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Kathleen McAuliffe
YO
SOY YO
Y MIS
PARÁSITOS
Cómo criaturas minúsculas
manipulan nuestro comportamiento
y transforman sociedades
Introducción
1. Cuando los parásitos no eran cool
2. Haciendo autostop
3. Zombificados
4. Hipnotizados
5. Relaciones peligrosas
6. Lo que nos dicen las tripas
7. Los microbios me han hecho engordar
8. El instinto de curación
9. La emoción olvidada
10. Parásitos y prejuicio
11. Los parásitos y la piedad
12. La geografía del pensamiento
Agradecimientos
Introducción
N
os gusta considerar que somos los pilotos de nuestras propias
vidas, que elegimos adónde ir, acelerar o aminorar la velocidad,
cuándo cambiar de carril. Tomamos decisiones y asumimos las
consecuencias. Se trata de una convicción conveniente, incluso necesaria.
Si hacemos caso omiso del concepto del libre albedrío, empiezan a venirse
abajo las normas que establecen que las personas son responsables de sus
actos. El mundo se torna un lugar caótico o directamente aterrador. Los
alienígenas que nos convierten en zombis, los vampiros sedientos de sangre
y los robots obsesionados con el sexo son personajes habituales en la
cienciaficción precisamente porque evocan el horror de la pérdida del
control o, peor todavía, nuestra transformación en esclavos de unos seres
determinados a explotarnos para su propio beneficio. Por lo que resulta
desconcertante pensar que es posible que un pasajero invisible también
tenga acceso al volante y haga que nos traslademos por una dirección
cuando preferiríamos ir por otro camino. Cuando soltamos el pie del
acelerador, una presencia inadvertida lo pisa con mayor fuerza todavía.
Los parásitos vienen a ser como dicho pasajero invisible. Expertos en
burlar a nuestros sistemas inmunológicos, se cuelan en nuestros cuerpos de
tapadillo y pronto comienzan a hacer de las suyas. Causan sarpullidos,
lesiones, dolores y sufrimiento. Nos devoran interiormente; nos utilizan
para incubar a su progenie; erosionan nuestra energía; nos ciegan,
envenenan y lisian, y a veces nos matan. Pero su influjo no termina ahí.
Ciertos parásitos cuentan con otro as en la manga: un anonadante poder
oculto que asombra y confunde a los propios científicos cuya ocupación es
estudiarlos. Ya estemos hablando de un virus microscópico o de una enorme
lombriz solitaria de casi dos metros de largo, han encontrado toda suerte de
métodos retorcidos para manipular los comportamientos de sus portadores,
incluyendo —o tal sospechan con insistencia muchos investigadores
actuales— a los seres humanos.
La inspiración de este libro fue un descubrimiento efectuado en Internet.
Soy una periodista especializada en la divulgación científica y, un día,
mientras buscaba temas interesantes sobre los que escribi, me tropecé con
información sobre un parásito unicelular que toma por asalto los cerebros
de las ratas. Al manipular los circuitos neuronales del roedor —la forma
precisa en que lo hace sigue siendo materia de acalorado debate científico
—, el invasor transforma el miedo profundo e innato que el animal tiene a
los gatos en una atracción, empujándolo de forma directa a la mandíbula de
su principal depredador. Lo que es un final feliz no ya solo para el gato,
sino también —y me quedé atónita al saberlo— para el parásito. Resulta
que el intestino del felino es justo lo que el organismo necesita para
cumplimentar la siguiente fase de su ciclo reproductivo.
Esta revelación me llevó a pensar en mi propia gata, que tenía la
costumbre de dejar roedores muertos a mis pies. Horrorizada como estaba
por dicho hábito, no podía evitarlo y también me sentía admirada por sus
dotes de cazadora. Empecé a preguntarme quién era el más listo de los dos:
ella o el parásito.
Seguí leyendo y me topé con otras noticias sorprendentes: el organismo
microscópico es un habitante habitual del cerebro humano, porque los gatos
pueden transmitírnoslo cuando entramos en contacto con sus heces. Quizá
el parásito también estaba haciendo de las suyas con nuestros cerebros,
especulaba un neurocientífico de Stanford vinculado a la investigación.
Contacté con él para averiguar a qué se refería y sugirió que me dirigiese a
un biólogo de la República Checa.
—El hombre es un poco raro —advirtió—, pero diría que le conviene
hablar con él.
Llamé a Praga y durante la hora siguiente me contaron una de las
historias más estrambóticas que he oído durante mi carrera profesional.
Varias veces me dije que la persona situada al otro lado de la línea bien
pudiera ser un chiflado, pero hice caso omiso de tales ideas y continué
escuchando, porque resultaba imposible no hacerlo. Soy incapaz de
resistirme a una historia buena de verdad y esta tenía todos los elementos de
un thriller médico de primera categoría. Unas veces era repulsiva, otras
escalofriante y otras daba mucho que pensar. No solo eso, sino que, de ser
cierta, tenía importantes consecuencias en el plano de la salud.
Una vez terminada la conversación llamé a otros expertos en este parásito
de los gatos para averiguar hasta qué punto era cierto todo aquello. Al
principio me sentía más bien avergonzada, por miedo a parecer una crédula.
Pero una fuente tras otra me dijo que las ideas del checo, si bien estaban
lejos de haber sido demostradas, merecían ser tomadas en serio y sometidas
a examen. Sus estudios sobre el ser humano —y la odisea que le llevó a
enfilar dicho campo de investigación— se convirtieron en la base de un
extenso artículo que escribí para la revista The Atlantic y aparecen descritos
en un capítulo de este libro, así como sus resultados más recientes, para que
tú mismo saques tus propias conclusiones. (Un pequeño aviso: antes de
llegar al capítulo mencionado, por favor, no te dejes llevar por el pánico y te
deshagas de tu gatito. Como explicaré con mayor detalle, hay medios
mucho más efectivos para protegerse de la infección que despedirse para
siempre de un querido animal de compañía.)
Durante la investigación de estas cuestiones me tropecé con muchas otras
historias referentes al control parasitario de la mente; supe de parásitos que
obligan a sus portadores a desempeñarse como sus personales
guardaespaldas, niñeras, chóferes, sirvientes y otras cosas. Los científicos
en ocasiones entienden cómo se las arreglan para conseguirlo; otras veces
siguen rascándose las cabezas con perplejidad. Me dije que los
neurocirujanos y los psicofarmacólogos podrían aprender mucho de los
parásitos.
Una vez versada en sus manejos, me resultaba difícil contemplar el
mundo como siempre lo había estado haciendo desde mi ventana. Me
sorprendió aprender que, tras las escenas del espectáculo que llamamos
selección natural, los parásitos muchas veces están dirigiendo la acción,
influyendo en el resultado de la batalla entre el depredador y su presa. El
conocimiento de sus dotes para la dirección teatral me llevó a modificar
radicalmente mis puntos de vista sobre la ecología, la biología evolutiva y
la propagación por parte de los mosquitos de plagas como la malaria y la
fiebre hemorrágica del dengue.
Si bien las tácticas coercitivas de los parásitos tienen muchas
implicaciones inquietantes para el ser humano, no todas las novedades son
ominosas en este frente. Es posible que determinados microbios de hecho
mejoren nuestra salud mental. Y los invasores con propósitos siniestros van
a tener que vérselas con mucho más que con nuestros sistemas
inmunológicos.
Un número cada vez mayor de datos sugiere que los portadores han
desarrollado poderosas defensas psicológicas contra los parásitos. Los
científicos dan a este escudo mental el nombre de sistema inmunológico
conductual. Los experimentos muestran que entra en acción en aquellas
situaciones en que la amenaza de infección resulta elevada, lo que lleva al
organismo en peligro a responder de formas específicas para reducir el
riesgo que corre. Un ejemplo sencillo es el del perro que, tras haberse hecho
daño, reacciona lamiéndose la herida, esto es, cubriéndola con una capa de
saliva rica en compuestos que matan las bacterias. Sin embargo, en el caso
de primates inteligentes como los seres humanos, parece que nuestras
defensas conductuales se han visto ligadas a unas formas de pensar
crecientemente abstractas y simbólicas. Muchos hábitos y características
que parecen estar muy alejados de los patógenos —como nuestras
convicciones políticas, actitudes en el plano sexual o intolerancia hacia las
personas que quebrantan los tabúes de la sociedad—pueden tener origen,
por lo menos parcial, en el deseo subconsciente de evitar el contagio.
Incluso hay indicios de que la presencia o ausencia de gérmenes en nuestro
entorno inmediato —delatados por señales como un olor a rancio o unas
condiciones infectas de vida— pueden influir en nuestra personalidad.
De forma directa o indirecta, los parásitos manipulan cómo pensamos,
sentimos y actuamos. De hecho, nuestra interacción con ellos bien puede
conformar no ya solo los perfiles de nuestra mente individual, sino también
los rasgos de sociedades enteras, lo que acaso explique algunas
desconcertantes diferencias culturales que se dan entre regiones del mundo
donde los patógenos constituyen una amenaza omnipresente y áreas en las
que dicho riesgo se ha reducido de modo espectacular gracias a programas
de vacunación y mejoras en las condiciones higiénicas. Numerosos datos de
investigación indican que la prevalencia de parásitos en el conjunto social
influye en los alimentos que comemos, en nuestras prácticas religiosas, en
nuestras elecciones de emparejamiento sexual y en los gobiernos a cuya
autoridad estamos sometidos.
La ciencia que está detrás de estas afirmaciones sigue siendo primeriza.
Algunos descubrimientos son del tipo preliminar y es posible que no
resistan el examen pormenorizado. Pero la investigación está acumulando
datos con rapidez y los contornos de una nueva disciplina están cobrando
forma con claridad. Este campo de reciente aparición ha sido bautizado
como neuroparasitología. Pero no te dejes engañar por la etiqueta. Si bien
los neurocientíficos y los parasitólogos por el momento son los que están al
mando, la nueva empresa está atrayendo a cada vez más investigadores
procedentes de terrenos tan diversos como la psicología, la inmunología, la
antropología, los estudios religiosos y las ciencias políticas.
Si el influjo de los patógenos en nuestras vidas efectivamente es tan
profundo, ¿cómo se explica que hayamos tardado tanto en descubrirlo? Una
explicación probable es la de que, hasta hace poco, los científicos
subestimaron la complejidad de los parásitos. Durante la mayor parte del
siglo pasado, los complicados ciclos de vida de estos organismos,
combinados con su exiguo tamaño y su presencia escondida en el interior
del cuerpo, los convertía en extraordinariamente difíciles de estudiar. La
ignorancia de los investigadores en gran parte explicaba la consideración de
los parásitos como unas formas de vida atrasadas, degenerativas. Se
consideraba que su incapacidad para sobrevivir como seres independientes
y dotados de existencia propia era prueba de su condición primitiva. La idea
precisa de que sus portadores, situados mucho más arriba en la escala de la
evolución, pudieran ser manejados como títeres por semejantes ceros a la
izquierda —muchos de los cuales incluso carecían de sistema nervioso—
parecía ser absurda.
Hasta las postrimerías del siglo se estuvo dando por sentado que
nuestras defensas conductuales contra los parásitos también eran
rudimentarias. No solo eso, sino que lo normal era pasar por alto las más
sutiles de tales adaptaciones —manifestadas como pensamientos y
sentimientos automáticos—, posiblemente porque tienen lugar en la
periferia de nuestra conciencia. Los científicos son tan poco conocedores de
los impulsos subconscientes como el resto de nosotros, y cabe presumir que
este ámbito subterráneo seguía sin ser cartografiado por la simple razón de
que a nadie se le había ocurrido buscarlo.
Incluso hoy, lo íntimo e intrincado de la relación parásito-portador sigue
pillando por sorpresa a muchos neurocientíficos y psicólogos. Los legos con
frecuencia no aciertan a explicarse cómo la naturaleza pudo haber creado
las manipulaciones parasíticas en primera instancia; ciertas estratagemas
parecen ser tan arteras y retorcidas que tan solo un ser humano o un dios
omnisciente sería capaz de idearlas. La aparición del sistema inmunológico
conductual en paralelo a tales manipulaciones tan solo incrementa la
dificultad de comprender los orígenes de semejantes interacciones. En
consecuencia, antes de seguir adelante, detengámonos un momento a
ponderar cómo la evolución siguió este camino preciso.
Los parásitos y sus portadores compiten entre sí desde hace millares de
millones de años. Las primeras bacterias fueron parasitadas por los
primeros virus. Una vez aparecidas las formas de vida mayores,
multicelulares, estos microbios los colonizaron a su vez. A todo esto, los
parásitos continuaron evolucionando y adoptando toda suerte de formas:
lombrices intestinales, babosas, ácaros, sanguijuelas, piojos y demás. A
medida que la existencia creció en dimensiones y complejidad, la selección
natural favoreció a los parásitos más duchos en evadirse de las defensas de
sus portadores, así como de los portadores más dotados para repeler a los
invasores.
En la actualidad, casi todo aspecto del diseño del cuerpo humano habla
con elocuencia de esta lucha tan vieja como el mundo. Nuestra defensa más
visible es nuestra piel, que brinda una gruesa barrera a las hordas de
microbios que pueblan su superficie. Los puntos de entrada están guardados
de modo particularmente severo: los ojos están bañados en lágrimas que
anegan y expulsan a los intrusos1. En los oídos hay pelos que dificultan la
entrada de bichejos. La nariz tiene un sistema de filtración destinado a
impedir el paso de los patógenos presentes en el aire. Los invasores que
consiguen superar estos primeros obstáculos tan solo van a encontrar una
resistencia más encarnizada. El conducto respiratorio, por ejemplo, produce
mucosidades que atrapan a los allanadores. En cuanto a los microbios que
engullimos con la comida, lo más probable es que sufran una muerte atroz
en el hervidero del estómago, cuyo ácido de intensidad industrial podría
horadarnos un zapato, literalmente2. Si todas estas defensas resultan
superadas, las células inmunes se aprestan a sumarse a la batalla. Al frente
de este ejército se encuentran unos centinelas que identifican al intruso, a
quien las células blancas a continuación dan caza y devoran. Y hay otras
células que registran los rasgos particulares del enemigo, para que nuevas
divisiones puedan ser movilizadas con rapidez si el cuerpo vuelve a
encontrarse con el mismo contrincante.
En vista de una tal potencia de fuego, lo lógico sería suponer que los seres
humanos siempre van a ser invencibles. Pero los parásitos nos llevan gran
ventaja en algunos aspectos. El tamaño de su población es asombrosamente
superior al de la nuestra, y sus rápidos índices de replicación aseguran que
siempre habrá unos cuantos afortunados dotados de ciertas mutaciones que
les permitirán llevar las de ganar. La batalla entre portadores y parásitos es
una interminable carrera armamentística.
En este entorno intensamente competitivo, todos aquellos parásitos que
por casualidad se tropiecen con formas de modificar el comportamiento de
un portador a fin de favorecer su propia transmisión —quizá, por ejemplo,
empujándolo ligeramente hacia el siguiente portador de los parásitos— se
multiplicarán con gran rapidez. Dado que los portadores no pueden
evolucionar tan velozmente como para desbaratar toda nueva maniobra que
los parásitos pongan en práctica contra ellos, su principal recurso para
sobrevivir estriba en adquirir rasgos que les ofrezcan una protección de tipo
más amplio o genérico. Las mutaciones que llevan a un animal a sentir
repulsión por las fuentes de contagio habituales —por ejemplo, las turbias
aguas verdeoscuras, un montón de excrementos u otros miembros de su
grupo que se comportan de manera extraña— pueden ser útiles para dicha
función. Lo formidable de estas adaptaciones psicológicas estriba en que
protegen contra, no ya uno solo, sino contra centenares y hasta millares de
agentes infecciosos. La inversión es poca pero los resultados son
espectaculares, y no resulta probable que la evolución pasara por alto un
mecanismo semejante. En el caso del ser humano, además, es de suponer
que las respuestas instintivas que protegen de la infección se verían
amplificadas y embellecidas por medio del aprendizaje y la transmisión
cultural, incrementando aún más el beneficio. Es más que probable que esto
fuera exactamente lo que sucedió.
Es posible que nuestras pesadillas estén habitadas por leones, tiburones y
seres humanos armados hasta los dientes, pero los parásitos siempre han
sido nuestro peor enemigo. En el medioevo, la tercera parte de la población
europea fue aniquilada por la peste bubónica3. Pocos siglos después de la
llegada de Colón al Nuevo Mundo, el 95 por ciento de la población
indígena de las Américas había sido borrada del mapa por el sarampión, la
viruela, la gripe y otros gérmenes traídos por los invasores y colonizadores
europeos4. La epidemia de gripe de 1918 —conocida como «gripe
española» en muchos países— acabó con más personas que las muertas en
las trincheras de la Primera Guerra Mundial5. La malaria, que hoy
constituye uno de los agentes infecciosos más mortíferos del planeta,
posiblemente sea el mayor asesino en serie de la historia. Los especialistas
estiman que la enfermedad ha matado a la mitad de las personas de todas
cuantas han habitado el mundo desde la Edad de Piedra6. Los nuevos datos
sobre la forma en que los parásitos se extienden entre nosotros y sobre el
oculto poder de nuestras mentes para combatir esta amenaza de
dimensiones comparables a las de un tsunami podrían brindarnos enormes
beneficios.
Uno de ellos sería el de indicarnos formas innovadoras de bloquear la
diseminación de ciertos agentes infecciosos particularmente aterradores.
Otra posibilidad alentadora es la de que los descubrimientos de la
neuroparasitología amplíen nuestro conocimiento de las causas profundas
de trastornos mentales que normalmente no vinculamos a los parásitos, lo
que acaso llevaría a avances en su prevención y tratamiento. Con todo, lo
más prometedor que esta disciplina ofrece a corto y medio plazo es su
capacidad para enriquecer nuestra comprensión de quiénes somos y del
lugar que ocupamos en la naturaleza. Está claro que los hallazgos
efectuados en esta nueva frontera plantean preguntas provocadoras: si los
patógenos pueden manipular nuestras mentes, ¿qué tenemos que pensar
acerca de nuestra responsabilidad sobre nuestras propias acciones?
¿Verdaderamente somos los librepensadores que creemos ser? ¿Los
parásitos hasta qué punto definen nuestra identidad? ¿Cómo influyen en los
valores morales y las normas culturales? En el capítulo final de este libro
me esforzaré en salvaguardar el concepto del libre albedrío. Pero avisado
quedas: dicho concepto va a llevarse una buena tunda antes de llegar a esas
últimas páginas.
1. Randolph M. Nesse y George C. Williams, Why We Get Sick: The New Science of
Darwinian Medicine (Vintage, Nueva York, 1994), p. 38. En castellano: ¿Por qué
enfermamos? (Grijalbo, 2000).
2. Michael D. Gershon, The Second Brain: Your Gut Has a Mind of Its Own (HarperCollins,
Nueva York, 1998), p. 88.
3. M. J. Blaser, «Who Are We? Indigenous Microbes and the Ecology of Human Diseases»,
European Molecular Biology Organization Reports 7, número 10 (2006): p. 956.
4. Jared Diamond, Guns, Germs, and Steel (W. W. Norton, Nueva York, 1997), pp. 77-78. En
castellano: Armas, gérmenes y acero (Debolsillo, 2016).
5. Véase https://virus.stanford.edu/uda/.
6. Sonia Shah, «The Tenacious Buzz of Malaria», Wall Street Journal, 10 julio 2010,
https://www.wsj.com/articles/SB10001424052748704111704575354911834340450.
1
Cuando los parásitos no eran cool
N
o resulta fácil ser un parásito. Sí, claro, es verdad que la comida te
sale gratis. Pero la vida de un gorrón sigue teniendo mucho de
estresante. Tienes que ser capaz de adaptarte al medio ambiente
interior de uno, dos o, si perteneces a una categoría de parásitos conocidos
como trematodos, tres portadores distintos, unos hábitats que pueden ser tan
diferentes entre sí como la Tierra lo es con respecto a la Luna. Y pasar del
uno al otro puede suponer una pesadilla logística. Supongamos que eres un
trematodo que pasa parte de su vida en el interior de una hormiga pero tan
solo puede reproducirse dentro del conducto biliar de una oveja. Las
hormigas no forman parte del menú habitual entre las ovejas, así que,
¿cómo lo haces para llegar a tu siguiente destino?
La respuesta a esta pregunta fue lo que empujó a Janice Moore por el
camino de su existencia7. Moore en 1971 estaba cursando el último año de
estudios en la Universidad Rice de Houston, donde seguía un curso de
introducción a la parasitología impartido por un titán en la materia, Clark
Read, un hombre alto y desgarbado, con una presencia física que imponía
respeto y una extraña forma de dar las clases. Read tenía por costumbre
fumar cigarrillos mientras iba asociando ideas aparentemente inconexas,
contagiando a los alumnos de su pasión por los fascinantes rasgos de
distintas especies de parásitos sobre las que se extendía sin demasiado
respeto por la lógica o el orden. Pero también era un narrador prodigioso
capaz de evocar las vidas de los parásitos tan espléndidamente que casi
podías visualizar lo que representaba ser uno de ellos. Read también sabía
cómo articular una buena historia de misterio, y así fue como terminó de
engatusar a Moore.
Janice no era capaz de imaginar cómo trasladar a una hormiga a la boca
de una oveja, a pesar de la constante exortación del profesor: «¡Es cuestión
de pensar como un trematodo!» De hecho, nadie era capaz, pues la solución
que se le había ocurrido al parásito era improbable hasta el absurdo: invadir
una región del cerebro de la hormiga que controla su locomoción y sus
partes bucales. Durante el día, el insecto infectado se comporta de forma
idéntica a la de las demás hormigas. Pero por la noche no regresa a su
colonia; lo que hace es encaramarse a lo alto de un tallo de hierba y
aferrarse a él con las mandíbulas. Del que se queda colgando, a la espera de
que una oveja que esté pastando se acerque y la devore. Si tal cosa no
sucede, eso sí, al amanecer vuelve a la colonia.
¿Por qué no sigue colgada del tallo de hierba?, preguntó Read, mirando a
sus alumnos con la esperanza de que adivinasen la lógica del trematodo.
Porque de seguir allí, dijo a su público embelesado, la hormiga se freiría
hasta morir bajo el sol del mediodía…, un resultado indeseable para el
parásito, que perecería con ella. Razón por la que la hormiga sube y baja,
noche tras noche, hasta que una oveja que nada sospecha se come el tallo de
hierba y la hormiga a él pegada, y el parásito finalmente termina en el
vientre del ovino.
El relato de Read asombró a Janice Moore. El trematodo de marras
llevaba a pensar en un genio del mal sacado de los tebeos, capaz de
controlar las mentes ajenas con tan solo pulsar un botón, empujando a
ciudadanos hasta ese momento respetuosos con las leyes a robar bancos y
cometer otros delitos y crímenes para que el genio del mal se convirtiera en
el amo del mundo. El informe sobre el pasmoso desempeño del trematodo
procedía de un estudio alemán efectuado en la década de 1950, pero —para
fascinación de Moore— Read justo acababa de saber de una investigación
efectuada sobre un organismo diferente cuyos resultados estaban siendo
parecidos a los conseguidos por los alemanes.
El protagonista de esta historia era un gusano con la cabeza cubierta de
pinchos, un parásito de cabeza espinosa y con un cuerpo flácido que lleva a
pensar en una bolsa en forma de gusano de entre cinco y diez milímetros de
longitud. Antes de asumir su forma adulta, el parásito está obligado a
madurar en el interior de unos minúsculos crustáceos de aspecto similar al
de las gambas, unos seres que viven en charcas o lagos y que acostumbran a
hundirse en el lodo al primer indicio de peligro. A todo esto, la siguiente
fase del desarrollo del gusano exige su traslado a las tripas de un ánade real,
castor o rata almizclera, tres especies que viven en la superficie del agua y
se alimentan de los crustáceos. A fin de determinar cómo el polizón se las
arreglaba para abandonar el navío, John Holmes, un antiguo alumno de
Read que por entonces era profesor en la Universidad de Alberta, y su
alumno de posgrado William Bethel se hicieron con unos cuantos
crustáceos y los examinaron en el laboratorio. Según descubrieron, los que
estaban infectados hacían exactamente lo que no tenían que hacer. En lugar
de sumergirse bajo el fango al intuir el peligro, emergían a la superficie con
rapidez y se movían frenéticamente. Lo único que les faltaba era gritar:
«¡Eh! ¡Que estoy aquí!» Si no conseguían llamar la atención, se pegaban a
la vegetación que las aves y los mamíferos acuáticos gustan de comer.
Moore se quedó atónita al aprender que algunos incluso se pegaban a las
palmeadas patas de los ánades, donde no tardaban en ser engullidos.
A Moore le llamó la atención otro detalle muy curioso. Los
investigadores canadienses habían encontrado que los crustáceos a veces
eran portadores de otra especie de gusano con la cabeza espinosa. Las
pruebas de laboratorio revelaron que los crustáceos infectados por esta
variante asimismo nadaban hacia la superficie en respuesta a cualquier
ruido inusual, si bien se congregaban en áreas iluminadas frecuentadas por
el porrón bastardo (un tipo de pato que se sumerge a gran profundidad), el
siguiente portador que necesita este parásito preciso.
Moore se dijo que muchas interacciones entre un depredador y su presa
no eran lo que parecían, sino que estaban «amañadas» por los parásitos.
¡Era posible que los biólogos, incapaces de ver cuanto no tenían ante los
ojos, hubieran sido embaucados! No solo eso, pues los parásitos ya no se
limitaban a empuñar un martillo con el que enfermar y matar a sus
portadores, sino que además eran capaces de perjudicarlos modificando sus
comportamientos con sutilidad, con lo que las implicaciones en el plano
ecológico resultaban enormes. Se deducía que estos organismos diminutos
sacaban a los animales de un hábitat para llevarlos a otro, con unos efectos
desconocidos que sin duda se extenderían a lo largo de la cadena
alimentaria.
Una vez terminada la clase, corrió a hablar con Read. «¡Lo que yo quiero
estudiar es esto precisamente!», anunció, rebosante de entusiasmo. Read
elogió su decisión de aventurarse por un terreno tan inexplorado, y entre los
dos planificaron su futuro. «Primero tendrá que licenciarse en etología y
luego tendrá que doctorarse en parasitología», fue la recomendación del
profesor. Moore la siguió al pie de la letra. Han pasado cuatro decenios, y
hoy se divierte al recordarlo8. «Por entonces era muy ingenua y entusiasta;
no tenía idea de los obstáculos con que iba a encontrarme», explica,
soltando una risa ronca al pensar en su tan juvenil optimismo.
Vivaracha, con el pelo corto y ondulado, Moore sigue conservando algo
del deje nasal propio de Texas y proyecta la impresión de una persona
dinámica y segura de sí misma. Hoy es profesora de biología en la
Universidad estatal de Colorado y seguramente ha hecho más que ningún
otro para llamar la atención de los biólogos sobre la naturaleza
drásticamente redefinitoria de las manipulaciones parasitarias y para animar
a una nueva generación de científicos a sumarse a su causa. Sus estudios —
y, lo principal, sus escritos—pioneros arrojan luz sobre la infinidad de
maneras en que los parásitos obligan a sus portadores a hacer su voluntad y
sobre su papel subversivo, con frecuencia subestimado, en la ecología. A su
modo de ver, es posible que los depredadores no siempre sean los supremos
cazadores sugeridos por los documentales sobre la naturaleza. Es posible
que una parte significativa de su dieta diaria la formen frutos que penden de
las ramas a distancia accesible, por cortesía de los parásitos. Al fin y al
cabo, ¿qué sentido tiene trabajar denodadamente para obtener comida
cuando te la ponen en bandeja? Quizá la idea más herética en esta disciplina
que ha contribuido a fundar sencillamente sea la de que no tenemos que dar
por sentado que los animales siempre actúan siguiendo su propia voluntad.
Según Moore, numerosos crustáceos, moluscos, peces y «literalmente,
insectos como para llenar vagones de trenes «se comportan de forma
extraña por causa de los parásitos»9. Parece que los mamíferos como
nosotros no somos víctimas de sus manipulaciones con tanta frecuencia,
pero Moore advierte que esta creencia bien puede tener origen en la
ignorancia10. De algo está segura: con el tiempo terminaremos por
descubrir que los parásitos están detrás de todo un universo desconocido en
el comportamiento animal. Según cree, sus intromisiones simplemente son
más difíciles de demostrar en unas especies que en otras.
Moore y un creciente número de científicos con ideas parecidas están
haciendo progresos en su misión, pero el suyo es un proyecto a largo plazo:
así lo dejó claro el motivo de nuestro primer encuentro en la primavera de
2012. Ambas habíamos cubierto millares de kilómetros para llegar a un
bucólico rincón de la Toscana, en Italia, y asistir al primer congreso
científico exclusivamente centrado en las manipulaciones de los parásitos.
Respaldado por la prestigiosa publicación Journal of Experimental Biology,
el histórico evento atrajo a unas decenas de investigadores del mundo
entero, lo que era un reconocimiento a los avances efectuados en la
disciplina pero también un motivo de reflexión sobre lo mucho que tendría
que crecer para conseguir una estatura acorde con su importancia. Moore
estaba encantada de que el trabajo de todos ellos empezara a tener eco más
allá de su minúscula especialización, pero le frustraba que muchos
científicos siguieran sin darse cuenta de lo ubicuo de las manipulaciones
parasitarias en la naturaleza. Incluso en muchos ámbitos de la biología «con
frecuencia se piensa en ellas como en poco más que casos curiosos o
puntuales fenómenos de feria».
La neuroparasitología a la vez se encuentra con otro problema de tipo
semántico. Según explica Moore, la definición de qué constituye
exactamente una manipulación puede ser de por sí complicada.
Técnicamente, según convienen ella y sus colegas, el término se refiere a la
conducta a la que un parásito induce a su portador para favorecer la
transmisión del parásito a expensas del éxito reproductivo del portador.
Pero esta definición en apariencia tan clara puede resultar
sorprendentemente nebulosa al ser aplicada al mundo real. Si el germen de
un resfriado te lleva a toser incontrolablemente, por poner un ejemplo, ¿lo
que sucede es que tu cuerpo está haciendo lo posible por eliminar la
infección en los pulmones? ¿O que el parásito te hace cosquillas en la parte
posterior de la garganta para que disemines el patógeno? O pensemos en
otro caso: las gallinas de corral seguramente son más proclives a comer
grillos infectados por parásitos que dañan los músculos de los insectos, pues
tales grillos son más lentos y en consecuencia más fáciles de atrapar. El
parásito necesita acceder al interior de la gallina para reproducirse, pero,
¿de verdad está manipulando al grillo o sencillamente está dañándolo? Por
contraste, pocas personas que oigan hablar de la hormiga que se sube a un
tallo de hierba en respuesta a un trematodo que invade su cerebro
describirían el comportamiento del insecto como un mero efecto secundario
de una enfermedad. Por consiguiente, ¿hasta dónde se puede extender la
definición de «manipulación»?
Moore reconoce que la cosa no siempre resulta fácil. Pero le asombra
que, incluso cuando está clarísimo que determinado comportamiento es el
producto de una manipulación, muchas publicaciones de los investigadores
sigan manteniendo un tono cauteloso. Tras la charla de uno de los
científicos, observó: «Casi todos textos que he leído durante este último año
incluyen la misma fórmula precavida, casi palabra por palabra: “La
alteración en el comportamiento del portador podría ser el resultado de una
manipulación por parte de un parásito o podría ser el resultado de una
patología”. ¿Cuándo vamos a tener la necesaria seguridad en nosotros
mismos que nos lleve a afirmar que algo no es el resultado de una
enfermedad, sino de una clara manipulación?» Sus colegas asintieron con
las cabezas en señal de conformidad.
Más tarde le pregunté por qué los investigadores eran tan timoratos a la
hora de expresar sus opiniones. «Porque quienes leen sus artículos para
publicación siempre insisten en que incluyan la mencionada fórmula
cautelosa, si es que quieren verlos publicados», fue su respuesta.
Las ideas que suponen un desafío para el statu quo acostumbran a
encontrar resistencia y «la patología», agrega, «es la explicación por
defecto», la postura conservadora a la que acogerse, incluso cuando es la
posibilidad más improbable de todas.
A Moore también le irrita la rígida binariedad —«o lo uno o lo otro»—
con que los biólogos de mentalidad tradicional afrontan la cuestión. Según
dice, la conducta de los parásitos y los portadores enfrentados en batalla no
siempre puede ser «etiquetada atendiendo a categorías inmutables». Tu
resfriado quizá representa dos cosas a la vez: el empeño de tu organismo en
expulsar al germen y la determinación del parásito a diseminarse. Unos
enemigos también pueden compartir los mismos objetivos. La insistencia en
que un comportamiento inducido por un parásito se ajuste a la perfección al
perfil de una manipulación para ser merecedor del interés de los científicos
es, a su modo de ver, otra aberración. Para ilustrar este punto, Moore
explica que uno de sus alumnos recientemente descubrió que el escarabajo
coprófago o «pelotero» infectado por una lombriz intestinal excavaba a
menores profundidades y comía un 25 por ciento menos de excremento.
«Lo que tiene una enorme importancia ecológica —subraya—. En Australia
de hecho tuvieron que importar escarabajos peloteros porque estaban
hundidos hasta las orejas en estiércol. Y estamos hablando de un escarabajo
que es un ingeniero del ecosistema y que a su vez está siendo manejado por
otro ingeniero: el parásito. Enviamos el artículo al Journal of Behavioral
Ecology, y el editor de la publicación ni se molestó en hacer que un
especialista lo leyera y diera su opinión. Nos escribió respondiendo que “es
evidente que nos encontramos ante un simple caso de patología”… como si
la cosa tuviera alguna importancia en semejante contexto. ¡Fue
exasperante!»
Moore a veces da la impresión de sentirse molesta por tener que educar a
los ignorantes, pero es de entender. De forma más acusada al principio de su
carrera, muchas veces se ha sentido como una loba solitaria aullando en un
terreno inhóspito.11 Sus ideas no eran tanto desdeñadas como,
sencillamente, ignoradas. Por la época de su epifanía en la clase de Clark
Read, muchos biólogos fruncían las narices al oír hablar de los parásitos, a
los que consideraban demasiado primitivos y repugnantes como para ser
examinados. Resultaba mucho mejor estudiar las aves de vistoso plumaje o
los mamíferos imponentes, como elefantes o leones. Si los parásitos
llegaban a recibir alguna atención, eran materia casi exclusiva de
veterinarios o investigadores médicos determinados a frenar la extensión de
epidemias como la malaria y el cólera. Pocas personas estaban interesadas
en su influencia sobre la ecología, y mucho menos aún en la posibilidad de
que fueran capaces de manejar a su antojo a animales más estimables.
Este fue el mundo al que se asomó Moore, una mujer joven que defendía
dicha posibilidad precisa. No tan solo era un bicho raro, sino también —
como ella misma reconoce— «una completa ingenua».
Tras cursar estudios de posgrado en etología en la Universidad de Texas
en Austin, se marchó a la Johns Hopkins de Baltimore para empezar el
doctorado en parasitología, con la idea de que al momento podría
concentrarse en la disciplina que le interesaba. «No tenía idea de cómo
funciona la investigación en realidad, de que los alumnos de posgrado no
establecen sus propios programas de investigación. Lo que se espera de
ellos es que trabajen en aquello que sea de particular interés para su tutor».
La persona en cuestión quería que Moore dedicara su tiempo al estudio de
la bioquímica de la lombriz solitaria, materia que a ella no le atraía. Por si
sus problemas de integración en Johns Hopkins no fueran suficientes, era la
única mujer estudiante de posgrado en el departamento y se sentía aislada
de los demás. Como resultado, no terminaba de reparar en lo que otros
percibían como cuestiones importantes en aquel campo, lo que dificultó su
desarrollo como científica, pero —de forma paradójica— posiblemente fue
de ayuda. Cuando pregunto a Moore si su ignorancia quizá le dio la libertad
necesaria para pensar sin atenerse a las reglas establecidas, su respuesta es
inmediata: «¡Ni siquiera sabía que había unas reglas!»
También era una inadaptada en otros aspectos. La ciencia es
inherentemente reductiva; su proceder consiste en fragmentar los problemas
de envergadura en partes menores que pueden ser abordadas con mayor
facilidad. Pero a Moore siempre le ha gustado atender a la visión de
conjunto. Encuentra conexiones entre casi todas las cosas que aprende y le
gusta sintetizar la información. Durante sus primeros tiempos en la
universidad estuvo hecha un mar de dudas sobre la disciplina concreta a la
que iba a dedicarse, hasta que finalmente se decantó por la biología en
razón de su amplitud. El estudio de todos los seres vivos de la tierra sin
duda presentaría pocas restricciones, se dijo. Llegado el momento de optar
por una especialización en dicho campo, escogió la parasitología y la
etología por razones parecidas. «Me parecía que incluían casi todo cuanto
es posible juntar, y en aquel momento de mi vida no tenía idea de que juntar
tantas cosas también es extremadamente difícil, razón por la que no suelen
ir unidas», dice, y al momento vuelve a reír al acordarse de su juvenil
convicción de que todo era posible con un poco de esfuerzo.
Resultaba estimulante pensar en su gran teoría de unos parásitos
manipuladores que reordenan las cadenas alimentarias, pero no se le ocurría
la forma de diseñar un experimento para evaluar los abigarrados conceptos
que llenaban su mente. Johns Hopkins, centro que tenía unos importantes
departamentos de parasitología y ecología, en principio parecía ser el lugar
idóneo para aprender a hacerlo. Pero, para decepción de Moore, no había
mucha comunicación entre unos grupos y otros. «Lo que percibía era que
estaban estudiando unas cosas muy distintas», explica. Carente de guía
sobre cómo tender un puente entre dichas disciplinas, su objetivo de
contemplar las manipulaciones parasitarias en un contexto más amplio
parecía estar por entero fuera de su alcance.
Para aumentar su frustración, cuando trataba de abrir los ojos de los
demás a la posibilidad de que los parásitos quizá fuesen unos marionetistas,
el resultado era que nadie la tomaba en serio. En un seminario sobre la
ecología de las caracolas marinas en la zona intermareal, preguntó a un
científico que estaba pronunciando una conferencia si había comprobado la
posible presencia de trematodos en los moluscos. Las caracolas infectadas
acostumbraban a ser encontradas en lugares distintos a los de las no
afectadas por el parásito, explicó, citando un artículo que recién había leído.
El investigador se enojó de forma visible. A su modo de ver, bastante
trabajo tenía con manejarse con los numerosos factores influyentes en el
comportamiento de la caracola —los depredadores en migración, los
cambios en las corrientes, las diarias fluctuaciones de la temperatura—, y
ella ahora le venía con la idea de que tenía que fijarse en otra cosa más
todavía. Moore hoy se hace cargo de su postura —el estudio de parásitos en
el terreno sigue siendo una labor abrumadora—, pero, en aquel momento, la
reacción del científico fue un duro golpe para ella.
Incapaz de determinar un camino adelante, Moore decidió dejar Johns
Hopkins al final de su primer año. La Navidad anterior, mientras se
encontraba de visita en Texas, hizo planes para retomar el contacto con
Read, su antiguo profesor, quien en su momento le indicó que estaba
dispuesto a dejarla estudiar los manipuladores parasíticos bajo su
supervisión. Pero poco antes del encuentro previsto, Read murió de forma
inesperada, de resultas de un paro cardíaco. Moore se quedó tan apenada
como carente de rumbo académico a seguir. Preguntó en muchas otras
universidades por un programa de doctorado que pudiera ofrecerle una
oportunidad comparable, pero la neuroparasitología por entonces ni siquiera
llegaba a ser una intuición acariciada por algún científico. El mismo John
Holmes, el científico canadiense en cuyo laboratorio había quedado claro
que algunos crustáceos se comportaban según el capricho de los parásitos,
no estaba siguiendo de forma activa dicha línea de estudio. Era una cuestión
menor a la que dedicaba sus ratos libres, explicó Holmes. Moore había
llegado a un callejón sin salida.
Carente de buenas opciones, entró a trabajar en la Universidad de
Washington, como técnica de laboratorio al servicio de una entomóloga
cuyos intereses no se solapaban con los suyos. Pero su suerte estaba a punto
de cambiar. La científica, Lynn Riddiford era una rareza en aquella época,
una mujer que había llegado a lo más alto de su profesión. Riddiford resultó
ser un espléndido modelo a seguir. A su lado, Moore aprendió las formas de
idear, financiar y llevar a la práctica los proyectos de investigación; esto es,
los detalles prácticos necesarios para tener éxito como científica. La
experiencia le confirió seguridad en sí misma y una nueva confianza en sus
ideas. Quizá porque ahora se tomaba a sí misma más en serio, otros también
comenzaron a hacerlo. Pasaron tres años, y le ofrecieron una plaza en la
Universidad de Nuevo México, en un programa de doctorado sin apenas
parangón que proporcionaba financiación para que los estudiantes diseñaran
sus propios proyectos de investigación.
Se trataba de una gran oportunidad, y Moore no la desaprovechó. A esas
alturas tenía claro que no iba a ser capaz de establecer todas las conexiones,
que bastante tendría con, sencillamente, identificar algunas manipulaciones
parasíticas todavía no reconocidas, sobre todo si podía mostrar que tales
manipulaciones convertía a los portadores en más apetitosos para sus
depredadores en el terreno. De Riddiford también aprendió la importancia
de diseñar un experimento corto y preciso: de ser posible, con una premisa
sencilla que resultara fácil de ejecutar. Tras rebuscar en publicaciones
académicas y manuales de texto durante la mayor parte de un semestre,
creyó dar con los sujetos ideales para su estudio. El parásito era un tipo de
gusano con la cabeza espinosa y unos portadores muy corrientes y fáciles
de observar, los estorninos y las cochinillas (también conocidas en
castellano como gusanos de San Antón o milpiés). Moore no tenía muchos
datos al respecto, pero la intuición le decía que el parásito posiblemente
hacía que la cochinilla se comportara de formas que incrementaban la
probabilidad de que un estornino devorase al insecto.
Su aparato experimental consistía en una bandeja acristalada para pasteles
en gran parte cubierta por una malla de nilón y otra bandeja para pasteles
invertida, a modo de tapa12. Moore situó una mezcla de cochinillas
infectadas y no infectadas en la parte superior de la malla y a continuación
puso un tipo distinto de sal a cada lado de la divisoria, creando una cámara
con baja humedad y otra con la humedad elevada. Según descubrió, las
cochinillas portadoras del parásito eran mucho más proclives a gravitar
hacia la zona de baja humedad. En la naturaleza, las áreas secas son
emplazamientos expuestos, por lo que se dijo que el comportamiento de las
cochinillas infectadas las convertía en más vulnerables a los depredadores.
En el curso de otro experimento construyó un sencillo refugio, consistente
en una baldosa sustendada por cuatro piedras, situadas bajo sus cuatro
esquinas. Las cochinillas infectadas preferían estar al descubierto en mayor
medida que las no infectadas. Durante un tercer experimento cubrió con
gravilla negra la mitad de una bandeja para pasteles y con gravilla blanca la
otra mitad, para determinar si el parásito influía en la capacidad de su
portador para camuflarse. Como las cochinillas son negras, Moore tenía la
teoría de que las infectadas serían más propensas a quedarse en la gravilla
blanca, donde los pájaros podrían verlas. Y eso fue exactamente lo que
pasó.
Había demostrado su teoría en el laboratorio, pero ahora era preciso
comprobar si sus descubrimientos se sostenían en el terreno. Debido a la
dificultad de estudiar a los parásitos en su hábitat natural, ningún científico
había sido capaz de medir el impacto ecológico de una manipulación. Pero
Moore tenía un plan ingenioso para conseguirlo. Una vez llegada la época
del celo, situó unos ponederos para estorninos por todo el campus. Amarró
escobillas para pipas de fumador en torno a los cuellos de los polluelos, lo
bastante ajustadas para que no pudieran tragar pero teniendo buen cuidado
de no hacerles daño. A continuación recogió las presas que sus progenitores
les daban para comer y procedió a diseccionar todas las cochinillas
encontradas al final de la jornada. Encontró que a casi la tercera parte de los
polluelos de estornino les habían dado cochinillas infectadas, por mucho
que menos del 0,5 por ciento de las cochinillas situadas en la vecindad de
los ponederos fueran portadoras del parásito. Estaba claro que los cambios
que el parásito había inducido en las costumbres de sus portadores los había
convertido en unas presas mucho más interesantes.
