban haciendo una investigación muy parecida y
tenían ideas coincidentes. ¿Sería posible aunar fuerzas?
«Me quedé con la boca abierta —recuerda Schaller—. Estamos hablando
de unas cosas que no están claras y que son un tanto extravagantes. Y de
pronto me encontré con que había otro grupo que estaba viniendo a estudiar
lo mismo exactamente. —No solo eso, sino que sus respectivas
especializaciones se complementaban de maravilla—. Ellos procedían de la
perspectiva de la ecología y sabían mucho sobre la propagación de las
enfermedades. Nosotros estábamos abordando la cuestión desde una
perspectiva de psicólogos y sabíamos cómo los patógenos influían en la
conducta».
Por si todo esto fuera poco, cada uno de los grupos había desarrollado sus
propias mediciones complementarias para evaluar la prevalencia de
enfermedades infecciosas. Thornhill y Fincher habían recopilado datos
procedentes de 98 países y recogidos en fuentes contemporáneas como la
base de datos global sobre enfermedades infecciosas y epidemiología.
Schaller y Murray habían peinado antiguos atlas médicos para determinar
en qué puntos del globo se había dado mayor incidencia de la enfermedad
contagiosa en el pasado. Si colaboraban, estarían en disposición de poner a
prueba su teoría basándose en dos conjuntos distintos de datos, lo que era
muy importante si los niveles históricos de enfermedad efectivamente
tenían más fuerte correlación con el colectivismo que los actuales niveles de
dolencia, como todos ellos proponían.
Los resultados sugirieron que su idea «extravagante» posiblemente no lo
era tanto427. Los niveles elevados de enfermedad contagiosa resultaron ser
un pronosticador muy fiable del colectivismo. Y justo lo que suponían, el
vínculo era más estrecho en todas aquellas regiones con una historia de
graves infestaciones parasitarias. La correlación se mantuvo incluso
después de introducir variables estadísticas como la pobreza, la densidad de
la población y la esperanza de vida. «No estamos diciendo que cada persona
en Estados Unidos es individualista o que cada chino es colectivista —
matiza Fincher—. Hay tremendas diferencias en el seno de cualquiera de
las poblaciones estudiadas. Estamos refiriéndonos a una prevalencia relativa
—a unos valores promedio— que permite percibir la existencia de
diferencias entre las naciones428.»
Los investigadores dieron a esta teoría el nombre de «modelo de
gregarismo vinculado al influjo de los parásitos», y dos de ellos —Fincher y
Thornhill— pronto pasaron a examinar si el patrón detectado a escala
internacional se sostenía en Estados Unidos. Y sí, pronto descubrieron que
los estadounidenses más colectivistas de todos residían en los estados
precisos —en el Sur profundo, casi todos ellos— que las autoridades
sanitarias describían como con mayor nivel de enfermedades infecciosas.
Crecido en Alabama durante los años cuarenta, Thornhill no se
sorprendió al ver que los sureños mantenían más estrechos lazos familiares
y efectuaban una clara distinción entre «ellos» y «nosotros»429. En los
primeros decenios del siglo , se consideraba que los sureños eran mucho
menos productivos que los norteños, y con el tiempo se descubrió que tan
bajos rendimientos tenían origen en los niveles epidémicos del helminto,
parásito intestinal que había convertido en anémicos a muchos de los
pobladores de dichos estados. Por entonces, el Sur también sufría los
estragos de la malaria, problema que exigió el drenaje de zonas pantanosas
y otras iniciativas de envergadura para ponerlo bajo control. Thornhill opina
que la combinación de estos factores puede explicar por qué en la región
hoy día sigue prevaleciendo la mentalidad de clan, en medida mucho mayor
que en el resto del país. Según afirma, los vestigios de este etnocentrismo
llegan a abarcar los propios dialectos locales. La expresión Y’all fue creada
en el Sur estadounidense durante el siglo y no es una contracción de
you («vosotros») y de all («todos»), como muchos piensan. Es posible que
hoy se emplee en este sentido, pero en su momento era una forma
lingüística de denotar el círculo o clan que rodeaba al individuo, la familia
extendida y los amigos íntimos. Los lenguajes en los que es frecuente la
elisión de los pronombres de primera y segunda persona («yo» y «tú»)
suelen corresponderse con culturas colectivistas. En las culturas
individualistas, la gente pronuncia mucho la palabra «yo». Se trata de una
tendencia muy general, pero considerada como válida en numerosos países.
La idea de que un fenómeno particular —la adaptación psicológica de
nuestra especie al estrés causado por los parásitos— puede conformar
culturas enteras puede parecer simplista, pero muchos científicos están
abiertos a dicha teoría. Pizarro, el psicólogo de Cornell, se cuenta entre
ellos430. «El trabajo de estos científicos me resulta fascinante —dice—.
Creo que están enfocando esta cuestión de la mejor manera posible».
Steven Pinker, psicólogo evolutivo y autor de libros tan vendidos como The
Blank Slate y The Better Angels of Our Nature, coincide con Pizarro: «Diría
que estamos ante una teoría que merece ser investigada a fondo431.»
