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VERDADES FUNDAMENTALES DE LA FE

A. DIOS ES UNO Y TRINO

1. ¿QUÉ SIGNIFICA “CREO EN DIOS”?

La afirmación “Creo en Dios” es la más importante: la fuente de todas las demás verdades sobre el hombre y sobre el mundo
y de toda la vida del que cree en Dios. Creer en Dios, significa creer lo que Dios ha revelado.

Dios, en su bondad y sabiduría, se revela al hombre. Por medio de acontecimientos y palabras, se revela a sí mismo y
especialmente se ha dado a conocer a través del Verbo encarnado, su Hijo Jesucristo, hecho Hombre, para abrir el camino
que lleva a gozar definitivamente de Dios en el Cielo.

En la práctica creer en Dios significa para el hombre adherirse a Dios mismo, confiando plenamente en Él y dando pleno
asentimiento a todas las verdades por Él reveladas, porque Dios es la Verdad.

Significa creer en un solo Dios en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

2. HISTORIA

La Santísima Trinidad es el Misterio de Dios, es el Misterio Central de Fe y de la vida cristiana.

Lo que sabemos de Dios, es porque Jesucristo no lo ha contado, es así como podemos acceder al Misterio de la Santísima
Trinidad, a través de la segunda persona, que fue la que se encarnó y a través de todo lo que nos ha dicho.

La Palabra Santísima Trinidad no está en la Biblia, es fruto de la reflexión teológica de la Iglesia.

En el año 215 d.C. el escritor y líder religioso Tertuliano, fue el primero en usar el término Trinitas o Trinidad. Tertuliano diría
en “Adversus Praxeam II” que los tres son uno, por el hecho de que los tres proceden de Uno por unidad de substancia.

La definición del Concilio de Nicea fue la de afirmar que el Hijo es consustancial con el Padre y fue reafirmada en
Constantinopla en el 381 d.C.
En Nicea toda la atención fue centrada en la relación entre el Padre y el Hijo, y no se hizo ninguna afirmación similar acerca
del Espíritu Santo. Pero en el 381 d.C. en Constantinopla se indicó que el Espíritu Santo es adorado y glorificado junto con el
Padre y el Hijo, sugiriendo también que era consustancial a ellos. Esta doctrina fue posteriormente ratificada en el Concilio de
Calcedonia en el 451 d.C., sin alterar la substancia de la doctrina aprobada en Nicea en el 325 d.C.

Sin embargo, la devoción a la Santísima Trinidad se inició en el siglo X d.C. y, a partir de esa época, se fue también difundiendo
su celebración litúrgica, entrando en el calendario romano en el año 1,331 d.C.

3. EL TRINO DIOS

El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo Dios. La auto manifestación de Dios dentro de la historia de la salvación, la cual
deja en claro que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo existen, crean, obran y sustentan desde el principio, atestigua que Dios
es trino desde siempre.

La encarnación, la muerte y la resurrección del Hijo de Dios, como asimismo el envío del Espíritu Santo, permiten reconocer
a Dios como el Trino. Jesucristo destaca los efectos de la Trinidad Divina en Juan 16:13-15: lo que es del Hijo, también es del
Padre y lo que hace saber el Espíritu Santo lo toma del Padre y del Hijo.

El trino Dios es un Dios de comunión de Padre, Hijo y Espíritu; su comunión querría hacerla accesible al hombre.

¿Por qué decimos que es uno? porque Dios así sea Padre, hijo y espíritu santo, tienen una sola substancia una sola naturaleza,
una sola esencia.
¿Cuál es esta substancia, naturaleza o esencia? La substancia Divina.

Entonces la substancia es la que designa esa realidad que soporta de forma permanente todas las diferencias.

¿Por qué el padre, el hijo y el espíritu santo son uno?, porque tienen la misma substancia, porque tienen la misma naturaleza;
ahora ¿por qué se diferencian? ¿qué es lo que les hace que sean 3? Lo que los diferencia son “Las relaciones”.

4. RELACIONES EN DIOS.

También pertenece a la “Teología”, al Dios en Sí Mismo.

Hay 4 relaciones en Dios, que se dan mediante la oposición relativa de las Personas, lo que no rompe su Unidad de naturaleza
ni la pericóresis o circumincesión, por la que donde está Una de Ellas están también las otras Dos.

La Paternidad. Del Padre con referencia al Hijo. Es la primera relación.