Uno o dos ejemplos de parásitos con sorprendentes dotes manipuladoras
pueden ser descartados sin mayor problema como unas aberraciones
estrambóticas; sin duda curiosas, pero merecedoras de poco más que una
nota a pie de página en nuestra comprensión de la selección natural. Pero la
existencia de otros ejemplos empieza a sugerir una tendencia. Tras su
publicación en la revista Ecology en 1983, los resultados obtenidos por
Moore llamaron la atención, por esa razón precisa y, también, por una
circunstancia más amplia que estaba teniendo lugar en el seno de la
biología. Después de haber sido largo tiempo ignorados por su condición de
escoria repelente, los parásitos estaban comenzando a ser objeto de
admiración. En palabras de Moore: «Los parásitos de repente eran cool».
El porqué no termina de estar claro —como sucede en todos los campos,
la ciencia está sujeta a modas—, pero, coincidiendo con sus estudios de los
estorninos, en las revistas científicas empezó a aparecer un torrente de
artículos que subrayaban la importancia ecológica de los parásitos, algunos
de ellos escritos por ilustres figuras de la biología evolutiva, como Robert
May, Roy Anderson y Peter Price. Por esas mismas fechas, otro conocido
biólogo evolutivo, Richard Dawkins, publicó un libro de divulgación, The
Extended Phenotype, que abordaba de modo más directo la cuestión de la
manipulación parasitaria. En la obra, Dawkins argumenta que la
transmisión o no de un gen no tan solo depende de la forma en que influye
en las características, o fenotipo, del cuerpo en el que reside, sino también
de su efecto en otros animales.
A este respecto cita el ejemplo de que la selección natural favorece a los
parásitos que modifican el comportamiento de un portador para propagar
sus propios genes.
La repentina popularidad de los parásitos fue beneficiosa para Moore. Los
editores de Scientific American, revista con fama de divulgar la
investigación de ultimísima generación, la invitaron a escribir un artículo de
resumen que situara sus descubrimientos sobre las cochinillas en un
contexto más amplio. Además de llamar la atención sobre los estudios
hechos en Alemania y Canadá, Moore peinó la literatura científica en busca
de otros casos notables de manipulaciones parasitarias que habían sido
ignorados o desestimados, cuyo significado pasó a explicar en una prosa
ágil y accesible13.
«Uno de los recursos literarios más extendido en la ciencia-ficción es el
de unos parásitos alienígenas que invaden a un ser humano y le obligan a
hacer su voluntad mientras se multiplican y extienden a otros terrícolas
infortunados», comenzaba su artículo publicado en el número de mayo de
1984. «Sin embargo, la idea de que un parásito puede alterar la conducta de
otro organismo no es simple ficción. El fenómeno ni siquiera es raro. Basta
con mirar en un lago, campo o bosque para encontrarlo».
La hipótesis de la manipulación —como era conocida— no tardó en ser
debatida con gran interés en los círculos científicos14. Como dice la famosa
máxima de Louis Pasteur, «El azar favorece a los espíritus preparados».
Una vez se hubo corrido la voz de que los parásitos bien podían ser unos
dictadores encubiertos, más y más personas comenzaron a fijarse en
animales que se comportaban de modo extraño; las mentes más curiosas se
preguntaban si la culpa la tendrían unos organismos infecciosos.
No obstante, a pesar del entusiasmo de los científicos por la idea, la
popularidad de esta materia de estudio resultó ser efímera. Los problemas
prácticos existentes a la hora de emprender una investigación atenuó con
rapidez el mencionado entusiasmo inicial. La observación del
comportamiento animal es una tarea ardua incluso en ausencia de parásitos.
Puede obligar a permanecer sumergidos en el agua con equipos de
submarinista o colgados de arneses en las copas de los árboles de un
bosque, o a rebuscar en un terreno pantanoso armados con linternas en
mitad de la noche, y todo ello durante horas interminables. Dado que un
parásito puede tener dos o tres portadores, la simple determinación de los
detalles de su ciclo vital puede suponer una labor hercúlea. Para
complicarlo todo aún más, la estimación de los porcentajes de infección en
cada población por lo general obliga a capturar decenas o centenares de
portadores potenciales, para extraer sangre de sus cuerpos, recoger sus
heces o matarlos y diseccionarlos. Suponiendo que hayas conseguido
superar estos obstáculos, a continuación llega lo más difícil de todo:
establecer si el autostopista efectivamente está manipulando al conductor y,
si es el caso, cómo y con qué propósito. Lo ideal es hacerlo en el
laboratorio, pero la mayoría de los animales no se sienten inclinados a
dedicarse a sus actividades cotidianas una vez en cautividad. Los seres
humanos pueden ser más dados a cooperar, pero los científicos que
sospechan que la enfermedad mental u otros comportamientos aberrantes
pueden tener relación con los parásitos se encuentran con un obstáculo aún
mayor: no pueden infectar a la gente con el bicho de su elección y sentarse
a ver si los sujetos de estudio cambian de hábitos o propensiones.
No es de sorprender que haya contados científicos con la paciencia y
perseverancia necesarias para llevar a cabo este trabajo, razón por la que
incluso hoy impera la tendencia a concentrarse en la interacción entre
depredador y presa y a hacer caso omiso del oculto pasajero cuyos objetivos
posiblemente son muy distintos a los del vehículo en cuyo interior viaja. Y
sin embargo, en torno al cambio de milenio, los científicos habían
conseguido sacar a la luz bastantes decenas de manipulaciones parasitarias
que afectan a portadores situados en prácticamente todos los campos del
reino animal. Siempre ducha en la labor de síntesis, Moore, en 2002,
recopiló todos los casos conocidos en un libro, Parasites and the Behavior
of Animals, que todavía está considerado como una biblia de la disciplina.
Lo escribió con el propósito de alentar el pensamiento creativo sobre cómo
los parásitos obran su magia negra y de descubrir algunos principios
unificadores. ¿Con cuánta frecuencia, trató de determinar Moore, toman al
asalto el sistema nervioso central del portador? ¿Las especies estrechamente
emparentadas utilizan parecidas estrategias coercitivas? ¿Es posible que las
manipulaciones muy complejas tengan unos sencillos fundamentos? Por
encima de todo, sus reflexiones se centraban en una cuestión que le
fascinaba desde su época de alumna en la clase de Clark Read: ¿es posible
predecir el comportamiento de los animales a partir de los parásitos en su
interior?
Moore sigue tratando de responder a dichas preguntas. Según reconoce,
empiezan a ser visibles algunos patrones, pero los detalles continúan
estando poco claros. Y el trabajo por hacer es cada vez mayor. Hoy existe la
sospecha de que centenares de parásitos más son del tipo manipulador, y
Moore especula que su número real posiblemente llegue a los millares.
«Aún no nos hemos topado con ellos, así de simple», dice. Y no tan solo
por la dificultad de estudiar el comportamiento animal o por el tabú de
experimentar con seres humanos. Nuestra principal dificultad es que somos
prisioneros de nuestros sentidos. Por decirlo con sencillez, nuestra
comprensión del mundo depende de nuestros ojos en demasía. En la charla
que pronunció durante el congreso, Moore subrayó esta circunstancia
haciendo referencia a la historia del descubrimiento de la ecolocalización de
los murciélagos.
Desde el siglo , los investigadores sabían que unos murciélagos con
los ojos vendados pueden trasladarse sin dificultad entre unos hilos de seda
pero que unos murciélagos con los oídos taponados terminan por estrellarse
contra el suelo15. Sin embargo, durante más de ciento cincuenta años, los
científicos se negaron a creer que los animales podían oír algo que los seres
humanos no llegaban a detectar. A principios del decenio de 1940, los
avances en la detección de sonidos ultrasónicos demostraron que los
murciélagos efectivamente podían oír el eco de sus propios chillidos. Pero
la idea de que quizá usaran esta aptitud para orientarse no terminó de ser
aceptada hasta que, después de la Segunda Guerra Mundial, los militares
desclasificaron documentos sobre el desarrollo del radar y el sonar.
Moore explicó que, con dicho ejemplo en mente, vale la pena tener en
cuenta que la mayoría de las manipulaciones que hoy conocemos pueden
ser observadas por el ojo desnudo. El portador intermedio se sitúa en un
entorno de alto contraste, se mueve frenéticamente o de repente se
encuentra en un lugar desacostumbrado. Todo esto atrae la atención del ser
humano, así que podemos comprender sin dificultad que un depredador que
es el siguiente portador del parásito también puede fijarse en ello. Pero,
¿qué pasa cuando un parásito viene a colocar una diana en el lomo de un
animal por medio de la alteración de aspectos de su conducta que son
invisibles a nuestros ojos?
Un colega que subió a la tarima justamente después de ella, el biólogo
Robert Poulin de la University of Otago en Nueva Zelanda, convino en que
los científicos seguían sin saber de millares de manipulaciones, si bien y de
forma interesante, ofreció una razón distinta a la propuesta por Moore16.
Muchos manipuladores, dijo, seguramente no provocan más que mínimas
alteraciones en las costumbres normales del portador, circunstancia que
puede ser pasada por alto cuando los científicos comparan la conducta
habitual de una población de portadores con la del grupo no infectado. Por
ejemplo, los parásitos posiblemente modifican un poco la frecuencia con
que los animales van a un lugar u otro, alteran el momento del día en que
son más activos o empujan a los portadores a conducirse de forma ordinaria
pero en el contexto erróneo: un pájaro infectado picotea el suelo mientras el
resto de la bandada emprende el vuelo, por poner un caso concreto. «Los
depredadores están especializados en detectar el detalle, por minúsculo que
sea, que delata la presencia de la presa», indicó, explicando por qué una tal
estrategia seguramente sería muy efectiva. A la vez, es razonable pensar
que no resulta muy difícil conseguir una pequeña modificación de este tipo,
por lo que la evolución posiblemente favoreció esta sencilla maniobra. Lo
que esto implica para los seres humanos es que posiblemente tengamos que
estudiar los comportamientos con mucho mayor detalle para detectar el
influjo que los parásitos ejercen sobre nosotros… por ejemplo,
esforzándonos en vincular a los tan sospechosos entrometidos, no ya solo
con la enfermedad mental flagrante, sino también con cambios más sutiles
en la personalidad y los hábitos que en absoluto escapan a la normalidad del
comportamiento humano.
Por suerte, ahora es más fácil poner a prueba este tipo de teorías y obtener
respuestas a algunas de las principales preguntas planteadas por la ciencia.
Como demuestra el descubrimiento de la ecolocalización de los
murciélagos, muchas veces hacen falta avances tecnológicos para llegar a
nuevas fronteras y, cosa que en este sentido resulta alentadora, la ciencia
por fin está comenzando a ponerse a la altura de la complejidad y
sofisticación de los parásitos. Durante la década pasada, las herramientas
para descubrir los mecanismos existentes tras las manipulaciones han
mejorado de forma espectacular. Como resultado, los investigadores tienen
métodos mucho mejores para escanear la presencia de parásitos en el
cuerpo de un portador y para identificar los genes, neurotransmisores,
hormonas y células inmunes involucrados en estos cambios de conducta.
Pocas manipulaciones han sido resueltas en su totalidad, pero como
veremos en los siguientes capítulos, los científicos hoy disponen de unas
cuantas pistas excelentes. Lo que es una fantástica noticia, pues si queremos
«pensar como un trematodo», estamos obligados a entender sus artimañas.
7. Janice Moore, entrevista con la autora, 1 septiembre 2012.
8. Janice Moore, entrevista con la autora, Massa Marittima, Italia, 18 marzo 2012.
12. Janice Moore, «Parasites That Change the Behavior of Their Host», Scientific American
(marzo 1984): pp. 109-115.
16. Robert Poulin, entrevista con la autora, Massa Marittima, Italia, 18 marzo 2012.
2
Haciendo autostop
L
o que la gente contaba era alucinante. Los grillos que normalmente
habitaban el suelo del bosque y no nadaban de pronto estaban
tirándose de cabeza a charcas y arroyos. Frédéric Thomas
sospechaba que tras el impulso suicida del insecto se encontraba un gusano
que alguien había visto escurrirse del cuerpo del grillo mientras este se
ahogaba17. Pero la única forma de cerciorarse consistía en viajar a Nueva
Zelanda, donde habían descrito el fenómeno. En 1996, Thomas, un biólogo
evolutivo de la Universidad de Montpellier, solicitó una beca al gobierno
francés para investigar la cuestión. Estaba seguro de que se la concederían.
Aunque recién doctorado, por entonces había publicado catorce artículos
científicos —un número prodigioso para alguien tan joven—, así que daba
por sentado que le entregarían el dinero. No solo eso, sino que un animal
que se comportaba de forma tan claramente contraria a sus propios intereses
sin duda era merecedor de estudio… o eso creía él. Se llevó un chasco
enorme cuando el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS) —
el equivalente francés a la National Science Foundation estadounidense—
dijo que no a la solicitud. Según cuenta Thomas, la negativa le indignó
tanto que decidió hacer una huelga de hambre.
Durante un segundo pienso que está tomándome el pelo. Pero su
expresión sombría indica que habla en serio. Estamos conversando sentados
en un porche durante un descanso en el congreso toscano sobre las
manipulaciones parasitarias, el evento donde me he encontrado con Moore.
Delgado y con el cabello oscuro y alborotado, Thomas es un hombre de
trato afable, seguro de sí mismo pero no jactancioso, cuyo entusiasmo por
su investigación resulta contagioso. En un momento dado me pregunto si un
tal apasionamiento no resultará más bien temerario. El CNRS es, de lejos, el
principal organismo subvencionador en Francia, y no me parece buena idea
irritar a sus mandarines por medio de amenazas. Escruto su rostro. ¿Acaso
no termino de pillarlo? ¿Quizá no he entendido bien?
Es el caso. Thomas no dijo a los del CNRS que haría una huelga de
hambre si no le concedían la beca. Según aclara, se lo dijo al presidente de
Francia. «Envié una carta a Jacques Chirac, directamente».
De forma inevitable, doy por seguro que un burócrata de bajo nivel la
abrió, soltó una estridente carcajada y la tiró a la papelera. Pero,
sorprendentemente, el nudo de su mensaje —si no la propia misiva— fue
subiendo por la cadena jerárquica hasta llegar a los funcionarios de alto
nivel.
Lejos de provocar la risa, parece que esta carta sumió al gobierno francés
en el pánico. De inmediato, la administración envió emisarios a su
universidad, donde presionaron al jefe de su departamento para evitar que el
científico llevara su amenaza a la práctica. Según indicaron al director del
departamento, si no hacían algo para impedir que Thomas se pusiera en
huelga de hambre, tanto un científico como el otro lo pagarían muy caro, en
forma de becas no concedidas. Está claro que a los funcionarios les
inquietaba la posibilidad de que Thomas pusiera a la opinión pública en
contra del gobierno. Presionaron al propio Thomas de tal manera que este
finalmente se avino a retirar la amenaza.
Desalentado a más no poder, el biólogo estaba preguntándose con
angustia qué iba a hacer a continuación, pero un multimillonario suizo
llamado Luc Hoffmann se enteró de sus problemas a través de otro
científico y acudió en su ayuda. Conocido por su filantropía y profundo
interés en la biodiversidad, Hoffmann ofreció pagar la mitad del coste de la
expedición. Así respaldado, Thomas se las compuso para reunir la otra
mitad con fondos procedentes de la embajada de Nueva Zelanda y otras
fuentes, incluyendo el gobierno francés, que le proporcionó una pequeña
suma, contento de librarse de él de una vez.
Optimista tras haber resuelto el problema, se marchó a Nueva Zelanda,
donde se unió a un equipo de investigadores de la universidad de Otago
dirigido por Robert Poulin, un biólogo evolutivo al que Thomas admiraba
mucho y era su fuente de información sobre el grillo. Alto, dotado de una
voz suave y melodiosa, hombre de natural amigable, Poulin procedía del
Canadá francófono, por lo que Thomas y él compartían una misma lengua,
además de los mismos intereses científicos. Pero la investigación sobre los
grillos no llegó a despegar. Se encontraron con la clase de obstáculos que
Moore describe como frecuentes en los estudios sobre parásitos
manipuladores: el insecto tan solo salía de su madriguera por la noche,
acostumbraba a esconderse entre los arbustos bajos, y su cuerpo verdoso se
mimetizaba con el entorno a la perfección, por lo que era difícil de detectar
incluso delante de las propias narices. Equipados con linternas, los
investigadores peinaron la zona una noche tras otra, muchas veces reptando
entre los arbustos, pero tan solo cogieron un puñado de grillos infectados
por el gusano. Ni por asomo contaban con el número requerido para llevar a
cabo unos experimentos con resultados significativos. Después de haber
luchado con el gobierno francés y viajado miles de kilómetros, Thomas se
vio forzado a reconocer la derrota.
Investigador que nunca pasa por alto una oportunidad, decidió sumirse en
otro proyecto científico. Pero antes de hacerlo envió a un colega de la
universidad la foto de un gusano que emergía de un grillo. «Para que se
acordara de mí, sencillamente —indica—. Para saludarlo, para que viera en
qué estaba metido últimamente». El amigo pegó la foto en el cuartito de la
máquina de café del departamento, donde un técnico de laboratorio se fijó
en la imagen. Según escribió a Thomas, un primo que tenía en Montpellier
se ganaba la vida limpiando piscinas, que estaban llenas de ellos.
Thomas se mostró más que escéptico. El parásito de Nueva Zelanda no es
más que uno entre trescientos nematomorfos, como los científicos llaman a
esta extensa categoría de organismos en forma de hilo, por lo que se dijo
que el técnico tenía que estar equivocado. Pero, tras regresar a Francia, se
encontró con el primo del técnico y le dio un frasco con alcohol en el que
meter todos los gusanos que encontrara en las piscinas. Thomas pensaba
que nunca más volvería a verlo, pero, una semana después, el hombre se
presentó con el frasco lleno de gusanos.
Explicó a Thomas que los había recogido en la piscina de un complejo
turístico cercano. El investigador sentía gran curiosidad por saber cómo
habían ido a parar al lugar.
«Convencí a mi mujer para que nos tomáramos unas pequeñas vacaciones
románticas allí, pues el hotel tenía un restaurante estupendo con fuagrás y
de todo, y en la zona también había un balneario con aguas termales»,
recuerda Thomas. Una sonrisa traviesa se pinta en su rostro al contarlo,
dando a entender que vino a engatusar a su esposa. Según agrega, tras
disfrutar de una comida excelente, no se retiró con ella a la habitación, sino
que cogió unas probetas del maletero del coche y fue a la piscina a mirar. Al
poco rato vio que un grillo se encaminaba a la piscina, y su primer impulso
fue el de pisotearlo. En vista de sus tribulaciones hasta aquel momento, lo
lógico es suponer que reprimió dicho impulso. Pero efectivamente lo
pisoteó contra el embaldosado. Al levantar el pie reparó en que un gusano
alargado de unos ocho centímetros de extensión salía del aplastado cuerpo
del insecto. ¡Se trataba del mismo gusano exacto que había parasitado los
grillos neozelandeses! Había recorrido medio mundo para estudiar un
parásito y un portador que, casi literalmente, hubiera podido encontrar en el
patio trasero de su casa.
Al cabo de unos minutos, un segundo grillo apareció y se tiró a la piscina.
Thomas se agachó para verlo bien. Un «pelo viviente» serpenteó hasta salir
de su cuerpo. «Estuve a punto de echarme a llorar —dice—. Era lo que se
dice increíble. Resulta que a setenta y cinco kilómetros de mi casa en
Montpellier se encuentra el que seguramente es el mejor lugar del mundo
para estudiar este grillo». Por la noche, recortado por el fondo turquesa de
la piscina iluminada, el violento nacimiento del gusano era tan fácil de ver
como un actor en un escenario situado ante una batería de focos. En los
subsiguientes estudios de campo que él y sus alumnos efectuaran en una
piscina al aire libre enclavada cerca de un bosque en Avène-les-Bains,
tuvieron amplia oportunidad de observar el electrizante espectáculo.
Además de habitar el interior de los grillos, los gusanos también parasitaban
saltamontes y cierta variedad de cigarra, insectos que asimismo
desarrollaban una misteriosa atracción por el agua. De hecho, los insectos
«encantados» acudían en multitud. En una típica noche de verano, más de
un centenar de ellos se arrojaban a la piscina.
Con intención de entender cómo el nematomorfo coreografiaba esta
insólita ceremonia, el equipo de Thomas empezó a investigar su ciclo vital.
¿Cómo se explicaba que un gusano acuático inicialmente pasara al interior
de un grillo que vive en el suelo?
Los investigadores descubrieron que, una vez han dejado atrás a sus
portadores, los nematomorfos se aparean en el agua. Las hembras después
ponen una serie de huevos, que se convierten en larvas. Al nadar, se
tropiezan con las larvas de los mosquitos, de mayor tamaño, a las que se
suben y en cuyo interior se ocultan como quistes diminutos, cual si de
muñecas rusas estuviéramos hablando. Cuando las larvas de los mosquitos
mutan en adultos alados, remontan el vuelo y se trasladan al suelo, llevando
al parásito en su interior. Una vez allí, mueren y son devorados por los
grillos. El quiste aletargado a continuación revive y, poco a poco, se
convierte en un gusano cuya longitud en extensión es tres o cuatro veces
superior a la del insecto.
A grandes rasgos, Thomas y los suyos habían esbozado el ciclo vital del
nematomorfo, pero casi no habían encontrado grillos que se tirasen a masas
naturales de agua, cosa que les interesaba de modo particular, pues —a
diferencia de las piscinas— en los arroyos y charcas hay numerosos peces y
ranas. Era de esperar que, alertados por el ruido del chapuzón, estos
depredadores se lanzaran contra todo insecto que se revolcara en el agua. El
nematomorfo tendría que ser muy rápido al salir del organismo de su
portador para no ser devorado también. ¿Resultaba posible que aquel ser
fuese tan veloz?
Con el fin de aclararlo todo un poco, Thomas compró una rana a un
proveedor de suministros para medicina y se valió del acuario en su
laboratorio para simular las condiciones naturales en que tenían lugar las
manipulaciones parasitarias. A continuación introdujo el grillo infectado y
dio un paso atrás para ver bien el espectáculo. En un abrir y cerrar de ojos,
la rana se comió al grillo, con el nematomorfo en su interior. Thomas se
sintió confuso. ¿Cómo se las arreglaba el gusano para escapar del
depredador en la naturaleza, cuando en una simulación moría con su
portador? Aquello no tenía el menor sentido.
Obtuvo su respuesta al cabo de unos momentos. ¡El gusano salió reptando
por la boca de la rana y se alejó nadando! Thomas descubrió que, tras ser
engullido, llegaba al fondo del estómago del batracio, donde se giraba y
emprendía el camino de vuelta por la garganta del animal. Otras veces huía
a través de las fosas nasales de la rana. Cuando era un pez el que se comía
al grillo infectado, el gusano salía por entre las branquias. Estaba hecho
todo un fuguista, sin parangón en la naturaleza, el Houdini del reino animal.
«Hasta la fecha, nadie había contemplado este tipo de defensa contra un
depredador», afirma Thomas. Poulin, quien se ha unido a nuestra
conversación en el porche, describe así la hazaña del parásito. «Imagínese
que tiene usted una tenia, que un león la devora… y que la lombriz se
escabulle al exterior por las fauces del león». Los resultados del equipo de
investigación aparecieron en la revista británica Nature, una de las
publicaciones científicas más competitivas y prestigiosas del mundo. «La
compra de la rana me salió por veinticinco euros. Fue el coste total del
experimento», bromea Thomas.
El mayor enigma de todos —cómo se las arregla el parásito a fin de
empujar a su portador a una tumba acuática— ha sido el más difícil de
resolver. Pero, en los últimos años, su equipo ha dado con numerosas pistas,
cada una de ellas más fascinante que la anterior. Encontraron que un grillo
infectado empieza por comportarse de modo errático, lo que aumenta la
probabilidad de que vaya a caerse a una charca o arroyo. Pero a medida que
el gusano crece en tamaño, hasta consumir todo el interior del grillo, algo
pasa que lleva al insecto a buscar el agua de manera más activa. ¿El parásito
quizá estaba insuflando sed al portador?, se preguntaba Thomas a esas
alturas. ¿O estaba haciendo alguna otra cosa?
A fin de encontrar el mecanismo subyacente, sus colaboradores
extrajeron los gusanos de los cuerpos de los grillos antes de que se tirasen al
agua. Su alumno de posgrado David Biron, un biólogo molecular que hoy
trabaja en el CNRS y en la Universidad Blaise Pascal del sur de Francia, a
continuación aplicó una proteómica —una nueva técnica de identificación
de las proteínas generadas por un organismo— para entender mejor el
fenómeno.
Los resultados fueron esclarecedores. El gusano estaba produciendo un
montón de elementos neuroquímicos que replicaban con bastante fidelidad
los normalmente encontrados en el grillo. «Si no hablamos el mismo
lenguaje, no podemos comunicarnos —explica Thomas—. Así que, si soy
el gusano, me interesa hablar contigo en el mismo lenguaje». La selección
natural favorece a los gusanos que generan unas moléculas que el grillo
puede reconocer, lo que facilita el «diálogo» entre ellos. Así es como el
parásito indica al grillo qué es lo que quiere que haga.
Más recientemente, un equipo dirigido por Biron ha efectuado otro
descubrimiento sorprendente. En comparación con los grillos sanos de los
grupos de control, los insectos parasitados tienen mayores índices de
proteínas vinculadas al sentido de la vista, lo que posiblemente altera su
percepción visual. Esta revelación empujó a los investigadores franceses a
explorar si los grillos infectados se sienten atraídos por la luz. Resultó que
sí, mientras que los insectos sanos preferían la oscuridad. Si eres un grillo
que reside en el bosque, razona Thomas, ¿qué lugar del entorno resulta más
brillante por las noches? Un área abierta y llena de agua, que refleja la luz
de la luna. Según considera, al trucar los ajustes del sistema visual del
grillo, el gusano hipnotiza a su portador. Lo que de hecho está haciendo es
susurrar al insecto: «Dirígete hacia la luz».
Como colofón un tanto irónico para esta historia, Thomas ahora está al
frente de un equipo del CNRS y, desde luego, ya no es persona no grata
para el gobierno francés. En 2012, su trabajo sobre los manipuladores
parasitarios y otras cuestiones biológicas fue premiado con la medalla de
plata del CNRS, uno de los principales honores nacionales reservados a
quienes han hecho una contribución excepcional a la ciencia.
18. C. Zimmer, «The Guinea Worm: A Fond Obituary», The Loom (blog), National
Geographic, 24 enero 2013, http://phenomena.nationalgeographic.com/2013/01/24/the-guinea-
worm-a-fond-obituary/.
20. D. G. McNeil Jr., «Another Scourge in His Sights», New York Times, 22 abril 2013.
21. M. Doucleff, «Going, Going, Almost Gone: A Worm Verges on Extinction», Goats and
Soda (blog), National Public Radio, 8 julio 2014.
22. Janice Moore, Parasites and the Behavior of Animals (Oxford: Oxford University Press,
2002), edición Kindle, capítulo 3.
23. M. Simon, «Absurd Creature of the Week: The Parasitic Worm That Turns Snails into
Disco Zombies», Wired, 19 septiembre 2014, http://www.wired.com/2014/09/absurd-creature-
of-the-week-disco-worm/.
25. Nicolas Rode, entrevista con la autora, 15 abril 2015; N. Rode et al., «Why Join Groups?
Lessons from Parasite-Manipulated Artemia», Ecology Letters (2013): 1-3, doi:
10.1111/ele.12074.
29. T. Sato et al., «Nematomorph Parasites Drive Energy Flow Through a Riparian
Ecosystem», Ecology 92, número 1 (2011): p. 201.
30. C. Zimmer, Parasite Rex (Simon and Schuster, 2000, Nueva York), edición Kindle,
capítulo 4. En castellano: Parásitos (Capitán Swing, 2016). Véase también J. C. Koella, F. L.
Sorensen, y R. A. Anderson, «The Malaria Parasite, Plasmodium falciparum, Increases the
Frequency of Multiple Feeding of Its Mosquito Vector, Anopheles gambiae», Proceedings of
the Royal Society B 265 (1998): pp. 763-768.
35. D. G. McNeil Jr., «A Virus May Make Mosquitoes Even Thirstier for Human Blood», New
York Times, 2 abril 2012.
36. «Ten Facts on Malaria», World Health Organization fact sheet, actualizado noviembre
2015, http://www.who.int/mediacentre/factsheets/fs094/en.
37. «Dengue and Severe Dengue», World Health Organization fact sheet, actualizado mayo
2015, http://www.who.int/mediacentre/factsheets/fs117/en/.
38. Leishmaniasis FAQs, U.S. Centers for Disease Control and Prevention, actualizado 10
enero 2013, http://www.cdc.gov/parasites/leishmaniasis/gen_info/faqs.html; Plague FAQs,
U.S. Centers for Disease Control and Prevention, http://www.cdc.gov/plague/faq/.
40. X. Martini et al., «Infection of an Insect Vector with a Bacterial Plant Pathogen Increases
Its Propensity for Dispersal», PLoS One 10, número 6 (2015): e0129373, doi:
10.1371/journal.pone.0129373.
41. K. M. Wilmoth, «Citrus Greening Bacterium Changes the Behavior of Bugs to Promote Its
Own Spread», comunicado de prensa, Universidad de Florida, 29 julio 2015,
http://www.newswise.com/articles/view/637908?print-article.
42. J. Ball, «Oranges Bug “Hacks Insect Behaviour,”» BBC News, 1 julio 2015.
43. Anthony Keinath, «Citrus Greening Disease in Charleston Five Years Later», Post and
Courier, 20 abril 2014.
E
n La telaraña de Charlotte, la clásica novela infantil escrita por N.
E. B. White, una araña teje la palabra terrible y otros mensajes en
su red con la idea de salvar del matadero a un amigo porcino. Volví
a experimentar la misma admiración por lo inteligente de su proceder que
sintiera de niña al ver la foto de una araña del mundo real cuya telaraña —si
bien no tenía las connotaciones sobrenaturales de la de Charlotte— también
resultaba asombrosamente original. Este ser con ocho patas —un araneido
tropical conocido como Allocyclosa bifurca— había abandonado su motivo
circular estrechamente tejido en favor de un patrón desparramado y de
estilo libre, distinto por entero a cuanto yo había visto en la escuela
arácnida de diseño45. Asimétrica, con hilos de seda que se unían en un
caleidoscopio de ángulos, parecía ser la creación de una araña en pleno
viaje de LSD.
Resultó que mi impresión no estaba del todo desencaminada. La araña de
hecho había sido drogada, pero no por un científico, como sospeché en un
principio, sino por una avispa parasitaria (Polysphincta gutfreundi). Su
tiranía sobre la araña empieza cuando la avispa se pega a esta y deposita un
huevo en su abdomen. A medida que madura en una larva parecida a un
gusano, la larva perfora pequeños agujeros en el abdomen de la araña, por
los que chupa diversos jugos. Con esta fiable fuente de nutrientes, la larva
crece con rapidez mientras la araña sigue construyendo telarañas y
capturando presas con normalidad. Al cabo de una semana
aproximadamente, la larva de la avispa empieza a inyectar unos compuestos
químicos que inducen a la araña a, literalmente, construir una guardería. La
resultante estructura de red, que tiene poca semejanza con la anterior
telaraña normal, cuenta con filamentos reforzados, más resistentes a los
fuertes vientos y lluvias de las tormentas tropicales, y gracias a su refugio
en lo alto, la larva en desarrollo se mantiene a salvo de los depredadores en
el suelo. Por si un pájaro o lagarto trata de asaltar la guardería, la araña
incluso teje una decoración especial destinada a esconder la presencia del
parásito.
¿Qué recompensa se lleva la araña por todo este trabajo tan arduo? Justo
cuando está terminando de retocar la guardería para la avispa, la larva
entonces la mata, succiona todos sus fluidos vitales y deja que su reseco
cadáver caiga al suelo. La larva de la avispa, que está dotada de una sola
hilera de patas gruesas y cortas, cubiertas en sus extremos por unos ganchos
diminutos, a continuación se suspende de la red diseñada a su antojo y crea
un capullo. Mientras descansa en su interior como una momia en su
sarcófago, muda de piel una vez más y emerge como una avispa adulta.
Son bastantes las avispas parasitarias que explotan de forma parecida a
diferentes especies de araneidos. William Eberhard, un entomólogo y
aracnólogo del Smithsonian Tropical Research Institute y la Universidad de
Costa Rica, descubrió el fenómeno en 2000, pero hoy se culpa de no haber
reparado en la manipulación decenios atrás. La estrategia es muy común,
según reconoce. Este científico de pelo plateado y setenta años de edad
empezó a sentirse fascinado por las avispas durante su primer año en
Harvard, cuando aceptó un tedioso empleo en el sótano del museo de
zoología comparada de la universidad. Una de sus funciones era la de
reponer el alcohol evaporado en los frascos donde se conservaban los
especímenes invertebrados. Eberhard detestaba aquel trabajo en un entorno
frío, húmedo y subterráneo, pero el conservador de la colección con el
tiempo se apiadó de él, lo invitó a subir al piso de arriba y le enseñó a
catalogar las especies atendiendo a su parentesco. Vistas de cerca —
mientras trataba de dar con los rasgos que tenían en común—, resultaban
ser unos portentos de belleza, con los que se familiarizó en tanta medida
como un joyero con las gemas. Con la mirada experta y acostumbrada a
discernir su morfología y costumbres, con los años se fijó en numerosas
telarañas de aspecto asombroso, hechas por araneidos en un estilo tan
alejado de su diseño habitual como el realismo lo está del expresionismo
abstracto. No solo eso, sino que, al examinarlas de cerca, siempre se
encontraba con capullos de avispas colgados de estas telarañas tan raras.
«Pero no me detuve a pensar en profundidad cómo se explicaba todo
aquello —dice—. Daba por sentado que la araña posiblemente estaba
debilitada por la larva de avispa en su abdomen, por lo que no tenía fuerzas
para tejer una red normal». En vista de que muchos organismos enferman
por obra de los parásitos, nuestro hombre no dio mucha importancia al
fenómeno. Eberhard no recuerda qué fue lo que finalmente le llevó a poner
en cuestión sus suposiciones, pero un día se dijo: ¡Un momento, estúpido!
¡Esto es interesante! Y cuando se tomó la cuestión verdaderamente en
serio, lo que vio le dejó atónito. «Comprendí que mis suposiciones de que la
araña se sentía débil y apática, de que apenas podía moverse, no tenían nada
que ver con la realidad —indica—. Estaba llena de energía y trabajando sin
parar, aunque haciendo algo distinto por completo».
Por lo que entiende, la larva utiliza un cóctel de compuestos químicos,
algunos de los cuales operan sobre el sistema nervioso central de la araña
para alterar su conducta, mientras que otros (también es posible que sea uno
solo) la envenenan una vez que ha concluido su labor. En el curso de un
experimento significativo, Eberhard apartó a la larva en el momento preciso
en que iba a matar a la araña, y la araña no tan sólo se recuperó por entero,
sino que el diseño de su telaraña poco a poco fue volviendo a la
normalidad… aunque a la inversa, esto es, las últimas modificaciones en su
diseño fueron las primeras en desaparecer. Lo que lleva a este investigador
a creer que a medida que se incrementa la concentración del cóctel, los
efectos sobre la conducta se tornan más pronunciados. Ello explicaría por
qué cuando los niveles disminuyen tras apartar al parásito, la araña cambia
su forma de tejer, pero en orden inverso. Se trata de una simple suposición,
advierte. Y Eberhard no tiene idea de cómo el sistema por el que la avispa
formula órdenes a través de emisiones químicas puede ser «tan
increíblemente selectivo y afectar ciertos aspectos exactos del
comportamiento del portador, pero no otros. Estamos hablando de unas
instrucciones pero que muy precisas que la avispa está dando a la araña,
unas instrucciones que van más allá de «súbete ahí» o «tírate al agua».
Para complicar aún más el descubrimiento del mecanismo subyacente,
hay muchos tipos diferentes de araneidos que son parasitados por un grupo
de avispas igualmente diverso, por lo que parecen darse incontables
permutaciones en la ejecución de tales manipulaciones. Y las telarañas
inducidas por las avispas son tan variadas que Eberhard no sabe qué esperar
de los emparejamientos inusuales. Fue lo que pasó mientras caminaba por
un cultivo de café en Costa Rica, donde se fijó en la larva de una rara avispa
adherida al abdomen de una araña común (Leucauge mariana). Metió la
araña, con la larva pegada a ella, dentro de un frasco, con la esperanza de
que siguiera tejiendo en cautividad, cosa que muchas arañas prefieren no
hacer. Para su alegría, la prisionera se adaptó bien a su angosta celda y puso
manos a la obra de inmediato. Eberhard introdujo un arrugado pedazo de
papel en el frasco —las arañas tienen problemas para fijar sus telas al cristal
—, y el animal comenzó a adherir sus filamentos pegajosos a un número
sorprendentemente grande de puntos en la superficie interior del papel. Su
sorpresa se convirtió en conmoción cuando comprendió qué era lo que la
araña estaba haciendo: en lugar de limitarse a una construcción
bidimensional, plana, como es la costumbre de esta especie, el animal
estaba decantándose por una estructura tridimensional. Nunca había visto
que una araña de este tipo hiciera algo remotamente parecido. Todas las
líneas de la red convergían en un área central, donde la araña urdía una
plataforma en forma de balcón y espesamente tejida. Y en lugar de
suspenderse de la red —como es costumbre entre las avispas parasíticas—,
la larva descansaba tumbada de lado en su capullo, como si estuviera
pegándose una siesta.
Hay otro tipo de avispa —de una variedad mucho más extendida— que
también parasita a la araña de esta especie. Pero su proceder no puede ser
más distinto. En respuesta a su larva, la araña teje una versión mucho más
sencilla y simplificada de su normal red plana, con muchos menos rayos
irradiando desde el centro y sin filamentos que los unan entre sí. En lugar
de una ornada estructura tridimensional, el resultado es una red esquelética
y sin el menor rastro del motivo circular emblemático del portador. Por lo
visto, cada especie de avispa tiene su propia única poción para embrujar a la
araña. También son muy duchas a la hora de sacarle partido a la actividad
normal de la araña y de adaptar dicho comportamiento a su propia
conveniencia. Eberhard pone un ejemplo: si una especie de araña vive en un
emplazamiento resguardado, la avispa puede inducirla a poner una puerta
en dicho emplazamiento, a fin de proteger su capullo. O si una araña suele
urdir decoraciones destinadas a camuflar su propio cuerpo, la avispa la
incita a usar dicha aptitud para esconder a su larva de los enemigos. En
pocas palabras, estas avispas parasitarias saben cómo sacarle el máximo
rendimiento a su portador.
Las arañas ni de lejos son los únicos seres con motivos para temer las
tácticas coercitivas de las avispas parasíticas. Y las drogas no son las únicas
armas que las avispas tienen para asegurarse la obediencia de sus víctimas.
La Ampulex compressa, más conocida como la avispa esmeralda en razón
de su iridiscente brillo azulverdoso, recurre a la neurocirugía para conseguir
sus objetivos. Su presa es la tan familiar como poco estimada cucaracha
americana (Periplaneta americana). A no confundir con la, en
comparación, diminuta cucaracha alemana, común más al norte; esta
especie prefiere los climas más cálidos y puede alcanzar el tamaño de un
ratón.
Aunque su víctima es de tamaño comparativamente gigantesco, la hembra
de la avispa esmeralda que detecta el olor de una cucaracha americana la
persigue y ataca con agresividad, incluso si para ello tiene que seguir al
insecto en fuga hasta el interior de una casa46. La cucaracha se resiste con
todas sus fuerzas, agitando las patas y escondiendo la cabeza para hacer
frente al asalto, pero por lo general no le sirve de nada. A la velocidad del
relámpago, la avispa pica el vientre de la cucaracha, inyectándole un agente
que la paraliza temporalmente, de tal forma que el mastodonte queda
inmovilizado para el delicado proceso que tiene lugar a continuación. Como
un médico enloquecido y armado con una jeringa, la avispa vuelve a clavar
su aguijón, en el cerebro de la cucaracha esta vez, moviéndolo en derredor
con rapidez durante medio minuto o así, hasta que encuentra el punto
preciso que busca, en el que inyecta una ponzoña. Poco después deja de
hacer efecto el agente paralizante administrado mediante el primer
pinchazo. A pesar de que el insecto tiene pleno uso de sus articulaciones y
la misma capacidad de percibir el entorno que cualquier cucaracha normal,
de pronto se muestra extrañamente sumisa. Según Frederic Liberstat, un
neurólogo de la Universidad Ben-Gurion de Israel, el veneno ha convertido
a la cucaracha en un «zombi» que a partir de ahora aceptará las órdenes de
la avispa y se someterá a sus malos tratos sin rechistar. Es un hecho que el
insecto no protesta en absoluto cuando la avispa arranca una de sus antenas
con las mandíbulas poderosas y procede a succionar el líquido que de ella
sale como quien bebe un refresco con pajita. La avispa luego hace lo mismo
con la otra antena y, segura de que la cucaracha no va a irse a ninguna parte,
la deja a solas durante unos veinte minutos mientras busca un escondrijo en
el que depositar un huevo a ser incubado por la cucaracha. A todo esto, la
esclava carente de voluntad propia asea su cuerpo —quitándose de encima
esporas fúngicas, gusanillos minúsculos y otros parásitos— para que la
avispa disponga de una superficie estéril a la que pegar su huevo. Cuando
vuelve, la avispa agarra a la cucaracha por el muñón de una de sus antenas
seccionadas y «la conduce hasta el escondrijo como quien lleva a un perro
por la correa», indica Libersat. Gracias a su cooperación, la avispa no tiene
que gastar energías en arrastrar a la cucaracha descomunal. De forma no
menos importante, según agrega Libersat, «tampoco necesita paralizar todo
el sistema respiratorio, de forma que la cucaracha sigue viva y fresca. Su
larva necesita alimentarse durante cinco o seis días de esta carne fresca, por
lo que no interesa que se pudra».
La avispa entra primero en la madriguera, con la cucaracha a remolque,
pone un huevo en el exoesqueleto de su pierna y a continuación se marcha
en busca de ramitas y escombros con los que taponar la abertura,
emparedando a la cucaracha en vida. Su vástago luego procede a vaciar a la
cucaracha desde abajo hasta arriba, y el retoño de avispa por último emerge
de la madriguera para repetir el ciclo.
A fin de comprender cómo la avispa domina a su portador de mucho
mayor tamaño, el equipo de Libersat nutrió al alado tirano con un
compuesto radioactivo que fue incorporado a su ponzoña. Después de que
la avispa picara a la cucaracha, los investigadores pudieron ver adónde se
dirigía el veneno. Descubrieron que la ponzoña anulaba un centro neuronal
fundamental para la toma de decisiones. Por decirlo en pocas palabras, la
información procedente de los ojos y demás órganos sensoriales de la
cucaracha es transmitida a este nexo y, tras procesar dicha información, el
insecto decide qué va a hacer a continuación. Según explica Libersat, las
cucarachas no son unas autómatas que reaccionan a los estímulos de la
misma forma cada vez. Al igual que nosotros, pueden resultar
impredecibles. Piensan antes de actuar, motivo por el que son tan duchas en
escapar del ser humano que las persigue armado con un periódico
enrollado. De modo que cuando la ponzoña desbarata ese módulo de mando
central, al animal de hecho le han arrebatado el libre albedrío. En lugar de
correr para salvar la vida, se ve paralizado por la indecisión. Todo cuanto
hace falta es que la avispa estire un poco de ella para que se sobreponga a la
inercia y eche a andar hacia la muerte con docilidad.
La forma en que la avispa guía su aguijón hasta dicha crítica región
cerebral —una agrupación de neuronas la mitad de pequeña que la cabeza
de un alfiler— fue un enigma difícil de resolver para el equipo de Libersat.
Según indica, su precisión es tal que resulta comparable con los sistemas
más modernos de la medicina para localizar y destruir unos objetivos muy
pequeños alojados en el cerebro. Para conseguir que la avispa revelara su
secreto, los investigadores le hicieron una jugarreta. Extirparon el cerebro
de la cucaracha y entregaron el animal a la avispa para ver qué hacía con él.
La avispa sondeó su cabeza durante casi ocho minutos hasta que la
frustración le llevó a dejarlo correr.