Como es natural, la hipótesis también tiene sus detractores. La crítica más
extendida argumenta que la existencia de una correlación entre el estrés
inducido por parásitos y el colectivismo no demuestra que el uno fuera
causante del otro432. En lo referente a algo tan complejo y polifacético
como la cultura, seguramente resulta muy difícil dar con otros factores no
detectados pero que bien pudieran explicar tal asociación.
Los creadores de la teoría son muy conscientes de esta posibilidad, y
aunque el problema no tiene fácil solución, han encontrado formas de
someter sus ideas a un escrutinio más riguroso. Por poner un ejemplo, se
han basado en su modelo para generar numerosas predicciones novedosas y
ponerlas a prueba acudiendo a importantes conjuntos de datos procedentes
de muchos ámbitos de las ciencias sociales. Según indican, la hipótesis por
el momento se sostiene al ser vinculada a todos estos factores. Lo que es
más, sus últimos descubrimientos les llevan a pensar que dicha explicación
abarca bastantes más cosas que las sospechadas en un principio.
¿Vives en una democracia o bajo una dictadura despótica? ¿Eres
profundamente religioso? ¿Las mujeres de tu país tienen los mismos
derechos que los hombres? ¿La guerra suele estallar con frecuencia a tu
alrededor? Thornhill y Fincher piensan que el estrés originado por los
parásitos tiene relevancia directa en las respuestas a tales preguntas.
Los científicos no se han limitado a mirar las cifras para apuntalar su
hipótesis, sino que también han acudido a los resultados de estudios hechos
en el terreno433. Dichos estudios muestran que los parásitos son unos seres
que tienen sus caprichos, acaso comparables a las orquídeas en un
invernadero. De forma particularmente acusada en los trópicos, prosperan
mejor en condiciones muy precisas de humedad y temperatura. Dispersas
por rincones de Perú y Bolivia, por ejemplo, hay 124 cepas genéticamente
distintas del parásito humano Leishmania braziliensis. Los habitantes de
estas regiones están bien adaptados para coexistir con tan solo algunas de
estas cepas. De modo que si se alejan en demasía de sus lugares de
residencia pueden encontrarse con cepas novedosas capaces de enfermarlos
o matarlos. Si un venido de fuera se integra en una población, sus gérmenes
pueden ser letales para los vecinos, y a la inversa. Si el mencionado
forastero consiguiera mantener relaciones sexuales con alguien de la
población, los hijos resultantes tendrían los genes del venido de fuera y sus
sistemas inmunológicos tendrían mayor dificultad para combatir las
enfermedades locales.
Thornhill y Fincher consideraban que estas razones podrían explicar por
qué las personas en las regiones cálidas infestadas de parásitos son más
reticentes a casarse con alguien ajeno a la propia comunidad. Y por qué
desarrollan toda suerte de idiosincráticos marcadores de la identidad
comunal —dialectos únicos, prácticas religiosas, costumbres culinarias,
formas de vestir, joyas, música y demás—, unos marcadores que permiten
que cada grupo distinga entre «ellos» y «nosotros». En pocas palabras, la
teoría predice que las regiones atiborradas de parásitos tienden a favorecer
el espíritu del terruño y un paisaje social balcanizado, esto es, dividido por
religiones y lenguas, entre otras barreras sociales.
Fue justamente lo que encontraron. También descubrieron que los
habitantes de estas zonas son más devotos de su fe, atendiendo al número
de veces que rezaban por semana, al número de servicios al que asistían y
otros muchos indicadores propios de la etnografía. Por contraste, el ateísmo
florece allí donde hay poca infestación parasitaria.
«Los estudiosos de las religiones están muy interesados en conocer el
grado de compromiso religioso, pero son incapaces de predecir qué países
van a ser más religiosos atendiendo a los actuales paradigmas —explica
Thornhill—. Y es que sus teorías no son demasiado rigurosas. Tienden a
pensar, por ejemplo, que eres religioso porque tus padres así te lo han
inculcado»434. Por su parte, él y Fincher han descubierto que los datos
epidemiológicos son un indicador fiable de las zonas en las que el
sentimiento religioso va a estar más extendido. Y cuanto más barrocos sean
los sagrados rituales de una religión y mayores sean sus exigencias para con
los fieles, mejor le irá a la hora de mantener a sus feligreses estrechamente
unidos y alejados de los miembros de otras sectas y sus parásitos.
Convencidos de que su hipótesis podía abarcar todavía más aspectos, se
dijeron que en las zonas cálidas llenas de parásitos, las presiones para
ajustarse a las convenciones sexuales y vinculadas a la higiene
posiblemente generarían intolerancia contra quienes se desviasen de la
norma. Las tradiciones son sagradas, y es necesario obligar a su
cumplimiento, de forma estricta, lo que lleva a la aparición de sociedades
jerarquizadas. Las personas se acostumbran al sometimiento a las reglas y a
reverenciar a la autoridad, por lo que con el tiempo toleran menos la
disidencia. Estamos refiriéndonos a las condiciones precisas que pueden
