más antiguas que se cuentan del sabio Feng ocurrió duran- te la época de la gran peste. Loscamposestabancubiertos de cadáveres insepultos, con las caras y las manos marca- dasporlaspequeñasllagasde la enfermedad. Esas marcas parecían ideogramas de una lengua desconocida; pero por extrañasquefueran,nadieig- noraba su significado. Afaltademales,nacióuna rivalidad mortal entre Chou, elmandaríndelSuryDang,el mandaríndelNorte. Dangha- bía prometido una fortuna a quien se atreviera a matar a su enemigo. Chou temía por igual a la peste y a Dang. Por eso había renunciado a aban- donar su enorme habitación. Para sentirse más seguro, hi- zoquelefabricaranunacerra- dura que sólo se podía abrir desde el interior. Su única di- versión era ataviarse con sus mejores trajes y mirarse en un gran espejo. Pensaba que el lujo era una armadura que la muerte no podría atrave- sar. Unamañanalossirvientes golpearon a su puerta pero Chounolesabrió.Cuandoala tarde derribaron la puerta, lo encontrarontendidoenelsue- lo, con un tajo en la garganta, la cara hundida en un lago de sangre.Asulado,unadagade oro. Su médico, el doctor Ts- au,pasóunpañoembebidoen vinagrede cerezas por la cara del mandarín. Pero Chou no reaccionó: estaba tan muerto como los cuerpos que la peste acumulaba sobre los campos, y que la nieve empezaba a cu- brir. Nohabíadudadequeelcri- men era obra del mandarín Dang, pero faltaba saber quiéndeloshabitantesdelpa- lacio había entrado en la sala para cortar la garganta de Chou. Intervino en el caso la policía imperial, que interro- góalossirvientes,aloscocine- ros,alosjardinerosyalmédi- co,sinconseguirningunares- puesta. Fue entonces cuando llamaronalsabioFeng,quevi- vía en una cabaña alejada, y que nunca había entrado en unpalacio. EldoctorTsauacompañóa Feng a la habitación del mandarínylemostróelgranespe- jo. «Los sirvientes son fácil presa de las supersticiones. Comolapuertanopodíaabrir- se desde fuera, creen que el asesino sólo pudo entrar por el espejo. Han quitado todos los espejos del palacio, para no morir ellos también». El médicorióylosenviadosdela policía imperial también rie- ron. Todos rieron menos Feng. Sólo dijo: «Un espejo también es una puerta» Feng observó todo lo que había en la habitación, aún las sandalias del mandarín y los pliegues de las sábanas y las mariposas que habían muertoporacercarsealalám- para.Luegofuealasaladesti- nadaalosrezos,dondeelcadá- veresperabaelfuneral.Allípi- dió que lo dejaran sólo con el cuerpodelmandarín,queper- manecíasumergidoenunacu- ba con flores de jazmín, para su purificación... A la mañana siguiente Feng se reunió con el doctor Tsau y con los enviados de la policía imperial en la misma habitación donde se había co- metido el crimen. Todos espe- raban el nombredel asesino. «La peste es la culpable», dijo Feng. «Extraña marca para la peste: un tajo en la garganta», dijo el doctor Tsau. Feng no hizo caso a la bro- ma. «Choutomabafuertespóci- mas para dormir, que le daba su mismo médico, el honora- ble doctor Tsau. El asesino aprovechósusueñoparadibu- jarsobrelacaradelmandarín las señales de la peste. En la piel del cadáver quedan toda- víarestosdetintaroja.Aldes- pertar,Chousupoleereneles- pejoeldolorosofinqueleespe- raba, y del que su médico tan- tasveceslehabíahablado.En- tonces se cortó la garganta. Hubo un crimen, y las armas fueronunpinceldepelodemo- no, unas gotas de tinta roja y unespejo». «¿Y quién fue el que trazó esasmarcasensucara?»,pre- guntó uno de los enviados de la policía imperial. «Elmismoqueluegolasbo- rró con un paño embebido en vinagrede cereza»,respondió Feng. EldoctorTsauno sedefen- dió, y con su silencio aceptó laspalabrasdeFeng.Antesde que se lo llevaran, dijo en un susurro: «Elmandarín Dangme ha- bíaprometidoabundantestie- rrasyuncargamentodeseda. Ahora obtendré una soga de seday un hoyo en la tierra». Afuera la nieve borraba conpaciencialasmarcasdela peste, y pronto todo estuvo blanco