Este y otros experimentos les llevaron a resolver el misterio. Finalmente
descubrieron que el extremo del aguijón de la avispa tiene unos
mecanorreceptores especiales que notan la tensión y la presión. Cuando el
aguijón llega al recubrimiento que encierra el cerebro de la cucaracha, se
tropieza con un material ligeramente resistente que se comba. «Lo que
indica a la avispa: “hinca por aquí y a continuación pulveriza la ponzoña”
—explica Libersat—. Es una especie de sensación táctil». Por si no bastara
con sus impresionantes y ultramodernas aptitudes como cirujana, la avispa
esmeralda también es una química muy creativa. Al analizar su ponzoña, el
equipo de Libersat se sorprendió al descubrir que uno de sus ingredientes es
la dopamina, un neurotransmisor conocido porque empuja a las ratas a
aparearse. Se preguntaron si este compuesto químico explicaba la forma en
que la avispa induce a la cucaracha a limpiarse de parásitos que pudieran
dañar a la larva. Y sí, al inyectar dopamina a una cucaracha no infectada, el
animal respondió sumiéndose en una limpieza corporal. La dopamina
también ejerce profundo efecto sobre las motivaciones de un animal, lo que
ofrece una nueva pista sobre el modo en que la avispa amaestra a su
víctima. «A la hora de manipular la estructura neuroquímica de sus presas,
estas avispas son mucho mejores que los neurocientíficos que las estudian»,
se maravilla Libersat.
En otros rincones del reino animal, los parásitos manipulan a sus
portadores por razones muy diferentes. Un percebe del género Sacculina,
por ejemplo, trata de redirigir la atención que un cangrejo dedica a sus
vástagos al cuidado y la nutrición de los retoños del propio percebe. Resulta
difícil creer que un percebe pueda trazar semejantes planes, y más todavía
que tenga el talento necesario para llevarlos a la práctica, pero la Sacculina
está claramente por encima de lo que es habitual en su clan. No tiene valvas
ni se adhiere a rocas, algas y demás. La Sacculina lleva a pensar en un
manojo de raíces que hayan invadido el interior suave y carnoso del
cangrejo como un cáncer metastásico47. Si hay un ser de la vida real que se
ajusta a la imagen pesadillesca de un ladrón de cuerpos, estamos hablando
de este percebe.
En la infancia, el parásito es una larva que vive en libertad y nada por las
aguas hasta que, guiada por el olor, se posa sobre un cangrejo. La hembra
de Sacculina —las larvas vienen en dos géneros— a continuación clava la
aguzada parte de su exoesqueleto en forma de daga a través de la gruesa
armadura del cangrejo. Por medio de la punta de su arma, inyecta una
diminuta agrupación de sus células, cuya forma recuerda la de un gusano, y
al momento deja atrás su aparatoso abrigo exterior. Una vez dentro del
cangrejo, las células crecen hasta convertirse en un espeso amasijo de raíces
que terminan por invadir los ojos antenados del crustáceo, su sistema
nervioso y otros órganos. El cangrejo sigue comportándose como sus pares
no infectados, recorriendo la orilla y alimentándose de moluscos. Pero el
alimento que reúne proporciona a la Sacculina las energías necesarias para
despojarlo de su poder, lo que con el tiempo lleva a la esterilización del
animal, uno de los recursos preferidos por los manipuladores parasitarios.
El crustáceo cesa de aparearse o crecer más y ahora tan solo vive para
alimentar al percebe y ayudarlo a reproducirse. En el punto de su vientre
donde una hembra de cangrejo normalmente desarrolla una bolsa para
sostener a su progenie, el colonizador aparta sus tenazas y elabora otra
bolsa para su propia prole. Guiadas por el olor, dos larvas masculinas
terminan por entrar en esta cámara y empiezan a fertilizar los huevos de la
hembra. «Lo que de hecho sucede es que estos dos machos se convierten en
parte integral de la hembra», dice Jens T. Høeg, experto en los percebes
parasitarios. «En el plano funcional, la hembra se convierte en
hermafrodita». Mientras los huevos se desarrollan, el cangrejo mantiene
limpia la bolsa del invasor deshaciéndose de algas y otros parásitos y,
llegado el momento de la salida del cascarón, el crustáceo migra a aguas
más profundas. Allí libera a las crías por medio de grandes latidos y hastas
agita las corrientes con sus pinzas para facilitar su marcha. Y los retoños del
percebe no tardan en ser arrastrados por la corriente… para enseñorearse de
otros cangrejos.
Pero los servicios del portador para con el parásito están lejos de haber
terminado. Por el contrario, no han hecho más que empezar. La Sacculina
sigue produciendo nuevas remesas de huevos y, cada pocas semanas, el
cangrejo vuelve a las aguas más profundas para repetir el mismo ritual de
dispersión de las crías del parásito. El crustáceo ha cesado de tener una
voluntad propia, y no volverá a tenerla en el resto de su vida.
No tan solo las hembras de cangrejo se ven forzadas a una vida de
esclavitud. El percebe puede convertir a un cangrejo en una cangreja. Los
cangrejos macho por lo general tienen el abdomen estrecho, pero una vez
invadidos por la Sacculina, su cuerpo asume las formas más anchas propias
de la hembra y también desarrolla una bolsa para alojar a las crías del
parásito. Para completar este cambio de sexo, el macho feminizado hace
gala de los instintos maternales necesarios para que se esmere en el cuidado
y protección de los vástagos del parásito.
Desde Escandinavia a Hawái, pasando por la costa meridional australiana,
en el mundo hay más de cien especies de Sacculina, y el percebe parasitario
infecta a un número asombroso de cangrejos en ciertas regiones: hasta el 20
por ciento en los fiordos de Dinamarca; el 50 por ciento en Hawái; el 100
por cien en algunas zonas del Mediterráneo. Es posible identificar los
crustáceos infectados por las excrecencias amarillentas, parecidas a
champiñones, que exhiben en sus partes inferiores; se trata de la bolsa del
parásito. Dado que los cangrejos infectados ya no pueden mudar a una
valva de mayor tamaño, también acostumbran a estar recubiertos de algas y
percebes (del tipo corriente y no invasivo). Si te tropiezas con uno de estos
híbridos seres huyendo a la carrera por la orilla, párate a admirar la titánica
hazaña del parásito. Esta forma con ocho patas puede dar la impresión de
estar actuando como cualquier otro cangrejo, pero en realidad es un robot
anfibio.
En principio, los hongos no parecen tener mucho que ver con los percebes
parasíticos, pero existe un tipo que se hace con el control de su portador —
una hormiga carpintera— y coloniza su cuerpo de modo parecido. Con la
matización de que sus tácticas son exactamente las mismas. El hongo no
explota el afecto de progenitor en provecho propio. Pero su objetivo final es
idéntico: lo que quiere es que su portador encuentre un lugar ideal para
propagar a sus propias crías y brindarles un prometedor inicio en la vida.
Incluso cuando es una simple espora, este hongo concreto, el
Ophiocordyceps, nada tiene de dócil48. Al entrar en contacto con una
hormiga carpintera, de la espora brotan unas extensiones que perforan el
insecto, pasan a su interior e invaden su cuerpo entero. La espora a
continuación ordena a la hormiga que se suba a un pimpollo de árbol al
mediodía solar exacto. Tras ascender una treintena de centímetros, el
insecto se traslada a la cara inferior de una hoja situada en el lado noroeste
de la planta y se aferra a su vena principal, un sólido punto de unión. En ese
mismo momento, el hongo destruye los músculos que controlan las
mandíbulas de la hormiga, condenándola a mantenerlas cerradas para
siempre. Petrificado como una estatua, el portador muere, y de su cabeza
brota el hongo, un tallo solitario con un cuerpo fructificador en la punta.
Este pronto estalla, sembrando el suelo de esporas, que otras hormigas no
tardarán en picotear
David Hughes, un entomólogo de origen irlandés que trabaja en la
Universidad estatal de Pennsylvania, fue el primero en documentar el
fenómeno. «Hubo quienes rechazaron mis primeros informes, hechos en
2004 y 2006, porque la gente simplemente no se lo creía», explica.
Según agrega, las hormigas zombis —como las denomina— no tan solo
existen, sino que son muy comunes.
En los bosques pluviosos del mundo entero es posible encontrar hasta
veintiséis de sus espeluznantes cadáveres por metro cuadrado. Hughes
comenta: «Tengo la costumbre de llamar “los campos de la muerte” a estos
densos cementerios».
A fin de entender las estrafalarias órdenes que el hongo imparte a la
hormiga, Hughes ha movido hojas con hormigas zombis pegadas a ellas a
alturas un poco más bajas o elevadas, o a distintos lados de la planta. Los
hongos transplantados no tienen tanto éxito para propagarse en estos casos,
y está claro que existe una lógica evolutiva tras las tan precisas órdenes que
el parásito da a la hormiga. Hughes no termina de establecer de qué se trata.
Cree que posiblemente esté relacionado con el hecho de que los hongos
crecen mejor en temperaturas frías y aire muy húmedo. La parte noroeste de
la planta recibe menos sol, y es más probable que las hojas situadas a baja
altura estén cubiertas por la sombra. Sin embargo, ni por asomo se explica
qué hace el hongo para que la hormiga se aferre a la vena principal de una
hoja, lo que resulta ajeno al comportamiento normal de una hormiga. «En
principio, no hay razón para suponer que la hormiga pueda distinguir entre
la vena y la lámina».
También le deja perplejo que la hormiga muerda la vena al mediodía
solar. Su teoría es que, cuatro horas después, coincidiendo con la puesta de
sol, el hongo se trasladará del interior al exterior de la hormiga, en un
peligroso momento de transición en el que corre mayores riesgos de morir.
La llegada de la noche proporciona las condiciones de oscuridad y humedad
favorecedoras de su crecimiento, de forma que quizá está tratando de
sincronizar un momento vulnerable en su desarrollo con una hora ventajosa
del día.
Hughes no se contenta con el trabajo de campo, sino que estudia la
manipulación en su laboratorio, donde conserva los cerebros de las
hormigas vivos dentro de frascos de cristal (¡este órgano no necesita de un
cuerpo para funcionar!). Después mete hongos en los recipientes. Al
germinar, el parásito produce una serie de elementos químicos, algunos de
los cuales replican compuestos presentes en el cuerpo de la hormiga. Pero
Hughes sospecha que posiblemente también emplea sustancias químicas
ajenas para controlar a la hormiga… como un poderoso alucinógeno, por
ejemplo. Su intuición se basa en el estrecho parentesco entre el parásito y el
hongo cornezuelo, del que se deriva el LSD.
46. Frederic Libersat, entrevista con la autora, 20 marzo 2012 y 5 noviembre 2015. Para un
buen artículo de resumen, véase Frederic Libersat y Ram Gal, «Wasp Voodoo Rituals, Venom-
Cocktails, and the Zombification of Cockroach Hosts», Integrative and Comparative Biology
(2014): pp. 1-14, doi: 10.1093/icb/icu006.
47. Jens T. Høeg, entrevista con la autora, 3 noviembre 2015. Para una exquisita descripción de
la Sacculina, véase C. Zimmer, Parasite Rex (Simon and Schuster, Nueva York, 2000), edición
Kindle, capítulo 4.
50. Ibid.; también G. A. Wright et al., «Caffeine in Floral Nectar Enhances a Pollinator’s
Memory of Reward», Science 339, número 1202 (2013): pp.1202-1204, doi:
10.1126/science.1228806.
E
l hombre situado al otro lado de la línea se expresaba con fuerte
acento checo. Se llamaba Jaroslav Flegr y trabajaba como biólogo
evolutivo en la Universidad Carolina de Praga. Tenía una muy
extraña historia que contar. Flegr creía que su mente no estaba bajo su
control personal absoluto54. Muchas veces tenía la sensación de que una
fuerza ajena estaba provocando sus acciones. Dicha fuerza era el parásito
del gato, un protozoo unicelular al que se refería por su nombre científico
Toxoplasma gondii u, ocasionalmente, como «toxo» o T. gondii, para
abreviar. No estaba seguro de cómo se había infectado. Puesto que los gatos
—la única especie en la que puede reproducirse sexualmente— expulsan el
parásito por medio de las heces, las personas muchas veces se infectan al
cambiar los cajones con arena para los animales. No sabía qué había
pasado, prosiguió, pero el T. gondii ahora se encontraba en su cerebro, y
tenía la profunda sospecha de que había alterado su personalidad y le había
vuelto más proclive a correr riesgos. No solo eso, sino que su investigación
le había llevado a pensar que el parásito bien podría estar manipulando los
cerebros de millares de otros, provocando accidentes de tráfico,
enfermedades mentales como la esquizofrenia y hasta suicidios. Si
sumábamos todos los perjuicios que posiblemente estaba causándonos, «no
es de descartar que incluso esté matando a más personas que la malaria.
Desde luego, es lo que sucede en el mundo industrializado, cuando menos».
Flegr hablaba como un paranoico, pero había razones para pensar que
tenía la mente clara… o cuando menos, todo lo clara que se podía esperar
de un hombre con un parásito inscrito en el cerebro. Estaba conversando
con él por sugerencia de Robert Sapolsky, de la Universidad de Stanford,
quien viene a ser como una estrella del rock entre los neurocientíficos55.
Los estudios realizados por el equipo del propio Sapolsky indicaban con
seguridad que el parásito estaba involucrado «en una asombrosa
neurobiología de cierto tipo». Según añadió: «Flegr ha conducido bien sus
estudios, así que no veo razón para dudar de ellos».
La evidencia médica también sugería que el parásito quizá puede ser
capaz de hacer lo que el biólogo checo sugería56. Desde el decenio de 1950,
los médicos saben que si una mujer embarazada sufre la infección, el
parásito puede atacar el sistema nervioso y los ojos del feto, lo que a veces
es causa de abortos naturales; si el desarrollo se prolonga hasta el parto, el
niño corre mayor riesgo de nacer ciego o mentalmente discapacitado. (Aquí
es preciso subrayar que si la mujer sufre la infección antes del embarazo, no
hay ningún peligro para el hijo.) Desde hace tiempo se sabe que la
toxoplasmosis, nombre que recibe esta grave infección, también supone un
riesgo para las personas con el sistema inmunológico debilitado; también
pueden sufrir daños en los ojos o desarrollar encefalitis, una inflamación del
cerebro que resulta potencialmente fatal. Quienes mayor riesgo corren son
las personas que están siendo tratadas de un cáncer con quimioterapia o
tomando medicamentos para suprimir el rechazo a un órgano transplantado.
Otro conocido grupo de riesgo lo forman las personas con VIH. De forma
más acusada en los primeros años de la epidemia del sida, antes de que
contáramos con buenos tratamientos para combatir el virus, la
toxoplasmosis con frecuencia era responsable de la demencia vinculada a la
enfermedad. En vista de la demostrada malevolencia del T. gondii y de su
costumbre de atacar el cerebro, no resultaba descabellado pensar que quizá
estuviera provocando unos problemas mentales no tan visibles.
Pero según la literatura médica convencional, las personas sanas
expuestas al T. gondii típicamente desarrollaban unos síntomas poco
importantes, parecidos a los causados por una gripe. A continuación el
parásito terminaba de alojarse en sus células cerebrales y no ocasionaba
mayores problemas de salud. En la jerga de los médicos, no iban más allá
de originar una «infección inactiva».
Sopesé los distintos puntos de vista y vacilé. ¿Era posible que un
excéntrico estudioso no muy conocido más allá de la República Checa
supiera más cosas que el establishment médico?
En busca de una respuesta, escribí su nombre en Google. Apareció la foto
de un hombre cuyo pelo, de un sorprendente tono aranjado, protuberaba de
su cabeza en unos mechones que llevaban a pensar en el algodón azucarado.
Decidí que lo más prudente sería llamar a unos cuantos expertos en el T.
gondii más para recabar su opinión sobre el científico. Joanne Webster, una
parasitóloga del University College londinense, generalmente considerada
como una de las principales autoridades en lo tocante al germen, describió
su trabajo como «polémico», pero al momento agregó:
«Muchos de sus estudios han sido replicados con éxito. Los manuales
médicos y veterinarios estándar dicen que no tenemos que preocuparnos por
la fase latente de la infección, pero no conviene subestimar a este
parásito57». En el instituto de investigación médica Stanley, en Bethesda,
Maryland, el especialista en la esquizofrenia E. Fuller Torrey también se
tomaba en serio la labor del checo. «Yo diría que es perfectamente creíble»,
indicó58. De hecho, Torrey añadió que él mismo opina que posiblemente
exista una vinculación entre el toxoplasma y la esquizofrenia.
Flegr ha tenido que batallar sin descanso y durante largo tiempo para que
sus ideas empiecen a ser reconocidas59. Cuando se embarcó en sus estudios,
la República Checa estaba recuperándose de décadas de dominación por
parte de la Unión Soviética, cuyos burócratas tendían a favorecer a los
científicos atendiendo a su seguimiento de las líneas del partido antes que a
los méritos de su investigación. Como resultado, el país estaba considerado
científicamente atrasado, lo que no mejoraba la reputación de Flegr.
Durante la era soviética eran pocas las oportunidades de viajar, razón por la
que nunca llegó a dominar el inglés —la lengua franca de la ciencia—, lo
que redujo su capacidad para difundir sus descubrimientos. Pero, a su modo
de ver, el principal obstáculo en su carrera —y con mucho— es otro: «La
idea de que un estúpido parásito puede ser capaz de influir en nuestra
conducta ofende a mucha gente».
Por si no bastara con todas estas dificultades, tengo que sumar otra más:
su teoría huele a pseudociencia. Los especialistas con frecuencia la situaban
en la misma categoría que las abducciones hechas por extraterrestres, la
telepatía de los delfines y los cristales sanadores.
Lo que empujó a Flegr a seguir tan inusual camino de investigación fue
un párrafo con el que se tropezó en 1981 en un libro por entonces recién
publicado, The Extended Phenotype, escrito por uno de sus héroes, el
científico británico Richard Dawkins. El párrafo describía a la hormiga
suicida que se sube a un tallo de hierba por orden del trematodo inscrito en
su cerebro, el mismo parásito preciso que un decenio atrás había propiciado
la revelación de Janice Moore: los organismos manipuladores bien pudieran
ser una potente fuerza de la naturaleza.
Esta manipulación —la primera de la que Flegr oía hablar—le dejó pero
que muy impresionado. Por extravagante que suene, le llevó a pensar en la
posibilidad de que el parásito estuviera detrás de aspectos desconcertantes
de su propio comportamiento. «No tengo problema en andar en medio del
tráfico —me dijo—, y si un conductor hace sonar la bocina, no me aparto
de su camino». Ni siquiera le dan miedo los disparos de armas de fuego. De
joven, Flegr estaba de visita en el sureste de Turquía con otros estudiantes
cuando estalló una batalla entre el ejército turco y los kurdos. Sus
compañeros estaban paralizados por el pavor, mientras las balas silbaban
por encima de sus cabezas. Aunque también se puso a cubierto, se sentía
extrañamente sereno. «¿Qué demonios es lo que me pasa?, pensé en ese
momento». De forma igualmente sorprendente, Flegr no se esforzaba en
disimular su odio hacia los comunistas, sin que las posibles consecuencia le
inquietaran en lo más mínimo. «Lo sorprendente es que no me enviaran a la
cárcel». Durante la década siguiente, los incidentes extraños fueron
sucediéndose. Aunque es un hombre bajo y delgado, Flegr sabe karate. Sin
embargo, si alguien le atacaba, no trataba de defenderse. Si se daba cuenta
de que un tendero estaba engañándolo con el cambio, no decía palabra.
«Había algo que me impedía protegerme a mí mismo». Comenzó a pensar
que, de la manera que fuese, otros estaban hipnotizándolo. Con el tiempo
fue obsesionándose. Se embarcaba en largas conversaciones con sus colegas
sobre las posibilidades de ser hipnotizados. Si era el caso, ¿cómo podía
demostrarlo? Una tarde, poco después de una de estas disquisiciones, otro
científico le preguntó si estaría dispuesto a participar en un programa de
investigación para mejorar la sensibilidad de un tipo de análisis destinado a
detectar el toxoplasma. Flegr convino en hacer de conejillo de indias y
pronto se enteró de que él mismo estaba infectado por el parásito. De
inmediato empezó a preguntarse si este sería responsable de sus
comportamientos temerarios y miedos de estar siendo controlado por
fuerzas exteriores.
Peinó la literatura científica. Aprendió que las ratas y ratones típicamente
son infectados por el T. gondii al entrar en contacto con heces de gato
depositadas en el suelo, mientras rebuscan y revuelven en busca de
alimento. Si un gato después devora a uno de estos roedores, el microbio se
reproduce en su intestino y termina siendo defecado por el otro extremo, de
vuelta al suelo. Es la forma en que el T. gondii efectúa su continuo viaje
circular. Al profundizar en la literatura, Flegr se sintió estimulado al leer
que un científico británico llamado William M. Hutchison había observado
en la década de 1980 que los roedores infectados eran hiperactivos60. Dado
que los gatos se sienten atraídos por todo cuanto se mueve con rapidez, se
preguntó si el parásito estaba instando al roedor a correr en mayor medida
que la habitual. Además, Hutchison encontró que los roedores infectados
tenían mayor dificultad en distinguir entre los entornos familiares y los
novedosos61. Flegr pensó que quizá se trataba de otra forma por la que el
parásito empujaba al roedor a acabar en las fauces del gato. De forma más
ominosa, Otto Jírovec —reverenciado como el padre de la parasitología
checa— en los años cincuenta escribió que los individuos con esquizofrenia
eran más proclives a albergar el T. gondii62. «El parásito no tiene medio de
saber que está alojado en nuestro cerebro, y no en el de una rata —razonó
Flegr—. Así que resulta posible que también esté modificando nuestra
conducta63».
Hizo sus propias investigaciones y descubrió que en torno al 30 por
ciento de la población mundial vive con el parásito metido en la cabeza —
cosa que la mayoría ignora por entero—, de modo que si sus sospechas
tenían algún fundamento, las repercusiones en el plano de la salud podían
ser descomunales. También aprendió que la persona puede infectarse de
muchas otras formas que nada tienen que ver con limpiar la caja con arena
para el gato. El ganado también puede engullir T. gondii al pastar, y este
organismo que se replica con rapidez no tan solo viaja al cerebro del
animal, sino que asimismo produce unos quistes con gruesas paredes en su
músculo, en la carne que después nos comemos. Por dicha razón, las
personas que consumen carne de res o cordero poco hecha corren mayor
riesgo de sufrir la infección. Es un hecho que en Francia, cuyos habitantes
gustan del filete saignant, «sangrante», más del 50 por ciento de la
población está infectada. (Los estadounidenses se quedarán un poco más
tranquilos al saber que los índices en su país son mucho más bajos,
generalmente establecidos entre el 12 y el 20 por ciento.) Y otra forma de
infección es el consumo de agua contaminada por excrementos de gato,
circunstancia común en los países en desarrollo, donde nada menos que el
90 por ciento de los habitantes tienen la infección latente64.
Con el fin de poner a prueba la hipótesis de la manipulación, Flegr
ansiaba retomar la investigación allí donde Hutchison la había dejado y
hacer más experimentos pormenorizados con roedores. Pero el alojamiento
y la alimentación de animales es costosa y, como la mayor parte de los
científicos checos en el período inmediatamente posterior a la época
soviética, andaba corto de fondos. Motivo por el que se decantó por «unos
animales para experimentación que salen más baratos: los estudiantes
universitarios»65. Con el objetivo de encontrar diferencias psicológicas
entre sujetos infectados y no infectados, elaboró unas preguntas basadas en
sus propias intuiciones sobre la manera en que el parásito podría alterar
comportamientos o pensamientos. Estas son algunas muestras:
Si le atacan físicamente, ¿lucharía usted hasta el final?
¿Cree que hay otros que pueden controlar sus pensamientos a través de la
hipnosis u otros medios?
En caso de peligro inminente, ¿responde de forma lenta o pasiva?
Si se da cuenta de que están estafándolo, ¿protesta usted?
Para ocultar el verdadero propósito del estudio a los participantes, mezcló
dichas preguntas al azar con otras 178 preguntas sacadas de un test de
personalidad al uso.
Los resultados no fueron los esperados. La infección o no del individuo
no tenía relación con las respuestas a sus diez preguntas precisas. Pero las
personas con la infección latente sí que se diferenciaban en una serie de
rasgos y, de forma sorprendente, el sexo influía en sus perfiles de
personalidad. En comparación con los varones no infectados, los hombres
portadores del parásito eran más propensos a quebrantar las normas y
resultaban más reservados y suspicaces. En contraste con las no infectadas,
las mujeres portadoras eran más proclives a respetar las normas y también
tendían a ser de personalidad más cálida y extrovertida66.
Escéptico con sus propios resultados, Flegr procedió a someter al test de
personalidad a más de quinientas personas ajenas al mundo académico, por
ejemplo, a donantes de sangre o a mujeres a quienes habían hecho la prueba
del parásito durante el embarazo67. De nuevo encontró una tendencia
vinculada al sexo del participante en los rasgos asociados con el parásito.
En una ocasión, un observador estuvo contemplando a los participantes, sin
tener idea de su condición de infectados o no68. En consonancia con el
descubrimiento de que los varones infectados tienen mayor inclinación a
hacer caso omiso de las convenciones, los hombres observados en este
estudio eran más propensos a llegar tarde al análisis de sangre, así como
más desastrados en el vestir. «Muchos llevaban camisetas arrugadas y
pantalones vaqueros sucios y viejos», dijo Flegr. ¿Y las mujeres infectadas?
«Fueron las más puntuales de todas y las que iban mejor vestidas. Llevaban
barniz de uñas, joyas, ropas de marca…»69
Sin embargo, en una prueba informatizada, las mujeres y los hombres
infectados eran sorprendentemente similares… y muy distintos a las
personas sin el parásito70. Sentados frente a un monitor, los sujetos tenían
instrucciones de pulsar una tecla cuando vieran que un rectángulo aparecía
en cualquier lugar de la pantalla. Los que albergaban el parásito mostraban
unos lapsos de reacción significativamente más lentos. El análisis más
detallado de los datos reveló que el rendimiento de los infectados
comenzaba a empeorar al cabo de pocos minutos de sentarse ante el
ordenador, pues su atención iba dispersándose. La observación llevó a Flegr
a pensar si acaso podía constituir un peligro al volante de un coche. Es
sabido que la conducción segura requiere vigilancia constante y rápida
respuesta a los cambios en la carretera. El científico estudió a 592
residentes en Praga central y encontró que los individuos con el parásito
eran 2,7 veces más propensos a verse involucrados en accidentes de tráfico
que los del grupo de control, libres de la infección y de edades
equivalentes71. Dado que la fuerza de la epidemiología radica en las cifras,
a continuación efectuó un estudio de un grupo poblacional mucho mayor,
para determinar la incidencia de accidentes de tráfico entre 3.890 reclutas
del ejército checo. Resultó que los identificados como portadores del
parásito al inicio de la investigación habían sufrido bastantes más
accidentes72. «Estimo que el toxo es responsable de hasta un millón de
muertes por accidente viario al año», me dijo Flegr73.
Cuando llevaba más de diez años investigando el toxoplasma, hizo otro
descubrimiento —o mejor dicho, redescubrimiento—de envergadura. Un
día que estaba revolviendo papeles olvidados en el fondo del cajón de su
escritorio, se tropezó con su primer estudio sobre la cuestión. Al repasar las
tablas con los datos, advirtió que había cometido un error estadístico al
calcular los resultados. Corrigió las cifras y encontró que las respuestas
hechas por los participantes a algunas de sus diez preguntas de hecho
mostraban clara influencia de la infección. En contraste con los individuos
no portadores, los hombres y mujeres con el protozoo eran mucho más
proclives a contestar que otros podían controlarlos por medio de la hipnosis.
También estaban mucho más inclinados a declarar que respondían a las
amenazas inminentes de modo lento o pasivo y que experimentaban poco o
ningún miedo al encontrarse en situaciones peligrosas.
61. J. Hay et al., «The Effect of Congenital and Adult-Acquired Toxoplasma Infections on
Activity and Responsiveness to Novel Stimulation in Mice», Annals of Tropical Medicine and
Parasitology 77 (1983): pp.483-495.
64. K. McAuliffe, «How Your Cat Is Making You Crazy», Atlantic, marzo 2013.
67. J. Flegr et al., «Induction of Changes in Human Behaviour by the Parasitic Protozoan
Toxoplasma gondii», Parasitology 113 (1996): pp. 49-54.
71. J. Flegr et al., «Increased Risk of Traffic Accidents in Subjects with Latent Toxoplasmosis:
A Retrospective Case-Control Study», BioMed Central Infectious Diseases 2 (julio 2002):
p. 11.
74. J. Horáček et al, «Latent Toxoplasmosis Reduces Gray Mater Density in Schizophrenia but
Not in Controls: Voxel-Based-Morphometry (Vbm) Study», World Journal of Biological
Psychiatry 13 (2012): p.501.
78. Jaroslav Flegr, entrevista con la autora, Massa Marittima, Italia, 20 marzo 2012.
82. Webster, entrevista con la autora, verano 2011. Véase también M. Berdoy, J. P. Webster y
D. W. Macdonald, «Fatal Attraction in Toxoplasma-Infected Rats: A Case of Parasite
Manipulation of Its Mammalian Host», Proceedings of the Royal Society B 267 (2000):
pp. 1591-1594.
83. Glenn McConkey, entrevista con la autora, 16 septiembre 2011 y 1 mayo 2012.
84. E. Gaskell et al., «A Unique Dual Activity Amino Acid Hydroxylase in Toxoplasma
gondii», PLoS One 4, número 3 (marzo 2009): e4801.
85. E. Prandovszky et al., «The Neurotropic Parasite Toxoplasma gondii Increases Dopamine
Metabolism», PLoS One 6, número 9 (septiembre 2011): e23866.
88. Robert Sapolsky, «Bugs in the Brain», Scientific American (marzo 2003).
89. R. Sapolsky, «Toxo: A Conversation with Robert Sapolsky», Edge, 4 diciembre 2009
http://edge.org/conversation/robert_sapolsky-toxo.
90. Ibid.
91. Patrick House, entrevista con la autora, Palo Alto, California, 18 julio 2014.
94. Flegr, entrevista con la autora, verano 2011 y octubre 2011. Véase también J. Flegr et al.,
«Fatal Attraction Phenomenon in Humans — Cat Odour Attractiveness Increased for
Toxoplasma-Infected Men», PLoS 5, n.o 11 (noviembre 2011): e1389.
96. Katty Kay y Claire Shipman, «The Confidence Gap», Atlantic, mayo 2014.
97. S. A. Hari Dass y A. Vyas, «Toxoplasma gondii Infection Reduces Predator Aversion in
Rats Through Epigenetic Modulation in the Host Medial Amygdala», Molecular Ecology 23,
número 4 (diciembre 2014): pp. 6114-6122, doi: 10.1111/mec.12888.
98. Doruk Golcu, Rahiwa Z. Gebre y Robert M. Sapolsky, «Toxoplasma gondii Influences
Aversive Behaviors of Female Rats in an Estrus Cycle Dependent Manner», Physiology and
Behavior 135 (2014): pp. 98-103.
101. Andrew Evans, entrevista con la autora, 13 y 15 mayo 2013 y 24 y 25 mayo 2014.
105. E. Fuller Torrey, entrevista con la autora, Bethesda, Maryland, 22 enero 2013.
107. E. Fuller Torrey y Judy Miller, The Invisible Plague: The Rise of Mental Illness from 1750
to the Present (Rutgers University Press, New Brunswick, 2001).
109. E. F. Torrey, J. J. Bartko y R. H. Yolken, «Toxoplasma gondii and Other Risk Factors for
Schizophrenia: An Update», Schizophrenia Bulletin 38, número 3 (2012): pp. 642-647, doi:
10.1093/schbul/sbs043.
110. Torrey, entrevista con la autora, 28 julio 2011; Robert Yolken, entrevista con la autora, 25
julio 2011.
112. V. J. Ling et al., «Toxoplasma gondii Seropositivity and Suicide Rates in Women»,
Journal of Nervous and Mental Disease 199, número 7 (julio 2011).
114. Yagmur et al., «May Toxoplasma gondii Increase Suicide Attempt? Preliminary Results in
Turkish Subjects», Forensic Science International 199, números 1-3 (15 junio 2010): pp. 15-
17, doi: 10.1016/j.forsciint.2010.02.020.
115. Y. Zhang et al., «Toxoplasma gondii Immunoglobulin G Antibodies and Nonfatal Suicidal
Self-Directed Violence», Journal of Clinical Psychiatry 73, número 8 (2012): pp. 1069-1076,
doi: 10.4088/JCP.11m07532.
116. T. Arling, R. H. Yolken y M. Lapidus, «Toxoplasma gondii Antibody Titers and History of
Suicide Attempts in Patients with Recurrent Mood Disorders», Journal of Nervous and Mental
Disease 197, número 2 (diciembre 2009): p. 905.
117. T. B. Cook et al., «“Latent” Infection with Toxoplasma gondii: Association with Trait
Aggression and Impulsivity in Health Adults», Journal of Psychiatric Research 60 (enero
2015): pp. 87-94.
L
a idea del experimento surgió a partir de una conversación119. A
Janice Moore la habían invitado a pronunciar una charla sobre los
manipuladores parasitarios en la Universidad estatal de Nueva
York en Binghamton. La víspera, Chris Reiber, antropóloga biológica en
dicho centro, fue a recogerla al aeropuerto como deferencia a esta otra
colega, a quien invitó a cenar en su casa. Reiber no conocía mucho a Moore
ni estaba demasiado al corriente de sus investigaciones, por lo que le hizo
numerosas preguntas mientras preparaba los platos. Al escuchar las
historias de Moore sobre los manipuladores en la naturaleza, de inmediato
pensó en las enfermedades de transmisión sexual en el ser humano. Antes
de entrar en Binghamton había trabajado en un instituto de neuropsiquiatría
de la Universidad de California en Los Ángeles, centro que colaboraba
estrechamente con varias clínicas cercanas en las que trataban a pacientes
con VIH. «Los directores de estas clínicas solían decirme que los pacientes
con el VIH positivo en fases terminales ansiaban el sexo de una forma
intensa, terrible», me cuenta Reiber.
Se trataba de casos anecdóticos, no bien documentados, pero empezó a
preguntarse si efectivamente tendrían fundamento, pues había oído historias
muy parecidas en varios congresos científicos. Según sugirió a Moore, si
estos impulsos eran reales, quizá se trataba del intento que el virus hacía de
propagarse antes de la muerte inminente de su portador.
Era una posibilidad interesante, convino Moore, pero no había forma de
demostrarla sin hacer algo a lo que nadie se atrevería: infectar a personas
sanas. Te verías obligada a comparar el comportamiento antes y después de
la infección para que la argumentación fuera convincente, dijo.
«Entonces, ¿cómo explorarías esta posibilidad en el caso de los seres
humanos?», insistió Reiber.
Las dos científicas empezaron a debatir ideas sobre otros tipos de
microbios que pudieran manipularnos, gérmenes cuyo estudio ofrecería
menos riesgos. ¿Qué tal un virus de resfriado? Quizá el virus te vuelve más
sociable a fin de acelerar su difusión. ¿Por qué no exponer a las personas a
un virus de resfriado leve? Pero, de nuevo, descartaron el plan por ser
demasiado arriesgado.
Moore tuvo de pronto una inspiración. «Los médicos constantemente
están inoculando la gripe a la gente», recordó120. Quería decir que les
administraban vacunas contra la gripe, que contenían las mismas moléculas
presentes en el virus vivo, con la salvedad de su peligroso componente
infeccioso. Moore aventuró que el inactivado virus de la gripe en la vacuna
induciría los mismos cambios de conducta en su portador humano que su
gemelo no neutralizado. Se pusieron de acuerdo en que el rastreo de las
costumbres sociales de que las personas hacían gala antes y después de
recibir la vacuna podría ser un modo relativamente sencillo y ético de
mostrar que los parásitos manipulan al ser humano. También conseguirían
superar una de las principales críticas que recibieron los estudios de Flegr
hechos con personas: la repetida acusación de que la correlación no
establece una causalidad.
Moore volvió a casa, pero las dos investigadoras comenzaron a pensar
con seriedad en el modo en que conducirían el ensayo. Tras examinar la
literatura científica, descubrieron que el virus de la gripe es más
transmisible que nunca durante los dos o tres días posteriores a la
exposición de la persona al patógeno, pero antes de la aparición de los
síntomas. De hecho, la propagación del virus llegaba a su punto más álgido
durante esa corta ventana temportal. Dicho de otra forma, si vas a una fiesta
y a la mañana siguiente te despiertas con dolor de garganta y moqueo nasal,
no des por sentado que las personas a las que abrazaste o diste la mano la
víspera te han infectado. Es mucho más probable que sucediera lo contrario:
que tú los contagiaras a ellos.
Una vez que empiezas a toser y a sonarte la nariz, lo más probable es que
te metas en la cama y reposes, de forma que el patógeno tendrá una menor
ocasión de relacionarse con otros. Pero, a estas alturas, tu sistema
inmunológico estará operando al máximo rendimiento, reprimiendo las
ambiciones del virus. Siguiendo este razonamiento, Moore y Reiber
predijeron que el germen empujaría a las personas a buscar la compañía de
otros al inicio de la infección, antes de ser detectado y sufrir el contraataque
de las células defensivas.
Una vez formulada la hipótesis, decidieron que valdría la pena conducir
un ensayo piloto para ver si la idea se sostenía mínimamente. Las
investigadoras siguieron las interacciones sociales de treinta y seis personas
—ninguna de las cuales conocía el verdadero propósito del estudio— antes
y después de ser vacunadas contra la gripe en una clínica enclavada en el
campus de Binghamton. El cambio en la conducta de los sujetos fue
enorme, tan notable que su magnitud pilló por sorpresa a las propias Reiber
y Moore. Durante los tres días inmediatamente posteriores a la vacunación,
coincidiendo con el momento en que el virus era más contagioso, los
sujetos interactuaron con dos veces más personas que antes de ser
inoculados121.
«Los individuos que tenían unas vidas sociales muy limitadas o sencillas
de repente decidieron que necesitaban salir a los bares, ir a fiestas o invitar
a un montón de gente —dice Reiber—. Fue lo que sucedió con muchos de
los sujetos de estudio. No estamos hablando de uno o dos casos
aislados».122
Por desgracia, como les pasa a tantos científicos con interesantes
descubrimientos preliminares, no tuvieron éxito a la hora de conseguir
financiación para llevar a cabo un ensayo más amplio, que hubiera incluido
un grupo de control al que se administraría una vacuna de pega. Hasta que
este momento llegue, las científicas no pueden descartar que los tan
espectaculares resultados tengan otra explicación: las personas recién
vacunadas tienden a ser más sociables porque, en palabras de Moore, de
pronto perciben que son «a prueba de balas», esto es, inmunes a las
infecciones.
La idea de que los patógenos responsables de las enfermedades de
transmisión sexual fomentan los apetitos sexuales también está por
demostrar, pero Reiber y Moore no son las únicas en albergar tales
sospechas. En un blog patrocinado por la editorial University of Chicago
Press para promover el libre intercambio de ideas entre luminarias de la
ciencia, el virólogo de la Universidad de Columbia Ian Lipkin escribía:
«Carezco de pruebas experimentales, pero es posible que cuando el virus
del herpes simple infecta los nervios sacros (los situados en la base de la
columna vertebral), de rebote estimule las terminaciones nerviosas en la
zona pélvica, induciendo a la actividad sexual y aumentando la probabilidad
de trasladarse a otro portador»123.
En una conversación más reciente conmigo, Reiber especula que cuando
el virus del herpes despierta de su fase latente para causar ampollas
genitales, el patógeno posiblemente hace algo más que revoluciona la libido
del individuo; como parte de su estrategia reproductiva, quizá también
alimenta el deseo de la persona de mantener relaciones sexuales con
distintas parejas124. Al igual que Lipkin, Reiber no tiene datos que
respalden este punto de vista, pero en vista del pasmoso abanico de
aptitudes desplegado por los parásitos manipuladores, considera que la
hipótesis merece ser tenida en cuenta.
En la Universidad de Montpellier, Thomas describe otra posibilidad: «Un
parásito no necesita aumentar tu motivación [para el sexo], pues la mayoría
de los animales están lo bastante motivados de por sí. Se dan al sexo a la
primera oportunidad125». El problema radica en aumentar tu propio
atractivo cuando estás en tu fase más infecciosa. Según Thomas, hay
pruebas de que, al acercarse al período fértil del ciclo menstrual, las voces
de las mujeres se tornan más animadas, musicales y ligeramente jadeantes,
lo que les lleva a parecer más excitadas e interesadas en una conversación.
Se trata de una suerte de invitación al interlocutor del sexo opuesto. «No me
sorprendería que los parásitos hicieran algo parecido», concluye el francés.
Extrañamente, un agente infeccioso no tradicionalmente vinculado a las
dolencias de transmisión sexual —el virus de la rabia— puede disparar
repentinas alteraciones de la libido. El visible incremento del deseo sexual,
de la excitación y del placer resulta atípico pero es una manifestación de la
enfermedad en el ser humano bien documentada126. En siglos anteriores, los
franceses llamaban a estos deseos incontrolables entre las mujeres la rage
amoureuse y la fureur utérine127. Los hombres pueden experimentar
prolongadas erecciones y eyaculaciones, con una frecuencia que a veces
llega a ser horaria, a veces acompañadas por orgasmos128. No es de extrañar
que unos síntomas tan espectaculares fueran advertidos incluso en el mundo
antiguo. En el siglo , el médico griego Galeno contaba que un porteador
presa de la rabia tuvo numerosas eyaculaciones involuntarias en el curso de
tres días. Por supuesto, los animales enfermos de rabia no están en
disposición de decirnos cómo se sienten, pero sí pueden restregarse
furiosamente contra todo cuanto se cruza en su camino129.
Ningún debate sobre la neuroparasitología resulta completa sin hacer
referencia a la rabia, por lo que vamos a examinar qué es lo que hace este
virus. Desde luego, el hecho de que una infección extendida por medio de
animales agresivos y con colmillos ocasionalmente pueda provocar
calenturas sexuales proporciona cierta fascinación morbosa a la rabia. Pero
hay una razón más importante para prestar atención a esta enfermedad. Los
que vivimos en sociedades con excelentes servicios de salud tendemos a
pensar en la rabia como en una plaga del pasado, pero la dolencia sigue
teniendo dimensiones epidémicas en las regiones más pobres de África,
Asia y otros continentes130.
La familiarización con los estragos de la rabia obliga a sentirnos
profundamente agradecidos para con todos los investigadores que han
trabajado a fin de prevenir la enfermedad, comenzando por Louis Pasteur,
quien en 1885 tomó muestras de saliva de los colmillos de un perro rabioso
para desarrollar la primera vacuna131. Hasta entonces, el único tratamiento
para la tan temida infección consistía en cauterizar el lugar de la mordedura
del animal o en amputar un pie, una mano o una extremidad entera. Estas
medidas tan drásticas muchas veces eran útiles, en razón del lento
mecanismo de acción del patógeno. Tras entrar en el organismo por la piel
mordida, no se infiltra en el flujo sanguíneo, como hacen casi todos los
demás virus. En su lugar, el patógeno se desplaza a paso de caracol por las
fibras nerviosas, a razón de unos cuantos centímetros al día, hasta que
finalmente llega al cerebro, por lo general entre dos y cuatro semanas
después… aunque, para asombro de los científicos, el período de
incubación en algunos casos puede extenderse durante muchos meses y
hasta un año entero o más132.
En la mayoría de los casos, el síntoma inicial es un malestar parecido al
ocasionado por una gripe, indicativo de que la infección ha llegado al
cerebro. No mucho después, el virus típicamente invade el sistema límbico,
un centro neuronal que controla impulsos tan fundamentales como la
agresión, el sexo, el hambre y la sed. Este es el momento en que el paciente
puede experimentar un momentáneo incremento del deseo sexual. Mientras
el virus se replica de modo enloquecido, llevando a los circuitos a
dispararse de forma errática, una luz, un ruido o un olor, incluso el roce más
ligero —como el de una suave brisa— pueden generar una profunda
agitación. Este fenómeno, llamado hiperestesia, puede tener su función en
portadores corrientes como perros, mapaches, murciélagos y zorros: el
animal excitable necesita muy poco para atacar con sus fauces. El virus
asimismo paraliza los músculos en la garganta. Cuando la persona grita de
dolor, emite un ruido ronco y ahogado a veces comparado con un ladrido.
Cada vez le resulta más difícil tragar, y la saliva rica en el agente infeccioso
va acumulándose en la boca y se vuelve espumosa, cayendo por las
comisuras de los labios en largos regueros de babas. Llegados a este punto,
los seres humanos con frecuencia sufren de hidrofobia, literalmente, «miedo
al agua». Sin embargo, la palabra «miedo» no alcanza a describir el
tormento que el agua evoca en el enfermo. Dado que el virus origina unas
contracciones extremadamente dolorosas de la garganta, la imagen de
cualquier líquido en un vaso o las salpicaduras en un recipiente puede llegar
a causar arcadas.