favorecer el establecimiento de regímenes represivos.
Con intención de poner esta teoría a prueba, los científicos accedieron al
índice democrático, al índice de los derechos humanos y a otras escalas de
acceso público que sitúan a los países en el espectro que va de la
democracia a la autocracia basándose en factores como la participación
electoral, las libertades civiles, la distribución de la riqueza y la igualdad
entre los sexos435. Una vez más, los resultados confirmaron su teoría: era
más frecuente que los países sometidos a fuerte estrés de origen parasitario
estuvieran bajo control de dictadores, que la desigualdad entre los sexos
resultara marcada y que la riqueza estuviera concentrada en manos de una
pequeña clase de carácter elitista. A la inversa, en los países con menor
índice de enfermedad infecciosa había mejor distribución de la riqueza,
mayor igualdad entre hombres y mujeres y bastantes más derechos
individuales. En su gran mayoría se trataba de democracias.
Si hemos de creer a Thornhill y Fincher, la angustia por los parásitos
provoca una desconfianza hacia los extraños que resulta en homicidios,
fuertes disensiones internas y la división de la sociedad por raza y por clase.
Encontraron datos que así lo confirmaban allí donde mirasen, o poco
menos436. «¿Quién iba a pensar que los parásitos tendrían que ver con el
colectivismo, los rasgos de la personalidad, las convicciones políticas, la
religiosidad y las disensiones entre la población civil? Nos conformábamos
con que nuestra teoría resultase cierta en lo tocante al colectivismo y el
individualismo; ni sospechábamos que estábamos ante un fenónemo tan
extendido e importante437».
Para lo que suele ser habitual en la ciencia, Thornhill hace gala de cierto
gusto por la provocación. Este biólogo, entre cuyos numerosos méritos se
cuenta el importante trabajo sobre las costumbres de apareamiento de los
insectos efectuado al principio de su carrera profesional, tiene fama de ser
una especie de malote del mundo académico, una persona que no tiene
miedo a meterse en cuestiones polémicas. Lo que a veces le ha causado
disgutos438. En 2000 provocó una gran controversia con la publicación de
su libro A Natural History of Rape, escrito a medias con el antropólogo
Craig T. Palmer. En sus páginas, Thornhill y Palmer argumentaban que para
entender bien el fenómeno de la violación era necesario observar el
contexto evolutivo y negaban la idea de que este crimen nunca tiene
motivación sexual. Cosa que no gustó a quienes consideraban que
sencillamente era un comportamiento de agresión y alegaron que la tesis de
Thornhill y Palmer venía a justificar tan imperdonable crimen, que los
violadores ahora podrían excusarse ante el tribunal de turno diciendo que
fueron los genes los que le impulsaron a cometer el abominable crimen. No
era eso lo que los dos estudiosos querían decir, como explicaron en detalle
en una emisión del programa Today y muchos otros espacios de televisión.
Sin embargo, el escándalo suscitado fue suficiente para que a Thornhill le
llegaran numerosas amenazas de muerte. Durante el momento más álgido
de la polémica, se vio obligado a circular por el campus con protección de
guardias jurados pertrechados con armas de fuego.
La teoría del estrés suscitado por los parásitos todavía no ha llegado al
gran público, así que, de momento por lo menos, los debates al respecto
tienen lugar en tono sosegado y sin salir del ámbito académico. «Todavía no
me han enviado las oportunas amenazas de muerte», bromea. En todo caso,
su propensión a hacer afirmaciones tajantes, con pocas matizaciones, indica
que Thornhill sigue estando más que dispuesto a ejercer de provocador y a
asumir todas las consecuencias.
Schaller y Murray han adoptado un tono más cauteloso —Schaller dice
que tiene «cierta confianza» en determinados aspectos del modelo— y
centrado su investigación en áreas más concretas, las que mejor conocen
personalmente. Schaller me cuenta que la religión y las guerras civiles
escapan a su jurisdicción. Si bien tiene curiosidad por muchas de las
direcciones que Thornhill y Fincher han recorrido en su labor, confía más
en los datos que Murray y él han estado recopilando y analizando, sobre la
cuestión precisa del autoritarismo439.
Han investigado su vinculación con el miedo a los parásitos valiéndose de
un método distinto al usado por Thornhill y Fincher. En lugar de efectuar un
análisis país por país, se han concentrado en 90 sociedades de pequeña
escala y culturalmente bien diferenciadas, para eludir el posible sesgo
inspirado por unas regiones con una misma historia en común440. Por poner
un ejemplo, hay países que quizá no son democráticos no porque tengan
baja incidencia de enfermedades contagiosas, sino porque sus habitantes
son de procedencia mayoritariamente europea y han importado el sistema
de valores propio del continente de origen. ¿La prevalencia de los
patógenos sigue anticipando gobiernos autocráticos en sociedades que
apenas tienen historia en común? Han encontrado que sí. También llevaron
a cabo otro estudio basado en una medición más concreta del autoritarismo