La Filialidad. Del Hijo con referencia al Padre, de Quien procede desde toda la eternidad por vía de conocimiento intelectual.

La Espiración Activa. El Padre y el Hijo se aman de tal manera que generan una Nueva Persona, el Espíritu Santo, por vía
volitiva, “espiran activamente” el Amor.

La Espiración Pasiva. Es el Amor espirado por el Padre y el Hijo contemplado desde el Espíritu Santo. Desde Él, que recibe y es
generado, la espiración del Padre y del Hijo es recibida, por lo tanto es una “espiración pasiva”.
Esto también se descubre en el Catecismo, principalmente al final del número 252, y en los números 254 y 255.

5. PROCESIONES DIVINAS

Pertenece a lo llamado en el número 236 “Theología” (palabra griega), es decir, al conocimiento de Dios en Sí Mismo.

Partamos de que en Dios hay Inteligencia y Voluntad, Conocimiento y Amor. También podríamos agregar según San Juan de
la Cruz: Memoria y Vida.

Hay dos procesiones en el Seno de la Santísima Trinidad:

El Hijo procede del Padre por el camino de la generación intelectual, por medio del conocer de Dios (vía intelectiva).

El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo por el camino de la generación por el Amor, que es el camino volitivo, de la
Voluntad Amorosa del Padre y del Hijo, y ese Amor se transforma en la tercera Persona Divina.

Estas relaciones se descubren en el catecismo entre los números 238-248, en especial el 242 y el 246.

6. MISIONES TRINITARIAS

Las Misiones pertenecen a lo que el número 236 denomina “Oikonomia”, del griego, que significa “Economía de Salvación”,
al Plan que Dios tiene para salvar.

Por lo tanto, éstas suceden hacia fuera del Seno Trinitario, apuntan al Plan de Salvación y presuponen un Envío.

Hay 2 Misiones “hacia fuera”:

La del Hijo enviado por el Padre. Es la encarnación redentora.


La del Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, para dar testimonio de Jesús Resucitado, recrear la Iglesia y santificar a
los hombres.

El Padre no es enviado, pero viene al alma en gracia, tal como leemos en Jn. 14,23 y Ap. 3,20.

En el Catecismo, esto lo descubrimos principalmente en los números 257 y 258 al final.

(De todas maneras, las operaciones divinas son comunes a las Tres Divinas Personas, por el misterio ya visto de la
circumincesión o pericóresis).

7. APROPIACIONES O ATRIBUCIONES DIVINAS

Tal como decíamos al fin del bloque anterior, las operaciones divinas son comunes a las Tres Divinas Personas, porque donde
está Una de Ellas están también inhabitándose las Otras Dos. Están “como Una metida dentro de las Otras” (la pericóresis o
circumincesión). La Trinidad tiene “una sola y misma operación”. Por lo tanto, crean las Tres, redimen las Tres y santifican las
Tres.

Pero, por Apropiación o Atribución, se adjudica a alguna de Ellas determinada Obra: Por ejemplo, la Creación se “atribuye” al
Padre. La Redención, al Hijo. La Santificación, al Espíritu Santo.
En el Catecismo, encontramos este tema en los números 257, 258 y 259.

8. CONCLUSIÓN: LA TRINIDAD EN NUESTRA VIDA

En el número 3 de la exposición dijimos que Dios es Inteligencia y Voluntad según Santo Tomás de Aquino. San Juan de la Cruz
le agrega Memoria también, la cual Santo Tomás la hace surgir de la Inteligencia y la Voluntad.

Para esta aplicación espiritual tomaremos la división de San Juan de la Cruz, que nos facilitará las cosas.

Arrancamos de los números 259 y 260 del Catecismo, donde dice que toda la vida cristiana es “comunión con las Tres Divinas
Personas”, y que el fin último de toda la Economía Divina (del Plan de Salvación)”es la entrada de las criaturas en la unidad
perfecta de la Bienaventurada Trinidad”, citando para ello a Jn. 17, 21-23.

Nosotros, que somos imagen y semejanza de Dios, también tenemos inteligencia, voluntad y memoria, que son las facultades
superiores del hombre y hacen que nos distingamos por ellas de los animales y que nos podamos unir a Dios.