A medida que la dolencia progresa hacia la fase denominada furiosa, la
expresión de su víctima puede convertirse en una mueca amenazadora, pues
los músculos faciales se sumen en espasmos involuntarios. A diferencia de
los animales rabiosos, los seres humanos no suelen morder, pero sí pueden
ser presa de la furia. No es raro que a estas alturas sufran de alucinaciones
aterradoras. La muerte generalmente llega pocos días después de la
aparición de los síntomas graves, y lo típico es que se deba a una asfixia o
paro cardíaco.
La enfermedad no siempre sigue tan espectacular curso. En una tercera
parte de los casos, de forma inexplicable, la única manifestación es la
parálisis, que se inicia en el punto de la mordedura y se extiende por todo el
cuerpo de modo gradual, llevando al coma y a la muerte. El camino a la
tumba en este caso es menos violento pero por lo general más largo, por lo
que tiene el nocivo efecto de prolongar el sufrimiento.
Por angustiosos que resulten los síntomas, quizá lo más inquietante de
todo es que este patógeno no necesita convertir a sus portadores en bestias
salvajes a fin de propagarse. Antes de que un animal infectado comience a
comportarse de modo aberrante, el virus ya ha alcanzado grandes
concentraciones en su saliva y puede extenderse cuando el animal lame
partes específicas del cuerpo de otro ser, sobre todo, las suaves membranas
mucosas de color rosado que rodean los ojos, labios, boca, fosas nasales,
pezones, ano y genitales. «El virus lleva a cabo su transmisión por medio
del comportamiento normal de los mamíferos —explica el especialista en
rabia Charles Rupprecht—. Somos seres sociales. Nos encanta lamer, nos
encanta chupar, nos encanta morder. El acto de chupar forma parte del
vínculo con la madre. La mayoría de los mamíferos acostumbran a lamer y
olisquear los genitales de sus pares. Los perros lo hacen de forma constante.
Los perrillos siempre están saltando y mordiendo en broma, porque quieren
que su madre los alimente. Durante la cópula, el macho puede morder a la
hembra en la nuca, a fin de sojuzgarla. Todos estamos obsesionados por los
tan extraños efectos del virus sobre nuestras personas, pero lo habitual es
que no tengan la menor influencia en su propagación».
Por suerte para nosotros, no somos tan susceptibles al virus como otros
mamíferos. Las probabilidades de que un ser humano transmita el virus a
otro —por ejemplo, a través del sexo oral, el beso o un lametón apasionado
— son remotas. Los pocos casos descritos resultan anecdóticos y han tenido
lugar en países pobres donde las autoridades sanitarias no tienen los
recursos para prevenir la enfermedad y, menos aún, para conducir estudios
epidemiológicos cuidadosamente controlados a fin de determinar la
veracidad de tales supuestos contagios. Con todo, Rupprecht insiste en que
toda persona que haya tenido relación sexual con un enfermo de rabia, o
incluso compartido un cigarrillo o una bebida con él, tendría que recibir un
tratamiento profiláctico, típicamente, una serie de cuatro inyecciones en el
brazo, que —a pesar de la leyenda— no son más dolorosas que las vacunas
normales contra la gripe. «Por lo que sabemos sobre la patofisiología de
esta enfermedad, es perfectamente posible que las personas transmitan la
rabia por medio del beso y el sexo oral», subraya. Teniendo en cuenta que el
marcado aumento de la libido puede ser uno de los síntomas iniciales de la
dolencia, existe el peligro de que un individuo rabioso difunda el virus sin
saberlo, antes de ser diagnosticado.
En un caso descrito en India, por ejemplo, una mujer casada de
veintiocho años de pronto tenía tantas ganas de practicar el sexo como para
causar un problema marital, lo que la llevó a consultar a un ginecólogo, a
un segundo médico y, finalmente, a dirigirse a una unidad de urgencias.
Una vez allí, desarrolló hidrofobia, y los médicos al momento sospecharon
que estaban ante un caso de rabia. Preguntaron, y la mujer recordó que dos
meses atrás, un perrillo le hizo una pequeña mordedura, que en su momento
le pareció insignificante. Murió en la unidad de urgencias al día siguiente,
pero a su marido le administraron la vacuna y no enfermó de rabia.
«En un mililitro promedio de saliva seguramente hay más de un millón de
viriones (partículas de virus) —dice Rupprecht—. ¿Conviene asumir el
riesgo de una enfermedad que presenta mayor mortalidad que cualquier otro
agente infeccioso? Una vez que la persona la ha contraído, yo ya no puedo
tratarla133».
En suma, parece que el virus de la rabia mejora su propagación viniendo
a entumecer el cerebro y provocando que numerosos circuitos enloquezcan
de modo simultáneo. Algunos de los síntomas que induce —la hidrofobia,
por ejemplo— dan la impresión de ser irrelevantes para su difusión, pero el
aumento del deseo sexual puede resultar útil (por lo menos en los animales).
Desde luego, la incitación al animal a morder (enfureciéndolo y, por medio
de la hiperestesia, haciendo que se ponga de los nervios a la menor
sensación) es el método más efectivo que utiliza para trasladarse de uno a
otro portador. No obstante, el hecho de que la rabia pueda transmitirse,
antes de la aparición de los síntomas, por medio de un lamentón o
mordisqueo amistoso en el curso de la cópula normal sugiere que la fase
furiosa en realidad viene a ser una póliza de seguro, el plan alternativo del
parásito por si no consigue dirigirse a un nuevo portador por los métodos
más acostumbrados.
Es la moderna versión de la rabia. En épocas anteriores, antes de que
hubiera información sobre los virus o su forma de propagación, la gente sin
duda la consideraba como una locura contagiosa. Una bestia salvaje te
muerde y, a través de la herida, su espíritu entra en tu cuerpo. Así poseído,
tú también te conviertes en un animal salvaje. Sacas espuma por la boca,
estás furioso con el mundo y, en tu delirio, hasta puedes llegar a morder.
Ladras como un perro y haces gala de una carnalidad descontrolada.
Violencia, sexo, sangre y truculencia. Un mal que se extiende y que tiene
vida propia.
Si esta descripción resulta familiar, es porque —casi con toda seguridad
— la rabia está en la base de los mitos vampíricos. En muchas de estas
leyendas, sobre todo en las versiones originarias de Europa oriental durante
la primera mitad del siglo , los vampiros son personas (a veces
fallecidas) que se levantan por la noche y, con frecuencia, tras asumir la
forma de un perro o un lobo, se vuelven contra sus vecinos, cuya carne
devoran, cuya sangre chupan o a los que violan, entre otras acciones
horrorosas. El hecho es que para las personas de aquellos tiempos no se
trataba de leyendas; se consideraba que eran historias reales, y quien fuera
acusado de tener tan salvajes poderes podía ser ahorcado o quemado en la
hoguera. El conde Drácula, creado por el escritor Bram Stoker en 1897,
estuvo basado en estos viejos relatos, con la particularidad de que este
famoso monstruo adopta la forma de un murciélago. Sin duda no es casual
que dichas formas sobrenaturales hicieran gala de la agresividad e
hipersexualidad de los animales rabiosos y adoptaran la apariencia física de
los portadores de la rabia más habituales, ni que el vampirismo, al igual que
la enfermedad viral, pueda ser transmitida por un mordisco. Los parecidos
no terminan ahí. En un artículo publicado en 1998 en Neurology, revista
poco dada al sensacionalismo, el médico español Juan Gómez-Alonso
subraya otros paralelismos menos obvios entre los vampiros y los animales
rabiosos. Según el folklore, la vida del vampiro duraba veinte días, lo que
coincide con el período promedio entre la mordedura de un animal rabioso
y la muerte de la víctima. Y, al igual que las personas rabiosas, el vampiro
siente repulsión por la luz (de ahí sus hábitos nocturnos), los olores fuertes
(la narrativa popular explica que el olor del ajo los ahuyenta) y el agua (se
recomendaba regar el entorno de las tumbas para que no salieran de sus
cámaras subterráneas)134.
120. Ibid., y Janice Moore, entrevista con la autora, otoño 2011 y 6 enero 2015.
122. C. Reiber, entrevista con la autora, 15 enero 2013; Moore, entrevista con la autora, otoño
2011 y 6 enero 2015.
123. Kristi McGuire, «Traffic: Carl Zimmer and W. Ian Lipkin», The Chicago Blog, 11 abril
2015, http://pressblog.uchicago.edu/2011/05/03/traffic-carl-zimmer-and-w-ian-lipkin.html.
125. Frédéric Thomas, entrevista con la autora, Massa Marittima, Italia, 19 marzo 2012.
126. Charles Rupprecht, entrevista con la autora, 12 diciembre 2012; y véase B. Wasik y M.
Murphy, Rabid: A Cultural History of the World’s Most Diabolical Virus (Penguin, Nueva
York, 2012), 9; J. K. Dutta, «Excessive Libido in a Woman with Rabies», Postgraduate
Medical Journal 72 (1996): p. 554; y A. M. Gardner, «An Unusual Case of Rabies», Lancet
296, número 7671 (1970): p. 523.
127. K. Kete, The Beast in the Boudoir: Petkeeping in Nineteenth-Century Paris (University of
California Press, Berkeley, 1994), pp. 101-102.
132. Ibid., 8.
133. S. Senthilkumaran et al., «Hypersexuality in a 28-Year-Old Woman with Rabies»,
Archives of Sexual Behavior 40, n.º 6 (2011): pp. 1327-1328.
134. J. Gómez-Alonso, «Rabies: A Possible Explanation for the Vampire Legend», Neurology
51 (1998): pp. 856-859.
136. M. R. H. Taylor et al., «The Expanded Spectrum of Toxocaral Disease», Lancet (26 marzo
1988): p. 692.
¿
Te apetece practicar el puentismo? ¿Ponerte a conversar con un
desconocido? ¿Comerte un pastel de una sentada? Por extraño que
resulte, las bacterias en tu intestino pueden estar influyendo en estas
y muchas otras elecciones y costumbres.
Rendimos culto al cerebro como asiento del intelecto humano, pero cada
vez más datos sugieren que nuestra conducta no tan solo está gobernada por
la parte de arriba, sino también y de modo literal, por la parte de abajo. Y
por lo que sabemos, los microbios que habitan nuestros genitales y narices
también pueden tener algo que decir en lo referente a nuestros
comportamientos y acciones.
El estudio del microbioma —todos los organismos diminutos cuyo hogar
es nuestro cuerpo— es una frontera tan desconocida e intransitada como
cualquier otra en la ciencia, y el modo en que estos inquilinos influyen en el
cerebro seguramente es el menos conocido de todos sus papeles. La
mayoría de ellos están tan soberbiamente adaptados a la vida en nuestro
interior que los científicos tienen dificultad en hacerlos crecer en una placa
de Petri. Tan solo recientemente disponen de la tecnología necesaria para
estimar su número y nada más, sin llegar a caracterizar que és lo que hacen
exactamente.
El primer censo importante de nuestros inquilinos microbianos tuvo lugar
en 2005, facilitado por el desarrollo de la máquina superrápida de
secuenciación de los genes para distinguir la huella genética de diferentes
organismos142. Llevado a cabo por un grupo internacional de científicos, el
proyecto inicialmente se centraba en la caracterización de los microbios que
habitan el interior de personas sanas. Del estudio fueron excluidos los
individuos con acné, caries de importancia y otras dolencias más serias.
Una vez así reducido el número de sujetos, los investigadores tomaron
muestras de excrementos, axilas, el reverso de las orejas, la parte posterior
de la garganta, entre los dedos de los pies, el interior de la vagina y todo
otro recoveco e instersticio al que se podía acceder con una sonda. A
continuación pusieron los microbios en cultivo y analizaron su material
genético segmento a segmento. A partir de los resultados, unos ordenadores
calcularon el tamaño de la comunidad microbiótica: la suma total de virus,
bacterias, hongos, protozoos y otros organismos que viven dentro de
nosotros. La suma total fue de más de cien trillones de organismos, lo que
multiplicaba por diez la población de células humanas. La cantidad de
material genético de origen microbiano superaba a la nuestra 150 veces. Por
decirlo en pocas palabras, el 90 por ciento de ti no eres tú143.
Algunos de estos microbios cruzan la placenta y pasan a residir en
nuestro interior cuando todavía estamos en el útero144. Pero la principal
oleada de colonización tiene lugar en el parto145. Después de que la madre
rompa aguas, los microbios que cubren su canal vaginal van subiéndose al
bebé a cada nueva contracción. A partir de ese momento, cada uno de
nosotros se convierte en un imán para los microbios. Estos proceden de los
médicos que nos traen al mundo, de las mantas que nos envuelven, de
nuestros primeros chupetes y del aire que nos rodea. Invaden toda fisura y
resquicio de nuestros cuerpos, con particular énfasis en el intestino, que les
atrae en razón de su botín de nutrientes. Durante los dos primeros años, esta
población se modifica con espectacularidad y es claramente distinta entre
un bebé y otro. Pero entonces, cuando los niños pequeños empiezan a
comer alimentos sólidos, la población se estabiliza. Los niños y los adultos
típicamente albergan unos cuantos millares de especies de microbios, y no
hay dos personas en el mundo que tengan la misma composición idéntica de
ellos. Tu microbioma es tan único como tu huella dactilar146.
Nuestras células microbianas —quizá haríamos mejor en hablar de
nuestros «yos microbianos», pues cada uno de nosotros en realidad es un
superorganismo— no pueden ser clasificados con facilidad. El censo reveló
que varias cepas etiquetadas como patógenos de hecho viven en nuestro
interior de forma constante y tan solo causan problemas cuando estamos
debilitados o cuando unas circunstancias inusuales favorecen su
crecimiento.
La misma especie de bacteria puede ser una ayuda (un simbionte), un
gorrón inofensivo (un comensal) o un elemento dañino (un parásito), en
función de las circunstancias siempre cambiantes147.
En el intestino, los microbios residentes se llevan su parte de cada
alimento que comes, pero a cambio ayudan a digerirlo, sintetizando
vitaminas y desarmando a las bacterias peligrosas que ingieres148. También
producen casi todo neutransmisor importante que regula nuestras
emociones —de forma notable, el ácido gamma aminobutírico, la
dopamina, la serotonina, la acetilcolina y la noradrenalina—, así como
hormonas con propiedades psicoactivas149. Los científicos hoy sospechan
que, en uno u otro grado, los microbios intestinales influyen en si te sientes
feliz o triste, ansioso o tranquilo, lleno de energía o más bien flojo. Al
indicar al cerebro cuándo has comido lo suficiente, es hasta posible que
determinen si eres gordo o delgado150.
Los científicos siguen tratando de discernir cómo se las arregla
exactamente la flora bacteriana intestinal para transmitir mensajes a la
cabeza, tan lejana, pero por el momento tienen unas cuantas ideas.
Según creen, ciertos compuestos psicoactivos elaborados por las bacterias
en las tripas son detectados por el sistema nervioso entérico, una gruesa
madeja de neuronas que se extiende por toda la longitud del intestino151.
Esta red tiene más neuronas que la médula espinal —de ahí su nombre de
«segundo cerebro»— y conecta con el gran cerebro en lo alto a través del
nervio vago, uno de los principales conductos por los que las bacterias
hacen oír su voz. De hecho, el 90 por ciento de la información transmitida
por este cable se traslada de las vísceras al cerebro, y no en sentido inverso,
como los científicos dieron por sentado durante años.
Al desmenuzar los alimentos, las bacterias intestinales también producen
metabolitos con propiedades neuroactivas que pueden estimular el mismo
cable nervioso o ser transportadas al cerebro por el flujo sanguíneo152.
Las bacterias intestinales pueden afectar al sistema inmunológico, lo que
puede socavar nuestro estado de ánimo y nivel de energía, en otra muestra
de que nuestro microbioma es capaz de modificar nuestra conducta. De
forma que acaso tiene relación con esta observación, los individuos
deprimidos acostumbran a tener unas concentraciones inusualmente altas de
determinadas bacterias intestinales y son más propensos a tener unos
marcadores biológicos más elevados para los casos de inflamación, lo que
es una respuesta inmunomediada153.
De forma curiosa, determinadas dolencias vinculadas a la flora intestinal
—en particular la colitis ulcerosa y la enfermedad de Crohn— se
caracterizan por las perturbaciones del microbioma en el intestino, y tales
dolencias están asociadas a una incidencia inusualmente alta de trastornos
mentales en comparación con otras enfermedades serias que afectan otras
partes del cuerpo. De hecho, entre el 50 y el 80 por ciento de quienes sufren
estas dolencias están clínicamente deprimidos154.
De modo más sorprendente, ciertas anomalías en la composición de la
microbiota humana han sido vinculadas al trastorno del espectro autista
(TEA), dolencia caracterizada por una mayor ansiedad, depresión y
dificultad para la relación social155. Los roedores que hacen gala de
comportamientos que reflejan muchos de los observados en niños con TEA
muestran cambios similares en sus microbiomas intestinales156. Tras la
introducción de bacterias sanas en sus intestinos, su conducta por lo general
se normaliza. Esta observación alimenta la esperanza de que quizá sea
posible desarrollar terapias basadas en la microbiota para los enfermos del
TEA, si bien los científicos aún están lejos de traducir este hallazgo en
tratamientos clínicos.
Está claro que en nuestro estómago pasan muchas cosas. Su flora
microbiana, combinada con las células inmunológicas y el segundo cerebro,
constituye un ecosistema complejo y diverso, un bosque tropical que crece
en el interior de todos y cada uno de nosotros, por así decirlo. De modo que
nadie está en condiciones de determinar con precisión cómo interactúan las
bacterias intestinales, qué es lo que nos hacen o por qué. Los modelos
estándar de manipulación quizá no son de aplicación en este caso. Está
claro, sin embargo, que la conducta de los animales cambia notablemente
según la composición del microbioma en su intestino.
La prueba más sorprendente de todo esto procede de los ratones libres de
gérmenes, esto es, de animales especialmente creados en ambientes estériles
para que no tengan microbios en las tripas157. Un ratón sano normal con su
flora intestinal intacta aprende con rapidez y de buena gana. Si se le
muestra un objeto novedoso, como un aro para servilleta, de inmediato lo
rodea y olisquea con gran interés. Si lo situamos en un laberinto, explora los
nuevos corredores con entusiasmo. Los ratones sin gérmenes en absoluto
hacen gala de esta curiosidad natural. Se diría que no tienen recuerdos de
los objetos y lugares que han explorado recientemente, pues son tan
proclives a decantarse por lo que resulta familiar como por lo que es nuevo,
excitante o distinto. Estos roedores también son extrañamente osados;
parecen desconocer el miedo. Se aventuran sin dudarlo por lugares a los que
los ratones con microbiotas normales no se dirigen. Las luces brillantes y
los espacios abiertos que para el ratón normal son sinónimos de peligro no
les resultan disuasorios en lo más mínimo. De hecho, son tan inmunes a la
ansiedad que no muestran señales de inquietud ni cuando, al poco de nacer,
están separados de sus madres durante tres horas al día, experiencia
traumática que en condiciones normales los convertiría en asustadizos e
inadaptados sociales de por vida. Por lo demás, los ratones sin gérmenes
corretean por el interior de sus recintos cercados en mayor medida que los
dotados de una microbiota normal158. Como en el caso de los ratones con
rasgos propios del autismo, la transferencia de un microbioma intestinal
sano a los animales sin gérmenes puede normalizar muchos de estos
comportamientos —por ejemplo, se tornan más cautos y menos activos—,
pero tan solo si dicha transferencia tiene lugar antes de las cuatro semanas
de edad159. Pasado este lapso, el transplante no tiene efecto, lo que sugiere
que el microbioma existente al principio de la vida conforma el propio
cableado del cerebro. De hecho, unos estudios efectuados en el instituto
Karolinska de Suecia muestran que la temprana exposición al microbioma
intestinal influye de forma espectacular en la expresión de centenares de
genes, muchos de ellos involucrados en la transmisión de mensajes
químicos en el cerebro.
Es posible que las bacterias en el cerebro incluso influyan en la
personalidad. El mismo equipo que efectuó el estudio sobre la carencia
maternal (Stephen M. Collins, Premysl Bercik y varios colegas de la
Universidad McMaster de Ontario, Canadá) exploró esta posibilidad
valiéndose de ratones endogámicos con dos temperamentos marcadamente
distintos160. Los ratones de una cepa eran inusualmente tranquilos y poco
inclinados a hacer vida social con sus pares. Los ratones de la otra cepa
hacían gala de unos rasgos situados al otro extremo del espectro; eran más
nerviosos, agresivos y gregarios. Estos dos grupos a la vez tenían distintos
microbiotas, y los investigadores decidieron comprobar qué pasaría si
cogían unos ratones sin gérmenes de un grupo y les inoculaban con la
bacteria intestinal del otro. En lo esencial, el resultado fue un cambio de
personalidad. Los ratones tranquilos se volvieron más nerviosos y
sociables; los ratones que eran agresivos se calmaron y se tornaron menos
sociables. En otras palabras, cada grupo desarrolló un carácter algo más
parecido al de la cepa que había donado los microbios. En coincidencia con
esta transformación, el equipo canadiense descubrió un aumento en la
producción de una sustancia neuroquímica llamada factor neutrófico
derivado del cerebro en cierta región cerebral implicada en la regulación de
las emociones.
144. D. Grady, «Study Sees Bigger Role for Placenta in Newborns’ Health», New York Times,
21 mayo 2014, http://www.nytimes.com/2014/05/22/health/study-sees-bigger-role-for-
placenta-in-newborns-health.html.
146. Lozupone et al., «Diversity, Stability and Resilience of the Human Gut Microbiota»,
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150. Ibid., 701-709, y P. Forsythe et al., «Mood and Gut Feelings», Brain, Behavior, and
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151. A. Hadhazy, «Think Twice: How the Gut’s “Second Brain” Influences Mood and Well-
Being», Scientific American (12 febrero 2010), http://www.scientificamerican.com/article/gut-
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153. M. Almond, «Depression and Inflammation: Examining the Link», Current Psychiatry
12, número 6 (junio 2013): pp. 24-32. Véase también A. Naseribafrouei et al., «Correlation
Between the Human Fecal Microbiota and Depression», Neurogastroenterology and Motility
26 (2014): pp. 1155-1162.
154. Collins, entrevista con la autora.
155. M. Wenner Moyer, «Gut Bacteria May Play a Role in Autism», Scientific American (14
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156. J. Gilbert et al., «Toward Effective Probiotics for Autism and Other Neurodevelopmental
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157. S. Collins, M. Surette y P. Bercik, «The Interplay Between the Intestinal Microbiota and
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Proceedings of the National Academy of Sciences of the United States of America 108, número
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160. Gareau et al., «Bacterial Infection Causes Stress-Induced Memory Dysfunction», p. 307.
161. J. Cryan, entrevista con la autora, 10 diciembre 2012. Véase también J. Bravo et al.,
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Sciences of the United States of America 108, número 38 (2011): pp. 16050-16055, doi:
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and Functional Constipation: A Randomized Clinical Trial», JAMA Pediatrics 168, número 3
(2014): pp. 228-233, doi: 10.1001/jamapediatrics.2013.4367. Véase también B. Chumpitazi y
R. J. Shulman, «Five Probiotic Drops a Day to Keep Infantile Colic Away?», JAMA Pediatrics
168, número 3 (2014): pp. 204-205, doi: 10.1001/jamapediatrics.2013.5002.
165. F. Savino et al., «Lactobacillus reuteri (American Type Culture Collection Strain 55730)
Versus Simethicone in the Treatment of Infantile Colic: A Prospective Randomized Study»,
Pediatrics 119 número. 1 (2007): e124-e125.
167. K. Tillisch et al., «Consumption of Fermented Milk Product with Probiotic Modulates
Brain Activity», Gastroenterology 144, número 7 (2013): pp. 1394-1401, doi:
10.1053/j.gastro.2013.02.043.
H
ay dos ratones. Uno es rollizo de un modo que resulta bonito, el
otro está en la piel y los huesos. Y sin embargo, el ratón flaco
come mucho más que el otro. Pesa menos porque, a diferencia de
su orondo congénere, no tiene microbios en el intestino. Sin estos ayudantes
que desmenuzan los alimentos, la mayor parte de la comida pasa por el
intestino sin ser digerida. Si bien el animal consume un 30 por ciento más
de comida que el ratón de mayor tamaño, tiene un 60 por ciento menos de
grasa171.
Los estudios realizados sobre microbios carentes de gérmenes no dejan
dudas de que los microbios ejercen gran influencia en la cantidad de
nutrientes que podemos obtener de la comida; es el modo obvio por el que
controlan el hambre y el peso corporal. Pero esta historia va más allá de la
simple ingesta y expulsión de calorías. Las bacterias intestinales regulan las
hormonas que tu propio cuerpo produce para avivar o suprimir el apetito172.
Son, por ejemplo, la ghrelina, la molécula que te incita a servirte un nuevo
plato del bufé, y la leptina, que te dice que ha llegado la hora de dejar el
tenedor en la mesa. También se sospecha que las bacterias en la barriga
posiblemente sintetizan unas sustancias químicas vinculadas a las regiones
cerebrales que gobiernan la saciedad. Estas áreas incluyen circuitos ricos en
receptores cannabinoides… los mismos conductos neurológicos que entran
en acción cuando un consumidor de cannabis de pronto tiene un antojo de
comida173.
Inspirados por estos descubrimientos, muchos científicos sospechan que
nuestros microbiomas pueden ser dueños del secreto para vencer a la
obesidad. En el centro de este torrente de actividad se encuentra Jeffrey
Gordon, investigador médico en la Universidad Washington de Saint Louis,
quien ha realizado uno de los experimentos más creativos y provocativos a
este respecto.
En 2006, el equipo de Gordon hizo un descubrimiento de importancia: los
ratones gordos tenían una proporción mucho mayor de cierto principal
grupo bacteriano y menor de otro, mientras que los animales flacos
mostraban el perfil contrario174. Gordon se quedó fascinado al ver que los
seres humanos obesos y delgados exhibían idéntico patrón175. ¿Era posible
que ciertas bacterias llevaran a engordar? ¿O podría ser que el exceso de
calorías consumidas por las personas gruesas favorecía el crecimiento de
tales cepas precisas?
A fin de discernir entre la causa y el efecto, Gordon, en compañía de
Vanessa K. Ridaura y otros, ejecutó una serie de experimentos que llamaron
la atención de la comunidad científica176. Emprendieron una búsqueda
destinada a encontrar raras parejas de hermanos gemelos en las que uno
tuviera sobrepeso y el otro fuera flaco (la idea era la de minimizar el factor
hereditario). A continuación recogieron bacterias de los excrementos de los
sujetos y las usaron para colonizar a ratones genéticamente idénticos y
libres de gérmenes. Los animales que recibieron las bacterias de los
hermanos con sobrepeso se volvieron obesos, y los que recibieron las de los
gemelos delgados siguieron siendo delgados. Los investigadores a
continuación establecieron un combate entre los dos tipos de microbios al
alojar a ambos conjuntos de ratones en una misma jaula. Los roedores son
coprófagos —una forma elegante de decir que devoran las heces de sus
pares—, de forma que, al juntar a los dos grupos, expusieron a los
miembros del uno y del otro a las bacterias fecales originalmente
procedentes de los hermanos gemelos gordos y flacos.
Esta lucha microbiana terminó de modo espectacular. Los roedores
obesos perdieron el exceso de peso, a medida que las bacterias provenientes
de los gemelos delgados se impusieron a la población preexistente. Los
roedores flacos siguieron igual de flacos. Las bacterias de los hermanos
delgados prevalecieron en ambos grupos.
A los sujetos de este experimento los estuvieron alimentando con comida
estándar para roedores baja en grasas, pero los investigadores se
preguntaron qué hubiera pasado si a los animales les hubieran suministrado
el equivalente de la comida basura cuando estaban expuestos a la mezcla
bacteriana. ¿El resultado habría sido el mismo? Los científicos consultaron
diversas tablas y recetarios dietéticos para crear unas pequeñas bolas de
comida con composición similar a la de los productos azucarados y ricos en
grasas consumidos por gran parte de la población en los países ricos. Al
alimentarse con esta dieta, los roedores gordos no perdieron peso. Los
microbios que llevaban a engordar triunfaron sobre los que ayudaban a
adelgazar. A todo esto, los roedores fibrosos no se tornaron rollizos, por
mucho que comieran. Su población bacteriana inicial los protegía de la
obesidad.
Más recientemente, el equipo de Gordon ha descubierto que los ratones
gordos tienen microbiomas empobrecidos en comparación con los de los
delgados, quienes albergan muchas más especies de bacterias
intestinales177. Otras investigaciones sugieren que las diversas microbiotas
de los ratones flacos pueden extraer mayor número de calorías del mismo
alimento, lo que podría llevar a pensar que estos roedores serían los que se
hincharían. Pero, de forma paradójica, sus bacterias desmenuzan el
alimento en metabolitos que parecen operar como supresores del apetito y
generadores de energía, de modo que el animal quema las calorías excesivas
y consume menor número de ellas en su conjunto178.
Estos resultados alientan la fantasía —porque de momento no es más que
eso— de que los seres humanos con sobrepeso podrían adelgazar si el
adecuado cóctel bacteriano de un modo u otro fuera a parar a sus intestinos,
en combinación con un corto período durante el que seguirían una dieta
baja en grasas para expulsar de sus sistemas a los organismos que llevan a
engordar. Y entonces, una vez que la colonia de bacterias benignas
estuviera bien asentada, estas personas dejarían de tener antojos de pastel de
chocolate. O quizá podrían comer tres raciones seguidas y seguir vistiendo
sin problemas sus pantalones de corte ceñido a la última.
Por desgracia, seguramente no resultará tan sencillo. En los seres
humanos, la obesidad es una dolencia compleja, en la que no tan solo
influyen los factores evidentes como la dieta, la herencia y el ejercicio
físico, sino también el sueño o la falta de él, el estrés, las normas culturales,
los problemas amorosos, el nivel de ingresos, el tabaquismo, el consumo de
alcohol, la presencia de animales de compañía en el hogar y quién sabe qué
otras variables. Dicho todo esto, no es de descartar que las bacterias
intestinales pudieran estar decantando la balanza de forma decisiva y en
sentido negativo para algunas personas.
Con el propósito de corregir este desequilibrio, un grupo científico de
Ámsterdam ha recurrido a una estrategia que implica transferir heces de una
persona delgada al intestino de otra gorda por medio de un colonoscopio (el
instrumento en forma de tubo que se inserta por el recto para llevar a cabo
una colonoscopia)179. Por desagradable que suene este procedimiento, su
empleo tiene sus precedentes en la medicina. El llamado transplante fecal se
ha revelado prometedor en ensayos experimentales para tratar una serie de
problemas gastrointestinales como el Clostridium difficile, un trastorno
marcado por diarreas y dolores abdominales crónicos, y la enfermedad de
Crohn (las bacterias a transferir proceden de personas sanas sin problemas
gastrointestinales). Esta circunstancia llevó a los investigadores holandeses
a llevar a cabo el ensayo con pacientes obesos. No obstante, muchos
especialistas estadounidenses opinan que su iniciativa resulta prematura;
preferirían que dicha estrategia tuviera una base científica más sólida180.
Esta estrategia también despierta inquietudes en lo referente a la seguridad
del paciente.
Si bien los donantes se someten a análisis rigurosos para asegurar que no
tienen VIH, hepatitis C u otras infecciones181, siempre cabe la posibilidad
de que unos patógenos pasen desapercibidos y terminen por infectar al
destinatario del transplante. Las figuras más destacadas en este terreno
asimismo debaten de forma discreta otra cuestión de importancia: quizá sea
preciso asegurarse de que los donantes tampoco tienen enfermedades
mentales. Tras subrayar que las bacterias intestinales pueden influir en las
emociones y quizá también en el temperamento, John Cryan, el
neurocientífico del University College en York, advierte —tan solo medio
en broma—que has de tener cuidado con tu donante: «Este podría
convertirte en quien nunca has sido»182. Stephen M. Collins —autor de los
estudios de personalidad en los roedores— tiene parecidas preocupaciones:
«El transplante fecal es un tratamiento que puede salvar las vidas de
algunas personas con enfermedades digestivas, por lo que no es fácil
refrenar tanto entusiasmo y explicar que el procedimiento también podría
cambiar la personalidad del paciente. Pero, en el plano teórico, hay indicios
de que efectivamente puede ejercer cierto impacto sobre la conducta»183.
De hecho, Collins agrega que su equipo hoy está evaluando si los
pacientes receptores de transplantes fecales para paliar sus problemas
digestivos experimentan alteraciones del estado de ánimo como resultado
del procedimiento.
A todo esto, Gordon y sus colegas están trabajando en la identificación de
las bacterias presentes en los excrementos humanos que han resultado
proteger contra la obesidad en los ensayos con animales184. Si tienen éxito,
la idea sería la de transferir nada más que dichas cepas depuradas, en lugar
de los excrementos en sí, a los seres humanos, innovación que podría
reducir los efectos secundarios adversos y hacer que el procedimiento no
resultara tan repelente para muchos. La administración podría ser anal, pero
también oral, por ejemplo, mediante cápsulas a engullir (crapsules, como
los científicos las llaman en broma, en referencia al vocablo inglés crap, o
«mierda») o alimentos tales como leches infantiles o yogures aderezados
con bacterias adelgazantes, quizá hasta con especies formuladas a medida
del microbioma intestinal de la persona185. Otra opción es la de aderezar los
platos con prebióticos: fibras molidas de verduras como la endivia que en lo
fundamental operan como fertilizante de la microbiota sana. Como Gordon
ha declarado a Scientific American: «Tenemos que pensar en diseñar unos
alimentos que le den la vuelta a todo»186.
Sin embargo, damos un paso adelante y también uno atrás. Los
antibióticos, mermadores de la microbiota intestinal, pueden estar
ampliando las filas de los obesos187. Quien lo advierte es Martin J. Blaser,
director del programa del microbioma humano en la Universidad de Nueva
York y autor de Missing Microbes, libro donde argumenta esta tesis de
forma convincente. Nadie —desde luego, no Blaser— está sugiriendo que
nos las arreglemos sin estos medicamentos que pueden salvar vidas, pero él
y otros científicos nos instan a pensarlo dos veces antes de recurrir a los
antibióticos a las primeras de cambio. La idea de que los antibióticos
pueden llevarte a engordar nada tiene de nuevo para granjeros y criadores
de ganado. Llevan decenios agregando pequeñas dosis de antibióticos a los
piensos para engordar a casi toda suerte de animales, desde los cerdos a las
reses o las aves de corral. (Con marcado retraso sobre la mayoría de los
países europeos, Estados Unidos no puso en marcha la eliminación gradual
de estos usos hasta 2014188.) Otro truco de campesino: empezar a darles
dosis a los animales cuando estos son muy jóvenes, a fin de maximizar los
beneficios. Si esperas hasta más tarde, la práctica ya no es tan efectiva para
conseguir el deseado engorde189.
Los seres humanos también empezamos a consumir antibióticos a edad
muy temprana. Muchos de nosotros recibimos la primera dosis incluso
antes de nacer. En el mundo industrializado, entre la tercera parte y la mitad
de las mujeres son tratadas con antibióticos durante el embarazo. Al llegar a
los dieciocho años, el estadounidense promedio ha seguido entre diez y
veinte tratamientos con antibióticos. Sin embargo, no tomamos antibióticos
con cada comida, y a diferencia del ganado, lo normal es que los
consumamos en dosis más elevadas pero en períodos más cortos. Entonces,
¿tiene sentido extrapolar de los animales a los seres humanos?
Para responder a esta pregunta, el grupo de Blaser administró a unos
ratones jóvenes un equivalente del tratamiento típico para los seres
humanos, en series cortas pero con alta dosificación del medicamento. Al
crecer, los roedores no tan solo pesaban más, sino que también hacían gala
de considerablemente más tejidos grasos que los ratones no tratados190. Y
cuando a los animales se les suministraban alimentos ricos en calorías en
lugar del rancho para roedores habitual, el engorde era aún más
espectacular. Esta interacción sinérgica entre los alimentos que comemos y
nuestros microbiomas, indica Blaser, seguramente explica en gran medida
por qué la incidencia de la obesidad en Estados Unidos es superior en los
estados del Sur, donde el gusto por los platos de frituras se combina con el
mayor índice de uso de antibióticos en todo el país.
Un estudio de un decenio de duración, efectuado sobre 163.820
participantes desde la niñez hasta la adolescencia, también respalda la idea
de que el empleo de estos medicamentos está llevándonos a engordar191.
Según se descubrió, al llegar a los quince años, los niños a quienes habían
sido prescritos siete series o más de antibióticos pesaban casi kilo y medio
más que quienes nunca los habían tomado. Si bien el sobrepeso asociado a
estos medicamentos era modesto al final de la niñez, parece que sus efectos
son acumulativos en el tiempo. En opinión de Brian S. Schwartz, director
del estudio efectuado por la escuela Bloomberg de sanidad pública de la
Universidad Johns Hopkins, la diferencia de peso entre los dos grupos
posiblemente será más sustancial en la mediana edad. «Tu índice de masa
corporal —advierte—puede verse alterado para siempre por los antibióticos
que te recetaron en la niñez».
De forma paradójica, una celebrada hazaña de la medicina —la
eliminación del Helicobacter pylori, una bacteria causante de úlceras—
puede ser un factor determinante del aumento de muchas barrigas192. Este
organismo desempeña un papel clave en la regulación de la ghrelina, una
hormona que disminuye a medida que tu estómago se llena de comida,
señalándote que ha llegado el momento de dejar el tenedor. Sin embargo, en
ausencia del microbio, los niveles de la hormona se reducen con mayor
lentitud, lo que lleva a comer más de la cuenta. El Helicobacter pylori
muchas veces ha sido descrito como un malísimo malo de película, pero
Blaser asegura que no causa problemas a la mayoría de las personas. Según
explica, hace tan solo un siglo era la bacteria más frecuente en el estómago;
casi todo el mundo la tenía. Pero hoy, en las regiones ricas del mundo, ha
desaparecido casi por entero. Tan solo el 6 por ciento de los niños
estadounidenses, alemanes y suecos lo albergan en sus estómagos.
Como es natural, nadie quiere asumir el riesgo de realojar en el estómago
a este inquilino desahuciado, dada su capacidad para provocar úlceras e
incluso, si se deja que la lesión siga en activo durante años, cánceres de
estómago y esófago. Pero quizá existe un modo de capitalizar sus virtudes
al tiempo que minimizamos sus peligros, de acuerdo con Barry Marshall, el
científico australiano que en 2005 compartió el Premio Nobel de Fisiología
y Medicina por su papel en el descubrimiento del organismo. Marshall
considera que un probiótico del futuro bien podría incluir una versión
neutralizada del Helicobacter pylori, dotada de su efecto positivo en la
supresión del hambre pero sin su facultad para corroer nuestro
revestimiento intestinal193.
El declive del Helicobacter Pylori es uno de los muchos fenómenos que
durante el último siglo aproximado han beneficiado al ser humano en
general pero que también pueden haber comprometido sus microbiomas. El
agua más limpia y las mejoras en la higiene y el saneamiento han reducido
la población bacteriana en nuestros intestinos, al igual que la disminución
en el número de hijos por familia. Los niños de hoy tienen menos hermanos
que los abruman a besos, tosen en sus narices o les roban un mordisco del
polo helado, por lo que muchos chavales carecen de los microbios que se
ajustan a su constitución hereditaria. Los bebés traídos al mundo mediante
césareas efectuadas por cirujanos con guantes esterilizados tienen menos
encuentros con los microbiomas maternos en el crítico período inicial,
durante el que se establecen las poblaciones en el intestino194. Y los recién
nacidos alimentados con preparados se pierden los centenares de cepas
presentes en la leche de sus madres. De forma posiblemente relacionada
con estas tendencias, los estudios muestran que estos dos grupos de niños
pequeños son más proclives a convertirse en obesos.
La investigación de la microbiota no tan solo puede subrayar otra razón
por la que conviene alimentar a los pequeños del pecho materno, sino
también cambiar la recepción dispensada a los niños que vienen al mundo
por cesárea. En un ensayo que tiene lugar en Puerto Rico, los médicos
mojan la piel de tales recién nacidos con gasas empapadas en flujos
vaginales de la madre. Durante los próximos años, los investigadores van a
comparar la salud y el peso de estos niños con los de otros asimismo
nacidos mediante cesárea pero no tratados con el baño bacteriano.
La utilización más racional de los poderes destructivos de los antibióticos
también resultará fundamental para preservar la variedad y el vigor de
nuestro microbioma, según Blaser y otros científicos195. En lugar de
aniquilar de forma indiscriminada a gérmenes buenos y malos, como hoy
hacemos, el objetivo será el de ir a por el enemigo con unos antibióticos de
formulación específicamente refinada, a fin de causar menos daños
colaterales. Entretanto, podemos proteger los ecosistemas en nuestras
barrigadas recurriendo a estos medicamentos de forma más ocasional y
decantándonos por el jabón y el agua de toda la vida en lugar de las
lociones germicidas para manos y ciertos productos para limpieza del hogar.
Conviene recordar que los microbios forman hasta el 90 por ciento de
nuestros cuerpos, por lo que la eliminación de todo germen con que nos
encontremos resulta antihumana hasta cierto punto.
Hasta que la ciencia del microbioma lleve a la aparición de mejores
tratamientos para la obesidad, las personas desesperadas por perder peso
pueden sentirse tentadas de recurrir a las cápsulas y polvos probióticos a la
venta en farmacias y tiendas de productos orgánicos. Por desgracia,
seguramente van a derrochar el dinero sin perder esos kilos de más. Los
resultados prometedores que he mostrado en estudios hechos con animales
y seres humanos —incluyendo la investigación que confirma el potencial
antidepresivo de los probióticos— fueron obtenidos usando cepas de
bacteria en cantidades muy superiores a las disponibles en el mercado,
según advierten los científicos. Los especialistas también aseguran que los
suplementos dietéticos no están debidamente regulados, por lo que muchos
carecen de la necesaria fecha de caducidad a largo plazo como para que
sean beneficiosos196. Razón por la que no me atrevo a recomendar estos
productos, y menos todavía si no vienen refrigerados. Sí que estoy dispuesta
a hacer una recomendación dietética que resulta ganadora (o quizá sea
mejor decir «perdedora»): come más yogur. Según parece, los cultivos
presentes en por lo menos algunas de las marcas comerciales pueden
ayudarte a mantener un peso saludable.
En uno de los estudios epidemiológicos mayores y más prolongados
sobre el papel de la dieta en la ganancia de peso, cinco nutricionistas de
Harvard siguieron a 120.877 profesionales de la salud —enfermeras,
médicos, dentistas y veterinarios— durante uno o dos decenios197. Cada dos
años, los participantes cumplimentaron unos cuestionarios detallados sobre
las dietas que seguían y su peso corporal en el momento. Durante cada
período de cuatro años, los sujetos engordaron un promedio de 1,54
kilogramos, lo que supone 7,62 kilos en dos décadas. Como era de esperar,
los alimentos asociados a una mayor ganancia de peso en cada intervalo de
cuatro años eran tan típicamente estadounidenses como las patatas fritas,
vinculadas a 1,54 kilos de más; las patatas fritas de bolsa, a 0,77; las
bebidas azucaradas, a 0,45; y las carnes rojas, a 0,43. El consumo elevado
de verduras, granos integrales, frutas y frutos secos de hecho estaba
asociado a la pérdida de peso: entre 0,09 y 0,25 kilos. El yogur encabezaba
el listado de los alimentos que más adelgazaban, con una reducción de 0,37
kilos en cada intervalo cuatrienal, o una pérdida de 1,85 kilogramos a lo
largo de veinte años. El investigador principal, Frank B. Hu, especula que
sus cultivos bacterianos posiblemente estimulan la producción de hormonas
que aminoran el hambre, por lo que quienes comen mucho yogur ingieren
menos calorías en total198. Quizá todo ese yogur en sus estómagos también
mejoraban sus estados de ánimo. El estudio no examinó este punto, pero se
trata de una hipótesis plausible, aunque no demostrada.
Ahora que hemos explorado las muchas formas en que las bacterias
intestinales pueden influir en nuestro estado de ánimo e impulsos
fundamentales, volvamos a una cuestión central en la temática abordada por
este libro: ¿por qué las bacterias intestinales evolucionaron para dirigir
nuestros comportamientos?
Aquí nos encontramos en terreno resbaladizo, pero voy a aventurar una
suposición fundamentada. Los seres humanos utilizamos nuestros cerebros
para crear música, entender las matemáticas y reflexionar sobre el destino
del universo, por lo que acostumbramos a pensar que estos organismos
están al servicio del cerebro, y no al revés. Pero cuando las bacterias
empezaron a colonizar a los animales, hace unos ochocientos millones de
años, el cerebro no era tan complejo y sofisticado199. Se cree que los
gusanos de tierra estuvieron entre los primeros seres que albergaron
bacterias intestinales, y cada una de estas formas reptantes viene a ser poco
más que un largo conducto digestivo rodeado de fibras nerviosas —lo que
hoy conocemos como el segundo cerebro— para coordinar su digestión. La
principal función del cerebro en su cabeza —si es que dos pequeñas
agrupaciones de células merecen recibir dicho nombre— es la de obedecer
las órdenes que llegan desde abajo, del tipo: «¡Come! ¡Come más todavía!