que la procedente de unos cuestionarios psicológicos441. Se interesaron en
averiguar cuántas personas en una sociedad eran diestras, con el
razonamiento de que las culturas intolerantes de la individualidad
seguramente ejercerían mayores presiones sobre los nacidos zurdos para
que se acostumbraran a manejarse con la mano derecha. Si los altos
porcentajes de infección sustentan los valores autoritarios, en las áreas
donde los parásitos son endémicos tendría que haber mayor número de
personas diestras, o tal se dijeron. Fue exactamente lo que encontraron.
«Los sistemas de valores tienen unos costos y unos beneficios que varían
en función de la prevalencia de los patógenos —explica Schaller—. El
costo de ser un individualista a ultranza, del tipo fomentado en los países
occidentales, puede ser superior a los beneficios en regiones donde abundan
los patógenos. Y puede suceder a la inversa en los lugares donde hay
escasos patógenos442.» En estos últimos lugares, amplía, hacer las cosas de
modo distinto y pensar con originalidad acostumbra a estar mejor valorado,
pues se considera que son unas cualidades que favorecen la creatividad y la
innovación tecnológica.
En palabras del mismo Schaller, «hoy existen muchos indicios diferentes
que, cada uno por su lado, establecen una asociación entre la prevalencia de
los patógenos y diversos tipos de diferencias culturales»443. Sin embargo,
«resulta evidente que la fobia a los parásito no es el único factor que
interviene en la conformación de una sociedad. En el campo de las ciencias
conductuales y cognitivas tenemos una cosa muy clara: todo está
multideterminado.»
A su modo de ver, por ejemplo, sería una simplificación grotesca decir
que la religión constituye una simple defensa contra los parásitos. Incluso si
tiene esa función —«lo cual es mucho suponer», agrega—, de ningún modo
se puede afirmar que la religión apareció con esa única función precisa o
que sigue existiendo por la misma razón.
En paralelo, la diversidad lingüística, las formas de gobierno y los
estallidos de violencia sin duda son los productos de numerosos factores
geográficos e históricos, y no únicamente del estrés que nos provocan los
parásitos. (Para un análisis pormenorizado de tales factores, el lector puede
consultar el libro de Jared Diamond galardonado con el Pulitzer Guns,
Germs and Steel.) Schaller indica que el problema primordial consiste en
discernir la combinación entre todas estas variables; según intuye, pueden
pasar años antes de que lo consigamos.
También es preciso aclarar las formas en que el estrés causado por los
parásitos se traduce en puntos de vista y rasgos de la personalidad. Schaller
especula que «posiblemente se dio una distinta selección en lo referente a
los diferentes rasgos personales en las distintas culturas444. Quizá se dieron
diferentes combinaciones de alelos [variantes genéticas] vinculados a los
conductos neurotransmisores responsables del estado de ánimo y el
temperamento. Hay que andarse con cuidado por este territorio. Mis
colaboradores y yo somos todos de raza blanca y estamos diciendo que los
europeos son más tolerantes y aventureros. Lo que suena horriblemente a
mentira muy conveniente y satisfactoria. Hoy sabemos que la interacción
entre los genes y el entorno es increíblemente compleja».
Por poner un ejemplo, él y sus colaboradores especulan que las frecuentes
respuestas de asco durante la niñez pueden regular en sentido ascendente o
descendente el número de genes ligados al temperamento o la aversión al
riesgo.
Como es natural, las personas aprenden de sus culturas ciertas prácticas
destinadas a protegerlas de la infección. Las experiencias individuales —un
caso extremo sería el de presenciar la muerte de todos tus hermanos por
causa del contagio— también pueden provocar que el individuo se vuelva
hipervigilante de los gérmenes.
La causalidad puede resultar aún más complicada. El cerebro quizá
advierte que el sistema inmunológico está revolucionado por obra de unas
infecciones crónicas, conjetura Fincher, y su respuesta es la de situar la
mentalidad en un plano defensivo manifestado por el pensamiento
colectivista445.
Thornhill sospecha que el ser humano incluso puede haber desarrollado la
capacidad para leer los niveles de anticuerpos en circulación por la sangre
de otra persona, lo que le informaría sobre las concentraciones parasitarias
alojadas en los cuerpos del prójimo446.
¿Está hablando de un sexto sentido?, pregunto.
«Es posible que existan entre siete y quinientos sentidos que permiten al
cerebro detectar las concentraciones y lo que dura la activación del sistema
inmunitario —es su respuesta—. Cuando miramos a una persona
recogemos información sobre su edad, sobre todos sus marcadores
hormonales, sobre la simetría de su cara y el movimiento del cuerpo; todos
estos datos nos proporcionan indicaciones muy precisas sobre la salud del
individuo en cuestión. El olor corporal también puede facilitarnos
información sobre el estado inmunológico de la persona. El cerebro puede
estar leyendo muchísimas cosas a la vez».