Nuestra inteligencia se une al Conocer de Dios en Jesús, que es el conocimiento del Padre. La inteligencia, conociendo, busca
la Verdad. Y la Verdad es Jesucristo. Y lo hace por medio de la virtud teologal de la Fe. (Las virtudes teologales son aquellas
que nos unen directamente con Dios, que alcanzan directamente a Dios).-Cf. Rom. 5, 2ª. Por lo tanto, nuestra inteligencia se
une a Jesús, Hijo del Dios Vivo, por medio de la Fe.

Lo propio de la voluntad es amar, el amor. El Amor en Dios es el Espíritu Santo. -Cf. Rom. 5,5. Por lo que nuestra voluntad se
une a Dios Espíritu Santo por medio de la virtud teologal de la caridad, amando a Dios sobre todas las cosas, que es el primero
y el principal de los mandamientos.

En la memoria recreamos la vida. Pero para unirnos a Dios tenemos que dejarlo todo y seguirlo. Por lo tanto, tenemos que
dejar entrar en ella la Vida de Dios, el Padre, que viene del futuro, y no tener las imágenes y situaciones de nuestra historia
enfermiza. Más allá de las cosas y de las personas, está la Vida de Dios. Ésta es ya Vida Eterna, y nos sana, nos cura, nos
reconcilia y nos libera. Por lo tanto, nuestra memoria, haciendo el “vacío” de todo lo creado, se une al Padre por medio de la
virtud teologal de la Esperanza, que nos hace penetrar en la Vida Eterna de Dios y hace que ella penetre en nosotros ya desde
ahora.

¿Cómo lograr todo esto? Sin duda, el camino es la oración, sin descartar todo lo demás. Tiempo y tiempo ante Dios Sólo y
solos ante Dios. Lo demás, resultará muy fácil. Serás santo y podrás realizar la misión que Dios quiere de ti en esta vida.
Pero si no estás unido a Dios, podrás hacer muchas cosas, pero serán como golpes en el vacío, y llenas de vanidad y de nada.

JESUS MURIÓ Y RESUCITÓ

“Tomaron, pues, a Jesús y él cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota, y allí
lo crucificaron y con él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en el medio. Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre, y la
hermana de su madre, María mujer de Cleofás y María Magdalena. Jesús viendo a su Madre y junto a Ella al discípulo a quien
amaba, dice a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” Y luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu Madre.” Y desde aquella hora
el discípulo la acogió en su casa. Dieron a Jesús vinagre y cuando Jesús lo tomó, dijo “Todo está cumplido”, e inclinando la
cabeza entregó su espíritu” (Jn 19, 16-18; 25-27; 29-30).

«El Misterio pascual de la Cruz y de la Resurrección de Cristo está en el centro de la Buena Nueva que los Apóstoles, y la
Iglesia a continuación de ellos, deben anunciar al mundo. El designio salvador de Dios se ha cumplido de “una vez por todas”
(Heb 9, 26) por la muerte redentora de su Hijo Jesucristo.» (Catecismo, 571).
¿Por qué murió Jesús en la cruz?

Tanto el pecado de Adán y Eva, como nuestros pecados personales nos merecen un castigo. ¿Qué clase de castigo? Un castigo
proporcional al ser que se ofende. Pero, Dios es un ser infinito, por consiguiente, nuestro castigo es infinito, eterno… la
condenación. Así, aunque la humanidad entera hubiera muerte en una cruz, no hubiese sido capaz de reparar un solo pecado
cometido contra Dios, pues aún la suma de los padecimientos de todos los hombres sería algo finito, pues somos seres finitos.
Para reparar semejante falta se requiere que un ser infinito repare… Sólo Dios es infinito, entonces, sólo Él mismo podía
reparar la falta que se cometió contra Él, cargando toda nuestra culpa, poniendo encima de sí toda nuestra maldad… así, Dios
“a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él” (2 Cor 5,21).

«Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8,46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre
al Padre (cf. Jn 8,29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir
en nuestro nombre en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho
así solidario con nosotros, pecadores, “Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros” (Rom
8, 32) para que fuéramos “reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rom 5,10).» (Catecismo 603).

1. EFECTOS DE LA PASIÓN DE CRISTO

Santo Tomás expone seis efectos de la pasión de Cristo:

Liberación del pecado

Leemos en el Apocalipsis de san Juan: “Nos amó y nos limpió de los pecados con sus sangre” (Ap 1,5). Siendo Él nuestra cabeza,
con la pasión sufrida por caridad y obediencia nos libró, como miembros suyos, de los pecados pagando el precio de nuestro
rescate.