¡Sigue comiendo!», para mantener a las bacterias en el interior del tubo de
un cuerpo bien alimentado. Según el especialista en el microbioma Mark
Lyte, de la Facultad de Veterinaria de la Universidad estatal de Iowa, hasta
es posible que el cerebro en lo alto evolucionara como una sucursal de la
red nerviosa intestinal; en tal caso, el segundo cerebro en realidad fue el
primero200. Así que, desde el principio, las bacterias intestinales han estado
en muy estrecha comunicación con el cerebro de arriba e incluso es posible
que se mostraran más bien dictatoriales en sus exigencias. Al fin y al cabo,
su número rebasa en mucho el del resto de las células en el cuerpo y, sin
duda, les conviene asegurar la seguridad y bienestar del recipiente en el que
se encuentran. Dado que dicho recipiente ha evolucionado y su abanico de
comportamientos se ha tornado más complejo, sus habitantes microbianos
—siempre obligados a nutrirse— no han tenido más remedio que extender
su control desde los apetitos más simples a los ámbitos de la emoción y la
cognición. Razón por la que, a juicio de Stephen Collins, de la Universidad
McMaster, un animal puede dar la impresión de andar por la vida apático y
sin rumbo o comportándose de forma temeraria201. Como subraya, los
ratones carentes de gérmenes no aprenden muy bien o recuerdan dónde han
estado. No eluden a los depredadores. No sienten estrés ni protestan al ser
separados de sus madres, cuyo cuidado y protección es fundamental para
que sobrevivan. «Pero —dice Collins— si los colonizas con el microbioma
normal para las especies ratoniles, se tranquilizan y comportan de modo
mucho más cauteloso y adecuado. Podríamos decir que a las bacterias les
interesa sobremanera que el portador sobreviva y asuma menores riesgos».
Mayer, el científico alemán de la UCLA, está de acuerdo: «Estos
microbios han estado cohabitando con nosotros durante largo tiempo, por lo
que seguramente nos han brindado algunos efectos positivos en áreas
vinculadas al hambre, la inquietud, el comportamiento sexual, la
agresividad y la ansiedad. Todos estos comportamientos han evolucionado
para garantizar la supervivencia»202. En su opinión, la evolución no tan solo
selecciona en nombre del macroorganismo o del microorganismo;
selecciona en nombre de los dos. «Se trata de optimizar el sistema —afirma
—. Si vives en un entorno peligroso, estas bacterias no atenúan el miedo,
sino que lo acentúan, pues en tales circunstancias siempre es mejor
reaccionar de forma excesiva a una amenaza. O, si vives en un entorno de
escasez, las bacterias estimulan el sistema de la dopamina (el
neurotransmisor vinculado a las recompensas), para que constantemente
andes en busca de comida, por mucho riesgo que corras al hacerlo».
172. M. J. Blaser, entrevista con la autora, 18 diciembre 2012. Véase también M. J. Blaser,
«Stop the Killing of Beneficial Bacteria», Nature 476 (25 agosto 2011): pp.293-294 y P. L.
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175. R. E. Ley et al., «Microbial Ecology: Human Gut Microbes Associated with Obesity»,
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176. V. K. Ridaura et al., «Gut Microbiota from Twins Discordant for Obesity Modulate
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177. C. Wallis, «Gut Reactions», Scientific American 310, número 6 (June 2014): pp. 30-33.
178. W. Walker y J. Parkhill, «Fighting Obesity with Bacteria», Science 341, número 1069
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185. Véase J. R. Cryan y T. G. Dinan, «Mind-Altering Microorganisms: The Impact of the Gut
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L
as arteras artimañas y tejemanejes entre bastidores de los
marionetistas de la naturaleza dejarían atónito al propio
Maquiavelo. Pero los portadores tampoco son unos peleles.
Además de contar con sistemas inmunológicos y bacterias intestinales sanas
para proteger contra la infección, los seres humanos y muchos otros
animales venimos al mundo equipados con un radar rastreador de los
parásitos, una serie de sensores diseñados para detectar el agudo zumbar de
los mosquitos, los olores hediondos, las señales claras de enfermedad y
otros indicios mucho más sutiles de que hay elementos contaminantes en
derredor. Una vez detectado el peligro, este sistema defensivo nos empuja a
dar pasos inmediatos para evadirnos de él o, si enfermamos, nos induce a
reaccionar de formas estereotipadas para reducir los daños. Los científicos
están descubriendo que estos comportamientos protectores, que en la
práctica funcionan como un sistema inmunológico alternativo, pueden ser
sorprendentemente sofisticados.
Hay seres que nada saben sobre la teoría de la enfermedad por gérmenes
y que sin embargo tienen un instinto de sanación y bienestar. La higiene
adecuada, la vacunación y las intervenciones terapéuticas son los
fundamentos de la moderna medicina. Y sin embargo, los animales de casi
cada tipo recurren a las mismas prácticas, como también hicieron los
primeros seres humanos. De hecho, si no fuera por estas defensas
evolucionadas, el sistema inmunológico pronto se vería abrumado y
derrotado.
Uno de los ejemplos más familiares y menos entendidos de este
fenómeno es lo que los científicos denominan «comportamiento de
enfermo». Cuando sufres una dolencia, tienes fiebre, pierdes el apetito y te
sientes apático y deprimido. En contra de la creencia popular, estos
síntomas no indican que el agente de la enfermedad está debilitándote, sino
justamente lo contrario: que el cerebro, en conjunción con el sistema
inmunológico, está organizando una campaña multidimensional contra el
invasor. Los organismos infecciosos por lo general tan solo pueden vivir en
el seno de un estrecho margen de temperatura, de modo que la fiebre acaba
con ellos en masa, viniendo a hervirlos hasta la muerte. Se trata de una
estrategia defensiva brillante, pero que requiere grandes cantidades de
energía. La subida del termostato corporal un simple grado centígrado exige
un número de calorías muy parecido al que el adulto promedio consumiría
al caminar cuarenta kilómetros203. A fin de desplazar toda esta energía al
campo de batalla, el cerebro empieza a emitir órdenes tajantes: ¡Deja de
moverte! ¡Deja de buscar pareja sexual! ¡Deja de buscar comida y de
perder un tiempo precioso digiriéndola! ¡Déjalo todo y métete en la cama
de una vez! Y lo que pasa a continuación es que te sumes en un sueño
enfebrecido.
La fiebre es tan importante en la aniquilación de gérmenes que aquellos
animales incapaces de regular sus propias temperaturas corporales —por
ejemplo, las langostas, las crías de conejo y los seres de sangre fría como
los lagartos— han encontrado una forma alternativa de hervir a los
patógenos: tomando el sol204. Para que nadie dude de que el
comportamiento del enfermo es una defensa contra los patógenos, los
científicos pueden inducirla sin exponer a los animales a un solo germen.
Les basta con inocular a unos roedores sanos con ciertos componentes
inmunológicos llamados citocinas. Los antaño vivaces animales se niegan a
comer o a beber y pierden el gusto apasionado por mover las norias. Suben
las temperaturas, y se tornan cabizbajos. Se comportan como enfermos y se
sienten como tales, por mucho que estén sanos205.
A veces, la fiebre y las defensas a ella vinculadas no resultan suficientes
para controlar los gérmenes en rápida multiplicación y el torrente de
venenos que producen. En tales situaciones, el sistema nervioso puede
ayudar al sistema inmunológico abriendo válvulas en puntos críticos de
unión en el conducto gastrointestinal a la vez que revierte las contracciones
rítmicas del intestino, empujando los alimentos hacia el punto del que
proceden. A todo esto, el cerebro comienza a proporcionarte señales en
forma de una náusea tras otra. Ya sabes lo que pasa a continuación. Que
vomitas. ¡Felicidades! Unas pocas convulsiones, y has expulsado a todo un
ejército de gérmenes beligerantes206.
El vómito no tan solo es un medio para quitarnos de encima a los
microbios dañinos, sino también una medida preventiva. El fenómeno
conocido como «vómito por simpatía» tiene lugar cuando la imagen de una
persona que vomita lleva a otras a hacer lo mismo. Este comportamiento de
imitación probable evolucionó en nuestro interior para protegernos de las
intoxicaciones alimentarias, un peligro que era más corriente y más
mortífero en el pasado. Imagínate sentado ante una hoguera en la
antigüedad, disfrutando de una cena comunal de estofado de antílope; la
persona a tu lado de pronto comienza a sufrir arcadas y a expulsar su
comida. Quizá el estofado de hecho no es responsable de este espectacular
despliegue de enfermedad, pero en vista de las circunstancias, la reacción
idéntica constituye una precaución recomendable. Razón por la que, en
opinión de los científicos, la náusea puede ser muy contagiosa207.
Por supuesto, los animales que carecen de nuestra capacidad para preservar
y conservar la comida se ven obligados a adoptar otros comportamientos
para evitar las infecciones de origen alimentario. En el caso de perros y
gatos, una de estas estrategias consiste en comer hierba. Como explica
Benjamin Hart, lo hacen «para expulsar de sus sistemas a los gusanos
intestinales. Los animales no tienen forma de saber si cuentan con gusanos
intestinales, por lo que a veces comen hierba como forma de profilaxis».279
Los perrillos y gatitos lo hacen con mayor frecuencia, porque sus pequeños
tamaños los convierten en particularmente vulnerables al desgaste de
energía provocado por los parásitos. Nuestras mascotas heredaron este
comportamiento de sus ancestros salvajes. Los lobos y pumas, por ejemplo,
regularmente comen hierba, que está presente en entre el 2 y el 4 por ciento
de sus deposiciones, a veces en compañía de los gusanos recién expulsados.
El consumo de hojas, según Huffman, posiblemente tiene la misma función
entre los chimpancés, bonobos y gorilas de las planicies280. Las hojas que
escogen siempre están cubiertas de pelusas indigeribles, y los animales
nunca las mascan, como sí que hacen con la comida, sino que engullen las
hojas enteras, a veces hasta cien de ellas de golpe. Huffman considera que
tamaña cantidad de fibra acelera de modo espectacular el paso de los
alimentos por el conducto gastrointestinal, purgándolo de por lo menos dos
clases de gusanos parasitarios.
Los animales no pueden llamar a compañías plaguicidas cuando sus
hogares se ven invadidos de plagas, pero algunas especies han tenido la
suerte de encontrar métodos para solventar estos problemas, unos métodos
que en realidad no son muy distintos de los nuestros. Algunos pájaros y
roedores —sobre todo aquellas especies que reutilizan los mismos nidos y
madrigueras generación tras generación— expulsan a los huéspedes
indeseables con vapores tóxicos, o tal piensan muchos biólogos, que dan el
nombre de «fumigación» a dicha estrategia281. Durante las épocas del celo,
estos animales acostumbran a engalanar el interior de sus hogares con hojas
frescas que imbrican con los lechos viejos o las paredes del nido de la
temporada anterior. «No se limitan a pillar cualesquiera hojas verdes que
haya cerca —indica Hart—. Recolectan aquellas hojas que son muy
aromáticas y ricas en sustancias químicas volátiles. Lo que indica que serán
buenos insecticidas, fungicidas y antimicrobianos».
Una planta preferida por los pájaros con esta finalidad es el Erigeron
(cuyo viejo nombre en inglés, fleabane, literalmente significa «el flagelo de
las pulgas» y habla con elocuencia de sus propiedades para repeler a estos
bichos)282. La rata cambalachera de patas oscuras prefiere el laurel
californiano, cuyas hojas mordisquea a fin de liberar sus vapores tóxicos283.
Cuando así lo necesitan, los entomólogos usan el laurel para matar a los
insectos conservados en frascos284. También informan de que los
especímenes tardan más en enmohecer al ser depositados en placas de
exposición, lo que es indicio de que los roedores asimismo utilizan el laurel
como fungicida. En experimentos hechos con pájaros en el terreno, la
retirada de hojas verdes de los hogares recién arreglados ha tenido los
resultados predecibles: un nido de estorninos, por ejemplo, pronto fue
invadido por los ácaros.285
La farmacopea de la naturaleza incluye numerosas sustancias insecticidas
y antimicrobianas que los animales utilizan atendiendo a sus propiedades
saludables286. Los osos pardos y de Kodiak excavan el suelo y extraen
raíces de osha (Ligusticum wallichii y Ligusticum porteri), las mastican
para liberar sus aceites volátiles y a continuación frotan bien sus pelajes con
la pasta resultante. En otra muestra del valor medicinal de esta planta, el
pueblo navajo la utiliza como ungüento antibacteriano y anestésico; la
leyenda dice que los tan corpulentos plantígrados les enseñaron sus
propiedades curativas.
En Panamá, el coatí de nariz blanca, primo del mapache, recorre largas
distancias para obtener la resina de olor mentolado procedente del árbol
Trattinnickia aspera, fluido con el que se frotan la piel vigorosamente
ayudándose con las garras287. Los análisis muestran que esta resina incluye
unas sustancias que repelen a las pulgas, piojos, garrapatas y mosquitos.
Los animales no se limitan a emplear compuestos de origen botánico. En
Venezuela, los monos capuchinos llorones ruedan con sus cuerpos sobre los
milpiés para conseguir que estos insectos liberen sus toxinas defensivas y, a
continuación, se aplican esta sustancia química en el pelaje de forma
frenética, mezclándola con dosis generosas de sus propias babas. Los
milpiés desarrollaron estas toxinas para repeler a los insectos enemigos, de
modo que los monos en la práctica están robándole el insecticida.
Los pájaros —unas doscientas especies de ellos—emplean una estrategia
parecida. Espachurran a las hormigas con sus picos, llevándolas a liberar su
propia versión de repelente para insectos, y las aves a continuación frotan
su plumaje con las hormigas despanzurradas.
Bajo nuestros propios pies hay otra medicina natural muy valiosa.
Protege al intestino de una larga lista de patógenos presentes en la comida y
el agua, y sus propiedades son apreciadas por incontables animales y
centenares de millares de seres humanos en el mundo entero288. Este
potente elixir es la tierra.
Tanto los seres humanos como los animales son muy quisquillosos en lo
referente a la tierra que comen289. No les gusta el oscuro áspero mantillo
que los bebés ingieren cuando exploran el entorno. La tierra que ansían por
sus propiedades medicinales típicamente se encuentra entre veinticinco y
setenta y cinco centímetros bajo la superficie290. Muchas veces tiene un
color claro y una alta concentración de arcilla químicamente similar al
caolín, el ingrediente activo en la formulación original del Kaopectate, el
medicamento para la diarrea y la náusea más vendido en el mundo. La
estructura molecular de estas arcillas provoca que se aferren a los virus,
bacterias y hongos, todos los cuales a continuación expulsamos mediante
las deposiciones291. Estos compuestos asimismo se pegan a las ponzoñas
producidas por los patógenos y a las sustancias químicas tóxicas presentes
en plantas que comemos de forma habitual. Para redondear las ventajas de
las arcillas medicinales, su textura fina y resbaladiza recubre el
revestimiento mucoso del intestino, reforzando la barrera natural del cuerpo
contra los invasores parasíticos, entre ellos las amebas, las ascárides y los
platelmintos.
La prolongada observación de cinco chimpancés salvajes en el parque
nacional de las montañas Mahale, en Tanzania, muestra que los animales
agarran puñados de arcilla de los montículos de termitas cuando tienen
diarrea y otras dolencias gástricas. Según Cindy Engel, bióloga y autora del
libro Wild Health, herbívoros tales como los gorilas, elefantes, rinocerontes
y papagayos obtienen la arcilla de diversas fuentes, entre ellas las orillas
fluviales erosionadas, las rocas volcánicas cubiertas de polvo y los claros en
el terreno sin apenas vegetación292. La arcilla les permite extraer nutrientes
a ciertas plantas que de lo contrario son tóxicas, pero Engel cree que estos
animales también se aprovechan de su poder para purgar parásitos alojados
en sus organismos. La arcilla es particularmente valiosa para las ratas,
según indica, pues dicha especie es incapaz de vomitar. Tras ser
envenenadas con cloruro de litio por los investigadores al momento comen
arcilla, si tienen oportunidad de hacerlo, y se considera que hacen otro tanto
cuando los trastornos gástricos han sido causados por patógenos.
El ser humano consume arcilla desde, por lo menos, la antigüedad romana
y griega293. Esta práctica, conocida como «geofagia», hoy sigue viva en las
sociedades tradicionales de todos los continentes294. Los aborígenes
australianos se hacen con la arcilla medicinal en los montículos de termitas.
En el África subsahariana es frecuente conseguir la arcilla en canteras para
cocerla al sol, secarla al aire o calentarla al fuego; la arcilla después se
vende en los mercados como tratamiento de problemas digestivos y náuseas
matutinas. Los esclavos trajeron la costumbre al Sur rural de Estados
Unidos, donde los nativos americanos de hecho ya la conocían; más tarde
fue adoptada por los blancos pobres, despectivamente conocidos como
«sorbearenas», «cometierras» y «palurdos de los montículos». En años
recientes, la práctica ha sido condenada como asquerosa y aberrante, pero la
geofagia ni de lejos ha desaparecido en Estados Unidos. Muchos geófagos
explican que, sencillamente, no pueden resistir el sabroso sabor de la tierra,
su aroma delicioso y la forma en que «se funde como el chocolate» en la
lengua295. «Cuando estoy embarazada, la tomo y me siento como si
estuviera fumando marijuana», explica una estadounidense aficionada a
comer tierra en la revista Time.296
La importancia de la arcilla para combatir infecciones queda de relieve en
un estudio global indicador de que la geofagia está más extendida en los
trópicos infestados de parásitos, va reduciéndose en los climas templados
menos favorecedores de su crecimiento y se convierte en una rareza al
acercarse a los polos297. Con mucho, los principales consumidores son las
mujeres embarazadas, según la especialista en geofagia Sera L. Young, de
la Universidad de Cornell, autora del libro Craving Earth y directora del
equipo que llevó a cabo dicho estudio298. Young considera que la costumbre
tiene sentido, pues los patógenos y toxinas de procedencia alimentaria son
más peligrosas cuando las células en el cuerpo están dividiéndose con
rapidez, como sucede durante el desarrollo del feto299. Lo que es más,
durante los primeros tres meses del embarazo, no tan solo el feto corre
riesgo de ser dañado por tales agentes, pues estos también amenazan a la
madre, cuyo sistema inmunológico está inactivo para evitar que su
organismo rechace el feto que crece en el interior. No es de sorprender que
las mujeres de la India y África muchas veces digan que se han dado cuenta
de que estaban embarazadas porque de pronto les entró un insaciable antojo
de tierra; muchas de ellas agregan que no hay mejor remedio para las
náuseas de la mañana. Los niños en edad escolar son los siguientes grandes
consumidores de arcilla, seguramente porque la rápida división celular
durante los estirones del crecimiento les vuelve más vulnerables a
patógenos y toxinas.
Si toda esta acumulación de elogios te lleva a tener ganas de probar a
comer arcilla, puedes comprarla en la Red, como yo misma hice, a un
proveedor favorito de los geófagos, Grandma’s Georgia White Dirt
(www.whitedirt.com); te la enviarán a casa de forma discreta, en un
envoltorio sin anuncios. Sin duda para cubrirse las espaldas en el plano
legal, esta empresa la comercializa como un artículo de broma, no apto para
el consumo humano. Tras abrir el paquete, me encontré con lo que parecían
ser unas piedrecitas recubiertas por un fino polvillo blanco. Con cierta
agitación, mordí una. Era parecido a masticar tiza, si bien la textura
resultaba algo más aceitosa. Desde luego, la tierra blanca de Georgia no es
mi idea de un tentempié suculento. Después de tragar una o dos veces,
escupí el resto y me enjuagué la boca con agua, no una vez, sino bastantes,
pues no parecía haber modo de librarse de su leve película de residuo en mi
lengua. El residuo siguió allí incluso cuando traté de quitármelo de encima
con la ayuda del cepillo de dientes, lo que explica que sea tan efectivo a la
hora de recubrir el conducto intestinal, creando una duradera barrera contra
los parásitos. Quizá la tierra blanca de Georgia me habría resultado más
apetecible si hubiera tenido dolor de barriga o mi madre la hubiera tomado
cuando estaba embarazada de mí. Tengo la sospecha de que el gusto por la
arcilla, al igual que el gusto por las especias, seguramente se cultiva en el
útero.
Las embarazadas que, como yo, no gusten de comer tierra quizá se
alegren de saber que las náuseas matinales asimismo pueden ser una
defensa contra los parásitos, así que, aunque resulten inevitables, no hay
motivos para preocuparse. Durante el primer trimestre del embarazo, más
del 60 por ciento de las mujeres las sufren, y el alimento número uno a la
hora de provocar náuseas y repulsión es el más proclive a estar
contaminado de patógenos: esto es, las carnes, incluyendo las de pescado y
ave300. La conocida aversión de las embarazadas por los platos picantes
también parece ser adaptativa, pues la misma propiedad precisa que
convierte a las especias en inhóspitas para los microbios patógenos —su
toxicidad— podría dañar al feto. Las náuseas matinales, en otras palabras,
podrían ser el modo en que la naturaleza empuja a la madre en estado de
buena esperanza a abstenerse de consumir alimentos que pueden ser
perjudiciales para ella y el futuro bebé. En respaldo de esta teoría, se ha
mostrado que las aversiones de este tipo vienen asociadas a una menor
incidencia de pérdidas fetales.
A lo largo de este capítulo he mostrado que los seres humanos no son los
únicos capacitados para sanarse y mantenerse con buena salud. Eso sí,
conviene subrayar que nuestro sistema de defensa conductual supera con
mucho al de cualquier otro ser en el mundo. De hecho, nuestra capacidad
para detectar y eludir a los parásitos sin ayuda de la moderna medicina
resulta asombrosa de veras. El próximo capítulo tratará sobre esta capacidad
o, mejor dicho, sentimiento. Un sentimiento que nos protege tanto de los
parásitos más diminutos como, y de forma más sorprendente, de los que
tienen dimensiones humanas. De los parásitos de la sociedad, por así
decirlo.
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9
La emoción olvidada
C
uando no está en África, India u otras regiones del mundo en
desarrollo, Valerie Curtis acostumbra a encontrarse en el edificio
de la escuela de higiene y medicina tropical, en Londres, una
elegante y antigua estructura cuya fachada está ornada con imágenes de
piojos, pulgas, mosquitos y otros seres que han atormentado al ser humano
desde la noche de los tiempos. En su despacho, Curtis tiene —metidas en
los cajones pero también a la vista en los estantes— muchas réplicas
inquietantemente realistas de seres repulsivos, vómito, una mano cercenada,
un forúnculo de aspecto muy desagradable, una rata y heces. En su
escritorio destaca una estatua de lo que parece ser un excremento dorado.
Mis ojos van a ella, y Curtis aclara: «Es el premio Caca de Oro»301.
Estamos hablando por videochat, de modo que coge el galardón y lo
acerca a la cámara para que lo vea mejor. En el curso de una ceremonia que
solía tener lugar anualmente en el centro de Londres, la Caca de Oro era
entregado a los héroes del saneamiento y la higiene pública en
reconocimiento a sus esfuerzos para reducir las enfermedades diarreicas,
una importante causa de mortandad infantil en el mundo en desarrollo.
Según explica, a Curtis se le ocurrió la idea del premio porque le indignaba
que no se hiciera lo suficiente para instalar retretes en las comunidades más
necesitadas, deficiencia que achaca a la poca predisposición de la gente a
hablar de los residuos corporales. Para su sorpresa y alegría, la revista Time
escribió sobre el galardón y, claramente, entendió bien su propósito. Curtis
parafrasea así el titular del artículo: «¿Qué es más chocante? ¿Hablar de la
mierda o el hecho de que hay niños que mueren porque no hablamos de la
mierda?»
No tan solo ha emprendido una cruzada para mejorar la higiene y el
saneamiento en el mundo en desarrollo, sino que Curtis también se describe
como una «asquerosológa», esto es, una especialista en asquerosidades.
Según considera, la emoción del asco evolucionó para protegernos de los
parásitos. Frecuentemente acompañada por gritos de «¡Puaj!» o «¡Buf!», el
asco nos lleva a dar un paso atrás con horror al ver cualquier cosa que
puede enfermarnos. A su entender, la caca es tabú precisamente porque se
trata de un montón de gérmenes. Si no fuera el caso, posiblemente no nos
molestaría su olor ni tendríamos problemas en hablar de ella.
Curtis no sabe si los animales experimentan el asco (es difícil
demostrarlo, como subraya302). Sospecha que algunos de ellos quizá sí, lo
que posiblemente sustentaría algunas de las defensas conductuales que
Benjamin Hart y otros han descrito en distintas especies. No obstante,
incluso si es el caso, la limitada capacidad imaginativa de los animales sin
duda limita en mucho su capacidad de protección. Son nuestros grandes
cerebros los que convierten el asco en un muy eficiente escudo contra los
gérmenes que afectan al ser humano.
A medida que sabemos más sobre los contaminantes potenciales en el
entorno, añade Curtis, los etiquetamos como «asquerosos», y el simple
hecho de pensar en ellos hace que nos sintamos un poco enfermos y
evitemos una serie de peligros en crecimiento constante303.
«El asco es una emoción muy pegajosa e insistente», remacha.
Y sin embargo, sigue dándose una tremenda confusión sobre esta
sensación, por muy exclusiva de los humanos que sea. Para empezar, el
modo en que la experimentamos está en función del contexto. La sangre y
las vísceras pueden transmitir numerosas enfermedades y por consiguiente
son repugnantes, pero si las encontramos en un campo de batalla
posiblemente nos inspiren más terror que repulsión.
A fin de ayudar a las personas a discernir los misterios del asco y
entenderlos a nivel visceral, Curtis recurre a sus excrementos de plástico y
objetos propios de Halloween en aulas y salas de conferencias. ¿Por qué
una cucaracha nos resulta asquerosa?, pregunta mientras hace oscilar un
bicho de pega ante los alumnos. ¿Por qué es asqueroso este globo ocular?
¿Y qué me dicen de esta rata?
De modo sorprendente, la mayoría de las personas no saben cómo
explicar su repulsión a estas cosas. Según Curtis, la respuesta típica es: «No
lo sé… ¡Pero, puaj, qué asco!»
La cuestión es más complicada de lo que parece. Y lo es porque lo que
asquea a los seres humanos «es una mezcla pero que muy rara de cosas
sucias, viscosas, malolientes, pegajosas, serpenteantes», según me cuenta la
investigadora. Si bien algunas de ellas —por ejemplo, la carne rancia, la
leche cortada y el vómito— resultan fáciles de asociar a la enfermedad, en
muchos otros casos la conexión está lejos de ser evidente.
Curtis y sus alumnos han realizado extensos estudios sobre lo que las
gentes en 165 países del mundo entero consideran asquerosas (en uno solo
de estos estudios participaron 160.000 personas), y en el listado siguen
apareciendo respuestas muy extrañas304.
El acné, por ejemplo. No es contagioso, así que, ¿a qué viene tanto asco?
La respuesta probable es que las espinillas llevan a pensar en las pústulas
asociadas a enfermedades como la viruela, el sarampión o la varicela.
Muchas personas consideran que las ratas, cucarachas, caracoles y algas
son asquerosos y, sin embargo, nada tienen de parásitos. Curtis cree que
aparecen en el listado porque pueden transmitir infecciones víricas y
bacterianas, parásitos gastrointestinales y el cólera, respectivamente.
Los gusanos de tierra son inofensivos, pero mucha gente no puede ni
tocarlos. Lo que los convierte en repulsivos, dice la investigadora, es que su
aspecto es muy parecido al de los gusanos parasíticos del pescado y la
carne, que, en caso de ser engullidos, pueden alojarse en nuestros intestinos.
Podría seguir ad nauseam, pero seguramente vas a agradecerme que no lo
haga, así que me limitaré a mecionar un último ejemplo de extraño causante
del asco: determinadas agrupaciones de pequeños agujeritos305. La imagen
de algunos patrones de ellas puede producir náuseas a Curtis, y no es la
única. Hay tantas personas que sufren esta repulsión que de hecho tiene un
nombre científico: tripofobia.
«Lo que la dispara es el hecho de que los agujeros estén dispuestos según
el patrón característico de los huevos de insecto puestos en una piel humana
o animal —explica—. Es un patrón parecido al que vemos en un panal. —
La voz de pronto le tiembla, y su expresión se torna mustia ante mis ojos—.
No quiero seguir hablando de este tema —dice de forma abrupta—. Se me
pone la piel de gallina y el pelo de punta».
Según añade, le gustaría estudiar la tripofobia, «pero no puedo. Es algo
demasiado horroroso».
¿Estamos programados para sentir asco ante ciertas cosas? ¿Ante
agrupaciones de pequeños agujeritos, por ejemplo? ¿O el asco nos es
inducido por experiencias particulares o por la cultura que nos rodea?
Los asquerosólogos tienen opiniones muy personales al respecto, pero no
es fácil encontrar respuestas terminantes, en parte porque la comunidad
científica empezó a estudiar esta emoción de forma muy tardía. Durante el
siglo pasado se escribieron montañas de volúmenes sobre la ira, la
depresión, el miedo y el optimismo, pero el asco, a pesar del poder crudo y
visceral que ejerce sobre nosotros, siguió sumido en la oscuridad. En su
momento fue descrito como «la emoción olvidada por la psiquiatría»,
comenta Curtis.
Sugiero que los científicos quizá, sencillamente, no soportaban dicha
materia de estudio. El asco era demasiado asqueroso para ser estudiado.
Menciono como ejemplo su propia reticencia a estudiar la tripofobia.
«Creo que tiene razón —responde—. A la vez, se considera aceptable
hacer bromas al respecto. Si estudias estas cuestiones, es inevitable que te
apoden “la chica de la caca” o “la asquerosilla”».
Por mucho que la escuela londinense de higiene y medicina tropical esté
dedicada al estudio de las enfermedades infecciosas, a Curtis no le fue fácil
convencer a sus colegas de la legitimidad de la materia.
«¿Por qué demonios estaba yo interesada en un tema como el asco?, me
preguntaron una y otra vez. Ahora ya lo han pillado. Ahora están
encantados. Ahora comprenden por qué hago bien en estudiar esta cuestión.
Pero al principio se decían que estaba loca de remate».
En siglos anteriores, uno de los pocos científicos en mencionar el asco fue
Charles Darwin306. En su libro La expresión de las emociones en el hombre
y los animales, describió su rostro característico: las comisuras de los labios
se vuelven hacia abajo, la punta de la lengua sobresale, como si estuviera
expulsando algo malo. Los ojos entrecerrados y la nariz arrugada a fin de
obturar las fosas nasales. Muchas veces le acompaña un Buff que en lo
primordial es una exhalación: lo que estás haciendo es sacar por la boca el
aire contaminado.
Con el propósito de encontrar los fundamentos evolutivos de la emoción,
Darwin escribió a colegas situados en casi cada continente preguntando por
las formas en que los nativos locales expresaban el asco. Las respuestas
recibidas le llevaron a concluir que la expresión era idéntica en el mundo
entero.
Observador siempre sagaz, le sorprendía que el simple hecho de imaginar
una idea repugnante —por ejemplo, la de tragar algo horroroso— de hecho
pudiera causar el vómito en algunos casos. Darwin hizo otra observación
muy importante sobre la emoción: su expresión es casi un calco de la de
quien muestra desprecio por aquellos cuyo comportamiento le disgusta. En
este sentido, es interesante que las respuestas a la pregunta incluida por
Curtis en su estudio «¿Qué cosas le parecen asquerosas?» no se limitaron al
ámbito de los parásitos, sino que incluían a los políticos, pedófilos,
europeos arrogantes y maridos maltratadores, entre otros grupos
frecuentemente detestados307. (A los estadounidenses no les gustará saber
que encabezaron el listado de inductores del asco compilado por Curtis.)
Como ampliaré en capítulos posteriores, esta tendencia a tachar de
repugnantes a las personas o comportamientos que nos disgustan tiene
profundas implicaciones en lo tocante a la ascensión de la cultura.
A pesar de la perspicacia de Darwin, el único indicio de que entendía que
el asco podría protegernos de la infección es una mención aislada, la de que
la carne podrida provocaba la repulsión de forma habitual308. Esta miopía
tan poco propia del personaje en el fondo es comprensible: su libro sobre
las emociones fue publicado en 1872, unas cuantas décadas antes de que los
revolucionarios experimentos de Louis Pasteur y Robert Koch establecieran
con firmeza la teoría microbiana de la enfermedad.
Iba a pasar más de un siglo antes de que el asco se convirtiera en motivo
de estudio científico309. El psicólogo Paul Rozin, venerado como «el padre
del asco», fue uno de los primeros investigadores en explorar este terreno
casi virgen. Rozin argumenta que la emoción evolucionó para protegernos
de las intoxicaciones alimentarias y las toxinas amargas, pero que, por lo
demás, viene determinada por la cultura, en gran medida o de forma
absoluta310. Rozin también diseñó unos experimentos ingeniosos y
provocadores a la hora de estudiar la percepción que la gente tenía de la
contaminación. Entre mis ensayos preferidos se cuentan aquellos en los que
ofreció a los sujetos unos dulces blandos de leche en forma de zurullo de
perro o un vaso de zumo de naranja con una cucaracha esterilizada flotando
en la superficie311. Sus humanos conejillos de indias declinaron probarlos, y
Rozin concluyó que nuestras percepciones de la contaminación vienen
determinadas por primitivas creencias populares, como la idea de que
podemos convertirnos en aquello que comemos o la de que la esencia de un
objeto puede ser impartida a todo cuanto entra en contacto con él.
Las novedosas investigaciones de Rozin sobre el asco despertaron el
interés por esta tan descuidada emoción, y sus escritos sobre el tema siguen
siendo enormemente influyentes312. Pero como él mismo reconoce, su
limitada concepción sobre la base instintiva del asco ya no es la
hegemónica. En todo caso, el péndulo se ha trasladado en el sentido
opuesto, a medida que psicólogos evolutivos y neurocientíficos han ido
entrando en el terreno de juego. En opinión de estos investigadores,
sentimos una repulsión innata hacia muchas más cosas que los alimentos
con mal sabor. Sigue sin estar claro cuántos de estos instigadores del asco
existen o de qué modo hay que clasificarlos, pero cuando los seres humanos
—los propios científicos especializados, pongamos por caso— se
encuentran con ellos, la acción de alejarse es rápida y automática, antes que
razonada.
«El ¡puaj! no tiene nada de racional», dice Curtis, cuya investigación ha
sido clave para que haya tenido lugar esta revisión de las ideas313.
Por lo demás, la cultura a solas no puede explicar con facilidad por qué
muchas cosas que repelen a todo el mundo en todas partes —incluyendo a
quienes viven en regiones pobres y remotas y nada saben sobre los
gérmenes— comparten una vinculación al contagio.
Si bien hay notables, nítidas diferencias de opinión sobre el asco, parte
del desacuerdo entre los bandos enfrentados puede ser más superficial que
sustancial. Por poner un ejemplo, las creencias populares mencionadas por
Rozin como sustentadoras de la percepción que las personas tienen de la
contaminación bien podrían ser de origen instintivo. Al fin y al cabo, todos
podemos reflexionar sobre nuestros comportamientos e impulsos de una
manera que otros animales no pueden emular. De hecho, Steven Pinker,
psicólogo en Harvard, define el asco como «microbiología intuitiva»,
subrayando que «los gérmenes son transmisibles mediante el contacto», por
lo que «no es de sorprender que si alguien toca una sustancia asquerosa, ese
alguien sea percibido como asqueroso por siempre jamás»314.
Con independencia de la interpretación que se haga de los
descubrimientos en este campo, nadie —Curtis no, desde luego— sugiere
que hayamos venido al mundo con unos niveles fijos de asco que después
siguen siendo inmutables, invulnerables a los estímulos del exterior.
«Es evidente que la experiencia vital influye —comenta Curtis—. Es
evidente que la cultura influye. Es evidente que tu propia personalidad
influye. Por eso, al encontrarse con una misma experiencia, es posible que
dos personas respondan de modo muy diferente315».
Los puntos de vista que Curtis tiene sobre el asco están expuestos con
elocuencia en su libro Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, obra que imbrica
las perspectivas culturales y biológicas para ofrecer una imagen coherente y
convincente de la emoción. En esencia, Curtis considera que el asco es
parecido al impulso sexual humano. La intensidad de la libido varía entre
los individuos, quienes a la vez se sienten excitados por cosas distintas. Este
impulso y sus manifestaciones cambian a lo largo de la existencia de la
persona y pueden verse alterados por las experiencias individuales y los
valores de la sociedad. Con el asco pasa igual.
Al igual que el apetito sexual, el impulso de alejarse de los posibles
contaminantes no es evidente al nacer, pero aparece a medida que el
individuo se desarrolla316. En el caso de la respuesta de asco, su aparición
tiene lugar poco después de la primera infancia, posiblemente porque es
cuando empezamos a movernos por el mundo con independencia de
nuestros padres. Este rasgo a continuación se ve conformado por nuestros
encuentros con cosas repugnantes. Si encuentras una rata muerta en el
cuarto de baño o te tropiezas con un cadáver descompuesto en un bosque,
es posible que termines sintiendo mayor repulsión por las ratas o los
cadáveres que el promedio. O si enfermas violentamente después de comer
unos mejillones en salsa marinera, es posible que la mera acción de pensar
en unos mejillones te provoque náuseas durante años seguidos317. Curtis
opina que esta prolongada aversión a algo que hemos comido y al poco
tiempo nos ha causado problemas gástricos es un claro aviso de la
naturaleza: si cuando te recuperes vuelves a las andadas, seré implacable
contigo.
Una vez llegados a la edad adulta se da una nueva superposición de cosas
que nos asquean —en el plano alimentario, sobre todo—, pero Curtis
argumenta que también conviene entenderla ajustándonos al marco
darwiniano318. Si bien el estofado de carne de can, los grillos fritos y la
grasa de ballena en unos países son manjares y en otros inducen al vómito,
existe un patrón —un patrón evolucionado, según piensa— que explica la
anonadante variedad de comidas regionales. Estás predispuesto a preferir
las costumbres culinarias de tu propia cultura porque su seguimiento, por lo
menos en el pasado lejano, favoreció tu supervivencia en el hábitat local,
que tenía su propia variedad única de plantas comestibles, animales y
tradiciones para prepararlos (el uso de especias, no mencionado por Curtis
de modo preciso, sería un ejemplo obvio de esta práctica). Si un ingrediente
no nos es familiar —sobre todo si es algún tipo de carne, el alimento que se
pudre más fácilmente—, lo olisqueas con notable aprensión antes de comer
el más pequeño mordisco, y si algo en su sabor, olor o textura despierta la
más mínima duda, al momento dejas el tenedor en la mesa. Según cree
Curtis, la mente en estos casos nos envía un mensaje por defecto: «¡Mejor
sigue comiendo los platos que hacía tu madre!»
Los estándares de limpieza y las costumbres sexuales también influyen
poderosamente en la difusión de la enfermedad y, al igual que la dieta,
varían de forma asombrosa por todo el planeta319. Pero Curtis otra vez
encuentra una tendencia evolutiva bajo dicha diversidad: en cada región del
mundo, a la gente le repugna la mala higiene y el comportamiento sexual
sin freno, porque incrementan el riesgo de propagar infecciones. Los
estudios sobre la influencia del asco en la práctica sexual vienen a
confirmar su opinión320. Después de que les fueran mostradas fotos de
personas tosiendo, dibujos de gérmenes surgiendo de una esponja y otras
imágenes evocadoras de infección, las mujeres —el género más vulnerable
a las dolencias por transmisión sexual— dijeron respaldar unos valores más
conservadores en el plano sexual que aquellos a que les recordaron
amenazas de otros tipos. Y tanto los hombres como las mujeres expresaron
mayor intención de usar el condón durante el sexo si, en el momento de
rellenar un cuestionario, los investigadores los exponían subrepticiamente a
un olor desagradable.
La personalidad aporta otro giro a la trama del asco321. Todos hemos
conocido versiones en carne y hueso de Cochino, el personaje de las tiras
cómicas de Charlie Brown: personas no muy preocupadas por la suciedad,
por los restos de pizza que llevan dos días criando moho en la mesa de la
cocina o por el olor de sus propios cuerpos. En el extremo opuesto se sitúan
los individuos quisquillosos que se duchan tres veces al día, llevan consigo
paños desinfectantes y se niegan a usar los lavabos públicos322. Curtis
sostiene que todos nosotros heredamos una mezcla de genes de nuestros
padres que determina en qué punto del espectro nos encontramos y, quizá,
en qué medida nos repelen categorías específicas de habituales factores de
asco, por ejemplo, la sangre y las vísceras, las personas enfermas o los
insectos transmisores de dolencias.
El asco insuficiente puede ser tan problemático como el asco excesivo, y
es probable que los individuos situados a uno y otro extremo del espectro
terminen por desaparecer del acervo genético. Las versiones adultas del
Cochino, por ejemplo, serán vulnerables a la infección, y su mal aliento,
sobacos pestilentes y cabello infestado de piojos seguramente ahuyentarán a
las parejas en potencia. Los fácilmente asqueados, por contraste, pueden
arrugar las narices ante fuentes viables de proteínas —lo que no es buena
idea en épocas de escasez alimentaria— y correr el riesgo de sufrir
trastornos obsesivo-compulsivos, que en la mitad de los casos adoptan la
forma de pensamientos intrusivos sobre los gérmenes y la limpieza
excesiva. Estas personas también pueden tener problemas para sobrellevar
la intimidad física del sexo, con su alborotado intercambio de fluidos, lo
que acaso incremente el peligro de no transmisión de sus genes. De hecho,
una tercera parte de los pacientes del trastorno obsesivo-compulsivo no
tratados son vírgenes o llevan largos años de inactividad sexual. Ciertos
casos de agorafobia (un miedo a los espacios llenos de gente), timidez
extrema o incomodidad en situaciones del tipo social también pueden ser
«trastornos del asco», o tal sospecha Curtis. Hay otros fenómenos que
pueden ajustarse a dicha etiqueta: la fobia a las inyecciones (o, más
precisamente, a que te extraigan sangre con una jeringa o te inyecten
medicamentos o drogas en el cuerpo) y la tricotilomanía (la manía
compulsiva de arrancarse los pelos, que algunos datos sugieren provocada
por el miedo a los ectoparásitos y el impulso irresistible de quitárselos de
encima).
Si Curtis está en lo cierto, tu sensibilidad al asco incluso puede ayudar a
determinar una de las principales dimensiones de la personalidad medidas
por el tan usado test de la personalidad «de los cinco grandes»323. Conocido
como neurosis, este rasgo está estrechamente ligado a la ansiedad y la
depresión. Es frecuente motivo de asombro que una característica en
principio tan negativa haya escapado al recorte de las tijeras de la selección
natural. Curtis sospecha que el asco puede ofrecer una explicación parcial a
este misterio. Las personas con alto nivel de neurosis son aversas al riesgo y
constantemente escudriñan el horizonte en busca de indicios de peligro; se
trata de una mentalidad que les lleva a alejarse con rapidez de quienquiera
que muestre la más leve señal de enfermedad, a evitar el contacto con los
objetos sucios o el consumo de alimentos en estado mejorable. Por
supuesto, es de esperar que las personalidades neuróticas estuvieran atentas
a amenazas de otro tipo, como las lesiones por accidente, los depredadores
peligrosos o los seres humanos pertrechados con armamento. En todo caso,
pocas de estas amenazas en el pasado fueron comparables al peligro
suscitado por el enemigo que ataca desde dentro. Por consiguiente, si la
evitación de la enfermedad verdaderamente es una de las características de
la neurosis, las ventajas de este rasgo de pronto son mucho más acusadas.
Traducción: una de las posibles razones por las que los trastornos del estado
de ánimo hoy son tan corrientes es que nuestros tan angustiados ancestros
eran duchos en eludir a los parásitos… y con el tiempo nos han transmitido
su ansiosa mentalidad.
Curtis vaticina que la investigación de la emoción olvidada por la
psiquiatría no tan solo favorecerá nuestra comprensión de las fuerzas que
conforman nuestra personalidad, sino que también será de ayuda para los
que sufren de problemas mentales324. Las personas cuya agorafobia o
disfunción sexual procede de una hipersensibilidad al asco, por ejemplo,
podrán beneficiarse de unas intervenciones terapéuticas muy distintas a las
proporcionadas a quienes muestren unos síntomas en apariencia idénticos
pero con otro origen.