Mientras los arquitectos del modelo basado en el estrés provocado por los
patógenos tratan de entender los mecanismos que pudieran explicar sus
hallazgos, otros científicos están examinando en detalle los presupuestos
fundamentales que la sustentan, como la afirmación de que el repliegue en
pequeños grupos insulares (la expresión técnica para este fenómeno es
«gregarismo asortativo») ayuda a combatir la propagación de la
enfermedad. Una serie de datos procedentes de experimentos con animales
y de modelos informáticos hechos por genéticos poblacionales respaldan
esta idea, pero los científicos matizan que estos modelos nunca son mejores
que los datos que los alimentan y que dichos datos siguen siendo bastante
imprecisos447. El psicólogo evolutivo Dan Fessler subraya que los grupos
humanos casi siempre comercian entre ellos —algo que los animales
obviamente no hacen—, circunstancia que podría reducir el alcance de esta
teoría448. Los antropólogos culturales han comenzado a aportar sus propias
opiniones, y si bien muchos dan su visto bueno a aspectos del modelo, hay
bastantes que no se fían de su lógica. Por ejemplo, el antropólogo Richard
Sosis y sus colegas de la Universidad de Connecticut alegan que los
proselitistas religiosos entran en contacto con desconocidos de forma
regular y que ciertas prácticas religiosas, como el vertido ritual de sangre,
fomentan la transmisión de la enfermedad, en lugar de combatirla449. Si
bien ninguna hipótesis —y menos todavía una que pretenda tener en cuenta
todas las variables culturales— puede efectuar predicciones infalibles, estas
argumentaciones contrarias suscitan muchas dudas sobre la teoría y de
seguir acumulándose pueden hacer que se desmorone bajo su peso.
No es descartable que sus defensores terminen por ser acusados de
motivaciones políticas encubiertas, pues el modelo puede ser fácilmente
interpretado como enemigo de la religión y un grosero ataque al
colectivismo, tan estrechamente asociado a los valores conservadores.
Parece claro que los situados a la derecha del espectro político se sentirán
empujados a poner en cuestión la imparcialidad de estos investigadores.
En pocas palabras, el modelo es controvertido, y tengo la sospecha de que
lo será todavía más, después de que el debate sobre sus méritos llegue a
oídos de la opinión pública. Por su parte, a Thornhill no le inquieta la
posibilidad de irritar a otros. Tampoco tiene dudas sobre si su modelo
resistirá el escrutinio ajeno. «Hasta la fecha, los que decían que era un
modelo equivocado han resultado estar equivocados», sentencia con un
brillo malicioso en la mirada450.
Y si tienen ustedes razón, pregunto, ¿qué consecuencias habrá que
extraer?
«Si tenemos razón, lo que hay que hacer para salvar al mundo es reducir
el estrés inducido por los parásitos. Hay que empezar por ahí. Muchos
dirían que lo que hay que hacer es construir escuelas. Otros dirían que hay
que establecer instituciones económicas en estos países, para que funcionen
mejor. Nuestros datos y nuestras ideas indican que lo primordial es trabajar
sobre las enfermedades no zoonóticas [es decir, las dolencias que se
transmiten de persona a persona] y, con el tiempo, una vez que los jóvenes
hayan crecido en unos entornos mejores en lo referente a la enfermedad,
nos encontraremos con que las nuevas generaciones son de mentalidad más
tolerante. Habrá mayor productividad económica, porque ya no existirán
tantas barreras sociales. Se dará un mayor intercambio de ideas. Habrá
mayor interés por la educación… Y entonces conseguiremos salvar al
mundo.
Acorralo a Thornhill y pido que mencione el nombre de un país que sea
ejemplo de su filosofía. De inmediato contesta:
«Todo el mundo occidental, donde se ha dado una reducción gradual de la
enfermedad contagiosa. En el decenio de 1920 apareció el agua clorada. En
los años treinta aparecieron leyes que regulaban el saneamiento o el manejo
de los alimentos. Las iniciativas de este tipo se extendieron muy
rápidamente por los países occidentales, pero sin llegar a implantarse en los
no occidentales. Los antibióticos surgieron por esa misma época. En 1945
ya teníamos agua con flúor, y muchos otros países la adoptaron con rapidez.
Lo que puso punto y final a las infecciones bucales. En 1945 también
apareció el DDT, que mataba a todos los insectos portadores de la
enfermedad. La malaria pasó a la historia, y otro tanto sucedió con tantas
otras enfermedades humanas transmitidas por los insectos.
»En los años sesenta se produjo una revolución cultural: los derechos
civiles para los negros, los derechos de las mujeres, la revolución sexual…
Todo eso sucedió justo después de la eliminación de las enfermedades
infecciosas en los países occidentales. En las regiones del mundo que de
pronto eran más tolerantes. Nada de eso pasó en países que no fueran los
occidentales».
Está claro que muchos discutirán esta versión de la historia tan sesgada y
provocativa, pero si aceptamos la premisa de Thornhill, haríamos bien en
repensar los objetivos geopolíticos teniendo en mente el estrés inducido por
los parásitos. Como el devastador avance del Ébola por África occidental
dejó crudamente de relieve, gran parte del mundo en desarrollo sigue
careciendo de la infraestructura médica más rudimentaria. Hay regiones
infestadas de parásitos cuyas grandes poblaciones no tienen acceso a
hospitales, médicos, medicamentos o equipamiento quirúrgico. De forma
simultánea, los países ricos están malgastando millares de millones de
dólares en campañas —muchas veces situadas en estas mismas regiones
abandonadas— destinadas a contener guerras surgidas por odios étnicos e
intolerancia religiosa, por no hablar de las crisis de refugiados y otras
tragedias provocadas por dicha violencia. Por medio de una mayor
inversión en prevención sanitaria —o tal sostiene Thornhill—, los países
occidentales seguramente no tendrían que costear tanto gasto bélico
después. Y hasta sería posible que en último término redujeran el
sufrimiento humano de manera mucho más efectiva.
En la Universidad de Oxford, un grupo de estudiosos de la ética dirigido
por Russell Powell se muestra de acuerdo en que la teoría de la angustia por
los parásitos tiene el potencial de modificar el modo en que las naciones
desarrolladas toman decisiones de política exterior451. Si la hipótesis es la
correcta, escriben en Behavioral and Brain Sciences, es más probable que
«las intervenciones vinculadas a la enfermedad infecciosa en tal caso pasen
a tener mucho mayores consecuencias a largo plazo sobre la sociedad, la
economía y la política. Es bien sabido que las preferencias de una sociedad
pueden influir en la susceptibilidad a la dolencia contagiosa, pero pocos
habían imaginado que se diera una estructura de causalidad posibilitadora
de que las enfermedades infecciosas conformaran las preferencias
sociopolíticas».