Del poder del diablo

Al acercarse su pasión dijo el Señor a sus discípulos: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será
arrojado fuera, y yo, si fuese levantado, todo lo atraeré hacia mí” (Jn 12,31-32). Así, el demonio pierde poder sobre el hombre
y a partir de ese momento es como un perro amarrado… sólo muerde a quien se le acerca.

De la pena del pecado

Además de librarnos del pecado, nos libró de la pena eterna que merecíamos, es decir, del Infierno. El profeta Isaías había
anunciado de Cristo: “Él fue, ciertamente, quien tomó sobre sí nuestras enfermedad y cargó con nuestros dolores” (Is 53,4)
con el fin de liberarnos de la pena de nuestros pecados.
Reconciliación con Dios

El apóstol san Pablo dice que “fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rom 5,10). Así, como el hombre
ofendido se aplaca fácilmente en atención a un obsequio grato que le hace el ofensor, así el padecimiento voluntario de Cristo
fue un obsequio tan grato a Dios que, en atención a este bien que Dios halló en una naturaleza humana, se aplacó de todas
las ofensas del género humano.

Apertura de las puertas del cielo

Dice la carta a los Hebreos: “En virtud de la sangre de Cristo tenemos firme confianza de entrar en el santuario que Él nos
abrió” (Heb 10,19), esto es, en el cielo, cuyas puertas estaban cerradas por el pecado de origen y por los pecados personales
de cada uno.

Exaltación del propio Cristo

En su maravillosa epístola a los filipenses escribe el apóstol san Pablo hablando de Cristo: “se rebajó a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre.
Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo
Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre” (Fil 2,8-11).

2. LA PREDICACIÓN DE LA CRUZ

Después de ver estos admirables frutos que nos trajo… ¿cómo no amar profundamente al Divino Crucificado? En este orden
de ideas, los cristianos predicamos y meditamos la pasión de Cristo, no porque consideremos que sigue muerto en la cruz,
sino porque admiramos el gran amor que nos expresó. Algunos hermanos protestantes, acusan a los católicos de predicar a
un “Cristo crucificado”. Pues quien levanta tal acusación, no sólo debería acusar a los católicos de hoy, sino, a uno de los
primeros católicos, al mismo apóstol san Pablo que decía: “Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los
judíos, locura para los gentiles; mas para los llamados, lo mismos judíos que griegos, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría
de Dios” (1 Cor 1,23). Quién considere que predicar a Cristo crucificado es predicarlo derrotado, no ha entendido nada. En la
cruz cristo no está siendo vencido… en la cruz Cristo está logrando la victoria más grande que jamás se haya logrado sobre la
humanidad: ¡Gracias a su muerte somos libres! El que está crucificado no es un fracasado, es Rey: “Pilato redactó una
inscripción y la puso sobre la cruz. Lo escrito decía así: Jesús el Nazareno, el rey de los judíos” (Jn 19,19); esto lo vio claramente
el buen ladrón cuando dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lc 23,42). ¿Y dónde debe estar un rey? ¡En su
trono! El trono de Jesús es la Cruz. Por supuesto, esto no obedece a los estándares de los mundanos que nos consideran
“locos” por predicar a un rey crucificado, “pues la predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; mas para los
que se salvan -para nosotros- es fuerza de Dios” (1 Cor 1,18). El cristiano auténtico, no sólo debe predicar a Cristo crucificado,
debe, además, presumir de que sigue a un Dios que le amó hasta la cruz: “En cuanto a mí, ¡Dios me libre de presumir si no es
en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!” (Gál
6,14).

¡Cuidado! No vaya ser que estés dentro del grupo de los enemigos de la cruz de Cristo… san Pablo deja bien claro cuál será el
fin de estas personas: “Porque muchos bien, según os dije tantas veces -y ahora os lo repito con lágrimas-, como enemigos
de la cruz de Cristo, cuyo final es la perdición” (Fil 3,18).

3. CRISTO RESUCITÓ

Algunos personajes importantes en la historia se destacaron por sacrificarse por una causa noble. Aunque es cierto que
ninguno expresó tanto amor como Cristo, si Él se hubiese quedado en la tumba, no hubiera sido más que otro gran hombre…
Pero Jesús, no es sólo un gran hombre… ¡es Dios! Y esto lo demostró resucitando de entre los muertos y siendo glorificado a
la derecha del Padre: “Si no resucitó Cristo, nuestra predicación es vana, y vana también nuestra fe (1 Cor 15,14).