De forma interesante, las mujeres son más sensibles al asco que los
hombres, probablemente porque —en palabras de Curtis—nuestros
ancestros femeninos «tenían una doble carga, la de protegerse a sí mismas y
a sus hijos de la infección»325. Lo que quizá guarde relación con el hecho
de que las mujeres también son más proclives a sufrir de trastornos
obsesivo-compulsivos, ansiedades de tipo social, fobias y trastornos del
estado de ánimo326.
Nuestra capacidad para el asco y las vulnerabilidades asociadas puede
verse afectada, no ya solo por el sexo, la constitución genética y las
experiencias vitales, sino también por la fuerza de otros impulsos327. Es
más que sabido que el hambre realza los sabores, por lo que si vives en un
lugar cercano al Círculo Polar Ártico, incluso puedes encontrar sabrosas las
tiras resecas de carne de tiburón en putrefacción, siempre que hayan sido
preparadas como tiene que ser (los islandeses llaman hákarl a esta
exquisitez). Si las circunstancias son lo bastante penosas, es hasta posible
que comas hákarl preparado de mala manera, pues la selección natural ha
otorgado prioridad a los impulsos basados en la más acuciante amenaza a la
supervivencia.
Hemos visto que el hambre a veces puede sobreponerse al asco, y otro
tanto sucede con el deseo sexual328. Se trata de una adaptación que
posiblemente fue esencial para que nuestros ancestros superasen todas sus
reservas a mezclar flujos corporales en el curso de la reproducción. En
apoyo de esta tesis, Curtis menciona un experimento hecho en la
Universidad de California en Berkeley: se pidió a unos estudiantes varones
que predijeran hasta qué punto disfrutarían del sexo en diversas situaciones
hipotéticas. A continuación se les indicó que se masturbaran hasta casi
llegar al clímax y que después respondieran de nuevo al mismo
cuestionario. Los comportamientos sexuales que antes habían encontrado
poco apetecibles de pronto se convirtieron en mucho más atrayentes bajo su
estado de gran excitación. El número de alumnos interesados en mantener
relación con una mujer obesa, probar el sexo anal o darse a la zoofilia, por
poner tres ejemplos, se disparó el 11 por ciento, 67 por ciento y 167 por
ciento, respectivamente.
Entre las mujeres se dan resultados parecidos. En un estudio holandés
efectuado en la Universidad de Groninga, por ejemplo, a unas alumnas les
fue mostrado una película sexualmente estimulante mientras el grupo de
control contemplaba vídeos de deportes de riesgo como el paracaidismo.
Las que vieron la película erótica se sintieron menos asqueadas que las del
grupo de control cuando los investigadores les pidieron que simularan
manejarse con un condón usado, poner lubricante en un vibrador o limpiar
un juguete sexual329.
La asquerosología hoy está expandiéndose en múltiples direcciones,
revelando nuevas facetas de la naturaleza humana, entre ellas una extraña
singularidad que he notado en mí misma y que quizá compartas conmigo.
Como autora especializada en la divulgación científica, he estado mirando
por encima de los hombros de unos cirujanos de urgencias mientras sacaban
metros de intestino del paciente en la camilla en busca de una herida de
bala, sin sentir náuseas en ningún momento. Y sin embargo, una tarde que
estaba mirando la tele, la secuencia en que a una joven le ponían un
piercing en la lengua me horrorizó de tal modo que salí corriendo del salón.
La gran disparidad entre la intensidad de mi asco ante estas dos
situaciones no resulta inusual. Un equipo de investigadores dirigido por el
antropólogo Daniel Fessler, de la Universidad de California en Los
Ángeles, indica que las personas sienten mucha mayor repulsión al ver
forzamientos de apéndices que al contemplar traumatismos en órganos
normalmente encerrados dentro de nuestros cuerpos. Por ejemplo, los
sujetos consideran que los transplantes de lengua, ano o genitales son
mucho más repulsivos que los transplantes de riñones, arterias o caderas.
Hay una razón evolutiva para ello, sostiene Fessler. Las partes del cuerpo
que enfrentan el mundo exterior son las más susceptibles al daño y la
infección, razón por la que el asco nos mantiene alertas al hacernos sentir
mucha mayor angustia ante tales lesiones330.
Lo repulsiva que te parece una situación también depende de tu
familiaridad con una fuente potencial de contaminantes. Como Rachel
Herz, psicóloga en la Universidad de Brown, observa de modo sardónico,
las personas admiran sus propios intestinos331. Tu suciedad y la de los tuyos
no te importan tanto como la de las demás personas. Quizá no te importe
compartir el cepillo de dientes con tu cónyuge, pero ni en sueños se te
ocurriría usar el cepillo de un desconocido.
La razón para este doble estándar es que eres inmune a tus propios
gérmenes y es muy probable que ya hayas estado expuesto a los de tu
pareja, por lo que tampoco van a dañarte. En consecuencia, lo que inspira la
mayor repugnancia es la suciedad y las emanaciones corporales de quienes
más alejados están de tu círculo social.
El asco puede sesgar nuestras percepciones de otras maneras332.
«Imaginen que se cepillan los dientes con un dentífrico de color gris
oscuro», dijo Gary D. Sherman, psicólogo de Harvard, al público reunido
en un congreso científico.
Yo estuve allí, y la idea al momento me revolvió las tripas. En poco más
de un segundo, Sherman había dejado más que clara su argumentación: esto
es, que asociamos los colores oscuros a la suciedad y la contaminación. El
blanco, por contraste, significa pureza y limpieza, de ahí su tan constante
presencia en toallas, sábanas y lavabos de porcelana en hospitales y hoteles.
Esta simple observación llevaba a Sherman a preguntarse si el asco afina el
sistema perceptivo, haciendo que los individuos fácilmente asqueables
fueran mejores en la detección de los contaminantes.
A fin de explorar tal idea, el psicólogo y sus colaboradores pusieron a
prueba la capacidad de los sujetos para efectuar sutiles distinciones en una
escala de grises. Por ejemplo, los voluntarios tenían que identificar unos
tenues números grises emplazados sobre un fondo blanco. Sherman se decía
que dicho talento constituiría una ventaja a la hora de detectar una manchita
de suciedad. Según encontró, cuanto más susceptible al asco era la persona,
mejor se desempeñaba en la labor.
Los resultados fueron claros: los individuos fuertemente proclives al asco
efectivamente eran los más capacitados para descubrir la minúscula mancha
junto al desagüe del fregadero. Sherman no está muy seguro del por qué.
Una posibilidad es que estén más motivados para perfeccionar las aptitudes
que les ayudarán a evitar los contaminantes. Según dice, la ciencia ha
encontrado unos tipos de ajuste de percepción posiblemente comparables en
otras modalidades sensoriales. Por ejemplo, unas personas que inicialmente
no podían distinguir entre dos olores aprendieron a hacerlo cuando la
presentación de un aroma venía acompañada de una descarga eléctrica. Es
posible que la causalidad discurra en dirección contraria: o sea, que la
capacidad para ver impurezas invisibles para los demás pueda provocar que
el individuo sea más propenso al asco en primera instancia. De una forma u
otra, su mundo sin duda es muy distinto al habitado por las personas que
sienten la emoción de forma no tan intensa.
Los altos niveles de asco también pueden llevar a que el individuo
dedique mayor tiempo y actividad intelectual a la detección de
contaminantes —reales o imaginados— al entrar en contacto con una
superficie nueva333. David Tolin, neuropsicólogo en Yale, pasó un lápiz por
una tapa limpia de retrete. A continuación tocó con este lápiz un segundo
lápiz, con este segundo un tercero y así. Hacia el quinto lápiz, las personas
sin trastornos obsesivos-compulsivos dejaron de preocuparse por posibles
contaminantes. Los sujetos con el trastorno, sin embargo, consideraban que
hasta el duodécimo lápiz representaba una amenaza microbiana.
Tengas o no un trastorno de este tipo, lo más probable es que andes
escudriñando la posible presencia de contaminantes en tu entorno con
mucha mayor dedicación de la que sospechas y en situaciones en las que el
riesgo de contagio es mucho menos obvio que en la descrita más arriba. Así
lo demuestran unos experimentos que exploran los hábitos de compra del
individuo; lo que indican es que nadie quiere comprar algo que ha sido
tocado por otro. Por ejemplo, las ropas colgadas de unas perchas en un
probador de tienda son adquiridas en grado menor que las mismas prendas
expuestas en la sala de ventas334. Los consumidores llegan a evitar los
artículos enclavados cerca de un producto con connotaciones desagradables.
Se ha demostrado, por ejemplo, que los clientes de supermercados se
sienten repelidos por aquellos alimentos —incluyendo las normalmente tan
satisfactorias galletas—que están situados a un par de centímetros de bolsas
para la basura, pañales u otros productos vinculados a la suciedad o los
residuos corporales335. Nuestro GPS para rastrear a los gérmenes viene de
fábrica y, ciertamente, es muy preciso en el cálculo de distancias… ¡aunque
no siempre es tan bueno a la hora de encontrar los peligros de verdad!
El aspecto más fascinante del asco quizá sea su significado simbólico
superior. Es lo que más atrae a Paul Rozin, padre fundador de la
especialidad, a la que él y su discípulo Jonathan Haidt, hoy psicólogo en la
Universidad de Nueva York, seguramente han hecho más aportaciones que
nadie. En sucinto resumen de sus puntos de vista, Rozin ha declarado a una
publicación de la Universidad de Pennsylvania, en cuya Facultad de
Psicología trabaja: «El asco (…) empieza como un sistema para proteger al
cuerpo de todo mal y evoluciona a sistema para proteger al alma de todo
mal»336.
Hablo con él, y Rozin argumenta esta afirmación337. Según dice, la
principal función de esta emoción es la de escudarnos contra una verdad
dolorosa. En el reino animal, somos los únicos que sabemos que un día
vamos a morir. La idea de la carne en descomposición, de los gusanos
pululando por nuestros cuerpos, es tan repulsiva que la alejamos de nuestras
mentes. El asco ayuda a que nos manejemos con una crisis existencial que
de otro modo nos dejaría paralizados. En el nivel más profundo, asegura
Rozin, el asco tiene que ver con «la denegación de la muerte».
Este componente ideacional del asco —la parte concerniente a la pureza
del alma y nuestra mortalidad— ha extendido su alcance a numerosas
esferas de nuestra vida, influyendo en aspectos incontables, desde a quiénes
aceptamos en nuestros círculos sociales a nuestras leyes y nuestra ética. El
ancestral miedo al contagio ha generado una sorprendente cantidad de
elementos positivos —Curtis cree que la misma civilización puede ser uno
de sus productos residuales—, pero no hay duda de que también ha hecho
aflorar lo peor que albergamos.
Empezaremos por hablar de la mala noticia…
301. Valerie Curtis, entrevista con la autora, 1 julio 2013.
302. Valerie Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat: The Science Behind Revulsion
(University of Chicago Press, Chicago, 2013), edición Kindle, capítulo 2.
306. Charles Darwin, The Expression of the Emotions in Man and Animals (Londres: Penguin
Classics, 1872), edición Kindle, capítulo 11. En castellano: La expresión de las emociones
(Laetoli, 2009).
312. Entrevista con Rozin. Para buenos artículos de resumen sobre el asco, véase Oaten,
Stevenson y Case, «Disgust as a Disease-Avoidance Mechanism», pp. 303-321, y J. Gorman,
«Survival’s Ick Factor», New York Times, 23 enero 2012.
314. V. Curtis y A. Biran, «Dirt, Disgust, and Disease: Is Hygiene in Our Genes?»,
Perspectives in Biology and Medicine 44, número 1 (invierno 2001): p. 22.
318. Ibid.
322. Curtis, «Why Disgust Matters», Philosophical Transactions of the Royal Society B 366
(2011): pp.3482-3484, doi: 10–1098/rstb.2011.0165.
327. Rachel Herz, That’s Disgusting: Unraveling the Mysteries of Repulsion (W. W. Norton,
Nueva York, 2012), p. 504.
328. Ibid.; véase también Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat, capítulo 3.
336. «Food for Thought: Paul Rozin’s Research and Teaching at Penn», Penn Arts and
Sciences (otoño 1997), http://www.sas.upenn.edu/sasalum/newsltr/fall97/rozin.html.
M
ark Schaller no tenía el menor interés por los parásitos al
comienzo de su carrera338. Desde su paso por la universidad
durante el decenio de 1980, lo que este psicólogo de la
Universidad de British Columbia ha querido entender es la causa profunda
de los prejuicios. En un estudio que dirigió al principio del nuevo milenio,
Schaller mostró que el simple hecho de apagar las luces en una sala
provocaba que las personas sintieran mayores prejuicios hacia las de otras
razas. Estas negativas predisposiciones parecían tener origen en la mayor
sensación de vulnerabilidad propia de la oscuridad. «Una idea relativamente
obvia —reconoce nuestro hombre. Y entonces tuvo una extraña ocurrencia
—: Los individuos son potencialmente vulnerables a la infección. Quizá
sería interesante y original comprobar si los prejuicios aumentan cuando la
persona es más vulnerable a la enfermedad». O quizá fuera posible, se dijo,
asquear a los sujetos con «una sutil manipulación» (de la que hablaremos en
un momento) y ver si sus actitudes hacia grupos ajenos —los percibidos
como racialmente o étnicamente diferentes— se trasladaban en dirección
negativa.
Schaller, quien aborda la ciencia con espíritu juguetón («me encantan las
ideas demenciales», comenta), no sentía aprensión en el momento de entrar
en el tenebroso ámbito de la asquerosidad, pues no es de los que se asquean
fácilmente. Pido detalles, y me cuenta la historia de una cena que preparó
para Paul Rozin y la mujer de este. Mientras cocinaba, Schaller reparó en
que «un escarabajo de buen tamaño» había ido a parar a su plato, sin duda a
bordo de unas frambuesas que antes había cogido en el jardín. «Señalé el
bicho, pues tuve claro que estábamos ante un caso de comida mezclada con
asco que haría las delicias de Paul. Y su mujer entonces dijo: “La cuestión
es si vas a comértelo o no”. Dije que sí, por supuesto. En tales
circunstancias, ¿cómo podía no comérmelo?»
No se arrepintió. «No me produjo el menor asco —insiste. Y agrega—:
Antes ya me había llevado una babosa a la boca. No necesito que me
provoquen para hacer cosas así».
Hago mención a la complexión rolliza de Schaller porque sospecho que
puede explicar su soberbia al poner en práctica la «sutil manipulación» a la
que antes aludí. Su plan era el de poner a prueba si los sujetos desarrollaban
una concepción más negativa de los frutos ajenos después de comerse un
durián. Para quienes no estén familiarizados con esta exótica fruta del
sureste asiático, aclararé que el durián parece un balón de fútbol con
pinchos y tiene una pulpa comestible que es famosa por su pestilencia. Su
olor de hecho ha sido comparado al de las cebollas en putrefacción o al de
los calcetines sudados después de una sesión en el gimnasio… de montones
de calcetines, más bien (suele hablarse de un olor «inescapable,
abrumador»).
«Fui a un pequeño supermercado vietnamita a comprar uno —dice
Schaller—, y casi se negaron a vendérmelo. Me preguntaron si sabía bien
qué era lo que estaba comprando. —Imperturbable, hizo la compra. Pero ni
siquiera él aguantaba el hedor del durián. Según reconoce—: Tuve que
meterlo en el maletero durante el trayecto de vuelta a casa». Por desgracia,
el sometimiento a tan ofensiva hediondez no produjo resultados científicos
de gran interés. La fruta que por poco provocó arcadas a Schaller no
siempre inducía al asco. Vancouver, la ciudad canadiense en la que tuvo
lugar el experimento, cuenta con una gran población asiática, y muchos de
los participantes estaban familiarizados con el durián, que les encantaba.
Según refiere Schaller, el comentario típico era: «Sí que huele mal, ¡pero
está buenísimo!» Se vio obligado a suspender el ensayo, pero antes de
hacerlo reparó en que los datos procedentes de los no asiáticos sugerían que
su teoría —por descabellada que pareciese— quizá no estaba
desencaminada del todo.
Schaller probó con otra táctica y trató de asquear a los sujetos con la
proyección de diapositivas con imágenes de narices moqueantes, rostros
con marcas del sarampión y otros estímulos vinculados a la enfermedad que
investigaciones anteriores describían como incitadores casi universales del
asco339. El grupo de control contempló fotografías no asociadas a la
enfermedad, como la de una electrocución o una persona atropellada por un
coche. Schaller pidió a todos los participantes que rellenaran unos
cuestionarios estableciendo su apoyo al recurso a fondos del Gobierno para
ayudar a inmigrantes procedentes de Taiwán y Polonia (grupos
considerados como muy familiares, pues en Vancouver también hay
muchos inmigrados de Europa oriental) en oposición a inmigrantes de
Mongolia y Perú (que los participantes habían descrito como «poco
familiares»). En comparación con el grupo de control, los sujetos que
miraron las fotos evocadoras de gérmenes hicieron gala de una acusada
preferencia por los grupos inmigrados bien conocidos, muy por encima de
los menos conocidos.
Este estudio fue publicado hace más de un decenio, y Schaller y otros
desde entonces han seguido investigando340. Schaller hoy ofrece esta
interpretación de los resultados: a lo largo de la historia de la humanidad,
los pueblos exóticos han traído consigo gérmenes exóticos, que tienden a
cebarse de modo particularmente virulento en las poblaciones locales, y el
prejuicio contra los extranjeros parece dispararse cuando creemos correr
mayor riesgo de contraer enfermedades. Es posible que en nuestro cerebro
inconsciente también esté alojada la sospecha de que el extraño no tiene tan
elevados estándares higiénicos como nosotros ni se atiene a las prácticas
culinarias que reducen el riesgo de enfermedad transmitida por los
alimentos. El prejuicio, subraya Schaller, consiste en la evitación del otro a
partir de unas impresiones superficiales, por lo que este sentimiento, por feo
que resulte, resulta idóneo para el propósito de escudarnos contra la
enfermedad.
Otros estudios similares sugieren que el concepto que tenemos de la
«otredad» resulta confuso. En colaboración con otros investigadores,
Schaller ha descubierto que cualquier recordatorio de nuestra
susceptibilidad a la infección incrementa el prejuicio contra los
discapacitados, los desfigurados, los deformes y hasta los obesos y
ancianos, esto es, contra un enorme conjunto de la población que en
realidad no amenaza la salud de nadie. «La enfermedad infecciosa causa
una gran variedad de síntomas, lo que explicaría nuestra fijación en el
hecho de que la persona no tiene un aspecto normal», explica. La palabra
«normal» en este contexto se refiere a la imagen que un cavernícola tendría
de una persona sana. Hasta hace muy poco, «el ser humano prototípico» —
en palabras del estudioso— raras veces tenía sobrepeso o mucho más que
cuarenta años, motivo por el que las personas obesas o con señales de
ancianidad como ojeras pronunciadas, manchas cutáneas o uñas
amarillentas y curvadas son categorizadas como extrañas. Lo mismo que un
detector de humos, tu sistema de detección de gérmenes está diseñado para
activarse al menor indicio de peligro. Una falsa alarma puede suponer la
pérdida de una oportunidad social, pero si alguien muestra unos síntomas
contagiosos que tomas por inocuos de forma errónea, puedes pagarlo con la
vida. «Más vale pasarse por exceso que por defecto», parece ser el lema de
la naturaleza.
El sistema de detección de gérmenes no tan solo está calibrado de forma
muy amplia e imprecisa, sino también para operar con gran autonomía con
respecto al pensamiento consciente, por lo que es mucho más sensible a las
sensaciones que a los hechos. A fin de subrayar esta circunstancia, Schaller
describe un experimento en el que su equipo mostró a los participantes
fotografías de dos hombres. El primero de ellos tenía una marca de
nacimiento de color rojo oscuro en el rostro pero era descrito como fuerte y
sano. El segundo tenía una apariencia robusta y saludable pero estaba
descrito como enfermo de una variedad de tuberculosis muy contagiosa y
resistente a los medicamentos. Los participantes a continuación fueron
sometidos a una prueba informatizada destinada a medir el tiempo que
tardaban en reaccionar, con el propósito de dilucidar a quién de los dos
asociaban subconscientemente con la infección. A pesar de la información
compartida con los sujetos, la prueba reveló que estos percibían al hombre
con la inofensiva señal en la cara como más amenazante de infección.
Según Schaller, los sujetos contemplan más largamente los rostros
desfigurados que esas mismas caras alteradas fotográficamente para
corregir la anormalidad. En las ciencias cognitivas suele darse por sentado
que cuanta más atención pones, mejor es tu recuerdo posterior341. Por poner
un ejemplo, las personas contemplan los rostros iracundos de manera más
prolongada y después se acuerdan de ellas mejor. Pero en el caso de las
caras desfiguradas, lo que sucedió fue lo contrario: los participantes en el
ensayo tenían mucho peor recuerdo de los individuos con anomalías
faciales, a quienes muchas veces confundían entre sí. Como describe Joshua
Ackerman, científico que participó en el ensayo, los sujetos «estaban
mirando sin llegar a ver». «Todos me parecen iguales» es una respuesta
habitual cuando se pide a una persona que distinga entre individuos
pertenecientes a razas que no le son familiares, y esta característica
deshumanizadora también parece ser de aplicación aquí342.
En el caso de la cara enfurecida, tenemos buen cuidado de quedarnos con
sus rasgos para que nos sea posible reconocer a una persona potencialmente
hostil en otra situación. Pero las características particulares de un individuo
desfigurado —con la salvedad de la propia desfiguración— no sirven para
detectar una potencial fuente de contagio, con el resultado de que nos
concentramos en la amenaza más visible hasta el punto de excluir todos los
demás rasgos de la persona343.
Schaller encuentra «alucinante» que los científicos tan solo muy
recientemente hayan comprendido que los parásitos del entorno pueden
fomentar los prejuicios, pues hace decenios que saben de la existencia de
otras defensas conductuales contra la enfermedad, entre los animales sobre
todo344. Al considerarlo desde otro punto de vista, finalmente da con una
explicación. «Mucho de lo que las personas estudian se basa en sus propias
experiencias personales, y la mayor parte del trabajo en las ciencias
psicológicas tiene lugar en Canadá, Estados Unidos y Europa, en lugares
igual que este», dice, mirando en derredor. Nos encontramos en el interior
de un nuevo y flamante edificio en el campus de la Universidad de British
Columbia, de líneas modernas y austeras y decoración elegantemente
minimalista. Es difícil pensar en un entorno más estéril. «Lo que pasa es
que las enfermedades infecciosas en el fondo no nos preocupan mucho.
Olvidamos que en la mayor parte del mundo y durante la mayor parte de
nuestra historia, los organismos infecciosos han supuesto una amenaza
formidable y casi con toda seguridad han desempeñado un papel
fundamental en la evolución humana, incluyendo la evolución de nuestro
cerebro y sistema nervioso».
Schaller es el creador de la expresión «sistema inmunológico conductual»
para describir aquellos pensamientos y sentimientos que nos vienen a la
mente de forma automática cuando percibimos que corremos el riesgo de
infectarnos, empujándonos a comportarnos de maneras que limitarán
nuestra exposición. Según explica, sus investigaciones avanzaron al mismo
ritmo que las hechas por Rozin, Haidt y Valerie Curtis, y como
consecuencia, la expresión no se limita a describir los prejuicios inducidos
por los gérmenes, sino también un amplico abanico de otras respuestas
contra la infección basadas en el asco, así como los comportamientos en los
animales que tienen la misma función.
Está claro que piensa que los descubrimientos hechos en este terreno van
a enseñarnos mucho sobre las relaciones interpersonales, pero Schaller tiene
buen cuidado de no exagerar el significado de tales hallazgos345. Como
subraya, el miedo subconsciente al contagio difícilmente es la única causa
del prejuicio. Podemos estereotipar de forma negativa a otras razas o grupos
étnicos porque nos enfurece la posibilidad de que sean unas amenazas para
nuestra subsistencia o por el miedo a que se propongan perjudicarnos de
algún modo. También es posible que el prejuicio sencillamente tenga origen
en la ignorancia. La denigración de los obesos como perezosos y
descuidados, por ejemplo, puede proceder de alguien que nunca ha tratado
con personas con sobrepeso en un entorno profesional. Incluso si
pudiéramos eliminar la enfermedad infecciosa en el mundo, asegura
Schaller, no lograríamos erradicar los prejuicios.
Hace una última advertencia: «Gran parte de nuestra investigación ha
estado centrándose en nuestra respuesta automática inicial a las personas
que activan nuestro sistema inmunológico conductual, pero ello no significa
que por nuestras cabezas no pase ninguna otra cosa. Por poner un ejemplo,
mi primera respuesta a una persona cuya apariencia es poco agradable
puede ser la repulsión, pero esta puede verse inmediatamente superada por
una respuesta con mayor empatía que tiene en cuenta los problemas que
sufre dicha persona y puede incluir la sensibilidad y la comprensión. Estas
respuestas adicionales, más meditadas, acaso no sean las primeras que nos
vienen a la mente, pero en último término pueden ejercer mucho mayor
influjo sobre nuestra reacción a estos casos en la vida real».
Sin embargo, los estudios hechos por Schaller y otros indican que las
personas crónicamente preocupadas por la posibilidad de enfermar son
especialmente proclives a mirar con antipatía a aquellos cuyo aspecto físico
se aleja del patrón de «lo normal». Dichas personas también tienen mayores
problemas en superar la reacción inicial. Lo que, en conjunto, puede tener
unos efectos prácticos y duraderos sobre sus actitudes y experiencias. En
comparación con los individuos no obsesionados con tales preocupaciones
sanitarias, son menos propensas a tener amigos discapacitados346; según
refieren ellos mismos, tienen menor inclinación a viajar al extranjero o
involucrarse en otras actividades que pudieran ponerlas en contacto con
foráneos o con cocinas exóticas347; hacen más frecuente gala de
sentimientos negativos hacia los ancianos en las pruebas de actitudes
implícitas348, y dicen albergar mayor hostilidad hacia los obesos349. De
hecho, cuanto más les angustia enfermar, mayor es el desdén que expresan
por los obesos, lo que seguramente explica por qué a las personas gordas
muchas veces se las describe con adjetivos estrechamente ligados a la
infección: «sucio», «maloliente», «asqueroso» y demás.
Tales antipatías influyen en el modo en que los fóbicos a los gérmenes
interactúan con todo el mundo, no solo con los desconocidos350. Los padres
propensos a estos miedos dicen tener unas actitudes más negativas con
respecto a sus hijos gordos, sin que sus vástagos con peso normal se vean
afectados por estos sentimientos.
Quienes han enfermado recientemente hacen gala de prejuicios parecidos,
posiblemente, según teoriza Schaller, porque sus sistemas inmunológicos
siguen estando deteriorados y sus mentes tratan de compensar
intensificando las defensas conductuales351. En respaldo de esta hipótesis
recurre a un provocador estudio efectuado por el biólogo evolutivo Daniel
Fessler y otros, quienes demostraron que las embarazadas se vuelven más
xenofóbicas en el primer trimestre, cuando sus sistemas inmunológicos han
sido suprimidos para evitar el rechazo del feto, pero no en las fases
posteriores de la gestación, una vez pasado dicho peligro. Otras
investigaciones hechas por Fessler en colaboración con Diana Fleischman
revelan que la progesterona, hormona responsable de mantener a raya al
sistema inmunológico al inicio del embarazo, incrementa las sensaciones de
asco, lo que a su vez refuerza las actitudes negativas hacia los extranjeros,
así como unas costumbres alimentarias de tipo más caprichoso352. Esta
última respuesta seguramente es una adaptación para que las embarazadas
se abstengan de consumir alimentos proclives a la contaminación, como
hemos visto en el capítulo 8. En otras palabras, parece que, por medio de la
evocación del asco, una sola hormona pone en funcionamiento dos defensas
conductuales en el mismo momento preciso de la gestación, cuando el
peligro de infección es mayor que nunca.
Estas alteraciones hormonales de los sentimientos no se limitan a la
gestación. Durante la fase luteínica del ciclo menstrual de la mujer (los días
posteriores a la liberación de un óvulo de sus ovarios), el nivel de
progesterona aumenta para facilitar que el óvulo, en caso de ser fertilizado,
pueda implantarse en el útero sin ser atacado por las células inmunitarias.
Tras medir los niveles de hormona en la saliva de mujeres que tienen el
ciclo regular, Fessler y Fleischman han descubierto que la fase luteínica se
ve acompañada por un aumento en los sentimientos de asco, xenofobia e
inquietud en lo tocante a los gérmenes. Por poner un ejemplo, las mujeres
en dicho estadio del ciclo dicen lavarse las manos con mayor frecuencia y
recurrir más veces a los recubrimientos de papel disponibles para las tapas
de los retretes en los servicios de lugares públicos.
«Puede tener su importancia entender los orígenes de algunos de estos
cambios en los comportamientos —dice Fessler—. Al explicar a mis
alumnos cómo hay que comprender la mente desde la perspectiva de la
evolución, siempre insisto en que no somos unos esclavos de nuestra
psicología evolutiva. Cuando una mujer entra en una cabina electoral para
tomar una decisión sobre un candidato atendiendo a sus puntos de vista
sobre la inmigración, por poner un ejemplo, este conocimiento le otorga la
capacidad de detenerse un momento y decirse a sí misma: “A ver,
pensémoslo bien un momento. Lo más conveniente es que mi decisión sea
reflejo de mi postura meditada sobre esta cuestión, y no de los impulsos que
pueda estar experimentando ahora mismo”.»
340. M Schaller, entrevista con la autora, mayo 2008. Véase también J. Faulkner y M. Schaller,
«Evolved Diseased Avoidance Processes and Contemporary Anti-Social Behavior: Prejudicial
Attitudes and Avoidance of People with Physical Disabilities»,. Journal of Nonverbal Behavior
27, número 2 (verano 2003): p. 65, y J. H. Park, M. Schaller y C. S. Crandall, «Pathogen
Avoidance Mechanisms and Stigmatization of Obese People», Evolution and Human Behavior
28 (2007): pp. 410-414.
341. J. Ackerman, entrevista con la autora, 8 agosto 2012, véase también, Ackerman et al., «A
Pox on the Mind: Disjunction of Attention and Memory in Processing of Physical
Disfigurement», Journal of Experimental Psychology 45 (2009): pp. 478-479.
342. Schaller y Neuberg, «Danger, Disease, and the Nature of Prejudice(s)», p. 14.
344. M. Schaller, entrevista con la autora, junio 2012 y, en Vancouver, 10 septiembre 2013.
348. Schaller y Neuberg, «Danger, Disease, and the Nature of Prejudice(s)», p. 18.
352. Daniel Fessler, entrevista con la autora, Los Ángeles, 12 septiembre 2013.
353. C. R. Mortensen et al., «Infection Breeds Reticence: The Effects of Disease Salience on
Self-Perceptions of Personality and Behavioral Avoidance Tendencies», Psychological Science
21, número 3 (2010): pp. 440-445.
355. Entrevista con Ackerman; véase J. Y. Huang et al., «Immunizing Against Prejudice:
Effects of Disease Protection on Attitudes Toward Out-Groups», Psychological Science 22,
número 12 (2011): pp. 1550-1556.
356. Michael Bang Petersen y Lene Aarøe, entrevista con la autora, Miami Beach, Florida, 19
julio 2013.
358. Brian Alexander, «Amid Swine Flu Outbreak, Racism Goes Viral», MSNBC.com, última
modificación: 1 mayo 2009, http://www.nbcnews.com/id/30467300/ns/health-
cold_and_flu/t/amid-swine-flu-outbreak-racism-goes-viral/#.U98FOkjY3RB; Donald G.
McNeil Jr., «Finding a Scapegoat When Epidemics Strike», New York Times, 1 septiembre
2009.
359. Lindsey Boerma, «Republican Congressman: Immigrant Children Might Carry Ebola»,
CBS News, última modificación: 1 agosto 2014, http://www.cbsnews.com/news/republican-
congressman-immigrant-children-might-carry-ebola/; Maggie Fox, «Vectors or Victims? Docs
Slam Rumors That Migrants Carry Disease», MSNBC News, última modificación: 9 julio
2014, http://www.nbcnews.com/storyline/immigration-border-crisis/vectors-or-victims-docs-
slam-rumors-migrants-carry-disease-n152216.
360. Schaller y Neuberg, «Danger, Disease, and the Nature of Prejudice(s)», p. 19.
363. Rachel Herz, That’s Disgusting: Unraveling the Mysteries of Repulsion (W. W. Norton,
Nueva York, 2012), p. 112.
364. Brit Bennett, «Who Gets to Go to the Pool?», New York Times, 10 junio 2015; véase
también Vio Celaya, First Mexican (iUniverse, Lincoln, Nebraska, 2005), p. 4.
365. W. Herbert, «The Color of Sin – Why the Good Guys Wear White», Scientific American
(1 noviembre 2009), http://www.scientificamerican.com/article.cfm?id=the-color-of-sin.
368. Valerie Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat: The Science Behind Revulsion
(University of Chicago Press, Chicago, 2013), edición Kindle, capítulo 6.
371. M. Schaller, entrevista con la autora, 10 septiembre 2010; M. Schaller et al., «Mere Visual
Perception of Other People’s Disease Symptoms Facilitates a More Aggressive Immune
Response», Psychological Science 21, número 5 (2010): pp. 649-652.
A
quel joven mantenía relaciones sexuales con su perro. De hecho,
había perdido la virginidad con el can. Su relación seguía siendo
muy buena. El perro en absoluto parecía sentirse molesto. Pero al
hombre le remordía la conciencia. ¿Estaba comportándose de una forma
inmoral?375
En busca de una opinión autorizada, mando un correo electrónico a David
Pizarro, profesor de psicología moral en la Universidad de Cornell. «Pensé
que estaba tomándome el pelo», recuerda Pizarro. Envió al otro un enlace a
un artículo sobre la zoofilia y supuso que no volvería a oír de él. Pero el
joven le vino con nuevas preguntas. «Me di cuenta de que el chaval iba muy
en serio. —Pizarro es una figura muy destacada en su campo, pero está
claro que tuvo problemas para elaborar una respuesta—. Terminé por
escribir algo así como: “Quizá no estemos hablando de una transgresión de
la moral. Pero, en la sociedad en que vivimos, tendrá que tratar con toda
clase de personas que se dirán que su comportamiento es extraño, porque lo
es. A la gente no va a gustarle”. Y a continuación dije: “¿Le gustaría que su
hija estuviera saliendo con alguien que mantiene relaciones sexuales con el
perro de ambos? La respuesta es que no. Y hay un punto fundamental: no
existen animales que escriban que se sienten maltratados en razón de su
amor por los seres humanos. Yo en su lugar me lo haría mirar».
En lo fundamental, Pizarro estaba viniendo a decir que la conducta del
otro era extraña, preocupante y angustiosa, si bien tampoco estaba dispuesto
a condenarla. Si dicha respuesta no termina de convencerte, tengo claro que
te enferma la imagen de un hombre que disfruta del sexo con un perro.
Pero, ¿aquel hombre verdaderamente estaba comportándose de modo
inmoral? De creer en sus propias palabras, el perro no estaba siendo
dañado. ¿Quién es la víctima en esta historia desconcertante?
Si tienes problemas para determinar por qué razón exacta este
comportamiento parece ser inadecuado, los psicólogos han encontrado una
expresión que describe tu confusión mental. Estás «moralmente perplejo».
El creciente cuerpo de investigación llevado a cabo por Pizarro y otros
científicos muestra que los juicios morales no siempre son el producto de
una reflexión pormenorizada. A veces tenemos la impresión de que un
comportamiento es impropio incluso en ausencia de alguien que haya sido
perjudicado376. Tomamos rápidas decisiones al respecto y luego —en
palabras de Jonathan Haidt, otro gigante en el campo de los estudios de la
conciencia moral—, «construimos justificaciones ad hoc para esos
sentimientos». Varias líneas de investigación coinciden en que dicha
intuición está provocada por el asco. En el curso de la evolución humana, la
misma emoción que llevaba al individuo a sentir arcadas ante un olor
nauseabundo o a expulsar la leche cortada de inmediato se vio imbricada en
algunas de nuestras convicciones más profundas, desde la ética y los
valores religiosos hasta los puntos de vista políticos.
El papel clave que el asco desempeña en nuestras intuiciones morales
encuentra su traducción en el lenguaje: juego sucio. Un comportamiento
indecente. Un sujeto escurridizo. A la inversa, la limpieza apenas está un
poco por debajo de lo divino. Buscamos la pureza espiritual. La corrupción
puede contaminarnos, y por eso rehuimos el mal.
A Pizarro no le gusta nada recurrir al asco como brújula de orientación
moral377. Si la gente recurre a él, como tantas veces pasa, el sentimiento
puede llevarlos a errar, o así opina Pizarro. En sus clases pone el ejemplo
del rechazo a la homosexualidad con el argumento de su supuesto carácter
repugnante para alertar sobre los peligros de la moralidad fundamentada en
el asco. «Digo a mis alumnos que, como varón heterosexual, es posible que
me sienta repelido al ver imágenes de determinadas prácticas sexuales entre
dos hombres. Pero me veo obligado a decir: ¿y todo esto qué tiene que ver
con mis convicciones éticas? Les digo que la idea del acto sexual
protagonizado por dos personas muy feas también me resulta desagradable,
pero dicha sensación no me empuja a defender una ley que prohiba el sexo
a los feos». Los sintecho son otro grupo frecuentemente vilipendiado,
probablemente porque también pueden provocar respuestas de asco, por lo
que a la sociedad le resulta más fácil deshumanizarlos y condenarlos como
culpables de unos crímenes que no han cometido. «Mi deber ético es
asegurarme de que esta emoción no me influya hasta el punto de llevarme a
pisotear la humanidad de otros», explica Pizarro.
El profesor sabe mejor que muchos otros que el asco no siempre es fácil
de refrenar, que a veces cuesta mucho que no interfiera en los juicios éticos.
Pizarro es tan susceptible a según qué cosas que se ve obligado a pedir a sus
alumnos que programen todas las fotos de cosas repulsivas que utiliza en
sus estudios sobre el razonamiento moral. «El razonamiento en bruto fue lo
que me liberó de algunas de mis actitudes —afirma—. Considero que fue el
logro intelectual el que me volvió más tolerante sobre muchas cuestiones».
En todo caso, la maldición de ser excesivamente propenso al asco ha sido
beneficiosa para su labor. Según reconoce, le ha llevado a comprender bien
cómo la emoción puede guiar el pensamiento moral.
Si no terminas de creer que los parásitos pueden influir en tus propios
principios, toma buena nota: nuestros valores de hecho cambian cuando hay
agentes infecciosos cerca378. En un experimento dirigido por la psicóloga
británica Simone Schnall, a los alumnos se les pidió que pensaran sobre
comportamientos moralmente dudosos, como mentir en un currículum, no
devolver una billetera robada o, mucho más grave, recurrir al canibalismo
para sobrevivir a un accidente aéreo sucedido en un lugar remoto. Los
sujetos sentados ante escritorios con manchas de comida y bolígrafos con el
extremo mordisqueado consideraron estos comportamientos más
indignantes que sus compañeros sentados a escritorios ordenados e
impolutos. Muchos otros estudios —en los que se recurrió, sin que los
estudiantes lo supieran, a inductores del asco como bombas fétidas o un
producto químico de olor idéntico al del vómito— presentan resultados
similares. El sexo prematrimonial, el soborno, la pornografía, el
periodismo-basura, el matrimonio entre primos hermanos… todos
resultaban más reprensibles si los sujetos se sentían asqueados379.
Los asqueados también son más proclives a ver el mal allí donde tan solo
hay inocencia. En un ensayo conducido por Haidt y la alumna de posgrado
Thalia Wheatley, la sugestión hipnótica hizo que los participantes
reaccionaran con profundo asco al tropezarse con las palabras «coger» y
«muchas veces»380. Los voluntarios después leyeron una narración sobre un
joven llamado Dan, presidente de una delegación de alumnos, quien estaba
tratando de hacer un listado de temas de interés a debatir en las clases. La
historia no tenía significado moral. Y sin embargo, los sujetos que leyeron
la versión del texto que incluía las palabras evocadoras del asco eran más
suspicaces sobre las motivaciones de Dan que los del grupo de control que
leyeron una narración virtualmente idéntica pero sin las hipnóticas
alusiones. A fin de explicar la desconfianza que Dan les inspiraba, los del
grupo experimental ofrecían racionalizaciones como: «No sabría decir bien
por qué, pero ese Dan parece estar tramando algo».
Una respuesta en particular divirtió mucho a Haidt: «Dan se da muchos
aires y siempre quiere ser la estrella».
Las prácticas sexuales inocuas también pueden adquirir connotaciones de
inmoralidad si los gérmenes están muy presentes en la mente. En uno de los
experimentos hechos por Pizarro, a los sujetos se les mostró un letrero que
recomendaba el uso de toallitas limpiadoras para las manos. Según
recuerda, los alumnos fueron más duros al juzgar a una joven que se había
estado masturbando mientras sostenía un oso de peluche y a un hombre que
había estado manteniendo relaciones sexuales en la cama de su abuela
aprovechando que la anciana estaba fuera381.
Todos estos resultados se ajustan a un mismo patrón, según revela una
investigación realizada por los psicólogos Mark Schaller y Damian
Murray382. Las personas a las que se recuerda la amenaza de la enfermedad
contagiosa son más proclives a someterse a los valores convencionales y
expresan mayor desdén por quienes quebrantan las normas sociales. (Dicho
sea de pasada, la evocación de los automovilistas imprudentes, la guerra y
otras amenazas a la seguridad también empujan al conformismo, aunque no
de forma tan espectacular como el recurso a los gérmenes.) Es hasta posible
que las evocaciones de la enfermedad nos conviertan en más favorables a la
religión383. En un estudio, los participantes expuestos a un olor hediondo
revelaron tener más inclinación a creer en las verdades de la Biblia que
aquellos no sometidos al aire contaminado.
Cuando nos preocupa la posibilidad de enfermar, parece que no tan solo
nos sentimos atraídos por los platos que mamá cocinaba, sino también por
la forma en que ella consideraba que teníamos que comportarnos, en el
plano social sobre todo. Depositamos nuestra fe en las prácticas
tradicionales, seguramente porque nos parece conveniente fiarnos de lo
conocido cuando nuestra supervivencia está en juego. Ahora no es el
momento de abrazar una nueva filosofía de la vida cuyos resultados no
conocemos, susurra una vocecilla alojada en la parte posterior de la mente,
la región precisa que —seamos conscientes de ello o no— constantemente
está evaluando los riesgos y aconsejando cómo hay que responder a ellos.
En vista de tales resultados, Pizarro se preguntó si nuestros puntos de
vista políticos podrían cambiar cuando nos sintiéramos susceptibles a la
enfermedad384. En colaboración con Erik Helzer diseñó una ingeniosa
estrategia para poner a prueba la idea. Situaron a unos sujetos junto a una
máquina automática para el lavado de manos y a otros en un lugar donde no
había nada y preguntaron por sus opiniones sobre diversas cuestiones
morales, fiscales y sociales. Los alumnos a quienes se les había recordado
el peligro de la infección expresaron unos puntos de vista más
conservadores.
Por interesantes que sean estos resultados, conviene tomarlos con
precaución385. En la vida real, cuando nos piden que emitamos juicios
morales contamos con mucha mayor información a la que atenernos que la
existente en el entorno de un laboratorio. Entre otras cosas, podemos
evaluar la apariencia general del individuo, cómo se comporta
normalmente, qué circunstancias atenuantes existen y demás.
«Hay muchos factores que influyen en el juicio moral, y el asco no es más
que uno de ellos», subraya Pizarro. En el mundo más complicado de la vida
real, las decisiones instantáneas, tomadas a partir del asco visceral, sin duda
muchas veces resultan atenuadas por la lógica y el razonamiento, lo que nos
lleva a modificar nuestra inicial valoración de una transgresión y hasta a
concluir que de hecho no se produjo una verdadera infracción de la ética.
No solo eso, sino que el asco opera en combinación con el bien desarrollado
sistema de valores de la persona. Un escritorio cubierto de porquería o un
olorcillo pestilente no convierte a los libertinos sexuales en pacatos, a los
ateos en fanáticos religiosos o a los rebeldes en conformistas. «El cambio
en las actitudes es temporal y de tipo modesto —indica Pizarro—. Al hablar
de estas cosas siempre trato de explicar que si lo que quieres es influir en
los comportamientos de la gente, seguramente hay medios mucho más
efectivos para lograrlo».