Al principio de este libro advertí que es posible que tengamos menor


control sobre nuestras mentes de lo que suponemos, que podemos suponer
que estamos sentados al volante pero que acaso existe un pasajero invisible
que, sin que nosotros lo sepamos, guía nuestras elecciones y
comportamientos personales.
Y sí, incluso resulta posible que los pasajeros invisibles sean muchos y
que estén compitiendo por dirigir nuestro camino, entre todos ellos a la vez
incluso. A todo esto, mientras seguimos adelante, vemos unos carteles que
indican que hay peligros de algún tipo a cierta distancia. En un abrir y
cerrar de ojos, el sistema inmunológico pasa a escudriñar con desconfianza
a todos quienes nos rodean, decidiendo cómo tenemos que responder a
estos extraños: de forma cálida y amigable, llegando incluso a la práctica
del sexo, o si conviene mirarlos con mayor frialdad. Estamos hablando de
unas interacciones que, repetidas a través de los milenios y en el mundo
entero, bien pueden haber dado forma a las culturas que constituyen la
sociedad humana.
La madre de todos los manipuladores, el rey de reyes, es el ADN, el
replicador más prolífico de todos. Ha infectado a todos y cada uno de los
seres en el mundo, obligando a una larga serie de portadores a dedicar la
vida entera a extender su transmisión. Está claro que los genes pueden
empujar a los miembros de nuestra propia especie a cometer unos errores
bochornosos, como extasiarse ante personas que los tratan mal, comer en
exceso porque crecieron en un mundo de escasez o, sobre todo en la época
previa al control de natalidad, tener hijos en todos los momentos más
inoportunos de la existencia.
Esta odisea por los corazones y las mentes de los parásitos y los
portadores nos ha llevado de los genes a la geopolítica, y el salto ha sido
considerable, pero, por lo que sabemos, es posible que aún no haya
terminado. Quizá nosotros mismos somos unos organismos alojados dentro
de cierta superentidad cósmica. Lo que llamamos el universo acaso no sea
más que una burbuja de flatulencia en su monstruoso intestino gorgoteante,
y es posible que estemos absolutamente negados para entender la
complejidad y el propósito de estas entrañas, de modo similar a como la
Escherichia coli es incapaz de comprender qué es lo que mueve a un ser
humano o de sospechar lo descomunalmente prolongadas en el tiempo que
son nuestras vidas en comparación con la suya.
Llegada a este punto, no es de descartar que esté exagerando un poco. Mi
mente rebosa de ideas sobre los parásitos. Por lo que sé, en este momento
bien puedo tenerlos inscritos en el cerebro, donde están procediendo a
devorar mi cordura. La naturaleza está llena de sorpresas abominables y
maravillosas. Poco tiempo atrás, muchos se hubieran mofado de la idea de
que unos microbios escondidos en los oscuros, malolientes recovecos del
cuerpo fueran capaces de influir en nuestro comportamiento. Y pocos
hubieran podido anticipar que un parásito unicelular estaría en disposición
de obligar a una rata a cortejar a un gato.
Hay una frase hecha: «al hombre que tan solo tiene un martillo le parece
que todo son clavos». No tengo complejo en reconocer que este libro
presenta una imagen del mundo total y completamente parasitocéntrica. He
examinado todo el entero ámbito colosal de la evolución y de la historia a
través de tan reducida lente. Aunque he tratado de ser imparcial, admito que
los parásitos me tienen fascinada, por lo que no es imposible que de vez en
cuando les haya atribuido unas cualidades que no poseen. No cabe duda de
que en el pasado fueron muy desdeñados y de que sus aptitudes siguen
siendo pero que muy minusvaloradas, en especial, sus sorprendentes
poderes para controlar las mentes y los múltiples métodos de que se valen
para influir en los comportamientos tanto humanos como animales.
Esta ciencia todavía es joven y fluida. Pero los acontecimientos en el
terreno nos han llevado a un lugar de interés, pues el reconocimiento y el
examen del poder que los parásitos ejercen sobre nosotros seguramente nos
servirá para reforzar nuestro propio poder. Vale la pena meditar adónde
pueden llevarnos las respuestas a todas estas preguntas. Si los parásitos
efectivamente desempeñan un papel en las enfermedades mentales o los
accidentes de tráfico, ¿cómo podemos desalojarlos de nuestros cerebros o
derrotarlos por cualesquiera otros medios? Si los microbios en nuestros
intestinos pueden mejorar nuestro ánimo y reducir nuestros niveles de
ansiedad, ¿qué podemos hacer para sacarles mejor rendimiento en este
sentido? Si nuestro miedo al contagio está detrás de las guerras culturales y
hasta de las guerras de verdad, ¿es que no vale la pena tenerlo presente?
Somos los únicos animales que no tan solo se mueven por el instinto.
Podemos preguntarnos cómo funciona el mundo y aplicar dicho
conocimiento a la invención de medicinas prodigiosas y otras maravillas.
Podemos poner en cuestión nuestros propios valores y, si encontramos que
no nos satisfacen, podemos arriesgarnos a nadar contracorriente.
Quizá el prejuicio vaya reduciéndose a medida que más personas
aprendan a desconfiar de sus intuiciones morales y se apoyen menos en
ellas. Quizá las personas empezarán a tomar probióticos en lugar de Prozac.
Tan solo estoy segura de una cosa: los parásitos están imbricados en nuestra
psicología y en la misma estructura de nuestro ser. De hecho, tenemos más
de microbios que de humanos. Podemos confiar en que esta nueva y radical
concepción de lo que somos nos abrirá la puerta a un mundo de nuevas
oportunidades.
423. Randy Thornhill, entrevista con la autora, otoño 2008.