«Os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar
a Jesús (Hch 13,32-33). La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, creída y vivida por la primera
comunidad cristiana como verdad central, transmitida como fundamental por la Tradición, establecida en los documentos del
Nuevo Testamento, predicada como parte esencial del Misterio Pascual al mismo tiempo que la Cruz: Cristo resucitó de entre
los muertos. Con su muerte venció a la muerte. A los muertos ha dado la vida.

El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas
como lo atestigua el Nuevo Testamento. Ya San Pablo, hacia el año 56, puede escribir a los Corintios: “Porque os transmití, en
primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que
resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce” (1 Cor 15, 3-4). El Apóstol habla aquí de
la tradición viva de la Resurrección que recibió después de su conversión a las puertas de Damasco (cf. Hch 9, 3-18).»
(Catecismo, 639-640).

4. NECESIDAD DE MEDITAR LA PASIÓN

Para adquirir el Amor a Dios, es necesario meditar sobre la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Si Jesucristo es poco amado
se debe al descuido y a la ingratitud de los hombres que olvidan todo aquello que padeció el Hijo de Dios por nuestro amor.
San Gregorio escribe: “parece una locura cómo un Dios, que es autor de la vida, ha querido morir por sus criaturas”. Y el
mismo San Pablo enseña a los Efesios que hemos de “vivir en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros” (Ef
5,2). De esta manera nos ha purificado con su Sangre: “nos ama y nos ha lavado con su Sangre de nuestros pecados” (Ap 1,5).

San Buenaventura decía: “¡Oh Dios mío! Me has amado tanto que parece que por mi amor has llegado a odiarte”. Estas son
las cosas que hace escribir al Apóstol: “el amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14). Pablo nos está diciendo así que el amor
que nos tiene Jesucristo nos fuerza, de cierto modo, a quererle. ¿Cuántas cosas somos capaces de hacer los hombres por
aquello en que hemos puesto nuestro afecto? Y sin embargo, ¡qué poco estamos dispuestos a hacer por un Dios de bondad
infinita que nos amó hasta la muerte en el patíbulo de la cruz!

Imitemos a San Pablo que decía: “Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo” (Gál 6,14). Y
¿qué mayor gloria puede haber que ser amado por un Dios que llegó a dar su Sangre y su vida por cada uno de nosotros? Por
esto, todos cuantos tenemos fe hemos de preguntarnos ¿Cómo es posible tener otro amor distinto del de Dios? ¿Cómo no
amarle viendo sus pies y manos taladrados y soportando el peso de todo su cuerpo Crucificado? ¿Cómo no nos sentiremos
movidos a amar a Jesús viéndole morir de dolor por nuestro amor?

Sobre la Pasión, escribe el profeta Isaías: “Y con todo eran nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que
soportaba” (Is 53,4). Y en el versículo siguiente añade: “Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas”
(Is 53,5).

Por consiguiente, Jesucristo sufrió estas penas y dolores para liberarnos de ellas. Jesucristo se nos deja ver sobre una Cruz,
atravesado por tres clavos, derramando su Sangre y agonizando entre enormes dolores. Yo pregunto: ¿por qué se nos
presenta a Jesús en un estado tan conmovedor? ¿Busca nuestra compasión? No, ciertamente que no. Jesús no busca nuestra
compasión sino nuestro amor.

Ya nos había dicho: “Con amor eterno te he amado” (Jr 31,3), pero, al ver que no bastaba esta aclaración para superar nuestra
tibieza, y para movernos a su amor, nos demostró, en la práctica, cómo era el amor que nos tenía. Por ello, no dudó en morir
de dolores por nosotros y mostrarnos así la inmensidad de su cariño. De esta manera nos lo asegura San Pablo: “Cristo nos
amó y se entregó por nosotros” (Ef 5,2).

No podemos dejar de contemplar, tampoco, a nuestra Madre al pie de la cruz. Su participación totalmente particular en la
obra de nuestra redención llevada a cabo por Jesucristo, la hace corredentora[3], la asocia de una manera del todo singular a
Cristo y nos enseña a nosotros a asociarnos a su pasión.

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