Tales advertencias pueden tener relevancia si nos atenemos al resultado
de un estudio reciente que efectuó para comprobar si un resultado muy
sólido en el laboratorio —la propagación de puntos de vista negativos sobre
los gay en respuesta a evocaciones de la enfermedad— se sostenía en el
mundo real. En colaboración con Yoel Inbar y unos investigadores de la
Universidad de Virginia, él y su equipo efectuaron una encuesta por Internet
sobre las actitudes de los estadounidenses en lo referente a la
homosexualidad, en un momento —el otoño de 2014— en que el brote de
Ébola estaba provocando la alarma generalizada.
Las opiniones implícitas sobre este grupo efectivamente se trasladaron en
una dirección negativa, pero los científicos se encontraron con que el efecto
era mucho más reducido de lo esperado.
Pizarro tiene la hipótesis de que quizá fue tan débil porque los
participantes, incluso los angustiados por el Ébola, posiblemente no estaban
tan obsesionados por la enfermedad en el momento preciso en que les fue
pedida su opinión (en el laboratorio, los alumnos rellenaron los
cuestionarios pocos minutos después de haber sido expuestos al olor
desagradable). Pero tampoco descarta una posibilidad alternativa: la de que
los factores instigadores del asco tienden a amplificar los prejuicios ya
existentes, y la sociedad ha cambiado sus puntos de vista sobre los gay de
forma radical en el curso de unos pocos años. Este grupo antaño denostado
hoy está considerado de manera mucho más favorable. Si tal es la razón por
la que el brote de enfermedad apenas fomentó la inquina a los
homosexuales, «nos encontramos con una muy buena noticia», comenta
Pizarro.
Eso sí, si eres del tipo quisquilloso, es muy posible que el influjo del asco
sobre tus puntos de vista nada tenga de exiguo ni de pasajero. De forma
coincidente con los resultados de laboratorio, los ensayos efectuados por
Pizarro y otros sugieren que los fácilmente asqueables son más propensos a
tener unas opiniones políticas consistentemente situadas en el extremo
conservador del espectro, y no tan solo sobre la inmigración, como vimos
en el capítulo anterior. Los muy asqueables también tienden a reclamar
mano durísima contra el crimen, a ser contrarios al sexo porque sí, al aborto
y a los derechos de los gay, a ser de orientación generalmente autoritaria386.
Por ejemplo, están más inclinados a pensar que los niños tienen que
obedecer a sus mayores sin rechistar y ponen mayor acento en la cohesión
social y en el sometimiento a las convenciones. Aunque no hay datos
verdaderamente firmes, incluso aparecen indicios de que los proclives al
asco acostumbran a favorecer una fiscalidad de tipo derechista (en contra de
los impuestos y de la inversión de dinero gubernamental en proyectos
sociales).
Esta historia también tiene su vertiente fisiológica. Al ver fotografías de
personas que comen gusanos y otras cosa repugnantes, los conservadores
sudan más profusamente que los escorados a la izquierda (según
mediciones de la respuesta galvánica de la piel)387. Su mayor reactividad no
se limita a los peligros asociados a la enfermedad. En comparación con los
izquierdistas, asimismo reaccionan a los ruidos estruendosos de forma más
sobresaltada388. Estas dos observaciones pueden tener que ver con un dato
bien conocido en el ámbito de las ciencias políticas: los conservadores
típicamente consideran que el mundo es un lugar más peligroso de lo que
creen los de izquierdas389. Lo que, a su vez, puede influir en sus puntos de
vista sobre cuestiones de política exterior. No solo desconfian de los
extranjeros en mayor medida, sino que también pueden estar más dispuestos
a recurrir a la fuerza de las armas. En comparación con los izquierdistas, los
derechistas desde luego son más locuaces en su apoyo al patriotismo, un
ejército poderoso y la virtud de servir en las fuerzas armadas.
En su conjunto, estos datos nos llevarían a pensar que la mayor
sensibilidad al asco puede predecir el comportamiento como votante. Es lo
que sucede, aunque no de forma automática, claro está. Es evidente que tu
educación, afiliación religiosa, nivel de ingresos y muchos otros factores,
asimismo conforman tu ideología. Pero si examinamos un amplio grupo de
personas, los datos hablan de una tendencia consistente.
En un estudio realizado sobre 237 ciudadanos holandeses y publicado en
2014, los investigadores les hicieron rellenar un test referente a su
sensibilidad al asco390. Los que hacían mayor gala de dicha sensibilidad
eran más proclives a votar al Partido de la Libertad (Partij voor de
Vrijheid), socialmente conservador, fuertemente contrario a la inmigración,
hostil al Islam, defensor de los valores tradicionales holandeses por encima
del multiculturalismo y partidario de salir de la Unión Europea. En Holanda
hay diez partidos políticos cuyas posturas en muchos casos no pueden ser
nítidamente descritas como de izquierdas o de derechas, por lo que los
científicos no pudieron predecir las preferencias electorales en su conjunto,
pero sí encontraron que la susceptibilidad al asco encontraba correlación
con la ideología política, siguiendo el patrón descrito más arriba.
Otro estudio realizado vía Internet, de mayores dimensiones, ofreció
similares resultados. Conducido por un equipo que incluía a Pizarro, Haidt
y Yoel Inbar, fue efectuado sobre veinticinco mil estadounidenses en el
momento de las elecciones presidenciales de 2008391. Los participantes que
mayores niveles exhibían de angustia ante el contagio estaban más
inclinados a definirse como votantes de John McCain (el candidato más
conservador), antes que de Barack Obama. Lo que es más, el promedio
estatal de preocupación por la contaminación —calculado a partir de las
respuestas facilitadas por los participantes de cada Estado en particular—
predijo el porcentaje de votos que McCain más tarde se llevó.
Los investigadores encontraron idéntica correlación entre la sensibilidad
al asco y la ideología política en 122 países de todo el mundo, casi todos
aquellos en los que hubo suficiente número de respuestas para permitir un
análisis estadístico. Como los estudiosos escribieron en el Journal of Social
Psychological and Personality Science, «todo esto sugiere de forma
convincente que la correlación no es el producto de las características
peculiares de los sistemas políticos de Estados Unidos (o, en sentido más
amplio, de las sociedades democráticas occidentales). Más bien parece que
la susceptibilidad al asco está ligada al conservadurismo en una gran
variedad de culturas, regiones geográficas y sistemas políticos».
No es de sorprender que los políticos hayan tratado de explotar la ciencia
del asco en beneficio propio. Un ejemplo destacado lo ofrece un novedoso
anuncio electoral usado por el candidato Carl Paladino, activista del Tea
Party ultraderechista, durante las primarias para elegir al candidato
republicano al gobierno del estado de Nueva York392. Pocos días antes de la
votación, los votantes republicanos registrados para tales primarias se
encontraron con una sorpresa al abrir el buzón de casa: unos folletos
impregnados de olor a basura y con el mensaje «Algo huele a podrido en
Albany» (Albany es la capital administrativa del estado de Nueva York). El
folleto incluía fotos de políticos demócratas del Estado sumidos en
recientes escándalos de diverso tipo y caracterizaba al oponente de
Paladino, el antiguo congresista Rick Lazio, como un «izquierdista», parte
integrante de un gobierno que permitía el florecimiento de la corrupción.
Nunca vamos a saber si los nauseabundos folletos ayudaron en algo a
Paladino a la hora de la votación. Desde luego, no parece que le
perjudicaran. Ganó a Lazio por un impresionante margen del 24 por ciento.
En fecha más reciente, Donald Trump describió, de forma extraña, la
larga visita al baño hecha por Hillary Clinton durante un debate en las
primarias demócratas como «algo demasiado asqueroso» como para ser
mencionado, lo que llevó a sus seguidores a estallar en risas y aplausos.
El miedo a los gérmenes hace más que sesgar los puntos de vista
religiosos y políticos del individuo. De forma literal, los lleva a pensar
sobre la moralidad en términos de blanco o negro, circunstancia que tiene
inquietantes consecuencias sobre el sistema de justicia penal. Seguramente
habrás reparado en que las hadas madrinas siempre visten de blanco y las
brujas malvadas de negro, en que, además, los buenos y los malos de las
teleseries ambientadas en el Lejano Oeste se rigen por el mismo código de
vestimenta. Para Gary D. Sherman y Gerald L. Clore, los psicólogos que
han demostrado que asociamos los colores oscuros a la suciedad y el
contagio, esta observación aparentemente banal plantea una pregunta de
interés: ¿es posible que, como resultado de nuestra evolución para detectar
los contaminantes, la mente humana de hecho codifique el negro como
pecaminoso y el blanco como virtuoso?393
A fin de explorar esta posibilidad, recurrieron al test de Stroop, un juego
utilizado para adiestrar al cerebro. Una de sus prueba más típicas consiste
en pulsar una tecla en el momento que ves una palabra con el nombre de un
color específico; amarillo, por ejemplo. Si las letras de la palabra están
coloreadas en amarillo, las personas ejecutan la tarea con mayor rapidez
que si las letras son de color azul u otra tonalidad no amarillenta, lo que
denota que la mente requiere tiempo adicional para procesar una
información que contradice las expectativas.
Los investigadores elaboraron una versión modificada del test, en la que
los voluntarios se encontraban ante palabras con carga emotiva como
«crimen», «honradez», «codicia» y «santo», escritas en blanco o negro de
forma aleatoria. Las palabras parpadeaban ante sus ojos con rapidez, y el
reto consistía en pulsar una tecla tan pronto como las reconocieran. Los
sujetos realizaron esta tarea con mucha mayor rapidez cuando una palabra
con connotaciones morales positivas estaba en blanco o si una palabra con
connotaciones morales negativas aparecía en negro, lo que sugiere que la
conexión es rápida y automática. Los emparejamientos inversos generaron
evidente confusión, reduciendo la velocidad de respuesta.
Con el propósito de entender mejor si el sesgo mental de los participantes
tenía algo que ver con el sistema inmunológico conductual, los
investigadores llevaron el experimento un paso más allá. Instaron a los
sujetos a pensar en comportamientos éticos haciéndoles escribir unas líneas
sobre un supuesto abogado poco escrupuloso, tras lo cual volvieron a
someterlos al test de Stroop. Los participantes esta vez fueron todavía más
rápidos al vincular las palabras en negro al mal y los vocablos en blanco al
bien, y ello a pesar del hecho de que algunas de las palabras usadas en este
ensayo —entre ellas «chismorreo», «deber» y «ayuda» —no tenían tan
nítida vinculación con la moralidad. Dado que el sistema inmune opera a
gran velocidad para protegernos de los gérmenes —hay científicos que de
hecho lo equiparan a un reflejo— los investigadores cada vez estuvieron
más convencidos de que los sujetos basaban sus respuestas en intuiciones
morales antes que en el proceso más lento del razonamiento consciente.
Sherman y Clore se dijeron que, si tal era el caso, las personas que más
rápidamente asociaban el blanco a la moralidad y el negro a la inmoralidad
posiblemente sentirían mayor preocupación por los gérmenes y la limpieza.
A fin de explorar esta intuición, al final del ensayo pidieron a todos los
participantes que evaluaran la deseabilidad de artículos de limpieza y otros
bienes de consumo. Tal y como preveían, aquellos cuyos resultados
posiblemente hablaban de fobia a los gérmenes pusieron mejores nota a los
artículos de limpieza, sobre todo a los de higiene personal, como el jabón y
la pasta de dientes.
En vista de que la tendencia a considerar que el negro equivale a lo malo
es superior cuando tenemos consideraciones morales en mente, cabe esperar
que este sesgo cognitivo sea más acusado en un juzgado que en ningún otro
lugar. Lo que es muy mala noticia para las personas de color a la espera de
recibir un juicio justo. «La asociación oscuridad-contaminación-maldad
seguramente no alimenta tanto los prejuicios como la secuencia del grupo
étnico, la pobreza y el crimen —dice Clore—, pero resulta preocupante,
pues todos estos sesgos negativos pueden tener efecto acumulativo e
incrementar la probabilidad de que una persona de color sea declarada
culpable o sentenciada a una pena mayor394.» (El ensayo realizado por
Sherman y Clore no pretendía examinar si el color de piel del propio
participante influía en su inclinación a vincular los tonos oscuros al mal, así
que está por ver si las personas de distintos grupos étnicos son igualmente
proclives al sesgo mencionado.)
Estos estudios y otros parecidos plantean una pregunta obvia: ¿cómo se
las han arreglado los parásitos para alojarse en nuestro código moral?
Algunos científicos opinan que la estructura del cableado cerebral es la
clave para resolver este enigma. El asco visceral —esa parte de tu ser que
quiere exclamar «¡puaj!» al ver un retrete rebosante o pensar en comerte
una cucaracha— típicamente involucra a la corteza insular, una viejísima
parte del cerebro que gobierna la respuesta del vómito395. Y sin embargo,
esta misma región cerebral es la que se siente fuertemente repelida ante el
tratamiento cruel o injusto dispensado a otros. Con esto no quiero decir que
el asco visceral y la repugnancia moral se solapen en el cerebro a la
perfección, pero sí que se valen de muchos de los mismos circuitos, por lo
que los sentimientos que evocan a veces pueden confundirse,
distorsionando el juicio.
El diseño del hardware neuronal que provoca nuestros sentimientos
morales dista de ser idóneo, pero tiene muchos aspectos admirables. En un
notable estudio hecho por un grupo de psiquiatras y científicos políticos
dirigido por Christopher T. Dawes, los investigadores tomaron imágenes
cerebrales mientras los sujetos jugaban a unos juegos que les exigían dividir
las ganancias monetarias entre el grupo396. La corteza insular se activaba
cada vez que un participante optaba por renunciar a sus propias ganancia,
de tal forma que el dinero de los jugadores más afortunados iba a parar a los
menos suertudos (el fenómeno recibe el adecuado nombre de «impulso de
Robin Hood»). Otros estudios muestran que la corteza insular también
reluce con brillo cuando un jugador considera que le están haciendo una
oferta con trampa mientras juega al ultimátum397. Asimismo se activa
cuando la persona decide castigar a los jugadores egoístas o codiciosos398.
Los estudios de este tipo han llevado a los neurocientíficos a describir la
corteza insular como un manantial de emociones prosociales399. Se
considera que en ella nacen la compasión, la generosidad y la reciprocidad
o, si el individuo perjudica a otro, el remordimiento, la vergüenza y la
reparación. Pero la corteza insular ni de lejos es la única zona neurológica
implicada en el procesamiento del asco tanto visceral como moral. Algunos
investigadores creen que el principal solapamiento entre los dos tipos de
repulsion quizá tiene lugar en la amígdala, otra muy antigua región del
cerebro400.
Los psicópatas —en cuyas filas se encuentran los despiadados asesinos a
sangre fría— son conocidos por su falta de empatía, y lo habitual es que
tengan una menor amígdala y corteza insular, así como otras áreas
involucradas en el procesamiento de las emociones401. A los psicópatas
también les molestan menos los malos olores, las heces y los fluidos
corporales, que toleran —como describe cierto artículo científico— «con
ecuanimidad».
Las personas con la enfermedad de Huntington —un trastorno hereditario
que causa degeneración neurológica— comparten con los psicópatas la
corteza insular de menor tamaño402. También les falta empatía, aunque no
hacen gala de los mismos comportamientos de depredador. Quizá por los
daños sufridos en otros circuitos vinculados al asco, estos pacientes tienen
el extraordinario rasgo de no sentir aversión alguna hacia los
contaminantes; por poner un ejemplo, no tienen mayor problema en coger
unas heces con las manos desnudas.
De forma significativa, las mujeres raramente se convierten en psicópatas
—el trastorno afecta a diez varones por cada mujer— y tienen mayores
cortezas insulares que los hombres, en términos relativos atendiendo al
tamaño total del cerebro403. Esta distinción anatómica acaso explique por
qué la mujer es más sensible al asco y puede tener relevancia en lo tocante a
otro rasgo tradicionalmente femenino: como corresponde a su papel de
cuidadoras primarias, las mujeres superan a los hombres en los tests
destinados a medir la empatía, una característica muy útil a la hora de
calibrar si un bebé tiene fiebre o necesita descanso.
¿Cómo se explica que el asco visceral y la repugnancia moral lleven tan
larguísimo tiempo imbricados en el seno de nuestro cerebro? La respuesta
no es fácil, pero la asquerosóloga británica Valerie Curtis tiene una
hipótesis que, si bien de imposible verificación, suena ciertamente
plausible. Las muestras recogidas en los campamentos prehistóricos
sugieren que nuestros antepasados remotos posiblemente estaban más
versados en la higiene y el saneamiento de lo que suponemos404. Algunos
de los artefactos más antiguos encontrados en estos lugares son peines y
muladares (vertederos destinados a huesos y conchas animales, restos de
plantas, excrementos humanos y otros residuos que pudieran atraer a
alimañas o depredadores). Curtis sospecha que los primeros humanos
seguramente miraban mal a quienes tiraban su basura, escupían o defecaban
donde les daba la gana o no se molestaban en despiojarse con la ayuda de
un peine. Estos comportamientos desconsiderados, que exponían al grupo a
malos olores, residuos corporales e infección despertaban repulsión y, por
asociación, los culpables de ellos fueron convirtiéndose en asquerosos405. A
fin de disciplinar a estos infractores, los demás los avergonzaban y excluían
y, si todo esto fallaba, terminaban por rehuirlos. Es justamente lo que
hacemos con los contaminantes. No queremos tener nada que ver con ellos.
En vista de que el combate contra ambos tipos de amenaza requiere unas
respuestas similares, el cableado neurológico que evolucionó para limitar la
exposición a los parásitos pudo ser adaptado con facilidad para facilitar la
más amplia función de evitar a la gente cuyo comportamiento era un riesgo
para la salud. En respaldo de esta hipótesis, el equipo de Curtis encontró
que las personas que más asco sienten por las conductas antihigiénicas son
las más favorables al castigo en estudios hechos sobre esta última cuestión,
esto es, son las más partidarias de que los delincuentes vayan a parar a la
cárcel y de que quienes quebrantan las reglas de la sociedad sean
penalizados con severidad.
A partir de este momento en el desarrollo social de la humanidad, bastó
un ligero reajuste del mismo cableado para que nuestra especie entrara en
una nueva fase crucial: empezamos a sentir asco por quienes se
comportaban de forma inmoral. Curtis considera que este paso es
fundamental para entender cómo nos convertirmos en una especie
extraordinariamente social y cooperativa, capaz de aunar mentes para
solventar problemas, idear nuevos inventos, explotar recursos naturales con
eficiencia sin precedentes y, en último término, establecer las bases de la
civilización.
—Mire a su alrededor —indica—. No hay una sola cosa que usted
hubiera podido crear sola, por su cuenta. La gigantesca división del trabajo
(en las sociedades modernas) ha incrementado la productividad de una
forma increíble. El rendimiento energético por ser humano hoy es cien
veces superior al de la época de los cazadores-recolectores. —La pregunta
clave es—: ¿Cómo hemos hecho este avance tan inteligente? ¿En qué modo
somos capaces de trabajar juntos?
La explicación del porqué podemos vernos inducidos a cooperar no
resulta fácil406. Se trata de un problema que ha dejado perplejo a más de un
teórico de la evolución. El nudo del problema es este: no somos altruistas
por naturaleza. Si situamos a unas cuantas personas en un laboratorio y
hacemos que se pongan a jugar a juegos con distintas normas y con dinero,
siempre habrá el codicioso a quien da igual que otros se marchen de la sala
sin un céntimo. O el que está dispuesto a mentir, si cree que va a salirse de
rositas. La continua iteración de tales experimentos deja una cosa muy
clara: las personas tan solo cooperan cuando les resulta más oneroso no
cooperar. Es necesario castigar a los egoístas.
Hoy tenemos leyes y agentes de policía que velan por su cumplimiento.
Pero en realidad son unas invenciones modernas, basadas en algo mucho
más fundamental, el pegamento que siempre ha mantenido unida a la
sociedad. Es un hecho que la sociedad no existiría de no ser por esta fuerza
cohesiva… cuyo nombre es el asco.
«Si es usted codiciosa, si me engaña o roba mis cosas, siempre puedo
pegarle» —argumenta Curtis—. Pero usted también puede devolverme el
golpe. O llamar a sus hermanos mayores y fornidos para que me den una
paliza. Así que seguramente no es buena idea que le pegue. Mucho mejor
resulta decir: «Esta mujer es asquerosa, se comporta como un parásito de la
sociedad, siempre está pasándose de lista». Para después rehuirla y aislarla.
Lo que estoy haciendo es recurrir a mi equipamiento mental fabricado por
el asco para castigarla. Estoy castigándola por medio de la exclusión, y no a
través de la violencia. A mí no me cuesta nada. Y se lo pongo difícil para
que me responda con un golpe. Y siempre puedo recurrir a mi propio
hermano mayor, hablar con él y contarle: «Esta mujer me ha hecho otra de
sus trastadas. Es lo que se dice asquerosa». Mi hermano seguramente
convendrá en que es usted asquerosa y hará correr la voz407.
Darwin pensaba que los valores sociales de nuestra especie quizá se
sustentaban en la obsesión por «el elogio o la acusación del prójimo»408. Es
verdad que nuestra reputación nos importa más que el hecho de tener o no
razón. La expresión de desprecio descrita que, como Darwin comentara, es
idéntica a la expresión de asco constituye un poderoso elemento disuasorio.
En los tiempos prehistóricos, la exclusión del grupo fundamentada en
comportamientos antisociales seguramente equivalía a una sentencia de
muerte. Es pero que muy difícil sobrevivir en la naturaleza fiándolo todo a
tus propias aptitudes, fortaleza e ingenio. La selección natural posiblemente
favoreció a los propensos a cooperar, a las personas que se atenían a las
normas y correspondían a los favores recibidos.
La utilización del asco para modificar la conducta de los desconsiderados
y los egoístas —incluyendo a las personas cuya higiene deficiente ponía en
peligro el bienestar del grupo— asimismo resultó fundamental para el
progreso tecnológico de nuestros ancestros en otro ámbito409. Si bien la
sociabilidad ofrece extraordinarias ventajas —podemos intercambiar
bienes, trabajar los unos para los otros, establecer nuevas alianzas y
combinar ideas—, también tiene su precio a pagar. Somos sacos de
gérmenes en movimiento. El trabajo en la cercanía de los demás expone a
todo el mundo a la infección y la enfermedad. Para disfrutar de los
beneficios de la cooperación sin correr este grave riesgo, estamos obligados
a ejecutar «una pequeña danza», asegura Curtis. Con esto se refiere a que
tenemos que estar lo bastante próximos los unos a los otros como para
colaborar, pero no tan cerca como para poner en peligro nuestra salud. Los
seres humanos precisamos de unas normas para conseguir este delicado
equilibrio, razón por la que adquirimos unos modales.
«Desde muy pequeños aprendemos a retener los fluidos corporales, a no
causar olores desagradables, a no comer con la boca abierta o escupiendo
salivillas. Lo que es muy adaptativo, porque facilita que llevemos una vida
social con menor coste para la salud. La sociedad excluye con mucha
rapidez a las personas que quebrantan estas normas», concluye Curtis.
A su modo de ver, los modales son lo que nos separa de los animales y lo
que nos permitió dar los «primeros pasos de bebé» en el camino a
convertirnos en unos cooperadores supercivilizados. Curtis de hecho opina
que los modales posiblemente allanaron el camino al «gran paso adelante»,
la explosión de creatividad que tuvo lugar hace cincuenta mil años,
manifestada por las herramientas especiales para la caza, la joyería, las
pinturas rupestres y otras innovaciones; los primeros indicios de que los
seres humanos estaban compartiendo conocimientos y aptitudes, trabajando
al alimón de forma productiva.
Los modales situaron a nuestra especie en la dirección del progreso, pero
para convertirse en auténticamente civilizado, el ser humano necesitaba un
código de conducta más elaborado, que diera cohesión a la comunidad.
Necesitaba la religión. Por suerte para la humanidad, esta apareció en el
momento en que más necesaria era, esto es, cuando nuestros ancestros
dejaron de vagar por el mundo y decidieron plantar raíces, de forma literal.
Hará unos diez mil años, unos cuantos cazadores-recolectores
comenzaron a experimentar con una forma de vida radicalmente nueva: la
agricultura. Al principio fueron unos pocos, pero el movimiento fue
ganando enteros, y cada vez más gente comenzó a asentarse de modo
permanente, dejando atrás la vida errante a cambio de una pequeña parcela
de tierra, por lo general enclavada junto a un delta fluvial410.
Las dolencias infecciosas se propagan a velocidad alarmante cuando gran
número de portadores viven en un espacio reducido, y más aún si el
saneamiento no es bueno. El progreso de la agricultura creó esas
condiciones precisas.
Los primeros agricultores apenas si conseguían subsistir, y una mala
cosecha suponía el desastre. Su dieta, muy basada en los cereales, adolecía
de muchos nutrientes y era superabundante en otros (las bacterias que
causan la caries pululaban en aquellos hidratos de carbono, provocando
unos problemas dentales desconocidos para los cazadores-recolectores). El
hambre y la malnutrición se combinaron para debilitar sus sistemas
inmunitarios, convirtiéndolos en más vulnerables a las enfermedades.
De forma paradójica, sus problemas se incrementaron a medida que se
convertían en agricultores más duchos. Sus silos de grano atraían a insectos
y alimañas que propagaban la enfermedad. Los asentamientos de población
humana generaban montones de desechos humanos y mayor peligro de que
el agua potable estuviera contaminada de patógenos fecales. Y los pollos,
cerdos y otros animales que domesticaron les pusieron en contacto con
nuevos agentes infecciosos contra los que no tenían defensas naturales.
A medida que se incrementaban estos riesgos, los primeros agricultores
fueron presa de oleadas seguidas de enfermedades —muchas de ellas
desconocidas en la era prehistórica—, incluyendo las paperas, la gripe, la
viruela, la tos ferina, el sarampión y la disentería, por mencionar unas
cuantas411.
Todo esto no pasó de la noche a la mañana. Fueron necesarios millares de
años para el despegar de la agricultura. Contadas ciudades de Oriente
Medio, región donde se inició este movimiento, tenían más de cincuenta mil
habitantes antes de los tiempos bíblicos. En consecuencia, la tormenta
perfecta necesitó de largo tiempo para su activación, pero una vez
desencadenada, su consecuencia fue una crisis sanitaria inimaginablemente
catastrófica y traumática. Estas nuevas enfermedades eran mucho más
mortíferas y aterradoras que las versiones manifestadas en los actuales
pacientes no tratados ni vacunados. Somos los herederos de unas gentes
excepcionalmente resistentes y robustas que tenían la inusual particularidad
de contar con unos sistemas inmunológicos capaces de repeler estos
gérmenes virulentos. Los que sufrieron estas primeras epidemias
probablemente lo pasaron mucho peor que nuestros ancestros más recientes.
Pensemos en la suerte que esperaba a los primeros individuos infectados de
sífilis: su cuerpo se cubría de pústulas que iban de la cabeza a los pies, las
carnes a continuación empezaban a desgajarse del cuerpo y la muerte
llegaba antes de tres meses. Los afortunados en sobrevivir a los estragos de
unos gérmenes hasta entonces ignotos pocas veces salían indemnes de la
experiencia. Muchos quedaban lisiados, paralizados, desfigurados, cegados
o mutilados de alguna forma412.
Fue en este preciso momento crítico cuando nuestros antepasados dejaron
de ser no particularmente espirituales y pasaron a abrazar la religión, y aquí
no estamos hablando de sectas y cultos temporales y sin importancia
histórica, sino de algunas de las fes más seguidas en el mundo de hoy, unas
fes cuyos dioses prometieron premiar el bien y castigar el mal. (Los
cazadores-recolectores, por lo menos hoy, a veces creen que los espíritus
pueden influir en los vientos u otros acontecimientos, pero a tales seres
místicos no suele preocuparles que los hombres se comporten de forma
moral o no.) Uno de estos duraderos sistemas de creencias más antiguos es
el judaísmo, cuyo profeta principal, Moisés, es igualmente reverenciado por
cristianos y musulmanes (lleva el nombre de Musa en el Corán, donde
aparece mencionado más veces que Mahoma). La mitad de la población
mundial es seguidora de las religiones fundamentadas en la ley mosaica,
esto es, en los mandamientos que Dios comunicó a Moisés413.
En vista de su momento de aparición, no es de sorprender que la ley
mosaica esté obsesionada con cuestiones de limpieza y aspectos de la vida
cotidiana que, como ahora sabemos, desempeñan un papel crucial en la
propagación de la enfermedad. En el momento exacto en que las aldeas del
Creciente Fértil estaban convirtiéndose en ciudades tan sucias como
atestadas de gente, en que los brotes de enfermedades eran el horror nuestro
de cada día, la ley mosaica decretó que los sacerdotes judíos tenían que
lavarse las manos… lo que, a día de hoy, sigue siendo una de las medidas
de salud pública más efectivas conocidas por la ciencia.
La Torá incluye muchas otras instrucciones sabias desde el punto de vista
médico, y con esto no tan solo me refiero a las famosas prohibiciones de
comer carne de cerdo (fuente de triquinosis, una enfermedad parasitaria
causada por una lombriz intestinal) y moluscos (animales que se alimentan
mediante filtración y concentran los contaminantes), o a la exhortación a
circuncidar a los hijos (las bacterias pueden agruparse bajo la piel del
prepucio, por lo que se cree que su extirpación contribuyó a reducir la
extensión de dolencias por transmisión sexual).
Los judíos tenían que bañarse el día del Shabat (sábado), cubrir las bocas
de sus pozos (buena idea, pues impedía que insectos y alimañas accedieran
a ellos), limpiarse de manera ritual en caso de exposición a fluidos
corporales como sangre, heces, pus y semen; poner en cuarentena a las
personas con lepra u otras enfermedades de la piel y, si la infección persistía
en la comunidad, quemar sus ropas; enterrar a los muertos con rapidez antes
de que sus cuerpos se descompusieran; nunca consumir la carne de un
animal muerto por causas naturales (indicio de que quizá había fallecido por
enfermedad) o comer carne con más de dos días de antigüedad
(seguramente rancia o a punto de estarlo).
A la hora de dividir los botines de guerra, la doctrina hebraica exigía que
toda pieza de metal que pudiera resistir intenso calor —objetos hechos con
oro, plata, bronce o estaño— fuera sometida «a fuego intenso» (esterilizada
por medio de altas temperaturas). Lo que no resistiera el fuego tenía que ser
lavado con «agua purificadora»: una mezcla de agua, ceniza y grasa animal;
esto es, una versión temprana del jabón.
De forma no menos clarividente desde la perspectiva del moderno control
de enfermedades, la ley mosaica incluye numerosos requerimientos
concernientes al sexo. Se indicaba a los padres que no permitieran que sus
hijas se dieran a la prostitución y se desalentaba —cuando no se prohibía
directamente— el sexo prematrimonial, el adulterio, la homosexualidad
masculina y la zoofilia.
La religión es idónea para obligar al cumplimiento de normas
favorecedoras de una buena salud pública, porque muchos de los
comportamientos más vinculados a la propagación de enfermedades tienen
lugar a puerta cerrada, allí donde los demás no te pueden ver. Pero no hay
forma de escapar a la mirada de un Dios omnipresente que siempre anda
escudriñando quién osa desafiar su voluntad. Por si a su rebaño le entran
tentaciones de apartarse del buen camino, la Torá deja claro que lo pagará
con la salud, y de forma muy cara. El Señor, advierte, castigará a los
desobedientes con «intensa fiebre ardiente», «los forúnculos de Egipto»,
«con picores y costras», «con la locura y la ceguera» y, si nada de todo esto
sirve, con la espada.
Citaré a John Durant, autor de Paleo Manifesto, un libro sobre la
sabiduría de los antiguos en lo referente a salud e higiene, en el que me he
basado para resumir la sofisticación médica de la Torá:
En su conjunto, el conocimiento de la higiene encerrado en la ley
mosaica resulta asombroso de veras. No se equivoca al identificar las
principales fuentes de infección: alimañas, insectos, cadáveres, fluidos
corporales, alimentos (especialmente carne), prácticas sexuales,
personas enfermas y otros individuos u objetos contaminados. Viene a
decir que la fuente subyacente de la infección por lo general es invisible
y puede propagarse al menor contacto físico (…) Y prescribe métodos
que son efectivos para la desinfección, como el lavado de manos, el
baño, la esterilización por el fuego, el hervido, el jabón, la cuarentena,
el corte de los cabellos y hasta el cuidado de las uñas.
No hace falta decir que el axioma característico de los países
angloparlantes «la limpieza tan solo está un escalón por debajo de la
santidad» tiene su origen en la ley mosaica. Más tarde fue adoptado por el
cristianismo y el islam. Pero el hinduismo, desarrollado de forma más
independiente, presenta parecida obsesión con el baño antes de la plegaria y
similar preocupación por la contaminación del cuerpo y qué partes de este
pueden tocar otros objetos o personas (la mano izquierda, por ejemplo, está
estrictamente reservada para las funciones propias del cuarto de baño, por
lo que un hindú se tomará como un insulto que le ofrezcan comida con
dicha mano)414.
Por supuesto, las grandes religiones del mundo van mucho más allá de la
higiene. De hecho tienden a estar más interesadas en cuestiones relativas a
la pureza espiritual, el deber sagrado y la preservación del alma. Pero el uso
del asco para castigar a los individuos cuyas prácticas personales ponían al
grupo en peligro podía ser amplificado con facilidad a fin de fomentar la
indignación moral necesaria para condenar a los crueles, los codiciosos y
los malintencionados. Esta reutilización de la emoción para un nuevo
propósito brindó a la sociedad dos ventajas por el precio de una: como
sucede con las infracciones de la higiene, en ausencia de un Dios que todo
lo sabe y que puede tener muy mal genio, sería difícil evitar la proliferación
de los comportamientos del tipo antisocial.
Seguramente estamos en deuda con el asco por nuestros modales, moral y
religión, así como, en último término, por nuestras leyes y sistemas
políticos y de gobierno, pues los tres últimos tan solo pueden estar basados
en los tres primeros. La evolución lo empezó todo al hacer que nuestros
antepasados se sintieran asqueados por los parásitos y todo comportamiento
que pudiera exponerlos a su infección, la cultura hizo el resto y transformó
a las personas en supercooperadores dispuestos a respetar unos códigos de
conducta compartidos. Por lo menos se trata de una versión de cómo, a lo
largo de los eones, unas tribus nómadas dispersas se unieron para
convertirse en ciudadanos globales cuyas mentes hoy están conectadas por
medio de Internet.
Esta perspectiva de la historia de la humanidad me resulta convincente en
general, salvo en un punto preciso: es posible que esté subestimando el
papel desempeñado por la biología en el reciente desarrollo moral de
nuestra especie. En contra de lo que suele creerse, el cerebro humano no
dejó de transformarse una vez que la gente se sometió a la autoridad divina
y adoptó la civilización. Siguió cambiando, y quizá de forma más acusada
en las propias regiones implicadas en el procesamiento del asco.
Reconozco que es una conjetura. Pero los descubrimientos hechos por la
vanguardia de los genetistas respaldan mi hipótesis. Uno de los hallazgos
más sorprendentes obtenidos mediante la secuenciación del genoma
humano durante el pasado decenio es que la evolución humana ha estado
acelerándose en los últimos tiempos415. De hecho, las mutaciones
adaptativas en el genoma de nuestra especie se han acumulado con cien
veces mayor rapidez desde el inicio de la agricultura que en cualquier otro
período de la historia humana, y cuanto más nos trasladamos al presente,
más veloces y abundantes son las mutaciones adaptativas.
Los científicos inicialmente se sorprendieron ante este descubrimiento
inesperado, hasta que entendieron que el catalizador de dicho cambio es el
propio ser humano. Las personas estaban transformando drásticamente el
entorno al trabajar con el arado, y sus cuerpos y conductas tuvieron que
ajustarse al paisaje rápidamente cambiante. En un abrir y cerrar de ojos
evolutivo, se vieron obligados a adoptar nuevas dietas y formas de vida por
completo diferentes. El espíritu cooperador de nuestra especie —nuestro
ingenio y capacidad para trabajar en grupo— nos llevaron a torcer por el
carril rápido de la evolución.
Las secciones del genoma humano más rápidas en cambiar han sido las
que regulan el funcionamiento del sistema inmune y el cerebro. En vista del
papel que el asco juega en la coordinación de nuestras defensas física y
conductuales contra la infección, es razonable pensar que las partes del
cerebro vinculadas a la emoción sufrieran una remodelación significativa
cuando se produjo la aparición de la civilización.
El argumento resulta todavía más convincente si pensamos que grandes
porcentajes de la población fueron diezmados por la peste y otras plagas
durante ese mismo período. La selección natural seguramente favoreció de
forma insistente a quienes creían en Dios o, como mínimo, eran
concienzudos en el seguimiento de las doctrinas religiosas que protegían su
salud. Lo que es más, posiblemente favoreció la supervivencia de los
individuos con mentalidad punitiva, esto es, los proclives a castigar con
dureza a todo aquel que quebrantara las reglas de la sociedad. Y cuando la
agricultura dio paso a la industria, provocando una masiva emigración de
las alquerías a las fábricas y concentrando a mayor número de personas que
nunca en barriadas enormes y míseras, es de suponer que estas presiones no
hicieron más que intensificarse.
Nadie sabe con certeza en qué momento y cómo el asco terminó por
integrarse en nuestro sistema ético, pero no hay dudas de que su influencia
en la sociedad ha sido del tipo transformador. Sin esta poderosa emoción
que a todos nos mantiene disciplinados, nuestra especie no hubiera podido
conseguir tanto como ha logrado. De forma milagrosa, el asco nos ha
llevado a cooperar sin necesidad de levantar el puño; de hecho, sin
necesidad de propinar ni el más ligero cachete, muchas veces. Ha tenido
muy positivos efectos por su simple capacidad para avergonzar y aislar a
aquellos cuyos actos perjudican al grupo.
Es la razón por la que algunos pensadores han llegado a considerar que el
asco es un regalo que Dios nos ha brindado. Leon Kass, responsable del
consejo asesor sobre bioética durante la presidencia de George W. Bush,
considera que tendríamos que hacer caso a «la sabiduría de la repugnancia»,
a esa vocecilla en nuestro interior que nos advierte de que estamos
pasándonos de la raya en el plano moral416. En un artículo publicado por la
revista New Republic, Kass instaba a los lectores a prestar atención a sus
propias voces interiores escandalizadas por prácticas como la clonación
humana, el aborto, el incesto y la zoofilia. La repugnancia, escribió, «alza
su voz para defender el núcleo fundamental de nuestra humanidad. Las
almas que han olvidado cómo estremecerse de asco son unas almas vacías».
No es preciso decir que Pizarro tiene un concepto del asco bastante
menos complaciente, y no sin motivos. Como hemos visto, el asco puede
conseguir que te sientas cómodo con tus prejuicios, justificar la
estigmatización de inmigrantes, homosexuales, los sintecho, los obesos y
otros grupos vulnerables. No solo eso, sino que nuestra natural repugnancia
a la enfermedad ha alimentado la idea de que la dolencia es el castigo que
Dios nos inflige por nuestros pecados, una concepción que sigue
persistiendo en el mundo entero, por mucho que la moderna medicina haya
hecho progresos espectaculares.
Nuestros cerebros también son proclives a considerar que los incitadores
primarios de asco como la sangre o el semen son agentes del mal. En
muchas culturas, la mujer que ha sido violada es tratada como una
pecadora. Está manchada, es sucia, ya no es virtuosa ni tiene valor. Ningún
hombre va a estar con ella porque ha sido corrompida por el crimen de otro
hombre. El hecho de que la mujer menstrúe ha alimentado todavía más las
llamas de la misoginia, porque muchas veces se considera que esta «mala
sangre» es una maldición de Dios, la prueba de la inferioridad moral de la
fémina. En muchas culturas, las mujeres con el ciclo son confinadas a
estancias aparte, para que no contaminen a las demás. Los judíos ortodoxos
tienen prohibido sentarse en una silla que haya estado ocupada por una
mujer con el período417. Los hindúes han de bañarse y cambiarse de ropas
si entran en contacto con una mujer en este estado «impuro». Incluso en
regiones más seculares, muchas parejas —tanto el hombre como la mujer—
consideran que es inadecuado mantener relaciones sexuales cuando la mujer
tiene la regla. En vista de cómo el asco influye en nuestro entendimiento,
nada resulta más fácil que considerar que las mujeres son contaminantes al
tiempo que moralmente repelentes, por lo que se merecen tener menos
derechos que los hombres.
Desde el punto de vista legal, el asco también es problemático, y no tan
solo por las implicaciones racistas inherentes a unas mentes que identifican
la piel oscura con la contaminación y el pecado418. El asco nos lleva a
pensar que los crímenes sangrientos son los más repelentes de todos, por lo
que merecen ser castigados de forma implacable. En consecuencia, el
asesino que rebana el pescuezo a su víctima seguramente recibirá una
condena más severa que quien mata con mayor elegancia; por ejemplo,
vertiendo un poco de arsénico en una taza de té o asfixiando a su víctima
con una almohada. Está claro que un cadáver nunca resulta bonito, pero un
cuerpo intacto suele ser más fácil de digerir por un jurado que otro cubierto
de sangre y hecho pedazos.
A Pizarro le deja perplejo la lógica de castigar más duramente el crimen
horripilante que el ejecutado con limpieza. «La cuestión tiene truco —dice
—. ¿Es posible que el fiscal exhiba las desagradables fotos del asesinato
antes de que se emita el verdicto? —Como subraya, tales imágenes nada
tienen que ver con el hecho de que el acusado cometiera el crimen o no—.
El juez siempre puede decir al jurado que no se deje influir por esas
fotografías —agrega—. Pero con eso no basta. Sería estupendo que los
seres humanos funcionásemos de ese modo, pero es imposible borrar según
qué cosas de la mente».
De modo todavía más inquietante, un estudio hecho con personas que
hacían de miembros de un falso jurado puso de relieve que los más
susceptibles al asco eran los más inclinados a considerar que unas pruebas
inconcluyentes bastaban para demostrar intencionalidad criminal, a
sentenciar a unas penas mayores y a dar por sentado que el sospechoso era
del tipo avieso419. En comparación con sus pares no tan fácilmente
asqueados, también eran más propensos a exagerar la incidencia de la
criminalidad en sus propios lugares de residencia. Un estudio parecido en el
que tomaron parte estudiantes de Derecho, cadetes del cuerpo de policía y
especialistas forenses también determinó que la susceptibilidad al asco
estaba en correlación con la tendencia a juzgar el delito con mayor
severidad y a castigar a los perpetradores con penas más largas de cárcel420.
A esta vinculación ni siquiera escapaban los especialistas forenses
veteranos, más que acostumbrados a ver imágenes del tipo pavoroso. Por
decirlo en dos palabras, a los fiscales les conviene contar con unos jurados
con marcada sensibilidad al asco, mientras que a los abogados defensores (y
a sus representados) les vienen bien los jurados del signo opuesto.
«Más de un funcionario encargado de escoger a los miembros de un
jurado ha contactado conmigo en el pasado —explica Pizarro—, con la idea
de que les dijera qué tenían que explicar a los abogados a este respecto. La
cosa no me gustó, pues hay quien puede utilizar esta emoción para su
propio provecho, y no quiero tener nada que ver con todo eso421».
Quizá sería lógico pensar que, dado que el asco nos lleva a ser menos
tolerantes con quienes infringen las leyes, quizá haríamos bien en aceptarlo
en nuestras vidas. Pizarro no está convencido. «Tengo un programa
radiofónico por Internet con un filósofo amigo mío. Su argumentación es la
siguiente: “Si el asco te sirve para alimentar tu convicción de que, por
ejemplo, abusar sexualmente de un menor es reprobable, entonces no tengo
nada contra el asco”. Mi respuesta es: “Espero que estés en contra del abuso
de menores por muchas otras razones, y no por el simple motivo de que te
parece asqueroso”. —Eso sí, Pizarro reconoce—: Quizá no todo resulta tan
sencillo en la vida real».
Es muy posible que las personas no seamos capaces de suprimir nuestras
intuiciones morales, pero a Pizarro le gustaría que afrontásemos estos
sentimientos apelando a la razón y a la lógica. La toma de una decisión
ética —por ejemplo, que hay que abolir la esclavitud o que resulta cruel
matar a animales para comerlos— puede precisar de una ardua, prolongada
labor intelectual previa, pero Pizarro cree que, con el paso del tiempo,
nuestros nuevos valores pueden convertirse en automáticos e intuitivos422.
Si, en el momento de tomar decisiones de tenor moral, fuera más
frecuente apelar a la razón que a la emoción, ¿el debate político estaría
menos polarizado? «Pensamos que los puntos de vista éticos divergen
enormemente entre los individuos y entre las culturas, pero la verdad es que
hay muchísimos puntos de acuerdo —responde Pizarro—. La mayoría de
las personas piensan que el asesinato, la violación, el robo, la mentira y el
juego sucio son reprobables. Más interesante resulta ver en qué divergen.