424. Mark Schaller, entrevista con la autora, 10 septiembre 2013.

425. M. Schaller y D. R. Murray, «Pathogens, Personality, and Culture: Disease Prevalence


Predicts Worldwide Variability in Sociosexuality, Extraversion, and Openness to Experience»,
Journal of Personality and Social Psychology 95, número 1 (julio 2008): pp. 212-221, doi:
10.1037/0022-3514.95.1.212.

426. Entrevista con Schaller.

427. C. L. Fincher et al., «Pathogen Prevalence Predicts Human Cross-Cultural Variability in


Individualism/Collectivism», Proceedings of the Royal Society B 275 (2008): pp. 1279-1285,
doi: 10.1098/rspb.2008.0094.

428. C. Fincher, entrevista con la autora, 2008.

429. Entrevista con Thornhill.

430. David Pizarro, entrevista con la autora, 20 abril 2015.

431. Steven Pinker, entrevista con la autora, 19 julio 2013 y 3 noviembre 2015.

432. Valerie Curtis, entrevista con la autora, 1 junio 2013.

433. C. L. Fincher y R. Thornhill, «Parasite-Stress Pro-motes In-Group Assortative Sociality:


The Cases of Strong Family Ties and Heightened Religiosity», Behavioral and Brain Sciences
35 (2012): pp. 62, 72-74, doi: 10.1017/S0140525X11000021.

434. Entrevista con Thornhill.

435. R. Thornhill, C. L. Fincher y D. Aran, «Parasites, Democratization, and the Liberalization


of Values Across Contemporary Countries», Biological Reviews 84 (2009): pp. 113-115.

436. K. Letendre, C. L. Fincher y R. Thornhill, «Does Infectious Disease Cause Global


Variation in the Frequency of Intrastate Armed Conflict and Civil War?», Biological Reviews
85 (2010): pp. 669-683; y R. Thornhill C. L. Fincher, «Parasite Stress Promotes Homicide and
Child Maltreatment», Philosophical Transactions of the Royal Society B 366 (2011): pp. 3466-
3477, doi: 10.1098/rstb.2011.0052.
437. Entrevista con Thornhill.

438. Randy Thornhill, entrevista con la autora, Miami Beach, Florida, 20 julio 2013.

439. Mark Schaller, entrevista con la autora, 30 octubre 2012.

440. D. R. Murray, M. Schaller y P. Suedfeld, «Pathogens and Politics: Further Evidence That
Parasite Prevalence Predicts Authoritarianism», PLoS One 8, número 5 (mayo 2013): e62275.

441. D. R. Murray, R. Trudeau y M. Schaller, «On the Origins of Cultural Differences in


Conformity: Four Tests of the Pathogen Prevalence Hypothesis», Personality and Social
Psychology Bulletin 37, número 3 (2011): pp. 318-329, doi: 10.1177/0146167210394451.

442. Mark Schaller, entrevista con la autora, octubre 2010.

443. Entrevista con Schaller, 30 octubre 2012.

444. Entrevista con Schaller, octubre 2010.

445. Entrevista con Fincher.

446. Randy Thornhill, entrevista con la autora, 11 agosto 2008.

447. Charles Nunn, entrevista con la autora, 15 abril 2015; R. H. Griffin y C. L. Nunn,
«Community Structure and the Spread of Infectious Disease in Primate Social Networks»,
Evolutionary Ecology 26 (2012): pp. 779-800.

448. Daniel Fessler, entrevista con la autora, Los angeles, 12 septiembre 2013. Valerie Curtis,
Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat: The Science Behind Revulsion (University of Chicago
Press, Chicago, 2013), edición Kindle, capítulo 2.