Estas diferencias precisas se han convertido en caldo de cultivo para la
retórica y el insulto políticos». Mi interlocutor subraya que las personas
suelen colisionar en lo referente a las constumbres sexuales y otros aspectos
sociales estrechamente ligados a la transmisión de la enfermedad.
Afirmación cuyo potencial es enorme: ¡son los parásitos los que provocan
que estemos divididos! De modo que si consiguiéramos erradicar a los
peores de ellos y atenuar nuestro asco, las actitudes quizá cambiarían y el
debate político no sería tan enconado.
Por supuesto, esta última argumentación es de una simplicidad absurda.
El aborto te puede parecer abominable si eres propenso al asco, pero, en lo
fundamental, esta tan polémica cuestión tiene que ver con si crees que se
trata de un asesinato o no. La oposición a los derechos para los
homosexuales puede nacer de la convicción de que los niños crecerán mejor
en una familia tradicional encabezada por un hombre y una mujer, y no de
la repugnancia sentida al pensar en el sexo anal. La hostilidad hacia los
inmigrantes en gran parte tiene que ver con la inquietante posibilidad de
que estén robando puestos de trabajo a los ciudadanos de tu país o por
consideraciones de seguridad, y no con miedos de que vayan a enfermar a
la gente. ¡No todo se reduce a los parásitos!
Hecha esta advertencia, te invito a explorar una idea todavía más
asombrosa. Es posible que hayamos subestimado el influjo político de los
parásitos. Es posible que estén presentes en todo cuanto pensamos sobre el
mundo. Es posible que sea necesario enseñar la geopolítica desde el punto
de vista de un parásito.
375. David Pizarro, entrevista con la autora, 20 abril 2015.
376. Jonathan Haidt, The Righteous Mind: Why Good People Are Divided by Politics and
Religion (Pantheon, Nueva York, 2012), edición Kindle, capítulo 2.
379. T. G. Adams, P. A. Stewart y J. C. Blanchar, «Disgust and the Politics of Sex: Exposure to
a Disgusting Odorant Increases Politically Conservative Views on Sex and Decreases Support
for Gay Marriage», PLoS One 9, número 5 (2014): e95572, doi:
10.1371/journal.pone.0095572. Véase también Haidt, The Righteous Mind e Y. Inbar y D.
Pizarro, «Pollution and Purity in Moral and Political Judgment», en Advances in Experimental
Moral Psychology: Affect, Character, and Commitments, ed. J. Wright y H. Sarkissian
(Continuum, Londres, 2014), p. 121.
386. Y. Inbar, D. A. Pizarro y Paul Bloom, «Conservatives Are More Easily Disgusted Than
Liberals», Cognition and Emotion 23, número 4 (2009): p. 720,
http://dx.doi.org/10.1080/02699930802110007. Véase también Y. Inbar et al., «Disgust
Sensitivity, Political Conservatism and Voting», Social Psychological and Personality Science
5 (2012): pp. 537-544, y D. R. Murray y M. Schaller, «Threat(s) and Conformity
Deconstructed: Perceived Threat of Infectious Disease and Its Implications for Conformist
Attitudes and Behavior», European Journal of Social Psychology 42 (2012): p. 181, doi:
10.1002/ejsp.863.
387. Kevin B. Smith et al., «Disgust Sensitivity and the Neurophysiology of Left-Right
Political Orientations», PLoS One 6, número 10 (octubre 2011): e25552. Véase también
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388. Douglas R. Oxley et al., «Political Attitudes Vary with Physiological Traits», Science 321,
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390. C. J. Brenner e Y. Inbar, «Disgust Sensitivity Predicts Political Ideology and Policy
Attitudes in the Netherlands», European Journal of Social Psychology 45 (2015): pp. 27-38,
doi: 10.1002/ejsp.2072.
391. Y. Inbar et al., «Disgust Sensitivity, Political Conservatism and Voting», p.542.
392. Peter Liberman y David Pizarro, «All Politics Is Olfactory», New York Times, 23 octubre
2010.
393. Gary D. Sherman y Gerald L. Clore, «The Color of Sin: White and Black Are Perceptual
Symbols of Moral Purity and Pollution», Psychological Science 20, número 8 (2009):
pp. 1019-1025. Véase también W. Herbert, «The Color of Sin – Why the Good Guys Wear
White», Scientific American (1 noviembre 2009).
395. Rachel Herz, That’s Disgusting: Unraveling the Mysteries of Repulsion (W. W. Norton,
Nueva York, 2012), pp. 63-65.
396. C. T. Dawes et al., «Neural Basis of Egalitarian Behavior», Proceedings of the National
Academy of Sciences 109, número 17 (24 abril 2012): pp. 6479-6483, doi:
10.1073/pnas.1118653109. Véase también Roger Highfield, «The Robin Hood Impulse»,
Telegraph, 11 abril 2007.
397. Valerie Curtis, Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat: The Science Behind Revulsion
(University of Chicago Press, Chicago, 2013), edición Kindle, capítulo 5.
398. F. Kodaka et al., «Effect of Cooperation Level of Group on Punishment for Non-
Cooperators: A Functional Magnetic Resonance Imaging Study», PLoS One 7, número 7 (julio
2012): e41338, doi: 10.1371/journal.pone.0041338.
399. Sandra Blakeslee, «A Small Part of the Brain, and Its Profound Effects», New York Times,
6 febrero 2007.
400. J. S. Borg, D. Lieberman y K. A. Kiehl, «Infection, Incest, and Iniquity: Investigating the
Neural Correlates of Disgust and Morality», Journal of Cognitive Neuroscience 20, número 9
(2008): pp. 1529-1546.
403. Ibid.
406. Haidt, The Righteous Mind, capítulo 9; véase también Curtis, Don’t Look, Don’t Touch,
Don’t Eat, capítulo 5.
410. Jonathan Hawks, entrevista con la autora, Madison, Wisconsin, 12 febrero 2012.
411. Thomas et al., «Can We Understand Modern Humans Without Considering Pathogens?»,
Evolutionary Applications 5, número 4 (junio 2012): pp. 368-379.
412. Jared Diamond, Guns, Germs, and Steel (W. W. Norton, Nueva York, 1997), p. 210.
413. John Durant, The Paleo Manifesto: Ancient Wisdom for Lifelong Health (Harmony, Nueva
York, 2013), edición Kindle, capítulo 4.
416. Leon Kass, «The Wisdom of Repugnance», New Republic, 2 junio 1997.
419. E. J. Horberg et al., «Disgust and the Moralization of Purity», Journal of Personality and
Social Psychology 97, número 6 (2009): p. 965.
420. L. van Dillen y G. Vanderveen, «Moral Integrity and Emotional Vigilance», conferencia
impartida en el congreso bianual de la International Society for Research on Emotion, 8-10
julio 2015, http://affective-sciences.org/isre2015/sites/default/files/van%20Dillen.pdf.
422. C. Helion y D. Pizarro, «Beyond Dual-Processes: The Interplay of Reason and Emotion in
Moral Judgment», en Springer Handbook for Neuroethics, ed. Jens Clausen y Neil Levy
(Springer Reference, Nueva York, 2015).
12
La geografía del pensamiento
¿
Eres de los que anteponen el bienestar de tu comunidad a tu propia
felicidad personal?
Hace decenios que los sociólogos se sienten perplejos por el
notable contraste entre las respuestas procedentes de una u otra región del
mundo. Los residentes en Norteamérica y Europa son más proclives a
considerarse a sí mismos como dotados de autonomía y responsables de su
propia felicidad y éxito personales423. Es la mentalidad del individualista
duro y valiente, reverenciado en Estados Unidos. Por contraste, en extensas
áreas de Asia —sobre todo en India, Pakistán y China— se hace hincapié
en el colectivo, y la cohesión y armonía grupales tienen precedencia sobre
las aspiraciones del individuo. Y esta actitud no es exclusiva de los
asiáticos. Las regiones ecuatoriales de Sudamérica y África son las que más
alta puntuación sacan en un cuestionario estándar destinado a medir las
preferencias del tipo colectivista. El lugar que una sociedad ocupa en el
espectro que discurre entre colectivismo e individualismo a su vez tiene
correlación con una serie de otros rasgos, desde los valores religiosos y las
opiniones políticas hasta las actitudes hacia los extraños.
En 2007, Randy Thornhill, biólogo en la Universidad de Nuevo México,
y su alumno de posgrado Corey Fincher se esforzaron en esclarecer los
orígenes de esta tan importante división cultural. A lo largo de los años, las
ciencias sociales habían recurrido a un batiburrillo de teorías para
explicarla; muchas de ellas se centraban en idiosincrasias históricas,
desarrollos económicos y formas de ganarse el sustento. Pero los biólogos
no se sentían satisfechos con tales argumentaciones. Ninguna explicaba por
qué el sinfín de características que definen cada perspectiva cultural
llegaron a agruparse en primera instancia. Lo que les llevó a pensar, según
recuerda Fincher: «¿Sería posible explicar las personalidades y los puntos
de vista basándonos en la selección natural o la historia de la evolución?
¿Qué aspectos de un entorno podrían facilitar el desarrollo de una
personalidad precisa?»
Les llamó la atención la concentración de culturas colectivistas en torno
al Ecuador, conocido por ser un hervidero de parásitos. Nuestra
vulnerabilidad a la infección, observaron, determina diversos aspectos de la
cultura: hasta qué punto gusta la comida picante, por ejemplo, o hasta qué
punto es importante la belleza física del cónyuge, que en gran parte es el
marcador de un sistema inmunológico robusto. Si los parásitos pueden
influir en nuestras costumbres y estética, razonaron, quizá también pueden
ejercer su influjo sobre nuestro temperamento y nuestros valores.
Mientras se aprestaban a poner a prueba esta intuición, sin que ellos lo
supieran, otro grupo de investigadores estaba operando en un frente
paralelo, empujado por otra línea de razonamiento. Al frente de este equipo
estaba alguien a quien ya conocemos, el psicólogo canadiense Mark
Schaller, el que encontró que la gente alberga mayores prejuicios contra los
venidos de fuera tras mirar fotos que evocan la amenaza de la enfermedad
infecciosa424. Siguiéndole los pasos, otros psicológos habían mostrado que
los sujetos se volvían más reticentes y menos osados en el plano sexual
después de que los llevaran a pensar en los gérmenes. Inspirados por tales
observaciones, Schaller y su colega Damian Murray decidieron explorar si
estas breves modificaciones del temperamento inducidas en el laboratorio
pudieran ser unas características duraderas en lugares donde la enfermedad
parasitaria es una amenaza cotidiana. Con esta finalidad, recurrieron a dos
nuevas bases de datos disponibles, creadas por los numerosos grupos
científicos que trabajan para dos iniciativas de envergadura: el proyecto
internacional para la descripción de la sexualidad, así como el proyecto de
perfiles de personalidad de las culturas.
Al superponer tales datos con antiguos atlas de las enfermedades, Schaller
y Murray descubrieron un patrón fascinante, que se ajustaba como un
guante a los resultados experimentales425. En aquellas áreas donde
históricamente se ha dado una alta incidencia de infección, las personas
suelen ser más introvertidas y menos proclives a buscar experiencias
novedosas. Las mujeres y, en menor medida, los hombres de estas regiones
dicen llevar una vida sexual del tipo restringido: esto es, tienen menor
número de acompañantes sexuales a lo largo de la vida y creen que el sexo
es prerrogativa de las parejas estables y comprometidas. En pocas palabras,
no se acuestan fácilmente con otros y tienden a seguir unos códigos de
conducta tradicionales que pueden ser útiles como protección contra la
enfermedad, ya estemos hablando de lavarse las manos antes de la oración,
de saludar con una reverencia en lugar de con un apretón de manos y de
casarse nada más que en el seno del propio grupo religioso.
Schaller y Murray se dijeron que estas características parecían formar
parte de un conjunto más amplio de valores, que podríamos llamar
colectivismo426. La adhesión a las convenciones y la desconfianza hacia las
costumbres foráneas son rasgos bien conocidos de las sociedades
colectivistas. ¿Cabía la posibilidad de que la evitación de la enfermedad
fuera una función pasada por alto de dicho sistema de creencias?
Cuando se disponían a poner a prueba esta teoría recibieron una llamada
de Thornhill, quien acababa de enterarse de su trabajo por medio de una
colega que había asistido a una reciente conferencia de ambos. Thornhill y
su alumno de posgrado estaban haciendo una investigación muy parecida y
tenían ideas coincidentes. ¿Sería posible aunar fuerzas?
«Me quedé con la boca abierta —recuerda Schaller—. Estamos hablando
de unas cosas que no están claras y que son un tanto extravagantes. Y de
pronto me encontré con que había otro grupo que estaba viniendo a estudiar
lo mismo exactamente. —No solo eso, sino que sus respectivas
especializaciones se complementaban de maravilla—. Ellos procedían de la
perspectiva de la ecología y sabían mucho sobre la propagación de las
enfermedades. Nosotros estábamos abordando la cuestión desde una
perspectiva de psicólogos y sabíamos cómo los patógenos influían en la
conducta».
Por si todo esto fuera poco, cada uno de los grupos había desarrollado sus
propias mediciones complementarias para evaluar la prevalencia de
enfermedades infecciosas. Thornhill y Fincher habían recopilado datos
procedentes de 98 países y recogidos en fuentes contemporáneas como la
base de datos global sobre enfermedades infecciosas y epidemiología.
Schaller y Murray habían peinado antiguos atlas médicos para determinar
en qué puntos del globo se había dado mayor incidencia de la enfermedad
contagiosa en el pasado. Si colaboraban, estarían en disposición de poner a
prueba su teoría basándose en dos conjuntos distintos de datos, lo que era
muy importante si los niveles históricos de enfermedad efectivamente
tenían más fuerte correlación con el colectivismo que los actuales niveles de
dolencia, como todos ellos proponían.
Los resultados sugirieron que su idea «extravagante» posiblemente no lo
era tanto427. Los niveles elevados de enfermedad contagiosa resultaron ser
un pronosticador muy fiable del colectivismo. Y justo lo que suponían, el
vínculo era más estrecho en todas aquellas regiones con una historia de
graves infestaciones parasitarias. La correlación se mantuvo incluso
después de introducir variables estadísticas como la pobreza, la densidad de
la población y la esperanza de vida. «No estamos diciendo que cada persona
en Estados Unidos es individualista o que cada chino es colectivista —
matiza Fincher—. Hay tremendas diferencias en el seno de cualquiera de
las poblaciones estudiadas. Estamos refiriéndonos a una prevalencia relativa
—a unos valores promedio— que permite percibir la existencia de
diferencias entre las naciones428.»
Los investigadores dieron a esta teoría el nombre de «modelo de
gregarismo vinculado al influjo de los parásitos», y dos de ellos —Fincher y
Thornhill— pronto pasaron a examinar si el patrón detectado a escala
internacional se sostenía en Estados Unidos. Y sí, pronto descubrieron que
los estadounidenses más colectivistas de todos residían en los estados
precisos —en el Sur profundo, casi todos ellos— que las autoridades
sanitarias describían como con mayor nivel de enfermedades infecciosas.
Crecido en Alabama durante los años cuarenta, Thornhill no se
sorprendió al ver que los sureños mantenían más estrechos lazos familiares
y efectuaban una clara distinción entre «ellos» y «nosotros»429. En los
primeros decenios del siglo , se consideraba que los sureños eran mucho
menos productivos que los norteños, y con el tiempo se descubrió que tan
bajos rendimientos tenían origen en los niveles epidémicos del helminto,
parásito intestinal que había convertido en anémicos a muchos de los
pobladores de dichos estados. Por entonces, el Sur también sufría los
estragos de la malaria, problema que exigió el drenaje de zonas pantanosas
y otras iniciativas de envergadura para ponerlo bajo control. Thornhill opina
que la combinación de estos factores puede explicar por qué en la región
hoy día sigue prevaleciendo la mentalidad de clan, en medida mucho mayor
que en el resto del país. Según afirma, los vestigios de este etnocentrismo
llegan a abarcar los propios dialectos locales. La expresión Y’all fue creada
en el Sur estadounidense durante el siglo y no es una contracción de
you («vosotros») y de all («todos»), como muchos piensan. Es posible que
hoy se emplee en este sentido, pero en su momento era una forma
lingüística de denotar el círculo o clan que rodeaba al individuo, la familia
extendida y los amigos íntimos. Los lenguajes en los que es frecuente la
elisión de los pronombres de primera y segunda persona («yo» y «tú»)
suelen corresponderse con culturas colectivistas. En las culturas
individualistas, la gente pronuncia mucho la palabra «yo». Se trata de una
tendencia muy general, pero considerada como válida en numerosos países.
La idea de que un fenómeno particular —la adaptación psicológica de
nuestra especie al estrés causado por los parásitos— puede conformar
culturas enteras puede parecer simplista, pero muchos científicos están
abiertos a dicha teoría. Pizarro, el psicólogo de Cornell, se cuenta entre
ellos430. «El trabajo de estos científicos me resulta fascinante —dice—.
Creo que están enfocando esta cuestión de la mejor manera posible».
Steven Pinker, psicólogo evolutivo y autor de libros tan vendidos como The
Blank Slate y The Better Angels of Our Nature, coincide con Pizarro: «Diría
que estamos ante una teoría que merece ser investigada a fondo431.»
Como es natural, la hipótesis también tiene sus detractores. La crítica más
extendida argumenta que la existencia de una correlación entre el estrés
inducido por parásitos y el colectivismo no demuestra que el uno fuera
causante del otro432. En lo referente a algo tan complejo y polifacético
como la cultura, seguramente resulta muy difícil dar con otros factores no
detectados pero que bien pudieran explicar tal asociación.
Los creadores de la teoría son muy conscientes de esta posibilidad, y
aunque el problema no tiene fácil solución, han encontrado formas de
someter sus ideas a un escrutinio más riguroso. Por poner un ejemplo, se
han basado en su modelo para generar numerosas predicciones novedosas y
ponerlas a prueba acudiendo a importantes conjuntos de datos procedentes
de muchos ámbitos de las ciencias sociales. Según indican, la hipótesis por
el momento se sostiene al ser vinculada a todos estos factores. Lo que es
más, sus últimos descubrimientos les llevan a pensar que dicha explicación
abarca bastantes más cosas que las sospechadas en un principio.
¿Vives en una democracia o bajo una dictadura despótica? ¿Eres
profundamente religioso? ¿Las mujeres de tu país tienen los mismos
derechos que los hombres? ¿La guerra suele estallar con frecuencia a tu
alrededor? Thornhill y Fincher piensan que el estrés originado por los
parásitos tiene relevancia directa en las respuestas a tales preguntas.
Los científicos no se han limitado a mirar las cifras para apuntalar su
hipótesis, sino que también han acudido a los resultados de estudios hechos
en el terreno433. Dichos estudios muestran que los parásitos son unos seres
que tienen sus caprichos, acaso comparables a las orquídeas en un
invernadero. De forma particularmente acusada en los trópicos, prosperan
mejor en condiciones muy precisas de humedad y temperatura. Dispersas
por rincones de Perú y Bolivia, por ejemplo, hay 124 cepas genéticamente
distintas del parásito humano Leishmania braziliensis. Los habitantes de
estas regiones están bien adaptados para coexistir con tan solo algunas de
estas cepas. De modo que si se alejan en demasía de sus lugares de
residencia pueden encontrarse con cepas novedosas capaces de enfermarlos
o matarlos. Si un venido de fuera se integra en una población, sus gérmenes
pueden ser letales para los vecinos, y a la inversa. Si el mencionado
forastero consiguiera mantener relaciones sexuales con alguien de la
población, los hijos resultantes tendrían los genes del venido de fuera y sus
sistemas inmunológicos tendrían mayor dificultad para combatir las
enfermedades locales.
Thornhill y Fincher consideraban que estas razones podrían explicar por
qué las personas en las regiones cálidas infestadas de parásitos son más
reticentes a casarse con alguien ajeno a la propia comunidad. Y por qué
desarrollan toda suerte de idiosincráticos marcadores de la identidad
comunal —dialectos únicos, prácticas religiosas, costumbres culinarias,
formas de vestir, joyas, música y demás—, unos marcadores que permiten
que cada grupo distinga entre «ellos» y «nosotros». En pocas palabras, la
teoría predice que las regiones atiborradas de parásitos tienden a favorecer
el espíritu del terruño y un paisaje social balcanizado, esto es, dividido por
religiones y lenguas, entre otras barreras sociales.
Fue justamente lo que encontraron. También descubrieron que los
habitantes de estas zonas son más devotos de su fe, atendiendo al número
de veces que rezaban por semana, al número de servicios al que asistían y
otros muchos indicadores propios de la etnografía. Por contraste, el ateísmo
florece allí donde hay poca infestación parasitaria.
«Los estudiosos de las religiones están muy interesados en conocer el
grado de compromiso religioso, pero son incapaces de predecir qué países
van a ser más religiosos atendiendo a los actuales paradigmas —explica
Thornhill—. Y es que sus teorías no son demasiado rigurosas. Tienden a
pensar, por ejemplo, que eres religioso porque tus padres así te lo han
inculcado»434. Por su parte, él y Fincher han descubierto que los datos
epidemiológicos son un indicador fiable de las zonas en las que el
sentimiento religioso va a estar más extendido. Y cuanto más barrocos sean
los sagrados rituales de una religión y mayores sean sus exigencias para con
los fieles, mejor le irá a la hora de mantener a sus feligreses estrechamente
unidos y alejados de los miembros de otras sectas y sus parásitos.
Convencidos de que su hipótesis podía abarcar todavía más aspectos, se
dijeron que en las zonas cálidas llenas de parásitos, las presiones para
ajustarse a las convenciones sexuales y vinculadas a la higiene
posiblemente generarían intolerancia contra quienes se desviasen de la
norma. Las tradiciones son sagradas, y es necesario obligar a su
cumplimiento, de forma estricta, lo que lleva a la aparición de sociedades
jerarquizadas. Las personas se acostumbran al sometimiento a las reglas y a
reverenciar a la autoridad, por lo que con el tiempo toleran menos la
disidencia. Estamos refiriéndonos a las condiciones precisas que pueden
favorecer el establecimiento de regímenes represivos.
Con intención de poner esta teoría a prueba, los científicos accedieron al
índice democrático, al índice de los derechos humanos y a otras escalas de
acceso público que sitúan a los países en el espectro que va de la
democracia a la autocracia basándose en factores como la participación
electoral, las libertades civiles, la distribución de la riqueza y la igualdad
entre los sexos435. Una vez más, los resultados confirmaron su teoría: era
más frecuente que los países sometidos a fuerte estrés de origen parasitario
estuvieran bajo control de dictadores, que la desigualdad entre los sexos
resultara marcada y que la riqueza estuviera concentrada en manos de una
pequeña clase de carácter elitista. A la inversa, en los países con menor
índice de enfermedad infecciosa había mejor distribución de la riqueza,
mayor igualdad entre hombres y mujeres y bastantes más derechos
individuales. En su gran mayoría se trataba de democracias.
Si hemos de creer a Thornhill y Fincher, la angustia por los parásitos
provoca una desconfianza hacia los extraños que resulta en homicidios,
fuertes disensiones internas y la división de la sociedad por raza y por clase.
Encontraron datos que así lo confirmaban allí donde mirasen, o poco
menos436. «¿Quién iba a pensar que los parásitos tendrían que ver con el
colectivismo, los rasgos de la personalidad, las convicciones políticas, la
religiosidad y las disensiones entre la población civil? Nos conformábamos
con que nuestra teoría resultase cierta en lo tocante al colectivismo y el
individualismo; ni sospechábamos que estábamos ante un fenónemo tan
extendido e importante437».
Para lo que suele ser habitual en la ciencia, Thornhill hace gala de cierto
gusto por la provocación. Este biólogo, entre cuyos numerosos méritos se
cuenta el importante trabajo sobre las costumbres de apareamiento de los
insectos efectuado al principio de su carrera profesional, tiene fama de ser
una especie de malote del mundo académico, una persona que no tiene
miedo a meterse en cuestiones polémicas. Lo que a veces le ha causado
disgutos438. En 2000 provocó una gran controversia con la publicación de
su libro A Natural History of Rape, escrito a medias con el antropólogo
Craig T. Palmer. En sus páginas, Thornhill y Palmer argumentaban que para
entender bien el fenómeno de la violación era necesario observar el
contexto evolutivo y negaban la idea de que este crimen nunca tiene
motivación sexual. Cosa que no gustó a quienes consideraban que
sencillamente era un comportamiento de agresión y alegaron que la tesis de
Thornhill y Palmer venía a justificar tan imperdonable crimen, que los
violadores ahora podrían excusarse ante el tribunal de turno diciendo que
fueron los genes los que le impulsaron a cometer el abominable crimen. No
era eso lo que los dos estudiosos querían decir, como explicaron en detalle
en una emisión del programa Today y muchos otros espacios de televisión.
Sin embargo, el escándalo suscitado fue suficiente para que a Thornhill le
llegaran numerosas amenazas de muerte. Durante el momento más álgido
de la polémica, se vio obligado a circular por el campus con protección de
guardias jurados pertrechados con armas de fuego.
La teoría del estrés suscitado por los parásitos todavía no ha llegado al
gran público, así que, de momento por lo menos, los debates al respecto
tienen lugar en tono sosegado y sin salir del ámbito académico. «Todavía no
me han enviado las oportunas amenazas de muerte», bromea. En todo caso,
su propensión a hacer afirmaciones tajantes, con pocas matizaciones, indica
que Thornhill sigue estando más que dispuesto a ejercer de provocador y a
asumir todas las consecuencias.
Schaller y Murray han adoptado un tono más cauteloso —Schaller dice
que tiene «cierta confianza» en determinados aspectos del modelo— y
centrado su investigación en áreas más concretas, las que mejor conocen
personalmente. Schaller me cuenta que la religión y las guerras civiles
escapan a su jurisdicción. Si bien tiene curiosidad por muchas de las
direcciones que Thornhill y Fincher han recorrido en su labor, confía más
en los datos que Murray y él han estado recopilando y analizando, sobre la
cuestión precisa del autoritarismo439.
Han investigado su vinculación con el miedo a los parásitos valiéndose de
un método distinto al usado por Thornhill y Fincher. En lugar de efectuar un
análisis país por país, se han concentrado en 90 sociedades de pequeña
escala y culturalmente bien diferenciadas, para eludir el posible sesgo
inspirado por unas regiones con una misma historia en común440. Por poner
un ejemplo, hay países que quizá no son democráticos no porque tengan
baja incidencia de enfermedades contagiosas, sino porque sus habitantes
son de procedencia mayoritariamente europea y han importado el sistema
de valores propio del continente de origen. ¿La prevalencia de los
patógenos sigue anticipando gobiernos autocráticos en sociedades que
apenas tienen historia en común? Han encontrado que sí. También llevaron
a cabo otro estudio basado en una medición más concreta del autoritarismo
que la procedente de unos cuestionarios psicológicos441. Se interesaron en
averiguar cuántas personas en una sociedad eran diestras, con el
razonamiento de que las culturas intolerantes de la individualidad
seguramente ejercerían mayores presiones sobre los nacidos zurdos para
que se acostumbraran a manejarse con la mano derecha. Si los altos
porcentajes de infección sustentan los valores autoritarios, en las áreas
donde los parásitos son endémicos tendría que haber mayor número de
personas diestras, o tal se dijeron. Fue exactamente lo que encontraron.
«Los sistemas de valores tienen unos costos y unos beneficios que varían
en función de la prevalencia de los patógenos —explica Schaller—. El
costo de ser un individualista a ultranza, del tipo fomentado en los países
occidentales, puede ser superior a los beneficios en regiones donde abundan
los patógenos. Y puede suceder a la inversa en los lugares donde hay
escasos patógenos442.» En estos últimos lugares, amplía, hacer las cosas de
modo distinto y pensar con originalidad acostumbra a estar mejor valorado,
pues se considera que son unas cualidades que favorecen la creatividad y la
innovación tecnológica.
En palabras del mismo Schaller, «hoy existen muchos indicios diferentes
que, cada uno por su lado, establecen una asociación entre la prevalencia de
los patógenos y diversos tipos de diferencias culturales»443. Sin embargo,
«resulta evidente que la fobia a los parásito no es el único factor que
interviene en la conformación de una sociedad. En el campo de las ciencias
conductuales y cognitivas tenemos una cosa muy clara: todo está
multideterminado.»
A su modo de ver, por ejemplo, sería una simplificación grotesca decir
que la religión constituye una simple defensa contra los parásitos. Incluso si
tiene esa función —«lo cual es mucho suponer», agrega—, de ningún modo
se puede afirmar que la religión apareció con esa única función precisa o
que sigue existiendo por la misma razón.
En paralelo, la diversidad lingüística, las formas de gobierno y los
estallidos de violencia sin duda son los productos de numerosos factores
geográficos e históricos, y no únicamente del estrés que nos provocan los
parásitos. (Para un análisis pormenorizado de tales factores, el lector puede
consultar el libro de Jared Diamond galardonado con el Pulitzer Guns,
Germs and Steel.) Schaller indica que el problema primordial consiste en
discernir la combinación entre todas estas variables; según intuye, pueden
pasar años antes de que lo consigamos.
También es preciso aclarar las formas en que el estrés causado por los
parásitos se traduce en puntos de vista y rasgos de la personalidad. Schaller
especula que «posiblemente se dio una distinta selección en lo referente a
los diferentes rasgos personales en las distintas culturas444. Quizá se dieron
diferentes combinaciones de alelos [variantes genéticas] vinculados a los
conductos neurotransmisores responsables del estado de ánimo y el
temperamento. Hay que andarse con cuidado por este territorio. Mis
colaboradores y yo somos todos de raza blanca y estamos diciendo que los
europeos son más tolerantes y aventureros. Lo que suena horriblemente a
mentira muy conveniente y satisfactoria. Hoy sabemos que la interacción
entre los genes y el entorno es increíblemente compleja».
Por poner un ejemplo, él y sus colaboradores especulan que las frecuentes
respuestas de asco durante la niñez pueden regular en sentido ascendente o
descendente el número de genes ligados al temperamento o la aversión al
riesgo.
Como es natural, las personas aprenden de sus culturas ciertas prácticas
destinadas a protegerlas de la infección. Las experiencias individuales —un
caso extremo sería el de presenciar la muerte de todos tus hermanos por
causa del contagio— también pueden provocar que el individuo se vuelva
hipervigilante de los gérmenes.
La causalidad puede resultar aún más complicada. El cerebro quizá
advierte que el sistema inmunológico está revolucionado por obra de unas
infecciones crónicas, conjetura Fincher, y su respuesta es la de situar la
mentalidad en un plano defensivo manifestado por el pensamiento
colectivista445.
Thornhill sospecha que el ser humano incluso puede haber desarrollado la
capacidad para leer los niveles de anticuerpos en circulación por la sangre
de otra persona, lo que le informaría sobre las concentraciones parasitarias
alojadas en los cuerpos del prójimo446.
¿Está hablando de un sexto sentido?, pregunto.
«Es posible que existan entre siete y quinientos sentidos que permiten al
cerebro detectar las concentraciones y lo que dura la activación del sistema
inmunitario —es su respuesta—. Cuando miramos a una persona
recogemos información sobre su edad, sobre todos sus marcadores
hormonales, sobre la simetría de su cara y el movimiento del cuerpo; todos
estos datos nos proporcionan indicaciones muy precisas sobre la salud del
individuo en cuestión. El olor corporal también puede facilitarnos
información sobre el estado inmunológico de la persona. El cerebro puede
estar leyendo muchísimas cosas a la vez».
Mientras los arquitectos del modelo basado en el estrés provocado por los
patógenos tratan de entender los mecanismos que pudieran explicar sus
hallazgos, otros científicos están examinando en detalle los presupuestos
fundamentales que la sustentan, como la afirmación de que el repliegue en
pequeños grupos insulares (la expresión técnica para este fenómeno es
«gregarismo asortativo») ayuda a combatir la propagación de la
enfermedad. Una serie de datos procedentes de experimentos con animales
y de modelos informáticos hechos por genéticos poblacionales respaldan
esta idea, pero los científicos matizan que estos modelos nunca son mejores
que los datos que los alimentan y que dichos datos siguen siendo bastante
imprecisos447. El psicólogo evolutivo Dan Fessler subraya que los grupos
humanos casi siempre comercian entre ellos —algo que los animales
obviamente no hacen—, circunstancia que podría reducir el alcance de esta
teoría448. Los antropólogos culturales han comenzado a aportar sus propias
opiniones, y si bien muchos dan su visto bueno a aspectos del modelo, hay
bastantes que no se fían de su lógica. Por ejemplo, el antropólogo Richard
Sosis y sus colegas de la Universidad de Connecticut alegan que los
proselitistas religiosos entran en contacto con desconocidos de forma
regular y que ciertas prácticas religiosas, como el vertido ritual de sangre,
fomentan la transmisión de la enfermedad, en lugar de combatirla449. Si
bien ninguna hipótesis —y menos todavía una que pretenda tener en cuenta
todas las variables culturales— puede efectuar predicciones infalibles, estas
argumentaciones contrarias suscitan muchas dudas sobre la teoría y de
seguir acumulándose pueden hacer que se desmorone bajo su peso.
No es descartable que sus defensores terminen por ser acusados de
motivaciones políticas encubiertas, pues el modelo puede ser fácilmente
interpretado como enemigo de la religión y un grosero ataque al
colectivismo, tan estrechamente asociado a los valores conservadores.
Parece claro que los situados a la derecha del espectro político se sentirán
empujados a poner en cuestión la imparcialidad de estos investigadores.
En pocas palabras, el modelo es controvertido, y tengo la sospecha de que
lo será todavía más, después de que el debate sobre sus méritos llegue a
oídos de la opinión pública. Por su parte, a Thornhill no le inquieta la
posibilidad de irritar a otros. Tampoco tiene dudas sobre si su modelo
resistirá el escrutinio ajeno. «Hasta la fecha, los que decían que era un
modelo equivocado han resultado estar equivocados», sentencia con un
brillo malicioso en la mirada450.
Y si tienen ustedes razón, pregunto, ¿qué consecuencias habrá que
extraer?
«Si tenemos razón, lo que hay que hacer para salvar al mundo es reducir
el estrés inducido por los parásitos. Hay que empezar por ahí. Muchos
dirían que lo que hay que hacer es construir escuelas. Otros dirían que hay
que establecer instituciones económicas en estos países, para que funcionen
mejor. Nuestros datos y nuestras ideas indican que lo primordial es trabajar
sobre las enfermedades no zoonóticas [es decir, las dolencias que se
transmiten de persona a persona] y, con el tiempo, una vez que los jóvenes
hayan crecido en unos entornos mejores en lo referente a la enfermedad,
nos encontraremos con que las nuevas generaciones son de mentalidad más
tolerante. Habrá mayor productividad económica, porque ya no existirán
tantas barreras sociales. Se dará un mayor intercambio de ideas. Habrá
mayor interés por la educación… Y entonces conseguiremos salvar al
mundo.
Acorralo a Thornhill y pido que mencione el nombre de un país que sea
ejemplo de su filosofía. De inmediato contesta:
«Todo el mundo occidental, donde se ha dado una reducción gradual de la
enfermedad contagiosa. En el decenio de 1920 apareció el agua clorada. En
los años treinta aparecieron leyes que regulaban el saneamiento o el manejo
de los alimentos. Las iniciativas de este tipo se extendieron muy
rápidamente por los países occidentales, pero sin llegar a implantarse en los
no occidentales. Los antibióticos surgieron por esa misma época. En 1945
ya teníamos agua con flúor, y muchos otros países la adoptaron con rapidez.
Lo que puso punto y final a las infecciones bucales. En 1945 también
apareció el DDT, que mataba a todos los insectos portadores de la
enfermedad. La malaria pasó a la historia, y otro tanto sucedió con tantas
otras enfermedades humanas transmitidas por los insectos.
»En los años sesenta se produjo una revolución cultural: los derechos
civiles para los negros, los derechos de las mujeres, la revolución sexual…
Todo eso sucedió justo después de la eliminación de las enfermedades
infecciosas en los países occidentales. En las regiones del mundo que de
pronto eran más tolerantes. Nada de eso pasó en países que no fueran los
occidentales».
Está claro que muchos discutirán esta versión de la historia tan sesgada y
provocativa, pero si aceptamos la premisa de Thornhill, haríamos bien en
repensar los objetivos geopolíticos teniendo en mente el estrés inducido por
los parásitos. Como el devastador avance del Ébola por África occidental
dejó crudamente de relieve, gran parte del mundo en desarrollo sigue
careciendo de la infraestructura médica más rudimentaria. Hay regiones
infestadas de parásitos cuyas grandes poblaciones no tienen acceso a
hospitales, médicos, medicamentos o equipamiento quirúrgico. De forma
simultánea, los países ricos están malgastando millares de millones de
dólares en campañas —muchas veces situadas en estas mismas regiones
abandonadas— destinadas a contener guerras surgidas por odios étnicos e
intolerancia religiosa, por no hablar de las crisis de refugiados y otras
tragedias provocadas por dicha violencia. Por medio de una mayor
inversión en prevención sanitaria —o tal sostiene Thornhill—, los países
occidentales seguramente no tendrían que costear tanto gasto bélico
después. Y hasta sería posible que en último término redujeran el
sufrimiento humano de manera mucho más efectiva.
En la Universidad de Oxford, un grupo de estudiosos de la ética dirigido
por Russell Powell se muestra de acuerdo en que la teoría de la angustia por
los parásitos tiene el potencial de modificar el modo en que las naciones
desarrolladas toman decisiones de política exterior451. Si la hipótesis es la
correcta, escriben en Behavioral and Brain Sciences, es más probable que
«las intervenciones vinculadas a la enfermedad infecciosa en tal caso pasen
a tener mucho mayores consecuencias a largo plazo sobre la sociedad, la
economía y la política. Es bien sabido que las preferencias de una sociedad
pueden influir en la susceptibilidad a la dolencia contagiosa, pero pocos
habían imaginado que se diera una estructura de causalidad posibilitadora
de que las enfermedades infecciosas conformaran las preferencias
sociopolíticas».
431. Steven Pinker, entrevista con la autora, 19 julio 2013 y 3 noviembre 2015.
438. Randy Thornhill, entrevista con la autora, Miami Beach, Florida, 20 julio 2013.
440. D. R. Murray, M. Schaller y P. Suedfeld, «Pathogens and Politics: Further Evidence That
Parasite Prevalence Predicts Authoritarianism», PLoS One 8, número 5 (mayo 2013): e62275.
447. Charles Nunn, entrevista con la autora, 15 abril 2015; R. H. Griffin y C. L. Nunn,
«Community Structure and the Spread of Infectious Disease in Primate Social Networks»,
Evolutionary Ecology 26 (2012): pp. 779-800.
448. Daniel Fessler, entrevista con la autora, Los angeles, 12 septiembre 2013. Valerie Curtis,
Don’t Look, Don’t Touch, Don’t Eat: The Science Behind Revulsion (University of Chicago
Press, Chicago, 2013), edición Kindle, capítulo 2.
451. Russell Powell, Steve Clarke y Julian Savulescu, «An Ethical and Prudential Argument
for Prioritizing the Reduction of Parasite-Stress in the Allocation of Health Care Resources»,
Behavioral and Brain Sciences 35 (2012): pp. 90-91, doi: 10.1017/S0140525X11001026.
Agradecimientos
S
eguramente nunca hubiera terminado este libro —no en el plazo
convenido, cuando menos— de no haber sido por Joshua Cohn, mi
marido tan atento, lleno de energía e inmensamente capaz. A pesar
de que él mismo tiene una muy exigente carrera profesional, criticó cada
uno de mis manuscritos, mejorándolos a cada versión… y hubo muchas de
ellas. ¿He mencionado que Joshua también corta el césped y se encarga de
comprar y cocinar?
Mis hijos, Rachel y Daniel, dejaron atrás la adolescencia y se convirtieron
en adultos durante el período que necesité para terminar el libro. También
me apoyaron en esta empresa y en ningún momento se quejaron de tener
una madre medio ausente que se pasaba el día dando la paliza con los
parásitos.
Mi hermana Gisele McAuliffe, que es mucho más organizada de lo que
yo nunca voy a ser, así como un hacha de la informática, me ofreció sabios
consejos para trabajar con eficiencia y estuvo disponible a todas horas para
resolver los problemas de la tecnología de la información. Tanto ella como
su marido, David Caleb, fueron muy amables al peinar el manuscrito de
principio a fin, indicándome los párrafos que les sonaban raros o precisaban
de mayor elaboración.
También tengo la suerte de contar con unos amigos maravillosos que me
apoyaron con entusiasmo desde el primer día. Unos cuantos merecen
mención especial.
Phoebe Hoban, autora muy vendida, me educó de pe a pa en las
singularidades de la industria editorial y me brindó palabras de ánimo a
cada nueva dificultad.
Cuando, en un momento de pánico, pensé que nunca iba a concluir el
libro de modo satisfactorio, un amigo músico, Tim Devine, al momento me
ofreció unas cuantas ideas estupendas, que incluso escribió en una prosa
brillante que me dejó verde de envidia por su facilidad para la redacción.
Tentada estuve de cortar y pegar, pero la inspiración por suerte acudió en mi
ayuda, aunque apenas un poco antes del plazo de entrega definitivo y final.
Wallace Ravven, otro autor especializado en divulgación científica,
asimismo me ayudó en este ultimísimo tramo, señalándome algunos
párrafos que a su juicio no terminaban de estar bien matizados. Resultó que
tenía razón. Atendiendo a sus críticas, hice algunos cambios de última hora
que, sospecho, quizá me hayan ahorrado reseñas negativas (rezo por ello).
También estoy en deuda con mi agente literaria, Zoë Pagnamenta, quien
siempre respondió a mis consultas a la velocidad del relámpago, se leyó
cada nueva versión del manuscrito poco menos que de la noche a la
mañana, y me dio opiniones y orientaciones sobre cada aspecto del libro.
(Mil gracias a Bob Weil, de Norton, por sugerirme que hablara con ella.)
Tuve la gran fortuna de que me asignaran una correctora que también es
médico. Tracy Roe no tan solo se fijó en cada detalle, sino que además
llamó mi atención sobre párrafos difíciles de seguir y sugirió algunas
adiciones que mejoraban el contenido.
Mi correctora agradeció profusamente que pusiera las referencias del
libro en el formato idóneo, ahorrándole muchas horas de trabajo, pero el
mérito tiene que llevárselo Lindsay Devine, a quien contraté para hacer esta
labor, que realizó mucho mejor de lo que yo hubiera podido.
Fue un placer trabajar con mi revisor definitivo y editor, Eamon Dolan.
En todos los aspectos. Dolan se mostró optimista, eficiente y concluyente,
sabía exactamente qué era lo que quería y supo expresarlo bien. Asimismo
me curó de algunas malas costumbres al redactar —«esas flojas transiciones
en forma de pregunta»—y de la prosa que suena bonita pero está hueca, lo
que él llama «envoltura para salchichas». Durante largo tiempo me
acompañaron como una maldición, pero ahora estoy contentísima de que
nunca llegaran a ser impresas. ¡Gracias, Eamon!
Hay muchos, muchísimos científicos que me han ayudado con este libro,
por lo que no hay forma de mencionarlos a todos. Pero aquí está un listado
de algunos que fueron excepcionalmente generosos con su tiempo: Lena
Aarøe, Shelley Adamo, Martin Blaser, Gerald Clore, Stephen Collins, John
Cryan, Valerie Curtis, William Eberhard, Andrew Evans, Daniel Fessler,
Corey Fincher, Jaroslav Flegr, Benjamin y Lynette Hart, Celia Holland,
Patrick House, Michael Huffman, David Hughes, Clemens Walter Janssen,
Kevin Lafferty, Frederic Libersat, Emeran Mayer, Glenn McConkey, Janice
Moore, Charles Nunn, Michael Bang Petersen, David Pizarro, Teodor
Postolache, Robert Poulin, Nicolas Rode, Paul Rozin, Robert Sapolsky,
Mark Schaller, Gary Sherman, Fréderic Thomas, Randy Thornhill, E. Fuller
Torrey, Ajai Vyas, Michael Walsh, Joanne Webster, Geraldine Wright,
Robert Yolken y Sera Young.
Carl Zimmer, periodista especializado en temas científicos que escribe
para el New York Times, contribuyó de forma indirecta a la aparición de esta
obra al publicar en 2003 Parasite Rex, una joya de libro que fue mi primera
introducción a los manipuladores parasitarios y a cuya altura es muy difícil
llegar.