449. Fincher y Thornhill, «Parasite-Stress Promotes In-Group Assortative Sociality».

450. Entrevista con Thornhill, 20 julio 2013.

451. Russell Powell, Steve Clarke y Julian Savulescu, «An Ethical and Prudential Argument
for Prioritizing the Reduction of Parasite-Stress in the Allocation of Health Care Resources»,
Behavioral and Brain Sciences 35 (2012): pp. 90-91, doi: 10.1017/S0140525X11001026.
Agradecimientos

S
eguramente nunca hubiera terminado este libro —no en el plazo
convenido, cuando menos— de no haber sido por Joshua Cohn, mi
marido tan atento, lleno de energía e inmensamente capaz. A pesar
de que él mismo tiene una muy exigente carrera profesional, criticó cada
uno de mis manuscritos, mejorándolos a cada versión… y hubo muchas de
ellas. ¿He mencionado que Joshua también corta el césped y se encarga de
comprar y cocinar?
Mis hijos, Rachel y Daniel, dejaron atrás la adolescencia y se convirtieron
en adultos durante el período que necesité para terminar el libro. También
me apoyaron en esta empresa y en ningún momento se quejaron de tener
una madre medio ausente que se pasaba el día dando la paliza con los
parásitos.
Mi hermana Gisele McAuliffe, que es mucho más organizada de lo que
yo nunca voy a ser, así como un hacha de la informática, me ofreció sabios
consejos para trabajar con eficiencia y estuvo disponible a todas horas para
resolver los problemas de la tecnología de la información. Tanto ella como
su marido, David Caleb, fueron muy amables al peinar el manuscrito de
principio a fin, indicándome los párrafos que les sonaban raros o precisaban
de mayor elaboración.
También tengo la suerte de contar con unos amigos maravillosos que me
apoyaron con entusiasmo desde el primer día. Unos cuantos merecen
mención especial.
Phoebe Hoban, autora muy vendida, me educó de pe a pa en las
singularidades de la industria editorial y me brindó palabras de ánimo a
cada nueva dificultad.
Cuando, en un momento de pánico, pensé que nunca iba a concluir el
libro de modo satisfactorio, un amigo músico, Tim Devine, al momento me
ofreció unas cuantas ideas estupendas, que incluso escribió en una prosa
brillante que me dejó verde de envidia por su facilidad para la redacción.
Tentada estuve de cortar y pegar, pero la inspiración por suerte acudió en mi
ayuda, aunque apenas un poco antes del plazo de entrega definitivo y final.
Wallace Ravven, otro autor especializado en divulgación científica,
asimismo me ayudó en este ultimísimo tramo, señalándome algunos
párrafos que a su juicio no terminaban de estar bien matizados. Resultó que
tenía razón. Atendiendo a sus críticas, hice algunos cambios de última hora
que, sospecho, quizá me hayan ahorrado reseñas negativas (rezo por ello).
También estoy en deuda con mi agente literaria, Zoë Pagnamenta, quien
siempre respondió a mis consultas a la velocidad del relámpago, se leyó
cada nueva versión del manuscrito poco menos que de la noche a la
mañana, y me dio opiniones y orientaciones sobre cada aspecto del libro.
(Mil gracias a Bob Weil, de Norton, por sugerirme que hablara con ella.)
Tuve la gran fortuna de que me asignaran una correctora que también es
médico. Tracy Roe no tan solo se fijó en cada detalle, sino que además
llamó mi atención sobre párrafos difíciles de seguir y sugirió algunas
adiciones que mejoraban el contenido.
Mi correctora agradeció profusamente que pusiera las referencias del
libro en el formato idóneo, ahorrándole muchas horas de trabajo, pero el
mérito tiene que llevárselo Lindsay Devine, a quien contraté para hacer esta
labor, que realizó mucho mejor de lo que yo hubiera podido.
Fue un placer trabajar con mi revisor definitivo y editor, Eamon Dolan.
En todos los aspectos. Dolan se mostró optimista, eficiente y concluyente,
sabía exactamente qué era lo que quería y supo expresarlo bien. Asimismo
me curó de algunas malas costumbres al redactar —«esas flojas transiciones
en forma de pregunta»—y de la prosa que suena bonita pero está hueca, lo
que él llama «envoltura para salchichas». Durante largo tiempo me
acompañaron como una maldición, pero ahora estoy contentísima de que
nunca llegaran a ser impresas. ¡Gracias, Eamon!
Hay muchos, muchísimos científicos que me han ayudado con este libro,
por lo que no hay forma de mencionarlos a todos. Pero aquí está un listado
de algunos que fueron excepcionalmente generosos con su tiempo: Lena
Aarøe, Shelley Adamo, Martin Blaser, Gerald Clore, Stephen Collins, John
Cryan, Valerie Curtis, William Eberhard, Andrew Evans, Daniel Fessler,
Corey Fincher, Jaroslav Flegr, Benjamin y Lynette Hart, Celia Holland,
Patrick House, Michael Huffman, David Hughes, Clemens Walter Janssen,
Kevin Lafferty, Frederic Libersat, Emeran Mayer, Glenn McConkey, Janice
Moore, Charles Nunn, Michael Bang Petersen, David Pizarro, Teodor
Postolache, Robert Poulin, Nicolas Rode, Paul Rozin, Robert Sapolsky,
Mark Schaller, Gary Sherman, Fréderic Thomas, Randy Thornhill, E. Fuller
Torrey, Ajai Vyas, Michael Walsh, Joanne Webster, Geraldine Wright,
Robert Yolken y Sera Young.
Carl Zimmer, periodista especializado en temas científicos que escribe
para el New York Times, contribuyó de forma indirecta a la aparición de esta
obra al publicar en 2003 Parasite Rex, una joya de libro que fue mi primera
introducción a los manipuladores parasitarios y a cuya altura es muy difícil
llegar.

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